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Desde que los historiadores de la Cultura las consagraron (en el primer tercio del siglo
XX), tales palabras se escriben con mayúscula y poseen un significado muy preciso.
Realmente, ya en 1792 Barnave, un historiador que vivió como protagonista activo
los hechos revolucionarios en Francia, habla sistemáticamente del "antiguo régimen"
cuando se refiere al sistema vigente antes de la Revolución Francesa; de lo que se
infiere que el sistema salido de la Revolución debe designarse como nuevo régimen.
El Antiguo Régimen se refiere a una época histórica anterior a la Revolución, y el
Nuevo a una época posterior a la Revolución. No es fácil precisar "desde cuándo"
puede hablarse de Antiguo Régimen (¿Es Antiguo Régimen, por ejemplo, el
feudalismo?: algunos aspectos nos inducen a una respuesta positiva, otros a una
respuesta negativa); ni tampoco "hasta cuándo" (¿hasta hoy mismo?) se extiende el
Nuevo Régimen. Lo cierto es que la diferencia entre uno y otro se manifiesta de
manera bien palpable cuando analizamos la magnitud del salto que supone la
Revolución.
Primero tenemos que examinar en qué consisten uno y otro régimen, para precisar
luego lo que es la Revolución.
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Historia de la Cultura es una corriente historiográfica que se centra en hechos históricos que suceden
entre los diversos grupos de la sociedad. También puede ocuparse de las tradiciones populares como la
trasmisión oral de cuentos, canciones, poemas épicos y otras formas de tradición oral. Estudia los
conceptos básicos de ambiente histórico como son, por ejemplo, la clase, la ideología, la cultura o la
percepción. Asimismo, se vincula con las representaciones, los aspectos simbólicos y la vida cotidiana y
rescata a los marginados de la historia. Otorga la posibilidad a los historiadores de estudiar las relaciones
humanas a través de muchos elementos culturales como son el arte, ideas, técnica, etc., y en general,
cualquier expresión cultural de actividad histórica.
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En el siglo XVIII afloran una serie de tendencias, como el centralismo o la
racionalización administrativa, que luego va a llevar a término la Revolución: hasta el
punto de que puede decirse sin exagerar demasiado que, en determinados
casos, la Revolución no hizo sino terminar o conducir hasta su plenitud una
serie de programas elaborados en la fase final del Antiguo Régimen. Sobre esta
especie de contradicción (la Revolución vino a hacer muchas cosas que el Antiguo
Régimen tenía ya proyectadas) habremos de recaer con frecuencia, para tratar de
comprender el sentido de los hechos. Y no es esto sólo, sino que en el siglo XVIII
nacen y se desarrollan las ideas en que habrá de basarse la Revolución: una filosofía
que los gobernantes de los sistemas que van a caer no hacen nada por combatir, y
que, proliferando por doquier, pone las bases ideológicas del Nuevo Régimen mucho
antes de que éste nazca oficialmente.
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Por ejemplo:
CARACTERES POLÍTICOS.
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CARACTERES INSTITUCIONALES.
En lo institucional, el Antiguo Régimen, era como "un edificio muy grande y viejo", que
conservaba unos cimientos inconmovibles —y que se consideraban intocables—, al
que las necesidades de los siglos habían ido dotando de reparaciones, postizos y
mejoras, unos antiguos, otros modernos, apareciendo ya en su momento final como
una contrahecha, aunque no del todo inútil multiformidad. En general, una institución
nueva no suponía la desaparición de la antigua. El respeto por las viejas leyes, por los
usos y costumbres, por las peculiaridades consagradas con el tiempo, era casi
absoluto, y conducía muchas veces a diferencias que entonces no se consideraban
indignantes. Por ejemplo:
dos hombres podían ser juzgados de forma distinta por el mismo delito, ya
fuera por razón de su nacimiento, ya por la ciudad o región que habitaran, ya
por el fuero a que se hallaran acogidos,
eran distintos los impuestos,
la obligación de hacer el servicio militar,
los horarios de trabajo,
los sistemas de pesas y medidas,
los vínculos de relación social,
el régimen local o provincial de circunscripciones determinadas.
Los intentos uniformadores que de vez en cuando realizaba el Estado se topaban casi
siempre contra el celoso apego de cada comunidad a sus costumbres y a sus
ordenamientos particulares. La disparidad podía dar lugar a auténticas "deformidades"
más o menos monstruosas en el cuerpo social: en todo caso, hubiera resultado
poco racional y poco funcional a cualquier observador con mentalidad del
Nuevo Régimen.
