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CONTENIDO

SINOPSIS
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPÍTULO 34
CAPÍTULO 35
Agradecimientos
SINOPSIS

E
nviada a Londres como castigo por sacar de quicio a su nueva
madrastra, la enérgica e indomable Josephine Blackburn solo
esperaba debutar pronto y concretar un matrimonio tranquilo y
feliz con tal de no ser una carga. Estaba dispuesta a comportarse
como toda una dama, como se esperaba de la nieta de la respetada condesa
de Ross, hasta que tuvo la desgracia de cruzarse con cierto duque incordio.
Harry Ward, el apuesto duque de Rochester, es dolorosamente honesto,
arrogante y prejuicioso. Conocido como el duque de hielo en la alta
sociedad, tiene un plan para su futuro y se niega a aceptar las candidatas
propuestas por su madre, así que se encarga de desanimarlas con sus altos
estándares.
Tras coincidir una noche en sus vidas secretas, estas no volverán a ser
las mismas.
Dicen que del odio al amor hay un solo paso, pero... ¿quién de los dos
caerá primero?
«Una nueva novela de Kelly Harpper que te llenará de amor, diversión y
muchas risas. Autora de La rendición del duque de Devon y El primer amor
de la vizcondesa».
CAPÍTULO 1

S
Londres, 1819
u madre, que en paz descanse, le había dicho a Josephine que su
boca sería su condena. Pero nunca lo tomó tan en serio como
cuando su padre le informó que la enviaría a Londres para vivir con
la temible condesa de Ross; lady Sara Hamilton, su abuela materna.
En la concurrida Blow Street, la recibió un palacete con altos
ventanales, adornados con glicinias y unas puertas blancas con adornos. Las
verjas se abrieron y el carruaje se adentró en el pequeño jardín frontal que
mostraba sus primeros lirios y jacintos.
La muchacha frunció los labios de manera risible cuando la anciana –de
muy buen ver–, condesa de Ross, le preguntó si hizo algo para molestar
tanto a su madrastra como para pedirle a su padre que la enviara bajo su
tutela.
—Es… probable que haya dicho algo de más —reconoció al fin la
muchacha de enormes ojos color miel.
La abuela la estudió con una mirada crítica y después le dio un leve
golpecito en el hombro con su abanico. La muchacha, lejos de sentirse
mortificada por su suerte, curvó ligeramente los labios y solo se quejó por
lo tedioso que fue el viaje.
—Llevad todo a la habitación de invitados del ala este —ordenó la
dueña de casa, con firmeza. Una vez que los sirvientes se alejaron, se
acercó a su nieta y mencionó con un tono más condescendiente—: No se lo
digas al flojo de tu padre, pero espero que hayas sacado de quicio a esa
insulsa mujer.
Lady Josephine Blackburn, hija del conde de Seaford, creció en Bath,
pero cuando su madre aún vivía, visitaban a menudo a la condesa, que
nunca estuvo de acuerdo con que su yerno hubiese decidido llevar a su
familia al campo y criar a sus hijos lejos de la capital. No era un mal
hombre, y según palabras de la dama, le faltaba chispa para socializar.
Eso le recordaba un poco a su esposo, el viejo conde de Ross, que, a
pesar de sus años, todavía mantenía la lucidez de vez en cuando y la
acompañaba siempre que no se durmiera sentado. Él la dejaba ser, siempre
lo hizo, y ella no dudaba en reconocer que eso fue lo que la enamoró en su
juventud, sin importar haber sido un matrimonio concertado por sus
familias.
—Supongo que la partida de tus hermanos a Oxford contribuyó a que el
ambiente se turbase en Landon Hill —dijo la anciana, pensativa—. Debes
echarlos de menos, sin nadie que te defienda de esa mujer.
La condesa apretó los labios y negó con la cabeza. Conocía la estupenda
relación de los tres hermanos Blackburn como para no saber que el haberse
quedado sola en esa enorme casa con la compañía de su padre y su nueva
esposa no habría sido la mejor experiencia para la joven.
—Solo sentía desasosiego —afirmó la joven, mientras caminaban
lentamente hacia el salón, donde unos lacayos preparaban la mesa para el té
—. Bridgitte parecía querer borrar todos los recuerdos de mi madre en la
casa, y no he podido más que recordarle que antes que ella mi padre tuvo
otra esposa y que con guardar sus objetos en una habitación húmeda y
oscura no la borraría de nuestras vidas.
Josephine no se guardaba las palabras; a eso se refería su madre siempre
que le decía que alguna vez eso la metería en problemas, pero nunca se
arrepintió de haber dicho la verdad aunque esta doliese.
La condesa solo asintió y le indicó que tomara asiento. Mientras lo
hacía, la evaluaba y medía cuánto debía enseñarle para su presentación en
sociedad. Aún faltaba poco más de dos meses para el inicio de la
temporada, pero un debut llevaba su preparación; en especial cuando no iba
a ser la única nieta en hacerlo. Lo que la anciana estuvo queriendo decirle
era que sus dos primas de edad de debutar también lo harían esa temporada
y estarían llegando en unos días más a Ross House.
—Me niego a creer que te hayan enviado a Londres solo por eso —
mencionó la condesa, algo desconfiada.
Josephine se irguió un poco más y se aclaró la garganta.
—Por supuesto que no —repuso la menuda joven, con una sonrisa
pícara—. No he conseguido que dejase las cosas de mi madre en su sitio,
así que he decidido molestarla un poco.
Lady Ross elevó una ceja y bebió de su taza.
—¿Como cuánto es un poco? —quiso saber. En realidad, solo deseaba
cotillear y reír a expensas de la nueva esposa de su yerno.
—Digamos que he arruinado todos sus intentos de ser la señora de la
casa por un tiempo —dijo Josephine, y se encogió de hombros—. Me he
encargado de la casa desde la muerte de mi madre y no podía pretender
apartarme de todo lo que llevaba haciendo por años así sin más.
La muchacha hizo una mueca de enfado, pero lady Ross se limitó a
beber otro sorbo de su té.
—Mira, hija… —empezó a decir, pero el mayordomo las interrumpió.
—Milady, la duquesa viuda de Rochester la visita —anunció el
sirviente.
—Hágala pasar —respondió la condesa, a la par que desviaba la
temerosa mirada hacia su nieta.
La dama temía que Josephine sacara a relucir sus más modernos
pensamientos frente a su amiga, la madre del reciente duque de Rochester;
un excelente candidato para cualquiera de sus nietas. La duquesa viuda era
una mujer muy influyente y perspicaz, y temía que pudiese malinterpretar la
forma de ser de la hija de su difunta Sophie. No es que su nieta fuese una
rebelde, pero el haber vivido lejos de todos los convencionalismos de la
capital la hicieron un poco diferente a lo que se acostumbraba en Londres, y
ni siquiera esa figura delicada, casi encantadora, la salvaría.
«Que no mencione lo de la esgrima, que no mencione lo de las carreras,
que no mencione que su padre la ha enviado a Londres como castigo»,
suplicó la condesa en su mente, mientras le dedicaba a su nieta una mirada
de advertencia y a su amiga una de bienvenida.
Josephine era la menor de dos hermanos mayores y para estos era su
adoración, al punto de hacerla partícipe de sus clases de esgrima y de
algunas carreras clandestinas en las cuales la hacían participar como jinete
por su figura menuda y ágil para montar a caballo. En Bath no lo verían
como algo inapropiado, tal vez, pero en Londres podría causarle ciertos
inconvenientes; porque no era la conducta que se esperaba de una joven de
la alta sociedad, en especial, de la nieta de la condesa de Ross.
Cualquiera que la mirara creería que creció entre algodones y no entre
gallinas, caballos y mucho campo verde a su alrededor.
Por fortuna para lady Ross, la visita de la duquesa viuda de Rochester
resultó de lo más agradable y Josephine se mostró en todo momento sensata
y educada. La condesa creyó haber visto cómo le temblaba el ojo en
algunas ocasiones en las que su excelencia comentaba el día a día de sus
sobrinas. Se preguntó si se debía a la admiración o al notable aburrimiento
que debía estarle causando oír sobre bordados y pianoforte.
No obstante, Josephine no avergonzó a su abuela, lo que hizo que la
dama suspirara de alivio.
«Nuevo duque, apuesto y de seguro muy rico —pensó Josephine, y
entrecerró los ojos—. Debe ser el centro de todas las atenciones con esos
atributos». Giró lentamente la cabeza hacia su abuela y notó que esta la
observaba con orgullo. La conocía de sobremanera como para saber que
algo tenía en mente.
—Por favor, abuela, solo exprese aquello que la está ahogando —pidió
la joven, y la dama posó una mano en el hombro de su nieta.
—Creo que le has caído en gracia a su excelencia —comentó, con los
ojos brillantes de emoción—. Es bastante exigente y no cabe duda cuando
alguien no le agrada. La he visto sonreír en dos ocasiones con tus
comentarios.
—Espero que esa alegría que hace brillar sus ojos no sea por algo que
tenga que ver con conocer al hijo de la duquesa viuda… —murmuró la
muchacha, desconfiada.
La condesa curvó los labios.
Ciertamente, Josephine esperaba encontrar un esposo esa temporada, ya
fuese por amor o por conveniencia. No deseaba ser una carga para su abuela
por mucho tiempo y contaba con una considerable dote; sin embargo, no
quería tomar una decisión apresurada, ni que sus abuelos lo decidiesen por
ella.
Aunque sus padres se habían casado por amor, ella era de las que no se
hacía mucha ilusión de hacerlo por los mismos motivos. A diferencia de su
madre, que era toda una dama, refinada, sensata y con buenos modales,
Josephine era considerada a veces un incordio para los que la conocían, por
su incapacidad de mantener la boca cerrada o por sus ocurrencias.
—Es precisamente eso, querida; deberías conocerlo —sugirió la dama,
muy emocionada—. Es un muchacho muy apuesto y de buenos modales.
Aunque un poco exigente, como su madre; en especial cuando se trata de
cortejar a una dama —añadió, y pellizcó la mejilla de su nieta para darle
algo de color—. Sabe perfectamente lo que busca en su futura esposa y no
debe ser poco, porque con tamaña fortuna y buen ver, solo puedo atribuir a
sus altas expectativas el que siga soltero.
Josephine reprimió las ganas que tenía de rodar los ojos.
—Presiento que no deberíamos conocernos, abuela —dijo la joven, y
frunció los labios—. Además, no creo que se fije en una joven criada en el
campo. Probablemente me considere inapropiada para sus altos estándares
—ironizó, y sonrió divertida.
Imaginar enfurecer a ese arrogante duque le puso de buen humor.
Deseaba conocerlo y evitarlo en partes iguales. Conocerlo para ponerlo en
su sitio, y evitarlo porque detestaba a las personas remilgadas, y presentía
que su excelencia era uno de ellos.
—Confío en que no me harás pasar un mal rato la semana entrante,
cuando venga a visitarnos con su madre —anunció la condesa, y le dedicó
una mirada de advertencia a su nieta—. Tendré que tener la misma
conversación con tus primas.
Josephine abrió mucho los ojos, antes de mostrar una radiante sonrisa.
Hacía mucho tiempo que no veía a Daphne ni a Catalina, pero los recuerdos
de lo que vivieron cada verano que coincidieron en alguna de sus casas o en
Londres eran de los más bonitos que atesoraba la hija del conde de Seaford.
Catalina era un año mayor que Josephine y Daphne, pero no había
podido debutar la temporada anterior por el luto que guardaba la familia por
la muerte del marqués de Garland; su padre y yerno de lady Ross. La
economía de su familia no era la mejor después de tan terrible pérdida, por
lo que un matrimonio conveniente para la mayor de los siete hermanos
Smith era la prioridad de la condesa.
Daphne, por su parte, era la única hija de los condes de Riverdale, y
aunque su situación económica y familiar era bastante favorecedora, se
empeñó en que su abuela le encontrase un buen esposo. La aterrorizaba ser
la solterona de la familia, aunque eso era poco probable con su belleza y
carisma.
Los condes de Ross habían tenido cuatro hijos, de los cuales, solo uno
fue el tan ansiado varón, heredero del condado, lord Benedict Hamilton,
vizconde de Rommers, cuyo vástago bajaba las escaleras con entusiasmo al
enterarse de que tenían visitas.
El honorable Basil Hamilton era diez años mayor que Josephine, pero su
jovialidad y esos rizos dorados le conferían un aspecto más juvenil. El
hecho de no tener hermanas lo hizo más propenso a consentir a sus tres
primas como si estas lo fuesen. Siempre que visitaban Londres, las
muchachas regresaban con atuendos que él, como buen dandy, encargaba
especialmente para ellas.
—¡Pero mirad quién ha llegado desde la remota Bath! —bromeó Basil,
orbitando a su menuda prima—. ¿No deberías tener unos centímetros más?
—preguntó, al quedar frente a su prima y notar que apenas le llegaba al
hombro.
Josephine no se molestó con el comentario, sino que se limitó a admirar
la elegancia de su primo, que parecía listo para salir. Frunció la nariz antes
de responder:
—Si lo piensas, tener esta estatura —mencionó la muchacha, elevando
la mano a su coronilla— me ayudará a escabullirme de los bailes. Imagina
que fuese como Catalina; no podría hacerlo sin armar todo un alboroto —
dijo refiriéndose a su prima, que casi alcanzaba a Basil en estatura—. La
modista usará menos tela en mis vestidos y…
Basil curvó levemente los labios y entrecerró los ojos ante el titubeo de
la muchacha.
—¿Decías, prima? —Y se cruzó de brazos. Sus primos le habían
confesado el secreto de los hermanos Blackburn, pero desconocía que su
abuela estuviese al tanto.
Lady Ross también parecía curiosa, pero no lo iba a reconocer ante sus
nietos.
—Deja de molestar a tu prima, Basil —reprendió la condesa, con el
mentón elevado.
—Es que creo que todas esas palabras que quedan escondidas después
del «y…» son las más jugosas —bromeó el joven, y se acomodó mejor la
levita—. Espero que a mi regreso te apiades de este noble primo y me
cuentes eso que no te animas a contar frente a lady Ross.
—Muchacho insolente… —dijo lady Ross, pero Basil sabía que no lo
decía con enfado—. ¿Adónde vas? Josephine acaba de llegar.
El joven pasó un brazo sobre el hombro de su prima y le dio un beso en
la coronilla.
—He quedado con Harry, abuela —repuso Basil, mientras el
mayordomo le pasaba su sombrero—. Y sabes que no tolera la
impuntualidad, mucho menos que lo dejen plantado.
Fue casi risible el cambio en el semblante de la condesa al oír ese
nombre.
—Entonces, no lo hagas esperar —expresó la dama, y dio unos
golpecitos con su abanico en la palma de la mano—. Su madre acaba de
retirarse. Me preguntaba por qué no la acompañó.
Josephine comprendió que el Harry del que hablaban era el tal duque de
Rochester y que parecía inevitable que sus caminos se cruzasen alguna vez
si era amigo de su primo. «Un duque bastante antipático», pensó la
muchacha, y trató de encontrar un motivo por el cuál sería amigo de Basil;
que era tan extrovertido y encantador.
—Supongo que se habrá enterado que una joven debutante ha llegado a
Ross House —comentó con diversión, y miró a su prima, que empezaba a
detestar a ese duque—. Su madre desea que encuentre una esposa esta
temporada, pero me temo que él desea evitarlo.
—No creo que le resulte muy difícil desanimar a las posibles víctimas
—masculló Josephine, y fingió su mejor sonrisa—. Con tales referencias,
dudo que alguien, a pesar de toda su fortuna, desee casarse con él.
—Habla por ti, prima —dijo Basil, y levantó ambas cejas—. No te
imaginas cuántas jóvenes desean ser su duquesa. Veremos qué opinas
cuando lo veas.
Josephine hizo una mueca de desagrado.
—Pues su madre me ha prometido que nos visitarán la próxima semana
—afirmó la condesa.
El mayordomo anunció al joven que su montura estaba lista. Basil
pareció pensar algo, pero calló y se despidió de las dos damas antes de
perderse tras las puertas de la entrada.
Definitivamente, conocer a ese tal Harry no estaba en una posición muy
elevada entre las prioridades de Josephine, aunque le dominaba su
curiosidad.
—Veremos la próxima semana de qué está hecho, excelencia —susurró
la muchacha, y siguió a su abuela de regreso al salón.
CAPÍTULO 2

H
arry Ward, duque de Rochester, resopló una vez más al oír que
su madre lo había comprometido a una visita a los condes de
Ross. Hasta antes de la fatídica noche en que el anterior duque,
su padre, fue encontrado muerto en la cama de una de sus
amantes, no tenía que asistir a las aburridas visitas de cortesía a las que su
madre se empecinaba en llevarlo.
Sus fríos ojos negros observaban a la duquesa viuda mientras esta le
comentaba lo agradable que le resultó la nieta de lady Ross. Aunque pronto
cumpliría veintinueve años, Harry no veía la urgencia de tomar una esposa
esa temporada. Era consciente de sus responsabilidades para el ducado,
pero detestaba no tener el control de sus decisiones; en especial cuando
tenía planes que no podía revelar a su progenitora.
—Está bien, iré a la dichosa visita; pero no cortejaré a esa joven —
anunció tajante el duque, y su madre apretó los labios, frustrada—. Tengo
cuatro hermanos que podrían heredar el ducado en caso de que no llegue a
tener herederos propios, así que no me apresure con lo de la edad para
procrear.
—Eres el duque de Rochester, Harry, y algún día tendrás que escoger a
una esposa —mencionó la duquesa—. Sé que dices buscar a cierto tipo de
dama, pero comienzo a pensar que tal dama no existe y que solo te sirve
para evadir tu responsabilidad.
De buena familia, bonita y educada, agraciada, pero sin ser demasiado
habladora, que supiera ejecutar algún instrumento y practicar algún deporte;
esas fueron las características que Harry enumeró cuando su madre le
insinuó que buscaría una esposa.
El duque elevó una ceja.
—Con que la conozcas estaré contenta —dijo al fin la duquesa viuda,
con un tono de derrota.
—¿Qué la hace pensar que es diferente a las demás jóvenes? Todas las
que he conocido parecían cortadas por la misma tijera: remilgadas,
aburridas, superficiales e interesadas.
La duquesa viuda no ocultó su enfado. A veces detestaba la
personalidad de su hijo.
—A mí me ha parecido una joven interesante —dijo, luego de un
incómodo silencio en el que la dama intentó serenarse—. Está bien si no
deseas casarte aún —anunció, y le arregló el pañuelo del cuello—, pero no
te niegues a conocer a las jóvenes que te recomiendo. Soy tu madre y solo
deseo lo mejor para ti.
Harry no encontró fallas en su petición, por lo que solo hizo un gesto
afirmativo. Observó su reloj de bolsillo y se contuvo de subir a toda prisa
las escaleras para prepararse para la noche. Deseaba dar por terminada la
conversación con su madre y la única forma de hacerlo era dándole la
esperanza de que acudiría a tales visitas.
—Espero que tu renuencia a tomar esposa no se deba a que estés
perdiendo tu tiempo con alguna amante, Harry —dijo la duquesa viuda,
luego de notar que su hijo parecía ansioso por acabar la conversación.
—¿Qué la hace pensar eso, madre? —quiso saber el duque.
No es que fuese un monje, pero de encuentros ocasionales no pasaba.
—¿Crees que no me entero que acudes a algún lugar todos los viernes y
no regresas hasta la madrugada? —La dama se cruzó de brazos y elevó una
ceja.
Harry estuvo a punto de reír ante la suposición de su madre, pero lo
disimuló con un carraspeo. Lo había pillado, pero no podía estar más
equivocada.
—Iré a Ross House la semana entrante y me comportaré como todo un
caballero —mencionó con su habitual indiferencia, y fueron interrumpidos
por el mayordomo, que anunciaba que su montura estaba lista—.
¿Contenta? —Su madre asintió—. Y no me espere despierta.
Partió de inmediato hacia el club, donde debía encontrase con Basil, y
sonrió con malicia mientras azuzaba a su caballo. Imaginó lo que debía
estar pensando su madre.
Una amante…
Recordó a la última con la que compartió cama y pensó que, si todo iba
bien esa noche, la iría a visitar para saciar sus necesidades. Wendy. Sí, así se
llamaba la joven; hija de un renombrado mercader que aspiraba a
emparentarse con el duque.
Iba un poco atrasado, pero lo alivió ver a lo lejos que Basil coqueteaba
con una muchacha frente al club. Cuando descendió de su caballo y le pasó
las riendas a un sirviente, observó a la joven con indiferencia e hizo una
casi imperceptible reverencia. Esta no pudo evitar sonrojarse.
—¿Listo para esta noche? —quiso saber su amigo, después de despedir
a la muchacha.
—Por supuesto —afirmó Harry con confianza—. ¿Has apostado por mí?
Basil le palmoteó la espalda y sonrió ampliamente. El nieto de lady Ross
era de las pocas personas a las que el duque de Rochester le permitía un
contacto físico; por lo general, evitaba como la peste que otros lo tocaran,
siquiera por accidente.
—Incluso te he traído un antifaz nuevo. El viernes pasado casi te
reconoce lord Tarner. —Lo sacó del bolsillo interior de su levita—.
Entremos a esperar la hora; una copa no te vendría mal para tomar valor.
El duque guardó el antifaz en el interior de su levita y asintió. No
necesitaba valor, no obstante, no le vendría mal la copa. Todavía no
encontraba un rival considerable que lo preocupase.
—Mi abuela me ha comentado que visitarás Ross House la próxima
semana —mencionó Basil, con una pícara sonrisa.
Harry resopló y bebió el contenido de su copa de un trago.
—No me tomes a mal; no es que piense que tu prima no merezca la
pena, pero…
Basil levantó una mano y negó con la cabeza.
—Pobre Harry —susurró mientras intentaba no reír—. Serán tres primas
y no desearía estar en tu lugar. Aunque… —añadió Basil, y entrecerró los
ojos. Su amigo lo conocía bastante bien como para saber que algo se le
había ocurrido.
—Solo dilo —exigió.
El nieto de lady Ross lo miró con curiosidad. Él sabía que Harry podría
resultar un incordio para los demás, con ese carácter frío y distante, pero
también sabía que todo eso no era más que una máscara que tuvo que crear
para sobrevivir. Las infidelidades de su padre eran de público conocimiento
y debía ser el fuerte para su madre. Se propuso ser todo aquello que su
padre no era, además de blindar su corazón para que nadie se lo rompiese.
Por eso ponía unos estándares muy altos para su futura esposa, porque no
creía en el amor.
Basil esbozó una sonrisa y tuvo una idea. Harry necesitaba algo de
emoción en su vida, y no solo la que experimentaba los viernes por la
noche.
—Creo que no deberías preocuparte por Josephine, mi prima —anunció,
con una ceja levantada—. Ella no se fijaría en ti. Pero… no puedo decir lo
mismo de las otras dos: Daphne y Catalina.
La sonrisa de Basil se amplió al percatarse del leve sonrojo de su amigo
al oír que la muchacha no se fijaría en él. Aunque no estaba de acuerdo con
apresurarse con lo de la boda, sí tenía un ego que alimentaba con cada
suspiro femenino hacia su persona.
—Mejor —respondió al fin, aunque su voz no sonaba muy convencida.

Unas horas después, a las afueras de Londres, el duque acariciaba la crin


de Perseo, su caballo favorito, el cual no llevaba a sus caballerizas en
Rochester House ni en Bloomber Manor, en Norfolk. Basil conversaba con
otros caballeros y de repente se carcajeó con algo que dijeron, pero que
Harry no llegó a oír. Su amigo era el encargado de las apuestas, mientras
que él vestía unas ropas sencillas de jinete y se cubría parte del rostro con
su nuevo antifaz.
Nada en el mundo le generaba más emoción en su predecible y aburrida
vida, que el peligro de montar a la velocidad de un rayo a su precioso
caballo negro. El golpeteo de los cascos sobre el suelo y la briza que le
golpeaba el rostro hacían que olvidara por un momento sus
responsabilidades como duque y las obligaciones que estas conllevaban.
Estiró las riendas después de cruzar la meta y esperó a que su corazón
dejara de galopar para girarse a mirar a su contrincante. El delgado joven
que competía con él parecía enfadado consigo mismo, pero le tendió la
mano al caballero enmascarado; aunque este solo asintió y no soltó las
riendas. Ni siquiera pronunció una palabra, por lo que casi todos lo
apodaban el Jinete de la Muerte, por sus ropas oscuras, por no hablar con
nadie más que Basil y por la velocidad con la que cabalgaba. Casi nunca
perdía una carrera.
—Ya sabes qué hacer con el dinero —dijo Harry con la voz
entrecortada.
Su amigo le dio una palmadita a la bolsa de terciopelo negro llena de
monedas y sonrió.
—Lo llevaré mañana mismo.
El duque lo pensó mejor y se retractó.
—Tengo planeado organizar un evento de caridad dentro de dos
semanas —anunció, mientras ambos cabalgaban hacia una pensión en la
que Harry se cambiaba de ropa y guardaba a Perseo—. ¿No crees que será
mejor entregarlo ahí?
Basil asintió.
—¿La sigues visitando? ¿No crees que es riesgoso que te vean en un
lugar como ese? No tardarán en sacar conjeturas —convino el nieto de lady
Ross, y vio cómo los labios del duque formaban una delgada línea.
—Lo sé, pero no puedo abandonarla a su suerte, Basil. Ella también es
mi familia, aunque mi madre pudiese estar en contra —dijo Harry,
pensativo—. La pobrecilla no pidió nacer en tales condiciones.
—Tiene tus ojos —mencionó Basil.
Su amigo asintió.
—Mi padre era un capullo. Pero debo reconocer que sabía procrear.
—¿Se lo dirás algún día? —Harry no necesitó explicaciones; sabía que
se refería a la pequeña Genevive, la hija bastarda de su padre y una de las
sirvientas de la casa.
La duquesa era consciente de que su matrimonio no era de a dos y que
su esposo tenía varias amantes, pero este miraba de manera especial a
Amanda, una de las cocineras de Rochester House. No tardó en enterarse de
que su esposo la encamaba casi cada noche. No podía permitir más
escándalos y la expulsó de la casa.
Harry se sintió entre la espada y la pared porque Amanda era de las
pocas personas que le había demostrado verdadero afecto y lo había tratado
como a un hijo; no obstante, también comprendía el dolor de su madre. No
pudo más que ayudar a la mujer a quedarse en un lugar seguro y proveerle
una mensualidad para que nada les faltara. Él se había enterado que la
mujer no iba sola, sino que llevaba en su vientre un ser que tenía su sangre.
Lastimosamente, Amanda no soportó el parto y falleció a las pocas
horas de ver el rostro de su bebé. Era una niña, para colmo de males, pero
estaba segura de que Harry no la abandonaría a su suerte. En efecto, el
joven lord envió a uno de sus lacayos de confianza para que se encargara
del funeral de la pobre desdichada y de la ubicación de la niña en el
orfanato de la abadía de Clayton.
Fue así que nació la idea de las carreras clandestinas para ayudar al
orfanato. No era que el duque no tuviese suficiente dinero para aportar la
ayuda de sus arcas, porque al principio lo hacía, sino que descubrió lo
mucho que le gustaba correrlas, y ¿por qué no hacer las dos cosas que más
lo entusiasmaban al mismo tiempo? La idea fue de Basil, por supuesto, que
le comentó que en uno de sus viajes a Bath participó en una como apostador
y ganó.
Por eso le resultaba tan increíble al nieto de lady Ross que Harry
conociese a Josephine, porque ambos amaban lo mismo, y a la vez eran
muy diferentes, una era el sol que adornaba el cielo de primavera, mientras
que el otro era el crudo invierno que terminaba por derretirse para dar paso
al calor.
CAPÍTULO 3

J
osephine se despertó más temprano de lo que esperaba y es que en
Bath debía encargarse de tantas cosas, que empezaba su día con el
alba. Parada frente al enorme ventanal de su habitación, inhaló
profundo y lo soltó lentamente, mientras el aroma a tierra mojada y a
hierbas se colaba por sus fosas nasales.
El relinchar de un caballo la sacó de su ensoñación y se apresuró a mirar
hacia la verja de la entrada, que en ese momento la abría un criado y dejaba
pasar a Basil. La muchacha entrecerró los ojos y se puso un albornoz a toda
prisa para interceptar a su primo.
Este no se sorprendió al verla, pero se fijó en que nadie la viese en esas
pintas, porque no era decoroso para una dama. Por fortuna, el criado que lo
recibió ya se había marchado con el caballo y los demás sirvientes debían
estar desayunando en el ático, donde tenían su propio comedor.
—¿Acaso no duermes, primita? —bromeó Basil, y la besó en la frente.
—Acababa de despertar cuando te vi llegar —respondió la muchacha,
mientras lo seguía hacia la entrada del costado, por donde circulaban los
sirvientes—. ¿Amante o apuestas? —quiso saber, y él esbozó una sonrisa.
Basil había participado en su debut como amazona en una carrera
clandestina en Bath cuando apenas tenía quince años, y conocía el potencial
de Josephine. La tentadora idea de sacar provecho a su visita en Londres le
rondaba la cabeza desde la noche anterior, pero no quería exponerla; no con
la temporada a la vuelta de la esquina.
—¿Quién dice que solo puedo elegir una de ellas? —dijo su primo, y
ella asintió pensativa. Con dos hermanos mayores casi de la edad de Basil,
no era raro que los oyese hablar sobre sus asuntos.
—Muchacho insolente —imitó la muchacha la expresión favorita de su
abuela, y ambos se echaron a reír.
—¿Todavía… haces aquello? —preguntó casi en un susurro, al notar
que el ama de llaves se acercaba con una de las doncellas.
Josephine enarcó una ceja. Sabía a qué se refería, pero quería estar
segura.
—¿Te refieres a las carreras? —preguntó, también en un susurro—. Por
cierto, la abuela lo sabe, así que no intentes chantajearme con eso. —Se
cruzó de brazos y sonrió de costado.
—¡Muchacha insolente! —bromeó Basil, con una vocecilla traviesa.
Ambos llegaron a la cocina y cogieron unos panecillos recién horneados
y los probaron. La señora Thora, la cocinera, solo negó con la cabeza y
repuso los dos panes que desaparecieron de la bandeja que preparaba para
el desayuno.
—Puedo enseñártelo —murmuró la joven, y elevó el mentón.
—De hecho, me parece una estupenda idea —respondió, y sonrió con
sorna—. Espérame en las caballerizas después del desayuno. Es probable
que tenga una oferta para ti —añadió, y le guiñó el ojo derecho.
Tuvieron que dar por terminada la conversación cuando la cocina se
llenó de sirvientes que iban y venían en medio de sus tareas. Además, a
Basil lo reclamaba Morfeo y necesitaba retozar un poco antes de empezar
su día.
—Iré a dormir un rato, Jo —anunció, y señaló hacia las escaleras que
llevaban a sus aposentos. De camino se cruzaron con el conde y el
vizconde; la joven saludó con cortesía, mientras que Basil hizo una
reverencia hacia ambos—. Está de más recordarte que es un asunto secreto
—musitó, y ella asintió.
—¿Por quién me tomas? Recuerda que llevo haciendo esto por tres años
y no me han descubierto.
La muchacha se apresuró hacia sus aposentos para vestirse
adecuadamente para el desayuno. La condesa no tardaría en descender las
escaleras y no deseaba que la reprendiese. Al ver a su abuelo y a su tío, por
primera vez pensó en su propio padre y en si él también pensaba en ella.
Tuvo una punzada de dolor en el pecho, pero la ignoró y continuó su
camino.
Echaba de menos su hogar, aquel que la vio nacer y crecer, que tenía sus
marcas por todas partes y cuyas plantas florecían para alegrarla. Se echó en
la cama y observó por un rato el techo. En su habitación de Bath había
dibujado unas estrellas en el techo. Le gustaba mirarlas hasta quedarse
dormida. Cerró los ojos y suspiró, pero un carraspeo la interrumpió.
—Buen día, milady —saludó una joven que debía tener solo unos años
más que ella—. Mi nombre es Doris y seré su doncella —añadió, con una
sonrisa, y se dirigió al armario donde la tarde anterior coloco los vestidos
que trajo la muchacha en sus baúles.
—Buen día, Doris. Usaré el vestido de paseo más sencillo —avisó, y
señaló uno de color amarillo pálido—. Y también prepara mi traje de
montar. Más tarde daré un paseo con mi primo.
Basil le había dicho después del desayuno, pero lo conocía bastante
como para saber que eso, para él, significaba después del mediodía. La
doncella asintió e hizo lo que le pidió su joven ama.

La condesa no puso objeciones a que Basil llevara de paseo a Josephine,


aunque sospechaba que algo se traían esos dos. Por supuesto, confiaba en
que su nieto mayor cuidaría de su prima, como siempre lo había hecho.
Después de casi media hora de un paseo relajado por Hyde Park,
llegaron a un barrio alejado del centro de Londres, en el cual se podía
divisar un camino de tierra y casas mucho más precarias de las que
acostumbraban frecuentar los nietos de lady Ross. Algunos lugareños
observaron con curiosidad a la fina dama que los visitaba, aunque no
tardaron en regresar a sus quehaceres.
—Es similar a la pista de Bath —mencionó Josephine, una vez que
recorrió todo el trayecto en compañía de Basil—. ¿Cuál es el tiempo record
hasta el momento? —quiso saber. Le gustaban los desafíos y quería saber si
esa carrera era de verdad uno.
—Dos minutos —anunció su primo, y la observó con cautela.
La muchacha asintió con los labios fruncidos.
El éxito en una carrera dependía de varios factores: el estado del caballo,
de la pista, de las ropas que vistiese el jinete y de las inclemencias del
tiempo. Esa tarde solo sería una prueba para la muchacha, porque ese traje
de montar no le daría la suficiente libertad para hacer lo suyo como sí lo
haría el disfraz que acostumbraba utilizar para correr.
—Empieza a contar —exhortó Josephine, y sonrió con picardía,
mientras tomaba su lugar en la pista improvisada.
Basil levantó en una mano el reloj de bolsillo que siempre lo
acompañaba, presto para medir el tiempo.
La muchacha azuzó a la yegua que le prestó la condesa y Basil sonrió
con satisfacción al ver cómo su prima galopaba con maestría. Se preguntó
cómo Harry se tomaría el desafío de tener un rival a la altura. Y más la
intrigaba saber quién de los dos ganaría en una carrera.
La idea que surgió en su mente la noche anterior se materializaba cada
vez más y supo que debía intentarlo. Sería muy divertido ver al temible
duque de Rochester enfadado, con su fachada de hielo rota por una menuda
dama a la que deseaba evitar como la peste.
—¿Y bien? —preguntó Josephine con la voz entrecortada por la
emoción.
Varios mechones se soltaron de sus horquillas, pero esa radiante sonrisa
demostraba lo feliz que la hacía recuperar algo de lo que consideraba su
hogar. Su pecho subía y bajaba, preso de la agitación a la que se sometió
mientras corría.
Basil frunció el labio y ladeó la cabeza. Un mechón ondulado de su
rubia melena cayó sobre su ojo.
—Dos minutos —anunció, con una leve decepción en la voz.
—Debe ser por la ropa —se apresuró a decir Josephine, convencida de
que ese traje no la favorecía para su cometido.
—Tendremos que resolver ese asunto para el próximo viernes —
convino Basil, a la par que estudiaba la reacción de su prima.
—¿Me dejarás competir? —quiso saber la muchacha.
El caballero asintió sin titubeos.
—Por supuesto, pero hay condiciones —aseguró, y elevó una ceja.

El siguiente viernes, después de esa conversación, Josephine se


encontraba enfurruñada sobre un regio zaino, con los brazos cruzados y los
labios fruncidos. La oscura noche de los suburbios de Londres la protegían,
a pesar de la cantidad de personas que acudieron a la carrera. A simple vista
pudo notar que no todos eran pobres desgraciados en busca de suerte o
fortuna, sino que se trataban de nobles que no se animaban a revelar su
verdadera identidad y recurrían, tal vez, a los atuendos prestados de sus
sirvientes.
—Recuérdame por qué debo fingir que soy un muchacho mudo —pidió
a su primo, que observaba cauteloso su alrededor.
Usualmente vestía de muchacho para las competiciones, pero en Bath la
creían una sirvienta que se buscaba unos chelines extras y no necesitaba
fingir que era muda. Le encantaba conversar con las personas que acudían a
verla.
Basil le explicó que correr en Londres no era lo mismo que en el campo
y que no podían arriesgar su reputación si alguien descubriese que se
trataba de una dama; no obstante, ella sentía una punzada en la garganta a
causa de las ganas que tenía de hablar por lo menos con él. No estaba muy
convencida de que ese fuera el motivo real de su inusual condición.
—En breve llegará el jinete de la muerte. Te he inscrito como un criado
de Ross House y es la misma versión que le he dado al otro corredor. Así
que mantén la boca cerrada, o te puedes ir olvidando de regresar.
Josephine frunció el ceño y Basil elevó una ceja. La muchacha vestía
unas calzas negras y una camisa blanca de lino bajo la capa, pero llevaba
sobre la cabeza un gorro de tela, dentro del cual escondía su larga melena
castaña. Su doncella la había ayudado a vendar sus pechos con unos trapos,
porque temía que el corsé le resultase incómodo, y de verdad parecía un
muchacho.
—¿No me dirás quién es ese temido Jinete de la Muerte? Suena bastante
terrorífico su nombre —mencionó dubitativa, sin notar que Basil la estaba
reprendiendo con la mirada—. ¿También tendré un nombre así de
temerario? Porque lo valgo.
Su primo llevó una mano a la boca de Josephine y le hizo un gesto con
los ojos.
—Ve al lugar que te indiqué. Tú corres primero con aquel muchacho. —
Le indicó con la cabeza hacia donde un escuálido joven montaba su caballo
y se ubicaba en el punto de partida, mientras paseaba la mirada hacia los
demás participantes—. Si pierdes, quedas eliminada, Tormenta.
—¿Tormenta? —se quejó Josephine, antes de ponerse en marcha—.
Espero que no tengas hijos, o que tu esposa no te permita escoger sus
nombres —añadió con evidente enfado—. Tormenta… Tormenta es la que
se armará si no encuentras un nombre mejor para la próxima carrera,
muchacho insolente.
Basil se echó a reír, a la par que la veía perderse entre los demás
competidores. Imaginó que debía estar hecha un mar de furia por tener que
mantener la boca cerrada; era de las que le hablaba hasta a una roca.

—¿Por qué hoy no has pasado por el club? —preguntó Harry, al instante
en que llegó donde su amigo lo esperaba, tirando de la rienda de Perseo.
—Es que te he preparado una sorpresa y requería mi presencia
anticipada en este lugar —respondió con total naturalidad, pero con los
labios levemente curvados.
—¿Una sorpresa? —quiso saber el duque, y observó a su alrededor—.
Tienes mi atención —añadió, y golpeó la fusta en la palma de su mano.
—Ya lo verás —respondió Basil, y le palmeó la espalda.
Harry vestía su acostumbrada ropa negra y el antifaz que protegía su
identidad. Acarició el cuello del animal y luego lo montó para acercarse a
los demás participantes, justo cuando anunciaban la primera partida.
La tensión empezó a apoderarse de su cuerpo al notar la rapidez con la
que montaba el menudo muchacho que acababa de eliminar de la ronda a su
rival. Basil se acercó y sonrió con malicia, como quien guarda un jugoso
secreto.
—Nunca antes he visto a este jinete —dijo Harry, y no dejó de
observarlo mientras este se colocaba a un lado y se limpiaba unas gotas de
sudor con la manga de la camisa.
—Tendrás el honor de conocerlo en breve —anunció Basil, con
diversión en la mirada—. Si no pierdes antes, por supuesto.
El duque bufó con ironía y se marchó hacia el punto de partida. Notó el
leve temblor del muchacho que se colocaba a su lado y apretó los labios.
Debía ganar. No soportaría las burlas de su amigo si llegase a perder.
Josephine lo observó desde que llegó al lugar y supo enseguida que ese
era al que llamaban el Jinete de la Muerte. Tenía merecido el nombre. Su
porte esbelto y su falta de sonrisa helaba a cualquiera que se acercase.
La muchacha contó los segundos que le llevó al caballero enmascarado
derrotar de manera fulminante al chico que casi cayó de su montura antes
de llegar a la meta: dos minutos, igual que ella. Si iba a competir con él,
debía mejorar esa marca. Basil le aseguró que apostó por ella y no quería
defraudarlo.
Llegado el momento de enfrentarse, sus miradas curiosas se cruzaron y
se saludaron con un leve asentimiento, pero ninguno estaba dispuesto a
ceder. La pistola sonó y ambos jinetes azuzaron a sus caballos como si la
vida se les fuera en ello. Se oían gritos de ánimo a ambos lados, pero ella
mantuvo las riendas bien aferradas.
Josephine miró de manera fugaz a su contrincante justo antes de
rebasarlo, y fue recibida con una mezcla de alegría y expectación en la
meta. Muchos de los presentes parecían preguntarse quién era el que
acababa de hacerlos perder su dinero, mientras que otros intentaban saber
su nombre y si volvería a participar la semana siguiente.
El único que la miraba con satisfacción era Basil, que, de ser cierto lo
que le dijo a su prima, se había ganado unos cuantos chelines.
Harry se acercó a su amigo, que parecía conocer a su vencedor, porque
le decía algo al oído. Cuando llegó hasta ellos, el menudo muchacho le
tendió una mano, a pesar de que Basil negó con la cabeza. El invierno se
negaba a marcharse por completo, y una gélida brisa los embistió.
—Lo siento, pero no le daré mi mano —anunció el duque con antipatía.
Josephine estuvo a punto de replicarle, pero Basil le pisó el pie para
recordarle que se suponía que era un muchacho y que su voz la delataría.
Ella fingió una sonrisa y retrocedió. En su mente ya había encomendado a
todos los demonios del infierno a ese arrogante y misterioso mal perdedor.
Aun así, no pudo evitar fijarse en la intensidad de sus ojos y la palidez
de su piel, que parecía bañada por la luna. Debía reconocer que parecía un
hombre muy atractivo y viril, aunque todo un incordio.
—No te lo tomes personal —se apresuró a explicar Basil a su prima—,
pero el Jinete de la Muerte detesta el contacto físico con extraños.
Josephine asintió, aunque estuvo tentada de poner los ojos en blanco.
Frunció un poco el ceño al notar que el enmascarado no desviaba la
mirada de la de ella; temía que su cuerpo la traicionara y el rubor la
delatase, porque ese caballero parecía desafiarla con los ojos. Era alto y de
hombros anchos, aunque la capa que llevaba encima los cubría.
—No te preocupes, que lo que he ganado irá para el mismo lugar —
anunció el nieto de la condesa.
Harry resopló con frustración y se marchó sin siquiera despedirse.
Estaba enojado consigo mismo por haber perdido y, para colmo de males,
no podía sacarse de la mente la mirada arrogante del chico que lo había
derrotado.
—No creo que sea el Jinete de la Muerte —mencionó Josephine, una
vez que lo perdieron de vista—. Debió haberle robado el puesto. Parece
toda una calamidad de la impertinencia.
Basil se echó a reír y negó con la cabeza.
—¿Os conocéis bien? —preguntó la muchacha, con los ojos
entrecerrados.
—¿Alguna vez te han dicho que eres muy curiosa? —inquirió su primo,
y ella levantó el mentón.
—¿A qué os referíais con respecto a la ganancia? —quiso saber
Josephine, pero Basil levantó una ceja y calló—. Está bien, ya no
preguntaré. Regresemos a Ross House antes de que la abuela nos descubra.
—¿Crees que no lo sabe ya? —dijo el caballero con ironía—. A esa
mujer no se le escapa nada; no con el abuelo observando todo desde la
ventana de su alcoba con esos binoculares que le regaló mi padre para la
ópera —añadió divertido—. Pero no te preocupes, que mientras no nos
metamos en problemas, ella fingirá que no lo sabe.
CAPÍTULO 4

A
la mañana siguiente a la carrera, Harry despertó antes de lo
previsto y no podía deberse a otro motivo más que a la
frustración que le causó el haber perdido ante ese desconocido y
extraño muchacho. Según le señaló Clemence, su ayuda de
cámara, si daba unas vueltas más en su alcoba, haría un hueco en el suelo.
Había dado muchas vueltas en el colchón, como si en realidad hubiese
dormido sobre paja; no podía conciliar el sueño y sabía que le esperaba un
día muy agitado. El sirviente observó su trabajo y asintió conforme; su amo
lucía elegante y no cabía dudas de que no estaba en vano entre los mejores
partidos de la temporada.
Esa tarde Harry acompañaría a su madre a visitar la casa de los condes
de Ross y aprovecharía para sacar alguna información de su amigo; no
obstante, no dejaba de preguntarse de dónde había salido ese jinete y en qué
había fallado para haber perdido.
Resopló con fastidio y decidió aceptar la invitación de su madre a
acompañarla a desayunar. Estaba seguro de que Basil lo hizo adrede y que
debía estar mofándose de él en esos momentos.
La gobernanta de los Ward se despedía de la duquesa viuda al momento
en que Harry llegó al comedor y tomó asiento en la cabecera, como años
antes lo hubiera hecho su padre. Su madre lo observó con curiosidad y se
aclaró la garganta al verlo tan ensimismado para no saludarla como debía.
—Oh, perdone, Madre, estaba distraído —se disculpó el duque, y la
dama le dedicó una sonrisa—. Buenos días.
—Espero que no vuelvas a excusarte con respecto a la visita a los
condes de Ross. Hoy llegan sus dos nietas restantes y sería de mal gusto
desairarles —advirtió la duquesa, después de limpiarse los labios con la
servilleta que reposaba en su regazo—. No te imaginas el mal rato que he
pasado al tener que ofrecer mis disculpas por tu ausencia la vez pasada.
Harry cogió un pastelillo de queso y suspiró con resignación, a la par
que un lacayo le servía una porción de huevos revueltos y salchichas.
—He de reconocer que no me apetecía hacer tal visita, pero tampoco
estaba en mis planes que el administrador trajera malas noticias de
Rochestershire —se defendió el duque, y engulló un trozo de pan—. He
tenido que viajar casi sin descanso, encargarme del funeral de Turner y
encontrar un nuevo mayordomo para Bloomber Manor en tres días —
añadió con cansancio, y pareció recordar algo—. Además, hoy tengo
motivos para acudir a Ross House.
El rostro de Harry permanecía serio, pero su madre lo conocía muy bien
como para no sospechar de tal afirmación.
—¿Algo que deba saber antes de visitar a la condesa? —quiso saber.
Lo observó con cautela, pero su hijo negó con la cabeza.
Por un breve momento albergó la esperanza de que su hijo hubiese
conocido a la nieta de su amiga en alguno de sus paseos por Hyde Park,
pero su negativa hizo que frunciera los labios.
—Solo deseo conversar con Basil de unos asuntos —respondió con
aparente tranquilidad.
Apretó las manos en puños alrededor de sus cubiertos al recordar la
sonrisa triunfal del muchacho que lo había derrotado. Debía dejar de pensar
en lo ocurrido la noche anterior o le saldría una úlcera.
Pero… ¿por qué estaba pensando en la sonrisa de ese jinete?
Sacudió la cabeza como si desease apartar tales cavilaciones.
—¿Sucede algo, hijo? —preguntó la duquesa, con el rostro preocupado.
—No. No, Madre —se apresuró a responder. Lo último que deseaba era
que su madre tuviese ideas equivocadas o se angustiase en vano—. He
tenido una pesadilla y la acabo de recordar —mintió.
—Debe ser porque has vuelto casi de madrugada y no has descansado lo
suficiente —lo reprendió.
—Quizás —zanjó, y sin darle la oportunidad de replicar, añadió—:
Pediré el carruaje mientras usted acaba su desayuno.
En el viaje a su residencia veraniega, no solo se encargó del funeral del
pobre Tarner, sino que se interesó en los problemas que pudiese haber
surgido mientras estuvo enfermo y evadió a la larga lista de visitas a la que
su madre lo había comprometido con el fin de que encontrase a una dama
que llenase sus expectativas como para convertirla en su duquesa.
No es que no le agradasen, pero le enfadaba de sobremanera sentirse
como un objeto que todas anhelaban poseer como un trofeo y que esperasen
que tuviese sentimientos hacia ellas. Estaba dispuesto a ser un buen esposo
y padre, a darles el estatus que se merecían, pero no se sentía capaz de amar
como esperaban que lo hiciese.
Harry había planeado visitar el orfanato ese día, pero decidió cumplir
primero con el pedido de su madre y terminar de una vez por todas con su
empeño en que conociese a las nietas de su amiga. Acompañaría a su
madre, conocería a las muchachas y buscaría a Basil para pedirle algunas
explicaciones.
Ahora que lo pensaba mejor, el orfanato podía esperar. Apenas se
liberase de las visitas iría a la casa que arrendaba a las afueras de Londres
para practicar. Había perdido una vez, pero no lo haría dos veces. Si debía
pasar todo el día fuera y regresar cansado por las noches, lo haría.
El que reiría el próximo viernes sería él y no ese muchacho insolente.
CAPÍTULO 5

