Está en la página 1de 20

SACRAMENTOS

1. La noción de sacramento en la historia de la reflexión cristiana


a) De los orígenes a la reforma carolingia
El deseo de encontrar en los textos de la Escritura la noción elaborada de «sacramento», por muy
legítimo que pueda parecer, no deja de resultar presuntuoso y antihistórico. La verdad es que la
Escritura no es un texto de teología.
En los escritos neotestamentarios -como por lo demás en los veterotestamentarios- aparece la
palabra sacramentum, que es la traducción latina del respectivo griego mystérion, pero sin que
signifique, al menos directamente, esas celebraciones que se designan como sacramentos en nuestro
lenguaje.
La primera vez que el término sacramentum se utiliza en el sentido que hoy le damos fue entre el
siglo II y III, cuando Tertuliano lo sacó del lenguaje jurídico-militar y lo utilizó para indicar el bautismo
(felix sacramentum) y presentado como un irrevocable pacto de fidelidad entre el hombre y Dios,
análogo al que se establece entre el soldado y el que lo ha alistado; éste era precisamente el pacto que
señalaba la palabra sacramentum.
Por otra parte, si no es posible encontrar en la Escritura una descripción del concepto de sacramento,
podemos encontrar de todas formas en ella la documentación de la praxis sacramental: la comunidad
cristiana de la época apostólica celebra los sacramentos y los vive. Las cartas de san Pablo y el libro de
los Hechos de los apóstoles atestiguan ampliamente que la comunidad de los orígenes cristianos
encontraba los momentos fuertes de su propia vida comunitaria en algunas celebraciones
(especialmente el bautismo y la eucaristía) en que se abría a la acción salvífica divina que, en virtud del
Espíritu santo, sumergía a los cristianos en los misterios de la vida de Cristo. Así pues, en la hipótesis
de que pudiera preguntarse a los cristianos de aquella época qué es un sacramento, habrían podido
responder: es una acción salvífica de Dios realizada mediante y en el Espíritu de Cristo, y hecha visible
en una celebración cultual de la comunidad que hace memoria de los misterios de salvación realizados
por Cristo.
Esta convicción de fe -sobre la que volveremos más ampliamente a continuación- fue transmitida y
perpetuada por la comunidad de los siglos posteriores; en efecto, no es difícil encontrar sus huellas en
los escritos de los grandes padres de la iglesia; lo que pasa es que el paso desde una noción, sentida y
comprendida en el contexto vital de una praxis, a su elaboración y formulación teórica refleja sólo se
llevó a cabo lentamente y no sin el influjo determinante de algunos notables condicionamientos
histórico-culturales. El primero y el más fuerte de estos condicionamientos fue el que impulsó a la
reflexión cristiana a desplazar casi inadvertidamente su atención de los contenidos salvíficos de la
celebración sacramental (los misterios de la vida de Cristo) a los elementos sensibles o a las formas
visibles de las mismas celebraciones. Este desplazamiento no fue intencional, como si hubiera sido
considerado indispensable para elaborar una noción refleja de sacramento; se trató más bien de una
opción impuesta por algunos problemas que, al menos al principio, ni siquiera afectaban directamente a
las celebraciones sacramentales. Cuando, por ejemplo, los padres apostólicos se vieron envueltos en la
polémica contra los gnósticos y maniqueos que ponían en discusión la bondad de las criaturas
sensibles, no encontraron nada mejor para combatir esa tesis que remitir al uso tradicional que la iglesia
hacía de esas realidades sensibles precisamente en sus más importantes celebraciones. Pero el problema
asumirá enseguida proporciones diversas y la teología centrará mejor su atención directamente en el
hecho sacramental. Aunque los cristianos de aquella época no tenían la preocupación de defenderse de
la acusación de «magia sacramental», no podían evitar dar una respuesta al asombro de los que se
preguntaban cómo es que la salvación podía conseguirse a través del uso de unas realidades sensibles.
Cuando san Ambrosio, en el siglo IV, escribió: «.. .nam et impossibile videbatur ut peccatum ablueret
aqua..., sed quod impossibile erat, fecit Deus esse possibile...» (De paenit. II, 2, 12: PL 16, 449),
expresaba una preocupación que no era sólo de su tiempo; en efecto, más de un siglo antes Tertuliano
se había preocupado ya de demostrar que el elementum (las cosas sensibles) de las celebraciones
sacramentales es eficaz sólo porque está vivificado por el verbum, esto es, la palabra de Dios en la que
obra el Espíritu. De lo cual se deduce que en la preocupación por explicar la razón de la eficacia
santificadora del sacramento estaban ya presentes dos exigencias fundamentales: la de subrayar los
diversos componentes del gesto sacramental (elementa et verba) y la de señalar y describir la
naturaleza de la relación que existe entre el rito sacramental visible y la acción salvífica invisible que
actúa en él. Para resolver esta segunda cuestión los mayores representantes de la escuela alejandrina
(Clemente y Orígenes) encontrarán ayuda en la cultura neoplatónica de que estaban empapados; en su
contexto es donde, aunque sea vagamente, se empieza a señalar en la dimensión visible del sacramento
un symbolon de la dimensión invisible. Desde estos primeros intentos de análisis del hecho sacramental
y de elaboración de una noción refleja de sacramento resulta bastante fácil darse cuenta de la
trayectoria en que se había situado la investigación teológica, de las razones que le habían movido en
su elección y de los contextos culturales que la habían orientado. De todas formas ya no se abandonará
esta trayectoria, entre otras cosas porque san Agustín, cuyo pensamiento ejercerá un grandísimo influjo
en la teología occidental, supo dar no pocos pasos en esta dirección. Aunque la doctrina sacramental de
san Agustín no se desarrolló sistemáticamente en ninguna de sus obras y por tanto sólo puede
reconstruirse a través de un trabajo de compaginación de sus diversas afirmaciones, es opinión común
que hay que situar en él el nacimiento de una verdadera teología del sacramento.
Los datos fundamentales del pensamiento agustiniano pueden reducirse a estos tres:
1) Algunas descripciones del hecho sacramental que entrarán en la tradición teológica occidental
como verdaderas definiciones de sacramento: «sacramentum, id est sacrum signum» (De civ. Dei 10,
15: PL 41, 282); «signa cum ad res divinas pertinent, sacramenta appellantur» (Epist. 138, 7: PL 33,
527). Hay que añadir que en la primera edad media se le atribuyeron al obispo de Hipona algunas otras
definiciones, una de las más difundidas es: «sacramentum est rei sacrae signum», pero se trata de textos
que, aunque corresponden más o menos fielmente a su pensamiento, no aparecen en sus escritos.
2) Una definición de signo que se hará clásica: «signum est res praeter speciem quam ingerir
sensibus aliud aliquid ex se faciens in cogitationem venire» (De doctr. christ. II, 1: PL 34, 35-36).
3) La afirmación de que el significado del signo sacramental lo da la convergencia de las cosas y de
la palabra de Dios al formar un único signo: la palabra de Dios da significado y eficacia significadora a
las cosas, mientras que las cosas -uniendo la visión a lo que se oye- hacen receptible de manera visual y
no sólo auditiva la actuación sacramental de la palabra-promesa de Dios. «Accedit verbum ad
elementum et fit sacramentum» (In johan. 80, 3: PL 35, 1840).
En los siglos posteriores la teología sacramental agustiniana, debido a su falta de sistematicidad, se
prestará a diversas interpretaciones; de todas formas, a partir del siglo V toda la tradición teológica
occidental tendrá definitivamente como adquirido que los sacramentos son un signo y que entre el
gesto ritual y la acción santificadora divina existe la relación típica que se da entre el signo y la realidad
significada. No es posible en esta exposición hacer un análisis detallado de las ventajas y de los
condicionamientos que la teología sacramental deriva de su origen agustiniano; pero es muy probable
que los condicionamientos más pesados se deriven, más que del pensamiento auténtico de san Agustín
de una interpretación reductiva del mismo. Al calificar a la acción sacramental como un «signo», él no
pretendía hacer del mismo un simple instrumento de información y de conocimiento de una realidad
sobrenatural no inmediatamente cognoscible, sino más bien captar el signo sacramental en el interior de
una economía salvífica, que regula toda la historia de la salvación y que es sacramental. En una justa
perspectiva agustiniana los sacramentos deben ser leídos y comprendidos sobre el trasfondo más
amplio de la sacramentalidad de la historia de la salvación, por lo que la «sacramentalidad» no debe
entenderse sólo como «hecho salvífico significado». Así pues, en conclusión, podría decirse que la
teología sacramental de san Agustín no es una técnica de interpretación de una celebración solamente,
sino una reflexión de fe sobre un momento particular de la vida de la iglesia, visto a la luz de una
modalidad de ser específica de todo el hecho cristiano. Entendida de este modo, la enseñanza
agustiniana habría podido dirigir la atención de la teología sobre el porqué de una celebración de los
misterios salvíficos de Cristo más que sobre la celebración en cuanto tal, pero en la práctica no se llevó
a cabo ese cambio de derrotero.
Tras el período de quietud teológica que coincide en general con el período que va de finales del
siglo V a los comienzos del siglo IX, la teología sacramental de san Agustín pareció encontrar nuevas
ocasiones de renacimiento y de profundización, pero desgraciadamente fueron ocasiones fallidas sobre
todo por culpa de dos factores que, en vez de facilitar su desarrollo, la empobrecieron al menos
indirectamente: la reforma carolingia y la controversia berengariana.
A pesar de la importancia y de las notables ventajas que la reforma carolingia pudo haber ofrecido a
la vida litúrgica de la iglesia de la primera edad media, la verdad es que, en lo que concierne al
desarrollo de la teología de los sacramentos, no resultó muy ventajosa. No hemos de olvidar que en esta
época la exigencia de codificar la praxis litúrgica dentro de una codificación más amplia que afectaba a
toda la vida de la iglesia llevará casi inevitablemente a la misma teología a reflexionar sobre las
celebraciones sacramentales en una perspectiva canonista.
En este periodo la teología de los sacramentos padecerá ampliamente el condicionamiento de una
mentalidad jurídica que es prácticamente incapaz de asumir dentro de sus propias categorías un hecho
simbólico como es el sacramental y que, de todas formas, no está en disposición de promover un
discurso que vaya más allá de los aspectos visibles y estructurales de la celebración.
Esta incapacidad de fondo se manifestará de forma clamorosa durante la controversia berengariana.
Al subrayar con energía el simbolismo sacramental, Berengario había tenido la pretensión de recuperar
integralmente el pensamiento agustiniano, pero su intento fracasó. Aun prescindiendo del hecho de que
la oscuridad de pensamiento y de lenguaje de Berengario no facilita la tarea de quien quisiera verificar
su mayor o menor fidelidad a las enseñanzas de san Agustín, la verdad es que Berengario sigue
apelando a los escritos agustinianos con notable desenvoltura y aunque su ambiente cultural no estaba
en disposición de contestárselo, fue Berengario de todas formas el que atribuyó a san Agustín algunas
definiciones de sacramento que no es posible encontrar en sus obras. Además, tuvo la triste ocurrencia
de querer leer en clave simbólica precisamente el sacramento de la eucaristía, que parecía prestarse
menos que cualquier otro a un discurso de este tipo. Pero la razón más decisiva del fracaso de
Berengario fue la que mencionábamos anteriormente, o sea, una mentalidad tan cerrada a una lectura
simbólica de lo real que consideraba inconciliables las nociones de simbolicidad y de realidad: lo que
es simbólico es irreal y lo que es real no es simbólico. Para esta mentalidad -exasperada además por la
reacción contra las tesis berengarianas-, si el sacramento tiene que ser un signo lo será sólo en sentido
funcional: dar a conocer una realidad que está totalmente más allá del signo; el signo es una pura
función, un instrumento que no tiene nada que ver con la realidad significada. La teología sacramental
de aquel tiempo, dominada por esta concepción funcional del signo, limitará su discurso al análisis de
los diversos elementos del rito sacramental, preocupándose más de las cosas que del acontecimiento
salvífico celebrado, llegando a sobrecargar las cosas y los gestos rituales de un simbolismo
ordinariamente artificioso y sin conexión con el misterio. De todos modos, la controversia
berengariana, al menos indirectamente, resultará ventajosa porque suscitará un progresivo interés por
las celebraciones sacramentales y preparará el terreno para las reflexiones de la teología sacramental de
la escolástica.