CARACTERES SOCIALES.
En lo social, era una verdad oficial, amparada por el ordenamiento jurídico, la división
de los miembros de la comunidad en estamentos (población dividida en grupos, cada
uno con su propio estatus social, derechos y obligaciones, suelen estar definidos por el
nacimiento, la riqueza o la ocupación). El orden estamental arranca de una visión muy
antigua, que podríamos encontrar enunciada en la República de Platón, y más tarde
en la filosofía tomista (legado de Santo Tomás de Aquino). Su idea base no se apoya
en la conveniencia del privilegio, o de las élites, ni siquiera en el reconocimiento de
una desigualdad natural entre los hombres, sino en la necesidad de una distribución
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de funciones. El principio originario de la filosofía que rige el orden estamental no es
"clasista", ni propende a la estratificación de la sociedad en niveles, sino que, divide a
ésta en sectores. La idea de que unos deben aportar al común su inteligencia, otros su
fuerza y otros su trabajo, se compagina con el reconocimiento de tres estamentos
fundamentales: el clero, la nobleza y el estado llano o tercer estado.
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expulsar a un colono, a no ser por infidelidad o impago de los censos; por el contrario,
en todo el Occidente de Europa, el vasallo podía romper en cualquier momento el
contrato, abandonar a su señor, e irse a buscar trabajo a otro sitio. En Europa Oriental
(Prusia, Polonia, Hungría, Rusia, Balcanes), el colono estaba fijado a la tierra: en ella
nacía y en ella moría, salvo concesión excepcional.
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repartirla, o hasta vender, no su propiedad ya que la tierra no era suya, sino el derecho
a trabajarla, es decir el usufructo.
Pero la función teórica del noble era, por excelencia, la guerra. Correspondía a su
clase la defensa por las armas de la integridad del reino, y tenía obligación de servir al
monarca cada vez que éste reclamase sus servicios en tal sentido. El noble se
educaba en el ejercicio de las armas, y era, por definición, un militar. Cuando con el
Renacimiento se impusieron las formas de la guerra moderna, el noble aprendió los
complejos movimientos de las tropas y la distribución de las distintas armas. Los
generalísimos de los ejércitos eran por lo general miembros de la alta nobleza, o
incluso príncipes de la sangre (el Gran Capitán, el duque de Alba, don Juan de Austria,
el vizconde Montmorency, el duque de Guisa, etc.). E incluso cuando en el siglo XVIII
se procedió a la plena profesionalización del elenco militar, los hijos de los nobles eran
enviados a las academias especializadas, y su ingreso en ellas se hacía previa
demostración, de "nobleza de sangre".
Para comprender las razones teóricas de que esto fuera así, hay que tener en cuenta
qué tanto la nobleza como la clerecía, en sentido estricto "no podían trabajar", porque
tenían que dedicarse a otras funciones en beneficio de la comunidad (la actividad
pastoral y la enseñanza, y la defensa interna y externa, respectivamente), de suerte
que habían de ser recompensadas a su vez por estos servicios al bien común. El no
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trabajar -mejor dicho, el no poder trabajar— es una ventaja o un inconveniente, según
se mire. Muchos individuos de la baja nobleza —los hidalgos, los hobereaux, los
Rittern — pasaban hambre con desgraciada frecuencia, o se veían en duras
necesidades económicas: y, sin embargo, su estatus estamental les impedía ganarse
la vida practicando cualquier oficio. Lo mismo podría decirse de determinados
elementos del bajo clero, o de órdenes religiosas pobremente dotadas.
CARACTERES ECONÓMICOS.
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La tendencia al estancamiento queda simbolizada en dos modos de producción muy
característicos del Antiguo Régimen, y por eso mismo muy criticados a su tiempo por
los revolucionarios:
El orden económico del Antiguo Régimen está por tanto íntimamente ligado con el
orden social. Ahora bien, si en multitud de casos la tierra no era propiedad de quienes
la trabajaban, tampoco, en sentido estricto, estaba a plena disposición del señor. En
primer lugar, éste no solía tener derecho a expulsar al colono, o a ordenar los tipos de
producción; pero en segundo y más importante lugar, la propiedad correspondía a la
persona jurídica —el ducado, la abadía— y no a la persona física —el duque, el abad.
Este último no puede vender, enajenar, repartir en herencia, regalar a los pobres, sus
posesiones, porque éstas están "vinculadas" a la casa, y el eventual detentador del
ducado o de la abadía —por seguir con estos ejemplos— no tiene más derecho al uso
y beneficio de la propiedad que el duque o el abad que hayan de ocupar su puesto en
la generación siguiente, o pasados los siglos.
