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Lo que busca este principio es que la actuación del estado se haga conforme a derecho, por
ello este principio es consustancial al estado de derecho que significa que el estado como
organización este sujeto al ordenamiento jurídico en toda su actuación. El estado solo puede
actuar cuando se dan las causas previstas por el ordenamiento jurídico y necesariamente debe
seguir los procedimientos previstos por el ordenamiento jurídico y solo puede perseguir las
finalidades que el ordenamiento jurídico impone.
Las facultades de un órgano administrativo serán Regladas cuando una norma jurídica
predetermina en forma concreta una conducta determinada que el administrador debe seguir,
ósea, el ordenamiento jurídico establece de antemano que es específicamente lo que el
órgano debe hacer en un caso en concreto. En este caso el operador (Poder Ejecutivo) no
puede optar entre dos o más consecuencias legalmente posibles e igualmente válidas en
términos de derecho, sino que debe limitarse a aplicar cierto consecuente preciso y
predeterminado.
Las facultades del órgano serán Discrecionales cuando el orden jurídico le otorgue cierta
libertad para elegir entre uno y otro curso de acción, para hacer una u otra cosa o hacerla de
una u otra manera, es decir la administración tiene la facultad de elegir entre al menos dos
soluciones justas o jurídicamente válidas.
En este punto del análisis ya es posible inferir con certeza la primera conclusión de nuestro
razonamiento, a saber: no existen potestades íntegramente libres porque, como mínimo, el
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aspecto puntual sobre qué puede o no hacer el Ejecutivo debe estar reglado por el legislador.
Esto es, el acto particular a dictar por el Ejecutivo no es íntegramente discrecional —en ningún
caso— porque al menos el Legislador debe necesariamente regular el aspecto competencial.
Obvio es también que si el órgano competente reguló todos los otros aspectos (es decir, el
cuándo y el cómo hacerlo y —además— con densidad y profundidad) el asunto está reglado y,
consecuentemente, el acto que dicte el Ejecutivo es ciertamente reglado. El Poder Ejecutivo
sólo debe comprobar el supuesto de hecho previsto en la norma, y en caso de que sea cierto,
aplicar la regla ya que no puede actuar de otro modo.
Si el órgano competente sólo regló algunos de esos aspectos, entonces las potestades son en
parte discrecionales y el acto dictado en su consecuencia también reviste, al menos
parcialmente, este carácter.
Pensemos ejemplos. Así, si el Legislador establece que el Ejecutivo debe cancelar ciertas
obligaciones en el término de un año, pero no dice cómo hacerlo; éste puede cancelarlas con
dinero en efectivo o títulos públicos. En este contexto, el Legislador no reguló uno de los
aspectos que hemos señalado en el desarrollo de este capítulo, esto es, cómo el Ejecutivo
debe ejercer sus potestades. Por tanto, el acto es en este aspecto discrecional, pues el Poder
Ejecutivo puede válidamente ejercer sus facultades de cierto modo u otro, siempre en el
marco del ordenamiento jurídico.
Puede ocurrir también que el órgano regule todos los aspectos del caso, y sin embargo, el acto
sea igualmente discrecional porque el grado de densidad o desarrollo de las reglas es mínimo.
En efecto, si el Legislador dice que el Ejecutivo debe cancelar las obligaciones con títulos
públicos, pero no aclara con qué serie, el acto que dicte el Ejecutivo es parcialmente
discrecional —en tanto éste puede optar entre una serie u otra con el objeto de cancelar sus
deudas y cumplir así el mandato legislativo—.
En este escalón del razonamiento es posible inferir otra conclusión, a saber: así como no
existen potestades enteramente discrecionales, es casi difícil hallar en el ordenamiento
jurídico potestades íntegramente regladas.
Digámoslo en otras palabras: las potestades estatales son más o menos regladas y más o
menos discrecionales. Es decir, los actos son casi siempre en parte reglados y discrecionales.