P
or la mañana, Josephine abrazaba la almohada como si su vida
dependiese de ello; había estado sonriendo en sueños, hasta que el
relinchar de unos caballos en la entrada la despertaron. Dio un
brinco en la cama y se sentó en medio de esta antes de apresurarse
hacia la ventana. Por un momento pensó que ese arrogante duque de
Rochester, al que aún no tenía la dicha o desdicha de conocer, había llegado
más temprano de lo esperado.
Apoyó ambas manos en el alfeizar y observó la llegada de un carruaje a
Ross House. Suspiró de alivio al reconocer el blasón de su tío, el conde de
Riverdale, y una brillante sonrisa se dibujó en su rostro.
Tocó de inmediato la campanilla para llamar a su doncella y esta acudió
sin vacilación.
—Buen día, milady —saludó la criada, y se adentró en la estancia de su
ama—. Al parecer, ha tenido un descanso reparador. Se ve contenta —
añadió con su acostumbrada amabilidad.
—Mi prima Daphne ha llegado. ¿Cómo podría no estarlo? —comentó
emocionada, mientras revisaba su armario.
La doncella sostuvo el vestido que escogió la muchacha y luego le
preparó su baño.
—Lady Ross ha ordenado que se tuviesen listas las dos alcobas de al
lado para sus primas —informó la joven doncella, a la par que le pasaba a
su ama una nueva pastilla de jabón—. Supongo que lady Catalina también
llegará el día de hoy.
Josephine asintió y se metió en la bañera. La noche anterior le había
pedido a Doris que le dejase agua en la jofaina, además de unos paños, y
con eso se había deshecho del sudor y el polvo que se pegó a todo su cuerpo
en la carrera; pero poder relajarse bajo el agua tibia era un deleite.
Minutos más tarde, bajaba las escaleras con premura para dar la
bienvenida a su prima.
Una joven de dorados cabellos y una mirada angelical atravesaba el
vestíbulo en compañía de su doncella. Sus ojos centellearon al volver a ver
a Josephine después de casi dos años, pero hizo acopio de su buena
educación y primero saludó como correspondía a sus abuelos, los condes.
—Has llegado justo para el desayuno, querida —dijo lady Ross, después
de dar un abrazo a la muchacha—. Deja que los lacayos se encarguen de
subir tus baúles y acompáñanos al comedor.
—La he echado de menos, abuela —mencionó la muchacha con una
dulce voz—. También a ti, Jo —añadió para su prima—. El viaje ha sido
muy duro; siento que podría dormir hasta mañana.
—Nada de dormir, querida, vosotras os arreglaréis y me acompañaréis
esta tarde en el salón —anunció, con un brillo especial en los ojos—.
Espero que Catalina llegue a tiempo. —Frunció los labios y dio una rápida
mirada hacia la entrada, como si de un momento a otro la viese atravesar el
umbral.
—¿Tendremos alguna visita especial, abuela? —quiso saber la recién
llegada, y Josephine puso los ojos en blanco antes de responder.
—El estirado duque de Rochester y su madre nos visitarán esta tarde —
respondió entre dientes, y eso le valió un golpe de abanico por parte de la
condesa.
—Ni siquiera lo conoces y ya dices tonterías, muchacha —se quejó lady
Ross—. Espero que una de vosotras os lo quedéis. No soportaría ver el
rostro triunfal de lady Arlington y el de su remilgada hija si se cumplen los
rumores.
Las dos muchachas la observaron con curiosidad. Un buen cotilleo
siempre era bienvenido, y las tres damas lo sabían.
—Bien, como habéis llegado hace poco, y lady Jasmine Humpfray
también debutará esta temporada, no la conoceréis, pero su madre era hija
de un Baronet de Humpshire y se casó con el marqués de Arlington en su
primera temporada. Espera la misma suerte con su hija mayor, y nada más y
nada menos que cazar a un duque —comentó la condesa para sus nietas.
Ambas asintieron mientras asimilaban la información—. El duque de
Rochester es uno de los más cotizados del momento y la marquesa ya le ha
puesto el ojo para su hija.
—¿Lo has conocido, Josephine? —preguntó Daphne, muy emocionada.
La aludida mostró una sonrisa de lo más fingida.
—No he tenido el placer —respondió con cierto toque de ironía.
—Pues a mí me encantaría conocerlo, abuela —acotó la joven de pelos
dorados y sonrisa amable.
—Pobre criatura —susurró Josephine, y negó con la cabeza—. Créeme,
Daph, eres hermosa y dulce como el más preciado manjar, pero según ha
comentado la abuela, las expectativas de ese tal Rochester tocan el cielo.
Dudo que nuestra belleza baste para atraparlo. — La última frase la había
mencionado señalando su rostro con la mano. Daphne llevó una mano a la
boca y se echó a reír. Era eso lo que había echado de menos el tiempo que
no vio a su prima: las risas que esta siempre se encargaba de sacarle con sus
disparatadas. Su mirada denotaba anhelo y esperanza.
Lady Ross nunca comprendió por qué la menor de sus hijas, que amaba
el bullicio de Londres, se empeñó en criar a Daphne en el campo, como si
deseara ocultarla del mundo; con semejante belleza, no dudaba que sería la
primera en encontrar un esposo de entre las tres primas. Después de los
reiterados intentos de la condesa de Riverdale por ser madre, cuando por fin
lo consiguió, le rogó a su esposo que pasaran una temporada en Somerset.
Pero una temporada se convirtió en años, años en los que su nieta se criaba
lejos de la capital y de sus enseñanzas.
Ambas primas entrelazaron los brazos y se enfrascaron en una
entretenida conversación sobre todo aquello que no pudieron decirse a
través de las sendas cartas que se llegaron a enviar en esos dos años, sin
percatarse de que su abuela las observaba con una mirada crítica.

Unas horas más tarde, Basil las deleitaba con sus cotilleos matutinos
cuando el mayordomo anunció la llegada de la última nieta de la condesa,
lady Catalina Smith.
Josephine y Daphne se adelantaron a todos y se apostaron en la entrada
de Ross House para dar la bienvenida a su prima. El nieto mayor de la
condesa la llevaba del brazo, pero se tensó al ver que de pronto las dos
muchachas empezaron a dar manotazos al aire.
—Aguarde aquí, Abuela —pidió, y se apresuró a ver qué sucedía.
Josephine pegó un grito y llevó una mano al rostro, mientras Daphne
pisoteaba algo, con verdadero terror en la expresión. Tan solo recordar el
dolor de la picadura le helaba la sangre.
—¿Qué ha sucedido? —quiso saber Basil, pero no tardó en
comprenderlo: una abeja picó a su prima en el pómulo izquierdo y
empezaba a hincharse—. Tranquila, Jo, te ayudaré —añadió, y le acarició la
espalda para consolarla.
Catalina vio todo lo sucedido y se apeó del carruaje a toda prisa para
unirse a los que la esperaban en la entrada.
—¡Josephine! —exclamó con preocupación—. Ve a pedir un poco de
vinagre a la cocinera —ordenó a su doncella, y la joven no dudó en seguir
al mayordomo—. ¿Duele mucho?
La muchacha asintió y sollozó.
—Llevadla a su habitación —exhortó la condesa, afligida—. Qué bueno
que estés aquí, Catalina; estaba preocupada. Tu madre me ha enviado una
misiva indicando que debías de haber llegado ayer.
—Una de las ruedas del carruaje se dañó y el cochero pasó horas
arreglándola. Poppy y yo aguardamos en una posada —informó la joven, y
caminó al lado de su abuela.
Como hermana mayor de sus muchos hermanos, Catalina siempre
actuaba rápido ante situaciones como la que habían presenciado hacia un
momento, lo que le daba a lady Ross una sensación de seguridad.
—No puedo creer que haya sucedido esto justo hoy —se lamentó la
condesa, para luego apretar los labios.
—¿A qué se refiere, Abuela? —preguntó Catalina, frunciendo
levemente el entrecejo.
Lady Ross podía ver a su propia hija en la mirada de su nieta, así como
en su elegante andar. Vestía con tonos pasteles, como se esperaba de una
joven soltera, y su altura la destacaba entre las demás; aunque eso lo heredó
de su padre.
—Esta tarde nos visita el duque de Rochester y deseaba que os
conociera, a las tres —aclaró la anciana, y dio un golpecito con su abanico
en la mano—. Su madre me ha confiado que escogerá esposa esta
temporada y una de vosotras podríais ser su futura duquesa.
Catalina asintió con un atisbo de sonrisa. En cuestión al matrimonio,
difería de Daphne, que era una romántica empedernida. Para ella, lo más
sensato era un matrimonio conveniente y un esposo al que pudiese manejar.
Para cuando lady Ross terminó de subir las escaleras, ayudada por Basil,
Catalina ya colocó un apósito embebido con vinagre sobre la mejilla
hinchada de Josephine. El nieto de la condesa se mordió los labios para no
reír y hacer sentir más pena a su prima, pero la hinchazón le dejaba el rostro
algo deforme.
—No es grave, pero es mejor que te quedes en la cama lo que resta del
día —aconsejó Catalina a su prima, y esta asintió llorosa.
Cualquiera que la viese podría asumir que la muchacha lloraba porque
no podría cumplir con su agenda social, pero lo que preocupaba a Josephine
era que había pensado salir a cabalgar y mejorar su marca de la noche
anterior; se negaba a perder contra el Jinete de la Muerte en el próximo
encuentro; porque estaba segura de que buscaría una revancha.
Daphne le apretó la mano y se podía notar su sincera congoja ante la
adversidad que acaecía sobre su prima. Aunque Josephine se mostraba
renuente de conocer a ese duque que mencionó su abuela, la conocía lo
suficiente como para saber que también debía estar ganándole la curiosidad
y que no desearía estar en su lugar.
—Intentaré convencer al duque para que nos visite de nuevo la semana
que viene —anunció la condesa, intentando infundir ánimo a su nieta. No
creía del todo eso de que no desease conocer a su excelencia. Estaba segura
de que una vez que lo viese cambiaría de opinión—, así que tú solo
esfuérzate en recuperarte, cariño.
—No se preocupe, Abuela, estoy segura de que mis primas se
encargarán de que nuestros invitados no reparen en mi ausencia.
Basil apretó los labios, pero Josephine no podía saber el porqué. Si tan
solo supiese que ya había conocido al caballero al que intentaba evitar
como la peste... Por supuesto, su primo era una tumba cuando le convenía y
guardaría esa información hasta que sucediera lo inevitable. Deseaba ver la
reacción tanto de su prima como la de su mejor amigo cuando sus
identidades fuesen reveladas.
—Adelantaos vosotras al salón —pidió la condesa a sus nietas, y a Basil
le recorrió un escalofrío cuando no lo despidió—; en un rato os alcanzo.
Necesito preguntarle algo a vuestra prima antes de bajar. Y tú, muchacho
insolente, me esperarás.
Las dos muchachas asintieron con educación y entrelazaron sus brazos
para descender las escaleras.
Josephine buscó la mirada de su primo mientras su abuela estaba de
espaldas, pero ambos quedaron patidifusos al ver a lady Ross golpear su
abanico en el dorso de la mano y entornar los ojos hacia los dos.
—No intentes negar que anoche has llevado a tu prima a quién sabe
dónde y sin mi permiso —dijo para su nieto, que se encogió y estuvo a
punto de esconderse tras las cortinas—. ¿Has pensado siquiera el daño que
ocasionaría a su reputación y a su posibilidad de un buen matrimonio si la
avistan por lugares como esos?
La condesa conocía los andares de su nieto y la actividad secreta de
Josephine, pero no era lo mismo hacerlo en Bath que en Londres.
—Me he encargado de que nadie la reconozca. Ni siquiera usted la
reconocería con ese disfraz —bromeó Basil, y la anciana suspiró.
—Mocoso insensato —masculló la anciana, y Basil anotó mentalmente
la nueva expresión de su abuela. La dama miró por sobre su hombro y luego
preguntó con entusiasmo—: ¿Qué tal os ha ido? —La tranquilizó saber que
nadie reconoció a Josephine—. Al parecer, no te has hecho daño mientras
corrías —añadió, paseando la vista por el cuerpo de su nieta.
La muchacha negó con la cabeza y se quejó de nuevo por el dolor de la
picazón.
—Debería apostar por mí el próximo viernes, Abuela —bromeó, y
observó a su primo, que parecía inspeccionar sus uñas—. Anoche he
derrotado al Jinete de la Muerte. Según Basil, casi nunca pierde.
El aludido asintió para su abuela.
—Pues… entonces, debería tenerlo en cuenta —dijo con verdadera
convicción—. Ahora descansa, querida, que debes reponerte pronto.

Tanto Catalina como Daphne fueron a mostrarle a la adolorida


Josephine sus respectivos atuendos para la visita del duque. La primera se
mostraba menos entusiasmada que la otra, pero ambas se veían igual de
hermosas con esos vestidos de tonos pasteles.
—¿Creéis que de verdad un duque podría fijarse en una de nosotras?
Sería un verdadero honor —dijo Daphne en un hilo de voz—. Aunque
preferiría enamorarme del caballero que se convertirá mi esposo. —Suspiró
con anhelo y miró a Catalina, que hizo un mohín—. ¿Acaso no piensas
casarte por amor, Catalina? —quiso saber la joven.
La aludida se encogió de hombros.
—Para que un matrimonio funcione, no siempre se necesita ese amor
del que hablas —acotó, y vio cómo Josephine asentía en conformidad.
Ambas primas coincidían en ese pensamiento, que siempre hacía que
Daphne frunciera los labios—. Me casaría con un buen partido, aunque no
sintiese más que afecto hacia él. Me sirve con que me tenga como una reina
y que no titubee en complacerme.
—Yo no sé qué esperar de un matrimonio —se sinceró Josephine, y
entornó los ojos—. Pero desearía estar al lado de alguien que me hiciese
reír y que no espere que sea solo un adorno en la casa. Aunque no nos
amemos, quisiera que fuésemos compañeros, amigos.
Ante ese pensamiento, le vino un fugaz recuerdo de su abuela
mencionando que el duque tenía muy claro lo que buscaba en su futura
duquesa y que sus estándares debían ser muy altos, por lo que seguía soltero
con tanta joven de edad casadera pululando a su alrededor.
Hizo una mueca de desagrado que sus primas no comprendieron y
agradeció por no tener que conocerlo ese día. Podía imaginarlo
escudriñándole con una mirada crítica, en busca de algún defecto para
rechazarla como candidata, o enumerando todos aquellos atributos que ella
no poseía, porque le iba fatal con el bordado –a diferencia de Daphne–, y no
le iba mucho mejor en el pianoforte –en el que Catalina era el orgullo
familiar–. Sabía cocinar, trepar árboles, esgrimir una espada y montar a
caballo, pero supuso que eso no sería lo que el duque de Rochester buscaba
en su futura esposa.
Las tres jóvenes oyeron el traqueteo de un carruaje en la entrada y se
apresuraron a mirar por la ventana; desde donde se encontraban, solo
podían divisar a una dama muy elegante, que Josephine se encargó de
anunciar: era la duquesa viuda de Rochester, mas no pudieron divisar al
caballero que la acompañaba.
—Es una pena que no puedas acompañarnos esta vez —dijo Daphne con
pena, y apretó la mano de su prima.
Esta le sonrió y negó con la cabeza.
—Estoy segura de que la abuela se encargará de que nos vuelva a visitar
—aseguró la muchacha, y les hizo un gesto con la mano para que se
retiraran de una vez de su habitación —No hagáis esperar a la visita.
Josephine las vio alejarse y no pudo evitar preguntarse cómo sería ese
famoso duque.
¿Sería guapo? ¿Sería tan buen partido como mencionó lady Ross?
Por un momento pensó en husmear desde algún rincón del cual no
notaran su presencia, pero su temor a ser descubierta y con ese rostro
desproporcionado por la picadura, la hizo recapacitar. Si era su destino, lo
conocería de una manera u otra.
CAPÍTULO 6

L
o primero que le vino a la mente a Harry, cuando la condesa de
Ross excusó a Josephine, fueron las palabras de Basil cuando le
aseguró que esta no estaba interesada en conocerlo.
«Una verdadera tonta», pensó, y prestó la debida atención a las
dos nietas de lady Ross que sí deseaban convertirse en su futura duquesa.
A la que presentaron como Daphne, hija de los condes de Riverdale,
parecía una ninfa, con ese pelo dorado como un rayo de sol, además de
unos labios rosados y delgados, una nariz respingona y los ojos azules.
Evitaba mirarla mucho porque cada vez que sus ojos se encontraban, ella
parecía estar pensando en su vestido de novia.
La otra, hija del difunto marqués de Garland, parecía más acorde a lo
que buscaba: sensata y con una actitud segura. Su pelo negro hacía un
notorio contraste con esa piel tan pálida y esos ojos tan azules como los de
su prima. A primera vista, su único defecto era su estatura: era muy alta
para su gusto, aunque era un detalle que podía obviar.
Cuando por fin pudo desviar los ojos hacia Basil, que se encontraba
sentado al lado de su abuela, notó una mirada divertida y recordó que debía
hacerle un par de preguntas cuando la visita terminara. Su amigo simuló
aflojar la colorida pañoleta de su cuello, y Harry lo comprendió: se estaba
burlando de él porque sus primas ya estaban imaginando su boda.
—Es usted muy afortunada, lady Ross —comentó la duquesa viuda, y
observó a su hijo, que se mantenía serio y con una mirada tan fría que podía
congelar la estancia—. Tener tres nietas tan bonitas y agraciadas. Cualquier
madre estaría contenta de tener nueras como ellas.
—Lamento mucho que Josephine haya tenido ese penoso percance,
porque estoy segura de que también estaría aquí —se excusó de nuevo la
condesa, y su amiga asintió.
—Me he quedado con una muy buena impresión hacia ella el otro día —
acotó la dama, y miró a su hijo, que en ese momento apretó un poco los
labios—. Estoy segura de que no será la única visita que haremos a Ross
House, querida. Así que espero que su nieta mejore pronto.
Conversaron por un rato más y llegó el momento de marcharse, como
dictaba la norma. Pero Harry le hizo un gesto con el ojo a su amigo, que lo
comprendió de inmediato: quería que lo acompañase afuera.
—Suba usted primero al carruaje, madre —pidió el duque, mientras el
lacayo que los acompañaba abría la portezuela—. Yo hablaré un momento
con Basil y me uno a usted.
El nieto de la condesa hizo una educada reverencia y desvió lentamente
la mirada hacia su amigo, que tenía una ceja levantada.
—¿Vas a contarme de dónde has sacado a ese jinete? —preguntó sin
dudar—. ¿Me dirás quién es?
Basil negó con la cabeza.
—Es solo alguien que conozco y que acaba de mudarse a Londres —
respondió, encontrando muy interesante la bulliciosa calle que se podía ver
desde donde estaban—. Y no puedo revelarte su identidad. —Lo miró al fin
y Harry parecía no comprender esa actitud—. Me ha pedido discreción, y
así como mantengo la tuya en secreto, espero que no vuelvas a hacerme esta
pregunta.
El duque de Rochester maldijo por lo bajo, pero esbozó una falsa sonrisa
para su amigo.
—Bien —masculló Harry, y resopló—. ¿Volverá a correr el próximo
viernes? —preguntó, y miró a su madre por encima del hombro.
La duquesa ya estaba dentro del carruaje y lo observaba con curiosidad.
Basil asintió con diversión.
—Y está decidido en ganar de nuevo —repuso el nieto de la condesa, y
fue como si tocase una herida abierta en su amigo.
—Eso lo veremos —anunció el duque con su habitual indiferencia,
aunque por dentro debía estar hirviendo de rabia.

Harry no fue al orfanato, ni ese día ni el siguiente, como lo había


planeado. Todo ese tiempo se lo pasó en la casita que alquilaba a las afueras
de Londres, empeñado en superar su marca para el siguiente viernes. Perseo
terminaba agotado por las noches, al igual que su dueño, pero al fin lo
habían conseguido: menos de dos minutos.
Cuando la señora Tilly –la gobernanta y encargada del orfanato al que
patrocinaba el duque de Rochester– vio a este apearse de su carruaje frente
al precario edificio, se apresuró a bajar de sus brazos al más joven de los
niños y le dio la bienvenida.
—¡Excelencia! —exclamó la mujer, e hizo una venia—. Los niños lo
han echado de menos; en especial… —añadió, y observó a su espalda, pero
lo invitó a pasar.
Una niña de risos marrones y ojos oscuros llegó hasta ellos en medio de
un trote, pero se detuvo al llegar junto a la mujer y se limitó a sonreír con
timidez al recién llegado. No pronunció palabra y Harry frunció los labios
con resignación. Ese gesto no pasó desapercibido para la señora Tilly, que
solo acarició la coronilla de la niña.
—Debes aprender a saludar correctamente, Genevive —la animó, y la
niña la observó con sus enormes ojos desde abajo.
La aludida hizo una reverencia frente a Harry y este le dedicó una
radiante sonrisa, de las que pocas veces mostraba. El lacayo que lo
acompañaba cargaba una canasta llena de pastelillos y un alboroto se desató
de inmediato.
—Es una niña tímida, pero con el tiempo hablará, excelencia —anunció
la señora Tilly al notar la preocupación del duque.
La regordeta mujer conocía el origen de la niña y el lazo que la unía a
Harry, pero prometió respetar la decisión del duque de contárselo él mismo
a Genevive cuando fuese el momento adecuado.
—¿La ha revisado el doctor Wallace? —quiso saber el duque.
La mujer asintió y lo invitó a pasar.
—Ha dicho que hablará cuando ella lo decida —respondió.
La hija bastarda del difunto duque de Rochester tenía seis años, y aparte
de no hablar, era una niña completamente normal: delgada, con las mejillas
rosadas, ojos serenos y con buenos modales, aunque en ocasiones traviesa.
Al principio pensó que era muda, pero la señora Tilly aseguraba haberla
oído pronunciar algunas frases de vez en cuando. No sabían por qué decidía
no hablar, pero el galeno, el mismo que la ayudó a venir al mundo, les dijo
que era cuestión de tiempo y de paciencia.
—Eso es bueno —dijo Harry, y observó desde lejos a su hermana, que
en ese momento mordisqueaba su pastelillo—. He venido para conversar
con usted sobre el evento de caridad a finales de mes.
—Por cierto, su amigo ha traído esta mañana su aporte de la semana —
comentó la mujer, y Harry mostró una expresión cargada de incredulidad—.
Ni siquiera clareaba cuando prácticamente azotó la puerta de la entrada.
—Ese loco —dijo el duque, y sonrió con malicia—. Continuando con
nuestra conversación, creo que esta vez tendremos suficiente ayuda para la
quermés —añadió, pensando en las nietas de la condesa de Ross. Estaba
seguro de que había notado unas miradas de interés hacia su persona la
tarde que las visitó y que no se negarían a ayudar a una noble causa con los
huérfanos.
Consideró muy oportuna la invitación que le cursó la condesa para que
conociese a Josephine, la nieta que faltaba, porque deseaba comprobar por
sí mismo ese supuesto desinterés que pregonaba Basil en nombre de su
prima.
¿Por qué sentía curiosidad al respecto? Tal vez porque era él el que
demostraba esa actitud hacia las damas y no al revés.
¿Por qué le molestaba tanto que una jovencita se mostrase desinteresada
en conocerlo? ¿Acaso no era lo mejor?
La señora Tilly lo sacó de sus cavilaciones y lo invitó a pasar a un
sencillo salón. Una criada sacó las dos tazas de porcelana que reservaban
para las visitas importantes y sirvió el té; se lo podían permitir porque era
una de las cosas que Harry se encargaba de proveer para cuando los
visitaba.
—Hemos estado almacenando los huevos del corral y el señor Barney,
el carnicero, me ha dicho que nos proveerá unos cortes a buen precio para
los pasteles —anunció la mujer, y Harry asintió.
El pastel de carne y los dulces que preparaba la gobernanta del orfanato
ya eran conocidos por sus habituales compradores y estos nunca faltaban a
la cita mensual que tenían en el evento de caridad, cuyas ganancias
ayudaban a solventar ciertos gastos imprevistos.
Después de un tiempo, el duque tuvo la idea de que podrían involucrar a
ciertas damas de privilegiada cuna para obtener más beneficios,
aprovechando el interés que generaba su persona en la alta sociedad
londinense. Si esas matronas deseaban que una de sus hijas caminase al
altar de su brazo, debían mostrar de qué estaban hechas.
Harry acudía las tardes que podía escaquearse de sus responsabilidades
para leerles algún libro a los niños; no obstante, lo que en realidad deseaba
era pasar más tiempo con Genevive, aunque esta no pronunciase palabra
alguna. Amaba a sus demás hermanos, pero Dios quiso que la única mujer
naciese fuera del matrimonio y que se robase su corazón desde el momento
en que la conoció.
Más tarde, el duque se despidió de la señora Tilly y de los niños que
jugaban con un pedazo de madera, el cual lo usaban cual espada unos entre
otros.
Genevive los observaba con tristeza, ya que no le permitían jugar con
ellos por temor a que saliera lastimada. Harry se acercó y se agachó hasta
quedar más cerca de su pequeño rostro.
—¿Acaso no te gusta la muñeca que te he regalado? —le preguntó,
notando que la tenía acostada a un lado de su asiento.
La niña asintió y corrió a cogerla entre sus brazos como a un bebé, pero
sus ojos delataban que su verdadero deseo era el de corretear como lo
hacían sus demás compañeros.
Harry le acarició el oscuro pelo y le sonrió.
—Volveré mañana —dijo como despedida, al tiempo que los alcanzó la
señora Tilly. Genevive lo observó con familiaridad y eso lo hizo fruncir el
ceño de manera casi imperceptible—. ¿Podría acompañarme al carruaje,
señora Tilly? —preguntó sin dejar de mirar a la niña, que parecía debatirse
entre decir algo o callar—. Hasta mañana, Genevive.
La niña levantó la mirada hacia su cuidadora y esta asintió.
—¿No te despedirás de su excelencia? ¿No le dirás algunas palabras? —
inquirió, pero la pequeña apretó los labios.
—No se preocupe, señora Tilly, supongo que lo hará cuando lo desee —
contestó el duque, y le sonrió.
Cuando se giró, sintió una pequeña mano coger la suya y se detuvo.
Genevive lo observaba con ojos brillantes y, sin temer que fuera incorrecto,
lo abrazó. Se quedó petrificado. Sentía que ella lo sabía, aunque eso fuese
muy poco probable.
Al alejarse la niña correteando hacia los demás, Harry frunció el ceño y
dirigió la mirada a la señora Tilly.
—¿Se lo ha contado? —quiso saber el duque, pero la mujer no dudó en
negar efusivamente con la cabeza.
—Le juro que de esta boca no se ha enterado, su excelencia —acotó
preocupada. Temía haber ofendido a su benefactor—. Debe ser solo
agradecimiento. Usted siempre le dedica más tiempo que a los demás niños.
Ella… debe sentirse especial.
Harry asintió, pero no relajó su semblante. Era consciente de que alguna
vez le revelaría la verdad a su hermana, pero quería ser él el que lo hiciera.
—Lo es —afirmó, y suspiró—. Y deseo su mayor felicidad. No
comprendo por qué se niega a hablarme.
—Dele tiempo, excelencia.
La existencia de esa niña era uno de los motivos por los cuales debía ser
muy cuidadoso al elegir a su futura duquesa, porque tenía la intención de
adoptar a su hermana y deseaba que tanto él como su esposa fuesen los
padres que la vida le negó a Genevive.
CAPÍTULO 7

J
osephine observaba con malicia el vestido que había escogido para la
visita del duque de Rochester esa tarde. Catalina negaba con la
cabeza y Daphne fruncía los labios. Era de un verde que no la
favorecía, sin mencionar que parecía el de una solterona.
—Ni siquiera conoces a su excelencia y estás empecinada en
ahuyentarlo. Es un caballero muy apuesto e interesante. No me molestaría
ser su esposa —comentó Catalina, mientras le tendía el atuendo que ella
consideraba el más apropiado para su prima.
—Creo que deberías conocerlo primero en persona y luego tomar una
decisión —acotó Daphne, señalando el vestido que sostenía Catalina—. ¿Y
si termina gustándote y tú vestida de esa manera?
Josephine se encogió de hombros de manera casual.
—Si es tan remilgado como dicen por ahí, no deseo ser de su agrado. Te
concedo el honor de luchar por ser su duquesa, Catalina —respondió la
muchacha, pero Daphne hizo un sonido de desaprobación.
—A mí tampoco me desagradaría ser la duquesa de Rochester —terció
la joven, y miró a su prima, que se quedó perpleja.
—Pues… por fortuna no tendré que competir con vosotras por su
atención. Y no me pidáis que tome partido por una, porque no lo haré —
advirtió Josephine, y se sentó frente al espejo para que su doncella le
arreglase el pelo.
—Puede retirarse, Doris —pidió Catalina, y se colocó detrás de
Josephine para peinarla ella misma—. Estoy segura de que mi prima le ha
dicho que la peine como para espantar a un espíritu y no permitiré que
avergüence a la familia.
Josephine hizo una mueca de desagrado y meneó la mano para despedir
a su apenada doncella. Su prima era muy testaruda y estaba segura de que
no iba a desistir si le llevaba la contraria. La dejaría peinarla, pero ese
vestido no se lo cambiaba.
Cuando la mayor de las primas terminó su trabajo, apretó los hombros
de Josephine y sonrió de costado, satisfecha con su obra maestra. La joven
se quedó sin palabras al ver lo bonito que quedó su pelo recogido de esa
manera; a medias, con unos bucles que caían a ambos lados. Las palabras
de Catalina calaron en lo profundo de su ser y comprendió que no debía
verse mal para ahuyentar a un candidato no deseado, sino que podía hacerlo
de otras formas y las encontraría.
Salieron a la par de la habitación y oyeron al conde gritar desde el
interior de la suya. Las tres muchachas se miraron y caminaron a pasos
acelerados para ver qué sucedía. Al atravesar la puerta vieron al viejo conde
observando hacia la entrada de Ross House con su monóculo. La imagen
era risible: el abuelo agachado en la ventana y dando aviso a voces de que
el carruaje del duque llegaba.
—¡Ha llegado! ¡Ha llegado! —exclamó lord Ross, y se giró a mirar a
sus nietas—. ¿Qué hacéis aquí todavía? Bajad a recibir al invitado.
—¿No nos acompañará, abuelo? —preguntó Daphne, acariciándole la
mano.
—Debería hacerlo, pero hablaréis de temas aburridos y es probable que
me quede dormido —respondió el viejo conde, mientras le guiñaba el ojo a
Josephine, que era la que siempre lo apoyaba cuando se escaqueaba de las
visitas—. Además, me temo que mi presencia intimidaría a su excelencia y
no lo deseo. Es mejor que este viejo se quede aquí, observando lo que
ocurre afuera.
El conde hizo un gesto de mano para despedirlas y las tres muchachas
bajaron al salón para recibir a tan esperada visita.

El duque de Rochester llegó acompañado de su madre, y Josephine


pareció reconocerlo de algún otro lugar, pero estaba segura de que aún no
habían sido presentados. Negó en sus pensamientos y saludó con mucha
elegancia a los recién llegados. La muchacha frunció levemente el ceño al
notar que su excelencia entrecerró un poco los ojos al verla; la observó por
más tiempo de lo que debía y parecía estar pensando en algo.
—Un placer conocerlo al fin, excelencia —mencionó Josephine, aunque
su sonrisa no era la más sincera. No obstante, debía reconocer que el
remilgado duque era muy apuesto.
¿Por qué sentía que lo conocía de algún lado? ¿Por qué no podía evitar
buscarlo con la mirada?
—El placer es mío, milady —mencionó, sin dejar de mirarla a los ojos.
Daphne y Catalina cruzaron miradas al percatarse de tal detalle.
—Oh, querida, me alegra que estés mejor —saludó la duquesa viuda
para la joven, y le apretó el antebrazo.
Incluso la condesa se sorprendió por el gesto, pero se limitó a invitarlos
a pasar.
Harry aprovechó la presencia de las tres jóvenes para comentar lo del
evento de caridad. Notó el peso de una mirada en varias ocasiones, pero
disimuló bastante bien la inquietud que le generaban esos familiares ojos.
—Por supuesto que nos complacería ayudar, su excelencia —mencionó
la condesa, dedicando una rápida mirada a sus nietas, que asintieron a la par
—. Ahí estaremos para lo que sea que necesiten esos pequeños.
Josephine esperaba que el duque fuese más superficial de lo que parecía,
porque había pasado muchos días haciéndose una imagen perversa de él, y
detestaba equivocarse. Sí, hablaba solo lo necesario y parecía incómodo
cada vez que su madre mencionaba lo de su soltería y su próspero señorío;
además de evitar la mirada de sus primas, como si las considerase un
adorno del salón, pero todavía no lo convertía en una mala persona.
—Podríamos aprovechar la ocasión para llevarles algunos regalos —
mencionó Catalina, refiriéndose a los niños del orfanato—. No les vendría
mal algunas capas para el frío que se niega a partir.
Ese comentario logró que el duque le prestara atención, y Daphne
pronto pensó que debía hacer su aporte o perdería la oportunidad de que su
excelencia también notase su presencia.
—Yo podría llevar a mi doncella y podríamos arreglarles el pelo —
aportó la dulce nieta menor de la condesa, y sintió que el corazón se le
aceleraba al percatarse de que el duque parecía considerar su sugerencia—.
¿A qué niño o niña no le vendría bien un pequeño corte de pelo gratis?
—No sabía que teníamos tantos talentos en esta familia —expresó la
duquesa viuda, y miró a Josephine como si esperase a que también hiciese
su contribución, pero esta solo bebió de su té y le sonrió.
—¿Y usted, querida? —preguntó la madre del duque a la muchacha—.
¿Qué sugiere?
Josephine negó con la cabeza y bajó la taza con delicadeza.
—Creo que mis primas han aportado suficientes ideas —afirmó, y
observó a sus primas, que la miraban incrédulas. Pensaban que al ver al
duque cambiaría de opinión y se convertiría en una postulante más, pero no
parecía ser el caso—. Yo ayudaré a vender los pasteles.
En ese momento llegó Basil, que no pudo evitar burlarse de su amigo,
aunque fuese a escondidas, cuando nadie lo miraba. El recién llegado se
tensó al notar que Harry observaba a Josephine y se mostraba cavilante.
¿Acaso la reconoció? Imposible. Disfrazada, su prima parecía un
muchacho y nada daba a entender que se trataba de una joven debutante de
la alta sociedad.
Negó con la cabeza y se sentó con cautela al lado de su amigo, esta vez,
observando a su prima, que tampoco pareció reconocer al Jinete de la
Muerte, sino que intentaba ignorarlo.
Josephine parecía más interesada en comer los dulces que había traído
una criada, antes que prestar atención al duque, lo que hizo que este
apretara los labios con frustración. Lo que él desconocía era que, cada vez
que ella lo observaba, lo veía con el semblante más frío que un témpano de
hielo, igual que si su familia no estuviese a la altura para él.
Harry apretó los labios y decidió prestar atención a Catalina, que parecía
ser la más sensata entre las tres y lucía encantada con su preferencia.

Las primeras en salir de Ross House fueron la condesa y la duquesa


viuda, seguidas de Daphne y Catalina. Basil tiró del brazo a Josephine,
dándole a entender que deseaba hablar con ella en privado, por lo que esta
ralentizó sus pasos y frunció el ceño.
Harry, perspicaz, no perdía la vista a la nieta rebelde de los dueños de
casa, que caminaba del brazo de su primo. En algún momento descubriría
por qué lo ignoraba como si se tratase de un sirviente, aunque lo que más
deseaba era verla suplicar por un beso suyo.
No, no estaba atraído hacia ella, pero no iba a negar que ninguna dama
hirió su ego como lo hizo esa joven remilgada.
Los tres iban bastante alejados del otro grupo, por lo que nadie más que
los dos caballeros oyeron el improperio que salió de los labios de Josephine
al tropezar con un trozo de madera.
—¡Maldito infierno! —exclamó, y se aferró al brazo de Basil, que la
sostuvo con fuerza para que no cayese de bruces al suelo.
Harry apretó los labios para no reír, porque secretamente ese traspié lo
hizo feliz. Se lo merecía por estirada.
Cuando la muchacha se giró a mirar al duque, notó el atisbo de risa en
sus labios y lo detestó un poco más de lo que ya lo hacía.
—¿Qué modales son esos, prima? ¿No te preocupa que su excelencia se
lleve una mala imagen de ti? —preguntó, aunque su tono de voz parecía
disimular una burla.
El duque abrió la boca para replicar a su amigo, pero Josephine fue más
rápida y, con una penetrante mirada, encorvó los labios para lo que Harry
creyó sería una disculpa; aunque las siguientes palabras lo tomaron
desprevenido.
—No te haces una idea, primo, de lo poco que me importa la opinión de
su excelencia. —Al pronunciar tan viperinas palabras, elevó una ceja y
siguió a las demás, sin dejar que Harry replicara.
Este boqueó como pez fuera del agua. Deseó apretar sus dos manos
alrededor de ese bonito cuello y verla ponerse roja como una manzana.
—¿Puedes explicarme qué le sucede a tu prima, Basil? —inquirió el
duque, una vez que pudo hablar—. Ni siquiera me ha prestado atención
durante la visita y acabas de escuchar lo que piensa hacia mi persona. —
Basil la observó unirse a Daphne y a Catalina—. ¿Acaso la he injuriado de
alguna manera y no me he enterado?
Harry caminaba con las manos unidas a su espalda y no pudo evitar
apretarlas en puños por la rabia.
—Debo reconocer que también siento algo de curiosidad hacia ese
comportamiento suyo. —Entrecerró los ojos—. Averiguaré qué es lo que le
disgusta de ti. Josephine es muy amable y cariñosa, para nada hostil como
acaba de comportarse. Si la conocieras de verdad, creo que seríais muy
buenos amigos.
Harry lo miró con incredulidad.
—¡Ja! Lo dudo mucho.
—Créeme, jamás he hablado con tanta sinceridad —repuso Basil, y
suspiró con resignación—. Te pido que no la juzgues todavía. Averiguaré
qué es eso que la hace comportarse así en tu presencia.
—No te haces una idea, querido amigo, lo poco que me importa su
opinión hacia mi persona —ironizó el duque, con una simpática vocecilla
que nadie más que Basil podría escuchar de su excelencia.
Le palmeó la espalda y se despidió.
CAPÍTULO 8

