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INTRODUCCIÓN

El «desierto» y la «plaza del mercado». En el mundo monástico de


Occidente ha habido siempre una tensión entre estas dos cosas. ¿Es el monje
una persona que se retira al desierto para orar y estar solo con Dios, o es alguien
que sale a la plaza del mercado para mezclarse con la gente y servirla? Creo
que esta tensión existe en la mayor parte de las comunidades de monjes negros
distintas, por ejemplo, de los cistercienses y de los cartujos. Hasta cierto punto
existe en cada monje benedictino inglés. Por otra parte es un problema que el
mismo monje ha de aprender a resolverlo, pero que también cada comunidad
ha de considerar de vez en cuando para hacer los ajustes que parezcan
apropiados.
Las conferencias reunidas aquí reflejan en cierto grado esta tensión.
Y se puede argüir que no es una tensión del todo malsana, porque en
cada uno de nosotros, muy profundamente, es el resultado de la
tentativa cristiana de responder al doble mandamiento de amar a Dios
y al prójimo. El evangelio exige que el cristiano esté constantemente
buscando a Dios. Esto presupone un deseo de silencio y soledad en
vistas a descubrir la realidad del amor de Dios para con nosotros; pero
de una manera semejante el cristiano debe aspirar a encontrar a Cristo
en su prójimo y a servir a Cristo en las necesidades de su prójimo.
Yo di estas conferencias entre los años 1963 y 1976, cuando era abad de
Ampleforth. Fueron unos años de grandes cambios. El concilio
Vaticano en su decreto sobre la vida religiosa,Perfectae
caritatis, exige que los religiososretrocedan hasta sus orígenes para
redescubrir el espíritu de sus fundadores y estudiar la manera de
adaptarlo a las necesidades del mundo moderno. Una empresa
desalentadora. Estrictamente hablando, el monaquismo como tal no
tuvo un «fundador». El «hecho» monástico no está confinado en el
cristianismo. La Regla de San Benito no fue, ciertamente, una
composición original, ni fue hasta el tiempo de Carlomagno, la única
regla para monjes en Occidente. En estos últimos años se ha formulado
frecuentemente lacuestión: ¿Qué es un monje? Según mi puntode vista
no se puede dar una definición clara —solamente una amplia
valoración—, que abarque lo suficiente para incluir una extensa
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variedad de monasterios en tierras de culturas e historias diferentes.
Pero la cuestión es clara. Digo esto solamente, para dar a entender que
estas conferencias reflejan la clase de debates que se han ido
prosiguiendo en todas las comunidades monásticas desde el concilio y
que, en gran parte, quedan sin resolver. El mirar a una comunidad
agobiada con este o aquel problema, puede proporcionar apoyo y
consuelo a otras.

La comunidad monástica a la que se dieron estas conferencias tiene


diversas responsabilidades pastorales: un amplio pensionado, una casa
de estudios universitarios, una serie de parroquias, una fundación en
los Estados Unidos y una casa de retiros. Todo esto, aparte de las
llamadas al tiempo y a la energía de los monjes para predicar retiros,
dar conferencias, o simplemente para ser asequibles a sus compañeros,
tanto si el tiempo es bueno como si es malo. Es una vida ocupada que
inevitablemente comporta sus problemas. El mayor, es el trabajo para
mantener el equilibrio entre los tres ingredientes esenciales del
monaquismo: oración, trabajo y vida de comunidad. A la oración y al
trabajo nos referiremos más detenidamente; el trabajo pastoral tendrá
éxito en el sentido más verdadero y profundo solamente si el monje es
un hombre de oración.
Los monjes de la congregación benedictina inglesa, en general, han
estado siempre implicados en actividades pastorales. Las razones por
las que han estado así implicados, son, la mayor parte, históricas: y
éste no es el lugar para explicar esta historia.
La comunidad monástica ideal, vale la pena también
advertirlo, no  existe. Una tal comunidad está compuesta por hombres
normales y corrientes, procedentes de medios diferentes, y con
diferentes ideas e ideales. Esto puede hacer la vida del monje
interesante y creativa. Esta es también la razón de por qué la Regla de
San Benito es tan comprensible. Para el abad, no hay guía mejor en el
arte de gobernar una comunidad que el principio que San Benito
enuncia en el capítulo 64 de la Regla, cuando escribe que el
monasterio tendría que estar organizado de tal manera que los fuertes
tengan siempre algo ante sí en que esforzarse, y los débiles no se vean
agobiados por pesos demasiado abrumadores de llevar.

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La Regla de San Benito dice al abad que debe
ser un maestro capaz de ofrecer a sus monjes cosas viejas y nuevas.
El lector se dará cuenta de que en Ampleforth, el mismo abad se ha de
enfrentar con problemas variados en un esfuerzo por reconciliar lo
viejo con lo nuevo, cuando esto último es presentado por teólogos y
pensadores monásticos. Es realmente cierto que algunas de las cosas
que dije en 1963hubiera deseado poderlas modificar en 1976.El
maestro sigue siendo un discípulo. Algunas de las primeras
conferencias se incluyen en esta colección. Toca al lector juzgar si la
doctrina monástica de estos primeros años puede ser defendida en los
años posteriores. Si estimulan el pensamiento y la reflexión han
cumplido su propósito.
Particularmente, las conferencias se daban en dos ocasiones: la
conferencia semanal, normalmente el jueves por la noche, a las nueve
(¡una hora no muy favorable ni para elconferenciante ni para los
oyentes!) y los «momentos» especialmente monásticos en que el abad
debía hablar a sus monjes. Esto era conocido con el nombre de
«capítulo».
Una palabra sobre los «momentos» especiales. Después de ocho
días de retiro, al futuro monje se le «viste» como novicio. Recibe el
hábito en presencia de toda la comunidad y el abad pronuncia unas
palabras. Pasado un año, el novicio emite los votos para dos años, o
tres. En la vigilia de la ceremonia, conocida a veces por «hacer la
profesión simple», el abad vuelve a hablar al novicio o a los novicios
en presencia de la comunidad. Entre la «vestición» y la «profesión
simple» hay las tres «perseverancias». Después de tres, seis y nueve
meses, el progreso del novicio en el noviciado es considerado con una
cierta profundidad; el maestro de novicios da un informe al consejo del
abad, y el consejo da su conformidad —o no— para permitir al
novicio seguir adelante en este género de vida. Se considera al novicio
con una «garantía de perseverancia», y así lo comunica el abad a toda
la comunidad, a la que de nuevo dirige la palabra. El novicio se
arrodilla frente al abad, pero las palabras del abad, se ha dicho a veces,
se dirigen también al resto de lacomunidad que está en las sillas del
coro. Hay algo de verdad en esto. Pasados cuatro o cinco años, el
monje hace su «profesión solemne», es decir, emite los votos para toda
la vida, y se prosigue como se acostumbra en la profesión simple.
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Cada año la comunidad se reúne para el capítulo conventual anual.
Todos los monjes renuevan sus votos y en esta ocasión, también el
abad les dirige la palabra.
El monje se compromete por un voto a la búsqueda de Dios y a su
servicio. Se liga a sí mismo con tres votos. El voto de estabilidad lo ata
a una comunidad particular para el resto de su vida. Aunque el monje
pueda ser enviado a ocuparse en cualquier obra que esté bajo la
responsabilidad del monasterio en cuestión, permanece siempre como
miembro de esta misma familia monástica a la que se entregó
primeramente. El voto de obediencia le obliga a aceptar las directivas
de sus superiores, pero desde el punto de vista del monje es también la
forma de expresar su intención de buscar siempre la voluntad de Dios
en este monasterio. El tercer voto que emite es conocido en latín como
conversio morum1, y la mejor manera de traducirlo es tal vez
«conversión de comportamiento». No es fácilexplicar exactamente lo
que esto significa, pero en términos generales se puede decir que el
monje acomete la empresa de llevar un cierto género de vida, que
incluye valores tales como celibato, frugalidad y simplicidad, y en
general, de abrazar aquellas características de la vida monástica que se
han mantenido constantes a través de la historia del monaquismo.
Estrictamente hablando, la vida del monje no está organizada en
vistas a una obra o servicio particular en la Iglesia. Su intención
principal es buscar a Dios y esto lo asume como un trabajo de toda la
vida. En cierto sentido esto no es diferente de la tarea de cualquier
cristiano, o en realidad, de cualquier persona. La vida monástica es
simplemente una manera de vivir la vida cristiana, y esto el monje lo
hace en una comunidad. El valor de un monasterio en la iglesia es,
principalmente, el hecho de que exista. Es un centro espiritual que
tendría que dar testimonio de las cosas de Dios, y ser un lugar que
atrajera hacia sí para refrigerio y estímulo espiritual a aquellos que
tienen una vocación diferente. Es obvio que la vida del monje difiere
en muchos aspectos de la de las personas que tienen otra vocación.
Los principios que guían al monje en su búsqueda de Dios y de los
valores del evangelio, que intenta hacer suyos, son válidos tanto para
los cristianos como para los no cristianos. Tal vez sea ésta la única
justificación para esperar que otras personas que no son monjes
puedan encontrar en este libro algo que las ayude.
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G. B. Hume
Febrero 1977