b) Las grandes corrientes teológicas de la escolástica


El nacimiento y florecimiento de una teología sacramental sistemática tiene que colocarse en el
contexto más amplio de la renovación teológica que se verificó en el período que va del siglo XII al
XIV.
Los comienzos fueron bastante inciertos, incluso porque la teología en general que se estaba
lentamente encaminando hacia el paso de la lectio a la quaestio no había encontrado todavía un estatuto
metodológico claro.
En esta situación de acomodamiento, al comienzo del siglo XII pueden ya señalarse dos formas
diversas de teología sacramental: una -que encuentra su mayor representante en Hugo de San Víctor-
está ampliamente inspirada en una preocupación pastoral y religiosamente formativa, mientras que otra
-guiada por Pedro Lombardo- tiene más bien una preocupación especulativa.
En general, los historiadores de la teología sacramental limitan su interés a la noción de sacramento
que nos ha transmitido Hugo de San Víctor y a la definición que dio de él, pero quizás sea más
interesante recordar que en su obra principal, De sacramentis christianae fidei, demuestra que sabe leer
en perspectiva sacramental todas las grandes intervenciones salvíficas de la historia, desde la creación a
la encarnación. Esta visión más amplia de la sacramentalidad -que a veces lo condiciona y le hace
considerar como sacramentos a otras celebraciones que en realidad no merecen este nombre- no impide
a Hugo de San Víctor señalar cuáles son los sacramentos en sentido estricto, pero sobre todo le
consiente dar de ellos una descripción notablemente educativa y muy sensible a la función histórica de
los sacramentos. Para Hugo de San Víctor la función predominante de los sacramentos es la de ser un
remedio para el hombre pecador, más que para el pecado; un remedio para reconstruir ordenadamente
una historia equivocada, no sólo para conseguir una salvación escatológica. En efecto, a su juicio, las
razones fundamentales por las que Dios ha instituido los sacramentos son tres: «…ad humiliationem,
ad eruditionem, ad exercitationem hominis» (De sacram. 1, 9, 3: PL 176,319); Dios, que podría
alcanzar directamente al hombre con su acción salvífica, ha preferido seguir un camino de mayor
fidelidad a la situación del hombre pecador. El hombre, que se había engañado con la idea de
construirse una salvación mediante una gestión autónoma de lo creado, encuentra en los sacramentos la
posibilidad de descubrir de nuevo el uso recto de las criaturas y humillándose al usarlas para obtener la
justicia reconquista su verdadera función de rey de lo creado. El hombre que, creyéndose
suficientemente sabio para conocer el bien y el mal, se ha visto hundido en las tinieblas de la
ignorancia y privado del sentido de Dios y de la dignidad humana, descubre en los sacramentos la luz
de la verdad que le ayuda a ver las huellas de Dios en el mundo y en la historia. El hombre que había
confiado en su esfuerzo hasta el punto de creer que podía construirse «dioses» a su medida, puede
encontrar en los sacramentos una orientación justa para su optimismo operativo y una verdadera
religiosidad del trabajo. En la insistencia con que Hugo de San Víctor habla de los sacramentos como
de un remedio se ve comúnmente una limitación más que un mérito de su teología sacramental; esto es
verdad en parte, pero hay motivos para lamentarse de que la teología escolástica posterior haya dejado
en el olvido sus explicaciones de la función antropológica e histórica de la actividad sacramental. Con
Pedro Lombardo la teología sacramental emprendió realmente un camino nuevo por el que caminará
durante siglos.
La mayor novedad de la teología sacramental de Pedro Lombardo consiste en haber definido por
primera vez los sacramentos como causa de la gracia. Esta adquisición se revelará de enorme
importancia porque daba la impresión de ofrecer la clave para resolver gran parte de los problemas de
la teología sacramental; pero, vista retrospectivamente, además de poner de relieve su verdadera matriz
-o sea, la opción metodológica de releer el dato de fe mediante una metafísica que se, iba convirtiendo
cada vez más en una metafísica de escuela- pone claramente de manifiesto su poder condicionante de la
estructuración y de los desarrollos de la teología sacramental de los siglos posteriores.
El problema que más se palpaba entonces era el de encontrar una definición concreta de sacramento
que, configurándolo en todos sus aspectos esenciales y específicos, permitiese distinguir los
sacramentos en sentido estricto de cualquier otra celebración sagrada. Pedro Lombardo, examinando
las definiciones conocidas hasta entonces, las considera inadecuadas y formula una suya:
«sacramentum enim proprie dicitur quod ita est signum gratiae Dei et invisibilis gratiae forma ut ipsius
imaginem gerat et causa existat» (Lib. Sent. IV, disto 1, c. 4). Esta definición encontrará un éxito
inmediato al menos por tres razones: ante todo porque, a pesar de su novedad, se ponía en línea de
continuidad con la enseñanza tradicional agustiniana y la llevaba a su madurez; en segundo lugar
porque señalaba el elemento específico (la causalidad) que permite distinguir los sacramentos
verdaderos de los que, a continuación, serán llamados sacramentales; en tercer lugar porque consentía
hacer definitiva la lista septenaria de los sacramentos. Desde este momento el mayor interés de la
reflexión teológica se centrará en torno a los dos grandes ejes de investigación indicados ya
implícitamente por la definición lombardiana: la naturaleza y los elementos de signo-causa, por una
parte, y la realidad significada y causada, por otra.
1) La descripción del sacramento como signo-causa comprometerá a su vez a la teología en dos
frentes: el de encontrar una interpretación unitaria de un gesto que, a pesar de la multiplicidad de los
elementos que lo constituyen debe ser sin embargo un signo con una significación no equívoca; y el de
encontrar una explicación lógica al hecho de que a unos elementos naturales se les pueda atribuir una
capacidad productiva de efectos sobrenaturales. El primer problema se resolverá mediante la
interpretación hilemórfica (materia-forma) del signo sacramental' esto es, atribuyendo analógicamente
la función de materia a las cosas sensibles usadas en la celebración y la función de forma a las palabras
que acompañan a la aplicación de la materia al sujeto del sacramento. La unidad del signo y de lo
significado será dada por el hecho de que la forma, con su poder de significación más determinado y
determinante, especifica el significado menos determinado y más determinable de la materia. También
esta explicación demostrará sus ventajas; en efecto, con la plena satisfacción de los canonistas
permitirá precisar bastante detalladamente lo que es indispensable para la validez del sacramento y lo
que se requiere sólo para su licitud; sin embargo, se trata de ventajas por las que habrá que pagar un
precio excesivo. El proceso de cosificación de los sacramentos comenzará precisamente con su
interpretación hilemórfica; al identificar los elementos esenciales del sacramento con la materia y la
forma, el hecho sacramental perderá su característica fundamental de «acción» y de «acontecimiento»,
por lo que el interés de la teología y de la misma catequesis se desplazará del misterio y de las personas
afectadas por él a las cosas con que se celebra el misterio. La teología de la época no deja de subrayar
que algunos actos humanos -como la fe- tienen una importancia decisiva para la validez y la eficacia
sacramental, pero en último análisis los actos humanos verán que se les asigna un papel periférico: el
de conditio sine qua non. De la concepción hilemórfica saldrá también condicionada la cuestión de la
institución de los sacramentos por parte de Cristo: si los elementos esenciales del sacramento son la
materia y la forma, entonces instituir los sacramentos querrá decir determinar al menos genéricamente
su materia y su forma. Pero en esta perspectiva será prácticamente imposible demostrar que Cristo
instituyó todos los siete sacramentos y, en todo caso, se hará resbalar la cuestión de la institución del
plano teológico al plano histórico y, todo lo más, al apologético.
El segundo problema -el de la explicación lógica de la causalidad sacramental- no encontrará nunca
una solución verdadera y adecuada; los primeros esbozos de explicación que aparecen ya en esta época
encontrarán una formulación más elaborada en los siglos sucesivos, pero en definitiva no se logrará ir
más allá de la afirmación de que la causalidad sacramental pertenece al orden de las causas eficientes
instrumentales; más aún, tampoco en este punto se conseguirá llegar a un perfecto acuerdo. La
unanimidad de los pareceres se establecerá solamente en torno a la tesis tan conocida que atribuye a los
sacramentos una eficacia ex opere operato y no simplemente ex opere operantis; pero, como se ve, el
acuerdo es posible sólo en donde se prescinde de la noción de causalidad.
2) El segundo polo de interés que la teología de los sacramentos heredará de la definición de Pedro
Lombardo atañe a la realidad significada y causada por los sacramentos: la gracia, las virtudes, etc. La
verdad es que las cuestiones que la teología sacramental desarrolla en torno a este tema no hacen más
que repetir lo que la reflexión teológica había adquirido ya sobre la naturaleza de la justificación
cristiana y los elementos que la constituyen; desde el momento que los sacramentos son los medios de
justificación, los efectos producidos por ellos serán precisamente los elementos que constituyen la
justicia cristiana. El discurso de la teología sacramental se especifica sólo en el intento de describir más
detalladamente los efectos propios de cada sacramento, a saber, la gracia sacramental y el carácter. Lo
que pasa es que al lado de estos efectos se descubre una gama notable de diversas opiniones sobre su
naturaleza. De todas formas, lo que merece subrayarse es que también la noción de justificación
cristiana sufre en cierta medida un proceso de cosificación: la gracia y la santidad que la Biblia nos
describe en términos de vida y de existencia nueva se convierten simplemente en efectos. Tanto más
cuanto que el discurso sobre los efectos sacramentales se inserta en una descripción tridimensional del
sacramento en el que se distingue el sacramentum tantum (lo que tiene la función exclusiva de
significar, o sea, los elementos constitutivos del rito), la res et sacramentum (algunos efectos reales del
sacramento -como, por ejemplo, el carácter o el cuerpo del Cristo eucarístico- que tienen también sin
embargo una función significativa) y la res tantum, esto es, precisamente la gracia. Además, a este
proceso de cosificación de la gracia se añadirá un proceso de subjetivización y de privatización de la
santidad y de la salvación, por lo que la función eclesial de los sacramentos quedará notablemente
ensombrecida.
Dentro de la teología sacramental de la época escolástica -sobre la que hemos querido hacer adrede
una reflexión crítica para subrayar los condicionamientos que de ella se derivaron- el pensamiento de
santo Tomás merecería una consideración aparte. Su teología, además de destacar por su plenitud y su
profundidad, tiene el gran mérito de haber resaltado algunos valores que silenciaron o pusieron luego
en la sombra otros teólogos. Recordaremos dos solamente: la indicación clara de que los sacramentos
no son nunca solamente medios de santificación, sino también y siempre eminentes actividades
cultuales de la iglesia; y la constante vinculación entre los sacramentos y los grandes misterios de la
historia de la salvación. Para santo Tomás los sacramentos son sin duda alguna un signum indicativum
de un hecho salvífico presente, pero son también un signum rememorativum de los acontecimientos
salvíficos que Dios ha realizado en Cristo y de los que saca su origen y su significado el hecho salvífico
presente; finalmente, son un signum prognos1jcum de las metas a las que se orienta la salvación
realizada en los sacramentos. Desgraciadamente, la tradición teológica de los siglos posteriores se
limitó de ordinario a recoger en santo Tomás solamente los datos que tenía en común con los demás
teólogos y que la escolástica se había complacido en señalar.