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vinculadas; sino también otros bienes inmuebles —edificios, hornos, molinos—, y en
buena cantidad, una serie de censos, rentas o prebendas. Toda esta situación de
inmovilidad, si bien garantizaba unas estructuras seguras e invariables, era un freno a
la libre actividad económica y al desenvolvimiento de la riqueza, que muchos
hombres de la época final del Antiguo Régimen supieron comprender, y
lucharon en ocasiones por superar, sin conseguirlo.
Había, por tanto, multitud de trabajadores no "sindicados" que carecían de las ventajas
del trabajo corporativo, o hasta les estaba vedado ejercer su oficio en las ciudades
donde los gremios existían. De aquí el establecimiento de pequeños artesanos en
núcleos menores de población, o en el mismo campo, a donde la organización gremial
no llegaba, como tampoco llegaban sus beneficios.
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Cuando hablamos de trabajo corporativo, no hemos de entender que los gremios o
entidades similares suponían algún tipo de asociaciones de capital. Cuando estas
asociaciones se daban —y ya comenzaron a proliferar a finales del Antiguo Régimen
— la organización gremial desaparecía. Los gremios regulaban el trabajo, pero no el
uso de los beneficios; no existía nada parecido a un capital social, o si una corporación
de este tipo disponía de algún dinero, lo empleaba en hospitales para sus miembros,
pensiones a las viudas o cualquier otra forma de asistencia mutua; pero no existía
ninguna forma de ahorro colectivo o de capital común acumulable, y por tanto
reinvertible en nuevas fuentes de trabajo y producción.
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LA REALIDAD DE FRANCIA PREVIO A LA REVOLUCIÓN.
En Lo Político.
El absolutismo real no podía ser ejercido muchas veces por factores de orden interno y
externo. Cuando Luis XIV dijo – si lo dijo- “el Estado soy yo”, o estaba aludiendo a un
principio simbólico, o estaba completamente equivocado. Porque precisamente el
Estado cuanto más poderoso es, más se contrapone a una autoridad individual.
Conforme el ámbito del poder aumenta y se multiplican las funciones de la cosa
pública, más riendas hay que empuñar para la eficaz marcha de la poderosa
maquinaria. Llega un momento en que las riendas ya no caben en una mano, ni en
unas pocas. El equipo gobernante multiplica sus miembros al mismo tiempo que sus
funciones; hacen falta delegados, asesores, especialistas, consejos y consejeros,
empleados públicos por todas partes, para que el poder de la cosa pública llegue
hasta los últimos rincones del país.
En cuanto a los límites externos, el monarca y sus empleados han de tropezar con
los privilegios de este o aquel grupo, de esta o aquella ciudad, de una corporación,
de un gremio, de los "usos" y "costumbres", que se han hecho sagrados, y no se
pueden doblegar sin exponerse a una insurrección o una guerra civil. Puede que en
teoría —aunque no todas las teorías políticas del Antiguo Régimen lo admiten— la
voluntad del rey es ley; en la práctica, la implantación de una ley requiere los más
laboriosos requisitos, y en muchas ocasiones no es del monarca de quien parte la
iniciativa legisladora. Rodríguez Casado encuentra que, rodeado de consejeros,
ministros, juristas, administradores, y limitado por nobles, eclesiásticos, fueros,
privilegios, reglamentos, ordenanzas municipales o territoriales, usos, costumbres,
gremios, salvedades y exenciones…, un monarca del Antiguo Régimen tiene en
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muchos aspectos menos posibilidades ejecutivas "de hecho" que determinados
Presidentes de Repúblicas democráticas en nuestros días. Estas limitaciones no
implican, entendámoslo también, que la sociedad esté a salvo de caprichos o
arbitrariedades del supremo jerarca: pues, aunque no faltan garantías, éstas no son,
en casos, suficientes. Pero las posibilidades de que ese supremo jerarca teórico
imponga su voluntad, arbitraria o no, sin cortapisas, son mucho más limitadas de lo
que es tópico admitir. Debe ser significativo el hecho de que el rey "absoluto" Luis XVI
no pudo hacer frente a la Revolución francesa, entre otras razones —quizá la principal
— porque tenía las manos atadas por los Parlamentos, que le negaban los medios
más indispensables. A su tiempo lo veremos.
En lo Social.
En el ámbito social existe un ordenamiento jurídico que mantiene los fundamentos del
orden estamental. Pero este orden, si fue funcional un día (cuestión en la que ahora no
entramos), resulta difícil de descubrir en la Edad Moderna, y cada vez en menor grado.