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I VIDA MONÁSTICA Y TRABAJO

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1. El hombre y Dios

1. Instinto religioso

Esta noche me gustaría reflexionar con vosotros sobre el hombre


como ser religioso, y sobre un aspecto de la liturgia que me parece
estar íntimamente relacionado con esto.
Estoy convencido de que el hombre es religioso por naturaleza. El
instinto religioso pertenece a su verdadera naturaleza. Forma parte de
su modo de ser el estar orientado hacia Dios. Es verdad que para una
amplia mayoría de personas esta orientación es desconocida,
irreconocible. Frecuentemente se dirige hacia cosas inferiores a Dios;
pero así que la mente del hombre empieza a tantear constantemente
hacia el significado fundamental de las cosas y su deseo anhela ser
satisfecho por este o aquel bien, entonces ha empezado ya la ignorada,
irreconocible y desconocida búsqueda de Dios. Ciertamente, muchas
de las frustraciones del hombre se pueden atribuir al hecho de que en
su condición presente no puede alcanzar ni alcanza aquello que es
fundamental en el conocer y en el amar, y que pertenece, parece ser, a
la verdadera perfección de su naturaleza. Y en cuanto no consigue
alcanzarlo en el ámbito de su conocimiento y de su amor, es un ser
frustrado.
Su vida cristiana depende, en primera instancia, de algo que está
fuera de él, porque en primer lugar y fundamentalmente, es una
respuesta a una situación histórica particular: la respuesta a un
acontecimiento, a la encarnación y a todo lo que se sigue de ella y, en
último término, a la resurrección. Tal como yo lo veo, el instinto
religioso es un hecho de mi naturaleza: está dentro de mí. La respuesta
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cristiana, sin embargo, siendo en primer lugar la respuesta a un
acontecimiento, desde este punto de vista, está fuera de mí. La «cosa»
cristiana es la que da sentido al instinto religioso y, en último término,
lo lleva a cabo, porque Cristo es el camino, la verdad y la vida, y en él
encontramos la razón fundamental de las cosas y el amor fundamental
anhelado por nuestra naturaleza.
Yo creo también que cada hombre es un cristiano oculto. Y en dos
sentidos. El hombre ha sido salvado por Cristo, y por esto, solamente a
través de Cristo puede alcanzar la visión beatífica. Y además, todos los
anhelos por lo divino, sea cual sea la forma que tomen, son y deben ser
atribuidos al Espíritu santo. Esto en un nivel. Pero el hombre es
también un cristiano oculto, porque aunque no se encuentre en una
situación en que responda conscientemente a los valores cristianos —
con toda probabilidad no conoce a Cristo y no habrá oído hablar de
estos valores— sin embargo, hay algo de Cristo en él, lo mismo que en
todos. Y pienso que esto es verdad en muchos sentidos. El más obvio,
el más simple, es el hecho de que Cristo se hizo hombre. El hecho de
que participe de nuestra condición humana, da un significado a toda
vida humana, se encuentre donde se encuentre y sea cual sea la fe que
profese. Haciéndose hombre, Cristo se hizo todos los hombres.
Sería fácil decir que el instinto religioso es algo que pertenece a la
naturaleza —es natural—, y que la «cosa» cristiana es gratuita —
pertenece a la gracia— y que por esto es sobrenatural. Frecuentemente
en mi pensamiento -cosa desconocida— son instintos primitivos
unidos al miedo, a la necesidad de seguridad, a la búsqueda de la
figura paterna, y a un deseo primitivo de escapar de la obscuridad.
Encuentro que la mayor parte de estas cosas son verdad. Pero una cosa
es decir que nosotros somos así, y otra cosa totalmente distinta es
descubrir, y es necesario que se descubra, una razón de por qué somos
así, de por qué tenemos estos instintos y qué significan. Esta es la
cuestión que necesita una respuesta.
Si tengo razón al decir que el instinto religioso es fuerte en el
hombre y que fácilmente puede ser despertado, y si uno de sus
constituyentes es la admiración estimulada por la experiencia estética,
es justo que subraye un aspecto particular de la liturgia, y se trata
solamente de un aspecto. La liturgia tendría que ir siempre marcada
por lo bello, porque la belleza es uno de los medios por los que somos
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conducidos hacia Dios. Una cosa bella nos habla de Dios. Aquello que
amamos en cualquier criatura es solamente aquello en que Dios se
refleja. Lo bello es lo que puede despertar en nosotros admiración, lo
que puede llevarnos a una respuesta que no es exclusivamente
racional, y con razón esto es así, porque no somos simplemente seres
racionales, sino mucho más. Por esto la liturgia, a veces y en ciertas
circunstancias, nos tendría que hablar deliberadamente de Dios a
través de la belleza. Y la belleza como constituyente de la liturgia será
una de las cosas que activará el instinto religioso; y también será uno
de los medios mediante los que este instinto podrá ser expresado. Es
importante que haya un decoro, un orden, un ritmo. Realmente causa
tristeza el que mucho de lo que hacemos, no lo hagamos bien. La
liturgia se tendría que adaptar a circunstancias diferentes, a diferentes
estados de ánimo. Intimidad y simplicidad sería lo propio de pequeños
grupos. En ocasiones más solemnes, el énfasis se tendría que poner en
la belleza, el respeto, el temor, la admiración.
¿Me será permitido añadir una pequeña nota a pie de página?
Una de las cosas que frecuentemente he advertido en los últimos
cuatro o cinco años, al volver a Ampleforth después de haber
estado ausente, es como un “pequeño espanto” en mi interior.
Hemos adquirido el hábito de ser super-críticos –esto no nos es
peculiar, son los tiempos en que vivimos. La gente está tensa. Todo se
hace objeto de controversia, de división. Es agotador, y no es una
buena señal. Yo no creo que podamos hacer mucho respecto a esto
sino reír. ¿Sabéis? Uno queda totalmente estupefacto cuando después
de haber estado un poco tiempo con una familia, vuelve aquí y
encuentra a toda la gente tensa, más aun, como resortes de muelle.
Todos nosotros necesitamos relajarnos, y criticar las cosas sin
excitarnos. La confusión se centra en la liturgia, aquello en que
deberíamos encontrar gusto y alegría. (¡El diablo es un tipo muy
astuto!). Nos conviene estar menos “tirantes”, y me parece que
entonces estaríamos más recogidos, más devotos, y seríamos más
caritativos.
26.1.71

