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LEGADO DE AMOR
ÍNDICECUENTO DE HADAS Heather Graham.................................3
CARTA DE AMOR Virginia Henley....................................................25
BAILE DE COMPROMISO Mary Balogh............................................48
MAGNÍFICOS TESOROS Catherine Hart...........................................72
CARIDAD ENAMORADA Elaine Barbieri.........................................97
FANTASÍA SALVAJE Cassie Edwards..............................................118
TESOROS ESCONDIDOS Penelope Neri..........................................137
VIENTOS DE CAMBIO Janelle Taylor...............................................160
LA HERENCIA DE ANNABELLE Diana Palmer............................180
CORAZONES GEMELOS Lori Copeland..........................................199
VOLVER A AMAR Madeline Baker...................................................226
Unas palabras de la Editora....................................................................248
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA....................................................................249
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
CUENTO DE HADAS
Heather Graham
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
—¿Otro libro? ¡Ay, señora! ¡Si no tenéis cuidado, de tanto leer os vais a volver
bizca!
Genoveva dio media vuelta y casi se cayó del pequeño taburete al que se había
subido para alcanzar el alto estante de la librería y el libro primorosamente
encuadernado que la venía tentando todos los días. Había descubierto que era un
libro excepcional: antiguo, exquisitamente encuadernado en piel, con adornos
dorados y escrito a mano. Era de autor anónimo, pero había creado imágenes de gran
belleza con sus solas palabras. El cuento que Genoveva acababa de empezar era una
historia de amor, una hermosa historia que despertaba el romanticismo de todo el
que la leía… salvo si se trataba de un cansado caballero como lord Roben, conde de
Betancourt, que la estaba mirando en aquel momento desde la puerta de la biblioteca.
Era asombroso que no le hubiera oído entrar antes de que hablara con su voz
profunda, matizada y burlona. Iba vestido con la armadura completa. No era la de
batalla, pues Genoveva conocía ésta. El conde había ordenado que se la forjaran los
mejores herreros alemanes, pintada de negro y con pocos ornamentos, pues tenía que
ser práctica para la guerra. En el campo de batalla, encima de la armadura, llevaba la
túnica con el escudo de armas de gules y azul cobalto. Era obvio que habían librado
una batalla en Francia y que había salido vencedor, pues había vuelto a casa
gallardamente ataviado con la armadura de gala, con coraza y malla de plata. La
túnica era de un rico azul cielo y ya se había despojado del yelmo cuando llegó al
castillo de Betancourt.
A Genoveva le dio un vuelco el corazón y durante unos segundos se vio a sí
misma dando gracias a Dios por el regreso del conde, porque estaba al servicio del
rey Eduardo III y siempre estaba librando batallas. Claro que la guerra era su
profesión y su vida. Le habían enseñado a luchar ya de pequeño. Destreza para
cabalgar, habilidad con la espada y capacidad para dirigir a los hombres en la batalla,
tales eran sus virtudes y a fe que las había desarrollado bien. A veces era un poco
intolerante con todo lo demás. Sin embargo, una de las cosas por las que Genoveva
se había interesado por él al conocerle había sido su capacidad para escuchar.
Es posible que esto no fuera del todo exacto, admitió la joven para sí, porque la
verdad era que se había interesado por él desde la noche en que lo había visto en la
corte de Eduardo. Eduardo había oído contar que el rey francés se había quedado
embelesado con la poetisa y baladista de Bretaña y había querido tenerla en su
propia corte. Genoveva se había alegrado por la invitación, ya que los reyes pagaban
bien y ella soñaba con ser económicamente independiente algún día.
Cuando era muy joven la habían casado con un muchacho de una familia de
mercaderes muy parecida a la suya, un muchacho que había soñado con ser rico y
nadar en el esplendor. Henry había sido nombrado caballero en el campo de batalla
por el rey de Inglaterra. Pero Henry había caído en el campo de batalla y ella se había
quedado con las deudas contraídas por Henry al adquirir los caballos, la armadura,
el paje y los demás pertrechos que le habían permitido saborear algunos momentos
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
de gloria. Habían sido tiempos de desesperación para ella. Los ricos le habían hecho
ofertas… a cambio de sus favores sexuales. Eran hombres casados que anhelaban una
amante secreta. Aunque su matrimonio con Henry había sido consecuencia de un
pacto entre familias, los jóvenes esposos se habían querido y ella había tomado la
determinación de no ser amante de ningún hombre rico y de no renunciar a su
libertad, por muy desesperada que estuviera. Había pasado una noche en el suelo de
la capilla de la pequeña mansión en la que había vivido con Henry, sin apartar los
ojos de una escultura de la Virgen María y rezando hasta el amanecer.
Al día siguiente empezó a componer, a poner por escrito sus pensamientos y
sentimientos. Al cabo de otro día añadió música a las palabras, arrancando sonidos al
laúd. La primera vez cantó en casa de una viuda noble, amiga suya desde hacía
mucho; luego cruzó el Canal de la Mancha y cantó por toda Europa. Pronto olvidó
sus raíces y fue acogida en todas partes como una de las artistas más dotadas de la
época.
Sin embargo, temía el día en que su talento y su belleza dejaran de entusiasmar
a la gente, pues aunque los miembros de la realeza y la nobleza competían por ella a
la sazón, no siempre sería así. Quería tener seguridad económica cuando llegara
aquel momento, para no volver a depender de los caprichos de la nobleza… ni verse
reducida a ser el juguete bien vestido y bien educado de algún rico. Con ese objetivo
en la cabeza, había puesto freno a los avances de los ricos y nobles con quienes había
tropezado, y se las había arreglado para esquivar las proposiciones del rey de
Inglaterra y del soberano de Francia con una actitud serena y fría y una negativa
firme.
Entonces conoció a Robert.
Estaba sentado a la mesa del rey aquella noche, recién llegado de alguna
campaña. Había entrado en el salón con la armadura puesta. A Genoveva, nada más
verle cruzar el umbral, le había parecido un ser casi de fantasía, por encima de toda
realidad, un caballero salido de alguna leyenda. Su paje iba detrás de él. Mientras el
caballero hablaba con el rey de la batalla que se estaba librando, el paje le quitaba las
piezas de la armadura. Incluso con la cota de malla y la túnica azul y oro le había
parecido por encima de toda realidad, por encima del rey, con aquel cabello negro
como el carbón, abundante y espeso, que le caía sobre la frente, aquellos
sorprendentes ojos verdiamarillos, aquella piel broncínea y aquellos rasgos atractivos
y nítidamente cincelados.
Genoveva lo había visto desde el extremo de la mesa, donde estaba sentada
entre nobles de menor cuantía y algunos clérigos, pero él no se había fijado en ella…
hasta que le indicaron que cantara. Entonces, por primera vez en su vida, había
tenido la sensación de que unos ojos masculinos la acariciaban. La mirada del conde
parecía bañarla en fuego líquido. La inflamaba, la tocaba físicamente. Había
sepultado en la tumba de Henry la sola idea de desear a otro hombre, aunque lo
cierto era que no habían estado juntos el tiempo suficiente para que ella supiese lo
que era la pasión. Y mientras cantaba, mientras se esforzaba por no apartar los ojos
del público, sentía que él la miraba. En su interior despertaron extraños sentimientos.
Siempre le habían gustado los cuentos de hadas y las leyendas. Él era como un
caballero de aquellas leyendas, más alto, más feroz y más rápido que los demás, más
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llamativo, más valiente…
Un noble. Pariente lejano del rey. Fuera de su alcance. Un hombre de la misma
extracción social que todos los que le habían hecho proposiciones con anterioridad,
los que querían poseerla, gobernarla, quizás incluso amarla, aunque a su manera.
Como amante.
Trató de olvidarlo. Trató de olvidar sus ojos.
Aquella noche, el paje, un joven llamado Alex, se presentó para invitarla a los
aposentos del caballero. Se negó a ir. Alex suplicó, rogó, amenazó. Ella siguió
negándose. No le importaba lo rico o maravilloso que pudiera ser el conde de
Betancourt. No quería conocer el dolor de conocerlo. Ni querer lo que no podía tener.
Pero cuando se disponía a meterse en la cama, lord Robert apareció de repente
ante ella en la pequeña habitación. La muchacha sintió miedo, indignación y pánico.
Se esforzó por quedarse muy quieta, de pie junto a la cama, descalza y con una
sencilla camisa de dormir de color blanco. Miró al hombre con el mayor desdén.
—¿Cómo os atrevéis, señor…?
—¿Estáis sorda? ¿Acaso no sabéis quién soy?
—Si fueseis un caballero con algún sentido de la dignidad, sir, habríais llamado
a la puerta y esperado mi autorización para entrar. Mejor aún, si fueseis un hombre
con los modales de quien merece que se le reciba, habríais tenido en cuenta mi
negativa.
—Soy el conde de Betancourt, señora, y no estoy acostumbrado a que me
menosprecien las doncellas.
—Pero yo no soy doncella de nadie. Soy mi propia ama.
El conde no le hizo el menor caso.
—Quiero haceros una proposición.
—¡Mi señor! —exclamó Genoveva con dignidad—. Os aseguro que no estoy
interesada. ¡A pesar de toda vuestra arrogancia, he rechazado proposiciones de
hombres mejores que vos!
El conde arqueó una ceja. De repente curvó los labios como quien quiere sonreír
y, aunque su arrogancia no cedió, pues tenía la barbilla levantada y las anchas
espaldas muy tiesas, en su actitud se percibió algo más sensible y humano.
—¿Hombres mejores? —preguntó—. ¡Ah, mi señora! Habrá hombres más ricos
y con títulos más elevados, pero no mejores, os lo aseguro.
—Pero es indudable que los habrá más modestos, mi señor.
—Sí, pero la modestia no tiene a raya a un contrincante, señora. No obstante,
admito mi deseo de burlarme de vos y de pincharos, pues nunca he conocido a una
mujer tan testaruda. Y aunque no conozco el contenido de las proposiciones de que
habéis hablado, dudo que tengáis la menor idea del contenido de la mía, que tan
ansiosa estáis por rechazar. No es una proposición indecente, os lo aseguro.
—¿De veras? —dijo Genoveva, entornando los ojos con recelo.
—Estoy educando a mi hermana Lavinia, que es más joven que yo. Mi
proposición, señora, es que acudáis a mi casa para entretener a mi familia. Por
desgracia, mi padre falleció cuando yo llegué a la mayoría de edad y, aunque mi
hermana ha aprendido mucho sobre guerras y campañas, ignora por completo, o al
menos eso me dice, las artes de la vida civil. Desea aprender a leer, a escribir y a
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
componer música. Me temo que yo no tengo paciencia para fines tan frívolos.
—Seguro, mi señor, que vuestra esposa…
—Estuve casado hace tiempo, por deseo de mi padre, con la hija del conde de
Claiborne. Por desgracia, fue víctima de la peste que tan cruelmente nos atacó.
Genoveva no sabía por qué la interesaba tanto aquel hombre; quién sabe, tal vez
fuera porque ella parecía hacerle gracia. Era altanero y arrogante, pero brusco y
sincero también, y había algo en sus ojos…
Algo peligroso, pensó.
—Yo… yo, en estos momentos, estoy comprometida…
—Pero todos los compromisos concluyen, señora. Os pagaré en oro, con
generosidad, os lo prometo.
—Pero…
—No debéis tenerme miedo, señora —dijo el conde, sonriendo de nuevo y
cruzándose de brazos.
—¿Qué?
—No me interesa comprar… cómo lo diría… favores especiales. Quizá esto os
sorprenda, pero no necesito dinero, promesas ni sobornos para encontrar compañía,
y creo firmemente que ni el amor ni el trato carnal deben comprarse. Ambos son
regalos si llegan con buena voluntad por ambas partes.
Se estaba riendo de ella, pensó Genoveva. O quizá le estaba diciendo que jamás
pagaría para obtener ciertos servicios de su parte. Que si él la deseaba, ella,
sencillamente, sucumbiría a sus encantos, su fuerza y su arrogancia.
—Podéis estar seguro, señor, de que sólo me acostaré con el hombre que me
despose.
—¡Ay de mí! ¡Moriré con el corazón roto! —dijo el hombre con voz burlona y
ella se ruborizó hasta las orejas, muy a su pesar. Él siguió hablando, con un tono más
suave, profundo y matizado y en cierto modo más provocativo—. Pero respetaré
vuestros deseos, señora. ¿Iréis a mi casa? Os pagaré bien.
El conde le ofreció una suma asombrosa, pero Genoveva ocultó el placer que
sintió ante la perspectiva de ganar aquella cantidad. Sí, era más que suficiente. Más
que suficiente para ser libre el resto de sus días, siempre que tuviera cuidado.
Así pues, había acudido al castillo de Betancourt. Él no estaba allí cuando llegó.
Lavinia le había preparado una habitación grande y hermosa que daba a los jardines
y Genoveva no tardó en tomarle cariño a la hermana menor de Robert, así como al
castillo. Unas secciones eran muy antiguas, construidas sobre ruinas romanas, y otras
eran más recientes. Había un gran salón con hermosos ventanales, exquisitas
alfombras, sillas ricamente tapizadas y asientos en los huecos de las ventanas. Su
habitación era preciosa y enorme, con una inmensa chimenea de mármol y una
terraza que conducía a la muralla que daba al río.
Y estaba la biblioteca, entre su cuarto y los aposentos del amo, las habitaciones
de Robert de Betancourt. Genoveva iba a menudo a la biblioteca, tantas veces como
quería, pues gracias a ella Lavinia ya sabía leer.
Robert se había presentado en una ocasión. Tal como había prometido, no le
pidió nada. Una vez por semana requería su presencia en la biblioteca para que le
informara de los progresos de Lavinia.
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
El conde partió a la guerra por encargo del rey.
Hasta el momento ni siquiera la había tocado.
Pero Genoveva sentía su contacto de manera creciente…
Oh, sí, sentía la caricia de sus ojos. Y su voz profunda y matizada provocaba un
caliente y bailoteante escalofrío en su columna. Genoveva tenía que hacer un
esfuerzo para hablar con él sin que se le notara, para no perder la compostura.
Pero aquel día, a pesar de sus ganas de pincharla, parecía cansado. Estaba
apoyado en la puerta cuando ella dio un grito y dejó caer el libro mientras bajaba del
taburete. Se acercó a él con presteza y se quedó petrificada cuando los ojos del conde
se clavaron en los suyos.
—Estáis sangrando, señor.
—Es sólo un rasguño.
—Incluso un rasguño puede matar, señor, si no se cura adecuadamente.
—¿Y vos podéis curarlo adecuadamente?
—Puedo, señor.
—¿Y estáis dispuesta a hacerlo? —preguntó, esbozando una sonrisa inquisitiva
—. Tenía entendido que os disgustaba, Genoveva.
—A veces sois un patán arrogante, lord Robert —dijo la joven con suavidad—,
pero la arrogancia no es un delito que haya de ser castigado con la muerte.
—Claro que no —dijo el conde con voz burlona—, yo diría que es una virtud.
Genoveva suspiró con exasperación.
—Burlaos de mí, sir, y es muy posible que muráis.
—¿Sois una hechicera quizá, con la voz de oro de aquellas sirenas que
arrastraban a los hombres a la perdición? ¿Una bruja que me emponzoñará para
hacerme sufrir?
—No soy una bruja.
—Pero entendéis de pociones.
—¡Sé leer! —exclamó la joven, a punto de perder la paciencia—. Entendedlo
como os plazca, mi valiente, noble y arrogante señor. ¿Tenéis miedo de mis manos?
—Oh, por supuesto que sí —dijo el conde muy suavemente—. Pero el hombro
me duele mucho. Está bien, señora, hágase vuestra voluntad.
El conde llamó a su paje y entre el fuerte joven y ella le despojaron de la
sobreveste, la túnica, las corazas y la malla. Genoveva llamó a una joven doncella de
la cocina y le encargó que cociera las hierbas que necesitaba para curar la herida de
Robert. Éste se sentó ante el fuego de la biblioteca y Genoveva le cosió la herida.
Cuando terminó, le aplicó un emplasto y le vendó cuidadosamente,
—Pardiez, menuda adquisición hice. Poetisa, alquimista y médica a la vez…
habida cuenta de que no sois bruja —dijo el conde, levantado los ojos hacia la
muchacha.
Genoveva se esforzaba por no prestar atención a los músculos desnudos que
tocaban sus dedos, ni al calor de su carne, ni a su olor. Sin mirarle a los ojos, replicó
secamente:
—Os lo dije, señor. Sé leer. Y he aprendido muchas cosas de los libros.
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
El conde no contestó, pero la sonrisa que esbozó fue de escepticismo.
—¡Libros! Eso es para soñadores.
—Vuestro brazo curará pronto, ya lo veréis. Y no por arte de magia ni por
ningún misterio, sino porque he aprendido de quienes han existido antes que yo.
—¿Así que leéis sólo para aprender? —preguntó el conde.
Tenía los ojos muy oscuros. Profundos. Genoveva tenía aún los dedos sobre su
piel y los apartó casi con brusquedad.
—No, señor —dijo, retrocediendo un paso—. Leo para aprender, para
quedarme con lo que se da. Y leo para soñar, para ver la vida de otras personas, para
volar, para elevarme.
—Los sueños sólo se pueden materializar con sudor y sangre en el campo de
batalla.
—Quizá. Pero ningún hombre es capaz de saborear, tocar y sentir todo lo que la
vida puede ofrecer. Pero en un libro, mi señor… en un libro todo es posible.
—Tal vez os permita enseñarme.
—Tal vez sepa hacerlo —dijo Genoveva con serenidad.
¡Ah, tenía que haber adivinado sus intenciones! En aquel momento se dio
cuenta de que lo que le había llevado hasta ella era el desafío.
—Me enseñaréis —dijo el conde con firmeza.
—Quizá más adelante.
—Quizás ahora.
—Sería mejor que antes revisáramos mi contrato…
—¡Sería mejor que antes trajerais un libro!
—¡Tenemos que revisarlo! —dijo Genoveva con altanería, pero como él estaba
muy cerca y era muy fornido, y ella temía que la tocara, corrió a buscar un libro.
La tarde se convirtió en noche, pero fue como si el tiempo no hubiera
transcurrido en absoluto. El conde conocía los rudimentos, pues se los habían
enseñado de pequeño. Pero nunca había leído un libro. Genoveva le inició con un
manual de ballestería. Lo leyeron al alimón, con las cabezas juntas e inclinadas
mientras el tiempo parecía volar.
Finalmente, el conde se levantó para coger otro libro. Entonces vio el viejo
volumen que se le había caído a Genoveva al llegar él. Lo recogió del suelo y ella
ahogó una exclamación; corrió para quitárselo de las manos e inspeccionarlo
cuidadosamente, esperando no haberlo estropeado al dejarlo caer. El conde se echó a
reír.
—¡Ay, Genoveva! Y yo que pensaba que os preocupabais por el estado de mi
carne. Sois mucho más tierna con ese libro.
—Es mucho más frágil que vuestra carne.
—¿Y qué libro es?
—En realidad, no lo sé —dijo Genoveva—. Es muy antiguo, con hermosos
grabados y una historia…
—¿Una historia…?
—Una historia de amor, tan bellamente contada como caligrafiada. Creo que
data de los primeros siglos después de Cristo, y esta versión en particular la copió en
latín un monje muy hábil.
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
—¿Una historia de amor escrita por un monje?
—Los monjes son artesanos muy hábiles —le recordó Genoveva, tratando de no
ruborizarse—. Pero no creo que el monje fuera el autor original. Creo que este cuento
lo urdió una mujer, una mujer de gran sentimiento y sensibilidad.
—¿Eso que a menudo les falta a los guerreros?
—Deberíais saber la respuesta a esa pregunta, mi señor —dijo Genoveva
encogiéndose de hombros.
—Deberíamos leerla.
Genoveva fue a protestar, pero él tenía ya el libro en la mano, abierto por la
primera página. Qué largos tenía los dedos. A pesar de su poder y del tamaño y la
fuerza de sus manos, sujetaba el libro con delicadeza, y pasaba las páginas de manera
que el frágil papel no se rasgara.
—Empezaré yo.
Y empezó. Pero no tardó Genoveva en encontrarse con el libro en sus propias
manos y leyendo en voz alta. Estaba absorta en la historia y él guardaba silencio sin
dejar de mirarla. El fuego chisporroteaba tras ellos. Cálido, acogedor. Genoveva
estaba inmersa en aquella historia de amores perdidos, de dos corazones y dos almas
que luchaban por reencontrarse, de fuerzas malignas que los mantenían separados.
El héroe, Damon, esforzándose por ser elevado, describía a su amor en estos
términos:
«Pues su fragancia era como un campo lleno de flores, su piel sabía a miel y
ávida. Estar…»
Genoveva se detuvo y él le cogió el libro.
«Estar en lo más profundo de su dulce fuego, de una parte de ella, era a la vez
temor y éxtasis, era morir para volver a vivir. Amar, elevarse…»
El conde se detuvo. Genoveva levantó los ojos y vio que Lavinia estaba en la
puerta. Con doce años ya era casi una señora, pero con una dulzura de espíritu que la
hacía parecer aún muy joven e inocente.
—¡Robert! —exclamó, besando y abrazando a su hermano, procurando no
tocarle la herida—. Acabo de enterarme de que estáis en casa. ¡Ni siquiera habéis
venido a verme!
—Necesitaba que le vendaran el hombro —dijo Genoveva rápidamente.
—Me ha engatusado… para que leyera —dijo Robert.
Lavinia rió con alegría.
—Es muy buena en eso.
—Ya lo creo —dijo Robert, mirando a Genoveva.
—Ya que estáis aquí, hermano —dijo Lavinia con firmeza—, tenéis que venir a
cenar. Inmediatamente. Es muy tarde y tengo mucha hambre.
—Vamos, la cena está servida —dijo Robert a Genoveva, alargándole la mano.
Desde su llegada al castillo, Genoveva había comido con Lavinia, salvo cuando
Robert estaba en casa. En tales ocasiones se había quedado en su habitación,
manteniéndose alejada de él, salvo cuando la llamaban para que cantase.
—Perdonadme. Estoy cansada.
—No os perdono. Tenéis que comer y la comida esta lista abajo. —Vaciló,
inclinó la cabeza y le ofreció la mano—. Por favor, señora, ¿tendréis la bondad de
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
acompañarnos?
Y la mano de Genoveva tocó la del conde…
Tras aquella velada empezaron a cambiar las cosas. Ella bajaba a cenar todas las
noches y, a veces, leía un rato con él. Le observaba cuando entrenaba con la espada y
la lanza en el patio, mientras recuperaba las fuerzas. Al final de la semana, la herida
del conde estaba más que cicatrizada. Le retiró los pequeños puntos que le había
dado. El conde la hacía reír y sonreír a veces. Una tarde que estaban leyendo,
Genoveva conoció su pasado.
—Esta historia vuestra no es más que un cuento infantil —le dijo el conde con
impaciencia—. Que los dos se enamoren. La vida no es tan mágica.
—Vuestra vida sí lo es —comentó ella.
El conde se levantó y se acercó a la ventana con el manto arrastrando y las
manos en la espalda.
—¿Mágica? Señora, volví de la guerra con dieciséis años y descubrí que una
muchacha de trece a la que nunca había visto me esperaba en la capilla para ser mi
esposa. Me proporcionó tierras muy ricas en Poitiers y era de muy noble cuna, por lo
que se estimó que era perfecta para mí.
—¿Pero? —susurró Genoveva.
El conde se encogió de hombros.
—Pero era tímida y más frágil que vuestro libro. Me daba lástima y le ahorraba
mi presencia al máximo. Tras dos años de matrimonio, casi murió al dar a luz y
perdimos al niño. No era una mujer fuerte y yo juré entonces que no volvería a
acercarme a ella, pero no sirvió de nada, pues no dejaba de llorar por el niño muerto
y se culpaba por no servir como esposa. Era un matrimonio bendecido por el diablo,
y no es que nos detestásemos, nos apreciábamos… pero aquello no era amor.
¿Entendéis ahora por qué a veces me cansa ese cuento de hadas vuestro?
—La vida es lo que hacemos con ella —dijo Genoveva con vehemencia.
—¿En serio?
—Yo he construido mi vida y soy feliz con ella.
—¿Feliz? —preguntó él, sonriendo amargamente—. Ésa es la cuestión,
Genoveva. Sois joven y Dios os ha bendecido, o quizá maldecido, con una increíble
belleza. Unos ojos del color de las violetas, un cabello dorado, una piel blanca como
el mármol. ¿Y para qué os sirve todo esto? Vos sola os habéis condenado a envejecer
en la soledad. ¡Ojalá vuestros libros os calienten cuando hayan pasado los años,
señora, y penséis en el amor que habéis desdeñado!
—¿El amor? —susurró—. Me han ofrecido casas, condados, vestidos y joyas,
pero amor nunca, mi señor.
—¿Y si os ofrecieran amor? Para vos, señora, sólo existe con un anillo de boda.
—¡Existe con un compromiso! —respondió ella—. Existe con el cariño, con el
necesitarse, con…
—Con un anillo de boda —dijo el conde con cansancio, volviéndose hacia ella
—. Según la ley, señora, no puedo casarme sin el consentimiento del rey.
—¡Yo jamás he dicho que tengáis que casaros conmigo! Sólo que no puedo…
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
—¿No podéis qué?
—No puedo… interesarme por un hombre destinado a casarse con otra
heredera y a tener hijos con ella mientras yo me quedo esperando en una casa de
Londres o en una finca rural.
—Yo lo preferiría a la soledad y a este sufrimiento.
—Pues yo preferiría la libertad y la dignidad.
—¿Al precio del amor?
—¡Así conservo mi alma! —exclamó Genoveva.
El conde dio media vuelta, golpeó la pared con el puño y todo el castillo pareció
temblar. Salió de la habitación sin mirarla, dando un portazo de despedida.
Genoveva no pudo dormir aquella noche. Con el pelo suelto, inquieta, vestida
con la camisa blanca y descalza, dio un respingo cuando una ráfaga de viento abrió
los postigos que daban a la terraza y a la muralla. Salió a pasear y vio que se acercaba
una tormenta. Un rayo partió el cielo con una zigzagueante línea de oro y se levantó
un fuerte viento que le arremolinó el cabello y le cubrió el rostro y el escote de la
camisa de dormir con suaves mechas de seda. Genoveva no supo qué le indicó la
presencia del conde; no había oído nada, pero el instinto le advirtió que se volviese.
También él contemplaba la tormenta. Entre ellos se interponía toda la anchura
de la biblioteca, pues, al igual que ella, había salido a la terraza y estaba inmóvil, a
merced del viento. Llevaba una bata de terciopelo cobalto y nada más. El viento le
azotaba el cabello, que caía sobre sus acentuados rasgos. Estaba descalzo y cuando el
viento le abría la bata se le veían las musculosas pantorillas.
Genoveva habría podido cambiar las cosas en aquel punto. Habría podido dar
media vuelta y regresar a su habitación, cerrando los postigos para aislarse del viento
y la tempestad. Pero no se movió. El viento gemía a su alrededor, como si la llamase.
Era un viento frío, pero parecía como si el rayo le hubiera fulminado las entrañas. El
conde caminaba hacia ella, mirándola, sin tocarla todavía. Entonces le gritó:
—¡No puedo casarme con vos! El rey nunca lo permitirá. Soy un conde, pariente
de Eduardo. Vos sois una plebeya.
Genoveva siguió sin moverse. No necesitaba decirle aquello; lo sabía
perfectamente.
¡Ya! Huye del viento, huye del hombre…
Genoveva cerró los ojos. Él seguía sin tocarla.
—¡Por el amor de Dios! —gritó el conde.
Ella abrió los ojos al instante. El conde tenía los brazos en jarras. Estaba tan
cerca que sentía el calor que emanaba de su cuerpo y veía la tensión que le hinchaba
los músculos del cuello, haciendo que una vena latiese con ferocidad.
—¡Marchaos! —dijo Robert—. Volved dentro, salvad vuestra alma, vuestra
dignidad, vuestro orgullo, vuestra libertad.
Sí, es lo que debería haber hecho. Pero no podía moverse. En el cielo se vio otro
rayo cegador. El viento soplaba con furia.
Entonces se puso a llover. Caían gruesas gotas, empapando la camisa de dormir
de Genoveva y amoldándola a su cuerpo. Robert lanzó una maldición, como si
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
gritara su dolor a los viejos dioses del paganismo; entonces la cogió en brazos y echó
a correr por el adarve.
Hacia sus aposentos.
La cama era enorme, con un dosel del que colgaban fastuosas cortinas de
damasco negro y rojo. El fuego ardía en la chimenea como un oasis de confort en
medio del frío de la noche lluviosa. Convertía la habitación en un país dorado, donde
sólo había unos cuantos rincones de sombras místicas. Genoveva tenía la mano
apoyada en el corazón de Robert. Podía oír sus latidos y ver la tensión salvaje e
inquieta de su mirada. Robert la tendió sobre la cama de damasco, desparramando
su cabello sobre la almohada y sin dejar de mirarla. Ella también lo miraba,
asombrada de no encontrar palabras cuando tanto las necesitaba.
Él habló primero.
—«Pues su fragancia era como un campo lleno de flores, su piel sabía a miel y a
vida. Estar en lo más profundo de su dulce fuego, de una parte de ella, era a la vez
temor y éxtasis, era morir para volver a vivir». —Se inclinó sobre ella, rozándole
apenas los labios con los suyos. Luego volvió a mirarla a los ojos—. «Amar, elevarse,
alcanzar la gloria del cielo en la tierra». —También esta vez se interrumpió y el conde
se irguió de repente—. Por el amor de Dios, señora, marchaos. Corred. Huid de mí y
conservad vuestra alma.
Ella seguía sin poder moverse; sólo sentía el calor dorado del fuego y la
cercanía del hombre. Saborear la textura, la fuerza y la acentuada belleza de sus
rasgos. Se moría por tocarle.
—¡Idos! Por el amor de Dios…
—¿Por el amor de Dios? ¿Tan noble sois que queréis que os lo dé todo? —gritó
Genoveva—. Luchad por lo que deseáis. ¡No cedáis tan aprisa! Permitid que me
quede. ¡Dejadme algo de orgullo!
De repente estuvo entre sus brazos y éstos la estrecharon con tanta fuerza que
apenas podía respirar.
—Voto a Dios, señora, pido al cielo que vuestras palabras expresen la verdad de
vuestro corazón, porque ahora ya nunca me dejaréis…
Esta vez le aplastó la boca con la suya y se la llenó con la ávida lengua. Posó sus
manos en ella, la cubrió de caricias y su beso febril arrasó su boca. La tela húmeda le
cayó de los hombros y Robert bajó los labios hasta la carne desnuda que dejó al
descubierto, y siguió bajando. Cerró los labios sobre su pecho por encima de la
camisa empapada, cogiendo el pezón entre los dientes y acariciando alrededor con la
lengua. La sensación fue como el rayo que había cruzado el cielo, ardiente,
zigzagueante, y así como había llenado el cielo nocturno de luz, llenó su cuerpo de
un fuego creciente. Genoveva dio un grito y lo rodeó por fin con los brazos,
temblando de pies a cabeza a causa del fuego que la consumía y el éxtasis de sentirse
abrazada de aquel modo, amada de aquel modo, deseada de aquel modo…
Deseando a su vez.
Robert trató de bajarle la camisa de dormir, pero no pudo. Con una exclamación
de impaciencia, rasgó el tejido. La bata se le abrió con el movimiento y ella sintió
contra sí la tórrida espesura de su velludo cuerpo, un cuerpo de caballero, duro y
firme, curtido, broncíneo. Fuerte, exigente y entregado…
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
Su contacto, sus besos, sus caricias… todo lo percibía en un remolino de niebla
dorada y placer. Tan íntimo que generaba líquidos y emanaba deseo. Robert podía
moverla como deseara y tocarla a voluntad. Ella no había conocido un deseo
semejante, intenso, ávido como el hambre. Y cada dulce caricia parecía elevarla en el
aire, hacerla volar, abandonar la propia carne y aun así sentir la tierra con cada fibra
de su ser. Por fin, los dos fueron uno.
Y fue como morir y tocar el cielo, sufrimiento y éxtasis, y un placer dulcísimo.
El grito masculino resonó como un trueno en la noche. La estrechó con fuerza,
como si nunca fuese a soltarla. Genoveva estaba viva y poco a poco iba soltando el
cielo y bajando a la tierra, junto a él. Y la tierra misma era el cielo, pues él la abrazaba
con fuerza y la luz del fuego los bañaba suavemente a pesar de la violencia de su
abrazo.
Genoveva había hecho lo que había jurado no hacer nunca. Ahora era una
amante. Se había desprendido de su orgullo y de su dignidad.
Y de su alma…
Pero no importaba, pensó. Y el dolor que llegaría después tampoco importaba.
Porque le amaba.
—¿Qué haremos ahora? —susurró ella.
—Vivir.
—Pero…
—Y amar —dijo Robert, poniéndose sobre ella, apoyando las manos a ambos
lados de su cuerpo—. Dulce Jesús, ¡os amo! Desde el momento en que os vi… qué
necio era yo. Me creía por encima del amor de una sola mujer. Creía que os podría
mirar como un hombre mira una hermosa obra de arte, arte frío, una escultura de
piedra quizá. Nunca tuve intención de haceros daño, ni de poseeros. Pero ante Dios
os digo, Genoveva, que os amo.
Ella casi se echó a llorar. Se mordió el labio inferior, conteniendo las lágrimas.
—Y yo…
—¡Sí, señora!
—¡Santo Dios, yo también os amo!
En tal caso ya no había nada más que decir. Nada, porque la caricia de los labios
masculinos y la avidez de su abrazo lo dijeron todo.
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
—Olvidáis las normas de la caballería y de las justas, Genoveva. Vos sois la
poetisa, la gran lectora. Un caballero lleva los colores de cualquier doncella a la que
admire de lejos, de cualquier dama a la que quiera poner sobre un pedestal para
adorarla. ¡Seguro que tales cosas pasan porque a menudo un caballero tiene que
casarse con una rica condesa que tiene hasta bigote!
Robert no sonreía y ella supo que hablaba completamente en serio, y lamentó lo
que había dicho. Bajó la cabeza.
—Perdonadme. Ya sé que me amáis.
—Y no es suficiente.
—¡Es suficiente! —exclamó la joven con vehemencia.
No lo era. Para ninguno de los dos. Pero ella le amaba profundamente, y así
pasaban los días.
Al cabo de un tiempo, volvieron a llamar a Robert al servicio del rey y Robert se
puso en camino con sus hombres de armas. Genoveva contaba los días, esperando su
regreso, rezando para que volviera a casa sano y salvo.
Hasta que por fin regresó. Un sirviente fue a decirle que estaba en el gran salón
y Genoveva corrió a reunirse con él, ajena a los hombres que estarían rodeándole. Su
expresión era ardiente al posar los ojos en él, pero la expresión del conde era oscura,
sombría, dolorida.
Aunque ella anhelaba tocarle al menos la mejilla, él no se acercó. Conocía el
corazón de la muchacha y nunca había permitido que sus relaciones quedaran al
descubierto delante de sus hombres. Genoveva temió morir antes de que el día
terminara y él acudiera a su lado.
Pero mientras hablaba con Reinaldo de Poitiers en el salón, éste levantó un vaso
hacia ella e hizo un comentario sobre la buena suerte de lord Robert.
—Creo que me he perdido algo —dijo Genoveva—. ¿A qué buena fortuna os
referís, Reinaldo?
—Bueno, todavía no es un hecho, pero parece que el rey ha pactado un nuevo
matrimonio para el conde de Betancourt. Será anunciado el próximo jueves, después
del torneo real. Tendrá que casarse con Blanche, condesa de Durham, prima del rey
de Noruega. Será un enlace espléndido. Tiene dieciséis años, es muy bella e
increíblemente rica —Reinaldo levantó la copa de plata—. ¡Por nuestro señor, Robert
de Betancourt!
Genoveva asintió con la cabeza y sonrió. Se sentía mal, como si deseara morir.
Salió corriendo del salón y fue a su aposento. Se sentó en el suelo, delante de la
chimenea, abrazándose las rodillas contra el pecho, esforzándose por contener el
escozor de las lágrimas. Al cabo de un rato, oyó que llamaban a la puerta, a la que
había echado el cerrojo.
—¡Marchaos, conde de Betancourt! —dijo con voz tajante.
La llamada no se repitió y tuvo ganas de gritar de dolor. ¡Robert ni siquiera lo
había intentado!
Entonces se levantó de un salto. Robert había entrado por la ventana de las
murallas. Se acercó a ella con pasos ágiles y rápidos. Genoveva lanzó una
exclamación de furia y le golpeó el pecho con los puños para librarse de su abrazo.
Pero él no pensaba dejarla escapar. La besó y ella ya no pudo soltarse. Robert la
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
acarició y tuvo la sensación de que no palpaba ropa, sino carne desnuda.
—Tontita, os amo —dijo. Genoveva forcejeaba todavía, pero no podía vencer a
su propio corazón, ni a su alma ni a sus miembros. Robert apartó las ropas de la
cama y la tendió sobre las sábanas frías, cubriéndola con sus besos y caricias más
tiernos, haciéndole el amor con una pasión y un ardor rayanos en la violencia.
—No será un vejestorio con bigote —dijo Genoveva cuando se entibió el
entusiasmo y se quedaron tendidos en la cama—. Dieciséis años, hermosa, prima del
rey de Noruega, tan rica como pueda imaginarse. Os ayudará a forjar una buena
dinastía, imagino.
—Genoveva…
—¡No! —exclamó ella, alejándose de él y tirando de las sábanas para cubrir su
desnudez—. Me alegro por vos, de veras. No me haría las cosas más fáciles el que
fuera vieja, fea y horrible. ¿No veis que no cambiará nada? Y esto tenía que llegar.
¡Sabía que tenía que llegar! Siempre tuve miedo, porque lo sabía…
—¡Genoveva! —dijo él bajando de la cama desnudo, semejante a un gato y
dispuesto a detenerla.
La muchacha se apartó de él con la mano estirada.
—¡Por favor! —susurró—. ¡Por el amor de Dios!
—¡Sí! ¡Por el amor de Dios! —dijo Robert, y Genoveva quedó atrapada entre la
puerta y el corpachón del hombre. Genoveva apoyó la cabeza en el hombro
masculino. Ya no podía contenerse más… las lágrimas empezaron a rodarle por las
mejillas.
—¡Por favor, dejad que me vaya! —susurró—. A algún sitio lejano, os lo
ruego…
—¡Por favor, mujer, concededme algo! —imploró Robert—. ¡Concededme
tiempo! Concededme hasta que el trato se formalice y juro que me ocuparé de que
podáis ir donde deseéis.
—¿Nunca volveréis a tocarme, ni trataréis de encontrarme? ¡Jurad que no
volveréis a verme!
—Dadme ese tiempo, Genoveva. Dádmelo y juraré lo que deseáis. Maldita sea,
Genoveva, todavía no estoy casado, y quizás…
—¡El rey ha pactado ese matrimonio!
—Genoveva, dadme tiempo.
—No puedo…
—¡Debéis!
Se odiaba a sí misma, le odiaba a él. Pero durmió en sus brazos aquella noche y
en aquellas circunstancias no podía odiar a nadie. Porque le amaba.
Robert estaba en la biblioteca con Lavinia, que no dejaba de hablar.
—Me encantaría ir a Noruega —decía con aire soñador—. Conocería a un
vikingo y me casaría con él. Son tan apasionados…
—¡Silencio, Lavinia! —bramó Robert. Miró a su hermana y vio su cara de
abatimiento. Estaba demasiado acostumbrado a mandar y a dar órdenes a gritos—.
Todavía no leo bien —admitió a regañadientes—. Y estoy buscando algo.
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
—¿Qué? —preguntó Lavinia.
—Una historia. Mi tutor me la leyó hace años. No la había recordado hasta
que…
—¿Hasta qué?
Robert de Betancourt miró a su hermana. Se estaba convirtiendo en una beldad
de hermoso cabello oscuro, brillantes ojos verdes y figura esbelta y ágil. En otra
época había llegado a planear el futuro de la joven. Habría sido una buena esposa
incluso para uno de los muchos hijos del rey. Pero la vida de Robert había cambiado.
Desde el instante en que había oído una voz melodiosa cantando en un gran salón,
una voz que le estremeció el corazón, el alma…
Genoveva. Con su cabello dorado y sus ojos azul violeta, con la belleza absoluta
y perfecta de su rostro, liso como el mármol, suave como la seda. Sí, era hermosa,
más hermosa en persona de lo que proclamaba su reputación, y más interesante
también. Su belleza le había traspasado, pero no era un necio. Muchas mujeres eran
hermosas. No había sido su belleza exterior lo que le había hecho perderse. Lo que le
había enamorado era lo que había dentro de ella: su capacidad para hechizar con las
palabras y la música, su elegancia, su espíritu.
¡Había hecho que le gustara leer!
Cuando regresó a casa, estaba desesperado. Había jurado que no volvería a
tocarla.
Entonces la había visto y supo que moriría si no la tocaba.
Pero no soportaba que Genoveva sufriese, y mientras la tenía abrazada durante
la noche recordó la historia. Lo único que tenía que hacer era encontrar lo que quería.
De repente dio un grito y recorrió con el dedo la página mientras leía las
palabras una y otra vez. Arrojó el libro al suelo y se echó a reír, cogió a Lavinia por
los hombros y bailó con ella por toda la habitación.
—¡Lo tengo! —gritaba, besando a su hermana en la mejilla—. ¡Lo tengo!
—¿Qué? —preguntó Lavinia.
Robert negó con la cabeza.
—No importa —dijo—. Escuchadme bien, voy a ir a la corte del rey. Decidle a
Genoveva que no se vaya ahora. Si lo hace, la perseguiré hasta los confines de la
tierra y no le daré un momento de paz. Si todo va bien, volveré a casa el viernes.
—Pero… —fue a decir Lavinia.
—¡Haced lo que os digo! —ordenó Robert.
Y se fue.
Se había ido sin decirle una palabra. La vida pareció vaciarse de significado.
Genoveva tuvo que volver a ocuparse de su música, sus palabras. Sus libros, sus
sueños…
¡Ah, pero por una vez la lectura la había traicionado! Se había dejado engatusar
nada menos que por las palabras escritas en el libro que ella le había inducido a leer.
Quería irse; él había dicho que no debía hacerlo. Y en aquel momento era
especialmente importante jugar con sus reglas. Si esperaba a que volviera, la dejaría
ir sin seguirla; era necesario hacerlo de aquella manera. Pues estaba esperando un
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
hijo suyo.
No debería haber supuesto ninguna conmoción y quizá fuera así. Se había
enamorado tan completa y profundamente que no había pensado en nada salvo en
sus emociones. No se sintió desanimada, sino más bien contenta. No se convertiría en
la vieja solitaria que él había profetizado. Algún día, cuando fuera anciana y viviera
aún con los recuerdos de su único gran amor, sus nietos se sentarían en sus rodillas y
ella inventaría historias para ellos.
Historias, libros. Pondría por escrito todos sus mágicos cuentos de hadas y les
contaría a sus nietas que, a veces, los caballeros de brillante armadura existían, que la
felicidad podía apresarse y conservarse, aunque brevemente.
Pero no podía permitir que él se enterase. Sufriría por ella, querría ayudarla,
querría tener a su hijo. Él tendría a su condesa noruega y toda una vida por delante.
Si sobrevivía, tendría que hacerlo todo sola, aferrándose al sueño que una vez
compartieron y al hijo de ambos.
Había decidido quedarse; para verlo de nuevo. Pero al día siguiente por la
mañana, Lavinia le salió al encuentro.
—¡Vamos al torneo!
—¡No! Yo no puedo. Yo…
—¡Nos ha invitado la reina en persona! —dijo Lavinia.
—Pero…
Santo Dios. Se moriría si tenía que quedarse para oír las proclamas del
matrimonio de Robert. Peor aún: ¿y si la prometida estaba allí para conocer a su
futuro señor?
—No puedo…
—Si no llegamos la misma mañana del torneo, Robert ha amenazado con venir
en persona. ¿Por qué tiene tanto miedo de que escapéis? —preguntó a Genoveva.
—Yo…
—Vendrá a buscaros. Y os encontrará. ¡Ah, Genoveva! ¡Me encantaría ver un
torneo!
Las habitaciones que tenían en el enorme palacio eran pequeñas, pero Londres
estaba a rebosar de parientes de los caballeros y nobles que habían regresado de las
guerras de Francia. Monjes, sacerdotes, monjas, estudiantes y peregrinos llenaban las
calles y buscaban audiencia con el rey.
A Eduardo le encantaba la pompa. Había gradas adornadas con banderas y
gran cantidad de tiendas policromas para los caballeros, los escuderos, los caballos y
el equipo. Iba a ser una batalla entre los caballeros grises y los blancos, y Robert
lucharía en el bando de los grises, con los hijos pequeños del rey. Luego habría justas
individuales y, al final, el caballero que hubiera ganado aquel día, elegiría a una
dama de las gradas y ambos serían coronados rey y reina de la justa por los
soberanos de Inglaterra.
Genoveva pensaba que les darían asientos de filas posteriores, pero cuando se
acercó a las gradas con Lavinia, se encontró sentada al lado de la reina. Apreciaba
mucho a Felipa, una buena mujer que había dado a su marido multitud de hijos y
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
que también le había acompañado en muchas campañas. Felipa vivía con ostentación
y había dado a los gremios y al pueblo todo lo que tenía. Amaba las artes y a los
artistas, y siempre había sido excepcionalmente amable con Genoveva.
—¡Ah, Genoveva! —dijo la reina con alegría—. Y la joven Lavinia. Bienvenidas
seáis.
Ambas hicieron una profunda reverencia a Felipa, que señaló con la mano dos
sillas que había a su lado.
—Desde aquí veréis el torneo perfectamente, queridas.
Eduardo apareció en aquel momento, arqueando una ceja a su mujer, pero
sonriendo a Genoveva.
—Bienvenida a la justa, Genoveva. No sabía que os íbamos a ver por aquí.
—Majestad, pido disculpas si soy una intrusa…
—¡Nada de eso, señora! ¡Vuestra presencia honra una ocasión como ésta! Quizá
os mande cantar para nosotros esta noche.
—Como vuestra majestad ordene —murmuró Genoveva. Anhelaba ver a
Robert, abofetearle, zarandearle. Jesús bendito, ¿por qué le había hecho aquello?
¿Tendría que cantar mientras él se prometía a otra delante de ella?
Sonó la trompeta que indicaba el comienzo de los juegos. Los caballeros
desfilaron ante ellas, uno tras otro, mientras los iban anunciando. La reina dio su
pañuelo a un visitante de su mismo Haunaiult. Otras damas se los entregaron a los
hombres que se los pidieron.
Robert apareció ante ella. Genoveva no podía verle la cara porque llevaba el
yelmo puesto y la visera bajada, la lanza en posición vertical, pegada al costado
izquierdo. De repente la señaló con la lanza.
Genoveva no se movió.
Felipa se inclinó hacia ella.
—El conde os ha pedido una prenda, Genoveva. Tenéis que darle alguna cosa.
Ah, pero si ya le he dado mi corazón. ¡A veces lo llevo en la manga! Pero como
no se atrevía a llamar la atención, rasgó una tira del velo y la anudó en la punta de la
lanza. El conde inclinó la cabeza hacia ella y volvió cabalgando a las filas.
En cierta ocasión le había dicho que no había ningún hombre mejor que él y
aquel día lo demostró con creces. Su equipo libró una dura batalla y ganó el primero
de los juegos. Luego, uno a uno, los caballeros empezaron a enfrentarse a caballo.
Situados en ambos extremos de la liza, con las lanzas enhiestas, cabalgaban con
ímpetu al encuentro del otro. En el momento del impacto no veían absolutamente
nada, pues los yelmos de las justas tenían unas estrechas ranuras para los ojos por las
que sólo veían cuando se inclinaban sobre el caballo y corrían hacia su oponente.
Cuando se erguían ya no podían ver nada. Los yelmos estaban hechos así para
impedir que por las ranuras entraran astillas de madera o la misma punta de la
lanza. En cualquier caso, sólo de pensar que no veían nada en el horrible momento
del choque a Genoveva se le agarrotaban los miembros y se le subía el corazón a la
garganta. Robert se adelantaba una y otra vez para enfrentarse a un nuevo
contrincante.
Y una y otra vez lo derribaba.
Hasta que espoleó al caballo para enfrentarse con el último. Genoveva gritó, con
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
la mano y el corazón en la garganta, mientras se ponía en pie de un salto.
Robert había caído. Pero su contrincante siguió a caballo y cogió la espada que
le alargaba su escudero. Robert se puso en pie de inmediato y corrió a reunirse con
su escudero para coger la espada.
Los caballeros se enfrentaron a pie, los aceros se cruzaron, volaron, chocaron,
giraron, volvieron a cruzarse.
Entonces, con un fuerte golpe, Robert lanzó por el aire el arma de su oponente,
que fue a caer de punta a cuatro pasos de las gradas. La multitud vociferaba; todos
los espectadores se pusieron en pie.
No había ninguno mejor…
Genoveva sintió una fuerte punzada en el corazón al ver que Robert se acercaba
y se quitaba el yelmo. Se detuvo ante el rey con la cota de malla y la túnica en la que
ostentaba sus colores.
—¡Majestad! He derrotado al último hombre.
—Desde luego que sí, Robert, y nos sentimos orgullosos de vos tanto en el
torneo como en la batalla, y merecéis que os coronemos rey de la justa. Ahora podéis
elegir a vuestra dama y pedir el premio.
El vencedor podía exigir oro, tierras, cualquier riqueza que el rey pudiera darle.
Pero también podía exigir otra cosa; Robert lo había descubierto en aquel libro.
—Majestad, la dama y el premio que elijo coinciden en la misma persona. —
Señaló a Genoveva, que se puso pálida mientras se preguntaba a qué estaría jugando
aquel hombre.
—Poneos en pie —le dijo Felipa en voz baja. Genoveva no estaba muy segura
de poder hacerlo.
—¿Qué significa esto? —preguntó el rey con un gruñido.
—Majestad, la tradición y la ley dicen que el caballero vencedor de una justa
puede pedir cualquier tesoro que desee y que esté en la mano del rey concederle. No
quiero oro, ni tierras, ni joyas, como es costumbre, mi señor. Solicito que me
concedáis permiso para casarme con Genoveva. Está en vuestro poder.
—¡Mocoso malcriado…! —fue a decir Eduardo, pero Felipa se situó
inmediatamente a su lado e inmediatamente se dedicó a halagar su gusto por la
pompa y el espectáculo.
—¡Qué gesto tan hermoso y noble, apuesto caballero! —exclamó en voz alta.
Eduardo, todavía enfurruñado, miró a su esposa.
—Yo tenía otros planes…
—¡Y tenéis otros subditos! —le recordó Robert con dulzura y educación.
Durante un momento dio la sensación de que Eduardo iba a explotar. Pero entonces
se echó a reír. Le habían derrotado y lo sabía. Se enorgullecía de sus leyes y de su
idea de la caballería. Si las leyes del torneo garantizaban al vencedor la elección del
premio, había que obedecer las leyes.
Alguien tiró del brazo de Genoveva. Finalmente, consiguió ponerse en pie.
Robert atravesó las gradas y la cogió de la mano. Se pusieron juntos delante de los
soberanos y fueron coronados con guirnaldas de flores. Hombres y mujeres, nobles y
plebeyos, gritaban y vitoreaban.
Genoveva advirtió que la reina guiñaba el ojo a Robert y se dio cuenta de que
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
Felipa había estado involucrada en la pequeña intriga desde el principio.
Genoveva y Robert tuvieron que separarse. Lavinia no dejaba de dar saltos para
besarla. Genoveva, en compañía de otras damas, se vio camino de la corte, bebiendo
vino en el salón, demasiado aturdida todavía para creer que su buena suerte pudiera
ser verdad.
Pero no tardó en aparecer Robert, ya sin la cota de malla, con las calzas y una
túnica corta azul y dorada. A Genoveva le dio un salto el corazón cuando lo vio
entrar. Se quedó donde estaba, esperando que él fuera a buscarla. Y lo hizo. Delante
de todos los presentes, inclinó la cabeza y la besó en los labios. Luego la miró a los
ojos y susurró suavemente:
—¿Lo oís? ¡He conseguido aplausos más estruendosos por un beso que por
derribar a diez hombres seguidos!
—Un beso es más noble —dijo ella sonriendo.
—¿Siempre?
—Cuando se da con amor. ¡Oh, Robert! —dijo con dulzura—. ¿Cómo lo habéis
conseguido? No puedo creer lo que habéis hecho por mí…
—¿Por vos? ¡Soy yo el que está enamorado de pies a cabeza, mujer! Además,
sois vos quien lo ha conseguido.
—¿Yo?
—Aja. No terminasteis de leer el libro, ¿verdad?
—¿El libro?
—Sí, el hermoso ejemplar de otros tiempos, la historia de amor.
—No —admitió Genoveva.
—Bueno, permitid que os cuente cómo acaba.
—¿Cómo?
—Son felices para siempre.
—Pero…
—Vos me abristeis los ojos. Los sueños están en los libros. Y el conocimiento
también. Recuerdo que, hace mucho tiempo, mi tutor me leyó una historia que
versaba sobre el torneo de los reyes. Los hombres son hombres y los trofeos suelen
ser una joya fabulosa, un título o tierras. Pero mi tutor me había leído una historia
sobre un caballero que pidió la mano de su amada y el rey no pudo negársela.
—Pero el rey casi os había comprometido ya…
—Sí, bueno, no había garantías. Era un riesgo. La vida es un riesgo. Pero es lo
que hacemos con ella. Una sabia, obstinada y hermosa poetisa me lo dijo en cierta
ocasión.
Genoveva sonrió y empezó a reírse, y todavía no podía creerlo…
Aquella noche cantó. Tocó el laúd y cantó una canción de amor muy hermosa y
triste. Más tarde le dijeron que incluso el rey tenía lágrimas en los ojos cuando
terminó. Eduardo había estado furioso con Robert y sin duda dispuesto a ahogarla a
ella en el río. Pero era un hombre que sabía ser generoso en la derrota y en aquel
momento parecía que, aunque no olvidaría lo sucedido, los perdonaría a los dos.
La velada llegó a su fin. Robert desapareció cuando terminó la última canción y
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
los invitados del rey empezaron a desfilar hacia los dormitorios de palacio.
Genoveva casi se había quedado sola en el gran salón cuando de repente oyó la voz
de Robert gritando su nombre. Se volvió. Robert bajó de un salto de una escalera y se
plantó delante de ella. Hincó la rodilla.
—¿Queréies casaros conmigo, Genoveva?
—¡Levantaos! ¡Dejad de portaros como un bufón! Sabéis que me casaré con vos.
—Sólo quería asegurarme, amor mío —dijo él poniéndose en pie—. Vamos.
—¿Vamos?
Antes de darse cuenta, ya la había conducido hasta una pequeña capilla. En el
altar había un sacerdote bostezando. Para sorpresa de Genoveva, el rey y la reina
también estaban allí.
—Cree que me engaña —gruñó Eduardo, señalando a Robert con la cabeza—.
Vamos, será mejor que terminemos antes de que decida enviarle a Oriente en una
misión de tres años.
—¿Vamos a casarnos… ahora? —dijo Genoveva.
—¿Alguna objeción? —preguntó Robert arqueando una ceja.
Genoveva negó con la cabeza.
—Tan aprisa, ¿será legítimo?
Eduardo carraspeó para aclararse la garganta.
—Todavía soy el rey, señora, a pesar de la vulgaridad con que os habéis
comportado. ¿Podemos continuar? ¿Cómo han podido hacerme una cosa así?
—El conde leyó en un libro que otro caballero había hecho lo mismo —dijo
Felipa.
—¿En un libro? —dijo Eduardo indignado—. ¿He sido derrotado por un libro?
—Por un hombre que leyó un libro —dijo Felipa con serenidad—. Y ahora
prosigamos. El rey es capaz de ponerse furioso y cambiar de opinión. ¡Así que
apresurémonos!
El sacerdote, un hombre corriente y encantado con la misión encomendada,
empezó la ceremonia.
Amanecía cuando se dijeron las últimas fórmulas y se firmaron los últimos
papeles. Los soberanos hicieron de testigos de la ceremonia y luego se retiraron…
Eduardo sin dejar de gruñir por haber sido derrotado por un libro.
El sacerdote pidió la bendición de Dios para Robert y Genoveva y éstos
volvieron a quedarse solos.
Se dirigieron a los aposentos de Robert, que eran mucho más grandes que los
de ella. Y cuando por fin estuvieron juntos, Genoveva se echó a temblar, sin dejar de
mirarle.
—Aún no puedo creerlo —susurró.
—Siempre os dije que os amaba —contestó él, cogiéndola en brazos y dándole
un beso devorador—. Os quiero, esposa mía —dijo con voz ronca—. Sí, mi mujer.
—Ah, Robert, os adoro.
—¡Oh, dulce Genoveva! Corristeis a mis brazos y a mi corazón cuando no podía
prometeros nada.
—Fuisteis muy valiente y fuerte al poner a prueba al rey…
—Vos erais mi fuerza. Me disteis las armas, sólo que no eran espadas, ni
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
armaduras, ni lanzas, sino palabras.
—Os amaré toda la eternidad.
—Os lo recordaré —dijo Robert. Y se tendió en la cama con ella, cogiéndole las
mejillas con las manos—. «Pues su fragancia era como un campo lleno de flores —
susurró—, su piel sabía a miel y a vida…»
Le hizo el amor tierna y apasionadamente, como a una esposa en la noche de
bodas.
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HEATHER GRAHAM CUENTO DE HADAS
—Bueno, os amo con pasión. Somos relativamente jóvenes. Y cada hijo o hija
que tengamos necesitará un ejemplar de una obra tan maravillosa.
—¡Ah, varias copias! —dijo ella, asintiendo con la cabeza—. Y pondré
comentarios míos en cada una: «quien mucho arriesga, mucho tiene que ganar».
Entonces será mejor que vuelva al trabajo.
Robert la abrazó con fuerza.
—¡Después!
—¿Después?
—¡Mucho después! —dijo Robert, saliendo de la habitación con ella.
La brisa agitó las delicadas páginas del libro y secó la tinta derramada.
Genoveva apoyó la cabeza en el pecho de su caballero y sonrió.
Para elevarse, para amar…
Efectivamente, todos sus hijos tendrían un ejemplar. Todos aprenderían a
elevarse y a soñar, y a vivir, gracias a la magia de las palabras.
Pero, como había dicho Robert, aquello ocurriría… ¡después!
***
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
CARTA DE AMOR
Virginia Henley
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
—Nuestra madre era una mujerzuela obstinada —dijo la reina golpeando con el
puño el escritorio magníficamente labrado—. Los gusanos de su cerebro la obligaron
a arrojar por la borda su posición de dama de honor celebrando aquel desastroso
matrimonio con un espía plebeyo, en lugar de aceptar la unión que yo le había
preparado con el conde de Devon. Incluso el flamante nombre que te puso
contraviene todas las convenciones.
Borgoña Bedford guardaba silencio mientras pensaba que la reina Isabel parecía
un cadáver recién resucitado. ¡Cuánto detestaba a aquella bruja! Bueno, si Bel creía
que su madre había sido obstinada, pronto se enteraría de que Borgoña Bedford era
aún más cabezota y desobediente.
La peluca roja de Isabel proclamaba a los cuatro vientos su condición de
adminículo postizo, haciendo que Borgoña se preguntara si la perorata sobre su
madre se habría debido a su abundante guedeja de color vino. La reina iba
llamativamente vestida de gasa plateada, con bordados de tafetán rojo. Perlas y
rubíes adornaban profusamente el borde del vestido de cuello alto. Borgoña, por el
contrario, llevaba un vestido viejo de la reina, de terciopelo verde oscuro.
—Antes de que sigáis los pasos de vuestra madre, he hecho un acuerdo para
que os caséis en el seno de esa misma familia noble. —La expresión de la reina se
convirtió en una mueca horrible cuando sonrió—. El marido que os he elegido es
lord Nicholas Mountjoy. Así que ya veis que no tengo nada contra vuestra madre,
que, después de todo, fue mi amiga querida durante un tiempo.
¡Así que los rumores que Borgoña había oído eran ciertos! Isabel iba a casar a su
favorito antes de que sembrara el reino de más bastardos. Pues que la ahorcaran si se
conformaba con las sobras de la reina. Borgoña bajó los párpados para que la astuta
Isabel no viera la rebeldía en sus ojos e hizo una reverencia.
—Gracias, majestad —dijo con dulzura, esforzándose por no sentir asco cuando
Isabel le alargó los huesudos y enjoyados dedos para el beso de homenaje y gratitud.
—Lord Mountjoy está fuera. Creo que es hora de que os conozcáis. Los
párpados de Borgoña se alzaron de repente, poniendo al descubierto la conmoción
que se había pintado en sus ojos color violeta. Como por arte de magia, la puerta de
la antecámara se abrió y por ella entraron las anchas espaldas del conde de Devon.
¡Estaba atrapada!
Los negros ojos del conde la recorrieron de los pies a la cabeza antes de dedicar
toda su atención a la reina.
—¡Nicholas! —dijo la reina con familiaridad. La voz era lo único bello que le
quedaba a la soberana.
El conde era miembro de los Caballeros de la Reina, un cuerpo selecto de
guardaespaldas reales, y se movía en la órbita más interior de los círculos de la corte.
—Majestad… Bel —respondió él con idéntica familiaridad. Borgoña observaba
con fastidio el juego que se traían la vieja soberana y su arrogante cortesano. Isabel se
abrió la parte superior de la bata con las dos manos, como si tuviera mucho calor, y
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
enseñó sus desnudos y voluminosos pechos. La reina apartó por fin la mirada del
potente macho que tenía delante.
—Señora Bedford, os presento a lord Nicholas Mountjouy, conde de Devon,
que ha accedido generosamente a ser vuestro esposo. Espero que apreciéis el gran
honor que se os hace, pues aunque vuestro abuelo fuera barón, poseía muy pocas
tierras y el matrimonio de vuestra madre con un plebeyo no os dejó más que el feo
título de señora Bedford. Borgoña levantó la barbilla.
—La señora Bedford no tiene nada de feo, majestad —afirmó Mountjoy.
—¡Silencio, mentecato! ¡Cortejadla en vuestro jardín, no delante de mí,
bergante!
—Nunca eclipsará el brillo de Glorianna —dijo el conde, depositando un
apasionado beso en la mano de la reina.
La reina golpeó con el abanico el pecho de Borgoña en señal de despedida, o
quizá de envidia.
—Este matrimonio unirá a dos grandes familias navieras, lo que os beneficiará
no sólo a vosotros, sino también a Inglaterra. Espero, mujer, que seáis consciente de
este gran honor.
Borgoña hizo otra reverencia y salió de la Cámara de la Reina con la espalda
más tiesa que el palo de una escoba.
Nicholas Mountjoy frunció los labios con oculta satisfacción mientras seguía a
la curvilínea belleza hacia los jardines del palacio de Hampton Court.
—¿Os apetece pasear por el laberinto? —sugirió el conde.
Borgoña se volvió con los brazos en jarras.
—Mi señor, os ruego que no os sacrifiquéis por una plebeya —dijo con
sarcasmo.
—A fe mía que vuestra sangre es lo bastante buena —dijo el conde arrastrando
las palabras.
—De eso no me cabe ninguna duda —replicó ella fríamente—, pero si un
Mountjoy no fue bastante bueno para mi madre, tampoco lo será para mí, señor.
El conde frunció el entrecejo y apretó los dientes al reprimir la cólera que le
causó la ofensa. De tal palo, tal astilla. Lady Jane había rechazado a su padre y
Borgoña lo rechazaba a él.
—Vuestra madre provocó un gran escándalo cuando se opuso a los deseos de la
reina. Estoy seguro de que vos no sois tan temeraria, señora Bedford.
—¡Será el último insulto que os oiré sobre mi madre! —dijo Borgoña—. ¿Es que
la han condenado para siempre?
—Me alegro de que no se casara con mi padre… porque entonces seríamos
hermanos y tendría tentaciones incestuosas.
—Puede que seáis conde, señor, pero ciertamente no sois un caballero —dijo
Borgoña con frialdad.
—Mi reputación me precede —dijo él con voz burlona.
Borgoña asintió con la cabeza.
—Y vuestra presencia me ofende —dijo—. Os ruego que os vayáis.
—No me rindo tan fácilmente —dijo el conde, cogiéndole la muñeca y
apretándosela con fuerza antes de que pudiera escapar—. Dejaos de tonterías, mujer.
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
el Támesis. El invierno estaba a la vuelta de la esquina.
Cuando llegaron a la casa de la ciudad, Borgoña se puso la máscara y fue a ver
Las alegres comadres de Windsor. ¡Un título deliciosamente irónico, dadas las
circunstancias!
Cuando Anthony Russell se deslizó en el asiento contiguo, Borgoña le cogió la
mano. El se la apretó. Borgoña esbozó una dulce sonrisa bajo la máscara y dejó
escapar un suspiro de alivio porque Tony estuviera en Londres. Su atención estaba
dividida entre los susurros de su novio y las gracias de los actores, así que hasta el
intermedio no se dio cuenta de que Nicholas Mountjoy estaba al otro lado de la
platea. Se puso rígida, pero al recordar que llevaba la máscara procuró tranquilizarse.
El conde de Devon estaba en compañía de Dorothy Devereux, cuya escandalosa
reputación le impedía entrar en la corte. La voluptuosa rubia, aunque excesivamente
cubierta de maquillaje y postizos, era muy atractiva y, según los rumores, una
libertina por naturaleza. Borgoña frunció los labios. Mujeres así eran las que daban
mala fama a los teatros y hacían que los puritanos los tuviesen por burdeles donde
representaban indecencias. «¡Creía que el precio del pecado era la muerte, pero a
juzgar por el aspecto de esa puta, son las joyas caras!»
Era obvio que el extravagante casamiento del conde no le impediría seguir
frecuentando a su amante, pensó Borgoña con disgusto. Cuando se dio cuenta de que
se había perdido gran parte del último acto, susurró a Anthony:
—Quiero que vengáis conmigo a cenar. Tenemos que hablar de un asunto
urgente.
Nan no se sorprendió cuando vio llegar a Anthony Russell con Borgoña, pero se
sintió preocupada. No le importaba que su señora lo hubiera invitado a cenar, sino
los planes que pudiera haber hecho. A pesar de todo, dejó que tomara sus decisiones
en privado, esperando que confiara en ella antes de cometer una locura.
Nan pensó que quizá había llegado el momento de entregar a Borgoña lo que su
madre le había confiado. Horas después entró en la iluminada habitación y vio a la
joven pareja abrazada y susurrando; entonces se convenció de que había llegado el
momento.
Nan subió al desván con un candelabro y abrió el cofre de lady Jane. Sacó con
manos reverentes el libro que había guardado durante veinte años. Tenía varios
siglos de antigüedad y, aunque Nan no sabía leer, sí era capaz de apreciar la belleza
de las páginas escritas a mano, ya amarillentas. Envolvió el tesoro en terciopelo
morado y bajó con él a su habitación.
Antes de que las ascuas de la chimenea se apagaran, Borgoña y Anthony
Russell habían hecho planes para casarse en secreto. Ella no le había dicho con quién
planeaba casarle la reina, sólo que la boda era inminente y que tenían que darse
mucha prisa. Anthony prometió ocuparse de la licencia y buscar un sacerdote
dispuesto a legalizar la unión.
—He estado mirando una casa rural de Surrey. ¿Os gustaría algo así, querida?
—¿Podéis permitíroslo, Tony? —preguntó ella con preocupación.
—Tengo dinero en abundancia —dijo él riéndose—. He vendido una
información que vale mucho en la Inglaterra de Isabel.
—¡Detesto a esa bruja! —dijo Borgoña con pasión.
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
—No gritéis, cariño. Las paredes oyen. Podríamos acabar en la cárcel de Fleet
por lo que hemos planeado, o en la Torre, que es peor.
Borgoña sintió un escalofrío.
—No me importa. Unos meses de prisión son preferibles a la cadena perpetua
de un matrimonio sin amor.
Se demoraron largamente en los besos de despedida. Si Nan Greenwood no
hubiera estado en la casa, Anthony habría insistido para que Borgoña le dejara
quedarse toda la noche. También a ella le tentaba pasar la noche en brazos de Tony,
pero una semana transcurriría volando y después ya estarían casados.
Cuando regresó a Hampton Court, Borgoña fue emplazada de nuevo ante la
reina, pero esta vez estaba tranquila gracias a sus planes secretos.
—Señora Bedford —dijo Isabel con una voz que oyeron todas las damas que
había en la estancia—, parece que lord Mountjoy está muy satisfecho con la novia
que le he elegido.
Borgoña sintió sobre ella las miradas especulativas de las presentes.
—Y bien, mujer, ¿qué tenéis que decirme? —añadió Isabel dando golpecitos con
el pie en el suelo de taracea.
Borgoña se inclinó inmediatamente ante la reina y le hizo una graciosa
reverencia.
—Doy las gracias a Vuestra Majestad con todo mi corazón. No merezco el
honor que me hacéis.
—Quitad de ahí, niña, me sentiré recompensada cuando vea a la hija de lady
Jane convertida en condesa de Devon. —Isabel frunció los labios al oír las
exclamaciones ahogadas de las mujeres—. Voy a dar una cena privada esta noche en
mi cámara, para celebrar el compromiso. —La reina hizo un gesto imperioso para
llamar a la encargada del guardarropa—. La señora Bedford se casará dentro de una
semana. Encárgate de que tenga un vestido acorde con la posición de condesa.
Aquella noche, cuando Borgoña entró en la cámara de la reina, llevaba su papel
aprendido como si fuera una actriz en el escenario de un teatro. No saltarían más
chispas entre ella y Nicholas Mountjoy. Sería toda ella dulce sumisión. Tragó saliva
cuando el conde se acercó a saludarla; la dulce sumisión estaba más allá de sus
fuerzas.
Los negros ojos de Nicholas recorrieron el tafetán violeta que hacía juego con
sus ojos, ascendió por su cuello y su gorguera blanca y fue a detenerse en los lóbulos
de sus orejas.
—Buenas noches, Borgoña —dijo en voz baja—. Las perlas presagian lágrimas.
Creo que os regalaré amatistas. —Su voz era tan florida como su aspecto. Llevaba un
jubón de terciopelo color vino, con el monograma bordado con granates… ¿o eran
rubíes? Sí, eran rubíes, concluyó al verle el pendiente. ¿Cómo iba a llevar el arrogante
conde una gema tan vulgar como el granate?
La estancia estaba iluminada por cientos de velas que bañaban con su
romántico resplandor a los músicos ambulantes y sus instrumentos. Borgoña se dejó
arrastrar dulcemente por la mano de Mountjoy, que la situó delante de la reina para
que le hiciera una reverencia. Luego se sentaron juntos en el sitio de honor.
Nicholas se percató inmediatamente de que de los ojos de la muchacha había
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desaparecido el brillo de desafío y en su lugar había una expresión de deferencia. ¡La
pequeña puta era una actriz consumada!
Borgoña no dejó de advertir un aire de regocijo secreto en el moreno rostro de
Mountjoy, como si éste supiera algo que ella desconocía. Aquello la inquietó un poco.
Se lamió el carnoso labio inferior con la lengua y se ruborizó al notar que él la
miraba.
—Mi señor, me temo que la reina exagera al decir que los Lynton son una
familia de grandes navieros. Fueron grandes en otro tiempo, pero, por desgracia, su
fortuna y su flota han menguado con los años.
—Yo podría ser un buen instrumento para restaurar la fortuna de los Lynton —
contestó él con suavidad.
Borgoña negó con la cabeza mientras él observaba los destellos de la luz en sus
sedosos mechones y anhelaba enterrarse en ellos. Una semisonrisa de disculpa cruzó
los labios de la muchacha.
—Mi señor, temo que Su Majestad haya dorado la pildora para que carguéis
conmigo. Los Lynton renegaron de mi madre cuando se casó con John Bedford.
En la mandíbula del conde tembló un músculo.
—Os acogerán encantados cuando os hayáis casado conmigo, señora —dijo.
«Por mí pueden irse al infierno, y vos con ellos», pensó Borgoña.
—Quizá sí, quizá no —dijo en voz alta—. He de advertiros que a la reina
siempre le gusta sacar el mayor provecho posible de un acuerdo.
—Isabel es astuta, desde luego. Lo bastante astuta para utilizar los barcos de
vuestro abuelo para transportar a mis hombres hasta Irlanda, a cambio de este enlace
—dijo el conde sonriendo.
¡Así que ése era su atractivo… los barcos de su abuelo! La situación mejoraba
por momentos. ¡Isabel, Devon y los malditos Lynton, todos de la misma ralea! Qué
dulce venganza cuando supieran que la pobre pichona había huido de la jaula.
Nan Greenwood miraba por la ventana de vidrios emplomados mientras tenía
la cabeza en otra parte. Pensaba en la noche en que había muerto la madre de
Borgoña y en su interior veía las imágenes con mucha claridad.
Estaba tan compungida como si hubiera sucedido el día anterior. Casi se
ahogaba con el nudo que tenía en la garganta. Detrás de ella chisporroteaba el fuego
y se volvió para mirar las llamas, recordando… recordando.
La llovizna azotaba la ventana del dormitorio mientras Nan atizaba el
moribundo fuego.
—No llores, Nan. Todo es culpa mía y estoy resignada a mi suerte.
—Jane, niña mía, no debéis decir esas cosas. Ahora tenéis que vivir por la niña.
Jane sonrió con tristeza y cabeceó.
—Basta, Nan. Es mejor que dejemos de fingir. Tienes que prometerme que
harás ciertas cosas por mí. No tengo a nadie más.
Nan estaba abatida. Ojalá el Señor, en su misericordia, se la llevara a ella y no a
su señora.
—Tráeme pluma y pergamino. Tengo que escribir una carta a la reina
suplicando su perdón. Voy a pedirle que se encargue de la educación de mi hija. He
de buscar palabras que lleguen al corazón de Isabel.
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
—La reina no tiene corazón, Jane. Se puso furiosa y os despidió por negaros a
obedecerla.
Jane volvió a cabecear y apartó los rojizos aladares de las sienes de su hija.
—La reina hará lo que es justo, como debería haber hecho yo.
Lady Jane Lynton, dama de honor de Isabel Tudor, se había enamorado de John
Bedford, un agente secreto de Walsingham. La intriga había sido emocionante hasta
que sospechó que estaba embarazada. En lugar de casarse con el hombre que su
familia y la reina le habían elegido, huyó con su amante y dio la espalda al deber. Y
como contaba la leyenda del viejo libro, después había sobrevenido la catástrofe.
Jane había sido expulsada de la corte en medio del escándalo. Sus padres la
habían repudiado. Los problemas no habían unido más a los cónyuges, antes bien
habían originado resentimiento. John Bedford pasaba la mayor parte del tiempo en
Francia y Holanda, dejando a Jane en pobres alojamientos de Londres sin más
compañía que su fiel Nan.
Entonces la mala suerte había caído sobre los Lynton. Los barcos mercantes se
hundieron víctimas de las tormentas, sus preciosas cargas se perdieron en el mar, dos
hijos se ahogaron y la reina prescindió de sus servicios y buscó a otros proveedores.
Y ahora Jane se estaba muriendo, su vida se consumía en el mismo lecho en que
había parido e iba a dejar huérfana a su hija.
Cuando Nan le quitó de las manos la carta dirigida a la reina, Jane no quiso
soltar la pluma.
—Otra carta… para mi hija. Prométeme que conservarás este libro para ella. Ha
pertenecido a mi familia durante generaciones y pasado de madres a hijas a lo largo
de los siglos. —Nan tenía el corazón en un puño mientras oía la voz de su señora
cada vez más débil—. No se lo des hasta que sea lo bastante mayor para comprender
la leyenda. Este viejo libro será su herencia. Espero que tenga inteligencia suficiente
para comprender que «El honor trae la felicidad».
Cuando Borgoña volvió de la cena real, encontró a Nan sentada con el libro en
el regazo. Se desabrochó la gorguera y se quitó las zapatillas sacudiendo los pies.
—Nan, has sido muy amable por esperarme. Por favor, borra esa expresión de
preocupación de tu rostro; quiero explicarte mis planes.
—Sé que estáis a punto de dar un gran paso en la vida, cordera mía, pero antes
de que me expliquéis vuestra decisión, he de cumplir una promesa que hice a vuestra
madre cuando nacisteis.
—¿De qué estás hablando, Nan?
—De este libro. Vuestra madre me pidió que lo conservara para vos. Dijo que
era una herencia que había pasado de madres a hijas durante generaciones.
—¿Y por qué has esperado hasta ahora? —dijo Borgoña, cogiendo el libro.