La Iglesia va perdiendo progresivamente su función educadora. Es cierto que sus
miembros regentan, todavía en el "siglo de las luces" o de la Ilustración, el XVIII,
multitud de centros de enseñanza; pero las vanguardias de la intelectualidad, de la
especulación, de las artes, de las ciencias, de la investigación teórica y experimental
ya no están en sus manos. Tampoco compete a este lugar analizar cómo el estamento
eclesiástico fue perdiendo esta función. Lo cierto es que el criticismo y el racionalismo
fueron minando la concepción dogmática y tradicional de los saberes, que la
escolástica dejó de ser el centro del pensamiento filosófico, que el empirismo rompió el
principio de la autoridad, que la "razón independiente" se impuso, y que los "filósofos"
de fines del siglo XVII y de todo el XVIII son por lo general anticlericales e incluso, si
no antirreligiosos, si contrarios o indiferentes ante las religiones positivas, y en
especial el catolicismo.
Por su parte, la ciencia, servida cada vez más del empirismo (corriente filosófica que
sostiene que la experiencia es la única fuente del conocimiento, para los empiristas las
ideas se forman a través de las sensaciones que son los datos que recibimos del
mundo a través de los sentidos6), abandonó las concepciones tradicionales, y se lanzó
a las más audaces conquistas por los caminos de la experimentación y el cálculo. No
faltaron elementos eclesiásticos —ni mucho menos científicos creyentes— que
adoptaron los nuevos métodos y se mantuvieron "al día" en las avanzadas de la
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Algunas de las principales características del empirismo son: la experiencia es la única fuente del
conocimiento; las ideas se forman a partir de las sensaciones; no existen ideas innatas; el método
científico es la mejor forma de adquirir conocimiento.
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investigación; pero en general, la actitud "oficiosa" de la Iglesia, o si se prefiere de sus
portavoces intelectuales y científicos fue más bien conservadora, tradicional, y en
muchos casos defensora de causas abandonadas desde hacía tiempo. Fue
probablemente esta actitud, junto con la soberbia intelectual del "filósofo" racionalista,
la que hizo que no sólo se prescindiese del magisterio eclesiástico, sino que se mirase
con superioridad y desprecio a los defensores de la tradición, y generalizando, a la
Iglesia en general. Esta había perdido en el siglo XVIII la autoridad moral para
competir en las disputas científicas, o se reputaban sus actitudes como
"antifilosóficas". Conservaba, sí, influjo en la mayoría de las clases modestas, y era
respetada en otros campos por un número mayoritario de ciudadanos; pero su papel
director en la transmisión de los saberes, sobre todo las formas de saber más
avanzadas, le había sido arrebatado ya desde bastante antes de la Revolución.
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privilegiadas ocupaban un puesto superior, preeminente, a cambio de no se sabía
qué tipo de prestaciones concretas a la sociedad.
Por lo que se refiere al estado llano, no cabe imaginar un grupo social menos "llano"
que el que llegó con esta denominación a los últimos lustros del siglo XVIII. A él
pertenecían los más opulentos banqueros y los más infelices mendigos; los
intelectuales refinados y exquisitos de la Ilustración o los analfabetos del bajo
campesinado. En realidad, el tercer estado se había definido siempre por un rasgo
negativo: la carencia de cualidad noble o eclesiástica. Pero el progresivo desarrollo de
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la burguesía, el ejercicio por ésta de las actividades mercantiles o intelectuales, la
conquista de los cargos públicos, el magisterio, el prestigio, y en ocasiones el mando
político o administrativo, habían aumentado monstruosamente las distancias, hasta el
punto de que ya a finales del Antiguo Régimen resulta absurdo hablar, para los no
nobles ni clérigos, de un solo estamento. Por eso la Revolución no necesitará, ni
siquiera podrá, ser obra del Tercer Estado como grupo; sino de determinados
subgrupos dentro de él; y a su cabeza, los menos infelices de los no privilegiados.
Siempre se ha hablado de la Revolución como obra de la buena burguesía, de las
clases más próximas a las favorecidas del Antiguo Régimen; y aunque haya en estas
afirmaciones una parte de tópico, no dejan de encerrar una buena parte de verdad. La
burguesía acomodada será, si no el único elemento de la Revolución, sí el más
caracterizado, el que lleve la iniciativa de los acontecimientos, y el que los canalice en
su propio provecho. Se trata, en muchos casos, del afán de unos hombres que ya han
alcanzado la preeminencia de hecho, por conquistarla de derecho.