2. Instinto monástico.

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Durante un cierto tiempo me he sentido descorazonado al penar en
mi imperfección como monje. Mis deficiencias toman diferentes
formas. A veces soy excesivamente “fácil”; otras veces soy lo que
podríamos llamar, un poco “mundano”. Cuando no soy ni lo uno ni lo
otro, la espina surge de mi vida de oración en la que hay una falta de
sensibilidad en mi respuesta a Dios. Es más bien desconcertante que
un abad haga una confesión en público. Únicamente lo hago para
mostrar solidaridad con otros que tal vez sientan lo mismo.
¿Qué significado tiene ser “mundano”? Es difícil decirlo. También
es una equivocación procurar analizar el concepto demasiado
detalladamente y perderse en un remolino de teorías sobre lo que
significa «mundano» o sobre lo que tendría que ser el papel que uno
desempeña. Esto sobre lo que estoy hablando es realmente un instinto
monástico, claramente reconoscible en aquellos que lo tienen. Es una
especie de instinto por el que a uno le es posible juzgar lo que es
apropiado para un monje y lo que no lo es. Esto puede recubrir un
amplio espectro de actividades, actitudes, lenguaje, la manera de pasar
las vacaciones, de gastar dinero, la forma de hospitalidad que
ofrecemos, la forma como recibimos, nuestro comportamiento, las
cosas que decimos, nuestros valores. No acabaríamos nunca.
No todos tenemos este instinto monástico, y si pensamos tenerlo,
no todos vivimos conforme a él. Sin embargo, existe una atención, al
alcance de todos nosotros, para aquello que nos conviene o no. Por
otra parte, si te pones a señalar cosas que parecen inapropiadas para un
monje, no es siempre fácil dar una razón: es simplemente un instinto.
Hay dos palabras —que usábamos tiempos atrás, y que todavía siguen
siendo las mejores—, que describen lo que tendría que ser la actitud
monástica hacia el mundo. Son: frugalidad y simplicidad. Además,
vale la pena añadir que no debemos dejarnos engañar con el
pensamiento de que el hecho de estar «en onda» nos hará importantes
o nos dará influencia. A nivel de maestro de escuela, por ejemplo, esto
podría ser una equivocación ridícula, una equivocación que, a pesar de
todo, se comete.
Otros nos encontrarán fáciles, abordables, calurosos, pero
detectarán también otra cosa. Es «otra cosa» edificada a lo largo de
años de fidelidad, esforzándose, teniendo el propio tesoro en otra
parte. Personalmente no me gusta en el terreno de las relaciones con el
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mundo exterior (salidas para comidas, entrar a beber algo, etc.)
establecer reglas firmes y duras. Pero algunos prefieren este método
porque les gustan las cosas claras y precisas, ¡es cierto que la manera
más fácil de llevar adelante un monasterio es tener un montón de
reglas! Pero no necesitamos tener normas como: “No salimos para
cenar”; “sólo salimos para comer con parientes en primer grado de
consanguinidad”. Debe de haber una norma, pero habrá y ha de haber
excepciones y circunstancias especiales. La forma más clara y más
limpia sería decir: “Esta es la regla, éste es el uso”. Pero no pienso que
esto sea benedictino. No creo que concuerde con principios tales
como: “Que lo tempere todo de tal manera que los fuertes deseen
todavía más y los flacos no se retiren asustados”.
No creo que en un monasterio benedictino se haya de tratar todo de
la misma manera. Y permitidme añadir, aunque pueda parecer un poco
super-defensivo, que me parece que los superiores no han de ser
necesariamente firmes. Es mucho lo que pesa sobre un individuo para
saber cuándo ha de preguntar y cuándo no debe hacerlo. “No causa
ningún daño preguntar” es lo que dice un muchacho de escuelo, no un
adulto. No es un intento de “apretar”, sino más bien, de ayudar a
abrirnos camino en un área muy difícil y de grabar en todos nosotros,
incluyéndome a mí mismo, la importancia de la frugalidad y de la
simplicidad. La tendencia a tomarse las cosas a la ligera es una parte
de la manera de ser de cada uno de nosotros.
Lo que intento decir es que cada uno de nosotros tendríamos que
reconocer nuestra responsabilidad, y de esta manera cultivar lo que yo
llamo “instinto monástico”. Porque la espina no solamente es posible
sacarla de nuestra vida de oración: es la comunidad entera la que
puede sacarse su espina.
Para concluir permitidme recordaros el prólogo, en el que San
Benito habla de establecer una escuela del servicio del Señor, en la
que, dice: “esperamos no ordenar nada duro ni pesado, pero si
razonablemente, para la corrección de malos hábitos y la conservación
de la caridad, se diera algo más estricto en la disciplina, no por esto te
desanimes y huyas».
La frase «corrección de malos hábitos» es dura, pero tendríamos
que entenderla en el sentido de no permitirnos a nosotros mismos ser
cómodos.
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«La conservación de la caridad». Esto es profundo. Para un nivel
elevado en la vida monástica todos nosotros dependemos del estímulo
mutuo y del ejemplo. Ciertamente estímulo y ejemplo, a los que yo
añadiría entusiasmo, son elementos que mantienen a flote a una
comunidad; estímulo del uno para con el otro, ejemplo del uno para
con el otro, y un entusiasmo general por todo lo que somos y por todo
lo que hacemos. La más grande negación de sí mismo (para dar un
paso adelante), la manera más característica de vivir el capítulo 2 de la
Carta a los filipenses es, ciertamente, la capacidad de lanzarse uno
mismo a la vida monástica y trabajar con entusiasmo en estos tiempos
en los que la autocrítica y la contestación podrían predisponernos a no
implicarnos suficientemente. Hay algo aquí, de gran importancia, que
cada uno de nosotros tendría que ponderar: abnegarnos a nosotros
mismos y lanzarnos a lo que sigue adelante, de todo corazón y con
entusiasmo, hasta en el caso de que tuviéramos reservas mentales:
esto, diría, es una kenosis, un vaciarse de uno mismo. Y pienso que
esta es la cualidad que se nos pide hoy en la Iglesia.
12.2.73

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2. Formación monástica

1. La ceremonia de la vestición

a. Aprender: sobre Dios, uno mismo, comunidad.