—Porque siento en lo más profundo de mi corazón que ha llegado el momento.
Borgoña se llevó el libro al dormitorio, encendió las velas y apartó la colcha. Era
un libro viejo, quizá muy antiguo, además de un objeto de gran belleza. Era obvio
que había sido guardado y conservado con cariño durante siglos. Las mayúsculas
estaban ilustradas, las T eran empuñaduras de espada, las V escudos con forma de
losange y las S dragones feroces. Presa de un temor y una veneración inconcretos,
Borgoña recorrió con los dedos una inscripción hecha por una mujer llamada
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
«Mi preciada Borgoña:
¿Cómo verter en una breve carta todo lo que hay en mi corazón? Quiero que
sepas que desde el momento en que te concebí, te convertiste en lo más importante de
mi vida. Espero que me perdones, porque sufres por lo que elegí voluntariamente.
Desde el principio me di cuenta de que necesitarías un ángel de la guarda y he
rezado durante meses para que Dios no me dé la espalda.
Dado que nunca volveremos a vernos, te lego lo único que tengo. He confiado
este libro a Nan Greenwood para que te lo dé cuando seas lo bastante madura para
entender su profundo mensaje. Cuando llegue el momento, tú también deberás
legarlo.
He escrito a Su Majestad la reina Isabel, suplicándole que te eduque, pues sé que
así recibirás la mejor preparación del mundo. Espero que ella me perdone, espero que
mis padres me perdonen y espero que también me perdonen los Mountjoy, pero sobre
todo quiero que me perdones tú.
Te ruego que no llores mi muerte. Estoy contenta porque Dios ha respondido a
mi deseo de que tuvieras un ángel de la guarda. Me ha elegido a mí. Sabe que te
querré siempre,
Jane Lynton Bedford.»
Las letras se volvieron borrosas mientras Borgoña se enjugaba las lágrimas que
le caían por las mejillas. La presencia de su madre en la habitación era algo tangible,
casi la veía rodeándola con sus cariñosos brazos. Leyó una y otra vez la carta,
siguiendo las letras con las yemas de los dedos, dando gracias por tener los últimos
pensamientos de su madre.
Guardó la carta bajo la almohada y se preparó para acostarse. Luego volvió a
coger el libro y lo leyó desde una nueva perspectiva. Poco a poco empezó a sentirse
una con todas las mujeres que la habían precedido. Volvió la página y leyó:
«La Búsqueda.
Sólo tú decides tu Destino.
Decide con prudencia en las encrucijadas.
Un camino está maldito, el otro bendito.
La vida es una espada de doble filo.
Eres libre para dar forma a la roca.
¿Ascenderás o caerás? ¿Triunfarás o fracasarás?
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
¿Saborearás la ambrosia o probarás el amargo áloe?
Para encontrar la clave, pregúntate ¿qué es interminable y eterno?
¿Qué es noble y sagrado, desinteresado e infinito?
La respuesta es el Amor.
Amor es la mayor fuerza de la Tierra.
Transmite el regalo del Amor.
El Honor trae la Felicidad.»
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
conde con un brillo malicioso en la mirada.
—Sois muy observador, lord Mountjoy.
—Llamadme Nicholas. —Sonó a orden. Una orden que no pensaba obedecer.
—¿Qué más consideráis «consciente de sus deberes»?
—Tendréis que abandonar la corte. He de volver a Irlanda casi de inmediato.
Celebrados los esponsales, al día siguiente partiremos hacia el castillo de Dunster.
—Dunster está en Devon —dijo Borgoña con un sobresalto.
—Desde luego que sí. Soy el conde de Devon.
—Como si permitierais que lo olvidara —dijo ella en son de burla, mientras
pensaba: «El maldito bruto quiere encerrarme en Dunster todo el invierno mientras
él se va a jugar a la guerra»—. ¿Y permitiríais que vuestra esposa fuera a la corte para
las fiestas de Navidad?
—Decididamente no. Las fiestas de la corte están pensadas para los flirteos y las
intrigas. Tendréis que esperar mi regreso en Dunster. Vuestros abuelos viven a
menos de cinco leguas, en Lynton.
Borgoña ahogó una exclamación. El conde esperaba que visitara a sus abuelos.
—No quieren saber nada de mí.
—Entonces es muy extraño que me confiaran esta carta —dijo, sacando del
jubón un envoltorio sellado y tendiéndoselo.
Borgoña soltó las riendas y rompió el sello para leer la carta:
«Queridísima Borgoña,
Estamos orgullosos y muy contentos porque vais a ser condesa de Devon. Envío
esta carta por mediación de Nicholas Mountjoy porque de este modo la recibiréis.
Sospecho que todas las cartas que envié a través de vuestro padre no han llegado a
vuestras manos.
Ruego que vengáis a vernos cuando lleguéis a Devon, si tenéis tiempo. Teneros
aquí aliviará la dolorosa pérdida de nuestra Jane.
Sarah Lynton.»
Borgoña se guardó la carta en el pecho sin saber qué pensar.
—¡Me estoy helando! Os echo una carrera hasta el bosquecillo —dijo clavando
las espuelas y dejando boquiabierto al conde.
Nicholas partió tras ella, dispuesto a vencer. Sabía que Borgoña dirigiría una
buena cacería si él la autorizaba, pero había decidido que no. En aquel matrimonio, él
iría delante y ella detrás. ¡Y por la sangre de Cristo que acabaría por gustarle!
Cuando el ufano Nicholas miró por encima del hombro para comprobar la
ventaja que había sacado a Borgoña, descubrió que ésta se había burlado de él. Nada
más adelantarla, ella había dado media vuelta y regresado a las caballerizas.
—¡Maldita tunanta! —exclamó. Decidió ir al grano, como si se tratara de una
campaña militar. Puesto que no tenía tiempo de sitiarla, derribaría los muros.
Nicholas Mountjoy estaba dispuesto a ganar aquella batalla. Borgoña resultaría
derrotada. Mountjoy sólo aceptaría la rendición incondicional.
Partió en su persecución en el acto. La alcanzó y la capturó en pocos minutos,
desmontó y la bajó del caballo en un abrir y cerrar de ojos. Allí mismo, delante de los
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
ventanales del palacio de Hampton Court, la sometió a su boca. Cuando la soltó,
Borgoña tiritaba. Fascinado, el conde vio salir el aliento de sus labios y convertirse en
vaho.
Echando chispas por los ojos, Borgoña levantó la mano para abofetearle, pero
Nicholas se la sujetó en el aire y le hizo una pequeña exhibición de fuerza. Como
Borgoña se quedara inmóvil, con miedo donde antes había habido cólera, Mountjoy
le quitó el guante lentamente y se llevó la palma a los labios. Se la recorrió con la
punta de la lengua, y fue un detalle tan íntimo y sexual que Borgoña se ruborizó
hasta las orejas.
—Cuatro días más —susurró el conde.
«Tres», pensó ella, deseando que ya fuera sábado.
Antes de soltarle la mano prisionera, dijo:
—Id y preparad el equipaje para irnos a Dunster.
—Sí, lo prepararé hoy mismo —dijo ella sin aliento, añadiendo para sí: «pero lo
haré para ir a Surrey, no a Dunster, puerco arrogante».
Y Borgoña empezó a preparar el equipaje.
—Nan, debería habértelo dicho, pero ya te lo habrás imaginado. Al igual que mi
madre, no pienso casarme con el hombre que me ha elegido Isabel. Me casaré con
Anthony Russell el sábado.
Nan no le hizo ningún reproche, pero Borgoña habría jurado que la noticia la
había entristecido. Lo único que dijo fue:
—Jane acabó arrepintiéndose.
—Nan, estoy enamorada. Vamos a vivir en el campo, en Surrey. Querrás venir
conmigo, ¿verdad?
—Por supuesto que sí, corderita.
Cuando Borgoña se desnudó, la carta de su abuela cayó en la alfombra. Llamó a
Nan.
—Lo había olvidado; hoy he recibido una carta de Sarah Lynton.
—¿Y qué tiene que decir después de tanto tiempo? —preguntó Nan poniéndose
rígida.
—Dice que me ha escrito en otras ocasiones, pero sospecha que mi padre
destruyó las cartas.
Nan se estremeció visiblemente.
—Ay, Señor. Me pregunto por qué no trató nunca de ponerse en contacto con
Jane. Sarah Lynton era una buena mujer. Quizá le escribiera, pero vuestra madre no
recibió las cartas.
—¿Y por qué querría destruirlas mi padre? —objetó Borgoña.
—Ay, niña, no tenéis idea de la amargura que causó aquel deshonroso enlace.
Siempre la misma canción. Por lo visto, a todo el mundo le había dado por
hablar de honor y deshonor. Borgoña se retiró a dormir, pero cuando estaba ya en la
cama volvió a coger el libro. Su atracción era irresistible. Ahora que lo inspeccionaba
más detenidamente, advirtió que muchas de las mujeres por cuyas manos había
pasado habían anotado comentarios. Algunas habían perdido el amor, pero las que
habían luchado contra viento y marea con honor, habían encontrado a su alma
gemela. Algunas descripciones del amor eran fascinantes. Las últimas palabras que
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leyó antes de dormirse fueron: «El honor trae la felicidad».
Los dos días siguientes fueron de reflexión para Borgoña, que consideró los
pros y los contras del paso que estaba a punto de dar. Cuando por fin hizo examen
de conciencia, se sintió turbada al comprobar que no estaba limpia. Una y otra vez
enumeraba las razones que justificaban su decisión, hasta que se dio cuenta de que el
punto que la consternaba era la palabra «honor». Dio media vuelta en la cama, luego
otra. Cuando amaneció el sábado, decidió que pondría su honor en entredicho en
nombre del amor.
Se enfundó en el precioso vestido de boda y luego lo ocultó cuidadosamente
bajo su mejor capa de terciopelo. Sin dudarlo, la leal Nan se envolvió en un tabardo y
la siguió escaleras abajo. Cada una llevaba un pequeño cofre con los enseres
personales que necesitaría hasta que pudieran mandar a buscar el resto del equipaje.
Cuando llegaron a la casa de Londres, Anthony Russell ya estaba allí, y con cara
de pocos amigos. Borgoña no sabía cuánto tiempo había estado esperando a la fría
intemperie.
—Hola, Anthony, subid y calentaos. Yo tengo las manos heladas.
—Sólo un minuto. No importa que lleguemos un poco tarde. Le daré al
sacerdote otras cinco libras.
Sus palabras chirriaron en los nervios de Borgoña. No dijo nada, pero le
escandalizaba que un hombre de Dios pudiera ser sobornado.
Nan corrió a preparar té caliente, dejando a solas a la joven pareja.
Borgoña, que estaba de cara al fuego, se volvió para mirar a Anthony y dijo lo
más extraño que cabía imaginar:
—No puedo casarme con vos.
—¿Qué estáis diciendo?
—Siento haceros daño, Anthony, pero no puedo casarme con vos.
—¿Por qué? —preguntó Anthony.
—No lo sé. Sólo sé que no puedo hacerlo —dijo ella con voz compungida.
Russell rió con sarcasmo.
—¿He de deciros yo por qué? ¡Habéis decidido quedaros con el mejor postor!
Un título y un castillo son demasiada tentación para decir que no.
—Dios mío, no es ése el motivo —exclamó Borgoña, consternada por aquella
acusación.
—Entonces respondedme: ¿estáis enamorada de Nicholas Mountjoy?
—¡No! ¡Ni siquiera me gusta!
—Pues si no vais a casaros por amor, es que os casáis por dinero.
—Eso no es cierto, Tony. Lo hago en nombre del Honor.
Anthony Russell se echó a reír con un cacareo desagradable.
—Si esto es un intento desatinado de deshacer los entuertos de vuestra madre,
os estáis sacrificando por una causa perdida. Creced, Borgoña. ¡No existe el honor!
Borgoña estaba en la capilla el domingo por la mañana, deseando
fervientemente que Anthony Russell estuviera equivocado. Se aferraba a la
esperanza de que el honor existía. ¿Por qué había cambiado de idea en el último
minuto? ¿Había sido por el libro o por la carta? Por las dos cosa, y por muchas más.
Era como si alguien la estuviera guiando para que fuera por aquel camino.
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y sacó fuerza de ellas. Decidió subir a cubierta. Sólo había navegado por el Támesis,
así que aquello podía ser una aventura. Se apoyó en la borda hasta que el barco llegó
a mar abierto. El viento desagradable y frío le traspasaba la ropa.
De súbito apareció Nicholas a su lado, envolviéndola en una capa de marta
cebellina con una capucha de suave zorro gris.
—Mi regalo de boda.
Borgoña se enfureció al ver que era una prenda costosa.
—¿Creéis que derretirá a una reina helada? —dijo con actitud desafiante.
El conde posó sus negros ojos en los de ella.
—De una manera u otra, os haré entrar en calor, Borgoña.
Quiso arrojar las pieles al mar, pero el desagradable viento hizo que las sujetara
con sentido de la posesión. Volvió la cara para no mirarle, pero él ya se alejaba.
En el momento en que el barco viró hacia el sur para entrar en el Paso de Calais,
el mar empezó a sacudirse con furia y tuvo ganas de vomitar.
—Vaya una maldita aventura —murmuró con los dientes apretados. Volvió a
su camarote y encontró a Nan en un estado parecido.
—Ay, corderita, espero que no os sintáis tan mal como yo.
—Ve a acostarte, Nan, y yo haré lo mismo. Lo que no puede curarse, ha de
soportarse. ¿No es eso lo que me dices siempre?
—Lo único que podemos hacer es rezar —aconsejó Nan, yéndose a su camarote.
Borgoña se apretó el revuelto estómago con las manos.
—Ruega por la muerte —murmuró con irreverencia.
Toda la tarde y parte de la noche estuvo dando vueltas en la litera a
consecuencia de aquella pesadilla que llamaban mareo. Finalmente, incapaz de
soportar más tiempo el camarote, subió a cubierta dando bandazos. Las olas eran
altas y Borgoña perdió pie y cayó contra las cuerdas.
De los labios de Mountjoy brotó una maldición cuando la vio tambalearse. Dejó
el timón en manos del capitán y corrió al lado de su esposa.
—¿Qué demontres hacéis aquí? ¡No es un lugar seguro!
—Estoy enferma… me muero… necesitaba aire fresco…
El conde la cogió en brazos antes de que cayera por la borda y la llevó al
camarote. Le quitó la capa, la puso en la litera y empezó a desabrocharle el vestido de
boda. Borgoña apretaba el vestido contra su pecho, gimiendo. El conde le estiró los
dedos para que soltase la tela.
—Vuestro pudor es ridículo y fuera de lugar. Ya he desnudado antes a una
mujer.
Era demasiado imperioso, como un vendaval que arrancara las ropas de su
cuerpo, arrojándolas a un lado y poniendo una camisa de dormir sobre su desnudez.
La recostó contra las almohadas y le sirvió un vaso de vino.
—Bebed. Os sentará bien. Por la sangre de Cristo, zagala, ¿estáis segura de que
descendéis de una larga genealogía de navieros?
Por toda respuesta, le vomitó en los muslos.
—Mi regalo de boda —le dijo sin aliento.
Los ojos del conde brillaron con furia, pero su sentido del humor acudió en su
rescate.
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—Touché, Borgoña. Estoy seguro de que lo habéis hecho a propósito.
Ella negó con la cabeza, sintiéndose ligeramente mejor.
—No, pero ojalá se me hubiera ocurrido. ¡Me encanta vomitaros encima!
Mountjoy apenas la molestó con su presencia durante el resto de la travesía. Le
enviaban las comidas a intervalos regulares, pero comida era lo que menos
necesitaban tanto ella como Nan. Se cuidaban la una a la otra lo mejor que podían y,
hacia la noche del segundo día, consiguieron tenerse de pie.
Aun así, dieron gracias al cielo cuando pisaron tierra firme, dos horas antes de
lo previsto por Mountjoy.
Dunster debía de estar esperando la llegada del barco, pues antes de que
echaran el ancla en la bahía, el castillo, que estaba en lo alto de la colina, se iluminó
con antorchas para darles la bienvenida.
Fueron recibidos en la entrada por un cuarentón fornido y con aire de tranquila
eficiencia.
—El señor Burke, mi mayordomo. Se encargará de todos los problemas que
tengáis, por difíciles que sean —dijo Nicholas con entusiasmo—. Señor Burke, mi
condesa. Nos hemos casado en la corte.
El mayordomo arqueó las cejas, aunque muy ligeramente, ante la noticia.
Nicholas le miró fijamente.
—Se llama Borgoña… Borgoña Bedford… Borgoña Lynton Bedford.
La muchacha vio que el rostro del señor Burke se iluminaba. Sintió alivio al ver
que no estaba sorprendido ni disgustado, sino que, por el contrario, parecía
complacido.
—Bienvenida a Dunster, lady Mountjoy.
—Gracias, señor Burke. Ésta es Nan Greenwood, que ha estado conmigo toda la
vida. Ha tenido un viaje penoso y debería irse directamente a la cama.
—Bienvenida a Dunster, señora Greenwood —dijo el señor Burke y sonrió a
Borgoña—. Venid, señora. Permitid que os enseñe vuestros aposentos.
Borgoña ni siquiera miró a Nicholas para ver si le daba su consentimiento; se
limitó a seguir al señor Burke, sabiendo instintivamente que estaba en buenas manos.
El dormitorio principal era inmenso. En una de las paredes de granito había
una chimenea y en las otras tres tapices colgados. Una alfombra mullida cubría el
suelo y la cama tenía colgaduras de color esmeralda.
Sin perder un instante, el señor Burke ordenó a los criados que encendieran el
fuego, colgaran las ropas de la condesa en el vestidor y le llevaran una bañera.
—Gracias, señor Burke. ¿Podríais ocuparos de que a Nan le lleven otra bañera?
El mareo deja unas secuelas horribles.
—Ya me he ocupado de eso, señora. El señor ha ordenado que sirvamos aquí la
cena. Pide permiso para reunirse con vos.
Borgoña esbozó una sonrisa mientras le observaba.
—Mountjoy nunca pide permiso para nada. Esas palabras son vuestras, señor
Burke.
El interpelado ni lo confirmó ni lo negó.
—Deseo que disfrutéis de vuestra primera noche en Dunster, señora.
Tras darse un baño, Borgoña se puso una camisa de dormir, añadiendo una
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
bata de color verdiazul como medida de precaución. Estaba cepillándose el cabello
cuando Nicholas entró sin llamar. A sus labios acudió una exclamación de
contrariedad, pero antes de que saltaran las chispas entraron dos criados con las
bandejas de la cena.
La comida era deliciosa y estaba mucho mejor cocinada que las comidas de la
corte. Aun así, Borgoña comió poco, para que no volviera a repetirse la escena del
barco. Los negros ojos de Mountjoy la observaban sin perder detalle. Que la
ahorcaran si bajaba la mirada y se hacía la tímida. Lejos de ello, miró atrevidamente a
su reciente esposo, que vestía una bata de terciopelo negro y oro. Supuso que no
llevaría nada debajo; incluso estaba descalzo.
—Espero que os guste Dunster, Borgoña.
—Imagino que la luz del día confirmará mi sospecha de que es una fortaleza
inexpugnable en una costa azotada por el viento. Creo que aquí sólo conseguiría
sobrevivir al invierno quedándome delante de un buen fuego.
—Los inviernos son algo fríos —reconoció él—, pero las aguas y el clima de
Devon suelen ser suaves. La primavera llega pronto y entonces Devon se convierte
en un lugar increíblemente hermoso.
—¿Cuándo os vais a Irlanda?
—Mañana —dijo Mountjoy, levantándose de la mesa y alargando la mano—.
Sólo tenemos hasta el amanecer.
Borgoña se sintió aliviada. Lo único que tenía que hacer era soportarlo unas
horas. Nicholas fue directamente a la cama y apartó el cobertor de piel. Borgoña
estaba nerviosa; aquel ademán le hizo chirriar los dientes. Cuando Mountjoy se quitó
la bata, se enfadó consigo misma por apartar la mirada y comportarse al cabo como
una doncella tímida.
No le quedaba más remedio que quitarse también la bata. Lo hizo rápidamente
y se metió entre las sábanas tiritando de miedo ante la prueba que la aguardaba.
Su aliento le pareció al conde de lo más adorable, pero también áspero como un
cardo. Las manos del hombre eran fuertes, firmes e insistentes mientras la buscaban.
Borgoña se puso rígida mientras él la acercaba implacable a su duro cuerpo.
Cuando intentó besarla, ella apartó la cara. Cuando acercó la mano a sus partes más
íntimas, ella retrocedió.
Nicholas procuraba ser paciente, pero al final se dio cuenta de que no podía
cambiar su actitud y volverla más receptiva. Borgoña no le dejó otra opción. Nicholas
tenía intención de consumar el matrimonio aquella noche, tanto si su esposa quería
como si no. Se las arregló para cumplir con su derecho conyugal sin su cooperación,
pero también sin que ella se negara.
Borgoña estaba totalmente inmóvil; lo único que se oía en la habitación era la
ronca respiración de su marido. Había sentido dolor, pero la prueba no había sido
tan cruel como había esperado. Lo peor era la culpa que sentía por Tony.
Cuando Mountjoy vio lágrimas en sus mejillas, bajó de la cama. Borgoña se
enjugó las lágrimas, dando fuertes suspiros.
—Si suspiráis por vuestro amor perdido, suspiráis en vano.
Borgoña se irguió rápidamente con los ojos húmedos.
Los celos reconcomían a Nicholas.
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
—Anthony Russell se dejó sobornar por mí para no casarse con vos.
Borgoña saltó de la cama como una tigresa.
—¡Eso no es cierto, bastardo mentiroso! Fui yo quien se echó atrás… en nombre
del honor —dijo, riendo y llorando al mismo tiempo—. ¡Me sacrifiqué por honor, si
es que podéis creer tamaña ingenuidad!
—¿Os sacrificasteis? —bramó él, con los ojos relampagueando a causa de la
violencia contenida—. ¡La arruinada señora Bedford se sacrificó para convertirse en
la acaudalada condesa de Devon!
—¡Os detesto! ¡Marchaos!
Nicholas Mountjoy hizo una reverencia con arrogante desdén.
—Me alegro de estar a punto de partir para Irlanda.
—Ojalá no volvierais nunca de ese lugar salvaje y bárbaro —le soltó Borgoña
mientras él salía, cerrando la puerta con un golpe que hizo temblar los goznes.
No había transcurrido aún una semana cuando Borgoña recibió la visita de su
abuela. Sarah Lynton lucía un cabello natural, ya gris en las sienes. Su ajado rostro
había sido en tiempos tan hermoso como el de Borgoña.
—Querida, llevo veinte años esperando este momento.
—No he recibido nunca una carta vuestra, y Nan asegura que mi madre
tampoco recibió ninguna, aunque llegó a esperarlas con gran ansiedad.
Lady Lynton cogió la mano de Nan.
—¿Cómo podré agradecerte que te quedaras con Jane durante todo aquel triste
periodo y que cargaras con la responsabilidad de criar a su hija?
—Fue por amor, señora. Ojalá hubiera sabido Jane que la habíais perdonado
antes de… —Nan se echó a llorar.
—Oh, querida —dijo lady Lynton, abrazando a Nan—. No más lágrimas, te lo
suplico. Ésta es una ocasión alegre. Reencontrarnos con nuestra nieta es motivo de
júbilo para nosotros. Y ha sucedido algo más, también maravilloso. Su Majestad nos
ha renovado las licencias de exportación.
El señor Burke les sirvió un tentempié para que Borgoña y Sarah Lynton
pudieran seguir conociéndose.
—Decidme, querida. Le di a Jane un libro antiguo, un tesoro, cuando era muy
joven. ¿Llegó a dároslo?
—Sí. El último deseo de mi madre fue que Nan me lo guardara. —Borgoña
vaciló, pero terminó confesándolo—: Si he accedido a casarme con el conde de Devon
ha sido a causa del libro.
—Vuestra madre rechazó al padre de Nicholas, pero vos habéis vuelto a poner
las cosas en su sitio.
—Bueno, quizá no todo, pero soy feliz porque ahora podemos estar cerca la una
de la otra, abuela.
Antes de irse, Sarah la invitó a Lynton Hall, y Borgoña prometió ir a la mansión
para conocer a su abuelo y al único tío que le quedaba.
La semana siguiente se llevó otra sorpresa cuando recibió la visita de su padre.
Esperaba que estuviera enfadado con ella por haberse casado con el conde de Devon.
No porque Anthony Russell fuera amigo suyo, sino porque a su madre casi la habían
obligado a casarse con un Mountjoy. John Bedford, sin embargo, parecía resignado.
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
—En cierto modo era inevitable. Jane se perdió el ser condesa, pero su
inteligente hija no ha seguido su ejemplo.
Borgoña se sintió herida. Aunque eran padre e hija, nunca se habían tenido
mucho afecto y siempre habían sido capaces de hablar claro.
—¿Pensáis que soy inteligente, padre? Al parecer no lo bastante para darme
cuenta de que destruíais las cartas de mi abuela.
—Sarah Lynton no sólo me censuraba; me aborrecía. Fue un matrimonio que
causó mucho pesar. Cuando naciste y tu madre murió, no quería que todo volviera a
repetirse; además, en aquella época los Lynton tenían otros problemas que resolver.
—Sarah ha venido a verme. Estamos tratando de cerrar el abismo que nos
separa.
John Bedford asintió con la cabeza.
—Supongo que así es como debe ser. Sólo he venido a ver si eres feliz con el
marido que has elegido.
Borgoña rió por lo bajo.
—Me temo que no nos llevamos muy bien. Es probable que Mountjoy esté
arrepintiéndose ya de nuestro enlace. Las palabras con que lo despedí no ocultaban
el veneno. Le deseé que no volviera nunca de Irlanda.
—Es muy probable que tus deseos se cumplan.
—¿Qué queréis decir? —preguntó ella bruscamente.
Era información reservada, pero tras una ligera vacilación, su padre le dijo:
—Cinco mil españoles van camino de Kinsale para participar en la sublevación
de Tyronc.
Cielo santo, aquello no podía ser verdad. Pero ¿quién podía saberlo mejor que
un espía de Walsingham?
Cuando su padre se fue, se dirigió prestamente al señor Burke.
—Tenéis que arreglároslas para despachar un mensaje a Nicholas. ¿Es posible
hacerlo con rapidez?
—Tendré un barco y un capitán listos en una hora. ¿Escribiréis vos la carta,
señora?
—Sí —dijo Borgoña rápidamente, antes de poder cambiar de opinión.
«Mi señor Mountjoy:
He sabido de buena fuente que España ha enviado 5.000 hombres en ayuda de
Tyrone. Como esposa vuestra, el honor me obliga a decíroslo inmediatamente.
Lamento mis palabras de despedida. Eran totalmente injustas y me han dejado un
sabor amargo en la boca.
B.»
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
más. ¡No es pecado leer por simple placer! No te niegues, Nan. Es un regalo de amor.
¿De qué otra manera podría pagarte?
Nan accedió porque Borgoña así lo deseaba. Las lecciones tuvieron tanto éxito
que Borgoña reunió a todas las doncellas de la casa y se ofreció a enseñar a todas las
que estuvieran interesadas.
El ama de llaves protestó.
—No creo que sea una buena idea, señora. Les meterá ideas en la cabeza. ¿Y si
lo que aprenden les impulsa a mejorar de posición en la vida?
—¡Ojalá sea así! —exclamó lady Mountjoy, para secreta diversión del señor
Burke.
Poco a poco, Borgoña llegó a la conclusión de que había hecho bien siguiendo el
mensaje del viejo libro. Había obrado con honor y estaba muy contenta con su vida.
La empresa naviera de sus abuelos volvía a prosperar, y éstos le daban amor y el
sentido de la continuidad familiar, algo que nunca había sabido que le faltaba. De
Irlanda volvió un barco con la noticia de que Kinsale había caído, los españoles
habían vuelto a España y Tyrone había tenido que refugiarse en el Ulster. Borgoña se
dio cuenta de que su marido estaría pronto de vuelta y temía el reencuentro.
Llegó la primavera y con ella Nicholas Mountjoy. Lo bajaron del barco en
camilla, pero como no quería entrar a pie en su castillo, ordenó que le llevaran su
caballo favorito.
Cuando Borgoña vio aparecer en el patio su morena cabeza, pensó que tenía un
aspecto aún más arrogante y orgulloso de lo que recordaba. Pero cuando vio al señor
Burke correr a su lado para ayudarlo a desmontar y servirle de apoyo para entrar en
el castillo, se le puso el corazón en la boca. Nicholas había recibido una herida en el
muslo que se negaba a cicatrizar. Los ojos negros buscaron los violeta.
—Lo siento —fue todo lo que dijo el hombre.
A Borgoña le dio un brinco el corazón. ¿Por qué se disculpaba ante ella? ¿Acaso
se estaba muriendo? ¿O es que iba a quedarse inválido el resto de su vida? ¡No si ella
podía evitarlo!
—Llevadlo arriba —ordenó al señor Burke.
Cuando Nicholas estuvo en la cama, Borgoña empuñó las tijeras y se acercó a él
con intención de cortarle las vendas. Nicholas llamó a Burke.
—Vos misma lo veréis, Borgoña. ¡No es una herida bonita!
—Nada que esté relacionado con vos es bonito, Mountjoy. He recibido una
buena educación de los propios tutores de la reina. Los médicos de Isabel me
enseñaron a distinguir las hierbas y a curar heridas. ¿Por qué no deseáis que os vea la
pierna? Ya sé que no es por humildad, pues carecéis por completo de esa virtud.
Nicholas frunció los labios, divertido a pesar del dolor. Era exactamente como
la recordaba. Un incesante cuestionamiento de su virilidad, y supo que no podría
tenerla de otra manera.
—Burke es bueno curando heridas, y no desearéis que se sienta humillado.
Claro que si preferís pelearos por mí, adelante.
Borgoña se echó a reír.
—Maldito granuja. Dos perros peleándose por un hueso, eso os divertiría, así
que tendremos que desistir —dijo, haciendo una seña con la cabeza al señor Burke—.
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
Os cedo el placer de destriparle.
Con el humor disimulaba su miedo. Cuando Burke dejó al descubierto la larga
y agrietada herida, se puso furiosa.
—Maldición, ¿quién ha cosido esto?
—Un cirujano de campaña. Las condiciones no eran precisamente ideales.
Borgoña vio que su marido tenía grises las comisuras de la boca. Sabía que tenía
que obrar con decisión; cogerse las manos y las lágrimas femeninas no le servirían de
nada.
—Yo la limpiaré, si vuestras manos son lo bastante firmes para volver a coserla,
señor Burke.
Borgoña sabía que las suyas no lo eran. Antes de salir a buscar hierbas y agua
caliente, sirvió a Nicholas un vaso de brandy.
Por favor, Dios mío, que esto mengüe su sufrimiento.
Después de bañarlo y vendarlo, Nicholas no quiso comer, pero se adormeció
ocasionalmente entre accesos continuos de tos. Borgoña se sentó a su lado, leyendo
en silencio su precioso libro para no perder de vista su estado.
Despertó a eso de la medianoche.
—Borgoña… tengo mucho frío.
Ella se acercó a la cama y le puso una mano en la frente, suponiendo que
tendría fiebre. Tenía la piel helada. Lo cubrió con las pieles, puso más leña en el
fuego y luego se desnudó lentamente.
Se metió en la cama y se acercó a él con cuidado. El cuerpo de Nicholas era tan
firme como de costumbre, pero estaba mucho más frío. Lo rodeó con sus brazos y
pegó su caliente carne a la de su marido. Poco a poco le desaparecieron los temblores
y finalmente se dio cuenta de que dormía. Sus palabras flotaban en su memoria:
—De una manera u otra, os haré entrar en calor, Borgoña.
Antes del amanecer, Nicholas gritó en sueños y se revolvió con brusquedad. No
tenía fiebre y Borgoña no creía que estuviera delirando.
—Nicholas, despertad. No pasa nada, sólo es una pesadilla —dijo con voz
dulce.
Nicholas abrió los ojos y dio gracias a Dios por yacer en su propio castillo, en
brazos de su mujer.
—Ha sido una pesadilla —dijo con un hilo de voz—. Irlanda.
A Borgoña se le hizo un nudo en la garganta. Era incapaz de imaginar lo
terrible que tenía que haber sido aquella pesadilla. El y sus valientes, contra todo
pronóstico, habían vencido al enemigo. El conde había cumplido con su deber para
con la reina y la Corona. Habría sido catastrófico que España se hubiera apoderado
de Irlanda para lanzar un ataque contra Inglaterra.
—Se acabó, Nicholas. Se acabó —dijo, dándole suaves besos en las sienes
mientras él cerraba los ojos para disfrutar de aquella tierna preocupación.
A los pocos días llegó un despacho de la reina dándole las gracias y
felicitándole por la victoria. Lo único que Isabel lamentaba era que hubiera
perdonado la vida a los prisioneros españoles y los hubiera dejado volver a su patria.
En su opinión, habría habido que pasarlos a cuchillo.
Nicholas tiró la carta al otro lado de la habitación.
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VIRGINIA HENLEY CARTA DE AMOR
Borgoña la recogió del suelo. Cuando la hubo leído, le sonrió.
—Me siento orgullosa de vos. Os habéis comportado con honor.
—Lo habéis entendido —dijo el conde, maravillado.
Nicholas Mountjoy fue recuperando gradualmente las fuerzas con los cuidados
que le administraban su mayordomo y su esposa. Todavía no era capaz de andar
mucho, pero Borgoña y él paseaban a caballo para que se le fortaleciera la pierna.
Cabalgaban por la playa, metiéndose entre las olas que cada día eran más cálidas.
Los rododendros y las azaleas llenaban los jardines del castillo con sus flores
resplandecientes, y la fragancia de las rosas y las lilas penetraba por las ventanas
abiertas. Cada vez que el conde veía acercarse a Borgoña, le embargaba el deseo.
El deseo también se había despertado en Borgoña y no dejaba de buscar excusas
para estar con él, para hablarle, para tocarle. El muslo ya no necesitaba vendas y la
muchacha casi lo lamentaba. La tensión sexual entre ellos se convirtió en algo vivo y
palpitante. Borgoña estaba segura de que gritaría si la tocaba.
¡Pero gritaría aún más si no la tocaba!
Una noche, Nicholas la atrajo hacia sí y la besó intensamente. Ah, dulce cielo, el
sabor de aquella mujer era embriagador. El conde desnudó su piel sedosa con manos
frenéticas para recrear su ávida mirada, sus dedos, su boca.
Borgoña desnudó a Nicholas para dar rienda suelta a las cosas que había
fantaseado con su cuerpo macizo.
Nicholas gimió de placer mientras le acariciaba los pechos turgentes y suaves, y
luego su mano buscó el calor de más abajo.
Borgoña lanzó una exclamación cuando él le introdujo el dedo. Sintió un placer
exquisito. La azucarada vaina se contrajo y el hombre se alegró de haber obtenido
una respuesta tan apasionada. Entonces se puso encima de ella, que se abrió para que
él entrara y alcanzara el Paraíso.
Estaban embriagados de amor. Borgoña adelantaba el pubis con frenesí;
Nicholas entraba y salía, abrasándose en el calor de la mujer. Era grande y duro, y
todo lo que ella había imaginado que era.
Ella era tan estrecha y ardía tanto que Nicholas pensó que iba a morir de placer.
Se pusieron a vibrar en el mismo exquisito momento. Ella se aferraba a él y tiritaba, y
gritaba su nombre.
Más tarde, mientras yacía entre sus brazos, Nicholas le acarició la mejilla con
ternura.
—¿Me amáis, Borgoña?
—Sí, os amo —respondió ella con rapidez. Sabía que nunca cambiaría de
opinión—. He estado pensando… que nadar posiblemente os fortalecería la pierna.
¿Qué opináis?
—Mmmm, si nos bañamos a la luz de la luna, si nos bañamos desnudos, me
parece que recuperaré casi todas las fuerzas. —Se levantó y la cogió de la mano—.
Vamos a intentarlo.
Mucho más tarde, después de haberse secado ante el fuego, Nicholas vio que su
esposa escribía en un libro.
—¿Qué hacéis, amor mío?
—Quizá os lo enseñe algún día —dijo ella, sonriendo al leer lo que acababa de
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escribir:
«¡El Honor trajo la Felicidad! Borgoña Mountjoy, condesa de Devon, 1602».
***
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BAILE DE COMPROMISO.
Mary Balogh
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raramente aparecía por la finca rural que había heredado junto con el título poco más
de un año antes, al morir su hermano mayor.
Al abrir la puerta del estudio, Bea había dado un gritito y corrido por la estancia
para arrojarse en sus brazos.
—¡Tío Bram! —había exclamado—. Has vuelto.
—Ya lo ves, niña —había dicho él, dándole un breve abrazo y apartándola para
mirarla—. Te estás poniendo muy guapa. Pero tus modales me producen escalofríos.
Las damiselas, y para el caso las señoras en general, no gritan ni chillan ni corren,
Beatrice. Y por supuesto no se arrojan en los brazos de los hombres, por mucho que
los caballeros lamenten esta convención. ¿No te han enseñado esas cosas?
—¿Qué me has traído de Londres? —había preguntado Bea, sin hacer caso de la
reprimenda, cogiéndole una mano perfectamente arreglada y enjoyada, y
llevándosela a la mejilla—. ¿Me has traído algún regalo, tío Bram?
Él había hecho una mueca.
—Ten paciencia —había dicho—. Diablillo avaricioso. ¿Tienes una nueva
compañera? Y he oído que te dura ya más de lo habitual.
—Ah, la señorita Melfort —había dicho Bea sin mucho miramiento—. ¿Cuánto
tiempo tengo que esperar? No bromees, tío Bram. ¿Es un sombrero? ¿Una sombrilla?
Pero Bramwell Lattrell, conde de Dearborne, había preferido concentrarse en la
institutriz de Bea, una mujer que detestaba profundamente que la llamaran
compañera de su pupila. Bea era una discípula difícil, pero Laura Melfort era una
auténtica preceptora. Estaba probando todos los métodos que conocía para enseñar a
Bea a leer. No era fácil, pues Bea tenía quince años y la cabeza llena de pájaros; por lo
menos eso pensaba Laura en sus momentos menos generosos.
Pero, compañera o institutriz, era una sirvienta, una empleada del conde de
Dearborne. Se había dado perfecta cuenta cuando él la había inspeccionado sin
prisas, de pies a cabeza, con sus ojos azul claro. Ella le había devuelto la mirada,
reprimiendo las ganas de mirarse en algún espejo para convencerse de que estaba
vestida. La mirada del hombre la había hecho sentirse como si no lo estuviera.
El conde había asentido fríamente con la cabeza antes de volverse para
reanudar la conversación con su sobrina. Había puesto un dedo bajo la barbilla de
Bea y le había dicho que cenaría con él aquella noche si era muy buena y prometía no
volver a chillar.
La respuesta de Bea había sido otro chillido y varias palmadas.
La invitación no había incluido a la institutriz de Bea.
Pero en aquellos momentos ya no iba tan formalmente vestido. Con los pies
enfundados en unas zapatillas de piel, no llevaba puesto más que el calzón oscuro y
la camisa blanca de encaje, desabrochada y abierta casi hasta la cintura. Laura se
había fijado en este último detalle cuando lo había visto entrar en la biblioteca con un
candelabro de varios brazos. Laura había apagado su vela nada más oír la puerta.
Había imaginado, tonta de ella, que se quedaría sólo un momento, lo necesario
para coger una carta del escritorio o quizá un libro. Había esperado que saliese en
seguida y había contenido el aliento, rezando para que no levantara los ojos hacia las
sombras y la viera allí, donde no tendría que estar. En su biblioteca.
Y más bien ligera de ropa.
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todos modos.
—Acérquese —dijo el conde, sin apartar la mirada del libro—. Más. Dentro del
círculo de luz de las velas.
La luz de las velas ciertamente no llegaba muy lejos. A Laura no le quedó más
remedio que situarse a dos pasos del sillón. Se quedó de pie frente a él, conteniendo
las ganas de bajar la cabeza, aunque no creía haber pasado tanta vergüenza en toda
su vida. Miró fijamente la cabeza agachada del conde hasta que por fin, al cabo de
unos minutos, el hombre cerró el libro, lo dejó en la bandeja, junto al frasco de licor, y
levantó los ojos hacia ella.
Laura tuvo que hacer un gran esfuerzo para no retroceder. Aquellos ojos claros,
de párpados más bien gruesos, parecían llegar hasta el fondo de su cerebro. Mejor
dicho, parecían mirar directamente en su alma.
Se hizo patente entonces, por si no se había dado cuenta antes, que era un
hombre acostumbrado a tener y a imponer autoridad. Se quedó en silencio durante
tanto tiempo que Laura creyó reducirse de tamaño, y se preguntó tontamente si
estaría esperando que ella dijera algo o que se pusiera de rodillas y suplicara piedad.
Tuvo que recordarse que era una señora, aunque su padre estaba sin blanca y ella se
veía obligada a ganarse la vida. Levantó la barbilla ligeramente.
—Vaya —dijo por fin el conde, todavía con un ligero timbre de aburrimiento en
la voz—. Me preguntaba si sabría usted lo que es la compostura. Sería muy extraño
que no lo supiera.
Se estaba refiriendo, por supuesto, a su cabello, de tono oscuro pero
inconfundiblemente rojo. Todas las mechas estaban a la vista, desde la raíz a las
puntas. Qué horrible humillación. No se le había ocurrido pensar en su camisón o en
sus pies descalzos.
—¿Se me permite preguntar qué hace merodeando por mi casa en semejante
estado de… de semidesnudez? —preguntó, recorriéndola otra vez con los ojos y
quitándole una prenda tras otra mientras la miraba, tal como había hecho por la
mañana en el estudio. Laura hundió en la alfombra los dedos de los pies—. ¿Buscaba
quizá lacayos predispuestos?
Laura sintió que se le dilataban otra vez las fosas nasales.
—Si ésas fueran mis intenciones, señor —dijo—, no estaría en la biblioteca, en lo
alto de una escalera, ¿no le parece? A menos que estuviera dispuesta a pasar la noche
sola —añadió indignada. Oyó el eco de sus propias palabras, sin poder creer que las
hubiera pronunciado.
—Buen argumento —dijo él, arqueando con arrogancia las cejas—. Pero habrían
tenido que advertirle que no debe usted enseñarme las garras, señorita… ¿Melfort?
No le gustarían las consecuencias de querer hundirlas en mi persona —añadió,
adelantándose de repente y alargando la mano para coger el libro que ella llevaba
apretado contra el pecho. Laura sintió el roce de sus dedos, ya sin anillos, en un
pezón y no tuvo fuerzas para impedir que le quitara el volumen.
El conde se arrellanó en el sillón y miró la cubierta y el lomo del libro antes de
abrirlo y pasar las páginas con cuidado.
—¿Le gustan las historias de aventuras y pasiones? —le preguntó. Laura miró
con odio la agachada cabeza del hombre.
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—Señor —dijo—, me gustaría recordarle que, aunque sea empleada suya, soy
una señora.
El conde la traspasó con sus helados ojos azules.
—Si le hubiera preguntado eso, señorita Melfort —dijo—, no habría hablado de
historias de aventuras, sino que habría ido directamente al grano. Sólo preguntaba
por sus gustos literarios.
Si el suelo de la biblioteca se hubiera abierto en aquel instante bajo sus pies para
dejar al descubierto una sima, Laura habría saltado con alegría, aunque hubiera
estado llena de demonios con tridentes. El conde la había malinterpretado. ¡Qué
horror y qué vergüenza!
Se humedeció los labios y vio que los ojos masculinos seguían el gesto. —Este
libro es algo así como una herencia de familia —prosiguió el conde—. Mi madre se lo
legó a mi hermana. Aunque soy lector, nunca he sentido interés por este género. Es
una historia de aventuras, creo. ¿Por eso lo seleccionó?
Laura no había seleccionado nada. Sólo era el libro que tenía en la mano cuando
lo había oído llegar.
—Sí —dijo—. Quería algo que me hiciera dormir.
El conde la miró de nuevo, deteniendo los ojos en sus pechos, cuya generosa
redondez había esperado en vano que quedara oculta por el camisón. Ojalá se
hubiera mordido la lengua, aunque ahora ya no tenía sentido hacerlo. No podía
borrar lo que había dicho.
—Más le habría valido buscar un lacayo —murmuró el conde. Laura respiró
hondo y vio que volvía a fijarse en sus pechos—. Tenga —añadió, alargándole el
volumen—. Acuéstese con él, señorita Melfort. Y que un amante imaginario le haga
conciliar el sueño. Creo que se llama Damon. Ya me contarás si hace honor a su
nombre. Sugiere cierta… cierta virilidad, ¿no le parece?
Ella recogió el libro, guardándose de tocarle la mano al hacerlo. Se estaba
burlando de ella. Burlándose de la idea de leer historias de pasiones. Muy típico de
los hombres. Sus gustos literarios eran amplios y variados, pero no se trataba de eso.
—Quizá lea historias de aventuras y pasiones —dijo, mirándolo
deliberadamente a los ojos, sabiendo que la estaba obligando a decir lo que jamás
debería decir—, pero no para encontrar un amante imaginario que caliente mi
solitaria cama de solterona, sino para conocer los aspectos más adorables de la vida,
esos en los que el amor, la entrega y las relaciones dan alegría y significado a una
existencia que a menudo se desperdicia en la satisfacción de los sentidos y en la
infelicidad más elemental.
Ante su sorpresa e irritación, el conde pareció encontrarlo gracioso. Se puso en
pie y ella pudo comprobar, como aquella misma mañana, su notable estatura,
aunque ya no calzaba botas. Laura no era baja, pero su frente apenas le llegaba a la
barbilla. Y tampoco ella podía apartar del pensamiento el semidesnudo pecho
masculino, cubierto por una película de vello negro.
El conde le puso una mano bajo la barbilla, aunque ella no había bajado la
cabeza, y con la yema del pulgar le acarició los labios; fue un breve y electrificante
momento durante el que casi se le doblaron las rodillas.
—Un discurso digno de una solterona, señorita Melfort —dijo el hombre—.
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Pero debería probar a satisfacer sus sentidos uno de estos días. Es una forma
maravillosa de pasar una vida que carece de significado. Ha hecho un buen trabajo
con Beatrice. A pesar del alarmante despliegue de entusiasmo de esta mañana, tiene
agradables modales y puede conversar sobre una gran variedad de temas, desde el
clima hasta los sombreros y los abanicos. Desde luego, está creciendo y acabará
siendo la belleza que prometía desde que era niña. Dentro de dos o tres años, podré
concertarle un buen casamiento. ¿Sabe bailar?
Había dejado de tocarla, aunque seguía estando delante de ella, con las manos
en la espalda. Se habría sentido más cómoda si hubiera podido retroceder un par de
pasos, pero se quedó donde estaba.
—Con mucha elegancia —dijo—, incluso ese baile nuevo que llaman vals, que
le gusta mucho. Pero no es una alumna aventajada, señor. No hará buen papel como
esposa si antes de que pasen dos años no ha aprendido a leer ni ha adquirido algunos
conocimientos sobre libros y buenas letras.
—Dios nos asista —dijo el conde, arqueando de nuevo las cejas con arrogancia
—, no será usted una bachillera, ¿verdad, señorita Melfort? ¿De verdad cree usted
que a los jóvenes terneros que se apelotonarán alrededor de Beatrice dentro de unos
años les importará mucho —aquí chascó los dedos— que sea una sabionda? La
valorarán por su belleza, su dote, su juventud y su capacidad para engendrar
herederos.
—Y por la amenidad de su conversación —añadió Laura.
—Eso también —admitió el conde—. ¿Por qué cree usted que los hombres van
de caza y de pesca y frecuentan sus clubes? Para no oír hablar más de lo necesario del
tiempo, los sombreros y los abanicos.
—Y así fueron felices y comieron perdices —dijo Laura con acritud—. ¿No sería
mejor que un hombre pudiera hablar con su esposa? ¿Hablar de veras?
—Pero en ese caso —dijo él—, una esposa inteligente podría poner en evidencia
a un marido inepto. No funcionaría en absoluto. Él se amilanaría. Es mucho mejor
que ella sea un simple adorno. No, no intente lo imposible, señorita Melfort…
aunque le parezca sólo improbable. Deje a Beatrice con su feliz ignorancia. Mi
hermano nunca vio la necesidad de enseñarle otra cosa que virtudes femeninas. Es
demasiado tarde ahora para imaginar que pueda leer y aprender a amar los libros y
toda la sabiduría que encierran. Creo que no tiene mucha aptitud para eso.
—Yo diría que lo que le falta es interés, no aptitud —dijo Laura—. Vivo con la
esperanza de despertar su interés, señor.
—¿Y convertirla en una solterona de lengua afilada y mirada atrevida como
usted? —preguntó—. Creo que no, señorita Melfort. La he contratado a usted más
como dama de compañía de mi sobrina que como institutriz.
Laura se sintió dolida. Mucho más de lo que habría admitido.
—No tengo ninguna de las cualidades de Beatrice —dijo—. Pero ésa no es la
cuestión. Estamos hablando de su sobrina, no de mí.
—¿De veras? —preguntó el conde, otra vez con timbre de aburrimiento, aunque
sus ojos la miraban con fijeza—. ¿Qué cualidades le faltan, señorita Melfort? Una
buena dote, sin duda. Tiene la belleza. No es joven, veinticinco o veintiséis años,
calculo, pero no tan vieja que ya no pueda engendrar hijos. Puede hablar de multitud
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de temas, no lo dudo. ¿Sabe bailar?
—Sí —contestó Laura secamente—. Por supuesto que sé bailar.
—Entonces sólo le falta una cualidad importante.
Laura levantó la barbilla, herida de nuevo y despreciándose por sentirse así.
—Serrín.
Ella frunció el entrecejo, sin comprender.
—¿Serrín?
El conde encerró la cara de Laura entre sus manos. La muchacha se quedó
inmóvil.
—Aquí —dijo, estrechando un poco el cerco de los dedos—. En vez de serrín
tiene usted cerebro. Puede ser un grave inconveniente.
—Prefiero ser una solterona con cerebro —dijo con actitud desafiante— a ser
una esposa con serrín. —No estaba muy segura de estar diciendo la verdad. La
soltería le pesaba desde hacía años, desde que se había dado cuenta de que las
institutrices raramente se casan porque están a caballo entre el mundo de los criados
y el de los señores, sin pertenecer a ninguno.
—Vaya —dijo el conde, al parecer leyéndole el pensamiento—, es usted capaz
de soltar la más negra de las mentiras sin parpadear, señorita Melfort.
—Supongo —dijo Laura, tratando de disimular que había resentimiento en su
voz— que para usted es inconcebible que una mujer sea feliz sin un hombre.
—Tan inconcebible como que un hombre pueda ser feliz sin una mujer —dijo él
—. Me pregunto si tener cerebro en lugar de serrín hace una boca menos digna de
besarse. Tengo intención de hacer la prueba.
Aunque siguió mirándola fijamente a los ojos, Laura no entendió el significado
de sus palabras con celeridad suficiente para escapar. Puede que escapar hubiera
sido imposible de todas formas. Puede que él no la hubiera dejado. O es posible que
ella no hubiera forcejeado con convicción suficiente, o que no hubiera forcejeado en
absoluto.
Cuando la boca del conde se posó sobre la suya, la encontró cálida y firme. Olía
a brandy y a colonia, una combinación embriagadora que esta vez consiguió que se le
doblaran las rodillas. Los muslos que la recibieron eran musculosos e indistintamente
masculinos. Entonces percibió el sabor del brandy. El conde abrió los labios sobre los
suyos, y ella notó calor y humedad y la punta de una lengua que presionaba
ligeramente sobre sus labios hasta que no tuvo más remedio que abrirlos y permitirle
el acceso a los sensibles tejidos interiores. Laura tenía algo entre los dedos, dos cosas.
Con la mano derecha sujetaba el libro y con la izquierda asía la camisa masculina. El
dorso de su mano estaba pegado a un pecho velludo.
—No —dijo el conde—. No es así. Es interesante.
Laura se quedó mirándolo sin expresión, vacía, totalmente desorientada. El
hecho de tener cerebro no hacía su boca menos digna de besarse. De eso estaba
hablando. Laura se sentía extrañamente satisfecha.
Con algo de retraso se le ocurrió que un frunce de indignación y un ¡Cómo se
atreve!, incluso una bofetada, habría sido más apropiado que su cara inexpresiva,
alelada y suplicante. Con no menos retraso retiró la mano de su pecho y soltó el
delicado tejido de la camisa.
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vida. No era cuestión de tomárselo a la ligera. Averiguaría qué tal congeniaban en un
entorno campestre.
Pero la decisión estaba tomada. A menos que sucediera algo inesperado,
hablaría con Gleam antes de que se fueran los invitados. Y se casaría con la hija de
Gleam antes de Navidad.
Desde luego, no tenía la menor intención de dejarse tentar por una institutriz
marisabidilla y gazmoña que tenía el pelo más bonito que había visto en su vida y
que descalza y con un largo camisón de algodón y sin adornos estaba irresistible. Y
cuya mano, al apoyarse en su pecho desnudo, le había quemado como un ascua.
Maldición, no quería que lo distrajeran de sus asuntos. Y no habría ocurrido si
aquella mujer no hubiera estado vagando por la casa a medianoche
escandalosamente ataviada. Al abrir la puerta de la biblioteca había entrevisto una
figura vestida de blanco flotando cerca del techo, y había pensado que era un
fantasma o un ángel. Había decidido burlarse de ella y castigarla por haber quedado
ante sí mismo como un idiota redomado; fingió que no la veía y así la había obligado
a quedarse allí arriba durante cuarenta y cinco minutos; su intención había sido
esperar una hora, pero no había tenido tanta paciencia.
Habría tenido que darle un grito nada más verla y enviarla inmediatamente a
su cuarto.
Pero el daño estaba hecho. La había visto aquella mañana en el estudio; le había
parecido una mujer todavía joven, tirando a guapa, serena y disciplinada… la típica
institutriz, si es que existía algo parecido. Todas las veces que la vio después de
aquella noche en la biblioteca tenía el mismo talante, como si nada fuera capaz de
turbar su equilibrio.
Pero había visto su cabello cayéndole por la espalda. La había visto con un salto
de cama. La había besado y había estrechado su cuerpo esbelto contra el suyo. Y el
dorso de su mano se había posado en su pecho, cerca del corazón.
La deseaba más que a ninguna otra mujer en los últimos tiempos.
Probablemente porque no podía tenerla, se dijo con firmeza. Era fruta prohibida.
Siempre había estado muy unido a Beatrice. Sentía lástima por la muchacha,
abandonada en su más tierna infancia por su madre, que había huido con un amante,
y durante mucho tiempo desdeñada por su padre. Él solía pasar largos ratos en el
cuarto de los niños, jugando con ella, escuchándola con complacida tolerancia,
llevándola de vez en cuando a cabalgar por el parque que rodeaba la mansión.
Beatrice sentía adoración por él.
Así pues, durante los días que siguieron a su regreso e incluso después de la
llegada de los invitados, no dejó de repetirse que tenía derecho a visitar el estudio
para comprobar por sí mismo los progresos que hacía su sobrina para convertirse en
una damisela digna de la buena sociedad y del marido de alta cuna que él mismo le
encontraría cuando cumpliera los dieciocho.
Tenía la impresión de que Beatrice se exhibía ante él cada vez que iba a verla.
La verdad es que le sonreía y le hablaba con excitación, tocaba el pianoforte y le
cantaba todas sus canciones favoritas, le enseñaba sus mejores bordados y sus
mejores dibujos buscando su admiración, le suplicaba que le permitiera cenar con los
invitados e ir con ellos de merienda y a otras excursiones, y en general, supuso, era
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una dura prueba para la señorita Melfort. La señorita Laura Melfort, pues había
averiguado su nombre de pila.
También se había dado cuenta de que la señorita Laura Melfort no sonreía ni
una sola vez durante sus visitas al estudio, ni levantaba los ojos para mirarle, ni daba
el menor indicio de que se enteraba de que él estaba en la misma habitación o en el
mismo universo que ella.
El conde se preguntaba si estaría tan obsesionada por él como él por ella. Se
preguntaba si desearía acostarse con él con tanta intensidad como él lo deseaba. La
verdad es que encontraba su serenidad y su recato insoportablemente atractivos.
Una tarde no tuvo más remedio que levantar los ojos hacia él y reconocer su
presencia. Había estado paseando con la señorita Hopkins, una hermana de ésta y
otros invitados. Habían caminado entre los árboles hacia el este de la casa, por la
orilla del río que les conduciría al lago. Beatrice y Laura Melfort estaban sentadas en
la orilla… hasta que Beatrice vio que se acercaban y se puso en pie de un salto. Se
sintió orgulloso al comprobar que su sobrina había recordado que no debía correr
hacia él gritando su nombre. Lejos de ello, esbozó una sonrisa encantadora, se
ruborizó, hizo una reverencia y demostró a todos que se estaba volviendo una joven
fascinante. El conde le devolvió la sonrisa con afecto.
Le había permitido tomar el té con sus invitados unos días antes y entonces se
había comportado con mucha propiedad. La señorita Hopkins y su hermana la
invitaron a unirse al grupo y Beatrice miró con ojos brillantes, primero a su
institutriz, que se había puesto lentamente en pie y permanecía a la sombra de un
viejo roble, y luego a él. Ambos asintieron con la cabeza y Beatrice reprimió un grito
y dejó que la señorita Hopkins se le colgara de un brazo y la señora Crawford del
otro, y echaron a andar. Los demás invitados les seguían como una alegre comitiva.
La señorita Laura Melfort, se dijo el conde de Dearborne, sabía confundirse con
el paisaje. Dudaba que la señorita Hopkins ni nadie se hubiera percatado de su
presencia. Claro que era una sirvienta. Los criados tenían que ser invisibles. El conde
se quedó donde estaba hasta que su futura y los invitados dejaron de verse y oírse.
El contraste era tremendo. Alice Hopkins, rubia, pequeña y sonriente, iba
envuelta en delicadas muselinas —el vestido, el sombrero, el calzado—, de acuerdo
con los dictados de la última moda. El vestido de la señorita Melfort, escondida a la
sombra del roble, era vulgar y de algodón barato. Le habría gustado vestirla de seda,
de raso y muselina, pensó sin mirarla. Le habría gustado cubrirla de joyas. Y también
le habría gustado desnudarla. Volvió la cabeza para mirarla. Laura estaba mirando
en silencio la hierba que tenía a los pies.
Esperando a que él se fuera para desaparecer.
—Durante un momento —dijo él— pensé que Beatrice estaba enferma. Parecía
tan absorta en lo que estaba haciendo que creí que no iba a notar nuestra presencia.
Es una actitud poco normal en ella.
Laura le miró y durante un segundo el conde se sintió morir bajo su franca
mirada, y recordó cómo le había hecho perder la razón en la biblioteca.
—Explíquemelo —prosiguió el hombre—. Estoy convencido de que fue una
confusión mía… tal vez haya sido un poco de insolación. ¿Era un libro lo que
absorbía tan por completo la atención de mi sobrina?
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Laura casi sonrió y en sus facciones se pintó un asomo de satisfacción.
—Sí —dijo—. Quiere leerlo ella sola. Está disgustada porque no puede hacerlo
con fluidez, pero está esforzándose al máximo para conseguirlo.
—Dios del cielo —murmuró el conde—. Y ya que hablamos de insolaciones…
¿cómo ha conseguido esta alarmante transformación, señorita Melfort? ¿Poniéndola a
pan y agua? ¿Aplicándole la vara dos veces al día, tras las comidas? Esta vez la
sonrisa y la satisfacción fueron inconfundibles.
—Iniciándola en una historia que ahora desea leer por sí misma —dijo—.
Escucharla con mi voz no es suficiente. Quiere oírla con la voz de su propia mente,
aunque no lo ha dicho con estas mismas palabras.
—A ver si lo adivino —dijo el conde, tratando de no recordar el peso de los
muslos de ella sobre los suyos, ni que la boca de ella se había rendido y abierto bajo
la persuasión de la suya—. ¿Platón?
—No. —¡La malvada ponía cara de triunfo!
—Entonces ¿Milton?
—No. —Casi se estaba riendo. Él quería seguir con el juego mientras ella
quisiera. Un pensamiento peligroso.
—No me diga —dijo el conde con una mueca— que quiere oír cómo el viril y
romántico Damon le susurra dentro de la cabeza.
Laura se echó a reír. ¡Pardiez! No quería que ella se riera. Bueno, en realidad
quería cogerla en brazos y girar con ella, y reír con ella.
—Es ese libro. Lo he traducido del latín al inglés para ella —dijo Laura—. Es
una historia de amor, por cierto. Ha cautivado su imaginación y desea leerlo por sí
misma, aunque ya se lo haya leído yo. También le he dicho que hay otros muchos
libros que le parecerán tan interesantes como éste.
—¿Historias de amor? —dijo él.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Mi sobrina va a aprender a leer para entretenerse con bobadas y
sensiblerías? —dijo, tratando de sentir el asco que su intelecto le ordenaba.
—¿El amor es sensiblero? —dijo ella—. ¿El amor es una bobada? Pues entonces
déme sensiblerías bobas, señor. Déme amor.
Había algo fascinante en su expresión. Lo había visto ya un par de veces en la
biblioteca. Supuso que la señorita Melfort se emocionaba tanto en las discusiones que
no se detenía a elegir las palabras con cuidado.
En esta ocasión, al parecer, había metido la bonita pata hasta el fondo. Y
acababa de darse cuenta.
—Eso —dijo el conde con calma— es una invitación en regla, señorita Melfort.
Me disculpará usted si no le tomo la palabra.
Laura volvió a quedarse mirando la hierba. A pesar de la vulgaridad de su
vestido y de su peinado, pensó él, era mucho más atractiva que Alice Hopkins. Deme
amor. Oh, sí, era una invitación.
—¿Cómo se llama? —preguntó—. Me refiero a la amada de Damon.
—Angeline —dijo ella, aunque sin levantar la vista—. Tendría que haber
elegido a otro hombre, uno que fuera más parecido a ella en todos los sentidos.
Damon no pertenecía a su mundo.
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—Entonces, ¿le parece mal? —preguntó el conde—. ¿Admite que la historia que
tan fuertemente ha afectado a mi sobrina y a usted no tiene nada que ver con la
realidad?
—Es posible que no —dijo ella—. Desde luego, esa clase de unión no debería
funcionar. Pero quizá funcionara por la misma razón por la que debería fracasar. Es
posible que si dos personas son diferentes, la misma diferencia les obligue a
esforzarse para sacar adelante la relación. Quizá porque no dan nada por supuesto,
como ocurriría si pertenecieran al mismo mundo.
Como él y la señorita Hopkins. Laura era de un mundo diferente. Bueno, quizá
no tanto. Era una señora. Pero no pertenecía a su mundo de todas formas. En su
mundo, las señoras no tenían que trabajar para ganarse la vida, ni llevaban ropa
barata y práctica. En su mundo, las señoras no necesitaban utilizar el intelecto.
—Es usted una romántica incurable, señorita Melfort —dijo—. Aunque sea
repetirme, creo que en su cabeza hay cerebro en lugar de serrín. Lo está haciendo
muy bien con Beatrice. Estoy satisfecho.
Laura entreabrió la boca y dilató los ojos.
—Gracias —dijo, con una voz tan baja que el conde, más que oírla, le leyó los
labios.
—Supongo —dijo él con un gruñido— que saber leer, por placer o por
información, puede tener valor incluso para una mujer. Cómo se aprende carece de
importancia. Quizá debiera leer también yo la historia de Damon y Angeline. Puede
que haya conseguido usted otro adepto —dijo mirando el libro que la muchacha
tenía en la mano.
—Sí —dijo Laura.
Lo que más deseaba el conde en aquel momento era acercarse a ella y besarla de
nuevo. Se estaba convirtiendo en un vicio. Se preguntó cuánto tiempo le duraría si
fuera libre de poseerla y utilizarla a su antojo. Tenía la extraña sensación de que el
vicio no desaparecería nunca.
Porque tenía la sensación aún más extraña de que la atracción que sentía no era
sólo física.
Un pensamiento alarmante.
—Voy a darle una hora de libertad, señorita Melfort —dijo—, mientras voy en
busca de mis invitados. Estoy seguro de que tener un rato de intimidad durante el
día es un raro lujo para usted.
Sólo después de que él se hubiera alejado con paso decidido, dejándola al pie
del roble, se dio cuenta de que se había despedido de ella con la inclinación de
cabeza más elegante del mundo.
A la institutriz de su sobrina. ¡A su sirvienta!
Todo el mundo sabía por qué estaban allí los invitados. Los criados siempre
sabían esas cosas. Lo sabían incluso antes de que su señor regresara. Es posible,
fantaseaba a veces Laura, que lo hubieran sabido incluso antes que el conde.
La señora Batters, el ama de llaves, que a veces tomaba el té con Laura por la
tarde, le había dicho que el conde de Dearborne pensaba recibir a su futura, a su
familia y a otros selectos invitados.
La honorable señorita Alice Hopkins iba a ser su prometida. Y era guapa,
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vivaracha y moderna. Todos los criados simpatizaban con ella, sobre todo porque
hacía como si no existieran y en términos generales se comportaba como una gran
señora debe comportarse.
—Pronto tendremos un ama en la casa —había dicho la señora Batters—. Ya era
hora. La última se quedaba cinco minutos y se iba otra vez para ausentarse durante
una larga temporada. Dentro de poco habrá criaturas en el cuarto de los niños, puede
estar segura, mi querida señorita Melfort. Puede que la retengan a su servicio cuando
lady Beatrice haya terminado su aprendizaje.
La idea le había gustado. Le había gustado. Pero ya no le gustaba.
Todos los días esperaba con cierto temor su aparición en el estudio y rezaba en
silencio para que no se presentara. Y sin embargo, los raros días que no lo hacía, se
sentía desanimada. Le parecía que el día había perdido parte de su luz. Temía sentir
sus ojos clavados en ella cuando debería estar pendiente de su sobrina, y cuando no
la miraba se sentía como una persona insignificante y sin valor.
Por la noche soñaba con él. Bueno, eso no era del todo exacto. No solía soñar
con él cuando dormía. Pero se quedaba despierta cuando debería estar durmiendo y
evocaba su aspecto, evocaba la curiosa claridad de sus ojos azules, evocaba cosas que
le había dicho, evocaba su beso, el tacto de sus cuerpos unidos.
Deme amor. Recordaba haberle dicho aquellas palabras y sentía una profunda
tortura al recordarlo. Recordaba su expresión de asombro y su respuesta. Deme
amor. Se preguntaba cómo se sentiría él…
Se despreció. Una pobre solterona deseosa de amor, solitaria y frustrada. Que
tenía fantasías románticas, incluso lascivas, con su patrón. Con un noble del reino,
nada menos. Que detestaba a la bella e inocente señorita Hopkins sólo porque se iba
a casar con él. Que detestaba la idea de ver en el cuarto de los niños a los hijos de él y
de la señorita Hopkins, quizá a su cuidado.
¡No, nunca!
Se odió a sí misma. En consecuencia, se sumergió en el trabajo, instando a Bea a
que practicara con el pianoforte, a que tocara y cantara más que de costumbre porque
estaba creciendo y pronto necesitaría utilizar sus dotes en público. Y del modo más
descarado, camelando a la niña para que leyera, dándole historias que alimentaran
su imaginación romántica y su tierno corazón. Bea, que sabía leer desde hacía algún
tiempo pero no le encontraba el gusto a aquel arte, mejoró notoriamente en pocos
días. El viejo libro de la biblioteca inculcó su magia en ella… y en Laura. Era
perfectamente posible que un hombre y una mujer de mundos diferentes se
unieran…
¡No! No era posible. Él había tenido razón al cuestionar aquella idea. No
funcionaba. En la realidad no. Quizá en las páginas de una novela de aventuras, pero
no en la vida real.
Y, naturalmente, no era cuestión de comprobarlo.
Bea contaba con las simpatías de todas las señoras. A pesar de sus ruegos y
carantoñas, su tío no le permitía unirse al grupo ni para cenar ni para los
entretenimientos posteriores. Era demasiado joven, le decía firmemente. Pronto
llegaría el momento, pero a veces, como aquella tarde en el río, las señoras le pedían
que se uniera a ellas en alguna actividad diurna.
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Una tarde, la señorita Hopkins y su hermana la señora Crawford fueron de
visita al estudio. No llamaron, sino que entraron directamente, hablando y riendo.
Ambas abrazaron a Bea, admiraron la acuarela que estaba pintando y luego la
invitaron a tomar el aire con ellas. Ni siquiera repararon en Laura, que se apartó en
silencio de su propia pintura y empezó a despejar la mesa. Asintió con la cabeza
cuando Bea la miró con aire inquisitivo, y la muchacha salió corriendo en busca de
un sombrero.
Algún día aprendería Bea que las señoras no debían correr. Algún día perdería
la impetuosidad de la juventud. Laura suspiró. ¿Por qué ella y todos los demás
responsables de la educación de Bea trabajaban incansablemente para que ese día
llegara pronto? ¿Por qué la juventud y el ímpetu tenían que desaparecer?
—Es muy torpe —dijo la señorita Hopkins.
—Pues debes tratarla con cariño —dijo la señora Crawford, mirando de nuevo
el dibujo de Bea y sonriendo con desdén—. Dearborne la quiere mucho.
—Podríamos enviarla a un colegio durante un par de años —dijo la señorita
Hopkins—. No estoy segura de querer compartir esta mansión con una sobrina tan
sana, por grande que sea la casa.
La señora Crawford miró a su alrededor, vio a Laura limpiando pinceles y tosió
con delicadeza.
—Cuidado, querida —dijo—. Creo que hay oídos cerca.
—Oh. —La señorita Hopkins siguió la dirección de la mirada de su hermana y,
durante unos segundos, miró a la institutriz con desprecio—. Los sirvientes que
desean mantener el empleo y que les den una carta de recomendación si los despiden
han de saber cuándo es obligatorio tener la boca cerrada.
Bea entró como una tromba en aquel momento, con los ojos brillantes, colorada
y sonriendo.
—Estoy lista —dijo—. Éste es el nuevo sombrero de paja que el tío Bram me ha
traído de la ciudad.
—Y es ciertamente precioso, querida —dijo la señora Crawford—. A la última
moda, te lo aseguro. No podía esperarse menos si lo eligió el propio Dearborne.
—He de confesar que casi estoy celosa —dijo la señorita Hopkins—. Eres diez
veces más guapa que yo, querida Beatrice. Hemos de convencerte de que vengas con
nosotras para alegrarnos el paseo, ¿verdad, Clara? No recuerdo haber sentido por
nadie un cariño tan profundo como el que siento por ti.
—Se desenvuelve de un modo exquisito —murmuró Clara Crawford cuando
las tres abandonaban el estudio, dejando la puerta abierta.
Laura siguió ordenando la estancia. Pobre Bea. No era una muchacha
especialmente inteligente ni particularmente habilidosa en ninguna de las cualidades
que se esperaban de una señora. Pero era dulce y cariñosa. Con la educación y
compañía adecuadas, podría llegar a ser una mujer cálida y adorable, y aspirar a una
vida feliz.
Bea no se encontraría a gusto en un colegio. Y como su madre la había
abandonado de pequeña y en el fondo dudaba siempre de si la querían o no, lo que
menos necesitaba era una tía que no simpatizaba con ella y la despreciaba… y
encima tenía celos de ella. La honorable señorita Alice Hopkins había sido sincera en
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esto.
Y con quien él se iba a casar era con la señorita Hopkins.
No importaba. De verdad que no importaba con quién se casara. Laura levantó
los ojos de súbito. Él estaba en la puerta, apoyado en el marco, observándola. No
sabía cuánto tiempo llevaba allí.
—¿Se ha ido Beatrice? —preguntó.
—La señorita Hopkins y la señora Crawford han venido a invitarla a dar un
paseo con ellas.
—Ah —dijo, sin perderla de vista mientras ella ordenaba papeles que no
necesitaban ser ordenados—. Bueno, ya lo sabía. Las he visto paseando juntas. Los
demás invitados están con otros asuntos. Me he excusado con ellos diciendo que
tenía cosas que atender durante unas horas.
Laura enlazó las manos, harta de revolver cosas en su presencia.
—¿Ya ha empezado? —dijo—. ¿Siente ya la necesidad de escapar del
aburrimiento?
—Señorita Melfort —dijo el conde, clavando los ojos en los suyos desde el otro
lado de la habitación—, es usted una impertinente.
Era verdad. Laura no sabía cómo había sido capaz de decir una cosa así en voz
alta. Quizá había sentido la necesidad de devolver parte de la humillación a que la
habían sometido su futura prometida y la hermana de ésta.
El conde se apartó de la puerta y se acercó a la ventana. Se quedó mirando los
jardines de abajo.
—Pero tiene razón, que Dios la confunda —añadió.
—En la rectoría en la que crecí —dijo Laura— no se nos permitía utilizar
palabras ofensivas y nadie podía utilizarlas en nuestra presencia.
El conde volvió la cabeza y la miró fríamente. Laura no supo si sus ojos
inexpresivos ocultaban cólera o burla.
—Le pido disculpas —dijo el conde.
Ella tragó saliva.
—Los huéspedes me aburren —añadió el hombre— cuando tengo que
soportarlos todo el día y parte de la noche. Así que urdo estratagemas para huir de
vez en cuando. He venido a verla, señorita Puritana, señorita Rectitud. Distráigame.
Laura se preguntó si el conde se daba cuenta de la provocación que había en sus
palabras. Pero ¿y si había reparado ella en este matiz porque se estaba
corrompiendo?
—No sé cómo —dijo.
Él seguía mirándola por encima del hombro.
—Y sin embargo, los dos estamos pensando claramente en lo mismo, ¿verdad?
—dijo—. Sería incorrecto, señorita Melfort. No sé si alguna vez podré perdonarla por
darme a entender cierta noche memorable que era usted una mujer. Ni si podré
perdonarme a mí mismo por haberla besado. Hábleme. De cualquier cosa que no sea
el tiempo, los sombreros o los abanicos.
No estaba flirteando con ella. Eso lo había dejado muy claro. Pero ella sólo
podía verlo —y de qué modo tan asfixiante— como hombre. La moderna levita
entallada, el calzón hasta la pantorrilla y las botas alemanas perfilaban su cuerpo
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macizo. Y era guapo hasta la desesperación.
—No me diga que sólo sabe hablar de esos temas —insistió él—. Esperaba algo
mejor de usted. Venga. —Se apartó de la ventana—. Siéntese en el banco de la
ventana, póngase cómoda y no se quede ahí en las sombras, como una estatua.
Ella se acercó a él con algún titubeo y se sentó en el banco acolchado de la
ventana, delante de él, arreglándose cuidadosamente la falda de algodón al sentarse.
El siguió de pie, aunque levantó una pierna y puso la bota en el asiento, junto a ella.
Apoyó el codo en la rodilla para que su rostro quedara al nivel del de la muchacha,
quizá demasiado cerca para que ésta se sintiera tranquila.
—La rectoría —dijo—. Hábleme de ella. Hábleme de su niñez y de su
adolescencia.
—Sería muy aburrido, señor —dijo Laura, sintiendo un ramalazo de nostalgia.
No le gustaba pensar en su adolescencia.
—Permítame que sea yo quien juzgue —dijo el conde—. Hábleme de sus
padres, y de sus hermanos, si los tuvo. Hábleme de Laura Melfort y de quién es ella.
—Tuve una infancia feliz —dijo, casi en un susurro—. Muy feliz. Éramos once,
incluyendo a mis padres.
Y más pobres que las ratas. Y más si cabe por el hecho de que su padre donaba
el dinero que su propia familia necesitaba desesperadamente y su madre daba a
otros la comida que sus propios hijos habrían devorado con entusiasmo. Pero nunca
pasaron hambre ni frío, ni vistieron andrajos. Y eran más ricos que Creso en amor y
felicidad. Nunca estaban solos. Siempre había algún hermano con quien jugar o
pelearse. Y nunca se aburrían. Siempre había faenas domésticas que hacer, lecciones
que aprender, feligreses a los que visitar, veladas familiares, o musicales, o literarias
en las que participar y disfrutar.
Había sido una juventud idílica, aunque entonces, por desgracia, no se hubiera
dado cuenta ni lo hubiera apreciado por completo. Aunque quizá no hubiera sido
«por desgracia». Quizá una felicidad como aquélla tuviera que ser inconsciente.
Quizá la felicidad se estropeara si intentábamos aferramos a ella.
Como siempre había dicho su padre, es posible que los buenos momentos
fueran pasajeros y hubiera que vivirlos al máximo y renunciar a ellos a continuación,
para que no se nos escapara el momento siguiente.