A
pesar de la apretada agenda social de las tres nietas de lady Ross
–que se empeñó en presumirlas ante todas sus amigas en los
recitales de música o en el teatro–, Josephine se las arregló para
practicar para la próxima carrera.
Basil le advirtió que el Jinete de la Muerte no se dejaría vencer por
segunda vez y eso fue como un dulce desafío para la muchacha, que sonrió
con sorna y azuzó a su caballo ante la atenta mirada de su primo.
—Eso lo veremos, querido primo —afirmó Josephine, con el pecho
agitado de la excitación, luego de haber roto su propia marca. No era mucha
diferencia, pero estaba segura de que ese misterioso jinete no la vencería.
La noche del viernes, como era costumbre, ambos primos se
escabulleron de la casa hacia las caballerizas para partir hacia las afueras de
Londres para la carrera. Pero fueron interceptados por una presurosa
condesa de Ross que intentaba no despertar a los sirvientes.
—Prométeme que cuidarás de tu prima con tu propia vida, Basil —
exigió la condesa, después de darle una palmadita en el hombro a la
muchacha. Esta no esperaba que su abuela los pillase in fraganti y no los
golpeara con su abanico hasta que les saliesen moretones—. Y tú, señorita,
no te pongas en peligro. —Basil y Josephine asintieron y estaban por
marcharse cuando la dama los detuvo—: Ah, esperad —pidió, y sacó una
bolsa de monedas del bolsillo de su bata—. Apuesta a tu prima, querido.
—Por supuesto, lady Ross —repuso Basil, y se ganó una colleja por
parte de la misma.
—Muchacho insolente —se quejó la condesa, y negó con la cabeza—.
Marchaos ahora, que vuestro abuelo se ha quedado dormido en el sillón; de
lo contrario, mañana estará comentando a su ayuda de cámara que os habéis
escapado. No hace falta que os cuente que para el mediodía todo Londres se
enterará.
Así lo hicieron, y la dama suspiró verlos perderse en la negrura de la
noche.
Cuando el Jinete de la Muerte se situó al lado de Josephine para iniciar
la carrera, ella pudo notar que los ojos del hombre se achicaban al verla,
como si intentase identificarla, pero Basil le había asegurado que nadie la
descubriría con ese disfraz. No lo notó antes porque solo lo vio en las
carreras, pero ahora que lo miraba detenidamente, esos hombros anchos y
esa piel pálida como la luna, esa mirada oscura e intimidante, a pesar de la
máscara que le cubría la mitad del rostro, además de esa frialdad al
conducirse, le resultaron familiares.
Ella pensó que él buscaba asustar a su oponente con esa persistente
mirada, pero solo bastaron unas pocas palabras para que ella descubriese al
fin quién se escondía tras el Jinete de la Muerte.
—Espero que haya disfrutado de su victoria en la carrera pasada, porque
no volverá a suceder —dijo tajante y con un tono de burla.
Esa voz… ese tono, ella lo conocía y lo detestaba.
Josephine sonrió con malicia y elevó el mentón. Por supuesto, ella no
sería tan tonta en pronunciar palabra alguna, aunque estas le estuviesen
picando la lengua. No permitiría que su enemigo la descubriese como ella
lo había hecho con él.
«No esté tan seguro de su victoria, excelencia», dijo para sí la
muchacha, e hizo una exagerada floritura con los brazos para iniciar. Un
hombre canoso levantó una pistola, disparó para indicar el inicio, pero los
dos competidores no perdieron el tiempo.
Las dos monturas iban a todo galope y muy parejas, pero nadie pudo
explicar de dónde había salido la despavorida gallina que asustó a ambos
caballos, a tal punto de casi chocar entre ellos y echar a sus jinetes a un
costado de la calle. Por fortuna, la caída de ambos fue amortiguada por un
brezal y no tuvieron que lamentar una rotura de huesos, solo algunas
magulladuras.
Harry maldijo en silencio, a diferencia de su rival, que, sin darse cuenta,
exclamó un improperio que el duque reconoció de inmediato.
—¡Maldito infierno! —masculló Josephine, y el duque abrió los ojos de
sobremanera.
A pesar de la oscuridad, buscó a tientas al otro jinete, que parecía
sacudir sus ropas.
—¡Usted! —exclamó, mientras la cogía de los hombros y ella se
colocaba de nuevo la gorra para cubrir su oscura melena.
—¿Sorprendido de haber perdido contra una dama, excelencia? —
preguntó la muchacha, con el mentón elevado.
Harry la miró sorprendido. Lo había descubierto, justamente ella, de
todas las personas presentes.
En ese momento llegó un grupo de espectadores –entre ellos Basil– para
socorrer a los jinetes que se habían accidentado a pocos metros de la meta.
—¡Arg! —pronunció Harry al observar lo poco que le faltó para ganar.
Se sacudió el polvo de la ropa y se alejó con Perseo, que no paraba de
relinchar.
—¿Estás bien? —preguntó Basil muy asustado, pero al ver que ella se
levantaba sin inconvenientes, se tranquilizó. Lady Ross le cortaría la cabeza
si algo le pasaba a Josephine bajo su cuidado.
—Estoy bien, pero hemos perdido el dinero de la abuela —se quejó,
apesadumbrada.
—Se ha declarado un empate —anunció Basil, con una sonrisa lobuna
—. El verificador de la meta os vio muy parejos y ha declarado que
quedaría como un empate.
Josephine suspiró aliviada y luego apretó los labios.
—Él me ha descubierto —comentó, observando hacia donde se perdió el
duque.
—¿El Jinete de la Muerte? —preguntó Basil con la voz entrecortada.
—Sí, su excelencia me ha descubierto y ahora sabe que es la nieta de la
condesa de Ross la que lo ganó y no un simple criado mudo.
—¿Su… excelencia? —tanteó Basil, mientras intentaba saber si ella
realmente sabía de quién se trataba.
Josephine asintió con una sonrisa maliciosa.
—He descubierto el secreto de ese altanero duque amigo tuyo —
fanfarroneó, y se cruzó de brazos—. Si hubieras visto su cara. —Su sonrisa
se ensanchó—. No hablará, así que no te preocupes.
Basil frunció los labios y suspiró. Veía venir una guerra en la que no
deseaba participar pero que no podría evitar. Conocía de sobremanera a los
dos como para saber que ninguno dejaría en paz al otro hasta que estuviesen
satisfechos.
—Mantengamos esto en secreto, Josephine; te lo suplico —pidió su
primo.
—Déjame por lo menos mofarme de él —bromeó la muchacha, y Basil
la reprendió con la mirada.
—¿Piensas que él se quedará de brazos cruzados si lo haces? —le
inquirió su primo.
Josephine lo pensó por un rato, mientras caminaban al lado del caballo.
—Pues veremos quién gana al final.
CAPÍTULO 9
i Harry ya tenía motivos para tener a la prima de su amigo rondándole la
S cabeza, con lo de la noche anterior había empeorado. No pegó el ojo en
toda la madrugada y sorprendió a su madre ya vestido más temprano de
lo habitual para desayunar.
—He oído tus pasos desde muy temprano —mencionó la duquesa viuda,
con el rostro acongojado—. ¿Acaso sucede algo que te impide dormir, hijo?
¿Es algo referente al ducado? ¿O…?
Harry sabía que eso último que no se atrevió a mencionar era lo de la
supuesta amante a la que visitaba los viernes por la noche, así que negó con
la cabeza y aceptó el café que le ofreció un lacayo.
—No se preocupe demás, madre, es una tontería —repuso, y untó
mantequilla sobre una rebanada de pan.
—¿Estás seguro? —quiso asegurarse ella.
Harry asintió, pero resopló al recordar el rostro triunfal de esa
desagradable muchacha cuya aversión hacia su persona no comprendía.
—Entonces… ¿qué te ha parecido Josephine, la nieta de lady Ross que
no conocías? —preguntó la duquesa viuda, y su hijo empezó a toser; se
atoró con un sorbo de café.
De todas las personas a las que había conocido en esos días, debía
preguntar por ella.
—Encantadora —ironizó, pero su madre creyó que lo dijo de verdad,
por lo que sonrió ampliamente.
—Presiento que una de las nietas de lady Ross se convertirá en tu futura
esposa —acotó la duquesa viuda.
Harry bufó con burla.
—No sé qué le hace pensar eso, madre, pero es muy pronto para hacer
tales conjeturas —replicó, y levantó una ceja.
El duque sintió un escalofrío al imaginarse parado en el altar y que la
dama que caminase hacia él fuese Josephine. Definitivamente, eso no
sucedería. Pelearían a cada segundo, y aunque no esperaba casarse por
amor, sí deseaba una vida tranquila al lado de su duquesa.
Josephine Blackburn era todo lo contrario a lo que él imaginaba sobre
tranquilidad y felicidad.
—¿Saldrás esta mañana? —preguntó su madre. En realidad, deseaba
indagar si iría a visitar a alguna dama.
—Debo finiquitar algunos detalles para el evento de caridad del orfanato
—informó Harry, y la duquesa viuda asintió.
—Cuando te cases, será tu esposa la que se encargue de todo esto —
mencionó, y le tendió un pan con mermelada de arándanos.
—Me gusta hacerlo, madre. Y si ella desea acompañarme, será
bienvenida.
La dama asintió y le acarició la mano.
—El peso de tu herencia te ha convertido en un completo solitario, y
deseo que encuentres una compañera que te haga feliz —dijo la duquesa
viuda, después de un breve silencio. Su hijo mayor era muy diferente a los
demás, que eran más alegres y divertidos. Harry, en cambio, siempre había
sido el sensato y el chico que casi no tenía amigos ni salía porque siempre
estaba al lado de su padre aprendiendo sobre sus futuras responsabilidades
—. Lo único que te pido es que no seas como tu padre. No hagas sufrir a tu
esposa metiéndote en la cama de otras mujeres frente a sus ojos.
Harry era consciente de que ese era uno de los rasgos que más odiaba de
su padre y no se sentía un hombre muy libidinoso como para tener amantes
por doquier. Por ese motivo deseaba escoger bien a su futura duquesa;
esperaba que fuese una dama sensata, educada y de buena familia.
De pronto se encontró comparando lo que buscaba en una mujer con lo
que conocía de Josephine: altanera, maldecía en voz alta, rebelde, escapaba
de noche para competir en carreras clandestinas y quién sabía qué otras
turbias actividades.
Pero… ¿por qué siquiera pensó en esa salvaje? No. No. Ella
definitivamente no podría ser su duquesa.
Se despidió de su madre y subió al carruaje que lo esperaba frente a
Rochester House.
De camino al orfanato, mientras circulaba por Hyde Park, vio a cierta
condesa acompañada de sus nietas, hablando con su tía, lady Helene
Bulard, viuda del hermano de su padre y el hijo de esta: el conde de
Harrington, lord Jofrey Bulard, que tenía casi la misma edad que él.
Harry estuvo a punto de pasar de largo, pero su tía lo vio y no pudo más
que pedirle al cochero que se detuviese para saludar. Se apeó del carruaje y
su presencia opacó de inmediato al otro caballero.
—Tía. Primo —saludó a sus parientes, y luego se giró para dirigirse a
las acompañantes de estos—. Damas.
Las dos nietas de lady Ross esperaban que el duque besara sus manos,
pero este se limitó a hacer una educada reverencia para todas. Solo
Josephine conocía el detalle que le había comentado Basil cuando le contó
que al Jinete de la Muerte no le agradaba el contacto físico, aunque en aquel
entonces no conocía la identidad del personaje, pero calló.
La mirada de Harry se posó con intensidad en la de la dama que lo
derrotó en las carreras y notó que parecía más cautelosa que de costumbre,
como si le pidiera que no revelase su secreto. Ambos parecieron
comprender que lo mejor era callar sobre sus actividades clandestinas y
sobre sus respectivas identidades secretas, así que solo se dedicaron una
sonrisa mordaz.
—Es una grata coincidencia encontrarle, excelencia —mencionó lady
Ross, y le sonrió—. Íbamos de camino a Rochester House a visitar a vuestra
madre.
—Estoy seguro de que estará muy complacida —repuso con esa
seriedad que lo caracterizaba, aunque pretendía ser amable—.
Lamentablemente, tengo asuntos que atender y no podré acompañaros.
—Es una verdadera pena —mencionó lady Helene, que sostenía el brazo
de su apuesto hijo—, pero Jofrey y yo os acompañaremos. Al parecer, este
hijo mío está encantado con una de vuestras nietas —añadió con un tono
cómplice, y Harry levantó una ceja afilada.
—Madre, no incomode a las damas —dijo el muchacho, y miró con
deferencia hacia Josephine.
—Al parecer, Josephine es la afortunada —mencionó Catalina, con la
intención de comprobar la hipótesis que empezaba a rondar su cabeza desde
que el joven les fue presentado.
—¿Ah, sí? —preguntó Harry, con los ojos entrecerrados. Se fijó en la
sonrisa que la aludida le dedicó a su primo y sintió que la sangre le hervía;
al parecer, su mala actitud era solo hacia su persona y eso lo puso de mal
humor—. Debo felicitarte, entonces, primo. Estoy seguro de que
encontrarás a lady Josephine muy… interesante.
—Por fortuna, a lady Ross le quedan dos nietas más —comentó lady
Helene, con una sonrisilla brotando de sus labios.
Aunque era la viuda de su tío, la dama sentía un gran cariño hacia su
sobrino y no dudaba en demostrarle sus buenos deseos, entre los cuales
estaba el de verlo asentado en una familia.
Daphne abrió la boca para hacer un comentario al respecto, pero Harry
la interrumpió.
—Debo disculparme con vosotros, pero me esperan en el orfanato y
detesto la impuntualidad —zanjó, y fijó toda su atención en una de las
nietas de la condesa de Ross—. Disfrutad de vuestro paseo.
El duque apenas prestó atención a Catalina y a Daphne, lo que molestó
de sobremanera a Josephine, porque lo sintió como un desprecio hacia su
familia, además de ponerla en una situación difícil con sus primas, a
quienes había jurado que no tenía interés en competir por las atenciones del
caballero.
«¿Por qué diantres te molesta la idea de que Jofrey corteje a esa
muchacha? —se cuestionó a sí mismo—. De todas formas, esa joven es
todo lo que no deseas en una esposa. Es incómodo hasta compartir el
mismo aire, ni pensar en compartir la vida».
Se pasó los dedos por el negro y ondulado pelo y resopló.
—Ni siquiera es tan bonita —dijo en un murmullo, como si intentase
convencerse—. Quisiera ver el rostro de Jofrey al enterarse de lo que hace
por las noches mientras sus abuelos creen que está plácidamente dormida.
De pronto pensó en qué otra cosa podría estar escondiendo esa joven y
deseó poder preguntarle a Basil sobre su descocada prima. «Solo por
conocer al enemigo», se dijo a sí mismo. Aunque la consideraba un
incordio, no podía negar que nunca sintió tanta curiosidad hacia alguien
como lo hacía ella; no obstante, sintió pena por el caballero que la fuese a
desposar. De verdad que no deseaba estar en el lugar de ese pobre
desgraciado.
CAPÍTULO 10

L
as tres nietas de la condesa de Ross disminuyeron la velocidad de
sus pasos, a pedido de Catalina, en tanto que las dos damas
mayores, acompañadas del apuesto caballero, se ponían al tanto
de los cotilleos que nunca faltaban después de alguna velada
social.
—Creí haber oído de tus labios que el duque de Rochester no te
interesaba —comentó Catalina, entrecerrando los ojos.
Josephine la miró con exasperación.
—Y no me interesa —afirmó tajante.
—Tal vez su excelencia no esté al tanto de ello —terció Daphne, antes
de morderse el labio inferior—. Al parecer, la única a la que presta atención
es a ti —añadió, y bajó la mirada, como si el suelo fuese algo interesante.
—Creedme, es lo último que deseo de ese duque impertinente —repuso
Josephine con algo de decepción en su voz; le molestaba que sus primas no
confiaran en su palabra y por estar en tal situación gracias a ese incordio—.
De verdad, no comprendo por qué lo hace. Vosotras sois mejor partido que
cualquiera de las damas que le han puesto la vista encima, incluso mejor
que yo.
—No digas eso, cariño —se apresuró a decir Catalina, cogiendo la mano
de su prima—. Pero deseábamos conocer tus verdaderas intenciones y
evitar malos entendidos.
Josephine apretó los labios y suspiró. Lo último que deseaba era que
dudas infundadas malmetiese entre ellas, porque las quería tanto como para
perderlas, mucho menos a meses del inicio de la temporada.
—No tengo interés en su excelencia —repitió con impaciencia. Sonrió
para su abuela, que se giró a mirar por qué se atrasaban tanto; pero debió
ser un gesto muy convincente, porque la dama asintió y les hizo un gesto
con la mano para que se apresurasen—. Tenéis el camino libre por mi parte
y espero que una de vosotras os lo quedéis.
Sin esperar réplica, aceleró sus pasos y rodeó el brazo de lord Jofrey,
que, al ver que se acercaba y animado por su madre, se lo ofreció.
Catalina y Daphne deseaban emparentarse con el duque de Rochester
por motivos diferentes: la primera porque deseaba un esposo al que pudiese
manejar y, con las pocas veces que compartió con su excelencia, notó que
era un hombre práctico, así que no sería difícil tenerlo en la palma de su
mano; en eso era muy parecida a Josephine, que solo deseaba una vida
tranquila y no ser una carga para sus abuelos. Daphne, sin embargo, sí
buscaba un esposo a quien amar y que la amase; aunque Harry Ward no
parecía del tipo cariñoso, mucho menos romántico, creía que con el
estímulo suficiente podría ser ese caballero que anhelaba.

La duquesa viuda de Rochester se mostró muy amable con las nietas de


su amiga, pero, como si no hubiese sido suficiente con la actitud de su hijo
momentos antes, todos los presentes podían notar que la dama se interesaba
más en Josephine.
La muchacha pensó que exponiendo aquellos pensamientos que
aterrorizaban a su abuela y a su padre lograría decepcionar de una vez por
todas a la madre del duque y la quitaría de su lista de potenciales nueras.
—No me parece justo que las mujeres no podamos heredar los títulos de
nuestros padres y que nuestras pocas opciones en la vida sean la de ser
esposas y madres —comentó en respuesta a la mención de la duquesa sobre
el sonado caso que circulaba de boca en boca los últimos días: la decisión
del nuevo marqués de Rubens de prácticamente vender a su prima soltera
para no hacerse cargo de la pobre.
—Josephine… —la reprendió lady Ross, pero la duquesa viuda hizo un
gesto con la mano, igual que si restase importancia al gesto.
—¿Eso significa que no desea casarse, querida? —quiso saber la madre
del duque. Su expresión no era la que la muchacha esperaba, porque, en vez
de decepción, notaba interés.
—Solo me disgusta que seamos buenas en algo y que no lo reconozcan
por el simple hecho de ser mujeres y que debamos hacerlas en secreto o
bajo el disfraz de un hombre. —Negó con la cabeza y notó que la duquesa
viuda entrecerró los ojos de manera casi imperceptible. Se apiadó de su
abuela y no mencionó lo de las carreras clandestinas—. Me refiero a las
novelistas cuyos méritos van para el caballero que se supone las escriben, o
de aquellas viudas que deben administrar las arcas de un título mientras su
heredero crece y es capaz de hacerse cargo.
—Pero no a todas las mujeres nos disgusta la idea de ser esposas o
madres —mencionó Catalina, con su consabida cautela.
Daphne suspiró con ensoñación. Había visto toda su vida a unos padres
enamorados y deseaba lo mismo para ella, así que no compartía mucho el
pensamiento de Josephine, aunque no la juzgaba.
—El haber crecido en Bath, rodeada de caballeros en la familia y sin su
madre, que en paz descanse, la han forjado un poco más libre de lo que
esperábamos su abuelo y yo —mencionó la condesa a modo de disculpa.
La duquesa viuda asintió pensativa y bebió un trago de su té; su silencio
al respecto estaba enloqueciendo a lady Ross y a dos de sus nietas, no
obstante, la otra apenas contenía una sonrisa de satisfacción al pensar que
había logrado su cometido.
«A ver si ahora vuelve a prestarme tanta atención, excelencia», pensó
Josephine, y bebió un sorbo de su té.
Por fortuna para ella, la cuñada de la duquesa viuda intervino con un
nuevo cotilleo y solo la muchacha notó las miradas cargadas de
preocupación por parte de su familia. Estaba segura de que recibiría una
ejemplar reprimenda por parte de su abuela, pero Josephine no lamentaba
sus palabras; ciertamente, las había dicho con la intención de repeler la
atención de la madre del duque incordio, pero era lo que de verdad pensaba.
—Os agradezco en nombre del duque la ayuda que le habéis ofrecido
para el evento de caridad —dijo la duquesa viuda, y lady Ross hizo un gesto
con la mano—. Ese hijo mío es frío como el invierno, pero cuando se trata
del orfanato, parece un ser humano normal. Eso me hace creer que en el
fondo tiene un corazón.
Josephine estuvo a punto de bufar, pero se contuvo al notar que no sería
propio de una dama y que no deseaba dar explicaciones al respecto.
Observó en silencio el retrato del dueño de casa en la escalera principal y
recordó cada una de las veces en las que tuvo que cruzar palabras o tan solo
respirar el mismo aire que él; su mirada altiva y su reticencia a tocar a otras
personas la hacían pensar en lo desdichada que sería su esposa, una vez que
la escogiera.
Imaginó que ni siquiera la cogería de la mano y se estremeció.
—Estaremos encantadas de apoyar a su excelencia en un evento como
este —repuso lady Ross, y cruzó una fugaz mirada con sus nietas, que
asintieron a la par—. Es muy noble de su parte ayudar a los desfavorecidos.
—La dama a la que escoja para ser su duquesa será muy afortunada —
mencionó Daphne, y sonrió para la duquesa viuda, que le devolvió el gesto.
La condesa de Ross buscó a su nieta rebelde y sintió un escalofrío al
notar la sonrisa que adornaba su rostro. Josephine tenía diferentes sonrisas y
su abuela las conocía todas; en especial esa, a la perfección: la irónica. Por
fortuna, solo ella podía reconocerla, porque para todos, que la muchacha
curvase un poco más el lado derecho de sus labios, podía representar
cualquier otra cosa.
—Espero que cumpla su promesa y para esta temporada escoja a una —
reconoció la madre del duque, y apretó los labios mientras ordenaba sus
pensamientos—. Hasta hace poco se negaba rotundamente a formar familia.
Imaginaos la angustia que me generaba oírlo decir que tenía muchos
hermanos que lo podían heredar.
Lord Jofrey elevó una ceja y miró a su madre, cuyo rostro no ocultaba
su sorpresa. El muchacho comprendía a su primo y no lo envidiaba para
nada, a pesar de toda la riqueza y atención que poseía como duque.
—Todavía es muy joven, tía —la tranquilizó su sobrino, con una sonrisa
conciliadora, a pesar de tener casi la misma edad que Harry—. Estoy seguro
de que pronto le traerá la noticia de que ha encontrado a la indicada para ser
su duquesa.
—¿Joven? —inquirió la duquesa viuda—. Tiene casi treinta años, por el
amor de Dios. Su padre se casó conmigo a los veintiocho y a los treinta ya
se había convertido en padre. A veces pienso que lo hace por llevarme la
contraria.
—Entonces debería cambiar su táctica —sugirió Josephine, a pesar de la
advertencia silenciosa de la condesa. La muchacha tamborileó los dedos
sobre la mesilla donde dejó su taza—. Si usted cree que lo hace por
contradecirla, debería hacerle pensar a su excelencia que se ha resignado y
que contratará a un tutor especial para su hermano, el que debería heredarlo.
Es demasiado arrogante como para aceptar no tener toda la atención sobre
su persona.
—¡Josephine! —exclamó su abuela, y sus dos primas llevaron las manos
a la boca—. Muchacha insolente… —añadió, y rápidamente se disculpó
con la anfitriona—. Por favor, excelencia, ignore el comentario
impertinente de mi nieta. Su padre se ha vuelto a casar y sigue molesta por
ello.
—De hecho, no es una mala idea —murmuró la dama, y curvó un poco
los labios. Bebió un sorbo de su té y pareció pensar en ello por unos
segundos—. Lo tendré en cuenta, querida.
Lady Ross soltó el aire que estaba conteniendo en los pulmones y se
masajeó las sienes con los dedos. Reprendió con la mirada a su nieta y esta
estaba segura de que recibiría un castigo ejemplar por su majadería.
«Maldita sea —se quejó Josephine, y sonrió de manera prieta—. Lady
Ross no me permitirá ir a la carrera el próximo viernes. Estoy segura. Sabe
que de poder evitar el recital de las hermanas Petersen, y el teatro los
evitaría, pero las carreras, no. O peor, me obligará a asistir a todos los
eventos sociales que he evadido».
Buscó a su abuela con la mirada y de pronto le recorrió un escalofrío: la
condesa le mostró aquella sonrisa que le indicaba que estaba en lo correcto
y bebió de su té.
CAPÍTULO 11

P
ara el duque de Rochester, el día no podía empezar de la mejor
manera: con el dulce recuerdo de una victoria. Se levantó de un
humor que ni siquiera él reconocía, pero no le duraría mucho, pues
su madre le tenía una sorpresa.
Había pasado mucho tiempo practicando para no volver a perder ante la
impertinente prima de su mejor amigo, y lo logró. El recuerdo del rostro
enfurecido y decepcionado de aquella pequeña arpía fue mejor paga que las
monedas que aguardaban seguras en una bolsa de terciopelo sobre su
escritorio.
—Espero que haya disfrutado su única victoria, pequeña insolente —
dijo el duque a su reflejo en el espejo, mientras su ayuda de cámara lo
arreglaba para tomar el desayuno—, porque no volveré a perder contra
usted.
—¿Qué ha dicho, excelencia? —preguntó el anciano, que le acomodaba
los hombros de la levita.
Por la edad del hombre, no era de extrañar que no oyese muy bien.
Harry carraspeó y negó con la cabeza, a la par que cogía su reloj de bolsillo.
—No era importante —respondió, y el sirviente asintió con una sonrisa
incómoda—. ¿Ya ha bajado mi madre?
El ayuda de cámara asintió y le indicó que había terminado su trabajo.
—Su madre y lord Gilbert lo esperan en el comedor —anunció, para
sorpresa de su amo.
—¿Gilbert? —Frunció el ceño y el sirviente se apresuró a afirmar con
un gesto—. Eso sí que no me lo esperaba.
Se apresuró a bajar las escaleras para ver con sus propios ojos lo que el
anciano acababa de anunciar.
Gilbert era uno de sus cuatro hermanos menores, al que pasaba por
cuatro años. Normalmente desayunaba más tarde o en casa de alguno de sus
amigos después de amanecer en la cama de una dama.
Con un aspecto impecable y porte elegante, saludó a su madre y a su
hermano, no sin antes dedicarles una mirada curiosa.
—Me preguntaba a qué debemos el honor de tu compañía esta mañana,
hermano —mencionó Harry, sin ironía en la voz.
—Nos acompañará desde hoy. Debe comenzar a aprender sobre sus
futuras funciones como tu heredero —anunció la duquesa viuda, y Harry
elevó una ceja—. Por cierto, he contratado a tu antiguo tutor. —La dama
partió con sus dedos un trozo de pastelillo—. He estado pensando en lo que
me dijiste y comprendí que te estaba presionando demasiado. Si no deseas
casarte, no volveré a insistir con ello.
Gilbert abrió tanto los ojos hacia su madre que le resultó risible.
—Pero, madre… —murmuró el menor de sus hijos, con incredulidad.
—Aprenderás rápido —dijo la duquesa con total naturalidad—. ¿Y qué
mejor manera que acompañando a tu hermano al próximo evento de
caridad?
Harry se tensó de manera visible, pero no por los motivos que su madre
pensaba. El orfanato era ese lugar al que iba para olvidar la pesada carga
que representaba ser un duque; uno que era solo suyo, donde no debía
compartir el afecto de la pequeña Genevive y donde solo disfrutaban de su
compañía. Nadie más que él sabía del paradero de la hija bastarda de su
padre, y deseaba que así se mantuviese. Al principio lo había mantenido en
secreto por temor a lo que su madre pudiese hacer, pero ahora lo hacía por
egoísmo.
—No será necesario, madre —repuso el duque, y apretó la cucharilla—.
No creo que eso lo ayude mucho en su aprendizaje.
La duquesa viuda lo miró con suspicacia y luego negó con la cabeza.
—Tonterías, es la ocasión perfecta. —Agitó las manos en el aire—.
Además, podré presentarte a las nietas de lady Ross —afirmó a su hijo
menor, y Harry sintió que la sangre le hervía—. Me haría muy feliz que las
conocieses, hijo. Tu primo no deja de elogiarlas, en especial a Josephine.
El duque resopló con fastidio y evitó la mirada de su madre. Bebió su
café en completo silencio y se apresuró a pedirle a un lacayo que preparase
su montura. Debía partir de inmediato hacia el orfanato para supervisar el
evento y para pedirle a la gobernanta que tuviese especial cuidado de evitar
que Gilbert se cruzara con Genevive. Era consciente de que alguna vez
sabrían de ella, pero no sería ese día.
—Me adelantaré para finiquitar algunos pendientes —anunció Harry
con un tono serio—. Os esperaré para la hora acordada.
La duquesa viuda asintió con emoción y le apretó la mano a su hijo
menor.
Una vez que quedaron solos en el comedor, Gilbert entrecerró los ojos y
buscó en su madre la respuesta a todas las preguntas que tenía.
—¿Puede explicarme, madre, a qué se debe este cambio de parecer con
respecto a Harry? —indagó el muchacho.
—Solo deseo comprobar una teoría, no te preocupes —respondió, con
los labios curvados—. Confío en la persona que me sugirió este plan y, si
todo sale según lo imagino, solo tendrás que fingir interés en esto por poco
tiempo.
—Suena divertido —acotó Gilbert, un poco más relajado—. Cuente
conmigo si es para fastidiar a mi querido y arrogante hermano.
El muchacho dio unos golpecitos en la mesa con los dedos y su madre
bebió de su taza.
—Solo espera a ver mi próximo movimiento —mencionó la duquesa
viuda, y le guiñó un ojo a su hijo menor.
—Si antes no deseaba estar en sus zapatos, menos lo hago en este
momento —replicó Gilbert, fingiendo un escalofrío.

Harry espoleó a su caballo y cabalgó hacia el orfanato sin prestar


atención a las damas que paseaban por los jardines de Kensington y que lo
habían reconocido apenas se acercó. Algunas levantaron la mano, mientras
que otras se arreglaban el peinado o el escote; sin embargo, él no las vio. Se
escuchaba rumores de que la dama que saciaba sus placeres era hija de un
comerciante, pero su excelencia era tan reservado con sus asuntos privados
que no se conocía el nombre de esta, ni si era cierta tal suposición.
Su pálida tez denotaba un leve tono rojizo en sus mejillas por el fresco
viento que las golpeaba, mechones de su negro pelo caían sobre sus ojos.
—Si piensa que soy tan ingenuo, madre, le advierto que está equivocada
—murmuró Harry, y curvó levemente los labios en una sonrisa torcida—.
No caeré en su juego. No me quita el sueño el casarme pronto y tener hijos,
así que puede continuar con ese juego en el que se piensa vencedora.
Apenas llegó a su destino, el duque apartó a la señora Tilly para
advertirle sobre las presencias inoportunas que tendrían en el evento y le
pidió que alejase a Genevive de su familia. Temía que la duquesa viuda la
reconociese y tomase venganza de la pobre criatura que no tenía culpa
alguna.
—No se preocupe, excelencia, no permitiré que nadie la lastime —
aseguró la mujer, y asintió con firmeza.
Pronto llegaría la condesa de Ross con sus nietas y Harry debía
recibirlas, muy a su pesar. No tenía inconvenientes con Catalina y Daphne,
que parecían dos muchachas muy sensatas, pero era Josephine a la que
encontraba sumamente irritante, la que lo sacaba de sus casillas y lo dejaba
inquieto cada vez que la veía.
Como nadie las había anunciado, el duque y la señora Tilly continuaban
su conversación en la cocina, por lo que no oyeron que las recién llegadas
eran conducidas hacia el salón por la criada.
—He oído que las tres nietas de la condesa de Ross serán presentadas
esta temporada y que son muy bonitas —comentó la gobernanta, y cargó
con unas canastas ante la atenta mirada del duque. No era común una
conversación como esa entre un caballero de su posición social y una
sirvienta, pero Harry había insistido en que lo tratase de una manera más
informal—. ¿Ha tenido el placer de conocerlas?
Harry bufó y solo pensó en la más rebelde de ellas.
—No puedo afirmar que haya sido tan placentero conocerlas, pero no
negaré que son algo bonitas —repuso el duque, y una muchacha apretaba
las manos en dos puños al oírlo—. Estoy seguro de que no les faltarán
propuestas, pero no me ofrezco a cortejar a ninguna a pesar de la insistencia
de mi madre.
La mujer bajó de nuevo las canastas sobre la mesa y frunció el ceño.
Josephine también lo hizo, pero con furia. Estuvo a punto de irrumpir en la
estancia, pero se contuvo. No iba a negar que deseaba seguir espiando al
enemigo.
—¿Acaso no son de una buena familia? La condesa de Ross es una
dama muy respetada —mencionó la señora Tilly, y el duque asintió.
—Lo es, sin duda alguna, pero dos de las muchachas solo buscan un
esposo adinerado que les asegure un buen pasar y la otra es una salvaje con
apariencia angelical.
Josephine levantó el puño al aire y estuvo a punto de empujar la puerta,
pero Basil la cogió del antebrazo para evitarle una vergüenza mayor. Llevó
el dedo índice a los labios en señal de silencio y la estiró para devolverla al
salón.
Al pensar en la nieta salvaje de la condesa, a Harry se le erizó la piel.
Revivió el momento en el que la muchacha maldijo con gestos al saberse
perdedora de la carrera y la mirada desafiante que le dedicó con esos
penetrantes ojos. No obstante, también notó el pequeño lunar que tenía en el
cuello y la forma tan graciosa en la que encoge los hombros cuando se
enfada.
Jamás lo reconocería, pero admiraba secretamente su habilidad para
montar y su resistencia al dolor. De pronto se encontró preguntándose si
alguien le curaba los golpes o si le quedaban moratones en su pálida tez.
Se apresuró a negar con la cabeza y salió de la cocina a trompicones.
CAPÍTULO 12

J
osephine maldecía hasta la sombra del duque mientras pateaba todo
objeto que se cruzaba en su camino. Basil le aconsejó dar un paseo
para serenarse y ella no tuvo más remedio que aceptarlo. Rodeó la
precaria edificación y oyó el parloteo de unos niños, por lo que
decidió acercarse a mirar.
—Una salvaje —masculló la muchacha, y se cruzó de brazos para
resoplar con fastidio—. Ya verá, duque de pacotilla, le demostraré que
puedo ser todo eso que pretende para su desafortunada esposa, pero también
le haré saber que usted no es digno de mí y que solo podrá mirar desde
lejos.
Un leve resuello la sacó de sus cavilaciones y buscó el origen, hasta
llegar a una niña que se escondía tras un arbusto para observar a sus
compañeros jugar con unos palos que simulaban ser espadas.
Se acercó con cautela y le acarició el pelo. La niña era Genevive y las
lágrimas bañaban su tierno rostro.
—¿Por qué lloras, pequeña? —preguntó Josephine, y se agachó para
quedar a su altura. La niña la observaba con atención, pero no habló—. ¿Te
has lastimado? ¿Han sido groseros contigo esos niños? —insistió, pero la
niña bajó la mirada y negó con la cabeza.
Josephine asumió que la niña no podía hablar a causa del llanto y trató
de comunicarse con señas. Genevive señaló los palos y luego a ella y
negaba con las manos; la joven comprendió lo que sucedía: no la dejaban
jugar porque era una niña.
La cogió del brazo y la llevó hasta donde los demás jugaban, puso los
brazos en jarra y carraspeó. Los niños se detuvieron de inmediato al ver a
una dama tan elegante y escondieron sus espadas tras sus delgados cuerpos.
—¿Podéis decirme cómo se llama esta niña? —preguntó con interés al
que parecía mayor.
—Genevive, su nombre es Genevive —respondió el niño, y los demás
asintieron con efusividad.
—¿Y por qué no le permitís jugar con vosotros? —quiso saber la dama.
Los niños intercambiaron miradas y dejaron la responsabilidad de responder
al que había hablado antes—. No os preocupéis, solo deseo saberlo.
—Es que… es una niña —confirmó el niño, y la señaló—. Tememos
lastimarla y que el duque se moleste. Es su favorita…
Josephine elevó una ceja con interés y miró a la niña. No lo había
notado antes, pero cuando prestó mayor atención, se fijó en algunas
similitudes.
—¿Es así? —preguntó la muchacha a nadie en particular, pero todos lo
confirmaron. Bajó la mirada y se encontró con dos penetrantes ojos
marrones que la observaban con admiración—. ¿Deseas jugar con ellos? —
preguntó, y la niña no tardó en asentir—. Os puedo enseñar algunos trucos
—añadió mientras cogía uno de los palos y lo inspeccionaba.
—¿Sabe usted jugar a las peleas, milady? —preguntó uno de los
huérfanos, con temor en la voz.
Josephine asintió y lo llamó con un movimiento de mano.
—Ven, serás mi primer contrincante.
Genevive la observaba con mayor admiración y se mantenía cerca,
fijándose en cada movimiento que hacía la joven. Esta les mostró algunos
movimientos básicos de esgrima y los hizo practicar, hasta que todos se
quedaron petrificados ante la llegada de alguien a quien ella no vio de
inmediato.
—¿Qué cree que hace? —escuchó Josephine a su espalda, y no necesitó
girarse para saber de quién se trataba. Era el duque incordio—. ¿Por qué
Genevive tiene un palo en la mano? ¿Cree que es propio de una dama?
Josephine se giró y no ocultó su disgusto ante tal comentario. Acarició
la cabeza de la niña y la miró con firmeza. Esta pasaba la mirada de
Josephine al duque con temor. Le gustaba mucho esa joven porque no la
trataba diferente y le enseñaba cosas que otros le prohibían, pero tampoco
deseaba decepcionar al duque.
—No tiene nada de malo que la niña aprenda algo de esgrima. Yo he
aprendido desde pequeña al lado de mis hermanos, y le aseguro que jamás
me he lastimado —respondió la muchacha, con el mentón elevado y sin
soltar la mano de la niña, que parecía aferrarse a ella—. Mantenerla alejada
no la protegerá, solo la hará sentirse excluida del pequeño mundo al que
cree pertenecer. Ella merece jugar con sus amigos y aprender a defenderse.
—Ven aquí, Genevive —llamó el duque, y la niña bajó la mirada, pero
no soltó la mano de Josephine—. He dicho que es peligroso. Ven.
—¿No se da cuenta de que ella desea aprender? —inquirió la muchacha,
y miró a la niña.
Harry cogió del brazo a Genevive y estuvo a punto de llevarla a su lado,
pero se quedó congelado al oír unas palabras que llevaba años esperando.
La sangre le hirvió al ver que no iban dirigidas a él, sino a la mujer que lo
sacaba de quicio.
—Por favor, enséñeme a pelear con la espada —pidió la niña, y se
aferró a su brazo.
Josephine apretó los labios y asintió con firmeza. Se puso delante de la
niña, cual escudo humano, y esperó a que el duque la contradijese. La había
vencido en las carreras, pero estaba segura de que no lo haría en una
competencia de esgrima.
—Bien. Si me gana en una pelea, me retiraré y no le enseñaré a
Genevive a usar una espada —anunció la muchacha con total seriedad. La
niña estiró la falda de su benefactora, y esta la observó con cariño antes de
volver sus desafiantes ojos hacia el duque—. Si yo gano, usted se alejará y
no cuestionará mis métodos.
Harry apretaba los puños a tal punto de sentir que pronto se le romperían
los dedos. Respiraba con dificultad y contenía la rabia que amenazaba con
salir por la comisura de sus ojos. Había esperado tanto a que su pequeña
hermana le hablase y tenía que ser a la nieta salvaje de la condesa de Ross a
la que dedicase sus primeras palabras en mucho tiempo.
—Acepto, pero no será hoy. Como bien lo comprenderá, tenemos un
evento que atender —dijo con frialdad, y sin dejar notar su frustración.
—Perfecto. Lo espero en este lugar en dos días. Si no acude, tomaré
como una rendición absoluta y procederé a enseñar a Genevive. —De
pronto Josephine recordó las palabras del niño y observó con detenimiento
al duque y luego a la niña.
Harry se tensó por completo al percatarse de su propósito y desvió la
mirada.
—Así que aquí estabais —mencionó Basil, y miró primero a su prima y
luego a Genevive, para después pasar los ojos por su amigo, que parecía
aterrorizado. Lo supo de inmediato al ver los labios fruncidos de Josephine
al mirar a la niña—. Y sin carabina —musitó con ironía.
Harry se retiró sin mediar palabras y con el rostro ceniciento.
—Parece un poco molesto —acotó Basil a su prima, y esta se encogió
de hombros.
Josephine sintió un ligero tirón en su falda de nuevo y se agachó para
quedar a la altura de la niña. Esta se acercó al oído de la muchacha y le
susurró algo como para que solo ella lo oyese.
Basil se quedó mudo al ser testigo del hecho y se apresuró a preguntarle
a su prima apenas se retiraron del lugar para regresar a la casa.
—Me ha pedido que le gane al duque —mencionó Josephine con
satisfacción, y su primo se quedó boquiabierto.
—¿Te ha hablado Genevive? —preguntó con incredulidad.
Su prima asintió confundida.
—¿Por qué la sorpresa?
—Porque ella no había hablado hasta ahora. Bueno, casi nunca —
confirmó Basil.
Josephine sintió un calor especial en el pecho. Se sintió extrañamente
conectada con la pequeña y pensó que deseaba continuar visitándola.
—Tal vez no le han infundido la suficiente confianza como para que
decidiese hablar —dijo Josephine mientras caminaba del brazo de su primo
—. O tal vez no han hecho las preguntas correctas.
Basil casi se echa a reír ante las ironías de la vida. De todas las personas
a las que podía hermana de Harry les podía hablar, tenía que ser con la
mujer a la que detestaba con todo el corazón.

Catalina ayudaba a colocar los pasteles sobre una mesa en la acera,


mientras que Daphne conversaba con la duquesa viuda, que no perdía de
vista a Josephine, que a su vez conversaba con su abuela.
—Por favor, Josephine, compórtate por lo menos mientras dure el
evento —pidió la anciana mujer, y la muchacha frunció los labios y asintió
—. Te amo tal cual eres, pero me temo que no todas las personas
comprenderán tu manera de ser y te juzgarán. En especial. la ponzoñosa
marquesa de Arlington, que no dudo que haya venido para mostrar los
encantos de su igual de ponzoñosa hija —añadió la condesa con cariño, y le
dio un golpecito en el hombro con su abanico.
Josephine miró hacia las dos damas que las observaban con interés y
altivez y asintió.
—Prometo que no ocasionaré ningún altercado —comentó a la par que
levantaba una mano al aire—, pero si me provocan, es probable que no me
quede callada —añadió, para angustia de lady Ross.
La señora Tilly acomodó el último pastel sobre la mesa y los
compradores empezaron a acercarse. No cabían dudas de que la atracción
principal era el duque soltero que se mantenía apartado junto a su mejor
amigo, mientras que las matronas acompañaban a sus hijas en el afán de
captar la atención de Harry o la de su madre.
Daphne atendió a un caballero que no ocultó su fascinación hacia ella.
Este entrecerró los ojos, la observó por unos segundos que le resultaron
incómodos y cruzó una rápida mirada con la gobernanta. Debía ser asiduo
al orfanato, ya que la señora Tilly le dio la bienvenida y lo presentó a las
damas que colaboraban con el evento como el abogado James Duddley. Era
apuesto como un dios griego y sus traviesos ojos grises se empecinaban en
encontrar a los tímidos zafiros de la joven de pelos dorados.
—¿Sería usted tan amable de presentarme a esta bella criatura, señora
Tilly? —pidió el letrado, e hizo una leve reverencia hacia la muchacha. No
pudo evitar fijarse en la pequeña cicatriz roja en la sien, que la muchacha
ocultaba tras un mechón de pelo.
Los ojos de la gobernanta reconocieron al fin a la joven, pero pronto
sacudió la cabeza pensando que era imposible y sonrió con amabilidad al
cumplir con el deseo de su invitado.
—¡Oh, por supuesto! —se apresuró a decir la mujer—. Ella es lady
Daphne Granville, hija… de los condes de Riverdale y nieta de los condes
de Ross.
La muchacha no comprendió a qué se debía esa inexplicable
incomodidad que la embargó al notar el titubeo de la mujer mientras
explicaba su procedencia. Aun así, mostró su sonrisa más amable al pasarle
la mano al caballero para saludarla como correspondía.
—Es un placer conocerla, milady —acotó el abogado, y posó sus labios
sobre el guante de la nieta de lady Ross.
—El… placer es mío, señor Duddley —repuso la muchacha con
verdadera gracia, y buscó a sus primas con la mirada. Pronto las encontró y
se disculpó para acudir a ayudarlas.
Daphne la vio de soslayo una vez más y vio cómo el abogado se unía a
la conversación de su primo y el duque. Le temblaron los labios. Esa mirada
la había intimidado, pero no comprendía por qué.
¿Acaso ese caballero la conocía?
La duquesa viuda pidió a la señora Tilly que trajese a los niños para que
las demás damas benefactoras los conociesen. La mujer, después de un leve
titubeo, se apresuró a llamarlos. Catalina consideró oportuna la ocasión para
entregar los presentes que había llevado y Daphne instó a su doncella a que
preparase los utensilios para arreglarles el pelo; pero solo Josephine se
percató de que el duque observaba con insistencia al grupo de niños que se
apresuraba hacia la calle. Entre ellos, estaba la pequeña Genevive, y él
parecía aterrado a medida que se acercaban a su madre.
«La favorita del duque», recordó la muchacha.
La niña debía tener unos cinco o seis años, bien podría ser una hija
ilegítima del duque incordio. Apretó los labios y suspiró. Lo detestaba con
todas sus fuerzas y sería una venganza insuperable el delatarlo frente a su
madre, pero la pequeña Genevive no merecía el trato que recibiría de parte
de la duquesa viuda si se enterase del desliz de su perfecto hijo.
El duque se tensó por completo cuando la niña cogió la mano de la
gobernanta para ser presentada a las elegantes damas.
Josephine cerró los ojos por unos segundos y maldijo en su interior.
Estaba segura de que se ganaría otro castigo, pero algo en su interior le
decía que valía la pena el riesgo. Sabía lo que debía hacer, el escándalo que
debía generar para darle tiempo a su némesis a que escondiera de nuevo a
Genevive, porque esa sería la jugada más lógica si no deseaba que se
supiese de su existencia.
Basil asintió al ver que su prima le hacía un gesto hacia la niña y la
puerta que tenía a un costado. El nieto de lady Ross no dudó ni por un
segundo que su prima debía tener un plan, por lo que aguardó la señal.
La oportunidad le vino del cielo cuando Catalina invitó al duque a que la
acompañase a entregar los presentes; se adelantó un paso y le arrebató a su
prima el obsequio que tenía en la mano. La muchacha no ocultó su enfado y
se lo volvió a quitar, logrando que todas las miradas se fijasen en ellas.
Daphne no tardó en intervenir y el resultado fue que las tres muchachas
perdieron el equilibrio y cayeron de bruces sobre la mesa, que todavía
estaba casi llena de tartas y pastelillos, echando todo lo que se había
preparado para recaudar fondos.
Harry pudo respirar de nuevo al ver que su mejor amigo cogía a la niña
en brazos y se perdía tras la puerta en medio de todo el alboroto. No creía
en las casualidades, así que observó de manera crítica a Josephine antes de
ofrecerle una mano para levantarse. Fuese o no planeado por la nieta salvaje
de la condesa, le estaba secretamente agradecido por la distracción, a tal
punto de olvidar por un momento que no hacía contacto físico con personas
extrañas.
—¡Esto ha sido el colmo, Josephine! —exclamó Catalina, y se limpió el
rostro de un manotazo. Esperó que su excelencia también la ayudase, pero
él simplemente no lo hizo—. ¿Te has vuelto loca?
Basil se apresuró a ayudar a Catalina, mientras que el abogado lo hizo
con Daphne.
—¡Josephine! —exclamó furiosa su abuela, al tiempo que se acercaba a
pasos presurosos—. No creo haber pasado tanta vergüenza en mi vida. Y tú,
Catalina, te creía más sensata. —Daphne se retrajo, pero la condesa la
buscó con la mirada—. Estáis castigadas, las tres.
La duquesa viuda llevó una mano a la boca al ver a las tres muchachas
en el suelo, cubiertas por los restos de pasteles y dulces. La marquesa de
Arlington sonrió con malicia e intercambió miradas con su hija, en tanto
Basil ayudaba a su abuela a recomponerse y ofrecía un pago a la señora
Tilly por la pérdida. No quería imaginar lo que la condesa de Ross
impondría como castigo a sus tres primas al llegar a casa.
El duque de Rochester se acercó a Josephine y, con una sonrisa
maliciosa, le susurró:
—Al parecer, no cumplirá con su apuesta. No podrá asistir al duelo, y si
no lo hace, tendrá que desistir del despropósito de enseñar esgrima a
Genevive. Ha perdido, otra vez.
Josephine se arrepintió por haberlo ayudado, por haber hecho el ridículo
con tal de no ver a la niña sufrir una humillación como la que imaginaba,
pero levantó el mentón y curvó los labios con sorna.
—Eso lo veremos, excelencia —masculló entre dientes—. No olvide
que, de todas las personas que se cruzaron en la vida de esa pequeña, fue a
mí a quien escogió para hablar, no a usted. El que ha perdido, otra vez, es
usted.
CAPÍTULO 13

U
na de las doncellas de Ross House le ofreció unas sales
aromáticas a la furibunda condesa, que estuvo a casi nada de
desmayarse apenas llegó al recibidor. Basil la recostó en el sillón
y pidió a un lacayo que fuese a buscar al doctor Wallace.
—Dile a esas tres insensatas que están castigadas y que tienen prohibido
recibir visitas o salir de Ross House —mencionó la condesa, para su nieto
mayor.
—Ya se lo ha mencionado, abuela —le recordó con temor.
—Pues díselo de nuevo —replicó exasperada—. Se lo recordarás cada
vez que las veas.
—Así lo haré, abuela, pero cálmese, por favor, que debe verse
espléndida esta temporada —pidió el muchacho, y le acarició la mano.
—Estamos arruinados —dijo la anciana, y llevó una mano a la sien y la
masajeó—. Seremos la comidilla de todo Londres. Nadie querrá cortejar a
esas muchachas después de esto. Tanto esfuerzo para nada…
—Ya verá que apenas suceda otro escándalo, los cotillas se olvidarán de
este acontecimiento —acotó Basil con entusiasmo.
—Ve a llamarlas —ordenó la condesa.
Basil asintió con temor y miró hacia las escaleras. Aunque le divertía la
situación de sus primas, comprendía las implicancias de sus actos y cuánto
afectaba eso a la salud de la matriarca.

