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La Línea de la Concepción, 4 de marzo de 2.

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Retiro para la Legión de María.

1ª MEDITACIÓN: ORACIÓN: “MIRARÁN AL QUE TRASPASARON”:

En este retiro de Cuaresma, fiel a nuestro carisma de estar con María Santísima, de
consagrarnos a Ella, de tomarla como modelo y camino hacia su Hijo, vamos a volver nuestro
pobre corazón, nuestro corazón filial, al Corazón de nuestra Madre del Cielo.

San Pío X destacaba de Ella “no sólo haber proporcionado “al Dios Unigénito […] la
materia de su carne”1 con la que se lograría una hostia admirable para la salvación de los
hombres; sino también el papel de custodiar y alimentar esa hostia e, incluso, en el momento
oportuno, colocarla ante el ara. De ahí que nunca son separables el tenor de la vida de la
Madre y del Hijo, de manera que igualmente recaen en uno y en otro las palabras del
Profeta: “Mi vida transcurrió en dolor, y entre gemidos mis años”2. Efectivamente, cuando
llegó la última hora de su Hijo, “estaba en pie junto a la Cruz de Jesús, su Madre”, no
limitándose a contemplar el cruel espectáculo, sino gozándose de que “su Unigénito se
inmolara para la salvación del género humano, y tanto se compadeció que, si hubiera sido
posible, ella misma habría soportado gustosísima todos los tormentos que padeció su Hijo”3.

Y por esta comunión de voluntad y de dolores ente María y Cristo, ella “mereció convertirse
con toda dignidad en reparadora del orbe perdido” 4, y por tanto en dispensadora de todos
los bienes que Jesús nos ganó con su muerte y con su sangre”5.

Hay unas palabras que recoge en Evangelio de san Juan que expresan de alguna manera la
vida del cristiano, su vida de oración y su vocación: “Mirarán al que traspasaron”6. La
mirada que se nos pide no consiste en una simple consideración espiritual; exige el deseo de
estar con Cristo con todo el corazón y de unirse con el mismo espíritu de María Santísima a su
Pasión y Cruz.

Vamos a meditar sobre la oración. Orar no es un simple acto de devoción, no consiste sólo en
una meditación o contemplación. La oración nos lleva al Corazón de Cristo para ser como Él
y para introducirnos en su misión redentora. La oración se convierte así en nuestra respuesta
al amor que Él derrama desde su Corazón traspasado. La calidad de la oración se medirá,
entonces, por la calidad de nuestra vida cotidiana. Si la oración es de calidad, influirá en
nuestra vida.

“Mirarán al que traspasaron”. Benedicto XVI relaciona estas palabras con la actitud de
María y de Juan Evangelista; y por eso escribe: “La Cuaresma es un tiempo propicio para
aprender a permanecer con María y Juan, el discípulo predilecto, junto a Aquel que en la
cruz consuma el sacrificio de su vida por toda la humanidad7. Por tanto, con una atención
más viva, dirijamos nuestra mirada, en este tiempo de penitencia y de oración, a Cristo
1
San Beda: L. 4, in Luc. XI.
2
Sal. 31 [30], 11.
3
San Buenaventura: I Sent., d. 48, ad Litt., dub. 4.
4
Eadmero: “De excellentia Virg. Mariae”, c. 9.
5
San Pío X: Carta Encícl. Ad diem illum laetissimum.
6
Jn. 19, 37.
7
Cf. Jn. 19, 25.
crucificado que, muriendo en el Calvario, nos reveló plenamente el amor de Dios”8. Y añade:
“El discípulo amado, presente junto a María, la Madre de Jesús, y otras mujeres en el
Calvario, fue testigo ocular de la lanzada que atravesó el costado de Cristo, haciendo brotar
de él sangre y agua9. Aquel gesto realizado por un anónimo soldado romano, destinado a
perderse en el olvido, permaneció impreso en los ojos y en el corazón del apóstol, que deja
constancia de ello en su evangelio. ¡Cuántas conversiones se han realizado a lo largo de los
siglos precisamente gracias al elocuente mensaje de amor que recibe quien dirige la mirada
a Jesús crucificado!

