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EL ANTIGUO RÉGIMEN

Corresponde a la Historia de la Cultura 1 el haber elevado las denominaciones de


Antiguo y Nuevo Régimen al nivel de categorías históricas.

Una categoría histórica es un concepto o idea que permite


organizar y comprender el pasado. Por ejemplo, la
organización política es una categoría histórica, los
historiadores utilizan la política para comprender el
funcionamiento del poder y la influencia de los gobiernos en
la sociedad)

Desde que los historiadores de la Cultura las consagraron (en el primer tercio del siglo
XX), tales palabras se escriben con mayúscula y poseen un significado muy preciso.
Realmente, ya en 1792 Barnave, un historiador que vivió como protagonista activo
los hechos revolucionarios en Francia, habla sistemáticamente del "antiguo régimen"
cuando se refiere al sistema vigente antes de la Revolución Francesa; de lo que se
infiere que el sistema salido de la Revolución debe designarse como nuevo régimen.
El Antiguo Régimen se refiere a una época histórica anterior a la Revolución, y el
Nuevo a una época posterior a la Revolución. No es fácil precisar "desde cuándo"
puede hablarse de Antiguo Régimen (¿Es Antiguo Régimen, por ejemplo, el
feudalismo?: algunos aspectos nos inducen a una respuesta positiva, otros a una
respuesta negativa); ni tampoco "hasta cuándo" (¿hasta hoy mismo?) se extiende el
Nuevo Régimen. Lo cierto es que la diferencia entre uno y otro se manifiesta de
manera bien palpable cuando analizamos la magnitud del salto que supone la
Revolución.

Primero tenemos que examinar en qué consisten uno y otro régimen, para precisar
luego lo que es la Revolución.

1
Historia de la Cultura es una corriente historiográfica que se centra en hechos históricos que suceden
entre los diversos grupos de la sociedad. También puede ocuparse de las tradiciones populares como la
trasmisión oral de cuentos, canciones, poemas épicos y otras formas de tradición oral. Estudia los
conceptos básicos de ambiente histórico como son, por ejemplo, la clase, la ideología, la cultura o la
percepción. Asimismo, se vincula con las representaciones, los aspectos simbólicos y la vida cotidiana y
rescata a los marginados de la historia. Otorga la posibilidad a los historiadores de estudiar las relaciones
humanas a través de muchos elementos culturales como son el arte, ideas, técnica, etc., y en general,
cualquier expresión cultural de actividad histórica.

1
En el siglo XVIII afloran una serie de tendencias, como el centralismo o la
racionalización administrativa, que luego va a llevar a término la Revolución: hasta el
punto de que puede decirse sin exagerar demasiado que, en determinados
casos, la Revolución no hizo sino terminar o conducir hasta su plenitud una
serie de programas elaborados en la fase final del Antiguo Régimen. Sobre esta
especie de contradicción (la Revolución vino a hacer muchas cosas que el Antiguo
Régimen tenía ya proyectadas) habremos de recaer con frecuencia, para tratar de
comprender el sentido de los hechos. Y no es esto sólo, sino que en el siglo XVIII
nacen y se desarrollan las ideas en que habrá de basarse la Revolución: una filosofía
que los gobernantes de los sistemas que van a caer no hacen nada por combatir, y
que, proliferando por doquier, pone las bases ideológicas del Nuevo Régimen mucho
antes de que éste nazca oficialmente.

Así, los revolucionarios, cuando se lancen a la empresa, no tendrán absolutamente


nada que inventar; les bastará limitarse a poner en práctica lo que otros, antes que
ellos, teorizaron. La naturaleza del Antiguo Régimen es más amplia y profunda de lo
que aparenta y varía de una región de Europa a otra (no es lo mismo la Europa
occidental que la Europa centro-oriental). Pero lo que fue derribado por la Revolución
si fue, de hecho, la realidad vigente en el mundo occidental en el siglo XVIII, y de ahí
necesariamente hemos de partir. Precisamente porque aquello que derribaron los
revolucionarios ya no se conformaba en muchos aspectos con la esencia o la "razón
de ser" del Antiguo Régimen, fue la Revolución una aventura no demasiado difícil —
por lo que se refiere a sus posibilidades de éxito— y vio caer al viejo sistema con
sorprendente rapidez.

CARACTERES IDEOLÓGICOS DEL ANTIGUO RÉGIMEN.

En lo ideológico, predominan la "homogeneidad" y la "firmeza" de las convicciones.


Los hombres de la cultura occidental creen las mismas cosas fundamentales, y
además están absolutamente seguros de lo que creen. No es que no existan materias
opinables, o que no se enzarcen en apasionadas discusiones sobre ciertos temas. No
hay una absoluta unidad de fe, porque ya desde el siglo XI existen dos Iglesias, la
Oriental y la Occidental separadas por el Cisma; y desde el XVI las distintas
confesiones "reformadas". Pero nadie duda de la verdad y del significado divino del
cristianismo. Tampoco existe un único canon (norma/regla) estético, o una sola teoría
para resolver los problemas de la realidad. Pero existen unas “verdades” que están
por encima de todas las diferencias, y consiguientemente por encima de todas las
discusiones.

2
Por ejemplo:

 para un hombre normal del Antiguo Régimen es absolutamente indudable que


Dios existe,
 que hay una norma moral inalterable,
 que dos y dos son cuatro,
 que la línea más corta entre dos puntos es la recta,
 que la monarquía (una monarquía en la que el rey reina y gobierna) es el
sistema más justo y conveniente para el buen regimiento de los pueblos;
 que el orden social más perfecto es aquél en que unos enseñan, otros
defienden y otros trabajan,
 que un tipo de interés o un margen de beneficios superior al 10 por ciento es,
a todas luces, una injusticia, y por tanto un delito digno de castigo.

Todas estas seguridades — algunas inmediatamente, otras más tarde—


desaparecerán en el curso del Nuevo Régimen.

El hombre de hoy, sobre todo si no está familiarizado con la “comprensión histórica” de


los siglos pasados, precisa realizar un verdadero esfuerzo mental para hacerse cargo
del grado de certeza de que un día estuvieron provistos sus antepasados. Y sin
comprender las razones profundas de este grado de certeza, difícilmente llegará a
comprender el espíritu del Antiguo Régimen.

CARACTERES POLÍTICOS.