Recientemente fui a ver a uno de nuestra comunidad que ha


empezado a vivir como ermitaño. El no sabe, ni yo tampoco, si ésta es
la vida a la que Dios le llama. Le costará tiempo saberlo. Y sin ningún
género de duda, tendrá que pasar por períodos de aridez y dificultad si
es que ha de llegar a ser un ermitaño de verdad. Su actual noviciado,
en lo que toca a nosotros, está basado en una falta de experiencia.
Vamos avanzando a tientas, vacilando. Cuando él y yo tratamos de su
vida, somos como un novicio hablando a otro novicio.
Cuando entrenamos a los hombres en la vida monástica,
concediendo que en esto se dan también imperfecciones humanas,
sabemos, a lo corto y a lo ancho, lo que traemos entre manos. Sin
embargo, vosotros sois como este novicio, en cuanto estáis aquí para ir
descubriendo si ésta es la vida que Dios quiere para vosotros. Y
nosotros, la comunidad, estamos aquí para ayudaros, para guiaros y
para enseñaros. Por vuestra parte, tendríais que ver este año, sea como
fuere, desde un punto de vista: como un período de retiro en el que
tendréis que aprender muchas cosas, siendo la principal la manera de
buscar a Dios, no como un ermitaño, solo, sino en comunidad.
En primer lugar, tendréis que aprender las cosas de Dios. Y
descubriréis que es en la oración, sobre todo, donde el cristiano busca
encontrar a Dios. Hoy en día, necesitamos hombres y mujeres que
puedan hablar con convicción, basada en la experiencia que Dios haya
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querido concederles, sobre Dios mismo, Padre, Hijo y Espíritu santo, y
el amor que es la explicación de la vida trinitaria, encontrando su
correlativo en la explicación de la vida cristiana. Como todos nosotros,
vosotros estáis aquí, como dice san Benito, para buscar a Dios.
En segundo lugar, tendréis que aprender sobre vosotros mismos.
Yo me pregunto si, pasando por la vida, llegamos a conocernos a
nosotros mismos tal como realmente somos. Con cuanta frecuencia
nos escondemos detrás de una imagen de nosotros mismos que
responde a lo que nos gustaría ser, y que es también la imagen que nos
gustaría que los demás tuvieran de nosotros. Pero tendréis que
aprender a conoceros, si se trata de descubrir lo que no agrada a la
vista de Dios y lo que es difícil para aquellos con los que tendréis que
vivir. Solamente de esta manera podréis corregir vuestras faltas y
hacer los ajustes necesarios. Vuestra fuerza está en los talentos que
Dios os ha dado. Miradlos cada vez más como dones suyos, que se los
ofreceréis cuando hagáis vuestra profesión.
La vida en el noviciado estará limitada, y las cosas que se os
encargarán serán a los ojos de los hombres pequeñas, sin importancia,
y, francamente, más bien grises. Esto puede llegar a ser pesado. Pero
aprended, aprended en la primera semana, que todo lo que hagáis y
que todo lo que os pueda suceder se ha de considerar como una
oportunidad para profundizar vuestro amor de Dios; que todo lo que
hacéis y todo lo que os sucede, se ha de disfrutar o se ha de sufrir, sea
lo que sea, con Cristo y por Cristo. Buscáis a Dios en comunidad, y
pronto des-cubriréis qué alegría da vivir en comunidad; el soporte que
recibís al participar con otros de los mismos ideales, de las mismas
aspiraciones, del mismo estilo de vida. Y la vida comunitaria siempre
es una alegría si vivís sin egoísmo, si controláis el prurito de afirmaron
a vosotros mismos y estáis determinados a no buscar vuestra propia
voluntad. Si alguno no es feliz en comunidad, será en este terreno
donde se tendrá que examinar a sí mismo.
Y tendréis que aprender cómo se vive en comunidad. En esta
comunidad no encontraréis unanimidad de opinión en cualquier
materia; en algunas encontraréis profundas diferencias. Os sorprenderá
lo que llegamos a diferir. Pero también os sorprenderá lo unidos que
llegamos a estar. Y cuanto más pronto lleguéis a ser uno de nosotros,
en todos los sentidos, tanto mejor para vosotros, y, bien seguro, para
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nosotros. Una cosa es vivir con gente que tú mismo has escogido, y
otra cosa es vivir con aquellos que ya están aquí al llegar tú. Una cosa
es vivir con personas que piensan igual y otra cosa es vivir con
aquellos que tiene diferentes puntos de vista. Esta es una de las
razones de por qué los novicios viven separados del resto de la
comunidad: porque tenéis que aprender rápidamente, día tras día, en
un grupo restringido. Si podéis hacer esto, podréis vivir, creedme, con
quien sea.
A lo largo de toda su Regla, san Benito pone en guardia a sus
monjes contra el vicio de la murmuración. En un cierto sentido, es
importante ser crítico, pero no en el sentido de que cuando encuentras
cosas que no te gustan, te sientes contrariado y te pones a refunfuñar.
Hay una manera buena y constructiva de criticar; pero también hay
una manera mala, y de ésta es de la que habla san Benito. Aprenderéis
por propia experiencia lo fácil que es la crítica destructiva; el
precipitarse rápidamente a emitir juicios, el ser intolerante con las
faltas de los demás, sus ignorancias, su estrechez de miras, su falta de
visión.
Nuestra vida, es una vida grande, una gran vocación, y en ella
encontraréis alegría y paz: una paz que nadie podrá arrebataros.
Acabaré con las citas de dos místicos. La primera es: «Si negras nubes
te ocultasen de mi mirada, de tal manera que pareciera que después de
esta vida no hubiera sino una noche todavía más oscura, la noche de
una nada total, esta sería la hora de la más grande alegría, la hora de
ensanchar mi esperanza hasta los límites más distantes» 2. Y la otra:
«Golpea la espesa nube del desconocimiento con el dardo agudo de un
amor anhelante, y absolutamente de ningún modo pienses en
abandonar»3. La primera fue escrita en el 1890, la segunda en el 1370.
Me gustaría que esto pudiera proveeros de un lema para vuestro
noviciado :
Confianza: una esperanza ilimitada en la bondad de Dios.
Amor anhelante: el amor de Dios, que es el rasgo característico de
la vida monástica.
Y por último: no os toméis demasiado en serio a vosotros mismos.
Tomad la vida seriamente. Tomad a Dios en serio. Pero, por favor,
¡no os toméis demasiado en serio a vosotros mismos!
6.9.69
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b.  Sondear: el misterio de Dios

Desde un principio intentad penetrar en el corazón de vuestra


vocación. Es fácil, sobre todo en los primeros años, hacerse una
opinión equivocada de aquello en que consiste la vocación del monje.
La vida monástica no consiste, en primer lugar, en ir a la caza de la
virtud; ni se trata, en primera instancia, de la observancia de unas
reglas; ni es, principalmente, un debate o una reflexión teológica, ni
comprometerse en una acción social, ni llevar a término un duro
trabajo. Todas estas cosas tienen su parte, pero cada una de ellas puede
erigirse como un ídolo, convirtiendo en fines o haciendo absolutas
cosas que no son sino medios.
¿Qué es pues, lo que está en el centro de nuestra vocación
monástica? Un sondeo en el misterio de Dios. La búsqueda de una
experiencia de su realidad. Esto es por lo que nos hacemos monjes. El
sondeo es la empresa de toda una vida. Y cuando lleguemos al final de
nuestras vidas, nuestra tarea no habrá llegado a su término. Esta
experiencia, tal como Dios quiera otorgárosla, será algo pálido y
limitado, comparado con aquello para lo que, en último término,
estamos destinados.
Precisamente en los primeros años de la vida monástica, podéis
distraeros de vuestro objeto. Podéis dejaros llevar por la preocupación
de adquirir la virtud, podríamos decir, y pasar totalmente por alto el
rasgo característico. Creo que os daréis cuenta de que cuando hablo de
la vida monástica como de un sondeo en el misterio de Dios, lo que en
realidad estoy diciendo es que, de nuestra parte, se trata de una
respuesta a una iniciativa que depende totalmente de él. El hecho de
que ahora estéis aquí arrodillados en presencia de toda la comunidad
no es más que el primer paso en vuestra respuesta a una invitación
que, tanto vosotros como nosotros mismos, creemos que os ha sido
ofrecida.
La actitud que ha de mantener el monje a lo largo de toda su vida,
si su sondeo ha de ser real y su búsqueda eficaz, es la de escuchar y
mirar. Tendréis que pedir cada día que el Espíritu de Dios —el poder
de Cristo— abra vuestros oídos de manera que en todas las situaciones
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y en todos los acontecimientos podáis oír la voz de Dios, y ver en todo
lo que pueda sobreveniros, algo de él mismo. En la proporción en que
vosotros escuchéis y miréis, encontraréis un motivo para alabarlo y
darle gracias; y alabarlo y darle gracias es lo que hacemos varias veces
al día aquí en este coro. Así pues, cuando san Benito habla de las
cualidades que ha de tener un novicio, pone en primer lugar la
necesidad de descubrir si siente entusiasmo para la obra de Dios. Más
aún, esta serie de cualidades se exigen no solamente del novicio, sino
de todo monje a lo largo de toda su vida.
La segunda cualidad que requiere san Benito, es que el novicio sea
obediente. La palabra latina obedientia deriva de una relacionada con
«oír», «escuchar». Para san Benito, obediencia es en gran manera, una
cuestión de actitud o relación entre el maestro y su discípulo. En
vuestro primer año estáis aquí para aprender los caminos de Dios.
Seréis instruidos por vuestro maestro de novicios, y también, por la
Regla.
La Regla de san Benito fue la codificación de una experiencia
vivida en un período de tiempo. De una manera semejante, una
comunidad monástica es una comunidad viva con su propia
experiencia colectiva. Debéis observar la comunidad, escuchar y
mirar; ir descubriendo su espíritu y el porqué de la actuación de las
personas; los motivos que pueden tener para permanecer firmes. De
todos los monjes podéis aprender algo que será de valor para vuestra
vocación. En cuanto aprendices estáis bajo una disciplina. Sois
discípulos. Apreciad las reglas: son medios, no fines, pero son medios
importantes. No os las toméis demasiado a la ligera, como si tuvieran
poca importancia. Vuestros guías en esta materia son vuestro abad,
vuestro prior y vuestro maestro de novicios: ellos son vuestras
autoridades legalmente constituidas. Seguid sus directrices.
San Benito exige que el novicio acepte los opprobria. La palabra
significa afrentas. Normalmente se traduce por «humillaciones», que
sólo es un poco más agradable. Lo que en realidad presupone es lo
siguiente: ¿Se le pueden decir a un novicio cosas sobre sí mismo sin
que se sienta indebidamente ofendido, irritado o incomodado? En
pocas palabras ¿es humilde? Todo esto no es fácil. Aún avanzado ya
en años descubres con desaliento que no es fácil aceptar las