Una vez que se limpiaron toda la mugre, las tres muchachas bajaron al
encuentro con su abuela. En completo silencio, aguardaron la sentencia que
tenía la condesa para ellas.
Momentos antes, Catalina le reclamaba a Josephine su comportamiento
en el evento de caridad, mientras que Daphne se quejaba por su injusto
castigo, siendo que ella solo intentaba separarlas.
—¿Por qué lo has hecho, Josephine? —quiso saber la mayor de las
primas, a la vez que peinaba su larga melena mojada—. Sigo sin
comprender por qué niegas que también estás interesada en el duque.
—Él no me interesa —dijo la muchacha, tajante—. Yo solo… —Estuvo
a punto de decir la verdad, pero eso significaba que debía revelar sus
sospechas acerca de Genevive y sus encuentros casuales con el duque—.
No sé por qué lo hice —zanjó, y se encogió de hombros.
—Debí dejar que os arreglarais solas —se quejó Daphne, más para sí
que para ellas—. Pero concuerdo con Catalina, Jo —añadió, y miró a la
aludida—. Tus palabras no concuerdan con tus hechos.
—Os pido perdón por lo sucedido —dijo Josephine, de verdad apenada
—. Le diré a la abuela que ha sido culpa mía y que vosotras no tenéis que
pagar por mis errores.
—Creo que es un poco tarde para eso —las interrumpió Basil, luego de
golpear la puerta. Las tres hablaban lo suficientemente fuerte como para
que cualquiera que estuviese tras la puerta las oyese—. Lady Ross requiere
de vuestra presencia en el salón. Yo no la haría esperar.
Alineadas frente a la condesa, se podía notar el gran esfuerzo que habían
hecho por limpiarse a toda prisa, porque llevaban el pelo suelto y mojado;
mantenían la cabeza baja y las manos inquietas, característica que
compartían las tres primas.
—¿Os podéis imaginar lo que estarán diciendo de nosotros en todos los
hogares de la alta sociedad londinense? —preguntó la condesa, con la
mandíbula tensa—. «Las nietas de los condes de Ross arruinan un evento de
caridad, en el que se suponía debían ayudar, comportándose como
salvajes».
—Abuela… —intervino Josephine, y fijó la mirada en la dama que
parecía estar a punto de explotar.
—Te lo he pedido encarecidamente, Josephine —replicó la condesa, con
lágrimas en sus cansados ojos—. Solo debías comportarte por unas horas y
evitar meterte en problemas, pero me has fallado.
—Acepto toda la culpa, abuela —se apresuró a decir, sin desviar la
mirada—. Catalina y Daphne no deben pagar por mis errores.
—No hay dudas de que la culpa ha sido tuya, Josephine, pero Catalina y
Daphne pudieron haber elegido mantenerse fuera de tu estupidez, pero no lo
han hecho, y por eso están igual de castigadas.
—Pero, abuela… —susurró Daphne.
Pero fue interrumpida por la condesa:
—Las tres haréis caridad en el orfanato al que habéis perjudicado —
zanjó la abuela, y las tres muchachas se miraron—. Pagaréis con servicio
vuestro mal actuar —añadió, y señaló con un dedo a Josephine—. Tú,
enseñarás a esos niños a leer y a dibujar. —Luego señaló a Catalina con su
abanico—. Tú les enseñarás matemáticas y el buen comportamiento en la
mesa. —Por último, miró a Daphne y suspiró—. Y tú, Daphne, les
enseñarás a cantar y a cocinar.
—Pero la temporada está a la vuelta de la esquina —mencionó Catalina,
y la condesa negó con la cabeza.
—Aún faltan unas semanas, los que pasarán sirviendo en el orfanato y
asistiendo a los eventos a los que todavía nos inviten. —La dama suspiró
con cansancio—. Si volvéis a fallar en esto, os tendré que devolver a
vuestros hogares sin propuestas matrimoniales.
Catalina sintió el peso de tales palabras; muerto su padre y con seis
hermanos menores, debía encontrar un esposo lo antes posible o se
convertiría en una carga para su madre. Definitivamente, haría todo para
conquistar a un buen partido y casarse con él.
A su vez, Josephine pensó en las palabras de su padre cuando la envió a
Londres para que recapacitase sobre su mala conducta y en la posibilidad de
regresar a vivir varios años más bajo la tutela de su madrastra; se le erizó la
piel. No podía asegurar que no se metería de nuevo en problemas, pero se
recordaría cada día que debía, por lo menos, intentarlo. No deseaba ser una
carga para nadie.
Daphne, por su parte, temía quedarse soltera para siempre y que tuviese
que resignarse a aceptar cualquier propuesta de matrimonio por su mala
reputación, así que también prometió comportarse como era debido y lograr
que nadie la recordase como una revoltosa que arruinaba eventos de
caridad.
—Id a vuestros aposentos a reflexionar —zanjó la condesa, agitando la
mano—, y rogad para que ocurra otro suceso que opaque vuestra
insensatez, o será vuestro fin.
Josephine observó con pesar a sus primas y pidió a los cielos que eso no
las separase, porque eran su familia y se sentía muy sola sin ella.
Dos días después del accidentado evento de caridad, las tres nietas de
lady Ross se presentaron ante la señora Tilly para cumplir con lo impuesto
por su abuela como redención de sus vergonzosos actos.
La relación entre las primas seguía intacta, pero se instaló entre ellas una
ligera desconfianza que era visible, aunque comprensible, después de todo
lo sucedido. No obstante, Josephine decidió cumplir con el pedido de su
abuela y demostrarles a sus primas que no mentía cuando afirmaba que no
estaba interesada en el duque de Rochester.
Lo que la nieta rebelde no recordaba era su cita con su némesis para
definir si enseñaba o no a Genevive. Verlo de pie en la entrada, estoico
como nadie más alrededor, y con esa mirada entre altiva y desafiante, hizo
que le dieran náuseas.
Pensó en las palabras de su abuela, en las de sus primas, pero también
en la mirada llena de esperanzas de la niña. Debía encontrar la forma de
cumplir con todos sin ser descubierta.
—Buenos días, excelencia —saludó Catalina, con la más exquisita
educación. Harry hizo una discreta reverencia ante las damas—. En nombre
de mi familia, deseo pedir las debidas disculpas por lo del evento.
—Estamos arrepentidas y prometemos que no volverá a suceder algo
parecido —se apresuró a decir Daphne, que a su vez desviaba la mirada
hacia Josephine, quien no parecía dispuesta a pronunciar palabra alguna.
El duque elevó una ceja ante el silencio de la nieta rebelde y dio unos
pasos hacia ella, al momento en que la señora Tilly se acercaba con la
criada del orfanato y el señor Duddley, que había venido a traer unos
documentos.
—Y usted, Josephine —expresó con los labios ligeramente curvados—,
¿también está arrepentida? Está… extrañamente callada.
—Mi madre siempre decía que mi boca me condenaría, así que prefiero
callar, excelencia; si no le molesta —respondió mordaz, con el mentón
elevado.
—Su madre debió ser una sabia mujer —ironizó, y desvió la mirada
hacia los que llegaban.
—Pero qué agradable sorpresa —comentó el señor Duddley, aunque sus
ojos solo estaban puestos en Daphne. Ella elevó el mentón y se limitó a
saludar con cortesía—. Lamento mucho lo sucedido en el evento. Espero
que estéis bien.
—Las apenadas somos nosotras, señor Duddley —acotó Catalina.
—Ha sido un penoso accidente, pero tampoco es como para morirse —
dijo la señora Tilly con un tono conciliador—. Os aseguro que ya nadie lo
recuerda.
La mujer fijó la mirada en Daphne y entrecerró los ojos.
—Es una pena que otros asuntos requieran de mi presencia, o me
quedaba a haceros compañía —repuso el abogado, mirando a los presentes
—. Pero presiento que no será la única vez que coincidamos. Hasta la
próxima.
El letrado levantó el sombrero a la par que hacía una reverencia como
despedida. Harry asintió sin dedicarle palabra alguna.
—Pasad, por favor —indicó el duque, y señaló hacia el humilde salón
—. La condesa me ha enviado una misiva informando su propuesta y la he
considerado —añadió, y mostró su sonrisa más irónica—. También me ha
advertido que la más propensa en meterse en problemas era usted,
Josephine. Y que necesitaba especial cuidado, así que me encargaré de
supervisar su trabajo.
Eso no podía estar sucediendo. El rostro de Josephine se volvió cetrino y
apretó los puños al notar que la estaba desafiando. Esperaba que un duque
como él tuviese asuntos más importantes que tratar y que no perdiese el
tiempo controlando el castigo de tres muchachas insensatas.
¿Qué, acaso no tenía audiencias con el rey, asuntos relevantes o un
ducado que atender?
—No es preciso que lo haga, excelencia —intervino la señora Tilly—.
Confío en la palabra de estas muchachas. Usted debe estar muy ocupado…
—Me encargaré de que Josephine no cause más problemas, excelencia
—afirmó Catalina, con el semblante sereno.
—Como usted diga, milady —respondió el duque, y esbozó una débil
sonrisa.
La nieta mayor de los condes de Ross empezaba a considerar que el
duque de Rochester podría encajar en su prospecto de marido: el
indiferente, por supuesto, no el enclenque, y eso le gustaba. Al parecer, ella
solo tendría que encargarse de ser su perfecta duquesa y él la consentiría en
todo lo que le pidiese.
—¿Se marcha, excelencia? —preguntó Daphne, al notar que el caballero
se dirigía hacia la puerta.
Harry la observó con indiferencia.
—Iré a leer para los niños —anunció, y Josephine apretó la mandíbula.
De todas las actividades, debía elegir la lectura—. Es lo que acostumbro
hacer en mis visitas al orfanato.
—Maldito infierno… —susurró Josephine, mas no pasó desapercibido
para el duque, que estaba atento a su reacción.
—Ah, de hecho, creo que usted les enseñará a leer —dijo el duque, y
una sonrisa lobuna se dibujó en su rostro. Solo Josephine podía lograr tales
reacciones de ese indiferente caballero—. La guiaré, no sea que se pierda.
Sin esperarla, se dirigió hacia el jardín trasero, desde donde se oía el
bullicio de los niños que jugaban.
—Ve, no contradigas al duque —aconsejó Catalina, aunque en su voz se
podía percibir cierta decepción.
Daphne cogió del brazo a su prima y la animó con una sonrisa.
Siguieron a la señora Tilly, y esta les mostró cada rincón del orfanato.
Aunque al principio se sintieron afortunadas por tener la posibilidad de
estar cerca del duque mientras cumplían con su condena, este se encargó de
desanimarlas con su elección.
Tal vez no sería tan fácil conquistar al duque de hielo.
CAPÍTULO 14

L
a sonrisa pícara que adornaba el rostro del duque se apagó de
inmediato al ver la emoción con la que Genevive se irguió para
recibir a Josephine. Tomó el libro que había traído de su
biblioteca y lo apretó hasta que le dolieron los nudillos. El sabor
amargo se acentuó cuando los demás niños se apresuraron a preguntarle a la
recién llegada si les enseñaría a usar la espada.
—Me temo que eso dependerá del resultado del duelo con su excelencia
—respondió la muchacha, fingiendo falta de confianza. Buscó a Genevive y
la encontró en un extremo del salón, apretando una muñeca contra su
pecho; entonces le guiñó un ojo a escondidas del duque—. Supongo que es
muy bueno en esgrima y por eso me ha retado. Yo… soy solo una
muchacha de campo que aprendió mirando a sus hermanos mayores.
Desde la noche en que lo venció, Harry aprendió a no dar por sentado de
lo que podría ser capaz esa pequeña arpía. Entrecerró los ojos y decidió
estudiarla un poco más.
—¿No vas a saludarme, Genevive? —preguntó el duque, con un atisbo
de sonrisa.
La niña corrió hasta él y le rodeó las piernas con sus pequeños brazos.
Josephine se quedó boquiabierta al ser testigo de tal escena. Resonaron en
su mente las palabras de Basil: «El jinete de la muerte detesta el contacto
físico». Apenas le quedaban dudas de que por las venas de esa inocente
criatura corría la misma sangre que ese remilgado duque.
Harry se agachó para cargarla y le susurró algo en el oído. La niña bajó
la mirada y, después de unos segundos, asintió. Josephine estaba lejos para
oír qué le dijo, pero esperaba que no la hubiese convencido de desistir de su
anhelo por aprender esgrima.
—Usaremos espadas de maderas —anunció el duque, y señaló con el
mentón hacia una de las esquilas el montón de palos que los niños usaban
para jugar—. No deseo lastimarla con una de verdad.
Josephine contuvo una risa. Era mejor que su enemigo creyese que era
más débil que él, así que solo asintió con fingido agradecimiento.
Rememoró cada uno de los movimientos que le habían enseñado sus
hermanos y siguió a la multitud hacia el patio trasero.
—Solo pido una cosa —señaló la muchacha, mientras flexionaba las
piernas y mecía la espada de madera con ambos brazos antes de empezar—:
que esto sea un secreto, sea cual fuese el resultado.
Harry elevó una ceja y se recargó un poco en su bastón de madera.
—¿Se refiere a este duelo o a su derrota? —preguntó.
—Al duelo, por supuesto —contestó Josephine con cierta ironía.
—Hecho. He traído algo para usted —dijo, y con esas palabras la
detuvo. Hizo un gesto de cabeza hacia una bolsa de tela que ella no
reconoció, así que frunció el ceño—. No pretenderá pelear conmigo así…
—Le señaló la ropa.
Josephine cogió la bolsa y reconoció su ropa de montar, la que usaba
para las carreras clandestinas.
—Esto… —susurró la muchacha, y entrecerró los ojos.
—Anoche se lo he pedido a Basil —respondió con indiferencia—.
Deseo que sea un intercambio justo, y con esto se sentirá más cómoda.
Ella lo miró con suspicacia, pero asintió y fue a cambiarse. Rogaba a
todos los dioses para que nadie más que los niños y el duque la viesen en
tales pintas. Salió después de unos minutos y Harry asintió y le señaló la
puerta que daba al patio.
Los niños formaron una fila desde donde podían observar el
intercambio, mientras que la nieta de lady Ross rogaba para que sus primas
no notasen su ausencia, o peor, que se les ocurriese buscarla.
—¿Lista? —preguntó el duque, y la muchacha asintió—. En guardia —
la invitó.
Ambos flexionaron tanto las piernas y los brazos como lo exigía esa
posición. Una vez que se saludaron como correspondía, Harry avanzó unos
pasos en ofensiva, mientras que su oponente retrocedía con seguridad. Las
espadas de madera chocaban sin que ninguno permitiese que tales objetos
tocasen sus cuerpos. Hasta que, en un aparente error de cálculo, Josephine
erró un movimiento y el duque le tocó el hombro derecho con la punta de su
espada.
Los niños llevaron las manos a los ojos al ver tal escena, algunos incluso
dejaron salir un leve gemido del susto, pero al ver que la muchacha solo
sacudía el lugar donde había sido tocada, relajaron su expresión; aunque
Genevive mantenía sus regordetes labios apretados.
—Punto para su excelencia —masculló Josephine, al notar la expresión
vanidosa de su oponente.
Ella volvió a su lugar y sonrió con malicia. De no haber estado tan
confiado por su golpe de suerte, Harry hubiese notado que ese gesto era una
advertencia.
—No me culpe si termina lastimada. Recuerde que este duelo ha sido
idea suya —le recordó el duque con falsa preocupación.
—Por favor, excelencia, no se contenga —pidió la muchacha, apoyada
de su espada de madera—. Ha sido una suerte de principiante.
Harry no lo demostró, pero sabía que no debía subestimar tales palabras.
Aunque enfrente tuviese a una dama vestida de caballero, conocía su
potencial y lo impredecible que podía resultar competir con ella.
—No se preocupe, no lo haré —contestó el duque, y se colocó en
posición.
Josephine repitió su jugada anterior, pero esta vez, después de haber
frustrado muchos intentos de Harry por reafirmar su victoria, retrocedió
varios pasos en defensiva y, después de saltar para que él no la golpease en
las piernas, dio una vuelta. Arrodillada sobre una de sus piernas, le clavó la
espada de madera en el abdomen.
Los niños, que cada vez se mostraban más y más emocionados con la
pelea, chillaron al ver a su benefactor vencido. Parecían en medio de una
encrucijada, porque no sabían a quién alentar. Sentían un gran cariño hacia
su excelencia, pero esa muchacha les ofrecía un mundo que siquiera
imaginaron.
—Suerte de principiante —ironizó el duque, repitiendo las palabras de
su oponente.
—Todavía queda una ronda —expresó Josephine, con una sonrisa
lobuna—. Veremos quién resulta victorioso y debe dar un paso al costado
en el acuerdo.
Harry mostró su semblante más serio y elevó el mentón con altivez. No
pensaba darle la oportunidad a esa salvaje de convertir en una réplica suya a
su amada Genevive. Él deseaba que en el futuro su única hermana se
convirtiese en una dama, hasta le procuraría un buen esposo. No pudo evitar
fijar la mirada en Josephine y estuvo tentado en negar con la cabeza ante el
pensamiento que le asaltó: pobre del caballero que tuviese la mala suerte de
desposarla, si no terminaba como una solterona.
—En guardia —exhortó el duque, ansioso por terminar de una vez ese
despropósito.
Antes de iniciar, Josephine buscó a Genevive entre los demás. La niña
tenía una mirada cargada de esperanza y no pudo más que guardar ese breve
momento en su corazón. Todos esperaban que los defraudase, menos esa
pequeña de ojos oscuros. No iba a subestimar al duque, pero sí estaba
resuelta a no dejarse vencer, por su propio orgullo y por el anhelo de esa
niña que le había pedido que no perdiese.
Ante un empate y la posibilidad de perder su orgullo, la lucha se volvió
más feroz y peligrosa, no obstante, ninguno parecía dispuesto a entregar la
vitoria a su oponente. Josephine atacó a Harry como una fiera, pero este
esquivó todos y cada uno de sus movimientos. Hasta que, en una fracción
de segundo en que el duque se detuvo para pensar en cómo vencer
definitivamente a la nieta de lady Ross, esta dio una vuelta, se agachó con
una pierna extendida y, con una exquisita precisión, se levantó para tocar
con la punta de su espada el cuello de su oponente.
Quedaron frente a frente, con la mirada fija el uno en el otro,
desafiantes, sorprendidos, en completo silencio, roto nada más que por sus
agitadas respiraciones y un grito exasperado que se encargó de romper el
momento.
—¡Josephine! ¿Acaso has perdido definitivamente la cordura? —
reclamó Catalina, con lágrimas en los ojos, al ver la posición en la que
estaban ambos combatientes y la ropa que llevaba puesta su prima menor.
Daphne llevó una mano a la boca y se apresuró a alcanzar a la furibunda
Catalina.
—Milady, no lo malinterprete —interrumpió el duque de Rochester con
total parsimonia. Aunque por dentro bullía de furia al saberse perdedor, no
iba a demostrar flaqueza ante su público—. Vuestra prima solo ha accedido
a mi petición para enseñar a los niños los movimientos básicos de la
esgrima. —Catalina y Daphne quedaron muy sorprendidas y buscaron a su
prima con la mirada—. El otro día me comentaba que era buena en ello y la
he retado a un duelo… educativo.
La aludida apretó los puños con fuerza. No podía creer el cinismo de ese
hombre.
—Has prometido no causar más problemas, Josephine —le recordó
Daphne con preocupación.
Los niños cruzaron miradas y rápidamente decidieron intervenir para
defender a la muchacha, aunque corrían peligro de ser reprendidos luego
por comportarse de esa manera.
—Ha sido nuestra culpa —dijo el mayor de los huérfanos, cabizbajo—.
Hemos sido nosotros los que hemos insistido en ver cómo era una pelea real
con espadas.
La señora Tilly las alcanzó en ese momento y apenas contuvo la risa al
ver a Josephine vestida de caballero, aunque no pasó desapercibido que el
duque se mostrase tan relajado ante su cercanía. Acostumbraba a mostrarse
tenso e incómodo ante la presencia de damas.
—Disculpe, excelencia —dijo Catalina con una dulce voz—, pero le
agradecería que, en el futuro, no anime a Josephine a este tipo de
actividades; es completamente incapaz de rechazar un reto y de no meterse
en problemas.
—Es de suma importancia que nada empañe nuestra presentación en
sociedad —replicó Daphne, más para su prima que para el duque, aunque
este lo comprendió.
—No os preocupéis —intervino Harry, después de oír la preocupación
de las muchachas—. Ha sido culpa mía y prometo que no volverá a suceder.
No sentía verdadera culpa ni pena, pero la encontraba como una perfecta
excusa para mantenerse alejado de las tres debutantes; en especial de su
némesis, aunque dudaba que eso fuese posible por completo, ya que todavía
tendría que tolerarla en las carreras clandestinas. Conocía lo suficiente a
Basil como para saber que no renunciaría al dinero de las ganancias si
tuviese un as como lo era su prima. Aunque le bullía la sangre al recordarlo,
era consciente de que la muchacha era muy buena.
Aunque comprendía a sus primas a la perfección, Josephine no pudo
evitar sentir una molesta opresión en el pecho. Le dolía ver siempre el
rostro de decepción en sus familiares. Miró al duque con rabia, porque ella
se había propuesto no ser más un motivo de vergüenza, había prometido
comportarse y evitar meterse en problemas, pero él tenía que aparecer
siempre para provocarla.
Estuvo a punto de marcharse cuando sintió que unos pequeños y tiernos
dedos rodearon los suyos. No necesitó mirarla para saber de quién se
trataba; fue consciente de cómo ese simple gesto hizo que el sentimiento de
incomodidad y frustración desapareciesen por completo. Se puso de
cuclillas para quedar a la altura de Genevive, y esta le regaló una sonrisa.
La niña la abrazó y fue suficiente recompensa para la muchacha. Ni
siquiera ver el rostro aterrorizado del duque incordio al ser derrotado valió
la pena como el sentir en un sencillo contacto toda la esperanza que una
persona depositaba en ella.
—Ha ganado esta vez —dijo el duque, de mala gana y entre dientes,
como despedida antes de marcharse del patio donde los niños vitoreaban
emocionados.
Harry no toleraba ver que Genevive se volviese más cercana a una
completa extraña antes que a él, tampoco el hecho de que podría correr
peligro con esas absurdas clases de esgrima. Apretó los puños y se perdió
en el interior del edificio.
«¡Es solo una niña!», pensó, y después de maldecir mil veces en su
interior, una sonrisa maliciosa se dibujó en su atractivo rostro.
—No es propio que continúes en esas pintas —le recordó Catalina a su
prima, y le señaló los pantalones—. Ve a cambiarte antes de que otras
personas te vean.
Josephine asintió y se dispuso a volver a la habitación donde se había
cambiado de ropa, pero sintió de nuevo un tirón en su camisa. Genevive
parecía querer decir algo, y solo para ella. La muchacha de nuevo se puso
de cuclillas y la oyó susurrar:
—Gracias por no haber perdido.
CAPÍTULO 15

H
arry se echó a reír al imaginar el rostro furibundo de Josephine
al notar que su vestido había desaparecido y que debería volver
a Ross House vestida de hombre. Jamás imaginó que alguna vez
haría algo tan bajo como robarle su atuendo a una dama, pero
Josephine siempre desenterraba su lado perverso y lo llevaba a cometer
locuras como esa.
Por primera vez, en mucho tiempo y en una situación que no fuese
correr, se sintió completamente vivo. Acarició pensativo el lugar que
significó su derrota y curvó con lentitud la comisura derecha de sus labios.
—No estuvo mal —mencionó cavilante al recordar el intercambio con la
joven—, pero su suerte no durará para siempre, pequeña arpía.
A medida que se acercaba a Rochester House, pensó en los finos pero
expertos movimientos realizados por la nieta de lady Ross. Debía reconocer
que era digna de consideración y que estaba sorprendido, aunque jamás lo
reconocería ante nadie.
De pronto, y sin siquiera proponérselo, aquellos ojos oscuros se
materializaron en su mente, altivos, desafiantes, con cierto toque de miedo
y frustración. Era la primera vez que se fijaba en ellos a detalle, que había
notado que tenía un lunar justo debajo del derecho y que deseaba pasar el
pulgar por esa delicada superficie.
Negó de inmediato con la cabeza.
—¿Qué tonterías estás pensando, Harry? Ella es la enemiga, recuérdalo
—se reprendió, pero la figura menuda de la joven dama vestida de hombre
hizo que sus labios se curvaran en una sonrisa maliciosa.
Debía olvidarla, debía evitarla, a cualquier precio.

Al llegar al portal de su casa, se topó con Gilbert, su hermano menor y


nueva víctima de la duquesa viuda, y no tenía un muy buen semblante.
Gilbert cogió las riendas de su caballo y esperó a que su hermano se apease
del carruaje antes de marcharse.
—Le he prometido a nuestra madre que no te lo contaría, pero me
conoces y sabes que siempre te seré leal —bromeó el muchacho, y frunció
los labios—. Sigue empeñada en encontrarte esposa, y mañana visitaréis a
dos de sus amigas. Creí que te resultaría oportuna la información y que
serías generoso con este leal hermano.
Harry resopló al momento que miraba hacia la entrada de Rochester
House. Llegó a pensar que se había desistido de tal propósito, pero al
parecer no.
—Lo que me faltaba —masculló con indiferencia.
—La marquesa de Arlington ha estado visitando mucho a nuestra madre
—comentó lord Gilbert con suspicacia—. Tiene una hija debutante,
malcriada y en busca de un esposo noble. Solo una advertencia: querrá
cazarte.
—Pierde cuidado, no pienso caer en su trampa.
Harry se la había cruzado en algunos paseos y la consideraba una
completa acosadora. Era bonita, pero no conocía límites en su afán de
hacerse notar, a pesar de no haber debutado. Le encantaba ser el centro de
atención y eso la eliminaba de su lista de posibles candidatas.
—Por cierto… —titubeó Gilbert, observando la bolsa que su hermano
apretaba con fuerza—. ¿Qué es eso que escondes en la bolsa?
De ella salía un trozo de la falda y Harry no pudo llegar a esconderla por
completo. Su rostro palideció de repente y carraspeó.
—¿Acaso es lo que pienso? —bromeó su hermano menor, y buscó a
tientas arrebatársela, aunque el duque fue más rápido.
—No es lo que piensas —respondió con premura—. Es una merecida
venganza —añadió con convicción—. Esto le enseñará a no volver a
desafiarme con esos ojos…
Gilbert alzó una ceja.
—Pagaría por saber quién ha conseguido que te fijaras en esos ojos… y
experimentases algún tipo de sentimiento —bromeó este, y el duque lo
fulminó con la mirada—. Eso. Me refiero a eso. Usualmente me mostrarías
esa escalofriante sonrisa de diablo que tienes y me ignorarías para perderte
en tu despacho, pero te has tomado el tiempo de justificarte. Hasta pareces
asustado.
Harry apretó aún más la bolsa con el vestido de Josephine.
—Estaba pensando en hacer unos ajustes al presupuesto mensual de
Rochester House… —murmuró, con ese rostro impertérrito que era tan
suyo—. Podría recortar tu asignación.
—Olvidé nuestra charla, excelencia —se apresuró a decir el menor de
los hermanos—. Mejor me apresuro o me perderé de los cotilleos del club.
Sin esperar a que se mofase aún más de él, Harry entró al palacete y ni
siquiera se detuvo cuando su madre lo llamó, sino que continuó hasta llegar
a su habitación. Arrojó la bolsa sobre su cama y la observó por unos
incómodos segundos antes de vaciarla.
Estaba tan furioso por el comentario de Gilbert que incluso pensó en
quemar el vestido de la nieta salvaje de lady Ross, pero un dulce aroma lo
detuvo. Sostenía la prenda de los hombros, aunque no tardó en acercarla a
su nariz. La tela era suave y olía muy bien. Jamás imaginó que Josephine
Blackburn, la joven que corría en carreras clandestinas vestida de hombre y
que peleaba como una fiera con la espada, tendría un aroma como ese.
Negó con la cabeza. Eso no tenía sentido. Ella no debía oler a rosas, sino
a limones o cebollas.
Arrojó el vestido a la cama y lo observó con el entrecejo fruncido. Si no
fuese la joven de sus pesadillas, incluso le agradaría acariciar la suave tela e
imaginar que era la piel de la dueña la que se deslizaba bajo sus dedos, que
ella lo esperaría desnuda bajo las sábanas.
—¡No! ¡Definitivamente, no! —exclamó, furioso con su nefasta
imaginación—. ¡Salga de mi cabeza, pequeña salvaje!
Volvió a meter la prenda a la bolsa y la guardó en el armario como si
fuese un objeto maldito. Se apresuró hacia la ventana y la abrió de par en
par en lo que dura un suspiro. Se apoyó en ambas manos y metió todo el
aire que le permitían sus pulmones, sin embargo, decidió que necesitaba dar
un paseo para serenarse.
Los sirvientes de Rochester House nunca lo habían visto tan enfadado,
al punto de sentir temor, pero no se atrevieron a cruzarse en su camino, sino
que se limitaron a observarlo dando vueltas en el jardín.
A su regreso, Harry había tomado dos posibles decisiones: uno, debía
evitar a Josephine Blackburn, incluso si eso significaba que debería dejar de
correr o visitar el orfanato en horarios diferentes. Dos, debía pensar
seriamente en escoger una candidata para mantener su mente ocupada.
CAPÍTULO 16

J
osephine esperó por varios días a que el duque incordio acudiese al
orfanato, pero este ni siquiera dejó ver su sombra. Había tenido tres
días para practicar una ejemplar reprimenda para su excelencia por
haber osado a robarle el vestido, pero Basil lo excusó diciendo que
estaba de viaje por Rochestershire.
—En algún momento volverá y tendrá que oírme —murmuró, a la par
que oía a uno de los niños practicar su lectura.
No, no lo echaba de menos, no era por ese motivo que lo buscaba con la
mirada cada día que acudía a cumplir con su castigo; ella se repetía que solo
deseaba saber qué lo había motivado a realizar tal atrocidad contra su
persona. Además, deseaba reprenderlo por hacer sufrir a Genevive con su
ausencia. La niña se veía triste y vagaba con la mirada por el jardín.
—¿Se ha enfadado su excelencia y por eso ya no nos visita? —preguntó
la niña con tristeza.
Josephine apretó los labios y negó con la cabeza. En ese momento deseó
tenerlo enfrente para patearle la espinilla. Se le rompía el corazón ver cómo
esa niña se culpaba.
—Él solo está de viaje —la animó la muchacha, y le acomodó un
mechón de pelo tras la oreja—. ¿Por qué piensas que está enfadado?
La niña miró sus pies y calló por unos segundos.
—Porque él nunca se ausenta por tantos días —susurró la niña, y
levantó la mirada— y nunca se va sin despedirse de mí.
Josephine la rodeó con los brazos y la apretó contra su pecho, como lo
haría una madre.
—Él volverá, ya lo verás —le aseguró.
«No está enfadado, por lo menos, no contigo», pensó.
Catalina buscó a los niños para la clase de matemáticas, mas solo a los
que tenían la edad para comprenderlas, por lo que Genevive se quedó a
practicar esgrima con Josephine en el patio.
—¿Hace mucho que conoces a su excelencia? —preguntó la muchacha
a la niña, una vez que se tomaron un descanso.
La niña asintió.
—¿Y por qué no le hablas? —continuó.
—A veces deseo hacerlo, pero no me sale y me da vergüenza —
respondió la niña con su dulce voz—. Temo decepcionarlo, así que prefiero
callar. Él es tan elegante…
Josephine le acarició la coronilla y le sonrió.
—¿Te trata bien? —preguntó con curiosidad, y la niña asintió de manera
efusiva. Al principio supuso que la niña se sentía intimidada por su actitud
irritante, pero luego recordó la familiaridad con la que la trataba—.
Entonces, deberías hablarle. Estoy segura de que lo hará muy feliz.
—¿Y crees que si lo hago volverá? —se apresuró a conjeturar la niña,
con una visible esperanza en los ojos.
—Él volverá porque te echará de menos, hables o no, pero si lo haces, se
sentirá muy feliz —mencionó Josephine, preguntándose por qué estaba
abogando por el duque incordio.
¿Acaso no merecía sufrir por sus actos y sus silencios? Si efectivamente
era su hija bastarda, ella no merecía ignorar tal detalle. Comprendía que el
duque debía tener sus motivos para ocultarla, pero la pobre niña merecía
una familia que la llenase de amor; el que su propia sangre no podía
proveerle.
—La señorita Louise me dijo que una vez que el duque se case dejaría
de venir —comentó la niña, con una lágrima brillando en sus enormes ojos
—, que ya no tendrá tiempo de visitarnos porque tendrá su propia familia.
Josephine se quedó petrificada con tales palabras, apenas contuvo las
lágrimas. Podía comprender a la perfección el temor de Genevive, porque
ella misma lo había sentido cuando su padre se volvió a casar. La apretó de
nuevo contra su cuerpo y la mantuvo así por un tiempo, hasta que ya no
dolió.
—Yo vendré a visitarte —susurró, con sus labios pegados al oscuro pelo
de la niña—. No te abandonaré.
Por un breve momento, Josephine deseó no haber empezado con el pie
izquierdo su relación con el duque. Si tan solo fuese diferente, una joven
normal, como sus primas, tal vez podría luchar por conquistar a su
excelencia, pero ahora solo podía rogar para que la dama a la que escogiese
no le prohibiese visitar a los niños.
—Me agrada —confesó la niña—. Desearía tener una madre como usted
—añadió, y la miró desde abajo.
Josephine suspiró con resignación. Ya no estaba tan segura de querer
pelear con el duque, ya no estaba tan segura de si deseaba vengarse de él
por haberle robado sus prendas o si solo anhelaba verlo atravesar el portal
para enfrentarlo.
—Ven, te enseñaré a bailar —la invitó la muchacha, con la intención de
animarla un poco.
Antes de partir para Oxford, sus hermanos le habían enseñado a bailar;
aprendió todos y cada uno de los bailes populares que se conocían, o que las
orquestas podrían llegar a interpretar, como así también, las reglas que
regían el comportamiento de la alta sociedad, las de etiqueta social y las
diferentes señales que una dama debía tener en cuenta.
Josephine se colocó en posición de baile y elevó el mentón. Le mostró
unos pasos a Genevive y la invitó a seguirla. Tarareaba una melodía lo
mejor que podía, porque el canto no era lo suyo, hasta que oyó un molesto
carraspeo a su espalda. Su corazón saltó confundido. No sabía si se debía al
tremendo susto que se llevó o porque de verdad se alegró por la repentina
interrupción.
—Espero que no necesite cantar para ganarse la vida.
Con los brazos en jarra, Josephine se giró para mirar al duque de
Rochester, que traía el semblante serio como de costumbre, aunque no pasó
desapercibido para ella la mirada fugaz que dedicó a la niña; una más
relajada y cariñosa. Estuvo tentada a soltarle una pulla por su atrevimiento
del otro día, pero se contuvo por la niña.
—Es cierto que el canto no es lo mío, así como tampoco lo son el
bordado, el pianoforte o el mantenerme callada —dijo, y se encogió de
hombros—, pero se me da bien bailar. Estaba por enseñarle unos pasos a
Genevive. ¿Desea acompañarme?
Josephine le tendió una mano, a modo de invitación, pero Harry no
movió sus brazos de la espalda, donde los tenía cruzados a la altura de la
muñeca y con ambos puños fuertemente cerrados. Temía que si lo hiciese
quedaría muy cerca de ella y volverían aquellos aterradores pensamientos.
—Me temo que tendré que declinar su invitación, milady —dijo, y
caminó hacia Genevive para saludarla—. No deseo perder algún dedo de
los pies.
Josephine elevó el mentón y le dio la espalda. Se balanceó de nuevo con
la música que volvió a tararear, mientras que el duque cogía de la mano a la
pequeña y la invitaba a acompañarlo de regreso al salón.
—Po… por favor, baile con la señorita, excelencia —tartamudeó la
niña, para sorpresa del duque.
De repente Harry sintió que sus manos se congelaron y que todo a su
alrededor se detuvo.
—Has hablado —susurró incrédulo, pero con una sonrisa formándose.
Se agachó y quedó a la altura de la niña. Ella asintió con timidez.
—Lady Josephine me ha… dicho que eso lo haría feliz —se animó a
confesar la niña, y Harry levantó la mirada para buscar la de su némesis,
que elevó el mentón con suficiencia.
Harry se acercó al oído de la niña y le susurró algo que Josephine no
pudo oír; solo vio cómo Genevive asentía y le dedicaba una risilla.
—Lo haré porque la niña me lo ha pedido —anunció, mientras se ponía
de pie y quedaba frente a Josephine. Era la primera vez que notaba la gran
diferencia de estaturas—. Y porque… —titubeó con incomodidad—… creo
que se lo debo.
CAPÍTULO 17

H
arry no tenía dudas de que Josephine lo había pisado adrede, las
dos veces, mientras le enseñaban a Genevive cómo se bailaba un
minué; esa sonrisa maliciosa lo comprobaba.
—Supongo que me lo merezco —masculló, sin perder el
ritmo y sin dejar de mirarla a los ojos.
Ella olía muy bien y, a pesar de su incomodidad, él intentaba identificar
de qué flor se trataba. La niña chillaba por momentos al ver a la pareja
bailar, aunque no imaginaba la contienda que esos dos libraban.
—Lo siento, excelencia. Hace mucho que no practico —se disculpó la
muchacha, pero sus labios la contradecían. No tenía el semblante de alguien
que lo lamentaba de verdad, sino el de uno que disfrutaba verlo crispar su
rostro con otro pisotón.
Cada vez que sus cueros se tocaban durante el baile, las barreras que
habían creado con su animadversión mutua parecían ir resquebrajándose.
Con la cercanía, Josephine pudo notar lo largas que eran las pestañas del
duque y que su agarre no se sentía tan mal como imaginó incontables veces.
Al contrario, la hacían sentir segura y protegida.
Lamentablemente, esa paz no duraría mucho.
Cuando el baile terminó, él hizo una leve reverencia como saludo y se
despidió con tres palabras:
—Estamos a mano.
Josephine puso los brazos en jarra de nuevo y lo detuvo.
—Lo estaremos cuando me devuelva el vestido —dijo, sin temer que
alguien pudiese oírlos—. Era especial.
Harry le mostró una sonrisa torcida, entre irónica y divertida.
—Lo he quemado —respondió, y se encogió de hombros—. ¿No lo ha
sentido? Creí que vosotras las brujas podríais sentir ese tipo de conexión
con vuestras prendas.
Sin esperar una réplica, se giró y marchó hacia la casa.
—¡Es usted un tirano! —exclamó la muchacha, y apretó los puños a
ambos lados de su cuerpo—. Ese vestido fue un regalo de mi padre…
Josephine sintió unas terribles ganas de correr tras el duque y morderle
un brazo, pero se contuvo y solo lo fulminó con la mirada mientras este
desaparecía tras la puerta. Ya encontraría la forma de vengarse.
«Espero que esto termine por alejarla definitivamente de mí», pensó
Harry, y se despidió de la señora Tilly.
Antes de retirarse, cruzó algunas palabras con las otras dos nietas de la
condesa de Ross y llegó a dos conclusiones:
Una, que Catalina era una joven bastante adecuada e interesante, pero se
veía en exceso apresurada por contraer matrimonio, y dos, que las tres
primas parecían ser muy cercanas y leales entre sí, lo que lo llevó a pensar
que, si cortejaba a una de las dos nietas de la condesa que tenía enfrente,
Josephine se mantendría alejada de él.
—¿Qué hará mañana por la tarde, milady? —preguntó el duque a la
mayor de las primas.
Catalina le dedicó una sonrisa amable mientras intentaba contener la
alegría que le generaba esa pregunta; tampoco deseaba herir los
sentimientos de Daphne, a pesar de que ambas habían llegado a un previo
acuerdo.
—Los Ferdington nos han invitado a un recital de música en Brayton
Hall —mencionó, con algo de esperanza en la mirada.
Harry asintió pensativo.
—También hemos sido invitados —replicó el duque, refiriéndose a su
familia—. Podríamos pasar por vosotras si os parece.
Daphne dio pequeñas palmaditas de emoción y respondió incluso antes
que su prima.
—Será un honor, excelencia.
—Perfecto —zanjó al oír que unos pasos se acercaban desde el patio.
No deseaba cruzarse con Jospehine en lo que restaba del día—. Me despido,
entonces, damas.
La condesa de Ross felicitó a Catalina por su logro y miró con
preocupación a Josephine. Estaba segura de que no tendría problemas para
conseguir esposos para dos de sus nietas, pero la que le preocupaba en
exceso era la que en ese momento observaba con la mirada perdida hacia el
jardín.
—Josephine y yo podemos ir al recital en compañía de Basil, en la
calesa —sugirió Daphne, después de hacer los cálculos correspondientes y
llegar a la conclusión de que seis personas no cabrían muy cómodamente en
el carruaje de su excelencia—. Usted puede hacer de carabina para Catalina,
abuela.
La condesa se percató de que Josephine ni siquiera objetó la idea, sino
que se mantuvo callada durante toda la mañana.
—Sí, creo que será lo mejor —acotó la mujer mayor, y apretó levemente
el antebrazo de Catalina—. Al parecer, la marquesa de Arlington tendrá que
buscar otro partido para su hija.
Catalina sonrió con cautela, a la par que le dedicaba a Josephine una
mirada crítica. De verdad esperaba que su pesaroso estado de ánimo no se
debiese a la invitación del duque, porque eso sería terrible; quería mucho a
su prima, pero necesitaba casarse con alguien que le asegure el futuro a ella
y a sus hermanos menores.
—Iré a preparar mi vestido —mencionó Josephine, y, esbozando una
débil sonrisa, se despidió.

Por la tarde del viernes, Basil y la condesa aguardaban a que las tres
muchachas bajasen al salón. El duque no tardaría en llegar a buscar a
Catalina y lo último que deseaban era hacerlo esperar.
El conde de Ross estaba resfriado y prefirió quedarse a descansar,
aunque su esposa estaba segura de que se la pasaría observando por la
ventana con sus binoculares lo que acontecía en la calle. Le había pedido al
doctor Wallace que le recetara algún medicamento que le infundiera el
sueño, pero con el viejo conde nada funcionaba.
Josephine fue a despedirse de su abuelo. Este le cogió la mano
enguantada y le dio un leve apretón.
—No sé qué es lo que te tiene con ese semblante, hija, pero no durará; te
lo aseguro —aseguró—. Lady Ross puede ser muy dura a veces, pero se
debe a que os ama y desea lo mejor para vosotras —dijo, creyendo que su
estado de ánimo se debía al castigo—. Ve a ese recital y disfruta, que pronto
iniciará la temporada y será aún peor.
La muchacha le sonrió al conde y asintió. Ni siquiera ella comprendía
por qué sentía ese vacío en su interior, como si alguien le hubiese robado
una parte de su cuerpo.
—Gracias, abuelo —mencionó la joven, y le dio un beso en la frente—.
No se canse demasiado cotilleando con ese objeto —añadió, y señaló el
brillante artefacto que reposaba sobre la mesilla del té.
—Si supieses todo lo que he observado con estos cansados ojos… —
bromeó el anciano, y le dedicó una sonrisa pícara—. Pero no os preocupéis
que, si se trata de vosotros, este viejo no abrirá la boca.
Josephine curvó levemente los labios y asintió. Sabía que su abuelo era
consciente de sus escapadas con Basil, pero por primera vez se preguntó
qué más podría haber visto el anciano para hacer tal comentario.
—¿Correrás esta noche? —quiso saber el viejo conde.
Josephine suspiró y apretó los labios.
—Eso espero, abuelo —respondió con incertidumbre—. ¿Apostará por
mí?
—Solo si me prometes ganar, muchachita.
—Pero la abuela… —titubeó. Una de las cosas que le había prohibido
con el castigo era salir sin su permiso, en especial para hacer cosas que le
gustaban.
—De eso me encargaré yo —anunció, y cogió una pequeña botella de la
mesa—. Tu abuela cree que me da el brebaje para dormir todas las noches,
pero se lo he cambiado apenas se lo entregó el doctor. —Llevó una mano a
su arrugada boca y ambos se echaron a reír—. Esa condenada mujer
dormirá hasta mañana, pero debes prometer que te cuidarás.
Josephine lo abrazó y se despidió.
—Haré mi mejor esfuerzo.
Mientras bajaba las escaleras, pensó en el duque y si la seguiría evitando
como lo venía haciendo esos días. Recordó de nuevo el vestido que había
arruinado su excelencia y maldijo hasta su sombra. Negó con la cabeza y se
dijo a sí misma que era lo mejor. De todas formas, tenerlo alejado era una
bendición; no tendría que soportar su actitud impertinente, mucho menos su
afán de llevarle la contraria por pura diversión.
—Por fin has bajado. Creí que tendría que ir a por ti —la reprendió
Basil, mientras sostenía su sombrero en el brazo—. Lady Ross y Catalina se
han marchado hace unos minutos con el duque y su madre.
—Hablaba con el abuelo —mencionó Josephine, con un atisbo de
sonrisa. Basil la observó con los ojos entrecerrados—. Me ha entregado esto
—le mostró un pequeño monedero— y me ha pedido que gane la carrera.
—Muchacha insolente… —bromeó su primo, y ambos se echaron a reír.
Josephine sintió menos presión en el pecho al hacerlo—. Tendremos que
burlar a lady Ross.
—El abuelo se encargará de eso —afirmó la joven, y se giraron a mirar
a Daphne, que bajaba por las escaleras, ataviada por un precioso vestido
rosa con adornos en la falda.
—He de verme estupenda —comentó la muchacha, y dio una vuelta
como para que sus dos primos la evaluasen—. Quién sabe y encuentro un
pretendiente en el recital.
Josephine vestía de amarillo, con el pelo recogido en un moño con
bucles y un ridículo bordado de flores. Basil las admiró a ambas y asintió.
—Os veréis muy bien a mi lado —zanjó una vez que señaló su
impecable atuendo, que consistía en unas calzas color beige y una levita en
verde oscuro.

Al llegar a Brayton Hall, muchos de los invitados se ubicaban en los


asientos disponibles en dos hileras, desde donde se podía ver como pieza
central el pianoforte.
Daphne irradiaba felicidad al ver a tantas personas después de varios
días de encierro, mientras que Josephine buscaba a Catalina y a su abuela.
Basil saludó a un grupo de caballeros, pero solo decidió presentar a dos
de ellos a sus primas: el señor Duddley y lord Gilbert Ward, el hermano del
duque de Rochester.
El señor Duddley era consciente de que no podía aspirar a las atenciones
de la hija de los condes de Riverdale, pero eso no lo eximía de desear
compartir con ella algunos momentos. Ni siquiera tenía parientes en la alta
sociedad londinense –que él supiese– mucho menos contaba con una
hacienda decente donde formar una familia con una dama como la ninfa
que tenía enfrente. Abogado de profesión y editor por vocación, pero
ninguno de sus trabajos le proveía demasiados posibles como para soñar tan
alto.
Recordó a la pequeña bebé que había encontrado en la puerta del
orfanato cuando tenía apenas diez años y a la que tuvo que defender de ser
devorada por unos perros callejeros. De manera instintiva desvió la mirada
hacia la frente de la joven y reconoció la cicatriz.
¿Acaso era el destino que volviesen a encontrarse después de tantos
años? Desde aquella mañana en que ese carruaje se la llevó, no la había
vuelvo a ver hasta el día del evento de caridad. Fue como un sueño.
Después de casi toda una vida, volvió a ver esos dos enormes ojos azules.
Por su parte, Gilbert saludó con cortesía a ambas damas y se quedó
maravillado con Daphne.
—Ahora comprendo por qué nos mantenías alejados de Ross House,
Basil —comentó el hermano del duque con camaradería—. Es un placer
conocerlas —añadió, y besó las manos enguantadas de ambas muchachas.
—El placer es nuestro, milord —dijo Josephine, con una exquisita
elegancia que no pasó desapercibida para cierto noble que la seguía con la
mirada desde su llegada.
Gilbert le dedicó una sonrisa y se fijó en los gélidos ojos que lo
observaban con atención. Entrecerró los ojos y sus labios pronto se
curvaron en una sonrisa maliciosa. Harry ni siquiera atendía a lo que le
decía lord Turner, solo miraba hacia la joven vestida de amarillo que en ese
momento saludaba al señor Duddley.
—Así que es ella… —susurró Gilbert para sí.
Lord Harrington, el primo del duque, llegó para empeorar la situación,
porque invitó a Josephine a ocupar el asiento de al lado, en vista de que su
hermana no pudo asistir.
—Es un placer verla esta tarde, milady —mencionó el conde de
Harrington mientras conducía a Josephine hacia sus lugares.
—El placer es todo mío, milord —respondió la muchacha, y pronto
sintió el peso de una mirada. No obstante, no la buscó, sino que se dedicó a
atender el concierto.
Una joven de peinado estrafalario y vestido colorido tomó asiento en el
pianoforte, mientras que otra se colocó a su lado y afinaba la voz antes de
empezar.
Josephine pensó que la tarde sería una tortura, pero las muchachas
mejoraban a medida que avanzaba la velada, al punto de lograr que apenas
notase que pasaron las tres horas que debía durar el recital. Al finalizar,
Basil buscó a sus dos primas y las condujo hacia donde conversaban lady
Rose y la duquesa viuda.
Fue visible el cambio en el semblante de la madre del duque ante la
llegada de Josephine. La saludó con entusiasmo y le preguntó si había
empezado a preparar sus atuendos para la temporada. Catalina observó con
curiosidad la actitud de la duquesa con respecto a su prima, pero se recordó
que el duque la había invitado a ella y no a Josephine para que lo
acompañase.
Aunque…. ¿por qué se sentía de esa manera? No se sentía feliz.
Complacida, sí, por la presión que cargaba por encontrar un esposo decente,
pero no feliz.
Intentando no fijarse en la forma educada en que la madre del duque la
ignoraba, Catalina pasó la mirada por el salón y notó la presencia de un
caballero cuyo atractivo y elegancia solo podía ser rivalizado por Harry.
—Espero que vuestro castigo acabe pronto y podáis hacer vuestros
encargos en la modista con tiempo —dijo la duquesa, a sabiendas que las
muchachas pasaban toda la tarde en el orfanato—. Estoy segura de que
acabaréis la temporada con sendos pretendientes.
Al pronunciar la última frase, miró con anhelo hacia Josephine, como si
le preocupase que alguien diferente a su hijo la pretendiese. La duquesa
viuda encontraba a la muchacha inteligente, fresca e interesante, perfecta
para romper el hielo de su antipático hijo, pero temía que Harry, por su
testarudez, cometiese el error de dejarla libre para que otro se la llevara.
—Estoy segura de que así será, excelencia —respondió Josephine, y le
dedicó una radiante sonrisa—. Deseaba disculparme con usted por mi
comportamiento inaceptable del otro día. No pensé en las consecuencias de
mis actos y avergoncé a mi familia. Le pido por favor que no juzgue a mis
primas por mis errores.
—Debo reconocer que fue todo un alboroto, pero os aseguro que ya
nadie lo recuerda. No después de lo acontecido con la hija de los condes de
Felton… —dijo la duquesa, y desvió la mirada con cautela hacia un grupo
de señoritas que era fuertemente custodiado por una temible matrona. Se
trataba de lady Felton y sus hijas solteras, de las cuales, una de ella estuvo a
punto de escapar con un caballero para casarse en secreto.
La duquesa deseó con toda su alma que su hijo cesase en su empeño de
repeler a la nieta de su amiga, porque presentía que, de convertirse en su
nuera, pasarían mucho tiempo juntas charlando sobre temas reprochables
para su época. Y es que nadie conocía esa faceta oculta de la madre del
duque, una en la que defendía el valor de una mujer fuerte. Deseaba poder
compartir sus pensamientos modernos con alguien que no la juzgase, y
había encontrado en Josephine a la compañera perfecta.
CAPÍTULO 18

E
l conde de Ross cumplió con su promesa y su esposa se quedó
dormida poco después de la cena. Josephine vistió sus ropas de
siempre y se escabulló por el corredor de los sirvientes en
compañía de Basil.
Hacía una noche hermosa en las afueras de Londres, con una brisa
fresca que mecía los arbustos que estuvieron cubiertos de nieve hasta hacía
muy poco. La variopinta multitud de espectadores conversaba, discutía,
reía, especulaba, pero Josephine solo observaba. No. Ella paseaba la mirada
hacia cualquier caballo que se moviese, pero el duque no llegó.
—Él no vendrá, Jo —le avisó su primo, que se situó a su lado en
completo silencio.
—Solo observaba el movimiento —mintió.
Basil no la creyó.
—¿Qué ha sucedido entre vosotros? —preguntó el caballero, sin mirar a
su prima—. Antes, incluso si os detestabais, erais capaces de estar en el
mismo lugar. Ahora Harry parece buscar compromisos para mantenerse
ocupado.
—No sé de qué hablas, Basil —dijo Josephine con indiferencia—.
Seguramente se ha dado cuenta de que es un duque con responsabilidades y
que pelear constantemente con una joven debutante por diversión era un
despropósito. Mejor que no regrese —añadió, y desvió la mirada hacia su
acompañante—, así las ganancias serán solo nuestras.
Sin perder el tiempo, Josephine montó a su yegua y se alejó del apartado
lugar donde había estado observando a los presentes. Casi nadie reparó en
su presencia, mucho menos, en el que estuviese hablando.
Mientras corría su primera carrera, Josephine sintió de nuevo la libertad
que le confería montar a esa velocidad, sin tener que pensar en nada ni en
nadie. Reparó en que las últimas carreras solo las corría por llevarle la
contraria al duque y que echaba de menos hacerlo por ese poderoso
sentimiento que le hinchaba el pecho.
«Bien, si lo que desea es evitarme, excelencia, quédese en su casa o
donde prefiera, porque no dejaré de venir a las carreras, ni dejaré de
sentirme como en este momento», pensó la muchacha, a la par que
intentaba apaciguar su agitada respiración; no obstante, esas mismas
palabras le generaban una angustia inexplicable.
Desde lejos, Basil observaba a su prima sonreír de manera genuina y se
relajó, aunque todavía deseaba saber qué se traían esos dos y por qué
parecían estar evitándose. Desde siempre se jactó por su buen ojo, y estaba
seguro de que esa vez tenía las suficientes razones para sospechar que algo
sucedía, aunque ninguno estaba dispuesto a reconocerlo.
Si sus suposiciones eran las correctas, su querida prima estaba en un
grave aprieto y debía buscar una solución antes de que la temporada
iniciase.
Josephine terminó la velada en extremo agotada, al punto de que sus
piernas le temblaban y dio un mal paso al bajar de la yegua. Ahogó una
maldición y lo primero que pensó fue en la excusa que le daría a su abuela
por la mañana cuando la viese cojear.
—¿Estás bien, Jo? —preguntó Basil, preocupado, pero ella solo asintió
con una mueca de dolor—. Así no podrás montar de regreso.
—Me duele, pero creo que podré hacerlo.
—Tonterías —farfulló su primo, y cogió las riendas de la yegua—. Te
llevaré en mi caballo.
La muchacha debía sentirse muy adolorida para no cuestionar siquiera la
decisión de Basil, porque solo asintió y se dejó ayudar para montar al zaino.