En lo político, prevalece la monarquía autoritaria, o, como todavía se sigue diciendo, la


monarquía absoluta. El término "absoluto", que con Hegel —es decir, ya bajo el
Nuevo Régimen— recibió una acepción radical a la que hoy estamos acostumbrados,
no significaba entonces omnímodo (palabra que se utiliza para expresar que algo es
absoluto y completo), ni mucho menos tiránico o despótico: si, en cierto sentido,
autocrático (cuando el poder tiende a concentrarse en un hombre, grupo de hombres o
instituciones). El monarca, al decir de Bodino 2, estaba absolutus, es decir absuelto de
dar cuenta de su gestión, porque no existía ninguna autoridad humana por encima de
él; era, en cambio, responsable ante Dios, a quien tenía que dar cuentas de sus actos
con más rigor que otros mortales, y estaba gravemente obligado a buscar el bien
común y la realización de la justicia en este mundo. Luego observaremos una serie de
diferencias de matiz en las apreciaciones sobre el absolutismo.
2
Bodino o Bodin defendió (1576) la teoría del “mínimo religioso” como solución a las guerras de religión:
éstas dejaban de ser un asunto de Estado, debiendo permitirse a los súbditos profesar la que quisieran;
en consecuencia, el poder se reducía al Rey, dotado de soberanía una, indivisible, absoluta y perpetua.

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CARACTERES INSTITUCIONALES.

En lo institucional, el Antiguo Régimen, era como "un edificio muy grande y viejo", que
conservaba unos cimientos inconmovibles —y que se consideraban intocables—, al
que las necesidades de los siglos habían ido dotando de reparaciones, postizos y
mejoras, unos antiguos, otros modernos, apareciendo ya en su momento final como
una contrahecha, aunque no del todo inútil multiformidad. En general, una institución
nueva no suponía la desaparición de la antigua. El respeto por las viejas leyes, por los
usos y costumbres, por las peculiaridades consagradas con el tiempo, era casi
absoluto, y conducía muchas veces a diferencias que entonces no se consideraban
indignantes. Por ejemplo:

 dos hombres podían ser juzgados de forma distinta por el mismo delito, ya
fuera por razón de su nacimiento, ya por la ciudad o región que habitaran, ya
por el fuero a que se hallaran acogidos,
 eran distintos los impuestos,
 la obligación de hacer el servicio militar,
 los horarios de trabajo,
 los sistemas de pesas y medidas,
 los vínculos de relación social,
 el régimen local o provincial de circunscripciones determinadas.

Los intentos uniformadores que de vez en cuando realizaba el Estado se topaban casi
siempre contra el celoso apego de cada comunidad a sus costumbres y a sus
ordenamientos particulares. La disparidad podía dar lugar a auténticas "deformidades"
más o menos monstruosas en el cuerpo social: en todo caso, hubiera resultado
poco racional y poco funcional a cualquier observador con mentalidad del
Nuevo Régimen.

CARACTERES SOCIALES.

En lo social, era una verdad oficial, amparada por el ordenamiento jurídico, la división
de los miembros de la comunidad en estamentos (población dividida en grupos, cada
uno con su propio estatus social, derechos y obligaciones, suelen estar definidos por el
nacimiento, la riqueza o la ocupación). El orden estamental arranca de una visión muy
antigua, que podríamos encontrar enunciada en la República de Platón, y más tarde
en la filosofía tomista (legado de Santo Tomás de Aquino). Su idea base no se apoya
en la conveniencia del privilegio, o de las élites, ni siquiera en el reconocimiento de
una desigualdad natural entre los hombres, sino en la necesidad de una distribución

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de funciones. El principio originario de la filosofía que rige el orden estamental no es
"clasista", ni propende a la estratificación de la sociedad en niveles, sino que, divide a
ésta en sectores. La idea de que unos deben aportar al común su inteligencia, otros su
fuerza y otros su trabajo, se compagina con el reconocimiento de tres estamentos
fundamentales: el clero, la nobleza y el estado llano o tercer estado.

La misión del clero —de la Iglesia, en general, como institución— es iluminadora. No


solo tiene la obligación de enseñar los caminos de la salvación eterna, es decir; de la
otra vida, sino que debe ilustrar los caminos, de la de aquí abajo. La Iglesia fue el
único estamento docente, a todos los niveles, en la Edad Media; y a pesar de la
progresiva secularización3 de la enseñanza a raíz del Renacimiento, no abandonó esta
función en la Moderna. Gran parte de las Universidades; de los liceos o colegios de
latinidad, y de los centros de las primeras letras seguían directa o indirectamente en
manos o bajo el control de la Iglesia. La asunción de las funciones educativas por
parte del Estado es en su práctica totalidad obra del Nuevo Régimen, es decir,
producto de la Revolución o de sus continuadores. Por otro lado, el clero se encargaba
de registrar los nacimientos como las defunciones, hacía las funciones de atención a
huérfanos, minusválidos, ancianos, se encargaba de administrar los centros de
atención sanitaria, funciones que el estado poco o nada atendía.

Por su parte, la función de la nobleza —designada técnicamente en algunos


regímenes como "brazo militar"— era primordialmente la de defensa de la sociedad.
Defensa interior y exterior: el señor debía proteger a sus encomendados ante
cualquier calamidad pública, hambre, peste, mala cosecha, con concesión gratuita de
simiente, así como defenderle frente a la asechanza de personas ajenas al señorío
(otros señores o sus respectivos vasallos), si era preciso, ante los tribunales. A cambio
de esta tutela, los vasallos entregaban al señor una parte del fruto, de su trabajo, ya
fuera en especie, ya —lo más frecuente- en metálico: rentas, censos, foros 4. Eran muy
diferentes las formas de asentamiento de un vasallo en territorios de su señor: en unos
casos, habitaban pequeños núcleos urbanos, practicando determinados oficios; lo más
general era el asentamiento en el medio rural, para trabajar una determinada parcela
propiedad del señor. El colono se quedaba con la cosecha a cambio de una renta
determinada. El contrato duraba por lo general largo tiempo (una generación, tres
generaciones, indefinidamente), y podía ser roto o no según las condiciones
estipuladas o el régimen vigente en cada país. Por regla general, el señor no podía
3
El proceso de separación de las instituciones religiosas y las políticas, legislativas, económicas, etc.
4
Renta es un ingreso que se obtiene de forma periódica, a menudo en dinero. Puede ser fruto del trabajo,
del capital o de la propiedad. Censo es un préstamo a largo plazo que se garantiza con una propiedad. El
prestatario paga al prestamista una renta anual. Foro es un pago anual que se realiza al señor feudal por
el uso de una tierra o de un servicio.