Y siempre quedaban los recuerdos. La memoria era uno de los regalos más
preciosos que nos había dado Dios.
—Yo sólo tuve un hermano y una hermana —dijo el conde de Dearborne—. Mi
hermano tenía doce años más que yo. Nunca le admiré especialmente, y para él yo
era un estorbo. Mi hermana Anne se casó cuando yo era un niño y se fue a vivir a
Barbados con su esposo. No me permitían jugar con otros niños de los alrededores
porque estaban muy por debajo de mí en la escala social. Y raramente veía a mis
padres, que pasaban la mayor parte del tiempo en Londres. Murieron antes de que
yo me hiciera adulto. Tenía todo lo que podía necesitar y todo lo que no necesitaba.
Envidio sus recuerdos, señorita Melfort.
Ella le miró a los ojos. Sentía un absurdo deseo de llorar. Los recuerdos, incluso
los buenos recuerdos, especialmente estos últimos, podían ser dolorosos. Podían
hacer que el presente pareciera algo estéril y vacío.
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MARY BALOGH BAILE DE COMPROMISO
—¿Quién la educó? —preguntó el conde—. ¿Su padre?
Laura asintió con la cabeza.
—Él nos lo enseñó todo —dijo.
—¿A los hijos y a las hijas por igual? ¿Le enseñó latín y matemáticas, y todo eso
que habitualmente se reserva para la educación de los varones?
—Sí —dijo ella—. Y griego.
El conde sonrió fugazmente.
—Una bachillera, no hay duda —dijo—. No espere que ningún hombre la
pretenda. Daría usted miedo a todos.
—No me importa —dijo ella—. Soy capaz de alcanzar un mundo que está más
allá de lo físico. Con mi mente y los libros puedo trascender la frecuente insipidez y
el aburrimiento de la vida cotidiana.
—Señorita Melfort —dijo el conde, inclinándose hacia ella, que contuvo el deseo
de pegar la cabeza al cristal de la ventana—. Eso que acaba de decir, ¿hay que
entenderlo como un reproche? ¿Vuelve a ser impertinente?
No. Laura formó la palabra con la boca, pero no pronunció sonido alguno. Se
aclaró la garganta torpemente.
—No, señor.
—¿Sigue Beatrice encontrando placer en la lectura a causa de aquel simulacro
de historia amorosa?
—Sí —dijo Laura—. Creo que finalmente ha entendido el misterio de unir letras
y sonidos para dar sentido a lo que hay escrito en una página.
El conde la observó en silencio un largo rato, recorriendo su rostro con la
mirada. Finalmente la miró directamente a los ojos y sonrió.
—Gracias —dijo con dulzura—. Gracias, Laura Melfort. Beatrice es una persona
muy importante para mí. No sólo porque sea su tutor; es que le profeso un gran
cariño.
—La quiere usted —dijo ella— como si fuera su propia hija.
—Sí —dijo, bajando el pie del banco y enderezándose—. Me alegro de haber
mentido descaradamente para huir un rato de mis huéspedes. Me siento recuperado.
Cuando Beatrice vuele del nido, la retendré a mi servicio con una ocupación u otra,
señorita Melfort. Es muy posible que me salve usted de morir de aburrimiento en
fecha no muy lejana.
—Qué absurdo —dijo Laura—. Debería usted casarse con una mujer que sepa
hacerle compañía.
El conde volvió a traspasarla con los ojos y ella comprendió que había sido
indiscreta.
—¿Habla en serio? —dijo suavemente—. ¿Aspira usted al puesto?
Laura cerró los ojos con fuerza y sintió que se ponía como la grana.
—Ruborícese, se lo merece —añadió el conde—. Creo que no se puede negar
que soy capaz de elegir a mi prometida y de organizar mi vida sin necesidad de oír
sus consejos, señorita Melfort, por muy inteligentes y sabios que sean.
Transcurrieron unos momentos de silencio insoportable hasta que oyó el rumor
de las botas masculinas recorriendo la estancia y el suave chasquido de la puerta al
cerrarse.
65
MARY BALOGH BAILE DE COMPROMISO
Cuando abrió los ojos, ya no estaba allí.
La visita concluiría con un baile que se celebraría la última noche. Habían
invitado a los vecinos de toda la región para llenar el salón de baile. La casa y sus
alrededores bullían con los preparativos. Hacía muchos años que en Dearborne no se
celebraba un baile como Dios manda.
El conde se sentía vagamente culpable. Sabía que todo el mundo, desde el
último criado hasta el más lejano vecino, creía que iba a ser un baile de petición de
mano. Aunque no había dicho ni una palabra a nadie sobre sus intenciones, parecía
ser del conocimiento general. Y él sabía que el vizconde de Gleam estaba esperando
que lo llamara aparte para hablar de las condiciones del enlace y que la señorita
Hopkins esperaba que él se le declarase en cualquier momento.
Pero el conde no las tenía todas consigo. La visita había sido un éxito. La
honorable muchacha era exactamente como él había esperado que fuera. Y ahora que
había llegado el momento, era incapaz de dar el último e irrevocable paso.
Porque hasta el momento no se había comprometido de ninguna manera. A
pesar de que todos lo esperaban, no estaba obligado a ello, no había por medio
ninguna cuestión de honor.
No tenía que casarse necesariamente con la señorita Hopkins. Pero no sabía por
qué dudaba. Sabía que había llegado el momento de cambiar de estado. Necesitaba y
quería hijos. Ella era la elegida perfecta en todos los aspectos.
«Debería usted casarse con una mujer que sepa hacerle compañía.»
Laura Melfort era demasiado impertinente y lenguaraz para ser una institutriz.
La muy remilgada se había atrevido incluso a reprocharle la moralidad de su
lenguaje. Claro que tampoco había sido muy caballeroso de su parte; habría tenido
que ser más educado. ¡Había estudiado latín y griego, por el amor de Dios! ¡Y
matemáticas! Y tenía unos ojos que le daban miedo porque no parpadeaban delante
de los suyos, sino que los miraban con franqueza e incluso llegaban más allá, a lo
más profundo de su ser.
Le había dicho que cuando Beatrice volara del nido, la retendría a su servicio
con una ocupación u otra. ¿Estaba loco? Si ella vivía bajo su mismo techo, él nunca
aparecería por la casa. En aquel momento se juró que partiría inmediatamente
después que sus invitados y que no regresaría hasta que Beatrice ya no necesitara
institutriz. No podía vivir con una tentación semejante en la casa.
Había cedido a los ruegos de Beatrice y, aunque no le gustaba la idea, le había
permitido asistir a la velada, aunque sólo un rato, exactamente tres bailes. Luego
podría seguir mirando desde la antigua galería de los músicos hasta la cena, hora en
que tendría que irse a la cama. Y si no le obedecía, que le explicara por qué, había
añadido el «tío Bram» mientras la joven le hacía una mueca y le llamaba viejo ogro, y
luego le abrazaba y le daba las gracias por permitirle asistir al baile.
El conde había elegido con cuidado las parejas de Beatrice, dos jóvenes de los
alrededores para el primer y segundo baile, y él en persona para el tercero. Por
ningún concepto permitiría que ninguno de sus invitados londinenses le pusiera las
manos encima.
Beatrice bailaba con mucha gracia. El maestro de baile que había pasado un mes
en la casa durante el invierno había hecho bien su trabajo. Y la señorita Hopkins
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MARY BALOGH BAILE DE COMPROMISO
bailaba con mucha elegancia… lo sabía porque había bailado con ella varias veces en
Londres. Y además le miraba con cierto… ¿nerviosismo? La verdad es que todos
estuvieron mirándole con aire de expectación durante toda la velada.
Pero el conde apenas se fijó en nada, ni en el esplendor del salón lleno de lores,
ni en la elegancia de sus huéspedes, ni en la belleza de la música, ni en la emoción de
Beatrice, ni en el nerviosismo de la señorita Hopkins, ni en la expectación de los
demás. Era como si todo aquello sucediera a su alrededor, pero no tuviera nada que
ver con él.
Toda su atención, aunque apenas la miraba, estaba concentrada en la carabina
de Beatrice, en aquella mujer ataviada con un vestido de seda gris, elegante pero
pasado de moda, con el cabello recogido en un sencillo moño en la nuca. Como era
de esperar, la carabina había sabido encontrar un rincón en sombras y se había
sentado allí, como si formara parte del mobiliario. Invisible.
Excepto para él. Habría dado lo mismo que hubiera estado sentada en un alto
estrado, rodeada de velas encendidas. Pues no veía a nadie más.
Y cuando acabó el tercer baile y se retiró con Beatrice, que lo miró primero con
cara de súplica y luego de reproche, el conde, al igual que la noche del encuentro en
la biblioteca, pensó que era una especie de ángel encaramado en la galería, donde se
situó con su sobrina.
Bendijo la llegada de la cena. Tal vez pudiera liberarse de ella durante el resto
de la noche y concentrarse en sus huéspedes. No es que en concreto deseara sentirse
libre de ella. La culpa le hacía sentirse incómodo. Al parecer, las expectativas tenían
casi la misma fuerza vinculante que los hechos. Casi se sentía obligado a hacer la
proposición que cada vez era más reacio a hacer.
Sintió un brote de ira cuando salió del comedor, dando el brazo a la vizcondesa
de Gleam. Beatrice le había desobedecido. A la mañana siguiente la reprendería, y a
su institutriz también. Tendría que estar ya en la cama y no de espectadora en la
galería.
Pero cuando levantó los ojos, allí no había nadie. Los bajó con alivio y se
enfrascó en una conversación con la vizcondesa y con otra dama.
Pero ella estaba allí. Sabía que estaba allí.
Cuando la música comenzó de nuevo, se aseguró de que todas las señoras
tuvieran pareja, salió discretamente del salón de baile y subió las escaleras que
llevaban al gran rellano donde estaba la puerta de la antigua galería de los músicos.
Giró el pomo y tiró de la puerta sin hacer ruido.
Laura estaba en el entrante donde en otra época se sentaban los músicos, en las
sombras, para variar. Miraba el salón de baile con un aire de profunda melancolía.
Estaba sola.
Algo debió de alertarla, y volvió la cabeza bruscamente. Sus miradas se
encontraron. El conde sufrió un sobresalto y sintió que se le doblaban las rodillas. Vio
con sorpresa que Laura tenía los ojos muy brillantes, llenos de lágrimas contenidas.
—Es un vals —dijo en voz baja—. ¿Sabe bailarlo?
Laura lo miraba como si no le hubiera oído.
—Venga —dijo, alargándole la mano—. Éste será nuestro salón de baile
privado. Venga a bailar el vals conmigo.
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MARY BALOGH BAILE DE COMPROMISO
Ella negó rápidamente con la cabeza, pero él se quedó inmóvil, con el brazo
estirado hacia ella hasta que ella miró la mano y se acercó a él lentamente. Se detuvo
antes de llegar a la mano masculina y estuvo un rato indecisa, hasta que levantó la
suya y la puso encima de la del conde. Estaba fría.
—Venga —repitió él, cerrando la mano y conduciéndola al rellano, débilmente
iluminado por dos candelabros de pared muy distantes entre sí.
Laura se puso un poco rígida cuando él le rodeó la cintura y le cogió la mano,
pero luego levantó la otra y se la puso en el hombro, mirándole directamente a los
ojos. Aún tenía la mirada brillante por las lágrimas.
Y él supo la verdad con tanta fuerza que le asombraba que durante casi tres
semanas no se hubiera abierto paso hasta su conciencia.
—¿Se da cuenta? —le dijo—. Desde aquí se oye la música con gran claridad.
—Esto no está bien —dijo ella—. No debería estar bailando conmigo, señor.
Debería estar bailando con… con su futura esposa.
Él sonrió y bailaron. Laura valsaba con mucha gracia. Era como una pluma en
sus brazos, con la espalda arqueada bajo su mano. Se dejaba llevar por él con soltura
perfecta. Bailaron en silencio durante unos minutos, mirándose a los ojos. Un lacayo
que subía las escaleras a cumplir un encargo se detuvo, vaciló y volvió a la planta
baja.
—Siempre he creído —dijo el conde— que una bachillera tenía que ser una
patosa.
Pero no obtuvo respuesta. Ella parecía bailar en sueños. Estaba increíblemente
hermosa.
—Laura. —Ni siquiera se había dado cuenta de que su brazo se había
estrechado alrededor de la cintura femenina, hasta que sintió un calambre cuando los
pechos de Laura rozaron su levita.
Laura entreabrió los labios y el conde perdió la razón. Dejó de bailar, la atrajo
hacia sí y la besó profundamente, abriéndole la boca con la suya, introduciendo la
lengua hasta el fondo, estrechando su cuerpo como si quisiera introducirlo dentro del
suyo.
—Laura, amor mío —murmuró con los ojos cerrados y los labios aún pegados a
los de la muchacha.
Fue entonces cuando notó que ella le rodeaba el cuello con los brazos. Laura
tenía los ojos cerrados con fuerza, como pudo comprobar al abrir los suyos, y una
expresión de tortura en el rostro.
Y en aquel preciso momento supo lo que quería hacer, lo que tenía que hacer.
Lo que deseaba más que nada en el mundo.
—Ven —dijo, deteniéndose para besar otra vez sus labios ardientemente—. Ven
conmigo. —La música estaba terminando.
Laura abrió los ojos y lo miró con absoluta calma. Las lágrimas habían
desaparecido.
—Sí —dijo, apoyando la mano en el brazo que el conde le ofrecía. Cuando el
hombre la miró, vio que sus ojos estaban fijos en el suelo que se extendía delante de
ellos.
Laura sabía que en un momento más reflexivo (al día siguiente por la mañana)
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MARY BALOGH BAILE DE COMPROMISO
sería incapaz de creer que hubiese caminado a su lado con tanta docilidad. Ni que
estuviera dócilmente dispuesta a entregarse a él en cuanto llegaran a su dormitorio o
a cualquier otro lugar al que él la llevara. Estaba a punto de perder su virtud sin
pestañear siquiera.
Porque lo deseaba.
Porque deseaba a aquel hombre.
Porque le amaba.
Porque era uno de aquellos momentos que había que vivir plenamente y
porque nunca volvería a tener esta oportunidad, y porque sería uno de sus recuerdos
más preciados. Sabía que lo sería, aunque tuviera que recordarlo con vergüenza y
culpa.
—Sí —había dicho. Iría con él donde quisiera llevarla y haría con él todo lo que
él quisiera. Le recibiría en su cuerpo y se entregaría por completo.
Laura sabía que su conducta era sucia. Rectificación: lo sabría al día siguiente.
Aquella noche sólo sabía que lo que estaba sucediendo entre ellos era hermoso.
Aquella noche no le importaba el mañana.
Pero cuando llegaron a la escalera, él se volvió para bajar, no para subir. Laura
bajó con él, mirándole inquisitivamente. Él la miraba a su vez.
—¿Adonde vamos? —preguntó Laura.
—Al salón de baile —dijo él.
Ella trató de retroceder. Era capaz de ir con él al reino del descrédito y la
vergüenza, pero no al salón de baile. El conde alargó la mano libre y la cogió por el
brazo para retenerla.
—¿Adonde creías que te llevaba? —preguntó, sonriéndole con los ojos—. ¿A la
cama?
—Sí —contestó Laura.
—¿Y habrías ido a la cama conmigo? —dijo el conde—. ¡Oh, amor mío!
El pánico de entrar en su dormitorio con él no era nada comparado con el que
sentía en aquellos momentos. Ya no era invisible… porque caminaba a su lado, con la
mano en su brazo. Laura era consciente de que todo el mundo la miraba. Y era
verdad que todos la miraban. Hubo una pausa casi perceptible en el rumor de las
conversaciones cuando cruzaron el salón hasta el estrado de la orquesta.
—Otro vals, por favor —ordenó al director, que se inclinó hacia él.
El conde se volvió, hizo una reverencia a Laura, le cogió la mano y se la llevó a
los labios.
—¿Me harías el honor, Laura?
Ella supo entonces cómo se había sentido Cenicienta. Sólo que ella no tenía un
zapato de cristal para dejárselo cuando saliera corriendo. Tampoco pensaba que
tuviera que marcharse.
Sabía que todo el mundo miraba con curiosidad al conde de Dearborne, que
trataba a la institutriz de su sobrina como si fuera una princesa.
—Sí —dijo la princesa.
Dio comienzo la música y él la llevó al centro del salón, bajo la araña de cientos
de velas, entre las flores cuya fragancia la marearon con su dulzura. Y él era el
Príncipe Azul, con la levita de raso celeste, el calzón hasta por debajo de la rodilla, el
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MARY BALOGH BAILE DE COMPROMISO
chaleco con bordados de plata y la camisa de lino blanco. Casi se había muerto de
admiración cuando lo había visto bailar con Beatrice, sentada en un rincón, sin que
nadie se percatara de su presencia. Y ahora era ella quien bailaba con él.
—¿Y dónde podré encontrar a tu padre el párroco? —preguntó el conde—.
¿Vive muy lejos?
—A menos de diez leguas —dijo Laura.
—Mañana —dijo él— tendré que estar con mis invitados hasta que se vayan. Iré
a la rectoría al día siguiente.
Laura no se atrevía a entender el significado de aquellas palabras.
—Pero será una simple formalidad —añadió el conde—. Porque tú eres mayor
de edad, ¿no es así? ¿Sería ofensivo suponer que ya has cumplido los veintiún años?
—Tengo veintiséis —dijo ella.
—Entonces no necesitamos su consentimiento —dijo—. Podemos hacer el
anuncio esta noche si así lo deseamos. Me gustaría anunciarlo esta noche. Después de
este vals. ¿Puedo?
—¿Qué anuncio? —Era imposible que estuviera interpretando correctamente
sus palabras, aunque el significado era tan transparente como el aire de la montaña.
—Por alguna razón —dijo él—, parece que la gente está esperando que anuncie
mi compromiso esta noche. Quiero hacerlo. Pero necesito una novia. ¿Quieres serlo
tú, Laura?
—Qué absurdo —dijo ella.
—No sé por qué, esperaba que dijeras algo así. ¿Tendré que ponerme de
rodillas delante de toda esta gente? Lo haré si quieres.
Laura se fijó de pronto en todos los huéspedes que los rodeaban, bailando y
hablando educadamente mientras los miraban de reojo con curiosidad.
—No —dijo Laura—. No seas tonto.
Él se echó a reír, y a Laura se le doblaron las rodillas y trastabilló. El conde la
sujetó por la cintura para que no cayera.
—Te quiero —dijo con dulzura—. Sé que nunca seré ni mínimamente feliz si no
accedes a compartir la vida conmigo. ¿Lo harás? Por favor.
—Eres un conde —dijo ella— y yo la hija de un párroco. Una institutriz.
—Ah —dijo él—, pero hablas latín y griego, y eso tiene mucho mérito. Y
también lees historias que describen la vida de otras personas. Ya es hora de que
vivas la tuya. ¿Querrás pasarla conmigo? ¿Hasta el fin de nuestros días y quizá
también durante toda la eternidad? Después, si lo deseas, te dejaré libre.
—Creo —dijo con la dolorosa esperanza de ver un sueño hacerse realidad ante
sus ojos— que estás loco, señor.
—Llámame Bram —dijo el conde sonriendo—. Creo que estás loco, Bram.
—Sí, él también —dijo ella.
—Pronuncia su nombre entonces —dijo Bram, sonriendo ya de oreja a oreja.
—Bram —dijo Laura—, estás loco, Bram.
—¿Me amas? —preguntó Bram.
Laura se mordió el labio y sintió que las lágrimas le afloraban de nuevo. Estaba
jugando con ella. Tenía que ser aquello.
—Sí, Bram.
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MARY BALOGH BAILE DE COMPROMISO
—¿Y te casarás conmigo? —dijo Bram, con la cabeza escandalosamente cerca de
la suya.
—Sólo si estás seguro —dijo Laura, cerrando la mano alrededor del sueño,
asiéndose a él—. Sólo si estás totalmente seguro.
Entonces él le hizo dar vueltas, rápida, vertiginosamente. Y ella giró y giró
hasta que las velas y los bailarines se convirtieron en un calidoscopio de luz y de
colores.
—Cuando termine este vals —dijo él—, sube al estrado. Subiremos los dos. Tú a
mi lado. Y sí, también pienso llevarte a la cama, amor mío. En cuanto hayan leído las
amonestaciones y legitimado nuestra unión. Tres semanas. Una eternidad, maldita
sea.
—Bram —dijo Laura—, en la rectoría…
—Sí, lo sé, amor mío —dijo—. Te pido disculpas con toda humildad. Lo he
dicho deliberadamente, ¿sabes? Para comprobar si me estabas prestando atención.
Laura miró sus sonrientes ojos y se mordió con más fuerza el labio para
convencerse de que no estaba durmiendo.
—¿Me entretendrás citando a Horacio a la hora del desayuno y a Homero a la
hora de cenar, mi pelirroja sabionda? —preguntó.
—Y te contaré parte de la historia de Damon y Angeline a la hora de dormir,
para abrirte el apetito —dijo, enrojeciendo hasta las orejas cuando él echó la cabeza
atrás y estalló en carcajadas.
Huéspedes y vecinos los miraban asombrados y con curiosidad creciente
incluso antes de que la música terminara y el conde de Dearborne subiera con la
institutriz de su sobrina a la plataforma de la orquesta.
Fue, después de todo, un baile de compromiso.
***
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CATHERINE HART MAGNIFICOS TESOROS
MAGNÍFICOS TESOROS
Catherine Hart
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CATHERINE HART MAGNIFICOS TESOROS
Océano Atlántico, agosto de 1814
El mar rugía bajo el barco zarandeado por el viento y el oleaje. Dentro del
pequeño y húmedo camarote donde trataba de vestirse a la débil luz matutina,
Angela Aston dejó escapar un grito de miedo cuando ella y su doncella perdieron pie
y patinaron por el resbaladizo suelo de madera, rodando como una bola de
extremidades y ropas.
—Vamos a morir, señorita Angie —dijo la negra doncella, abriendo como platos
sus negros ojos.
—¡Ya está bien, Dinah! —dijo Angela con voz irritada, mientras se esforzaba
por sobreponerse al miedo—. Seguro que la tormenta pasa en seguida.
—Pero seguro que dura más que este viejo cascarón de nuez que nos mandó su
papá para volver a Barbados —dijo Dinah—. Debe de estar muy impaciente por
tenerla en casa para hacernos navegar en la temporada de los huracanes, y en medio
de esta guerra entre Inglaterra y las colonias americanas. A lo mejor temía que nos
pasara algo malo y me parece que se va a cumplir su deseo.
—Cierra el pico y ayúdame a terminar de vestirme —ordenó Angela,
poniéndose en pie y esforzándose por mantener el equilibrio.
Dinah hizo lo mismo, sin dejar de gruñir.
—¿Por qué tiene que cambiarse de ropa si vamos a ahogarnos? No tiene
sentido. Nadie se dará cuenta, salvo los peces.
—No vamos a ahogarnos, te lo aseguro —dijo Angela, rezando por estar en lo
cierto.
Ella también se preguntaba por qué su padre había insistido en que volviera a
Barbados en aquellos momentos, cuando las rutas marítimas eran tan peligrosas. Era
muy probable que aquella guerra que la había retenido en Inglaterra durante dos
años terminara pronto. Estar con la prima Beatrice, la sobrina de su madre Anne,
había sido maravilloso y a Angela no le habría importado quedarse más tiempo…
indefinidamente, quizá. No le apetecía volver a casa, con su padre y su madrastra,
pues seguro que no se ponían a saltar de alegría cuando supieran que regresaba sin
haber conseguido un marido en todo aquel tiempo, causa principal de que la
hubieran enviado a Inglaterra.
No es que no hubiera tenido una buena colección de pretendientes, pero
ninguno la había «puesto a tono», como decía Dinah, y Angela no quería
conformarse con menos. Como es lógico, lo más probable es que en lo sucesivo no
tuviera ni voz ni voto en el asunto. Su padre, cansado de esperar a que encontrara el
marido apropiado, probablemente se había hecho cargo de la cuestión y cuando
atracaran tendría a su futuro esposo y al sacerdote esperando en el muelle.
Angela se estremeció al pensarlo. Ella quería elegir por sí misma, fuera el
matrimonio o la soltería. Quería casarse por amor, no por títulos, riquezas o
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CATHERINE HART MAGNIFICOS TESOROS
prestigio. Y ahora que había leído el libro que la prima Beatrice le había dado, el libro
que Anne había legado a su hija menor, Angela añoraba mucho más un amor como
el que Angeline y Damon se habían profesado en aquella historia tan estimulante. Un
amor tan intenso y duradero que resistiera todas las pruebas y venciera todos los
obstáculos y a todos sus enemigos… incluso a la muerte si hacía falta.
La verdad era que le fascinaba aquella antigua leyenda de los amantes que
tenían al destino en su contra. Probablemente le fascinaba más que a otras personas,
ya que la heroína llevaba un nombre muy parecido al suyo. Había sido muy fácil
para Angela imaginarse en otra época, en el lugar de Angeline, y sentir lo que aquella
mujer sentía, experimentar sus alegrías y aflicciones como si fueran propias y
enamorarse de Damon como Angeline.
Si vamos a ello, Angela estaba ya medio enamorada de aquel hombre, aun
sabiendo que sólo era una fantasía, un personaje que había vivido, o no, hacía
muchos siglos.
Cuando el barco dio otro bandazo, Angela tuvo que preguntarse si no estarían
bien fundados los temores de su criada Dinah y si tendrían la fortuna de vivir mucho
más tiempo. Nada más formularse este temible pensamiento oyó un crujido
espantoso y luego un impacto tremendo que sacudió violentamente la embarcación.
Aunque el impacto había sonado como un trueno, Angela estaba segura de que el
ruido había sido más potente y más amenazador. Los dilatados ojos azules miraron
los negros.
—¡Santo Dios! ¿Qué habrá sido eso?
—El diablo —respondió Dinah con un susurro—. No pensaba decírselo,
señorita Angie, pero supongo que ya no importa que lo diga o no. Anoche soñé con
cuervos y si eso no es un mal presagio, no sé qué va a ser. Vamos a morir. El cuervo
viene por nosotras, seguro, con la muerte en los ojos.
—Sabes… sabes que eso son supersticiones sin sentido, Dinah —dijo Angela,
tratando de convencerse también ella misma—. Has oído predicar al pastor Jones con
frecuencia suficiente para saber que la magia negra no tiene ningún poder. Sólo son
piedras y huesos, y tonterías.
—Usted crea lo que quiera, que yo creeré lo que tengo que creer —dijo la joven
negra—. Mi mamá era una sacerdotisa vudú, y su mamá antes que ella, y yo sé lo
que sé. Hay cosas que no se pueden explicar en este mundo. Cosas extrañas de las
que no sabría dar cuenta ningún predicador con sus mejores palabras. Señales.
Presagios. Visiones.
Para corroborar lo que había dicho Dinah, se oyeron gritos en el pasillo que
conducía al camarote y alboroto de pies corriendo.
—¡Abandonen el barco! ¡Abandonen el barco! ¡Nos hundimos! ¡A los botes
salvavidas!
—¡Cielo santo! —gritó Angela, cogiendo a Dinah por el brazo—. ¡Oh, Dinah!
¡Hemos de darnos prisa! ¡Hemos de salir antes de que el barco se hunda con nosotras
dentro!
Dinah asintió en silencio, y se volvió para sacar una bolsa de viaje de debajo de
una litera.
—¡No! ¡No hay tiempo para empaquetar nada! —dijo Angela. Luego,
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CATHERINE HART MAGNIFICOS TESOROS
contraviniendo sus propias órdenes, cogió una bolsa de hule de un gancho de la
pared y metió su precioso libro dentro, doblando el volumen cuidadosamente en el
impermeable envoltorio—. ¡Vamonos!
Dinah recogió de la cama la bolsa roja que contenía su amuleto y se guardó éste
en el escote del vestido.
—He de llevarlo, señorita Angie. Quizá mantenga alejado al diablo hasta que
lleguemos a Hebin.
El horror de Angela fue en aumento, porque cuando trataron de abrir la puerta,
ésta no se movió. El agua del mar se colaba ya por la ranura inferior, mojando las
delgadas suelas de sus zapatos.
—¡Está pegada al marco! —gritó, pensando que, efectivamente, iba a morir
aquel día.
—Estará encajada —dijo Dinah con extraño acento de resignación, como si se
reconciliara con la suerte que les esperaba.
Angela cogió a Dinah por los hombros y la zarandeó hasta que los dientes de la
muchacha castañetearon.
—¡No te rindas tan fácilmente! ¡Que creas que ha llegado tu hora no significa
que yo vaya a ir contigo! ¡Y ahora ayúdame con esta maldita puerta!
Forcejearon con la puerta encallada, golpeándola y pidiendo a gritos una ayuda
que no llegaba. Finalmente, consiguieron abrirla lo suficiente para poder salir.
Angela avanzó tambaleándose por el estrecho pasillo medio inundado,
haciendo un salvaje esfuerzo por alcanzar las escaleras que conducían a la cubierta
superior. Cuando había subido ya tres peldaños, resbaló en la madera mojada y cayó,
arrastrando a Dinah con ella. Con la respiración entrecortada, Angela se arrancó las
empapadas cintas que le sujetaban las zapatillas, sin hacer caso de los nudos que le
cortaban la piel de los tobillos, y volvió a lanzarse por la escalera con Dinah
corriendo tras ella.
La cubierta estaba resbaladiza y peligrosamente inclinada. El agua saltaba ya
por la borda mientras el barco se sacudía en el violento oleaje. El último marinero
saltaba en aquel momento a uno de los botes salvavidas.
—¡Esperen! —gritó Angela para hacerse oír por encima del vendaval y la lluvia
—. ¡Espérennos!
Un marino se volvió negando con la cabeza.
—Apáñese usted sola —replicó—. ¡Y llévese al infierno con usted a la bruja de
la isla! ¡Ya advertimos al capitán Lewis que no trajera mujeres a bordo! ¡Ustedes han
atraído la mala suerte sobre nosotros! —Con aquel comentario, el bote partió,
dejando a las dos mujeres estupefactas y solas.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Angela con incredulidad, apartándose el cabello
mojado de la cara—. Nos han abandonado, como si no fuéramos más que basura ¡No
pueden hacernos esto! ¡No pueden!
—¡Ojalá los tiburones les dejen los huesos mondos!
Las olas golpeaban sin cesar y el agua les mojaba ya las faldas cuando Angela
instintivamente buscó una posición más elevada. Con la bolsa de hule colgada del
cuello, se dirigió al puente, que era la única parte del barco que quedaba por encima
del agua, además de los mástiles. Resbalando y tropezando, Dinah y ella se
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CATHERINE HART MAGNIFICOS TESOROS
arrastraron hasta la escalerilla que llevaba a la cubierta superior. Sin aliento y calada
hasta los huesos, Angela se aferró a la barandilla y se puso a rezar con sollozos
entrecortados.
—¡Por favor, Señor! ¡Sálvanos! ¡No nos dejes morir así!
—Demasiado tarde —balbuceó Dinah a su lado—. ¡Mire! Es el cuervo, que
viene a llevarnos con sus grandes y mortales garras.
La verdad era que, visto a través de la cortina de lluvia, el objeto que se
acercaba parecía un gran pájaro negro flotando sobre las olas, con las alas extendidas.
Pero cuando estuvo más cerca, Angela se dio cuenta de que era en realidad el
abultado mascarón de proa de un buque que se aproximaba.
—¡Animas benditas! —exclamó Angela, poniéndose en pie de un salto y
agarrándose a la borda con una mano mientras agitaba frenéticamente la otra—.
¡Dinah! Es un barco que viene directamente hacia aquí. ¡Rápido! Hagámosle señales
para que no pase sin vernos.
—¡No! —dijo Dinah—. ¡Es una trampa! Es el diablo disfrazado.
—¡Levántate, tontucia! —ordenó Angela, sacudiendo el hombro de Dinah—.
¡Agita los brazos y grita con todas tus fuerzas!
Kyle Damien, capitán del Cuervo, una fragata con patente de corso al servicio de
la recién fundada Marina de los Estados Unidos mientras durase la guerra con Gran
Bretaña, no se sorprendió en absoluto al encontrar el barco mercante medio hundido
en medio de la tormenta. Tampoco le impresionaron los tres bamboleantes botes
abarrotados de marineros ingleses. Lo que sin embargo le dejó atónito y le enfureció
sobremanera fue descubrir que aquellos perros cobardes habían abandonado a dos
mujeres indefensas en una tumba de agua en medio del océano Atlántico.
Acababa de ordenar que cambiaran velas para rescatar a los marineros
enemigos cuando el vigía lo llamó desde la cofa.
—¡Capitán! ¡Hay dos mujeres a bordo del mercante! ¡Están en el puente, y
hundiéndose a toda velocidad!
Kyle anuló inmediatamente la primera orden y dio otra a su contramaestre.
—¡Deje a esos cobardes ingleses a merced de lo que el Hado quiera depararles y
navegue hacia el mercante. Acérquese todo lo que pueda.
—A la orden, capitán. ¿Echamos los garfios?
Kyle negó con la cabeza.
—No. Sería demasiado peligroso atarnos a él. Podría arrastrarnos y hundirnos.
Lo abordaré saltando desde una cuerda. Procure mantener el Cuervo tan inmóvil
como pueda.
Angela contenía la respiración y rezaba con todas sus fuerzas mientras el otro
barco se acercaba, pues el puente sobre el que se encontraban se iba poniendo más
vertical conforme pasaban los minutos y el mercante se hundía entre las fauces del
mar embravecido. A su lado, todavía de rodillas, Dinah acariciaba su amuleto y
salmodiaba algo que se parecía sospechosamente a un canto fúnebre africano.
Tampoco podía censurar a su doncella por tener miedo, porque visto a través de las
capas de lluvia, el barco que se acercaba parecía algo irreal, como si fuera un buque
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fantasma surgiendo de un trémulo banco de niebla.
Por fin, tras lo que pareció una eternidad, los dos barcos estuvieron a la misma
altura. De repente, entre la nube de velas del otro barco apareció una forma oscura
que descendió del cielo como una enorme ave rapaz. Angela, con los nervios
destrozados, gritó de sorpresa al mismo tiempo que Dinah. Sólo en el último
momento, cuando aterrizó ante ellas en el puente, se dio cuenta Angela de que la
figura voladora era un hombre colgado de una cuerda… un hombre muy alto vestido
de negro de pies a cabeza, con el negro cabello aplastado por la lluvia y con unos
relampagueantes ojos plateados. No bien hubo aterrizado cuando su acerado y
musculoso brazo le rodeó la cintura y la estrechó con fuerza contra sí.
—Abrácese a mi cuello y apriete con fuerza —ordenó el hombre sin
miramientos y enseñando al hablar unos dientes cuya destellante blancura
contrastaba con la oscuridad de su bronceado y curtido rostro.
Angela vaciló, sorprendida por el acento americano del hombre, y Dinah gritó
en aquel momento.
—¡No lo haga, señorita Angie! ¡Es el diablo!
Al oír aquello, su salvador echó la oscura cabeza hacia atrás y dejó escapar una
carcajada.
—Aún no y no por falta de ganas. Soy Kyle Damien, capitán del Cuervo, a su
servicio, señoras. Y ahora sugiero que dejemos el resto de las presentaciones hasta
que estemos a bordo de mi fragata.
—¿Damon? —repitió Angela débilmente, con los ojos como platos a causa de la
impresión.
—Damien —corrigió él. Mientras ella continuaba mirándole con estupefacción,
como si fuera incapaz de moverse por sí misma, Kyle se pasó los brazos de Angela
por su cuello, sin dejar de sujetarla por la cintura. Miró a su compañera y dijo—:
Quédate ahí. Volveré a buscarte en seguida.
—¡No! —chilló Dinah, arrojándose sobre Angela y rodeando las piernas de su
señora con los brazos—. ¡Luche con el diablo, señorita Angie! ¡Mientras tenga aliento,
debe luchar!
—¡Por Judas! —exclamó Kyle—. Muy bien, señoras, si así es como tiene que ser,
agárrense fuerte. Las dos, o todos seremos pasto de los tiburones.
Dicho esto, se lanzó al aire dándose un fuerte impulso. Una fracción de segundo
después volaban hacia la cubierta del Cuervo, Angela abrazada firmemente al amplio
pecho de Kyle y colgada de su cuello… y Dinah gritando como una posesa, asida a
las piernas de Angela con la fuerza que da el terror. Aterrizaron de cualquier manera.
El poco elegante descenso quedó interrumpido de súbito cuando las posaderas de
Dinah chocaron con la borda de estribor.
Dinah se soltó y cayó en cubierta entre alaridos de dolor. Con la súbita
reducción de peso, Angela y Kyle pasaron de largo, tropezaron y cayeron, todavía
abrazados. Aunque él trató de girar en el aire para ser el primero en caer y
amortiguar así la caída de la muchacha, la cosa no sucedió según sus cálculos. Por el
contrario, Kyle cayó pesadamente encima de la dama que acababa de rescatar,
dejándole los pulmones sin aire, que salió con un audible gemido.
Angela se sintió como si le hubiera caído encima una tonelada de ladrillos. La
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Podría hacerlas desfilar por la plancha, o pasarlas por la quilla, o colgarlas del
mastelero de popa —dijo lentamente—. Estas medidas tienen siempre la virtud de
entretener a la tripulación; los pobres chicos tienen muy pocas distracciones estos
días.
Angela palideció y tragó saliva antes de hablar con voz temblorosa. —Estoy
segura de que se le ocurrirá algo más apropiado, menos drástico. —¿Algo más
adecuado para una señora? —dijo el capitán con sorna. Ella asintió en silencio y él
meditó la sugerencia durante unos segundos. Tras una desesperante pausa, dijo—:
¿Ha dicho que era de Barbados? ¿Sería muy presuntuoso por mi parte suponer que
su familia tiene tierras allí?
—Mi padre es propietario de un ingenio azucarero —admitió Angela—. ¿Por
qué lo dice?
—Si es así, hay una posibilidad de que la devolvamos a su padre a cambio de
un precio justo. Usted obtendrá la libertad y, en la misma operación, mis hombres y
yo sacaremos un beneficio neto. ¿Qué dice usted, Ángel? ¿Le parece más razonable?
—Supongo que sí —respondió ella. Mordiéndose el labio inferior, añadió con
algún titubeo—: Espero que no pida demasiado por mi persona, no sea que mi padre
decida que no lo valgo.
Kyle parpadeó con sorpresa.
—Usted bromea. ¿Qué padre digno de ese nombre vacilaría en desprenderse
hasta del último penique para recuperar a su hija?
Con una expresión solemne que daba a entender que hablaba completamente
en serio, Angela dijo:
—Uno que yo conozco y que la considera una carga para él y su nueva esposa,
y al que no le gustará que su hija vuelva de Inglaterra compuesta y sin novio,
después de haber gastado una buena suma para casarla. Rescates aparte, imagino
que nuestro encuentro no será precisamente alegre, a menos que me haya concertado
un matrimonio de conveniencia, cosa con la que me amenazó si no encontraba una
pareja adecuada mientras estaba de visita en casa de mi prima Beatrice.
Unas cejas negras se empalmaron sobre los ojos plateados y neblinosos. «¿De
conveniencia para quién?», pensó en silencio, preguntándose por qué le molestaba la
idea de que Angela contrajera matrimonio. Después de todo, se acababan de conocer;
y tampoco creía a pies juntillas las confusas predicciones de su abuela acerca de su
futuro. Hacerlo significaría que Angela Aston y él estaban destinados a conocerse y
enamorarse, y eso eran tonterías. Además, incluso sus mejores amigos tenían a Kyle
Damien por un tigre de los mares, más pirata que corsario. ¿Qué ángel querría
emparejarse con semejante demonio?
—Para que te fíes de tus presagios —comentó Angela a Dinah cuando las dos
estuvieron en el camarote que les habían asignado, encogidas y desnudas bajo unas
ásperas sábanas, mientras esperaban a que se les secara la ropa—. El Diablo ha
resultado ser nuestro salvador, y el cuervo nada más que su barco. Si aspiras a ser
una gran hechicera como tu madre, mejor harías en aprender a interpretar tus
visiones de manera más certera.
—Todavía no hemos salido del bosque, señorita Angie. Sobre todo usted —
recordó Dinah con una sonrisita vengativa—. Su papá se va a subir por las paredes.
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—Sí, y supongo que hará que parezca que todo es culpa mía —dijo Angela con
cansancio—. Nunca me perdonará no haber sido el hijo varón que tanto deseaba, ni a
mi madre por haber muerto mientras traía al mundo a su único heredero.
Dinah asintió con la cabeza.
—Quizá su madrastra le dé un hijo y se le cambie el carácter.
Angela soltó un bufido muy poco elegante.
—Si Miriam no fuera una bruja detestable, sentiría lástima por ella. Pero como
lo es, espero que le dé una docena de hijas y que todas sean infelices y coman…
narices.
—Ya que lo saca usted a colación, señorita, espero que ese capitán Demon no
tenga intención de atentar contra su virtud, pues eso sí que empeoraría las cosas. Si
no pone el pie en Barbados tan pura como el día que salió, ambas desearemos
habernos hundido con aquel buque.
Angela miró a Dinah con cara de pasmo.
—Es Damon… digo Damien —corrigió automáticamente—. Pero bueno, ¿cómo
es posible que se te ocurran semejantes ideas? —añadió tiritando.
—¿Qué ideas? ¿Hundirnos o…?
—Lo otro —la interrumpió Angela—. Por el amor de Dios, Dinah, si él estuviera
planeando algo parecido, no nos habría puesto a las dos en el mismo camarote.
Además, no ha dado ningún indicio de estar interesado, ¿no crees?
—Niña, en lo que se refiere a ciertos menesteres, parece usted más tonta que la
alfalfa. A ese hombre se le caía la baba mirándola. Y si las miradas fueran tocino,
usted y él serían paletillas de cerdo, porque también usted le miraba con cara de lela.
—¡No seas ridícula! —exclamó Angela, molesta porque Dinah se hubiera
percatado de su manera de mirar a Kyle. Pero ¿quién habría podido resistirse? Aquel
hombre había arriesgado el pellejo por salvarlas, por el amor de Dios. ¡Y además era
totalmente fascinante! Alto, impetuoso, atractivo… la personificación de sus más
profundas y secretas fantasías! Y encima con un nombre muy parecido al del héroe
de su querido libro. ¡Era exactamente un cuento de hadas! ¿Acaso era de extrañar
que se le hubiera erizado todo el vello del cuerpo en cuanto le había puesto los ojos
encima? ¿En el momento mismo en que sus ojos habían tropezado con su mirada
plateada y había sentido que el corazón se le salía del pecho?
—La imaginación te juega malas pasadas, Dinah —insistió Angela con firmeza.
—Puede que sí —dijo Dinah—. Y puede que no. El tiempo lo dirá, y hay mucho
océano entre este lugar y nuestra casa, y mucho tiempo para avivar el fuego.
Como si Dinah lo hubiese invocado, Kyle entró en el camarote en el momento
en que Angela se ataba las cintas de la camisa, todavía húmeda. Cogió el vestido y se
lo apretó contra el pecho para ocultar su cuerpo medio desnudo a la avidez de las
miradas masculinas. Con la cara encendida, gritó al capitán:
—Señor, ¿cómo se atreve a irrumpir aquí cuando me estoy vistiendo, sin tener
el detalle de llamar antes a la puerta?
El capitán arqueó una ceja.
—¿Y quedarme sin verla en ropa interior? —rezongó.
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—¿Es ésa la razón de su brusca intromisión o sólo quería fastidiarme con su
falta de modales?
Kyle le alargó un pequeño envoltorio.
—Pensé que podría necesitar esto, ya que ha perdido la mayoría de sus efectos
personales.
Apretándose el vestido contra el pecho, Angela hizo una seña a Dinah para que
recogiera los artículos. El de encima era un cepillo para el pelo.
—Gracias, capitán —murmuró Angela, apretando los dientes para contener la
vergüenza.
El capitán le sonrió con picardía.
—Dele buen uso, Ángel. No es que no esté arrebatadora con esos escobajos
revueltos, pero siento curiosidad por ver qué aspecto tienen cuando están bien
peinados. —Guardó silencio unos segundos y añadió con suavidad pero con firmeza
—: Espero que cene conmigo esta noche, en mi camarote.
El camarote del capitán, como Angela no tardó en descubrir, estaba al lado del
de las dos mujeres. Cuando, con algo de recelo, Angela le preguntó por qué estaba
tan cerca, él le explicó bruscamente que dos mujeres solas corrían peligro a bordo de
un barco lleno de rudos marineros, y él las había acomodado en el camarote contiguo
para cuidar de su intimidad y su protección.
La expresión de gratitud y arrepentimiento desapareció al instante de la cara de
Angela cuando el hombre afirmó casi categóricamente:
—Aunque es muy probable que matara al primer hombre que tratara de
molestarla, mi decisión también se basa en una lógica comercial irrefutable. No creo
que su padre, o el marido que le hayan escogido, pagara mucho por una mercancía
estropeada, así que a todos nos interesa que quede usted intacta hasta que hagamos
la transacción en Barbados.
Angela se puso rígida, herida en su orgullo femenino.
—Entiendo. Bien, sea cual sea la razón, agradezco que mi doncella y yo no
tengamos que defendernos de futuros avances de usted o de su tripulación.
El capitán se echó a reír, levantó la copa para brindar y le guiñó el ojo con
malicia.
—No me descarte tan pronto —replicó con suavidad—. Al fin y al cabo,
angelical criatura, se dice que en la guerra y en el amor todo está permitido, y por
citar a otro famoso marino americano: «Todavía no ha empezado la batalla».
—¡Batalla! ¡Batalla! —dijo una voz aguda en un oscuro rincón del camarote.
Sorprendida, Angela se giró bruscamente y casi se cayó de la silla. Apretándose
el pecho con la mano y con el corazón dando botes, miró hacia la oscuridad.
Kyle se echó a reír otra vez, esta vez sin ánimo de burlarse.
—No se alarme —le dijo—. Sólo es Fantasma.
—¿Fantasm? —repitió ella con un hilo de voz.
—Sí. Mi cuervo, la mascota del barco, nuestro animal de la suerte.
—¿Y… y habla? —balbuceó Ángela, que en aquellos momentos sólo era capaz
de distinguir una silueta oscura contra la pared—. ¿Igual que un loro?
—Su vocabulario se limita a unas pocas palabras, de momento —dijo Kyle—,
pero espero enseñarle más. —Cogió un pellizco de comida y llamó al pájaro—. Ven,
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Fantasma. Que la señora vea que eres un sujeto educado.
Con un revuelo de las plumas, Fantasma saltó al borde de la mesa, cogiendo
limpiamente la comida de manos de Kyle. A la luz de la lámpara, sus lustrosas
plumas tenían un matiz negro azulado y sus ojos brillaban como el azabache. Incluso
su pico y sus patas eran negros y no había ni una mota de otro color en todo él; tan
austero parecía su aspecto que Angela sintió un escalofrío.
—Es totalmente… inusual —dijo, incapaz de hacer un comentario más
ingenioso y halagüeño.
Kyle entornó los ojos de tal modo que Angela supo que se había dado cuenta de
la aversión que le inspiraba el pajarraco.
—Casa bien conmigo, ¿verdad? Nos diferencia de los vulgares piratas y sus
loros.
—¿Piratas? —balbuceó Angela, tragando el vino aprisa.
—El gobierno, más educadamente, nos llama corsarios, pero es para guardar las
apariencias, para que estemos avalados legalmente. Es una forma muy amable de
legalizar en tiempo de guerra mi oficio favorito.
—Muy… muy conveniente para usted —dijo ella, totalmente confusa. Una cosa
era ser capturada por un oficial enemigo, por un caballero, y otra muy diferente caer
en las garras de un pirata. ¡De un canalla! Ciertamente, daba a la situación un giro
completamente inesperado.
Mientras volvía a llenarle la copa, los ojos de Kyle la observaban sonrientes.
—Hábleme de su libro, Ángel. Me apetece un poco de diversión.
—¿Le parece que el amor es divertido? —replicó Angela con osadía.
—¿A usted no? —dijo él.
—No particularmente. Lo encuentro intrigante, arriesgado, trascendente, pero
nunca he pensado que fuera gracioso.
—Ya, pero usted sólo lo conoce por los libros, ¿verdad? —señaló el capitán
acertadamente—. Nunca lo ha experimentado… en propia carne, como quien dice.
Las mejillas de Angela se tiñeron de rosa.
—¿Y usted?
—Muchas veces.
Angela se envaró.
—Dudo mucho que estemos hablando de la misma clase de amor, capitán
Damien. Yo estoy hablando de sentimientos y emociones del corazón, mientras que
usted sin duda se refiere únicamente a… ejem…, al aspecto físico.
El asintió con la cabeza.
—Touché. Un punto a su favor, dulzura. Pero ¿realmente cree usted en ese
azúcar que espolvorean en los libros para que otros lo recojan con la lengua?
—Sí. No sólo porque otros escriban historias de amor, sino porque realmente
creo que el amor romántico existe.
—¿Cree también en la magia? —replicó el capitán—. ¿Hadas, duendes y todo
eso?
Ella le sonrió con timidez y al capitán le pareció tan adorable que casi se quedó
sin aliento.
—Antes sí creía —admitió la joven con apocamiento—. Ahora rezo para que se
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realicen milagros más importantes.
—¿Como cuáles? —preguntó él.
—Tener un marido que me quiera y al que pueda adorar sin límites. E hijos. Y
una casa propia, llena de calor y de amor.
—Deseos muy elementales desde el punto de vista de una mujer —concedió el
capitán—. Pero cuénteme la historia de ese libro que a usted le ha fascinado hasta el
extremo de preferir quedarse con él y sacrificar el resto de sus enseres.
—Mis razones fueron sobre todo sentimentales —dijo—. El libro era de mi
madre, que murió cuando yo era niña. Mi tío Bram me lo guardó.
—O sea que la historia en sí no significa nada para usted.
Angela se ruborizó de nuevo.
—Al contrario, es una de las historias de amor más maravillosas que he leído en
mi vida. Una antigua leyenda que se ha transmitido de siglo en siglo y que abarca
todo lo que puede esperarse —dijo, relajando las facciones y adoptando una
expresión soñadora mientras contaba la antigua leyenda—. Dos amantes, víctimas de
la desgracia, cuyo amor triunfa por encima de todos los obstáculos. Intriga. Avaricia.
Envidia. Una prueba de honor y lealtad. Y lo mejor de todo, con un final feliz para
los dos corazones enamorados.
—¿Angeline y Damon? —preguntó el capitán en voz baja, para no alterar el
talante reflexivo de la muchacha.
—Sí. A pesar de lo que piensan los demás, y de todo lo que debería separarlos,
son perfectos el uno para el otro.
—¿Como si fuera cosa del destino que sus caminos se cruzaran?
—Exacto. Sin el otro estarían incompletos, perdidos, insoportablemente solos.
Pero juntos son uno, con fuerza para superar todas las barreras, increíblemente
felices, incluso en medio de las dificultades.
—Y por eso busca usted a su Damon, exactamente igual que yo busco a mi
Angeline… a mi ángel —concluyó el capitán gentilmente—. ¿No es extraño que
nuestros nombres se parezcan tanto a los de los amantes de su libro? Podría decirse
que es profetice.
Se miraron a los ojos y entre ellos sucedió algo extraordinario. El aire que los
rodeaba pareció cargarse de expectación, como si un descubrimiento inasible o una
verdad mística pendiera sobre ellos, incitándoles a proclamarlo.
—¿Eres tú mi ángel? —murmuró él suavemente.
—¿Eres tú el héroe de mi corazón? —dijo ella sin aliento, atrapada en el brillo
hipnótico de su mirada plateada.
Damien negó con la cabeza y rió por lo bajo, rompiendo el hechizo que parecía
unirlos.
—Me temo que no, señora. Estoy muy lejos de representar el papel de caballero
bueno cuando encajo mejor en el de guerrero malo.
Angela dejó escapar un suspiro de resignación.
—Y a mí me falta el temperamento angelical, por no hablar de las alas y el
nimbo.
—Entonces todo arreglado. Es mucho mejor entregarla a su padre, recoger la
recompensa y seguir mi alegre camino —dijo el hombre, buscando la mano
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femenina, volviendo la palma hacia arriba y depositando un cálido beso en el centro.
Al sentir el roce de sus labios, el corazón de Angela partió al galope. El aliento
se le anudó en la garganta y sus huesos parecieron derretirse. Sintió un tremendo
escalofrío que la recorrió desde la punta de los dedos hasta el pecho. Tenía ganas de
cantar. Tenía ganas de sollozar. Alborozada y decepcionada al mismo tiempo. Él era
el amor que había estado esperando, su deslumbrante caballero. Con la armadura tal
vez oxidada, pero aun así el amor de su vida, su mayor deseo. Lo sabía, en lo más
recóndito de su corazón y su alma sabía que era él. Aunque poco provecho le iba a
reportar haberlo conocido, si él no aceptaba y prefería el dinero al amor.
¿Por qué? ¿Cómo podía Dios ser tan cruel como para poner al alcance de su
mano todo lo que anhelaba y quitárselo después de un tirón? ¿Para tentarla y
atormentarla con lo que tanto deseaba y no podía tener? ¿Para enseñarle un retazo de
felicidad y luego negársela?
Procuró ocultar la frustración, ya que el orgullo le exigía no derrumbarse
delante de Kyle. Se encogió de hombros con indiferencia, como diciendo que no era
asunto que la preocupara mucho, y retiró la mano.
—Oh, bueno, fue una idea adorable mientras duró. Ahora, si me excusa, por
favor, me gustaría retirarme a mis aposentos. Dinah debe de estar ya frenética.
—Imaginando lo peor, supongo.
Angela le devolvió la mirada burlona con otra equivalente.
—Eso dependerá de lo que cada cual considere peor, ¿no cree, capitán Damien?
—replicó—. Buenas noches, señor.
Los días que siguieron fueron casi idílicos. Pasada la tormenta, el mar se volvió
calmo y el tiempo soleado, y se levantó una suave brisa estival que hinchaba las
velas. Por la mañana y por la tarde, Kyle acompañaba a Angela y a Dinah a dar un
paseo por cubierta, a tomar el aire fresco y el sol. Y por la noche Angela cenaba con él
en su camarote. La muchacha acabó por guardar en la memoria aquellos momentos
pasados en su compañía como si fueran un tesoro. Hablaban de muchas cosas y
Angela se enteró así de que Kyle había leído mucho, aunque su interés por la
literatura era distinto del suyo, lo cual daba lugar a continuas discusiones. Él prefería
la historia y los relatos de viajes, mientras que ella se inclinaba más por las historias
de amor, la poesía y los libros sobre la naturaleza humana. Damien poseía una rara
traducción inglesa de Las muy una noches que ella se moría por leer y que él se ofreció
a prestarle inmediatamente.
Aquella noche, cuando se estaba preparando para ir a la cama, llamaron a la
puerta. Antes de que Dinah o ella pudieran preguntar quién era, ni decir que
esperasen un momento, Kyle irrumpió con el libro prometido en la mano y una
expresión de picardía en los ojos.
—¡Maldita sea, Kyle Damien! —gritó Angela, cogiendo una sábana de la cama
para taparse las piernas, desnudas bajo el borde de la camisa masculina que llevaba
en lugar de camisón—. ¡Le dije que llamara antes de entrar!
—Lo he hecho —dijo el capitán con una sonrisa que no era precisamente de
arrepentimiento—. ¡Le doy mi palabra, señora! Nunca pensé que tendría envidia de
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mi camisa, pero lo que hace usted con ella, o dentro de ella, es definitivamente
provocador. Supongo que no me permitirá usted que la entretenga en mi cama esta
noche en lugar de pasar la velada con este plomo de libro —añadió con un asomo de
esperanza.
Angela lo fulminó con la mirada y cogió el libro.
—Leer es mucho más seguro que perder el tiempo con usted, capitán.
—Pero ni la mitad de divertido —replicó él con jactancia.
—Tendré que fiarme de su palabra —dijo ella muy tiesa—. Me disculpará si
doy por sentado que no sólo es usted un vanidoso, sino además un fanfarrón
estomagante.
Él se encogió de hombros, la miró con salacidad por última vez y se volvió para
irse.
—Piense lo que quiera, usted se lo pierde.
—Sobreviviré —dijo ella con sequedad, aunque no estaba ni mucho menos tan
tranquila como aparentaba cuando el capitán cerró la puerta. Por dentro le temblaba
todo, su imaginación se desbocaba y se veía con Kyle en el lecho… entregados a actos
innombrables de los que ella sólo tenía una idea muy remota. Actos vergonzosos,
provocativos y sensuales que, aunque todavía eran un misterio para ella, resultaban
muy tentadores, y más probablemente porque eran un misterio.
Si Angela le había parecido fascinante con su camisa, casi se ahogó con su
propia lengua cuando fue a buscarla a la mañana siguiente para dar el paseo de
costumbre. Esta vez también llevaba una camisa del capitán… con un pantalón largo
que había encogido con el tiempo. Le quedaba bien de cintura, pero las perneras le
sobraban por abajo y la muchacha las había doblado y recogido para no tropezar.
—Qué… ¿por qué no lleva puesto el vestido? —balbuceó Kyle.
—Porque hubo que lavarlo y todavía no está seco —le informó ella con
desenvoltura.
—Pues será mejor que espere hasta entonces. No aparecerá en cubierta vestida
así.
—¿Y por qué no? —replicó ella—. Estoy completamente tapada, exceptuando
los pies, claro. Y eso porque no puede conseguirme usted un calzado como Dios
manda.
—No. En cuanto los hombres la vean con esos pantalones tan ceñidos, habrá un
motín en toda regla.
Angela le miró fijamente con los brazos en jarras.
—Mucho fanfarronear, pero no es usted más que un remilgado, Kyle Damien.
¡Un mojigato de pies a cabeza!
La mirada acalorada de Kyle recorrió todas las curvas femeninas, que tan
descarada y seductoramente se ponían de manifiesto.
—Trata usted de provocarme, pero no voy a picar tan fácilmente. Y menos con
una virgen ruborosa y de lengua afilada. ¡Hasta que no esté correctamente vestida, se
quedará en el camarote con la puerta cerrada!
Sabiendo que el tiempo de estar juntos se reducía con cada legua que avanzaba
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el buque hacia el horizonte, Angela mimaba cada, precioso momento que pasaba con
él, atesorando recuerdos que durasen todos los solitarios años que tenía por delante.
Se le rompía el corazón al pensar que pronto se separarían y que no volvería a verle
nunca más. Nunca más volvería a posar los ojos en su atractivo rostro, ni vería su
sonrisa, ni aquel pícaro brillo de sus pupilas, ni los vería oscurecerse de abierta
admiración y deseo por ella. Nunca más oiría su profunda y sonora risa, ni
escucharía sus comentarios burlones, ni sentiría el leve roce de su mano. Estaba
condenada a la soledad para el resto de su vida, rechazaría a cualquier hombre que
intentara ocupar su lugar en su corazón, y estaba segura de que moriría un poco cada
día que pasara sin él.
Así que trataba de llenar su corazón y su mente atesorando recuerdos. Le
asediaba con preguntas sobre el barco, sobre sus aventuras en el mar, sobre su casa
americana, su familia, sus comidas favoritas. El respondía con prontitud, pidiendo a
cambio que ella también le contara detalles de su vida, cosa que Angela hacía
alegremente, deseando en silencio que él la recordara cuando se hubiera ido, que
guardara su recuerdo para siempre en un lugar especial de su corazón.
En el transcurso de estas conversaciones Angela y Kyle descubrieron que tenían
en común más de lo que habían esperado al principio… detalles pequeños,
insignificantes por separado, pero que se sumaban al placer de su común inventario
de hechos. Puesto que se había criado en una isla, Angela compartía con Kyle el amor
y el respeto por el mar, sobre todo por el de los trópicos, donde las aguas eran cálidas
y la brisa suave y con olor a flores. Ambos eran excelentes nadadores, cosa más bien
extraordinaria en ambos casos, pues las señoras no solían aprender a nadar, y los
marineros tampoco, a pesar de que se pasaban casi toda la vida cruzando océanos.
Para sorpresa de Kyle, Angela resultó ser buena marinera, inmune al mareo, así
que inmediatamente dejó de pasar cuidado por ella. El sol de agosto y el aire salado
aclararon su cabello color miel y su tez pálida no tardó en adquirir un brillo dorado.
Lejos de lamentar el oscurecimiento de la piel, lo consideró una consecuencia natural
por la que no valía la pena ofuscarse. Y lejos de evitar el sol, pasaba todo el tiempo
que podía en cubierta, observando los delfines y los peces voladores, y disfrutando
de aquella bonanza.
Kyle empezó a admirar la rápida inteligencia de Angela, y a menudo la
conducía a acalorados debates sobre una variedad de temas que iban desde la
literatura a la política, simplemente para conocer sus opiniones. Por su parte, Angela
no sólo apreciaba el agudo intelecto de Kyle, sino también su delicioso aunque
ligeramente retorcido sentido del humor. En una fracción de segundo se las apañaba
para hacerla pasar de los razonamientos serios a las carcajadas, y ella le adoraba más
aún por ese motivo.
Lo único que enturbiaba aquel sereno interludio era Dinah. La criada no
ocultaba su disgusto y desconfianza hacia Kyle y continuamente le dirigía miradas
recelosas, y murmuraba para sí sobre diablos y demonios. Lo tenía por una mezcla
de Satanás y brujo, y repetía que Fantasma era su siniestro espíritu familiar. Aunque
el cuervo tampoco era la mascota ideal de Angela, se había reconciliado con el pájaro
desde que Kyle le había enseñado a decir «Ángel».
Los esfuerzos de Angela por disuadir a Dinah de sus ridículas teorías cayeron
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—Eso dependerá en gran parte de si el hechizo era mortal o no —respondió
Kyle—. Ahora escupe la verdad y quizá te ahorres mucho sufrimiento.
—Quería hacer un muñeco que se pareciera a usted —dijo Dinah con hostilidad
manifiesta—. Para clavar alfileres en él, para que se pusiera usted malo y dejara de
tener embrujada a la señorita Angela. Eso es todo, sólo algo indispuesto, no muerto.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Angela—. No puedo creer que se te haya
ocurrido semejante idea cuando el capitán Damien no ha hecho otra cosa que
preocuparse por nuestro bienestar.
—Yo sí puedo creerlo —gruñó Kyle—. Trataba de protegerte, y ésa es la única
razón por la que va a salvar su miserable vida.
Damien llamó a su artillero mayor, el único hombre negro de la tripulación.
—¡James! Encierra a esta mujer en la bodega. Serás responsable de ella en
adelante. Haz con ella lo que se te antoje, pero la quiero lejos de mi vista; e impide
que cause más problemas hasta que termine el viaje.
—¿Es realmente necesario? —dijo Angela, preocupada al ver a James
llevándose a Dinah.
—No te preocupes. James no le hará daño. Aunque sospecho que hará que
concentre su atención y sus energías en algo más provechoso —añadió con un guiño
travieso—. Por eso le he elegido a él para la misión.
Angela lo miró boquiabierta.
—¿Quieres decir que él… que ellos…?
Kyle le cerró la boca levantándole la barbilla con el dedo. Sus ojos rezumaban
picardía.
—Sí. ¿No te diste cuenta de cómo se devoraban con los ojos la semana pasada?
Estoy seguro de que pasarán casi todo el tiempo juntos. Y les envidio esa libertad,
porque es exactamente lo que desearía que pudiéramos hacer nosotros. Pero eres una
señorita sin desflorar y yo no soy el canalla sin escrúpulos que parezco.
El ardiente deseo que apareció en el rostro y en los ojos de Angela reflejaba el
de Kyle. Sin pensarlo, dio un paso hacia él, pero tuvo que detenerse porque acababa
de pisar un fragmento de cristal con el pie desnudo.
Aún no había gritado de dolor y Kyle ya la había cogido en brazos.
—Te has cortado.
—Creo que sólo un poco —murmuró ella, con el rostro a unas pulgadas del de
él y la boca seca y sedienta de sus besos.
—Aun así, hemos de curarla inmediatamente. Las heridas se infectan
rápidamente en este clima.
Diciendo esto, la llevó a su camarote, con la cabeza apoyada en su hombro, su
largo cabello cayendo como una ola dorada sobre su brazo. La colocó suavemente en
la cama, en el lugar exacto donde había anhelado tenerla desde el mismo momento
en que la había rescatado. Kyle se esforzó por concentrarse en lo que tenía entre
manos y rápidamente buscó el botiquín.
Se sentó en la cama y puso la pierna de la muchacha encima de la suya para
examinar la pequeña herida.
—El cristal está todavía aquí. Hay que sacarlo antes de vendar la herida. —Su
mirada captó la de Angela y le sonrió para darle ánimos—. Estate quieta y sé
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CATHERINE HART MAGNIFICOS TESOROS
valiente, ángel mío. Puede que esto duela un poco.
Con el pie en la mano del hombre, cuyos dedos rozaban la sensible planta,
Angela sólo sintió un ligero pinchazo cuando le sacó la esquirla de cristal. Se
concentró en el calor que pasaba del cuerpo de Kyle al suyo, en el cosquilleo que le
subía por la pierna, encogiéndole el estómago de un modo delicioso. Cuando le
limpió la herida apenas sintió dolor.
Pero cuando le dio un beso en el corte, pensó que se moriría a causa del
tembleque que le recorrió todo el cuerpo.
—¿Mejor ahora? —preguntó Kyle suavemente.
Con los ojos brillantes de deseo, Angela consiguió susurrar una respuesta:
—El pie sí, pero ahora creo que me duele todo el cuerpo. ¿También puedes
curar eso, capitán?
Este ya no fue capaz de seguir ocultando lo que sentía, ni ante sí mismo ni ante
ella, pues la última petición le había llegado al alma. Se tendió a su lado y la abrazó,
enlazando las piernas y los brazos con los suyos y buscando su boca con la suya. Los
labios se unieron y dejaron que las lenguas se exploraran. Las manos no estaban
quietas, buscando, rozando, acariciando, uniendo sus cuerpos cada vez más. Kyle le
acarició los pechos con los dedos, endureciéndolos orgullosamente contra la tela del
vestido. Angela se doblaba pidiendo más en silencio y suspiró cuando él le desató los
lazos del vestido y la desnudó para alegría de sus ojos y de sus manos. La boca del
hombre aspiraba la suya y los dos gemían a la vez. Al final renunció al trofeo y se
apartó un poco, respirando profundamente y con los ojos brillando como el azogue.
Angela le cogió la oscura cabeza con las manos y enredó los dedos en los
mechones de color ónice.
—No te detengas —imploró débilmente.
—He de detenerme —dijo él, con voz ronca de deseo—, mientras sea capaz de
hacerlo.
—No. Quiero saber lo que es sentirse mujer. Contigo, Kyle. Por favor.
—Una vez esté hecho, no habrá vuelta atrás —advirtió él—. No te dejaré
marchar, porque me pertenecerás a mí y a nadie más, durante el resto de nuestra
vida.
—¿Es una proposición? —susurró ella esperanzada.
—Sí —dijo Kyle, tan sorprendido como ella—. Nos casaremos en cuanto
atraquemos en Nueva Orleáns. Supongo que es lo menos que puedo hacer por la
mujer que me salvó de su enloquecida criada —dijo con sonrisa irónica.
La de Angela fue más radiante.
—Dinah no se habría atrevido a matarte. Aunque lo hubiera intentado de veras,
el amor siempre ha sido más poderoso que cualquier otra magia, negra o no negra.
—Asegúrate bien, Ángel. Convéncete de lo que quieres, porque por mí vas a
dejar tu casa, tu familia y tus lealtades anteriores.
—Estoy convencidísima, amor mío. Totalmente segura.
Angela nunca había sido tan feliz. Sus más preciados sueños se estaban
haciendo realidad. Estaba enamorada y pronto sería la esposa del hombre más
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CATHERINE HART MAGNIFICOS TESOROS
—Ya que el Termagant ha recibido pocos daños, no lo hundiré —le informó—.
La Marina de Estados Unidos necesita todos los barcos capturados que pueda
conseguir y éste le vendrá muy bien a la flota. Si la Marina no me lo quiere comprar,
me lo quedaré yo.
—¿Y la tripulación? —inquirió Angela, al ver que estaban transportando a
muchos hombres desde el Termagant al Cuervo.
—Daré asilo a los hombres que hayan entrado al servicio de Inglaterra contra su
voluntad. A los otros los pondremos en botes para que puedan alcanzar las islas
cercanas. ¿Por qué lo preguntas?
—Esperaba que no tuvieras intención de pasarlos a cuchillo, y también porque
pensaba enviar una carta a mi padre por medio de su capitán, comunicándole que
estoy a salvo y contándole mis planes futuros.
Kyle rió para sí y cabeceó por aquella forma tan femenina de pensar y por las
manifiestas muestras de alivio que daba al enterarse de que no iba a matar a sus
paisanos.
—Que la misiva sea corta, Ángel. No quiero retrasarme mucho, no sea que haya
otro barco inglés merodeando por los alrededores.
A los cinco minutos ya estaba de vuelta en cubierta con la carta en la mano.
Kyle y el capitán inglés estaban en la borda, junto al portalón del que pendía la
escala. Un gran bote se balanceaba abajo, esperando al último de los marinos
ingleses. Angela se acercó al capitán inglés y le dio la nota.
—Señor, si tuviera usted la bondad, cuando por fin esté entre compatriotas, de
procurar que esta carta sea entregada a Gerald Aston, de Barbados, le estaría muy
agradecida.
El hombre la miró y se puso tieso.
—No soy correo, señora, ni me dedico a entregar mensajes de mis enemigos ni
de las traidoras que les sirven de rameras.
Angela se lo quedó mirando, aturdida e incapaz de reponerse de la profunda
impresión que le causaba que un compatriota se dirigiera a ella con tanta grosería.
Kyle fue más rápido que ella, cerró el puño y lo descargó en la boca del capitán, que
retrocedió, tropezó con la borda y cayó al agua.
—Buen viaje —gruñó Kyle—. Para que luego hablen de la conducta caballerosa
de los oficiales británicos.
Angela, mirando desde la borda al capitán que braceaba abajo, estuvo de
acuerdo.
—No creo que un buen chapuzón mejore sus modales, pero ha sido muy
satisfactorio ser testigo del mismo. Gracias, Kyle.
Ninguno de los dos se dio cuenta del peligro hasta que fue demasiado tarde.
Aprovechando la conmoción, y furioso al ver que el maldito americano agredía a su
capitán, un marino inglés sacó la pistola que llevaba escondida. Antes de que nadie
pudiera impedirlo, disparó contra Kyle. Un tripulante americano que se arrojó sobre
el inglés desvió la trayectoria del disparo en el último momento. El proyectil fue dar
en un barril de pólvora medio lleno que estaba a dos pasos de Kyle y de Angela.
La explosión fue instantánea, la onda expansiva tremenda. Kyle se abalanzó
sobre Angela para protegerla. La metralla acribilló la zona, Kyle y Angela volaron
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CATHERINE HART MAGNIFICOS TESOROS
por los aires, trazaron una curva y cayeron al océano.
Angela golpeó el agua con tanta fuerza que durante unos segundos todo su
cuerpo quedó paralizado y temió haberse roto el cuello. Finalmente, sus
extremidades respondieron a los frenéticos mensajes de su cerebro y consiguió
impulsarse hasta la superficie, con los pulmones ardiendo de tanto contener la
respiración.
Se puso a dar vueltas para escrutar las olas en busca de Kyle. Había caído a su
lado, pues había oído el impacto. Pero ¿dónde estaba ahora? ¿Por qué no había salido
aún? Entonces vio una oscura sombra flotando unas brazas más allá. Estaba boca
abajo, sin moverse, balanceándose a merced de la corriente.
Angela no perdió el tiempo llamándolo, ni a él ni a nadie. Tragó una profunda
bocanada de aire y se dirigió hacia él, le rodeó el cuello con el brazo y lo puso boca
arriba. Kyle era un peso muerto que dificultaba todos sus esfuerzos. Cuando por fin
salieron a la superficie, Angela no tenía aire en los pulmones y veía motas brillantes
danzando ante sus ojos. Aun así se negó a rendirse. Sobreponiéndose al desmayo,
arrastró su preciosa carga hacia la escala del portalón. Con las últimas fuerzas que le
quedaban consiguió llegar y poner a Kyle en manos de la tripulación que le esperaba.
Otros la ayudaron a ella a subir al barco, donde se dejó caer en cubierta, temblando
por el esfuerzo.
Desde allí, totalmente empapada y medio rezando, vio que cuatro marineros
tendían boca abajo al inerte Kyle encima de un barril y movían éste adelante y atrás.
No sucedió nada durante largos y torturantes minutos. Luego, con un gruñido
ahogado, el agua salió a chorros de la boca de Kyle y éste empezó a toser y,
finalmente, a respirar.
Cuando lo tendieron boca arriba, Angela corrió a su lado. Tenía un corte en la
sien izquierda y la cara de color ceniza. Kyle dio un gemido y trató de llevarse la
mano a la herida, pero ella se la cogió con la suya.
—¿Kyle? Cariño, quédate quieto un momento, hasta que comprobemos la
importancia de tus lesiones.
—¿Ángel? —preguntó Kyle—. ¿Estás aquí? ¿Estás bien?
—Sí, amor mío, y tú también, gracias a Dios.
Entonces abrió los ojos, parpadeó varias veces como para aclararse la vista, y
con una voz carente de emoción que congeló la sangre en las venas de Angela, dijo:
—No veo nada.
Leal hasta el fin, la tripulación se puso a las órdenes del contramaestre, que era
el segundo de a bordo. Dos marineros ayudaron a Kyle a llegar a su camarote,
esperaron órdenes y lo dejaron al cuidado de Angela.
—Todo irá bien, querido —le aseguró ella—. Seguramente es por el golpe que te
diste en la cabeza. Cuando se haya curado y haya bajado la hinchazón, es muy
probable que recuperes la vista, y será tan aguda como siempre.
—¿Y si no la recupero? —inquirió Kyle con voz apagada.
—Entonces buscaremos un médico. Encargaremos unas gafas especiales. Lo que
haga falta para que vuelvas a la normalidad.
—Estás haciendo cábalas, Angela. Es muy probable que no vuelva a ver nunca
más. Por lo tanto —añadió tensando los músculos—, me perdonarás si renuncio a
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CATHERINE HART MAGNIFICOS TESOROS
nuestro compromiso y te envío a Barbados con tu familia.
Angela dejó escapar una sonora exclamación.
—¡No lo harás!
—Oh, sí, mi dorado tesoro. ¿Qué clase de marido sería en estas condiciones?
Una piedra de molino colgada de tu precioso cuello, incapaz de ganarse la vida y de
conseguirte una casa decente.
—¡No! No permitiré que me arrojes de tu vida. Juraste casarte conmigo, Kyle
Damien, y eso es exactamente lo que vas a hacer!
—¿Y que me compadezcas cada día de mi vida? No, gracias.
—No necesitarás mi compasión si sigues teniéndote tanta tú solo —dijo ella
bruscamente—. Además, puede que ya lleve un hijo tuyo en el vientre y no dejaré
que nos abandones. Te pertenezco, y tú a mí, y nada a este lado del cielo cambiará
ese hecho.
—Cantarás una canción diferente muy pronto, apostaría cualquier cosa.
—No apuestes tu embarcación.
—Buque —corrigió él automáticamente.
—Hablando de buques, no veo por qué no puedes utilizar las facultades que te
quedan para gobernar el Cuervo, por supuesto con ayuda de la tripulación. Después
de todo, te pertenece, y tienes otros cuatro sentidos para ayudarte.
Kyle emitió una risa burlona.
—¿Cuándo se ha oído hablar de un capitán ciego?
—Pues tú serás el primero y sentarás un precedente —contestó Angela, aunque
sufría por él y lo único que quería era cogerlo en brazos y rociarlo con las lágrimas
que corrían silenciosamente por sus mejillas—. Seguro que el contramaestre puede
ocuparse de las tareas que tú no puedas.
—La mayor parte, sí —concedió Kyle—. Pero soy el único hombre a bordo que
sabe leer. ¿Quién va a señalar la dirección en el mapa y a llevar el diario?
—Yo lo haré —anunció ella con firmeza—. Yo veré por ti.
—¿Has descifrado alguna vez una carta de navegación?
—No, pero sé leer y escribir, y si me explicas los símbolos, estoy segura de que
podré hacerlo. Por favor, Kyle. Déjame intentarlo. No me apartes de tu vida ahora
que acabo de encontrarte. Te quiero tanto que sería mi muerte si lo hicieras.
Él se quedó en silencio tanto tiempo que estuvo segura de que iba a negarse.