[…]

Contemplando al Crucificado con los ojos de la fe, podemos comprender en profundidad qué
es el pecado, cuán trágica es su gravedad y, al mismo tiempo, cuán inconmensurable es la
fuerza del perdón y de la misericordia del Señor. Durante estos días de Cuaresma no
apartemos el corazón de este misterio de profunda humanidad y de alta espiritualidad”10.

Misterio de profunda humanidad y de alta espiritualidad: así define Benedicto XVI esta
actitud de mirar a Jesús traspasado. Mirar al que han traspasado significa contemplar el
Corazón de Cristo, lleno de amor y traspasado por nuestros pecados. En esta mirada al
Corazón traspasado de Cristo podemos considerar tres cosas. En primer lugar, podemos
contemplar nuestros pecados. Cuando los tenemos presentes, el amor de Cristo derramado de
su Corazón Sacratísimo cobra una fuerza aún mayor: no es un amor que corresponda a mi
amor; es un amor que responde a mi maldad. Dios, ante mi pecado, no responde con justicia
humana, no responde con una condena proporcional a mi mal. Dios responde con su amor.

Por eso, en segundo lugar, podemos considerar el amor que Dios me tiene con estas palabras
del salmo y preguntarnos cómo se cumplen en mi vida:

“Él, que perdona tus culpas, que cura todas tus dolencias,
rescata tu vida de la fosa, te corona de amor y de ternura,
satura de bienes tu existencia.
Es clemente y misericordioso, lento a la cólera y lleno de amor;
no se querella eternamente ni guarda rencor para siempre;
no nos trata según nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas”11.

La oración nos hace entrar en el Corazón de Cristo para contemplar su intimidad, su ser, sus
sentimientos de compasión y de misericordia, para experimentar su perdón.

Por eso, en tercer lugar, podemos contemplar cómo el amor de Dios nos eleva, nos convierte
en sus hijos; nos santifica; nos da la capacidad para ser y para amar como Él. Porque nos da la
capacidad de ser y amar como Él, podemos descubrir cómo su amor nos introduce en su amor
redentor, en su misión redentora, nos convierte en corredentores. Amor y oración van unidos.

Sólo quien contempla el costado abierto de nuestro Señor y se introduje en el Corazón de


Cristo, puede derretirse ante tanto amor y ensanchar su propio corazón. Así podemos entender
un poco más el mandamiento que nos deja Jesús precisamente en la última Cena, donde se
8
Benedicto XVI: Mensaje para la Cuaresma 2.007, de 21 de noviembre de 2.006.
9
Cf. Jn. 19, 31-34.
10
Benedicto XVI: Ángelus de 25 de febrero de 2.007.
11
Sal. 103 [102], 35a. 8-10.
adelanta el Misterio de su Sacrifico: “Como yo os he amado, amaos unos a otros”12. Es
importante el como yo os he amado, porque aquí en esta vida, el amor de Cristo es, al menos
en parte -y en parte muy importante-, un amor redentor. Mi amor está llamado a abrir el
Cielo a los demás.
Pero volvamos a nuestra Madre y Señora. Camino de la Cruz descubre la grandeza del amor
de Dios. Ella conocía los Cantos del Siervo de Yahvé que se proclaman en el libro del Profeta
Isaías; Ella sabía por eso que en la Cruz entraba en los planes de Dios, que toda aquella
caterva de personas que estaban condenando a su Hijo -instrumentos de Satanás- estaban
realizando, sin embargo, el plan de Redención; Dios iba a sacar -y ahí se encuentra su
victoria- un bien infinitamente mayor de aquel acto de maldad: la Redención de toda la
Humanidad.

María Santísima sabía que ahí se estaba decidiendo la Redención de la Humanidad. ¿Te
imaginas a la Madre de Jesús murmurando del Sumo Sacerdote, que ha decretado la muerte
de su Hijo; del Sanedrín, que se une a aquella condena; de Judas Iscariote, que le traicionó; de
Pedro, que le negó; de los Apóstoles, que le abandonaron; de los romanos, que ejecutaron la
sentencia; de cuantos se encontraban en ese via crucis, que contemplaban indiferentes el paso
de Cristo? Ella, que guardaba todas estas cosas y la meditaba en su Corazón, se encontraba
participando de algo realmente grande como para caer en esa vulgaridad.