c) La teología tridentina y postridentina


1) Las perspectivas de la época conciliar
El concilio de Trento, además de dedicar varias sesiones a la formulación de la doctrina sobre cada
sacramento, dedicó una en particular -la séptima- a los sacramentos en general. Sin embargo, hay que
reconocer que más allá de las indicaciones dogmáticas que se hicieron (institución de los siete
sacramentos por Cristo, su necesidad para la salvación, su eficacia ex opere operato y los demás datos
pacíficamente admitidos ya por la tradición teológica católica), la enseñanza del concilio no señala
ningún giro decisivo para la teología sacramental. Este hecho es bastante comprensible si se tiene
presente que el contexto histórico en que se celebró el concilio favorecía más bien la controversia que
la profundización y que, además, la misma teología de la época no había hecho ningún progreso
respecto a la escolástica.
La teología de la reforma, planteando en términos alternativos el problema de la relación «palabra-
sacramento», «fe-sacramento» y optando decididamente en favor de la palabra y de la fe como
vehículos únicos y exclusivos de salvación, había fijado prácticamente los términos del discurso
conciliar.
Pero la perspectiva en que el concilio acepta tratar el tema impuesto por la reforma es notablemente
distinta de la que estaba en el fondo del discurso de los reformadores. Para éstos el problema de la
relación fe-sacramento no era tanto o solamente el de establecer cuáles eran los medios efectivos de
justificación al alcance del cristiano, sino más bien la consecuencia última de un modo especial de
concebir la naturaleza de la justificación y, más profundamente todavía, la naturaleza de la iglesia e
incluso la economía que preside la historia de la salvación. Estando así las cosas, el problema de fondo
era establecer que fe y sacramentos no se sitúan como caminos alternativos para la salvación, sino
sobre todo que tanto la una como los otros corresponden a una única economía salvífica que es
«mistérico-sacramental» ya antes de la institución de los siete. Pero el concilio, preocupado por refutar
la tesis que hacía de los sacramentos sólo una subespecie de la predicación y del anuncio al servicio de
la fe (cf. can. 5: DS 1605), se apresura a afirmar la existencia y la necesidad de los siete más que a
establecer la verdadera naturaleza de la economía salvífica. El tema de la relación fe-sacramentos no lo
olvida el concilio, pero 10 trata con la intención dominante de afirmar la indispensabilidad de los
sacramentos. Efectivamente, si es verdad que en la sesión VI se afirma que la fe es «fundamentum et
radix omnis iustificationis» (c. 8: DS 1532), en la sesión VII el tema de la relación fe-sacramentos se ve
sólo como problema de la insuficiencia salvífica de la fe sin el complemento de los sacramentos y, en
particular, como problema de la necesidad de la fe para la eficacia de los sacramentos, esto es, el papel
del opus operantis respecto al opus operatum. Por eso la enseñanza del concilio de Trento les pareció a
los protestantes una radical opción en favor de los sacramentos a costa de la fe, hasta el punto de que se
calificaron a sí mismos como iglesia de la palabra y de la fe y a la iglesia romana como iglesia de los
sacramentos. En definitiva, si la reforma y la contrarreforma podían ser una buena ocasión para
profundizar, por una y otra parte en el valor de la sacramentalidad como economía salvífica y no sólo
como característica de algunos medios de justificación, esta ocasión se perdió por completo.

2) Características y límites de la teología postridentina


A quienes consideran en una perspectiva de conjunto la teología católica sobre los sacramentos en
general que se desarrolló desde el siglo XVI hasta comienzos de nuestro siglo se les presenta con
claridad hasta qué punto estuvo dirigida no sólo por los contenidos sino también por el sesgo que el
concilio de Trento había dado a sus enseñanzas. Este hecho es perfectamente natural, desde el
momento en que la ciencia teológica tiene como exigencia metodológica fundamental la de estudiar el
dato revelado a la luz de la enseñanza auténtica del magisterio. Sin embargo, esto explica por qué los
estudios aparecidos en este período se inspiraron de manera más o menos refleja en una constante
preocupación apologética más bien que en una preocupación estrictamente teológica. Los padres del
concilio de Trento no tuvieron nunca la pretensión de formular de modo completo, aunque sucinto, la
doctrina católica sobre los sacramentos. Su intención prevalente era la de presentar en términos claros y
categóricos los puntos doctrinales que la reforma protestante había puesto en discusión. Puesto que
entre estos puntos, los más destacados -al menos en la consideración de la teología católica- eran
ciertamente la negación de la institución por parte de Cristo de al menos cuatro de los siete sacramentos
y la negativa a reconocer a los sacramentos una eficacia objetiva de justificación, fue perfectamente
lógico que la teología católica orientase sus investigaciones en esta dirección. De allí se derivó una
doble línea de estudios. Una, de carácter positivo-histórico tendía a demostrar -entre otras cosas- que el
número septenario de los sacramentos y la doctrina de la eficacia ex opere operato tenían un origen
revelado y correspondían a la convicción de fe de toda la tradición cristiana; otra, de tipo más bien -
especulativo, se esforzaba en encontrar una justificación teológica y una formulación metafísica
aceptable a la doctrina de la causalidad sacramental. Pero la preocupación apologética condicionó
fuertemente tanto a la investigación histórica como a la reflexión especulativa, no sólo porque
limitóarbitrariamente el campo de investigación, sino sobre todo porque influyó en su método hasta
comprometer a veces el valor de los datos adquiridos. En efecto, todos sabemos lo peligroso que resulta
desde un punto de vista estrictamente científico emprender investigaciones históricas con la
preocupación de demostrar determinadas verdades ya fijadas de antemano; y también es sabido lo fácil
que es caer en la tentación de creer que el dato revelado es siempre y adecuadamente traducible en
términos y categorías propias de una metafísica determinada. Pero aparte estas consideraciones de
método -que son sin duda de gran importancia- habrá que señalar que los manuales de teología, con los
que se formó la cultura teológica de numerosas generaciones del clero, plantean y desarrollan siempre
la parte reservada a los sacramentos según los criterios mencionados. Si hojeamos cualquiera de esos
manuales, veremos cómo la mayor parte de las tesis que ocupan un lugar en el tratado sobre los
sacramentos responden a la exigencia de aplastar una herejía más que a la de captar el profundo
significado de determinadas verdades cristianas.
Prescindiendo de las pocas y pobres nociones sobre el concepto de sacramento, las cuestiones que
no tienen una preocupación estrictamente apologética pueden reducirse a dos: la relativa a la
interpretación hilemórfica del sacramento y la que se refiere al modo de concebir la causalidad
sacramental. Pero mientras que la primera no es más que la representación de las posiciones ya
conocidas en la teología escolástica, la segunda -que ocupa una parte desproporcionada en los tratados
de teología- va poco más allá de una panorámica de las diversas razones con que cada una de las
escuelas teológicas sostenían su punto de vista. Por consigliieñte, no hay que maravillarse de que la
teología postridentina sobre los sacramentos no haya sabido dar mucha animación a la pastoral en
general y a la pastoral litúrgica en especial.

