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El deseo dilata el amor

“Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para
los que le aman” (1Co 2,9).

La espiritualidad cristiana es la espiritualidad del amor. Está centrada en el amor de Dios. San
Juan, en su Primera Carta, nos revela que Dios es Amor. Él ha tenido la iniciativa de amarnos.
Nosotros, habiendo descubierto esta verdad, buscamos corresponderle a nuestra medida.

San Bernardo nos dice precisamente que “el amor es la medida del amor”.

Está en el prólogo del primer capítulo del tratado De diligendo Deo (sobre el deber de amar
a Dios): “Quieres que te diga por qué y cómo debemos amar a Dios. En una palabra: el motivo
de amar a Dios es Dios. ¿Cuánto? Amarle sin medida. ¿Así de sencillo? Sí, para el sabio”.

Desde el inicio de la vida cristiana, el mandato del amor a Dios y al prójimo se ha convertido
en el centro de la predicación y del testimonio cristiano.

San Agustín desarrolló la “teología del deseo” al expresar nuestra necesidad de permanecer
para siempre en Dios. Con su estupenda frase que abre el libro de las Confesiones: “Nos
hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti”, deja ver
esta búsqueda de todos los días.

Hugo y Ricardo de San Víctor

Autores como Hugo y Ricardo de San Víctor elevan nuestra alma a la contemplación de las
realidades divinas. Al mismo tiempo, la inmensa alegría que nos proporcionan el pensamiento,
la admiración y la alabanza de la Santísima Trinidad, funda y sostiene el esfuerzo concreto por
inspirarnos en ese modelo perfecto de comunión en el amor para construir nuestras relaciones
humanas de cada día. La Trinidad es verdaderamente comunión perfecta.

San Bernardo de Claraval

El amor apasionado hacia Jesús que este santo francés experimentó se ve reflejada en una
célebre imagen en que el mismo Señor se baja de la cruz para abrazarle. En su “Tratado del
amor a Dios” resuenan una y otra vez expresiones dulces sobre el amor de Dios que envolvió
su vida y acción pastoral.

San Francisco de Asís

San Francisco de Asís se expresa en el deseo de ser cristificado. Para él, como para San Pablo,
existía sólo una consigna: llevar impresa en su alma y en su cuerpo (con las llagas recibidas en
el Monte Alvernia) la presencia de Cristo crucificado: “Vivo yo, pero ya no yo: es Cristo quien
vive en mí”.

Santa Clara de Asís.

Al seguir a San Francisco, esta “dama de la pobreza” quería seguir a Cristo. Su gran amor y
desprendimiento le permitieron dirigir a sus hermanas clarisas por el camino de la penitencia
y sembrar en ellas un profundo deseo de santidad.

Santa Catalina de Siena

Ni qué decir de la extraordinaria pasión que Santa Catalina de Siena tenía por nuestro Señor.
En sus escritos deja ver el inmenso amor que le tiene. En sus “Diálogos a la Divina
Providencia” expresa cómo Dios ha querido inhabitar en el alma que le abre su corazón.

San Juan María Vianney nos habla recurrentemente de la divinidad. Su vida, aunque plantada
en la tierra, es un constante reclamo de lo sobrenatural en él y en los fieles a quienes quiere
llevarse a la dimensión celestial con su testimonio de cura.

He aquí una de sus catequesis sobre la oración y el deseo de Dios:

Consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cris-


tiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto nues-
tro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí
donde está nuestro tesoro.

El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar


y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad
en este mundo.

La oración no es otra cosa que la unión con Dios.


Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios
experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura
que lo embriaga, se siente como rodeado de una luz
admirable. En esta íntima unión, Dios y el alma son
como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya
nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión
de Dios con su pobre creatura; es una felicidad que
supera nuestra comprensión.

Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero


Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con él.
Nuestra oración es el incienso que más le agrada.

Hijos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la ora-


ción lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración
es una degustación anticipada del cielo, hace que una
parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin
dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma
y lo endulza todo. En la oración hecha debidamente, se
funden las penas como la nieve ante el sol.

Otro beneficio de la oración es que hace que el tiem-


po transcurra tan aprisa y con tanto deleite, que ni se
percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en Bres-
se, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas ha-
bían caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas,
durante las cuales oraba al buen Dios, y, creedme, que
el tiempo se me hacía corto.

Hay personas que se sumergen totalmente en la ora-


ción, como los peces en el agua, porque están totalmente
entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido.
¡Cuánto amo a estas almas generosas! San Francisco
de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban
con él, del mismo modo que hablamos entre nosotros.

Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos


a la iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir!
Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier per-
sona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos
que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: «Sólo
dos palabras, para deshacerme de ti...» Muchas veces
pienso que, cuando venimos a adorar al Señor, obten-
dríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con
una fe muy viva y un corazón muy puro.

Por su parte, el Carmelo acentuó el deseo de Dios con el aporte de sus grandes místicos.

Santa Teresa de Jesús buscó la contemplación de los más altos misterios, paradójicamente,
desde abajo. El misterio de la Encarnación fue el punto de partida de sus meditaciones. A
través de la carne bendita de Cristo y con una ejemplar humildad catapultó hasta las más altas
cumbres del éxtasis sin ella quererlo, inflamada más bien por el amor que la mantenía desasida
del mundo. Prueba de ello es la transverberación que ha quedado como experiencia clave del
encuentro entre lo humano y lo divino y ha sido plasmada magistralmente en el arte mismo.

San Juan de la Cruz

San Juan de la Cruz, con sus clásicas obras, nos ha llevado por un itinerario espiritual que nos
permite, cual escaladores de una gran montaña (Subida al Monte Carmelo), irnos despojando
de lo que hace peso a ese objetivo.
En la “Noche oscura del alma” nos invita a experimentar la noche de sentido, la purificación
interior necesaria para entrar a la dimensión de la verdadera fe que nos impulsa a amar sólo a
Dios y a despreciar lo que no es Él. En su “Cántico Espiritual” nos habla del amor que se
alcanza humanamente en el contacto con el Divino que lo deleita, pero que, cual cervatillo, se
desaparece y se hace siempre deseable.

Su estupenda obra “Llama de amor viva” expresa la densidad del amor humano envuelto por
el fuego divino que lo quema y transforma para perfeccionarlo.

Santa Teresita del Niño Jesús

El deseo de ser una gran misionera la llevó a descubrir el camino del amor como esencial para
toda tarea apostólica. El amor apasionado a Jesús la hizo soportar hasta la más humillante pena
con tal de tener qué ofrecer para la salvación de sus hermanos a quienes dio muestras de amor
sincero por que el amor de Jesús la envolvía. A su corta edad buscaba encontrarse con el Señor
para seguir haciendo mucho bien sobre la faz de la tierra.

Benedicto XVI

Nuestro Papa nos habló una y otra vez del deseo de Dios. En su primera y programática
encíclica: “Dios es Amor” escribió sobre los tres tipos de amor: eros, filía y ágape. El primero
como la realidad del impulso desordenado que todos poseemos y que debe tomar forma
cuando la relación pura de amistad y el deseo de plenitud se hace donación y entrega hasta la
muerte. El amor agápico de Jesús es el modelo inspirador para la vivencia de la caridad
cristiana. Es un amor que lleva a la entrega hasta el extremo.

Como podemos ver, el amor es el medio por el que Dios nos atrae. Y es muy lógico: Dios es
amor y hacia Él se dirige el amor que de Él recibimos primero. Es su misma esencia y de ese
amor nos hace participar estimulando nuestro deseo de infinito.

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