Luego, con un profundo suspiro, dijo:
—Muy bien. Lo intentaremos. Tu primera misión será abrir la carta que hay en
mi mesa. La dirigida al capitán británico que acabamos de abandonar. Tengo la
sospecha de que contiene órdenes detallando importantes operaciones contra tropas
americanas.
Algo reacia, preguntándose por qué se había metido en aquello, Angela hizo lo
que le había ordenado. Tras abrir la carta, vio que contenía, en efecto, planes
militares. Pero ¿cómo iba a divulgar aquella información vital sin sentir que
traicionaba a su patria? ¿Cómo iba a traicionar a sus amigos, a su familia, a su nación
y quizá causar incontables pérdidas humanas?
—¿Y bien? —dijo Kyle—. Léemela, Angela.
Angela se vio obligada a tomar otra decisión importante en el tiempo que tarda
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CATHERINE HART MAGNIFICOS TESOROS
el corazón en dar unos latidos, confrontando la lealtad que sentía hacia Kyle, que
pronto sería su marido y cuya patria pasaría a ser la suya, con la lealtad que sentía de
por vida hacia Inglaterra. Se llevó la mano al tembloroso vientre, imaginando la
nueva vida que podía estar creciendo allí. Su hijo; y el de Kyle.
De súbito comprendió que el simple hecho de ser británica, o de cualquier otra
nacionalidad, no la volvía más justa ni la situaba por encima de los demás, aunque
mucha gente lo creyera así y se comportara en consecuencia, con el mismo
engreimiento y la misma detestable presuntuosidad de que había hecho alarde el
capitán del Termagant. El honor y la justicia proceden del corazón, lo mismo que los
principios y convicciones de cada cual.
—¿Angela? —dijo Kyle, sacándola de su ensimismamiento.
—¿Cómo puedo saber que esta información no causará muerte y destrucción
cuando la revele? —le preguntó.
—No puedes saberlo, amor —respondió él suave y sinceramente—. Sólo
puedes esperar que ayude a abreviar la guerra para así evitar más muertes a largo
plazo.
Angela volvió a confrontar sus sentimientos y vio que la balanza se inclinaba
del lado de Kyle. Le vino a la cabeza un párrafo especialmente conmovedor de su
libro y recordó al héroe y a la heroína en una situación similar. En cierto momento en
que buscaban consejo, les decían que siguieran los dictados de su corazón, que
fueran sinceros el uno con el otro y conservaran su honor. Era lo menos que podía
hacer ella.
Lentamente, con voz serena y tranquila, Angela se puso a leer.
Seis meses más tarde, Angela correteaba felizmente por la cubierta del Ángel,
nombre con el que Kyle había rebautizado el Termagant, detrás de su abultado
vientre. Su marido y ella acababan de terminar con éxito la búsqueda de un tesoro
sumergido y las bodegas del barco estaban llenas de monedas de oro, vajillas de
plata con complejas incisiones y montones de gemas brillantes, todo procedente de
restos de naufragios que habían permanecido intactos en lugares ocultos durante
décadas. El sueño de Kyle había sido localizar aquellas riquezas y ahora, con Angela
a su lado, estaba realizando aquel deseo. Era un hombre afortunado y no pasaba un
día sin que diera gracias a Dios por sus muchas bendiciones.
Medio año antes había llevado el Cuervo hacia la bahía de Barataría, donde
había dejado la carta con las órdenes secretas inglesas en manos de su amigo de más
confianza, Jean Lafitte. Jean, a cambio, había hecho todo lo posible por alertar a los
oficiales americanos de que los ingleses planeaban atacar Nueva Orleáns y otras
ciudades clave. Finalmente, alguien se había tomado en serio las advertencias de
Jean, y así se había podido armar a tiempo a la ciudad y ganar la batalla de Nueva
Orleáns.
Milagrosamente, Kyle había recobrado la vista mientras se recuperaba en el
cuartel general de Jean, que estaba en una isla secreta de la bahía. Un amigo común,
el doctor Charles de Beaumont, había prescrito descanso, tónicos rejuvenecedores y
copiosas cantidades de afecto; Angela se había encargado de administrar esto último
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CATHERINE HART MAGNIFICOS TESOROS
con generosidad. La naturaleza había hecho el resto, restaurando la vista de Kyle y
germinando su simiente en el cuerpo de Angela.
Terminada la guerra, Kyle había abandonado la piratería y comenzado la
búsqueda de tesoros, con Angela a su lado. En aquellos momentos, apoyados juntos
en la borda, contemplando la brillante puesta de sol del golfo de México, Kyle la
atrajo hacia sí con dulzura, acarició con aire ausente su vientre hinchado y comentó:
—Las monjas del orfanato saltarán de alegría al ver lo que hemos pescado esta
vez. Piensa en todos los libros que podrán comprar para sus alumnos con su parte
del botín.
—¿De veras no te importa donar una parte de nuestras recién adquiridas
riquezas para construir bibliotecas y escuelas y comprar libros, amor mío? —
preguntó Angela.
—No cuando te causa tanto placer, ángel mío —dijo él—. Además, ¿de qué
sirven las riquezas si se acumulan o se despilfarran del modo más mezquino?
—Eso es exactamente lo que pienso yo —dijo Angela con alegría, acercándose a
él. El niño eligió aquel momento para propinar un puntapié y Angela sonrió a su
marido para hacerle partícipe de su júbilo—. Me alegro de haber donado el libro a la
Biblioteca del Congreso. Un manuscrito tan valioso no debe pertenecer a una sola
persona.
—Ah, sí, tu antigua leyenda. Tonterías románticas. Te aprovechaste de mi
forzada convalecencia y me bombardeaste con esas tonterías cuando sabías muy bien
que no tenía fuerzas para escapar —dijo en son de burla.
Angela le dio un codazo en las costillas.
—Sabes que saboreaste todas y cada una de sus palabras. Cuando el fruto de mi
vientre sepa leer, tendré preparada una versión inglesa para regalársela.
—Y yo le daré un cofre de oro para que lo guarde, ya que una vez me trajo un
tesoro.
Angela frunció los labios.
—Sí, el libro me enseñó que los mejores tesoros son los que no se pueden
comprar. Verdad. Honor. Amor.
—Magníficos tesoros, ciertamente —murmuró él con adoración, antes de que su
boca reclamara la de su mujer—. Y el que más vale de todos es el amor.
***
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
CARIDAD ENAMORADA
Elaine Barbieri
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
No le gustó su aspecto…
Caridad Bellewood miró al alto y serio forastero que estaba en la puerta del
saloon Mother Lode. Sus anchas espaldas, perfiladas a contraluz por la farola de la
sucia calle, la hicieron retroceder mentalmente un paso un segundo antes de que el
hombre entrara y se dirigiera a la barra, sorteando lentamente las mesas de juego.
Era la primera vez que lo veía, estaba segura, aunque había algo en él que le
resultaba familiar, la manera confiada de moverse o la inclinación de la cabeza, o tal
vez la mandíbula, algo que le produjo un escalofrío.
No hacía falta que nadie le dijera que era peligroso.
El estridente piano del Mother Lode, apenas audible en medio del barullo de las
conversaciones en voz alta, las carcajadas y los chillidos entusiastas de las mujeres, se
perdió a lo lejos cuando Caridad levantó la barbilla en un ademán instintivo de
defensa. Fue incapaz de apartar la mirada del forastero mientras éste pedía algo de
beber, se llevaba el vaso a los labios y engullía el contenido de un trago, sin mover un
músculo del rostro.
Caridad sabía inconscientemente que un año antes lo habría tenido por un
personaje romántico, antes de que su padre dejara a su madre y a ella boquiabiertas
al decirles que quería vender la granja para unirse a la caravana que se dirigía a los
yacimientos auríferos de California. Sabía controlar la superioridad de su estatura y
su anchura de un modo que le hacía destacar entre la colección de buscadores de oro,
cazadores de fortuna y vagos aburridos que estaban junto a él en la improvisada
barra, e incluso con barba de varios días y el polvo del camino se notaba al primer
vistazo que era un hombre atractivo. Sus rasgos eran pronunciados, aunque algo
irregulares, y el espeso y rizado cabello que le llegaba hasta los hombros era negro
como ala de cuervo. Pero eran sus ojos los que habían hecho que la mente se le
quedara en blanco —unos ojos claros que habían inspeccionado el saloon de madera y
toldos de lona, traspasando la omnipresente niebla azul del tabaco con una mirada
calculadora que estuvo lejos de ser indiferente a pesar de su brevedad—, unos ojos
claros que no la habían visto a pesar del impacto que habían causado en ella.
Pero durante el año transcurrido habían sucedido demasiadas cosas para rodear
ahora al forastero con una aureola de romanticismo.
Caridad levantó aún más la barbilla y cuadró con orgullo los hombros que el
vestido chillón de segunda mano que ceñía provocativamente su delgadez le dejaba
al descubierto. Ya no era la cuidada niña de unos padres protectores que meses antes
había emprendido un emocionante viaje al país del oro. La gradual desilusión
producida por el agotamiento físico y las interminables llanuras abrasadas por el sol
les había hecho abrir los ojos a la cruda realidad. La falta de comida y de agua con
que habían tropezado en aquel viaje sin fin había puesto al descubierto la debilidad
de carácter que se escondía tras muchas fachadas. La lenta reducción del ganado y de
los animales de tiro, que les había obligado a abandonar por el camino casi todas sus
posesiones, salvo las más indispensables, había introducido el miedo y la
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
las demás, aunque tu trabajo en este local no sea el mismo que el de ellas.
Caridad siguió callada. ¿Qué podía decir? Si no hubiera sido por Trixie, no
estaría ahora apoyada en la barra con las demás muchachas, ganándose la vida y
ahorrando para costearse el regreso a la «civilización» de la única forma que podía.
En el piano sonó por tercera vez una frase convenida y Trixie rió por lo bajo.
—Cariño, hace cinco minutos que Charlie toca tu frase. Si le haces esperar más,
se enfadará y vendrá a la barra personalmente. Y entonces será imposible saber
cuándo volverá al piano.
Caridad miró al pianista de grandes bigotes y vio que la estaba mirando con el
entrecejo fruncido. ¿Cómo era posible que se hubiera despistado tanto como para no
oír las llamadas musicales de Charlie? Trixie añadió inesperadamente:
—He hecho que Pete te construya una especie de escenario. —Señaló una tosca
plataforma de madera que había al lado del piano y en la que Caridad no había
reparado hasta entonces. Y viendo a Caridad con la boca abierta, añadió—: ¡Qué
diantres, eres la única ruiseñora de verdad de todo Sacramento! Esas ranas que croan
en los demás salones no te llegan ni a la suela del zapato. Y todos los nostálgicos que
se empujan y apretujan para echarte un vistazo cuando cantas lo saben tan bien como
yo. ¡Eres la mejor atracción que tengo!
Caridad estaba atónita. ¡Trixie había mandado que le construyeran un
escenario!
—Cuando termines de cantar esta noche, pásate por mi tienda —añadió Trixie
—. Ese vestido que llevas empieza a estar algo raído. Tengo un par en el baúl que de
todas formas iba a tirar. Nunca volveré a caber en ellos.
—Trixie… —Caridad se había quedado sin habla. Nunca había conocido a una
mujer tan generosa.
—No me mires así, no soy una buena samaritana ni nada por el estilo. Lo hago
sólo por el negocio. Desde el día que apareciste por aquí buscando trabajo y lanzaste
el primer do de pecho, supe que eras lo mejor que había aterrizado en el Mother
Lode. Y no puedes cantar delante de ese personal con esos andrajos que llevas. Si
fuera para ahuyentar a los clientes, vale… —dijo Trixie—. La verdad es que no tienes
experiencia suficiente para enfrentarte a la gentuza que viene por aquí y yo no tengo
la menor intención de perder a mi atracción principal. Además, está ese pequeño
favor que les estás haciendo a las chicas…
—Pero eso no tiene nada que ver con…
—Cariño, las otras chicas hacen lo que mejor saben hacer y tú haces lo que
mejor se te da. La verdad es que si yo hubiera tenido una voz como la tuya, no me
verías aquí esta noche embutida en este vestido morado. Sería la reina del escenario.
Grábatelo en la cabeza, querida. Y ahora a moverse, que esos tiparracos están
esperando.
Charlie volvió a tocar la frase y Caridad se volvió hacia él y le hizo una seña.
Luego respiró hondo y se puso a la vista de todos mientras un murmullo recorría la
multitud.
Cameron Monroe echó atrás la cabeza y engulló otra ración. Reprimió un grito
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
cuando el líquido ambarino le bajó al estómago quemándole el esófago y dejó el vaso
de golpe en la barra, que no era más que una basta tabla apoyada en varios
caballetes. Miró a su alrededor. Paredes de lona, suelo sucio, olor a sudor y a
perfume barato, y el calor asfixiante de la tarde aún en el ambiente. Era un local
evidentemente primitivo y sin embargo no había sitio en la barra ni en las mesas de
juego, y los cuerpos estaban tan apretados que casi no se podía andar. Sacramento…
Cam soltó un ligero bufido de sarcasmo. Situado a orillas del río Sacramento, el
pueblo se había convertido en el centro comercial y de transporte de los
campamentos mineros desperdigados entre sus anuentes septentrionales. Un año
antes, el pueblo no contaba más que con unos cobertizos de madera y algunas
tiendas de lona, y había pasado del salvajismo a ser un puerto próspero en cuestión
de meses. Los signos del desarrollo estaban por todas partes, en el interminable
golpeteo de martillos desde el amanecer hasta la noche, en los gritos de los
empresarios que subastaban cajas de artículos amontonadas en la embarrada calle
mayor y en la música que brotaba de los incontables salones de juego. Construir
casas era primordial, y se hacían con madera, lona, planchas de hierro, ladrillos…
con todo lo que había y se podía. Había barcos amarrados bajo los plátanos y los
álamos que crecían en la orilla del río y que se venían utilizando para guardar las
crecientes partidas de mercancías que llegaban, barcos abandonados por la
tripulación que, nada más atracar, se habían ido a las colinas. Al igual que la docena
de poblaciones en expansión por las que había pasado el último año, Sacramento
estaba poblado por hombres enloquecidos por el oro y de mujeres deseosas de dinero
y que habrían vendido su alma al diablo si el precio fuera razonable.
Este pensamiento le hizo reír sin alegría. Le bastaba mirar a su alrededor para
advertir que casi todos los presentes la habían vendido ya.
Cam volvió a inspeccionar los rostros de la multitud. Exceptuando las
apreturas, el Mother Lode se diferenciaba poco de los incontables salones de los
incontables campamentos mineros que ya conocía. Pero había una diferencia
fundamental que hacía que el Mother Lode estuviera en otra categoría. Era el lugar
donde su búsqueda podía llegar a su fin.
Aquel pensamiento le frenó el ritmo del corazón. Se irguió muy despacio,
deslizó la mano por la cadera y ajustó la pistola en la funda. Sería un error levantar
sospechas haciendo demasiadas preguntas nada más llegar. Sabía el nombre y la
descripción de la mujer que estaba buscando. Gypsy Clark era alta, de unos veinte
años y no había nacido con el cabello rubio que lucía últimamente.
También era una golfa experimentada, leal a su hombre, fuera quien fuese en
aquel momento.
Cam apretó los dientes. En aquel momento, el hombre de Gypsy era Billy Joe
Holt.
Los claros ojos de Cam adquirieron un tinte frío. Billy Joe Holt era también su
hombre.
Incapaz de determinar el momento exacto en que se dio cuenta de que el
bullicio del Mother Lode se había convertido en un leve murmullo, de que el
frenético trasiego se había detenido casi por completo y de que había un aire de
expectación que había crecido hasta alcanzar unas proporciones casi palpables, Cam
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
Gracia inefable, qué dulce es el sonido
que salvó a un pecador como yo,
pues anduve perdido y me he encontrado,
estaba ciego y ahora veo…
La canción fue de estrofa en estrofa mientras aumentaba el silencio del local.
Los vasos se dejaban con cuidado en la barra, el juego de las mesas se detuvo y un
sucio buscador de oro que estaba al fondo se echó a llorar.
Cam miró a su alrededor sin dar crédito a sus ojos. Hombres hechos y derechos
que sollozaban y lloraban en público mientras una fulana de rostro ingenuo los ponía
sentimentales.
Con el corazón acelerado, Cameron sintió un brote de furia. ¡Maldita bruja!
Había conocido a otras lagartas como ella… hechiceras que utilizaban su poder sobre
los hombres, les sacaban todo lo que podían y luego los abandonaban
tranquilamente.
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
Cam volvió a mirar a su alrededor. ¡Imbéciles! ¿Es que no se daban cuenta?
¿Nunca aprenderían que no había inocencia en la tierra del oro y mucho menos en el
corazón de las mujeres que la habitaban?
Cam estaba cada vez más furioso. A él no iba a engatusarle aquella dulce
Caridad.
Echándose atrás con los ojos entornados, Cam admitió algo que no podía seguir
negando.
Que aquello no le impedía desearla.
Caridad cerró brevemente los ojos mientras las últimas notas del himno
sonaban a su alrededor. Recordó que al principio le había parecido casi inconcebible
que aquellos hombres, que minutos antes se hallaban entregados a todos los vicios
que ofrecía el Mother Lode, pudieran reaccionar con tanto entusiasmo. Momentos
como aquéllos eran los que dulcificaban el sufrimiento que sentía al verse en la
situación a la que la había arrojado la suerte…
… y los que le confirmaban que dicha situación tenía cierto parecido con la que
una antepasada suya había vivido y descrito en su libro.
Una calidez familiar invadió a la joven. El libro había pertenecido a su madre y
ahora era suyo. Había estado en la familia durante muchos más años de los que
podía calcular, y pasado de madres a hijas. Su propia abuela, una mujer muy
singular, había regalado una copia del libro a cada una de sus tres hijas en un cofre
dorado. Era una leyenda, una historia de amor y una herencia que contenía
anotaciones personales de las mujeres por cuyas manos había pasado. Era el único
objeto que había conseguido salvar del desastroso viaje por el desierto… y lo único
que le quedaba en el mundo.
Una de las anotaciones en particular le había llegado al corazón cuando se
sentía desolada e insegura, al poco de llegar a Sacramento. Eran las palabras de
Genoveva de Betancourt, una antepasada que había vivido varios siglos antes.
Genoveva había escrito que después de encontrarse sola y sin fondos en un mundo
difícil y medieval, se había ganado la vida cantando y tocando el laúd para la
nobleza. Fue una belleza de su época, dotada de gran talento, y había terminado
casándose con un noble que había vencido al rey con ayuda de un libro.
Caridad siempre había creído que había heredado de ella tanto su amor por la
lectura como su habilidad para cantar, pero el vínculo que la unía a aquella mujer a
la que sólo conocía por las palabras que había escrito se había ido fortaleciendo
durante aquellos días de máxima desesperación, hasta que llegó a imaginarse a sí
misma como una versión moderna de su antepasada.
Al verse reflejada en un espejo cercano cuando los aplausos empezaron a
apagarse, le hizo gracia comprobar a dónde la había transportado el recuerdo. Estaba
muy lejos de ser la belleza que había sido su ilustre antepasada y su raída vestimenta
tenía poco de admirable. Los hombres para los que actuaba no pertenecían
precisamente a la nobleza y era imposible que la atmósfera pudiera ser más diferente
de la corte real, pero aun así…
—¡Canta otra, Caridad!
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
—¡Otro himno!
Caridad reprimió una sonrisa. No, ya había apurado la ración de himnos que
tocaba aquella noche. Trixie le había dado órdenes muy estrictas. «Ablandar» a los
clientes estaba muy bien, pero «hacer que se arrepintieran» ya no.
—¡Canta Yankee Doodle!
—¡Oh, Susannah!
Caridad sonrió de oreja a oreja y se inclinó hacia el pianista.
—Toca Oh, Susannah, Charlie.
Charlie hizo una mueca y tocó una animada introducción mientras Caridad
miraba al público. Pendiente de que el pianista le diera la entrada, tropezó de pronto
con los claros ojos del alto forastero. La sonrisa se le congeló cuando vio el desprecio
de su mirada.
Desprecio…
Entonces se dio cuenta de que Charlie había empezado a tocar la introducción
por segunda vez. Caridad apartó los ojos de los del forastero y empezó a cantar.
Pero se quedó con la idea de que había tenido razón al verlo por primera vez.
Era peligroso.
Todavía sonaban los aplausos cuando Caridad huyó del salón lleno de humo y
salió a la calle para sentir el aire fresco de la noche. Bañada por la luz plateada de la
luna, detrás de la estructura de lona, respiró a pleno pulmón y trató de aquietar sus
turbulentos pensamientos. Su actuación nunca había sido tan bien recibida, pero
estaba muy agitada. El forastero no había dejado de mirarla intensamente en toda la
representación y ella había empezado a debilitarse ante aquella insistencia.
¿Quién era?
¿Qué era?
¿… y qué quería de ella?
El leve rumor de pasos sobresaltó a Caridad, que ahogó una exclamación
cuando el objeto de sus temores apareció de repente a su lado. Un temblor le agitó el
alma y recorrió su espinazo al verle tan cerca, sobrepasándola en estatura, con los
ojos tan claros que parecían una prolongación del plateado claro de luna en que
estaban. Su voz fue un trueno sobrecogedor cuando habló:
—Es usted muy hábil en su oficio, Caridad.
La interpelada empezó a sentir un ligero temblor por dentro. El calor del
hombre la envolvía y la atraía, suscitando un anhelo que no podía explicar ni negar
mientras buscaba una respuesta.
—Le ha gustado cómo canto…
104
ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
—He dicho que es usted muy hábil en su oficio —dijo—. No me refería a su
voz.
Caridad, confundida, sopesó la inesperada respuesta.
—Me pareció lógico suponer que se refería usted a mi forma de cantar, pues es
lo único que conoce de mí.
La inspección del forastero caló más hondo.
—En eso se equivoca. No es lo único que conozco de usted.
Tras admitir curiosamente que no era peligro físico lo que temía, Caridad dio
un paso atrás. El desconocido la retuvo cogiéndola del brazo.
—Creo que ya es hora de que me presente. Me llamo Cam. Ya sé que usted se
llama Caridad. Me gustaría invitarla a una copa.
—No bebo, señor… Cam.
La sonrisa lateral del hombre fue de escepticismo.
—Entonces me gustaría invitarla a mi mesa para que podamos conocernos
mejor mientras yo bebo.
—No alterno con clientes, señor… Cam.
El temblor de Caridad se convirtió en tiritera cuando el forastero se acercó.
—¿Y qué es lo que hace usted, querida?
—Canto para los clientes del Mother Lode.
Enlazándola inesperadamente por la cintura, Cam le atenazó la nuca con la
mano y acercó la boca a los labios femeninos.
—¿Y si tuviera otros planes para los dos?
Caridad respondió sin aliento:
—Le diría que se iba a llevar un chasco.
—¿Me llevaría un chasco, Caridad? —Los cálidos labios del hombre, ya encima
de los suyos, acariciaron su boca con un demorado beso que la dejó
momentáneamente indefensa—. ¿Me llevaría un chasco? —repitió.
—S… sí.
Pero Caridad comprendió la debilidad de su respuesta cuando Cam la atrajo
hacia sí y la estrechó entre sus brazos, y ella…
—Ya la has oído, amigo.
La voz gutural de Trixie sobresaltó a Caridad, sacándola de su letargo, y la
pechugona propietaria salió de las sombras. Con una sonrisa en el pintarrajeado
rostro, la mujer añadió:
—Como te ha dicho Caridad, la única obligación que tiene aquí es cantar.
Harías mejor en buscarte otra chica para lo que estás pensando. Seguro que dentro
hay ahora mismo unas cuantas que estarían dispuestas a pasar un rato contigo.
Caridad sintió estrecharse la tenaza del brazo que la rodeaba un segundo antes
de que apareciese una rubia por detrás de Trixie.
—Trixie tiene razón, encanto —dijo la rubia con voz coqueta y apagada—. Me
llamo Gypsy y soy una de las chicas que serían felices bebiendo contigo… o haciendo
cualquier otra cosa.
Caridad notó el respingo de Cam al oír la voz de Gypsy. Se quedó atónita al
comprobar que la soltaba bruscamente y vio que se volvía hacia la chica del saloon
con una sonrisa. No menos atónita se quedó al sentir una punzada, una emoción que
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
no se atrevió a nombrar, cuando el hombre enlazó su brazo con el de Gypsy.
—Puede que no sea mala idea, después de todo —respondió Cam.
Volviéndose hacia Caridad y hacia Trixie, como si acabara de recordar que
estaban allí, el individuo se despidió rozándose el ala del sombrero.
—Buenas noches, señoras —dijo con retintín sarcástico.
Sintiéndose extrañamente abandonada, Caridad vio que la pareja entraba en el
saloon. Todavía estaba mirándolos cuando la reprimenda bienintencionada de Trixie
la devolvió bruscamente al presente.
—Esta vez te he salvado el pellejo, cielo, pero he de decirte que no pienso ser tu
ángel de la guarda cada vez que tipos como éste se pongan a rondar a tu alrededor.
Tienes que aprender a decir que no con algo más de fuerza si quieres mantener
alejada a esta chusma. —Trixie se detuvo, escrutándola con la mirada—. Si es que
quieres mantenerla alejada, claro.
Caridad recuperó la voz y se las arregló para decir:
—Gracias, Trixie.
—¿Por qué tengo la sensación de que no te ha gustado el giro que ha dado el
asunto?
—Trixie…
Trixie se encogió de hombros.
—Allá tú. A partir de este momento, es asunto tuyo.
Trixie se fue, pero sus palabras quedaron flotando en el aire.
«¿Por qué tengo la sensación de que no te ha gustado el giro que ha dado el
asunto?»
Caridad volvió a la seguridad de la estructura de lona que había tras el Mother
Lode, donde dormían las chicas del saloon, escuchando su propia respuesta.
Eso, ¿por qué?
—Pero vamos a ver, ¿para qué necesito saber leer? ¡No me hace ninguna falta
leer nada sobre hacer cosas si yo misma puedo hacerlas!
Comprendiendo que la agitación de Winona se debía a la frustración, Caridad
no respondió. Sin darse cuenta acariciaba las tapas de su libro heredado, de su
tesoro. ¿Cómo podía explicar a Winona, una bella chica de saloon ya con veintiún
años y todavía analfabeta, que ella personalmente no podía imaginarse con
semejante carencia?
Enterarse de que casi todas las muchachas de la tiendadormitorio común eran
analfabetas había representado una gran sorpresa para Caridad. Se había dado
cuenta de que muchas la miraban anhelantes en las ocasiones en que se sentaba a leer
su precioso libro. Cuando le confiaron que no sabían leer, se había ofrecido a
enseñarles. Había conseguido ocho alumnas con aquella proposición, ocho alumnas
que a veces se sentían contrariadas y furiosas por su ineptitud. Respondió a Winona
con las palabras que había anotado en el libro su antepasada Genoveva de
Betancourt… palabras que nunca olvidaría.
—«Ningún hombre es capaz de saborear, tocar y sentir todo lo que la vida
puede ofrecer. Pero en un libro… en un libro todo es posible. Leer es soñar, volar,
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
elevarse…»
A Winona se le humedecieron los ojos, haciendo que también se humedecieran
los de Caridad cuando la desanimada muchacha respondió:
—Tú… tú no piensas darme por imposible, ¿verdad, Caridad?
—No, nunca. —Reconociendo en silencio que su corazón no estaba para dar
clase aquella mañana, Caridad añadió con dulzura—: Pero si quisieras practicar un
rato más y seguir mañana donde lo dejemos hoy, eso que ganarías.
La sonrisa de Winona resplandeció de alivio.
—Gracias, Caridad.
Winona salió de la tienda poco después, deseosa de abandonar el escenario de
sus últimas tribulaciones académicas, y dejando a Caridad a solas con sus
pensamientos.
Una alta figura masculina volvió volando a su cabeza y Caridad frunció el
entrecejo. Cameron Monroe…
¿Qué le estaba pasando? Ni siquiera habría sabido el nombre completo de aquel
hombre, ni que estaba en Sacramento esperando a un socio suyo que llegaría en un
par de semanas, si Gypsy no le hubiera transmitido aquella información al volver
agotada a la tienda ya de madrugada.
Caridad sorbió fuerte por la nariz, preguntándose que más cosas podía contar
Gypsy sobre Cameron Monroe… y si ella estaba dispuesta oírlas…
Caridad miró por la abertura de la tienda y vio un fragmento de cielo azul y
una brillante mañana soleada. Habían cobrado la noche anterior y las chicas se
habían levantado temprano para no hacer las compras cuando más apretara el calor.
Sabía que volverían cargadas de chucherías adquiridas a precios exorbitantes.
También sabía que una o dos volverían con un libro en las manos, deseosas de poner
en práctica las lecciones que habían recibido. A Caridad le satisfacía aquel
entusiasmo, aunque en aquel momento la satisfacción estaba lejos de su mente,
invadida una vez más por la sombra oscura y misteriosa de Cameron Monroe.
Pensar en aquel hombre le daba escalofríos. Recordó la calidez de sus labios al
exigir los suyos con la promesa de un después, el apretón de sus fuertes dedos
curvados en su nuca, el duro muro de su cuerpo estrechado contra el suyo. Ella…
¡No, tenía que detener aquello!
Enfurecida con su caprichosa imaginación, se sentó en el borde de la cama y
guardó el libro en su cofre. Cameron Monroe era la antítesis del legendario héroe del
libro, del personaje en el que había basado su idea del hombre perfecto. En lugar de
sentir inmediatamente la afinidad que estaba segura de que sentiría cuando
conociera al hombre adecuado, al conocer a Cameron Monroe había sentido una
animosidad instantánea. Más que a salvo, se había sentido amenazada. Más que
valorada, se había sentido…
¿Cómo se había sentido?
Gruñó.
Sabía cómo se había sentido. No quería volver a sentirse así… no con él… no
con Cameron Monroe.
Con la frustración hinchándole las ojeras, Caridad irguió los hombros cubiertos
por el sencillo vestido de algodón azul que había comprado con el primer sueldo que
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
le había pagado Trixie. Aquella prenda y otra igual de sencilla componían todo su
vestuario diurno, y sabía que desentonaban entre los bonitos vestidos que llevaban
las otras chicas. Pero ella no competía con las demás chicas… ¿verdad que no? Ni
siquiera con Gypsy, que había despertado el interés de Cameron Monroe tan
rápidamente que le había dejado la cabeza hecha un lío.
Caridad sentía un nudo en la garganta. La intención de Gypsy había sido
buena. Pensaba que le estaba haciendo un favor… y se lo había hecho… ¿o no?
No.
¡Sí!
Tal vez…
¡A la porra!
Caridad sonrió dando gracias al cielo por la distracción que supuso la irrupción
de Maybelle, que entró en la tienda en aquel momento para enseñarle con orgullo el
libro que había comprado. Sintiéndose hipócrita por hablar con una generosidad que
realmente no sentía, se ofreció a ayudarla.
—¿Quieres leerlo ahora?
Caridad vio la gratitud en los ojos de Maybelle cuando le tendió el libro.
Sabedora de que nunca se había sentido menos merecedora de la gratitud de
nadie, Caridad esperó a que Maybelle se sentara a su lado y empezaron a leer.
Había sido un día condenadamente largo.
Cam volvió a mirar el cielo azul y totalmente despejado mientras vagaba por la
polvorienta calle de Sacramento, convencido de que se estaba volviendo loco o de
que el sol estaba quieto en el mismo sitio desde hacía horas.
Con la faz surcada de arrugas de contrariedad, Cam llegó a la conclusión más
obvia. Se había vuelto loco. Tenía que ser eso. ¿De qué otro modo explicar las excusas
que había dado para quedarse en el pueblo, esperando volver a ver la esbelta figura
de Caridad Bellewood por la calle, cuando sabía que habría tenido que estar ya
remontando el río, en busca del campamento minero más cercano, donde, con unas
cuantas toneladas de suerte, tal vez encontrara a Billy Joe Holt sin la ayuda de
Gypsy?
Cam meditó este pensamiento, bajando la mano para afianzar la pistola en la
funda, una precaución que se había convertido en algo instintivo desde el día en que
se había prendido una estrella.
Cameron Monroe… un agente de la ley. ¿Quién lo habría creído? Hijo del
borracho local de un pueblo de Missouri, de niño había sido díscolo y revoltoso.
Siempre andaba metido en problemas, pero el sheriff de la ciudad, Wilton Parker, no
había dado su brazo a torcer. Al morir el padre de Cam, el sheriff Parker se llevó al
muchacho a su casa y lo puso bajo su égida.
El sheriff Parker era el hombre más justo que había conocido, y el más sabio. Su
hija Virginia, veinte años mayor que Cam, era lo más parecido a una madre que
había tenido. Había aprendido mucho de ambos y, aunque nunca lo había admitido,
ni ante sí ni ante ellos, los había querido. Pero las buenas intenciones y consejos del
sheriff Parker no habían conseguido curarle de todo resentimiento y, ya con
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
dieciocho años, tenía pocos amigos por culpa de su carácter.
Cam sintió una sensación familiar en el estómago mientras seguía recordando
mentalmente su historia. Por aquella época se había enamoriscado de una bailarina
local, a pesar de las advertencias del sheriff Parker. Cam era tan engreído y crédulo
que se había dejado utilizar para conseguirle información sobre una nómina que iban
a depositar en el banco local. La bailarina pasó la información a su novio y éste atracó
el banco.
Wilt Parker murió durante el tiroteo.
Cam siguió la pista del asesino del sheriff hasta que lo vio ahorcado. El respeto
de Wilt Parker por la ley era lo único que había impedido a Cam matarle con sus
propias manos.
Cam admitía ya que la culpa, y cierto deseo de castigarse por el papel que había
desempeñado involuntariamente en la muerte del sheriff Parker, había sido el
germen del que había surgido su determinación de convertirse en agente de la ley.
Sin embargo, pronto se dio cuenta de que había encontrado su verdadera vocación.
Se volvió tan famoso por su obstinación en perseguir delincuentes y llevarlos ante la
justicia como por su falta de emociones al hacerlo.
En cuanto a la bailarina que lo había utilizado, supuso que también debía de
darle las gracias, por haberle enseñado la verdad sobre las mujeres. Jamás había
olvidado la lección que había aprendido, y aunque desde entonces había amado a
algunas mujeres, nunca había simpatizado ni confiado en ninguna, con la única
excepción de Virginia Parker.
Diez años después, la viuda Virginia Parker paseaba por una calle de Missouri
cuando otro atracador salió de un banco rodeado por una lluvia de plomo.
Virginia murió en brazos de Cam.
La había matado un tal Billy Joe Holt.
Cam llevaba dos años siguiéndole el rastro a Billy Joe. Lo había seguido por
todo Missouri y los estados colindantes, hasta San Luis. Cuando averiguó que Billy
Joe se había ido a los campos auríferos de California, se guardó la placa en el bolsillo,
pues sabía que allí no existía la ley. Sintiéndose en deuda, profunda y personal, con
la única mujer que le había demostrado cariño, había jurado encontrar a Billy Joe y
administrarle su personal justicia, sabiendo que desde aquel momento ya nunca
podría volver a ponerse una placa.
No hacía mucho había descubierto la debilidad que sentía Billy Joe por Gypsy
Clark. Si se quedaba cerca de ella, Cam sabía que acabaría encontrando a aquel
hombre. Así que había recorrido el pueblo, en espera de que cayese la noche para
poder visitar el saloon Mother Lode sin llamar la atención. Antes había pasado por los
baños públicos para quitarse la mugre del camino… luego por los lavaderos, donde
le habían lavado la ropa… luego por la barbería, donde se había permitido un corte
de pelo y un afeitado tan apurado y grato que aún salían ronroneos de su boca…
… Y durante todo aquel tiempo no había dejado de pensar en una joven que
también había ronroneado al tocarla…
Forcejeando por exorcizar la imagen del ovalado rostro enmarcado en guedejas
del color de las castañas maduras y con unos ojos oscuros y sombreados por unas
pestañas tan largas y espesas que no necesitaban ningún artificio para destacar, Cam
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
se esforzó por pensar en Gypsy Clark. La alta rubia había hecho todo lo posible por
satisfacerle la noche anterior. Había empezado por confiarle que no tenía reparos en
compartir una botella o una cama con él.
Cam se encogió de hombros. No había perdido el tiempo con arrumacos. Sabía
que Gypsy se limitaba a poner en práctica su oficio. Antes de que terminara la noche,
Cam había cumplido dos objetivos. Había ganado un habitáculo en una partida de
póker, a un buscador de oro que tendría que haber bebido menos y reflexionado más.
El pequeño cobertizo era un trofeo nada desdeñable en un lugar en que muchos
dormían al aire libre por falta de habitación en condiciones. Y había conseguido que
Gypsy le proporcionara algunos datos: que tenía un novio que no siempre estaba de
parte de la ley, que estaba fuera buscando oro, y que iba a volver a buscarla. También
había añadido, por supuesto, que lo que sentía por su novio no le impediría hacer
pasar a Cam un buen rato si éste estaba interesado. Gracias… pero no.
Tal vez le habría interesado en otras circunstancias, si no hubiera tenido la
mente ocupada por una pequeña hechicera que no iba a ponérselo tan fácil.
Le molestaba haberse equivocado con Caridad Bellewood. Se había llevado una
sorpresa cuando Gypsy le había contado que, al margen de su trabajo en el saloon,
Caridad estaba enseñando a leer a algunas chicas en un viejo libro que apreciaba más
que ninguna otra cosa. Un libro…
No tenía mucho sentido, pero él sabía que, a pesar de sus peculiaridades,
Caridad no era diferente del resto. Había sentido el calor que se apoderaba de ella
cuando la había tenido entre sus brazos. Su propia reacción había sido mucho más
poderosa que ante ninguna otra mujer, y supo que, a pesar del rechazo, ella le había
deseado tanto como él a ella. Le fastidiaba tener que estar cerca de Gypsy mientras su
mente seguía engolfada en la dulce calidez de Caridad entre sus brazos… la
fragancia que le nublaba los sentidos, el…
¡Maldita sea!
Dos años eran mucho tiempo y su tensión había aumentado ahora que estaba
tan cerca de cazar a Billy Joe. Pero las horas tenían cada vez más minutos y
necesitaba distraerse. Supuso que ésa era la razón por la que la pequeña hechicera de
voz dulce y grandes ojos había tenido semejante efecto en él.
Cam apretó los dientes y sus espesas cejas se juntaron sobre la claridad de sus
ojos mientras escrutaba instintivamente la atestada calle que le rodeaba. Se había
hecho dos solemnes promesas durante la pasada noche, mientras la pequeña bruja le
impedía dormir: que no dejaría Sacramento sin antes despacharse a gusto con
Caridad Bellewood y que no se iría de los auríferos hasta haber metido una bala en el
corazón de Billy Joe Holt.
Cam se dirigió al primer saloon que le permitiera observar la calle. Observaría y
esperaría antes de aparecer en el Mother Lode, donde pasaría el tiempo con Gypsy.
En cuanto a Caridad…
Cam dejó aquel pensamiento sin completar, entró en el saloon Sluice y se acercó
a la barra.
Sólo unas horas más…
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
La noche había caído y el Mother Lode estaba abarrotado. Sentado a una mesa
de póquer con Gypsy colgada de su hombro y enseñando los pechos hasta donde le
permitía el escote, Cam fingía un interés por el juego que no sentía. Se estaba
poniendo cada vez más tenso.
Lo único que había conseguido desde que había llegado, hacía una hora, era
confirmar que todo lo que Gypsy le había contado sobre que su novio estaba
buscando oro era cierto, y que Caridad, efectivamente, estaba enseñando a leer a
algunas muchachas del saloon. El camarero le había susurrado en son de advertencia
que las provisiones de Billy Joe ya no durarían mucho, que no tardaría en reaparecer
por Sacramento y que no sería muy inteligente estar demasiado cerca de Gypsy. Cam
había asentido con la cabeza. Aquel bienintencionado sujeto no sabría nunca lo feliz
que le había hecho con aquellas palabras.
Sólo era cuestión de tiempo…
… tiempo que había estado pesándole en las manos hasta que el pianista tocó
una conocida frase de introducción.
Caridad subió al escenario, sonriendo ante los gritos de entusiasmo con que la
recibieron los presentes. Mientras esperaba a que Charlie tocara los primeros
compases de su canción, miró al gentío. Se quedó sin respiración cuando sus ojos se
fijaron y quedaron prisioneros de los claros ojos que inconscientemente había estado
buscando. Recuperando la compostura, entonó una evocadora canción que venía
interpretando desde la infancia:
Negro es el cabello de mi amor verdadero,
su tez es asombrosamente blanca,
no hay ojos más puros ni manos más fuertes,
amo el suelo que pisa…
Caridad sintió que la mirada de Cam la quemaba por dentro. Las palabras de su
canción parecieron reducir la distancia que los separaba, pero Cam se levantó
bruscamente, dirigió unas palabras a Gypsy, se dio la vuelta y salió del saloon.
La calurosa ovación resonaba todavía cuando Caridad salió a la parte posterior
del Mother Lode, bañada por el claro de luna. Pero dejó de oírla al evocar las anchas
espaldas de Cameron Monroe cruzando la puerta. No lograba entenderlo. ¿Por qué
la despreciaba tanto? ¿Por qué había…?
—¿Pensando en mí, querida?
Caridad dio un respingo al oír la profunda voz a sus espaldas. Tragó saliva,
momentáneamente incapaz de dar una respuesta a la atractiva y sombreada cara que
se inclinaba sobre la suya. Cam le rodeó la cintura, atrayéndola hacia sí mientras
insistía con voz ronca:
—¿Pensabas en mí, querida? Porque yo sí estaba pensando en ti.
—No, yo…
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
Cameron posó sus labios en los de Caridad, interrumpiendo sus palabras, y los
labios de Caridad se apretaron contra los suyos a pesar de todos los reparos que se
había hecho. El beso masculino se hizo más profundo, su lengua acarició la de la
muchacha y un tumulto salvaje se apoderó de ella mientras se abandonaba a la
pétrea fortaleza del hombre. ¡Nunca había sentido nada parecido! En el espacio de
unos segundos, la inseguridad se había convertido en anhelo, y el anhelo en deseo…
Caridad apenas era consciente de las débiles protestas que murmuraba cuando
Cam se apartó y susurró con aspereza:
—Vámonos de aquí… ahora mismo.
—No, yo…
—¿No qué? —Los pálidos ojos de Cam parecían penetrar en su alma—. No
tiene sentido fingir conmigo, Caridad. No soy como esos tipos de dentro que se
conforman con verte entrar y salir de su vida durante los pocos minutos que pasas en
el escenario. No va a ser así entre nosotros, y lo sabes. Lo sabes, querida.
Cam cubrió otra vez la boca femenina con la suya, devorando la respuesta de
Caridad, eliminando sus protestas con un beso que borró todo pensamiento de su
mente excepto la alegría de vivir que la invadió por dentro. Cuando se separaron, él
susurró:
—Vente conmigo, Caridad.
—Pero Gypsy y tú…
—No hay ninguna Gypsy… sólo tú. Nunca ha habido nadie más. —El tono de
Cam era profundo y esperanzador—. Haré que te guste, querida, te lo prometo. Será
lo más dulce que hayas conocido.
—No puedo.
—Sí puedes.
—¡No te conozco!
—Sí me conoces, y muy bien…
La confusa mente de Caridad se detuvo al oír el inesperado comentario.
Sí me conoces, y muy bien…
La comprensión se abrió paso gradualmente entre la confusión de Caridad. Sí,
el hombre tenía razón…
De repente, lo vio todo muy claro. Había intuido el peligro que emanaba de
Cameron Monroe desde la primera vez que le había visto, un peligro que no había
sido capaz de determinar, pero que ahora identificaba por fin. El peligro que había
intuido se debía a que instintivamente había comprendido que aquel hombre alto y
atemorizador era el que había estado esperando toda su vida… que había llegado su
momento y que si no tenía valor para aceptarlo podía perderlo para siempre.
—Háblame, Caridad.
El momento estaba allí.
—Caridad… —insistió el hombre.
Una mujer cobarde lo habría dejado escapar.
—¿Vendrás conmigo?
Pero Caridad no era cobarde.
Asintió con la cabeza.
En la mirada de Cam hubo un destello de júbilo un momento antes de rodearla
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
posesivamente para estrecharla contra su costado y, sin una palabra, conducirla a
través de las sombras.
Cuerpo contra cuerpo, corazón contra corazón, Caridad yacía entre los brazos
hambrientos de Cam. Sus suaves murmullos apasionados eran los únicos sonidos
que rompían el silencio de la cabaña mientras intercambiaban besos, caricias y
aquella exaltación maravillosa. ¡Por fin había encontrado el hombre de su propia
leyenda! Lo amaba. Lo deseaba. Ella…
Jadeó cuando Cam se puso encima y tembló con una pasión que también
sacudía a Cam. En sus oídos resonaron dulces y estranguladas palabras mientras
Cam la penetraba hasta el fondo, y la abrazaba con más fuerza, y la llenaba de
promesas de amor. El ardor llegó al arrobo y éste a su vez a un éxtasis maravilloso
que explotó de súbito, dejándola sin aliento.
Caridad yacía relajada, en silencio, totalmente satisfecha con el bendito epílogo
de su unión, sabedora de que había sido como tenía que ser…
…y de que su vida había cambiado para siempre.
Tendido y jadeando sobre la íntima calidez de Caridad, Cam la abrazó con
fuerza. Su corazón trotaba todavía a causa del esfuerzo, pero se sentía feliz con la
felicidad femenina, porque sabía que aquello era lo que había estado esperando
desde que se habían mirado a los ojos por primera vez.
Cam la miró, consciente de que su belleza era lo más insólito que había
conocido…
… y consciente de que, a pesar de todo, nada había cambiado en realidad.
Los días que siguieron fueron de silenciosa tensión para Cam. La felicidad que
sentía estando con Caridad era mayor cada día. Nunca se hartaba de ella. Pero había
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
conocido el lado amargo de la existencia con una lección que había costado la vida a
su más querido amigo y que le había enseñado que las mujeres de saloon, por muy
sinceras que parecieran a veces, no eran dignas de confianza.
Esforzándose por concentrarse en la deuda mortal que tendría que saldar sin
tardanza, Cam estaba dispuesto a sacar el máximo partido del lugar que ocupaba
ahora en la vida de Caridad.
Y si su corazón buscaba a Caridad, a pesar de las advertencias de la mente… no
le cabía la menor duda de qué parte de él vencería al final.
Caridad estaba en la cabaña de Cam, en completo silencio. La luz del día se
había ido mientras se entregaban a los placeres recién descubiertos. La belleza de
aquellos momentos íntimos había suavizado la inquietud que le causaba la tensión
creciente que notaba en Cam. No había esperado encontrar aquello en sus alforjas,
mientras buscaba el jabón que Cam le había indicado.
Los dedos de la muchacha apretaron la estrella de metal. Levantó los ojos
lentamente cuando Cam apareció en la puerta. Mientras su mundo de prodigios se
derrumbaba a su alrededor, le preguntó en un susurro:
—Esto es tuyo, ¿verdad?
Cam cerró la puerta a sus espaldas.
—Sí.
—No estás en Sacramento esperando a un socio.
—No.
—Todo lo que me has hecho creer sobre ti es mentira.
Silencio.
—¿Por qué no me dijiste que eras agente de la ley?
—Porque ya no lo soy. —Transformado otra vez en el forastero peligroso, Cam
añadió—: Y porque no es asunto tuyo.
El doloroso significado de aquellas palabras retumbó dentro de Caridad.
—Tiene algo que ver con Gypsy, ¿verdad?
Silencio.
—¿Verdad?
Silencio.
—Es su novio, ¿no? —dijo Caridad con un nudo en la garganta. De repente lo
comprendió todo—. Dios mío… ¡vas a matarle!
Cam se acercó a ella y le quitó la placa de la mano.
—¿No te das cuenta de que si lo matas, sea cual sea el motivo, tú también serás
un asesino? —añadió la joven con voz entrecortada.
—¡He dicho que no es asunto tuyo!
Caridad se quedó mirándole con incredulidad. La pregunta que no se había
atrevido a formular antes, brotó ahora de sus labios.
—¿Me amas, Cam?
El silencio de Cam le destrozó el corazón. Una lágrima solitaria resbaló por su
mejilla.
—No negaré que me advertiste —añadió en voz muy baja—. Me dijiste que no
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
te convirtiese en quien no eras. El único problema es que no quise escucharte. —
Caridad irguió los hombros y pronunció las palabras más difíciles de toda su vida—:
Pero ahora te escucho.
Caridad cruzó la puerta y desapareció entre las sombras de la noche. Cam la
siguió con los ojos mientras apretaba con fuerza la estrella de metal. La angustia que
había visto en las facciones de Caridad era más de lo que podía soportar.
¡Condenada mujer! Había hecho el amor con ella esperando borrarla de su
corazón y sólo había conseguido que grabase en él su nombre de un modo tan
permanente que sabía que nunca podría borrarlo.
En la cabeza de Cam sonó una campanilla de alarma.
¡No, no volvería a cometer el mismo error! ¡No permitiría que sus sentimientos
le impidieran castigar un delito que no podía quedar impune!
Percatándose repentinamente de que a Caridad le bastaría hablar con Gypsy
para desbaratar sus planes, cogió la pistola. Se ajustó el cinto y salió en busca de la
joven.
Con la cabeza dándole vueltas, Caridad se dirigió al Mother Lode correteando
por la calle en sombras. ¡Qué insensata había sido! El parecido que había visto entre
Cam y el héroe legendario de su libro había sido pura fantasía. Se había convencido
de que Cam y ella eran como los corazones perdidos de la leyenda, que se habían
reconocido en el lugar más inverosímil porque ella había deseado creer que era así.
Cam no tenía nobleza. Y ella se alegraba de haberlo sabido antes de que fuera
demasiado tarde.
Pero ya es demasiado tarde, decía una voz despiadada dentro de ella. Le amas.
Y como era verdad y nada lo desmentía, la joven dio rienda suelta al llanto.
Sabiendo que sólo había una cosa que pudiera hacer, cruzó la puerta del Mother
Lode. Tenía que avisar a Gypsy antes de que…
Caridad se detuvo en seco. La sangre le desapareció del rostro cuando el
hombre que estaba en la barra, al lado de Gypsy, se volvió hacia la puerta.
¡No… no!
Con el corazón al galope, Caridad avanzó hacia ellos en el mismo momento en
que intuía la presencia de otro hombre a sus espaldas. Se dio la vuelta y vio a Cam en
el umbral, aunque no vio ningún indicio de reconocimiento en la cara de Billy Joe
Holt ni siquiera cuando desenfundó el revólver.
Gypsy dio un grito, golpeó la mano de Billy y el arma cayó al suelo y se disparó
sola, mientras Cam empujaba a Caridad para apartarla de la línea de tiro y avanzaba
hacia el otro.
Se produjo una persecución frenética… las mesas cayeron al suelo… las botellas
y los vasos volaron por los aires… las lámparas de aceite oscilaron, cayeron y se
rompieron al pie de las paredes de lona del saloon, y Cam salió por la puerta trasera
en pos de Billy Joe.
Entonces…
¡… fuego!
La cólera contenida durante dos años prestó alas a Cam cuando saltó sobre Billy
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
Joe en el momento en que éste llegaba a los árboles que bordeaban el claro. Cayeron
rodando por el suelo. Puso al asesino boca arriba, lo sujetó con firmeza y le descargó
los puños repetidas veces. La nariz de Billy Joe sangraba cuando Cam se disponía a
propinarle el golpe final, pero entonces…
El olor a humo… el crepitar de las llamas…
Cam se volvió.
¡El Mother Lode estaba ardiendo!
El terror se apoderó de Cam. ¡Caridad estaba dentro!
Olvidando al hombre que tenía debajo, se puso en pie y corrió hacia la tienda en
llamas.
Mareada y tambaleándose delante del Mother Lode, Caridad sintió de súbito
que la rodeaban unos fuertes brazos. Apretada contra el pecho de Cam, oyó sus
balbucientes e incoherentes palabras de alivio, a pesar de que ella forcejeaba por
liberarse de su abrazo… La voz de Caridad se alzó por encima del clamor que los
rodeaba.
—¿Lo has matado?
—Caridad…
—¿Lo has matado?
Los claros ojos de Cam parecieron congelarse mientras bajaba las manos. La
exclamación ahogada de la multitud obligó a Caridad a volverse hacia el saloon en
llamas. Las tiendasdormitorio que había detrás del local, vacías a causa del alboroto,
empezaron a arder. El viento racheado avivó el fuego, convirtiendo el lugar en un
horno gigantesco ante los ojos atónitos de los espectadores.
Caridad recordó algo que la llenó de terror.
—¡El libro!
Quiso echar a correr hacia la tienda en llamas, pero Cam, sujetándola con fuerza
del brazo, se lo impidió.
—¡Suéltame! —le gritó Caridad—. ¡El cofre de mi abuela está ahí! ¡No puedo
perderlo! ¡Es lo único que tengo!
Se sostuvieron la mirada durante un largo momento y entre ambos volaron
miles de ideas, esperanzas y deseos en una ferviente y fragmentada comunicación
tácita. Echándola hacia atrás para alejarla del peligro, Cam se introdujo en la tienda
en llamas.
Quiso seguirle, pero unas fuertes manos la sujetaron, y de pronto se quedó
inmóvil. Cam estaba arriesgando la vida por ella… por su libro…
Paralizada de horror mientras los segundos parecían convertirse en horas y las
llamas crecían, y el humo era cada vez más espeso, y el armazón de madera de la
tienda crujía y se tambaleaba, ejecutando una danza enloquecida que preludiaba el
desplome definitivo, Caridad no se atrevía ni a respirar.
Cam cruzó de un salto la cortina de humo y avanzó hacia ella con el cofre del
libro en la mano. Caridad le echó los brazos al cuello y lo estrechó contra sí, dando
gracias a Dios y cubriéndole de besos la cara tiznada.
Cuando fue capaz de hablar, susurró:
—Te quiero, Cam. Te quiero, seas quien seas y hagas lo que hagas. No importa.
Te quiero.
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ELAINE BARBIERI CARIDAD ENAMORADA
—El libro…
—Te quiero, Cam…
—Caridad, vida mía —dijo él con la voz enronquecida por el humo y la
emoción—. Yo también te quiero.
Sin acordarse del cofre que aún llevaba en las manos, Cam estrechó a Caridad
contra sí. El tierno abrazo que siguió simbolizó la importante elección que ambos
hicieron aquella noche, una elección que duraría toda la vida.
El oro del anillo de boda de Caridad resplandecía a la luz de la lámpara de
aceite que había al lado de la cama en la que estaban acostados Cam y ella, unidos en
cuerpo y alma. Fuera de la habitación del hotel donde estaban pasando la demorada
luna de miel, la calle de San Luis bullía de tráfico nocturno mientras Caridad recorría
delicadamente la fuerte mandíbula de su esposo con las yemas de los dedos.
Un silencio agradable e íntimo reinaba entre ellos. Caridad pensaba en los
meses que habían transcurrido. Billy Joe Holt había conseguido escapar en la
confusión del incendio, pero Cam le había echado el guante una semana después. El
triunfo de Cam fue completo cuando llevó a Billy a San Luis y lo puso en manos de la
ley.
Cam volvía a llevar la placa… con honor.
… Con el honor llega la felicidad…
La frase del libro, del libro que Cam había salvado arriesgando la vida, acudió a
su memoria como un himno triunfal.
Sí, Cam era el hombre de su leyenda… el hombre del que hablaría en el libro
cuando llegara el momento de poner por escrito las palabras que resumían su vida…
y le amaba.
Acariciando los labios de Cam con los suyos, sintiendo que el deseo se abría
paso en su interior, Caridad no lamentaba no cantar ya en el Mother Lode ni en
ningún otro lugar parecido. Ahora sólo cantaba para entretener a Cam. Pero nunca
olvidaría la alegría que había visto reflejada en el rostro de Winona y de Maybelle
cuando habían leído las primeras frases. Por aquella razón había organizado una
clase semanal en un saloon cercano. Y ya tenía siete alumnas deseosas de aprender…
… y a todas las fascinaba la lectura del libro.
Cam, como era de esperar, había protestado cuando supo que su mujer quería
dar clases, pero cuando se dio cuenta de que estaba firmemente decidida, bueno…
Cam quería lo que ella quisiera, si eso la hacía feliz. Así son las cosas cuando se ama.
Pensando en aquello, Caridad escrutó la sobria expresión de Cam cuando el
hombre la atrajo hacia sí, murmurando dulces palabras de amor que ella nunca se
cansaba de escuchar, y mientras saboreaba sus labios y bebía ansiosamente de la
fuente del amor. Caridad recordó la primera vez que lo había visto.
No le había gustado su aspecto.
Le había parecido… peligroso.
Y lo era.
***
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CASSIE EDWARDS FANTASÍA SALVAJE
FANTASÍA SALVAJE
Cassie Edwards
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CASSIE EDWARDS FANTASÍA SALVAJE
Tahjaychapchunwi… Luna de astas decrecientes.
Las flores silvestres moteaban la tierra formando un tapiz de colores. Era una
hermosa región de montes alfombrados de hierba verde y lujuriante y de árboles
frondosos.
Yvonne Armistead estaba de rodillas trabajando en el jardín. Con las manos
enguantadas, acumulaba tierra alrededor de las raíces de los rosales.
Sonrió al ver que los dragones habían empezado a florecer. Apartó la mirada y
suspiró de placer. Aquel año, las azaleas eran de un rosa más brillante que nunca.
¡Y los junquillos! Eran enormes y de un amarillo intenso.
Yvonne se enjugó una gota de sudor que le resbalaba por la frente y se detuvo a
saborear la satisfacción que sentía. Llevaba casada con Flecha de Plata seis años y era
completamente feliz siendo la esposa del poderoso jefe indio Ottawa.
Los habitantes del poblado, que la habían recibido como si fuera una de ellos,
estaban ocupados con sus faenas. Los guerreros que no estaban celebrando consejo
con su marido se habían ido de caza. Unas mujeres trabajaban en los huertos,
plantando semillas, y otras se quedaban sentadas delante de sus tiendas preparando
pieles para diferentes usos.
Yvonne miró su huerto, contenta de tener ya plantadas las semillas de los
suyos. Si se acercaba lo suficiente, distinguía los diminutos brotes sobresaliendo ya
de la tierra.
Tenía intención de reunirse más tarde con las mujeres en los campos donde
plantarían el maíz común a todo el poblado.
Pero era su jardín de flores lo que más mimaba Yvonne. Le recordaba muchas
cosas, unas tristes y otras alegres. Los recuerdos tristes eran de la época en que el
único dinero que ganaba su viuda madre procedía de la venta de flores recién
cortadas de su jardín de San Luis.
Prefirió pensar en los momentos felices de su vida, en cuando su madre volvió
a casarse y su jardín de flores era una fuente de alegría y no de ingresos. Su madre
había adornado con flores cada rincón, cada resquicio de la gran casa de piedra de
San Luis.
El rumor de un caballo y una calesa acercándose la sacaron de su
ensimismamiento. Se puso en pie y, protegiéndose los ojos del sol con la mano, miró
hacia la calesa.
Al reconocerlo, sonrió. Era su padrastro, que era ministro metodista. Con el
paso de los años había ido llenando el vacío del padre perdido. Y ahora le adoraba. Y
todos los habitantes del poblado Ottawa lo querían también, pues había dado a sus
hijos oportunidades que ningún otro blanco les había ofrecido nunca. Cuando
Anthony se trasladó a Wisconsin, patria de los Ottawa, no sólo había llegado con su
familia, sino también con planes para construir una escuela para que los niños
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CASSIE EDWARDS FANTASÍA SALVAJE
Ottawa pudieran tener los mismos conocimientos que los niños blancos.
Gracias a la ayuda de la administración estatal, se había construido la escuela,
que ya llevaba funcionando siete años. Los niños Ottawa asistían a ella en pie de
igualdad con los niños blancos de la zona.
El hijo de Yvonne y Flecha de Plata, Cuervo Negro, estaba aquel día en la
escuela con los demás niños, como el hermano de Yvonne, Stanley, que tenía trece
años, y la hermana de Flecha de Plata, Hojas Rumorosas.
Yvonne sonrió a Anthony, se quitó los guantes y se los guardó en el bolsillo del
delantal.
Cuando su padre detuvo la calesa a su lado, ella rodeó rápidamente el coche y
esperó a que el hombre bajara.
Se había levantado el viento y agitaba el largo y ondulado cabello castaño de
Yvonne. Unas motas de polvo se le introdujeron en los ojos color de avellana.
—Entremos rápidamente —dijo Anthony, cuyo sombrero se fue volando. Miró
al cielo y escrutó las nubes a través de los gruesos cristales de las gafas. El hermoso
día se había oscurecido de repente y los rayos zigzagueaban en el cielo.
—Yo me encargo del sombrero —dijo Yvonne, corriendo tras la prenda
mientras el viento lo empujaba de un lado a otro. Anthony introdujo el brazo en el
interior de la calesa y cogió un pequeño cofre dorado.
Cuando Yvonne regresó con el sombrero, entraron a toda prisa en el pabellón,
donde les recibió el fuego acogedor que ardía en el fogón de piedra y que iluminaba
el lugar con su mágica luz dorada, poniendo al descubierto el buen gusto de Yvonne:
los sillones de felpa colocados delante del fogón y, sobre el suelo de madera, las
alfombras que ella misma había tejido con sus propias manos. En las mesas había
flores y lámparas de queroseno.
Más allá, en el horno de la cocina, parcialmente visible desde la estancia central,
se asaba un pavo salvaje que esparcía su tentador aroma por toda la casa.
Anthony distinguió un pastel de fresas encima de la mesa de la cocina y en pan
recién hecho que se enfriaba en el alféizar de la ventana.
—Veo que has estado tan ocupada como siempre —dijo Anthony mientras
Yvonne dejaba el sombrero en una silla. La quería profundamente y vio que se
pasaba los dedos por el largo cabello para desenredarlo—. Te pediría un trozo de ese
pastel, pero, ay de mí, tengo que reunirme en la iglesia con los sacristanes dentro de
un rato.
—Si te apetece, puedes llevarte el pastel entero —dijo Yvonne, quitándose el
delantal. Sus ojos se fijaron en el pequeño cofre que su padre llevaba en la mano—.
Ya prepararé otro.
—Mi esposa está preparando algunos en estos momentos —dijo Anthony,
advirtiendo que Yvonne no dejaba de mirar el cofre.
Yvonne levantó los ojos hacia él.
—¿Qué hay en el cofre? —preguntó—. Tiene un aire vagamente familiar.
¿Puedo saber qué es? ¿Y por qué me lo has traído?
—Era de tu madre —dijo Anthony con voz teñida de melancolía al recordar a
su primera esposa, a la que había adorado y echaba mucho de menos—. No sé si lo
has visto antes o no, porque ni siquiera estoy seguro de cuándo fue a parar a las
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CASSIE EDWARDS FANTASÍA SALVAJE
manos de ella. Siempre quiso que lo tuvieras, Yvonne. Pero con la conmoción que
nos causó su muerte y luego con el traslado a Wisconsin, lo olvidé por completo.
—¿Lo trajiste de San Luis? —preguntó Yvonne, cogiendo el cofre cuando
Anthony se lo puso en las manos con delicadeza y mirándolo fijamente. Era un cofre
de madera con hermosas incrustaciones de oro que resplandecían a la luz del fuego.
Yvonne se quedó mirándolo unos momentos y luego miró a Anthony con ojos
inquisitivos.
—¿Lo has tenido todo este tiempo, desde que nos fuimos de Missouri? —
preguntó—. ¿Qué hay dentro? ¿Por qué tengo la sensación de que hay algo
misterioso en el hecho de que lo tengas tú?
Anthony removió los pies con nerviosismo. Sus ojos grises parecieron titubear.
Se inclinó para recoger el sombrero y se lo encasquetó en la canosa cabeza.
—De verdad, tengo que irme —dijo, dando media vuelta para dirigirse a la
puerta.
—Padre, ¿qué hay en este cofre para que te comportes de una manera tan… tan
extraña? —preguntó Yvonne, conteniendo la respiración mientras Anthony metía la
mano en el bolsillo de la chaqueta y sacaba una llavecita dorada.
—Necesitarás esto —dijo— para abrir el cofre. —Le tendió la llave, mirándola a
los ojos—. Sí, creo que debería contártelo todo —dijo, suspirando profundamente.
Lamentaba tener que tocar un tema tan delicado. Sabía que Yvonne se había
esforzado mucho por aprender a leer sin conseguirlo. Incluso a él le había extrañado
aquella incapacidad. Él mismo se dedicaba a los estudios y nunca había sido capaz
de entender las dificultades de su hijastra.
Y debido a la humillación que para ella suponía no saber leer, Anthony le había
permitido dejar la escuela. Sabía que, cuando viera el libro dentro del cofre, volvería
a sentirse humillada.
Pero no tenía más remedio que hablarle de aquel libro y pedirle que no
permitiera que semejante posesión la hiciera sentir incómoda. Había muchas
cuestiones que dominaba. En comparación, no saber leer era un pequeño defecto.
No habría sido justo impedirle tener algo tan precioso para ella, una herencia
que había pasado de generación en generación por línea materna, un libro, algo que
llevaba la firma de su propia madre junto con anotaciones personales de las otras
hijas y madres que anteriormente habían sido propietarias de aquel precioso libro.
Su destino era que lo poseyese Yvonne y luego su hija. Habría sido un error no
dárselo. En realidad, debería haberse acordado mucho antes. No debería haberse ido
de San Luis sin él.
Anthony se quitó el sombrero.
—Yvonne, dentro de ese cofre hay un libro que perteneció a tu madre —dijo,
dando vueltas al sombrero con nerviosismo—. Es una copia de un antiguo y preciado
libro que ha pasado de generación en generación, de madres a hijas, durante siglos.
Tu madre me dijo que el original está en la Biblioteca del Congreso. Esta copia se la
hicieron cuando era niña, pero cuando murió, quedó olvidada. Los Smith, que ahora
viven en nuestra casa de San Luis, lo encontraron y me lo enviaron. Ha llegado hoy.
—¿Un… libro? —dijo Yvonne con voz vacilante.
—Sí, un libro, Yvonne —replicó Anthony con voz ahogada. Él era el único que
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CASSIE EDWARDS FANTASÍA SALVAJE
conocía su incapacidad para leer. Había guardado el secreto bien, para no ponerla en
evidencia.
—Entiendo —murmuró Yvonne, sosteniendo el cofre con dedos temblorosos y
sin dejar de mirarlo.
—Tu madre siempre tuvo el cofre a buen recaudo. Lo escondió en el desván de
nuestra casa de San Luis. Al hacer obras en la casa, los Smith encontraron el cofre
debajo de unas tablas sueltas. Dedujeron que tenía que ser nuestro, ya que éramos los
últimos propietarios.
—Recuerdo haberlo visto una vez —dijo Yvonne, evocando una ocasión en que
había sorprendido a su madre leyéndolo—. Fue antes de que se casara contigo.
Como no sabía leer, Yvonne se había alejado de su madre sin preguntarle por el
libro. No le gustaban los objetos que le recordaban que no sabía leer, especialmente
delante de su madre, que tanto sabía de libros.
—Sí, tu madre lo tenía ya antes de que nos casáramos —dijo Anthony, mientras
un trueno sacudía la tierra—. He de irme —dijo mirando por la ventana—. Si me doy
prisa, puede que llegue a la reunión de la iglesia sin estar calado hasta los huesos.
En los labios de Yvonne tembló una sonrisa.
—Gracias por traérmelo —murmuró—. Todo lo que perteneciera a mi madre es
precioso para mí, aunque… aunque… nunca llegue a saber qué hay escrito en esas
páginas.
—Si lo deseas, puedo venir de vez en cuando y leértelo —dijo Anthony,
acariciándole la mejilla.
—No, padre —dijo, llena de pánico y con voz entrecortada—. No quiero
arriesgarme a que Flecha de Plata te descubra leyéndome cuando supone que sé leer
perfectamente. Flecha de Plata no conoce mi defecto. Conozco formas de ocultarle
esta parte oscura de mi personalidad que tanto detesto. Al menos sé escribir mi
nombre. Gracias al cielo, mamá y tú pudisteis enseñarme eso.
—Cariño, cariño —dijo Anthony con ternura—. No hay ni una pulgada de tu
personalidad que merezca calificarse de oscura. Pero entiendo lo que sientes y no
seré yo quien te cause más inquietud por este libro. Lo importante es que ya lo tienes
tú, como debe ser.
—Eres siempre tan comprensivo… —dijo Yvonne, siguiéndole hasta la puerta.
Anthony le dio un beso en la mejilla, se puso el sombrero y corrió hacia su
calesa entre las ráfagas de viento.
Yvonne se quedó en la puerta para despedirle y luego le vio desaparecer en el
camino.
Dio media vuelta, entró en el pabellón y cerró la puerta lentamente. Durante
unos instantes sus ojos corrieron de la puerta al cofre y del cofre a la puerta.
—¿Tendré tiempo de abrirlo y ver el libro antes de que llegue Flecha de Plata o
debería esperar a más tarde? —susurró con inquietud y aprensión al mismo tiempo,
con ganas de ver lo que tan importante había sido para sus antepasadas.
De algo estaba segura: no quería que ni Flecha de Plata ni su hijo vieran el cofre.
Su madre lo había escondido, así que ella también lo escondería… aunque por
diferentes razones.
Las ganas de ver el libro la aconsejaron ir a su dormitorio, donde tendría tiempo
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CASSIE EDWARDS FANTASÍA SALVAJE
de esconder el cofre debajo de la cama si oía entrar en la casa a Flecha de Plata. Su
hijo, Cuervo Negro, aún tardaría varias horas, pues la jornada escolar había
empezado hacía un rato.
Tragando saliva, Yvonne corrió a su cuarto y cerró la puerta. La oscuridad
causada por la inminente tormenta la obligó a encender una lámpara.
Dejó el cofre sobre la colcha de bordados y encajes y acercó una cerilla a la
mecha de la lámpara de queroseno que había en la mesita de noche.
Cuando la luz parpadeante bañó las paredes y el techo, Yvonne se sentó en la
cama con el cofre en el regazo. Introdujo la llave en la cerradura y la giró lentamente,
hasta que oyó un ligero crujido.
—Ya está abierto —susurró, dejando la llave a un lado—. Ahora… a ver el libro.
Un tenue olor a humedad salió del cofre al abrirlo lentamente y las pequeñas
bisagras emitieron un chirrido agudo. Yvonne suspiró al ver el hermoso libro sobre
un arrugado lecho de terciopelo marrón.
Nada más verlo supo que aquel preciado libro era especial y único. Estaba
exquisitamente encuadernado en piel, con adornos dorados.
Lo cogió con ambas manos y lo miró con fijeza tratando de descifrar las letras
que se habían estampado en oro sobre la cubierta de piel cuando su madre sólo era
una niña.
Lo abrió despacio, con mucho cuidado, pues las páginas estaban amarillas a
causa de su antigüedad. Cuando abrió el libro del todo, ahogó una exclamación. La
firma de su madre estaba en la guarda. Aunque no sabía leer, reconocía aquellos
trazos.
Con las lágrimas resbalándole por las mejillas, Yvonne acarició la tinta
descolorida. Tocar el punto donde había descansado la pluma de su madre era casi lo
mismo que tenerla allí a su lado.
Y si inhalaba con fuerza suficiente, en medio del aroma mohoso del libro se
percibía débilmente el perfume de su madre. Olía a lirios del valle, el perfume que su
padrastro había regalado a su madre en el primer aniversario de boda. Desde aquel
día no había ido a ninguna parte sin unas gotas de perfume tras las orejas y en las
muñecas.
El crujido de la puerta principal al cerrarse le hizo dar un respingo. Tenía que
ser Flecha de Plata. El pánico se apoderó de ella al mirar el libro y después la puerta
cerrada del dormitorio. ¡Tenía que esconder el libro sin tardanza!
Temerosa de que descubrieran su secreto, Yvonne guardó el libro en el cofre y,
poniéndose de rodillas, lo metió debajo de la cama hasta donde alcanzó y se levantó
rápidamente en el momento en que se abría la puerta. Flecha de Plata la miraba
inquisitivamente.
—Kiminopimotisnu? —preguntó, entrando en la habitación con su atuendo
de piel de corzo—. ¿Te encuentras mal? Tienes la cara ardiendo, aunque bajo los ojos
hay una extraña palidez.
Rodeó a Yvonne con los brazos y la atrajo hacia sí. La miró a los ojos y ella le
devolvió una mirada sumisa.
—Esposa mía, hay algo en ti que es diferente —dijo—. Pareces en guardia,
como si estuvieras inquieta por algo. ¿Quieres contarme qué te causa esto?
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CASSIE EDWARDS FANTASÍA SALVAJE
—Estoy agotada, eso es todo —murmuró ella tragando saliva—. Creo que he
trabajado demasiado esta mañana. —Esbozó una sonrisa de cansancio—. No sólo he
hecho un pastel y un pan, sino que también he trabajado muchas horas en el jardín.
—¿No te he aconsejado que no trates de hacer demasiadas cosas en el mismo
día? —la riñó Flecha de Plata—. Y sólo es media mañana —añadió mirando el lecho
—. ¿Querías descansar? ¿Te he molestado?
Al ver su comprensión y su cariño, espontáneos y sinceros, Yvonne se sintió
doblemente culpable. Le acarició la cobriza mejilla con mano suave. Le quería con
tanta intensidad que a veces le dolía el corazón.
No sólo era un hombre extraordinariamente bondadoso, sino también guapo.
Su rostro estaba tallado con delicadeza. Sus ojos negros como la noche eran
penetrantes, como si fueran capaces de mirar directamente el corazón y el alma de
una persona. El cabello negro como el carbón le llegaba hasta la cintura y llevaba una
cinta en la frente para sujetárselo.
Yvonne bajó la mirada, maravillándose de nuevo por la anchura de sus
hombros y la fuerza de sus músculos.
La primera vez que lo había visto se había quedado como en trance. Y se sintió
en el cielo cuando descubrió que él se había enamorado tan profundamente de ella
como ella de él.
El suyo era un amor eterno. Y ella no quería poner en peligro aquel amor ni
defraudar a su hombre.
Tampoco quería prolongar la mentira que se había visto obligada a mantener.
Pero ¿cómo iba a explicarle que cuando intentaba leer veía las letras al revés y en
desorden? Confundía la d con la b. En su mente había algo que le impedía identificar
correctamente las letras del alfabeto y ordenarlas para que formaran una palabra.
Ni siquiera su culto padrastro había sido capaz de descubrir la causa del
problema. Y si él no podía, lo más seguro es que no pudiera nadie.
Había dejado de intentarlo hacía ya mucho tiempo.
Y ahora tenía dos secretos que ocultar a su amado esposo: su incapacidad para
leer y el libro que había heredado. Lo último sería lo más difícil de esconder, pues
algún día tendría que entregárselo a su hija, si es que alguna vez tenían alguna.
—No, no me has molestado —dijo Yvonne con dulzura—. He… he venido al
dormitorio a…
Flecha de Plata la interrumpió al ver un jarrón con flores en la mesita de noche.
—Has traído flores para que la habitación esté perfumada cuando estemos
juntos esta noche —dijo con una sonrisa—. Cuántas cosas sabes hacer. Eres una
jardinera muy hábil —añadió riendo por lo bajo—. Estoy seguro de que tienes
muchas más facultades ocultas de las que no me has hablado.
Yvonne palideció. La conversación se estaba aproximando demasiado al secreto
que la inquietaba en lo más profundo de su corazón. Cogió de la mano a su marido y
salió con él del dormitorio.
—Cariño, ¿qué tiempo hace? —preguntó, mirando por la ventana—. ¿Crees que
estropeará la celebración de la primavera? Pienso preparar muchos platos
maravillosos para la celebración antes de que amanezca.
Flecha de Plata la miró algo confundido y se esforzó por olvidar la idea de que
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parecía demasiado deseosa de darle conversación. Aún veía en ella algo que le
inquietaba. Aquel día había algo diferente en su expresión. Había visto llegar a su
padrastro mientras él estaba reunido con el consejo. Quizá…
—¿A qué ha venido tu padrastro? —preguntó, observando sus facciones.
Yvonne se dio cuenta de que se había quedado pálida a causa de la pregunta,
pero no había podido evitarlo, como tampoco podía evitar el no saber leer.
—Ha… ha venido a decirme que Cuervo Negro se estaba adaptando bien a la
escuela —dijo, con ganas de morderse la lengua mientras articulaba la mentira. No le
gustaba mentir y mucho menos a su marido. Pero ahora sabía que a veces las
mentiras son necesarias, sobre todo cuando la verdad puede hacer que un marido le
pierda el respeto a su mujer.