2. La renovación de la teología sacramental


a) Factores que la han determinado
Desde principios de este siglo la teología de los sacramentos empezó a despertar hasta llegar,
después de la segunda guerra mundial, a competir en vivacidad con los demás sectores de la teología
católica. Los factores que han dado origen a este renacimiento son varios y de diversa índole.
1) El primero y más decisivo ha sido el nacimiento y el desarrollo del movimiento litúrgico con el
que se relaciona a su vez el renovado interés por el misterio de la iglesia. Nacido del deseo de hacer
más auténtica la acción litúrgica y de la necesidad de interesar más directamente en la celebración a la
masa de los fieles que solía tomar en ellos una parte meramente pasiva, el movimiento litúrgico no
tardó en hacer que se recuperasen algunos datos de enorme utilidad para el desarrollo de la teología
sacramental. La teología pretridentina, con su preocupación de presentar los sacramentos en su
dimensión descendente (medios objetivos de santificación), había descuidado el estudio de su
dimensión ascendente (acciones cultuales de la iglesia), lo cual había llevado a consecuencias prácticas
de importancia: los fieles se acostumbraron a considerar su participación en los sacramentos como un
hecho personal, como una práctica de piedad privada; por otra parte la acción litúrgica sacramental
quedó relegada entre las que son, no sólo de la estricta competencia del clero, sino de su exclusiva
jurisdicción.
Al reafirmar que la vida litúrgica es el momento fuerte de la vida de la iglesia y que los sacramentos
son la cima de la vida litúrgica, el movimiento litúrgico llevaba inmediatamente a la recuperación de la
función cultual de los sacramentos y sobre todo de su dimensión eclesial. La antigua doctrina de los
padres que veían en los sacramentos no sólo el momento en que la iglesia engendra a sus hijos sino el
momento en que ella misma es engendrada, volverá a encontrar ahora su lugar adecuado. Pero estas
primeras adquisiciones señalarán también el fin del proceso de cosificación de los sacramentos. La
atención volverá de las cosas a las personas, ya que los sacramentos serán considerados justamente
como lugares de encuentro de la acción salvífica que Dios realiza en Cristo y por medio del Espíritu,
con la acción cultual de los hombres nuevos que, en el Espíritu y por medio de Cristo, glorifica al
Padre. De estos datos se dio pronto el paso al descubrimiento de que los sacramentos son celebraciones
de los misterios de la vida de Cristo.
2) Un segundo factor que ha contribuido al renacimiento de la teología sacramental tiene que
señalarse en una particular preocupación metodológica, común a todos los tratados de teología, pero
que en este sector ha alcanzado prácticamente mayor oportunidad y fortuna. La teología, al
estructurarse como disciplina científica y al dividirse según un esquema tradicional en diversos
tratados, corrió a menudo el peligro de perder de vista una de sus exigencias fundamentales: la
unitariedad. Sucedió entonces que también la teología de los sacramentos se desarrolló no sólo sin la
debida referencia a los otros tratados, sino sobre todo fuera de una óptica orgánica de la economía de la
salvación, en la que encontraban su última justificación todas las grandes verdades que han alimentado
la fe y la vida de la iglesia. Si la teología hubiera sabido evitar constantemente este peligro, no se
habría olvidado de señalar que los sacramentos son una prolongación en el tiempo de las mirabilia Dei
que expone el antiguo testamento y que encontraron en Cristo su realización plena. En otras palabras,
los sacramentos habrían encontrado siempre su punto de inserción adecuado en la historia de la
salvación y algunas cuestiones -como la de su institución- habrían encontrado un desarrollo más
teológico y menos apologético.
3) Pero esta misma preocupación metodológica encontró un terreno especialmente adaptado para su
aplicación en el clima ecuménico de nuestra época. En esos últimos decenios la teología protestante ha
revisado, templándolas un tanto, ciertas tesis de las más tradicionalmente divergentes del pensamiento
católico; por su parte, la teología católica, al encuadrar mejor los sacramentos dentro de la historia de la
salvación, replanteaba con mayor claridad algunos temas especialmente apreciados en el mundo de la
reforma. La relación palabra-sacramento, fe-sacramento, por ejemplo, ha sido recuperada por la
reflexión teológica católica y protestante en una perspectiva, no sólo más serena, sino notablemente
más rica que aquella en que se estudió durante la época tridentina.
4) Por último hay que recordar la influencia decisiva ejercida por algunas corrientes de la filosofía y
de la cultura contemporánea. Después de un largo período de represión, la cultura contemporánea está
recuperando el valor antropológico e histórico del simbolismo; el símbolo y la realidad simbólica están
saliendo finalmente de la esfera de la irrealidad para adquirir su justa fisonomía de característica típica
e imprescindible de la existencia humano-histórica. El signo y el símbolo dejan de ser un simple
instrumento de información para convertirse más adecuadamente en un punto de encuentro y de
solidaridad -una situación de comunión- entre la realidad significada y el destinatario de la
significación. La teología sacramental, que jugó gran parte de sus cartas en el análisis del-sacramento
como signo, encuentra en las adquisiciones de la cultura contemporánea nuevos horizontes y nuevas
posibilidades de desarrollo. La noción de sacramentalidad, por ejemplo, deja de ser la categoría
interpretativa de sólo los siete sacramentos y pasa a ser una clave de lectura de los mayores y más
fundamentales acontecimientos de la salvación; la celebración pierde oportunamente su fisonomía de
momento evasivo y alienante respecto al compromiso histórico para ser de nuevo un momento de
compromiso y de programación «política».