Al día siguiente, una visita inesperada sorprendía a los habitantes de


Ross House. A media mañana, el mayordomo anunció la llegada del duque
de Rochester y las cuatro damas que pasaban el rato en el pequeño salón se
miraron con curiosidad.
Josephine le dijo a su abuela que había bajado a la cocina en plena
noche y que no vio el último escalón. La dama no encontró motivos para
desconfiar de sus palabras y solo le recomendó que no andara mucho hasta
recuperarse del todo.
—Haga pasar a su excelencia de inmediato, Thomas; no lo haga esperar
—exigió la condesa, e indicó a sus nietas que continuasen con sus labores.
Catalina tocaba el pianoforte, mientras que Daphne enseñaba a
Josephine a bordar, aunque seguía sin ser su fuerte; lo que debía ser un
ruiseñor, parecía más bien un cuervo desplumado, y lo que debían ser
flores, parecían manchas de sangre.
—Sí, creo que esto no es lo mío —afirmó Josephine, observando con
recelo su trabajo.
—Ya verás que con la práctica lo lograrás —la animó Daphne, mientras
que Catalina les hizo un gesto que confirmaba que opinaba lo mismo que la
hija de los condes de Riverdale.
Thomas no tardó en regresar, seguido de Harry, con esa elegancia y
frialdad que eran tan suyas. Aunque su plan inicial había sido prestar toda
su atención a Catalina, no pudo ignorar que Josephine cojeaba al caminar.
Después de los saludos de cortesía, tomaron asiento y conversaron, mas
los ojos del duque se desviaban constantemente hacia la joven que tenía los
labios fruncidos mientras observaba su obra. Josephine también deseaba
mirarlo, pero sabía que Catalina y Daphne estarían al pendiente, así que se
concentró en su bordado como si la vida se le fuese en ello. Debía ser un
pañuelo, pero, al parecer, se lo entregaría a la señora Thora para que lo
usase en la cocina.
El mayordomo los interrumpió de nuevo y esta vez cargaba con un ramo
de lilas. Daphne se sobresaltó de emoción y animó al sirviente que le
entregase el bouquet. Cogió la misiva que lo acompañaba y pronto sus ojos
perdieron ese brillo especial al ver que no iba dirigida a ella.
—Son para ti, Jo —anunció con algo de tristeza.
Todas las miradas se fijaron en la muchacha, aunque todas por un
motivo diferente: la de la condesa mostraba esperanza, la de Daphne y
Catalina, emoción, y la del duque, curiosidad y… ¿enfado?
—Pronto, fíjate en quién las ha enviado —la animó Catalina, con una
radiante sonrisa.
—Por supuesto, debe ser de algún admirador —terció Daphne, y unió
las manos a la altura del pecho.
—Y eso que todavía no inicia la temporada —comentó la condesa con
orgullo.
Josephine miró al duque y este parecía tan sorprendido como su familia,
de tal manera que llegó a la conclusión de que no eran suyas. Las flores
eran preciosas y olorosas, aunque no eran de sus favoritas.
—Por favor, póngalas en un jarrón —pidió la muchacha mientras
desdoblaba la nota.
Apreciada, Josephine:

Hubiese preferido enviarle unos chocolates, pero no sabía de qué tipo le


gustaban, o si lo hacen siquiera; eso me llevó a pensar que podríamos dar
un paseo en carruaje y conocernos.
¿Qué le parece? ¿Le gustaría aceptar mi oferta?
Con todo el respeto que se merece.
Lord Jofrey Boulard, conde de Harrington.

—Son del conde de Harrington —confirmó Josephine, aunque su


sonrisa no demostraba tanta emoción.
—Es una estupenda noticia, querida —comentó lady Ross—. ¿Vendrá a
visitarte? —quiso saber.
—Me invita a dar un paseo —confirmó la muchacha, y volvió a doblar
la misiva.
—¿Y aceptarás? Me gustaría acompañaros —se apresuró a decir
Daphne.
—Lord Harrington es un caballero amable y para nada impertinente —
comentó Josephine, y miró al duque—. Podría ser un buen partido.
—Pues no cabe duda de que es pariente mío —interrumpió su
excelencia, y dedicó una mirada de lo más amable a Catalina—, porque
venía a pedir permiso para invitar a lady Catalina a dar un paseo por Hyde
Park esta tarde. Si es que está disponible, por supuesto.
La aludida miró a su abuela ante tal comentario y esta no dudó en
aprobarlo.
—Será un placer, excelencia —respondió la muchacha con una sonrisa
en los labios.
La condesa suspiró de alivio. Al parecer, solo le quedaba encontrar un
buen partido para su pequeña Daphne.
CAPÍTULO 19

J
osephine se excusó de los presentes y se retiró al jardín a pasos
lentos. Le dijo en confidencia a su abuela, que era para dar más
intimidad a su prima y al duque, pero, en realidad, lo que deseaba era
evitar verlos. Lo que ella no esperó fue ver a Harry después de unos
minutos, caminando casi a zancadas hacia las caballerizas, donde había ido
a parar la muchacha en medio de sus cavilaciones.
El edificio estaba alejado de la casa principal, y a esas horas los mozos
de cuadra hacían recados para la señora Thora, así que Josephine
aprovechaba de la soledad del lugar para aclarar sus pensamientos.
—No debería forzar su tobillo cuando está lastimado —la reprendió
Harry, señalándole con el mentón un banco que no quedaba lejos.
—Y usted no debería propiciar habladurías al encontrarse con una joven
soltera sin carabina —repuso con antipatía.
—Por favor, siéntese —pidió con un tono suplicante, a lo que Josephine
no podía dar crédito—. Solo deseo ayudarla. Ni siquiera esperaré que sea
amable conmigo en compensación.
Josephine elevó una ceja y obedeció.
El duque se arrodilló frente a ella y pidió permiso para revisar el tobillo
lesionado, pero Josephine se sobresaltó y lo reprendió escandalizada.
—¿Se imagina las consecuencias si alguien nos ve? —preguntó, con los
ojos muy abiertos y fijándose en que nadie estuviese merodeando por los
alrededores.
—¿Se ha lastimado anoche? —preguntó el duque, y la observó desde
abajo, pero ella desvió la mirada y no respondió—. Me hubiese gustado
estar ahí para disfrutar del momento —añadió, y logró su cometido: que ella
lo mirase con ese gesto enfurecido.
—Pues de haberlo querido, habría estado, ¿no le parece? —le inquirió la
muchacha, y elevó el mentón.
Harry no respondió, pero cogió la pierna de Josephine y le sacó el
zapato.
—¿Qué cree que hace? —se quejó Josephine, pero él no soltó el agarre
sobre sus medias—. ¡Auch, duele!
—Solo quédese quieta y la ayudaré —masculló, y ella se tranquilizó un
poco.
Harry masajeó el tobillo lastimado con sumo cuidado, pero haciendo
presiones donde debía, para aliviarle la hinchazón. Josephine llevó una
mano a la boca y ahogó un gemido.
Poco a poco, el dolor fue cediendo y la muchacha pudo observar la
escena: una en la que un duque permanecía arrodillado frente a ella,
masajeándole el tobillo y sin carabina.
—Le advierto que esto no nos convertirá en amigos —anunció la
muchacha, y Harry sonrió.
—Estoy completamente de acuerdo —replicó, aunque parecía pensar
todo lo contrario.
Josephine solo había visto esa sonrisa cuando el duque visitaba a
Genevive, así que esa imagen de ogro impertinente se quebró un poquito en
su interior. Al parecer, el duque de Rochester podía ser amable a veces.
—Así que aceptará la invitación de mi primo —comentó Harry, en un
murmullo.
—Lo estoy considerando —respondió Josephine, con el labio levemente
torcido.
Un silencio se instaló entre ellos con esas palabras. Ambos se miraron,
como si hubiesen olvidado su rivalidad. Inmerso en el momento, y sin
percatarse, presionó demás el lugar adolorido de la joven, ocasionando que
esta no pudiese contener el gemido.
Harry se tensó por completo y, sin siquiera despedirse, se alejó de
inmediato hacia su carruaje.
—¿Qué le sucede a este impertinente? —se preguntó Josephine, y lo vio
alejarse a zancadas.
Cuando por fin se tranquilizó, notó que el dolor había disminuido y
maldijo en silencio, porque sentía la necesidad de agradecerle al duque
incordio por el masaje.
Lo que ella no comprendió es el terrible efecto que tuvo en su némesis
el oírla gemir. Era un caballero, después de todo, y no era un santo. Apenas
llegó a su carruaje, cerró los ojos y respiró profusamente, mientras intentaba
olvidar ese sonido que lo atormentaba.
—¿Regresamos a Rochester House, excelencia? —preguntó el cochero,
que se sorprendió al verlo abordar tan repentinamente.
—Sí, y no se detenga, aunque viese a la mismísima reina.
«De todas las damas, debía ser ella —masculló el duque para sí—. ¿Por
qué tuve que imaginarla sin ropa al oír ese gemido? —se reprendió».
Eso no estaba bien, para nada.

Por la tarde, y muy a su pesar, regresó a Ross House para buscar a


Catalina y a Daphne para pasear en carruaje por Hyde Park. Para su fortuna,
Josephine decidió descansar en sus aposentos y no tuvo que verla.
La hija de los condes de Riverdale estuvo a punto de no acudir a la cita
y tener que ceder su puesto de carabina a su abuela, ya que estaba a casi
nada de terminar su primer manuscrito, pero la anciana mujer padecía de
una terrible jaqueca y Josephine apenas podía caminar, o eso le hizo creer.
Después de leer varias novelas, y de no encontrar una que realmente la
satisficiera, decidió que quería inventar sus propias historias, aunque no
fuese bien visto en su esfera social. Empezó escribiendo relatos cortos que
publicaba bajo seudónimo en un semanario de Sommerset, pero nunca
había intentado escribir una novela, hasta entonces.
La verdadera razón por la que deseaba acompañar a su prima y al duque
era para investigar sobre algunas librerías que pudiesen estar interesadas en
su manuscrito.
Dante Gray.
Ese había sido el nombre del caballero tras el cual se escondía la bella
hija de los condes de Riverdale. Era un nombre inventado, por supuesto,
prestando las iniciales de su nombre verdadero: Daphne Granville, el cual
mantenía en secreto por precaución. Temía que, si se descubriese su
actividad clandestina, podría perjudicar no solo a sus padres, sino a toda su
familia.
La muchacha oía a medias la conversación del duque con Catalina,
inmersa en sus pensamientos, hasta que sintió que el carruaje se detuvo.
—Gilbert —saludó el duque a su hermano, que caminaba junto a su
madre—, madre —añadió, y los invitó a acompañarlos.
Después de los saludos pertinentes, la duquesa viuda preguntó por la
prima ausente.
—Josephine se ha lastimado el tobillo y prefirió quedarse para descansar
—la excusó Catalina.
—¡Oh, por Dios! —exclamó la dama, y llevó una mano a la boca—.
Pero ¿se encuentra bien? —quiso saber, a lo que las dos muchachas
asintieron.
—No es más que un golpe, pero era mejor que se quedase a reposar —
convino Daphne, y la madre del duque esbozó una sonrisa.
—Por supuesto, era lo más conveniente.
Para Harry no pasó inadvertido el tono que utilizó su madre para hacer
tal afirmación: estaba haciendo un comentario sarcástico.
Catalina estaba más que convencida de que esa mujer la detestaba, así
que decidió observar por la ventanilla lo que acontecía en el exterior.
Aunque se sentía molesta por dentro, intentó mantenerse serena y educada,
como le habían enseñado desde pequeña. Las damas de la alta sociedad
nunca lloran en público.
De pronto, sus ojos se quedaron fijos en el caballero que pronto se
cruzaría con ellos montando en un precioso caballo negro como Perseo.
—Mira, Harry, es George —señaló la duquesa viuda, reconociendo al
amigo de infancia de su hijo mayor—. El duque de Cleveland y Harry han
sido amigos desde niños —acotó la dama al notar la curiosidad en los
rostros de las muchachas—. Hace cinco años, estuvo a punto de casarse,
pero su prometida huyó con otro hombre y se llevó una considerable
fortuna. Desde aquel vergonzoso acontecimiento, no se lo ha visto cortejar a
ninguna otra dama. Bueno, formalmente, claro.
George Mashman era el duque de Cleveland desde los veinte años,
aunque estuvo bajo la tutela de su tío, el marqués de Howard, hasta
aprender correctamente el manejo de su señorío. De estatura considerable y
porte de noble caballero, además de sus llamativos ojos azules y pelo
castaño, no pasaba desapercibido entre el público femenino, pero él prefería
mantenerse en su casa de campo siempre que los compromisos en la cámara
de lores no lo requiriesen.
—Recuerdo que siempre iba a por lo que yo tenía —comentó Harry con
tono jocoso, pero fue suficiente como para que la duquesa tuviese una gran
idea.
El caballero en cuestión se detuvo y saludó a los ocupantes del carruaje,
pero retuvo la mirada en la dama de ojos celestes y pelo castaño que estaba
sentada al lado del duque de Rochester.
La duquesa viuda le pasó la mano para que se la besase y curvó
ligeramente los labios.
—Cleveland —saludó Harry, y el caballero levantó el sombrero.
—Qué grato verlo por aquí, excelencia —mencionó la madre de Harry,
y el aludido hizo una educada reverencia, aunque no tardó en fijar su azul y
osada mirada sobre Catalina, logrando que la muchacha sintiese un
escalofrío.
—No pensaba participar este año en la temporada social, pero mi madre
me recordó que debo supervisar los cortejos de mis hermanas, que ambas
necesitarán a un guardián que las acompañe en los bailes —respondió.
—Afortunadamente no tengo hermanas —acotó Harry, aunque sintió un
nudo en la garganta al pensar en Genevive y el momento en que debiera
escogerle un esposo—. Supongo que es una gran responsabilidad.
—Y también un inconveniente —se apresuró a replicar el duque de
Cleveland—. Por cierto, Rochester, ¿acaso no pretendes presentarme a las
damas? —dijo refiriéndose a las acompañantes del duque.
—Las damas son nietas de los condes de Ross. Lady Catalina Smith,
hija del difunto marqués de Garland, y su prima, lady Daphne Granville,
hija de los condes de Riverdale.
—Un placer conocerlas, damas —saludó el duque de Cleveland.
Catalina sintió un ardor en su interior, uno que no comprendía de dónde
había surgido, pero que esos intensos ojos azules se encargaban de
aumentar. Cuando la muchacha le pasó la mano, el noble la besó por un
tiempo más que indecoroso, y antes de soltarla, le acarició la muñeca con el
pulgar.
—Oh, Harry, no seas tan impertinente con las señoritas —lo reprendió la
duquesa viuda, y pronto desvió la mirada hacia George, que se mantenía
elegante sosteniendo las riendas de su caballo—. En realidad, mi hijo ha
escogido a lady Catalina para cortejarla y en este momento pasean para
conocerse.
Daphne se sonrojó al oír tales palabras y apretó la mano de su prima,
que estaba igual de alterada. El duque no había mencionado nada de
cortejarla, pero ahora su madre lo había puesto en una situación
comprometedora.
—¿Es así? —preguntó el duque de Cleveland, y Harry reprendió a su
madre con la mirada.
La duquesa viuda no se molestó, no podía, porque al ver que George
elevaba una de sus cejas y curvaba ligeramente los labios, comprendió que
su plan había funcionado.
—No deseaba apresurarme, pero me interesa conocer a lady Catalina
con una posible intención de cortejo —respondió Harry.
—Comprendo —dijo el duque de Cleveland, y miró a Catalina una vez
más. Podía notar el efecto que causaba en ella y eso le gustó—. Ha sido un
placer encontraros durante mi paseo, pero tengo compromisos que atender.
No estaba interesado en casarse, ni en cortejar a una dama, por más
cotizada que esta fuese, pero sí deseaba seducirla y mostrarle de lo que era
capaz un hombre de verdad y no el frío de su amigo. Harry tenía una suerte
inmerecida, según George, y eso lo tentaba más a probarla.
—Créame, excelencia, que el placer ha sido todo nuestro —se despidió
la duquesa, con una radiante sonrisa.
Catalina lo presintió, supo enseguida que esa mirada, que ese beso
travieso, que las palabras de la duquesa viuda le traerían problemas; lo
sintió en el fondo del corazón, pero no le disgustó.
CAPÍTULO 20

L
a tarde siguiente al paseo de Catalina y Harry, las tres primas,
acompañadas por lady Ross, acudieron a la modista a hacer sus
encargos para la temporada. Lo primordial era el vestido que
usarían para su presentación ante la reina, luego el que llevarían al
baile que los condes de Ross celebrarían en honor a sus nietas.
A la salida del local, se toparon con la duquesa viuda de Rochester y con
su concuñada, lady Helene Boulard, la madre del conde de Harrington.
Ambas damas precedían a sus lacayos, que cargaban con las sendas cajas de
vestidos y sombreros que habían encargado.
—¡Oh, querida! —exclamó a modo de saludo la madre del duque para
su amiga la condesa, pero luego también lo hizo con cada una de sus nietas,
poniendo especial interés en Josephine—. Me he enterado por tus primas
que te has lastimado el tobillo —añadió su excelencia para la muchacha—.
¿Te encuentras mejor?
Josephine le dedicó una sonrisa amable y asintió. Estuvo a punto de
responderle a la dama, pero alguien la interrumpió:
—Es lo que sucede cuando una joven da malos pasos —mencionó una
voz desde atrás, y las que estaban reunidas delante del local de la modista se
giraron a mirar de quién se trataba.
Lady Arlington se acercó en compañía de otras damas de la alta
sociedad y su hija, lady Jasmine Humphry. Al notar que todas la observaban
con cara de pocos amigos, se apresuró a retractarse:
—Ha sido una broma. Espero que no hayáis creído que lo decía en serio.
Josephine contuvo su ira y se limitó a apretar con fuerza el brazo de
Daphne, que la ayudaba a andar. Era de esperarse que esa arrogante mujer
no olvidaría lo acontecido en el evento de caridad y que se lo recordaría por
siempre.
—Por supuesto que no —repuso la duquesa viuda, y la observó de arriba
abajo—. Es lo que uno espera cuando el ambiente se torna vulgar —
continuó, y luego se dirigió hacia su amiga—. Mejor vayamos a pasear.
Mientras se dirigían hacia los jardines de Kensington, se toparon con el
duque de Cleveland, que acompañaba a sus dos hermanas en un paseo. Las
dos muchachas, de un pelo rubio inmaculado, parecían conversar con
intimidad, al tiempo que él las seguía unos pasos atrás.
Al encontrarse frente a frente, Catalina deseó poder aferrarse a una de
sus primas, porque sintió que todo el suelo temblaba bajo sus pies; pero en
ese momento Daphne ayudaba a Josephine a caminar. Ese caballero tenía el
poder de hacerle sentir eso y mucho más.
—Damas, qué fortuna la mía de poder encontrar tanta belleza reunida —
mencionó, pero su mirada estaba fija en la nieta mayor de lady Ross—. Os
presento a mis hermanas, lady Margarite y lady Sarah Mashman.
Las muchachas saludaron y esperaron a que su hermano hiciese lo
mismo.
Como si se tratase de una intervención divina, el duque de Rochester,
que regresaba de una audiencia con su alteza real y vio el encuentro, llegó a
tiempo para mantener al caballero a raya, de tal modo que George solo pudo
saludar a la condesa de Ross como era debido y a las muchachas con una
simple venia.
Josephine sintió una inexplicable angustia al notar que Harry apenas le
dedicó una escueta reverencia, a diferencia de Catalina, cuya mano besó y
hasta la miró dos veces. Ciertamente le había dicho que no serían amigos,
pero eso no significaba que fuesen enemigos, a menos que eso fuese lo que
él deseaba para ambos.
Las muchachas no lo comprendieron. El duque acostumbraba demostrar
más atención hacia Josephine, para bien o para mal, pero ahora la ignoraba.
—Se ve radiante hoy, lady Catalina —mencionó el duque de Rochester,
y ni siquiera miró a las otras dos muchachas que aguardaban cualquier
elogio por sus respectivos esfuerzos por verse bien.
Ellas no lo comprendieron, pero la duquesa viuda sí, y eso la llevó a
esbozar una sonrisa lobuna, porque en ese momento supo que toda la
atención del duque de Cleveland se enfocaría en Catalina y no en Josephine.
«Este hijo mío no es tan insensible como parece, mucho menos un tonto.
No lo expresaré en voz alta porque su ego llegará al cielo, pero estoy
orgullosa de él», pensó la madre de Harry, y asintió.
—¿Me haría el honor de acompañarme en un paseo mañana por la tarde,
milady? —preguntó con deferencia hacia la nieta mayor de lady Ross.
La muchacha buscó la mirada de su abuela, y esta asintió en
conformidad.
—Será un placer, excelencia —respondió.
—Al parecer, mi hijo va en serio con usted, Catalina —comentó la
duquesa viuda, a sabiendas de que el duque de Cleveland atendía a todo lo
que mencionaban.
—El duque solo es amable, excelencia —replicó la muchacha, no
queriendo ilusionarse demás.
—Créame, Catalina, mi hijo no es amable; si la invita es porque
realmente desea que lo acompañe.
Josephine soltó una risita al oír tal comentario, lo que por fin consiguió
que Harry la mirara, aunque con desaprobación.
—Entonces, mañana pasaré por vosotras —acotó el duque de Rochester,
asumiendo que iría una de sus primas o su abuela como carabina.
—Lo esperaré después del mediodía, excelencia.

Al día siguiente, a la hora acordada, no solo se presentó el duque de


Rochester a Ross House, también el conde de Harrington, que cargaba con
un precioso ramillete de lilas. Harry apretó la mandíbula y los puños, pero
saludó con cortesía a su primo.
No necesitó preguntarle qué hacía en casa de los condes, porque estaba
enterado sobre su interés en Josephine gracias al contenido de la misiva. No
obstante, Harry no imaginó que su plan de definir si lo que necesitaba era
una dama conveniente o una que le acelerara el pulso. Además de alejar la
atención del duque de Cleveland de la mujer que verdaderamente le
interesaba, le daría un golpe muy duro, porque minutos después la vio
descender las escaleras en compañía de Daphne, que se veía regia.
Los dos caballeros se quedaron patidifusos al ver a ambas jóvenes
acercarse. Josephine llevaba el pelo semirecogido y con un bonete, además
de un favorecedor vestido celeste y labial; Daphne lo llevaba
completamente recogido en un moño, también con un colorido bonete, un
vestido verde menta y unos guantes de encaje.
Josephine elevó el mentón al notar que el duque incordio se quedó
helado al verla. Y es que ella estaba dispuesta a demostrarle que también
podía ser una dama cuando se requería, no solo una salvaje con apariencia
angelical.
—Buenas tardes, excelencia, milord —saludaron ambas jóvenes a los
caballeros.
—Buenas tardes, damas —saludó el conde de Harrington, mientras que
su primo se limitó a hacer una reverencia.
—Catalina baja en un momento —anunció Josephine, y aceptó el brazo
que le ofreció lord Harrington—. Vamos, Daphne, que un maravilloso paseo
nos espera. Hasta luego, excelencia.
Harry se quedó solo por unos minutos en el salón, hasta que Basil llegó
para importunarlo con sus comentarios.
—Quién diría que Josephine podría verse tan hermosa —comentó con la
intención de crear una reacción en su amigo. Y lo logró.
Harry lo fulminó con la mirada y caminó hasta uno de los ventanales
para ver hacia la calle.
—¿Acaso no tienes alguna dama a la que visitar, Basil? —quiso saber el
duque, pero su amigo solo sonrió con malicia.
—De hecho, la tengo, pero vine a recoger algunas cosas antes de ir a
visitarla.
Harry elevó una ceja.
—Pues deberías apresurarte, entonces. No la hagas esperar —aconsejó
su excelencia.
—Lord Harrington es muy afortunado —dijo Basil, y suspiró—. Te dije
que Josephine es una muchacha muy dulce y educada, pero no me has
creído. Ahora es probable que se convierta en tu prima. —Metió el dedo en
la llaga—. Me la imagino vestida de blanco, caminando hacia el altar
mientras Jofrey la espera feliz…
—¿Qué es lo que pretendes exactamente? —le inquirió Harry, con el
cuerpo tenso por la rabia.
—Que abras los ojos a tiempo, mi querido amigo, porque la vida no
siempre da segundas oportunidades. —Basil se fijó en que Catalina bajaba
las escaleras en compañía de su abuela y zanjó el tema—. Disfrutad de
vuestro paseo. Estoy seguro de que es ahí donde deseas estar y no
metiéndote en problemas con Josephine.
—Estás preciosa, prima —dijo el insensato de Basil al cruzarse con ella
—. Disfruta de tu paseo.
—¿No ibas a estar afuera hasta mañana, muchacho insolente? —
preguntó lady Ross, con esa sonrisa cómplice que reservaba solo para su
nieto.
—Solo he regresado por algo, abuela, pero no tardo. Tengo un asunto de
suma importancia que resolver.
—¿Nos vamos? —preguntó Harry para las damas, y les señaló el
carruaje.
Catalina no llegó a escuchar lo que su primo y el duque hablaron, pero
debió ser algo importante, porque el duque no era el mismo del día anterior:
apenas atendió su conversación y en todo momento vio hacia la calle por la
ventanilla, como si buscase algo, o a alguien.
Se mantuvo educado en todo momento, pero parecía distraído. Lo que
nadie comprendía era que él solo deseaba que Josephine no se enamorase
de su primo y que su plan funcionase cuanto antes. Debía asegurarse de que
Cleveland pusiese los ojos en Catalina y que la muchacha cesase en su
empeño de casarse con él y aceptase el interés de George.
—¿No es aquel el duque de Cleveland? —preguntó lady Ross, y dos
personas se tensaron en el interior del carruaje—. Se ve muy apuesto y solo
—acotó la dama con suspicacia.
—Siempre está solo, milady —señaló Harry, y observó la reacción de
Catalina—. No volvió a confiar en una dama desde que lo traicionaron.
Catalina apretó los labios y lo observó comprar un ramillete de flores.
Por primera vez se preguntó para quién las compraría, a qué sabrían sus
besos, cómo se sentiría ser recorrida por esas manos. Dio un respingo y se
disculpó.
—Lo siento, creí haber visto una araña —mintió.
Harry entrecerró los ojos y se percató de la realidad.
—Paremos un rato, mientras Boris revisa el interior. No deseo que
alguna alimaña la vuelva a asustar, milady —sugirió Harry, y,
convenientemente, se apearon a unos pasos de donde caminaba su amigo, el
duque de Cleveland.
El caballero se sorprendió al verla tan de repente, pero no tardó en
dedicarle una sonrisa torcida y en pedirle la mano para besarla. La
muchacha se dejó hacer sin pestañear. Se limitó a disfrutar de esos labios
sobre sus guantes de encaje y el maravilloso cosquilleo que le recorría el
cuerpo cuando sus ojos se encontraban con los de él.
En definitiva, eso no era un buen presagio.
CAPÍTULO 21

E
el carruaje del conde de Harrington, el panorama tampoco era del
más alentador: Josephine se comportaba de manera en extremo
educada y amable, pero se percibía en ella una persistente falta de
interés. Afortunadamente, a Daphne se le daba muy bien lo de
conversar sobre libros, así que ella fue la encargada de solapar aquellos
incómodos silencios que de repente invadían el paseo.
—¿Qué opina usted, milady? —preguntó lord Harrington, pero
Josephine ni siquiera se inmutó, sino que seguía observando por la
ventanilla—. ¿Milady? —repitió al caballero, alzando un poco el tono de
voz.
Daphne codeó a su prima, y esta dio un respingo.
—Oh, perdone, milord —se disculpó la muchacha—. ¿Decía usted?...
—Me temo que la estoy aburriendo —dijo el caballero, algo pesaroso y
con el rostro sonrojado.
—No, perdone usted mi desatención —se excusó la nieta de lady Ross,
de verdad apenada—. La proximidad de nuestra presentación ante su
majestad me tiene emocionada —mintió.
—¿Para cuándo está fijada? —quiso saber el conde.
—Para la próxima semana —respondió, y frunció levemente los labios.
—Os irá de maravilla, no me caben dudas —las animó.
Daphne observó las similitudes del conde con su primo, lord Gilbert, y
suspiró. A todas luces, el hermano del duque de Rochester era el mejor
candidato que había conocido hasta el momento, aparte de su excelencia, ya
que lord Harrington parecía encantado con su prima, pero un rostro con
sonrisa traviesa se materializó en su mente: la del señor Duddley.
—En respuesta a su pregunta, lord Harrington —dijo Daphne, con la
intención de amenizar el viaje—, y conociendo los gustos de mi prima, le
aseguro que preferirá el chocolate simple. No le gustan los rellenos.
En ese momento Josephine comprendió que le había estado preguntando
sobre sus gustos, como lo había mencionado en la nota que acompañaba al
ramo de flores.
—Ciertamente, me conoces —acotó la muchacha para su prima, y esta
le dedicó una mirada cómplice—. Es así como menciona Daphne, milord,
prefiero el chocolate solo.
El conde la observó con admiración y asintió.
—Lo tendré en cuenta —repuso, y entrecerró los ojos, como si buscase
algo en sus pensamientos—. Es curioso —mencionó—, conozco a otra
persona que los prefiere de esa manera.
Josephine elevó una ceja.
—¿Su madre? —conjeturó, pero el conde negó con la cabeza.
—Harry —dijo, y sonrió—. No disfruta mucho de los dulces.
—Otra de las tantas cosas que no le agradan —ironizó la muchacha en
voz baja; sin embargo, no pasó desapercibido para su acompañante.
—Debió enterarse por las malas su aversión a tocar a personas extrañas
—bromeó el conde, y Daphne se mostró pensativa—. No lo juzgue tan
severamente, milady; él puede parecer frío y distante, pero posee un gran
corazón.
—Una vez le tendió la mano a Josephine para ayudarla, cuando caímos
sobre la mesa de tartas —acotó la muchacha, para sorpresa de lord
Harrington.
—Me sorprende oír eso, si le soy sincero —comentó el conde, y su
expresión se tornó algo incómoda—. Solo faltaría una sonrisa; eso la
convertiría en una persona muy especial para mi primo.
Josephine sintió un cosquilleo en el pecho, uno que le agradaba y le
molestaba en partes iguales, porque sabía a qué se debía: hacía poco el
duque le regaló esa sonrisa. De pronto recordó un detalle y empezó a
sospechar que su preferencia hacia Catalina no era del todo sincera, porque
ciertamente la había saludado con deferencia y le había prestado más
atención que a las demás, pero nunca lo vio sonreír para ella.
Sonrió con satisfacción y continuó conversando con sus acompañantes
lo que duró el paseo.
Cuando el carruaje del conde de Harrington se detuvo frente a Ross
House, se podía notar que frente al portal estaba el del duque de Rochester,
por lo que supieron de inmediato que el paseo de Catalina había sido más
corto que el de ellos.
Harry se mantuvo parado en el salón, mientras que las dos damas se
disponían a beber el té.
—¿Espera a mi nieto, excelencia? —preguntó la condesa, con algo de
suspicacia en la voz. Para la dama, la sospecha que crecía en su cabeza era
cada vez más clara. Él asintió—. Basil no regresará hasta muy tarde. ¿No se
lo ha comunicado?
Catalina tampoco parecía muy atenta a lo que sucedía a su alrededor. No
podía dejar de pensar en la creciente curiosidad que la embargaba con
respecto al duque de Cleveland, al cual se lo topaban en cada salida, así que
no notó la tensión de su acompañante al ver a Josephine atravesar el
vestíbulo en compañía de lord Harrington y Daphne.
—Si ese es el caso, milady, me temo que no tiene caso esperarlo —se
excusó, mas no desvió la mirada de la de su némesis, que a su vez hizo lo
mismo.
—Oh, Harry —lo saludó de nuevo lord Harrington, elevando levemente
el sombrero—. ¿Te apetece ir al club conmigo?
—Jofrey —masculló, e intentó que no se le notase su incomodidad. Al
principio pensó en negarse, pero necesitaba salir de ese lugar de inmediato,
porque Josephine parecía feliz y no lo toleraba—. Me parece una gran idea.
Necesito unos tragos.
—Ha sido un placer poder disfrutar de su compañía, milady —dijo el
conde, cogiendo la mano de Josephine para darle un beso de despedida—.
La vuestra también, lady Daphne —añadió, y la muchacha le devolvió una
gran sonrisa.
Harry apretó los puños detrás de su espalda, pero nadie podía verlo.
—El placer ha sido nuestro, milord —respondió Josephine, aunque su
sonrisa no se veía muy sincera.
—Nos retiramos, entonces —se despidió, y miró a su primo, que asintió.
—Espero que haya disfrutado el paseo, lady Catalina —mencionó el
duque de Rochester, y la joven le dedicó una sonrisa.
—Lo he hecho, excelencia. Por favor, envíe mis saludos a la duquesa
viuda.
Harry asintió y se despidió de las demás damas en el salón, para salir
como alma que lleva el diablo.
Una vez que le indicó al cochero que se dirigiera a White’s, subió a su
carruaje, se recostó de la pared y cerró los ojos. Josephine se veía preciosa,
aun cuando algunos mechones se habían soltado de su moño y le caían en la
frente. Deseó poder saber de qué habían hablado, deseó haber estado ahí
para pelear con ella, deseó verla sonreír, tensarse ante su presencia y poner
ese rostro que él empezaba a adorar.
Por su parte, Josephine se apresuró a subir a sus aposentos y observó la
marcha del carruaje del duque hasta que lo perdió de vista. Se acostó boca
arriba en la cama y metió una gran cantidad de aire en sus pulmones.
Catalina y Daphne la siguieron, con la intención de intercambiar
experiencias. Por fortuna para Josephine, un acontecimiento doméstico
inesperado lo impidió, porque no deseaba saber sobre el avance en la
relación de su prima con el duque.
—No negaré que os envidio un poco. Soy la única que aún no ha
recibido una invitación para pasear —mencionó Daphne con pesar, pero
pronto fue interrumpida por la doncella de Josephine, que parecía
preocupada.
La pobre muchacha casi echó la bandeja en la cual traía unos bocadillos
para las nietas de la condesa, lo cual llamó la atención de su ama.
—¿Sucede algo, Doris? —inquirió Josephine, con el entrecejo fruncido
—. Pareces nerviosa.
La criada negó con la cabeza y se disculpó de inmediato.
—Solo me distraje, milady. Le ruego me disculpe.
Tanto Daphne como Josephine asintieron y se dispusieron a probar las
delicias que les había enviado la señora Thora, pero Catalina se mantuvo
cautelosa y para nada convencida de tales palabras. Se propuso averiguar
más tarde qué sucedía.

Sus sospechas aumentaron cuando su propia doncella parecía más


distraída de lo normal; incluso tenía los ojos llorosos.
—¿Te sientes bien, Poppy? —preguntó Catalina, girándose para quedar
de cara a su criada. La muchacha asintió, pero no fue suficiente para su
ama, que notó el leve temblor de sus labios—. Puedes contarme lo que
sucede. —Le cogió la mano y le sonrió con amabilidad—. Te ayudaré.
La joven se echó a llorar y la nieta mayor de la condesa se apresuró a
invitarla a tomar asiento a su lado, en la cama.
—Tranquila, respira hondo y cuéntame qué sucede.
La sirvienta se frotó las muñecas hasta ponerlas en un tono rosa y
levantó con temor la mirada hacia su ama.
—Me ha llegado una misiva de parte del dueño de una casa de apuestas
clandestinas. —La muchacha sollozó—. Tiene retenido a mi hermano
pequeño. Al parecer se ha metido en problemas de juego y me pide una
elevada suma de dinero para recuperarlo.
Catalina apretó los labios y suspiró. Recordó las veces en que su padre
perdió grandes sumas de dinero por culpa de los juegos de azar y sintió un
dolor en el pecho. Lo único positivo de esos recuerdos era que el marqués
de Garland le había enseñado a jugar a las cartas para que lo ayudase a
recuperar parte de lo perdido. Y lo aprendió muy bien, tanto, que lo siguió
haciendo a escondidas para que su familia no pasara penurias. Por supuesto,
lo hacía disfrazada de criada, porque sería terrible que se supiese que era
una dama de la alta sociedad.
—¿Cuántos años tiene tu hermano? —preguntó Catalina.
—Catorce, milady —contestó la doncella, y se sorbió la nariz.
La misma edad que tenía ella cuando empezó en aquel mundo.
—Te ayudaré a pagar su deuda y a recuperarlo.
La criada la miró sorprendida pero con esperanza.
—Pero, milady, ¿de dónde sacará tanto dinero? —quiso saber la
sirvienta, que conocía la situación económica de su ama.
—Solo confía en mí y préstame uno de tus vestidos de faena —aseveró
la muchacha, y esbozó una sonrisa pícara.
Ahora solo necesitaba hablar con Basil, porque iba a requerir de su
ayuda para el siguiente viernes, fecha que le señaló el acreedor a la doncella
para pagar. Aunque preferiría no involucrar a nadie más en su cometido, era
consciente de que necesitaría a su primo para que la protegiese en aquel
lugar.
CAPÍTULO 22

A
Harry le resultó sumamente extraño que Basil acudiese tan
temprano a su residencia para desayunar, en especial un viernes.
No acostumbraba a despertar a esas horas, a menos que algún
motivo de suma importancia lo requiriera, y eso lo tuvo
intrigado mientras su ayuda de cámara le anudaba un pañuelo en el cuello.
—¿Acaso es tan malo el desayuno en Ross House esta mañana? —
preguntó Harry, con su habitual ironía.
Un lacayo acercó una bandeja con bocadillos y se lo ofreció al duque.
Basil daba vueltas en la estancia y parecía preocupado. Estaban los dos
solos, ya que la duquesa viuda estaba de viaje y volvería recién el siguiente
sábado, a tiempo para los primeros bailes de la temporada.
—¿Correrás esta noche? —preguntó por fin su amigo, y lo miró directo
a los ojos.
—Tengo otros compromisos —afirmó con tal seriedad que no daba
lugar a réplica, aunque sí le corroía un poco la curiosidad por saber a qué se
debía tal pregunta—. ¿Por qué lo preguntas? ¿No has venido a desayunar?
¿Qué haces todavía ahí parado?
Basil se apresuró hacia la mesa y se sentó en el asiento de al lado,
aunque solo se sirvió un panecillo sin siquiera untarlo con mantequilla o
mermelada. Harry elevó una ceja ante tal peculiaridad; su amigo era un
amante de lo dulce y sentía debilidad por la mermelada de arándanos, la
especialidad de la duquesa viuda.
—¿Me dirás de una bendita vez qué es lo que te sucede? —inquirió
Harry, algo exasperado.
Bajó la cucharilla al lado de su platillo y fijó la gélida mirada en su
amigo.
—Venía a pedirte un favor muy especial, pero si tienes otro
compromiso, tendré que encontrar otra solución —expresó Basil, y pasó los
dedos por su pelo ondulado. Harry elevó una ceja y lo miró de tal forma que
le dio a entender que esperaba más detalles—. Esta noche no podré
acompañar a Josephine a las carreras y me preguntaba si podrías hacerlo tú.
El duque, que había bebido un sorbo de su café, así lo escupió con tal
petición. Se atragantó y empezó a toser hasta que su rostro se puso rojo.
—¿Por qué supones que renunciaría a mis compromisos para ir a cuidar
a tu prima salvaje? —preguntó con énfasis—. ¿Y qué podría ser más
importante para ti que acompañarla?
—Juro que si no tuviese este problema no te lo pediría, Harry —
respondió, aunque tampoco reveló que en realidad esa noche debía
acompañar a Catalina al torneo clandestino de cartas—. He intentado
persuadirla de no acudir esta noche, pero aunque me ha dicho que no irá,
estoy seguro de que lo hará. Tienes razón en llamarla salvaje, pero sigue
siendo mi querida prima y preferiría morir a que algo le sucediese en mi
ausencia.
Harry no toleraba oír en boca de otros la palabra salvaje junto al nombre
de Josephine, solo él podía llamarla así. Resopló con aparente enfado y
apretó el puño. Se había propuesto evitarla, sin embargo, el destino parecía
jugar con él y la ponía en su camino una vez más; aunque todavía podía
negarse.
—Llavéala en su habitación —sugirió con total frialdad.
—Tú no la conoces, Harry —afirmó Basil, y miró a su amigo con
desaprobación—. No existe puerta que se le resista. Su padre perdió la
esperanza de las tantas veces que burló su castigo, que simplemente empezó
a ignorarla para que le doliese y entrase en razón.
—¿Me contarás qué es eso que te impide acompañarla esta noche? —
preguntó el duque.
—Me temo que no puedo hacerlo, pero debes saber que solo algo igual
de importante y urgente que Josephine me impediría estar a su lado para
protegerla.
Harry elevó una ceja y untó mermelada en un panecillo para pasarle a su
amigo. Le dedicó una mirada intensa que le indicó que su respuesta no lo
convencía.
—Entonces, tampoco puedo ayudarte —replicó, y volvió la mirada a su
taza, la cual meció con movimientos circulares antes de beber su contenido.
Basil no deseaba ocultarle a su amigo la verdadera razón de su ausencia,
pero Catalina le hizo prometer que no se lo contaría. Era posible que fuese
su futuro marido y lo que iría a hacer en aquel lugar era completamente
inaceptable para la futura esposa de un duque como Harry, así que calló.
Volvería a intentar persuadir a Josephine para que no acudiese a correr esa
noche, o le pediría a uno de los mozos de cuadra que la custodiase en la
distancia.