Nosotros sí somos vulgares, y por eso caemos en la murmuración y echamos la culpa a los
demás cuando las cosas no van bien. Pero es el momento de unirnos a la Pasión de nuestro
Señor; es el momento de ser muy profundos en nuestra oración: queremos ser de esos santos
que, en los momentos de crisis de la Iglesia, la sacan a delante con la luz de la fe y del amor, y
no de cuantos con su tibieza y aburguesamiento, echan la culpa a los demás de los males que
ocurren para tranquilizar su propia mediocridad.

“El amor alcanza su culmen mediante el sufrimiento -enseñaba san Juan Pablo II-. Dado que
Cristo ha querido asociarnos a su misión redentora, estamos llamados también nosotros a
compartir su cruz. Los sufrimientos, que no faltan en nuestra vida, están destinados a unirse
al único sacrificio de Cristo”13. Ahí, en el Calvario, se unen el silencio de Dios y el silencio
de María. El amor no hace ruido ni es violento. Así como no hay una nota de alegría en el
Nacimiento de Jesús, tampoco hay un acento de dolor en este momento. Sin embargo,
ninguno de los dos relatos son relatos fríos. Ambos lugares -Belén y Calvario- son lugares de
amor divino. Y María Santísima los vivió con la mayor profundidad que puede una criatura.

La Cruz en la Iglesia -en cada uno de nosotros- no es opcional: el Cuerpo Místico de Cristo ha
de pasar por el drama del Calvario. Tú y yo estamos llamados a escoger el modo de vivirlo: o
llenos de rebeldía, acusando a los demás de los males de la Iglesia y del mundo, o con deseos
de corredimir, de arrancar de nuestros corazones y los de todos los hombres la viscosidad que
deja el pecado. Por eso, en oración, pedimos luces al Señor para que nos muestre cómo
vivimos este drama de amor, para corregir lo que sea necesario, para crecer en amor, para
abrazar las cruces que sobrevienen a nuestras vidas; para descubrir cómo cargamos con las
cruces que dolorosamente contemplamos en la Iglesia: como la Virgen o como el mundo.

12
Jn. 13, 34b.
13
San Juan Pablo II: Audiencia general de 11 de abril de 1.990, n. 2.
2ª MEDITACIÓN: LA VIRTUD DE LA HUMILDAD:

Jesús, al dejarnos en la última Cena como testamento el mandamiento del amor, “lo hizo
nuevo por el modo en que se amarían […]. “Al amaros no he estado saldando una deuda con
vosotros por las cosas que ya habéis realizado. Soy yo quien ha iniciado el proceso”, quiso
decir [nuestro Señor] […]. Esta virtud es la marca distintiva de los hombres santos y base de
toda virtud. Por medio de ella todos nosotros somos salvados”14. Así habla la Tradición de la
Iglesia.

Hay unas palabras de san Pablo que, en este sentido, son un poco tremendas, pero cuyo
lenguaje nos puede ayudar a espabilarnos: “No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros
padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar; y todos fueron bautizados
en Moisés, por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos
bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la
roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no fue del agrado de Dios, pues sus cuerpos
quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros para que no
codiciemos lo malo como ellos lo codiciaron. No os hagáis idólatras al igual de algunos de
ellos, como dice la Escritura: “Se sentó el pueblo a comer y a beber y se levantó a
divertirse.” Ni forniquemos como algunos de ellos fornicaron y cayeron muertos veintitrés
mil en un solo día. Ni tentemos al Señor como algunos de ellos le tentaron y perecieron
víctimas de las serpientes. Ni murmuréis como algunos de ellos murmuraron y perecieron
bajo el Exterminador. Todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que
hemos llegado a la plenitud de los tiempos. Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga.
No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá
seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla
resistir con éxito”15.