b) Los grandes temas de la teología contemporánea


1) Los sacramentos en la historia de la salvación
Ya hemos observado que el término sacramentum no es más que el correspondiente a la palabra
griega mystérion. Pero no hemos de olvidar que en la acepción bíblica y también en la primera
literatura cristiana, especialmente la oriental, la palabra misterio tiene un contenido notablemente más
rico que el que le ha conferido nuestro lenguaje corriente. Para nosotros el misterio es ante todo una
verdad que forma parte del patrimonio de nuestros conocimientos de fe, pero en su significado
primitivo el misterio es un hecho y una realidad divina; es una acción divina que se encarna en un
contexto histórico y se hace acontecimiento salvífico inserto en el tiempo y en el espacio. El misterio es
en definitiva un hecho de alianza; es el gesto de un Dios que salva al hombre y promueve la historia
dándose a conocer y dejándose encontrar en el interior de la misma historia. En todo misterio,
entendido en este sentido, es posible ver siempre una doble dimensión: una, profunda y escondida, que
no puede experimentarse sensiblemente y que está constituida por la acción de Dios que salva; otra,
que podríamos llamar impropiamente periférica pero que es igualmente indispensable, está constituida
por el contexto histórico en el que actúa el hombre y se realiza la acción divina.
Esta dimensión es la que hace conocer al hombre la acción divina, describiéndola en su naturaleza y
en su forma, y en esta dimensión es donde el hombre se encuentra con el Dios salvador y tiene una
primera experiencia de la salvación. La noción de «misterio-sacramento-signo» se deriva de esta
bidimensionalidad del misterio salvífico y de la relación que permite a la acción periférica describir y
consentir la experiencia de la dimensión profunda. En este orden de ideas la revelación es ya un
misterio-sacramento; en efecto, es un acontecimiento salvífico que se realiza en la historia y asume
categorías humanas. La revelación nos transmite fielmente el pensamiento divino, pero su función no
se agota en la notificación de un riquísimo patrimonio de verdades sobrenaturales. No es solamente un
anuncio y una promesa de salvación, sino una voluntad de salvación en acción. La palabra de Dios es
verdadera, pero es también fiel Y eficaz porque realiza y comunica lo que significa. Por otra parte, la
revelación es la primera gran intervención salvífica en la historia que promueve y eleva a la historia
misma. El pensamiento de Dios y su acción salvífica nos alcanzan a través de palabras, de nociones, de
imágenes y de peripecias humanas que, además de hacer perceptible a cada individuo lo que de otra
forma no podría percibir, suscitan en él una experiencia nueva y promueven el desarrollo humano.
Pero si la revelación es el primer misterio-sacramento de la historia de la salvación, no es el único
ni el más grande. El sacramento por excelencia es Cristo, el Hijo de Dios encarnado en el que las dos
dimensiones de que hablábamos se hacen particularmente evidentes porque se manifiestan en un
contexto existencial y personificado. En este misterio-sacramento la dimensión profunda no está
constituida solamente por una acción de salvación, sino por Dios mismo, mientras que la dimensión
que llamábamos periférica no está constituida sólo por un contexto histórico, sino por un ser humano
en todas sus perfecciones. Jesucristo es verdaderamente el sacramento original (Ursakrament) tanto
porque es el primero «pensado» en el plan creativo y salvífico de Dios, cuanto porque es él el
analogatum princeps del que depende toda noción y toda realidad sacramental. La dimensión
mistérico-sacramental de Cristo está principalmente en el misterio pascual: en la pascua Dios
manifiesta y realiza totalmente su designio salvífico, mientras que el Cristo, constituido Señor de toda
realidad, se convierte en el criterio de orientación y verificación de todo proceso histórico y de toda
programación humana. Sin embargo, aunque no puede concebirse una salvación mayor o diversa de la
que se nos ha significado y realizado en Cristo, el misterio salvífico tiene necesidad de una
prolongación histórica, a fin de que los hombres de todos los tiempos y de todas las latitudes tengan la
posibilidad de encontrarse con Dios en Cristo. Y he aquí el tercer misterio-sacramento: la iglesia.
Después de todo lo que ha enseñado el concilio Vaticano II en el primer capítulo de la constitución
dogmática Lumen gentium, donde se describe la naturaleza mistérica de la iglesia en su dimensión
profunda (acontecimiento de salvación) y en su dimensión periférica (institución), resulta superfluo que
añadamos más explicaciones. Pero será indispensable indicar que los tres grandes misterios-
sacramentos, la palabra Cristo y la iglesia, no están separados entre sí como podrían estarlo tres hechos
episódicos y autónomos dentro de una sola historia. La palabra hace referencia y está orientada hacia
Cristo tanto porque lo anuncia y lo anticipa como porque encuentra en él su última formulación; Cristo
es el amén del Padre. La iglesia, a su vez, depende totalmente de Cristo tanto en su ser como en su
misión salvífica, ya que es su prolongación y su actualización histórica.
En estos momentos no debería ser ya muy difícil ver los siete sacramentos según una perspectiva
más adecuada. La verdad es que no podrán ser sacramentos más que en el sentido y según las
modalidades con que lo son la palabra, Cristo y la iglesia, y en todo caso serán siempre un momento
fuerte de su actualización en el tiempo. Todo esto por tres motivos: ante todo porque tendrán que
ponerse según la doble dimensión en que se pusieron los tres sacramentos-misterios; en segundo lugar,
porque tendrán que ser considerados como un lugar privilegiado de acción de la palabra, de Cristo y de
la iglesia (en este sentido la teología contemporánea habla a menudo de los sacramentos como de un
gesto evangelizador de la promesa salvífica y como actos de Cristo y de la iglesia); en tercer lugar,
porque serán un momento de fundamentación y de programación de la historia de la salvación. No hay
nadie que no perciba las posibilidades de desarrollo doctrinal y de opciones pastorales que puede
ofrecer una teología de los sacramentos planteada en estos términos. Ante todo se vería mucho más
claramente la continuidad de la acción salvífica de Dios. En nuestros días se insiste justamente en
resaltar los vínculos de continuidad doctrinal que existen entre el antiguo y el nuevo testamento (cf. la
constitución Dei Verbum), pero una teología sacramental bien iluminada podría poner igualmente de
manifiesto la continuidad de los grandes acontecimientos de la salvación.
En esta perspectiva de continuidad los sacramentos demuestran su origen cristiano, no sólo o no
tanto porque se remonten a un acto explícito de voluntad de Cristo, sino sobre todo porque
corresponden a la misma economía de alianza y de encarnación que se llevó a cabo en Cristo. Además,
la demostración de que los siete sacramentos no son más que una consecuencia lógica y una adecuación
perfecta a la economía de la encarnación debería hacer más fácil y comprensible -también al mundo de
la reforma- la doctrina de la eficacia objetiva de los sacramentos.
Desde el punto de vista pastoral, por otra parte, la consideración de los sacramentos como
acontecimientos de salvación, que forman parte de todo un contexto histórico querido y dirigido por
Dios, ayuda a dar a la praxis sacramental toda la importancia que le corresponde. La participación en
un sacramento no podrá ya considerarse como un gesto, por muy sagrado que sea, pero en el fondo
irrelevante entre los diversos momentos de nuestra existencia; además, el que sepa ver en los
sacramentos una celebración actualizante de los grandes misterios de la salvación logra percibir además
otras dos verdades: en primer lugar que nuestra vida, en sus manifestaciones de experiencia cotidiana,
debe testimoniar y expresar la historia religiosa y sobrenatural de la que los sacramentos son los
acontecimientos constitutivos; en segundo lugar, que estos acontecimientos, precisamente porque
forman parte de una trama histórica, tienen siempre un alcance comunitario eclesial, además de
individual. Naturalmente, para conseguir estos resultados la teología necesita la colaboración de la
liturgia y de la pastoral: a la primera se le exige que dé a los ritos sacramentales una estructuración que
haga resaltar más la palabra de Dios y haga más evidentes las referencias a los grandes misterios de la
vida de Cristo; a la segunda, que ponga en acto una catequesis que no se contente con presentar a los
fieles los efectos de santificación subjetiva realizados por los sacramentos, sino que se sitúe como
actividad educativa y de iniciación progresiva en los grandes misterios cristianos.
2) Los sacramentos y su eficacia de santificación
Ya hemos observado que la teología postridentina creyó que podía profundizar en el dogma de la
eficacia objetiva de los sacramentos presentándolos como causa de la gracia. Este modo de concebir los
sacramentos, junto con sus ventajas, acarreó también notables dificultades. Prueba de ello son los
numerosos sistemas teológicos postridentinos que, aun teniendo en común la concepción de los
sacramentos como causa, están en pugna entre sí por su forma de explicar su naturaleza (sistema de la
causalidad física dispositiva, de la causalidad física perfectiva, de la causalidad moral, de la causalidad
intencional, etc.). De algún tiempo a esta parte, bien por las dificultades que se encuentran en formular
la doctrina católica con categorías sacadas de una metafísica que ha contribuido -al menos
indirectamente- a la cosificación de los sacramentos, bien por una mayor sensibilidad al lenguaje y a
las imágenes bíblicas, se han hecho algunos nuevos intentos de explicar la eficacia objetiva de los
sacramentos. En un espíritu de total fidelidad al dato revelado, estos esfuerzos de relectura y de
reformulación del dogma, además de su mayor adherencia a la cultura de nuestro tiempo, buscan la
finalidad de dar vida a una teología más religiosa y formativa. También en este tema el desarrollo de la
reflexión teológica se ha visto favorecido por el movimiento litúrgico y más en concreto por las felices
intuiciones de dom Odo Casel, el conocido benedictino de la abadía de Maria-Laach. Además de su
exquisita sensibilidad litúrgica, ayudado por su serio conocimiento de los grandes temas de la teología
patrística, Casel no tuvo dificultad en comprender que el centro de la vida y de la actividad sacramental
es Cristo.
Por otra parte, ya que la iglesia no es más que la prolongación mística de Cristo (sacramentum
Christi), le fue lógico concluir que las celebraciones sacramentales de la iglesia no son más que el
contexto de prolongación por los siglos de los misterios salvíficos de la vida de Cristo, dejarse envolver
de sus misterios, tal como enseña el apóstol Pablo (Rom 6) a propósito del bautismo.
La gracia, que es una vida, no puede alcanzarse en los sacramentos como un objeto; en los
sacramentos se realiza de forma progresiva nuestra configuración con Cristo, esa configuración por la
que seremos juzgados al final de nuestra vida terrena. El benedictino de Maria-Laach, siguiendo las
huellas del pensamiento patrístico, especialmente el alejandrino, intentará además dar una justificación
teológica a sus intuiciones y nacerá la teoría de «representación de los misterios»
(Mysteriengegenwart). Es sabido que su pensamiento, formulado a menudo de forma inorgánica y a
través de diversas publicaciones, no encontró un desarrollo adecuado capaz de superar las dificultades
y las desconfianzas. Tropezó con no pocas críticas y hubo quienes, sin motivo, creyeron ver en la
encíclica Mediator Dei de Pío XII una condenación implícita de sus tesis. La verdad es que las
intuiciones de Casel han ofrecido a los teólogos de nuestro. tiempo un estupendo apoyo para
formulaciones más felices y completas de la eficacia objetiva de los sacramentos. Puesto que es
imposible analizar detalladamente la teoría caselina, nos contentaremos con señalar sus puntos
centrales.
Para hacer salir a la teología sacramental del atolladero en que se había metido, Casel creyó que era
posible hablar de los sacramentos usando la terminología y, en parte, e! concepto de celebración
mistérica, utilizado por el mundo helenista pagano. En esta línea de pensamiento Casel creyó que tenía
muy buenos precursores en los padres de la iglesia que, aunque quizás no formularon su teología
sacramental en términos decididamente mistéricos -como pensaba Casel-, por lo menos emplearon su
lenguaje y las categorías paganas para formular el dato cristiano. En los misterios paganos, mediante
una actividad ritual, el hombre intentaba participar de la vida de la divinidad para asegurarse una espe-
cie de inmortalidad; estas pretensiones paganas eran insostenibles, tanto porque sus divinidades eran
falsas como porque esa vida de la divinidad era sólo mitológica; pero las celebraciones cristianas tienen
como fundamento la efectiva intervención de Dios en la historia. Por tanto, dice Casel, «...sacramento
tiene el mismo significado que misterio y, en los textos litúrgicos, tiene un alcance con la misma
extensión que esta última palabra»1. «En los sacramentos, los actos salvíficos de Cristo son
representados. En estos actos salvíficos es Dios mismo el que actúa; por consiguiente no son actos
pasados como pasan los actos humanos. Sólo el hecho externo e histórico es pasado, pero subsiste el
elemento interior superior al tiempo, la significación salvífica que tiene un alcance eterno. Los actos
permanecen en cuanto actos salvíficos y entran en el presente mediante cada uno de los sacramentos.
En los sacramentos se realiza entonces la misma acción salvífica de Dios que se tradujo en los actos de
Cristo en Palestina. Por consiguiente, también los sacramentos pueden ser llamados misterios», desde
el momento en que los misterios pueden definirse como «la presencia de la acción salvífica divina bajo
el velo de los símbolos»2.
Muchas críticas contra el sistema caseliano nacían también del hecho de que, hace algunos años, la
idea misma de formular una teología de los sacramentos mediante su comparación con las
celebraciones mistéricas paganas sonaba como extraña y peligrosa mucho más que en la actualidad.
Pero las críticas más pertinentes se formularon en época más reciente. Mientras que por un lado se
observaba que el intento de explicar la reactualización de los hechos del pasado mediante la
omnipresencia del Logos es una hipótesis insostenible, por otro -y más acertadamente- se señalaba que,
si los sacramentos son una celebración mistérica por representar la acción salvífica divina que se
encarnó en los acontecimientos de la historia de la salvación, entonces no son ya una representación de
los misterios, sino simplemente una representación de la acción transcendente que los suscitó. Los
sacramentos no serían ya «misterios representados», sino misterios nuevos, aunque en analogía con los
misterios de la historia de la salvación.
Por eso mismo obtuvo un mayor éxito la solución propuesta por E. Schillebeeckx3. A juicio del