18
humillaciones. En el caso de que se te tengan que decir muchas cosas,
abrázate a ello y saca provecho.
San Benito prosigue diciendo que se han de exponer al novicio las
dificultades que se encuentran en nuestro sendero hacia Dios. Ahora,
una de las mayores es la aparente ausencia de Dios. Me sorprendería
que en los próximos doce meses, un día u otro, no lo experimentarais.
Es una de la mayores pruebas que sufrimos en un monasterio. Desde
luego es en estos momentos en los que buscamos una evasión en el
trabajo, en la vida social: hay a disposición un buen número de
caminos para evadirse. Permitid que os recuerde que cuando sintáis la
ausencia de Dios, Cristo nuestro Señor, nuestro modelo y nuestra
esperanza, experimentó exactamente lo mismo. Hay un ritmo de luz y
de tinieblas. Afortunadamente el recuerdo de la luz nos hace capaces
de soportar la tiniebla, de mirar hacia adelante, hacia el resurgir de la
luz. Porque hay luz, y en cantidad. Viene por la iniciativa de Dios
mismo. Nuestra tarea consiste en ser fieles, perseverar, responder. En
la medida en que nos demos, en la medida en que nos
comprometamos, en la medida en que oremos y seamos humildes, en
la medida en que nos aproximemos más a Dios, el nos bendecirá y nos
guiará.
17.1.73

c. Escuchar: la sabiduría del maestro

«Escuchad, hermanos míos, tengo algo que deciros. Tengo un


género de vida para enseñaros. Escuchadme con un corazón y una
mente abiertos. Si seguís mis instrucciones obediente y fielmente,
encontraréis aquél que es la fuente de todos vuestros deseos,
precisamente aquél junto al cual habéis pasado de largo yendo por el
camino de vuestro egoísmo»
Estas son, traducidas más según el sentido que según la letra, las
palabras iniciales de la Regla de san Benito. Habéis venido a este
monasterio, y tenéis que empezar con la convicción de que sean cuales
fueran vuestras faltas, las dificultades que puedan sobrevenir, por
anticuadas que puedan parecer nuestras estructuras, podéis, cada uno

19
de vosotros, alcanzar lo que buscáis. Podéis hallar a Dios, y si
perseveráis, lo hallaréis.
La palabra que inicia la Regla es «escucha». Esto ha de matizar
todos vuestros intentos, no sólo este año, sino a lo largo de toda
vuestra vida. La circunstancia de que la vida en el noviciado esté
circunscrita, os puede desconcertar. Podéis tener vuestras ideas propias
respecto a cómo ha de funcionar un noviciado. Sin embargo, la nuestra
es una forma bien escogida, una buena aproximación.
Vuestra función es triple. En primer lugar, tenéis que aprender a
conocer a Dios y al que Él ha enviado: Jesucristo, nuestro Señor.
Teniendo esto presente, en el noviciado os proporcionamos un
«desierto», de manera que sin otras preocupaciones, a parte de las que
tradicionalmente se dan en un noviciado, tengáis la oportunidad de
orar, leer y reflexionar. Es una oportunidad excelente.
En segundo lugar, tendréis que procurar conoceros a vosotros
mismos, y difícilmente podréis escaparos de hacerlo. Os tendréis que
enfrentar con lo que sois; y el descubrimiento puede ser
desconcertante, y aún alarmante.
En tercer lugar tendréis que procurar conoceros los unos a los otros.
Tendréis que aprender a vivir juntos —aprender el arte de la vida
comunitaria—, con paciencia, tolerancia, generosidad y respeto.
Seríais un grupo curioso, si en el transcurso del año, en uno y otro
momento, uno de vosotros no pusiese los nervios de punta a otro. Y
recordad que, si alguno os pone los nervios de punta, podéis estar casi
ciertos de que vosotros se los ponéis a él. Tendréis que aprender a
afrentar en la caridad de Cristo este género de situaciones. Este
conocimiento de Dios, de vosotros mismos y de vuestro prójimo os
tendría que conducir a un triple amor: el amor de Dios, de vosotros
mismos y de los hermanos.
Discípulo es uno que escucha. La lección no tendrá valor si no sois
receptivos; la receptividad es en gran manera la cualidad que
esperamos de un novicio. Referente a los caminos de Dios, tendréis
que aprenderlo todo. No es fácil hoy en día. El mundo se encuentra en
un estado de flujo. Lo mismo le sucede a la iglesia. Se plantean
cuestiones. Hay incertidumbres. Pero no olvidéis que dondequiera que
os encontréis, sea quien sea con quien estéis, fuera lo que fuese lo que
hicierais, podéis en este mismo instante alcanzar la unión con Dios.
20
Todos estamos inclinados a pensar que si las circunstancias fueran
diferentes de lo que son, las cosas irían mejor. No estéis tan seguros.
Es en las profundidades de nuestros corazones donde encontramos a
Dios, y nada puede separarnos de su amor.
Un palabra sobre la humildad. No es solamente una virtud, es una
actitud básica, actitud cristiana que cuadra a un ser humano bueno y
atractivo... Tal vez una palabra mejor que humildad sería libertad:
libertad interior. ¿Libertad de qué? Libertad de buscarme a mí mismo,
de ser indulgente conmigo mismo, de sentirme prisionero de mi propia
opinión. Nadie de entre nosotros es lo bastante humilde. Permitidme
romper el hilo con una digresión para animaros. Todos los monjes,
aquí, estamos en cierta manera heridos. Os juntáis a una comunidad
compuesta de seres humanos sumamente imperfectos. Es más bien
como estar en un hospital, en el que tanto el director como los
pacientes están enfermos. No entráis en una comunidad de santos. Si
esto es lo que pensabais que éramos, iros, por favor, antes de que os
vista el hábito. No, nosotros somos muy humanos, y es importante
acordarse de esto. Necesitamos ser liberados de nuestro buscarnos a
nosotros mismos, de nuestras erróneas ambiciones, de la vanidad, de
caer en la trampa de nuestras limitaciones, de pensar que nosotros
tenemos razón y los demás, no. Necesitamos ser liberados. ¿Libres
para qué? Libres para encontrar a Aquel que, como dice la Regla, es la
«fuente de todos nuestros deseos», libres para amar: no podréis amar
hasta que no seáis libres.
Sed libres para amar a vuestro prójimo: y en primera instancia, a
vuestros hermanos. Y esto significa trataros los unos a los otros con
respeto, reverencia y moderación. La clase de libertad que, como he
sugerido, se ha de equiparar a la humildad, será la base de vuestra
felicidad, vuestra alegría, y os protegerá de la peor de las faltas
monásticas —que, tal como he dicho, san Benito llama murmuración:
murmurar, refunfuñar, siempre criticar—criticar a las personas, criticar
cómo se hacen las cosas, sin cesar de lanzar a los cuatro vientos
vuestras críticas, incapaz de aceptar decisiones, estar «fuera de juego».
Todo esto es pernicioso. Os suplico que no refunfuñéis. Si deseáis ser
humildes, libres, desprendidos; si buscáis a Dios, deseándole a él sólo,
entonces, con alegría —Dios ama al que da con alegría— y afabilidad

21
podréis llevar a término grandes cosas para la comunidad y dentro de
la comunidad.
Decía que, hasta cierto punto, todos estamos heridos. Os acordáis
de las palabras del evangelio: «No necesitan médico los sanos, sino los
enfermos». Ponderad largamente y con frecuencia el amor de Dios
para con vosotros y su misericordia. Recordad la paradoja: «para vivir,
habéis de morir». «Dad y recibiréis». «Perded y encontraréis». «Morid
y viviréis». «Obedeced y seréis libres». Cuanto más libres seáis, tanto
más desearéis obedecer. Esta es la razón por la que para san Benito, la
obediencia está estrechamente unidad a la humildad.
19.1.74

