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1
Cf. JLW 8 (1928) 225-232. 2.
2
Ibid., 145.
3
Cf. E. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, Pamplona 51971.
teólogo holandés, para que los sacramentos puedan entenderse como representación mistérica, es
preciso que el misterio salvífico que hay que representar encuentre en su dimensión histórica un
elemento «transhistórico» que en cierto modo pueda ser representado. Los actos humanos de Cristo, en
cuanto históricos, o sea, ligados a un contexto espacial y temporal, han pasado definitivamente y no
pueden representarse ni histórica ni sacramentalmente. Sin embargo, esos mismos actos humanos,
histórica y definitivamente pasados, son eternos en cuanto realizados personalmente por el Hijo de
Dios. Sería este elemento perenne el que permite a la acción salvífica y cultual de Cristo -que durante
su vida terrena se hizo presente y sensible por obra de su naturaleza humana- ser representada
ritualmente en los sacramentos de la iglesia. Es evidente que también la tesis de Schillebeeckx,
presentada aquí en términos muy sintéticos, merece algunas críticas y, por lo menos, nuevos estudios
en profundidad, pero puede considerarse como una opinión teológica muy Interesante.
El mérito de estas orientaciones teológicas que no hemos hecho más que esbozar parece ser doble
por lo menos. El primero es el de haber desarrollado la doctrina de la eficacia sacramental en perfecta
homogeneidad con el concepto de sacramento anteriormente desarrollado; este modo de entender la
eficacia objetiva de los sacramentos sintoniza muy atinadamente con la afirmación de que los
sacramentos son un lugar de acción de la palabra, de Cristo y de la iglesia. El segundo mérito es el de
haber abierto a la reflexión teológica nuevos horizontes para un replanteamiento de la acción
sacramental en términos más religiosos y más personalistas. Pero esta observación nos sitúa ya en el
análisis del tercer gran tema de la teología sacramental contemporánea.
3) Los sacramentos como encuentro de Dios y de los hombres en Cristo
El clima y la actitud religiosa favorecidos y suscitados por la revelación no han sido nunca
unidireccionales. La nuestra no es una religión en la que el hombre tenga como tarea exclusiva la de
abrirse pasivamente a la acción salvífica de Dios; menos aún puede ser considerada como el fruto de la
buena voluntad humana que intenta abrirse por sí sola un camino hacia la salvación sobrenatural. El
tema de la alianza, tan ampliamente desarrollado por la literatura bíblica, es fundamental y
perfectamente indicativo en este sentido. La iniciativa es de Dios, pero toda verdadera alianza es
siempre bilateral. La salvación es fruto de su amor que, desde la creación hasta la encarnación, lo
impulsa a encontrarse con los hombres en términos cada vez más profundos; él propone a los hombres
metas cada vez más excelsas, pero de una forma que respeta siempre profundamente la dignidad de los
hombres y su libertad. Si el hombre acepta la propuesta de Dios, entrará a formar parte de su familia,
del pueblo con que Dios se ha aliado, y será de este modo heredero de sus promesas; pero ya antes se
hará capaz de colaborar con Dios activamente en la realización del reino. Para describir este encuentro
de manera todavía más eficaz, más personalista y libre de toda sombra de juridicismo, la Biblia
representa plásticamente la dinámica del encuentro salvífico con la imagen de la unión conyugal. La
salvación es un encuentro amoroso entre Dios y el hombre, destinado a un desarrollo cada vez más
íntimo y a una entrega mutua cada vez más total. No es posible desarrollar aquí los grandes temas de la
predicación patrística, pero no es posible olvidar la influencia que ejerció esta imagen bíblica no sólo
en la fe de aquellos grandes hombres del pasado, sino también en su doctrina de los sacramentos. En las
celebraciones sacramentales ellos ven perpetuarse el misterio de la encarnación que es, a su vez, la
celebración de las bodas místicas de Dios con la naturaleza humana; en la acción sacramental
descubren cómo la iglesia, esposa virginal de Cristo, se hace madre de una serie innumerable de hijos.
La teología de nuestra época se ha apoderado de estas enseñanzas e insiste justamente en presentar los
sacramentos como los momentos de mayor actuación de la alianza. Para describir mejor la naturaleza
positiva de este encuentro personal, la teología contemporánea recurre con frecuencia a la imagen del
diálogo, que se revela especialmente adaptada para profundizar en la naturaleza y en las modalidades
del encuentro intersubjetivo, entre Dios y el hombre, que se realiza en la actividad sacramental.