—Niuob. Es estupendo que a Cuervo Negro le vaya bien —dijo Flecha de Plata,
dirigiéndose a la cocina y cogiendo un trozo de pastel—. Pero no hacía falta que tu
padre viniera en persona para decírnoslo. —Se volvió de nuevo hacia Yvonne,
interrogándola con los ojos.
—Mira, querido. ¡Otra vez ha salido el sol! Parece que al final no lloverá. La
tormenta ha pasado —dijo Yvonne, como si no advirtiera la mirada de su marido.
Cogió el pan del alféizar de la ventana y lo envolvió en un paño—. Mañana será un
día muy divertido, ¿no crees?
Flecha de Plata asintió lentamente con la cabeza.
—Sí, kayeti, seguro que sí. La ceremonia de la primavera renovará la fe de mi
pueblo en el verano —dijo.
Yvonne lo miró y le sonrió tímidamente cuando vio que la observaba de un
modo inusual. Sabiendo que su marido tenía razones para hacerle preguntas, bajó los
ojos.
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de su abatimiento.
La emocionaba poseer aquel libro especial que había pertenecido a tantas
mujeres de su familia, aunque le recordara su horrible defecto.
Le habría gustado estar tan alegre como el día anterior, pero era imposible.
Tenía una mentira bajo la cama y, por haberla escondido, se sentía como si
traicionara a su amado esposo, que siempre había sido bueno, amable y sincero con
ella.
—Te has levantado temprano muchas mañanas y preparado comida para
muchas celebraciones de mi pueblo —dijo Flecha de Plata poniendo una mano en su
mejilla, acariciando con el dedo su piel suave y sedosa—. Hoy es diferente. Hay algo
que va mal. ¿No te sentirías mejor si se lo confiaras a tu marido? ¿Eres capaz de
recordar alguna época en que tuviéramos secretos el uno para el otro? No es algo
natural entre nosotros, mi dulce esposa.
—Lo siento —dijo Yvonne, tragando saliva. Se volvió para mirarle, temiendo
que fuera capaz de llegar hasta su alma y leerle los pensamientos—. La fiesta ha sido
maravillosa este año, Flecha de Plata. Me gusta tu pueblo.
—Eres una de nosotros —dijo Flecha de Plata, sonriendo a su hijo, que lo miró a
su vez con cara de triunfo, pues acababa de ganar otro punto en el juego de pelota.
Yvonne miró el poste que había en el centro del poblado, hundido en el suelo, al
lado de la gran hoguera comunal. Vio que la tela que colgaba de él se agitaba
impulsada por la suave brisa. Nunca olvidaría la primera vez que lo había visto y le
habían explicado su significado. Todas las primaveras, los Ottawa reunían todas las
prendas ya desechadas que habían llevado durante el invierno. Y las ataban al poste
mientras celebraban la conmemoración del Gran Espíritu. Aquellos trapos viejos y
hechos jirones eran un sacrificio al Creador, Kitchimanito.
Aquel día los Ottawa habían bailado durante varias horas alrededor del poste,
tocando un tambor consagrado y agitando maracas sagradas hechas con la lisa y
dura cáscara de las calabazas de invierno.
Los instrumentos utilizados eran muy antiguos y se conservaban especialmente
para ese día. Dos músicos acompañaban cantando a los demás.
—El Gran Espíritu nos mirará desde lo alto. El Gran Espíritu tendrá piedad de
nosotros…
Aunque la ceremonia la había fascinado otros años, aquel día los pensamientos
de Yvonne volvían una y otra vez al libro escondido. Detestaba ocultárselo a su
marido, pero ¿cómo iba a decírselo? Le preguntaría de qué trataba el libro, eso sería
lo más lógico. ¿Y cómo iba a decírselo, si era incapaz de entender una sola línea?
Demasiado incómoda para quedarse allí mientras los demás reían con
despreocupación e inocencia, Yvonne se apartó de Flecha de Plata, corrió hacia el
pabellón y se arrojó sobre la cama, sollozando.
Sorprendido por aquel comportamiento, y convencido ya de que algo iba mal,
Flecha de Plata corrió en pos de Yvonne.
Al verla en la cama deshecha en llanto, se tendió junto a ella y la atrajo hacia sí.
—Mujer mía —murmuró estrechándola—. Libera la carga de tu corazón
compartiéndola con tu esposo. ¿No he sido siempre comprensivo? ¿Qué te hace creer
que ahora no lo sería?
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sobre ella buscando sus labios, cálidos y temblorosos. Le acarició las mejillas y las
orejas con la boca y le besó tiernamente los párpados.
—Te quiero tanto… —susurró Yvonne.
—Lo eres todo para mí —susurró Flecha de Plata antes de cubrirle los labios
con los suyos en un cálido y ardiente beso.
Yvonne se puso a jadear de ansia cuando Flecha de Plata introdujo su fuego en
ella. Cerró los ojos y cayó en trance mientras los dos cuerpos se movían
rítmicamente. De lo único que era consciente en aquel momento era de estar con él,
con su caballero dorado. Flotaba, vibraba, se elevaba. Sus cuerpos tejían una red de
magia que los unía como si fueran un solo aliento, un solo corazón.
Yvonne le rodeó el cuello con los brazos, sin aliento, mientras seguían haciendo
el amor. Dejó escapar un salvaje suspiro de placer cuando los labios masculinos
bajaron hacia un pecho y rozaron el pezón.
Una deliciosa languidez se apoderó de Yvonne mientras el placer la traspasaba
totalmente. Flecha de Plata gimió al sentir su propio éxtasis. Por las venas le subieron
zigzagueando rayos plateados y ardientes.
Y sólo cuando bajaron flotando de la nube paradisíaca, tendidos uno al lado del
otro, recordó Yvonne lo que yacía en el suelo, muy cerca de ellos. Al día siguiente
llevaría el libro a lo más profundo del bosque. Miraría bien las palabras. Quizá si lo
intentaba con fuerza suficiente adivinaría el sentido del libro, y de este modo, si se lo
enseñaba a su esposo, sería capaz de contestar a sus preguntas.
—Vuelves a estar pensativa —dijo Flecha de Plata, poniéndose de lado para
observarla. Le acarició la sedosa piel con la mano, recorriendo con los dedos la suave
curva de su cadera—. Ojalá fuera posible saltar por encima de los próximos días para
que no tuvieras que luchar contra los cambios de humor que te sobrevienen.
—Amor mío —murmuró Yvonne, acariciándole dulcemente los músculos de los
hombros y sonriendo levemente—. Prometo ser mejor. Sonreiré y me reiré de mi
estado de ánimo para ahuyentarlo.
Él la estrechó con más fuerza entre sus brazos.
—Ah, ojalá fuera así de fácil —dijo riendo.
Yvonne cerró los ojos y suspiró mientras reanudaban los momentos de éxtasis.
Cuando los niños se fueron a la escuela y Flecha de Plata se marchó al almacén
general para hacer las compras de la semana, Yvonne puso en práctica su plan. Cogió
el libro y se introdujo en el bosque, hasta donde sabía que no la molestaría nadie, ni
su marido en el caso de que volviera del almacén general más temprano que de
costumbre. Para encontrar un lugar solitario, eligió el camino opuesto al que había
seguido su marido aquel día.
El paisaje que se veía desde la cima de la colina donde se sentó sobre una manta
era impresionante. Las laderas arboladas, los prados llenos de flores silvestres y el río
que se deslizaba a sus pies la dejaban sin aliento.
Pero no había ido a disfrutar de la vista. Los dedos de Yvonne temblaban al
abrir las amarillentas páginas. Se detuvo unos momentos para contemplar la firma
de su querida madre.
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tropezar con la raíz de un árbol.
—Mire donde pisa —dijo Búho—. No puedo devolvérsela a su salvaje con
magulladuras por todo el cuerpo, no vaya a pensar que se los hice yo.
Yvonne se detuvo para recuperar el equilibrio.
—Entonces ¿no va a hacerme ningún daño? —preguntó con suavidad—. ¿Al
final me dejará libre?
—Si su salvaje coopera —dijo Búho, encogiéndose de hombros con indiferencia
y escupiendo hacia atrás—. Si hace lo que yo le diga, será usted tan libre como los
pájaros. —El hombre dio un rápido paso hacia ella y le dio otro empujón—. Pero no
hasta que consiga lo que quiero —gruñó—. Dese prisa. ¿Ve esa cabaña que hay
abajo? Vaya hacia allí.
—¿Por qué hace esto? —preguntó Yvonne, con el corazón latiéndole con fuerza
creciente según se iban acercando a la solitaria cabaña. En cuanto entraran, estaría a
merced de aquel chiflado.
De súbito se sintió llena de esperanza al ver un jirón de tela atado a la rama de
un sasafrás. Sabía que un retal atado de aquella manera era la forma que tenían los
indios de hacer ofrendas a los espíritus. Le tranquilizaba saber que no estaba en una
zona tan aislada como parecía. La ofrenda al espíritu era una prueba.
—Seguro que ha oído usted hablar del oro del abuelo de su marido —dijo Búho,
dirigiéndole una sonrisa canallesca que Yvonne vio al mirarle alarmada por encima
del hombro—. Sí, veo que conoce el tema. Bien, señora, mi intención es cambiarla por
parte de ese oro, si es que su salvaje coopera, claro.
—Mucha gente ha intentado hacerse con el oro enterrado y nadie ha tenido
éxito —dijo Yvonne, sintiendo un escalofrío en la espalda al recordar la
determinación con que su marido se había enfrentado a otras amenazas.
Hacía muchos años, los grupos vecinos de indios Ottawa habían entregado sus
monedas de oro al abuelo de Flecha de Plata para que las guardara y el abuelo las
había escondido. Y ahora parecía que todo el mundo se había enterado de aquello.
—¿Ha hecho usted de rehén anteriormente? —preguntó Búho.
—No, pero… —dijo Yvonne.
—Pues ahí tiene la respuesta —dijo Búho, empujándola por la puerta para que
entrase en la cabaña—. Yo soy el más listo de todos porque soy el único al que se le
ha ocurrido cómo poner las manos en el oro. Su salvaje me lo dará con mucho gusto
para que vuelva usted a su cama.
Yvonne apenas podía respirar mientras escrutaba el oscuro interior de la
cabaña. Exceptuando una mesa y una silla, estaba completamente vacía. Y olía a
madera recién cortada. Eso significaba que Búho la había construido hacía poco
tiempo.
—Siéntese en la silla —dijo Búho, señalándola con el cañón del fusil. Sabiendo
que no tenía elección, Yvonne hizo lo que se le decía. De las sombras salió disparada
una avispa e Yvonne hizo un amago cuando se puso a zumbar alrededor de su
cabeza.
—Maldita sea, largo de aquí —dijo Búho, espantando la avispa. El hombre
cogió una cuerda de otro rincón en sombras. —Y ahora quédese quieta para que le
ate las manos y los pies o, maldita sea, le descerrajaré un tiro sin darle ni siquiera
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CASSIE EDWARDS FANTASÍA SALVAJE
tiempo para pensar en huir de mis garras —amenazó el hombre.
Sabiendo que era capaz de hacer lo que decía, Yvonne asintió con la cabeza.
Adelantó las muñecas temblando. Las lágrimas le bajaban por las mejillas mientras el
hombre le ataba las muñecas y los tobillos.
En aquel momento recordó algo que la hizo contener la respiración.
—¡El libro! —exclamó con los ojos como platos—. ¡Oh, no, el libro! ¡No puedo
permitir que le pase nada! ¿Cómo he podido olvidarlo? —dijo mirando al hombre—.
Usted tiene la culpa. Usted y sus planes han hecho que lo olvide por completo.
—¿De qué libro habla? —dijo Búho, dando un paso atrás y rascándose la frente.
Dilató los ojos al recordarlo—. ¿El libro que estaba leyendo cuando aparecí detrás de
usted? ¿Por eso arma tanto escándalo?
—¿Leyendo? —dijo Yvonne, a quien la sola palabra le producía dolor en las
entrañas—. Sí, sí, claro. El libro que estaba leyendo.
—¿Por qué tengo la sensación de que está usted más preocupada por el libro
que por su pellejo? —dijo el hombre, acercando la cara a la suya—. ¿Qué libro es ése?
Ande, cuéntemelo.
—Es muy valioso para mí —barbotó Yvonne—. Por favor, oh, por favor, vaya a
buscarlo.
—Mmm —murmuró Búho, masajeándose la barbilla como si reflexionara—. Si
tan importante es para usted, tendré que ir a buscarlo para ver por mí mismo la
razón.
—Gracias, señor. Oh, muchas gracias —dijo Yvonne, dejando escapar un
profundo suspiro.
—¡Me ha llamado señor! —dijo Búho, lanzando una carajada y saliendo de la
cabaña.
Yvonne contuvo el aliento hasta que volvió. Cuando lo vio llegar con el libro,
respiró de alivio. Al menos había hecho algo bien aquel día. Había convencido a
aquel sujeto de que recuperase la preciosa herencia familiar.
¡A ver ahora lo que hacía con él!
Búho alzó el libro para que le diera la luz que entraba por la puerta y lo hojeó.
De repente se detuvo para leer algunas frases.
Yvonne observaba su expresión y vio que un brillo de alegría se reflejaba en sus
ojos.
—Una historia de amor —dijo, dirigiéndole una rápida y burlona sonrisa—. No
es más que una maldita historia de amor entre personajes con los nombres más raros
que he visto en mi vida. ¿Damon? ¿Angeline? —dijo, echando la cabeza atrás y
lanzando una carcajada. Luego se puso serio y dejó el libro en la mesa.
Se acercó a Yvonne y se inclinó sobre ella apoyando las manos en los brazos de
la silla.
—Así que se esconde en el bosque para leer historias de amor —dijo—. Bien,
señora, si necesita más amor en su vida del que le da el indio, yo le puedo hacer un
favor. Yo le daría amor del bueno, señora.
El pensamiento repugnó tanto a Yvonne que dio un respingo.
—No se le ocurra tocarme —susurró—. ¡Cuando lo coja Flecha de Plata, lo
colgará de un árbol!
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Una historia de amor, pensó Yvonne. Por lo menos ya sabía de qué trataba el
libro.
—No se preocupe —dijo Búho, retrocediendo un paso y sacando un papel del
bolsillo trasero—. No tengo tiempo para disfrutar de usted. Tengo cosas más
importantes que hacer mientras su marido está en el almacén general.
Yvonne ahogó una exclamación al percatarse de que Búho sabía demasiado
sobre las actividades de Flecha de Plata y ella.
—Sí, señora —añadió el hombre como si le hubiera leído la mente—. Llevo
varios días observándola con la esperanza de pillarla a solas. He espiado las
actividades diarias de su salvaje y sabía en qué lugar estaría hoy. Y vaya, vaya, vaya,
también usted. Hoy se me ha presentado usted en bandeja de plata.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó Yvonne, forcejeando con las ligaduras.
—Voy a entregar esta nota y luego veremos si el salvaje coopera —dijo Búho.
Salió de la cabaña dejando tras de sí un reguero de carcajadas.
Yvonne se removió y siguió forcejeando con las cuerdas hasta que le escocieron
las muñecas. Vio que el sol ascendía lentamente hasta alcanzar el cenit y luego
empezaba a descender.
—Flecha de Plata… —susurró.
Miró el libro, preguntándose si ella sería la última de la familia en poseerlo. Era
muy probable que aquel malvado la matara en cuanto consiguiera lo que quería. ¡Y
luego quemaría el libro, y se reiría mientras lo veía arder!
—¿Entregará Flecha de Plata el oro de su abuelo? —murmuró.
Se sentía culpable por haber puesto a su marido en aquella disyuntiva y ahogó
un sollozo.
Flecha de Plata había hecho un buen trueque aquel día y había terminado antes
de lo habitual; estaba deseando llegar a casa para estar con su mujer. Por la mañana
le había parecido de un humor más caprichoso aún que el día anterior. Él sabía el
motivo y llegó pronto a casa para ver si podía hacer algo para levantarle el ánimo.
Iba a sugerirle que dieran un largo paseo por los bosques, donde podrían respirar el
suave aroma de las flores silvestres y la fresca fragancia de las hojas de los árboles.
¡Sí, la animaría de una manera o de otra!
Al entrar en el pabellón y no verla en el salón ni en la cocina, se asomó al
dormitorio, cuya puerta estaba entreabierta. Esperando encontrarla allí, quizá
echando una siesta, entró de puntillas, más sigiloso que un puma.
Al abrir la puerta del dormitorio y no ver a nadie, arqueó una ceja.
—¿En el jardín quizá? —susurró. Sonrió al imaginársela trabajando, flor entre
las flores.
Entonces se fijó en algo. Al lado de la cama, en el suelo, había un pequeño cofre
abierto; lo miró inquisitivamente durante un momento y se arrodilló para cogerlo,
inspeccionándolo detenidamente por todas partes.
—¿De dónde habrá salido? —preguntó en un murmullo—. ¿Por qué Yvonne no
me lo ha enseñado?
Otro objeto atrajo su mirada. Una pequeña llave dorada, que estaba entre los
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CASSIE EDWARDS FANTASÍA SALVAJE
pliegues de la colcha. La cogió y la introdujo en la cerradura del cofre.
—Entra —murmuró.
Estuvo un rato meditando y luego dejó a un lado el cofre y la llave.
—He de encontrarla —dijo con los dientes apretados—. Aquí pasa algo raro. He
de encontrar respuestas.
Salió corriendo a mirar en el jardín.
Yvonne no estaba allí.
Preguntó, por si alguien la había visto.
Nadie sabía nada.
Fue a ver sus caballos para contarlos. Todos estaban en el corral.
La calesa de Yvonne estaba al pie de un árbol, donde la dejaba siempre que no
la usaba.
—Seguro que su padre ha venido a buscarla —dijo Flecha de Plata, poniéndole
la manta a un cuatralbo.
Se dirigió al galope a la cabaña del padre de Yvonne.
Sus esperanzas rodaron por tierra al no encontrar a nadie allí.
Se dirigió entonces a la iglesia de Anthony, en cuyo estudio solía estar el
ministro, preparando el sermón del domingo.
Flecha de Plata entró en el estudio a grandes zancadas y sin llamar. Anthony
estaba sentado tras la mesa, con la Biblia abierta delante de él. Miró a Flecha de Plata,
sorprendido por su repentina aparición.
—¿Has visto a mi esposa? —preguntó Flecha de Plata, con el corazón en un
puño al ver que tampoco estaba allí.
—No, no la he visto —dijo Anthony, levantándose lentamente—. ¿Por qué lo
preguntas? ¿No está en casa?
—Kau, no —dijo Flecha de Plata, arrugando la frente—. No la encuentro por
ninguna parte.
Flecha de Plata recordó algo. El cofre. La llave. Y la visita de Anthony dos días
antes.
—Anthony, estuviste en casa anteayer para ver a Yvonne —dijo—. ¿Le llevaste
un cofre por casualidad?
Anthony lo miró con ojos vacilantes.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo con cautela.
—Mientras la buscaba, encontré un pequeño cofre en el suelo del dormitorio —
dijo Flecha de Plata—. Nunca lo había visto. ¿Se lo diste tú?
Anthony se sintió entre la espada y la pared: por un lado estaba su hija, que
había preferido no confiar a su esposo la existencia del libro ni su incapacidad para
leerlo, y por el otro estaba su buen amigo Flecha de Plata. Y ni siquiera estaba seguro
de que el libro tuviera algo que ver con la desaparición de Yvonne. A menos que
hubiera ido con él a algún escondite secreto… Decidió contar a Flecha de Plata todo
lo que sabía.
El jefe indio se quedó boquiabierto, no porque Yvonne no supiera leer, sino
porque le hubiera ocultado la existencia del libro de su madre.
—Por favor, trata de comprenderla —dijo Anthony—. Siempre se ha sentido
inferior por culpa de su incapacidad para leer.
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CASSIE EDWARDS FANTASÍA SALVAJE
—Conmigo no tiene que sentirse inferior en ningún aspecto —dijo Flecha de
Plata, girando sobre sus talones, dirigiéndose hacia su caballo y montando
rápidamente.
Cuando volvió al pabellón, encontró una nota clavada en la puerta principal…
una petición de rescate. La nota decía dónde tenía que dejar una bolsa con oro de su
abuelo, y que poco después, en el mismo lugar, encontraría a su esposa sana y salva.
Gruñendo y lleno de ira, hizo trizas la nota.
Flecha de Plata nunca había cedido a las amenazas y, como conocía cada palmo
de aquella tierra, reunió a varios guerreros y les contó lo de la nota y el rescate.
—¡Abríos en abanico! —gritó cuando se acercaron a caballo—. ¡Peinad cada
palmo de terreno! ¡Encontrad a… a mi mujer!
Flecha de Plata y un puñado de guerreros encontraron la cabaña cuando el sol
estaba a punto de ponerse.
El jefe indio les dio instrucciones por señas, que era la forma más silenciosa de
comunicarse. Uno a uno bajaron de las monturas.
Con los fusiles preparados, se arrastraron lentamente hacia la cabaña. Al
alcanzarla y ver que nadie les disparaba, Flecha de Plata entró corriendo.
—¡Flecha de Plata! —gritó Yvonne con un sollozo de alegría—. ¿Cómo lo has
sabido?
—¿Conoces a algún blanco que pueda jugársela a este piel roja? —gruñó Flecha
de Plata, dejando el fusil a un lado. Desenvainó el cuchillo que llevaba en el costado
y cortó las cuerdas que ataban las muñecas y los tobillos de su esposa.
Mientras la estrechaba entre sus brazos, vio el libro encima de la mesa y se puso
rígido.
Pero no tenía tiempo de hacerle preguntas. Oyeron un tiroteo fuera de la
cabaña. Un chillido de dolor rasgó el aire y a continuación se hizo el silencio.
Yvonne salió a la puerta con Flecha de Plata.
—Está muerto —dijo mirando a Búho, que yacía tendido en el suelo, rodeado
por los guerreros, y con una herida en el pecho de la que brotaba sangre.
—Era un ignorante que desconocía el arte de planear bien la forma de quedarse
con el oro —dijo Flecha de Plata, sonriendo con confianza y enseñando la dentadura,
de un blanco resplandeciente.
El jefe indio fue a buscar el libro y lo puso delante de Yvonne para que lo viera.
—Tu padre me habló del libro y… y… de otras cosas —dijo con voz ahogada—.
Mujer, ¿por qué no has confiado en mi amor lo suficiente para contarme lo que te
pasaba?
—No es que no confiara en tu amor —dijo Yvonne, ahogando un amargo
sollozo—. Es que me… me daba muchísima vergüenza no saber leer. Muchas veces
he pensado que no era digna de ti. Tú has aprendido el arte de hablar en mi lengua y
también el de leer en ella. ¿Cómo crees que me sentía?
—El gran amor que te tengo debería haberte inspirado —dijo él, dejando el libro
a un lado y abrazándola—. Esposa, no necesitas saber leer. Te quiero tal como eres.
Lo eres todo para mí. ¿No te lo he dicho lo suficiente para que me creas?
—Me gustaría tanto creerte… —murmuró Yvonne, abrazándose a Flecha de
Plata.
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CASSIE EDWARDS FANTASÍA SALVAJE
Los días se convirtieron en semanas. Yvonne y Flecha de Plata reservaban un
rato cada día para sentarse ante el fuego del pabellón y leer el libro entre ambos.
Palabra tras palabra y frase tras frase, Yvonne aprendió a unir las letras para
formar las palabras que nunca había sido capaz de descifrar.
Yvonne se puso radiante cuando consiguió leer una página entera, y luego otra.
Y la historia era tan romántica que convertía sus veladas amorosas en algo más
especial cada noche. En cierto modo, acabaron por ser Damon y Angeline, el héroe y
la heroína de aquella historia tan maravillosa y romántica.
Y cuando dominó la última página, y se dio cuenta de que por fin podría decir
que había leído un libro completo, se llenó de orgullo.
—Pero ¿por qué ahora sí? —dijo con el libro en las manos, mirando a Flecha de
Plata—. ¿Por qué ahora he sido capaz de aprender a leer y no pude en el pasado?
—Porque, esposa mía, tu vida actual es como tú deseas, dulce y llena de paz, sin
preocupaciones que te atormenten y te nublen el cerebro —dijo el hombre
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CASSIE EDWARDS FANTASÍA SALVAJE
dulcemente—. Cuando eras niña, te arrojaron a un mundo donde era más importante
la supervivencia diaria que saber leer.
—Sí, cuando estaba con mi madre en las esquinas de San Luis vendiendo flores
—murmuró, recordando tan vividamente aquellos días que fue como si fuese otra
vez aquella niña.
—Luego murió tu madre —dijo Flecha de Plata—. No hace falta que traiga más
recuerdos tristes a tu corazón para que comprendas que había muchas cosas que
convertían el aprendizaje en algo muy difícil para ti.
—Ae, sí. Casi todo mi pasado ha estado sumido en la tristeza —dijo Yvonne,
tragando saliva. Se volvió hacia su marido y le sonrió—, pero ahora estoy segura de
ser la mujer más feliz de la tierra —añadió—, porque te tengo a ti, cariño.
Flecha de Plata cogió el libro y lo guardó dentro del cofre, luego sentó a su
mujer en sus rodillas y la abrazó con fuerza.
—Hay otra cosa que es posible que te haya hecho más fácil el aprendizaje ahora
que en el pasado —dijo riendo—. Tener a tu marido de profesor.
—Sí, esposo mío —dijo Yvonne, acurrucándose contra él—. Dulce amor mío,
qué de cosas nuevas nos ha traído este libro.
Yvonne miró el libro y luego a su esposo.
—Querido, no tenemos una hija a la que legárselo. Sólo un hijo.
Flecha de Plata rió con ganas. Se puso en pie con ella en brazos y la llevó al
lecho.
—Esposa mía, ¿y si empezamos a hacerla ahora? —dijo con voz ronca.
—Ae, sí, oh, sí —susurró ella, cerrando los ojos de deseo cuando él cubrió sus
labios con un cálido y tembloroso beso.
***
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
TESOROS ESCONDIDOS
Penelope Neri
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
Capítulo 1
1865
—Llegas tarde esta noche, Meg.
—Lo siento —murmuró Meg cruzando la calle para reunirse con él. Con una
sonrisa de gratitud, se cogió con cansancio del brazo que le ofrecía el hombre—: El
señor Thomas no querió…
—No quiso.
—… no quiso dejarnos salir hasta que estuvo terminado el pedido. Dieciséis
horas he trabajado hoy. ¡Pero ha valido la pena! —El agotado rostro de la joven se
iluminó. De repente, su acompañante la vio tan hermosa que se le hizo un nudo en la
garganta—. ¡Oh, Rob, he cosido cuatro chaquetas hoy! —exclamó la muchacha—.
¡Cuatro! ¡Eso significa que tendremos media corona más el próximo viernes!
Rob se esforzó por sonreír porque se trataba de Meg, pero la sonrisa no alteró el
brillo de sus ojos azul oscuro.
—Bien hecho, Meg. Algún día seremos ricos como Creso, ya lo veras. —Pero no
de esta manera, se dijo en silencio. No dejando que Meg trabajara quince horas
diarias en condiciones inaceptables incluso para un perro, y no digamos para una
chiquilla de dieciséis años. No estaba dispuesto a permitirlo. Tenía que encontrar la
forma de sacarla de aquella vida miserable… y de aquella ciudad apestosa.
Rob seguía refunfuñando para sí cuando pasaron bajo una farola callejera cuyo
gas silbaba de manera audible. ¡No había convencido a Meg de que huyera del asilo
con él hacía dos años para que ahora se matara trabajando como una esclava en el
taller de un sastre! Por el cielo que quería para ella algo mejor. Sí, mucho mejor.
La pequeña mano que se acurrucaba con confianza dentro de la suya se cerró
con más fuerza mientras pasaban por delante de los bares, fábricas a oscuras y
economatos que flanqueaban las adoquinadas calles de aquel empobrecido barrio de
Londres.
Rob vio que aquella noche había muchas putas pavoneándose por las esquinas.
Llevaban gorros de plumas sucias en los estropajosos cabellos y boas andrajosas
sobre los hombros. Llevaban las mejillas embadurnadas de colorete y tenían los ojos
brillantes por la ginebra, pero habían perdido la posibilidad de ser guapas hacía
mucho tiempo y en lugar de guapas parecían fatigadas, insensibles y desesperadas.
—Vaya, que me ahorquen si no es el excelentísimo señor Rob Betancourt. ¿Qué
tal, amor? —La puta sonrió mientras se adelantaba para golpearle el muslo con su
anémica cadera—. ¿Te apetece un revolcón, eh? Sólo dos peniques de cobre y soy
toda tuya, machote. ¡Por algo me llaman Tuppence («Dos peniques») Tilly!
Rob sonrió.
—Gracias, Tilly, pero no.
138
PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
Tilly suspiró y agitó sus pestañas negras de hollín.
—Eres un mierda sin corazón, Rob. Una fachada atractiva, pero sin corazón.
—Es parte de mi encanto —dijo Rob sonriendo—. Quizá la próxima semana.
—Anda y que te zurzan, cariño. Eso es lo que dices siempre.
La ronca risa de Tilly culebreó tras la pareja mientras se alejaba.
—Detesto esta calle —murmuró Meg, más para sí que hablando con Rob. Se
cerró el mantón sobre el pecho cuando pasaron ante una taberna. Las risas femeninas
y las ásperas voces masculinas salían por la puerta y se dispersaban en el frío aire
nocturno. El olor a carne frita con cebolla, a cuerpos sin lavar y a cerveza les
acompañó un rato. Un borracho con ganas de alboroto se puso a entonar una canción
marinera. Otros se le unieron para corear el estribillo:
—Viento en las gavias, vuela el bergantín…
—No te inquietes, Meg. Ya casi estamos en casa —dijo Rob para tranquilizarla,
pasándole el brazo por la cintura. El temblor de la muchacha y la frágil calidez que
manaba de su esbelto cuerpo a través del delgado vestido de sarga secaron la
garganta masculina. Rob tragó saliva y retiró la mano como si se hubiera quemado.
La verdad era que, últimamente, cada vez le costaba más ser sólo el protector de
Meg. Abandonado a su recursos a una edad temprana, los rigores del orfanato
primero y del asilo después le habían obligado a madurar muy aprisa. El niño
inocente había desaparecido para siempre, sin dejar rastro. Tenía ya diecinueve años,
pero era mucho mayor en lo que se refería a experiencia. Era un adulto que trabajaba
como un hombre… y un hombre necesita una mujer.
—Buenas noches, Meg.
La voz procedente del callejón en sombras detuvo en seco a Rob, que apretó con
más fuerza la mano de Meg. Cerró la mano libre.
—Me hace falta otra chica, Meg. ¿Estás interesada?
Meg advirtió que Rob se ponía tenso de furia y le apretó la mano para
tranquilizarlo.
—No, gracias, señor Devlin. Tengo trabajo de sobra.
—Lástima. Hay mucho dinero en los prostíbulos para las chicas espabiladas.
¡Dinero fácil! Coser chaquetas de sol a sol por media corona, eso no hay quien lo
aguante. —Poniéndose bajo la luz que salía por la puerta del Regreso del Marinero,
Devlin le guiñó el ojo con picardía—. ¿Qué dices?
Meg se ruborizó.
—He dicho que no, señor Devlin, y muy en serio —dijo con tranquila
convicción, arrastrando al enfurecido Rob por la calle mal iluminada. Sabía que
deseaba reventarle la nariz a Devlin, pero no quería que al final le hicieran daño a él,
no aquel día. Era un día especial.
Media hora más tarde llegaron a la antigua fábrica de fósforos, abandonada y
casi en ruinas, que daba a las grasientas aguas del Támesis y que los dos llamaban
casa. La niebla desbordaba el río y empañaba la luna, dando un aire espectral a las
sirenas y los silbatos. Dos plantas por debajo de la fábrica, en los sótanos inundados
por el agua que se filtraba desde el río, corrían y chillaban las ratas. Grandes como
gatos y muy feroces, aterrorizaban a Meg.
Rob preparó el fuego en la vacía chimenea de lo que antes había sido el
139
PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
despacho del propietario de la fábrica, mientras Meg pelaba cuidadosamente las dos
patatas que iban a tener de cena. Las trocearía y las echaría en cuanto hirviera el agua
del puchero metálico que Rob había colgado sobre las llamas.
—Toma —dijo el joven—. ¡Feliz cumpleaños!
A Meg se le llenaron los ojos de lágrimas cuando vio lo que Rob se sacaba de la
camisa. Un filete de vaca en salmuera. Una cebolla. Dos nabos. Medio pan.
—¡Oh, Rob, va a ser un banquete! ¡Gracias!
Mientras Meg preparaba un cocido con los artículos birlados en los mercados
de Covent Garden y Smithfield, Rob se fue a su escondite.
El penetrante olor de las cerillas de azufre flotaba todavía en el aire frío y
húmedo cuando quitó de una pared unos ladrillos sueltos. Echando un rápido
vistazo a su alrededor, apartó unos papeles de estraza cubiertos de frases escritas por
él y sacó cuidadosamente un objeto rectangular envuelto en una mugrienta tela de
saco. Volvió a colocar los ladrillos y regresó con el objeto al lado del fuego y de Meg.
—¿Todo esto y encima la historia? —preguntó la muchacha. Con un brillo
húmero en sus verdes ojos, Meg señaló el fuego y el humeante puchero que colgaba.
El cocido olía de un modo tan apetitoso que le producía gruñidos en el estómago.
El estómago de Rob también gruñó al aspirar aquel aroma. No había comido
más que un mendrugo de pan desde el amanecer y había pasado diez horas
agotadoras cargando y descargando barcos en el Pool, el sector navegable del
Támesis. Aun así, se sentía afortunado por haber encontrado trabajo, por duro que
fuera. Había muchos que no encontraban ninguno. Asintió con la cabeza para
responder a Meg.
—Te leeré esta noche. Será tu regalo de cumpleaños. Pero tendrás que
esforzarte más para mejorar la lectura, Meg, y desde mañana mismo —le advirtió con
seriedad—. Tienes que aprender a leer, a escribir y las cuatro reglas, si quieres ser
algo el día de mañana. No podrías ser… camarera de Su Majestad, por ejemplo, ni
duquesa, si no sabes leer.
Meg se echó a reír ante la idea de casarse con un duque o de ser una de las
damas de la reina Victoria. Rob decía tonterías a veces, pero a ella le hacía gracia.
—Lo haré. Lo prometí, ¿no? Es sólo que… a veces estoy muy cansada después
de trabajar todo el día. ¡Oh, Rob, éste es el mejor cumpleaños de toda mi vida! —dijo
con embeleso, acomodándose para escuchar.
Sentado con las piernas cruzadas delante del fuego, Rob desenvolvió el libro
cuidadosamente. Era lo único que le quedaba de su madre, Suzanne Betancourt,
aparte de sus recuerdos. Por lo tanto, era su posesión más preciada.
Encuadernado en gastada piel de becerro, el lomo del libro estaba cubierto de
pan de oro. En las páginas había letras grandes con hermosos dibujos. La hiedra se
curvaba alrededor de una elegante S. Detrás de una R asomaban rosas silvestres. La
historia romántica del valiente Damon y su bella Angeline se había escrito hacía
muchos siglos, según le había contado su madre. Años después, una antiquísima
antepasada de su madre que se llamaba Genoveva de Betancourt había copiado
primorosamente el original con una caligrafía fluida y muy bonita. La inscripción
decía que Genoveva había hecho aquello para que sus descendientes pudieran sacar
provecho de la sabiduría, la belleza y la inspiración contenida en las páginas del
140
PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
libro. Ni más ni menos que lo que había hecho él al morir su madre de tuberculosis,
cuando él tenía siete años, y quedarse solo en el mundo.
Cuando hubieron devorado la frugal cena, se puso a leer a Meg hasta que la
muchacha empezó a bostezar y a dar cabezadas.
… Entonces Damon comprendió la verdad: que el honor trae la felicidad y que el
amor alcanza su más noble expresión en el sacrificio.
Quitándose el yelmo, Damon alzó la espada y la cogió por la brillante hoja. Por
la cruz de la enjoyada empuñadura juró ante Dios conservar la honra y sacrificar la
propia vida si con ello salvaba a su amada Angeline.
141
PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
Capítulo 2
A la mañana siguiente, después de dejar a Meg en el taller, Rob salió de los
barrios bajos. Primero lo dejaron subir a un carro cargado de verduras para el
mercado, luego se colgó de la parte trasera de un vehículo postal, y así consiguió
llegar a Chancery Lane y a las lujosas oficinas de los señores Doyle y Blenkenship,
procuradores.
Tragando una profunda bocanada de aire, se estiró, sacudió la raída gorra y
entró en las espaciosas estancias de paredes de roble con toda la confianza que pudo
reunir.
—¿Qué quiere? —inquirió con rudeza un pasante del despacho. Sacudiéndose
una imaginaria mota de polvo de las solapas de su elegante gabán de mezclilla, miró
con altanería el atuendo de Rob, la sencilla gorra, la deshilachada chaqueta marrón y
el pantalón bombacho de algodón barato, como si oliera a podrido.
—He de tratar un asunto con el señor Doyle, señor. Tenga la gentileza de
decirle que estoy aquí.
—¿Que tenga la gentileza? Vaya, vaya. ¡Lo que hay que oír! —gruñó el mozo
con desdén—. Doyle se haría unas pantuflas con mi pellejo, así que ahueca el ala. No
queremos a los de tu calaña merodeando por aquí.
En la sien de Rob palpitó un músculo. Su mandíbula se crispó.
—No me iré hasta haber hablado con su patrón. Es un asunto urgente —añadió,
fulminando con la mirada al pasante, que le observaba por encima de las gafas de
montura dorada—. ¿Y el señor Blenkenship?
—El viejo Blenkenship está más muerto que mi abuela —dijo el otro con alegría
—. Y Dicky Doyle está en los tribunales trabajando en un caso. Un delito penado con
la horca —añadió con aire sombrío, haciendo el gesto de rebanarse el cuello con el
dedo.
—¿Cuándo estará de vuelta el señor Doyle?
—¡Sólo Dios lo sabe! —replicó el pasante sin ocultar su satisfacción—. Puede
que pronto. Puede que tarde. Muy tarde.
Rob sostuvo la mirada del despectivo pasante sin pestañear.
—Esperaré.
Buscó una silla en el antedespacho y se sentó a hacer exactamente lo que había
dicho, con el precioso libro, envuelto aún en la tela de saco, en las rodillas.
Encima de él, en la pared, un gran reloj redondo señalaba con su tictac el
discurrir de los segundos, los minutos, las horas…
—Buenas noches, Betty. Hasta mañana. Adiós, Meg.
—Adiós, Sal. —Despidiéndose alegremente con la mano, Meg salió del taller y
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
se cubrió el cabello castaño claro con el mantón de punto.
La preocupación le frunció el entrecejo cuando cruzó la oscura calle. No había
ni rastro de Rob. Miró a ambos lados de Taylor Lane, pero no vio a nadie,
exceptuando a Betty, que corría hacia su casa como un gamo, y a un gato negro que
avanzaba a hurtadillas por el bordillo. ¿Dónde estaría?, se preguntó mientras se
ponía en marcha sola. Nunca se había retrasado tanto.
Seguía sin localizar a Rob cuando llegó al Descanso del Marinero. Dos
enronquecidos jornaleros salieron dando tumbos de la taberna con la boca llena de
palabras soeces. Cuando la vieron, cambiaron sonrisas lascivas y se interpusieron en
su camino.
—¡Vaya, vaya! Mira lo que tenemos aquí. Eres una bonita pieza, ¿eh, cariño?
Vamos, moza. Danos un beso.
Con la cabeza gacha, Meg trató de rodear a la pareja, pero uno asió una punta
del mantón y la detuvo con una sacudida. El otro hombre le tiró del pelo y ambos
rebuznaron como asnos mientras jugaban como niños.
—¡Por favor, déjenme pasar! —dijo Meg, apartando los dedos masculinos de un
manotazo.
—¿A qué viene tanta prisa, moza? ¿Vas a reunirte con tu novio? Anda, cielo,
dale un beso al viejo Bill antes de irte.
—Basta, por favor. Yo…
—Dejad a la moza en paz. ¡Malditos sean vuestros ojos! —Devlin, con gabán y
sombrero hongo, salió del tenebroso callejón que flanqueaba la taberna. Humaba un
grueso puro y la cadena de oro que cruzaba la pechera de su chaleco brilló
mortecinamente bajo la luz de gas.
—Eh… buenas noches, señor Devlin. Y que va a hacer buena noche también, sí
señor. Nosotros… eh… no sabíamos que la mocosa fuera una de sus zagalas, señor,
de verdad que no lo sabíamos.
Cuando el proxeneta echó a andar hacia ellos, los dos giraron sobre sus talones
y se alejaron apresuradamente, dejando a Meg totalmente sola con Devlin.
—Gracias, señor Devlin —murmuró Meg, tratando de seguir su camino. De
súbito se vio ante un sólido e inamovible pecho.
La mano de Devlin se cerró sobre su brazo y lo apretó. Sus torpes dedos le
acariciaron el pecho. Con ojos que eran como piedras frías y húmedas incrustadas en
un rostro picado de viruela, recorrió con aburrimiento sus nacientes curvas y se
humedeció los labios.
—No tienes por qué vivir en estos andurriales, nena —musitó. Meg se echó a
temblar—. Podría darte vestidos elegantes y manduca fina… todo lo que una guapa
moza pueda desear. ¡Sólo tienes que doblar el meñique!
—Ya tengo todo lo que una muchacha pueda desear —dijo Meg, apartando la
mano de Devlin—. Tengo a Rob.
—¿Ese gallito? —Devlin bufó con asco—. ¡Ja! ¡Buen arrapiezo está hecho!
—Para mí es más que bueno —dijo Meg—. Buenas noches, señor Devlin.
Meg hizo el resto del camino corriendo, golpeando ruidosamente la calzada con
sus viejas botas mientras se aventuraba por las calles brumosas, entre las ratas y por
la tenebrosa escalera de la fábrica de fósforos donde vivía.
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
Estaba sin aliento y las manos le temblaban aún cuando se puso a encender el
fuego. Aunque se esforzaba por olvidarlo, la piel le picaba cuando recordaba a
Devlin manoseándole el pecho, tocándola como nadie había osado tocarla hasta
entonces. Tuvo ganas de vomitar.
Las tristes astillas estaban a punto de encenderse cuando se abrió la puerta y
Rob, más que entrar, se desplomó en el interior. La cerilla que tenía en los dedos se
apagó.
—¡Estás aquí! —exclamó Rob. El alivio se pintó en su pálido rostro, aunque
todavía se percibía el miedo en sus ojos del color de la genciana—. Fui a la tienda,
pero ya te habías ido. Estaba preocupado por ti —añadió con voz más suave, aunque
entornó los ojos al percatarse de la palidez cerúlea y la expresión herida de la
muchacha—. ¿Meg? ¿Qué te pasa? ¿Qué ha ocurrido?
—Na… nada —mintió Meg alegremente, resistiéndose a que Rob se preocupara
por su culpa—. Nada en absoluto. De verdad.
—Estás mintiendo, Meg. No puedes decírmelo mirándome a los ojos, ¿verdad?
—insistió, quitándole las cerillas de los helados dedos y encendiendo el fuego
personalmente. Alimentó la débil llama con paja, luego con virutas de madera, hasta
que prendió en las astillas y los trozos de tabla. Cuando el fuego se puso a crepitar
alegremente, frotó las heladas manos de Meg para calentarlas—. Suéltalo, cariño.
¿Qué ha pasado?
Meg se mordió el labio. No podía contarle a Rob lo que había hecho Devlin. Se
pondría tan furioso que querría matarlo, lo sabía… y Rob podría resultar herido. No
podía arriesgarse a que sucediera algo así.
—Fue Devlin.
—¡Devlin! —El rostro de Rob se encendió de cólera, tal como había previsto ella
—. ¿Qué ha hecho ese hijo de… qué te ha hecho?
—No hizo nada. Sólo me detuvo y dijo… bueno, lo que siempre dice. Que
debería ser una de sus chicas. Ya sabes cómo es Devlin… o deberías saberlo.
Rob frunció el entrecejo mientras miraba el núcleo amarillo del fuego. Sí, lo
sabía muy bien. Y Meg no se lo estaba contando todo. Apostaría mil libras… si las
tuviera. Había hecho falta algo más que palabras para que el pegajoso de Devlin le
hubiera arrebatado el rosicler de las mejillas.
—Bien, no tendrás que preocuparte más por Devlin ni por los tipos como él, no
volverán a molestarte —dijo sin mirarla—. Escucha, vas a dejar este maldito barrio.
¡A primera hora de mañana!
—¿Nos vamos? —La hermosa cara de Meg se iluminó—. ¿Adonde? ¿Al campo?
Oh, espero que sea al campo —añadió con aire soñador—. A algún sitio remoto, muy
lejos de Londres, con colinas verdes y flores hermosas y árboles altos, sin humo ni
chimeneas ni… —Se detuvo al darse cuenta de lo que Rob había dicho. O mejor aún,
de lo que no había dicho—. Quieres decir que nos vamos los dos, ¿verdad? —
preguntó, conteniendo el aliento mientras esperaba la respuesta, que tardó un rato en
producirse.
—No —dijo Rob pesadamente, poniéndose en pie y alejándose de ella—. Lo he
dicho por ti. Sólo por ti.
El corazón de Meg empezó a martillearle las costillas. Era como si un gorrión
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
Meg se puso en pie y se puso a pasear por la estancia.
—No es pariente mío. Es tu abuelo. ¡Y no quiero formar parte de esto, Rob!
¿Cómo has podido deshacerte de ese libro? Tú amabas ese libro. Has vivido por él.
Bueno, pues todo ha sido para nada, cariño, porque no te dejaré. ¡No te dejaré!
—¡Oh, claro que me dejarás, pequeña! —dijo Rob con seriedad, señalándola con
el dedo. Cuando se puso en pie, a Meg le dio la sensación de que era muy moreno y
muy alto… casi amenazador. Pensó que la iba a zarandear hasta que los dientes le
castañetearan—. Está todo arreglado, así que se acabó. Irás. ¿Y sabes por qué? Porque
ya estoy harto de ser tu maldita niñera… por eso. Y porque estoy más que harto de ti.
Con el corazón dolorido, vio que el color desaparecía de las mejillas y los labios
de la muchacha, y él mismo murió un poco cuando Meg susurró:
—¿Qué has dicho?
—Ya me has oído —dijo él fríamente, con crueldad—. ¿Nunca se te ha ocurrido
que podría tener ganas de librarme de ti? ¿Que podría querer vivir mi propia vida, a
mi manera, sin una niña tonta pegada a mí como… como una sombra? Sin ti,
también yo podré llegar a ser alguien, convertirme en persona de provecho.
—No hablas en serio. ¡Dime que no! —exclamó Meg, como si vomitara las
palabras. Su rostro, a la luz de la chimenea, tenía el color de la cera. Había una
expresión herida en sus ojos verdes, oscurecidos por el dolor y la sensación de que la
habían traicionado.
—Sí, podría decir que no, pero sería mentira.
Un escalofrío recorrió a Meg de arriba abajo.
—Yo creía… esperaba… que tú también me amaras, Rob.
—Bien, pues estabas equivocada —respondió Rob con brusquedad.
La mortificación inflamó las mejillas de Meg. Las lágrimas se le atragantaron
como hojas secas que obturasen un desagüe.
—Entonces, siento mucho haber sido una carga para ti durante todos estos
años. Deberías habérmelo dicho antes, Rob, y haberte ahorrado la molestia.
Con toda la dignidad de que fue capaz, Meg se dio la vuelta majestuosamente y
se dirigió con pasos rígidos al saco de patatas lleno de paja que era su cama. Con
rostro inexpresivo, se desató las botas, se las quitó sacudiendo los pies y se tendió
con la cara vuelta hacia la pared de ladrillo. El dolor la ahogaba, comprimiendo la
tortura en lo más profundo de su ser.
A lo lejos, el Big Ben dio solemnemente la hora. Para Meg y Rob, amortajados
en mudo sufrimiento, las campanadas fueron como un toque de difuntos.
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
Capítulo 3
Betancourt, Devonshire, cinco años después
Meg dejó a un lado el ejemplar de la Monthly Magazine y suspiró. Durante los
dos últimos años la revista venía publicando artículos conmovedores que incitaban al
pensamiento e historias cortas de un autor novel que firmaba «El Observador».
Como los del popular Charles Dickens, fallecido recientemente, los atractivos
personajes de clase trabajadora y de humilde cuna de «El Observador» siempre
acababan recordándole su vida con Rob y el maravilloso libro que éste había
heredado de su madre.
Con la sabiduría que da reconsiderar el pasado, ahora se daba cuenta de que
Rob, a falta de un padre y una madre que lo guiaran, había vivido según los
principios e ideales que había encontrado en las páginas del libro. También había
utilizado la inmortal historia de Damon y Angeline para animarla a leer con la
esperanza de volverla mejor algún día. Rob se habría sentido satisfecho si hubiera
sabido que ahora se dedicaba a dar a otros el precioso regalo de la lectura. Desde la
primavera venía enseñando a leer y las cuatro reglas a los niños de la aldea más
cercana… y había disfrutado de cada momento.
Entre el frufrú de sus faldas de tafetán rosa, Meg se puso en pie y se dirigió a las
grandes ventanas de arco que, cubiertas de encaje y terciopelo verde, daban al
parque, a la fuente del delfín, al camino de grava y a los jardines italianos de
Betancourt, la finca de lord Alexander.
Al apartar el visillo de encaje, vio llegar a Su Señoría por el camino de grava, en
su caballo manchado de gris. El hombre levantó una mano enguantada para
saludarla cuando pasó al trote por delante. Era un caballero anciano y distinguido,
de cabellos plateados, con casaca negra de jinete, pantalón pardo y botas negras y
relucientes. Meg le devolvió el saludo sonriendo. Lord Alexander, pensó, parecía
ahora más joven y más feliz que la primera vez que se habían visto, hacía cinco años.
Le complacía pensar que ella había sido, en una pequeña parte, responsable de la
transformación.
—¿Señorita Margaret?
—¿Sí, Kitty? —dijo, volviéndose hacia el umbral, donde una doncella
uniformada estaba esperando su respuesta, con las manos cogidas ante sí—. ¿Qué
ocurre?
—Han traído el coche que ha pedido la señorita.
—Muy bien. Dile a Dick que salgo en seguida. Ah, Kitty.
—¿Sí, señorita?
—Gracias.
—De nada, de nada, señorita Margaret —respondió Kitty, sonriendo
147
PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
tímidamente y haciéndole una reverencia a la joven señora.
Meg era muy consciente de que el personal de Betancourt, la finca rural que
tenía lord Alexander en el corazón de Devon (un condado situado «muy lejos de
Londres, con colinas verdes y flores hermosas y árboles altos, sin humo ni
chimeneas»), la tenía por un «bicho raro». Se preguntaba qué pensarían los criados
de la casa de lord Alec en Londres, en Regent Street, de la grosera y malcriada
muchacha con la que su señor había aparecido hacía cinco años y que luego había
presentado diciendo que era la desaparecida criatura de su querida hija.
Había un retrato al óleo de lady Suzanne, una belleza morena de ojos azules,
que colgaba sobre la chimenea de mármol de la elegante sala de la casa londinense.
Una mañana, pocas semanas después de su llegada, Meg había sorprendido a su
nuevo tutor mirando el retrato con expresión ausente y las manos enlazadas en la
espalda.
—Este retrato es de mi querida Suzanne. Tu madre —había dicho dulcemente
Su Señoría—. Cuando se reunió con los ángeles del cielo, nos dejó desolados a
ambos, ¿verdad, cariño? —Suspiró—. A menudo me pregunto qué es lo que hice mal.
Por qué no fue capaz de contarme que llevaba en las entrañas un hijo de aquel
dilapidador. —Los oscuros ojos azules de Betancourt, ojos que recordaban
dolorosamente a Meg los de Rob, se habían humedecido—. Aunque él no era de mi
agrado, quería a Suzanne demasiado para volverle la espalda a ella y a su criatura.
Con el corazón enternecido e incapaz de soportar la angustia de su expresión,
Meg le había rozado el codo y le había dicho:
—Por favor, no llore, señor. Rob siempre decía que su madre era demasiado
orgullosa para admitir que había cometido un error cuando su novio la abandonó.
¡No es culpa de usted, señor! —había añadido con dulzura—. La señorita Suzanne
temía el escándalo que habría causado su… su condición de soltera.
Betancourt arrugó la frente.
—¿Quién te ha contado eso? ¿Quién es ese Rob del que hablas? —inquirió con
voz ronca.
—El joven el cual… el joven que me trajo ante usted, señor. Rob Betancourt —
susurró, asustada por la intensidad de la voz de Su Señoría y de su mirada—. Su…
su nieto.
—¿Qué?
Meg, desmoronándose, se lo había confesado todo a Su Señoría, y había
acabado deshecha en lágrimas.
—Y todo es como Rob prometió, señor. ¡Ha sido usted muy amable conmigo,
lord Betancourt! Pero… —A Meg le tembló el labio inferior y los ojos volvieron a
humedecérsele mientras añadía con voz ahogada—: ¡Pero sin Rob, todo me da igual!
¡Preferiría compartir un mendrugo de pan con Rob a atracarme de faisán y budín sin
él! —Dicho lo cual, Meg rompió a llorar con desconsuelo.
Atónito, el noble personaje le había alargado un pañuelo bordado con su
escudo y le había palmeado el hombro, murmurando:
—Vamos, vamos, niña. No te lo tomes así. Eres una buena chica.
Cuando Meg se hubo recuperado, Su Señoría le había sonsacado la historia
completa, poco a poco, palabra por palabra.
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
—Oh, señor, se lo ruego. Lléveme de nuevo a la fábrica de cerillas —le había
implorado al terminar de contarle la historia, levantando hacia él su adorable rostro
bañado en lágrimas—. Tengo que encontrar a Rob. ¡He de encontrarle! ¡Le quiero!
¡No soporto vivir sin él!
De modo y manera que se habían dirigido juntos al East End de Londres,
dispuestos a encontrar a Rob, pero descubrieron que su rastro había desaparecido al
poco de irse Meg.
—¿Rob? Se fue por piernas, preciosa —le había dicho Tuppence Tilly,
haciéndole un guiño de picardía al distinguido lechuguino que estaba con Meg—.
Huyó poco después de buscar a Devlin y ponerle los dos ojos a la funerala, porque
eso es lo que hizo. ¡Fue un espectáculo maravilloso! Deberías haberlo visto.
—¿No te dijo adonde iba, Tilly?
—No, cariño, ni una cochina palabra. Jope, Meg, qué pinta tan señorial tienes.
En mi vida he visto unas plumas tan elegantes, de veras. Te tiene bien colocada este
viejo verde, ¿eh? —preguntó en voz baja, señalando a lord Betancourt.
—Al contrario. Su Señoría ha sido muy decente y amable conmigo —había
respondido ella con dignidad, mirando a Tilly con mala cara—. Pero aquí estoy otra
vez. Para quedarme.
—¡Hummm! En ese punto estás muy equivocada, muchacha —había dicho
Betancourt, cogiéndola firmemente por el codo—. En realidad, creo que ya es hora de
que volvamos a casa. —Se despidió de Tilly rozándose el sombrero mientras le
depositaba en la mano un soberano de oro—. Buenos días, señora.
Meg se había quedado atónita cuando Su Señoría la había ayudado a subir al
negro vehículo de dos cocheros… un espectáculo poco habitual en el East End.
—Pero señor… ¡Señoría!… yo le mentí —había dicho temblando, llena de
remordimientos, mientras el coche traqueteaba por las estrechas callejas en busca de
Regent Street, una ancha arteria flanqueada de árboles—. Yo no merezco…
—Yo decidiré lo que mereces, querida mía. Por favor, deja este asunto en mis
manos. Soy un viejo rico y egoísta, pero también estoy muy solo. Hace muchísimo
tiempo que en Betancourt no se oye la risa de una mujer joven. Margaret, Meg, me
sentiré muy honrado si me dejas cuidar de ti. —Al ver suspicacia e indignación en los
ojos femeninos, añadió rápidamente—: Caramba, en un sentido digno, desde luego.
Me gustaría ser tu tutor, querida. No puedo permitir que sufras el triste final de mi
Suzanne. Tampoco descansaré hasta que haya encontrado a mi nieto y lo tenga en mi
casa.
Y así fue como el tío Alec, pues así había decidido llamarle, había acabado
siendo su tutor legal, y más cosas, sí, muchas más desde entonces. Contra todo
pronóstico, con los años había ido creciendo el cariño y la confianza entre ellos. Era
como si de verdad fuera su querida nieta, más que su pupila. Y Betancourt, por su
parte, disfrutaba consintiéndoselo todo.
A la casa habían llegado costureras para confeccionarle vestidos y trajes de
seda, tafetán y raso, adornados con perlas y encajes. Los sombrereros habían creado
escandalosos y hermosos sombreros de fieltro, paja o seda, sólo para ella. Y lo mejor
de todo: que no habían cesado de pasar por la casa distintos preceptores para darle
clases semanales de gramática, botánica, geografía e historia, mientras otros le
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
enseñaban música, oratoria y baile.
En resumen: había adquirido toda la educación, ilustración y méritos que la
sociedad podía esperar de la pupila de lord Betancourt.
Sí, gracias a la generosidad de Su Señoría, no le había faltado nada en aquellos
últimos cinco años, salvo lo único que de verdad quería. Rob.
Más sabia y mundana ahora, se daba cuenta de que Rob había sido cruel con
ella para que a ella le resultara más fácil dejarle. El corazón le dolía cada vez que
recordaba su fría despedida en el despacho de los procuradores, aquella mañana; el
orgullo que le había impedido echarle los brazos al cuello y darle un beso de
despedida, como había deseado.
—El libro es tuyo ahora, Meg. Guárdalo para leerlo tú misma —le había dicho
con voz ronca, con la gorra en las manos y dándole vueltas.
Pero ella ni siquiera se había dignado mirarle. No señor, no. ¡No había podido!
Le dolía demasiado.
—Toma, chico, aquí tienes cinco guineas por las molestias —había dicho
generosamente lord Betancourt, sacando del bolsillo interior un billete de banco
nuevo y flamante.
—No, gracias, señor —había dicho Rob, rechazando el dinero. Había apretado
los dientes con orgullo y mirado cejijunto al aristócrata de cabello plateado.
A Meg le había sorprendido que los dos hombres no se hubieran dado cuenta
de que se parecían como dos gotas de agua. Aunque el uno era viejo y el otro joven,
el parecido era abrumador, como si se mirasen en un espejo. Pero, ay, no se habían
dado cuenta.
—Como quieras —había murmurado Betancourt, asintiendo con la cabeza
como quien comprende. Hombre orgulloso también, respetaba el orgullo y el honor
de los demás, fuera cual fuese su posición social, como más tarde descubriría Meg—.
Vámonos… eh… Meg.
Cuando Meg se volvió dócilmente para seguir a Su Señoría hasta el coche de
caballos, había visto que Rob ya no estaba, que se había ido sin decir nada más. Si no
hubiera sido por el vacío de su corazón habría dudado incluso que hubiera estado
allí.
Los ojos se le llenaban de lágrimas al recordar aquel día.
Rob había deseado para ella una vida mejor que la que llevaba en aquel horrible
taller; dieciocho trabajadores de ambos sexos encerrados durante seis días a la
semana, sin salir durante horas, en una habitación mal ventilada de menos de quince
metros cuadrados. Había cosido chaquetas hasta que los dedos le sangraban y los
ojos le escocían. La lluvia y la nieve se habían abierto paso en invierno por el techo
agujereado, mientras que en verano era como hervir viva en una prisión sin aire. Rob
había querido para ella una casa mejor que la misérrima y húmeda fábrica de
fósforos, con ratas y otros bichos, y el hedor del río en la nariz día y noche.
Y lo había encontrado. La había querido tan profundamente, de un modo tan
generoso y desinteresado, que había sacrificado su querido libro, y el único nexo que
tenía con la familia de su madre, para salvarla a ella.
… El amor alcanza su más noble expresión en el sacrificio.
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
Seguro que el noble Damon no había querido tanto a su Angeline.
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
Capítulo 4
—¡Esta noche estás sencillamente encantadora, querida! —exclamó Alexander
Betancourt durante la Nochebuena de aquel mismo año.
Meg y él estaban recibiendo a los últimos invitados en el vestíbulo de
Betancourt. Las armaduras medievales, rígidas y bruñidas, estaban en posición de
firmes en los rincones en sombras, con la lanza o la espada levantadas y listas para
presentar batalla en cualquier momento. Los huecos caballeros custodiaban bustos de
Beethoven y Shakespeare, y severos antepasados de Betancourt cuyos retratos los
miraban ceñudos desde la galería superior.
—El terciopelo rojo te hace resplandecer —añadió Betancourt.
—Gracias, amable señor, pero es la estación lo que me hace resplandecer —dijo
ella alegremente, ruborizándose de placer y yendo de puntillas a darle un beso en la
mejilla—. ¡Me gusta mucho la Navidad!
—¡Y a mí también, por Júpiter! —dijo Betancourt—. Es una época para tener
deseos y hacerlos realidad, ¿no crees? Cuéntame, ¿cuál es tu deseo navideño de este
año, querida?
—Ah, no, tío. Si lo digo, no se hará realidad —respondió ella en son de burla. A
juzgar por la sonrisa del anciano, sospechaba que su tutor conocía muy bien cuál era
su mayor deseo. Siempre era el mismo. Uno que no se había cumplido en cinco años:
encontrar a Rob—. Vamos. He de ocuparme de los invitados.
Enviándole un beso con la mano, Meg se dirigió al salón de baile. Era una
belleza elegante y garbosa vestida de terciopelo carmesí. Los rubíes y granates,
regalo de su tutor, resplandecían en su cuello y en sus lóbulos. Las horquillas
enjoyadas centelleaban como gotas de borgoña incrustadas en su elegante moño,
mientras unos guantes blancos de cabritilla con multitud de botones enfundaban sus
esbeltos brazos.
Las lámparas de candeleras ardían en lo alto y en las paredes colgaban
fragantes guirnaldas de ramas, perfumando el aire con el aroma del pino y el
arrayán. Semejantes a luciérnagas, un centenar de velas encendidas decoraban el
gran abeto verde que se alzaba junto a la chimenea. Su luz centelleaba en las lágrimas
de cristal, los lazos de papel de oro, pequeños abanicos dorados y otros brillantes
ornamentos.
Tras comprobar que todas las bandejas de comida de las mesas estuvieran
llenas, Meg se paseó entre los invitados de su tío, deteniéndose a charlar con todos.
—Reverendo Chapman, ha sido usted muy amable al unirse a nosotros…
—Vaya, señora McBride, es un placer verla de nuevo. Feliz Navidad.
—Buenas noches, Excelencia. Mi tutor y yo nos alegramos mucho de que haya
podido venir esta noche.
—¡Tonterías! El placer es mío, niña. ¡Jamás se me ocurriría perderme el baile de
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
Navidad de Alec! Estás encantadora esta noche —barbotó una viuda señorial,
ataviada con muchos metros de un tejido azul oscuro y con flecos que parecía de
cortina. Besó a Meg en la mejilla—. Cuéntame. ¿Tiene algo que ver el brillo de esos
ojos con nuestro invitado de honor?
—¿Invitado de honor?
—Pues claro, querida niña. Me han dado a entender que El Observador estaría
aquí esta noche. —Viendo la expresión atónita de Meg, le explicó—: Ya sabes, el
autor de esas maravillosas historias de la Monthly Magazine.
—Estoy muy familiarizada con los escritos de ese caballero, desde luego —
admitió Meg—. Pero no sabía que tío Alec le hubiera invitado al baile —añadió,
arrugando la frente. Ella misma había escrito y mandado por correo las invitaciones
y había identificado todos los nombres por la lista de invitados de los bailes
navideños de otros años. ¿Sería «El Observador» alguien a quien ya conocía?
—Ay, dichosa lengua. No me digas que he estropeado tu sorpresa de Navidad,
Alexander —dijo la duquesa de Norfolk cuando lord Betancourt, flamantemente
vestido de etiqueta, apareció al lado de Meg. La duquesa dio unos golpecitos en el
pecho de Su Señoría con el abanico cerrado—. Me sentiría muy mal si hubiera hecho
algo así.
—Entonces prepárate para sentirte muy mal, Hypatia —le dijo Betancourt sin
rudeza, sonriendo—. Has revelado mi secreto precisamente cuando estaba a punto
de decirle a mi pupila que ese caballero se presentaría esta noche. Es una gran
admiradora suya, ¿verdad Meg?
—Le admiro mucho, sí —admitió ella, encantada ante la perspectiva de conocer
al escritor cuyas obras tanto le habían gustado. Al igual que Dickens, «El
Observador» había conseguido despertar con sus artículos la conciencia social de la
sociedad británica y el resultado había sido la puesta en marcha de varias reformas
muy necesarias que protegían los derechos de los niños. Meg se puso de puntillas y
besó a Alexander Betancourt en la mejilla—. Gracias por invitarle, tío Alec. Eres un
hombre encantador, y muy cariñoso conmigo.
—Lo sé —respondió Alec, sonriendo con los ojos color zafiro—. Y ahora,
¿bailarías con un anciano encantador?
—¡Desde luego que no! —respondió ella con coquetería—. Sin embargo, me
encantaría bailar contigo, abuelo.
Riendo, el hombre se puso a bailar el vals con ella.
Era casi medianoche cuando llegó el invitado de honor. Meg se dio cuenta de
que llegaba «El Observador» porque un murmullo de excitación recorrió la sala. El
educado aplauso fue creciendo de volumen hasta que la orquesta cesó de tocar y los
bailarines dejaron de bailar.
Los reunidos se separaron como las aguas del mar Rojo para ovacionar al alto y
moreno joven vestido de etiqueta que se acercaba a zancadas hacia Alexander
Betancourt.
Durante un momento que pareció eterno, Meg se fijó en el pelo oscuro y
ondulado del hombre… en sus atractivos rasgos, sus sensuales ojos color zafiro, sus
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
cejas rebeldes, sus anchas espaldas. Y se quedó sin aliento. El corazón le dio un salto.
El Observador no era otro que Rob. El joven de facciones desgarbadas y muchachiles
que recordaba se había convertido en un hombre atractivo, alto, de físico vigoroso y
rasgos esculpidos.
Al sentir la mirada femenina, Rob se detuvo y, como si estuvieran los dos solos
en el vasto salón de baile, le dedicó una sonrisa en exclusiva. Aquella sonrisa llenó el
corazón de Meg hasta hacerlo rebosar.
—Feliz Navidad, Meg.
Con un sollozo de alegría, Meg echó a correr por el suelo de taracea y se arrojó
entre los brazos abiertos de Rob, enterrándolo en un alud de enaguas espumosas y
miriñaques.
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
Capítulo 5
Meg se apoyaba en él, temblando de placer mientras Rob enterraba el rostro en
su cabello y luego apretaba sus labios hambrientos contra su cuello, sus hombros
desnudos y su boca.
—¿Tienes frío, amor? —le preguntó al fin, volviendo la cara femenina hacia la
suya.
Sonriendo, ella negó con la cabeza.
Con el permiso de lord Betancourt, habían huido del atestado salón de baile y
de las miradas curiosas de los invitados y se habían refugiado en la intimidad de la
galería exterior, que daba a los jardines italianos, bañados en aquellos momentos por
la luz lechosa de la luna llena de diciembre. La nieve había estado cayendo desde las
últimas horas de la tarde. Los setos cuadrados, los cipreses y las estatuas estaban
cubiertos de copos blancos. La luz de los farolillos japoneses se reflejaba en la nieve
como un arco iris de colores apastelados. Pero no era la nieve ni el aire helado lo que
la hacía temblar. ¡Dios santo, no! Y a juzgar por la pícara sonrisa que curvaba los
labios masculinos, Rob también lo sabía.
—¿No? Entonces ¿por qué tiritas? —preguntó Rob con suavidad. La risa huyó
de sus ojos mientras la miraba. Ahora ardían de deseo y amor. El atractivo rostro de
Rob estaba muy serio y rígido cuando le levantó la barbilla con el dedo para obligarla
a mirarle—. He pasado cinco años llorándote, Meg. Cinco largos y vacíos años
poniendo el corazón en mis palabras, en mis historias, imaginando que no volvería a
verte y mucho menos que estaría contigo como estamos ahora. Mis escritos no sólo
me mantenían cuerdo… conseguían que te reviviera sin cesar.
Ella rió de placer.
—A mí me ha pasado lo mismo. He conservado la cordura enseñando a leer a
los niños de la aldea. He compartido el libro de Suzanne con ellos, Rob. Tu libro.
Deberías ver cómo se iluminan sus caritas con la magia de sus palabras, la maravilla
de descubrir nuevos mundo dentro de sus páginas.
—Es un cuento romántico —admitió él.
—La historia de Damon y Angeline es mucho más que una historia romántica.
Son las alas con las que se elevan la inspiración y la imaginación. Enseña que los
sueños pueden hacerse realidad. Y que si dos personas se aman, juntas pueden
superar las mayores adversidades. Ahora entiendo lo que intentabas darme, Rob.
—¿Sí? ¿Y qué era, amor mío? —preguntó Rob tiernamente, sonriéndole. Los
verdes ojos femeninos brillaban como esmeraldas a la luz de la luna. Los mechones
sueltos de su cabello castaño dorado tejían un halo brillante alrededor de su rostro.
—Una llave de oro con la que abrir todos los secretos del mundo. Un tesoro sin
precio que no cambiaría ni por el rescate de un sultán. ¡La facultad de leer!
Rob rió por lo bajo.
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
—Dejé una granujilla andrajosa al cuidado de lord Betancourt, de mi abuelo, y
se ha convertido en una mujer hermosa y radiante. Y a pesar de mis temores, en una
mujer sabia —dijo, acariciándole la mejilla—. Siempre te he querido, Meg. ¿Podrás
perdonarme alguna vez todo lo que te dije para herirte?
—No hay nada que perdonar. Creo que siempre supe, en mi corazón, por qué
dijiste todo aquello. Es lo que habría hecho Damon para salvar a su Angeline, ¿no
crees?
Él asintió con la cabeza.
—Sabía que tenía que dejarte, que ponerte a salvo de sujetos como Devlin. «El
amor alcanza su más noble expresión en el sacrificio» —citó—. ¿Recuerdas? Pero,
Dios santo, dejarte casi acabó conmigo. Nunca más, Meg. Nunca volveré a dejar que
te vayas. Lo juro. —Cogiéndole la barbilla, aplastó su boca contra la de ella y luego
encerró el rostro de Meg con sus manos para intensificar el beso—. Queridísima
Meg… ¿quieres casarte conmigo? —preguntó al fin. Rob se llevó una sorpresa al
comprobar que la proposición la ponía rígida.
—¿Casarme contigo? ¡Pero si eres el nieto de un conde! Mientras que yo…
—Mientras que tú eres la mujer que quiero y eso es lo único que importa, Meg.
—… Mientras que yo soy una huérfana que ni siquiera sabe quiénes fueron sus
padres —replicó Meg como si no hubiera oído las palabras de su amado. La voz se le
quebró. Escapando del abrazo masculino, se acercó a la balaustrada de piedra y se
quedó mirando, sin ver en realidad, los jardines helados bajo una telaraña de
brillante escarcha. Meg apretó los puños—. No sé nada de mi madre ni de mi padre.
Podría ser… podría ser la hija de una desgraciada, de una prostituta como Tuppence
Tilly.
—Sé todo lo que necesito saber sobre ti, cariño. Que eres una persona buena y
honrada. La mujer que me ama tan profunda y verdaderamente como yo a ella.
Era cierto. Ella le amaba desde hacía tanto tiempo que amarle se había
convertido en parte de ella. Él era tan vital para ella como el aire que respiraba, como
el corazón que latía en su pecho.
Otros hombres, en el lugar de Rob, le habrían ofrecido una discreta casita en la
ciudad, vestidos bonitos y unas horas de alegre compañía todos los meses. Una
oferta que, desde luego, ella habría rechazado, por tentadora que fuera, porque
nunca sería la amante de ningún hombre. Pero ¿pedir su mano? Suspiró. Jamás de los
jamases. ¡Los hijos de la nobleza no se casan con plebeyas de ascendencia dudosa!
Rob se daría cuenta de que era absurdo lo de casarse en cuanto lo pensara fríamente
y con calma.
—Meg. ¡Respóndeme! ¿Te casarás conmigo? —preguntó Rob por segunda vez.
—No, Robert. Siento tener que rechazarte —dijo Meg suspirando y con la
cabeza muy erguida.
Luego, recogiéndose las faldas, se soltó de sus brazos y huyó.
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
Capítulo 6
Era la segunda semana de enero. Finalizadas las vacaciones de Navidad, Meg
volvió al lado de sus alumnos una helada mañana, dispuesta a olvidar sus desgracias
con la enseñanza. En el pasado había sido su mejor medicina.
Aquel día, sin embargo, no lo fue. Se sentía inquieta, melancólica, incapaz de
concentrarse. Desistiendo de enseñar fonética o a sumar y restar a unos niños
ingobernables que estaban entre los cinco y los doce años, dijo a sus alumnos que
pusieran a un lado las pizarras y cartillas, echó un tronco al fuego y les leyó otro
capítulo del precioso libro de Rob. Acababa de terminar un episodio particularmente
emocionante cuando la pequeña Nan, por lo general tímida y tranquila, se puso en
pie de repente, derramando el tintero.
Sin reparar en la mancha añil que se extendía por su blanco delantal de
volantes, corrió hacia la ventana de la pequeña escuela y, limpiando una parte del
cristal empañado, señaló con emoción:
—¡Mire, señorita, un caballero andante! ¡Como el del libro! —exclamó. La niña
sonreía de oreja a oreja y sus trenzas castañas saltaban de entusiasmo mientras
miraba por el espacio despejado del cristal.
—No puede ser un caballero andante, querida Nan —la corrigió amablemente
Meg, yendo hacia la puerta y abriéndola. Una ráfaga de aire helado cruzó la estancia,
agitando las llamas del amplio fogón—. Los caballeros andantes sólo existieron en la
Edad… ¡ah!
Meg se quedó muda y atónita al ver lo que tenía delante. Los ojos se le
dilataron. Abrió la boca… ¡la pequeña Nan tenía razón!
Un caballero de brillante armadura plateada acababa de llegar a caballo a la
pequeña escuela de piedra. En la cimera del morrión llevaba plumas escarlatas y con
la mano siniestra sujetaba una larga y puntiaguda lanza que apoyaba en el estribo.
Montaba un alto caballo de caza manchado de gris y cubierto por gualdrapas rojas
con bordados de oro. El gallardo corcel relinchó y agitó orgullosamente la crin
mientras hacía cabriolas en la plaza de la aldea.
Meg parpadeó, pues era como si el guerrero hubiera salido de otra época. O…
de las mismas páginas del libro. Mientras los niños se apiñaban a su lado, riendo y
comentando con exclamaciones la aparición de la magnífica figura, el caballero se
llevó la mano a la visera y la levantó, dejando al descubierto los rasgos del moreno y
atractivo rostro de Rob.
—¡Oídme, buenas gentes de Betancourt! —exclamó con voz profunda y sonora
—. ¡Sepan cuantos habitan a lo largo y ancho del reino que tal día como hoy, doce de
enero del año del Señor de mil ochocientos setenta y uno, el esforzado caballero sir
Robin de Plumaytinton, rechazado por la sin par doncella lady Meg cuando pidió su
mano, ha venido para hacerla prisionera y llevarla a su torre!
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
—¡Eeeh! Se refiere a usted, señorita —exclamó uno de los muchachos de la
aldea, rascándose la cabeza y sonriendo.
—¡Hurra! ¡Hurra! —gritaron los niños.
—¡Estás más loco que una cabra, Rob! —exclamó Meg ruborizándose, pero
incapaz de dejar de reírse, mientras añadía—: ¡O estáis borracho como una cuba,
caballero!
—Nada de eso, damisela. No he probado ni una gota, estoy relativamente
cuerdo, perdidamente enamorado y… desesperado. —Dicho esto, arrojó la lanza a
un lado, arreó el caballo y avanzó hacia ella. Antes de que Meg se diera cuenta de sus
intenciones, Rob se inclinó y la levantó del suelo, sentándola en la silla, delante de él.
Los niños saltaban, reían y batían palmas de entusiasmo, mientras el gallardo
caballero ponía el corcel al trote y se llevaba a la profesora de la escuela, por la calle
principal de la aldea, rumbo a Betancourt.
—¡Se acabó la escuela! —gritó un muchacho, poniéndose la bufanda alrededor
del cuello—. Vamos, chicos, ¡A casa!
Otro con más iniciativa se puso a tocar la campanilla con fuerza, organizando
un alboroto más que suficiente para que los aldeanos llegaran corriendo a ver qué
pasaba.
