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'Campos de Castilla' y otros poemas

Luis García Montero, “El País”, 30 enero 2005

Campos de Castilla es uno de esos libros que alcanzan el raro privilegio de formar parte de la educación
sentimental de un país. El lector encuentra no sólo las palabras de un poeta, sino algunos versos convertidos
en sabiduría ciudadana, en frases hechas que van de las conversaciones a los estudios históricos y de la
información periodística a la memoria familiar. El Retrato con el que Antonio Machado presenta su libro, un
prólogo de confesiones personales para una obra de voluntad objetivadora, ha extendido la comprensión
moral de un poeta de torpe aliño indumentario, que tuvo en sus venas gotas de sangre jacobina, que acudió a
su trabajo y pagó con su dinero el pan que lo alimentaba, y que supo esperar la muerte ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar. Se trata de la voz cívica capaz de convertir en esperanza humana las
hojas verdes que brotan, con las lluvias de abril y el sol de mayo, en un olmo seco. Ya sabemos, además, que
no hay camino, sino que se hace camino al andar, y que es muy posible que una de las dos Españas nos hiele
el corazón, aunque parece conveniente decidirse por el Jesús que anduvo en la mar, olvidándonos un poco
del que murió en el madero. O sea, preocupaciones de un paseante herido por la España de charanga y
pandereta.

Machado aspira al diálogo público sin renunciar a la mirada particular.

No resulta necesario utilizar comillas en las citas, porque cualquier lector de cultura mediana sabe la
procedencia de estas palabras que valen bien para fijar el mundo lírico y la repercusión sentimental de
Campos de Castilla. Sin embargo, se engañaría el lector redicho y latiniparlo que quisiera justificar el éxito
social de este libro por su falta de complejidad literaria. Antonio Machado se planteó en él un ejercicio
estético de difícil cumplimiento: la superación del simbolismo, la puesta en duda de la todopoderosa estirpe
romántica. Abrió así las puertas a algunos de los caminos más importantes de la poesía española del siglo
XX. Cuando el personaje cívico del Retrato se para a hacer la famosa distinción entre "las voces y los ecos",
podemos caer en el error de pensar que el prestigio lírico estuvo siempre en las voces (la originalidad, la
verdad personal de conciencia) frente a los ecos (los epígonos, los repetidores de consignas y modas). Pero
ocurre exactamente lo contrario. La poesía simbolista, nacida de la puesta en duda de la sociedad y del
lenguaje, había cultivado los ecos, el murmullo, los halos de luna, el reflejo, las depuraciones de lo sugerido
y la divinización de lo no dicho. Apostar por la voz frente a los ecos significaba asumir una llamada hacia la
realidad, una distancia crítica ante los tradicionales excesos líricos de la sublimación subjetiva, anclada en la
renuncia a la palabra compartida y a las responsabilidades sociales. Antonio Machado se diferenciaba así de
la poesía pura y de las vanguardias, los caminos previstos por la conciencia estética de su tiempo. No es
poca rareza, cuando se habla de poesía, que alguien quiera sentirse ciudadano normal, utilizando las palabras
de la sociedad en la que vive y pagando el pan con su trabajo.

Antonio Machado quiso evolucionar, separarse de la poesía que ya había escrito de forma magistral en su
libro anterior, Soledades. Le preocupaba interiorizar los códigos de la cultura de la sociedad industrial, bien
a través de un subjetivismo cerrado que suponía la versión lírica de la propiedad privada, bien a través de
una divinización estética sometida, aunque a la contra, a la inercia impuesta por el pragmatismo positivista.
La defensa de la moral lírica y ensimismada no le parecía una respuesta de fondo al utilitarismo, sino una
aceptación sublimadora del juego impuesto. Machado sabía que el enemigo marca los ritmos tanto al dictar
sus leyes como al obligarnos a definir nuestros pensamientos en su contra. Por eso se sintió incómodo en la
radicalización del simbolismo y se planteó un nuevo itinerario más allá de sus códigos tradicionales,
recuperando los vínculos del poeta con la moral cívica y con el lenguaje de la sociedad. Las sucesivas
declaraciones de Antonio Machado frente al utilitarismo económico y el subjetivismo burgués están en la
raíz de su alejamiento meditado del culturalismo modernista y de su deseo de trascender el simbolismo.

Campos de Castilla recoge este cambio de rumbo, esta indagación lírica que busca una poesía cordial, en la
que el sentimiento toma conciencia de su dimensión histórica y la historia se condensa en un corazón
individual. La inquietud poética de Machado necesita delimitar un espacio que aspire al diálogo público sin
renunciar a la mirada particular. Es la conversación del poeta consigo mismo y con su tiempo. Busca
territorios de frontera, puntos de coincidencia, tensiones de verdad y discrepancia objetiva. El libro intentó
algunos caminos de poca suerte y breve fortuna. El romance de La tierra de Alvargonzález ensayó la
narración de una historia precisa, un parricidio cometido en un decorado social concreto, como camino hacia
la objetividad. Más repercusión tendrían los Proverbios y cantares, el apoyo en la sabiduría y en los tonos
folclóricos para cantar sentimientos y preocupaciones colectivas. El poeta hablará de autofolclor, haciendo
hincapié en la tensión dialogada entre la individualidad y lo colectivo. Será la dirección que Machado fije
para su libro siguiente, Nuevas canciones. El poeta elige en su propia intimidad aquello que piensa compartir
con las tradiciones y los impulsos del pueblo.

Pero el pueblo es sólo un concepto romántico que venía a limitar su propia apuesta. Por eso los mayores
logros de Campos de Castilla hay que buscarlos en los poemas que elaboran un realismo de mirada literal y
vocabulario seco, casi urbano, con el que aborda paradójicamente sus visiones de la naturaleza y sus
recuerdos más íntimos. Piezas como Retrato, Orillas del Duero, Noche de verano, Campos de Soria, A un
olmo seco, Del pasado efímero, Consejos o A José María Palacio forman parte de la mejor y más viva
poesía española del siglo XX.

Campos de Castilla se publicó en 1912 y luego fue creciendo al hilo de la vida de Antonio Machado.
También al hilo de la historia de la poesía. Aunque en épocas de fascinación por los trucos baratos y las
novedades superficiales, algunos talentos fugaces negaron la originalidad de Machado, su obra está en el
corazón de nuestra lírica contemporánea. Así lo demuestra la lectura de poetas posteriores como Luis
Cernuda, Luis Rosales, Blas de Otero, Ángel González, Jaime Gil de Biedma, Francisco Brines o Jon
Juaristi.

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