Puesto que los sacramentos son, como se ha visto, una prolongación y un lugar de acción del triple
sacramento fundamental: la palabra, Cristo y la iglesia, en ellos tendrá que entrablarse un diálogo entre
Dios y el hombre en este triple nivel. En el sacramento la palabra de Dios se anuncia y se describe, pero
exige una respuesta. Una respuesta a tono, pues de lo contrario no podría nacer el diálogo y el
encuentro no sería personal y profundo. Dos personas que hablan lenguajes distintos no tienen muchas
posibilidades de desarrollar su encuentro en sentido personal; peor aún si habla una sola y la otra no
responde. Lo que hace al hombre capaz de comprender la palabra de Dios y de responder
convenientemente es la fe. De este modo se comprende que la fe no puede reducirse al rango de simple
condición previa a la recepción fructuosa del sacramento, ya que es el alma que vivifica y es
simultáneamente vivificada por- el gesto sacramental. Cuanto más viva es la fe, tanto más el hombre
está en disposición de penetrar a fondo, no sólo en el contenido de la palabra, sino en la verdadera
naturaleza de la acción salvífica que describe el simbolismo de la acción litúrgica; y al revés,
enriquecido en su fe, el hombre podrá vivir con mayor intensidad su encuentro con Dios y participando
activamente en la acción sacramental sabrá transformarla en un perfecto acto de culto con el que da
gloria a Dios, su salvador. La clave de solución del debate tan reciente sobre la relación entre
evangelización y sacramentos está ya contenida en estas breves indicaciones. Fue un error hacer de la
palabra y de los sacramentos una alternativa salvífica, como se hacía en tiempos de la reforma; pero
también lo es hacer de la evangelización sólo una premisa indispensable para la sacramentalización:
anunciar e instruir para poder celebrar. En realidad toda evangelización debe ser ya un contexto de
encuentro inicial sacramental y toda celebración debe ser un anuncio y una proclamación de la promesa
divina de salvación. De aquí se sigue que toda iniciativa que tienda a arrinconar o a suspender, aunque
sólo sea momentáneamente, la actividad sacramental para dedicarse con mayor empeño a una actividad
de evangelización, está tan equivocada como una praxis pastoral que, limitándose a la celebración, no
se preocupa de transformar la celebración misma en un anuncio.
Pero el diálogo sacramental resulta especialmente intenso en el encuentro del hombre con Dios en
Cristo. Se ha dicho que Cristo es el sacramento principal porque en él Dios dice su palabra última y
definitiva de salvación y porque en él la respuesta cultual del hombre alcanza su cima. En los
sacramentos, participando y ensimismándose en los misterios de la vida de Cristo, el hombre establece
un encuentro dialógico con Dios tan perfecto que no puede concebirse otro mayor. En los sacramentos
Dios se da a sí mismo al hombre en la persona de su Hijo y el hombre, unido a Cristo, se hace sacerdote
de un culto puro y santo. Por otra parte es precisamente la dimensión cristológica del encuentro
sacramental la que sugiere y permite una lectura «política» de los sacramentos.
Puesto que el misterio de la encarnación significa que no es posible encontrarse con Dios
prescindiendo de un encuentro con el hombre, el encuentro sacramental que tiene lugar en Cristo no
podrá ser nunca la celebración de un encuentro directo con Dios, que permita evadirse del compromiso
por un encuentro fraternal, con los hombres y por la edificación de una sociedad mejor. Por lo demás,
es esto precisamente lo que hace de los sacramentos un encuentro dialógico de dimensión comunitaria
y eclesial.
Puesto que los individuos que se unen a Cristo constituyen una sola cosa con él, el diálogo
sacramental tiene que asumir por necesidad el papel de un punto de encuentro de los hombres entre sí.
En los sacramentos es donde Dios edifica su iglesia haciéndola fuente de salvación para todos los
hombres. Y en los sacramentos es donde la iglesia responde comunitariamente al propio Dios dándole
una alabanza perfecta. Finalmente, lo mismo que en la celebración hay funciones diversas pero todas
ellas dirigidas a la unidad de la misma celebración, también en los sacramentos se edificará una
comunidad que, en la multiplicidad de sus vocaciones y de sus carismas puestos mutuamente al
servicio unos de otros, expresará su profunda exigencia de «unidad» en la caridad. Como la palabra de
Dios hace de los sacramentos un diálogo de fe, así el amor de Dios en Cristo hace de los sacramentos
un diálogo de verdadera fraternidad.
d) Celebración e intercomunión
.
En el renovado fervor ecuménico que ha caracterizado a esta última época posconciliar ha surgido
también el problema de la intercomunión, o sea, el de la posibilidad, el significado y la positividad de
eventuales celebraciones sacramentales -especialmente eucarísticas- hechas por cristianos que
pertenecen a diversas confesiones. Surgidas por todas partes y a veces bajo el sello de cierta
emotividad, las iniciativas de intercomunión han suscitado diversos interrogantes en el plano
disciplinar, pero sobre todo en el teológico. El problema es complejo y tiene necesidad de un proceso
ulterior de decantación, incluso porque parece imposible aducir razones debidamente fundadas tanto a
favor como en contra de iniciativas de este tipo. Mientras algunas autorizadas disposiciones
disciplinares, tanto por parte católica como por parte de algunas confesiones protestantes, orientan la
praxis hacia una actitud de obligada prudencia, la reflexión católica por el momento no puede hacer
más que formular algunos principios de fondo.