22
2.- Perseverancia

a. La plaza del mercado y el desierto

Me gustaría decir algo sobre el papel que juegan el desierto y la


plaza del mercado en la vida monástica, particularmente en la vida tal
como se vive en este monasterio. Por desierto quiero indicar el
retirarse de la actividad y de la gente, para encontrar a Dios. Por plaza
del mercado quiero indicar el encontrarse implicado en diversos
géneros de situaciones pastorales. La tensión entre estas dos cosas es
una constante en toda la tradición monástica, y la historia del
monacato es un comentario sobre esta tensión. ¿Tendríamos que estar
retirados en el desierto o tendríamos que estar comprometidos en la
plaza del mercado? San Agustín, hablando de los obispos, dice que si
por una parte el hombre es conducido a buscarun santo ocio por amor a
la verdad, por otra parte las exigencias de la caridad requieren su
compromiso: Otium sanctum quaerit caritas veritatis, negotium justum suscipit
necessitas caritatis4.
En la vida monástica, la reforma va siempre en dirección del
desierto, porque el «tirón», la atracción de la plaza del mercado, lleva
consigo sus inherentes peligros, y puede llegar a provocar que un
monje o un monasterio se haga olvidadizo de los valores del desierto.
La tensión que encontramos a lo largo de toda la historia del monacato
existe, creo, en todos los monasterios; cierto, en todos los monjes
existe el «tirón» dentro de cada uno de nosotros, entre la alternativa
del deseo de retirarse y el deseo de comprometerse. El arte de ser
monje consiste en saber cómo estar en el desierto, y cómo estar en la
plaza del mercado. Esta es la razón por la que en nuestra vida
monástica proporcionamos, en términos de tiempo y espacio, un
desierto, es decir, una situación de desierto en la que el silencio es
preciso, en la que se requiere el silencio.
Sería una tontería pensar en términos de reglas de silencio, como si
éstas fueran una disciplina externa impuesta por la sencilla razón de
que la vida monástica ha de estar sujeta a una disciplina. Más bien
tendríamos que considerar estos lugares y tiempos de silencio como la
23
verdadera base de una vida espiritual madura, adulta. No tendríamos
que ver el silencio como una interrupción de nuestra recreación;
tendríamos que considerar nuestra recreación como puntuando nuestro
silencio. Pero el desierto ha de ser algo existente en la mente, y es la
apreciación y la comprensión del papel de la soledad y del silencio
interior —y la relación entre esta actitud interior y los medios
exteriores que nos proporcionamos a nosotros mismos— las que nos
hacen aptos para adquirir o para habitar en el desierto interior de
soledad y de silencio. Estos tiempos y lugares de silencio son refugios
a donde nos retiramos, porque los deseamos, porque los necesitamos,
porque es allí donde buscamos a Dios.
Ahora bien, la plaza del mercado ocasiona distracciones. De por sí,
tiene atractivos, y en ella encontramos responsabilidades que se han de
llevar a término. Podemos también escaparnos a la plaza del mercado
porque nos da miedo el desierto, porque tememos la soledad, el
silencio; porque tememos enfrentarnos con las exigencias y las
reivindicaciones que Dios pudiera hacernos y que, en realidad, nos
hace. Nunca podremos estar a salvo en la plaza del mercado, a no ser que
nos sintamos como en casa en el desierto. Esta es la razón por la que
los primeros años en el noviciado son de importancia vital; porque el
noviciado es un intento de crear una situación de desierto; la ausencia
de ocupaciones en él, la falta de contactos humanos, tienen,
precisamente, esta finalidad: que podamos descubrir las
reivindicaciones y las exigencias de Dios. Tal vez sonriáis al oírme
hablar de falta de ocupaciones, pero ya entendéis lo que quiero decir.
La falta de contactos, aparte de los que uno tiene con los que comparte
el noviciado, presenta problemas; y en este contexto, permitidme
volver al tema del desierto para que os quedéis con un pensamiento. El
corazón también ha de aprender a vivir en su desierto, si es que ha de
ser capaz de comprometerse en la plaza del mercado. Es únicamente
en el desierto en donde podéis aprender a convertir soledad en
«solitud», y será únicamente cuando hayamos aprendido la «solitud» y
la libertad —la capacidad de estar solos— cuando podremos
comprometernos con otros sin peligros.
Aquí, nuestra vida monástica se desarrolla en la plaza del mercado:
tenemos un colegio, parroquias, una Granja 5. Algunos de nosotros
están comprometidos en la administración. Esta es nuestra vida. Este
24
es el camino que nos ha forjado la historia. Parece ser que ésta es la
voluntad de Dios para nosotros. Y porque estamos comprometidos en
la plaza del mercado, para nosotros es crucial apreciar el desierto. Un
monje será apreciado en la plaza del mercado, si conserva la nostalgia
del desierto: la nostalgia de ser un hombre de oración, ocio para
dedicarse a la oración, el deseo de orar, persistiendo en esto, sin
dejarlo nunca pasar; esto es lo que nos hace aptos para la llamada de
Dios a comprometernos con la gente y en una actividad. Muy simple,
nuestra vida es una vida de oración y de servicio en comunidad, y la
vivimos con sus contradicciones y complejidades, sobre todo según el
espíritu de la Regla de san Benito. Para vivir felices todos juntos, para
alcanzar los fines que cada uno pone ante sí cuando profesa, hemos de
ser una comunidad disciplinada, que valora las doctrinas
fundamentales de san Benito. Y dos de éstas se refieren a la humildad
y a la obediencia. Ambas, un tesoro. Esta noche he leído: «La oración
es la suma de nuestra relación con Dios. Somos lo que oramos. El
grado de nuestra fe es el grado de nuestra oración. Nuestra capacidad
de amar es nuestra capacidad de orar». A esto añadiría: el genuino
amor a Dios y al hombre se aprende en el desierto. Apréndelo allí, y
tendrás algo para vender en la plaza del mercado: la perla de gran
valor.
16.10.73

b. Humildad

Hay muchas formas de oración, las unas se adaptan a ciertos


temperamentos, las otras, a otros. El Espíritu santo sopla donde quiere.
Pero voy a hablar sobre una forma que por el hecho de estar
íntimamente ligada con toda la búsqueda monástica de Dios, se tendría
que guardar especialmente como un tesoro: la oración de quietud.
Esta oración, tanto si dura cinco minutos como media hora,
renuncia a las palabras, las imágenes y las ideas. Aunque esto no
quiere decir que hayan de ser totalmente excluidas. Lo que importa es
adquirir la capacidad de estarse silenciosamente en la presencia de
Dios: que cultivemos una silenciosa atención en la que el alma
encuentra a Dios en lo más profundo de sí misma.
25
Hay diferentes puntos de partida de acuerdo con nuestra manera de
considerar la vida, nuestro temperamento, nuestras lecturas, nuestra
educación, etcétera. Un buen punto de partida, diría, es una conciencia
de pobreza, lo que podríamos llamar una pobreza radical; o, si me
perdonáis la expresión, una pobreza metafísica: un darse cuenta de
nuestra limitación como criaturas, del sí mismo detrás del cual se halla
la nada en la que encontramos a Dios. Este darse cuenta de nuestra
pobreza en la presencia de Dios despierta un sentido de dependencia,
nos permite encomendarnos, con mucha paz, a la divina providencia, y
ver su mano guiándonos en las actividades de la vida diaria.
Otra forma que toma la pobreza es un sentido de nuestra
insuficiencia, que clama incesantemente a la misericordia de Dios, una
misericordia que, de acuerdo con el uso bíblico de la palabra, implica
un derrumbar al que puede más para elevar al que puede menos.
«Porque el Poderoso ha hecho tanto por mí». Hay momentos en que
nos equivocamos o hacemos un papel ridículo, pero a continuación
viene una paz profunda porque la satisfacción del error que se nos
otorga, permanece en Dios. Un sentido de nuestra ineptitud, de nuestra
fragilidad, que sin una fe verdadera puede llevarnos a perder la
confianza, es, creo, una profunda actitud monástica: la realización de
que tanto da lo ridículo que pueda yo sentirme ante mis propios ojos o
ante los ojos de los demás, porque he experimentado una vez más lo
mucho que necesito de la misericordia y de la ayuda de Dios. Y así,
esta pobreza —la pobreza de la primera bienaventuranza: «Dichosos lo
que eligen ser pobres, porque esos tienen a Dios por rey»— es un buen
punto de partida porque es la experiencia de todos nosotros en nuestra
vida de oración: fracaso, frustración, la impresión de que no se va a
ninguna parte. Habitando en esta pobreza que se presenta en las
dificultades de nuestra oración, encontramos a Dios, o, para ser más
exactos, somos descubiertos por Dios.
Esta es la razón por la que la humildad es una virtud clave en la
vida monástica, una virtud clave en la vida cristiana. Por esto es por lo
que san Benito pone un énfasis tan grande en ella, y obrando de esta
manera se hacía eco de toda una tradición monástica. El describe los
doce grados de la humildad de una manera distinta de como lo
haríamos nosotros hoy en día, pero la meta a la que cada uno de ellos
conduce es la misma: la realización de nuestra pobreza y, por
26
consiguiente, una actitud mental y una forma de comportamiento
respecto a nuestro servicio de Dios y del prójimo.
Pero el silencio es y tendría que ser un silencio lleno de paz, en el
que en primer lugar, estamos a la escucha. En la oración se da lugar
para hablar, pero el silencio juega un papel de gran importancia.
Pensemos solamente en nuestra Señora, la esclava del Señor: su
humildad. Ella «conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en
su interior». Fue bendita porque escuchó la voz del Señor. Recibió la
Palabra, no solo físicamente, sino en todos los repliegues de su ser. De
esta manera, en la oración de silencio, en la oración de quietud,
recibimos el Espíritu.
Perdonadme por expresar estas cosas tan chapucera-mente: he de
admitir que en este terreno no me muevo con demasiada facilidad;
pero uno ha tenido ya la suficiente experiencia para saber que es a lo
largo de esta pauta donde hemos de buscar un tipo de oración que
siempre existirá en nuestra vida monástica. Esta es la razón por la que
tenemos esta media hora de oración mental. Y es importante no
mirarla desdeñosamente.
Si podéis adquirir esta actitud en los primeros años de vuestra vida
monástica, os librará de convertiros en unos «activistas», en el sentido
de uno que se sumerge en mil y una cosas que se han de hacer. Más
bien esta clase de oración puede impregnar cualquier cosa que
hagamos. Cuando nos ponemos a nuestro trabajo diario Dios está
presente, como si estuviera en el trasfondo, permitiéndonos ver a
Cristo en nuestro prójimo y la voluntad divina en aquello que nos tiene
ocupados. O, mirándolo de otra manera, tenemos una presencia hacia
la que nos podemos girar en todo momento. De aquí la importancia del
silencio: lugares de silencio; desiertos en los que podemos encontrar a
Dios en la soledad.
Si de vez en cuando encontráis que el Oficio no va bien, si se os
hace una carga, tengo un par de consejos que os pueden ser útiles.
Haced la práctica de dirigir la atención hacia el próximo Oficio.
Cuando te vas a la cama por la noche, date cuenta del hecho de que,
pasadas siete horas, volverás a estar en el coro alabando a Dios en los
maitines. Es extraordinario el efecto que esta pequeña estratagema
puede tener a la mañana siguiente. Y no es una mala idea el tener una
intención especial para un Oficio particular, o una razón especial por
27
la que deseas levantarte y cantar las alabanzas de Dios aquella
mañana. Aún otra cosa: procura encontrar en el Oficio del día
siguiente a un «amigo» entre los salmos. Cuando el Oficio va por
malos derroteros, una lectura de los salmos es un ejercicio admirable.
Hemos de ser prácticos.
5.7.73