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expulsar a un colono, a no ser por infidelidad o impago de los censos; por el contrario,
en todo el Occidente de Europa, el vasallo podía romper en cualquier momento el
contrato, abandonar a su señor, e irse a buscar trabajo a otro sitio. En Europa Oriental
(Prusia, Polonia, Hungría, Rusia, Balcanes), el colono estaba fijado a la tierra: en ella
nacía y en ella moría, salvo concesión excepcional.

Podemos decir que en Europa Oriental perduraba en cierta forma el feudalismo,


mientras que al oeste del Elba debe hablarse más bien de sistema señorial con
campesinos libres. La forma más beneficiosa para éstos era la enfiteusis 5, que
convertía al colono en un cuasi propietario: no sólo no podía ser expulsado de su
parcela —ni él ni sus legítimos descendientes—, sino que podía trabajarla a su gusto,
5
En Derecho romano la enfiteusis es el derecho enajenable y transmisible a los herederos de usar y
disfrutar muy ampliamente de un fundo ajeno, con la obligación de no deteriorarlo y pagar un canon anual
al propietario del mismo.

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repartirla, o hasta vender, no su propiedad ya que la tierra no era suya, sino el derecho
a trabajarla, es decir el usufructo.

Pero la función teórica del noble era, por excelencia, la guerra. Correspondía a su
clase la defensa por las armas de la integridad del reino, y tenía obligación de servir al
monarca cada vez que éste reclamase sus servicios en tal sentido. El noble se
educaba en el ejercicio de las armas, y era, por definición, un militar. Cuando con el
Renacimiento se impusieron las formas de la guerra moderna, el noble aprendió los
complejos movimientos de las tropas y la distribución de las distintas armas. Los
generalísimos de los ejércitos eran por lo general miembros de la alta nobleza, o
incluso príncipes de la sangre (el Gran Capitán, el duque de Alba, don Juan de Austria,
el vizconde Montmorency, el duque de Guisa, etc.). E incluso cuando en el siglo XVIII
se procedió a la plena profesionalización del elenco militar, los hijos de los nobles eran
enviados a las academias especializadas, y su ingreso en ellas se hacía previa
demostración, de "nobleza de sangre".

El "estado llano" comprendía a todos aquellos individuos que no eran ni clérigos ni


nobles. De hecho, pertenecía a este estamento una inmensa mayoría de la población,
aunque no en una proporción tan abrumadora como hoy pudiera pensarse, porque el
número de los miembros de la baja nobleza era francamente numeroso en casi todos
los países de Europa (podía llegar al 10 o al 15 por ciento del total), y la Iglesia tenía
sus cuadros más nutridos incluso que en la actualidad, para una población dos o tres
veces menor en su conjunto. De todas formas, el "tercer estado" o estado llano cubría
alrededor de un 80 por ciento de la población, y en algunos países todavía más. Como
puede imaginarse, eran "llanos" individuos de las más diversas extracciones sociales y
económicas, y personas de las más diversas actividades profesionales (campesinos,
artesanos, funcionarios, intelectuales, artistas, pequeños propietarios, comerciantes,
médicos, abogados, patronos de los gremios, etc.). Si algo común les caracteriza es el
hecho de que vivían de su trabajo: eran el elemento productivo de la sociedad,
aquéllos que con sus tareas en los más diversos ámbitos de las actividades humanas,
no sólo se ganaban su sustento y el de sus familias, sino que mantenían
económicamente a las otras dos clases, la Iglesia y la nobleza; que, en sentido
estricto, "no trabajaban", o "no vivían del ejercicio de su profesión".

Para comprender las razones teóricas de que esto fuera así, hay que tener en cuenta
qué tanto la nobleza como la clerecía, en sentido estricto "no podían trabajar", porque
tenían que dedicarse a otras funciones en beneficio de la comunidad (la actividad
pastoral y la enseñanza, y la defensa interna y externa, respectivamente), de suerte
que habían de ser recompensadas a su vez por estos servicios al bien común. El no
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trabajar -mejor dicho, el no poder trabajar— es una ventaja o un inconveniente, según
se mire. Muchos individuos de la baja nobleza —los hidalgos, los hobereaux, los
Rittern — pasaban hambre con desgraciada frecuencia, o se veían en duras
necesidades económicas: y, sin embargo, su estatus estamental les impedía ganarse
la vida practicando cualquier oficio. Lo mismo podría decirse de determinados
elementos del bajo clero, o de órdenes religiosas pobremente dotadas.

Lo que distingue, por tanto, al orden estamental es, en su teoría, la complementación


de funciones, en orden a la buena marcha de la comunidad. El eclesiástico adoctrina
y guía, mientras es defendido por el noble y mantenido por el "llano"; el noble defiende
y protege, mientras el llano subviene sus necesidades, y el eclesiástico ilumina sus
ideas y sus ideales; el miembro del estado llano trabaja para sí y para las otras dos
clases minoritarias, a la vez que es atendido en su fe, su formación y su seguridad por
éstas.

De hecho, la forma de subvención a las clases "no trabajadoras" es la renta. De


antiguo comenzó a consagrarse esta estructura, y los siglos no hicieron sino reforzarla.
Por donación piadosa, concesión real o derecho de conquista, nobles y eclesiásticos
se hicieron dueños de propiedades a veces muy extensas (en otras ocasiones
insuficientes); y estas propiedades estaban trabajadas por colonos o arrendatarios,
que se quedaban con una parte del fruto de sus cosechas, y entregaban, mediante
seculares estipulaciones otra parte a sus dueños; de esta forma, la Iglesia o la nobleza
tenían asegurado su mantenimiento de forma indefinida. Con todo, nos
equivocaríamos si creyésemos que la prosperidad de los dos altos estamentos
depende sólo de las rentas campesinas. La Iglesia percibe no sólo los censos
acordados con los colonos, sino los diezmos; tiene también determinados derechos
señoriales, rentas urbanas, ingresos por instituciones piadosas, o por actos especiales
de culto. La nobleza puede disfrutar cargos militares o palatinos, con su
correspondiente dotación económica; o también rentas, censos y juros procedentes de
bienes urbanos. Con todo, es la posesión de la tierra su fuente principal de
recursos en la mayoría de las ocasiones.