¿Qué quieren decir estas palabras? Todos llevaban una vida religiosa: todos estuvieron bajo la
nube, es decir, bajo la sombra del Altísimo; atravesaron el mar, imagen del Bautismo; comían
el alimento espiritual y bebían la bebida espiritual, anticipo de la Eucaristía; bebían de la roca
espiritual -que era Cristo-, es decir, de la vida de oración. Pero su modo de obrar no era del
agrado de Dios. La cuestión no se encuentra tanto en el hacer cuanto en el amar: el amor es lo
que da valor a nuestras obras; es la virtud que nos une a Dios. Y el amor se concreta por ello
en la obediencia confiada a Dios. Sólo quien se fía de Dios, sólo quien obedece, puede decir
que ama: “Se me amáis, guardaréis mis mandamientos”16.

En esta segunda meditación vamos a considerar la virtud de la humildad. Se trata de una


virtud que, sin ser la más importante, es fundamental para el desarrollo de la vida cristiana:
forma parte del fundamento de nuestra santidad. Así es, Dios “derriba a los poderosos y
exalta a los humildes”17. El salmista se dirige así a Dios a través del Salmo penitencial por
excelencia: “Dios quiere el sacrificio de un espíritu contrito: “Un corazón contrito y
14
San Juan Crisóstomo: Hom. 72, 3 sobre el Evangelio de san Juan.
15
1Cor. 10, 1-13.
16
Jn. 14, 15. Cf. Jn. 14, 21. 23s.
17
Lc. 1, 52.
humillado tú, oh Dios, no lo desprecias””18. La humildad es la virtud que nos llevará a
remover los obstáculos con los que la gracia se encuentra en nuestra alma. La humildad es la
condición para ser escuchado por Dios; por tanto, se encuentra en la base de la vida cristiana,
en la base de la oración del cristiano.

Cuentan que, al ser visitado el convento de Port Royal, en París, corazón de las ideas
jansenistas, donde había nacido un movimiento rigorista bajo la autoridad de la madre
Angélica Arnauld, en el s. XVII, alguien dijo de las religiosas que vivían en él: son puras
como ángeles, pero soberbias como demonios. Para ellas, la gracia es un don divino por el
que hay que merecer, de modo que el esfuerzo por ser puras acabará llevando a las monjas de
Port Royal a ser tan virtuosas como los ángeles, a la vez que soberbias como demonios al ver
sus denuedos.

Puras como ángeles, soberbias como demonios. ¡Qué doloroso sería escuchar estas palabras
referidas a cada uno de nosotros! Recuerda aquellas palabras del Evangelio: “Esforzaos por
entrar por la puerta estrecha. Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, los
que estéis fuera os pondréis a llamar: “¡Señor, ábrenos!” Pero os responderá: “No os
conozco; no sé de dónde sois”. Entonces empezaréis a decir: “Hemos comido y hemos
bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas”. Pero volverá a decir: “No sé de dónde
sois””19.

¡Qué importante es la virtud de la humildad! Fíjate lo que dice Jesús: “Aprended de mí, que
soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas”20. No dice:
aprended de mí, que soy santo, bueno, entregado, orante, trabajador, religioso… Dice más
bien: que soy manso y humilde de corazón. Precisamente es la humildad lo que atrajo las
miradas de Dios sobre María Santísima: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra
mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humillación [la pequeñez, la pobreza]
de su esclava”21.

¿Qué es la humildad? Es reconocer la verdad: que Dios es mi Padre, que me ama, que me da
el ser, la vida; que me eleva, que redime, que me perdona; que me llama a ser como Él, a ser
santo; que yo soy una criatura, que yo no me doy el ser; aún más, que yo soy un pecador; que
lo que soy y lo que tengo viene de Dios; que, en medio de mis miserias, Dios no deja de
llamarme y de sostenerme. Por la virtud humildad, yo dejo a Dios actuar en mi vida; yo dejo
que Él sea el protagonista de todo mi ser y de mi obrar. La humildad me llevará a remover los
obstáculos que hay en mi vida para construir no sobre la arena de mis fuerzas, proyectos,
deseos personales, ideas…, sino sobre la roca, que es Cristo22.

La puerta estrecha es Cruz; el esfuerzo por entrar por ella es la lucha por la virtud humildad,
llave que abre esta puerta del Cielo. Una lucha que no acaba: “no nos engañemos; la batalla
contra la soberbia durará hasta el final de nuestros días: siempre nos asaltará la tentación
de creernos algo, y no somos nada. Perdonad que os lo repita: sólo alimentando en nuestro
corazón la certeza de la propia nulidad –convicción que se adquiere con el ejercicio de actos
concretos de desasimiento del propio yo- lograremos recorrer el camino fieles a Jesucristo.