1
Cf. JLW 8 (1928) 225-232. 2.
2
Ibid., 145.
3
Cf. E. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, Pamplona 51971.
teólogo holandés, para que los sacramentos puedan entenderse como representación mistérica, es
preciso que el misterio salvífico que hay que representar encuentre en su dimensión histórica un
elemento «transhistórico» que en cierto modo pueda ser representado. Los actos humanos de Cristo, en
cuanto históricos, o sea, ligados a un contexto espacial y temporal, han pasado definitivamente y no
pueden representarse ni histórica ni sacramentalmente. Sin embargo, esos mismos actos humanos,
histórica y definitivamente pasados, son eternos en cuanto realizados personalmente por el Hijo de
Dios. Sería este elemento perenne el que permite a la acción salvífica y cultual de Cristo -que durante
su vida terrena se hizo presente y sensible por obra de su naturaleza humana- ser representada
ritualmente en los sacramentos de la iglesia. Es evidente que también la tesis de Schillebeeckx,
presentada aquí en términos muy sintéticos, merece algunas críticas y, por lo menos, nuevos estudios
en profundidad, pero puede considerarse como una opinión teológica muy Interesante.
El mérito de estas orientaciones teológicas que no hemos hecho más que esbozar parece ser doble
por lo menos. El primero es el de haber desarrollado la doctrina de la eficacia sacramental en perfecta
homogeneidad con el concepto de sacramento anteriormente desarrollado; este modo de entender la
eficacia objetiva de los sacramentos sintoniza muy atinadamente con la afirmación de que los
sacramentos son un lugar de acción de la palabra, de Cristo y de la iglesia. El segundo mérito es el de
haber abierto a la reflexión teológica nuevos horizontes para un replanteamiento de la acción
sacramental en términos más religiosos y más personalistas. Pero esta observación nos sitúa ya en el
análisis del tercer gran tema de la teología sacramental contemporánea.
3) Los sacramentos como encuentro de Dios y de los hombres en Cristo
El clima y la actitud religiosa favorecidos y suscitados por la revelación no han sido nunca
unidireccionales. La nuestra no es una religión en la que el hombre tenga como tarea exclusiva la de
abrirse pasivamente a la acción salvífica de Dios; menos aún puede ser considerada como el fruto de la
buena voluntad humana que intenta abrirse por sí sola un camino hacia la salvación sobrenatural. El
tema de la alianza, tan ampliamente desarrollado por la literatura bíblica, es fundamental y
perfectamente indicativo en este sentido. La iniciativa es de Dios, pero toda verdadera alianza es
siempre bilateral. La salvación es fruto de su amor que, desde la creación hasta la encarnación, lo
impulsa a encontrarse con los hombres en términos cada vez más profundos; él propone a los hombres
metas cada vez más excelsas, pero de una forma que respeta siempre profundamente la dignidad de los
hombres y su libertad. Si el hombre acepta la propuesta de Dios, entrará a formar parte de su familia,
del pueblo con que Dios se ha aliado, y será de este modo heredero de sus promesas; pero ya antes se
hará capaz de colaborar con Dios activamente en la realización del reino. Para describir este encuentro
de manera todavía más eficaz, más personalista y libre de toda sombra de juridicismo, la Biblia
representa plásticamente la dinámica del encuentro salvífico con la imagen de la unión conyugal. La
salvación es un encuentro amoroso entre Dios y el hombre, destinado a un desarrollo cada vez más
íntimo y a una entrega mutua cada vez más total. No es posible desarrollar aquí los grandes temas de la
predicación patrística, pero no es posible olvidar la influencia que ejerció esta imagen bíblica no sólo
en la fe de aquellos grandes hombres del pasado, sino también en su doctrina de los sacramentos. En las
celebraciones sacramentales ellos ven perpetuarse el misterio de la encarnación que es, a su vez, la
celebración de las bodas místicas de Dios con la naturaleza humana; en la acción sacramental
descubren cómo la iglesia, esposa virginal de Cristo, se hace madre de una serie innumerable de hijos.
La teología de nuestra época se ha apoderado de estas enseñanzas e insiste justamente en presentar los
sacramentos como los momentos de mayor actuación de la alianza. Para describir mejor la naturaleza
positiva de este encuentro personal, la teología contemporánea recurre con frecuencia a la imagen del
diálogo, que se revela especialmente adaptada para profundizar en la naturaleza y en las modalidades
del encuentro intersubjetivo, entre Dios y el hombre, que se realiza en la actividad sacramental.
Puesto que los sacramentos son, como se ha visto, una prolongación y un lugar de acción del triple
sacramento fundamental: la palabra, Cristo y la iglesia, en ellos tendrá que entrablarse un diálogo entre
Dios y el hombre en este triple nivel. En el sacramento la palabra de Dios se anuncia y se describe, pero
exige una respuesta. Una respuesta a tono, pues de lo contrario no podría nacer el diálogo y el
encuentro no sería personal y profundo. Dos personas que hablan lenguajes distintos no tienen muchas
posibilidades de desarrollar su encuentro en sentido personal; peor aún si habla una sola y la otra no
responde. Lo que hace al hombre capaz de comprender la palabra de Dios y de responder
convenientemente es la fe. De este modo se comprende que la fe no puede reducirse al rango de simple
condición previa a la recepción fructuosa del sacramento, ya que es el alma que vivifica y es
simultáneamente vivificada por- el gesto sacramental. Cuanto más viva es la fe, tanto más el hombre
está en disposición de penetrar a fondo, no sólo en el contenido de la palabra, sino en la verdadera
naturaleza de la acción salvífica que describe el simbolismo de la acción litúrgica; y al revés,
enriquecido en su fe, el hombre podrá vivir con mayor intensidad su encuentro con Dios y participando
activamente en la acción sacramental sabrá transformarla en un perfecto acto de culto con el que da
gloria a Dios, su salvador. La clave de solución del debate tan reciente sobre la relación entre
evangelización y sacramentos está ya contenida en estas breves indicaciones. Fue un error hacer de la
palabra y de los sacramentos una alternativa salvífica, como se hacía en tiempos de la reforma; pero
también lo es hacer de la evangelización sólo una premisa indispensable para la sacramentalización:
anunciar e instruir para poder celebrar. En realidad toda evangelización debe ser ya un contexto de
encuentro inicial sacramental y toda celebración debe ser un anuncio y una proclamación de la promesa
divina de salvación. De aquí se sigue que toda iniciativa que tienda a arrinconar o a suspender, aunque
sólo sea momentáneamente, la actividad sacramental para dedicarse con mayor empeño a una actividad
de evangelización, está tan equivocada como una praxis pastoral que, limitándose a la celebración, no
se preocupa de transformar la celebración misma en un anuncio.
Pero el diálogo sacramental resulta especialmente intenso en el encuentro del hombre con Dios en
Cristo. Se ha dicho que Cristo es el sacramento principal porque en él Dios dice su palabra última y
definitiva de salvación y porque en él la respuesta cultual del hombre alcanza su cima. En los
sacramentos, participando y ensimismándose en los misterios de la vida de Cristo, el hombre establece
un encuentro dialógico con Dios tan perfecto que no puede concebirse otro mayor. En los sacramentos
Dios se da a sí mismo al hombre en la persona de su Hijo y el hombre, unido a Cristo, se hace sacerdote
de un culto puro y santo. Por otra parte es precisamente la dimensión cristológica del encuentro
sacramental la que sugiere y permite una lectura «política» de los sacramentos.
Puesto que el misterio de la encarnación significa que no es posible encontrarse con Dios
prescindiendo de un encuentro con el hombre, el encuentro sacramental que tiene lugar en Cristo no
podrá ser nunca la celebración de un encuentro directo con Dios, que permita evadirse del compromiso
por un encuentro fraternal, con los hombres y por la edificación de una sociedad mejor. Por lo demás,
es esto precisamente lo que hace de los sacramentos un encuentro dialógico de dimensión comunitaria
y eclesial.
Puesto que los individuos que se unen a Cristo constituyen una sola cosa con él, el diálogo
sacramental tiene que asumir por necesidad el papel de un punto de encuentro de los hombres entre sí.
En los sacramentos es donde Dios edifica su iglesia haciéndola fuente de salvación para todos los
hombres. Y en los sacramentos es donde la iglesia responde comunitariamente al propio Dios dándole
una alabanza perfecta. Finalmente, lo mismo que en la celebración hay funciones diversas pero todas
ellas dirigidas a la unidad de la misma celebración, también en los sacramentos se edificará una
comunidad que, en la multiplicidad de sus vocaciones y de sus carismas puestos mutuamente al
servicio unos de otros, expresará su profunda exigencia de «unidad» en la caridad. Como la palabra de
Dios hace de los sacramentos un diálogo de fe, así el amor de Dios en Cristo hace de los sacramentos
un diálogo de verdadera fraternidad.

3. Las reflexiones más recientes de la teología de los sacramentos


El nacimiento y el desarrollo de la teología de la secularización y de la desacralización han
constituido la provocación más fuerte que la teología sacramental ha tenido que arrostrar en el curso de
su historia.
Aunque las tesis más radicales de la teología de la secularización -como las que pretenden hacer del
cristianismo un movimiento religioso de total reducción de la transcendencia a la historia y de lo
sagrado a lo profano- han sido ya superadas como reconocen algunos de sus mismos defensores, es
innegable que la teología de los sacramentos se ha encontrado frente a problemas absolutamente
nuevos y de no escasa importancia. Tanto más, cuanto que en algunos aspectos las tesis de la teología
de la secularización parecían llevar hasta sus más lógicas consecuencias algunas afirmaciones que
había hecho suyas la teología sacramental. Si la economía de la salvación es una economía
sacramental, o sea, una economía que postula necesariamente que la presencia y la acción salvífica de
Dios en la historia sea atestiguada y significada por la propia historia, no se ve cómo este testimonio y
esta significación puedan venir de unos ritos y unas celebraciones que, por lo que son, tienen un
alcance histórico casi irrelevante. Incluso donde justamente se niegan a aceptar que el cristianismo
lleva consigo una reducción de la transcendencia a la historia, sigue siendo inevitable admitir una
identidad sustancial entre economía salvífica sacramental y economía salvífica de encarnación. Si Dios
salva aceptando la historia no sólo como locus en donde ejerce su acción, sino como expresión y
realización de su plan salvífico, ya no es posible aislar y privilegiar dentro de la historia algunos
tiempos, lugares y gestos como los únicos capaces de hacer efectivo el encuentro Dios-hombre.
Frente a estas instancias la teología sacramental ha tenido que comprometerse a verificar, ante todo,
la posición efectiva del nuevo testamento ante la actividad culto-ritual. De esta verificación ha sido
posible deducir que el cristianismo no se cierra ante la actividad ritual en general, sino sólo ante esa
actividad que supone una real separación entre Dios y el hombre o la historia; esto equivalía a admitir
que el cristianismo está abierto a las instancias de la secularización al menos en la medida en que
postula una fidelidad radical del rito y del culto a la historia. Esta ritualidad que se autojustifica sólo
como afirmación de Dios, excluyendo una fidelidad práctica al saeculum, exige una efectiva
desacralización; la contraposición radical entre sagrado y profano no es cristiana porque, en lugar de
una situación de alianza, supone una tensión de competencia entre Dios y el hombre, entre lo
sobrenatural y lo natural. De estas primeras reflexiones sacó impulso la investigación de la teología
sacramental recorriendo diversas pistas que, en síntesis, pueden reducirse a cuatro: recuperación de
algunos temas que con el tiempo se habían ido quedando en la sombra o que al menos no habían
alcanzado un desarrollo adecuado, la indicación de los proyectos históricos efectivos implícitos en la
actividad sacramental, las posibilidades reales de enganche entre lenguaje sacramental y lenguaje
existencial y finalmente el trazado de las perspectivas para hacer de la celebración sacramental un
hecho de positiva intercomunión humano-religiosa.