Los estamentos, en teoría son estancos e impermeables. Es afirmación común —que


encontramos hasta en muchos serios tratados— la de que se nace en el seno de un
estamento y se muere en él. Sin embargo, sería un disparate tomarla al pie de la
letra. Por de pronto, nadie nace en el seno del estamento eclesiástico. De hecho, la
Iglesia se nutre de los sectores más variados de la sociedad: lo mismo hay príncipes
eclesiásticos que hijos de las más humildes familias campesinas. Si suele ocurrir que
el noble accede con facilidad a un obispado o una abadía, mientras el clérigo de
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modesto origen difícilmente escala los más altos puestos de la jerarquía, aunque de
hecho ninguna ley se lo impide, y el caso no es en absoluto anómalo, si bien —sobre
todo en determinados países— poco frecuente. En cuanto a la nobleza, no hay siglo
en que no entre en sus filas una buena proporción de individuos de origen no
aristócrata. Unas veces son los hechos heroicos o ilustres, otras los servicios
prestados al Estado o a la Corona; no pocas la compra de títulos, o la asimilación al
estado noble de toda una clase de altos funcionarios, vienen a sumar más miembros a
la nómina de las altas clases. Aún no se ha realizado un estudio serio sobre las
posibilidades que existen en el Antiguo Régimen de alcanzar la nobleza y en el Nuevo
Régimen de llegar a la aristocracia del cargo o del dinero, procediendo en cada caso
de los ambientes sociales más humildes; pero por de pronto, no está demasiado claro
—por lo menos en la mayoría de los países del oeste de Europa— que la ruptura del
orden estamental supusiera una radical permeabilización de las clases sociales.

CARACTERES ECONÓMICOS.

En lo económico, el Antiguo Régimen tiende a la regulación de movimientos, a la


normativa de funciones, a la intervención de la Corona o del Estado en los mercados,
las ferias, los gremios, las entradas y salidas, las formas y calidades de producción (en
algunos textos lo conocen a esto como la doctrina económica mercantilista). Eran
frecuentes las tasas de los precios, así como la concesión oficial de monopolios y
estancos (tabaco, sellos postales, alcohol). En suma, la marcha de la economía se
encontraba trabada por una cantidad muy grande de reglamentos, y el ejercicio de los
negocios tropezaba con continuas condiciones: todo este afán ordenancista se dirigía,
en principio, a impedir abusos y garantizar un correcto empleo de los bienes de este
mundo; pero con frecuencia constituía más un obstáculo al desarrollo que una
auténtica garantía de justicia y buen orden. En ocasiones privaban también cortapisas
morales más o menos fundamentadas en una honesta visión de las relaciones
humanas: como aquéllas que limitaban las tasas lícitas de interés o los márgenes de
beneficios. Economía tradicional, intervenida; regida por normas y hasta por
costumbres, poco propicia a la aventura empresarial o a la inversión con alto riesgo;
por lo general, sostenida y segura, sujeta más a fluctuaciones de naturaleza exógena
—las guerras, las cosechas— que a variables inclinaciones del mercado; lo más a
salvo posible de catástrofes, y muy poco propicia a un desarrollo rápido o a una
auténtica "revolución industrial".

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La tendencia al estancamiento queda simbolizada en dos modos de producción muy
característicos del Antiguo Régimen, y por eso mismo muy criticados a su tiempo por
los revolucionarios:

 la vinculación de las propiedades agrícolas, con arrendamientos a largo o muy


largo plazo,
 y las formas de trabajo corporativo en la actividad artesanal.

El sector primario —y más concretamente el agrario— prevalecía con gran


diferencia sobre los demás, lo mismo por lo que se refiere al número de las
personas que trabajaban en él, como al producto bruto obtenido. Aproximadamente las
cuatro quintas partes de la población de Europa (Inglaterra fue la primera en liberarse
de esta proporción, ya en los tiempos propios del Antiguo Régimen) vivían en el
campo y de los productos del campo. Ello explica la enorme influencia del volumen de
las cosechas en el índice de precios. Pero la Europa del Antiguo Régimen no era
solamente "una gran aldea", sino, exagerando los términos, "un gran señorío".
Efectivamente, una buena parte de las tierras —en ocasiones bastante más de la
mitad— pertenecían a familias de la nobleza o al estamento eclesiástico (conventos,
abadías, obispados), y no eran trabajadas por sus dueños, sino por arrendatarios,
colonos o enfiteutas, de acuerdo con las viejas normas a que ya antes nos hemos
referido.

El orden económico del Antiguo Régimen está por tanto íntimamente ligado con el
orden social. Ahora bien, si en multitud de casos la tierra no era propiedad de quienes
la trabajaban, tampoco, en sentido estricto, estaba a plena disposición del señor. En
primer lugar, éste no solía tener derecho a expulsar al colono, o a ordenar los tipos de
producción; pero en segundo y más importante lugar, la propiedad correspondía a la
persona jurídica —el ducado, la abadía— y no a la persona física —el duque, el abad.
Este último no puede vender, enajenar, repartir en herencia, regalar a los pobres, sus
posesiones, porque éstas están "vinculadas" a la casa, y el eventual detentador del
ducado o de la abadía —por seguir con estos ejemplos— no tiene más derecho al uso
y beneficio de la propiedad que el duque o el abad que hayan de ocupar su puesto en
la generación siguiente, o pasados los siglos.

El régimen de vinculaciones —llamado en otras partes de "manos muertas"—, unido al


prurito de mantener íntegro el patrimonio de la "casa", aun en aquellas circunstancias
o ámbitos jurídicos en que esté permitida la enajenación, inmovilizan la propiedad, y
consagran un tipo de "riqueza estática" muy poco propicio al desarrollo, o tan siquiera
a su uso racional. No sólo las tierras de propiedad señorial o eclesiástica estaban

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vinculadas; sino también otros bienes inmuebles —edificios, hornos, molinos—, y en
buena cantidad, una serie de censos, rentas o prebendas. Toda esta situación de
inmovilidad, si bien garantizaba unas estructuras seguras e invariables, era un freno a
la libre actividad económica y al desenvolvimiento de la riqueza, que muchos
hombres de la época final del Antiguo Régimen supieron comprender, y
lucharon en ocasiones por superar, sin conseguirlo.