18
Sal. 51 [50], 19.
19
Lc. 13, 24a. 25-27a.
20
Mt. 11, 29bc.
21
Lc. 1, 46-48a.
22
1Cor. 10, 4. Cf. Sto. Tomás de Aquino: Summa theologiae, II-II, q. 161, a. 5, ad 2.
La humildad, que Satanás no puede entender, fue la gran traza divina para vencer la
soberbia del diablo. El demonio quizá esperaba una entrada triunfante del Hijo de Dios en el
mundo. Y no fue así. Entró por la puerta de la humildad, María, y humildemente vivió con su
Madre y con José; y, más tarde, con sus discípulos”23.

¿Cuáles son las manifestaciones de la humildad? Sin querer agotarlas, aquí presento algunas:

 Una obediencia confiada: porque Dios es mi Padre, yo me fío de Él; porque la Iglesia
es mi madre y tiene los medios de santificación, me fío de ella. Por eso no será una
obediencia servil, como para ganar méritos ante Dios, sino -insisto- filial y confiada.
 Considerar que todo es un don de Dios. Eso me llevará a ser muy agradecido. La
humildad me llevará a dar siempre gracias a Dios por los dones y gracias que me da y
a no quejarme por los dones que no tengo y por las contradicciones que sufro.

 No soy humilde cuando yo me humillo, sino cuando los demás me humillan 24. Un
termómetro de la humildad consiste en descubrir cómo reacciono ante las críticas y
humillaciones que recibo, cómo reacciono cuando las cosas no salen como yo espero.

 Podemos así contemplar mi reacción cuando no soy tenido en cuenta, cuando piden
algo a otra persona y no a mí, cuando alguien me interrumpe en circunstancias que no
quiero ser interrumpido, cuando callan mi contribución a una obra, a un trabajo, a una
misión…

 La soberbia se disfraza de humildad. Por eso a veces es una manifestación de soberbia


preguntar a los demás por los propios fallos, porque a veces buscamos que nos tengan
por humildes o que nos digan lo bien que hacemos las cosas. También podemos
exagerar nuestras faltas para que los demás nos digan que no es para tanto.

 “De la abundancia del corazón habla la boca”25. Examinar el contenido de mis


conversaciones ayuda a saber cuál es el tema dominante: si hablo de mí, si soy el
centro; si mis palabras llevan una carga de crítica hacia los demás; si me excuso yo y
acuso a los demás cuando las cosas van mal, o sé acusarme de mis faltas y excusar a
los demás.

 Podemos descubrir dónde busco consuelo: si en el Sagrario y en la dirección


espiritual, o en las personas que me van a dar la razón, haciéndome así la víctima.
Podemos ver si busco quien me compadezca en los momentos malos o que
simplemente me escuche y me ayude a llevar los reveses con sentido sobrenatural.

 El modo de pedir las cosas (si las pedimos por favor o como si éstas se nos debieran) y
el agradecimiento cuando nuestra petición es atendida indica el grado de humildad.

 En cualquier conversación, saber escuchar a los demás, entender las razones del otro
(aunque no se esté de acuerdo); saber defender la opinión del prójimo cuando ésta es

23
Beato Álvaro del Portillo Diez de Solano: Carta de 2 de febrero de 1.979, n. 24 (“ Cartas de familia (II)”, n.
234).
24
San Josemaría Escrivá de Balaguer Albás: “Camino”, n. 594.
25
Mt. 12, 34.
distinta a la mía; saber defender a aquel de quien se habla mal, sobre todo si está
ausente; no tener, de manera ordinaria, la última palabra en las conversaciones.

Acabo esta meditación con unas notas que san Juan Pablo II tomó en unos ejercicios
espirituales y que unen la virtud de la humildad a la Cruz: “a) María participaba a los pies de
la cruz en aquel “se humilló a Sí mismo […]”. María por su humildad participaba en la
“humillación” del Dios-Hombre. La humildad abre en el corazón de María un particular
espacio que la gloria de Dios llena.
b) “Humillación” de la Iglesia, sufrimientos de la Iglesia, humildad de la Iglesia: no tanto
persecuciones por parte de sus enemigos, cuando indiferentismo de tantos contemporáneos.
La Iglesia está con María a los pies de la Cruz.
“Humildad” de la Iglesia, según el modelo de la Madre de la Iglesia”26.