a) Recuperación de algunos temas


Entre los temas recuperados destacan sobre todo dos: el de la relación ya mencionada entre fe y
sacramento y el relativo a la noción cristiana de «memorial».
1) La relación fe-sacramento que, como veíamos, tuvo ya su exposición durante la época tridentina,
ha sido recogida por la teología contemporánea dentro de una perspectiva más amplia y más
generalmente desarrollada bajo el título «evangelización-sacramentos». Nacida de la preocupación
pastoral por resolver al mismo tiempo el problema de una práctica sacramental aceptada pasivamente y
como fidelidad a la antigua tradición y el problema de una creciente disminución de la frecuencia de
sacramentos, esta temática mostró enseguida su verdadero alcance que, en último análisis, afecta muy
de cerca a la naturaleza misma de la misión de la iglesia.
¿Es la evangelización o la sacramentalización la misión de la iglesia y la razón de ser de su
presencia en el mundo? Mientras que una opción pastoral, bastante superficial y apresurada, optaba por
la intensificación de la actividad evangelizadora a fin de superar la ignorancia religiosa que parecía ser
la causa primera de la crisis de los sacramentos, la teología no tardó en darse cuenta de que bajo esta
opción pastoral se escondía una concepción inadecuada de la evangelización y del sacramento. En
efecto, la evangelización no puede reducirse a la instrucción religiosa necesaria para conocer cierto
patrimonio de verdades y capaz de suscitar una fe (pensada) que se considera indispensable para la
celebración auténtica de los sacramentos; por otra parte, tampoco el sacramento puede reducirse a un
gesto sagrado que con su capacidad de conferir la gracia sobrenatural corone y en cierto modo premie a
la fe. En sustancia, los teólogos se dieron cuenta de que, superado el peligro de una visión alternativa
entre evangelización y sacramento tal como se había planteado durante la reforma, no se había
superado aún el peligro de una simple yuxtaposición que hace entender a la fe como simple condición
indispensable para la eficacia de los sacramentos y al sacramento como momento indispensable para
llevar a la fe a su coronamiento más lógico que es la gracia. Para una visión más adecuada de la
evangelización y de los sacramentos era indispensable relacionarlos más profundamente entre sí. Era
preciso que la evangelización, sin reducirse al simple rango de instrucción religiosa, se entendiera
también como un hecho sacramental: o sea, un testimonio significativo de los grandes misterios de la
salvación; y que los sacramentos, sin reducirse a la simple función de medios productivos de la gracia,
fueran considerados a su vez como un hecho de evangelización: esto es, una propuesta concreta de
edificación salvífica de la historia. Con esto la teología sacramental volvía a plantear la búsqueda de la
verdadera noción de evangelización y de sacramento y con ello implicaba en su búsqueda el interés y la
competencia de los más diversos ramos del saber teológico. Pero al mismo tiempo y en la medida de su
competencia, la teología sacramental encontrará la manera de elaborar más adecuadamente la noción de
«memorial» cristiano.
2) Tanto la evangelización como el sacramento no pueden concebirse más que en relación con los
grandes acontecimientos que sirven de base a la historia de la salvación, especialmente los misterios de
la vida de Cristo; en otras palabras, los dos son esencialmente una memoria. Sin embargo la «memoria»
cristiana no es nunca el recuerdo nostálgico de un pasado irremediablemente transcurrido ni tampoco el
deseo de conservar meramente un patrimonio precioso, pero sustancialmente intocable. La memoria
que está en la base de la evangelización y sobre todo de la celebración sacramental está siempre en
relación con la actualización de aquello que se rememora. Siguiendo la enseñanza profética
veterotestamentaria y más aún la lectura que los escritos neo testamentarios hacen de algunos gestos
sacramentales -como el bautismo y la eucaristía-, la teología sacramental podrá señalar la
tridimensionalidad del memorial cristiano que es una celebración del ayer, en función de un juicio
crítico (penitencia) del hoy, para hacer posible una edificación más auténtica y positiva del mañana.
Pues bien, si el sacramento (y también la evangelización) es siempre un memorial, se sigue de ahí
que en él puede darse un efectivo proyecto histórico y, por tanto, que puede ser leído en cierto modo
bajo una clave «política».

b) Proyectos históricos implícitos en la actividad sacramental


En el decenio posterior al Vaticano 11 no faltaron ejemplos de instrumentalización política -en el
sentido más pobre de la palabra- de las celebraciones sacramentales, pero esto no tiene nada que ver
con las adquisiciones más serias y mejores de la teología sacramental a este respecto. Entre los temas
más ampliamente estudiados en este sector podemos recordar los orientados a captar en los gestos
sacramentales una teología particular de la historia y los que han dado origen al desarrollo de una
antropología sacramental. La reseña detallada de los temas teológicos que pudieron germinar de un
análisis de la teología de la historia que está en la base de la celebración sacramental está más allá de
las posibilidades de este estudio. Nos bastará recordar que junto con la afirmación de que ninguna
celebración cristiana legitima una marcada distinción entre historia profana e historia de la salvación o
una especie de ruptura entre lo sagrado y lo profano dentro de la existencia cristiana, la teología
sacramental ha puesto a disposición de diversos sectores de la reflexión teológica un criterio seguro de
verificación histórica precisamente haciendo surgir la concepción heterosotérica de la historia (la
salvación de la historia no es nunca sólo una conquista histórica y de todas formas no se agota nunca en
la historia). Las diversas teologías que han florecido en los últimos veinte años (teología del mundo,
teología del progreso, teología de la esperanza, teología de la liberación, ete.) han podido sacar de la
reflexión teológica sobre los sacramentos no pocos principios de orientación. Pero entre todos los
tratados teológicos la eclesiología será la que más pueda beneficiarse de las adquisiciones de la
sacramentología.
Por poner sólo algún ejemplo bastará recordar que gran parte de los estudios sobre la naturaleza de
la relación iglesia-Cristo, diversos aspectos del problema más difícil sobre la relación iglesia-mundo y
un buen número de principios para un juicio cristiano del «tiempo» y de la «política» de la iglesia son
un desarrollo del tema sobre la iglesia sacramento. Pero, al lado de estos temas de orden más general,
merece recordarse la aportación que la teología sacramental ha hecho al desarrollo de la antropología
cristiana. Más allá de todas las adquisiciones logradas sobre la concepción específica del hombre que
ofrece cada una de las celebraciones sacramentales y más allá de la noción de sacramentalidad en
general, sigue siendo ejemplar el giro metodológico que la teología sacramental ha sugerido a la
teología moral. Después de los esfuerzos realizados para analizar y estructurar adecuadamente la ética
cristiana sobre el esquema de los diez mandamientos y posteriormente sobre el de las virtudes o
modelos de santidad, hoy ya no es un hecho esporádico el intento de tomar como punto de partida los
acontecimientos sacramentales. La teología moral, además de señalar los aspectos más específicos de
los preceptos cristianos -tanto en su dimensión comunitaria como individual-, consigue captar en la
antropología sacramental (el hombre nuevo que nace y crece en los sacramentos) la verdadera lógica en
la que tiene que inspirarse el obrar cristiano y, en último análisis, la teología moral descubre su función
liberadora respecto al peligro de esquematización de la existencia que es intrínseco a todo sistema
ético.

e) Lenguaje sacramental y lenguaje existencial


Sería casi totalmente inútil recordar que las celebraciones sacramentales suponen una economía
salvífica, una teología de la historia y una antropología cristiana si luego hubiera que constatar que el
lenguaje y los gestos de las celebraciones no transmiten ninguna o muy escasa comunicación. Hace
algún tiempo, entre las diversas propuestas de revisión metodológica de la teología sacramental se
indicó también la oportunidad de anticipar el tratado de cada uno de los sacramentos al tratado de los
sacramentos en general.
La propuesta nacía de la observación histórica de que la teología de los sacramentos en general
nació sólo con notable retraso respecto a la reflexión sobre cada uno de los sacramentos. Sin embargo,
hoy se está de acuerdo en opinar que, si esta inversión metodológica puede ser útil para captar con
mayor fidelidad la noción de sacramento que era típica de la comunidad cristiana primitiva, no es ni
mucho menos suficiente ni quizás tampoco útil para captar los principios teológicos necesarios para
una reestructuración del lenguaje ritual y celebrativo. Todo lo más, la referencia a la praxis sacramental
de la comunidad primitiva puede resultar todavía útil para señalar las leyes de la creatividad litúrgica
sobre las que se reguló la misma comunidad. En efecto, por encima de todos los problemas suscitados
por el análisis, estructural o no estructural, del lenguaje hablado y del lenguaje ritual, sigue estando
abierta la cuestión de la adecuación de las celebraciones a los diversos contextos socio-culturales que,
además, están sujetos a variaciones sumamente rápidas. Acostumbrada a reflexionar sobre unas
celebraciones que desde muy antiguo y para todos los ambientes tenían una misma estructuración
ritual, la teología sacramental se dio cuenta de que los ritos sacramentales no pueden desempeñar
fácilmente su función evangelizadora si no recuperan, a través de una ordenada y adecuada actividad
creativa, la capacidad de hablar a los hombres de todos los tiempos y de todas las latitudes. Pero en este
punto es necesario asentar teológicamente no sólo la legitimidad de la creatividad litúrgica y las leyes
que tienen que regulada, y no sólo todo lo que debe sustraerse y lo que puede dejarse a la actividad
creativa libre, sino también la competencia creativa de los diversos contextos eclesiales.
Desde este punto de vista la teología sacramental está tomando conciencia de que las adquisiciones
ya hechas sobre la relación iglesia-sacramentos, evangelización-sacramentos, sacramentos-antropología
e historia de la salvación tienen que estudiarse más profundamente y que, en último análisis, sigue
estando abierto todavía bajo diversos aspectos el problema de una noción adecuada de sacramento.

d) Celebración e intercomunión
.