—¡Rob, suéltame! ¿Qué va a pensar la gente? ¡Y los niños! ¡No puedo
abandonarles así! —gritaba Meg, sin dejar de reír—. ¡No he terminado las clases de
hoy!
—¡Yo diría que sí! Y si es libertad lo que verdaderamente anheláis, la tendréis.
Pero recordad, bella señora, que la libertad tiene un precio —dijo Rob con gravedad.
—Ciertamente —dijo Meg con idéntica solemnidad, aunque su corazón latía un
poco más aprisa—. Decidme el vuestro, os lo ruego, bravo señor.
—Vuestra mano, bella damisela… y el resto de vuestro cuerpo… en sagrado
matrimonio. De lo contrario…
—¿Qué?
Rob sonrió con picardía.
—De lo contrario, os llevaré a mi torre y os obligaré a vivir conmigo allí… en
pecado —dijo con aire de quien tiene intención de cumplir su amenaza—. ¡Meg,
seréis mía de un modo u otro! —añadió con timbre de acero en la voz y
determinación en los ojos—. Os toca decidir a vos, bella señora.
Meg rió mientras le quitaba el yelmo de la cabeza y se daba la vuelta en la silla
para alborotarle el negro cabello. La verdad era que su melancolía y su inquietud
habían desaparecido nada más verle. Para bien o para mal, sabía en el fondo de su
corazón que nunca sería feliz sin él. Le amaba con toda su alma, igual que él a ella,
gracias a Dios.
—Entonces, ¿qué puedo hacer, señor caballero —preguntó suavemente— sino
aceptar?
Angeline no habría hecho menos.
Meg Betancourt se estiró con languidez, despertando como una garita contenta
y dormilona. Era por la mañana… el primer día como esposa de Rob. El primer día
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PENELOPE NERI TESOROS ESCONDIDOS
de luna de miel y de la maravillosa vida que iban a emprender juntos.
Abajo, en la nevada y arbolada arteria de Londres en la que se alzaba la casa
urbana de lord Betancourt, resonaban las voces de los vendedores, los panaderos y
los lecheros que vendían a gritos sus mercancías:
—¡Bollos de mantequillaaaa! ¡Bollos calienteeees! ¿Quién me los compra?
—¡A la leche fresca! ¡A la leche recién ordeñada! ¡A la leche fresca!
—Buenos días, cariño. ¿Te han despertado los vendedores?
Ella negó con la cabeza, rodó perezosamente en la cama y vio a Rob apoyado en
el codo, observándola. Meg sonrió y le acarició tiernamente la mejilla. El joven estaba
desnudo de cintura para arriba, luciendo los poderosos músculos, un recuerdo de su
época de estibador en los muelles del Támesis. La luz del fuego se reflejaba en su
cuerpo, disipando la helada luz del amanecer que atravesaba las cortinas. Solo
mirarle y recordar lo sucedido durante la noche, despertó los sentidos de la joven.
—No me molestan sus gritos —dijo Meg, respondiendo a su pregunta. Sin
embargo, el rosa subido de sus mejillas indicaba que tenía la cabeza en otra parte—.
En realidad, me gusta oírlos.
—Me pregunto qué más cosas te gustan, querida esposa —murmuró Rob
sonriendo. Una por una, muy lentamente, fue desatando las incontables cintas que
cerraban la parte delantera de su camisón para desnudarle los senos. Los besó y los
acarició con lengua ardiente y juguetona.
Meg echó hacia atrás la cabeza, presentando el cuello a sus labios. La boca de
Rob se entretuvo en el hoyuelo de la clavícula, donde una vena latía salvajemente.
—Meg, mi querida Meg —susurró con voz espesa y ronca—. Santo Dios, cuánto
te quiero —añadió, deslizándose encima de sus suaves curvas y cubriéndola con su
duro cuerpo.
Meg se estremeció cuando él empezó a moverse, sintiéndose indefensa y con un
insoportable anhelo recorriéndola de arriba abajo, igual que la noche anterior,
cuando su marido le había hecho el amor por primera vez. Y así sería durante todos
los maravillosos años que estaban por llegar.
El libro de él, de los dos, los había separado y después, de un modo tan bello
como maravilloso, había hecho que se reencontraran como marido y mujer.
Y juntos seguirían, prometió Meg más tarde, en brazos de Rob, en la
enfermedad y en la salud, en la riqueza y en la pobreza, en los tiempos buenos y en
los malos. Una sonrisa de picardía curvó sus labios al estrecharse contra el cuerpo de
Rob. Con el tiempo, si Dios quería, les tocaría a sus hijos beneficiarse de los tesoros
escondidos en el libro.
¡A sus doce hijos!
***
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VIENTOS DE CAMBIO
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—No va a volver, Dorry. Para ir a Wyoming, comprar ganado y traerlo a casa
no se necesitan dos años. Y no puedes quedarte aquí sola si tengo que salir. Un
animal hambriento es muy peligroso y el viejo Cleary se muere por tus pedazos y por
este lugar. Creo que borré bien mi rastro, pero no hay manera de saber qué pasará
cuando llegue la primavera. Tengo que estar preparado para salir pitando si me
localiza la ley. Y si yo me voy, también tú tendrás que irte para que Cleary no se te
eche encima.
—John es mi marido, Luke; he de esperar hasta que me confirmen que ha
muerto. Además, no tengo otro sitio donde ir, pues los padres de John volvieron al
este cuando nosotros salimos de Colorado. Esta zona está tan perdida que ni los
forajidos la conocen. Los indios no son una amenaza desde que los pusieron bajo
control en el setenta y seis, así que aquí, en Dakota del Norte, estoy tan segura como
en cualquier otro lugar. Dudo que el comisario de Arizona te busque tan lejos y, con
tu ayuda, William Cleary nunca pondrá sus avariciosas garras en mí ni en mis
tierras. Te quedarás hasta que John vuelva o hasta que nos confirmen su muerte,
¿verdad?
—¿Y dejar que me cubra de reproches por… por haber vivido con su mujer
durante tres meses? ¿Verle entrar aquí y reclamar a la única mujer que amo y deseo?
Dorry Sims se ruborizó al comprender el significado de sus palabras.
—Sabes que te quiero, Luke, pero no habrá futuro para nosotros si no cambian
las cosas para ambos; supimos esta cruda verdad desde el principio y la aceptamos.
Yo prometí ser la esposa de John hasta que la muerte nos separase, y no tengo
pruebas de que haya muerto. No sé cuánto tiempo tendré que esperar, pero
dieciocho meses no son suficientes. Y tú, tú podrías verte obligado a salir huyendo en
el momento más inesperado. Ojalá pudiéramos casarnos y vivir juntos en este
rancho, tener hijos y una maravillosa vida juntos.
—No era mi intención poner lágrimas en tus ojos, mujer. Son tan bonitos y
azules como las flores de Tejas. Es que no puedo quedarme impasible sabiendo que
puede pasarme cualquier cosa y que entonces te quedarías sola para enfrentarte a
Cleary y sabe Dios a qué otros peligros.
—He vivido hasta hoy, amor mío. A veces pienso que alguien me protege desde
lo alto. Cuando mi familia murió a manos de los indios, yo estaba en la ciudad con
los parientes de John. He pasado tormentas de nieve, hambre, heridas, y mucho más
desde que me quedé aquí sola. Sé disparar, montar a caballo, criar ganado, trabajar la
tierra y hacer todo lo necesario para sobrevivir en este lugar. Pero mi supervivencia
carecerá de valor si no tengo a alguien a quien dejar la herencia de mi familia, mi
libro. Quiero que esa persona sea nuestro hijo, Luke. Es posible que me equivoque y
que sea injusta, pero no puedo pensar de otro modo. Mi abuela dio a cada uno de sus
hijos una copia del libro y un cofrecillo para guardarlo y ha estado en nuestra familia
desde entonces. Cuando cojo el libro, me da fuerza, valor, esperanza y alegría. No es
sólo una leyenda, ni una historia inventada, Luke; sucedió en realidad; sé que
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
sucedió; mamá lo decía.
—Un libro no te protegerá de las pistolas, las balas, los cuchillos y la codicia. Si
me matan o me capturan, yo tampoco podré protegerte. Pero Cleary no cejará en su
empeño y tratará de conseguirte a ti y esta tierra hasta que caiga rendido en el polvo.
No olvides que vino en Navidad ofreciéndose a comprarte la propiedad si no te
casabas con él. Desde que John se fue, te mira con ojos de carnero degollado. Hace
meses te dijo que tenía noticias de John, pero que no te informaría de nada hasta que
le conviniera. Puedes apostar a que no le ha gustado tu idea de contratar a un
ayudante para la primavera; hará todo lo que esté a su alcance para que no contrates
a nadie. Y si lo mato para protegerte, será peor. Apuesto a que sabe que John han
muerto porque lo mató él o porque lo mandó matar. Me mataría a mí también si
supiera que estoy aquí. —Luke deseó no haber hecho el último comentario, aunque
era totalmente cierto—. Tienes buenos pastos, muchos árboles y mucha agua…
demasiado tentador para cualquier hombre, especialmente si tú entras en el lote.
Dorry clavó la mirada en sus ojos castaños y desbordantes de una emoción
agridulce. Había notado que cada vez que él bajaba la cuadrada barbilla le caía el
negro cabello sobre la frente. Luke James era alto y fuerte, más de un metro con
ochenta de músculos. Era de facciones duras y atractivo, y le había sorbido el seso y
el corazón a los pocos días de conocerlo. Había confiado en él desde el principio y le
había contratado para que la ayudara en su guerra contra el vecino que quería
apropiarse de sus tierras. Pero el cónyuge desaparecido se interponía entre ellos, así
como un crimen que Luke juraba que no había cometido.
—¿En qué estás pensando durante tanto tiempo y con tanta intensidad?
—En cómo nos conocimos y por qué viniste aquí. ¿Estás seguro de que no
podemos hacer nada para limpiar tu nombre? Si John ha muerto, podríamos…
—Deja de soñar, Dorry. Todavía me duele el cuello por culpa de aquella soga.
Un minuto más y habría estado listo para dormir en el cementerio. Si no hubieran
hecho mal el nudo, aquellos linchadores me habrían dejado en el sitio. Nada más
aflojarse la cuerda y tocar yo el suelo con las botas, ya estaba escondido en el boque.
Muchas veces han estado a punto de cogerme para terminar el trabajo.
—Pero tú no mataste a tu socio para quedarte con el yacimiento de oro, y una
patrulla de búsqueda no tiene autoridad para ser juez y jurado. Si volvieras, si
volviéramos…
—No podemos, Dorry. Fue mi revólver el que encontraron y dos hombres
dijeron que lo hice yo. No sé cómo se las arregló el asesino para conseguir mi arma,
ni por qué mintieron aquellos vaqueros, pero la ley me cree culpable y se niega a oír
mis alegaciones. Si vuelvo, soy hombre muerto. Si vienes conmigo, irás a la hoguera
conmigo. Estuve huyendo durante siete meses, con los cazadores de recompensas
pisándome los talones, hasta que llegué aquí. Como te dije en su momento, me
dirigía a Canadá para esconderme cuando di con este lugar. Fue una suerte que
Henderson me enseñara aquel periódico que decía que me colgarían en cuanto me
atraparan, de lo contrarío no habría sabido que la ley estaba tras de mí.
La pelirroja no quiso recordar a Luke que diez meses antes no sabía leer, así que
en realidad no había podido saber lo que decía el periódico. Sobre el contenido del
artículo sólo tenía la palabra de R. T. Henderson, y Henderson era el propietario de la
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
parcela más cercana a la de Luke. Podría haber tenido razones propias para querer
que Luke escapara y abandonase sus tierras.
—Ninguno de nuestros problemas se solucionará esta noche —dijo Dorry—, así
que volvamos a las lecciones. Estás aprendiendo aprisa, Luke. Cuando llegue la
primavera, leerás y escribirás tan bien como yo.
—Eres una buena maestra, Dorry; estoy en deuda contigo por haberme
enseñado. Mi padre debió enviarme a la escuela de niño. Nadie quiere ser tonto.
—Nunca has sido tonto, Luke, sólo ignorante. Y eso lo estamos cambiando muy
aprisa. Ya has aprendido el abecedario y los números. Además, nos ayudamos el uno
al otro. Salgo ganando yo, porque no tengo para pagar un sueldo.
—A mí me basta con un poco de comida, un poco de confianza y un jergón.
Dorry no quiso hablarle de lo mucho que le faltaba por aprender aún; pero
aquello llegaría más tarde, si es que había un más tarde para ellos. Desechó aquellos
temores, por lo menos hasta el día siguiente.
—¿Y si tuvieras que compartir el jergón con una yegua? —dijo en son de broma.
La mirada castaña de Luke se fundió con sus risueños ojos azules. Durante sus
treinta años de vida no había estado tan a gusto en compañía de una mujer como en
compañía de Dorry. Nunca había amado a ninguna como amaba a Dorry Sims,
exceptuando a su madre, naturalmente. Recorrió con la mirada su piel marfileña y
sus hermosos rasgos, y luego sus flamantes rizos. La sonrisa de la muchacha era tan
luminosa como la luz del sol. Era todo lo que un hombre podía desear, dentro o fuera
de un jergón o de una manta de dormir. Si pudiese aspirar a ella, no le importaría
perder su veta de oro de Arizona.
El viento silbaba alrededor de la pequeña casa y un lobo aulló a lo lejos, pero
Dorry no hizo caso. Los únicos ruidos de los que era consciente eran el crepitar del
fuego acogedor de la chimenea y la desacompasada respiración de los dos.
—Si sigues mirándome así, vaquero, tendremos que olvidarnos de las lecciones.
Luke sonrió, se frotó la afeitada mandíbula y dijo:
—El invierno es muy largo y frío en esta zona, así que hay tiempo para que me
enseñes a conciencia.
El timbre ronco del fugitivo y su expresión juguetona aumentaron el calor de
Dorry.
—¿Está usted pidiéndome algo, señor James?
El interpelado alargó la mano por encima de la mesa y le cogió la suya. Sus
dedos le acariciaron la piel mientras susurraba:
—Precisamente estaba pensando que ya es hora de irse a la cama. Trabajaré el
doble al amanecer para terminar esta lección.
El peligro en que se encontraba su amado y la posibilidad de que tuviera que
partir en cualquier momento agobiaban a Dorry como si llevara una piedra a cuestas.
Necesitaba la paz de sus brazos y sus besos.
—Echa más leña mientras recojo la cafetera y apago los quinqués. Mañana
limpiaremos la cuadra, así que nos vendrá bien dormir toda la noche. Dejaremos las
cosas aquí y terminaremos después del desayuno.
Mientras Luke hacía lo que le habían mandado, Dorry no dejaba de mirarle las
anchas espaldas y el cabello de ébano. Arriesgaba la vida y la libertad quedándose
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
con ella aquel invierno, y ella estaba mucho más que agradecida. La primera vez que
habían hecho el amor, la noche de Navidad, había sido algo glorioso, en nada
parecido a lo que había experimentado con John. Luke era dulce y acariciante y se
tomaba tan en serio el placer de su compañera como el suyo propio; no era como con
John, que nunca se había preocupado por sus sentimientos en la cama. No habían
planeado cometer adulterio, pero el amor y la pasión habían podido más que su
voluntad y su dominio. El amor, sí, porque estaban enamorados, perdidamente
enamorados. Quizá algún día cambiara su suerte.
Luke James era hombre sincero y de confianza. Era orgulloso, pero dejaba que
ella le enseñara a leer y a escribir. Cuando Dorry se dio cuenta de que era analfabeto,
lo convenció de que la dejara enseñarle, alegando que el conocimiento podía salvarle
la vida algún día e impedir que los demás se aprovecharan de él. Cada vez que se
sentaban a dar la clase, Dorry procuraba que sus palabras, miradas y acciones no le
desanimaran ni le pusieran en evidencia. John nunca habría permitido que una mujer
le ayudara de aquel modo. Tal vez fuese una mala mujer, pero no había echado de
menos a su esposo desde que Luke James había llegado y se había apoderado de su
alma. No deseaba la muerte de John Sims, sólo que no volviera nunca.
Aunque John la había cortejado durante más de un año en Colorado, se había
casado con él en un momento de debilidad, todavía consternada por la muerte de su
familia. Sin parientes ni propiedades en aquella zona, demasiado peligrosa para una
muchacha sola, John y su familia la habían convencido de que se casara con él. Al
cabo de un mes, John había hecho el equipaje y se habían ido a Dakota del Norte.
Tres meses más tarde, su marido había cogido todo el dinero y se había ido a
comprar ganado a otra población. Al ver que llegaba el invierno y no regresaba,
Dorry había supuesto que la tardanza se debía al mal tiempo o a alguna lesión,
aunque su marido no le había enviado ninguna nota en todo aquel tiempo. Habían
llegado la primavera, el verano, el otoño y otro invierno, pero no su esposo ni
ninguna carta explicando aquella demora. Seguro que había muerto y ella era viuda.
Pero ¿y si comenzaba una nueva vida y regresaba John? ¿Cuánto tiempo tenía que
esperarle, a él o sus noticias?
Luke se puso en pie y se estiró. No era de los que estaban sentados y ociosos
mucho rato, pero se sentía bien con ella. Se había acostumbrado a aquella existencia
con facilidad y rapidez y no quería que se le escapara de las manos, ni tampoco la
mujer de la que se había enamorado. Le estaba enseñando algo más que a leer y a
escribir: le estaba enseñando alegría, confianza y comunicación. Siempre había sido
un solitario, sin más relaciones que su socio de la mina y unos cuantos amigos de
Arizona. Nunca se le había ocurrido que algún día podía casarse, o ser ganadero o
tener hijos. Nunca se le había ocurrido la posibilidad de que otros dependieran de él
para su felicidad y supervivencia. Había vivido al día hasta que Dorry entró en su
vida y le cambió. Lo que había descubierto allí con ella era todo lo que quería ahora
en la vida, pero era demasiado tarde para reivindicar sus derechos.
—El fuego está listo. ¿Preparada para irte a dormir?
Dorry se acercó a él y se apoyó en su firme cuerpo. Luke la rodeó y la estrechó
con fuerza. ¿Podía estar mal hecho algo que despertaba unos sentimientos tan
maravillosos? Levantó la cabeza de Dorry y la miró fijamente a los ojos antes de que
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
sus labios se fundieran en un beso. Como siempre, Dorry sintió que se mareaba y
ardía por dentro. Cuando sus bocas se separaron, musitó:
—Te querré siempre, pase lo que pase.
Luke cogió en brazos a Dorry y la llevó a la cama que ahora compartían como si
fuera de los dos. La tendió y se quedó mirándola un momento, luego apagó el último
quinqué, se desvistió y se acostó a su lado…
Después del desayuno, Luke la ayudó a quitar la mesa. Mientras ella fregaba los
platos y cacerolas, él los secaba y los apartaba, familiarizado ya con todo lo que había
en la casa. Disfrutaba haciendo faenas domésticas con ella y a ella le gustaba su
ayuda. Él saboreaba sus sonrisas, sus carcajadas y su charla. Detestaba la idea de
apartarse de su lado alguna vez, pero la ley podía obligarle en el momento menos
pensado. Aquel adorable rincón de la montaña estaba escondido y apartado, pero los
cazadores de recompensas eran muy persistentes. Había tenido suerte al poder
esquivarlos tantas veces, pero ¿cuánto tiempo duraría esa suerte?
Miró el interior de la cabaña, viendo la mano de Dorry allí donde ponía los ojos.
Estaba bien construida, conservaba el calor y detenía el invierno de Dakota. La
habían levantado cerca de un bosquecillo que la protegía del viento y de la nieve. El
tío de John había elegido un sitio perfecto y construido un buen refugio antes de que
la vejez y la mala salud le obligaran a venderla y a volver al este con su prole. John
había tenido suerte y la había recuperado por una ganga, y más suerte aún al
conseguir a Dorry. ¿Sería él tan afortunado algún día?, se preguntaba Luke.
Miró por una ventana. Los graneros estaban muy cerca, para poder trabajar
incluso con el peor de los climas. Un camino cubierto comunicaba la casa con ellos.
Dorry lo había construido con sus propias manos el verano anterior, y lo había
reforzado por fuera con troncos para impedir que los ventisqueros lo cerrasen
durante las nevascas. Había un pozo para sacar agua cuando se congelaba el arroyo,
como solía ocurrir durante largos períodos. La cabaña estaba rodeada de bosque en
todas las direcciones, así que la leña no era ningún problema. La tierra que el tío de
John había dedicado a la siembra era fértil y la hierba era abundante y lozana cuando
llegaba la época de alimentar el ganado que John había tratado de criar. El Missouri
estaba sólo a unos kilómetros al sur, así que el transporte de ganado o cereales para
el mercado no sería muy complicado. Luke deseaba tenerlo todo allí, mujer, hogar,
tierra y futuro, si es que tenía futuro. No lo tendría si el comisario de Arizona
averiguaba dónde estaba. Pero no podía dejar sola a Dorry, no con Cleary tan cerca y
tan deseoso de ella y sus tierras.
—¿Listo para terminar la lección antes de que haga el calor suficiente que nos
permita trabajar fuera? —preguntó Dorry.
—Listo y con ganas, señora maestra —replicó él con una sonrisa mientras se
sentaba a su lado a la mesa, donde le esperaban los libros, una pizarra y tiza.
Hacía un frío que pelaba y Luke y Dorry salieron bien abrigados para romper la
costra de hielo y que pudieran beber los animales: los caballos, dos vacas lecheras y
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
tres novillos demasiado jóvenes para el mercado. Luke cogió una herramienta
parecida a una maza y volvió al corral. Dorry le observó mientras golpeaba la dura
superficie varias veces y hacía saltar cuchillos de hielo en todas direcciones. Siguió
golpeando hasta que la costra helada cedió bajo los mazazos. Esparció los pedazos de
hielo por el blanqueado suelo. Dorry y él hicieron varios viajes con cubos para llenar
el abrevadero con agua del pozo.
—Esta noche volverá a helarse, así que tendremos que repetir la operación cada
mañana —dijo ella—. Por el momento hay espacio para lo que los animales necesitan
hoy. Al menos no ha llegado todavía esa nevasca que lleva toda la semana
amenazando con caer. He aprendido a identificar los indicios.
—Nunca había estado tan al norte. No sé nada sobre el clima de aquí.
—Dentro de poco también tú aprenderás a distinguir los indicios y te
acostumbrarás al frío.
La miró mientras murmuraba:
—Eso espero.
Dorry observó el precioso valle que la rodeaba y el cielo nublado, atenta a los
síntomas del clima mientras hablaba. Cuando había llegado, en la primavera del
setenta y seis, el prado estaba alfombrado de flores multicolores y de hierba verde. El
valle, las estribaciones y las montañas estaban cubiertos de verde, el verde de los
pinos, los abetos falsos, los abedules, los robles, los sauces y los álamos. Durante los
dos otoños que llevaba allí había visto que las hojas se volvían de fuego y luego
caían, dejando las ramas peladas y listas para cubrirse de nieve. El único verde que
veía ahora entre el manto de nieve y hielo era el de los pinos, los abetos falsos y
algunos otros árboles.
Era una época muy fría y estaban muy al norte, pero el peor tiempo, el más frío,
en su opinión, llegaría en febrero. Aquel año tenía ganas de que llegara, para
quedarse encerrada dentro con Luke. Dorry sabía que sus mejillas estaban tan rojas y
su nariz tan fría como las de Luke. Ambos llevaban guantes y varias camisetas, pero
el frío y el viento parecían encontrar siempre pequeños agujeros por donde entrar y
morderles la carne. Dorry sentía las manos rígidas y heladas dentro de los guantes, y
estaba segura de que él sentía lo mismo. Sufrió un escalofrío y entornó los ojos al
percibir unas ráfagas procedentes de Canadá que se adentraban en el valle y tiraban
de su ropa. Cada vez que hablaban, y mientras respiraban, les salía de la boca un
caliente chorro de vaho que se desvanecía rápidamente.
—Sacaré a los novillos y los caballos para que anden un poco y estiren las patas
—dijo Luke—. La nieve no es muy profunda y podrán moverse un rato. Me llevaré
las vacas cuando hayas terminado con ellas.
Mientras él hacía lo indicado, Dorry recogió los huevos, pero dejó las gallinas
encerradas porque el frío era demasiado intenso y la nieve demasiado profunda para
que salieran. Echó comida en el suelo del gallinero y les dio agua. Luego aseguró la
puerta, utilizó nieve derretida para limpiarse las botas y volvió a la casa. Dejó la cesta
en la mesa y cogió un cubo de madera. No quería arriesgarse a ir demasiado cargada,
dado que el camino estaba helado y la tierra resbaladiza.
Dorry se dirigió al granero. Luke había subido al pajar por la escalera de
madera, había abierto una trampilla y estaba bajando paja para el ganado. Dorry
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
cerró la puerta y echó el cerrojo, porque el viento soplaba fuerte y helado. Habló
suavemente a los animales mientras ponía un taburete al lado de las patas traseras de
una vaca. Detestaba quitarse los guantes, pero tenía que hacerlo para ordeñar bien al
animal. Siguió hablando en tono melifluo mientras apretaba las ubres con toda la
rapidez que sus dedos helados le permitían.
Cuando terminó, apartó el cubo para que no se volcara mientras preparaba a la
segunda vaca. Concluida la faena, Dorry retiró el taburete, se volvió a poner los
guantes y sacó las dos vacas a pastar. Cuando Luke se reunió con ella, le dijo que
podían esperar hasta el día siguiente para limpiar los pesebres de los animales.
Luke llevó el cubo de leche a la casa con mucho cuidado y con Dorry detrás. Ya
dentro de la casa y con las puertas cerradas, el fugitivo dejó el cubo en la mesa de la
cocina, junto a la cesta de los huevos.
Dorry se quitó el chaquetón y la bufanda y los colgó en la percha. Luego se
descalzó los guantes y los guardó en el bolsillo del chaquetón antes de quitarse las
botas de trabajo, sucias y húmedas, y ponerse unas zapatillas de estar por casa,
limpias y cálidas. Luke hizo lo mismo, utilizando las botas y ropas de John, ya que
había abandonado el campamento demasiado aprisa para llevarse sus enseres. Si no
hubiera sido por las pepitas de oro que llevaba en el bolsillo, habría tenido que robar
comida, una pistola y ropa. Se alegraba de no haberse visto obligado a infringir la
ley, aunque fuera un hombre perseguido.
Dorry se acercó al fuego para calentarse las manos y Luke se reunió con ella.
Mientras el hombre y el fuego contrarrestaban el entumecimiento de sus manos y de
su cuerpo, Dorry se relajó y saboreó aquellos momentos que pasaban juntos.
Durante un rato al menos, Luke fue capaz de distraerla de sus constantes
preocupaciones. Más tarde habría que batir leche para convertirla en mantequilla,
atender a los animales, echar leña, limpiar, calentar agua para lavar la ropa y luego
plancharla. También había prendas que remendar y coser, faenas para las que se
necesitaba más tiempo. Tiempo que quería pasar con Luke.
Él miraba los llameantes rizos que sobresalían del pañuelo que se había puesto
en la cabeza para trabajar con aquella temperatura. Como si se diera cuenta de lo que
llamaba la atención de Luke, Dorry trataba de arreglarse el cabello, pero él le cogió
los dedos para terminar de calentárselos.
—Estás preciosa. Podría estar todo el día mirándote, mujer.
Ella le devolvió la sonrisa y acarició su mejilla helada.
—Yo también a ti.
—¿Estarías mirándome todo el día? —preguntó él, lanzando una alegre
carcajada. Apoyó la mejilla en la cabeza femenina. Su cabello negro contrastaba con
los rizos de fuego de Dorry. Ella había entrado en su vida y la había cambiado, y le
había cambiado a él, en ambos casos para bien, para mejor. Casi, le advirtió una voz
interior. Ojalá pudieran ser felices y estar a salvo en algún lugar.
Dorry se echó hacia atrás y lo miró a los ojos. Le acarició la mandíbula, un poco
áspera ya, porque se había afeitado la noche anterior. Era tan atractivo y tenía una
expresión tan enternecedora que siempre que le miraba y le tocaba, tenía que
contener la respiración. Qué suerte tenía por haber conocido a aquel hombre tan
extraordinario; y aún sería más afortunada si pudiera empezar de nuevo con él.
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
Mientras le acariciaba los labios con la mano, le dijo:
—Ojalá una ventisca nos dejara incomunicados para siempre y nadie pudiera
entrar en nuestra tierra.
Luke cogió los pícaros dedos de la mujer y depositó varios besos en las yemas.
Quería cogerla en brazos, llevarla a la cama y hacerle el amor de nuevo. Aunque
aquello no sería suficiente. La deseaba más de lo que deseaba comer, beber y
respirar. Pero no podía olvidar el peligro que los rodeaba; tenía que estar en guardia
mientras fuera de día.
—Yo también deseo lo mismo.
Dos días más tarde, Luke dijo que se iba a cazar antes de que llegara la nevisca.
Mientras estaba fuera, Dorry se encargó de las faenas de la casa.
Al caer la tarde empezó a preocuparse porque Luke no regresaba. Fue de
ventana en ventana para mirar fuera. De las ramas cargadas de nieve colgaban
carámbanos de todos los tamaños. Caían copos blancos, cada vez más espesos, sobre
la tierra ya cubierta de nieve. Dorry escuchaba el viento que silbaba en el valle y vio
que agitaba los árboles cercanos a la casa. Oyó el aullido de los lobos, aunque no
solían salir del bosque. La creciente niebla impedía ver bien los alrededores,
limitando la visibilidad. Ya cerca del crepúsculo aumentó la oscuridad.
Dorry estaba inquieta. Pidió al cielo que no le hubiera ocurrido ningún percance
a su amante, que no se encontrara a merced del mal tiempo y los animales salvajes.
Era demasiado tarde para ensillar el caballo y buscarlo; la oscuridad y la nieve no
tardarían en borrar su rastro. Ni siquiera había dicho hacia dónde se dirigía al
marcharse por la mañana. Lo único que podía hacer era esperar, preocuparse y rezar.
Entonces oyó bufidos de caballo y golpeteo de los cascos. Se acercó corriendo a
la puerta y la abrió. Casi resbaló en el hielo del porche al acercarse a la esquina y
mirar hacia el granero. Luke estaba guardando el caballo después de haber dejado
unos cuantos conejos en el suelo helado. Dorry tiritó y los dientes le castañetearon,
pero no quiso entrar en la casa hasta haberlo visto. Vio que Luke recogía los conejos y
se dirigía hacia ella.
—Entra en la casa, mujer; está helando aquí fuera. El porche resbala como si
fuera de sebo; podrías caerte y romperte una pierna —dijo Luke, cogiéndola del
brazo y conduciéndola hacia el interior. Cuando cerró la puerta, le soltó el brazo y
dejó los conejos en la mesa de trabajo—. Las contraventanas deberían estar cerradas
ya. Iré a hacerlo. Acércate al fuego y caliéntate.
Luke rodeó la casa y fue cerrando los postigos. A continuación echó el pestillo
de la puerta y de las contraventanas interiores. Por fin se quitó el chaquetón, los
guantes y la bufanda de lana. Conforme se quitaba prendas, Dorry las recogía y las
colgaba en una percha de madera sin desbastar. Guardó los guantes en un bolsillo
del chaquetón. Luke habría querido hacerlo por sí mismo, pero ella insistió en
ayudarle, con lo cual Luke no pudo ocultar el agujero que Dorry no tardó en
descubrir.
—¿Qué es esto? —preguntó Dorry cuando su dedo tropezó con un agujero en la
manga del chaquetón. Miró alarmada a Luke, que bajó la vista, y añadió—: No me
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
dirás que te lo ha hecho una rama. Reconozco un agujero de bala cuando lo veo.
¿Qué ha pasado? ¿Por qué has tardado tanto en volver?
—Un cazador que debió de confundirme con una pieza.
—¿Le disparaste para hacerle saber que se equivocaba?
—Sí, por encima de la cabeza, y salió corriendo como un conejo asustado.
—Era uno de los hombres de William Cleary, ¿verdad? Te disparó a propósito.
Cleary sabe que estás aquí, ¿no es así?
—Deja de darle vueltas, Dorry. Estoy bien. No me han herido. No sabemos si
me apuntaba a mí y no sabemos si Cleary me ha visto. Me he escondido siempre que
ha venido a verte y he escondido mi caballo.
Dorry comprendió que a Luke le preocupaba la posibilidad de que el
robatierras se envalentonara.
—No te crees eso ni en sueños y yo tampoco. Estás en peligro.
—He estado en peligro durante casi un año, mujer. Una amenaza más no
significa gran cosa para mí. No dejaré que Cleary nos haga daño. Sé disparar mejor
que cualquiera de sus hombres. Y tú también. Además, no puede hacer nada con esta
tormenta.
—Aun así, será mejor que estemos alerta. La cena está preparada y estoy segura
de que tú también. Caliéntate y comeremos; ya hablaremos después. Luego te coseré
el chaquetón. ¿Te apetece café caliente para desentumecerte los músculos?
—Claro. Y podríamos leer un rato —sugirió Luke, con la esperanza de
distraerla del nuevo problema—. Yo velaré por la seguridad de los dos.
Dorry sabía que lo intentaría, pero su destreza y su confianza podían ser
insuficientes frente a un hombre decidido como William Cleary. Cleary todavía no
había querido, o no había necesitado, hacerle daño a ella, aún, no. Pero en el caso de
su amante y protector era diferente. Costara lo que costase, Dorry tenía que mantener
a Luke James vivo e ileso.
Dos semanas más tarde, Luke insistió en irse a cazar de nuevo.
—Necesitamos carne fresca, mujer. No podemos comer salazones durante más
tiempo. No podemos vivir de huevos, pan y grasa animal. Y no podemos matar los
novillos ni las gallinas, porque los necesitarás más adelante. Tampoco podemos
quedarnos aquí prisioneros, Dorry. Cleary no ha intentado nada, así que es posible
que el disparo sólo fuera una casualidad.
—O quizá quiere que nos confiemos antes de atacar de nuevo. No me fío de él,
Luke. Por favor, no vayas. Podemos comer cualquier cosa hasta que haya más
seguridad.
—¿Y cuándo habrá más seguridad para ir a cazar, Dorry? El invierno es la peor
estación para cazar si la presa es un hombre. La primavera le ayudará más a él que a
nosotros. Con un ciervo o un gamo tendremos comida para algún tiempo.
—Debería ir contigo. Los hombres de Cleary no…
—¿Y quién cuidará de la casa? Si desaparece, ya no tendrás que decidir entre
irte y casarte con él; ¿no se te ha ocurrido?
Dorry se quedó atónita y aterrorizada.
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
—¡No se atreverá a quemar la casa!
—¿No? ¿No lo haría para conseguir lo que quiere? Quédate aquí. Armada.
—No puedo discutir contigo, Luke. Ten muchísimo cuidado.
—Lo tendré, Dorry…
Ella percibió la expresión de sus ojos castaños y su forma de pasarse la mano
por el cabello de azabache.
—¿Qué es?
—Vete si no tienes más remedio, pero no te cases con esa víbora.
—Te prometo que no. Quizá debería venderle las tierras e irme contigo.
—Ojalá pudieras. Pero no es seguro, y no puedo convertirte en una presa, como
yo. Mientras ofrezcan dinero por mi cabeza, los cazadores de recompensas me
buscarán. No puedo permitir que una bala perdida con mi nombre te encuentre en su
camino. Quizá dentro de unos años pueda volver del Canadá y podamos… si John
no ha vuelto.
—Quizá debería ir a Bismarck y pedir información a las autoridades. Podría
hacerlo si tú te quedaras con los animales; así lo sabríamos con seguridad.
—No puedo prometértelo. Si apareciesen los hombres del comisario o los
cazadores de recompensas, tendría que irme. Luego hablaremos; la noche está
cayendo. Volveré cuando haya oscurecido.
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
—Temo que haya podido deberse a algo peor que una transacción difícil o un
pequeño accidente, señorita Dorry. De lo contrario habría enviado algún mensaje
para que no se preocupara. Ojalá accediera a venir a mi rancho y a quedarse allí hasta
que llegue él o algún mensaje suyo. Los chicos cuidarían de este lugar y de sus
animales.
—Es una oferta muy amable, señor, pero yo…
—Si su marido ha tenido mala suerte, mi querida señora, mi oferta de compra
sigue en pie. Sin embargo, la que espero que acepte es mi proposición de
matrimonio. Llevo viudo demasiado tiempo y podría ocuparme de usted y
proporcionarle todo lo que necesita si se casa conmigo.
Dorry frunció el entrecejo.
—No está bien hacer proposiciones a una mujer casada, señor. Yo he…
—Peor es compartir la casa con un extraño, señorita Dorry. Estoy seguro de que
John se sentiría muy preocupado si lo supiera. No habrá contratado a ningún
vagabundo de paso, ¿verdad? Eso sería muy poco inteligente, además de peligroso.
—¿Cómo sabe que he contratado a un hombre?
—Nuestras propiedades no están tan lejos, mi querida señora. Los muchachos y
yo lo hemos visto por los alrededores haciendo faenas y cazando.
—¿Y qué estaban haciendo ustedes en mis tierras?
—¿Quiere eso decir que los extraños son bien recibidos aquí, pero los vecinos
no?
—Claro que no, pero parece que me esté espiando.
—Es sólo preocupación por su seguridad y bienestar, Dorry querida, nada más.
Esperaba que no se quedase mucho tiempo, pero veo que sí. Le aconsejo que le diga
que es hora de marcharse.
—Agradezco su… consejo, pero no corro peligro.
—Y yo espero que siga así. Si algo la asusta, por favor acuda a mí. Mis
muchachos le animarán a irse si le causa algún problema. Y ahora, ¿está segura de
que no necesita provisiones, con dos bocas que alimentar?
—No, señor, pero muchas gracias.
—Vendré a ver cómo está dentro de unas semanas. Adiós, Dorry. Recuerde que
estoy cerca, si necesita o quiere alguna cosa.
—Gracias otra vez, señor, pero no será necesario.
—Por favor, querida señora, no me llame señor. Bill, por favor.
—Adiós, Bill —dijo Dorry, deseosa de librarse de él. No le gustaba que la
mirase de pies a cabeza ni de aquel modo. No le gustaba su labia. No le gustaba él, ni
confiaba en él.
—Hasta la vista —dijo William Cleary. Montó a caballo, sonrió, se despidió con
un movimiento de cabeza y se fue silbando una alegre melodía.
Dorry lo vio alejarse hasta que desapareció. ¡La había espiado y sabía que Luke
estaba allí! ¡Lo sabía desde hacía mucho! Quizá su visita había sido una coartada
para… La blanca piel de Dorry palideció aún más ante la posibilidad de que los
hombres de Cleary estuvieran tendiéndole una emboscada a su amado en aquellos
precisos momentos. Corrió a la casa y se puso una ropa más apropiada para lo que se
proponía; pantalón, camisa de lana, botas gruesas, calcetines de lana, calzoncillos
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
largos de hombre, el chaquetón más abrigado, bufanda de lana, sombrero y guantes
de piel.
Avanzando con cautela por la tierra resbaladiza, Dorry se dirigió al corral para
encerrar el ganado. El hielo crujía bajo sus botas y contempló la conocida neblina que
envolvía el paisaje, que indicaba que el cielo estaba preparando más nevadas. En
respuesta a sus impacientes empujones, los tres novillos entraron en el ancho pesebre
que compartían. Las dos vacas lecheras estaban en pesebres separados. Comprobó
que tuvieran agua y paja, por si el tiempo le impedía atenderlos más tarde. Sabía que
las gallinas estaban bien, así que no tuvo necesidad de ir a verlas. Después de ensillar
el caballo, lo sacó del granero y cerró la puerta para que no entraran el frío ni los
depredadores. Montó, comprobó sus armas y partió en busca de Luke James.
El sol era visible aquel día, el hielo y la nieve se habían derretido ligeramente y
habían vuelto a congelarse a causa del frío. El aliento le salía en forma de vaho.
Avanzaba atenta al chapoteo que producían los cascos de la yegua. Veía el rastro que
había dejado Luke, pues sus huellas eran agujeros abiertos en la crujiente nieve.
Volvió a rogar al cielo que estuviera a salvo.
El tiempo pasaba y no veía a Luke, ni vivo ni muerto. Sufrió un escalofrío y se
esforzó por contener el castañeteo de los dientes. El sol se había ocultado tras unas
nubes amenazadoras. La temperatura estaba bajando rápidamente. Tenía que volver
y resguardarse de aquel aire helado antes de que se hiciera de noche. Si Luke no
aparecía, volvería a buscarlo cuando amaneciera.
El suelo se estaba helando de nuevo y Dorry oía el crujido de la nieve bajo los
cascos de su montura. El viento quemaba la piel y aturdía los sentidos. Tardó más de
lo que había esperado en volver sobre sus pasos, pero por fin lo consiguió.
Desmontó, desensilló el caballo y guardó los jaeces. Antes de entrar en la casa echó
un vistazo a los animales. Sus pasos y sus jadeos eran audibles en el fantasmal
silencio del valle. Respiró de alivio al verse en casa por fin, con las ventanas y la
puerta cerradas a cal y canto. Se apoyó en la pared, cerró los ojos y dio gracias por
haber vuelto ilesa. Sólo deseaba que Luke estuviera allí con ella.
Dorry recordó que el clima era impredecible aquel mes y viajar por terreno
nevado era arriesgado y lento. También recordó lo habilidoso e inteligente que era
Luke. Pero aun así, estaba asustada. ¿Y si la noche anterior había sido la última que
había pasado en sus brazos? ¿Y si los hombres de Cleary o los cazadores de
recompensas lo habían matado? ¿Y si no volvía a verle nunca más? ¡No, no debía
dejarse arrastrar por aquellos horribles pensamientos! Su antepasada no se había
rendido ante la desesperación; el libro que su madre le había legado lo decía. Su
antepasada había encontrado la manera de vencer obstáculos imposibles, así que ella
tenía que hacer lo mismo. Nada ni nadie sería capaz de destruirla; debía tener fuerza,
dignidad, esperanza y astucia.
Al poco oyó unos ruidos. Se acercó corriendo a la puerta y pegó la oreja. No se
atrevía a abrirla por si entraba algún peligro desconocido. Tampoco podía abrir las
contraventanas para mirar fuera porque los postigos exteriores también estaban
cerrados. Pasó el tiempo y se preguntaba qué o quién estaría en el exterior. Dio un
chillido y un respingo cuando oyó llamar a la puerta.
—¡Soy yo, Dorry!
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
Dorry descorrió el cerrojo y abrió. Dio un salto hacia él y lo abrazó.
—Estaba muy asustada y preocupada —murmuró.
Luke la tuvo abrazada durante un minuto antes de entrar en la casa, cerrar la
puerta con el pie y responder con voz ronca:
—Estoy bien, mujer. Le di a un ciervo y lo dejé colgado, fuera del alcance de los
lobos. Se congelará en seguida y no se estropeará. Siento haber tardado tanto. Tuve
que disuadir a algunos lobos que querían arrebatármelo mientras lo desollaba y lo
destripaba.
—¿Hubo algún problema? —preguntó Dorry mientras le ayudaba a quitarse el
chaquetón y lo colgaba de la percha.
El hombre sonrió.
—Acabo de contarte lo que pasó.
—Me refiero a que si hubo algún problema con los hombres de Cleary. Ha
estado hoy aquí —dijo, y le relató el episodio, su pánico y lo que había hecho a
continuación.
Luke se quitó los guantes, el sombrero y la bufanda.
—Te dije que te estuvieras quieta, mujer. Lo que has hecho es peligroso. No sé
la causa, pero la caza escasea y los lobos y los osos están hambrientos y se vuelven
atrevidos. Sería conveniente que nos quedáramos en la casa y encerráramos a los
animales en el corral durante un tiempo. Dentro de unas semanas tendrá que
reaparecer la caza.
Dorry lo siguió hasta la silla que había delante del fuego y Luke se sentó para
quitarse las botas mojadas.
—¿Crees que se colarán en los graneros?
—Puede que lo intenten, pero esos graneros están bien construidos. Tus
animales están a salvo. De todas formas, mañana miraré a ver si hay algún punto
débil y, si lo hay, lo repararé.
Dorry dejó las botas en la chimenea para que se secaran y se puso delante de él.
—¿Qué vamos a hacer con Cleary?
—Aún no podemos hacer nada. Eso explica por qué me ha parecido que me
miraban durante todo el día. Supuse que eran los lobos, pero me temo que eran
criaturas de dos piernas. No intentaron nada. Mira, no hay agujeros.
—No te burles de algo tan serio, Luke. Cleary trataba de parecer tranquilo y
educado, pero intuí el mal dentro de él. No quiero que te vayas, pero si has de
hacerlo para salvarte, por favor, hazlo.
El fugitivo la sentó en sus rodillas.
—¿Ya te has cansado de mí?
Dorry se abrazó a su fuerte pecho y le acarició la mejilla helada.
—Sabes que no y que nunca me cansaré. Te quiero y te necesito. Yo…
—Basta de charla triste, mujer —dijo, recorriendo con los labios el rostro
femenino, un terreno suave que había aprendido a conocer bien desde que se habían
conocido, a principios de octubre del año anterior. Hundió los dedos entre los
mechones de cabello rojo, para calentarlos. Dorry encajaba perfectamente entre sus
brazos y en su vida. La amaba y la quería con todo su ser. Le dolía saber que
disponían de poco tiempo. Cuando llegara abril, tendría que irse, irse para que ella
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
estuviera a salvo de los hombres que le perseguían. Y aun así, ¿cómo podía dejarla en
peligro? Si al menos pudiera demostrar su inocencia…
Dorry le desabrochó la camisa mientras le besaba el pecho y se enroscaba en los
dedos los mechones de pelo color azabache, formando pequeños rizos. Le quitó la
camisa por los hombros, sin dejar de besar la morena superficie, bronceada tras pasar
años trabajando al sol del desierto, tan morena que ni siquiera los meses de invierno
habían conseguido aclararla. Dorry acarició aquel territorio firme con los dedos. Luke
tenía la piel suave y tersa. Al tocarle se sintió invadida por un deseo más ardiente
que las llamas de la chimenea. Se quitó el vestido y lo tiró al suelo; las numerosas
noches que había pasado entre sus brazos habían borrado su modestia al igual que
ella borraba la pizarra después de sus clases.
Aceptando la clara provocación, Luke se levantó con ella en brazos y se dirigió
a la cama. Allí le quitó la camiseta y la ropa interior y luego procedió a desnudarse.
Miró sus expresivos ojos azules y dijo:
—Te quiero, Dorry Sims, y también te necesito —dijo, cubriendo la desnudez de
ambos con la manta que ella había tejido y los labios de la mujer con los suyos. La
cena podía esperar; aquél era el alimento que necesitaba…
Llegó el diez de marzo y con él William Cleary. Luke estaba fuera, cazando otra
vez. Había transcurrido un mes de felicidad desde que su vecino había asomado su
arrugado rostro… semanas de paz, compartiendo pasión, lecciones de lectura y
escritura, y tranquilidad. Dorry maldijo el final de aquel respiro mientras iba a ver
qué quería el hombre de pelo canoso.
—Hace un día encantador, señorita Dorry. La primavera llegará pronto. Tiene
un aspecto tan resplandeciente y encantador como siempre.
—Todavía no necesito provisiones, señor Cleary, pero gracias por venir…
—No he venido por eso, Dorry querida. El hombre que contraté para buscar a
John me trajo noticias suyas ayer.
Dorry se echó a temblar.
—¿John está vivo? ¿Su hombre lo ha encontrado?
—Lo encontró, sí. Pero me temo que no está vivo.
Dorry sabía que Bill estaba pendiente de su reacción. Trató de mantener un
rostro inexpresivo.
—¿Cómo? ¿Dónde? ¿Está seguro de que es John?
—Detesto ser el portador de noticias tristes, pero creí que sería mejor que las
conociera usted por un buen amigo. Al parecer, al pobre John le robaron y asesinaron
unos bandidos en el camino de Wyoming. Se han encontrado pruebas de su…
desdichado fallecimiento. Creo que estos objetos son suyos. ¿Estoy en lo cierto?
Dorry cogió el paquete que le alargaba y se sentó en el porche para abrirlo, pues
las piernas le temblaban tanto que no habrían resistido más tiempo. Vio y reconoció
una hebilla con las iniciales de John. Había una carta de John, rasgada y sucia,
dirigida a ella, que leería más tarde. También había un pañuelo de la madre de su
marido, con sus iniciales, que ella no recordaba que se hubiera llevado.
—Son de John. ¿Esto es todo lo que encontró su hombre?
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
—Bueno, los bandidos se llevaron también el caballo, la silla, el dinero y otras
pertenencias. Mi detective se encargó de que enterraran sus restos.
—Ha sido usted muy amable. —Las pruebas eran irrefutables: John Sims había
muerto. Era una mujer libre. Aunque las pruebas se hallaban en unas condiciones
demasiado buenas para haber estado a la intemperie durante veinte meses. Y qué a
propósito y qué sospechoso, pensó Dorry, que los tres objetos llevaran las iniciales de
John.
—Comunicaré la noticia a la familia de John. Le agradezco el tiempo y el dinero
que le han costado estas averiguaciones.
—Bueno, ahora es usted viuda. Creo que sería más inteligente por su parte
aceptar mi proposición y que nos casemos lo antes posible.
Dorry levantó la cabeza y le miró boquiabierta.
—¿Casarnos? No puedo casarme con usted, señor Cleary.
—¿Por qué no?
—Porque no le amo.
—Con el tiempo, estoy seguro de que sus sentimientos por mí cambiarán. Es la
solución perfecta y la única para las necesidades de ambos. No puede dirigir este
sitio usted sola. No tiene dinero para conseguir ayuda y estar sola es peligroso.
—No estoy sola, tengo un empleado. Estoy segura de que me ayudará a
ganarme la vida labrando la tierra, como hizo el tío de John —dijo Dorry, a la que no
le pasó por alto que Cleary entornaba los ojos. El hombre permanecía estirado y
erguido, con la mandíbula rígida. Su falsa sonrisa se había desvanecido.
—Le daré dos semanas para que guarde luto y reconsidere mi oferta de compra
y mi proposición de matrimonio. Con lo uno o con lo otro saldrá usted ganando,
querida. A veces ocurren accidentes, Dorry. Mire lo que le pasó al pobre John cuando
menos se lo esperaba. Detestaría que se quedara sola si algo parecido le sucediera a
su empleado. Una señora como usted no debería vivir con un vulgar vaquero; no es
ni inteligente ni seguro. Estoy convencido de que tomará usted la decisión correcta
durante estas dos semanas.
Dorry captó el significado de sus frías palabras: Luke podría morir si ella no
accedía a su proposición. Pensó que era más inteligente fingir que no le había
entendido.
—Pensaré en todo lo que me ha dicho, señor. Ahora mismo, si no le importa.
Me gustaría quedarme sola para llorar a mi marido. Adiós.
Dorry se puso en pie y entró en la casa. Cerró la puerta y se apoyó en ella. Oyó
que Cleary se iba sin crear más problemas, sin duda relamiéndose por adelantado
por su triunfo. Dorry fue hacia la mesa, se sentó y puso el paquete encima. Le
apenaba que John Sims hubiera muerto asesinado. A su manera, había tratado de ser
un buen marido.
No era justo que el asesinato de John quedara impune ni que William Cleary se
quedara además con sus tierras. Pero ¿qué podía hacer? No podía avisar a las
autoridades y poner en peligro la vida de Luke, y no tenía ninguna prueba de que
Cleary fuera culpable. ¿Había alguna forma de que se les hiciera justicia a los tres, a
John, a Luke y a ella misma?
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
Dorry sacó los bizcochos del horno y los puso en la mesa.
—Puedes venir a comer, Luke —dijo mientras servía el café.
Luke entró y se fijó en el venado con especias que se había estado asando
durante horas; olía tan bien que se le hizo la boca agua. El humo aromático que
despedía el café decía que estaba demasiado caliente para beberlo. A las judías
verdes y el maíz de lata les pasaba lo mismo, y los bizcochos despedían enroscados
hilos blanquecinos que indicaban que había que cogerlos con precaución.
—Debería plantar en el huerto cuanto antes —dijo Dorry—. Ardo en deseos de
tener verduras naturales. Esta mañana he visto que han salido algunas flores.
—Todavía no hemos terminado de hablar, Dorry. No ensilles otro caballo antes
de haber montado el primero.
—No hay nada más que hablar. Hemos discutido este problema día y noche
durante dos semanas, desde que esa víbora me anunció sus condiciones. Mañana iré
a proponerle un arreglo; pondré de límite la puesta de sol.
—No aceptará tus condiciones.
—No le daré otra alternativa. O me compra la propiedad dejándome vivir aquí
o pelearé con él hasta la muerte. Esta es mi casa.
—Es peligroso y astuto, mujer. No te quedes aquí. Véndele tus tierras y vete a
Cross Corners a esperarme. Yo volveré dentro de unos años.
—Sólo venderé si me voy contigo. Podríamos emplear el dinero para empezar
una nueva vida en Canadá. Soy libre, Luke. John ha muerto, de eso no hay duda.
—Pero yo no soy libre, Dorry. No puedo poner tu vida en peligro. Espérame.
—Te esperaré, pero aquí.
—Si Cleary rechaza tus condiciones, ¿harás lo que te pido? Por favor.
—Sí, hasta ahí cedo, por ti, por nosotros. —«Por nuestro hijo. Pero no puedo
hablarte de él porque entonces no te irías ni te esconderías del comisario de Arizona,
de los cazadores de recompensas y de ese maldito vecino mío. Pero tengo que
quedarme aquí, con lo que es mío. Esta tierra es nuestra. Mataré a Cleary antes de
que la robe.»
—¿Lo harías?
—Sí —mintió Dorry—. Mañana por la noche tendremos la respuesta.
Luke la vio partir con su yegua hacia el rancho de Cleary. No estaba muy lejos y
ella sabía manejar un revólver, así que no le ocurriría nada. El único problema había
sido persuadir a Luke de que la dejara ir sola.
Dorry contempló el paisaje durante el trayecto. Era una tierra salvaje y agreste,
pero hermosa y llena de promesas. Los pájaros cantaban anunciando la primavera.
Las ardillas y los conejos correteaban a sus anchas en busca de comida. Las hojas
empezaban a vestir las ramas peladas de los árboles. Las flores silvestres se
asomaban con osadía, algunas enseñando su faz de colores. El mundo que la rodeaba
volvía a nacer y la joven policromía se mezclaba con los surtidores verdes de los
pinos que sobresalían por encima de los demás árboles. Lucía el sol y el cielo estaba
despejado. El aire todavía era ligeramente fresco, pero llevaba el chaquetón. Dorry
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
había acabado por amar aquella tierra y no podía permitir que un criminal la
despojara. Siguió adelante, decidida a salirse con la suya.
—Me has oído perfectamente, Luke. William Cleary ha muerto, un oso le mató
hace dos días. La justicia existe, y cuando no la impone la ley, la impone Dios. Ya no
representa ningún peligro para mí; me he librado de ese canalla codicioso. Cuando se
enteraron de su muerte, sus hombres se llevaron todo el dinero que encontraron en
su despacho y en su casa, cogieron las provisiones y huyeron. Sólo ha quedado el
ama de llaves y piensa irse pronto. Dice que no hay nada que me impida quedarme
con sus tierras, si las quiero. Cleary no tiene parientes, de modo que nadie me
reclamará nada. Cuando vuelvas, tendremos toda la tierra que necesitemos para
dedicarnos a la ganadería. Estaré esperando tu regreso, amor mío.
—Ojalá pudiera quedarme, Dorry, pero ahora más que nunca debo irme.
Dorry se dio cuenta de que su forma de expresarse había mejorado últimamente
y sonrió ante aquel progreso. Sus clases habían surtido efecto; ahora que sabía leer y
escribir podría cuidar mejor de sí mismo.
—Estoy muy orgullosa de ti, Luke James; has aprendido mucho. Podrás
escribirme desde Canadá poniendo un nombre falso en el remite. Y yo podré
responderte y contarte todo lo que pase por aquí. ¿Estás seguro de que no hay nada
que podamos hacer para demostrar tu inocencia? Parece que estos días tenemos una
racha de buena suerte.
El fugitivo se pasó la mano por el cabello azabache y sonrió.
—Es precisamente lo que voy a hacer. No iré a Canadá. Volveré a Arizona para
limpiar mi nombre. Lee esto. —Luke le dio el manoseado y arrugado recorte de
periódico que guardaba desde hacía meses—. ¿Recuerdas el artículo que Henderson
me leyó, el que decía que me colgarían en cuanto me capturasen? Lo he conservado
todo este tiempo, pero hoy, por primera vez, he podido leerlo por mí mismo.
Dorry desdobló el papel y lo leyó, luego miró a Luke confundida.
—No lo entiendo. ¿Qué tiene que ver este artículo con tu problema? No habla
de ti ni del homicidio.
—Lo sé. Ojalá te lo hubiera enseñado hace unos meses, así me habría dado
cuenta antes. —Entornó los ojos castaños mientras la angustia le invadía de nuevo—.
Henderson me mintió. Me engañó.
—Pero ¿y el grupo del comisario y los cazadores de recompensas que iban tras
de ti? —preguntó Dorry.
—Empiezo a creer que eran hombres contratados por él para librarse de mí y así
poder quedarse con mi veta de oro.
—Si este artículo no se refiere a ti como decía Henderson, cabe la posibilidad de
que el comisario de Arizona no haya ordenado tu captura. Y siempre podrías
demostrar que te engañó.
—Eso espero. Quienes dijeron que había dos testigos que me acusaban fueron
Henderson y aquellos falsos agentes de la ley. Dado que no maté a mi socio, o no
existen esos testigos o mintieron, quizá pagados por Henderson. Voy a ir río abajo
hasta Bismarck y telegrafiaré a las autoridades de Arizona. Es la única manera de
177
JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
Dorry se quedó en la orilla del río, observando la balsa de Luke hasta que
desapareció de su vista. Durante aquellos dos días habían hablado, se habían amado
y habían trabajado juntos. Habían escrito un telegrama que su amante iba a enviar
para conocer su suerte. Luego habían escrito otro para enviarlo si la respuesta
revelaba que Henderson había mentido. Dorry no sabía cuánto tiempo hacía falta
para recibir respuesta y Luke pensaba esperar todo el tiempo necesario. Si por alguna
horrible casualidad había una acusación oficial contra él, tendría que irse
inmediatamente a Canadá después de pasar a verla, ya que el telegrama pondría al
descubierto su paradero y éste atraería a los agentes de la ley o a los cazadores de
recompensas.
Mientras Luke estuviese fuera, se dijo Dorry, se mantendría ocupada y
distraída con las labores de la primavera. No sabía lo que haría ni lo que diría si
Luke, declarado inocente, quería regresar a Arizona en lugar de quedarse en Dakota
del Norte. Sí, sí que lo sabía, porque había que pensar en el niño que estaba creciendo
en sus entrañas. Se lo notificaría cuando volviera.
El diez de abril, al anochecer, el hombre de pelo de azabache entró a caballo en
el campo visual de Dorry, que estaba terminando las faenas de la tarde. Corrió al
granero y lo esperó allí, con los ojos clavados en él. Su corazón cantaba de alegría: ¡ha
vuelto y está bien! Se echó a reír cuando Luke se inclinó hacia ella y la montó en la
silla con él, como si así pudiera tenerla más aprisa que desmontando.
Luke la abrazó y respondió al beso embriagador de Dorry. Todo lo demás cayó
en el olvido mientras alimentaba sus hambrientos sentidos. Después de muchos
besos y abrazos, la miró con ojos enamorados.
—Estás para comerte. Señor, cómo te he echado de menos. ¿Ha habido algún
problema durante mi ausencia?
Ella miró sus ojos color chocolate y leyó en ellos lo que había querido decir.
—Ninguno, a no ser que la soledad y la preocupación se consideren problemas.
Los dos se echaron a reír sin dejar de mirarse.
—Te quiero, Dorry Sims. No sé qué habría sido de mí si no te hubiera conocido.
—Lo mismo digo, Luke James. Te quiero y te he echado de menos. Cuéntamelo
todo antes de que reviente de curiosidad. ¿Qué ha pasado?
—La avaricia y la maldad de Henderson han sido su perdición. Le hizo algo
muy parecido a otro hombre después de pensar que se había librado de mí. Utilizó a
los mismos individuos con placas falsas para asustarle y obligarle a huir. Pero el tiro
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JANELLE TAYLOR VIENTOS DE CAMBIO
le salió por la culata, porque su nueva víctima tenía un hermano que era un auténtico
agente de la ley y éste intervino en el asunto. Tendieron una trampa a Henderson, lo
detuvieron y lo ahorcaron. Las autoridades no tenían la menor noticia de que a mi
socio lo hubieran asesinado ni de que yo fuera el culpable. Lo cierto es, Dorry Sims,
que no se me acusa de nada oficialmente y que la veta sigue siendo mía. Puedo
volver a trabajar en ella o puedo venderla.
—¿Se acabó? ¿Eres libre? ¿Ya no tienes que huir ni que esconderte? —inquirió
Dorry, mientras su amante decía que sí con la cabeza a todas sus preguntas.
—Por lo que a mi respecta, ambos somos libres —dijo Luke con un guiño.
—¿Qué significa eso?
—Significa que puedes casarte conmigo si lo deseas. Esto es una petición.
—¿Dónde quieres vivir, aquí o en Arizona?
Luke jugueteaba con sus rizos rojos.
—¿Eso cambiaría tu respuesta?
—No, la respuesta es sí. Te quiero y quiero casarme contigo, y vivir donde tú
decidas.
—Creo que el mejor lugar de los dos es éste. Querremos tener niños y un
campamento minero no es el mejor lugar para criarlos. Has cambiado toda mi vida,
Dorry. Eres como un viento mágico que ha barrido todos mis problemas. Ahora que
me has enseñado a leer y a escribir, nadie volverá a engañarme. Parece que nuestro
futuro es tan brillante y hermoso como esa sonrisa tuya.
Dorry le dio un abrazo que lo abrasó de pies a cabeza. De momento prefería
concentrarse en ellos dos solos. Aquella noche, o al día siguiente, le contaría lo de su
embarazo, y seguro que se llevaba una alegría.
—¿Por qué no entramos y celebramos el reencuentro antes de cenar?
—Eso suena a gloria, mujer.
Tras encerrar el caballo, y mientras se dirigían hacia la casa, Luke le dijo con
solemnidad:
—Nunca creí que en lugar de escapar de los problemas y la muerte acabara
teniendo una esposa, hijos y una casa propia. La suerte me ha dado un empujón de
miedo y nunca mejor dicho. Soy un hombre muy afortunado, Dorry, muy
afortunado.
—Yo también, igual que mis antepasadas.
—Debería leer tu libro para aprender todos tus secretos.
—Lo leerás, futuro esposo. Pero la lectura puede esperar por ahora.
Luke James estuvo de acuerdo y pronto estuvieron haciendo el amor
apasionadamente…
***
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
LA HERENCIA DE ANNABELLE
Diana Palmer
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
El alto seto de rosas de los vecinos fue lo primero que vio Annabelle al entrar en
la gran mansión victoriana de Main Street, detrás de los fornidos mozos que habían
contratado sus padres para la mudanza. El Paso estaba muy lejos de su querido San
Luis, de las tierras verdes y los ríos caudalosos. Ya echaba de menos aquella
feracidad, pues el oeste de Tejas era seco y pardo, y le habían dicho que los ríos se
quedaban sin agua durante el estío. En lugar de las graciosas casas y los cuidados
céspedes a que estaba acostumbrada, encontró mezquites con espinas y cactus llenos
de púas, que eran peores.
—Annabelle, no te entretengas, querida —dijo su madre desde la ventana de la
habitación delantera—. Ayúdame a decidir dónde pongo las estanterías de los libros.
Annabelle se levantó las largas faldas y subió los peldaños que le quedaban,
procurando no enseñar más que los zapatos. Los hombres de la mudanza no la
miraban en aquel momento, pero aun así había que estar alerta, pensó.
Su madre se hallaba en el centro de la estancia, haciéndose aire con un vistoso
abanico de cartón que en una cara tenía una reproducción de La última cena y en la
otra un anuncio de una funeraria.
—¡Querida, querida, qué calor hace aquí en verano! —gimió—. Annabelle, nos
vamos a freír.
—Quizá no —dijo la joven con una sonrisa. Al igual que ella, su madre era
pequeña y rubia, con ojos de color verde pálido. Todas las Monroe eran así, según
había comentado su padre en cierta ocasión. Ella prefería el lado materno de su
familia, más que el paterno, que llevaba el apellido Coleman. Para mayor contraste,
los Coleman eran altos y morenos. El cabello de su padre todavía era castaño oscuro,
aunque estaba ya por cumplir cuarenta y cinco años. Sus patillas, la barba y el bigote
tenían hebras plateadas que le daban un aire de majestuosa dignidad—. Será una
experiencia nueva —añadió—. Trataremos de ser felices aquí, por papá.
Su madre suspiró.
—Sí, lo sé. Pobre Edwin, no quería aceptar el nombramiento, pero no podía
rechazarlo. Ahora es inspector de la Compañía de Ferrocarriles de Tejas y el Pacífico
y lo lógico era que lo enviaran aquí. Creo que nos relacionaremos con mucha gente.
Al menos, eso hará nuestra estancia aquí más soportable.
Annabelle hizo una mueca. Detestaba las reuniones sociales. Prefería con
mucha diferencia la compañía de los libros a tratar con las personas con las que
trataban sus padres.
Abstraída, miró hacia la casa de al lado. Era más vieja que aquella tan bonita en
la que iban a vivir ellos, y su aspecto era realmente original. Era de piedra y tenía un
limpio y pequeño jardín lleno de rosales. Pronto se sintió atraída por ella y se
preguntó quién viviría allí.
—¿Sabe algo de esa casa? —preguntó Annabelle a uno de los hombres de la
mudanza.
—Sí, señora —dijo el mozo, limpiándose el sudor de la frente con un antebrazo
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
de color chocolate—. Ahí vive John Torrance. Yo no le molestaría si fuera usted.
Detesta a todo el mundo. Echó a patadas a un hombre esta misma semana, por
pedirle que respondiera a unas preguntas para el censo. Lo echó de su casa, sí señora,
vaya si lo hizo. Es un sujeto intratable, señorita.
—Entonces, ¿es un hombre mayor?
El de la mudanza rió por lo bajo.
—Pues no. Pero tiene un carácter de los que tardan años en forjarse.
—¿Tiene familia? ¿Está casado?
El hombre negó con la cabeza y empezó a levantar de nuevo el pesado sillón.
—No creo que se le acerque ninguna mujer. Asusta cuando se le ve por primera
vez… —Una voz preguntó por el mozo—. ¡Ya voy, Ned! —Pidió disculpas a
Annabelle y se alejó por el pasillo.
Annabelle estaba intrigada por el misterioso vecino. Sus padres, ella y sus
hermanas menores, Rose y Jane, se instalaron finalmente y a ella aún le sobró tiempo
para sentarse a leer junto a un hueco que había en el seto de rosas del jardín que el
jardinero cuidaba tan amorosamente, en un banco que había al pie de un mezquite
de largas y frondosas ramas.
Tenía en las manos un libro muy especial, una herencia de familia que su madre
había guardado como oro en paño y que había regalado a Annabelle cuando ésta
había cumplido los dieciocho años. Su madre le había dicho que había varias copias
del libro. Annabelle había visto una vez el manuscrito original, caligrafiado por un
monje europeo en la Edad Media, en latín, por supuesto. Lo habían donado a la
Biblioteca del Congreso hacía casi un siglo. Por aquella época, la tatarabuela de
Annabelle había dado una copia del libro a cada una de sus tres hijas. Una de las
copias había llegado hasta ella a través de su propia abuela, Caridad Monroe.
Annabelle había visto el original durante una memorable visita a la capital de la
nación. Sus respetuosas manos habían temblado mientras recorría con los dedos la
vistosa caligrafía latina. Las delicadas páginas estaban ilustradas, y no importaba que
estuviera en latín, pues el inglés de la Edad Media habría sido igual de ilegible en
1900. Su lenguaje se habría parecido más al del Beowulf a la lengua de Shakespeare. El
latín no había resultado difícil, ya que casi todos los universitarios norteamericanos
lo aprendían junto con el griego. Annabelle había recibido clases de latín y sintió un
escalofrío inexplicable al leer algo tan antiguo y de tan incalculable valor, tener en la
mano el libro original, con sus letras historiadas: las T eran empuñaduras de espada,
las V escudos con forma de losange y las S dragones feroces.
Su ejemplar estaba guardado en un cofre de madera con incrustaciones de oro.
Le encantaba leerlo mientras suspiraba por el amor maravilloso del que hablaba el
libro. Con los dedos recorría la piel de las tapas y con los ojos acariciaba las páginas.
Había anotaciones de mujeres de varias generaciones, muchas en un incomprensible
inglés antiguo, todas relativas a un mágico sentimiento llamado amor. Una
anotación, hecha en tiempos de Isabel I de Inglaterra (¡por una de sus damas!), decía:
«El honor trae la felicidad». Fue esta inscripción la que disparó la imaginación de
Annabelle y le despertó el deseo de vivir un amor tan noble que llegara a inspirar
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
una gran obra literaria. Y Annabelle no era la única cautivada por el libro. A sus
hermanas, Rose y Jane, que todavía iban a la escuela, les encantaba sentarse en el
balancín del porche o en el banco del patio trasero, una a cada lado de Annabelle,
para oírla leer en voz alta aquel libro tan especial.
Al poco de instalarse en la nueva casa empezó a oír unos ruidos al otro lado de
los arbustos junto a los que se sentaba cada tarde a leer a las muchachas, después de
comer. Al principio fueron ruidos lejanos. Luego, lentamente, día tras día, el ruido
fue acercándose.
Una tarde Annabelle mandó a sus hermanas que entraran en la casa, se subió
las faldas del blanco vestido de encaje y buscó el origen del ruido, rodeando los
mirtos antes de que su invisible oyente tuviera tiempo de escapar.
El hombre con el que se dio de bruces hizo que se le paralizase el corazón. Era
alto, muy moreno, con ojos pequeños y del color de las aceitunas verdes. Tenía el
cabello negro como el carbón. Vestía ropas respetables, una buena camisa de
algodón, lazo, pantalón de pana y una chaqueta ligera. Pero fue su rostro lo que le
llamó la atención. La cara de Annabelle se crispó al verlo y el hombre retrocedió.
—Le ruego que me perdone —dijo con un gruñido—. Estaba podando los
rosales. No quería interrumpir.
Entonces vio las tijeras en su mano izquierda y el corazón empezó a latirle con
tanta fuerza que temió desmayarse. El corsé de ballenas le impedía respirar con aquel
calor y jadeó por falta de aire.
—¿Va a desmayarse? —preguntó el hombre con sonrisa sarcástica—. Poco ha
tardado en decidirse.
Annabelle se estiró, pálida pero resuelta.
—Usted debe de ser el señor Torrance —dijo, alargándole la pequeña mano—.
Soy Annabelle Coleman. Acabo de mudarme aquí con mis padres y dos hermanas
menores. Mi padre trabaja para la Compañía de Ferrocarriles de Tejas y el Pacífico.
El hombre no estrechó la mano de Annabelle y las anchas y blancas cicatrices
que le cruzaban la mejilla parecieron dilatarse mientras su rostro se tensaba. No
llevaba barba para ocultarlas ni parecía turbado o avergonzado. Pero no dijo nada.
—¿Qué le ha ocurrido en la cara, señor Torrance? —añadió amablemente, con
más preocupación que lástima.
El hombre parpadeó. Nunca se había presentado nadie ante él con aquellas
palabras. Pareció titubear.
—Si le ha molestado la pregunta, la retiraré —prosiguió Annabelle con tono
conciliador.
—No me ha molestado, viniendo de usted no —dijo el hombre con calma—.
Estaba en México persiguiendo sediciosos. Los yaquis nos capturaron en el desierto,
a mí y a otro voluntario.
—¿Los yaquis? —dijo Annabelle. Se quedó esperando, ya que no conocía la
palabra.
—Usted los llamaría indios. Eran hombres desesperados. Pensaron que yo
trabajaba para el ejército regular, así que me dieron un buen escarmiento. El hombre
que estaba conmigo murió.
Fue una observación contundente y daba una vivida imagen de lo que debía de
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
haber soportado.
—Esto es sólo lo que se ve —añadió, tocándose la mejilla llena de cicatrices y
riendo con frialdad.
Annabelle se mordió el labio inferior.
—Fue con cuchillo, ¿verdad? —dijo—. Debió de dolerle mucho. Lo siento, señor
Torrance. Siento haberle hecho evocar recuerdos desagradables con mis preguntas
tontas.
El hombre restó importancia a su preocupación agitando una mano grande y
bronceada. Entornó los ojos buscando los suyos.
—No tiene miedo de mí.
Ella sonrió.
—¿Debería tenerlo? Tiene usted unas rosas magníficas, señor Torrance. Las he
admirado, y su casa también, desde el momento en que llegamos.
—¿Le gustan las flores, señorita…? —dijo con un brillo en la mirada.
—Coleman. Sí, me gustan mucho.
El hombre la observó despacio, desde el ancho moño rubio que formaba una
especie de halo alrededor de su rostro oval hasta sus suaves ojos verdes, mucho más
oscuros que los de él. El alto cuello de encaje se le movía como si tuviera el pulso
acelerado. El encaje de su pecho también subía y bajaba con rapidez, pero el hombre
fue lo bastante caballero para no bajar indiscretamente la mirada.
—Es usted muy joven, señorita Coleman —comentó.
—Veinte años, señor —respondió ella—. No tan joven.
—Cuando tenga treinta y seis no pensará lo mismo.
—Por entonces estaré en la flor de la vida —respondió Annabelle con
coquetería, sonriendo.
El hombre levantó las podaderas.
—Tengo que seguir con mi trabajo.
—¿Hace mucho que vive aquí?
—Mucho más del que pretendía —dijo él—. Mi hermano estaba inválido y me
vine a vivir con él cuando… —se detuvo—. Murió hace unos meses y me dejó la casa.
Y me quedé.
—¿Ha nacido usted en Tejas?
Torrance asintió con la cabeza.
—Pero usted sospecho que no.
—Nosotros somos de San Luis.
—Norteños.
—No es necesario que lo pronuncie como una palabra malsonante —replicó ella
con solemnidad fingida. Sus ojos verdes centellearon—. Somos buenas personas, y
no somos ni ruidosos ni impertinentes. Ya se dará cuenta de que somos unos vecinos
excelentes, aunque con una ligera inclinación a hablar demasiado.
El hombre se echó a reír. Incluso él se sorprendió al oírse. Hacía mucho que
nadie le ponía de buen humor.
—Oiga, parece mucho menos feroz cuando no riñe a la gente —añadió
Annabelle.
El hombre cabeceó.
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
—Me habla usted con demasiada confianza, señorita Coleman. Sus padres no lo
aprobarían. No soy una compañía apropiada para una muchacha de su edad.
—Yo decidiré quién es apropiado para hacerme compañía —respondió
Annabelle, aunque miró hacia la casa para ver si se movían las cortinas de la ventana
—. Si está podando los rosales mañana a la misma hora, le presentaré a mis
hermanas.
El hombre puso los ojos como platos.
—¿Para asustarlas también a ellas?
—Sólo fue un susto momentáneo —dijo Annabelle—. Usted espera que la gente
se sienta horrorizada al verle, pero en cuanto se pone a hablar, ya nadie se acuerda
de las cicatrices.
—¡Voto a Dios! —exclamó el hombre con irritación.
—¡Señor! —exclamó ella, escandalizada porque un caballero utilizara aquel
lenguaje delante de una señora. Lanzar aquella clase de exabruptos en presencia de
una señora iba, como el lenguaje malsonante, en contra de todas las convenciones
sociales.
El hombre lanzó un bufido de furia.
—Muy bien, discúlpeme. He de irme.
—Que tenga muy buenos días, señor Torrance.
El hombre le hizo una inclinación de cabeza, se dio la vuelta y se alejó.
Annabelle se percató entonces de que cojeaba y la cara se le contrajo. Las cicatrices
del rostro eran las únicas que se le veían. Se habría echado a llorar de lástima, pero
tenía la sensación de que aquel hombre aborrecía la piedad, así que su faz estaba
imperturbable cuando él se dio la vuelta repentinamente, tal como ella había
esperado. No vio ni rastro de compasión en la tranquila expresión de la joven. Se
echó a reír con ganas al comprender que se había equivocado al juzgarla y siguió su
camino.