Cuando Sieyés7 afirma que el tercer estado lo es “todo”, no está pensando en los
jornaleros o en los oficiales y aprendices de los gremios. El Tercer Estado lo es todo,
porque posee la riqueza, la inteligencia, la capacidad, en sus manos están las ideas
dominantes (burguesía). La Revolución buscará, por tanto, hermanar de forma más
realista la teoría con la práctica, y conceder el trato de clase superior no al Tercer
Estado, sino a una parte del mismo.
Revolución es una palabra de significación múltiple, que puede emplearse, casi sin
que nos demos cuenta, con sentidos muy diversos: “la gran revolución francesa, la
revolución americana, la revolución industrial, una revolución en Ecuador, una
revolución social, o en la industria del automóvil…”.
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Sieyés, fue miembro del estamento eclesiástico en los Estados Generales de 1789, apoyó la unión del
estamento eclesiástico con el estado llano. Fue entonces cuando publicó su opúsculo (obra científica o
literaria de poca extensión), ¿Qué es el Tercer Estado?, que le hizo universalmente conocido. Votó a
favor de la muerte del rey, quien fue ejecutado en enero de 1793.
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violentos o sin ellos, no menos importantes transformaciones en los regímenes
políticos o en las formas organizadas de convivencia pública.
Como resultado de esta deserción de los intelectuales, surge un cuerpo de ideas, cada
vez más estructuradas y completas, que contemplan o preparan todo lo que tiene que
hacer la revolución- y lo que hay que hacer al día siguiente de su triunfo - mucho antes
de que estalle realmente, y, más aún, mucho antes que empiece siquiera a
organizarse.
Se forma así una élite (minoría selecta o rectora), que trata de estructurar sus cuadros,
formular un programa y ganar adeptos: cuando esta fuerza, acompañada de sus ideas,
comienza a actuar como tal- pública o clandestinamente -, la guerra interna es ya un
hecho. La guerra interna puede mantenerse larvada mucho tiempo, sin transformarse
en revolución, o – caso de que el Antiguo Régimen logre resistir – en guerra civil. Los
descontentos, antes de lanzarse a la acción, han de contar con un mínimo de
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probabilidades de éxito. Una de sus mayores necesidades es la de una fuerza armada
o la de un considerable apoyo popular (mejor si son las dos). Por ello, es frecuente
que los revolucionarios esperen una coyuntura favorable, o una situación de
descontento contra el equipo gobernante.
Si ser una camisa de fuerza, pueden encontrarse hasta tres niveles de motivos
ocasionales para el estallido de una revolución:
a) las “precondiciones,
b) los “precipitantes” y
c) los “disparadores”.
Con estos precipitantes, la revolución cobra nuevas alas, y puede decidirse, a actuar.
Lo que podemos decir es que ambas tesis en cierto modo se complementan. Es muy
difícil, por no decir imposible, encontrar una revolución propiamente dicha que no
cuente con una planificación previa, y un equipo de iniciados, o bien de “iniciadores”,
conscientes desde el primer momento de que están haciendo algo en común. Pero
también parece claro que, en muchos casos, quienes responden al llamamiento de
estos iniciados no estaban comprometidos previamente en el complot, ni tenían
siquiera conocimiento del mismo: siguen el golpe espontáneamente. Debido
precisamente a esa adición de elementos espontáneos, el movimiento deriva muchas
veces por cauces distintos de los que habían proyectado sus impulsores.
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Nuevamente sin ser una camisa de fuerza, se suele distinguir también varias etapas
en el curso de un proceso revolucionario:
d) la “luna de miel”,
g) el terror,
Dos hechos que parecen ser muy frecuentes en las revoluciones, o por lo menos
en las revoluciones importantes, son: primero, que los hechos llegan mucho más
lejos que lo previsto por quienes organizan o dirigen inicialmente el movimiento:
el proceso se complica y radicaliza, el programa de los primeros momentos se revela
insuficiente, se cometen más abusos y violencias que los que se achacaba al régimen
caído, y muchos ciudadanos se sienten con motivos para pensar que existe en lo que
está ocurriendo una gigantesca contradicción.
Segundo, que una revolución, por radical que pretenda ser, y aunque crea haberlo
cambiado todo, no supone una ruptura total de la continuidad histórica. Ciertos
rasgos del antiguo sistema, subsisten a pesar de todo, y la situación final, una vez se
alcanza el estado de normalidad, ve aflorar muchos de aquellos rasgos antiguos, que
conviven pacíficamente con la nueva estructura que ha generado el cambio
revolucionario.
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