La falta de posibilidad de movimiento implicaba la falta de interés, el conformismo, la


desigualdad legalizada, la imposibilidad, por parte de aquél a quien sobraban los
bienes, de desprenderse de los mismos, o la de aquél que con gusto los hubiera
adquirido, de acceder a la posesión. La estanqueidad de las formas de propiedad en el
Antiguo Régimen ha sido con frecuencia exagerada, y de las normas jurídicas a la
realidad de los hechos concretos hay un trecho considerable. Pero las dificultades
existen, y la mentalidad que aceptaba esta situación como consagrada por el derecho
y las "costumbres" no hace más que acentuarlas.

La otra característica, decíamos, era la forma de trabajo corporativo, organizado a


través de los gremios (también, hasta cierto punto, en lo comercial, a través de las
"guildas" o las "hansas"). El gremio agrupaba a todos los trabajadores o artesanos
pertenecientes a un mismo sector de producción: había gremios de tejedores, de
albañiles, de tintoreros, de peleteros, de herreros o metalúrgicos, hasta de sastres o
de carreteros. Unas ordenanzas más o menos estrictas regulaban los tipos de
producción, las calidades, los precios. La competencia era prácticamente imposible.
Desde el punto de vista social, el gremio garantizaba los derechos del trabajador —
siempre que estuviese agremiado—, y evitaba los abusos de la explotación, aunque
las relaciones entre patronos y operarios eran muy diversas según el ramo de
producción y el país. En Holanda, por ejemplo, las diferencias entre un patrono y un
operario eran francamente grandes; en España eran mínimas. Pero en ningún caso las
ordenanzas gremiales hacían posible una relación de tipo capitalista. Este
(posiblemente inconsciente) "sentido social" de la organización gremial quedaba
contrapesado por el egoísmo colectivo del gremio como corporación cerrada, en el que
no era fácil ingresar, sino mediante pruebas muy exigentes, cuando la oportunidad se
daba.

Había, por tanto, multitud de trabajadores no "sindicados" que carecían de las ventajas
del trabajo corporativo, o hasta les estaba vedado ejercer su oficio en las ciudades
donde los gremios existían. De aquí el establecimiento de pequeños artesanos en
núcleos menores de población, o en el mismo campo, a donde la organización gremial
no llegaba, como tampoco llegaban sus beneficios.
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Cuando hablamos de trabajo corporativo, no hemos de entender que los gremios o
entidades similares suponían algún tipo de asociaciones de capital. Cuando estas
asociaciones se daban —y ya comenzaron a proliferar a finales del Antiguo Régimen
— la organización gremial desaparecía. Los gremios regulaban el trabajo, pero no el
uso de los beneficios; no existía nada parecido a un capital social, o si una corporación
de este tipo disponía de algún dinero, lo empleaba en hospitales para sus miembros,
pensiones a las viudas o cualquier otra forma de asistencia mutua; pero no existía
ninguna forma de ahorro colectivo o de capital común acumulable, y por tanto
reinvertible en nuevas fuentes de trabajo y producción.

La forma de trabajo corporativo, por tanto, aseguraba salarios dignos, y unas


relaciones en que la explotación resultaba prácticamente imposible; pero no preveía
fórmulas de capitalización o de empleo conjunto de los beneficios de todos los
agremiados. Cada cual gozaba del fruto de su trabajo, y consumía sus modestos
ingresos por su cuenta. Así, la riqueza del sector secundario (mucho más artesanal
que industrial), podía sumarse, mediante la adición de nuevas plantas de trabajo, si la
demanda lo requería, pero difícilmente podía multiplicarse. A estas dos grandes
dificultades clásicas —inmovilidad de la propiedad y formas corporativas, tradicionales
y artesanas de la producción— habría que sumar otras rémoras (obstáculos), como un
excesivo intervencionismo, una presión fiscal que gravitaba sobre todo en los
pequeños productores, campesinos o artesanos; el aferramiento a técnicas o métodos
antiguos, por la "fuerza de la costumbre", y las dificultades del transporte, no sólo por
el estado de los caminos —que sobre todo en el siglo XVIII recibieron una
considerable mejora— sino por la gran cantidad de aduanas, peajes y derechos de
entrada que las mercancías habrían de pagar de una región a otra en un mismo país.

El Antiguo Régimen supo también de la riqueza, de la prosperidad, o simplemente, de


la estabilidad en el trabajo; aunque conoció graves crisis de subsistencias. Estas
crisis, más o menos periódicas, llegaban en ocasiones al "hambre asesina" y
suscitaban motines en busca de alimentos, que nunca degeneraron en una
auténtica lucha social. La culpa era de los elementos meteorológicos, o a lo sumo,
de un intendente, un alcalde o el guarda de un silo o granero. Pero todo ello no nos
autoriza, sin más, para identificar las formas de vida del Antiguo Régimen con la
miseria, ni para considerar a las víctimas de ésta más "explotadas" que los miserables
que vivieron o malvivieron en el Nuevo Régimen. Lo que sí parece evidente es que,
aunque antes de la Revolución hubo etapas de progreso económico, las estructuras
eran lo suficientemente rígidas como para hacer muy difícil un auténtico desarrollo, tal
como hoy somos capaces de concebirlo.

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LA REALIDAD DE FRANCIA PREVIO A LA REVOLUCIÓN.

En Lo Político.

El absolutismo real no podía ser ejercido muchas veces por factores de orden interno y
externo. Cuando Luis XIV dijo – si lo dijo- “el Estado soy yo”, o estaba aludiendo a un
principio simbólico, o estaba completamente equivocado. Porque precisamente el
Estado cuanto más poderoso es, más se contrapone a una autoridad individual.
Conforme el ámbito del poder aumenta y se multiplican las funciones de la cosa
pública, más riendas hay que empuñar para la eficaz marcha de la poderosa
maquinaria. Llega un momento en que las riendas ya no caben en una mano, ni en
unas pocas. El equipo gobernante multiplica sus miembros al mismo tiempo que sus
funciones; hacen falta delegados, asesores, especialistas, consejos y consejeros,
empleados públicos por todas partes, para que el poder de la cosa pública llegue
hasta los últimos rincones del país.

El Estado, que pretende controlar a la totalidad de los ciudadanos, no tiene medios


eficaces, muchas veces, para controlar la acción de sus propios funcionarios. He aquí
una necesidad que parece paradoja: cuanta más fuerza tiene el poder, más
compartido ha de estar. El monarca asume teóricamente la suprema preminencia, y,
de hecho, puede imponer su voluntad con fuerza de ley en determinadas decisiones
concretas; pero no llega a todo, ni lo conoce todo. La mayor parte de los actos de
mando proceden de los consejeros, de los ministros, de los juristas, de los
delegados de la gobernación o administración territorial. No se puede hablar
propiamente de un absolutismo real, sino de un absolutismo del Estado.