Al final, sucedió la última de sus opciones y le encargó a uno de los


mozos de cuadra que cuidara de Josephine a cambio de una pequeña
fortuna. Catalina, al verse descubierta por Josephine vistiendo las ropas de
su criada, no tuvo otra opción que contarle la verdad; esta le pidió que se
cuidase y le deseó éxito en su jugada.
Catalina y Daphne sabían lo que Josephine hacía los viernes por la
noche, por lo que no fue necesario que esta le explicase por qué vestía como
un muchacho.
—Perdona que me lleve a Basil y que debas ir en compañía de un criado
—dijo Catalina con pesar, pero Josephine negó con la cabeza.
—No digas tonterías, Catalina —dijo Josephine, y le pasó un brazo
sobre el hombro, mientras caminaban por el pasillo de la servidumbre—. Yo
no corro peligro adonde voy, pero tú sí podrías hacerlo y es mejor que Basil
esté presente.
—Cuídate mucho, Jo —susurró la muchacha, y le acarició la mejilla.
La aludida asintió y los vio partir en un carruaje de alquiler. No podían
arriesgarse a utilizar el de los condes; el lugar al que iban era un barrio de
mala muerte en las afueras de Londres, y mientras menos se enterasen del
tema, mejor.
Antes de montar a su yegua para partir hacia la pista de carreras
clandestinas, Josephine levantó la mirada hacia el cielo y notó que estaba
encapotado; parecía que pronto empezaría a llover, pero esa noche el
premio era doble y no se lo podía perder, así que espoleó a su montura y dos
figuras se perdieron en la negrura de la noche, bajo el cielo plomizo.
Lo primero que hizo la muchacha al llegar al lugar de siempre fue
observar a todos a su alrededor, pero no vio rostros conocidos, en especial
al que esperaba encontrar. Era el segundo viernes en que el duque se
ausentaba y ya no le cabían dudas de que era porque la estaba evitando.
Crispín, el criado que la acompañó, no era un improvisado en el asunto
de las carreras, por lo que no tardó en encargarse de las tareas de Basil,
mientras que Josephine se ubicaba en su punto de partida y su primer
contrincante se colocaba a su lado.
Pero no fue hasta que la segunda pareja de competidores se presentó que
sintió que su corazón dio un vuelco. Reconocía esas ropas negras y esa
máscara de cuero, ese porte elegante y su negativa a saludar a su
contrincante.
Era Harry.
Josephine sintió unas incontenibles ganas de preguntarle por qué no
había acudido el viernes pasado y por qué ya no lo veía por el orfanato,
pero no tuvo más remedio que callar, porque Tormenta era mudo. Estuvo a
punto de sonreírle, solo que él simplemente la saludó con un escueto
asentimiento de cabeza y fijó la mirada en la meta.
Ella sintió una molesta punzada en el estómago, pero se contuvo y se
propuso correr lo mejor que pudiese. Ya tenía suficientes preocupaciones
con lo de Catalina como para tener que lidiar con el duque incordio,
aunque, antes del pistoletazo de partida, lo volvió a mirar y, por primera
vez, deseó que él también lo hiciese.
Después de las varias rondas de eliminación, la multitud vitoreó el
nombre de Tormenta al saberse ganador, pero el festejo se echó a perder
luego de que una ráfaga de viento presagiase la inminente llegada de una
feroz tormenta. Extrañamente, Harry no se enfadó por haber perdido, sino
que buscó a Josephine con la mirada y se acercó al galope adonde ella
parecía buscar a alguien o a algo.
Las gotas cayeron sin piedad y Josephine no pudo encontrar a su criado
para volver a Ross House. No es que desconociese el camino de regreso,
pero era peligroso hacerlo sola en tales condiciones; además, estaba
preocupada por el muchacho.
—Acompáñeme —pidió el duque casi en un grito, al ver a una
desorientada Josephine.
Ya todos los espectadores se habían puesto a buen recaudo –algunos en
sus casas y otros en las tabernas de los alrededores–, así que no corría
peligro de ser descubierta si hablaba.
—Debo encontrar a Crispín —exclamó la muchacha, con cierta
frustración.
Harry cogió las riendas de la yegua y la atrajo hacia su caballo.
—¿Qué cree que hace? —inquirió Josephine al notar que la arrastraba
hacia un camino.
—La llevaré a un lugar seguro. No es conveniente que se quede aquí —
aseveró el duque—. Se enfermará a poco de que la temporada inicie.
—¡No podemos regresar a Ross House con esta lluvia! —exclamó la
muchacha, mientras tiritaba de frío.
—No pensaba llevarla a casa, milady —explicó su excelencia, para
sorpresa de la muchacha.
—Sepa usted que podría hacerle mucho daño si se propone algo
indecoroso —amenazó Josephine, señalándolo con un dedo.
—No me cabe duda —respondió el duque, y continuó guiándola por el
camino apartado—. Pero no se preocupe, que de todas las mujeres que
conozco, usted es la única que no me inspira tales intenciones.
Josephine desvió la mirada y la mantuvo fija en el camino, hasta que vio
una cabaña con una pequeña caballeriza a un costado. El duque los condujo
primero hacia las caballerizas para poner bajo techo a los dos caballos y
luego la condujo al interior del sencillo edificio.
—Encenderé la chimenea para que se sequen nuestras ropas —anunció
el duque, y ella asintió, hasta que cayó en cuenta de lo que eso implicaba.
—No me despojaré de mis ropas frente a usted, a pesar de que no soy
deseable para tan noble caballero —ironizó, y se cruzó de brazos.
—Como guste, pero no me culpe si coge una gripe por testaruda.
Josephine tocó sus ropas y estaba empapada, no obstante, se negaba con
rotundidad a desvestirse frente a su némesis. Llevó una mano a su frente y
pensó en la terrible reprimenda que recibiría por parte de su abuela si se
enterase de que no estaba en casa y que pasó la noche a solas con el duque.
No, no, definitivamente debía regresar a Ross House antes de que
amaneciese, o podría irse olvidando de su temporada social.
Harry acercó unas sillas frente al fuego que crepitaba en la oscuridad de
la sala y se sacó la camisa empapada y las botas. Era consciente de lo
indecoroso que era mostrarse de esa manera frente a una dama soltera, pero
deseaba molestarla, o tal vez… ¿provocarla?
—¡¿Qué cree que hace?! —reclamó la muchacha, y, de un respingo, le
dio la espalda. Sintió el calor en las mejillas al ver el torso desnudo de su
excelencia, pero él solo sonrió con sorna.
—No pescaré un resfriado a causa de esto —respondió con tranquilidad,
y colocó las prendas frente al fuego de la chimenea—. Usted debería
imitarme y poner sus ropas a secar para volver a casa.
La muchacha lo sopesó por un momento, pero se sentía mortificada al
reconocer que Harry tenía razón.
—No se preocupe, que no la espiaré —aseguró, y fue a buscar unos
paños para secarse el pelo.
—Me sentaré frente a la chimenea. Eso tendría que bastar —dijo la
muchacha, después de un breve silencio.
—Como guste —repuso el duque, y luego fue a acostarse en la angosta
cama que se encontraba pegada a la pared.
—¿Y dónde se supone que dormiré? —preguntó Josephine, con la voz
temblorosa.
—Ahí mismo —respondió Harry, sin abrir los ojos—. A menos que
desee compartir la cama conmigo.
Josephine resopló enfadada y le dio la espalda.
—Prefiero morir de frío —masculló para su salvador.
—Pues hágalo —bromeó Harry, y Josephine lo miró por encima del
hombro, con furia.
Harry miraba al techo, con los brazos cruzados bajo la nuca.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo Josephine, después de un
momento de reflexión.
El duque gruñó bajo y luego respondió:
—Si no puedo evitarlo, hágalo.
La muchacha no sabía cómo tocar el tema sin enfadarlo, pero la
curiosidad la corroía.
—Genevive… —mencionó, y vio cómo Harry la miraba de repente—.
Ella… ¿es su hija bastarda?
El duque no soportaba que llamasen de esa manera a su amada hermana,
pero no podía negar la realidad y, lamentablemente, eso es lo que era, así
que solo volvió la mirada al techo y suspiró. Sentía que Josephine era de las
pocas personas con las que podía compartir su secreto; notaba el gran
cariño que profesaba hacia la niña y que no se refería a la pequeña de esa
manera por maldad.
Guardó silencio por unos incómodos segundos y luego respondió:
—No lo es.
—La forma en que la trata, en que la mira… —mencionó Josephine, y
frunció el entrecejo.
—Es mi hermana —la interrumpió de repente—, la hija bastarda de mi
difunto padre —añadió, y guardó otro breve silencio. Josephine no abrió la
boca, pues el duque parecía querer decir más—. Mi padre era un truhan que
llevaba a la cama a cuanta mujer se le cruzase. —La muchacha no lo notó
en la penumbra, pero Harry apretaba el puño con rabia—. La madre de
Genevive era la cocinera de Rochester House y una de las pocas personas a
las que recuerdo con cariño. —Se le escapó una risa de frustración—.
Debería odiarla por ser una de las amantes de mi padre y, por ende, la causa
de las lágrimas de mi madre, pero no podía; ella me trataba como un hijo
más.
—Debió ser duro para usted —susurró Josephine, y él asintió.
Era la primera vez que conversaban de esa manera, tranquila y
civilizadamente.
Por ese motivo, Josephine no se movió ni siquiera al sentir que sus
piernas se le entumecían; no deseaba romper el momento.
—Cuando mi madre se enteró de su relación con mi padre, la echó de
Rochester House, pero Amalia ya llevaba a Genevive en su vientre. Mi
madre no es una mala persona, pero en aquel momento estaba rota y no
pensaba con claridad —enfatizó—. No me fue difícil encontrarla. Le
encomendé a uno de mis lacayos de confianza que le buscara un hogar
seguro y que no permitiese que le faltase nada. —Miró a Josephine y vio
que ella lo observaba con atención—. Lastimosamente, no resistió el parto y
falleció poco después de dar a luz a su hija, mi hermana.
—Lo siento mucho —susurró Josephine.
—Pensé que sería otro niño más e iba dispuesto a entregarlo a un
orfanato lejano —comentó avergonzado—, no obstante, me encargaría de
encontrarle un buen hogar —añadió—. Pero cuando la vi, supe de
inmediato que no podría abandonarla. Era tan pequeña, y me miró con esos
enormes ojos…
Josephine lo vio esbozar esa sonrisa especial y se sonrojó.
—Ella se parece a usted. Es por ese motivo que supuse que era hija suya
—comentó, y él desvió la mirada al techo. No quería que notase que sus
mejillas le ardían.
—De niño me había metido en una pelea con unos niños de la calle,
luego me enteré que eran huérfanos de la abadía de Clayton —le confesó—.
Mi madre se enfadó mucho y me castigó de manera ejemplar —continuó,
como si estuviese hablando con una vieja amiga—. He tenido que pasar
varios días en compañía de aquellos niños, para comprender la suerte que
yo tenía al no tener que pasar hambre y frío. Fue entonces que conocí a
James —dijo refiriéndose al señor Duddley—. Aún hasta el día de hoy me
recuerda nuestra pelea.
—Oh, no lo hubiese imaginado —reconoció Josephine.
—Fue también en aquel entonces que conocí a la señora Tilly y se me
ocurrió que era un lugar ideal para llevar a Genevive; ahí estaría segura y
crecería en compañía de otros niños, además de que podría visitarla a
menudo y forjar un vínculo con ella, hasta que…
—¿Se lo revele? —completó la muchacha.
—Exacto. No pienso ocultárselo por siempre, pero deseo que ella tenga
la edad necesaria para comprenderlo.
El tranquilo silencio llenó de nuevo la estancia, pero a ninguno le
molestó.
—¿Es por eso que no escoge una esposa? —preguntó Josephine, y lo
miró por encima del hombro.
Al hacerlo, notó que el duque se había quedado dormido. Maldijo en
silencio y torció su pelo para escurrir el agua. Cuando oyó que la
respiración de su acompañante se volvió más profunda, se quitó la camisa y
la torció, la puso en la otra silla y luego hizo lo mismo con sus pantalones,
quedando solo en enaguas y con su pequeño corsé cubriéndole los pechos.
Con un relinchido de su caballo, Harry abrió los ojos y se quedó
petrificado con la visión ante sus ojos: la mujer de sus pesadillas estaba casi
desnuda, sentada frente a la chimenea y tiritaba en sueños. Maldijo a Basil
por ponerlo en tamaña situación y rezó a todos los santos para no cometer
una locura.
Esta vez no podría salir a descargar su furia dando vueltas por el jardín,
así que solo pudo coger la manta que lo cubría e ir a taparla para que no
sintiese más frío. Luego, regresó a su lugar y se obligó a dormir mirando a
la pared.
Horas más tarde, la vida de los dos rivales cambiaría para siempre.
Josephine, medio sonámbula, tanteó con las manos la manta que la
cubría y se quejó por la dureza del suelo en el que estaba acostada.
Masculló unos improperios por el dolor en sus nalgas; tambaleándose,
caminó hasta la cama y se acostó al lado de Harry, que inconsciente, la
rodeó con los brazos. Ella, sin abrir los ojos, encontró agradable y cálido el
pecho sobre el cual reposaba la mejilla izquierda.
Casi por la madrugada, el peculiar y dulce aroma que no podía olvidar
despertaba a Harry; abrió con lentitud los ojos y sintió un cálido cuerpo
enredado con el suyo. Se quedó muy quieto y la observó en la penumbra.
Su blanca piel, su espeso pelo castaño y desparramado, el peso perfecto
sobre su cuerpo, la tersura de una piel de porcelana rozando peligrosamente
con la de él.
De nuevo cerró los ojos, con fuerza, y se debatió entre continuar en esa
posición o apartarla. Consciente de todos los problemas que aquello les
acarrearía, la apartó con cuidado y se levantó de la cama para ocupar el
lugar frente a la chimenea.
Estaba demás decir que ya no pudo pegar los ojos lo que restó de la
madrugada.
Abrió una pequeña ventana y observó que la tormenta había cesado y
que pronto amanecería, por lo que se acercó a la cama y movió el cuerpo de
la muchacha que dormía plácidamente.
—Josephine, despierte —decía repetidas veces, hasta que la muchacha
por fin abrió los ojos.
Ella observó la escena: él con la camisa a medio prender y ella en la
cama, casi desnuda, así que se cubrió con la manta y de un salto se puso de
pie.
Sin mediar palabras, le dio una patada en la espinilla, logrando que el
duque se torciera de dolor.
—¿Qué le ocurre, lady Salvaje? Yo solo la estaba despertando porque
casi amanece y debe regresar a casa, malagradecida —masculló el duque,
con el rostro crispado por el dolor.
Josephine sintió que sus mejillas le ardían de nuevo, pero estuvo a punto
de echarse a reír al verlo llevar una mano a sus ojos por la frustración que le
causó la patada. De pronto se percató de un olor a perfume de caballero en
su piel y fulminó con la mirada a Harry.
—Debería disculparse. Cualquier dama en mi situación habría
reaccionado de la misma manera —aseveró la muchacha, y se vistió.
—La que debería disculparse es usted, pequeña arpía —masculló el
duque, con la mirada enfurecida al recordar las veces en las que ella frotó su
cuerpo contra el de él y la fuerza de voluntad a la que tuvo que recurrir para
contenerse.
—¿Por qué debería hacerlo, excelencia? —preguntó, con el mentón
elevado y ya vestida.
—Intente recordar lo que hizo —la provocó.
Su rostro pasó de la furia a tener una sonrisa lobuna, lo que hizo que
Josephine sintiese un escalofrío.
—No lo haré —respondió con la voz temblorosa—. ¿Vendrá conmigo o
prefiere quedarse a llorar?
Harry endureció la mandíbula y, sin decir palabra alguna, salió de la
cabaña para buscar a los caballos.
Josephine parecía de nuevo un muchacho, con el pelo recogido bajo la
gorra. Montó a su yegua, al igual que Harry hizo con el suyo, el que llevaba
a Rochester House, porque Perseo se quedaba en esa cabaña.
Ambos cabalgaban de regreso, con el alba pisándoles los talones.
—¿Por qué ha faltado el viernes pasado? —preguntó al fin Josephine,
para romper el incómodo silencio.
—¿Acaso me ha echado de menos? —respondió Harry.
—Simple curiosidad —repuso la muchacha, y se encogió de hombros.
—¿Alguna vez le han dicho que es muy curiosa? —preguntó Harry,
intentando evitar la respuesta.
—Que me lo digan no hará que deje de serlo —replicó Josephine, y lo
miró—. ¿Acaso me estaba evitando?
Harry detuvo su caballo, y ella se giró a mirarlo.
—Deberíamos separarnos en este punto —aconsejó el duque—. No es
conveniente que nos vean regresar juntos, por más que usted vaya vestida
de esa manera.
Josephine asintió y parecía debatirse en su interior. A lo lejos vio a Basil
cabalgando a toda prisa hacia ellos.
—Gracias por lo de anoche —dijo al fin la muchacha, antes de que los
alcanzase su primo.
Harry solo asintió.
—¿Dónde te has metido toda la noche? —quiso saber Basil apenas llegó
hasta los dos jinetes—. Y tú, ¿no me habías dicho que tenías otros
compromisos y que no podrías ir a cuidar de Josephine?
La muchacha se giró a mirar al duque, que permanecía impertérrito.
—He cambiado de opinión —replicó el duque, y se dispuso a tomar su
camino—. No deseaba perderme de alguna nueva lesión de tu prima.
—Nos ha cogido la tormenta apenas terminó la carrera y su excelencia
me llevó a un lugar seguro para protegernos —explicó Josephine. Basil
miró con sospecha a su amigo.
—¿Habéis pasado la noche juntos en una habitación? —preguntó, y la
muchacha se aclaró la garganta y levantó un dedo.
—Pero no ha sucedido nada. Cada uno se durmió en lugares diferentes
—se apresuró a aclarar—. Lo prometo.
—Sabes que no la tocaría, aunque fuese la última dama de Londres,
Basil —aseguró el duque, para enfado de la muchacha en cuestión—. Pero
no puedo asegurar que ella no se hubiese aprovechado de mí —añadió, y
ella apretó los labios con furia.
—El sentimiento es mutuo, excelencia —escupió Josephine, y miró a su
primo—. Volvamos a casa, Basil, que la abuela no tardará en despertar y
nos meteremos en un gran lío.
—Iré más tarde a tu casa, Harry —anunció el nieto de lady Ross, y el
duque asintió.
—Pero no vayas muy temprano, porque pienso dormir hasta pasado el
mediodía —le advirtió Harry—. Hasta luego, milady.
—Ahora, tú y yo volveremos a casa —le dijo a su prima, y cabalgaron
hasta llegar a Ross House.
A Basil le resultó llamativo que Josephine no mencionase palabra
alguna durante todo el trayecto, así que la miró de soslayo. Ella parecía
absorta en sus pensamientos. Y no era para menos: poco a poco, algunos
recuerdos iban tomando forma en su memoria hasta hacerla estremecer.
El torso blanco y suave del duque bajo su mejilla, unos fuertes brazos
rodeándola, protegiéndola, dándole calor; una respiración profunda y
tranquila, un aroma varonil y fresco; ella caminando hacia la cama y
acomodándose a su lado.
Se tensó por completo y cerró los ojos.
¿Por qué le gustaba tanto todo lo que recordaba de esa noche? Debería
sentirse agraviada, furiosa, pero no, se sentía especial. Deseaba borrar de
sus recuerdos la seguridad que sintió entre los brazos del duque, porque él
pronto comenzaría a cortejar a su prima, y no tardó en descubrir que su
cuerpo no estaba dispuesto a hacerlo.
CAPÍTULO 23

C
rispín, el mozo de cuadra que la había acompañado a las carreras,
se acercó a toda prisa a la nieta de su ama. Su rostro ceniciento
denotaba la gran preocupación que lo tuvo en vela hasta esas
horas.
—¡Está a salvo, milady! Pensé que la habían secuestrado —mencionó el
muchacho, con lágrimas en los ojos—. Con el alboroto, la perdí de vista por
un segundo. Unas mujeres me dijeron que dos hombres se llevaron a la
fuerza a uno de los jinetes y me asusté pensando que era usted, así que fui
hacia donde me señalaron. No los encontré, pero cuando volví, ya no había
nadie en el lugar, por lo que estuve deambulando por los alrededores.
Josephine suspiró al recordar que no estaba tan errado.
—Te he buscado por todas partes, casi muero del susto, Crispín —dijo
Josephine, y el muchacho se echó a llorar—. No llores —pidió—, pero
prométeme que jamás hablarás de esto, o mi reputación quedará mancillada
y me arruinarás la vida.
El muchacho negó con la cabeza, como si la vida se le fuese en ello.
—Le prometo, milady, que de esta boca no saldrá palabra alguna —dijo
con convicción—. Usted ha sido siempre muy buena conmigo y jamás la
perjudicaría.
—Mi prima ha sido benevolente contigo, Crispín, pero yo no tengo el
corazón muy blando —le advirtió Basil con el rostro serio—. Si me entero
de que alguien más que nosotros sabe de este acontecimiento, me encargaré
de que lo lamentes.
Josephine nunca había visto a Basil tan enfadado, pero no lo contradijo.
—Le prometo que no lo comentaré ni siquiera con mi sombra —aseguró
el criado, y negó con la cabeza.
—Ve a cambiarte —animó a su prima, y le señaló la puerta de la
servidumbre—, que lady Ross no tardará en levantarse.
—¿Cómo le fue a Catalina? —preguntó Josephine mientras caminaban a
toda prisa, con el alba a sus espaldas.
—Ha sido una derrota avasalladora —mencionó Basil con seriedad, y la
muchacha llevó una mano a la boca—. Pero por parte de nuestra prima. —
Y le dedicó una sonrisa cómplice.
—¡Casi me matas del susto! —reclamó Josephine, y le dio un manotazo
en el brazo.
Basil calló por un momento y, antes de despedirse de para dirigirse a sus
aposentos, carraspeó.
—Si Harry se ha propasado contigo, quiero que me lo digas, Jo —pidió
apenado—. Si consideras que debe reparar alguna falta a tu honra, me
encargaré de que lo cumpla; pero si deseas olvidar lo sucedido y continuar
con tu vida, llevaré este secreto a la tumba.
Josephine se sonrojó al recordar la forma en que sus cuerpos se
acomodaban a la perfección, pero no iba a mentir para casarse con un
duque. Negó con la cabeza.
—Nada ha sucedido, Basil —repuso con aparente tranquilidad—. Mi
virtud sigue intacta y no tendrás que batirte en duelo con su excelencia.
Jamás creí poder defender a ese impertinente amigo tuyo, pero se ha
comportado como todo un caballero y se limitó a cuidarme.
El nieto de la condesa de Ross la observó con ojos críticos. Creía en su
palabra, pero no lograba comprender por qué sus mejillas se veían tan
sonrojadas y olía a Harry.
—Ya lo veo… —susurró dubitativo, y entrecerró los ojos; reconocía a la
perfección el perfume de su amigo—. Descansa aunque sea unos minutos.
A la puerta de sus aposentos, encontró a sus dos primas, con el rostro
preocupado y dando paseos de lado a lado, esperándola.
—¡Oh, Josephine! —exclamó Catalina, con lágrimas en los ojos—. No
te imaginas lo mortificada que estaba al saber que no habías regresado. Casi
muero del susto.
—¿Estás bien? —se apresuró a preguntar Daphne, pero al ver que la
muchacha se encontraba en perfectas condiciones, se tranquilizó—. ¿Dónde
te has metido?
—Yo… he pasado la noche en una posada. Me ha sido imposible volver
a casa con tamaña lluvia —mintió entre titubeos. Sus primas se mostraban
convencidas—. Estoy bien, os lo juro —añadió, y dio una vuelta sobre sus
talones para demostrarlo.
—No deseo imaginar siquiera lo que la abuela haría con nosotras si algo
malo te sucediese —expresó Daphne, y suspiró con alivio.
Catalina todavía tenía los ojos vidriosos.
—Podría soportar cualquier castigo, pero no el perderte, Jo —susurró la
prima mayor con la voz temblorosa.
Josephine abrazó a ambas primas y las condujo a su habitación.
—¿Qué les parece si dormimos juntas esta noche, como cuando éramos
niñas? —sugirió, y las tres sonrieron—. Todavía debes ponernos al tanto de
tu asunto de esta noche —añadió, y supo que Daphne estaba en
conocimiento, porque solo asintió.
Catalina se sonrojó de inmediato y bajó la mirada.
—Por ahora descansemos. Os lo contaré durante el paseo de la tarde.

Por la tarde, en Rochester House, Basil era conducido por Raymond, el


conservador mayordomo de Harry, hacia el despacho de su excelencia. El
sirviente le confió que su amo se encerró en aquel lugar desde que llegó
casi por la mañana y que solo había salido para almorzar.
El invitado elevó una ceja y atravesó la puerta después de ser anunciado.
—Te ves como si un caballo te hubiese tirado —mencionó, y tomó
asiento frente al escritorio, donde un montón de bolas de papel se
amontonaban.
—Eso hubiese sido mejor que cuidar a la salvaje de tu prima —
masculló, y arrojó otra bola de papel al suelo—. Debí mantenerme firme y
dejarla a su suerte.
Basil sonrió con malicia.
—Pero no lo has hecho y te lo agradezco.
Harry lo miró con esa intensidad que a otros podría aterrorizar, pero que
su amigo ni siquiera lo notaba.
—Lo he hecho por ti y por no cargar con el peso de su muerte en mi
consciencia —explicó, aunque no sonó tan convincente.
Su amigo asintió sin borrar aquella sonrisilla.
—Por supuesto —afirmó Basil, y tamborileó los dedos en la superficie
del escritorio. Harry cogió otro papel y comenzó a escribir de nuevo lo que
llevaba tiempo intentando—. ¿Se puede saber qué es lo que tanto escribes?
Espero que realmente no te hayas aprovechado de mi querida prima —
fingió seriedad—, porque tendría que obligarte a reparar su honra.
Harry levantó la mirada muy lentamente hasta clavarla en la de su
amigo, para luego arrugar otro papel, lento y con enfado.
—He dicho que no me he aprovechado de ella —dijo entre dientes.
—Te creo, pero me apetecía ver de nuevo esa nefasta reacción tuya al
mencionar el tema —bromeó, y el duque tensó la mandíbula. Basil fingió
que se estremeció y esperó a que Harry volviese a coger otro papel. Le
faltaba poco para comprobar su teoría—. Amo a mi querida prima, pero
compadezco al caballero que la despose —comentó de repente, y observó la
reacción de su amigo.
—Ya somos dos, aunque no comprendo por qué lo mencionas —
masculló, y continuó escribiendo.
—¿Alguna vez te he contado que camina dormida? —Harry se tensó
visiblemente, pero continuó con lo suyo, en completo silencio—. No me
imagino el tremendo susto que debe suponer encontrártela parada al lado de
la cama, o peor, acostada a tu lado. Espero que no hayas tenido que pasar
por eso. —Se volvió a estremecer con tales suposiciones, pero no desvió la
mirada de Harry, que dejó su pluma a un costado y se frotó los ojos con
frustración.
—¿Qué te parece si vamos al club? —sugirió Harry, resignado a no
poder terminar su misiva.
—¿No terminarás eso? —preguntó Basil, señalando al montón de bolas
de papel.
—No es importante —afirmó el duque, y llamó a su mayordomo con
una campanilla. El viejo sirviente no tardó en acudir—. Dile a Joseph que
tenga preparado el carruaje.
—Por supuesto, excelencia —respondió el mayordomo, y se retiró de
inmediato.

Esa tarde, ninguna de las nietas de la condesa de Ross había recibido


invitaciones para pasear, pero aprovecharon el buen tiempo para visitar el
orfanato. Catalina aprovechó el viaje en carruaje para poner al tanto a sus
primas sobre lo sucedido la noche anterior, aunque omitió el detalle del
duque que la ayudó a recuperar la libertad del hermano de Poppy, su
doncella.
La señora Tilly recibió a las muchachas con notoria emoción, al igual
que los niños, que se arremolinaron alrededor de ellas en bienvenida.
—¡Lady Josephine! —exclamó Genevive, y la muchacha se agachó para
rodearla en un abrazo.
—Estás más alta y más bonita el día de hoy —le susurró en confidencia,
y la niña chilló de felicidad.
—¿Y a nosotras no nos saludarás, Genevive? —preguntó Daphne, y
puso los brazos en jarra.
La niña sonrió con alegría y se apresuró a saludarlas.
—¡Pero qué agradable visita! —oyeron las tres nietas de la condesa a
sus espaldas.
James Duddley salía de la cocina con una taza de té y fijó la mirada en
la hija de los condes de Riverdale.
—Señor Duddley —saludó la muchacha en cuestión, y le hizo una
venia, aunque él hubiese preferido besarle la mano enguantada.
—Pensé que ya habíais acabado con vuestro castigo —mencionó, con el
entrecejo fruncido.
—Solo hemos venido a visitar a los niños y a la señora Tilly —
respondió Catalina, y acarició la coronilla de uno de los niños. Sentía
especial gracia hacia él porque podía ver un poco de ella misma en ese
chico dispuesto a todo por salvar a los suyos—. Lady Ross ha levantado
nuestro castigo por la inminencia de la temporada social.
El rostro del caballero se mantuvo amable y jovial, como de costumbre,
pero Daphne pudo notar que un atisbo de tristeza ensombreció su mirada.
—¿Lo veremos por algunos bailes, señor Duddley? —preguntó
Josephine con amabilidad; recordó la anécdota del duque de Rochester y
comprendió el lazo que lo unía al orfanato y a su excelencia, a pesar de no
pertenecer al mismo círculo social.
—Es probable que en algunos. Trabajo por las noches, aunque podría
escaquearme algunas veces —respondió el letrado—. ¿Me reservaréis
alguna pieza? —preguntó a su vez, pero tenía la mirada traviesa fija en
Daphne.
—Oh, se me da fatal el baile —se apresuró a decir Daphne, algo
avergonzada—. Josephine y Catalina tuvieron hermanos para practicar, pero
siempre he sido hija única y no he tenido con quién.
—Eso suena muy triste, milady —respondió la señora Tilly—. Más con
vuestra presentación a la vuelta de la esquina.
—Si tiene tiempo, podría enseñarle lo básico —se ofreció James, con
esperanza en los ojos—. He aprendido algunos bailes acompañando a
Harry, ¿qué le parece?
Josephine y Catalina asintieron para su prima, que se mostraba
dubitativa.
—Traeré el gramófono —se apresuró a decir la gobernanta del orfanato,
y se perdió tras la puerta de la cocina.
Los niños los rodearon, junto a las dos primas de la muchacha que se
situaba enfrente del apuesto caballero para iniciar sus clases. Daphne era
curiosa por naturaleza y no había pasado desapercibido el comentario de su
pareja de baile. Sabía que no era de su incumbencia, pero deseaba saber
cuál era ese trabajo que lo ocupaba por las noches.
Los primeros acordes sonaron y el señor Duddley le mostró los pasos
básicos de un minué, mientras se preguntaba por qué la vida había sido tan
injusta con él; de también haber sido adoptado por un noble, sus caminos no
estarían tan alejados como en ese momento. Sus miradas se cruzaron, y,
luego de una vuelta, lamentó no estar a la altura de la dama que lo
observaba con curiosidad. Estaba seguro de que estaría preciosa en cada
baile al que acudiese y que no le faltarían pretendientes que la cortejaran.
No le cabía duda de que terminaría su primera temporada casada.
Un carraspeo lo sacó de su ensoñación. La dama que tenía enfrente le
había estado hablando al tiempo que él se perdía en sus pensamientos.
—Perdone, milady —se disculpó—. ¿Me estaba hablando?
—Le preguntaba cuál era ese trabajo nocturno que mencionó hace un
rato —repitió, algo avergonzada.
—Ah, eso… —respondió, con una risa incómoda—. Por las noches
trabajo en una imprenta y edito libros. Gracias a Harry he podido acceder a
libros que jamás hubiese podido conocer y he aprendido algunas cosas.
A Daphne le dio un vuelco en el corazón. Parecía una señal del cielo.
—¿Qué tipo de libros acostumbra a editar? —quiso saber la muchacha.
El caballero lo pensó por un rato y luego contestó:
—No se lo mencione a otras personas —fingió decirlo en confidencia—,
pero la mayoría de los libros que edito son novelas románticas, de las más
variopintas.
—Ya veo… —susurró la muchacha, pensativa.
—Es divertido —aclaró de inmediato el caballero.
—Conozco a una amiga que escribe novelas en secreto —se animó a
decir, aunque sin revelar que se trataba de ella—, pero no se anima a
publicarlas.
James le sonrió de costado, fingió pensar por un rato y asintió.
—Dígale a esa amiga suya que estaré complacido de leer lo que ha
escrito. —Hizo un último paso y después hizo una reverencia como saludo
final—. Y dígale también que soy un caballero discreto. Prometo
mantenerlo en completo secreto.
Daphne sonrió con las mejillas sonrojadas y asintió.
La multitud estalló en vítores para la pareja que se saludaba, mientras
Josephine recordaba la vez que bailó con el duque y la forma en la que la
hizo sentir. Su rostro se ensombreció y miró hacia la puerta que daba al
jardín, como si lo fuese ver atravesándola de repente. Presentía que la
volvería a evitar como lo venía haciendo hasta la noche anterior y sintió un
inexplicable vacío.
Echaba de menos sus peleas por cualquier motivo, sus palabras
mordaces, su mirada altiva y su arrogancia. Haberlo conocido había hecho
que olvidase por un momento las circunstancias por las que había sido
enviada a Londres, su añoranza hacia su padre y hermanos y la presión que
sentía por su debut.
Haberlo conocido cambió todo aquello que creía desear. Ahora estaba en
problemas, porque empezaba a sospechar que le gustaba demás la compañía
de ese incordio, a un caballero que le infundiese tranquilidad.
CAPÍTULO 24

E
l tan ansiado día de la presentación ante su majestad llegó y
Josephine sentía que hacía más calor de lo normal en el carruaje
que las llevaba, a pesar de la fresca brisa que aún circundaba por
las calles de Londres. Daphne y Catalina iban sentadas la una al
lado de la otra, mientras que lady Ross estaba al lado de Josephine, como
recordándole que la tendría vigilada para evitar que se metiese en
problemas.
Se abanicaba sin cesar y sentía que la diadema familiar le pesaba más de
lo normal; no obstante, intentaba no verse muy nerviosa. Veía por la
ventanilla a las personas que paseaban por el parque en ese momento y
deseó poder estar ahí en vez de dirigirse a lo que podría ser su ruina, si
ocurría todo aquello que había imaginando a medida que se acercaba la
fecha.
¿Y si tropezaba frente a la reina y hacía el ridículo?
¿Y si tartamudeaba al dirigirse a la soberana?
¿Y si cometía alguna indiscreción que pudiese perjudicar a su familia?
Negó con la cabeza y suspiró.
—Todo irá bien, Jo —la tranquilizó Catalina con un tono maternal.
—Solo imagina que te encontrarás con una persona a la que anhelas ver,
una persona con la que te sientas cómoda —sugirió la condesa, a la par que
le acariciaba la mano sobre el guante.
Josephine se estremeció de repente. Pensó en la última persona a la que
deseaba ver ese día: Harry Ward, el impertinente duque de Rochester, con
esa sonrisa malévola y a la vez fría. Reconoció que, a pesar de la rivalidad
que existía entre ambos, el duque la hacía sentir segura y viva.
—Oh, la duquesa viuda de Rochester ha llegado —anunció la abuela de
las muchachas, y sonrió con complicidad.
Josephine se tensó ante la posibilidad de ver al hijo de la dama en
cuestión, lo que no pasó desapercibido para sus primas; no obstante, lo
disimularon bastante bien. Para tranquilidad de la muchacha, solo la
acompañaba su cuñada, lady Helen, que a veces hacía de dama de
compañía.
Ver a la duquesa viuda hizo que aquella sensación de agobio que
atormentaba a Josephine se esfumara de repente. La dama le sonrió y
caminó con elegancia hacia la condesa.
—Se ve especialmente radiante esta mañana, Josephine —mencionó la
madre de Harry, y le dio un leve apretón en la mano—. No me cabe duda de
que su majestad la encontrará… interesante.
—Se lo agradezco, excelencia —respondió la muchacha, y lady Ross se
sorprendió ante la elegancia con la que lo hizo, hasta que volvió a abrir la
boca e hizo que la condesa sintiese un escalofrío—: Aunque, debo
reconocer que mi actual preocupación es no tropezar o pisar la cola del
vestido de mi prima frente a la reina; eso sería terrible, ¿no lo cree?
—Ciertamente, sería terrible, querida —convino la duquesa viuda, y
reparó en el exquisito detalle del vestido de la muchacha. Deseó que su hijo
la pudiese ver en ese momento. Suspiró—. Me recordaría a mi propia
presentación. —Se mostró pensativa y Josephine entrecerró los ojos—.
Estaba tan nerviosa que no me fijé en uno de los escalones del salón y casi
caí de bruces al suelo.
—¿Y no lo ha hecho? —se apresuró a preguntar la muchacha, y sus dos
primas abrieron los ojos de sobremanera, mientras que lady Rose se limitó a
negar levemente con la cabeza, a modo de rendición.
—Afortunadamente, mi madre logró sostenerme a tiempo, o me hubiese
convertido en el hazmerreír de la temporada. —Paseó la mirada entre las
tres nietas de su amiga y les regaló una leve sonrisa—. Solo recordad andar
con naturalidad, como estoy segura os lo ha enseñado la condesa. Pensad
que dais un paseo por Hyde Park y todo saldrá bien. Os veré luego —dijo a
modo de despedida, y siguió al lacayo que la conduciría al salón.
—No esperaba ver a la duquesa viuda en este lugar —comentó Daphne,
una vez que la perdieron de vista.
—Su cercana amistad con la reina es conocida por todos —aclaró la
condesa, y las muchachas asintieron mientras eran conducidas a un salón
previo adonde serían presentadas ante la soberana—. Aunque no acudía a
este tipo de eventos desde que sus sobrinas, las hermanas del conde de
Harrington, debutaron.
—Solo espero no tener que ver a su impertinente hijo —susurró
Josephine, y volvió a revisar si su diadema estaba segura.
La muchacha temía volver a sentir ese cosquilleo al tenerlo cerca, a
recordar de manera inevitable la suavidad de su piel contra la suya, o la
fuerza que ejercieron sus brazos para proteger sus sueños. Sus mejillas
definitivamente delatarían tales recuerdos, y no deseaba sentirse vulnerable
ante ese caballero. Si podía evitarlo, lo haría.
«Todo saldrá bien —se repitió en pensamientos—. Todo saldrá bien,
solo respira».

Josephine lo había presentido. Ella hizo todo lo posible para no


avergonzar a su familia, pero el destino quiso que no lo pudiese evitar.
Las tres primas caminaban frente a la condesa, que las patrocinaba como
dama de la alta sociedad británica, y todas las miradas estaban puestas en
ellas; en especial las de aquellas damas que acompañaban a sus hijas
también debutantes. Los rumores de que el duque de Rochester cortejaba a
la nieta mayor de la condesa de Ross se había esparcido como pólvora y los
presentes deseaban evaluar por sí mismos si la muchacha era digna de su
excelencia.
La duquesa viuda ocupaba un sitio privilegiado cerca de su majestad y
dedicó una sonrisa cómplice a las nietas de su amiga al verlas caminar con
elegancia y hacer las reverencias propias ante la soberana.
El aroma de las flores que adornaban la estancia no solo deleitaba a los
presentes, sino también a la pequeña intrusa que distrajo a Josephine con su
zumbido. Las tres nietas de la condesa de Ross intercambiaron miradas
nerviosas y Daphne sintió un vahído al percatarse que el pequeño animal se
posaba en su hombro.
Le aterraban las abejas y de niña lo pasó muy mal cuando varias de
ellas la picaron y tuvo que pasar varios días en cama. Sus ojos de inmediato
se cristalizaron ante la posibilidad de que ese suceso se repitiese.
Josephine, que estaba al tanto de ello, no lo pensó dos veces. A pesar de
que eso podría resultar en un escándalo y significar su ruina social, no iba a
permitir que Daphne sufriese si ella podía evitarlo. Maldijo en silencio y se
abalanzó hacia su prima para atrapar a la abeja entre sus manos. La aplastó
de inmediato, sin embargo, un dolor intenso hizo que su rostro se crispara.
—¡Josephine! —exclamó la condesa, aterrorizada. Se apresuró a cogerle
la mano y la despojó de sus guantes para revisarla—. Muchacha tonta… —
susurró con cariño.
—Oh, Josephine… perdóname —se disculpó Daphne, aguantando
apenas las lágrimas.
Catalina se apresuró a sacar el aguijón y le masajeó levemente la zona.
Ambas primas se dedicaron una mirada de ánimo y asintieron. La función
debía continuar.
La reina se irguió a la par que su amiga, la duquesa viuda de Rochester,
que se mostró en extremo preocupada y hasta estuvo a punto de levantarse
de su lugar y unirse a la condesa; pero la muchacha se recompuso y, a pesar
del dolor, se acercó a su majestad para cumplir con el cometido.
—¿Cómo es posible que se haya colado una abeja entre los arreglos? —
preguntó la soberana a un lacayo que mantuvo la cabeza gacha y una
expresión de temor.
No lo mencionó, y hasta lo disimuló muy bien, como se esperaba de una
reina, pero le aterrorizaba la idea de ser picada por el pequeño insecto.
—Perdone, majestad. No volverá a suceder —se disculpó el sirviente, y
llamó a sus compañeros para que revisaran los demás arreglos, ante la
posibilidad de que hubiere más abejas ocultas entre las flores.
—En definitiva, esta ha sido la presentación más memorable de la
temporada —comentó la reina, mientras las tres muchachas mantenían la
mirada baja, a la espera de que su majestad les indicase que era suficiente
—. Podéis levantaros —anunció, y su mirada se posó en la mano
nuevamente enguantada de Josephine—. Ha sido muy valiente, jovencita —
convino la soberana—, y puedo adivinar que ama a vuestras primas, a tal
punto de ignorar que podría hacer el ridículo por salvarlas.
La condesa de Ross se tensó, expectante a la respuesta que podría dar la
muchacha, pero la reina la animaba a responder.
—Puedo vivir con ello, su majestad, pero no sin mis primas —contestó
con educación, y la reina asintió.
—Ya veo —comentó, y entrecerró levemente los ojos. La soberana
parecía querer preguntar más, como si alguien le hubiese puesto sobre aviso
de la debilidad de Josephine; desvió la mirada hacia la duquesa viuda y
curvó un poco las comisuras de los labios—. Presiento que esta será una
temporada muy… entretenida —añadió—. Espero verla en algunos bailes,
lady Josephine.
—También lo deseo, majestad —respondió, y sonrió con elegancia.
A pesar del murmullo que se generó en el salón, las tres muchachas por
fin pudieron respirar con soltura una vez que se retiraron a sus nuevos
lugares. Recién en ese momento se percataron de la presencia de la
marquesa de Arlington y su remilgada hija, lady Jazmine, que, al parecer,
había pasado antes que ellas y lucía una sonrisa triunfal.

Por la tarde de ese mismo día, Basil acudía a Rochester House para
beber algunas copas con el dueño de casa. No había ido con otro propósito
más que el de informar a su amigo sobre lo acontecido en la presentación de
sus primas y continuar con sus teorías. Estaba seguro de que, de tratarse de
cualquier otra dama, Harry ni siquiera consideraría oírlo, pero al tratarse de
Josephine, incluso parecía interesado.
—Por favor, no me digas que tu prima salvaje tropezó y cayó frente a su
majestad —se apresuró a decir el duque, apenas Basil mencionó que la
presentación había resultado algo accidentada—. ¿O tal vez ha retado a un
duelo a alguno de los presentes? Porque no me sorprendería. —Y levantó
un dedo.
—Hubiese deseado que se tratase de eso —respondió con fingida pena
—, pero esta vez Josephine ha actuado de manera muy noble al salvar a
Daphne de ser picada por una abeja —comentó, y estudió la reacción de su
amigo. Quiso sonreír con malicia al notar que se había tensado y su sonrisa
petulante se había esfumado, pero se contuvo—; la pobre ha sido muy
valiente y ha soportado el dolor durante toda la presentación.
Harry dio un sorbo a su vaso y se quedó pensativo.
—¿Se encuentra bien? —quiso saber el duque, después de unos
segundos de silencio—. ¿La ha revisado el doctor?
Basil negó con la cabeza.
—Se ha negado rotundamente a que llamásemos al doctor por una
nimiedad como esa. No es la primera vez que le sucede —acotó el nieto de
la condesa, y se sentó frente al escritorio de su amigo—. No lo reconocerá,
pero debe estar sufriendo horrores con esa picadura. Es una testaruda.
Harry imaginó la hinchazón en la tersa piel que había posado sobre su
torso desnudo durante toda una noche y sintió una incomprensible ira. Le
enfurecía sentirse de esa manera por la preocupación que le generaba
saberla lastimada, como también por su insensatez.
—Pues, entonces, lo tiene bien merecido —acotó el duque, aunque su
amigo estaba seguro de que no lo decía en serio.
—No debería estar de acuerdo con un diablo como tú, pero tienes razón
—convino el nieto de lady Ross y suspiró—. Iré a buscar unos pastelillos
para animarla un poco.
Harry carraspeó y se puso de pie.
—Te acompañaré. Estoy bastante aburrido y me vendría bien llevarle la
contraria a tu prima —anunció, y fue suficiente para que los labios de Basil
se curvaran en una sonrisa cómplice.
—Si no te conociese, hasta creería que estás preocupado por su estado
—ironizó el nieto de lady Ross, y sintió el peso de la mirada fulminante de
su amigo.
—Sería más lógico que me preocupase por la inocente abeja —replicó,
y se adelantó para pedir al mayordomo que le preparase el carruaje.
Basil asintió, no obstante, ya no le quedaban dudas de los verdaderos
sentimientos de su amigo. Solo le restaba convencerlo de que se estaba
engañando y que debía tomar la decisión correcta antes de que fuese
demasiado tarde.
Los constantes paseos con Catalina desataron rumores sobre un posible
cortejo, a tal punto de que daban por hecho que se casarían esa temporada.
Basil temía que terminase por darse cuenta de sus verdaderos sentimientos
en algún punto y que eso repercutiese en la reputación de su prima. Era
consciente de que ella necesitaba un esposo pronto y los cotilleos podían ser
muy crueles a la hora de juzgar a una dama.
CAPÍTULO 25

L
os rumores sobre el duque de Rochestrer y lady Catalina Smith
comenzaban a tornarse más serios y llegaron a oídos de Josephine
mientras sus primas realizaban su prueba de vestido para el baile
que ofrecerían sus abuelos, los condes de Ross, el siguiente
sábado. La muchacha aguardaba su turno al lado de Daphne al tiempo que
la señora Dilan, la modista, acortaba el dobladillo de la nieta mayor de lady
Ross cuando se percató de que unas jóvenes observaban con recelo a su
prima y cotilleaban.
Daphne le clavó el codo en las costillas para llamar su atención; sin
embargo, no hizo falta oír lo que decían, porque ella no era tonta y notaba
en el rostro de Catalina la felicidad que la embargaba cada día que pasaba y
la asiduidad con que su excelencia la visitaba. No podía ser de otra manera:
lo suyo iba en serio.
—¿Catalina te ha contado algo? —preguntó Josephine, titubeante.
—¿Sobre qué? —quiso saber Daphne.
—Sobre ella… y su excelencia —aclaró, casi en un murmullo—. Se la
ve muy contenta últimamente.
Daphne miró a Catalina y negó con la cabeza.
—La he notado más feliz que de costumbre —respondió la hija de los
condes de Riverdale, y entrecerró los ojos—. A veces hasta la oigo cantar
mientras pasea por el jardín.
Josephine posó la mirada en su prima, que en ese momento le indicaba a
la modista que faltaba ajustar el canesú, y sintió una leve presión en el
pecho, pero, a diferencia de la semana anterior, esta vez sí sabía el motivo:
su corazón estaba sufriendo por la persona que era la felicidad de su prima
y debía olvidarlo. Les había jurado a sus primas que no estaba interesada en
el duque de Rochester, y no les había mentido, porque para entonces lo
detestaba con todo el corazón. Pero pasar tanto tiempo en su presencia y
conocerlo de la manera que solo ella pudo, hizo que los muros que
rodeaban su corazón se resquebrajasen.
Se sentía abrumada con los recuerdos de aquellos momentos secretos
que compartió con Harry, momentos que tendría que guardar en lo profundo
de su corazón e intentar olvidarlos, porque en unos meses él se convertiría
en el esposo de su prima y ella debería ser la esposa de otro caballero.
Suspiró profundo y le dedicó una sonrisa a Daphne.
—Es probable que se case por amor, entonces —bromeó Josephine,
aunque su tono sonó algo melancólico—, y no como ella aseveraba: un
matrimonio por conveniencia.
—Estoy feliz por ella —afirmó Daphne, y también suspiró—. La
situación económica de su familia es deplorable. Necesita un matrimonio
conveniente, alguien que se haga cargo del futuro de sus hermanos.
Josephine miró sus manos enguantadas y masajeó la zona donde le había
picado la abeja, que aún dolía. Prefería sentir ese dolor físico al emocional
que suponía pensar en lo cruel que era la vida por poner en su corazón tales
sentimientos que en el futuro debía aplacar, porque de ninguna manera
podía traicionar a Catalina.
Además, el duque parecía continuar detestándola, a pesar de que su
relación con él había mejorado significativamente desde que se conocieron,
dos meses atrás. La forma en la que se había referido a ella ante Basil –la
última mujer de Londres en la que se fijaría– era suficiente respuesta.
—¿Josephine? —la llamó Catalina, y la devolvió a la realidad.
—Oh, perdona —se disculpó, y le dedicó una sonrisa.
—¿Qué te parece? —preguntó la muchacha, y le señaló el vestido. Era
en un tono celeste muy claro, con detalles en dorado en mangas y la falda;
combinaba con el color de sus ojos y se veía preciosa.
—Te ves maravillosa —respondió con sinceridad—. Por fortuna, serás
el centro de atención y yo podré escabullirme del salón sin ser muy
evidente.
—Tonterías —dijo Catalina, e hizo un movimiento de mano en el aire
—. Te verás tan hermosa como Daphne y como yo —afirmó la muchacha, y
le guiñó un ojo.
—Estoy segura de que lord Harrington no te quitará los ojos de encima
—comentó Daphne con emoción, aunque no notó que la sonrisa de
Josephine se perdió en una mueca—. Solo espero que el hermano del duque
me invite a bailar y eso hará que sea una noche perfecta.
Catalina se quedó en silencio por un momento y pensó en cierto duque
que se había apoderado de todos sus pensamientos. Sonrió pensativa y
apretó la falda de su vestido al sentir el cosquilleo en su vientre. Había visto
su nombre entre los invitados, el de él y los de sus hermanas, así que
comprendía a la perfección el sentimiento de la soñadora Daphne. Deseaba
sentir lo que esos fuertes brazos le prometían.
En ese momento pensó en que debía encontrar la manera de desanimar
al duque de Rochester, de alguna forma en que su reputación no se viera tan
comprometida, lo que le recordó que debía encontrar la forma de sacar el
tema antes del baile.