c. Obediencia

Seguro que os sentís constreñidos por la vida algo estrecha de


vuestro noviciado. Es difícil justificar la manera como funciona un
noviciado. Ahora hay aquellos que hablan de lo que ellos llaman un
«noviciado abierto». El cínico diría: «¡Nada de noviciado!». Pero esto
depende de vuestro punto de partida. Aquí, nosotros no creemos en un
«noviciado abierto», y no me es posible ver cómo algún día podamos
aceptarlo. Sin embargo, es justo revisar de vez en cuando cómo
hacemos las cosas en el noviciado, y hacer las adaptaciones necesarias,
pues una generación de novicios difiere de otra. Así pues, espero y
ruego para que nuestra actitud sea abierta y flexible. Sin embargo, tal
como lo entiendo, en lo que toca a nosotros no hay vacilación alguna:
en el ámbito del sistema damos en el clavo y lo que hemos heredado es
eficaz; pero constriñe y delimita, y no habrá muchos que después de
haber dejado el noviciado, y ya en el grupo de los que llamamos
juniores en la comunidad, tengan ganas de volver a la vida del
noviciado. Sin embargo, todos nosotros hubiéramos deseado
aprovechar más cuando estábamos en él.
Lo más importante en el noviciado es que estéis protegidos contra
las distracciones lo máximo posible, y esto, sólo por una razón: que
aprendáis a ser hombres de oración, que aprendáis el arte de la
oración, la práctica de la presencia de Dios, que lleguéis a ser hombres
de Dios. Esta es la razón fundamental de todo, y me parece que si
perseveráis, y pasados los años miráis atrás, veréis, realmente
entenderéis lo importante que este año puede ser para la formación, o
lo importante que fue, o, por desgracia, no fue. En este año se ponen
los cimientos. En este año tenéis que haceros «monjes» en vez de vivir
simplemente como monjes. Es un período crucial. Y es difícil entender
28
todo esto cuando uno lo está viviendo. Todavía no podéis tener una
visión retrospectiva para evaluarlo. Estáis sufriendo un proceso que no
es fácil comprender mientras os encontráis en él; y por esto necesitáis
una buena dosis de paciencia y de receptividad que os permitan
aceptar las cosas que en apariencia carecen para vosotros de
importancia y hasta pueden pareceros estúpidas. Sed sensibles a la
experiencia de aquellos que os ayudan y os guían. Antes de criticar,
procurad apreciar y comprender. No permitáis que vuestra reacción
inmediata sea la de criticar: haced que sea la de apreciar, un intento de
comprensión. En cualquier monasterio, si buscáis cosas para criticar,
encontraréis las suficientes para manteneros ocupados todo el día. Si
sois sensibles y comprensivos, estáis en una buena posición para hacer
sugerencias constructivas y razonables.
Es verdad que se dan muchas dificultades en lo que podíamos
llamar la «teología de la obediencia». También es verdad que en la
historia de la iglesia, en la historia de la vida religiosa, ha habido
abusos en el ejercicio de la autoridad. Todo esto se ha de admitir. Y es
verdad, me parece, que la obediencia fuera del contexto de la vida
religiosa, podría tender, y a veces tiende, a debilitar al individuo. Pero
hemos de procurar comprender el porqué la obediencia ha entrado en
la vida espiritual; el porqué fue importante para personas como san
Benito y todos los escritores espirituales a lo largo de los siglos este
vínculo misterioso forjado entre nuestra obediencia y la obediencia de
Cristo. A veces se nos dice que la obediencia es una liberación. No
siempre es fácil ver el significado que yace bajo esta paradoja.
¿Permitís que apunte un par de peculiaridades? Si hacéis un voto de
obediencia, perderéis la libertad de escoger lo que queréis hacer en el
monasterio. Hoy en día, las cosas se hacen más basándose en el
diálogo y en la discusión, y la autoridad se ejerce de una manera más
humana que en el pasado. Sin embargo, perderéis la libertad de
escoger vuestro propio género de vida; y esto, en sí, es una liberación.
Porque aceptáis lo que os piden vuestros superiores, os veis libres de
hacer planes para el futuro. Vosotros sois algo así como viajeros
furtivos a través de la vida, no como aquel que por adelantado se ha
trazado con esfuerzos el camino. Desde luego, vosotros tenéis que
estar seguros en vuestro interior... habéis de estar ciertos de vuestras
convicciones respecto a Dios y a las cosas de Dios. Pero la verdadera
29
incertidumbre, humanamente hablando, en lo que se refiere al futuro,
es un estímulo a tener fe y confianza en la divina providencia.
Más aún, la obediencia es una defensa contra la voluntad propia: no
hay lobo más astuto que la voluntad propia cuando se pone una piel de
cordero. Lo que dice san Benito sobre este defecto hace sentir un
escalofrío por la espina dorsal. Parece que va contra lo que hoy día
llamamos auto-expresión (self-expression), auto realización, etcétera.
Pero en él hay algo peculiar aquí. Es fácil para nosotros hacernos el
centro de nuestro pequeño universo, vivir nuestras vidas para nuestro
propio engrandecimiento, para nuestra propia satisfacción. Las
«buenas» personas caen en esta trampa. En su celo intentan competir
con los demás, pisotearlos bajo los pies. No estéis tan seguros de que
la enseñanza de san Benito sobre lapropia voluntad está pasada de
moda. La experiencia nos muestra de que manera tan sutil, muy sutil,
nos podemos buscar a nosotros... «mismos». El arte de ser cristiano y,
por consiguiente, de ser monje, es aprender a poner a Dios en el
centro: el amor de Dios y de nuestro prójimo; estar entregado a Dios y
al prójimo. Encuentras personas que aparentemente son muy
espirituales, muy santas y, cuando las conoces más de cerca, descubres
que la búsqueda de ellos mismos gana en prioridad a la búsqueda de
Dios o al servicio del prójimo.
5.12.69

d. «..una suave reprimenda!»