Ante todo la celebración sacramental no puede entenderse nunca como un hecho de monopolización
de la salvación por parte de ninguna iglesia; no puede seda porque, como afirmaban ya los escolásticos,
Deus non alligavit gratiam sacramentis, y de todas formas no puede seda al menos en aquel sentido
sacral peyorativo que puede hacer pensar en el gesto sacramental como en un punto de llegada religioso
más allá del cual al hombre no le queda nada que hacer para construir una historia más salvífica. El
carácter simbólico de la celebración, mientras que por un lado significa la realización efectiva del
encuentro Dios-hombre, por otro lado subraya la índole dinámica de este encuentro. El sacramento es
el comienzo de un encuentro dialógico de amplias dimensiones y que se extiende tanto como la
existencia y el mundo del hombre. En la medida en que la celebración sacramental asume el papel de
proclamación y fundamentación de una alianza que, partiendo del encuentro hombre-Dios, se va
ensanchando hasta abrazar toda la realidad, se convierte también en expresión ejemplar y significativa
de toda otra forma de encuentro religioso, humano y cósmico que se ha realizado ya en la historia o
está aún por realizar. La celebración sacramental, si se vive en su autenticidad, no es nunca un hecho de
discriminación ni a nivel religioso ni a nivel simplemente humano; todos los valores positivos que,
aunque sólo sea germinalmente y quizás de forma poco recta, pueden encontrarse en cualquier otra
religión o en cualquier situación humana, encuentran su explicitación e incluso su exaltación en el
gesto sacramental.
En este sentido la celebración es por su misma vocación original un hecho de profunda
intercomunión, no sólo entre las diversas confesiones cristianas, sino incluso entre las diversas
confesiones religiosas. Pero es en este punto en donde podemos intentar esbozar una respuesta al
problema de la intercomunión en el sentido más restringido y entendido comúnmente del que se
hablaba al comienzo de este párrafo.
Las motivaciones a las que se recurre para justificar las celebraciones sacramentales de
intercomunión entre las diversas confesiones cristianas, son más de una. Aparte de la convicción de que
los encuentros de oración pueden favorecer el ecumenismo mucho más que los encuentros teológicos,
está el justo reconocimiento de que la pacificación y la unidad de los creyentes en Cristo será un fruto
de la iniciativa divina mucho más que de la iniciativa humana. Por último, puesto que toda celebración
ritual expresa en su simbolicidad natural los valores esenciales de una religiosidad que aúna a todos los
que creen en Dios, no se ve por qué no puede constituir un momento de encuentro de los que tienen en
común, no sólo su fe en Dios, sino su fe en Jesucristo. Aun cuando todas estas razones no están
privadas de fundamento, no es difícil darse cuenta de que hay otras motivaciones más profundas que
invitan a no promover indiscriminadamente iniciativas de este género. En primer lugar las
celebraciones sacramentales no son simplemente una oración o una actividad ritual cualquiera por
medio de la cual podamos mostrar nuestra satisfacción por una especie de convergencia más o menos
remota de fe religiosa. Los sacramentos son la celebración de una iniciativa salvífica divina que,
aunque es la verdadera fuente de la unidad de los cristianos, no puede realizada más que en la medida
en que los cristianos acepten fielmente esa iniciativa tal como ella misma se pone en el sacramento. Se
trata del problema de la relación tan estrecha que existe entre fe y sacramentos del que hablamos
anteriormente y que puede recogerse aquí como relación entre ortodoxia y ortopraxia.
Desde el momento en que en el ámbito cristiano la ortodoxia y la ortopraxia son inseparables entre
sí porque no son actitudes autónomas, se sigue de aquí que no es posible una verdadera convergencia
ortopráctica a nivel sacramental en donde no hay igualmente una verdadera convergencia a nivel de
ortodoxia. La índole simbólica puede ser momento de intercomunión sólo cuando expresa una
convergencia efectiva de fe; donde la celebración está cargada de una significación tan profunda y tan
específica que no puede ser compartida por todos los que participan en ella, deja de ser fuente de
intercomunión y se convierte simplemente en un piadoso compromiso. Además, una celebración
sacramental que deja todavía algún margen a la división no puede significar una comunión efectiva y
total de sus participantes y resulta por consiguiente mentirosa; en definitiva hace increíble la presencia
real de una acción salvífica divina, que debería ser una acción unitiva, pero que no llega a serlo por la
división de fe de los hombres.
E. RUFFINI
BIBLIOGRAFÍA
[RUFFINI, E., Sacramento, en “Diccionario Teológico interdisciplinar”, t. IV, edit. Sígueme, Salamanca,
1983, pp.247-270.]