Por la noche, Basil encontró a Josephine sentada en el banco al lado de


las caballerizas. La observó desde lejos mirar el cielo estrellado y suspirar
varias veces. Creía saber por quién lo hacía, pero necesitaba estar seguro
para no cometer un error. Continuó caminando hasta sentarse a su lado en
completo silencio.
—¿Se puede saber qué haces fuera de tu habitación a estas horas,
muchacha insensata? —bromeó su primo, y Josephine se sobresaltó.
—Pensaba en la vida y lo injusta que puede resultar a veces —respondió
con sinceridad.
—¿Algo que quieras compartir con tu primo favorito? —preguntó, y ella
lo miró de soslayo.
Negó con la cabeza.
—Nada importante.
—Nunca he visto que algo que no fuese importante te tuviese despierta
a estas horas —replicó con suspicacia.
Josephine suspiró de nuevo.
—Me preguntaba qué opciones tenía de no encontrar un esposo esta
temporada —mintió.
Y Basil lo sabía.
—Dudo mucho que no lo encuentres, primita —dijo el muchacho, y le
sonrió de costado—. Además, ¿quién dice que debas encontrarlo esta
temporada? —Se encogió de hombros—. Estoy segura de que mi querido
tío podrá financiarte otra y otra, hasta que encuentres al indicado. Además,
tu dote es bastante atractiva.
Josephine miró sus pies descalzos y sonrió con melancolía.
—¿Sabes? —dijo, y miró al cielo—, he decidido que, si no me caso esta
temporada, haré un viaje por Europa, o tal vez la India.
Basil no dudó ni por un segundo en que Josephine lo haría, pero deseaba
revelarle que su mejor amigo estaba cayendo por ella y que ambos merecían
ser felices; no obstante, había prometido no inmiscuirse más que en
hacerles notar sus verdaderos sentimientos.
—Tal vez el amor de tu vida está a la vuelta de la esquina y no necesites
ir tan lejos —comentó con sorna—. Mantén los ojos abiertos, Jo.
CAPÍTULO 26

E
l viernes previo al baile en Rochester House, Josephine acudió al
orfanato en compañía de su doncella para visitar a Genevive, pero
de camino, se topó con la duquesa viuda y no pudo evitar que se
uniera a ellas. Fue entonces que la muchacha conjeturó que podría
intentar hacer que la madre de Harry conociese a la niña, sin prejuicios.
La nieta de lady Ross comprendió con el tiempo que la dama sentía
hacia ella un gran aprecio por su forma de pensar y de actuar. Tal vez, si le
mostraba que Genevive poseía algunos rasgos similares, la duquesa viuda
podría llegar a aceptar a la niña y eso ayudaría al duque.
¿Por qué pensaba siquiera en ayudarlo? Ese debería ser problema de su
futura esposa y no de ella; no obstante, ya era tarde para arrepentirse.
Las dos damas y sus criadas llegaron a bordo del carruaje con el blasón
del duque de Rochester, y en el rostro de la señora Tilly se pudo notar la
severa preocupación al ver a la madre de Harry.
¿Acaso debería enviar a alguien a que lo buscase? ¿Estaría en Rochester
House?
El duque le había encomendado que, si alguna vez su madre llegase a ir
al orfanato, impidiese de cualquier manera que viese a Genevive, pero había
llegado con lady Josephine y la niña se apresuró a alcanzarlas sin que nadie
la pudiese detener.
—¡Lady Josephine! —exclamó la niña, y la aludida la detuvo por los
hombros para enseñarle a hacer una reverencia para la madre del duque.
—Excelencia, le presento a Genevive, una de las niñas del orfanato —
dijo Josephine, y la duquesa se tensó por completo. Por supuesto que
reconocería esos ojos, si eran los mismos que los de su hijo mayor—.
Genevive, ella es la madre del duque.
La niña hizo la reverencia como le habían enseñado. Josephine se sintió
orgullosa. No solo aprendía rápido, sino que también había superado su
miedo a hablar.
«No importa si te equivocas —le había dicho Josephine—, todos lo
hicimos alguna vez y nadie se ha muerto por ello — añadió, y la niña
pareció titubear—. A todos nos hará muy feliz oír tu voz».
—¿Genevive?... —preguntó la duquesa viuda, y la niña asintió con
vehemencia.
Contrario a lo que alguna vez imaginó, la duquesa no se sintió
agraviada, sino curiosa ante la presencia de la pequeña.
—Créame, excelencia, que es una niña muy peculiar e interesante —le
advirtió la muchacha, y oyó el carraspeo de la gobernanta—. Le estoy
enseñando todo lo que una dama necesita conocer. —Y le dedicó una
sonrisa cómplice.
La duquesa la miró con expectación; con Josephine nunca se sabía.
—Ve a buscar nuestras espadas, Genevive —encomendó la nieta de lady
Ross, y le guiñó un ojo a la pequeña. Esta se apresuró a buscar los palos que
utilizaban en las prácticas, mientras que la señora Tilly conducía a las
damas hacia el salón.
—Esa niña… —murmuró la duquesa viuda, y miró a la gobernanta, pero
Josephine la interrumpió.
—Por favor, excelencia, ¿me permitiría mostrarle lo que la niña ha
aprendido, antes de preguntar por sus orígenes?
La dama asintió y siguió los pasos de Josephine hacia el jardín trasero.
Una vez que tomó asiento en uno de los bancos situados bajo un abedul, vio
a Josephine saludar a su precoz contrincante. La imagen que tenía enfrente
le sacó una sonrisa y negó con la cabeza.
Por supuesto, no podía esperar que alguien como Josephine considerase
el bordado o el canto como algo fundamental en la educación de una joven.
La dama mostraba mayor interés a medida que las veía debatirse de
manera fluida, a pesar de la diferencia de estatura. Josephine ganó, como
era de esperarse, pero se agachó para rodear con los brazos a la niña, cuyo
pequeño tórax subía y bajaba por la excitación del intercambio.
—Tiene un aire a usted, Josephine —comentó la madre del duque, con
los labios ligeramente curvados. Miró a la niña con los ojos entrecerrados y
asintió pensativa.
La nieta de lady Ross asintió emocionada.
—Tiene mucho potencial —contestó—. Presiento que será toda una
temeraria —bromeó.
La duquesa elevó una ceja.
—¿Por qué lo dice? —quiso saber la duquesa viuda.
—Ha conseguido que me batiera en duelo con su excelencia —repuso,
refiriéndose a su hijo—. Él se negaba a que yo le enseñase esgrima a la
niña; lo consideraba peligroso.
Al oír que mencionaba a su hijo, la dama no tuvo dudas de que la niña
llevaba su sangre, así que solo apretó los puños y suspiró. Solo le restaba
confirmar de quién era hija; si de Harry o de su difunto esposo.
—No preguntaré quién ha ganado —aseveró la duquesa, y le dedicó una
sonrisa a Josephine, que asintió divertida.
Josephine tapó los oídos de la niña y miró a la duquesa, que parecía
esperar una explicación.
—Por favor, excelencia, no saque conclusiones apresuradas acerca de la
niña —pidió la muchacha, al notar cierta incomodidad por parte de la dama
y esta pareció considerarlo— y no se lo mencione a su hijo. Me refiero a
esta visita y que ha conocido a Genevive.
—¿Por qué? —quiso saber la dama.
—Porque estoy segura de que el duque se lo dirá por cuenta propia
cuando sea el momento. —La miró suplicante—. Y porque no deseo que
me deteste aún más de lo que ya lo hace.
Las últimas palabras de la joven lograron una reacción de la duquesa
viuda y fue suficiente para que le prometiese discreción absoluta.
—Iré a pedirle a la señora Tilly que guarde también el secreto —sugirió
Josephine, y dejó a la dama junto a la niña, que la observaba con curiosidad.
«Por favor, por favor, que la duquesa encuentre de su agrado a Genevive
y que no la rechace», se repitió la muchacha, mientras se alejaba a pasos
acelerados.
Un incómodo silencio se instauró entre las que quedaron en el patio,
hasta que la dulce voz de la niña lo interrumpió:
—Su… su excelencia no la detesta —dijo, mientras la veían alejarse
cada vez más.
La niña lo había oído y estaba haciendo un enorme esfuerzo por
exteriorizar sus pensamientos.
Aunque había dejado atrás su negación a hablar, aún le costaba hilar las
palabras para no tartamudear.
La duquesa la observó con interés.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
La niña se acomodó a su lado y juntó las manos sobre su regazo. Dedicó
una mirada crítica a la dama y la imitó en su forma erguida a la hora de
sentarse.
—Por la forma en cómo la mira —contestó, para sorpresa de la dama.
—Con que así es … —murmuró la duquesa, y sonrió de manera lobuna
—. ¿Y cómo la mira?
La niña ladeó la cabeza por unos segundos y pareció pensar en su
respuesta.
—Sus ojos brillan. Siempre pelean, pero sus ojos brillan cuando la ven.
—¿El duque… os visita a menudo? —preguntó la duquesa, y la niña
asintió.
—A-a-aunque es probable que pronto deje de hacerlo —murmuró la
niña, y se frotó las manos—. Cuando tenga una esposa y su propia familia.
—Levantó la mirada y reveló su anhelo—. Es por eso que deseo que se case
con lady Josephine. Ella no permitirá que él nos olvide.
La duquesa se sorprendió ante tal comentario y miró hacia donde se
había perdido la muchacha.
—Me caes bien, niña —concluyó la dama, y sonrió de lado—. Yo
también deseo que mi hijo escoja a lady Josephine y que ella lo acepte.
—Deberíamos ser amigas, entonces, ¿q-q-qué le parece? —sugirió la
pequeña, y logró otra risa en la madre del duque.
—Josephine tenía razón —dijo, y negó con la cabeza—. Eres realmente
interesante.
Ambas se quedaron observando el bullicio de los pájaros entre los
árboles, mientras una mujer decidía enterrar todo su dolor, cerrar las heridas
del pasado y abrirle su corazón a esa pequeña niña cuya personalidad,
radiante como el sol, empezaba a conquistarla.
La observó en secreto y no pudo evitar notar las similitudes con su hijo:
el pelo oscuro y ondulado, los ojos grandes y del mismo color, la forma en
que se curvaban sus labios antes de sonreír. Pero, por sobre todo, el vínculo
entre la misma y la muchacha a la que quería como nuera.
Josephine volvió al jardín trasero y las acompañó.
—¿Tenemos un secreto, entonces, excelencia? —preguntó la muchacha
a sus dos acompañantes—. La señora Tilly ha aceptado colaborar.
—Tenemos un secreto —respondió la duquesa viuda, y sonrió de
costado.
CAPÍTULO 27

P
or la noche, en medio de la muchedumbre que se había reunido
para apostar y ver las carreras, dos jinetes discutían en susurros en
un rincón alejado. El duque, vestido de negro impoluto y con
máscara, como era costumbre, le advertía a su némesis, vestida de
muchacho, como cada viernes, que no estaba dispuesto a perder otra vez.
Lo había enfurecido oír que eran pocos los que apostarían por él esa
noche, en vista de que había perdido dos noches seguidas, así que debía
recuperar su prestigio.
—Si pierdo, le reservaré el baile de honor en nuestro banquete de
presentación —ofreció Josephine, con una sonrisa petulante, confiada en
que no perdería.
Harry sonrió con arrogancia y estuvo a punto de tenderle una mano para
sellar el pacto, pero se contuvo. La muchacha lo estuvo observando desde
que llegó y no parecía enfadado, así que asumió que no se había enterado de
la visita especial que recibió Genevive esa tarde.
—Acepto —contestó, y elevó una ceja—, pero por favor, no me deje
lisiado, que planeo asistir a muchos bailes esta temporada.
—Pensé que no le gustaban los bailes —comentó divertida.
—Y no me gustan, pero tengo mis motivos —respondió, y desvió la
mirada.
La sonrisa de Josephine se fue perdiendo, al atribuir tales motivos a su
prima. Carraspeó y asintió.
—No se preocupe —dijo antes de alejarse—, que no tendrá que cumplir
con la apuesta, porque no he de perder esta noche —zanjó, y espoleó a su
caballo hacia la pista.
—Eso lo veremos, pequeña arpía —masculló el duque, y la siguió.

La carrera iba pareja, hasta que Harry imaginó a lord Joffrey posando la
mano en la espalda baja de Josephine y apresuró a su montura para
sobrepasar a su contrincante. Ni siquiera miró a Josephine al momento de
adelantarse, sino que solo contuvo la respiración y mantuvo la mirada fija
en la meta.
No, no podía permitirse perder.
Un estallido de vítores por parte de los que apostaron al Jinete de la
Muerte se mezcló con los abucheos por parte de los que perdieron, pero
Harry solo deseaba ver el rostro de su némesis al saberse perdedora y lo que
eso significaba.
—Apuesto a que creyó que no la ganaría —dijo el duque, una vez que
quedaron frente a frente.
La muchacha solo lo observó con aparente indiferencia y giró su
montura para perderse entre la multitud. Ni siquiera esperó a Basil. Lo que
nadie más que ella comprendía era lo difícil que sería bailar con él,
haciendo su mayor esfuerzo para que su cuerpo no la delatase. Temía que,
al sentir sus manos en su hombro y en la espalda, sus mejillas se sonrojasen
o que empezase a temblar; que sus ojos abriesen sus compuertas y sus
labios anhelasen aún más probar los de ese arrogante duque.
Una lágrima rodó por su mejilla, y cabalgó a todo galope hasta llegar a
Ross House, con un confundido Basil pisándole los talones.
Crispín, que esperaba adormilado frente a las caballerizas, se asustó ante
el vendaval que se presentó con un relinchido para romper la tranquilidad.
La muchacha se apeó de la yegua y le tendió las riendas al muchacho, que
se limitó a observarla con asombro y curiosidad.
—No es como si fuese la primera vez que pierdes, Jo —mencionó Basil,
pensando que a eso se debía su actitud malhumorada.
—Pero no deseaba perder ante el petulante de tu amigo —mintió. De
verdad no le importaba perder o ganar, le preocupaba aquello que le
perforaba el corazón y que no sabía cómo gestionar o dónde ocultarlo para
que no la metiese en problemas.
—¿De verdad solo se trata de eso, Jo? —curioseó Basil, posando la
mano en el hombro de su prima.
—Estoy muy cansada, Basil —afirmó Josephine, y apartó la mano de
este con la suya—. Tú también deberías ir a descansar.
La vio dar unos pasos y él pareció recordar unas palabras.
—¿A qué se refería Harry con que mañana por fin se vengaría? —quiso
saber su primo.
Josephine resopló con fastidio y se sacó el gorro para dejar su melena en
libertad.
—Eso lo veremos —respondió.
La muchacha levantó la mirada hacia la habitación de sus primas y la de
Catalina seguía con las luces encendidas. Imaginó que debía estar
practicando sus pasos de baile, con toda la emoción que se suponía debía
sentir; no obstante, se limitó a caminar con los pasos pesarosos y no se
detuvo hasta cerrar la puerta a su espalda. Se recostó en ella y cerró los
ojos.
¿Por qué, de todos los caballeros, tenía que albergar sentimientos por
ese impertinente? Un duque arrogante, cuyas expectativas eran tan altas que
parecían irreales, que ignoraba a la mayoría de las jóvenes aspirantes a
duquesa y que tenía amigos que podría contar con los dedos de una mano.
Se despojó de sus ropas y cogió el trapo para mojarlo en el agua de la
jofaina. Se limpió y, con nada más que sus enaguas, se acostó en la cama y
un vívido recuerdo la asaltó: un fuerte torso acogiéndola para que se
sintiese protegida y segura, uno cálido y cómodo, del cual no deseaba
separarse. Un aroma fresco y masculino, unas manos firmes, una sonrisa
lobuna…
Las lágrimas cayeron a borbotones. Sollozó por unos minutos hasta
quedarse dormida.
CAPÍTULO 28

E
l sábado por la noche, todo había quedado según las indicaciones
de lady Ross. El salón de baile y el comedor denotaban el
exquisito gusto de la condesa cuando se trataba de destacar, y las
flores escogidas complementaban a la perfección a los sendos
candelabros dorados que iluminaban las estancias, como también las que
adornaban las mesas.
Los periódicos de la mañana tendrían mucho material con los cotilleos
propios de la velada, pero aún más, una vez que se enterasen de la presencia
del príncipe de Gales en el banquete de las nietas de los condes de Ross, ya
se habían hecho eco sobre la accidentada presentación de estas, por lo que
estaban en boca de todos.
El salón estaba atestado por la crema y nata de la alta sociedad
londinense. Damas con coloridos y elegantes vestidos observaban en grupos
la llegada de los demás invitados, mientras que algunos caballeros
mantenían conversaciones con sus pares en diferentes rincones de la
estancia.
Las tres muchachas saludaban con gracia a los presentes, además de
algún que otro sobresalto al ver a ciertos caballeros con quienes compartían
secretos.
Daphne sonrió al ver al señor Duddley en compañía de lord Gilbert,
quienes le devolvieron el saludo con una reverencia. Aunque el letrado no
pertenecía a la alta sociedad, siempre lo invitaban a los bailes por su
estrecha amistad con el duque de Rochester y con Basil.
Catalina, sin embargo, fue abordada de inmediato por el duque de
Cleveland, que no disimuló una mirada pícara al ver que la muchacha se
tensaba ante su presencia. No lo había visto desde la noche en que la ayudó
con el hermano de su doncella, por lo que el encuentro fue significativo.
En tanto Josephine, observaba las posibles vías de escape del salón, a
pesar de que su abuela le había advertido que ni siquiera lo intentase, que
sería impropio escabullirse en su propio baile de presentación; no obstante,
deseaba saber hacia dónde dirigirse en caso de ser necesario. Había estado
evitando al duque de Rochester, aunque sus ojos, tan rebeldes como la
dueña, la traicionaban a veces buscando entre los presentes a la elegante
figura de su némesis.
Entre baile y baile, sus miradas se toparon, sus cuerpos se rozaron, pero
ninguno de los dos parecía dispuesto a ceder.
—Y tú, ¿continuarás evadiendo a todas esas jóvenes que ansían que las
invites a bailar? —preguntó James Duddley a Harry, que solo respondió con
una mueca. Le había señalado con la mirada los diferentes grupos
femeninos que los observaban.
—He tenido bastante con bailar con dos de las debutantes —respondió
entre dientes.
—Pensé que te agradaba lady Catalina —sugirió James, y señaló a la
joven, que en ese momento parecía conversar con el duque de Cleveland—.
Si no te apresuras, te la robarán.
Harry curvó ligeramente los labios y se encogió de hombros. Su plan
parecía haber funcionado.
—El que debe apresurarse eres tú —señaló el duque a su amigo, y le
mostró que un caballero señalaba al grupo donde se encontraban Daphne y
Josephine.
Basil, que parecía querer evitar a alguien, se acercó a sus dos amigos y
se metió en la conversación.
—Iré a invitar a Josephine a bailar, en vista de que nadie lo hace —dijo,
y dedicó una mirada reprobatoria al duque, que se limitó a sonreír con
malicia.
La observó conversar con un grupo de señoritas y reparó en que, de
todas, ella era la de menor estatura. Recordó las veces en que ella tuvo que
ponerse de puntillas para desafiarlo y una traviesa sonrisa se le escapó.
También se fijó en que se veía diferente, más cautelosa y evasiva, aunque
solo con él.
—Id vosotros, que yo tengo el próximo baile apartado y me reservaré
para él —explicó, y Basil recordó sus palabras del día anterior.
—No estarás planeando algo perverso para Josephine, ¿o sí? —reclamó
el nieto de lady Ross.
Harry solo negó con la cabeza y mantuvo su elegante porte a la vista,
pero apartado de la multitud, hasta que no tardaron en unírseles el príncipe
de Gales y el vizconde de Rommers, el padre de Basil.
Los acordes de la cuadrilla iniciaron y todas las parejas estaban ubicadas
en el centro de la pista. Daphne había aceptado sin titubeos la invitación del
señor Duddley, ya que sería inapropiado que bailase de nuevo con lord
Gilbert. La muchacha se sentía cómoda en compañía de James y se lo hizo
saber.
Por su parte, Catalina sentía que su cuerpo flotaba entre cosquilleos y
mejillas arreboladas, con la mirada presa en la del duque de Cleveland, que
había insistido en bailar con ella, a pesar de haberle informado que su
carnet estaba lleno. Se mostró resuelto en recibir una respuesta afirmativa, y
su mirada no dejó dudas de que confiaba en que lo conseguiría.
Afortunadamente, su tío no opuso resistencia y le cedió su lugar para ir a
conversar con algunos amigos.
Cuando la orquesta finalizó la pieza, las tres debutantes se apresuraron
hacia el salón de las damas para retocarse el peinado y el vestido, ya que
pronto iniciaría el baile de honor, después del cual se serviría la cena.

Al verlas regresar, el conde de Harrington se acercó a Josephine con la


intención de invitarla para la pieza más importante, aunque por lo general
estaba reservada para las personas más cercanas o especiales de la
debutante; no obstante, confiaba en su buena suerte.
Lo que lord Harrington no se esperaba era la inoportuna intervención de
su primo, el duque de Rochester, que se encargó de desbaratar sus planes
reclamando a la muchacha el derecho de bailar con ella esa pieza.
—Lo siento mucho, primo, pero lady Josephine me ha prometido esta
pieza desde hace días —dijo, a la par que le tendía la mano a la muchacha.
Se le dificultaba la respiración al verla tan hermosa, pero lo disimuló
bastante bien.
—Oh, ¿es así, entonces, milady? —preguntó con desánimo, y la aludida
asintió, con los ojos brillantes—. Entonces, resérveme una pieza para el
próximo baile en el que coincidamos —añadió, y, después de hacer una
educada reverencia, se alejó para invitar a otra dama.
Josephine aceptó la mano que le tendía Harry, aunque evitó mirarlo
directo a los ojos. Sus mejillas le ardían y temía que el duque se percatase
del leve temblor de su cuerpo. Para nada ayudó sentir la tibieza de sus
manos al hacer contacto con su vulnerable cuerpo, ni la forma en la que él
buscaba su esquiva mirada.
El duque curvó levemente los labios.
¿Acaso ella lo estaba evitando? Eso lo confundió un poco, pero a la vez
le encantó imaginar que se debía a que no le resultaba indiferente.
Josephine sintió el peso de las miradas y notó que era el centro de
atención en la pista de baile. No solo la observaban las damas más cotillas
de Londres, sino que también sus primas, que en ese momento bailaban con
el vizconde de Rommers y con el conde de Riverdale, quien había llegado
con su esposa esa misma tarde para asistir al baile de su hija.
—¿Sigue molesta por haber perdido la carrera? ¿O porque ha tenido que
rechazar a lord Harrinton por cumplir con su apuesta? —inquirió al duque
de Rochester a su silenciosa pareja, pero ella lo miró fugazmente y volvió a
observar a su alrededor—. Recuerde que ha sido vuestra idea y que he
ganado honestamente.
—No estoy molesta —contestó Josephine, y lo fulminó con la mirada.
—Entonces, deje de evitar mi mirada, lady salvaje —la provocó Harry,
y ella lo pisó adrede.
Él crispó el rostro, disimulando con dificultad el dolor que le había
causado la nieta de lady Ross.
Acortó un poco más la distancia entre sus cuerpos en compensación, y
sus rostros quedaron a pocos centímetros el uno del otro. El corazón de la
muchacha latía desaforado y las manos le temblaban. Él sonrió, y lo hizo
como si no se tratase de la mujer de sus pesadillas, como si de verdad
estuviese feliz.
Estaban tan cerca, que él podía oler ese aroma al que empezaba a
familiarizarse. Bajó la mirada hasta los labios de la muchacha y apenas
aguantó la risa al verla tan enfadada, aunque también se preguntó a qué
sabrían. Se sentía incómodo en presencia de casi todas las personas de esa
noche, pero le resultaba extraño que no le sucediese lo mismo con
Josephine.
—Debería estar bailando con otra dama y no con una salvaje, excelencia
—masculló la muchacha, y levantó el mentón.
—Debería —convino Harry, y asintió, aunque sin desviar la mirada de
la de ella. Josephine miró a su alrededor con preocupación, lo último que
deseaba era lastimar a Catalina—, pero no sería tan divertido.
—En realidad, creo que ha asustado a todas las demás damas con su
desdeñosa actitud y que nada más quedaba yo en su lista —comentó la
muchacha, y alzó una ceja.
—Es probable —repuso el duque, con un atisbo de sonrisa—. Y a usted,
¿no la intimido?
Josephine se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—¿Por qué debería? Recuerde que soy capaz de hacerle daño —replicó
la muchacha, y observó a su alrededor—. Además, no busco agradarle,
como la gran mayoría.
—Ah, ¿no? —Fingió pensar—. Creía que sí.
Ella bufó y rodó los ojos.
—Siento pena por las ingenuas damas que desean alcanzar sus altos
estándares con tal de convertirse en vuestra duquesa. Con lo pretencioso
que es…
Harry encontró esa respuesta divertida y curvó los labios. El cuerpo de
la joven expresaba lo contrario; él estaba casi seguro de que Josephine
Blackburn no lo detestaba tanto como pregonaba.
Y ahí estaba aquello que no había logrado identificar hasta ese
momento, aquel motivo por el cual se sentía cómodo al lado de la nieta
rebelde de lady Ross: que ella no buscaba su aprobación y se mantenía fiel
a su esencia. Los momentos con ella nunca eran aburridos; no tenían que
hablar de bailes y peinados. Él sentía que, por primera vez en la vida, debía
luchar por algo, no debía solo aceptarlo, sino que debía lograr que ella ya
no lo viese como un ser detestable.
Lord Harrington los observaba de lejos y comprendió lo que sucedía: su
primo no solo estaba sonriéndole a lady Josephine, sino que parecía
disfrutar de ese baile que bordeaba lo indecoroso por la cercanía de la
pareja; este jamás permitiría que una dama llegase a tanto, a menos que
para él fuese especial.
Las miradas de Harry y Josephine se encontraron justo a tiempo para los
acordes finales, y el momento duró más de lo que se esperaba. La muchacha
ni siquiera se percató de los errores que pudo haber cometido; sino que solo
maldijo en su interior por ser tan débil, por no ser inmune al fresco olor que
de él emanaba, o por lo hermosa que le resultaba su sonrisa maliciosa. Se
saludaron con una reverencia y luego fueron invitados a tomar asiento en la
mesa principal para el banquete.
Ella deseó poder escabullirse por algún escondrijo, pero su abuela no se
lo permitió, e incluso la hizo tomar asiento a dos lugares del suyo, por si
acaso. Decidió ocupar su mente intentando adivinar el contenido de la carta
que había enviado su padre a lady Ross esa mañana y el porqué no había
asistido a su baile, como lo hizo su tío con Daphne.
Lo habría conseguido, de no ser por el caballero que se sentó a pocos
metros de ella. Suspiró y bajó la mirada a su plato.
¿Acaso estaba resuelto en arruinarle la noche? Aunque no parecía
haberlo hecho adrede; se veía indiferente, como siempre, mientras oía la
anécdota de sir Robert en su último viaje a París.
Y por un breve momento, deseó que la mirase.
«Debes poner distancia entre el duque y tú, Josephine. No puedes
permitirte soñar con él, porque pertenece a alguien más y ese alguien no
eres tú».
CAPÍTULO 29

A
la condesa de Ross debió resultarle extraño que Josephine se
ofreciese a acompañarla a cuanta visita social realizase, no
obstante, lo atribuyó a su reciente presentación y a su
personalidad enérgica; lo que nadie podía adivinar era que, en
realidad, ella no deseaba ver a Harry cortejar a su prima.
Pero lo que ella desconocía era que él había dejado de visitar a Catalina
después de la conversación que tuvo con Josephine después del baile de los
condes de Ross.
No fueron necesarias demasiadas explicaciones: Harry los había
observado bailar a ella y al duque de Cleveland e intercambiar miradas que
decían más que las palabras. Su plan había salido a pedir de boca y no iba a
desaprovechar la ocasión para dar por zanjada cualquier idea que hubiese
podido albergar lady Catalina Smith acerca de convertirse en su futura
duquesa.
—No deseo que mi reputación quede arruinada por esta repentina
decisión —mencionó la nieta mayor de lady Ross, refiriéndose a tomar
caminos separados—, pero no considero justo continuar con este rumor
que, a todas luces, no nos hará felices. No mentiré al decir que no me
agrada, excelencia, pero creo que usted merece a alguien mejor.
Harry la observaba con cautela, aunque sin demostrar demasiadas
emociones. Al fin y al cabo, él era un hombre práctico y le había
mencionado en reiteradas ocasiones que no buscaba amor, sino una esposa
adecuada.
Sin embargo, al oír las palabras de Catalina, no pudo evitar evocar el
recuerdo de la prima de esta, de la sensación de su piel contra la suya o de
su sonrisa maliciosa cuando lo desafiaba.
¿Acaso ya no estaba tan seguro de lo que había planeado para su vida?
—No permitiré que eso suceda, milady. Diremos que ha sido de mutuo
acuerdo y que quedaremos como amigos —sugirió el duque de Rochester, y
asintió—. Nadie osará a desacreditar mis palabras.
¿Amiga del duque de hielo, el soltero más codiciado de la temporada?
Catalina le dedicó con una sonrisa, pero él solo paseaba la mirada por la
estancia, como si buscase a alguien. Y ella sabía a quién.
—Espero que pronto encuentre aquello que busca —mencionó la
muchacha, con una sonrisa pícara.
—He quedado con Basil. No busco nada, milady —mintió, y carraspeó,
aunque no convenció a su acompañante, que se giró hacia la puerta y saludó
con la mano.
—¡Josephine! —exclamó, y casi se echó a reír al ver cómo se tensaba el
caballero que tenía a su lado.
Harry se giró a mirar hacia donde se suponía estaba su némesis, pero
Catalina solo frunció los labios para no reír.
—Creo que ya sabe lo que desea encontrar, excelencia. Y… perdone por
esta broma —murmuró la muchacha, y, con una educada venia, se despidió.
Él se quedó pensativo e incómodo. Se sentía expuesto, pero a la vez
aliviado.
Harry no había mentido cuando enumeró las características que buscaba
en una esposa, y tampoco cuando afirmaba que no necesitaba amarla; todo
eso lo había dicho antes de conocer a Josephine, de acostumbrarse a sus
peleas, a su testarudez, a su valentía, a su autenticidad.
Era libre para cortejarla, sin embargo, no dependía solo de sus deseos,
sino que también de los de ella. Estaba seguro de que Josephine no
aceptaría ser su duquesa solo por el título o su cuantiosa fortuna, así que
tendría que encontrar la manera de conquistarla. Era la primera vez que
debía pensar en cómo lograr llamar la atención de una dama y convencerla
de aceptar su propuesta; usualmente, eran las propias matronas las que
ofrecían a sus hijas como tributos.
Cerró los ojos y se pinzó el puente de la nariz con dos dedos. Sonrió con
ironía y negó con la cabeza.
No tenía la menor idea de por dónde empezar, pero estaba resuelto a
ganarse a la nieta rebelde de lady Ross.
Como Josephine pasaba casi todo el día fuera de Ross House, Catalina
no había podido informarle sobre las buenas nuevas, aquellas que podrían
ser de su entero interés; y por las noches, su prima fingía estar muy cansada
y se iba a dormir sin siquiera cenar.
Determinada a abordarla de una vez por todas, salió de su habitación y
bajó a la cocina por un vaso de leche tibia y galletas para convencer a
Josephine que le abriera la puerta. De camino, se topó con Basil, que daba
golpecitos a la palma de su mano con un sobre, afuera del despacho de su
padre.
—¿Adónde vas, querida prima? —preguntó el nieto de lady Ross, y se
interpuso en su camino—. Si vas a huir para encontrarte con un caballero y
te descubren, juraré que no te he visto —bromeó, y ella puso los ojos en
blanco.
—Si fuese a hacerlo, querido, tú no te darías por enterado —respondió
mordaz, y se cruzó de brazos.
—Eso dolió —se quejó el caballero, y le dio un ligero golpecito con el
sobre en el hombro.
—¿Qué es eso que traes ahí? —quiso saber la muchacha, y entrecerró
los ojos.
—¿Ibas a la cocina? —curioseó Basil, y ella asintió—. Te acompaño.
Los dos primos caminaron en completo silencio hasta llegar frente a los
fogones. Afortunadamente, la señora Thora todavía recogía los utensilios
que había utilizado para la cena y le preparó una bandeja con la leche y las
galletas.
—No creas que olvidaré ese sobre —mencionó Catalina, y señaló con el
mentón el pedazo de papel.
—Es la carta del tío Marcus —murmuró, y miró en dirección a las
escaleras, como si de pronto fuesen a ver a Josephine bajar.
Lord Marcus Blackburn, conde de Seaford y padre de Josephine, y no
había acudido a su presentación en sociedad porque su esposa estaba
encinta y no podía viajar. Eso era lo que decía la misiva, según le explicó
Basil a Catalina.
—¿Lo sabe Josephine? —quiso saber la muchacha.
Basil negó con la cabeza.
—Me ha estado preguntando por la dichosa carta todo el día —contestó,
y suspiró—. Sabe que el tío ha enviado una misiva, pero no lo que contiene.
—¿Cómo crees que tomará la noticia? —preguntó Catalina, y se mordió
el labio inferior.
—Pues… supongo que no tan bien, y que por ese motivo la abuela la
ocultó en el despacho de mi padre.
La nieta mayor de lady Ross asintió pensativa. Conocía muy bien a su
prima y no estaba ajena a los sentimientos de abandono que esta intentaba
ocultar con su constante entusiasmo; la pérdida precoz de su madre, la
partida de sus hermanos a Oxford y la nueva vida de su padre al lado de una
mujer que había intentado borrar los recuerdos de toda una vida la habían
orillado a sentirse muy sola. Saber que un nuevo hijo llegaría pronto para
desplazarla sería terrible.
—¿Qué piensas hacer? —quiso saber la muchacha.
—Creo que cuanto antes lo sepa, mejor —afirmó Basil, y golpeó el
sobre con unos dedos—. No me gustaría traicionar su confianza. Siento que
debo decírselo aunque le duela. Es mejor que sepa la noticia en este
momento, en el que está rodeada de sus seres queridos.
Catalina asintió y miró sobre su hombro para cerciorarse de que nadie
los oía.
—Vamos, te acompañaré —anunció la muchacha, y suspiró.
Al parecer, lo que debía confesarle a su prima con respecto al duque de
Rochester tendría que esperar.

Una lágrima mojó la carta que Josephine sostenía con fuerza con ambas
manos mientras la leía. Catalina había sido muy astuta y le pidió a Basil que
llamase a la puerta, porque sospechaba que su prima la estaba evitando.
—Así que mi padre tendrá otro hijo —susurró Josephine, con los labios
temblorosos. Basil intercambió una rápida mirada con Catalina—. Debe
estar muy feliz. —Asintió y más lágrimas cayeron—. Es comprensible que
no haya podido acudir a la presentación.
—Jo… —dijo Catalina, y le apretó la mano.
—Estoy bien, de verdad —se apresuró a decir, mientras asentía y sin
dejar de mirar el papel.
En ese momento notaron la presencia de Daphne, que se mostraba
confundida con la escena.
—¿Josephine? —preguntó la muchacha, aunque tenía la mirada en
Basil, que en ese momento posaba la mano en el hombro de la aludida.
Catalina negó con la cabeza para la recién llegada, y esta lo comprendió.
—Al parecer, debo apresurarme a encontrar un esposo —afirmó la
muchacha, después de doblar de nuevo la carta, la cual apretaba en la mano.
—No debes hacer nada que no desees —la interrumpió Basil, y le
arrebató la carta de las manos—. Es solo un hijo más. Eso no significa que
el tío Marcus vaya a desentenderse de ti.
Josephine asintió y sonrió, aunque con tristeza. Sabía que lo que
mencionaba su primo era lo más razonable, pero eso no ayudaba a que su
ánimo mejorase.
—¿Josephine tendrá un hermano? —preguntó Daphne, sorprendida,
pero no notó las expresiones de Catalina y Basil, que deseaban dar por
terminada la conversación.
—Sí. Es muy afortunada —intervino Catalina, y buscó la aprobación de
su primo—. Basil y tú no tuvisteis hermanos. Yo he tenido más de los que
hubiese deseado, no obstante, los amo a todos por igual.
—En eso tienes razón —dijo Daphne, y frunció el ceño—. Hubiese
deseado tener un hermano, o una hermana.
—Tengo sueño —mintió Josephine, y se frotó los ojos con los dedos—.
Regresad a vuestros aposentos. Estaré bien por la mañana.
Los tres primos titubearon, pero decidieron que lo mejor era dejarla
descansar.

Mientras caminaban a sus respectivas habitaciones, Daphne sintió


curiosidad acerca de la conversación que Catalina debía tener con
Josephine. Así que, una vez que Basil se despidió, hizo la pregunta que
llevaba rondando su cabeza desde la tarde:
—¿Has podido hablar con Josephine sobre su excelencia?
Catalina negó con la cabeza y resopló con frustración.
—Iba camino a ello cuando Basil me contó lo de la carta del tío Marcus.
—Pobre Josephine —susurró Daphne, y se sentó al borde de la cama—.
Al parecer no le ha agradado la noticia. Se veía muy infeliz.
—Ella cree que en realidad el tío la castigó para deshacerse de ella —
explicó Catalina, y Daphne ahogó un gemido—, que desea quedar libre para
formar una familia con su nueva esposa, una en la que ella no tiene sitio.
Pero estoy segura de que no es así.
—Por supuesto que no —se apresuró a decir Daphne, con los ojos muy
abiertos—. El tío Marcus la ama.
—Es por eso que no le he mencionado sobre mi conversación con el
duque —informó Catalina—. Lo haré en otro momento, cuando esté de
mejor ánimo.
CAPÍTULO 30

A
la mañana siguiente, Josephine ni siquiera esperó a que su
doncella terminase de trenzarle el pelo, mucho menos a que el
desayuno estuviese listo; la muchacha se dirigió a pasos
acelerados hacia las caballerizas y pidió que preparasen su
montura.
Era temprano, por lo que Crispín no esperaba ver a la nieta de su ama
por ese lugar.
—La tendré lista en un momento, milady —repuso el criado, evitando
mirar los ojos rojizos de la muchacha.
Deseaba poder preguntarle qué la tenía de esa manera, pero era
impropio para un sirviente tomarse tales libertades, así que solo se apresuró
a tener lista la yegua que acostumbraba usar Josephine y la despidió con
una venia.
El muchacho se preocupó aún más al verla cruzar la verja sin la
compañía de su doncella, pero la joven solo azuzó a su montura como si la
vida se le fuese en ello. No pensó en las consecuencias que podría traerle el
salir a pasear sin compañía, mucho menos lo que pensarían los que la
viesen llorar.
El duque de Rochester, que iba de camino al orfanato en compañía del
abogado Duddley –ambos a caballo–, se sobresaltó al percatarse de quién
era la muchacha a la que unas damas señalaban con sorpresa y temor por la
velocidad que llevaba.
Harry azuzó a su caballo y el señor Duddley se dispuso a seguirlos,
aunque no lo logró. Como los perdió en una de las callejuelas, solo pudo
llegar a su destino y esperar noticias de su amigo.
La nieta rebelde de lady Ross no se detuvo hasta llegar a la pista de
carreras clandestinas cuando sintió que otra montura la alcanzaba y cogía
las riendas de su yegua. Se tensó ante la posibilidad de que fuese un ladrón,
pero un aroma familiar hizo que empezara a llorar aún más.
De todas las personas a las que podía encontrar en Londres, debía ser él.
Aún así, por primera vez no le importaba no verse fuerte como siempre.
Se sentía triste, vulnerable, y solo deseaba desahogarse lejos de casa.
El duque de Rochester no estaba preparado para ver a esa temeraria
joven con los ojos llorosos, sollozando y a punto de quebrarse. Estaba
acostumbrado a su mirada desafiante, segura, no a aquella llena de dolor.
Se quedó en silencio, sin preguntarle siquiera qué la había llevado a ese
estado, porque él comprendía que, detrás de una máscara de fortaleza, a
veces se escondía un corazón roto, un dolor que no siempre se podía
ocultar, a pesar de lo mucho que se intentase. Lo había experimentado él
mismo, como también su madre en el pasado.
Se apeó del caballo y lo rodeó para ayudarla.
Antes de la llegada de Josephine a su vida, Harry jamás se inmiscuiría
en un asunto como ese, sino que solo la detendría para ponerla a buen
resguardo y se despediría; pero en ese momento le tendía una mano, que
ella aceptó temblorosa.
Al bajar, no pudo evitar rodearlo con los brazos, porque se sentía tan
débil que temía caer de bruces al suelo. Harry no la alejó, sino que le
acarició el pelo con torpeza mientras la joven empezaba a murmurar
algunas palabras:
—Debería sentirme feliz, pero solo me siento sola —logró decir ella, y
el duque frunció el ceño—. Él me ha castigado, me ha enviado lejos porque
estaba en conocimiento de que sería padre de nuevo. Ya no me necesitaba,
yo… solo era una molestia en sus vidas.
Harry la tomó de los hombros con ambas manos y la alejó para mirarla a
los ojos.
—¿De qué habla? —preguntó al fin, recordándole a la joven que no
estaba sola.
—Mi padre tendrá una nueva familia —informó la muchacha, y bajó la
mirada—. Debería sentirme feliz, no triste o sola, como me siento en este
momento.
—Usted no está sola —aseveró Harry, después de aclararse la garganta.
Intentaba no demostrarlo, pero de verdad se sentía conmovido al verla en
ese estado—. Tiene a sus pobres abuelos, a sus inocentes primas, al
insensato de Basil y… me tiene a mí.
Josephine esbozó una triste sonrisa y levantó la vista hasta encontrar la
de su peculiar acompañante. Deseaba creer que de verdad lo tenía como
anhelaba y no de la forma en la que él lo ofrecía: como un simple rival.
—Debo estar perdiendo la cabeza con todo esto —sollozó de nuevo, y
apoyó la frente en el hombro de Harry—, pero me hace sentir mejor su
impertinente comentario.
Él se tensó y deseó apretarla contra su cuerpo hasta que dejase de
sentirse tan miserable, pero se contuvo. Aunque no esperaba sentir los
delicados dedos de la muchacha aferrarse a su cintura. Lo tomó por
completo desprevenido, con la guardia baja.
Se sintió en la gloria.
—Y yo no pensé presenciar un momento como este, en el que la
pequeña arpía que puede ganar al mismísimo Jinete de la Muerte llora por
un niño que aún no nace. —Calló por un momento y luego continuó—:
Nadie la reemplazará, Josephine. Eso no funciona de esa manera y debería
recordarlo. Y se lo repito, no está sola. Además, estoy convencido de que
puede afrontar lo que sea, hasta imponer su presencia.
Ella resolló y buscó la mirada del caballero. Harry tragó saliva y
Josephine se fijó en la manera en que su manzana de Adán subía y bajaba.
Deseó poder posar sus labios en ese preciso lugar y ver cómo se tensaba
todo su ser.
—Ninguna persona que la conozca podría olvidarla —añadió, y él
también deseó poder besar esos labios temblorosos, aunque solo llegó a
levantar una ceja—. Cada vez que la recuerdo me sale una úlcera en el
estómago, pero la recuerdo.
Se encogió de hombros.
—Perdón por ensuciar su camisa —dijo Josephine, al notar que sus
lágrimas habían mojado la tela de esta.
—No crea que se lo dejaré pasar —le informó, con su habitual
semblante frío—. Debe reservarme una pieza en el próximo baile. La
tortura que eso significa para usted será suficiente paga.
Josephine se estremeció. Si tan solo pudiese hurgar en sus
pensamientos, comprendería que, en realidad, era todo lo contrario. Asintió.
—Y perdón por importunarlo esta mañana. Seguramente iba a algún
lugar y yo lo he retrasado —expresó la muchacha, y cogió las riendas de su
montura.
—Es cierto —confirmó el duque, aún con el semblante serio—, así que
tendrá que acompañarme a ese lugar.
—¿Acaso ha perdido la cabeza? —le reclamó Josephine. De tan solo
imaginar el cotilleo que circularía al verlos juntos y sin carabina, hizo que
se le erizara la piel—. No he traído a mi doncella. Escoja otro método de
pago —añadió, y levantó el mentón.
—En ningún momento dije que debíamos ir juntos —repuso Harry, y
alzó una ceja—. Usted irá por su parte y yo por la mía, pero la espero en el
orfanato en diez minutos, porque ahí me dirigía cuando usted me distrajo.
Josephine asintió conforme. Su primera idea al despertar había sido
acudir a ese lugar, pero no quería preocupar a los niños con su estado de
ánimo. No era que se sintiese del todo repuesta, pero había dejado de
lagrimear.
—Genevive ha estado preguntando por usted —dijo el duque, sin
desviar la mirada del horizonte—. Me lo ha dicho la señora Tilly. Por
alguna razón que no comprendo, esa ingrata me ha estado evitando.
Josephine se tensó y carraspeó. Ella sabía que la pobre niña debía estar
sufriendo horrores por no poder contar que la duquesa viuda la visitaba
desde el día en que la conoció.
—Tal vez no lo está evitando —mintió la muchacha, pensando en una
buena excusa que no lo hiciera sospechar más—. Ella ha estado practicando
conversación conmigo. Desea poder hablarle sin tartamudear. Usted le
importa mucho y teme decepcionarlo.
—No lo haría, aunque continuase sin hablarme —zanjó el duque, y
montó a su regio zaino. Calló por unos segundos y luego continuó—: Pero
me alegra mucho que la haya convencido de hacerlo.
Josephine asintió y también montó su yegua.
—Lo veo en el orfanato, excelencia. Y… no se apresure, o se desatarán
las habladurías —mencionó la joven, y ni siquiera le dio tiempo a Harry
para replicar.
Echaba de menos a Genevive, a la alegría que siempre le infundía, la
enorme empatía que las unía. Deseaba abrazarla, reír y correr con ella,
olvidar por un momento su pena. Fue lo único en lo que pensó mientras
cabalgaba hacia ese lugar.
CAPÍTULO 31