En cuanto a los límites externos, el monarca y sus empleados han de tropezar con
los privilegios de este o aquel grupo, de esta o aquella ciudad, de una corporación,
de un gremio, de los "usos" y "costumbres", que se han hecho sagrados, y no se
pueden doblegar sin exponerse a una insurrección o una guerra civil. Puede que en
teoría —aunque no todas las teorías políticas del Antiguo Régimen lo admiten— la
voluntad del rey es ley; en la práctica, la implantación de una ley requiere los más
laboriosos requisitos, y en muchas ocasiones no es del monarca de quien parte la
iniciativa legisladora. Rodríguez Casado encuentra que, rodeado de consejeros,
ministros, juristas, administradores, y limitado por nobles, eclesiásticos, fueros,
privilegios, reglamentos, ordenanzas municipales o territoriales, usos, costumbres,
gremios, salvedades y exenciones…, un monarca del Antiguo Régimen tiene en

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muchos aspectos menos posibilidades ejecutivas "de hecho" que determinados
Presidentes de Repúblicas democráticas en nuestros días. Estas limitaciones no
implican, entendámoslo también, que la sociedad esté a salvo de caprichos o
arbitrariedades del supremo jerarca: pues, aunque no faltan garantías, éstas no son,
en casos, suficientes. Pero las posibilidades de que ese supremo jerarca teórico
imponga su voluntad, arbitraria o no, sin cortapisas, son mucho más limitadas de lo
que es tópico admitir. Debe ser significativo el hecho de que el rey "absoluto" Luis XVI
no pudo hacer frente a la Revolución francesa, entre otras razones —quizá la principal
— porque tenía las manos atadas por los Parlamentos, que le negaban los medios
más indispensables. A su tiempo lo veremos.

En lo Social.

En el ámbito social existe un ordenamiento jurídico que mantiene los fundamentos del
orden estamental. Pero este orden, si fue funcional un día (cuestión en la que ahora no
entramos), resulta difícil de descubrir en la Edad Moderna, y cada vez en menor grado.
La Iglesia va perdiendo progresivamente su función educadora. Es cierto que sus
miembros regentan, todavía en el "siglo de las luces" o de la Ilustración, el XVIII,
multitud de centros de enseñanza; pero las vanguardias de la intelectualidad, de la
especulación, de las artes, de las ciencias, de la investigación teórica y experimental
ya no están en sus manos. Tampoco compete a este lugar analizar cómo el estamento
eclesiástico fue perdiendo esta función. Lo cierto es que el criticismo y el racionalismo
fueron minando la concepción dogmática y tradicional de los saberes, que la
escolástica dejó de ser el centro del pensamiento filosófico, que el empirismo rompió el
principio de la autoridad, que la "razón independiente" se impuso, y que los "filósofos"
de fines del siglo XVII y de todo el XVIII son por lo general anticlericales e incluso, si
no antirreligiosos, si contrarios o indiferentes ante las religiones positivas, y en
especial el catolicismo.

Por su parte, la ciencia, servida cada vez más del empirismo (corriente filosófica que
sostiene que la experiencia es la única fuente del conocimiento, para los empiristas las
ideas se forman a través de las sensaciones que son los datos que recibimos del
mundo a través de los sentidos6), abandonó las concepciones tradicionales, y se lanzó
a las más audaces conquistas por los caminos de la experimentación y el cálculo. No
faltaron elementos eclesiásticos —ni mucho menos científicos creyentes— que
adoptaron los nuevos métodos y se mantuvieron "al día" en las avanzadas de la

6
Algunas de las principales características del empirismo son: la experiencia es la única fuente del
conocimiento; las ideas se forman a partir de las sensaciones; no existen ideas innatas; el método
científico es la mejor forma de adquirir conocimiento.

14
investigación; pero en general, la actitud "oficiosa" de la Iglesia, o si se prefiere de sus
portavoces intelectuales y científicos fue más bien conservadora, tradicional, y en
muchos casos defensora de causas abandonadas desde hacía tiempo. Fue
probablemente esta actitud, junto con la soberbia intelectual del "filósofo" racionalista,
la que hizo que no sólo se prescindiese del magisterio eclesiástico, sino que se mirase
con superioridad y desprecio a los defensores de la tradición, y generalizando, a la
Iglesia en general. Esta había perdido en el siglo XVIII la autoridad moral para
competir en las disputas científicas, o se reputaban sus actitudes como
"antifilosóficas". Conservaba, sí, influjo en la mayoría de las clases modestas, y era
respetada en otros campos por un número mayoritario de ciudadanos; pero su papel
director en la transmisión de los saberes, sobre todo las formas de saber más
avanzadas, le había sido arrebatado ya desde bastante antes de la Revolución.

Por su parte, la nobleza, como estamento, había abandonado su cometido de


defensa de la sociedad. Aún, es cierto, en las escuelas militares eran requeridas
pruebas de nobleza, aunque con cierta y progresiva laxitud (Napoleón, hijo de una
modesta familia corsa, logró con esfuerzo el ingreso, aunque sus compañeros, por lo
general aristócratas, se reirían de sus maneras zafias: el joven oficial no olvidaría
jamás aquellos desaires). Pero si para ser militar se requería ser más o menos noble,
para ser noble no era preciso conocer el ejercicio de las armas. La mayor parte de los
miembros de las familias aristocráticas vivían de rentas, u ocupaban saneados
puestos cortesanos, a veces con funciones puramente simbólicas. Tenían acceso a los
altos cargos del gobierno y de la administración, sin apenas otra credencial que su
ejecutoria nobleza, recibían una educación esmerada y eran, en cierto modo, el
paradigma de la sociedad, la meta a que todo mortal hubiera querido llegar; pero la
homologación de la idea de nobleza con la de defensa de la comunidad por las armas
estaba desde siglos completamente olvidada. Por otra parte, y aunque miembros de
las altas familias seguían "sirviendo" en cargos de responsabilidad, el viejo sentido
de "servicio" había sido sustituido por el de "privilegio". Ambas ideas se habían
asociado consciente o inconscientemente muchas veces; pero conforme tal sustitución
se había ido consagrando en la Historia, a lo largo de los siglos, y sobre todo en los
propios de la Edad Moderna, la más profunda razón de ser del estamento nobiliario se
había extinguido para siempre. En efecto, en los últimos siglos del Antiguo
Régimen, y muy concretamente en el XVII o en el XVIII, la idea de privilegio es la
que más exactamente define la mentalidad nobiliaria. El privilegio es la barrera de
distinción, señal visible de clase superior. De hecho, se había pasado de una división
sectorial o funcional a una concepción "vertical" de la sociedad, en la que las clases

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privilegiadas ocupaban un puesto superior, preeminente, a cambio de no se sabía
qué tipo de prestaciones concretas a la sociedad.