Veamos otro ejemplo. Imaginemos que la ley dice que el agente público que no cumple con el
horario de trabajo es pasible de las sanciones de apercibimiento, suspensión por no más de
treinta días o cesantía en el cargo. Pues bien, en este contexto normativo, la Administración
advierte que el agente no cumplió con el horario reglamentario en dos oportunidades durante
el último mes de trabajo y —además— de modo injustificado. Consecuentemente, el Ejecutivo
dicta el acto aplicándole la sanción de suspensión por 30 días. Este acto, ¿es reglado o
discrecional? Entendemos que en parte es reglado y —a su vez— parcialmente discrecional.
Por un lado, el elemento competencia es reglado (es decir, en caso de constatarse el
incumplimiento del agente, el Ejecutivo debe sancionarlo), y otro tanto ocurre con el
antecedente (esto es, el incumplimiento del horario). Por el otro, el consecuente (sanciones)
es en parte reglado y —a su vez— discrecional. Así, el tipo de sanción y el límite máximo —en
el caso particular de las suspensiones— son elementos reglados. Sin embargo, el tipo de
sanción (apercibimiento, suspensión o cesantía) y el plazo de suspensión (siempre que no
exceda los treinta días) son aspectos discrecionales del acto a dictarse y, en tal contexto, el
Poder Ejecutivo decide con libertad.
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Ciertos aspectos deben estar regulados necesariamente por las leyes dictadas por el Congreso.
Por caso, el qué (aquello que el Ejecutivo puede o no hacer); es decir, las competencias del
Poder Ejecutivo deben estar regladas por la ley. En ningún caso éste puede reconocerse a sí
mismo competencias, sin perjuicio de que sí puede —respetando el principio de legalidad—
decidir el cómo y cuándo en el ejercicio de aquéllas.
La ley, entonces, dice necesariamente si el Ejecutivo puede actuar y sólo en tal caso puede
hacerlo. De modo tal que el Poder Ejecutivo no puede intervenir según su propio criterio o
arbitrio, sino que sólo puede hacerlo cuando el legislador le dé autorización en ese sentido.
Este concepto es, básicamente, el postulado de las competencias estatales.
Entonces, debemos preguntarnos qué otros aspectos prevé o, en su caso, debe prever la ley
porque éste es el meollo de la discrecionalidad. Veamos:
El legislador necesariamente debe decirnos: (a) si el Poder Ejecutivo puede o no hacerlo (el
qué), pero puede reconocerle al Poder Ejecutivo la facultad de decidir (b) en qué momento
hacerlo (el cuándo) y, por último, (c) de qué modo hacerlo (el cómo).
Es decir que el punto (a) es necesariamente reglado y los puntos (b) y (c) pueden ser reglados
o discrecionales.
El cuándo es el tiempo en el que el Ejecutivo decide actuar, pudiendo elegir entre dos o más
momentos posibles (aspecto temporal). Por su parte, el cómo comprende la posibilidad del
operador jurídico de optar —en el marco de un mismo hecho— entre dos o más consecuencias
posibles. Así, el operador debe elegir entre varios caminos y, luego, justificarlo (motivarlo).
Las normas que regulan las actuaciones del Ejecutivo pueden incorporar esos otros aspectos
sobre su ejercicio (cómo y cuándo). Si el legislador así lo hace, esas potestades son regladas ya
que el ordenamiento prevé reglas específicas respecto de su ejercicio. En caso contrario,
estamos ubicados ante potestades libres o discrecionales del Ejecutivo ya que no existen reglas
preestablecidas y de alcance específico.
El ejercicio supuestamente libre por el Poder Ejecutivo, es decir el cuándo y el cómo (ya
excluimos el qué), nace del reconocimiento de ese ámbito de arbitrio por el propio legislador
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Los principales limites son:
De modo que los límites en el ejercicio de las potestades discrecionales surgen de las mismas
normas de reconocimiento de las competencias y. asimismo, del ordenamiento jurídico en
general.