Annabelle volvió a su casa, preguntándose cuánto tiempo habría transcurrido
desde el horrible episodio con los «yaquis» y si podría volver a andar con
normalidad. Las cicatrices de su rostro eran blancas y anchas, lo que indicaba que
eran antiguas. Las heridas recientes, como el corte que se había hecho ella en la mano
con un cuchillo, eran rojas y estaban en carne viva. Ella tenía una cicatriz antigua,
blanca y ancha como las del hombre. Pero la suya procedía de una caída que había
sufrido en la escuela de San Luis. Las de él procedían de una experiencia mucho más
aterradora.
Annabelle entró en el salón y sus padres la miraron con aire interrogante.
—Las niñas han dicho que estabas hablando con ese ermitaño que tenemos por
vecino —dijo solemnemente el padre—. No es apropiado que a una señorita la vean
sola con un hombre de su clase.
—¿De su clase? —preguntó Annabelle con aire de inocencia.
—Es un bribón —dijo su padre—. He oído hablar del señor Torrance en la
ciudad. Fue de los Rangers de Tejas, una ralea depravada. Dicen que mató a varios
hombres, querida.
—Si era agente de la ley, no me choca que lo hiciera. El abuelo Monroe también
fue agente de la ley —le recordó, sin dejar traslucir su conmoción. No tenía al señor
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
Torrance por homicida y no le gustaba pensar así de él. Sonrió a su padre—. Es un
buen hombre. Lo intuyo. Le encantan las rosas. Las cultiva.
—Bonito trabajo para un forajido de la frontera —murmuró su padre.
—No es un forajido.
—No debes contradecir a tu padre —dijo la madre con firmeza.
—Si tuviera razón, no le contradeciría —dijo Annabelle, sonriendo a su padre.
—Soy un mal padre —murmuró el hombre—. Te estoy malcriando, Annabelle.
—Ambos lo hacéis —admitió la joven—. Es un hombre amargado y dolido —
añadió—. Un buen cristiano no da la espalda a una oveja descarriada —les recordó.
El padre murmuró algo sobre las ovejas que hacían mejor servicio en la cazuela,
pero no le prohibió que volviera a hablar con el vecino. Sabía que no serviría de
nada. Annabelle era tan cabezota como él. Y tratar de salvar las almas descarriadas
de la sociedad era, como su hija decía, el deber de todo buen cristiano.
—Procura no quedarte a solas con él —le advirtió su madre—. De un hombre
así no hay que esperar buenos modales. No permitiré que tu reputación quede en
entredicho ante el mundo.
—Yo tampoco, mamá —dijo Annabelle.
—¿Es un forajido, Anna? —preguntó Rose con excitación.
—Puede que sea un atracador, como el tal Cassidy —dijo Jane.
—Fue agente de la ley —replicó ella—. Un Ranger de Tejas.
—¡Ah! ¡Ah! —exclamó Rose—. ¡Qué emocionante! ¿Lleva revólver? ¿Crees que
nos lo enseñaría?
—¡Rose, deberías avergonzarte! —exclamó su madre—. Lees demasiadas
novelas baratas. No cuentan historias reales. ¡Tienes que saber que son historias
ficticias!
—Donde hay humo, suele haber fuego —replicó Annabelle, sonriendo a su
madre—. Recuerda las historias que contaba el abuelo sobre fugitivos y agentes de la
ley con los revólveres humeando y vomitando fuego.
La madre se ruborizó.
—¡Una vergüenza, Annabelle! Siempre he creído que se inventaba la mayoría
de aquellas historias.
Pero a Annabelle no la engañaba. Sabía que a su madre le habían gustado tanto
como a ellas las anécdotas del abuelo sobre el salvaje oeste. Annabelle salió al patio
trasero con sus hermanas y con su precioso libro en la mano, esperando que su
fugitivo estuviese por allí. De la brutalidad de la antigua profesión de aquel hombre
optó por olvidarse.
Todos los días leía en voz alta y todos los días él la escuchaba. Ella lo sabía, él
también y la poda de los rosales sólo era una excusa. Annabelle se preguntaba por
qué no leía otros libros, si tanto le gustaba oír aquella historia. Era un hombre
curioso. Le presentó a Jane y a Rose, pero se alejó en seguida con una rápida
disculpa. Después de aquello, Annabelle guardó las distancias.
Sin embargo, aquel hombre la fascinaba. Advirtió que siempre que salía de
casa, lo cual ocurría muy raramente, montaba un caballo que guardaba en las
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
cuadras locales. Nunca iba en cabriolé o en calesa.
Un día, cuando terminó de leer a sus hermanas, se apretó el libro contra el
pecho y dio la vuelta al seto para preguntarle por qué.
—¿Y a usted qué le importa mi modalidad de transporte? —replicó el hombre,
aunque sin impertinencia.
—Siento curiosidad.
—Mi madre murió en un accidente mientras iba en calesa —respondió con
sencillez—. Nunca subo a una si puedo evitarlo.
—Hay caballos que no se acostumbran a tirar de un coche —dijo ella.
—Eso lo sé ahora —respondió él.
—Lo siento —dijo ella, sonriendo tímidamente.
El hombre observó lentamente su rostro con ojos extraños.
—¿Cómo es que sus padres le permiten hablar a solas con un desconocido? ¿No
les preocupa que pueda hacerle daño?
Annabelle bajó la mirada para que él no pudiera leer demasiado en ella.
—Son buenos padres. Confían en mí.
—Pero no me conocen —recordó él.
—En cierto modo sí. La gente habla de usted.
—Chismorreos —dijo el hombre con irritación.
—Eso también. Usted es muy reservado. La gente de los pueblos siempre
murmura de los que evitan la compañía de sus semejantes.
—No tengo interés por las relaciones —dijo el hombre, encogiéndose de
hombros.
Annabelle se acordó del funcionario del censo al que había arrojado de su casa
y de su forma de escuchar cuando leía el libro. Lo miró con curiosidad, sin saber si
hacerle una pregunta que tendría que hacerle algún día.
El vecino miró el libro que tenía en la mano.
—¿Qué libro es ese que siempre lee? —preguntó bruscamente.
—Es parte de una herencia familiar que viene pasando de madres a hijas desde
hace siglos. El original, que está en la Biblioteca del Congreso, está en latín. Es tan
antiguo que ninguna persona viva recuerda su origen, aunque es seguro que procede
de Europa. La leyenda dice que lo escribió un monje. Desde luego, es una historia
que inspira respeto.
—Usted lo lee de un modo muy estimulante.
—Gracias —dijo Annabelle sonriendo—. ¿Tiene usted algún libro preferido,
señor Torrance?
—No —dijo el hombre con rostro inexpresivo.
—¿Ni siquiera la Biblia?
Torrance apretó los dientes y no respondió.
Ella se le acercó.
—Señor Torrance —dijo con amabilidad—, usted no sabe leer, ¿verdad?
El hombre la miró con cólera, giró sobre los talones y se dirigió a su casa.
Annabelle hizo una mueca, asqueada de sí misma. No debería haberle preguntado
aquello tan bruscamente, tendría que haber esperado a que surgiera. Ahora le había
ofendido y ya no querría acercarse a ella nunca más. ¡Ah, qué mala lengua tenía!
187
DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
Annabelle entró en la casa con malhumor y su madre le preguntó cuál era la
causa.
La muchacha levantó los ojos hacia su madre, sonrió con nostalgia y respondió:
—Es por la parte del libro que estoy leyendo ahora —mintió—. Es muy triste.
—Ah, pero tiene un final feliz —dijo la madre, que lo sabía porque había leído
el libro varias veces—. No dejes que los obstáculos se interpongan en tu camino,
querida. El amor verdadero ha de recorrer un camino difícil para merecer ese
nombre. Quien algo quiere, algo le cuesta.
Aquello sólo era un refrán, pero Annabelle se dio cuenta de que había esperado
que su amistad con John Torrance avanzara con fluidez, sin dificultades. No era así.
Era un hombre resentido y orgulloso. Si no sabía leer ni escribir, no querría admitirlo
y menos ante una mujer que era una extraña para él. Ella le había atropellado y
avasallado. Tardaría algún tiempo en reaparecer. Pero si reaparecía, quizá pudiera
ayudarle.
Qué triste era que un hombre llegara a semejante edad sin saber leer. Era una
gran lástima. Porque ¿qué sería la vida sin la alegría de explorar a otros seres
humanos a través de las páginas de un libro? Había muchos autores que se habían
convertido en amigos de Annabelle gracias a sus palabras, a palabras que en
ocasiones habían recorrido los siglos para acabar ante sus ojos, su corazón y su
mente. Cuánta historia había en aquellos trazos negros que destacaban sobre el papel
blanco. Ay, ay. Fuera como fuese, enseñaría a leer al señor Torrance. Aquel hombre
no sospechaba la de mundos que ella podía enseñarle si le dejara. Annabelle siguió
leyendo a sus hermanas en el jardín durante los días siguientes, pero ya no volvió a
oír crujidos al otro lado del seto. La casa vecina permanecía en silencio.
La muchacha empezó a desesperarse, pues no podía ir directamente a su puerta
y exigirle que hablara con ella. Aunque ahora que había tenido un atisbo de la razón
que motivaba su mal carácter y su reclusión, tenía que ayudarle. ¡Si al menos
reapareciera! Ella tendría más paciencia y esperaría todo el tiempo que hiciera falta
para ganarse su confianza.
Un día, cuando ya parecía que el hombre había renunciado definitivamente a
espiar sus veladas con sus hermanas, volvió a oír el seco tijeretazo de las podaderas
al otro lado del seto. Tuvo que contener las lágrimas, porque aquello venía a ser una
respuesta a sus plegarias.
—Annabelle, ¿has oído…? —fue a decir Jane.
Annabelle se llevó el dedo a los labios, advirtiendo también a Rose, que quería
decir algo y tenía los ojos como platos. Rose comprendió y dijo:
—Qué libro tan emocionante. Nunca me canso de oírte, Anna.
—Ni yo tampoco —dijo Jane—. Continúa.
Y Annabelle continuó, lentamente, pronunciando con claridad cada palabra.
Las podaderas estuvieron en silencio hasta el fin de la velada. Luego volvieron a
oírse, con más animación.
Esta vez, sin embargo, Annabelle no rodeó el seto para encontrarse con el
jardinero, sino que siguió a sus hermanas hasta la casa. Durante varios días leyó el
libro hasta que, finalmente, lo terminó.
—Qué historia tan maravillosa —dijo Jane con un suspiro—. ¿Crees que es
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
posible un amor así, Annabelle? ¿Pueden un hombre y una mujer quererse hasta el
extremo de arriesgarlo todo para estar juntos?
—Creo que es posible —dijo Annabelle con cautela—. Nunca he estado
enamorada. Pero algún día lo estaré. Y vosotras también. ¡Y ahora, largo! Mamá os
estará esperando para que la ayudéis con el edredón.
—Detesto los edredones —murmuró Rose.
—Y yo también —añadió Jane.
Entraron en la casa todavía protestando. Annabelle se demoró en el banco,
titubeando. Aguzó el oído por si oía rumor de pasos y se preguntó si el antiguo
Ranger se habría ido ya a su casa.
Pero un minuto más tarde oyó un susurro y el hombre apareció por el extremo
del seto con las podaderas en la mano. No parecía sentirse bien.
—¿Ha sabido durante todo este tiempo que estaba ahí? —preguntó, señalando
el seto con la cabeza.
—Sí —respondió ella con sencillez, mordisqueándose el labio inferior—. Siento
haberle incomodado la última vez que hablamos. A veces soy algo impetuosa y digo
cosas que no debería decir.
El hombre restó importancia a aquello agitando la mano.
—He sido una víctima de las palabras durante la mayor parte de mi vida. Mis
padres eran analfabetos y yo trabajaba tanto en el rancho que no fui a la escuela.
Nunca he sabido leer ni escribir. Y se ha convertido en algo vergonzoso para mí. El
funcionario del censo quería que le rellenara un formulario, sin molestarse en
preguntarme si sabía leerlo.
—¿Y por eso lo echó con cajas destempladas?
El hombre rió por lo bajo.
—Veo que mi fama vuela.
—Ya lo creo —dijo Annabelle, apretando el libro con más fuerza.
—He disfrutado oyéndola mientras leía ese libro —dijo al cabo de un minuto—.
¿Lee exactamente sus palabras o improvisa mientras lo lee?
—Oh, no, leo exactamente lo que está escrito desde hace muchísimos años —
dijo, sin aflojar el abrazo del libro—. Es una traducción, claro, y puede que haya
alguna pequeña diferencia respecto del original. Pero la historia es la misma. —
Titubeó, sin dejar de mirarle—. Cuando leí la Biblia, aprendí cosas sobre gentes y
lugares que existieron cuando Nuestro Señor andaba por la Tierra. Cuando leo un
libro de poesía o de prosa, oigo palabras que alguien pensó hace siglos. Es… es como
comunicarse con gente que lleva mucho tiempo muerta. Sus ideas, sus sueños, sus
metas, sus penas, todo está en el papel para que yo lo vea y medite sus experiencias.
—Sus ojos brillaban de emoción mientras le hablaba animadamente—. Puedo ver en
el pasado a través de las páginas de este libro —añadió, acariciando la cubierta de
piel hasta llegar al pequeño broche de latón que lo cerraba—. Puedo oír los
pensamientos de algunos de los más famosos pensadores y soñadores que ha habido
en el mundo.
—¿Yo podría… hacer eso si supiera leer? —preguntó el hombre.
—Oh, sí. Y mucho más que eso, podría escribir lo que piensa y lo que siente. Y
quizá, dentro de cien años, alguien leerá lo que usted ha escrito y sabrá la clase de
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
persona que ha sido, dónde vivía y lo que pensaba y sentía.
El hombre esbozó una sonrisa.
—Parece cosa de magia.
—Lo es —dijo Annabelle fervientemente—. ¡Lo es!
El hombre vaciló, levantando los ojos de las tijeras para mirar la enrojecida cara
de la joven.
—Señorita Coleman… ¿podría usted… enseñarme… a leer y escribir?
—Creo que sí —dijo ella, sonriendo—. Oh, sí, creo que sí, señor Torrance, si
usted quiere que yo lo haga.
Él asintió con la cabeza y miró hacia la casa de la muchacha con una mueca.
—No me gustaría que mi… falta de estudios fuera de conocimiento público.
Desde luego, su familia tendrá que saberlo, de lo contrario se opondrá.
—Eso ya lo sé.
—Y no debemos quedarnos solos —subrayó el hombre.
—¡Caballero! —dijo ella, ruborizándose.
—No quiero parecer impertinente. Pero por el bien de su reputación —insistió
el hombre—, sus hermanas deberán acompañarla si viene a mi casa.
—Estoy segura de que tendrán mucho gusto en hacernos compañía.
Él no. Pero quería aprender a leer. En los labios de la muchacha había sido
como encontrar el final del arco iris.
—Entonces, ¿hablará usted con sus padres o prefiere que lo haga yo?
—Yo lo haré —dijo Annabelle—. Será más fácil.
Él estuvo de acuerdo.
—Entonces… ¿cuándo me lo hará saber?
—Tan pronto como sea posible. ¿Mañana?
—Mañana —dijo él, y se dirigió rápidamente al otro lado del seto, cojeando más
de lo habitual. Ella le vio marchar con una curiosa sensación de placer. Era el
principio de algo. El tiempo diría de qué.
Annabelle habló con sus padres aquella misma noche, dispuesta a luchar a
brazo partido, si era necesario.
Pero, sorprendentemente, el padre se quedó atónito ante lo que le dijo.
—¡Pobre hombre! —exclamó, dejando el periódico que estaba leyendo—.
Annabelle, eso tiene que representarle una gran desventaja en su trabajo.
—Ya lo creo, padre —dijo ella—. Lo que me da ánimos es que haya sido capaz
de admitir su ignorancia. Tengo tiempo, ya lo sabes, y una de mis mejores amigas en
San Luis era Matilda Hawkins, que era maestra de escuela. Yo la observaba e incluso
la ayudé en alguna ocasión cuando enseñaba en la escuela primaria. Estoy segura de
que sé cómo se enseña a leer.
—En ese caso, no pondré objeciones. Pero no debes ir a su casa sola…
—Rose y Jane pueden venir conmigo —dijo Annabelle con una sonrisa.
El padre asintió con la cabeza.
—Muy bien. Y nada de ir por la noche.
—Por supuesto que no.
La madre, que no había perdido prenda, pero no había querido intervenir,
asintió también.
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
—Me admira tu interés por ese pobre hombre, Annabelle. Quizá nos
equivocamos al juzgarle tan duramente por las apariencias.
—O quizá no —dijo el señor Coleman—. De todas formas, aprender a leer y
escribir le ayudará a mejorar como persona.
Aquel comentario puso fin a la conversación. Complacida por haberse salido
con la suya, Annabelle fue a su habitación y se tendió en la cama de dosel con
cortinas de encaje y, empuñando lápiz y papel, se puso a trazar un plan de estudios.
Una semana más tarde empezaron a dar fruto los encuentros diarios que tenía
con John Torrance, con las hermanas delante. Impaciente al principio por la lentitud
de sus progresos, Torrance había acabado aceptando que no iba a adquirir cultura de
la noche a la mañana. Dejo de quejarse y empezó a trabajar duro y a copiar cada letra
del alfabeto hasta que las conoció de memoria. Luego pasaron a la pronunciación de
las vocales. La segunda semana ya estaban listos para empezar con textos sencillos
de la cartilla.
Torrance leía cada palabra cuidadosamente, deteniéndose para preguntar su
significado Annabelle era el espíritu de la paciencia y no le daba prisa ni se enfadaba
cuando olvidaba alguna letra o tenia que pronunciar una vocal para que él la
aprendiera.
Cuando fue capaz de leer una frase entera sin ayuda, su sonrisa fue
deslumbrante.
—No sabía que pudiera ser divertido —comentó.
—Pues claro que lo es —respondió ella amablemente—. Y esto es sólo el
principio, señor Torrance.
—Ya lo creo —dijo Jane, contagiada del entusiasmo de los adultos— Ahora
podrá leer sobre otros países y otras gentes, por ejemplo sobre los indios.
Torrance frunció los labios y entornó los ojos.
—¿Que indios?
—No entiendo —dijo Jane.
—¿Qué tribu?
—¡Ah, tribu! Como los comanches y los apaches.
—Eso es. Veamos, ¿sabe usted distinguir unos de otros?
—No ¿Y usted? —preguntó Jane emocionada.
Él sí lo sabía y le costó menos de un minuto explicar que los penachos y cintas
emplumadas que llevaban los guerreros y jefes comanches en la cabeza eran
diferentes de las cintas de tela que llevaban los apaches.
No sólo su forma de vestir era diferente, sino también su lengua y su forma de
vida Los indios de las llanuras vivían en «tipís», tiendas altas y circulares cubiertas
de pieles, mientras que los apaches construían chozas redondas de madera y hierbas.
—Incluso las flechas son diferentes, y las cuerdas con que atan las puntas de
flecha son de tendones o de pellejo sin curtir —prosiguió— En aquellos tiempos no
sólo se sabía qué tribu había hecho una flecha en concreto, sino que guerrero de la
tribu la había hecho.
—|Eso es fantástico, señor Torrance! —dijo Rose con entusiasmo—. ¡Sabe usted
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
un montón sobre los indios!
—Ya lo creo que sí, señorita Rose —dijo él, sonriendo con frialdad.
Annabelle pensó que era más prudente cambiar de tema, y comentó que el
tiempo pasaba y que aun tenían que tocar muchas más cosas en aquella lección.
Más tarde, las muchachas se dirigieron hacia el seto mientras Annabelle se
quedaba atrás con John Torrance.
—Disculpe si Jane le ha incomodado con sus preguntas —dijo.
—Al contrario —respondió el hombre—. Me gusta hablar sobre los pocos
asuntos en los que no soy un ignorante.
—Si se ha sentido incómodo por mi culpa… —dijo ella ruborizándose.
—No sea absurda —dijo el hombre con brusquedad— Es sólo que me siento
ignorante cuando veo lo bien que lee usted Sé mucho sobre indios, mexicanos y
revólveres, pero muy poco de la sociedad educada.
—Yo creo que sus modales están muy desarrollados —respondió Annabelle,
sonriendo al recordar la meticulosidad con que les había servido el té, a pesar de la
antigüedad y estado de la tetera y las tazas, no era un juego caro, pero estaba limpio.
Lo miró, fascinada como siempre por la elegancia de su porte. Era un hombre
alto, pero al contrario que muchos hombres altos, no andaba agachado para
disimularlo Iba con la espalda recta como una flecha y la barbilla levantada. Tenía
una forma de mirar a los demás que habría intimidado a cualquier delincuente. No
parpadeaba ni apartaba la mirada. Miraba directamente, y había franqueza en su
expresión. Incluso conociéndole tan poco, Annabelle le habría confiado su vida No
dejaba de llamarle la atención que le hubiera causado una impresión tan fuerte. Sin
duda era, se dijo, porque era un alumno aplicado.
Se detuvieron junto a la fila de arbustos que formaban el seto, donde
comenzaba el sendero que conducía a la casa de la muchacha. Las lámparas de gas
estaban encendidas dentro y la luz salía por las grandes ventanas, bañando la hierba
verde y el porche delantero. El rincón donde se encontraba Annabelle con su alumno,
sin embargo, estaba gratamente oscuro.
—La próxima semana intentaremos algo más difícil —prometió ella.
—¿Y este fin de semana?
—Siempre voy a la ciudad con mi familia los sábados, y a la iglesia los
domingos.
—Entiendo.
—Usted no frecuenta la iglesia.
Torrance hizo un movimiento torpe con los hombros.
—No voy nunca. Pero eso no significa que no crea en Dios. Un hombre que ha
visto y sufrido lo que yo tiene que creer en Él para no volverse loco. Hoy más que
nunca estoy convencido de que hay una mano que guía nuestra vida.
La muchacha sonrió con complacencia.
—Algún día debería pisar la iglesia.
—¿Con esta cara? —preguntó el hombre con ligereza—. Las señoras saldrían
dando gritos por todas las puertas del edificio.
Annabelle se acercó a él y le puso la mano en el brazo con suavidad. Era
sorprendentemente fuerte y musculoso, cálido bajo sus fríos dedos. Le oyó tragar
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
una bocanada de aire y se estremeció.
—No es usted tan desagradable como al parecer cree —le dijo—. Es usted un
hombre valiente y bueno.
Torrance se quedó inmóvil.
—Se está usted arriesgando —dijo.
Había crispación en su voz y Annabelle advirtió en su actitud una tensión que
no había estado allí antes.
—No entiendo —balbució.
Torrance rió con sorna.
—¿No? —dijo.
La sujetó firmemente por los brazos y la puso ante sí. Mientras Annabelle
barajaba frenéticamente varias salidas, Torrance se inclinó sobre ella y la muchacha
sintió en sus labios vírgenes la breve y fuerte presión de la boca masculina.
Annabelle gimió, pero no le abofeteó ni dijo nada cuando él se apartó y la dejó
respirar. En realidad se quedó quieta, más fascinada que nunca, paralizada en el
tiempo por aquella inesperada acción, que no fue en absoluto desagradable.
El hombre apretó los dedos, haciéndole daño en los brazos.
—No ha retrocedido —murmuró con voz profunda—. ¿De verdad no soy
repugnante o es que simplemente siente curiosidad? ¿No la habían besado nunca?
La mente de Annabelle sólo consiguió asimilar una pregunta.
—Nunca —susurró, quedándose muy quieta, temerosa de que el hombre se
fuera si ella se movía. Su libro hablaba de besos, pero ella no los había conocido hasta
ahora. Era la primera vez que los experimentaba—. Señor Torrance —prosiguió en
voz baja, tratando de ver su cara a la escasa luz reinante—, ¿querría… podría…
repetir… por favor?
El pecho de Torrance se infló y desinfló visible y audiblemente. Su conducta era
inmoral y debería estar avergonzado. Ella era muy joven y él sabía más de la vida.
Pero la atracción de sus suaves labios era superior a sus fuerzas.
Se inclinó de nuevo para complacerla y ella mantuvo los ojos abiertos. Apenas
podía distinguir los del hombre. Torrance los cerró y Annabelle vio sus espesas
pestañas cuando sus labios volvieron a besarla. Pero esta vez hubo una diferencia.
Los labios masculinos se demoraron, acariciaron, levantaron, recorrieron y
juguetearon hasta que la muchacha empezó a percibir curiosas sensaciones que se
concentraban en su pecho y en su bajo vientre. Annabelle contuvo el aliento y,
mientras él seguía con su tierno ataque, el cuerpo femenino empezó a tensarse y a
temblar.
Instintivamente se pegó a él y descubrió que las manos del hombre toleraban
ávidamente aquella familiaridad. Antes bien la potenciaron, cerrándose alrededor de
sus hombros y su cintura para estrechar el cuerpo femenino contra sí.
Aquello sí que era magia, pensó presa del vértigo. ¡Sentía las piernas del
hombre tocándola a través de la falda, y el pecho masculino aplastado contra el suyo
por encima del corsé! Annabelle dejó escapar un suave gemido y levantó los brazos
para rodearle el cuello.
Torrance apartó los labios por fin. Annabelle sintió su aliento, irregular, cálido y
con olor a café, y se quedó de puntillas, mareada, hambrienta.
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
—Señorita Coleman —dijo Torrance con un estrangulado hilo de voz—, esto se
está convirtiendo…
Las palabras siguientes no pasaron de su garganta, pues Annabelle aplastó su
boca contra la de él, y él volvió a estrecharla entre sus brazos y la levantó del suelo
para que su cuerpo encajara perfectamente contra el suyo. Torrance sintió un
escalofrío de placer y sucumbió al sacrificio de la cálida boca de la joven.
Tras un largo rato se obligó a soltarla. Estaba temblando de deseo. Hacía mucho
tiempo, muchísimo, que no tocaba a una mujer. Se apartó de ella, temeroso de que
pudiera sentirse ofendida.
—Qué… dulce —dijo ella con voz quebrada—. ¡Es dulcísimo! Había leído sobre
esto, ya sabe, pero la realidad es… devastadora.
—Y peligrosa —dijo él en tono tajante—. No debería haber sucedido. Debe irse
a casa de inmediato.
—¿No le ha gustado? —preguntó ella, sorprendida y vacilante. Deseaba verle la
cara—. Lo siento. Pensé… buenas noches, señor Torrance.
Dio media vuelta y salió corriendo con los ojos llenos de lágrimas. Había ido
demasiado lejos. Le había ofendido. ¡Ahora él la odiaba!
Torrance la sujetó por el brazo antes de que llegara al porche. Le hizo dar media
vuelta con suavidad y limpió su rostro con un pañuelo inmaculadamente blanco.
—Tiene que aprender muchas cosas sobre los hombres —dijo con humor negro
—. Y yo no debería ser el que se las enseñara. Baste decir que algunos placeres son
demasiado dulces para ser inocentes, y dejémoslo ahí. No debe tomarse las cosas tan
a pecho.
—Pensaba que me detestaría. Antes dijo que he ido demasiado lejos.
—Lo que acaba de suceder no ha sido sólo culpa suya —respondió él—. Si no
recuerdo mal, fui yo quien empezó. No lo lamento y espero que usted tampoco. Pero
no debe volver a suceder. Somos alumno y maestra, y eso es lo único que podremos
ser el uno para el otro.
Annabelle le escuchó con horror y, de repente, concibió una idea terrible.
—¿Está usted… casado?
—¡No!
Annabelle se relajó un poco.
—Nunca he querido casarme —añadió el hombre con firmeza—. No me
malinterprete. Tardaré todavía cerca de un mes en curarme del todo y entonces
volveré a mi trabajo, al puesto de los Rangers de Tejas en Alpine.
—¡Pero… está usted en unas condiciones penosas!
—He visto volver al trabajo a Rangers en condiciones bastante peores. Somos
duros de pelar.
Annabelle pensó en todo lo que había soportado aquel hombre y en lo que aún
tendría que soportar, y se sintió horrorizada. No se le ocurrió nada que decirle.
—Encontrará un hombre joven —añadió él, incómodo por su silencio.
Ella seguía sin poder hablar. Finalmente, pudo articular unas palabras al oír a
sus padres a través de la ventana abierta del salón.
—Le veré el lunes, señor Torrance. Buenas noches y gracias por el té.
Torrance emitió una queja ronca cuando Annabelle se dio la vuelta para
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
dirigirse al porche de su casa con mucha dignidad. Torrance volvió a la suya de muy
mal humor. Esperaba que ella se olvidara de él ahora que le había contado sus planes
para el futuro. No tenía ningún derecho a retener a su lado a una mujer tan bien
educada para darle una vida que no merecía. Pero el contacto de sus labios había
sido tan dulce que el recuerdo le duraría toda la vida, pensó mientras cerraba la
puerta y echaba el cerrojo. Sí, lo recordaría hasta que su alma abandonara su cuerpo
con su nombre en los labios.
Ignorante de los pensamientos del hombre, Annabelle refunfuñó hasta que se
quedó dormida, con la almohada empapada en lágrimas. No habría ningún hombre
más joven en su vida, pensó sintiéndose muy desgraciada, porque se había
enamorado de un resentido y cicatrizado Ranger de Tejas que no la quería. Por
primera vez en su vida, odió el libro de la herencia. Era todo mentira, se dijo
mientras cerraba los ojos. No existían ni el amor verdadero ni la felicidad. Era un
bonito cuento para leérselo a los niños, que todavía tenían ilusiones. Después de
aquella noche, estaba segura de que las suyas habían desaparecido para siempre.
Pero, ay, el placer de sus brazos y su fuerte boca en la suya duraría hasta que
fuera una anciana, musitó. E incluso entonces sería capaz de ver su amado rostro y
oír su profunda respiración, y enamorarse de nuevo.
El fin de semana discurrió con lentitud. Annabelle fingía no darse cuenta de las
luces que se encendían y apagaban en la casa de al lado. Siguió su rutina habitual con
sus padres, y después del segundo servicio dominical, ya por la tarde, se preparó
para irse a la cama sin ningún entusiasmo. Al día siguiente era lunes y no sabía si
sería bien recibida en la casa de al lado.
Abrió el cofre que contenía su precioso libro y lo acarició con cariño. Ojalá,
pensaba, ojalá fuera algo más que una dulce fantasía. Lo que más deseaba en el
mundo era compartir la dura y peligrosa vida de su vecino. No pediría nada ni
necesitaría nada más si tuviera su amor. Cerró el cofre y lo dejó a un lado. El tiempo
lo diría, pensó. Si estaban destinados el uno para el otro, ella compartiría su suerte.
De lo contrario, ni todas las esperanzas, deseos y sueños del mundo conseguirían
acercarla a él.
Al día siguiente por la tarde, Annabelle cogió la cartilla, papel y lápices y, con
Jane y Rose pegadas a los talones, se dirigió con determinación a la puerta de al lado.
Pero cuando llamó, no obtuvo respuesta. Las cortinas estaban corridas. No se
oía nada dentro. Vio una botella de leche fresca junto a la puerta, pero ya llevaba un
día allí. Si no se metía en una nevera acabaría agriándose.
—¿Dónde crees que estará? —preguntó Jane.
—Seguramente ha salido —respondió Annabelle en voz alta. Lo más probable
era que estuviese escondido detrás de la puerta, para no verla— Volvamos a casa,
niñas —añadió, levantando la voz.
Pero en lugar de irse, señaló a sus hermanas la puerta de al lado y les guiñó el
ojo. Con curiosidad, pero sin protestar, cogieron la cartilla y el papel que les tendía
su hermana y se alejaron rápidamente.
Annabelle pegó la oreja a la puerta y escuchó Pues sí, se oía una voz dentro.
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
Pero no era la voz de Torrance. El corazón se le detuvo mientras escuchaba.
—Tu grupo puso pies en polvorosa, Torrance —decía un hombre de voz áspera
y que reía de un modo desagradable— Una pena. De ésta no te vas a librar. Supuse
que serías fácil de sorprender desde que los yaquis te hicieron picadillo, y así ha sido
En los viejos tiempos no habría desenfundado antes que tú. Ahora vas a pagar la
muerte de mis hermanos. Cuando llegue el tren de las 4,30 y se oiga el pitido de la
locomotora, te meteré una bala del 45 en la sesera y, cuando el tren se haya ido, yo
habré hecho lo mismo por la ventana abierta que hay detrás de la casa. ¡Seguro que
tardan días en encontrarte!
Horrorizada, Annabelle se llevó la mano al pecho para detener su desbocado
corazón Tenía que hacer algo, pero ¿qué? Su padre no estaba en casa No había
hombres cerca, salvo el viejo señor James, que ni siquiera podría empuñar una
pistola con sus manos artríticas. Annabelle no tenía pistola.
Sus ojos buscaron frenéticamente un arma y encontraron una fácil de manejar.
Era una azada, la que utilizaba Torrance para arrancar las malas hierbas. Ahora bien,
¿cómo podía salvarle?
El hombre de dentro había dicho que la ventana trasera estaba abierta. Las
ventanas estaban muy bajas en aquella casa y no tenían postigos. Annabelle se
dirigió sigilosamente a la parte de atrás, sin hacer ruido, y descubrió que la ventana
de la cocina estaba abierta.
Cuidadosamente, con el corazón al galope, se quitó los zapatos y, calzada sólo
con las medias, saltó por la ventana. ¡Gracias a Dios, había sido un poco masculina
cuando vivían en la otra casa y no la señorita remilgada que su madre habría
querido! Estiró la mano para recoger la azada y la introdujo sin hacer ruido.
Recorrió el ancho pasillo que conducía a la sala delantera, donde vio a John
Torrance sentado en una silla mientras un hombre pequeño y arrugado le apuntaba
al pecho con un revólver. Cielo santo, ¿cómo iba a arreglárselas para acercarse a
hurtadillas a aquel hombre?
Mientras estaba allí, sin decidirse, Torrance volvió la cabeza. Annabelle no supo
si fue porque los agudos oídos masculinos percibieron algo o porque advirtió la
presencia de la muchacha de manera instintiva. Fuera cual fuese la razón, el caso es
que la vio. Toda la vida recordaría la cara que puso el hombre en aquel momento. De
asombro, de placer, de alegría y de algo parecido al horror.
Sin dar el menor indicio de que acababa de ver algo fuera de lo normal,
Torrance levantó la barbilla y miró al pistolero.
—Adelante —dijo con actitud de desafío— Si vas a matarme, hazlo ya. Aprieta
el gatillo, maldita sea. ¡Cobarde, imbécil, dispara!
El corazón de Annabelle se detuvo Se dio cuenta inmediatamente de lo que
trataba de hacer Iba a obligar a aquel hombre a matarle para que ella no arriesgara la
vida ayudándole. Era un sacrificio de proporciones indecibles. Y ella supo en el acto
por que lo hacía. Supo que él la amaba.
De la angustia pasó a una alegría casi etérea. ¿Es que Torrance no se daba
cuenta de que sin él no había vida para ella? Si él moría, ella también. Apretó los
dientes y miró a su alrededor en busca de un arma mejor que la que llevaba en la
mano.
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
Torrance vio que el pistolero se reía.
—Oh, no, no conseguirás que me precipite —dijo—. El tren no tardará en llegar.
Entonces será el momento. No voy a exponerme a que me capturen. Una pena que
estuvieras con la guardia baja, ¿eh?
Torrance se esforzó por mantener la calma, aunque ahora se enfrentaba a la
posibilidad de perder lo que más quería en el mundo, y no era su propia vida.
—Sí, una pena que no haya tenido tiempo de coger la escopeta cargada que
guardo al lado de la despensa, en el rincón —dijo. Ignoraba si Annabelle sabía
disparar un arma de fuego, pero al menos podría empuñarla y amenazar con ella a
aquel facineroso, lo cual sería suficiente. Siempre que el hombre no se arriesgara a
dispararle a ella. ¡Santo Dios, protégela!
Annabelle oyó el comentario y, con algo parecido a un suspiro de alivio, fue de
puntillas hasta el rincón del comedor, donde estaba la despensa, y encontró la
escopeta. Pesaba un quintal. Pero sabía utilizarla, el abuelo Monroe le había
enseñado.
Levantó el arma con determinación y volvió de puntillas a la puerta. El
pistolero estaba mirando su reloj, sin prestar atención a nada en particular, salvo al
tiempo. A lo lejos se oía ya el silbato del tren. De un momento a otro entraría en el
pueblo y aquella horrible pistola se dispararía ¡y John estaría muerto!
John estaba tenso y Annabelle supo que era consciente de su presencia.
Annabelle no le miró Levantó la escopeta y apuntó al pistolero.
—¡Suéltela! —gritó, amartillando el arma.
El pistolero hizo un amago como si hubiera recibido un golpe. El reloj cayó al
suelo y el intruso cambió la orientación de la pistola.
—¡No lo hagas! —le gritó Torrance—. ¡Es una campeona manejando la
escopeta!
La amenaza confundió al pistolero, que se quedó indeciso, sin saber qué hacer
y, antes de que pudiera decidirse, Torrance se le adelantó.
Unos segundos después, todo había terminado. Torrance le había arrebatado la
pistola y le había dado un buen golpe en la frente con el cañón. El hombre estaba en
el suelo, inconsciente.
Torrance se puso en pie y se volvió. Su rostro estaba blanco como el papel y sus
ojos daban miedo.
—¿Estás bien? —preguntó con brusquedad. Annabelle temblaba de pies a
cabeza.
—¡No! —barbotó, con lágrimas en los ojos—. No he pasado tanto miedo en toda
mi vida.
Él se echó a reír. Después de aquella demostración de valentía, se había
quedado aturdida. Le cogió la escopeta de las crispadas manos, soltó el percutor
suavemente, para que no se disparase el arma, y la puso a un lado.
Annabelle se arrojó en sus brazos, apretándose contra él, con la voz rota
mientras sus temores se apelotonaban en su tensa garganta.
John la estrechó contra sí y se inclinó para besarla, con tanta ternura que ella se
echó a llorar. Se pegó al hombre como si fuera una segunda piel, parte de él.
—Oh, ahora tendrás que casarte conmigo —susurró Annabelle con los labios
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DIANA PALMER LA HERENCIA DE ANNABELLE
pegados a la fuerte boca del hombre—. Puedo ser tu ayudante y llevar algo más
pequeño y menos intimidatorio, y juntos perseguiremos forajidos. ¿Ves? Ahora tengo
experiencia.
Sus risueños ojos desarmaron a John. Éste le acarició el rostro con mano suave y
temblorosa.
—Tengo tan poco para darte… —dijo con voz ahogada.
—Eso no es cierto —replicó ella—. Me amas.
Torrance se ruborizó.
—Estás muy segura de lo que dices.
—Habrías dejado que te disparara para ahorrarme peligros —dijo Annabelle,
conmovida al recordarlo—. ¿Es que no sabes que para mí no existe la vida sin ti?
La declaración dejó boquiabierto al hombre.
—¿Me amas?
—Pues claro —dijo ella, estrechándose contra él—. ¡Con todas mis fuerzas!
Torrance le acariciaba la espalda con aire ausente. Repasó mentalmente todos
los obstáculos, pero no consiguió encontrar ninguno que importara. Ni la edad ni la
educación podían contrarrestar el amor que sentían.
—Pediré tu mano a tu padre —dijo con calma—. Pero me temo que no me la
concederá.
—¡Entonces nos fugaremos en mitad de la noche y viviremos en pecado hasta
que nos case un cura de aldea!
Torrance se echó a reír.
—¡Annabelle!
—Mi padre te concederá mi mano —dijo ella—. Me quiere. Lo que más desea es
mi felicidad —añadió, recorriendo con mano amorosa las cicatrices de la mejilla
masculina—. Hace años que vengo leyendo nuestro maravilloso libro y siempre he
tenido la esperanza de encontrar la clase de vida de la que habla. Nunca soñé que
sería tan dulce, ni que la encontraría entre tanta violencia.
John suspiró de contento.
—Podrás leérselo a nuestros hijos —dijo con una sonrisa—. Y quizá también
ellos encuentren el milagro que hemos encontrado nosotros.
Ella se puso de puntillas para besarlo.
—De eso no me cabe la menor duda.
La familia de la joven se quedó horrorizada al enterarse del peligro que habían
corrido los dos, pero nadie puso objeciones a que Annabelle se casara con su Ranger
de Tejas. Él volvió a su trabajo en Alpine y ella se fue con él, convertida en una
anhelante y emocionada esposa. Y con el tiempo, tras años de felicidad y dos hijos,
Annabelle tuvo una hija, que hizo las delicias de sus padres y fue la peor pesadilla de
sus dos hermanos, pero que completó el círculo familiar. Creció hasta convertirse en
una hermosa joven y, cuando cumplió los dieciocho años, la herencia de Annabelle
volvió a pasar de madre a hija. Y comenzó otro capítulo de amor.
***
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Lori Copeland
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California, 1967
Llamaron a la puerta. Ted gruñó y se dio la vuelta para sentarse en el borde de
la cama.
—Venga, tío, no puede ser ya de día.
—Me temo que sí —murmuró Ginny, subiéndose la manta hasta la barbilla.
—¿Martes?
Asintiendo con la cabeza, la muchacha abrió los ojos lentamente, tratando de
enfocar la mirada. Un rayo de sol entró por la ventana, alcanzando un prisma que
giraba lentamente al final de una cuerda y que proyectó en el empapelado de la
pared un abanico de colores en movimiento. Aunque en la casa vivían doce personas,
Ben era el único que tenía despertador y el encargado de despertarlos a todos
mientras se dirigía a la cocina para desayunar.
—Es martes —dijo ella.
—Mierda. Siete columnas que llenar antes de la seis.
La costumbre de Ted de contar los días por el número de columnas que tenía
que escribir para el periódico local, donde Ben y él trabajaban, resultaba irritante.
Ginny no recordaba cuándo había empezado a hacerlo.
Dando un bufido, Ted se dirigió hacia el cuarto de baño que conectaba las dos
habitaciones. Los de las otras tres habitaciones utilizaban el que estaba al final del
pasillo.
—Otro día —murmuró, aunque los crujidos de las viejas cañerías ahogaron sus
palabras.
Ginny se conocía su filosofía de memoria. «Tortuga», que así llamaban a Ted los
de la comuna, quería vivir al margen de la sociedad y regresar a lo que según él era
la auténtica base de la cultura, quería volver al origen.
Volver a la tierra y a la existencia más elemental, sembrar la propia comida,
vivir con las mínimas convenciones sociales.
Costaba creer que llevara viviendo con Tortuga tres años ya. Cuando se
conocieron en Boston, él estaba con el plan quinquenal, tratando de terminar la
carrera con el mínimo de asignaturas. Ella tenía una beca.
Después de licenciarse, Ginny entró en una compañía de seguros con la
esperanza de encontrar trabajo en la enseñanza, pero Ted decidió que debían irse a
otro sitio, a cualquier lugar donde él pudiera desarrollar una labor más trascendente.
Sabiendo lo mal que lo pasaba Ted trabajando por horas en una casa de alquiler de
coches, ella accedió.
Le escuchó durante horas mientras él le describía la situación de Estados
Unidos, un país cuyas instituciones, empezando por la familia, carecían ya de
objetivos, faltas de una visión de futuro vital y unificadora. Ésta, decía, era la razón
principal por la que no estaba dispuesto a apoyar el podrido Sistema con el vacío
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compromiso del matrimonio.
Ginny empezó a preguntarse por el sentido concreto que daba Ted a la
expresión «compromiso vacío». ¿Realmente creía que el matrimonio era un
compromiso vacío o en realidad no creía en ninguna clase de compromiso? Cuando
por fin se lo preguntó, él pareció escandalizado de que ella pudiera dudar de su
compromiso con ella. ¡La civilización la había cagado! Saltaba a la vista que iba por
mal camino y él no pensaba formar parte de una sociedad incapaz de darse cuenta.
Así que se mudaron. Ella encontró trabajo al día siguiente de llegar a Ohio. El
puesto de profesora adjunta estaba remunerado con el salario mínimo, pero al menos
calmaba su necesidad de estar en un aula. También le permitió comprar comida y
poner gasolina en el depósito del vetusto Volkswagen.
Dedicaba el tiempo libre a leer lo que encontraba en la biblioteca de la escuela.
Leía novelas, periódicos, de todo. Los amigos se burlaban de ella porque no conocían
a nadie más que sintiera tanta curiosidad por las viejas revistas de las salas de espera
de los médicos y las lavanderías. Tenían razón. De pequeña, cuando no tenía nada
mejor con que entretenerse, se ponía a leer el reverso de las cajas de cereales. Los
libros, y las aventuras que descubría en ellos, le abrían mundos nuevos y
emocionantes.
Llevaban sólo tres meses en Ohio cuando Ted se cansó de ser guardia de
seguridad. Había oído hablar de la Tierra de las Oportunidades, el distrito Haight
Ashbury de San Francisco, y en consecuencia volvieron a trasladarse.
Tardaron seis días en llegar a la Costa Oeste. Resultaba curioso ver a aquellos
dos jóvenes hippies, con sus blancas camisolas hindúes, sus pantalones anchos, sus
sandalias de cuero, sus cintas en la cabeza y sus collares pacifistas, conduciendo un
destartalado VW pintado con los colores del arco iris.
A Ginny le parecía irónico que fueran casi por el mismo camino que habían
seguido los exploradores del siglo anterior, y por el mismo motivo.
Libertad. Huida de la opresión. Libertad para ser quienes querían, lo que
querían y como querían. Todo era estupendo.
Si querían dejarse el pelo largo, podían hacerlo y lo hacían. Si querían llevar
vaqueros con agujeros en las rodillas, ¿quién iba a decirles que no? Desde luego, no
una sociedad que se había vendido al materialismo.
Paz. Amor. Felicidad. Esto era lo importante.
Al principio, Ginny creía en aquellas cosas tanto como Ted. Había visto lo que
la sociedad le había hecho a su padre, que se había convertido en un adicto al trabajo,
en un esclavo del materialismo, siempre trabajando más y con más esfuerzo. Había
visto el efecto que la soledad había causado en su madre. Estaba en primero de
carrera cuando sus padres se divorciaron y se había jurado que a ella nunca le
pasaría nada semejante.
Cuando conoció a Ted en la cafetería del campus y supo lo que pensaba del
monstruo devoravidas en que se había convertido la Norteamérica urbana, se
enamoró perdidamente. Nunca se casaría con un hombre como su padre. La aversión
de Ted por toda clase de propiedad, su empeño en tener sólo lo mínimamente
imprescindible para vivir, su estilo de vida espartano y su espíritu libre la fascinaron.
El sueño del muchacho era enseñar y pasar los veranos viajando, sin poseer más que
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
lo que podía empaquetarse y trasladarse en media hora. Ella tenía veintiún años y él
diecinueve. Ambos rebosaban idealismo.
—Me largo —dijo Ted, poniéndose una descolorida camiseta verde y una
chaqueta de lino que era un recuerdo de su época universitaria.
—Ponte una corbata, anda —murmuró ella.
Gruñendo, Ted se metió una en el bolsillo y se fue dando un portazo. Ella sabía
que sólo se pondría aquel asqueroso complemento si le obligaba el director del
periódico.
En el horizonte despuntaba ya algún problema.
Durante las dos últimas semanas venía notando señales de desasosiego, señales
que significaban que él estaba a punto de cambiar de residencia otra vez.
Ginny trató de pasarlas por alto, esperando que, por una vez, Ted acatara las
normas, pero en el fondo de su corazón sabía que antes de que transcurriera otra
semana alegaría que no era capaz de soportar el limitado modo de vida de un
redactor de periódico. Era un excelente conversador, pero la disciplina que se
necesitaba para poner hechos por escrito era más de lo que estaba dispuesto a
soportar.
Levantándose de la cama, Ginny trató de olvidar la inquietud que la había
estado molestando toda la semana anterior. Cerró los ojos y la habitación osciló
mientras se dirigía al cuarto de baño.
—¿Ginny? ¿Estás lista?
—Lista —contestó Ginny, poniéndose unos vaqueros raídos. Tras meter los
brazos en las mangas de una camisa extragrande, se abrochó los botones mientras se
dirigía a la puerta para reunirse con Regina.
—¿Ya se ha ido Tortuga? —dijo Regina, alargándole una manzana y dándole un
bocado a otra.
Ginny asintió con la cabeza.
—Hace diez minutos.
Ginny y Regina se habían hecho amigas rápidamente. Regina tenía dieciocho
años y sentía debilidad por las camisas de cuadros rojos y blancos. Se había instalado
con su novio Smitty en la habitación del otro lado del pasillo, una semana después de
que Ted alquilara la casa.
Ginny había sugerido a Regina que hablara de ella a su jefe y dos días después
había conseguido un trabajo bien pagado en la cadena de montaje de la misma
fábrica, así que cogían el autobús juntas todas las mañanas.
Smitty trabajaba en el aparcamiento, hasta que terminara el verano, y Regina
esperaba que después se fueran a otro sitio.
—¿Sigues pensando que está a punto de decir basta? —preguntó Regina.
—Casi podría señalarte el día.
—¿Y te irás con él?
Ginny sabía que Smitty y Regina vivían juntos por cuestiones prácticas. El caso
de Tortuga y ella era diferente, por lo menos ella creía que el amor era el factor básico
de su relación.
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
—No quiero cambiar otra vez.
Regina rió.
—Cuidado… estás empezando a parecerte al Sistema.
Ginny esbozó una sonrisa al recordar que la formación de Regina estaba al nivel
de quinto de primaria. Había empezado a saltarse la escuela a los doce años y se
había ido de casa a los quince. Se había dirigido a la Costa Oeste haciendo autostop,
hasta que hacía dos años había conocido a Smitty. Con apenas dieciocho años sabía
más de la vida que Ginny.
Encogiéndose de hombros, Regina miró el reloj.
—¡Jolín, mira qué hora es! El viejo Harris se pondrá hecho una furia si llegamos
tarde!
Ginny metió un libro y un bocadillo en el bolso, se colgó éste del hombro y salió
a la calle con Regina.
La primera persona que Ginny vio aquella noche al regresar del trabajo fue el
pivote, la fuerza estabilizadora de la comuna.
—Hola, Ben.
—Qué hay, Ginny.
Ginny no quiso admitir que se le aceleraba el pulso. Ben Sanders era parte de la
familia. No había ninguna razón para que sintiera por él algo distinto de lo que
habría sentido por cualquier otro hombre que viviera en la casa, pero lo sentía. Sentía
algo especial por Ben, pero todavía no había averiguado qué era exactamente.
Los ojos cálidos y cordiales de Ben se pasearon por su cuerpo mientras ella,
consciente de su repentina ingravidez, se apartaba unos mechones sueltos de la cara.
Contenta al ver que la cena ya estaba casi lista, cogió el vaso que tenía al lado del
plato.
—Tortuga —dijo con un gruñido—, quedamos en que traerías hielo. El zumo
está caliente.
—Tengo cosas en que pensar más importantes que el hielo —gruñó Tortuga.
Ginny, con expresión ceñuda, vio la chaqueta de lino de Ted, tirada de cualquier
manera en el asiento de una silla.
Ben sonrió.
—Te está echando mal de ojo, Tortuga. Será mejor que vayas por el hielo.
Tortuga renegó en voz baja.
Ben llevaba una elegante corbata roja, pantalón caqui y chaqueta azul marino.
Su espeso cabello negro, más largo que el de Tortuga, estaba limpiamente recogido
en una coleta. Ginny no lo había visto nunca mal vestido. Era el único que se
preocupaba por que la cocina comunal estuviera limpia y el que vigilaba las faenas
domésticas de los demás.
Recaudaba el dinero del alquiler y pagaba las facturas con el fondo al que
contribuían todos los inquilinos. Cubría las noticias locales y concentraba sus
artículos en los intereses de la comunidad. Ginny sabía que pasaba todas las noches
en la redacción y anhelaba saber qué escribía, pero hasta el momento no se había
atrevido a preguntarle.
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
Con una sonrisa de simpatía, se volvió hacia Tortuga.
—¿Cómo te ha ido la jornada?
Tortuga murmuró una obscenidad y Ginny vio la mirada de reproche de Ben.
Ben no utilizaba términos malsonantes cuando hablaba, ni bebía alcohol ni probaba
las drogas. Era muy reservado y el único de la casa sin compañero de habitación, ni
masculino ni femenino. Ella admiraba su tranquila seguridad y su sentido del orden.
Ben tenía veintiocho años y se había licenciado en la Universidad de California
Sur. Llevaba un año trabajando en el periódico. Y eso era todo lo que sabía de él.
—Es el puto Sistema otra vez —dijo Tortuga, dirigiéndose al cuarto de baño.
Cuando se cerró la puerta, Ginny dejó escapar el aire que, sin darse cuenta,
había estado reteniendo.
Ben miró la puerta cerrada del cuarto de baño y luego la miró a ella.
—No te preocupes por él. Ha tenido un mal día.
Asintiendo con la cabeza, Ginny cogió una botella de zumo caliente y fue a su
habitación.
Sus ataques de pereza matutina eran más patentes ahora. Para ella, no para
Tortuga. Aquellos días estaba insólitamente abstraído. Cuando Ginny se dio cuenta,
comprendió que volvía a casa por la noche con la esperanza de ver a Ben en la cocina.
El martes por la tarde estaba allí, con el malhumorado Tortuga.
—Hola.
Tortuga emitió un seco gruñido.
—Hola —dijo Ben, sonriendo—. ¿Qué tal?
—Bien, ¿y tú?
—Bien. Me han aumentado el sueldo.
—Enhorabuena.
—El negocio padre —dijo Tortuga, tomando un trago de la botella—. Cincuenta
centavos más la hora.
—Conseguir un aumento es importante. —Ginny miró a Ben y lo celebró en
silencio con él.
Tortuga se levantó de la mesa y desapareció en el cuarto de baño, cerrando de
un portazo.
Ginny se quitó los zapatos y se acercó al viejo frigorífico.
—¿Le pasa algo?
—El jefe nos ha mandado hoy una circular —dijo Ben, echando espaguetis
partidos en una cacerola con agua hirviendo—. Ordena al personal masculino que se
corte el pelo hasta el cuello de la camisa.
Ginny observó la seria cara de Ben, sus cejas rectas, sus ojos verdes y hundidos,
su nariz aquilina y aquellos labios carnosos que sonreían con tanta facilidad.
—¿Y piensa cortárselo? —Ben se encogió de hombros—. ¿Y tú?
—Pues claro, ¿por qué no? Sólo es pelo. Dejarlo crecer es sencillamente más
fácil… pero no pienso convertirlo en una declaración de principios.
Ginny sonrió, inclinando la cabeza a un lado.
—Tú no eres como los otros.
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
La sonrisa de Ben le daba paz interior.
—Tú tampoco.
Ella se encogió ligeramente de hombros.
—El Sistema nos llamará hippies, pero los inconformistas nos sometemos más
de lo que nos someteríamos si viviéramos según lo que la sociedad llama normalidad
—dijo riéndose y cubriéndose la boca con la mano. Temió estar diciendo
incoherencias—. Supongo que podría decirse que marchando detrás de nuestra
propia bandera, hemos acabado simplemente en otro desfile. —Ben la miró con un
brillo de respeto en los ojos—. ¿Y tú? —añadió la muchacha.
—¿Yo? Creo que voy más o menos entre las tubas y los trombones.
Ginny se apoyó en el mostrador de la cocina, observándole.
—No, yo creo que no. Tú no sigues a nadie.
Ben volvió a mirarla de arriba abajo y pareció que iba a responder, pero
entonces salió Tortuga del cuarto de baño y dejaron de mirarse.
Ginny tragó una profunda bocanada de aire y preguntó:
—¿Qué vas a hacer con el pelo?
—Nada —dijo Tortuga, con la boca apretada con obstinación—. Si no les gusta
mi pelo, que me despidan. Cogeremos el finiquito y nos largaremos. —La cara se le
puso roja de ira—. ¿Quiénes son ellos para decirme qué ropa tengo que llevar y qué
longitud de pelo es «tolerable»? ¡No conseguirán que me someta a sus reglas! ¡Tengo
derecho a elegir!
—Cada compañía tiene su política —le recordó Ginny con calma—. Te guste o
no, siempre habrá normas.
—Ya, pues escucha bien esto. ¡Yo no voy a ser el lacayo de nadie!
Ben echó la salsa en los espaguetis con toda tranquilidad.
Tortuga ya estaba embalado.
—Allí sentados con sus trajes a medida, con chaleco y corbata, con un dólar de
betún en los zapatos, con un corte de pelo de quince dólares, con la manicura hecha,
y se ponen a emitir decretos como Dios a Moisés en la montaña. Pues bien, Tortuga
Bond no pasa por ahí.
Ben sacó la ensalada del frigorífico y la puso encima de la mesa.
—La cena está lista. Creo que yo cenaré más tarde.
Ginny lo miró mientras salía, dolida porque hubiera sido testigo de la escena.
La alegre llamada de Ben les despertó a la mañana siguiente.
—¿Miércoles?
—Miércoles —murmuró Ginny con la boca en la almohada, deseando no tener
que levantarse.
Si al menos pudiera quedarse muy quieta un ratito, ti mareo y las náuseas se le
pasarían. Pero no iba a poder ser. En cuanto Tortuga se fue, se dirigió directamente al
cuarto de baño y vomitó.
—¿Cuándo vas a decírselo? —le preguntó Regina desde la puerta abierta.
—Pronto —consiguió decir Ginny mientras se echaba agua fría en la cara.
—¿De cuánto estás?
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
—De dos meses, creo.
—¿Has ido al médico?
—Todavía no.
—Hay una clínica gratuita a seis manzanas —dijo Regina, mirando con ansiosos
ojos castaños los pálidos rasgos de Ginny—. Si estás pensando en librarte de él…
—¡No! No —repitió Ginny con más calma—. Nunca haría algo así. —Aquel
pensamiento ni siquiera le había pasado por la cabeza. Tendría al niño,
independientemente de la reacción de Tortuga cuando se lo dijera.
Regina se encogió de hombros.
—Ya suponía que no, pero tenía que preguntarlo. Si necesitas algo, dímelo,
¿vale?
—Vale.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
—Un crío —dijo Regina sonriendo—. ¡Qué bien!
Ginny pasó la jornada sin saber cómo. Trabajó con el piloto automático puesto,
con el pensamiento fijo en Tortuga y en si lo despedirían aquel mismo día, y si lo
despedían, ¿qué haría él? ¿Y qué haría ella? No quería volver a trasladarse. Tenía que
decirle que estaba embarazada, pero temía su reacción. Nunca habían hablado de
niños.
Cuando sonó la sirena, a las cinco de la tarde, seguía dándole vueltas al asunto.
Ben subía las escaleras en el momento en que Ginny llegó a casa. Le habían
hecho un corte de pelo elegante y muy favorecedor que le daba un aire limpio y
profesional. A Ginny le pareció increíblemente atractivo.
Ben se detuvo en el rellano inferior para esperarla, con la mano en la barandilla.
—Hola.
Ginny esbozó una amplia sonrisa y se detuvo.
—Me gusta.
—¿En serio? —dijo Ben, pasándose la mano por las recién cortadas guedejas—.
Me siento calvo.
—Yo lo veo fabuloso. Muy bien hecho.
Ben sonrió con las mejillas encendidas.
—Gracias.
—Hasta luego, Gin —dijo Regina, rebasando a Ben y despidiéndose mientras
subía.
—Sí, hasta luego —dijo Ginny con aire ausente—. No me había dado cuenta de
lo rizado… —Se detuvo, advirtiendo que regaba fuera de tiesto—. Sinceramente,
Ben, te queda fantástico.
—Bueno, pasó la inspección en el trabajo.
—¿Y qué pasó con Tortuga? —dijo Ginny, más seria.
Ben pareció sentirse incómodo.
—Será mejor que le preguntes a él.
Ginny cerró los ojos. Tenía náuseas.
—Mira —añadió Ben con suavidad—. Tortuga cree en lo que hace.
—Lo sé. —Ella también había creído, hacía mucho tiempo.
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
—¿Qué harás…?
—¿Si lo despiden? No lo sé. Querrá irse a vivir a otro sitio.
—¿Es eso lo que tú quieres?
Más arriba se abrió una puerta y apareció Tortuga. Bajó los peldaños
murmurando:
—No hay tabaco. Vuelvo en seguida.
Ginny vio la longitud de su pelo con el corazón sangrante.
—Tortuga… el pelo… no te lo has…
—¡Bájate de mi espalda, Ginny! ¡No necesito que me digas lo que tengo que
hacer! —Pasó por su lado como una tromba.
Ginny cerró la boca al instante, mirando a Ben, otra vez avergonzada, mientras
Tortuga salía dando un portazo.
—Esta noche me toca cocinar —murmuró, alejándose rápidamente.
Ben la siguió hasta la cocina.
—¿Qué hay en el menú?
—Pollo y ensalada. Encontré buenos productos en el súper. —El ambiente
estaba tenso. Ginny estaba avergonzada, no sólo por ella sino por Tortuga. ¿Cuándo
se había vuelto tan intransigente? ¿Cuándo se había vuelto tan maleducado?
—¿Necesitas ayuda?
Normalmente se habría negado, pero aquella noche agradeció la compañía.
—Gracias, Ben. Me gustaría que me ayudaran.
Después de cenar, Ben vació los platos en el cubo de la basura mientras ella
llenaba el fregadero de agua y jabón. Tortuga aún no había vuelto.
El tema que tan cuidadosamente trataban de evitar se impuso de repente.
—¿Qué pasará con Tortuga?
Ben no respondió inmediatamente.
Ella le miró.
—No estoy seguro. La circular era muy explícita en lo que se refiere al aspecto.
—Podrías hablar con él. —Cortarse el pelo no era más que una pequeña
concesión para mantener la paz, y Ben y él eran amigos.
—Preferiría quedarme fuera de este asunto —dijo Ben bajando de golpe la tapa
del cubo de basura—. Háblale tú.
—A mí no me escucha —dijo Ginny, dándose cuenta de que no la escuchaba
desde hacía mucho. Tiraban en direcciones opuestas, estaban cambiando,
distanciándose. Aquello la asustaba. Se volvió, buscando a Ben con la mirada sin
disimulos.
—Ben, no sé qué pasa entre Tortuga y yo. Estoy confusa…
Dejando el trapo de cocina, Ben le pasó el brazo por los hombros
amistosamente.
—Ven, confusa. Quiero enseñarte algo.
Subieron por la larga escalera cogidos del brazo.
—¿Adonde vamos?
—Ya lo verás.
Se oyó un trueno fuera de la casa, anunciando tormenta. La lluvia sería un feliz
respiro en aquel calor inusual y opresivo. Los relámpagos iluminaron el pasillo
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
mientras avanzaban hacia el desván.
—¿Vamos al desván? —preguntó Ginny.
—Sí, inocente belleza —dijo Ben, imitando la voz siniestra de Boris Karloff—.
¿Querría la encantadora señora ver mis grabados?
Ginny se rió de la mala imitación.
—Qué raro eres.
Ben le dio un chupetón en el cuello, imitando a un vampiro con la misma
torpeza.
El viejo desván estaba oscuro y olía a moho. La lluvia tamborileaba en el tejado
con goteras.
Ben la condujo a una ventana que hacía esquina y le enseñó un nido con cuatro
pequeños huevos azules.
—¡Ooooh! —exclamó Ginny—. ¿Cómo ha entrado la madre?
—Con todas las ventanas rotas, no le debió de resultar difícil.
Ginny fue a tocar un huevecillo, pero Ben la detuvo.
—No lo toques. La madre no volvería.
—Eso no es cierto —dijo ella sonriendo—. En realidad, los pájaros tienen muy
poco desarrollado el sentido del olfato. En cierta ocasión cuide de tres huevos de
petirrojo durante semanas y la madre no abandonó a las crías.
—¿En serio? Siempre había oído decir que no volvían.
El desván estaba atiborrado de cajas y muebles viejos. Pasaron una hora
mirando baúles viejos, probándose ropa vieja, hojeando viejos álbumes de fotos,
husmeando en la vida de gente desconocida.
—¡Mira esto! —dijo Ben, metiendo la mano en un viejo cofre de madera con los
remaches ennegrecidos y sacando un libro. Las cubiertas de piel estaban agrietadas y
quebradizas.
Ginny miró por encima del hombro de Ben.
—¿Qué es? —Parecía una novela o una especie de biografía.
—No estoy seguro. Es un libro antiguo —dijo Ben, pasando las hojas
amarillentas—. Muy antiguo. Me pregunto si el propietario sabrá que está aquí.
El amor de Ginny por los libros asomó la cabeza.
—Me lo llevaré a mi cuarto para que esté más seguro. Cuando vayas a pagar el
alquiler a primeros de mes, devuélveselo al propietario.
—Buena idea.
—¿Cómo puede dejarse nadie las fotos familiares? —musitó Ginny al fijarse en
un ajado álbum de fotos.
—Parece que el propietario no se preocupa mucho por sus efectos personales —
dijo Ben. Se rieron con ganas de los trajes pasados de moda de las viejas fotos—.
¿Dónde está tu familia, Ginny?
—En Michigan.
—¿Erais familia numerosa?
—No, sólo mis padres y un hermano. Mis padres se divorciaron hace unos
años.
—Duro golpe.
—Sí. ¿Y tú?
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—Cuatro hermanas —dijo, guiñando un ojo juguetón—. Familia numerosa y
feliz.
—Tienes suerte.
Se miraron a los ojos mientras la lluvia repiqueteaba suavemente en el alero.
—Sí, estoy empezando a darme cuenta.
Se arroparon en la serenidad del viejo desván, hablando, compartiendo
recuerdos pasados y presentes.
Aquella noche, cuando Ginny empezaba a dormirse, se dio cuenta de que
Tortuga y ella nunca habían hablado de otra cosa que de sus desencantos.
La mañana de su tercer aniversario Ginny pensó en el viejo refrán que decía que
«dura menos un año de diversión que un minuto de tristeza».
No era en divertirse en lo que pensaba al comprometerse con Tortuga. El amor
había sido la razón principal. El amor, el respeto y los valores comunes. ¿Qué había
cambiado?
Tenía la mano apoyada en el vientre, todavía plano. ¿Había establecido ya el
niño una diferencia en su vida? ¿En la vida de los dos? ¿Qué pasaría cuando naciera?
Ginny se dio la vuelta, inquieta, y trató de volver a dormir.
Cuando Ben llamó a la puerta, todavía estaba despierta.
—¿Qué pasó ayer en el periódico? —murmuró cuando oyó los pies de Tortuga
golpear el suelo.
—¿No te has enterado? Tengo hasta las cinco del lunes para cortarme el pelo.
Cerrando los ojos, Ginny se apretó el revuelto estómago.
—¿Vas a hacerlo?
—Una mierda —dijo, sacando unos vaqueros del armario—. Joder. He perdido
un calcetín negro.
—Está en el tercer cajón.
—Joder, Ginny, ¿eres incapaz de hacer algo tan simple como emparejar
calcetines?
—Lo siento.
Tortuga se dejó caer en el borde de la cama y se puso el calcetín dando tirones.
—Si te van a despedir…
—Si cedo a sus exigencias habré perdido algo más que una batalla —gruñó—.
Alguien tiene que mantenerse erguido para defender el derecho individual a elegir.
No pienso dejarme dominar como si fuera una pieza de tu cadena de montaje. Soy un
ser humano, con libertad completa para elegir. Eso incluye la forma en que me visto,
no sólo el derecho a llevar armas o la libertad de expresión. Joder, ellos se forran
gracias a la libertad de expresión y ahí están, queriendo decirme cómo tengo que
vestirme. ¿Hasta dónde llegará su hipocresía?
Ginny empezó a sentir dolor de cabeza a la altura de la sien derecha y se sintió
aliviada cuando Tortuga se fue de la habitación.
Levantándose sin prisas, se dirigió a la ventana y vio las dos figuras masculinas
andando por la acera, la de Ben alta, estirada, fornida en comparación con la de
Tortuga, que era más delgado e iba siempre con los hombros caídos.
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chuletas de cerdo en la parrilla del horno.
—Hola —dijo Ginny, cogiendo un montón de platos para repartirlos en la mesa
—. Creía que le tocaba a Twig cocinar esta noche.
—Hola —dijo Ben—. Pues sí, pero no está y yo tengo hambre.
Trabajaron en amistoso silencio durante unos minutos.
—Casi me da miedo preguntar —aventuró ella por fin.
—Suéltalo.
—¿Qué ha pasado hoy en el trabajo?
Ben se enderezó y dejó a un lado el paño de cocina que llevaba al hombro.
—Es mejor que le preguntes eso a Tortuga.
Seguramente, pero no quería.
—Te lo pregunto a ti. —Ben arqueó las cejas—. Perdona —añadió Ginny—, ya
sé que no quieres verte involucrado en esto. —Sabía que era injusta, pero quería
conocer la opinión de Ben.
—Bueno, se redactó una nota de protesta por lo que le estaba pasando a
Tortuga. Y se la llevé al jefe de redacción —dijo Ben, recogiendo el paño—. Nick es
un liberal que dimitió de su último puesto por defender sus convicciones y
pensamos, bueno, que era el más indicado para dar la cara por Tortuga.
Ginny observó su perfil mientras esperaba.
—¿Y?
—Nick tiene familia ahora y una hipoteca, y…
—Y no quiso presentar la petición —dedujo Ginny.
—No, qué va. La presentó. Pero el director explotó. Se mostró tan inflexible que
dijo a Tortuga que eligiera: o se cortaba el pelo o le presentaba la dimisión.
—¿Nick arriesgó su empleo? ¡Pero no podía permitírselo!
Ben la miró a los ojos.
—No, Ginny, no podía.
—Y Tortuga ha dimitido.
—Todavía no —dijo Ben—. Tiene un par de días para pensárselo.
Ginny se dio la vuelta.
—Un par de días no supone ninguna diferencia. No dimitirá; preferirá que lo
despidan. Tiene más sentido para su causa.
—Nunca se sabe.
Pero ella sí lo sabía. Lo sabía demasiado bien.
Ginny subió nada más terminar de cenar. Tortuga la siguió poco después.
—¿Estás dispuesto a hablar de lo que ha pasado hoy? —preguntó Ginny,
poniéndose el camisón por la cabeza.
—El gran jefe envió otro mensaje desde lo alto de la montaña —dijo él,
tendiéndose en la cama.
—¿Y?
—Voy a hacer lo que él quiere.
Ginny se dio la vuelta, sorprendida.
—¿En serio?
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—Sí. Me voy a cortar el pelo —dijo sonriendo—. Y le pondré el montón de pelo
encima del escritorio.
Ginny sintió un vuelco en el corazón.
—¿Qué?
—Voy a darle lo que quiere. Mi pelo en bandeja.
—Ted…
El joven la desafió con la mirada.
—Así es, Ginny. O defiendo mis convicciones o soy más hipócrita que él.
Y empuñando las tijeras, estuvo cortándose mechas hasta que acumuló un buen
montón. Ahora le llegaba hasta la barbilla, con las puntas muy desiguales. Guardó el
pelo cortado en un sobre comercial y lo dejó en la mesa para recogerlo al día
siguiente.
Ginny se fue a la cama.
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
—En un minuto —dijo Ginny, acercándose a Tortuga—. Tengo que ir a decir
que me marcho —le dijo con calma.
Tortuga estaba recogiendo las cosas y metiéndolas en el petate militar.
—No les debes nada. Recoge tus cosas…
—Les debo el detalle de decirles en persona que me voy. —Antes de que
Tortuga pudiera detenerla, Ginny dio media vuelta y salió con Regina.
—¿Vas a irte con él? —Regina apretó el paso para ir a la altura de Ginny.
—Sí.
—¿Por el niño?
—Sí.
—No es asunto mío, pero sabes que Tortuga es un culo de mal asiento.
—Lo sé, pero quizá esta vez…
—Eres una ilusa —dijo Regina, sonriendo para mitigar sus palabras—. Pero
espero que consigas lo que quieres, a pesar de todo.
Se separaron; Regina se dirigió a la cadena de montaje y Ginny a la oficina de
personal.
Tres días más tarde llegaron a la granja Morningside. Un mar de tiendas de
campaña, coches destartalados y chozas con techo de plástico se extendía hasta el
horizonte. A Ginny se le paralizó el corazón. Aquello no era lo que esperaba, pero el
entusiasmo de Tortuga pareció subir otra décima cuando bajó del VW.
—¿A quién tengo que ver? —preguntó a un joven que pasaba con vaqueros
sucios, chaleco y una cinta en la frente.
El joven señaló con el pulgar una amplia tienda que había en el centro.
—Entra ahí, tío.
Al atardecer ya tenían tienda propia. Ginny se quedó dormida en un saco de
dormir que Tortuga había comprado aquel mismo día en una tienda de excedentes
del ejército. Al día siguiente, mientras estaba desempaquetando, vio el libro que Ben
había encontrado en el desván. No sabía cómo, pero lo había empaquetado con el
resto de sus pertenencias.
Procurando no estropear la frágil cubierta, comprendió que tendría que
devolvérselo a Ben por correo. Al pasar las hojas desgastadas, vio que otros
propietarios anteriores habían puesto por escrito sus opiniones sobre el libro. Ginny
deseó tener más tiempo para estudiar aquellos comentarios. Para no perderlo, lo
guardó en el fondo del bolso.
Pasaron dos semanas. Tortuga no parecía dispuesto a buscar trabajo y repetía
que, si lo gastaban con cuidado, tenían dinero suficiente para una temporada.
Cuando Ginny le dijo que ella sí quería trabajar, él se enfadó y discutieron.
Y estalló otra pelea cuando ella ya no fue capaz de ocultar sus náuseas
matutinas.
—¿Estás embarazada? Ay, joder —dijo Tortuga, pasándose la mano por las
greñas—. Tía, esto apesta.
—¡Tortuga, es un niño! ¡Nuestro hijo!
—Sí… un niño. Lo que nos faltaba.
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
—Si nos instalamos, todo irá bien. Podemos buscar un lugar, una casa. Un
trabajo. Yo podría dar clases, cuando el niño…
Podía funcionar de muchas maneras. ¿Cuándo se había vuelto Tortuga tan
inflexible?
—Si hemos venido a este lugar ha sido fundamentalmente porque nos
oponemos al Sistema —dijo Tortuga, volviéndose hacia ella—. Y tú te pones a
hablarme de los símbolos de una sociedad alienada por los objetos.
—Yo no estoy hablando de «objetos» —protestó Ginny—. Pero un niño necesita
un hogar. Una casa sana y sólida donde no haya doscientos desconocidos
paseándose día y noche de aquí para allá. —Ya que había empezado, Ginny no podía
detenerse—. ¿Tú te has fijado bien en lo que pasa a nuestro alrededor? ¡Ésta no es la
vida que nos habíamos imaginado! —Habían querido menos para tener más. Ahora
no tenían ninguna de las dos cosas.
—¿Qué es lo que quieres, Ginny? ¡Porque yo ya no lo sé!
—Yo tampoco lo sé, pero esto no… tenemos…
—Libertad —dijo él, inclinándose para que su rostro quedara a la altura del de
Ginny—. Libertad para ser quienes queramos y lo que queramos.
—La libertad de los demás llega sólo hasta donde termina la mía, y si yo no me
siento cómoda con lo que pasa aquí, si no siento que vivo como quiero, entonces no
tengo libertad.
—Retórica —murmuró él, enderezándose—. Retórica de clase media.
El comentario le hizo daño. Ginny se dio la vuelta y salió de la tienda
sintiéndose impotente.
Buscó refugio en la biblioteca de la ciudad, donde había refrigeración y silencio.
Había auténticos tesoros en los estantes y Ginny se paseó entre ellos, cogiendo libros
al azar y sentándose finalmente ante una larga mesa con el último número de una
revista de actualidad. No volvió a Morningside hasta que cerró la biblioteca, a las
siete de la tarde. Tortuga no dio muestras de haber advertido su ausencia. Estaba
profundamente dormido, roncando, cuando ella entró en la tienda y se puso el
camisón en silencio.
La semana siguiente llegó una carta de Ben.
«Los pajaritos han volado —decía—. Pensé en ti y deseé que estuvieras presente
para verlos salir al mundo».
Sonriendo a través de un velo de lágrimas, Ginny dobló la carta y la escondió.
Tortuga no entendería aquellas referencias a los pájaros.
Poco acostumbrada a la inactividad, Ginny empezó a ir a la ciudad muy de
mañana para quedarse todo el día. Pensó en buscar trabajo, pero sabía que su
embarazo le impediría encontrarlo. Entonces vio un anuncio en el periódico.
«Casita antigua. Hogar perfecto para comenzar. Necesita reparaciones.»
El precio era muy inferior a lo que podía haberse esperado. Una chispa de
excitación la impulsó a llamar a la inmobiliaria para preguntar si la casa estaba
todavía disponible. Ante su sorpresa, lo estaba.
Mientras se dirigía con el coche a la inmobiliaria, sus pensamientos oscilaban
entre el convencimiento de que la casa sería una ruina, pues tenía que serlo para que
no la hubieran comprado aún, y preguntarse cómo podría pagar algo así, si acababa
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
gustándole.