E
l corazón le dolía, y no era solo por la carta de su padre; a ese
acontecimiento se le sumaba el hecho de que el duque incordio se
había comportado como un ser con corazón y la cercanía de sus
cuerpos la había angustiado aún más.
Josephine era consciente de lo tonta que fue, porque ese contacto solo
había aumentado su curiosidad; deseaba saber cómo sería sentir su abrazo,
o el roce de sus labios. Negó con la cabeza y casi perdió el control.
No, no, debía alejar tales pensamientos de inmediato.
Estaba tan absorta en sus cavilaciones, que no notó que un caballero se
acercaba para recibirla frente al orfanato y que su rostro mostraba suma
preocupación.
—¡Lady Josephine! Al parecer se encuentra bien —mencionó el señor
Duddley—. Intenté alcanzaros, pero me resultó imposible. Asumo que su
excelencia la ha encontrado.
La nieta de lady Ross asintió para el caballero y su rostro expresaba una
disculpa.
—Lo ha hecho.
No tardaron en oír la voz de Genevive:
—¡Lady Josephine! Ha venido a visitarnos —exclamó, con los ojos muy
abiertos.
La niña la observó descender con la ayuda del letrado, pero no tardó en
sentir que unos brazos la rodeaban muy fuerte. Su pequeño corazón se agitó
al notar que la muchacha lloraba.
—Vamos adentro, Genevive —le indicó el señor Duddley, y Josephine
comprendió que también lo decía para ella, que no era conveniente que la
viesen en la calle y en ese estado.
La niña la observó secarse las lágrimas con un pañuelo y estuvo a punto
de hacer la pregunta que se le había atorado en la garganta, pero las
palabras de Josephine la detuvieron.
—Solo te echaba de menos. —Y asintió para confirmarlo.
Por supuesto, el abogado no se lo creyó del todo, pero no era de su
incumbencia, así que solo las acompañó en silencio. En su interior se
preguntaba qué podía haberla llevado a ponerse en tal peligro y en dónde
había quedado su amigo. Se giró a mirar de nuevo la entrada y oyó el
traqueteo de un carruaje que se detenía ante esta.
—Acompaña a lady Josephine al patio trasero —pidió el letrado a la
niña, y esta asintió.
Supo enseguida que no se trataba de Harry, así que decidió proteger a la
nieta de lady Ross de las posibles habladurías de quien fuese que los
visitaba.
Al percatarse de que se trataba del blasón del duque de Rochester y que
no se trataba de este, solo pudo apresurarse al patio y llevarse a Genevive a
la cocina, porque estaba seguro de que se trataba de la duquesa viuda. Su
amigo le había encargado incontables de veces que, en caso de tal situación,
evitase a como diera lugar que ambas se encontrasen.
La niña apretó los labios para no confesar que, en realidad, ambas se
veían a menudo desde que conocieron y que había jurado no revelarlo por el
bien de Josephine.
Tanto el abogado, como la dama y la señora Tilly se sorprendieron al
encontrarse en el vestíbulo, y las miradas podían resultar hasta risibles.
—¡Excelencia! ¡Qué grata sorpresa! —se apresuró a saludarla el
abogado, y le indicó con la mirada a la gobernanta que fuese junto a
Genevive mientras él la distraía—. ¿A qué debemos el placer de su visita a
estas horas? —añadió titubeante.
La dama iba siempre a esa hora, pero eso solo lo sabía la señora Tilly.
Le resultó casi risible ver la desesperación del caballero por evadirla; no
obstante, mantuvo una postura digna y le siguió la corriente. La gobernanta
se despidió de la madre del duque y se dirigió a la cocina.
—He venido a interesarme por la situación del orfanato. A veces pienso
que debería ayudar más a mi hijo con este asunto —mintió la duquesa
viuda, y se aclaró la garganta.
—Al parecer, lady Josephine ha pensado lo mismo —comentó mientras
la conducía por el pasillo que llevaba al jardín—. Ha llegado hace unos
minutos, aunque la veo algo indispuesta.
La duquesa viuda la observó enjugarse unas lágrimas y se tensó.
—Déjeme a solas con ella —pidió la mujer, y sonó tajante—. Que nadie
nos moleste.
Aunque era dueña de una apariencia muy dulce, la madre de Harry
podía intimidar con algunas pocas palabras. Nadie osaría contradecirla, así
que el señor Duddley asintió y retrocedió sobre sus pasos. Por lo menos, eso
mantendría alejada a la dama de Genevive.
Josephine estaba parada frente a unos narcisos y reía al imaginar que
debían ser las flores favoritas del duque; eran dignas de él. Las lágrimas
brotaron de nuevo al recordar que debía alejarse de él antes de que la
situación fuese insostenible, pero se apresuró a limpiarlas de su rostro al oír
voces a su espalda.
—No esperaba encontrarla aquí tan temprano, querida —mencionó la
duquesa viuda, una vez que llegó hasta donde la muchacha recogía una de
las flores—. Si hubiese visto el rostro petrificado del señor Duddley al
verme llegar, no estaría tan triste, sino riendo.
Josephine sonrió, aunque sus ojos seguían llorosos.
—Preferiría ver el rostro nefasto de su hijo al enterarse —bromeó la
muchacha, y observó la flor en su mano.
La duquesa viuda sonrió con complicidad y de pronto pareció pensar en
algo.
—Espero que no sea a causa de algo que él haya dicho o hecho que esté
así —acotó la dama, y su rostro se volvió serio.
La nieta de lady Ross negó con la cabeza y suspiró.
—Solo echo de menos a mi madre, al tiempo en el que aún vivía y yo
era feliz con un simple abrazo —susurró la muchacha, y se sorbió la nariz.
La duquesa viuda no lo dudó. Sin pensarlo dos veces, dio los pasos que
la separaban de Josephine y la abrazó; se le rompía el corazón al ver a una
joven tan enérgica como ella quebrarse en un lastimero llanto. Si en algo
podía colaborar para que se sintiese mejor, lo haría.
Josephine se aferró a la madre del duque como si de verdad lo estuviese
haciendo con la suya propia. Mantuvo los ojos cerrados y disfrutó del dulce
aroma de su colonia. Se sentía muy bien y deseaba permanecer de esa
manera por un rato más. No podía dar crédito a que esa mujer fuese la
madre de ese duque de hielo.
Era verdad que muchos la creían intimidante, exigente y conservadora,
pero la nieta rebelde de lady Ross había llegado a conocer su lado más
oculto, adelantado y maternal, ese que encajaba a la perfección con su
propia forma de ser.
—Dios no me ha concedido las hijas que tanto ansiaba, pero estos
brazos siempre estarán dispuestos a darte cobijo, Josephine —susurró la
duquesa viuda a la muchacha, que, en medio de sollozos, la miró con cariño
y maldijo en su interior por no tener la oportunidad de convertirse en su
familia.
—Muchas gracias, excelencia —respondió, y asintió.
Ambas damas estaban tan absortas en lo suyo, que no notaron la
presencia de Harry en la distancia. Este las observaba con una sonrisa
torcida y pensó en lo feliz que se pondría su madre si le comentase sus
intenciones para con la pequeña salvaje que abrazaba como si alguien se la
fuese a arrebatar.
—¿Has tomado una decisión, entonces? —preguntó James Duddley a su
amigo.
Harry asintió. Su amigo le había puesto al tanto de lo sucedido desde
que llegó, y este le agradeció por ocultar a Genevive.
—Ella no es la adecuada según mis estándares —mencionó el duque
muy serio, y James frunció el ceño—, pero es quien se apoderó de mis
pensamientos, de mis deseos, de mi tiempo… Es todo lo contrario a lo que
esperaba para mi esposa, pero todo lo que me hace feliz. Ni siquiera yo lo
puedo comprender…
—Y ella, ¿crees que siente lo mismo hacia ti? —preguntó el letrado,
algo preocupado.
—Su boca dice que no, pero su cuerpo la contradice —respondió Harry,
y curvó ligeramente los labios—. De todas formas, debería preguntárselo en
algún momento.
—Te aconsejo apresurarte —dijo James, y palmeó el hombro de su
amigo. Este frunció el ceño—, porque tu primo podría arrebatártela. No
olvides que ella cree que cortejas a su prima.
—¿Y cómo es que sabes eso? —inquirió el duque, con curiosidad.
—Tengo mis fuentes, pero no necesito revelarlas —replicó el señor
Duddley, y sonrió con complicidad al pensar en cierta joven—. Entonces,
¿qué piensas hacer?
—Hablaré con ella y, si corresponde a mis sentimientos, o por lo menos
a mi pedido, la cortejaré.
James asintió y volvió la mirada a las dos damas que en ese momento se
separaban para dar un paseo por el jardín. Josephine se veía más animada
que cuando llegó y recogía más flores.
—Por lo menos, sabes que tu madre estará encantada. —Miró al duque
y le dio un leve apretón en el hombro—. Te deseo mucha suerte, amigo.
CAPÍTULO 32

H
arry amaneció dando vueltas en su habitación, pensando en la
mejor forma de declarar sus sentimientos a Josephine. Maldijo
un par de veces por estar en esa situación y por no encontrar una
respuesta que lo convenciera.
Decidió que un paseo lo ayudaría a aclarar sus dudas, así que, apenas el
ayuda de cámara terminó su trabajo, pidió que preparasen su carruaje.
—Me temo que no será posible, excelencia —mencionó el mayordomo,
con el rostro apesadumbrado.
—¿A qué se refiere con que no puedo usar el carruaje? —preguntó
sorprendido—. ¿Acaso se ha mal logrado?
—No, excelencia, el carruaje está en perfectas condiciones, pero la
duquesa viuda ha salido temprano.
Harry frunció el ceño y se preguntó adónde podría ir su madre a esas
horas.
—¿Ha mencionado adónde iba? —quiso saber el duque.
El sirviente apretó los labios y negó con la cabeza.
—Solo me ha pedido que le preparasen el carruaje, pero podríamos
preguntarle a su doncella.
—Llámela, por favor —pidió Harry, y aguardó en el salón.
La mujer, de unos cuarenta años, no tardó en presentarse ante el duque y
su respuesta lo dejó patidifuso:
—Ha mencionado algo sobre visitar un orfanato.
—¿Está segura, Lorraine? —preguntó Harry, exaltado. La mujer asintió
—. ¿Hace cuánto que ha partido? —preguntó, y miró su reloj de bolsillo;
marcaba las nueve y media.
—Como a eso de las ocho, excelencia. Me pidió que le subiese el
desayuno a su alcoba y me he fijado la hora en el reloj que tiene sobre su
mesa.
—Por todos los cielos… —susurró Harry, y se llevó una mano a la
frente—. Que preparen mi montura de inmediato —pidió, y el mayordomo
no tardó en retirarse.
«Solo espero que la señora Tilly haya podido ocultar a Genevive a
tiempo».

Apenas le entregaron las riendas de su caballo, lo espoleó como si la


vida se le fuese en ello y no se detuvo hasta llegar al caserón que le
resultaba muy familiar. Le angustió saber que ni siquiera James estaría para
distraer a su madre, ya que esa mañana estaba de viaje por Yorkshire para
buscar un manuscrito.
Al ver el rostro asustado de la gobernanta, esperó lo peor; lo que
desconocía era que esa expresión se debía a que él descubriría el secreto
que tenían Josephine, la duquesa viuda, Genevive y ella y no por el hecho
de que su madre estuviese de visita.
—Excelencia… —susurró la señora Tilly, y se llevó una mano a la boca.
—¿Por qué no ha enviado a alguien a ponerme sobre aviso? —indagó
sin detenerse.
—No me ha dado tiempo, pero… —La mujer iba a explicarle que no
había peligro, pero nada podía justificar lo que vería al llegar donde se
reunían las tres damas.
Se dirigió a zancadas hacia el patio trasero y se le heló la sangre al ver a
su madre levantando un palo hacia Genevive.
—¡Madre! ¡Deténgase, por favor! —pidió el duque, y se interpuso entre
ambas—. Puedo explicárselo, pero no la lastime.
La duquesa viuda, con el pecho agitado, casi se echa a reír al ver el
rostro cetrino de su hijo.
—¿De qué hablas, Harry? —preguntó la duquesa viuda, apoyándose en
su espada de madera—. Estábamos practicando esgrima.
—¡Estaba por ganar, excelencia! Ahora nunca lo sabremos… —se quejó
Genevive, para sorpresa de este.
—Genevive —susurró el duque, y se arrodilló para quedar a su altura.
Le acarició la cabeza y luego levantó la mirada hacia su madre y encontró
otro rostro familiar a su lado, con los brazos en jarra—. Usted… —
masculló, y se puso de pie, la cogió del antebrazo y la condujo al salón.
—Excelencia —saludó Josephine, mientras intentaba contener la risa.
La noche anterior había hablado con sus primas y Catalina le informó
sobre su conversación con Harry y sus sospechas acerca de los sentimientos
del duque de hielo hacia Josephine. La muchacha apenas había pegado el
ojo en toda la noche, así que decidió ir al orfanato a visitar a los niños. No
esperaba ver al duque esa mañana, pero había practicado su explicación
desde el día en que Genevive y la madre del duque se conocieron.
—¡Harry, no es lo que crees! —exclamó la duquesa viuda, y él se giró a
pedirle que no los siguiese.
—¡Su excelencia es mi amiga! —dijo Genevive, elevando la voz. La
pequeña dio unos pasos, pero la dama la detuvo y le indicó que debían
darles privacidad.
Una vez llegaron al salón, el duque se masajeó las sienes con la mano y
le dio la espalda a Josephine; se podía notar en su respiración la angustia
que lo apresaba. A su vez, ella intentaba contener la risa y no provocarlo
con ese gesto; deseaba aclarar las cosas de la mejor manera posible.
—Antes de que me acuse por haberlo traicionado, debe saber que no lo
he hecho —se apresuró a decir la muchacha, a la par que se cruzaba de
brazos.
Harry se giró y mantuvo el rostro furibundo.
—Entonces, explíqueme para que no la malinterprete —pidió.
Josephine lo hizo, incluso le confesó sus buenos deseos con respecto a la
reacción de la duquesa viuda y la niña y en lo que eso podría ayudarlo para
sus futuros planes, ya que ambas pasaban mucho tiempo juntas y parecían
llevarse bien. Harry boqueó cual pez fuera del agua en varias ocasiones,
pero quería escuchar toda la explicación.
—Pero créame, excelencia, no le he revelado la verdad —afirmó
Josephine al culminar su relato—. Le he dicho que usted lo haría a su
tiempo. Porque lo hará, ¿verdad?
Harry se llevó la mano al pelo y lo sacudió con frustración.
—¡Casi muero de la angustia! —reclamó—. Pudo al menos ponerme
sobre aviso.
—Vuestra madre parecía disfrutar de lo que empezaba a nacer entre ella
y Genevive —mencionó, y apretó los labios por unos segundos antes de
continuar—: Solo he querido darles más tiempo para conocerse. No debe
temer confesarle la verdad, ella… ya la ama como si fuese suya.
El duque sentía el calor de unas lágrimas que amenazaban con salir, y no
entendía si eran de felicidad o de rabia, pero estaba seguro de que se debían
a esa muchacha que lo miraba con esos ojos tan intensos. Y es que ella
podía generar en él todo tipo de sentimientos, pero también lo hacía sentir
vivo.
No le salían palabras, todas ellas se quedaban atoradas en su garganta y
eso lo frustraba aún más. Tenía enfrente a la mujer que amaba, a la que
había sumergido su vida en un caos, pero que también la había iluminado
con su presencia, aquella con la que nunca se podía estar seguro de lo que
diría, o haría, y a la que aprendió a no subestimar. No solo logró que su
pequeña hermana hablase con normalidad, sino que su madre aceptase a la
bastarde de su difunto esposo.
—Solo debe decir gracias, excelencia —dijo Josephine, y se giró para
volver al patio.
La muchacha creyó que no había logrado convencerlo, o que el duque
necesitaba más tiempo para reponerse, por lo que dejarlo solo era la mejor
opción. Sin embargo, cuando estaba por atravesar el umbral, algo la detuvo.
—Yo la detesto. No, la odio —dijo, y la observó girarse con el ceño
fruncido—. La odio, porque no puedo dejar de pensar en usted cada maldito
día de mi vida. Y es tan fuerte este sentimiento —añadió entre dientes,
mientras se acercaba—, que me invaden unas incontenibles ganas de
apretarla contra mi cuerpo y besarla hasta que pierda el conocimiento, solo
por molestarla. —Con tales palabras, el rostro de Josephine fue cambiando
de la confusión a la sorpresa—. La odio hasta ese punto, pero aún más, por
hacer que crea que pelear con usted es la parte más divertida de mis días, y
que, en caso de que el mundo acabara, me gustaría que estuviese a mi lado.
Josephine tenía sus sospechas acerca de los sentimientos de Harry, pero
oírlo de sus propios labios, aunque de una manera tan peculiar, hizo que su
corazón se acelerase y que unas lágrimas cayesen por su rostro. Disminuyó
la distancia que los separaba y le sonrió con malicia.
—Yo también lo odio, excelencia, con la misma intensidad.
Ambos sabían lo que eso significaba, porque no esperaban palabras
dulces de dos personas que no se creían capaces de amar, de dos personas
que vieron nacer sus sentimientos entre peleas y momentos secretos que
lograrían derribar esas barreras que se empeñaban en defender.
—Deseo molestarla, Josephine —expresó el duque, con la respiración
agitada, y esta curvó los labios, a la par que le rodeaba el cuello con ambos
brazos.
—Y yo deseo que lo haga, excelencia.
Harry la apretó contra su cuerpo y buscó sus labios con desesperación,
como si no hacerlo lo fuese a matar. Primero fue un simple roce, un simple
apretón, pero luego sus bocas se movieron para crear una armonía perfecta,
un momento que quedaría para siempre en sus recuerdos.
A Josephine no le importó que alguien pudiese descubrirlos, porque por
fin supo a qué sabían los labios de Harry y lo apasionado que podía ser ese
duque de hielo. El problema radicaba en que ese abrazo se encontraba tan
adictivo, que deseaba que no acabase.

Preocupada por la tardanza de los dos y por las posibles consecuencias


en caso de que discutiesen, la duquesa viuda dejó a Genevive con la señora
Tilly y fue a ver si podía mediar en la pelea. La dama iba preparada para
presenciar fuertes cruces de palabras, acusaciones, incluso maldiciones,
pero no lo que sus ojos veían en ese momento en que tuvo el acierto de
detener sus pasos y ahogar un gemido con la mano.
A pesar de que su conciencia le decía que debía intervenir y hacerles
notar su presencia, su corazón la instaba a retirarse en silencio y darles
privacidad. Sus ruegos habían sido oídos y no iba a ser ella la que pusiese
obstáculos para que el destino continuase su curso.
Con una sonrisa maliciosa, retrocedió en silencio y se apresuró hacia la
cocina, donde aguardaban preocupadas la señora Tilly y Genevive, mientras
que los demás niños ayudaban con los quehaceres.
La niña fue la primera en abordarla y traerla de vuelta a la realidad al
tirarle de la falda. Sus enormes ojos estaban vidriosos y denotaban la
tristeza que la embargaba, así que la dama se apresuró a agacharse para
consolarla.
—¿Po-por qué sonríe, excelencia? ¿Que no estaban peleando? —
preguntó la niña sin perder el tiempo.
La duquesa viuda curvó los labios con complicidad al recordar el beso
de su hijo con la muchacha a la que quería como nuera.
—¿Puedes guardar un secreto, Genevive? —preguntó la dama en
confidencia.
La niña no dudó en asentir con vehemencia.
—Así como no le he contado a su excelencia sobre nuestros encuentros
—afirmó, y levantó una mano.
—Creo que muy pronto tendremos una boda.
CAPÍTULO 33

L
a niña tardó unos segundos en asimilarlo, porque recién al ver a
Josephine y a Harry regresar sonrientes fue que comprendió que
no había oído mal y que a ellos se refería la madre del duque.
Levantó la mirada hacia esta y no resistió a dar unos saltitos de
felicidad.
—¡Os habéis arreglado! —exclamó, pasando la vista de Josephine al
duque.
Harry le acarició la coronilla y asintió, antes de arrodillarse para quedar
a la altura de la niña.
—Es que me ha amenazado con darme una paliza si no lo hacía —
bromeó, y la aludida lo reprendió con la mirada—. Acompaña a lady
Josephine al jardín —pidió, y la niña asintió sin titubeos—. Hablaré
primero con la duquesa viuda y luego os buscaré.
—Vamos, Genevive —la invitó Josephine, y sonrió para la madre del
duque antes de retirarse—, antes de que me arrepienta y en verdad le dé una
paliza a su excelencia. —Su sonrisa decía que no lo decía en serio.
Harry se frotó las sienes con los dedos y suspiró. Era consciente de que
el día en que le confesara a su madre que su esposo había tenido una hija
bastarda llegaría, pero no esperaba que las cosas se dieran de esa manera y
que incluso se llevaran bien.
—Perdone por habérselo ocultado, madre, pero no deseaba verla sufrir
—dijo, y la dama negó con la cabeza.
—Siempre has hecho lo correcto, y me siento orgullosa de ti —dijo, con
los ojos vidriosos—. Sabía que detrás de esa apariencia indiferente y fría
escondías un gran corazón. Has cuidado de esa pequeña, y no solo de ella,
sino de todos los niños del orfanato. También comprendo tu reticencia a
encontrar esposa: debía ser la correcta para aceptar la existencia de
Genevive.
—Temía que la separasen de mí —admitió, y la invitó a tomar asiento
—, y es por ese motivo que debía escoger correctamente, porque pienso
adoptarla. Deseo para ella la vida que merece, madre, y espero que lo
comprenda y me apoye. Incluso podría decir que es mi hija bastarda, con tal
de no causarle una vergüenza pública.
La duquesa viuda calló por un instante y consideró las palabras.
—Creo que de haberme enterado de otra manera y a través de otra
persona, no lo hubiese acogido de la misma manera. Y con respecto a la
mujer que será tu compañera, pienso que has escogido a la correcta —
convino la dama, y su hijo entrecerró los ojos.
—¿Cómo sabe si he escogido a alguien? —preguntó con suspicacia.
La duquesa se aclaró la garganta y luego levantó el mentón.
—Me lo dicen tus ojos. Nunca mienten —acotó, y el duque no parecía
muy convencido, no obstante, lo dejó pasar. Estaba seguro de que su amor
por Josephine era notorio en todo su ser en ese momento.
«Y también el beso que le has dado a esa muchacha —pensó la
duquesa, y sonrió sin aparente motivo—. ¿Debería reconocer que los he
visto y exigir que repare la honra de Josephine?, porque podría hacerlo…
—Miró a su hijo, que parecía curioso con su silencio—. No, no, eso pondría
a Josephine en una situación incómoda y no lo deseo».
—Ni siquiera preguntaré en qué piensa, madre —dijo Harry, una vez
que ella reparó en su mirada—. Esa sonrisa da miedo. Mejor vayamos al
jardín.
Madre e hijo observaron a las dos muchachas recorrer el jardín mientras
conversaban de algo que ellos no llegaban a oír. Harry curvó levemente los
labios y supo en su corazón que había tomado la decisión correcta, así que
solo le faltaba preguntarle a Josephine si estaba dispuesta a ser su esposa.
—Mi respuesta está condicionada, excelencia —mencionó la muchacha
para sorpresa de todos, ante la pregunta del duque sobre el matrimonio.
Harry frunció el ceño y esperó cualquier cosa que pudiese salir de esa
viperina boca.
—Adelante, la escucho.
—Solo aceptaré ser su duquesa si permite que Genevive viva con
nosotros —dijo, y levantó un dedo, pero no lo dejó interrumpirla, sino que
continuó con el mentón levantado— y que visitaremos el orfanato por lo
menos cada dos días, siempre y cuando estemos por Londres.
Harry se conmovió en extremo y apretó los labios para contener las
lágrimas.
—Concedido —respondió con la voz entrecortada.
—Bien. —Pareció pensar un rato y luego continuó—. Ah, no me
prohibirá hacer aquello —susurró más para el duque, pero la madre de este
los miró confundida—. No me haga decirlo en voz alta, pero ya sabe a qué
me refiero.
Por supuesto, comprendió que se trataba de las carreras clandestinas,
pero deseaba ver su rostro sonrojado.
—No se imagina todo lo que me viene a la mente con eso de aquello,
milady, pero acepto —replicó Harry, con una sonrisa socarrona. Su madre
los observaba aún más curiosa que antes, sobre todo al ver el color que se
apoderaba de las mejillas de la joven—. Pero, por favor, no me pida
resolver nuestros problemas maritales con un duelo de esgrima, porque eso
sería muy problemático.
Josephine, que había levantado un dedo para replicar, lo bajó de nuevo y
asintió decepcionada.
—Me parece justo. Se lo concederé —dijo al fin, y sintió unos delgados
brazos rodearle las piernas.
—Entonces… —empezó a decir el duque, y estrechó la distancia entre
los dos, hasta quedar muy cerca de la muchacha—. ¿Acepta ser mi esposa,
lady Josephine Blackburn?
—Acepto, excelencia —respondió, y nadie más que ella podía saber que
el corazón le latía tan rápido que temía que se le saliera del pecho, o que
deseaba con ansias probar de nuevo esos labios que ahora le pertenecían, o
esos brazos en los cuales se sentía tan segura.
—¿Ahora me dirá por qué me detestaba cuando nos conocimos?
Josephine sonrió y negó con la cabeza.
—¡Sabía que erais el uno para el otro! —exclamó la duquesa viuda, y
unió ambas manos a la altura del pecho—. Y sabía que mi hijo no era un
tonto para dejar escapar la felicidad. Me habéis hecho la mujer más feliz.
Harry tomó la mano de Josephine y la besó, sin dejar de mirarla. Logró
notar un atisbo de tristeza en ellos y creyó saber a qué se debía. Sabía que la
condesa de Ross tenía la potestad de concederle la mano de Josephine si
esta aceptaba ser su esposa, pero él deseaba visitar al conde de Seaford y
ayudar a que el malentendido entre padre e hija se zanjase antes de
convertirse en familia. Sabía que Josephine nunca sería feliz por completo
sin resolver ese asunto que la tenía triste.
—Madre, necesito su ayuda —expresó el duque, y la dama le apretó la
mano en conformidad.
CAPÍTULO 34

D
os semanas después de aquella mañana en la que Harry acabó
con la carrera de muchas señoritas que aspiraban ser su duquesa
al proponerse a la nieta salvaje de los condes de Ross, estos
ofrecieron una cena en honor al compromiso de Josephine y el
duque de Rochester; a la que no faltaron los altos referentes de las familias
de la alta sociedad londinense, que disfrutaban del apogeo de la temporada
social.
«Al parecer, la receta para conseguir un buen esposo entre los nobles es
tener una presentación accidentada ante la reina y causar un gran revuelo en
un evento de caridad, entre otras actividades secretas que no mencionaré
esta vez, porque tengo cotilleos más interesantes que informar», rezaba el
encabezado de una revista de cotilleos que circulaba esos días ante la
noticia de la futura boda de uno de los solteros más codiciados de la
temporada.
Harry arrugó con una mano el papel que le había enseñado James y,
luego de meterlo en el bolsillo interno de su levita, resopló al imaginar
siquiera que alguien pudiese conocer el secreto de su prometida y dañase su
reputación. Disimuló su mejor sonrisa durante la cena y buscó con la
mirada a cualquier persona que los observase con malicia para tener alguna
pista de quién podría buscar opacar el acontecimiento.
Lady Daphne se acercó a su prima y le comentó lo que leyó en el
artículo de la revista, pero Josephine solo sonrió con malicia y colocó la
servilleta en su regazo.
—No tienen pruebas de nada, o ya nos hubiésemos enterado, querida.
Deja que hablen —anunció convencida—. Por cierto, ¿has averiguado algo
sobre eso que le pediste al señor Duddley? —quiso saber la muchacha. Su
prima apretó los labios y negó con la cabeza. Una mañana llegó una carta
anónima dirigida a Daphne en la que ponían en duda su origen y le pedían
una escandalosa suma de dinero por la información o por el silencio—.
Prometo ayudarte después de la boda —añadió, y le acarició la mano.
—¿No crees que de ser cierto podría perjudicarte? —preguntó
consternada, pero Josephine negó con la cabeza.
—Tonterías, Daph, de no tener que esperar las amonestaciones, Harry se
casaría conmigo mañana mismo —bromeó la muchacha, y miró a su
prometido, que conversaba con el señor Duddley, tal vez de lo mismo—.
Por cierto… ¿has tomado una decisión con respecto a esos dos? —
preguntó, refiriéndose al abogado y a su cuñado, lord Gilbert.
Daphne frunció los labios y suspiró.
—Estoy en ello, Jo, pero primero deseo descubrir aquello de la carta y
después tomar una decisión.
En ese momento se acercó Catalina, que había estado conversando con
las hermanas del duque de Cleveland. Después de que aclarase con
Josephine su situación con el duque de Rochester y que hubiesen quedado
como amigos, George Mashman, duque de Cleveland, pidió cortejar a lady
Catalina Smith, a pesar de la fama que se había ganado los últimos años.
—Ellas sospechan de lady Arlington —mencionó la nieta mayor de los
condes, refiriéndose al artículo que buscaba poner en duda la reputación de
Josephine apenas se sentó frente a sus dos primas y disimuló una sonrisa—,
pero sería demasiado obvio.
Basil las sorprendió ocupando el que debería ser el asiento de lady
Riverdale y les dedicó una sonrisa lobuna. Los cuatro primos habían estado
haciendo sus propias averiguaciones, no solo lo que se refería a Josephine,
sino también con lo de Daphne, porque no permitirían que alguien dañase a
su familia y saliese impune.
—Podéis cesar en vuestra búsqueda, queridas —anunció, y llevó a la
boca una uva del centro de mesa—. He encontrado al culpable y he llegado
a un acuerdo beneficioso para ambos.
Las tres muchachas entornaron los ojos con suspicacia y pronto
comprendieron que su primo no soltaría prenda, así que desistieron, por el
momento.
—¿Y cómo estás seguro de que es la persona que buscamos? —
preguntó Catalina.
—Créeme, primita, que lo sé. Tengo mis métodos de investigación —
respondió, y levantó el mentón.
—¿Es la misma persona que envió la carta para Daphne? —quiso saber
Josephine, y Basil negó con la cabeza.
—No, pero ha prometido ayudarnos a averiguarlo —afirmó, para
sorpresa de sus primas.
—Empiezo a sentir curiosidad hacia esa persona, Basil —mencionó
Josephine, y el muchacho le guiñó un ojo.
—Tal vez os la presente muy pronto —comentó el nieto de la condesa, y
de pronto calló al notar que sus abuelos los reprendían con la mirada—.
Mejor disfrutemos de la cena, que lady Ross da miedo con esa mirada.
—Entonces, ¿debería dejar de preocuparme por lo del artículo? —quiso
saber Josephine, y Basil asintió.
—Me he encargado de que nadie más recuerde esas palabras. Todo
quedará como un simple cotilleo —acotó—. Tú solo disfruta preparándote
para convertirte en la duquesa de Harry y déjame el trabajo sucio.

Esa madrugada, después de que todos los invitados se despidieran,


Harry burló la vigilancia del conde de Ross y apartó a Josephine a un
costado del jardín para despedirse. Le acarició el rostro y la observó a la luz
de la luna antes de posar sus labios sobre los de ella, para después
profundizarlo hasta robarle el aliento.
—Sabe que puedo pedir una licencia especial para casarnos, ¿no? —
bromeó el duque, pero Josephine le mordió el labio.
Se separaron agitados, pero ella sonrió de costado.
En ese momento recordó el corto viaje que hicieron a Bath en compañía
de la duquesa viuda y sus dos primas como carabinas, para que Harry
pidiese pedir formalmente la mano de su hija al conde de Seaford.
—Ha prometido que esperaría pacientemente, excelencia —susurró, y le
acarició la mejilla con el dorso de los dedos—. Deseo que mi padre me
lleve al altar y usted desea casarse en Londres. Como el embarazo de mi
madrastra está más estable, podrán viajar en un mes.
Harry resopló con fastidio y la rodeó con sus brazos para atraerla hacia
él.
—Ha sido un pedido de su majestad, así que tendremos que esperar.
Josephine reposó la mejilla contra el pecho de su prometido y cerró los
ojos por un instante. Comprendió al fin lo que era amar a alguien, lo que era
sentir que el hogar no era un lugar, sino una persona, y que era
completamente feliz.
Jamás imaginó que ese duque incordio al que había evitado como la
peste en reiteradas ocasiones y con el que había peleado tantas veces en
realidad lograría que ella reparase las diferencias con su madrastra y con su
padre y sanara sus heridas.
Lady Seaford le confesó que al principio había actuado de esa manera
por sus propias inseguridades y se disculpó por haberla lastimado con su
actuar, que era consciente de que su esposo se casaba por segunda vez y
deseaba ganarse un lugar en Landon Hill y no vivir a la sombra de alguien
que ya no estaba.
Cuando Josephine llegó a su antiguo hogar, encontró que las cosas de su
madre habían regresado a su lugar, en especial su retrato, aunque ahora la
acompañaba el de su sucesora. La muchacha lo encontró justo y agradeció
la sinceridad de su madrastra.
En cuanto a su padre, también le pidió perdón por no explicarle eso
antes de enviarla a Londres y que en ningún momento pensó en excluirla de
sus vidas, sino que solo deseaba que experimentase lo que cualquier
debutante debería experimentar, y a la vez, darle tranquilidad a su nueva
esposa después de quedar encinta.
—Deseo que los días pasen pronto —mencionó la muchacha, y levantó
la mirada hacia el duque.
Harry asintió y la besó en la punta de la nariz.
—Haremos que la espera lo valga —dijo el duque, y sonrió de manera
lobuna—. La esperaré mañana en la pista de carreras, pero no espere a que
la salude —bromeó, y se alejó.
—¿No teme que lo gane lady salvaje, excelencia? —preguntó con
complicidad, pero un alboroto en el interior de la casa indicó que era
momento de despedirse—. Me temo que debe marcharse.
Harry asintió y miró hacia la ventana, desde donde se oía la voz de lady
Ross echando un sermón a Basil.
—Al parecer, Basil se ha metido en problemas. Me marcho antes de que
usted también lo haga.
CAPÍTULO 35

A
unque Josephine era consciente de que preparar sus baúles para
su nueva vida después de la boda era inevitable, no pudo evitar
soltar alguna que otra lágrima mientras doblaba sus vestidos en
compañía de sus primas. La condesa de Ross supervisó que el
ajuar estuviese listo para el gran día y que sus pertenencias fuesen enviadas
a Rochester House con antelación, por lo que en la habitación de la
muchacha quedaban unas pocas prendas.
La joven observó su alrededor y suspiró. Imaginó que debió ser algo
parecido para Genevive, que se mudó a su nuevo hogar en Rochester House
el día anterior; despedirse del lugar en el que había crecido y de las únicas
personas a las que conoció durante su corta vida debió ser más difícil aún.
Faltaban apenas algunas horas para convertirse en la nueva duquesa de
Rochester y todo lo que ello implicaba, porque estaba al tanto de los bailes
que tendría que organizar como la nueva señora de la casa; además de todos
los eventos a los cuales acompañaría a su esposo.
Las tres primas, acostadas en la cama de la futura novia, pasaban con
Josephine sus últimas horas de soltera.
—¿Estás nerviosa, Jo? —preguntó Daphne, que giró el rostro para
observar a su prima.
—Mentiría si dijese que no, pero Harry y su madre me han ayudado
bastante a adaptarme a mi futura vida —comentó, con una sonrisilla—.
Temo más hacer el ridículo mañana en la boda a ser su esposa.
—No harás el ridículo, Jo —comentó Catalina, y le acarició el pelo—.
Sé que lo he dicho en otras ocasiones y han sucedido cosas, pero esta vez
todo irá bien, ya lo verás.
—Pero todos me estarán viendo —se apresuró a decir, y apretó la
sábana contra su pecho.
—También estarán cotilleando sobre tu vestido y el banquete, pero
piensa que, de suceder algo, solo se necesitará otro escándalo para que lo
olviden, y la temporada aún no acaba —replicó Daphne, y pareció pensar
en algo.
—¿Has recibido otra carta? —quiso saber Catalina, porque habían
estado llegando cada dos días.
Daphne asintió, pero se apresuró a negar con ambas manos.
—Pero preferiría no hablar de ello. Estamos aquí por ti y eso es lo que
importa.
—Está bien —replicó Josephine, a pesar de que sabía que algo
entristecía a su prima.
—¿Seguirás visitándonos después de la boda, Jo? —preguntó Daphne
en un susurro lastimero—. Porque todavía no te casas y ya te echo de
menos.
—Sí que eres tonta, Daph —respondió la aludida, aunque la voz le
sonaba temblorosa—. Os visitaré a menudo, o vosotras lo haréis en mi
nueva casa.
—¿Y tú, Catalina? —preguntó la muchacha de pelos dorados a la nieta
mayor de lady Ross.
—Primero debería recibir una propuesta de matrimonio del duque para
que tengamos esta conversación, Daph —aseveró, y negó con la cabeza.
Aunque era la más fuerte de las tres, se podía notar que albergaba
esperanzas de convertirse en la duquesa de Cleveland. No obstante, si
encontraba un candidato que le ofreciese lo que buscaba para asegurar el
futuro de sus hermanos, tampoco lo rechazaría.
—Verás que para el final de la temporada tú también recibirás una
propuesta —susurró Josephine, casi dormida.

Ni siquiera Josephine daba crédito a que todo hubiese salido bien en la


boda: nadie dio un traspié, no hubo abejas entre los arreglos florales y ella
no tuvo que desafiar a nadie a un duelo, como lo vaticinaba Harry.
Nadie quiso perderse del evento de la temporada ni escuchar los
cotilleos por otros medios que no fuesen los propios, así que no era de
extrañar que el salón principal de Ross House hubiese estado atestado de
los miembros más ilustres de la aristocracia británica y de la realeza misma
unas horas antes.
Incluso los niños del orfanato, incluida Genevive, quisieron ofrecer a los
duques un regalo y fueron los encargados del ramo de la novia, que lució en
las manos unos llamativos narcisos y lirios del valle. La niña, que se quedó
al cuidado de la gobernanta de los Ward, tenía los ojos rojos, aunque las
lágrimas que derramaba eran de felicidad, porque por fin tendría una
familia.
La pareja observaba el cielo que empezaba a brillar con las primeras
estrellas, mientras aguardaban a que trajeran el carruaje que los conduciría a
su nuevo hogar. Los condes de Ross y sus demás nietos despidieron a los
últimos invitados y luego se unieron a la novia en el jardín frontal de la
casa.
La duquesa viuda, que salía del salón en compañía de lady Helen y el
hijo de esta, aprovecharon para entregar sus buenos deseos a los recién
casados.
Lord Harrington, que había pretendido a la novia antes que su primo, se
acercó a los novios y confesó que no lamentaba el haberse hecho a un lado
en pos de la felicidad de Harry. Según sus propias palabras: cualquier
persona que lo viese observar a su esposa estaría de acuerdo que lo suyo era
especial y único.
—Y pensar que pudiste haber sido su esposa —le susurró Harry a
Josephine en el oído, una vez que su primo se alejó.
—Y hubiese sido lord Harrington el que esperaba el carruaje para
llevarme a su casa —bromeó Josephine, y sintió que todo el cuerpo de su
esposo se tensaba ante la posibilidad.
—No lo hubiese permitido —reconoció Harry, y Josephine lo miró con
sorpresa.
—Ah, ¿no? —preguntó, y él negó con efusividad. De pronto pensó en
algo y se giró a mirar a su esposo—. ¿Cuándo… supiste que me querías?
Harry se sonrojó y suspiró, pero luego negó con la cabeza.
—No lo sé —replicó en un susurro—. Cuando me he dado cuenta, yo
solo sabía que era feliz a tu lado, que necesitaba verte a cada rato y que
deseaba cuidarte. ¿Y tú? —preguntó con sorna, pero ella frunció los labios.
—Todavía tengo mis dudas —bromeó la muchacha, y él la apretó un
poco más a su cuerpo.
El cochero los interrumpió; ambos estaban tan inmersos en su
conversación que no notaron que el carruaje había llegado.
Harry esperó paciente a que ella se despidiese de sus primas y de sus
demás familiares, para luego ayudarla a abordar.
—¿Lista para nuestra nueva vida? —preguntó el duque, y ella apoyó la
mano en el torso de su esposo y asintió.
—Estoy feliz de que hayas sido tú —susurró, y se estiró un poco para
alcanzar los labios del caballero—. El mismísimo Jinete de la Muerte, que
no perdía una carrera ni hablaba con sus rivales, hasta que me conoció.
Harry se echó a reír ante tal ocurrencia y le acarició el hombro.
—Debo reconocer que mi vida era bastante aburrida y predecible antes
de conocerte. Eso me recuerda que debo agradecerle a Basil.
—Recuerda que me has prometido que seguiremos participando en las
carreras —señaló Josephine, y lo reprendió con la mirada.
El duque asintió y la observó por unos segundos, con los ojos vidriosos
por la emoción que lo embargaba al tenerla tan cerca.
—Y no lo he olvidado, pequeña arpía, pero esta noche es otra carrera la
que deseo librar —mencionó con sorna, y la muchacha se sonrojó por
completo.
Josephine se mordió el labio inferior y recordó la sensación de su piel
contra la de su esposo aquella noche en la cabaña, de lo fuerte que eran esos
brazos y de lo bien que se había sentido. No estaba segura de qué debía
suceder exactamente esa noche, pero si era con Harry, no temía.
El elegante palacete los recibía con tenues luces y algunos sirvientes
alineados, pero ni rastros de la duquesa ni sus demás hijos, que debieron
alojarse esa noche en el ala de invitados.
Era su noche de bodas, y Harry y Josephine se amaron. Con torpeza, con
miedos, con deseo, con entrega, pero se amaron como jamás imaginaron
que lo harían.
Josephine ni siquiera recordó quién los había ayudado a llegar a la
alcoba, solo recordaba los penetrantes ojos de su esposo al ayudarla a
despojarse de sus ropas y de la forma ardiente en la que besó cada
centímetro de su piel, mientras ella se tensaba y emitía leves gemidos que
no ayudaban a la tranquilidad del duque.
Aún recordaba la suavidad de la piel de su esposa y de la forma en que
su pelo caía a sus costados al retirarle las horquillas. Esa sonrisa entre
nerviosa y traviesa cuando sentía peligro inminente, o la ternura con la que
ella le acariciaba el cuello cuando quería que notase cuánto lo deseaba.
Las palabras sobraban, porque sus miradas decían todo aquello que sus
labios callaban. Sus cuerpos se mezclaban, se unían con pasión, entre
respiraciones agitadas y gemidos, entre besos temblorosos y abrazos, hasta
que ambos cayeron exhaustos y felices.
Se echaron a reír al recordar lo mucho que se detestaban, lo que hizo
que Harry recordase algo que llevaba tiempo queriendo devolver a su
dueña.
—¿Por qué te levantas? —reclamó Josephine, que no deseaba separarse
de Harry ni de la seguridad de sus brazos.
El duque buscó una bolsa en un armario de la habitación y Josephine se
irguió un poco al reconocerla.
—Toma —expresó Harry, y se la tendió.
Josephine se sentó y ni siquiera necesitó revisar lo que contenía, porque
reconocía la tela de su vestido desaparecido.
—Así que no lo has quemado como dijiste —murmuró, y sintió unas
cálidas lágrimas en las comisuras de sus ojos.
—Era mi trofeo de guerra, no lo iba a destruir —bromeó su esposo, y
ella le tendió una mano para que se acercase—. ¿De verdad pensaste que lo
haría?
Josephine asintió.
—En aquel tiempo esperaba cosas peores de ti —mencionó, y se enjugó
las lágrimas—. No esperaba que lo conservaras.
—Debo reconocer que deseaba lastimarte por haberme robado las
primeras palabras de Genevive, pero creo que fue desde ese día que has
empezado a colarte en mis pensamientos, que empecé a desearte… y a
sospechar que eras la indicada para mí —susurró, y depositó un beso en su
cuello.
Josephine se echó de nuevo sobre la cama y lo estiró sobre su cuerpo,
quedando este entre sus piernas.
—¿Acaso no era la única dama que no te inspiraba tales pensamientos?
—preguntó en tono de broma, y Harry empezó a recorrerle el cuello y los
pechos a besos.
—Era todo lo contrario —reconoció, y la miró desde donde estaba, antes
de posar otro beso en su vientre, lo que la hizo tensarse de nuevo—, pero
imagina que le dijese a Basil que estuve a poco de deshonrar a su prima, a
la que deseaba como un animal.
Josephine sonrió con los ojos cerrados y arqueó la espalda, buscando el
reguero de besos que dejaba su esposo y el calor de su aliento contra su
piel.
—Así que deseabas a tu enemiga —bromeó, y él volvió a subir hasta
quedar rostro con rostro.
—Tanto, que dolía y me tenía a punto de caminar por las paredes.
Ambos se miraron fijamente y ella asintió, indicándole que estaba lista
para recibirlo una vez más.
—Te amo, Harry —susurró contra su cuello, y él se estremeció.
—Y yo a ti, amada enemiga —respondió, a la para que volvía a moverse
en su interior.

FIN
Agradecimientos

E
n primer lugar, quiero agradecer a la vida por haberme mostrado
este maravilloso mundo de historias por contar, como también, a
todos los lectores que me dieron la oportunidad de compartir mis
novelas y permitirme ser parte de su mundo. Gracias por el apoyo
incondicional y por hacer que esto ayude a mejorar no solo mi vida, sino
también la de mis seres queridos.
Me gustaría hacer una mención especial a mi familia, que me apoya en
todos y cada uno de mis proyectos, y por tenerme la paciencia que necesito
para escribir y poder tener los libros listos, así también a las duquesas (ellas
saben quiénes son) por estar ahí siempre, por ayudarme en este camino de
aprendizaje constante y por haberme aceptado como una colega más.
Y, por último, a todos aquellos lectores que llegarán. Bienvenidos a este
pequeño gran mundo de historias de romances de época.

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