HOMILÍA:

Toda nuestra vida tiene una orientación: Dios Padre. Él es el fin y la plenitud de nuestros
corazones. Por eso, también nosotros estamos llamados a estar en las cosas de Dios Padre,
como Jesús: “¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?”27 A Él han de
dirigirse nuestro corazón, nuestros pasos, nuestros sentimientos, nuestras obras, nuestras
palabras…

Sin embargo, observamos que hay cosas que se pegan a nuestro corazón, y eso dificulta esa
orientación a Dios. Para descubrir estas cosas, necesitamos la luz de Dios. Y para que éstas se
despeguen de nuestra alma y nos volvamos a Él, necesitamos el poder de su gracia. Éste es el
proceso de nuestra conversión, que se encuentra en el corazón de cada Cuaresma y de nuestra
vida terrena. Esto es precisamente lo que hemos pedido en la Liturgia de la Misa de hoy:
“Padre eterno, vuelve hacia ti nuestros corazones”28.

Pero la Liturgia de la Misa va más allá. Añade una finalidad a esa conversión: “para que […]
nos dediquemos a tu servicio”29. ¿Cuál es el servicio al que se refiere la Iglesia y que Dios nos
pide? Responde la misma oración de la Misa: “Así, pues, Padre, al celebrar ahora el
memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo, te ofrecemos el Pan de Vida y el Cáliz de
Salvación, y te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia”30.

La Iglesia -lo acabamos de escuchar acudiendo a la Liturgia, expresión de su fe- une el


servicio a Dios a la celebración del memorial de la Pascua de Cristo: se trata de un servicio a
la obra de la Redención. Se trata de colaborar a la obra redentora de nuestro Señor; se trata de
convertirnos en corredentores con Él a través de nuestro sacerdocio bautismal. Y este servicio
corredentor es un don del Padre: te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu
presencia.

¿Cómo se hace esto?; ¿cómo nos convertimos en corredentores con Cristo? La misma Liturgia
de hoy nos lo enseña: “buscando siempre lo único necesario y realizando obras de caridad”31.
26
Karol Wojtyla/Juan Pablo II: “Estoy en tus manos. Cuadernos personales 1.962-2.003”, Madrid, Planeta
Testimonio, 2.014, pgs. 388-389.
27
Lc. 2, 49.
28
Misal Romano: Sábado I de Cuaresma, oración colecta.
29
Ib.
30
Misal Romano: Plegaria eucarística II.
31
Misal Romano: Sábado I de Cuaresma, oración colecta.
Estas palabras nos remiten, por un lado, a las que Jesús dirige a Marta cuando se queja de que
su hermana María, que estaba a los pies del Señor para escucharle, la ha dejado sola en el
servicio: “María ha escogido la mejor parte, y no le será arrebatada”32. La oración -escuchar
a Jesús- es el camino para servir a la Redención de Cristo. Este camino es, quizás, el mejor
acto de humildad: yo no llevo mi vida; yo necesito ponerme a los pies de Jesús y escuchar su
Palabra, necesito recostarme en el pecho de Jesús y contemplar su Corazón traspasado, lleno
de amor.

Por otro lado, remiten al mandamiento principal que Jesús nos ha dejado: “Amarás al Señor,
tu Dios, con todo corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el
primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: amarás al prójimo como a ti mismo”33.
El amor es lo que da valor a nuestras obras. El amor nos lleva a guardar los mandamientos de
nuestro Señor34. Esto nos llevará a amar con obras y en verdad 35, de modo operativo y con
rectitud de corazón, sin doblez, a realizar el culto verdadero, a corredimir con Cristo.

32
Lc. 10, 42.
33
Mt, 22, 37-39.
34
Cf. Jn. 14, 15; 15, 9ss.; 1Jn. 2, 3ss.; 3, 15ss.; 4, 7ss.
35
1Jn. 3, 18.

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