Entonces comprendió que había tomado una decisión sin apenas darse cuenta.
Si la casa tenía una estructura sólida, y Tortuga se instalaba en ella, habría esperanza
para ambos. Pero si él se negaba a abandonar Morningside, y si ella, por algún
milagro, podía comprar la casa, entonces construiría un nido para ella y el niño solos.
Recordó que tenía un depósito con la herencia de su abuela… siempre podía recurrir
a él.
Iba a hacer falta un milagro, y algo más que un milagro, para que todo saliera
como deseaba, pero tenía la fuerte necesidad de intentarlo.
La casa era un diminuto chalecito de dos habitaciones, con el césped infestado
de garranchuelo. Necesitaba una mano de pintura y el cancel de tela metálica colgaba
de una sola bisagra. El suelo crujió y la agente inmobiliaria se puso a hablar muy
aprisa para que Ginny no se diera cuenta de los problemas de la casa, pero a la
muchacha le encantó el lugar. Lo sentía como un hogar auténtico.
El interior olía a moho y a viejo.
—Es una ganga —dijo la agente, recogiéndose la cara falda de ante para no
mancharse con el mugriento alféizar de una ventana.
—¿Puedo ir al piso de arriba? —preguntó Ginny.
—¿Arriba?
—Sí. He visto una buhardilla en el tejado, así que debe de haber una habitación
arriba, quizá un dormitorio o un estudio para escribir.
—¿Se dedica usted a escribir?
—No —dijo Ginny automáticamente—. Soy profesora.
—¡Ah, qué bien! En fin, suba. Curiosee todo lo que quiera. Los detalles
concretos tendré que mirarlos en el inventario.
Ginny encontró las escaleras sin dificultad y se alegró de quedarse sola unos
minutos. Los peldaños enmoquetados amortiguaban sus pasos mientras los subía. La
puerta se abrió sin esfuerzo cuando la empujó.
La luz del sol entraba por una ventana rota y el polvo flotaba en el aire. El suelo
del desván era nuevo y las paredes estaban medio recubiertas de madera, como si el
anterior propietario hubiera pensado alguna vez en terminarlo. Ginny dio una vuelta
completa, tratando de imaginarlo con una mesa y estanterías.
Cogiéndose los antebrazos con las manos, se dirigió a la ventana y se quedó
mirando la fila de flores anaranjadas que señalaban los límites de la parcela. Imaginó
que vivía allí, con Tortuga y el niño, pero por mucho que lo intentaba, Tortuga no
encajaba en la imagen. En su lugar no dejaba de aparecer el rostro de Ben.
Ben, susurró su corazón.
Rebuscó en el bolso y sacó el viejo libro. Con el paso de los años apenas podían
leerse ya las letras doradas de la piel desteñida.
Lo acarició con dedos temblorosos, absorbiendo la textura de la cubierta. Sin
pensarlo, sus dedos se acercaron al borde y lo abrió.
Unas palabras evocadoras y poéticas la atrajeron al instante: «Pues su fragancia
era como un campo lleno de flores, su piel sabía a miel y a vida».
Pasó una página, luego otra. Su mirada fue a dar con una anotación que había
al final del libro.
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
«¡El honor trajo la felicidad!»
Borgoña Mountjoy, condesa de Devon, 1602
Elizabeth M, 1803
Había otras anotaciones y otros nombres. Unas consistían sólo en media docena
de palabras, otras en varios párrafos.
Las flores abren sus pétalos y dan placer al ojo,
al igual que este libro da placer al alma.
Yvonne Armistead, 1851.
Una mujer que busca la felicidad a través de los ojos
y el corazón de su madre.
Pequeña Flor, 1870
La voz de la agente subió por la escalera.
—¿Ha terminado ahí arriba? No quisiera darle prisa, pero se hace tarde…
—Un… un momento —dijo Ginny. Guardó el libro en el bolso y se colgó éste
del hombro.
—Bien, ¿qué le parece? —preguntó la agente—. ¿No es adorable?
—Me gustaría que la viera mi… mi marido —dijo, haciendo una mueca de
dolor mientras mentía—. La llamaré.
Ginny volvió despacio a Morningside. Nunca podría hablarle a Tortuga del
libro, ni de la casa. Su valor se desmoronaba.
Aquella noche, mientras yacía insomne en el saco de dormir, pensó en el libro y
en las extrañas notas escritas al final de la historia.
Palabras. Ella era profesora. Eso era lo que siempre había querido ser. Cuando
era pequeña e iba a la escuela, la magia de las palabras se le reveló a través de una
maestra, y desde entonces había sentido amor por la lectura.
Desde que fue capaz de unir sílabas se había sentido atraída por toda clase de
escritos. Hasta cuarto curso no supo que había gente que no sabía leer. El
descubrimiento la horrorizó, a pesar de su corta edad.
Por clase apareció una niña muy tímida y cuando la maestra le indicó que
leyera un pasaje de un libro que estaban leyendo todas en voz alta, esperaron en
silencio mientras la niña se atascaba incluso con las frases más sencillas. El
sufrimiento y la vergüenza se pintaron en el rostro de la niña, que se puso totalmente
roja, y las lágrimas rodaron por sus mejillas.
La maestra había sido muy comprensiva con ella. La rodeó con los brazos y le
cogió el libro de las manos. Y entonces, con voz dulce, explicó que no todo el mundo
tenía tanta suerte como los demás alumnos de la clase. No todos podían aprovechar
las ventajas de un sistema educativo que conocía la importancia de saber leer.
La maestra añadió que incluso había adultos que no sabían leer, por una razón
u otra. Explicó cuánto tenían que luchar por salir adelante, pues ni siquiera eran
capaces de entender una solicitud de trabajo, los rótulos de las calles o un menú. Y
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
luego pidió a la clase que la ayudara a enseñar a la nueva alumna el placer de la
lectura.
Todos los alumnos se fueron turnando durante el descanso del mediodía y, los
que pudieron, después de la escuela, para leer en voz alta, señalar palabras,
pronunciarlas y escuchar mientras la niña se esforzaba. Luego, poco a poco, fue
descubriendo por sí misma las maravillas que se escondían entre las tapas de un
libro. Fue entonces cuando empezó a germinar el amor de Ginny por la enseñanza.
Con el paso de los años, Dick y Jane cedieron el puesto a La ofrenda de los Reyes
Magos. Descubrió a Dickens y Jane Eyre, y luego a Fitzgerald y a Hemingway. Su sed
nunca se saciaba; tras cada «Fin» se ponía a buscar ansiosamente otro principio.
Ginny se había acostumbrado a recurrir a los libros en busca de soluciones para sus
problemas, a pasajes que la ayudaban a orientar su vida; en épocas conflictivas leía y
encontraba paz. Los libros la habían ayudado a tomar muchas decisiones.
Pero en aquel momento se había quedado sin decisiones. Por primera vez
reconoció su miedo a estar sola con el niño.
Había cometido errores antes, pero ahora su capacidad de decisión estaba
limitada, ya que era responsable de una nueva vida. «No tienes elección —recordó—,
hasta que el niño nazca y puedas trabajar de nuevo.»
A la mañana siguiente se dirigió en coche a la ciudad y encontró un rincón
tranquilo en un pequeño parque. Abrió el libro. Después de leer un rato, apoyó la
cabeza en el respaldo del banco y cerró los ojos. La historia parecía escrita
expresamente para ella.
La Búsqueda
Sólo tú decides tu Destino.
Decide con prudencia en las encrucijadas.
Un camino está maldito, el otro bendito.
La vida es una espada de doble filo.
Eres libre para dar forma a la roca.
¿Ascenderás o caerás? ¿Triunfarás o fracasarás?
¿Saborearás la ambrosía o probarás el amargo áloe?
Para encontrar la clave, pregúntate ¿qué es interminable y eterno?
¿Qué es noble y sagrado, desinteresado e infinito?
La respuesta es el Amor.
Amor es la mayor fuerza de la Tierra.
Transmite el regalo del Amor.
El Honor trae la Felicidad.
Ella también estaba en una encrucijada. Pero ¿había honor en la vida que
llevaba con Tortuga? Ginny sabía que Tortuga se reiría de aquella palabra.
Cuando terminó de leer, recordó una de las anotaciones que había al final del
libro.
Busca la verdad y encuentra el tesoro,
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
Angela Damien, 1815
¿Estaba ella buscando la verdad? ¿Se limitaba su inquietud a la desdicha de
tener que vivir en una tienda de campaña? ¿A su resistencia a admitir que ella había
crecido y Tortuga no?
Ginny se quedó mirando a dos niños que corrían al sol en el parque, dando
patadas a un balón rojo. También su hijo correría pronto al sol, riendo y disfrutando
de los placeres más sencillos. ¿Y qué estaría haciendo ella entonces?
El sol se estaba poniendo cuando volvió a Morningside. Condujo despacio,
pensando, reacia de alguna manera a enfrentarse a Tortuga aquella noche.
Tortuga no estaba en la tienda cuando ella llegó. Ginny dejó la comida que
había comprado en un súper que estaba cerca del parque. Miraba por la abertura de
la tienda para ver si lo localizaba cuando oyó un ulular de sirenas por todo el
campamento.
Al principio todo el mundo pareció quedarse paralizado donde estaba; luego
las cabezas se fueron volviendo hacia la columna de coches de la policía que
avanzaba hacia la granja. Algunos resucitaron de repente y buscaron refugio en sus
tiendas.
Un enjambre de policías salió de los coches. El superior que los mandaba envió
a alguien a buscar a Lou, el propietario de la granja. Todo era griterío y confusión.
Las mujeres gritaban, los hombres soltaban tacos y los niños lloraban. Por todas
partes reinaba el caos.
Pasaron varios minutos hasta que llegó el propietario. Le enseñaron una orden
de registro.
Los agentes se desparramaron por todo el campamento y empezaron a mirar
tienda por tienda. Cada vez que salía uno con un sobre de papel u otro objeto en la
mano, se esposaba a un hippie y se le conducía a un furgón que aguardaba.
Ginny se alejó de la tienda en busca de Tortuga. Su novio no poseía nada ilegal,
pero la humillación coloreaba las mejillas de la muchacha.
Ya era tarde cuando los agentes volvieron a los coches patrulla e hicieron una
ajustada maniobra para volver a la carretera, dejando una nube de polvo en el aire.
Aún pasó una hora antes de que un irritado Tortuga entrara en la tienda. Ginny
estaba tendida en el saco, mirando el techo de la tienda, con el libro abierto sobre el
estómago.
—¡Puta pasma! —exclamó el joven, empezando a meter su ropa en el petate—.
¿Lo has visto?
Ella no se molestó en contestar; él tampoco lo esperaba.
—Los muy primates. Han cerrado la granja —dijo mientras metía algunas
prendas en bolsas de papel—. Los vecinos, que tienen dos coma cinco hijos, valla de
madera y perro con pedigrí, se quejaron del ruido. Los bienpensantes dijeron que
estaban hartos de tener hippies viviendo entre ellos. —Se detuvo y la miró—.
¿Puedes creerlo? Le han dicho a Lou que sólo puede tener quince invitados al mismo
tiempo. ¿Quiénes son ellos para decirnos lo que tenemos que hacer? Nos vamos de
aquí. Recoge tus cosas.
Un escalofrío helado recorrió la columna de Ginny.
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
—¿Adonde esta vez?
—A Holiday. Nos vamos una veintena por la mañana.
Holiday. Ginny recordaba el nombre. Otra típica comunidad de marginados.
Cuando llegaron a Holiday y se instalaron para pasar la noche, Ginny había
visto lo suficiente para saber que aquel lugar no era diferente de Morningside.
Se había ido llenando de jóvenes hartos de la contaminación, las autopistas y los
acosos. Su estilo de vida libre recibía críticas continuas en los medios informativos.
Ginny oía las quejas sin prestar mucha atención, deseando con todas sus
fuerzas acostarse y dormir.
Finalmente se fue al VW y abrió el libro que llevaba con ella a todas partes.
Las páginas se abrían con facilidad al tocarlas. Como si no fuera ella, sino el
libro el que elegía las páginas que iba a leer.
El contenido le removió el alma. La hermosa historia le llegó al corazón y le
hizo darse cuenta de que en su vida había algo que echaba de menos. Nunca se había
sentido tan sola como en aquellos instantes. Podía sentir cómo se evaporaba y
desaparecía su amor por Tortuga, y no sabía cómo impedirlo.
Nunca estaban solos. Siempre que él estaba en la tienda había alguien más con
ellos. No dejaba de discursear contra el modo de vida que estaba empeñado en
erradicar. A veces se preguntaba si, aparte de Tortuga y sus amigos, le importaría a
alguien más lo que estaban haciendo.
Se quedó dormida dando gracias por aquel respiro.
Con la mañana llegó el momento de buscar un lugar permanente para montar
la tienda. Tortuga no tenía tiempo para cosas tan vulgares, así que le tocó a Ginny.
Sentía una creciente nostalgia de Ben. Añoraba el consuelo de su amistoso brazo
rodeándole el cuello y el sonido de su amable voz.
Las mujeres de Holiday se parecían mucho a las de Morningside. Todas eran
tajantes en su decisión de marginarse de la sociedad. Ginny se sentía cada vez más a
disgusto en su compañía y deseaba encontrar algo que tuviera sentido para ella.
Mientras Tortuga hacía amistades, Ginny buscó un lugar tranquilo donde poder
leer su libro. Esos ratos eran los únicos períodos de paz que tenía y la sed que sentía
de las palabras que calmaban su alma no hacía sino aumentar.
Estuvieron en Holiday menos de un mes. Una tarde, después de echar una
siesta, se encontraba en la tienda de al lado tratando de localizar a Tortuga para
decirle que se iba a la ciudad a comprar provisiones, cuando vio a Ben andando hacia
ella.
Casi no podía dar crédito a sus ojos.
—¿Ben?
—¡Ginny! —dijo el joven, echando a correr.
La sorpresa y la alegría la empujaron hacia él y, cuando se vio en sus brazos,
casi se echó a llorar.
—¡No puedo creer que estés aquí! —dijo, abrazándose a él como a una boya en
aguas turbulentas—. ¿Qué haces por estos andurriales?
—Estoy escribiendo un artículo sobre Holiday. ¡Tienes un aspecto maravilloso!
—¡Tú también!
Ben llevaba el pelo limpiamente cortado, y con sus impecables vaqueros y su
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
americana oscura tenía un aspecto muy periodístico.
—¿Y no podías haberlo escrito en tu casa? —preguntó ella. El muchacho parecía
tan reacio a soltarla como ella a él.
—Me has pillado. He venido porque he querido.
Como la gente empezaba a apelotonarse a su alrededor, se soltaron finalmente.
Ginny lo cogió del brazo y lo condujo a su tienda.
—Bien, podría ser un artículo interesante. Las cosas están cambiando. He visto
que el movimiento se está volviendo más… más activo.
Él no respondió inmediatamente. Cuando lo hizo, fue con un tono solemne:
—¿Estás bien?
Ginny se sintió a merced de su mirada de preocupación.
—Voy tirando.
—¿Tú te sientes bien?
Ginny contuvo el aliento.
—Regina te lo ha contado.
Ben sonrió.
—Sí, me lo comentó. Pero yo ya lo suponía. Parecías… distinta. Tienes un
resplandor especial y el vientre te abulta ya un poco.
Ella bajó la mirada.
—¿Lo has notado?
—Lo he notado —dijo él sin dejar de sonreír.
Ginny se maravilló. Vivía con Tortuga. Él era el padre de la criatura y no se
había dado cuenta.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —dijo, levantado los ojos.
—Unos días. Hablaré con algunas personas y veré cómo va todo. ¿Qué tal está
Tortuga?
—Ah, ya sabes… igual. —Su rostro se iluminó—. ¿Te vas a quedar aquí? —Ni
siquiera se atrevía a esperarlo.
—No, en la ciudad. En un pequeño motel.
—¿Cómo? —dijo Ginny para pincharle—. ¿Sin pasar incomodidades?
Ben sonrió.
—Puedo ser fiel a mí mismo y a pesar de todo dormir en una cama decente,
darme una ducha y afeitarme todos los días.
Aquello sonaba maravilloso. Las duchas comunales no eran adecuadas y Ginny
se levantaba cada día más temprano para ser la primera de la cola.
—Vamos a la ciudad a comer un bocadillo, Ginny.
A la muchacha le sorprendió aquella iniciativa.
—Claro —dijo, hambrienta de pronto de noticias sobre Regina y (tuvo que
admitirlo) sobre el mismo Ben.
Fueron a un pequeño restaurante italiano, lleno de aromas maravillosos y de
gente que reía y charlaba en tono tranquilo. La comida era deliciosa y ella estaba tan
llena cuando terminaron que tuvo que desabrocharse el botón de la cintura.
Pero lo que más le gustó fue la posibilidad de hablar por fin de algo que no
fuera la sociedad y sus males. No podía recordar la última vez que se había sentido
tan feliz.
220
LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
Más tarde, cuando detuvo el coche de alquiler en la puerta de la granja, Ben se
volvió hacia ella.
—¿Qué vas a hacer, Ginny?
—¿A qué te refieres?
—Sabes a qué me refiero. Esta vida no es para ti. Tú no quieres criar un hijo
aquí.
—Precisamente ahora, yo… Tortuga es el padre del niño, Ben.
—Un padre es más que un momento de pasión, Ginny.
La joven respiró profundamente, tratando de contener las lágrimas que sentía
en los ojos.
Ben la atrajo hacia sí con suavidad.
—Ayyy… lo siento. No quería hacerte llorar.
—No has sido tú —mintió Ginny—. Es sólo que estoy cansada. —Se apartó de
él, abrió la portezuela del coche y fue a bajar—. Ah, Ben, ¿recuerdas aquel viejo libro
que encontramos en el desván?
—¿Sí?
—No sé cómo, se mezcló con mis cosas. —Tenía grandes deseos de quedárselo,
de tener algo a lo que asirse, pero sabía que no debía—. Tienes que devolvérselo al
propietario.
—Muy bien.
Ginny bajó del coche.
—Ginny.
—Sí.
—Piensa en lo que te he dicho.
—Claro. —Como si fuera capaz de pensar en otra cosa.
Mientras avanzaba por el laberinto de tiendas y sacos de dormir, comprendió
por fin lo que quería. Aunque no estaba segura de tener convicción suficiente para
conseguirlo.
221
LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
—Sí.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Tortuga, tenemos que hablar.
—Ahora no, Ginny.
Ella esperó a que terminara lo que estuviera escribiendo. Cuando el joven se
puso a buscar otro cuaderno, la voz femenina le detuvo.
—Tenemos que hablar.
—Muy bien —dijo él con impaciencia—. ¿De qué se trata?
Ahora que había llegado el momento, Ginny no estaba segura de cómo
empezar. Miró hacia su bolso, donde guardaba el libro.
—Escúpelo, Ginny. Estoy ocupado.
—Se trata del niño —barbotó Ginny, dándose cuenta inmediatamente de que no
era el momento.
Tortuga levantó los ojos.
—¿Qué niño?
—El nuestro.
El rostro de Tortuga estaba en blanco.
—¿Qué le pasa?
—El niño, Tortuga. Vamos a tener un hijo. ¿No significa eso nada para ti?
La miró como si no comprendiera de qué estaba hablando.
—Ya lo sé… te ayudarán las otras mujeres.
Ahora era ella quien no entendía.
—¿Qué?
—Cuando llegue el momento. Las otras mujeres te ayudarán.
Ella se quedó atónita.
—¿Es eso todo lo que tienes que decir? Vamos a tener un hijo, Tortuga, una
pequeña vida humana que guiar y dirigir, para enseñarle a diferenciar lo justo de lo
injusto, el bien del mal.
—Lo que sea —dijo Tortuga, volviendo a lo que estaba haciendo.
Ella le miró fijamente; todas las esperanzas que le quedaban en relación con el
futuro acababan de esfumarse.
—¿Es eso todo lo que tienes que decir?
—Ginny, estoy ocupado. ¿Qué quieres que te diga? Sabes que no estoy
preparado para ser padre. Deberías haber tenido más cuidado.
—¿Que qué quiero que me digas? —repitió ella con incredulidad—. Quiero que
me digas que te alegras. Quiero… quiero hacer planes. No tenemos dinero. Necesitas
un trabajo. Yo quiero una casa para…
Tortuga se irguió de golpe.
—Estamos aquí, en Holiday, porque la sociedad no reconoce ni acepta nuestro
estilo de vida, ¿y tú quieres empeñarte por ella? ¿Cuántos niños ves correteando por
aquí? ¿Dos docenas? ¿Tres? Todos sanos, contentos y libres. Así será nuestro hijo. Y
se acabó, joder. Me voy a la tienda de Skeet. Quizá allí pueda encontrar algo de
intimidad.
Ginny se quedó mirando la abertura de la tienda hasta mucho después de su
partida. Una idea le daba vueltas en la mente. Tortuga no iba a tener el hijo, iba a
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LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
tenerlo ella. Para él, el niño sería propiedad de la comunidad.
Ginny se quedó dormida con la mano apoyada en el vientre que empezaba a
redondearse. La criatura que había dentro era el futuro, y ella la cuidaría y le amaría.
A la mañana siguiente detuvieron a Tortuga por hostigar a los viandantes y
pasó veinticuatro horas en el calabozo.
Cuando regresó a Holiday, fue recibido como un héroe conquistador. Si a
Ginny le quedaba alguna duda, desapareció en aquel momento. Ahora sabía dónde
estaba su futuro, y con quién.
—Haz el equipaje, nos vamos de aquí —ordenó Tortuga aquella noche,
entrando en la tienda dando zancadas.
Ella ya estaba empaquetando sus cosas.
—La costa está saturada. Volvemos al este, donde no nos perseguirán por
nuestras creencias.
Doblando cuidadosamente una blusa, Ginny la metió en la bolsa de papel
marrón que le hacía de maleta.
—Todos están hartos. Ice se va a Taos. Mertz y Bird se van a la granja Wheeler,
cerca de Bodega Bay. Pero la familia Oz se va al este. Tienen unos terrenos por allí.
Ginny tragó una profunda bocanada de aire y dijo:
—Yo no voy.
«Busca la verdad y encuentra el tesoro. Angela Damien, 1815.»
Tortuga no la escuchaba.
—Viajaremos con los Oz, así será más barato. Trabajaremos por el camino
cuando necesitemos…
—Yo no voy.
—¿Qué? —dijo él, levantando los ojos.
—Que yo no voy. —De repente se sentía fuerte, decidida y protectora.
Madre.
—¿De qué estás hablando?
—Que yo no voy. Voy a comprar una casita, quizá un perro, y por supuesto una
valla de madera, para criar allí a mi hijo.
—¡Te estás vendiendo! —En la voz de Tortuga había incredulidad y cólera.
—No, estoy tratando de encontrar algo de honor en mi vida. No puedo vivir
así; quiero más para nuestro hijo. Y también quiero algo más para mí.
Tortuga cabeceó con incredulidad. Estaba claramente asqueado.
—Has cambiado.
—Sí, he cambiado. Gracias por darte cuenta.
Tortuga se dio la vuelta con repugnancia.
—Es decisión tuya —dijo—. Pero no vuelvas corriendo cuando despiertes y
comprendas que te has convertido en uno de «ellos».
Ningún Por favor, Ginny, te quiero.
Ningún Es nuestro hijo, así que a lo mejor hago también yo unos cuantos cambios en
mi vida.
Sólo Es decisión tuya.
223
LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
Sencillo.
Podía enseñar a su hijo los valores que ella defendía —la independencia, el
coraje, pensar por uno mismo y tratar a la gente con honradez y sinceridad— tanto si
se «marginaba» como si vivía en armonía con el Sistema.
La vida tiene sus normas; siempre las había tenido y siempre las tendría.
—Lo siento —dijo Ginny. Se miraron a los ojos—. Espero que encuentres lo que
estás buscando, Tortuga.
El joven recogió sus cuadernos y desapareció por la abertura de la tienda.
Por extraño que parezca, Ginny no estaba furiosa. Tortuga se había entregado a
una causa que no estaba clara ni siquiera para él. En su esfuerzo por eludir a la
sociedad que tanto odiaba había encontrado otro ídolo que exigía su propio tributo.
Por primera vez en mucho tiempo, Ginny se sintió en paz.
Ben.
Necesitaba contarle a Ben su descubrimiento. Cuando fue a buscarlo, le dijeron
que se había ido una hora antes.
Ginny volvió desolada a su vacía tienda. Ben no sólo se había olvidado del
libro, sino que ni siquiera se había despedido de ella.
A la mañana siguiente metió en un petate militar los artículos personales que le
quedaban, junto con el libro, y echó a andar hacia la salida de la granja.
El sol le acariciaba el rostro y ella se llenaba los pulmones de aire matutino. El
niño se movió dentro de su vientre. Ginny sonrió.
—Seguramente cometeré algunos disparates, criatura —admitió en voz alta
acariciándose el vientre—. Pero aprenderemos juntos.
Había recorrido cerca de un kilómetro cuando oyó el rumor de un coche que se
acercaba por detrás. No estaría mal hacer autostop. Se dio la vuelta.
El coche redujo la velocidad y Ben se asomó por la ventanilla, mirando el petate
que Ginny llevaba al hombro.
—¿Necesitas chofer?
El corazón casi se le salió del pecho al verle.
—Yo diría que sí.
—¿Necesitas un marido?
Ginny sonrió y el amor se fundió con sus lágrimas.
—Yo diría que también podría necesitar uno, sí.
—Sube —dijo Ben con voz ronca.
Apoyada en la ventanilla, Ginny se adelantó y recogió el beso que la esperaba.
—Si estás buscando un padre para tu hijo —dijo Ben sin apartar la boca—,
también me ofrezco voluntario.
—Estás contratado.
—¿Sin más?
«No, sin más no», pensó ella. Hacía mucho tiempo que sabía que Ben estaba
destinado a formar parte de su vida.
Lo había comprendido gracias al libro. Había buscado la verdad y había
encontrado el tesoro.
Y juntos, Ben y ella enseñarían aquella verdad a otros.
224
LORI COPELAND CORAZONES GEMELOS
***
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
VOLVER A AMAR
Madeline Baker
226
MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
Capítulo 1
Angela Wagner hizo una mueca al cerrar el libro. Amor eterno, pensó con
amargura. No existía tal cosa. Al menos en su vida. Ni en este mundo. No se podía
confiar en ningún hombre. Su padre las había abandonado a su madre y a ella por
otra mujer. Su hermano había dejado que se las apañara sola después del
fallecimiento de su madre. Incluso Roger, que había jurado que la amaría siempre,
había demostrado no ser más que un mentiroso. Su traición era la más dolorosa de
todas. Ella le había dado su corazón, su virginidad y los ahorros de toda su vida, y él
se había largado del pueblo con las tres cosas.
Arrojó el libro al otro extremo del cuarto. No había peor tonta que una vieja
tonta, musitó, ¡y ella era una prueba palpable! El sheriff Howard le había dicho la
víspera que se había enterado de que Roger Highland era un bribón de siete suelas
que se aprovechaba de las mujeres confiadas, se las llevaba a la cama con palabras
dulces y las despojaba de los ahorros de toda su vida.
Angie se había negado a creer una palabra de lo que le decía hasta que Howard
le había puesto delante un papel de aspecto oficial para que ella misma leyera lo que
se decía sobre Roger. De acuerdo, muy bien, Roger Highland era un timador
profesional, con orden de búsqueda y captura en catorce estados.
Angie había levantado la barbilla y reprimido las lágrimas mientras deseaba al
sheriff un buen día y por dentro se reprochaba haber sido una presa tan fácil. Había
oído hablar de hombres como Roger, hombres que se aprovechaban de los débiles y
confiados. Siempre había sentido lástima por las pobres mujeres sin voluntad a las
que un rostro atractivo y unas bonitas palabras habían despojado de todo lo que
tenían. Le daba vergüenza reconocer que ella no era mejor que aquellas mujeres y
admitir que Roger Highland la había engañado como a una tonta. Y lo peor de todo
era que pronto lo sabría todo el pueblo.
Angie emitió un suave quejido. Quincy, Dakota del Norte, era un pueblo
pequeño donde todos se conocían. No había secretos en Quincy y, si los había, no
duraban mucho.
De los labios de Angie brotó una palabra soez mientras se levantaba y se dirigía
al espejo. Treinta años, pensó con un movimiento de cabeza. ¡Treinta años de
estupidez! Tendría que haber sido más lista y desconfiar de que un hombre siete años
más joven pudiera sentirse atraído por una mujer vulgar como ella.
Frunció la frente al verse en el espejo. ¿Cómo había podido Roger estar tan serio
mientras le susurraba todas aquellas cosas al oído y desvariaba sobre su cara
huesuda, y su cabello dorado y sus ojos verde mar? Seguro que por dentro no paraba
de reírse pensando en la credulidad de una solterona como ella. Claro que, ¿quién
necesitaba oír aquellas cosas más que una solterona, aunque no fueran ciertas?
Nunca más, se juró. Nunca más permitiría que un hombre la enredara con
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
palabras dulces. ¡Nunca!
Angie volvió al salón y se quedó mirando el libro que estaba tirado en el suelo.
Era una copia de un libro muy antiguo que le había dado su madre. Un libro que
había pasado de generación en generación durante siglos.
El manuscrito original estaba en la Biblioteca del Congreso, pero se habían
hecho varias copias. La madre de Angie le había contado que más de un siglo antes,
una de sus antepasadas, otra Angela, había hecho tres copias para sus tres hijas.
Sintiéndose culpable por haber tratado de aquella manera un libro tan
entrañable, lo recogió del suelo. Resultaba extraño pensar que la historia de Damon y
Angeline había perdurado durante cientos de años. No se parecía a ninguna otra
historia que hubiera leído. El autor había pintado una hermosa historia, no con
colores, sino con palabras. Palabras mágicas que habían transportado a Angie a otra
época y otro lugar.
Muchas mujeres que habían leído el libro en épocas anteriores habían escrito
sus propios pensamientos al final, para que dejara de ser la historia de un hombre y
una mujer y se convirtiera en una historia de amor que abarcaba un milenio.
Una lectora había escrito al final: «Quien mucho arriesga, mucho tiene que
ganar». Y otra, con distinta letra: «El honor trae la felicidad».
Angela volvió a fruncir el entrecejo. El amor no le había proporcionado ni
recompensas ni felicidad, pensó amargamente, sólo un corazón roto y una cuenta
bancaria al descubierto. ¿Cómo iba a enfrentarse a sus conocidos cuando se enteraran
de lo fácilmente que la habían esquilmado?
Ya oía los chismorreos de sus paisanos, riéndose a escondidas y haciendo
chistes.
Se quedó mirando el libro que tenía en las manos. Había caído abierto por una
página y, sin darse cuenta, la leyó en voz alta:
«Pues su fragancia era como un campo lleno de flores, su piel sabía a miel y a
vida…»
Roger le había susurrado palabras así, dulces mentiras que la habían cegado,
impidiéndole ver cómo era él realmente. Palabras exuberantes que le habían hecho
creer que también ella podía vivir el vínculo amoroso que había unido a Damon y
Angeline.
Ahogando un sollozo, cerró el libro de golpe. Estaba tentada de arrojarlo a la
basura, pero algo detuvo su mano y, en lugar de tirarlo, lo dejó en el estante de los
libros.
Tratando de no pensar en nada, se dio una ducha, se puso el camisón, se trenzó
el cabello y se cepilló los dientes.
Pero no se sentía capaz de dormir en aquella cama, la misma donde la había
seducido Roger Highland. En aquel momento supo que nunca podría volver a
dormir en ella. Al día siguiente se desharía de aquel objeto maldito.
¡Ojalá fuera tan fácil deshacerse de sus recuerdos!
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
Capítulo 2
Angie despertó al amanecer con agujetas, dado que había pasado la noche en el
sofá. Se vistió rápidamente y fue a la cocina a prepararse el desayuno, aunque
entonces se dio cuenta de que no tenía apetito.
Se sirvió una taza de café y al engullirlo supo que no iba a ser capaz de acudir al
trabajo, ni de enfrentarse a sus compañeros ni a los clientes. Conocía a todos los
habitantes de Quincy y todos la conocían a ella. Y todos debían de saber ya que
Roger se había ido del pueblo solo. No habría boda en primavera. Bueno, tal vez
debiera darle las gracias por no haberle dado plantón en el altar, pero lo que sentía
no era precisamente gratitud.
Angie se sirvió otro café. Hacía años que no se tomaba vacaciones y aquél era el
momento oportuno. Puede que alguien pensara que era un cobarde pretexto para
huir, pero no le importaba. Necesitaba pasar un tiempo sola para ordenar sus
pensamientos. Tiempo para acostumbrarse al hecho de que probablemente nunca se
casaría y nunca la llevaría en brazos un atractivo caballero montado en un caballo
blanco.
Sin darse ocasión para cambiar de idea o frenar el impulso, llamó al banco y
dijo al señor Black que se tomaba un mes de vacaciones. Luego hizo el equipaje y
salió del pueblo, en dirección a una pequeña cabaña de las montañas que su abuela
James le había legado. Había pertenecido a su familia desde que Dorry y Luke James
habían fundado un próspero rancho en aquellas tierras, hacía casi un siglo.
Hacía muchos años que Angie no iba por allí. Menos mal que no le había
hablado a Roger de aquel lugar, pensó con una mueca; era muy probable que, de
haberlo sabido, también se lo hubiera quitado.
Había habido muchos cambios en el pequeño pueblo de Cross Corners desde la
última vez que había estado allí. Su familia había sido en tiempos propietaria de gran
parte de las tierras de los alrededores, incluido el rancho ganadero de cientos de
hectáreas que lindaba con la cabaña. Habían vendido el rancho recientemente y los
nuevos propietarios lo habían transformado en hotel de temporada. Angie se había
cruzado con grupos de falsos vaqueros que paseaban a caballo por el campo
mientras ella subía con el coche por el largo, serpenteante y polvoriento camino de la
cabaña.
Una gran sensación de libertad se apoderó de ella al entrar en el patio
delantero. La cabaña estaba exactamente igual que en sus recuerdos, vieja ya y
construida con troncos en un pequeño claro, rodeada de árboles, flores silvestres y
arbustos frutales. El viejo granero que había al lado parecía a punto de derrumbarse.
Cogió la maleta, cerró el coche y se dirigió a la puerta principal. Introdujo la
llave en la cerradura, empujó la puerta y entró.
Todo estaba cubierto por una fina capa de polvo. En los rincones había
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
telarañas grises. En lugar de deprimirse, se sintió con algo que hacer.
Estuvo dos horas limpiando la casa. Barrió el suelo y quitó el polvo de los
muebles. Limpió la mugre del gran sofá de cuero marrón y del sillón con el que hacía
juego. Eliminó la suciedad del fregadero, sacó brillo a la cocina y enchufó el viejo
frigorífico.
Puso sábanas limpias en la cama y toallas en el cuarto de baño, y colgó sus
ropas en el pequeño armario. Luego fregó el cuarto de baño y rascó la pequeña
bañera con patas en forma de garras.
Hecho esto, se bañó y se puso unos cómodos pantalones de chándal y unas
Reebok de deporte. Se cepilló el pelo y se hizo un prieto nudo en la nuca.
Volvió a la cocina y se sentó a la mesa. Se apartó de un soplido un rizo que le
colgaba por la frente y redactó una lista de artículos que necesitaba.
Se sintió mejor de lo que se había sentido últimamente mientras se dirigía al
almacén con el coche. Pensaba pasar cuatro semanas encerrada en la cabaña,
lamiéndose las heridas. Estaba dispuesta resignarse al hecho de que nunca se casaría.
—Recuerda —murmuró para sí— que una mujer sin un hombre es como un pez
sin bicicleta.
No necesitaba un hombre. Tenía un buen trabajo y una bonita casa. Cuando
terminara las vacaciones, volvería al pueblo y seguiría con su vida. Muchas mujeres
solteras llevaban una vida plena y satisfactoria y ella haría lo mismo.
Dakota Sanders estaba apoyado en la fachada del estanco, con un cigarrillo sin
encender en los labios, mientras miraba a las muchachas de generosas curvas que
desfilaban arriba y abajo por la acera de enfrente. Todas eran huéspedes del rancho,
preciosas jovencitas que raramente pensaban en algo más serio que la ropa que se
iban a poner.
Resultaban cómicas con aquellos vaqueros ceñidos y las camisas de volantes.
Siempre le pasmaban las ideas que los habitantes de las ciudades tenían sobre la
indumentaria del antiguo oeste. Lo más gracioso eran las botas. Botas rojas de
puntera afilada y tacones altos. Botas azules con fantasiosos adornos de plata. Botas
moradas de ante. Los viejos vaqueros se habrían partido de risa si hubieran visto a
aquellos cursis.
Dakota cabeceó y miró el reloj. Las chicas no partirían hasta después de una
hora por lo menos, tiempo suficiente para comprar un cartón de tabaco y de tomarse
algo fresco en el bar de Olson.
Se despegó de la pared y estaba a punto de entrar en el estanco cuando oyó un
estrépito y una maldición en voz baja.
Dakota miró por encima del hombro y vio a una mujer delante del almacén de
comestibles. Con un brazo sujetaba dos bolsas llenas y con el otro lo que quedaba de
una bolsa que acababa de romperse. Apretaba los labios mientras miraba con el
entrecejo fruncido las latas y cajas desparramadas a sus pies.
—Permítame ayudarla —se ofreció Dakota.
—No es necesario que se moleste —dijo Angie, soltando la bolsa rota y
sujetando con firmeza las otras dos.
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
—Será un placer, señora —insistió Dakota.
Angie le observó mientras el hombre recogía los víveres con rapidez. Era alto y
delgado, de espaldas anchas y piel bronceada. Unos téjanos azules desteñidos
enfundaban unas piernas increíblemente largas y musculosas. El cabello negro le
llegaba por debajo del cuello de la camisa vaquera. Era de esas camisas a las que les
cortan las mangas y dejaban al descubierto unos brazos fuertes y bronceados. Era el
hombre más escandalosamente atractivo que había visto en su vida. A su lado, Roger
Highland parecía un fantoche.
Dakota se irguió con los víveres en los brazos.
—¿Dónde ha aparcado, señora?
—Allí. —Aquel hombre tenía los ojos castaños más maravillosos que había visto
en su vida. Con un esfuerzo, Angie dejó de mirarlo—. Es el Camry verde.
Dakota asintió con la cabeza y la siguió hasta el coche, dejando las latas y las
cajas en el asiento posterior cuando ella abrió la portezuela.
—Gracias, señor… —No podía dejar de mirarle. Esbelto y curtido, era un
vaquero de pies a cabeza, desde el Stetson negro hasta las desgastadas suelas de sus
botas.
—Sanders. Dakota Sanders.
—Sí, pues gracias otra vez —dijo ella muy rígida—. Le agradezco la ayuda que
me ha prestado.
Dakota la vio ponerse tras el volante y alejarse por la calle. ¿Quién era?, se
preguntaba. Una huésped del rancho no, eso seguro. Ninguna vaquera de mentirijilla
se habría dejado ver con aquel moño y sin maquillaje, ni con aquellos anchos y
negros pantalones de chándal. No, las chicas que acudían al hotel rural preferían
llevar pantalones cortos, ceñidos y blancos, para lucir sus largas y bronceadas
piernas, y camisetas de tirantes, para exhibir sus grandes pechos y su vientre plano.
Encogiéndose de hombros, Dakota volvió al estanco. Había demasiadas chicas
bonitas esperando en el rancho para preocuparse por una mujer desgarbada y de
labios apretados.
Lanzó una exclamación en voz baja. Tenía los ojos verdes, los más bonitos que
había visto en su vida. Los más bonitos y los más tristes.
Trató de olvidarla, pero seguía pensando en ella cuando trasladó a las
huéspedes al hotel al caer la tarde.
Angie se incorporó de súbito cuando el cielo se iluminó con otro relámpago. El
trueno resonó en las alturas y el ruido pareció atravesar el tejado. La lluvia daba
contra la ventana del dormitorio, zarandeando el cristal como si fueran puños de
agua enfurecidos.
—Siempre la misma suerte —murmuró, tapándose con las mantas hasta la
barbilla—. Otra vez el Diluvio y yo más sola que la una.
Sabiendo que no podría conciliar el sueño, bajó de la cama, se puso un albornoz
grueso y unas zapatillas azules de pelo y se dirigió a la cocina. Al entrar accionó el
interruptor, pero no pasó nada.
«Estupendo —pensó—, se ha ido la luz.»
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
Rebuscó en los armarios hasta que encontró una vela y cerillas. Encendió la vela
y la puso en el mostrador de la cocina, echó leche en un cazo y lo puso al fuego. Una
taza de chocolate caliente era exactamente lo que necesitaba.
Se acercó a la ventana de la cocina y se quedó mirando la tormenta mientras
esperaba que se calentara la leche. Siempre le habían gustado las tormentas y aquélla
era impresionante El rumor de la lluvia llenaba sus oídos Los rayos cruzaban el cielo.
Un viento frío soplaba entre los árboles, inclinándolos, doblegándolos.
Al estallar el siguiente relámpago vio a un hombre encogido a lomos de un
caballo Angie ahogó una exclamación y se echó hacia atrás, con las venas llenas de
adrenalina Ningún hombre en su sano juicio saldría a cabalgar en una noche como
aquélla.
Repentinamente consciente de lo sola que estaba, Angie corrió las cortinas y se
quedó allí, con la mano sobre su galopante corazón. ¿La habría visto el hombre?
¿Sabría que estaba sola?
Un silbido atrajo su atención La leche estaba hirviendo. Después de apartar el
cazo del quemador, volvió a la ventana y escrutó la oscuridad.
Entrevió el perfil del caballo en el camino de entrada, con la grupa al viento y la
cabeza gacha ¿Dónde estaba el jinete?
Abrió un cajón y sacó un cuchillo de carnicero, maldiciendo por no tener
teléfono en la cabaña Ni armas de fuego.
Esperó con la espalda pegada a la pared escuchando. Pero lo único que oía era
el golpeteo incesante de la lluvia.
Los minutos pasaban lentamente. Empuñando el cuchillo con fuerza, se
arriesgó a echar un vistazo por la ventana. El caballo estaba en el mismo sitio.
Cuando otro relámpago iluminó el cielo, vio al hombre caído al lado del animal.
Estaba herido No sabía cómo, pero lo sabía.
Lo observo durante unos segundos y, al ver que no se movía, salió por la puerta
trasera, hundiendo las zapatillas en el barro.
El hombre estaba tendido boca abajo.
—¿Señor? —dijo, zarandeándole un hombro—. ¿Señor?
El hombre dejó escapar un leve gruñido.
—¿Puede ponerse en pie? No puedo llevarlo a cuestas.
El hombre volvió a gruñir suavemente.
Tomándolo por una afirmación, Angie lo cogió por el brazo y tiró de él. El
hombre se levantó como pudo Angie soltó el cuchillo, se pasó el brazo del hombre
por los hombros, lo abrazó por la cintura y avanzaron hacia la casa. El hombre
trataba de mantenerse en pie apoyándose en ella.
Cuando llegaron a la cocina, Angie estaba empapada hasta los huesos.
Lo llevó hasta una silla y el hombre se dejó caer en ella, con la cabeza inclinada
hacia delante.
Angie no tuvo que preguntarle dónde estaba la herida La sangre le resbalaba
por la mano izquierda Le quitó con cuidado el chaquetón de piel de oveja,
adviniendo un desgarrón en el duro material La manga izquierda de la camisa
también estaba rasgada y empapada de sangre.
Angie se arrodilló delante de él, le desabotonó la camisa y se la bajó de los
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
apartando cuidadosamente la mirada, le desabrochó los pantalones y se los quitó.
Si no quería dormir con los calzoncillos puestos, tendría que quitárselos él
mismo, musitó mientras le ayudaba a meterse en la cama y lo tapaba con las
frazadas.
El hombre se quedó dormido en cuanto su cabeza tocó la almohada.
Angie se quedó mirándole. Le resultaba vagamente conocido y entonces
recordó dónde lo había visto antes.
Era el vaquero que la había ayudado aquella tarde.
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
Capítulo 3
Dakota apretó los párpados, tratando de no hacer caso de la importuna voz que
quería despertarle.
—Señor Sanders. Señor Sanders, despierte.
Con un leve gemido, abrió los ojos. Parpadeando ante la luz de las velas, se
quedó mirando a la mujer que estaba arrodillada al lado de la cama.
—¿Qué quiere?
—¿Sabe quién es usted?
La miró como si la mujer hubiera perdido la cabeza.
—Claro que sé quién soy. ¿Quién diantres es usted?
—¿Sabe dónde está?
—¿En su cama? —preguntó el hombre con ironía.
—Hablo en serio. ¿Cómo se llama?
—Dakota.
—¿Le duele la cabeza?
—No.
—¿Tiene el estómago revuelto?
—No. Escuche. Estoy bien. Sólo cansado.
Angie se puso en pie. El hombre sabía dónde estaba y parecía pensar con
coherencia, así que no era probable que tuviera una conmoción cerebral.
—Siento haberle despertado —dijo, cruzándose de brazos—. Vuelva a dormir.
Dakota se quedó mirándola. Entonces la reconoció. Era la mujer del pueblo. Era
sorprendente, pensó, qué distinta estaba con aquel largo albornoz azul. Una castaña
cabellera ondulada le caía sobre los hombros. Sus pestañas eran largas y oscuras y los
labios carnosos y ligeramente fruncidos. Aunque seguía tan rígida como un poste; no
había amabilidad en su expresión, ni simpatía ni cordialidad en sus ojos. Y él era lo
bastante hombre y estaba lo bastante herido para desear ambas cosas.
—Siento haberla molestado, señora —dijo, sentándose en la cama—. Me iré en
seguida.
—¡No diga tonterías! —exclamó ella—. No puede salir con esta tormenta.
—Puedo y lo haré.
—Pero…
Dakota sacó las piernas de la cama, gruñendo ligeramente al notar que el
movimiento le repercutía en la cabeza. Cerró los ojos un momento y levantó la
cabeza para mirarla.
—Tengo por costumbre no quedarme nunca donde no me quieren, señora.
—Me gustaría que dejara de llamarme señora —dijo ella—. ¡Hace que me sienta
como si tuviese ochenta años!
Él la miró con una ceja arqueada y la comisura de la boca hacia abajo.
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
—Lo siento —dijo, poniéndose en pie y asiéndose al poste de la cama cuando la
habitación empezó a dar vueltas.
Angie se acercó y le cogió por el brazo.
—Vuelva a meterse en la cama antes de que se desmaye.
—Sí, señora —murmuró, dejándose caer en el colchón y esbozando una sonrisa
forzada—. Lo siento, es que he resbalado.
Con los labios apretados, Angie lo tapó con las frazadas hasta la barbilla. Iba a
alejarse de la cama cuando la mano del hombre cogió la suya. Tenía la palma callosa
y los dedos largos y fuertes. El contacto la recorrió como una descarga eléctrica.
—¿Qué hace? —exclamó.
—Sólo quería darle las gracias por cuidarme —murmuró el hombre, confuso
por la corriente de alto voltaje que había pasado del uno al otro en el momento en
que sus dedos se habían cerrado sobre los de la mujer.
Angie miró la mano que aprisionaba la suya. Era grande y morena, con el dorso
surcado de cicatrices. Le daban miedo los escalofríos de placer que sentía en aquellos
momentos.
—Suélteme.
Dakota le soltó la mano inmediatamente, con expresión de curiosidad.
—No era mi intención asustarla.
—No sea ridículo. No me ha asustado. Es que no me gusta que me toquen.
—Lo siento.
Angie le miró fijamente, irritada por encontrarlo atractivo y porque el mero
hecho de mirarle le hacía sentir algo caliente en su interior, como si se derritiera. ¿Es
que nunca iba a aprender?
Con un suspiro de fastidio, se dio la vuelta y salió de la habitación.
Dakota la vio irse, preguntándose qué mosca le habría picado. Preguntándose
por qué le importaba. Era consciente del efecto que solía causar en las mujeres,
aunque no era capaz de explicárselo. No era más atractivo que el resto de los
hombres, pero desde que había cumplido los quince años, las mujeres se peleaban
por estar cerca de él. Había tenido novias a porrillo, primero en el instituto, luego en
el circuito de los rodeos y ahora en el rancho.
Pero aquella mujer le miraba como si fuera un gusano.
Dakota rió suavemente. Quizá fuera para tenerlo a raya. Pero había algo en ella,
algo que hacía que quisiera verla sonreír, hacerla reír.
Se quedó dormido con esta idea en la cabeza.
Angie entró en la cocina y puso la cafetera. Había sido una noche muy larga. Se
había acercado varias veces a comprobar que el hombre que dormía en su cama
estuviera bien. Dakota Sanders.
Trató de apartar la imagen del hombre de su cabeza mientras se dirigía a la
ventana.
—¡Por san…! —Cabeceó sin poder dar crédito a sus ojos. El caballo estaba
todavía en el patio. Con la grupa vuelta al viento, mordisqueaba con tranquilidad los
arbustos que flanqueaban el camino, indiferente a la lluvia. Vio el cuchillo de
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
carnicero tirado en el barro, donde lo había dejado caer.
Oyó un ruido a su espalda y se dio la vuelta. Dakota estaba en el umbral, con
los arrugados vaqueros y una manta sobre los hombros.
—El café huele bien —dijo—. ¿Cree que podría tomar una taza?
—Desde luego —dijo Angie, cerrándose bien el albornoz—. Siéntese.
Cogió dos tazas de la alacena, las llenó y le tendió una.
—Su caballo está fuera.
—Será mejor que vaya a ocuparme de él.
—No creo que le convenga salir. Dígame qué hay que hacer.
—¿Sabe algo de caballos?
—No.
—Yo me ocuparé de él —dijo Dakota, poniéndose cuidadosamente en pie y
volviendo de nuevo al dormitorio. Salió a los pocos minutos—. Gracias —dijo,
señalando la camisa que Angie le había lavado y remendado.
—De nada.
Dakota la observó un momento, luego se encogió de hombros, se puso el
chaquetón y salió.
Dispuesta a quitarse de la cabeza a Dakota Sanders, Angie se volvió para
preparar el desayuno y cuando se dio cuenta se estaba preguntando si a él le
gustarían los gofres.
—Pero ¿a mí qué me importa? —murmuró para sí—. A mí me gustan y yo soy
la cocinera.
Frió tocino, puso mantequilla, mermelada y sirope en la mesa y volvió a llenarle
la taza de café.
Dakota reapareció a los quince minutos.
—¿Es suyo? —preguntó.
Angie miró el cuchillo que llevaba en la mano y asintió. Sin decir una palabra,
Dakota dejó el cuchillo en el fregadero. Ella le ofreció una toalla para que se secara y
se quedó allí, incapaz de mirar a otro lado mientras él se secaba el largo cabello
negro.
Angie apartó los ojos cuando la mirada del hombre se fijó en la suya.
—El desayuno está listo. Espero que le gusten los gofres.
—Mi desayuno favorito. —Dobló la toalla y la dejó sobre el mostrador antes de
sentarse a la mesa—. Tiene una pinta estupenda —comentó.
—Gracias —dijo ella, sentándose al otro extremo de la mesa y concentrándose
en el desayuno para no mirarle, para no encontrarse con sus ojos, aunque sabía que él
estaría mirándola.
El silencio se impuso entre ambos. Embarazoso. Palpable.
Ella pensaba en las manos de él, grandes y morenas, y se preguntó qué sentiría
si las tuviera sobre su piel.
—No me ha dicho cómo se llama.
—¿Qué?
—Su nombre —repitió él—. No me ha dicho cuál es.
—Angela Wagner.
—Mucho gusto en conocerla, Angela.
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
—Sería mejor que me llamara señorita Wagner.
Dakota le hizo una seña con la ceja.
—¿Va a quedarse aquí mucho tiempo?
—Un mes.
Él asintió con la cabeza, como si aquello le complaciera, aunque ella era incapaz
de adivinar la causa.
—Podría enseñarla a montar.
—No lo creo.
—Le gustará.
—He dicho que no.
—¿Soy sólo yo? —preguntó Dakota—. ¿O es que a usted le molesta todo el
mundo?
—No me molesta usted, señor Sanders. He venido aquí para… —Angie dejó la
frase en suspenso. Aunque tenía muchas ganas de que él se fuera, no quería ser
maleducada.
—¿Para estar sola? —aventuró él, terminando la frase.
—Sí.
Él asintió y ella tuvo la extraña sensación de que él sabía que estaba huyendo y
el porqué.
—En cuanto termine de tomar el café, me pondré en camino.
—Puede quedarse hasta que deje de llover —dijo Angie, tratando de poner algo
de entusiasmo en la voz.
—Será mejor que me vaya. Se estarán preguntando qué me ha pasado.
—Hablando de eso, ¿qué estaba haciendo anoche ahí fuera, bajo la tormenta?
—Una de nuestras huéspedes se cayó del caballo. Consiguió volver al rancho
andando, pero el caballo no regresó y fui a buscarlo.
—¿Lo encontró?
—Sí —dijo Dakota sucintamente. No añadió que había encontrado al caballo en
el fondo de un barranco, con una pata rota, y que había tenido que sacrificarlo—. Me
dirigía al rancho cuando cayó un rayo en un árbol, mi caballo se espantó y me tiró al
suelo. Fue un aterrizaje forzoso. —Tras apurar el café, Dakota se levantó—. Adiós,
señorita Wagner.
La miró durante un largo rato y luego salió de la cocina. Ella no quiso verlo
partir, no quiso reconocer que la casa estaba fría y vacía sin él.
Angie no sabía qué instinto la había impulsado a llevar el libro con ella, pero
después de fregar los platos del desayuno se arrellanó en el sofá y empezó a leerlo de
nuevo, arrastrada contra su voluntad hacia la historia de Damon y Angeline, una
historia mágica de amores perdidos, de dos corazones y dos almas que luchaban por
reencontrarse, a pesar de las fuerzas malignas que se empeñaban en mantenerlos
separados.
«Estar en lo más profundo de su dulce fuego, de una parte de ella, era a la vez
temor y éxtasis, era morir para volver a vivir. Amar, elevarse, alcanzar la gloria del
cielo en la tierra…»
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
Capítulo 4
Al día siguiente por la tarde, Angie oyó relinchar a un caballo y se acercó a la
ventana de la cocina. Vio a Dakota desmontar y sin darse cuenta sonrió al verlo
acercarse a zancadas a la puerta trasera. Con los Levis desteñidos, la camisa vaquera
azul, las botas viejas y el sombrero negro, estaba para comérselo.
La metáfora le coloreó las mejillas, y todavía las tenía rojas cuando abrió la
puerta.
—Buenas tardes, Angie. —Su sonrisa era tan radiante que habría chamuscado
toda la región—. He pensado que a lo mejor había cambiado de opinión y quería
aprender a montar.
—Pues no.
La miró fijamente a los ojos.
—¿Está segura? —preguntó con suavidad.
—Sí —dijo Angie, aunque a su voz le faltó la convicción de antes—. Estoy
segura.
—Venga conmigo, Angie.
Las palabras y su forma de pronunciar su nombre la derritieron de placer.
—¿Por qué? ¿Por qué quiere perder el tiempo conmigo?
—¿Por qué? —El hombre la miró como si fuera un poco retrasada—. Me
gustaría conocerla mejor. —Le sonrió de nuevo, con una sonrisa volcánica que le
inflamó los ojos y aceleró el corazón de la mujer—. Me gustaría verla sonreír.
—Siempre estoy sonriendo —respondió ella a la defensiva.
Él la acarició con la mirada.
—Entonces me gustaría que me sonriera sólo a mí —dijo, acariciándole la
mejilla con los nudillos—. Venga conmigo, Angie —repitió—. Por favor.
Ella quería decirle que no, pero le dijo que sí con la cabeza.
—Espere a que coja el chaquetón.
—Eso es —dijo Dakota, sonriendo con aprobación—. Lo estás haciendo muy
bien. Suelta un poco las riendas. Misty es una buena yegua para aprender a montar.
Puedes confiar en ella.
Angie asintió con la cabeza. Habían pasado tres semanas desde la primera clase
de equitación. No sabía cómo explicaba Dakota sus ausencias en el rancho, pero el
tiempo que pasaban juntos se fue prolongando poco a poco, primero una hora, luego
dos, luego tres.
A Angie había acabado por gustarle aquello de montar a caballo, mucho más de
lo que habría creído posible. Dakota le había dicho que tenía una forma de sentarse
muy natural y unas manos ligeras, y ella se había sentido muy complacida por el
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
halago, sobre todo cuando él le explicó lo que había querido decir.
Montar a caballo no era en absoluto tan difícil como ella pensaba. Había algo
tranquilizador en cabalgar por las arboladas colinas, con el cielo azul arriba y Dakota
a su lado. Dakota. Lo miró de reojo, deseando saber algo más de él, pero temiendo
preguntar, temiendo dar demasiado significado a sus paseos diarios, temiendo
reconocer que le importaba. Temiendo esperar que le importara a él.
Llevaban cabalgando una hora cuando se detuvieron para que descansaran los
caballos Dakota ayudó a Angie a bajar de la silla de Misty y le ofreció un refresco que
sacó de las alforjas.
—¿Has estado casada alguna vez, Angie?
—No —dijo, sorprendida. Era la primera vez que le hacía una pregunta tan
personal—. ¿Y tú?
—Sí —dijo Dakota—. Una vez. Durante unos diez minutos.
—¿Diez minutos?
Dakota asintió con la cabeza.
—Era una conejita…
—¿Una qué?
—Una de las fans que siguen a los chicos del rodeo. Una especie de groupie de
los vaqueros. En fin, era guapa y yo estaba borracho y una cosa llevó a la otra.
Cuando me di cuenta, estaba llamando a la puerta de mi remolque, gritando que
estaba embarazada y que teníamos que casarnos. —Se encogió de hombros—. Un par
de meses después, tuvo un aborto. Entonces me dijo que el niño no era mío.
—¿La querías?
—Entonces creía que sí. Pero ahora… creo que sólo fue un arrebato —dijo
tomando un largo trago de refresco y aplastando la lata con la mano—. ¿Por qué no
te has casado, Angie? Una chica tan guapa como tú… los hombres deberían estar
echando abajo tu puerta.
Angie sintió que el calor le subía a las mejillas y bajó la mirada.
—Alguien te hizo daño, ¿verdad? —añadió el hombre.
—¿Tanto se nota? —preguntó ella con voz seca.
—Sí. Pero ya sabes lo que dicen: quien nada arriesga, con nada se queda.
—¿Quieres decir que es mejor amar y perder que no amar en absoluto, y toda
esa basura? —preguntó Angie con asco.
—Algo así. Leí en un libro algo parecido que se me quedó grabado, algo sobre
que es mejor querer alcanzar la luna y las estrellas que conformarse con un puñado
de tierra.
Angie levantó la cabeza con brusquedad, entornando los ojos.
—¿Dónde has leído eso?
—Ya te lo he dicho, en un libro.
—¿Qué libro?
—No recuerdo el título. Era de mi madre, ¿por qué?
—No importa —dijo ella, totalmente confundida al comprender que él había
leído el libro. Recordaba aquellas líneas demasiado bien, recordaba haber pensado
que sólo los tontos quieren alcanzar la luna.
—¿Quién te hizo daño, Angie? —preguntó Dakota—. ¿Quién apagó la luz de
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tus ojos y te hizo construir esa muralla alrededor de tu corazón?
—No quiero hablar de eso.
—Muy bien —Dakota cogió la lata vacía de Angie y la metió en las alforjas,
junto con la suya. No entendía sus sentimientos por aquella mujer, ni podía explicar
por qué la conocía tan bien, pero el caso era que la conocía. Se sentía herida, herida
muy adentro y, por alguna razón que no sabía definir, él quería borrar el sufrimiento
de sus ojos y hacerla sonreír de nuevo.
Quería besarla…
Angie abrió los ojos como platos cuando Dakota se acercó a ella. «Espero que no
vaya a besarme», pensó; pero él ya le rodeaba la cintura con los brazos, y la acercaba
hacia sí, y le estampaba un beso en los labios.
Miel y fuego llenaron las venas de Angie, y el estómago se le llenó de mariposas
aleteantes Bajó los párpados, se le doblaron las rodillas y se estrechó contra él, con los
labios abiertos, bebiéndose al hombre.
Nunca había conocido tal embeleso, tal placer, tal ansia de compartir sus
pensamientos y sueños más profundos. Las manos de Dakota subieron por su
espalda, remontaron sus hombros y bajaron por su pecho, y ella se apoyó en él,
deseándole como nunca en su vida había deseado nada ni a nadie.
—Angie. —Su nombre fue un gemido ronco en la garganta masculina. Estrechó
su cuerpo contra sí, expresándole su fuerza y su deseo—. Angie, ¿sabes lo hermosa
que eres? ¿Y lo bien que sabes? —murmuró Dakota, acariciándole la curva del cuello
—. No te imaginas lo que significa para mí abrazarte.
Dakota se dejó caer en la hierba, arrastrándola con él, hasta que estuvieron
tendidos, pugnando por fundirse el uno en el otro.
Nunca, pensó Angie mientras la lengua del hombre jugaba con la suya, nunca
se había sentido así, ni siquiera con Roger… La imagen de Roger Highland apareció
en su mente, enfriando su deseo; Roger diciéndole que era la mujer más guapa que
conocía; Roger diciéndole una mentira tras otra… ¡hasta que estuvo tan atrapada en
la red de sus palabras que le entregó los ahorros de toda una vida y encima se
disculpó por no tener más!
Con un sollozo, se apartó de los brazos de Dakota y se incorporó para quedar
sentada, rodeándose las rodillas con los brazos.
—¿Por qué? —exclamó—. ¿Por qué haces esto? No lo entiendo.
Dakota se incorporó asimismo, frunciendo la frente.
—¿Qué hay que entender? Hace un día precioso y tú eres una mujer preciosa —
dijo, encogiéndose de hombros—. Creía que nosotros…
—¿Cuántos años tienes?
—Veintiséis —respondió Dakota, obviamente confuso por la pregunta—. ¿Por
qué?
—Soy mayor que tú.
—¿Y?
—Y creo que es hora de que regresemos.
—¿De verdad es eso lo que quieres?
—Sí.
—Habla conmigo, Angie.
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
—¡Déjame en paz!
—Me gustaría —dijo él—, pero no puedo.
Lentamente, Dakota volvió a abrazarla.
—No —susurró Angie—. Por favor, no.
—Confía en mí, Angie. —Pronunciaba las palabras con suavidad mientras la
cogía en sus brazos—. No quiero hacerte daño.
—Eso es lo que decía Roger, y era mentira. ¡Todo lo que dijo era mentira!
—¿Roger? ¿Es el que te hizo daño?
Ella no quiso mirarlo a los ojos y se quedó con los ojos clavados en el bolsillo de
la camisa de Dakota.
—Él también decía que era hermosa. Me dijo que me amaba, que nunca me
haría daño, que él sería mío para siempre. Me enredó, me hizo creer todo eso, y
luego… —Tragó una bocanada de aire—. Luego, con dulces palabras, me quitó la
virginidad y cinco mil dólares.
—Angie. —Había comprensión en la voz de Dakota cuando le puso el dedo
bajo la barbilla y la obligó a mirarle a la cara—. Lo siento, Angie. Siento que te hiciera
daño.
Dos grandes lágrimas resbalaron por las mejillas de la mujer.
—Deja que me vaya, Dakota. Por favor, deja que me vaya.
—No puedes dejar de vivir sólo porque la vida puso una curva en tu camino —
dijo el hombre con calma—. Hay que aprender la lección y seguir adelante.
—¿Lo dices por experiencia?
Dakota asintió con la cabeza.
—Me crié en California y desde que tengo memoria he deseado participar en
rodeos. Nunca me imaginé haciendo otra cosa. Quería ser el mejor vaquero de todos
los tiempos, luego cogería las ganancias y fundaría mi propio rancho. Era mi meta,
mi sueño y casi lo llegué a conseguir por completo.
—¿Qué pasó? —preguntó Angie, olvidando momentáneamente su propio
dolor.
—Monté un potro salvaje en las semifinales de Amarillo. El maldito animal me
tiró y me coceó a conciencia. Estuve seis meses en el hospital y, cuando salí, se habían
acabado mis días de rodeo. Me costó mucho aceptarlo, pero… —se encogió de
hombros—. Cuando me cansé de compadecerme, vine a trabajar para Tom. No es la
vida con la que soñaba, pero aún puedo echar el lazo y cabalgar, y doy gracias por
eso.
—Me alegro de que las cosas se te solucionaran —dijo Angie, apartándolo—,
pero, personalmente, no doy gracias por el giro que ha dado mi vida.
Los ojos de Dakota relampaguearon de furia. La abrazó y le dio un fuerte beso.
Angie estaba sin aliento cuando él la soltó.
—Disfruta de tu soledad, Angela —dijo el hombre con voz cortante.
Y antes de que ella tuviera tiempo de pensar o de hablar, Dakota había
montado en su caballo y se había ido.
Angie se quedó mirando el lugar por donde había desaparecido, con los labios
acusando todavía el temblor de sus besos, temerosa de haber cometido la peor
equivocación de toda su vida.
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
Capítulo 5
Angie vagaba por la casa buscando algo que hacer, aunque ya lo tenía todo
como una patena. Había regado las plantas, cambiado las sábanas, dado de comer a
las ardillas y llenado el platito de la jaula del pájaro. La vajilla estaba ya limpia y en
su sitio, y sólo eran las tres de la tarde.
Ahora sabía por qué le gustaba vivir en la civilización y trabajar seis días a la
semana. ¿Qué hacía la gente del campo con el tiempo?
Dando un suspiro, cogió el libro y fue a sentarse en el estrecho porche
delantero. Quizá entre las páginas de aquella vieja historia encontrara la respuesta a
su inquietud.
Hojeó el libro al azar hasta que una frase pareció saltar hasta sus ojos:
«En los libros moran los sueños y también el conocimiento…»
Sueños… ella siempre había soñado con encontrar a un hombre que la amara y
la cuidara, que la respetara y la quisiera por lo que era, que le permitiera ser ella
misma. Quería una casa propia, media docena de hijos, un hombre que envejeciera a
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
su lado. Quería escribir algo al final del libro, algo que legar y transmitir.
Cerrando los ojos, imaginó lo que podría escribir, pero no se le ocurrió nada
extraordinario.
Estaba a punto de quedarse dormida cuando vino a despejarla el golpeteo de
los cascos de un caballo. Abrió los ojos y vio a Dakota avanzando hacia ella por el
camino.
Iba muy erguido en la silla, con el sombrero negro echado hacia atrás y los
anchos hombros llenando la camisa de algodón de color azul oscuro. El corazón se le
aceleró al verle; las mariposas que habían estado durmiendo en su vientre
despertaron al recordar el beso que habían compartido. Angie casi no conocía a aquel
hombre, pero se sentía atraída por él con una fuerza desconocida hasta entonces.
Dakota bajó del caballo con elegancia y soltura, subió los peldaños del porche,
la levantó de la silla y la besó.
La sangre me hierve, se dijo Angie, a punto de desvanecerse mientras los labios
del hombre vertían magia en los suyos. Inundada de calor, se apoyó en él, con las
rodillas flaqueándole de repente.
Angie dio un gemido de queja cuando él apartó la boca.
—Calla —dijo él y, cogiéndola en brazos, la llevó dentro de la casa, recorrió el
estrecho pasillo y entró en el dormitorio.
—Nos pertenecemos, Angie. Lo sé. Puedo sentirlo —dijo Dakota, dejándola en
el suelo y rodeándole la cintura con los brazos—. Mira en tu corazón. Sabes que es
verdad.
Ella hizo un gesto de negación con la cabeza, protegiéndose con el dolor pasado
como si fuera un escudo.
—No. Ni siquiera nos conocemos.
Él la miró con ojos ardientes.
—Sí me conoces —dijo con calma—. Siempre me has conocido. Soy la felicidad
que has estado buscando, la otra mitad de tu corazón.
—¡Cómo puedes decir eso! —Angie necesitaba poner espacio entre ellos y
retrocedió para librarse de sus brazos, cruzando los suyos para defenderse. No podía
pensar con claridad estando cerca de él, ni podía pensar en otra cosa que en lo bien
que se sentía en sus brazos—. Apenas nos conocemos.
—Eso no es cierto.
—Eres demasiado joven para mí. La gente chismorreará. Dirán que soy una
corruptora de menores.
—¿De verdad te importa lo que pueda pensar la gente?
Ella asintió primero y luego negó con la cabeza.
—No, pero ¿qué pensarás tú dentro de unos años? No soportaría que te
pusieras a mirar a mujeres más jóvenes.
—Maldita sea, Angie. Hablas como si en vez de llevarme cuatro años me
llevaras cuarenta.
—A veces me siento como si fuera así.
Angie sintió el escozor de las lágrimas en los ojos y cabeceó, detestando la
debilidad que le permitía llorar, detestando a Roger Highland por el sufrimiento que
le había causado, y porque era el culpable de que tuviera miedo de volver a amar.
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
—Angie, tienes que confiar en mí.
—Quiero hacerlo —respondió ella—, pero creo que prefiero pasar sola el resto
de mi vida a que me hieran otra vez de aquella manera.
—Angie, no puedo prometer que no vaya a hacerte daño nunca. Sólo soy un ser
humano. Cometo errores. Pero nunca te traicionaré. Nunca te dejaré. Lo juro.
«Quien mucho arriesga, mucho tiene que ganar.» Las palabras de Genoveva
resonaron altas y claras en la mente de Angie.
—Te quiero, Angie —dijo Dakota con fervor—. Viviré por ti y moriré por ti,
pero antes tienes que confiar en mí, en nosotros.
—¿Cómo puedes amarme? Casi no nos conocemos —repitió ella.
—Tenemos el resto de la vida para conocernos —prometió él—. Arriésgate,
Angie. Di que te casarás conmigo o juro que te perseguiré hasta el fin de tus días.
Ella quería, claro que sí, lo deseaba con todas sus fuerzas, pero era incapaz de
pronunciar las palabras. Le miró enmudecida, sintiéndose desgraciada.
Dakota respiró hondo.
—Muy bien —dijo con voz apagada—. Terminemos de una vez. Dime que no
me quieres y no volveré a molestarte.
Y la besó con todo el amor que había en su corazón, la besó mientras la
desnudaba y la acostaba en el colchón, la besó hasta que en el mundo no existió
nadie más que ellos.
Dakota susurró su nombre y le dijo que la amaba, mientras con sus besos
despejaba todas las dudas y todos los temores, y también toda su timidez. Angie
acarició por fin los anchos hombros que tanto admiraba.
Le pasó las yemas de los dedos por el pecho, por el estómago fuerte y liso,
maravillada de la absoluta belleza de aquel hombre. Lo miró a los ojos, a lo más
profundo, ojos castaño oscuro que ardían de deseo, cálidos ojos castaños que decían
silenciosas, eternas palabras de amor.
También él la acariciaba, enseñándole que la intimidad era algo más que el
simple encuentro de dos cuerpos encendidos de pasión, que era una unión de los
corazones, las almas y los espíritus, una unión que era más fuerte que el anhelo, más
duradera que el deseo de la carne.
Angie supo que obraba bien en lo más profundo de su alma cuando sus cuerpos
se fundieron y fueron uno solo. «Quien mucho arriesga, mucho tiene que ganar»…
«El honor trae la felicidad»… En las nebulosas profundidades de su mente oía las
palabras que las sabias mujeres de otras épocas habían escrito en el libro.
Todo era cierto, musitó, pero el amor también traía la paz de espíritu, la unión
de dos almas y la inexorable certeza de que con el amor todo era posible.
Ser parte de él era ser parte de la vida… Las palabras de Angeline se instalaron en
el corazón de Angie y supo que, por alguna razón inexplicable, el destino le estaba
ofreciendo el amor que dura toda la vida, el mismo amor incondicional que Angeline
había compartido con Damon, el mismo amor eterno que Genoveva había
compartido con lord Robert.
Dakota le acarició la mejilla.
—Dímelo. Dime que me quieres y que te casarás conmigo.
Sonrió a Dakota con el corazón rebosante de alegría y se pegó a él para abrazar
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MADELINE BAKER VOLVER A AMAR
con todas las fibras de su ser el amor que Dakota le ofrecía.
—Te amo —susurró con fervor— y me casaré contigo.
Angie supo entonces qué escribiría en el libro. Nada extraordinario. Sólo una
sencilla frase que las mujeres sabias conocían desde el principio de los tiempos: «con
el amor, todo es posible».
***
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VARIAS AUTORAS LEGADO DE AMOR
Atentamente,
Liz Smith
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VARIAS AUTORAS LEGADO DE AMOR
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
HEATHER GRAHAM
VIRGINIA HENLEY
MARY BALOGH
Mary Jenkins nació en Wales (1944), Gran Bretaña. Junto con su hermana, solían llenar
de historias sus cuadernos y devoraban todos los libros que podían. Decían que cuando
crecieran serian escritoras, un sueño que han cumplido. Mary se graduó como profesora de
inglés y como quería enseñar y viajar, se fue a Canadá, donde conoció a su marido en una cita
a ciegas… antes de un año estaban casados.
En 1985 escribió su primera novela, Masked Deception, la cual ganó el premio RITA de
novela romántica. Compaginó su carrera como profesora de inglés con su pasión por la
escritura, hasta que en 1988 se jubiló después de veinte años de docencia.
En la actualidad sigue viviendo en Canadá junto con su marido también retirado. Sigue
leyendo mucho, escuchando música galesa, practicando yoga y dando largos paseos
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VARIAS AUTORAS LEGADO DE AMOR
matutinos.
CATHERINE HART
Catherine Hart vive en Ohio, donde nació y se crió, aunque su corazón y su imaginación
a menudo deambulan por el oeste del Mississippi, un siglo atrás.
Dice que su éxito se debe a una firme creencia en el amor verdadero y duradero, a una
imaginación hiperactiva, a una insaciable sed de conocimiento, a un sentido del humor fuera
de lo común, y a los numerosos lectores que disfrutan de compartir sus aventuras en épocas
pasada.
ELAINE BARBIERI
Elaine Barbieri ha escrito treinta y tres novelas históricas que se han publicado en todo
el mundo. Ella asegura que tanto adultos como jóvenes disfrutarian del romance histórico si
se le da una oportunidad.
Elaine vive en el norte de Nueva Jersey con su esposo y su familia, y con Harrison, un
exigente varón que está seguro de que sería un gran héroe, si no fuera un gato.
CASSIE EDWARDS
PENELOPE NERI
JANELLE TAYLOR
Janelle Diane Williams nació 28 de junio de 1944 en Athens, Georgia. En 1981, Taylor
vendió su primer libro. Después de la venta de su segundo libro se retiró de la universidad
para convertirse en una escritora a tiempo completo. Taylor y su marido viven en Georgia.
DIANA PALMER
Su nombre real es Susan Kyle, y ha escrito también libros bajo estos dos pseudónimos:
Diana Blayne y Katy Currie.
Desde que en 1980 publicara su primera novela, esta popular autora ha logrado el
reconocimiento de sus lectoras y de la crítica, recibiendo numerosos premios. Es una de las
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VARIAS AUTORAS LEGADO DE AMOR
diez escritoras de novela romántica más prestigiosa de Norteamérica, y ello se debe, sin duda,
a su habilidad para narrar historias sensibles y emotivas llenas de humor y encanto.
LORI COPELAND
Lori vive en la hermosa Ozarks con su marido Lance. Lance y Lori tienen tres hijos, dos
nueras, y cinco nietos maravillosos. Lance y Lori están muy implicados en su iglesia, y en el
apoyo a la misión de trabajo en Malí, África Occidental.
Lori comenzó su carrera como escritora en 1982, escribiendo para el mercado del libro
secular. En 1995, después de muchos años de escritura, Lori la tuvo la sensación de que Dios
la llamaba para que hiciera uso de su don de la escritura en honor a Él. Fue en ese momento
que Lori comenzó a escribir para el mercado del libro cristiano. Hasta la fecha, ella tiene más
de 95 libros publicados.
MADELINE BAKER
LEGADO DE AMOR
Once grandes escritoras de novela romántica se han unido para escribir una historia de
amor tan intensamente encantadora y tan emocionalmente poderosa que ha cambiado la vida
de aquellos que la han leído.
A través de la lectura de un libro que pasa de madres a hijas, asistimos a diversas y
emocionantes historias de amor de personajes tan diferentes como nobles caballeros, bellas
muchachas, esposas sin dinero… Se trata de personajes de distinta época y condición, cuyos
destinos se han visto influidos por el Legado de amor.
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VARIAS AUTORAS LEGADO DE AMOR
ISBN: 84-473-4214-X
Depósito legal: B-20.487-2005
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