En consecuencia, el aspecto discrecional del acto tiene dos caracteres. Por un lado, el
reconocimiento normativo y, por el otro, los límites. Cabe preguntarse más puntualmente
¿cuáles son esos límites? Veamos.
A) Por un lado, la propia ley que reconoce el ejercicio de las potestades discrecionales
constituye ese límite.
B) Por el otro, el bloque jurídico. Así, cualquier mandato de mayor o menor densidad que
esté en el ordenamiento jurídico y que resulte aplicable al caso (es decir, las reglas en
sentido estricto —normas jurídicas— y los tópicos —principios generales del derecho
—).
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Cabe recordar que "los principios son mandatos de optimización. Exigen que algo se realice
en la mayor medida posible dentro de las posibilidades jurídicas y fácticas. Su forma de
aplicación es la ponderación. En cambio, las reglas son normas que ordenan, prohíben o
permiten algo definitivamente. En este sentido son mandatos definitivos. Su forma de
aplicación es la subsunción" (ALEXY). Por el contrario, la estructura del principio es abierta
pues éste es preceptivo y no contiene presupuestos de hecho ni mandatos concretos.
C) En particular, el principio de razonabilidad.
Analicemos este último aspecto porque es el más sinuoso y escurridizo entre los límites. En
efecto, el principio más paradigmático es —quizás— el carácter razonable, o sea el contenido
no arbitrario de las decisiones estatales discrecionales. ¿Cuándo el acto estatal discrecional es
razonable y, por tanto, cumple con este estándar? Pues bien, las decisiones estatales
discrecionales son razonables cuando: a) el acto y sus consecuencias son adecuadas al fin que
persigue el Estado; b) los medios son proporcionados y conducentes a ese fin; c) no es posible
—a su vez— elegir otras decisiones menos gravosas sobre los derechos; y, finalmente, d) las
ventajas son mayores que las desventajas.
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Es así como se desarrollaron las categorías de:
a) los conceptos jurídicos indeterminados; y
b) la discrecionalidad técnica; ambas excluidas del campo discrecional. Es decir, se
introdujeron conceptos que recortaron el campo discrecional.
Conceptos técnicos
conceptos técnicos han sido considerados como aquellos que las ciencias o las técnicas definen
de un modo unívoco y, por tanto en este contexto, existe una única solución posible ante el
caso concreto. En general, se cree que el ámbito de discrecionalidad estatal está dado
únicamente por la elección de un criterio técnico por sobre otros para aplicarlo luego a las
actividades estatales, pero una vez elegido el método científico específico, la posibilidad de
optar por una u otra solución generalmente desaparece. Sin embargo, no siempre es así. Es
cierto que a veces el conocimiento científico ofrece un solo método o, en el marco del método
aceptado, un único resultado, pero en otros casos no es así. Por eso, la discrecionalidad técnica
sólo debe excluirse del concepto de discrecionalidad estatal cuando el conocimiento científico
ofrece el procedimiento, método y resultado único, de modo tal que —en verdad— no se trata
de un criterio libre sino reglado por el ámbito científico. Por el contrario, en aquellos casos en
que la ciencia propone dos o más técnicas, procedimientos o soluciones igualmente válidas o
plausibles —e incluso soluciones dudosas— estamos, entonces, ante un caso discrecional. Las
reflexiones precedentes nos permiten concluir que las ideas antes desarrolladas (esto es, el
concepto indeterminado y la discrecionalidad técnica) tienen un valor relativo en el proceso de
reducción del campo discrecional. En definitiva, creemos que estos conceptos deben
reconducirse nuevamente al ámbito clásico de las categorías reglado/discrecional.