Esta falta de contrapartida podía parecer —y ser de hecho— indignante, constituyendo


así tanto motivo de orgullo de unos como de envidia de otros. En tanto durase una
filosofía capaz de justificar la "desigualdad natural" de los hombres, tal situación podía
ser ingrata, pero soportable. Cuando llegase, con el criticismo racionalista, otra
manera más lógica de ver las cosas, la nobleza se vería falta de títulos de justificación,
y no sabría —la Revolución fue una prueba espectacular de su desarme dialéctico—
con qué recursos escudarse.

No solo es esto. La nobleza, como estamento privilegiado y cerrado, ya había


empezado a ceder antes de la avalancha revolucionaria, aunque no a ataques
frontales. Más concretamente, cuando estuvo claro que su cualidad característica era
el privilegio, y que no existía una contraprestación clara capaz de justificar su función
en la sociedad, se reforzaron las presiones por parte de aquellos grupos más ricos,
influyentes o ambiciosos para ingresar en las filas del estamento nobiliario. Sé hicieron
frecuentes las compras de títulos, que empezaron ya en el siglo XVI, pero se
generalizaron en el XVII; apareció, justificada por sus servicios al Estado una nobleza
funcionaria, formada por los altos cargos, que, no por encontrarse en medianas o
malas relaciones con la nobleza de sangre, dejaba de alternar con ella.

Los elementos de la alta burguesía, mediante la riqueza, el prestigio, la distinción,


buscaban y con frecuencia obtenían prebendas, rentas, honores, y cómo no,
privilegios. Más que reforzar el estamento nobiliario, lo desvirtuaban, y hasta en cierto
sentido constituían un caballo de Troya en el seno de la nobleza, puesto que no
participaban de sus ideales ni contribuían a sostener su viejo espíritu: antes, al
contrario, aceleraban su disolución. Constituida así esta nueva nobleza de los últimos
tiempos del Antiguo Régimen tendría muy pocos reparos en pasarse al campo
revolucionario, una vez que hubo llegado la hora. En estas condiciones, el "brazo
militar" tendría tan pocos o menos argumentos aún que la monarquía absoluta para
defenderse.

Por lo que se refiere al estado llano, no cabe imaginar un grupo social menos "llano"
que el que llegó con esta denominación a los últimos lustros del siglo XVIII. A él
pertenecían los más opulentos banqueros y los más infelices mendigos; los
intelectuales refinados y exquisitos de la Ilustración o los analfabetos del bajo
campesinado. En realidad, el tercer estado se había definido siempre por un rasgo
negativo: la carencia de cualidad noble o eclesiástica. Pero el progresivo desarrollo de

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la burguesía, el ejercicio por ésta de las actividades mercantiles o intelectuales, la
conquista de los cargos públicos, el magisterio, el prestigio, y en ocasiones el mando
político o administrativo, habían aumentado monstruosamente las distancias, hasta el
punto de que ya a finales del Antiguo Régimen resulta absurdo hablar, para los no
nobles ni clérigos, de un solo estamento. Por eso la Revolución no necesitará, ni
siquiera podrá, ser obra del Tercer Estado como grupo; sino de determinados
subgrupos dentro de él; y a su cabeza, los menos infelices de los no privilegiados.
Siempre se ha hablado de la Revolución como obra de la buena burguesía, de las
clases más próximas a las favorecidas del Antiguo Régimen; y aunque haya en estas
afirmaciones una parte de tópico, no dejan de encerrar una buena parte de verdad. La
burguesía acomodada será, si no el único elemento de la Revolución, sí el más
caracterizado, el que lleve la iniciativa de los acontecimientos, y el que los canalice en
su propio provecho. Se trata, en muchos casos, del afán de unos hombres que ya han
alcanzado la preeminencia de hecho, por conquistarla de derecho.

Cuando Sieyés7 afirma que el tercer estado lo es “todo”, no está pensando en los
jornaleros o en los oficiales y aprendices de los gremios. El Tercer Estado lo es todo,
porque posee la riqueza, la inteligencia, la capacidad, en sus manos están las ideas
dominantes (burguesía). La Revolución buscará, por tanto, hermanar de forma más
realista la teoría con la práctica, y conceder el trato de clase superior no al Tercer
Estado, sino a una parte del mismo.

¿QUÉ SE ENTIENDE POR REVOLUCIÓN?

Revolución es una palabra de significación múltiple, que puede emplearse, casi sin
que nos demos cuenta, con sentidos muy diversos: “la gran revolución francesa, la
revolución americana, la revolución industrial, una revolución en Ecuador, una
revolución social, o en la industria del automóvil…”.

Podemos distinguir dos tipos de revoluciones: aquéllas que transforman de modo


súbito una legalidad por otra, y aquéllas que suponen un “gran cambio” en
determinadas formas de la vida humana. Toda gran revolución política o social va
acompañada de importantes cambios en las formas de vida, en las costumbres y hasta
en las modas. Al mismo tiempo, una rápida y drástica transformación en las
mentalidades, en los comportamientos, conlleva tarde o temprano, por medios

7
Sieyés, fue miembro del estamento eclesiástico en los Estados Generales de 1789, apoyó la unión del
estamento eclesiástico con el estado llano. Fue entonces cuando publicó su opúsculo (obra científica o
literaria de poca extensión), ¿Qué es el Tercer Estado?, que le hizo universalmente conocido. Votó a
favor de la muerte del rey, quien fue ejecutado en enero de 1793.

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violentos o sin ellos, no menos importantes transformaciones en los regímenes
políticos o en las formas organizadas de convivencia pública.

Es la imposición drástica y profunda de un cambio brusco, un fenómeno de grandes


proporciones capaz de separar sin lugar a dudas un “antes” y un “después”. La
revolución viene a ser así un vuelco radical y trascendental.

