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CAPÍTULO XXI
SEGÚN LAS DEFINICIONES QUE ESCIPIÓN DA EN EL DIÁLOGO DE CICERÓN,
¿HA EXISTIDO ALGUNA VEZ EL ESTADO ROMANO?
CAPÍTULO XXIII
[…]
Conclusión, pues: cuando falta la justicia de que hemos hablado, en
virtud de la cual el único y supremo Dios, según la ley de su gracia, da
órdenes a la ciudad que le obedece de no ofrecer sacrificios más que a Él
sólo, y como consecuencia que en todos los hombres, miembros de esta
ciudad y obedientes a Dios, el alma sea fiel dueña del cuerpo, y la razón de
los vicios, según un orden legítimo; y que lo mismo que un solo justo, así
también una comunidad y un pueblo de justos vivan de la fe, fe que se pone
en práctica por el amor, un amor por el que el hombre ama a Dios, como
debe ser amado, y al prójimo como a sí mismo; cuando, pues, falta esta
justicia no hay una comunidad de hombres asociados por la adopción en
común acuerdo de un derecho y una comunión de intereses. Si esto falta
—dando como verdadera la anterior definición de pueblo—, ciertamente no
existe un pueblo. Y, por tanto, ni tampoco Estado (res publica), ya que no
hay empresa común del pueblo donde no hay pueblo.
CAPÍTULO XXIV
SIGUIENDO OTRA DEFINICIÓN, PUEDEN CON TODO DERECHO LLAMARSE PUEBLO Y
ESTADO NO SÓLO ROMA, SINO TAMBIÉN OTROS REINOS
libros precedentes. No por eso voy a negar que Roma sea un pueblo, o que
su empresa sea un Estado, con tal que se mantenga de algún modo el
conjunto multitudinario de seres racionales asociados en virtud de la parti-
cipación en unos intereses comunes.
Lo que acabo de decir respecto de este pueblo y de este Estado
entiéndase, asimismo, afirmado y sentido de Atenas y demás Estados grie-
gos, de Egipto, de aquel antiguo imperio asirio, Babilonia, cuando sus Esta-
dos eran dueños de grandes o pequeños imperios y, en general, de cual-
´
quier otro Estado de la tierra. La ciudad de los impíos carece de la auténtica
justicia, en general, rebelde como es a la autoridad de Dios, que le manda no
ofrecer sacrificios más que a Él y, consiguientemente, al alma ser dueña del
cuerpo y a la razón de los vicios de una manera justa y constante.
CAPÍTULO XXV
Por más laudable que parezca el dominio del alma sobre el cuerpo y
de la razón sobre las pasiones, si tanto el alma como la razón no están
sometidas a Dios, tal, como el mismo Dios lo mandó, no es recto en modo
alguno el dominio que tienen sobre el cuerpo y las pasiones. ¿De qué cuer-
po, en efecto, puede ser dueña un alma, o de qué pasiones, si desconoce
al verdadero Dios y no se somete a su dominio, sino que se prostituye a
los más viciosos y corruptores demonios? Por eso, hasta las virtudes
que estos hombres tienen la impresión de haber adquirido, mediante las
cuales mantienen a raya el cuerpo y las pasiones, con vista al logro o
conservación de cualesquiera valores, pero sin referirlas a Dios, incluso
ellas mismas son vicios más bien que virtudes. Y aunque algunos las ten-
gan por verdaderas y nobles virtudes, consideradas en sí mismas y no
ejercitadas con alguna otra finalidad, incluso entonces están infatuadas,
son soberbias, y, por tanto, no se las puede considerar como virtudes, sino
como vicios. Pues así como lo que hace vivir a la carne no procede de ella,
sino que es algo superior, así también lo que hace al hombre vivir feliz no
procede del hombre, sino que está por encima del hombre. Y dígase lo
mismo no sólo del hombre, sino también de cualquier otra potestad o virtud
celeste.