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El control judicial de la discrecionalidad estatal
Nuestra Constitución garantiza en su artículo 18 el acceso a la justicia de todos los habitantes
al igual que los Tratados incorporados con nivel constitucional (art. 75, inc. 22, CN). A su vez,
en nuestro ordenamiento jurídico también existe el principio in dubio pro actione. Por tanto,
en caso de indeterminaciones del modelo (vaguedades, ambigüedades, lagunas y
contradicciones) debemos estar por la interpretación que resulte más favorable al acceso
rápido y sencillo ante el juez.
Por otro lado, el artículo 116, CN, dice que "corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales
inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas", sin exclusiones.
La zona de discrecionalidad estatal está dentro del marco jurídico y, por tanto, del control
judicial con el límite de que el juez no puede sustituir al Poder Ejecutivo cuando éste elige una
de las soluciones normativamente posibles en términos justificados y razonables, según su
propio criterio de oportunidad y mérito. Así, la decisión del Poder Ejecutivo es válida e
irremplazable, salvo casos de violación de los principios generales o de cualquier regla
complementaria del ordenamiento jurídico, en cuyo supuesto el juez debe declarar la nulidad
de las decisiones estatales.
Pues bien, ante el ejercicio de una potestad estatal discrecional ¿hasta dónde debe llegar el
control judicial? ¿Qué debe controlar el juez?
El juez debe controlar, primero: si el legislador previó el ejercicio de la potestad bajo estudio.
Segundo: si es o no discrecional y qué aspectos comprende (su alcance o radio). Tercero:
cuáles son los mandatos a aplicar (por ejemplo, los principios de razonabilidad,
proporcionalidad e igualdad). Cuarto: las cuestiones de hecho, particularmente su existencia y
su valoración en términos jurídicos. Quinto: luego de circunscripto el ámbito de
discrecionalidad (elección entre dos o más soluciones posibles) y sus límites, debe analizarse si
su ejercicio cumplió con las reglas antes detalladas. Es decir, el Poder Ejecutivo debe explicitar
las razones de su decisión y su relación con el interés público comprometido. Por su parte, el
juez debe decir si ello cumple o no con los principios y reglas del ordenamiento. Sexto:
superado el paso anterior, el juez debe declarar su validez aunque no comparta el criterio de
oportunidad o mérito seguido por el Poder Ejecutivo.
Hemos dicho que el juez debe controlar la discrecionalidad estatal y que, en caso de
arbitrariedad, debe anular el acto. Éste es nulo cuando no esté motivado o cuando, a pesar de
estar motivado, sea arbitrario o irrazonable.
Es decir, el juez debe analizar si el acto, según el ordenamiento jurídico, es en verdad
discrecional; si los hechos son ciertos —materialidad de los hechos—; si el operador omitió
analizar otros hechos claramente relevantes en el marco del caso; si se justificó debidamente
la decisión; y, finalmente, el cumplimiento del ordenamiento jurídico, en particular, el carácter
razonable de las decisiones estatales.
¿Puede el juez, además de anular la decisión estatal, sustituirla por otra? En igual sentido cabe
preguntarse: ¿puede el juez, una vez anulado el acto estatal discrecional, modificarlo?
Creemos que el juez sí puede —a veces— modificar el acto, pero en ningún caso sustituirlo por
otro, salvo que el nuevo acto esté impuesto de modo claro y reglado por el ordenamiento
jurídico. En síntesis, el juez puede anular y dictar el acto respectivo siempre que fuese reglado
pues —en tal caso— debe limitarse a aplicar la ley. Por el contrario, si el acto es discrecional, el
juez debe anularlo, pero no puede sustituirlo por otro, salvo —como ya adelantamos— cuando
se tratase simplemente de la modificación de ciertos aspectos (conversión de los actos).
Así, la Corte —por ejemplo— aceptó que el juez ante las nulidades de los actos estatales
sancionadores modifique el acto al reducir el monto de las sanciones.
A su vez, en el campo de los derechos sociales el juez no sólo debe anular las conductas
estatales, sino básicamente exigir prestaciones positivas al Estado ante las omisiones de éste.