En el renovado fervor ecuménico que ha caracterizado a esta última época posconciliar ha surgido
también el problema de la intercomunión, o sea, el de la posibilidad, el significado y la positividad de
eventuales celebraciones sacramentales -especialmente eucarísticas- hechas por cristianos que
pertenecen a diversas confesiones. Surgidas por todas partes y a veces bajo el sello de cierta
emotividad, las iniciativas de intercomunión han suscitado diversos interrogantes en el plano
disciplinar, pero sobre todo en el teológico. El problema es complejo y tiene necesidad de un proceso
ulterior de decantación, incluso porque parece imposible aducir razones debidamente fundadas tanto a
favor como en contra de iniciativas de este tipo. Mientras algunas autorizadas disposiciones
disciplinares, tanto por parte católica como por parte de algunas confesiones protestantes, orientan la
praxis hacia una actitud de obligada prudencia, la reflexión católica por el momento no puede hacer
más que formular algunos principios de fondo.
Ante todo la celebración sacramental no puede entenderse nunca como un hecho de monopolización
de la salvación por parte de ninguna iglesia; no puede seda porque, como afirmaban ya los escolásticos,
Deus non alligavit gratiam sacramentis, y de todas formas no puede seda al menos en aquel sentido
sacral peyorativo que puede hacer pensar en el gesto sacramental como en un punto de llegada religioso
más allá del cual al hombre no le queda nada que hacer para construir una historia más salvífica. El
carácter simbólico de la celebración, mientras que por un lado significa la realización efectiva del
encuentro Dios-hombre, por otro lado subraya la índole dinámica de este encuentro. El sacramento es
el comienzo de un encuentro dialógico de amplias dimensiones y que se extiende tanto como la
existencia y el mundo del hombre. En la medida en que la celebración sacramental asume el papel de
proclamación y fundamentación de una alianza que, partiendo del encuentro hombre-Dios, se va
ensanchando hasta abrazar toda la realidad, se convierte también en expresión ejemplar y significativa
de toda otra forma de encuentro religioso, humano y cósmico que se ha realizado ya en la historia o
está aún por realizar. La celebración sacramental, si se vive en su autenticidad, no es nunca un hecho de
discriminación ni a nivel religioso ni a nivel simplemente humano; todos los valores positivos que,
aunque sólo sea germinalmente y quizás de forma poco recta, pueden encontrarse en cualquier otra
religión o en cualquier situación humana, encuentran su explicitación e incluso su exaltación en el
gesto sacramental.
En este sentido la celebración es por su misma vocación original un hecho de profunda
intercomunión, no sólo entre las diversas confesiones cristianas, sino incluso entre las diversas
confesiones religiosas. Pero es en este punto en donde podemos intentar esbozar una respuesta al
problema de la intercomunión en el sentido más restringido y entendido comúnmente del que se
hablaba al comienzo de este párrafo.
Las motivaciones a las que se recurre para justificar las celebraciones sacramentales de
intercomunión entre las diversas confesiones cristianas, son más de una. Aparte de la convicción de que
los encuentros de oración pueden favorecer el ecumenismo mucho más que los encuentros teológicos,
está el justo reconocimiento de que la pacificación y la unidad de los creyentes en Cristo será un fruto
de la iniciativa divina mucho más que de la iniciativa humana. Por último, puesto que toda celebración
ritual expresa en su simbolicidad natural los valores esenciales de una religiosidad que aúna a todos los
que creen en Dios, no se ve por qué no puede constituir un momento de encuentro de los que tienen en
común, no sólo su fe en Dios, sino su fe en Jesucristo. Aun cuando todas estas razones no están
privadas de fundamento, no es difícil darse cuenta de que hay otras motivaciones más profundas que
invitan a no promover indiscriminadamente iniciativas de este género. En primer lugar las
celebraciones sacramentales no son simplemente una oración o una actividad ritual cualquiera por
medio de la cual podamos mostrar nuestra satisfacción por una especie de convergencia más o menos
remota de fe religiosa. Los sacramentos son la celebración de una iniciativa salvífica divina que,
aunque es la verdadera fuente de la unidad de los cristianos, no puede realizada más que en la medida
en que los cristianos acepten fielmente esa iniciativa tal como ella misma se pone en el sacramento. Se
trata del problema de la relación tan estrecha que existe entre fe y sacramentos del que hablamos
anteriormente y que puede recogerse aquí como relación entre ortodoxia y ortopraxia.
Desde el momento en que en el ámbito cristiano la ortodoxia y la ortopraxia son inseparables entre
sí porque no son actitudes autónomas, se sigue de aquí que no es posible una verdadera convergencia
ortopráctica a nivel sacramental en donde no hay igualmente una verdadera convergencia a nivel de
ortodoxia. La índole simbólica puede ser momento de intercomunión sólo cuando expresa una
convergencia efectiva de fe; donde la celebración está cargada de una significación tan profunda y tan
específica que no puede ser compartida por todos los que participan en ella, deja de ser fuente de
intercomunión y se convierte simplemente en un piadoso compromiso. Además, una celebración
sacramental que deja todavía algún margen a la división no puede significar una comunión efectiva y
total de sus participantes y resulta por consiguiente mentirosa; en definitiva hace increíble la presencia
real de una acción salvífica divina, que debería ser una acción unitiva, pero que no llega a serlo por la
división de fe de los hombres.

E. RUFFINI

BIBLIOGRAFÍA

1. Sobre la historia de la noción de sacramento


G. van Roo, De sacramentis in genere, Roma 1957; A. Piolanti, I sacramenti; Firenze 1958; C.
O'Neil, Incontro con Cristo nei sacramenti; Assisi 1968; M. Nicolau, Teología del signo sacramental,
Madrid 1969; J. de Ghellinck, Un chapitre dans I'histoire de la définition des sacrements au XII siècle
II, Paris 1930, 79-96; Id., Le mouvement théologique du XII siJe/e, Paris 1948; H. M. Féret,
«Sacramentum, res» dans la langue théologique de saint Augustin: RScPhilT 29 (1940) 218-243; D.
Van Eynde, Les définitions des sacrements pendant la première Pénode de la théologie scholastique
(1050-1240), Rome-Louvain 1950; M. Garrido, Uso y significación del término «sacramentum» en la
liturgia romana: Burgense 18 (1977) 9-72; 1. M. Múgica, Los sacramentos de la humanidad de Cristo.
Perspectiva patrística y teológica sobre los sacramentos, Madrid 1976; F. Marinelli, Signo e realtà.
Studi di sacramentana tomista, Roma 1977; R. Marimón, Sacramento en santo Tomás y el Vaticano
11: Burgense 19 (1978) 87-130; J. Finkenzeller, Die Lehre von den Sakramenten im allgemeinen. Von
der Schrift bis zur Scholastik, Freiburg-Basel-Wien 1980; M. Jourjon, Les sacrements de la liberté
chrétienne selon l'église ancienne, Paris 1981; J. Martos, Doors to the sacred. A historical introduction
to sacraments in the christian church, London 1981.

2. La renovación y los grandes temas de la teología sacramentaria


Varios, Parole de Dieu et liturgie, Paris 1958; O. Casel, Die Liturgie als Mysterienfeier, Freiburg
1923; Id., Das christliche Kultmysterium, Regensburg 1946; Th. Filthaut, Die Kontroverse über die
Mysterienlehre, Warendorf 1948; E. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios,
Pamplona 51971; K. Rahner, La iglesia y los sacramentos, Barcelona 21967; A. G. Martimort, Los
signos de la nueva alianza, Salamanca 51967; M. J. R. Tillard, Le sacrement événement du salut, Paris
1964; O. Semmelroth, El sentido de los sacramentos, Madrid 1965; Id., La iglesia como sacramento
origina/, San Sebastián 31966; 1. Bouyer, Le rife et l'homme. Sacralité naturelle et liturgie, París 1962;
Id., Parola, chiesa, sacramenti, Brescia 1962; R. Latourelle, Cristo y la iglesia, signos de salvación,
Salamanca 1971; R. Vaillancourt, Vers un renouveau de la théologie sacramentaire, Montréal 1977; J.
R. Villalon, Sacrements dans I'Esprit, Paris 1977; J. Auer, Los sacramentos de la iglesia, Barcelona
1977; A. M. Triacca A. Pistoia (ed.), L'église dans la liturgie. Conférences Saint Serge. XXVIe semaine
d'études liturgiques. Paris 26-29 juin 1979, Roma 1980; P. D'Haese (ed.), Het geloof vieren, Averbode
1980; H. Luthe, Christusbegegnung in den Sakramenten, Kevelaer 1981; H. Denis, Sacramentos para
los hombres, Madrid 1979; Th. Schneider, Signos de la cercanía de Dios, Salamanca 1982.

3. Los recientes desarrollos de la teología sacramentaria


B. Bro, El hombre y los sacramentos, Salamanca 1967; H. Denis, ¿Tienen porvenir los
sacramentos?, Madrid 1973; 1. A. Elchinger, L'avenir des sacraments: VV 84 (1969-70) 608, 3-31; E.
Maldonado, Verso una teologia secolanzzata, Torino 1972; G. Durand, La imaginación simbólica,
Buenos Aires 1971; Id., Le statut du symbole et de l'imaginaire aujourd'hui: LumVie 81 (1967) 41-
72;J. von Allmen, Prophétisme sacramentel, Neuchatel1964; Varios, Sacrements et sciences humaines:
LMD 114 (1974); J. Ramos-Regidor, Secolarizzaztone, desacralizzazione e cristianesimo: RL 56
(1969) 473-565; E. Ruffini, Desacra!tzzazione, culto e ligurgia: RL 56 (1969) 631-649; Id., Creativita
e fedelta nella celebrazione: RL 60 (1973) 167-204; Id., Liturgia e missione, en Varios, Chiesa per il
mondo, Bologna 1974, 221-237; J. Ratzinger, Il fondamento sacramentale dell'esistenza cristiana,
Brescia 1971; A. Schmemann, Il mondo come sacramento, Brescia 1969; B. Haring, La vida cristiana
a la luz de los sacramentos, Barcelona 1972; A. Marranzini, Evangelización y sacramentos, Madrid
1974; Varios, Evangelización y sacramento, Madrid 1975; M. Pellegrino, Vangelo e sacramenti;
Torino 1973; 1. Evely, La iglesia y los sacramentos, Salamanca 51980; V. Vajta, Evangile et
sacrement, París 1973; R. García Ramírez, Conexión de los sacramentos con la vida y su dimensión
socio-política: Est Franciscanos 78 (1977) 121-138; 1. Maldonado, lniciaciones y la teología de los
sacramentos, Bilbao 1977; B. de Margerie, Sacrements et développement intégral, París 1977; 1. Boff,
Los sacramentos de la vida, Santander 1977; R. Hotz, Sakramente im Wechselspiel zwischen Ost und
West, Zürich-Koln-Gütersloh 1979 (ed. casto en preparación: Salamanca); C. A. Bernard, Théologie
symbolique, París 1978; 1. M. Chauvet, Du symbolique au symbole. Essai sur les sacrements, París
1979; J. M. Castillo, Símbolos de libertad. Teología de los sacramentos, Salamanca 31981.

[RUFFINI, E., Sacramento, en “Diccionario Teológico interdisciplinar”, t. IV, edit. Sígueme, Salamanca,
1983, pp.247-270.]

También podría gustarte