Hay que asociar a la idea de revolución un tinte de “ilegalidad”, o si se quiere de


enfrentamiento de alguien con la legalidad, para sustituirla por otra. Hay que aclarar
que la ilegalidad no debe confundirse con ilicitud. Lo que hace la revolución es
oponerse a una forma determinada de ordenamiento legal, y tratar de sustituirlo,
mediante una acción desde fuera de aquél, por otro ordenamiento legal, más justo o
menos justo, según los casos, que el anterior.

Este choque entre dos legalidades posibles, la virtual y la presente, es la consecuencia


de una previa situación de “guerra interna” el no entendimiento entre dos grupos
miembros de una comunidad. La forma más aguda de la guerra interna es, la guerra
civil, pero una no conduce necesariamente a la otra. Como se puede dar cuenta hace
falta una ideología opuesta a la ideología oficial y hay un grupo de personas
totalmente disconformes con el sistema de gobierno existente que pugnan por derribar
al poder establecido, y de sustituirlo por otro más acorde con las propias aspiraciones.

ORIGEN DE LAS FENÓMENOS REVOLUCIONARIOS.

El primer signo característico es la “deserción de los intelectuales”. Las


revoluciones suelen comenzar por las ideas. Una corriente de críticas llevada a cabo
por un grupo de pensadores, a la cual se van sumando más y más teóricos, puede ser
un signo bastante visible de que se aproxima una revolución.

Como resultado de esta deserción de los intelectuales, surge un cuerpo de ideas, cada
vez más estructuradas y completas, que contemplan o preparan todo lo que tiene que
hacer la revolución- y lo que hay que hacer al día siguiente de su triunfo - mucho antes
de que estalle realmente, y, más aún, mucho antes que empiece siquiera a
organizarse.

Se forma así una élite (minoría selecta o rectora), que trata de estructurar sus cuadros,
formular un programa y ganar adeptos: cuando esta fuerza, acompañada de sus ideas,
comienza a actuar como tal- pública o clandestinamente -, la guerra interna es ya un
hecho. La guerra interna puede mantenerse larvada mucho tiempo, sin transformarse
en revolución, o – caso de que el Antiguo Régimen logre resistir – en guerra civil. Los
descontentos, antes de lanzarse a la acción, han de contar con un mínimo de

18
probabilidades de éxito. Una de sus mayores necesidades es la de una fuerza armada
o la de un considerable apoyo popular (mejor si son las dos). Por ello, es frecuente
que los revolucionarios esperen una coyuntura favorable, o una situación de
descontento contra el equipo gobernante.

Si ser una camisa de fuerza, pueden encontrarse hasta tres niveles de motivos
ocasionales para el estallido de una revolución:

a) las “precondiciones,

b) los “precipitantes” y

c) los “disparadores”.

Precondiciones: una nueva filosofía de la vida puede intentar el asalto al poder en


cualquier momento; pero si las precondiciones ayudan, es más probable que lo haga;
y aún más: esas mismas precondiciones pueden fomentar el surgimiento o desarrollo
de esa filosofía.

Precipitantes: le otorgan al cuerpo de doctrina potencialmente revolucionario una


inmensa fuerza moral, pueden ser una crisis económica, una derrota militar, un
escandaloso fallo de los gobernantes…

Con estos precipitantes, la revolución cobra nuevas alas, y puede decidirse, a actuar.

Disparadores: el detonante concreto que pone en marcha el movimiento


revolucionario, esto está íntimamente ligado con una de las cuestiones más debatidas
de la “teoría de la revolución”: ¿espontaneidad o planeamiento? ¿Qué es lo que
hace que la gente se lance a la calle, que los ciudadanos se armen, que se decidan a
actuar?

Lo que podemos decir es que ambas tesis en cierto modo se complementan. Es muy
difícil, por no decir imposible, encontrar una revolución propiamente dicha que no
cuente con una planificación previa, y un equipo de iniciados, o bien de “iniciadores”,
conscientes desde el primer momento de que están haciendo algo en común. Pero
también parece claro que, en muchos casos, quienes responden al llamamiento de
estos iniciados no estaban comprometidos previamente en el complot, ni tenían
siquiera conocimiento del mismo: siguen el golpe espontáneamente. Debido
precisamente a esa adición de elementos espontáneos, el movimiento deriva muchas
veces por cauces distintos de los que habían proyectado sus impulsores.

LAS ETAPAS DE UN PROCESO REVOLUCIONARIO.

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Nuevamente sin ser una camisa de fuerza, se suele distinguir también varias etapas
en el curso de un proceso revolucionario:

a) el golpe propiamente dicho,

b) la caída del viejo sistema,

c) el gobierno de los moderados,

d) la “luna de miel”,

e) la revolución radical o exaltada,

f) el gobierno de los radicales,

g) el terror,

h) la reacción a los radicales y al terror.

Parece aceptable que, si admitimos la unidad de la naturaleza humana, la historia nos


muestre una y otra vez una serie de rasgos comunes, de parecidos de familia que nos
permiten reconocernos - a nosotros y a nuestros problemas – en multitud de
momentos del pasado.

La Historia nunca es idéntica – en sentido estricto, no se repite jamás -, pero siempre


es análoga, y nos permite encontrar un número sorprendente de situaciones
parecidas. Ello, sin embargo, no nos autoriza a dar por supuesto que tales hechos
similares tienen que registrarse necesariamente en todos los procesos revolucionarios.

Dos hechos que parecen ser muy frecuentes en las revoluciones, o por lo menos
en las revoluciones importantes, son: primero, que los hechos llegan mucho más
lejos que lo previsto por quienes organizan o dirigen inicialmente el movimiento:
el proceso se complica y radicaliza, el programa de los primeros momentos se revela
insuficiente, se cometen más abusos y violencias que los que se achacaba al régimen
caído, y muchos ciudadanos se sienten con motivos para pensar que existe en lo que
está ocurriendo una gigantesca contradicción.

Segundo, que una revolución, por radical que pretenda ser, y aunque crea haberlo
cambiado todo, no supone una ruptura total de la continuidad histórica. Ciertos
rasgos del antiguo sistema, subsisten a pesar de todo, y la situación final, una vez se
alcanza el estado de normalidad, ve aflorar muchos de aquellos rasgos antiguos, que
conviven pacíficamente con la nueva estructura que ha generado el cambio
revolucionario.

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