¿Puede el juez aquí definir las políticas a seguir o sólo debe limitarse a exigir al Poder Ejecutivo
(o, en su caso, al legislador) que desarrolle las políticas pertinentes? Pues bien, es común que
cuando el juez resuelve sobre omisiones estatales (trátese de incumplimiento de sus deberes o
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de cumplimiento defectuosos de éstos) en pos del reconocimiento cierto de los derechos
sociales defina —a su vez— los lineamientos básicos de las políticas públicas a seguir, salvo
que el poder político ya hubiese delineado esas políticas de modo satisfactorio.
El problema nace entonces cuando el Estado no planificó políticas públicas, o lo hizo de modo
defectuoso, y consecuentemente incumplió el deber de reconocer derechos sociales y nuevos
derechos. Si bien el juez puede limitarse simplemente a condenar y no decir más, ese mandato
por sí solo en el contexto de estos derechos (que exigen prestaciones positivas y muchas veces
complejas) supone introducirse —en mayor o menor medida— en el terreno propio de la
planificación de las políticas públicas, entre otras razones, por su impacto sobre el presupuesto
estatal y los recursos públicos. Cabe en un análisis más profundo reflexionar hasta dónde debe
avanzar el juez (es decir, el contenido y alcance de las condenas: mandatos de hacer, qué
hacer y cómo hacerlo), más allá de que en el plano práctico es difícil discernir entre estos
campos.
Existen en este terreno casos paradigmáticos resueltos por la Corte, entre ellos: "Verbitsky"
(2005) sobre la reparación de las cárceles en la Provincia de Buenos Aires; "Mendoza" (2006)
sobre la contaminación y recuperación del Riachuelo; y "Badaro" (2006) sobre el reajuste de
los haberes jubilatorios.
Por ejemplo, en el primero de los precedentes citados, el Tribunal dijo que "a diferencia de la
evaluación de políticas, cuestión claramente no judiciable, corresponde sin duda alguna al
Poder Judicial de la Nación garantizar la eficacia de los derechos, y evitar que éstos sean
vulnerados, como objetivo fundamental y rector a la hora de administrar justicia y decidir las
controversias. Ambas materias se superponen parcialmente cuando una política es lesiva de
derechos, por lo cual siempre se argumenta en contra de la jurisdicción, alegando que en tales
supuestos media una injerencia indebida del Poder Judicial en la política, cuando en realidad,
lo único que hace el Poder Judicial, en su respectivo ámbito de competencia y con la prudencia
debida en cada caso, es tutelar los derechos e invalidar esa política sólo en la medida en que
los lesiona". El Tribunal también aclaró que "no se trata de evaluar qué política sería más
conveniente para la mejor realización de ciertos derechos, sino evitar las consecuencias de las
que clara y decididamente ponen en peligro o lesionan bienes jurídicos fundamentales
tutelados por la Constitución".
El escenario es aún más complejo porque el juez —al introducirse en el terreno de los
derechos sociales y nuevos derechos— lo hace por el camino de los procesos colectivos e
incide fuertemente en las políticas públicas (planificación y ejecución). Evidentemente, no es
igual la decisión judicial que condena al Estado a proveer agua potable a un individuo o
garantizar una vacante en un establecimiento educativo público que —en su caso— obligarlo a
proveer ese servicio (y garantizar así el derecho básico de acceso al agua potable) a todo un
colectivo (sectores más débiles) o construir un establecimiento educativo.
Este sendero es criticado porque el juez —además de no tener legitimidad popular— decide
sobre un objeto parcial (el interés de un cierto sector) y desconoce el interés de otros (incluso,
quizás, de individuos o grupos más vulnerables). Sin embargo, creemos que el argumento es
débil porque, en cualquier caso, el juez debe garantizar el umbral mínimo en el ejercicio y goce
de los derechos, entre ellos, los derechos sociales.