Conocéis más que entendéis sobre la vida monástica y los que la


vivimos. La comprensión viene despacio, arrastrándose detrás del
conocimiento.
No hay límites para lo que un hombre humilde puede hacer en el
servicio de Dios y de su prójimo. Por el contrario, no hay obstáculo
mayor que el reverso de la humildad: el orgullo. El capítulo de san
Benito sobre la humildad es todo un programa espiritual.
Tengo la vaga impresión —lo digo así, porque puedo matizar, o
podéis desear que matice lo que voy a decir—, tengo la vaga
impresión de que entráis en el noviciado para probarnos a nosotros en
vez de entrar para que nosotros, tal como es corriente en la vida
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monástica, os probemos a vosotros! Ahora bien, no queremos que
seáis acríticos. Ni tampoco os queremos cerrados y sin ventilación. No
tenemos la pretensión de haceros creer que tenemos todas las
respuestas; no las tenemos, como ya os habréis dado cuenta, sin duda.
Pero es importante recordar que si vais a aprender realmente algo
sobre la vida monástica, una buena parte de cosas las tendréis que
aceptar por simple confianza, creyendo que son eficaces o importantes.
Posiblemente he dicho estas cosas con más fuerza de lo que me había
propuesto, pero ya nos conocemos lo suficiente para hacer las reservas
necesarias. Sin embargo, no trato de eliminar una leve reprimenda.
Ya habéis descubierto, ¿no es verdad?, que ocho personas viviendo
juntas crean problemas dignos de consideración. Es cuatro veces más
difícil que si sólo fuerais dos, y supongo que lo más fácil sería si
solamente hubiera uno. Pero habéis descubierto el problema. Os
encontráis juntos una serie de compañeros que no habéis escogido, y
no lo habéis encontrado fácil. Es tan fácil hablar de comunidad; tan
simple pensar de la comunidad como un «estar juntos» temporal. Pero
cuando tenéis que vivir la vida en términos de una dura realidad, esto
trae problemas. Pero vosotros habréis descubierto vuestros propios
defectos en lo que toca a la vida de comunidad. También habréis
descubierto que tiene su recompensa, que nos apoyamos los unos a los
otros. Y me parece que es evidente lo mucho que habéis aprendido
aquí, y que empezáis a apreciaros mutuamente por lo que sois y no por
lo que os gustaría que los demás fueran. Esta es una cuestión de
primera importancia cuando se vive en comunidad: aceptar las
personas tal como son, no tal como os gustaría o hubierais esperado
que fuesen. Una profunda tolerancia y aceptación del otro: ésta es la
base de la comunidad. A fin de cuentas, ésta es la base de la caridad, a
la que la comunidad está subordinada.
Diría que vuestro noviciado, hasta ahora, no ha sido fácil; pero
tiene rasgos que son enormemente alentadores. Formáis un noviciado
muy competente; y que un abad pueda decir esto se ha dado raramente
en el pasado. Sí, sois competentes en todos los conceptos. Esta no es la
mayor de las virtudes; no es el atributo monástico más importante,
pero ayuda. Sois alegres: esto también es importante. Y creo que
podéis reíros de vosotros mismos, que es muy importante.

31
Tenéis dos cosas que apreciamos. Procuráis recitar vuestras
oraciones, y en vuestra vida de oración dais un buen ejemplo a la
comunidad: Y ésta es vuestra dualidad más importante. Sois hombres
con ideales, y esto también es importante. Manteneros en vuestras
oraciones, conservad vuestros ideales, y el resto se pondrá en su sitio
por sí solo.
24.3.70

e. Compromiso

Hubo un tiempo aquí, en el monasterio, en que después de un año


de noviciado se hacían ya votos perpetuos. Después se tomó la
decisión de que en primer lugar se hiciesen votos por tres años,
pasados los cuales se permitía al novicio, si era considerado apto,
hacer los votos solemnes. Cuando un novicio hacía los votos simples,
se sobreentendía que realmente tenía la intención de permanecer en el
monasterio durante toda su vida.
Desde entonces el pensamiento de la iglesia ha cambiado. Un
documento de Roma,Renovationis causam, pone de manifiesto que el
período de formación monástica se extiende hasta la profesión
solemne: hasta este momento estáis en período de prueba. El corolario
de esta manera de pensar es que nosotros no contraemos con vosotros
una obligación similar a la que hasta ahora habíamos tenido con los
profesos simples.
Me explicaré. Desde el momento que aceptábamos a alguien para
los votos temporales, no nos podíamos deshacer de él —si es que
puedo usar esta frase espantosa—fuera del caso en que se diera una
culpa grave; la idea era que aceptándolo para los votos temporales lo
aceptábamos virtualmente a los votos solemnes. Este no es el caso
ahora. No contraemos las mismas obligaciones. Por esto, en cierto
sentido, no estáis seguros, aun pasados dos años, porque a los dos años
de los votos temporales, vuestro caso será considerado de nuevo. La
iglesia ha tomado esta decisión a la luz de la experiencia de estos
últimos años.
Sin embargo, espero que hagáis los votos temporales por dos años.
Y un voto es una cosa importante: es un contrato que hacéis
32
directamente con Dios. Y os urjo, si es que vais a solicitar el permiso
para hacer votos temporales por dos años, a que entendáis plenamente
que es por dos años. Si prevéis que probablemente, pasados seis meses
o un año, vais a cambiar de opinión, no hagáis, por favor, los votos
temporales. Si en este período de dos años, vais a ir mirando por
encima del hombro, por decirlo así, por favor no hagáis los votos
temporales: es solemne e importante y os liga por dos años: por lo
tanto entrad en este período con entusiasmo y determinación,
comprometiéndoos a vivir para Dios en este género de vida durante
este período de tiempo.
Esto es razonable en cualquier nivel, porque solamente descubriréis
si esta vida es o no para vosotros si entráis en ella con entusiasmo, de
una manera positiva, con alegría. Aún más, una vez os hayáis
comprometido experimentaréis una sensación de alivio y descargo,
pues el debate que se iba desarrollando en vuestra mente —¿lo he de
hacer, o no lo he de hacer?— llega a su fin. Cierto que no hay nada
que dé más libertad que la profesión solemne: el debate se ha acabado,
estáis comprometidos, no se puede ir atrás, el futuro es desconocido, y
entregáis a Dios vuestro voto. Esta es la actitud que habéis de tener al
hacer la profesión solemne. Sean cuales fueren vuestras dificultades,
es un pensamiento liberador. Os dais a Dios y no hay vuelta atrás. Y
esta es la actitud que habéis de tener durante los próximos dos años si
hacéis estos votos temporales.
Cuando erais postulantes y discutíamos si entraríais o no en el
monasterio os decía que había tres preguntas que os teníais que hacer a
vosotros mismos: ¿Deseo vivir con estas personas? ¿Deseo hacer lo
que ellas hacen? ¿Me veo a mí mismo convirtiéndome en la clase de
personas que ellas son? Estas son tres preguntas que podríais muy bien
volvéroslas a plantear de nuevo. ¿Quieres ser uno de nosotros?
¿Quieres hacer lo que hacemos nosotros? ¿Te ves a ti mismo
convirtiéndote en la clase de persona que somos nosotros? En cuanto a
este tercer punto: advierte lo diversos que somos, lo diferentes que
somos los unos de los otros. Lo que quiero decir con esto no es que
hayáis de asumir las maneras y actitudes de cualquier persona
particular; tenéis que seguir siendo vosotros mismos, tal como sois.
Pero necesitáis tener una especie de instinto: la manera de reaccionar
que tenemos por el hecho de ser monjes, y no por cualquier otra razón.
33
Sin duda alguna, durante este último año habréis tenido algunas
sacudidas violentas respecto a vosotros mismos; si no, vuestro
noviciado se ha echado a perder hasta cierto punto. Por ahora habréis
aprendido mucho sobre vosotros mismos, y reconoceréis,
posiblemente de una manera que no lo habíais hecho anteriormente,
que tenéis defectos. En cada uno de vosotros hay un defecto que puede
llegar a ser vuestra ruina, de esto no hay duda. Un defecto de esta
naturaleza puede llevarnos a hacer un papel ridículo, a cometer una
grave equivocación. Reconocer este defecto y aprender a luchar contra
él es una de las maneras de permanecer en la vida monástica.
Ahora no importa que tengáis defectos, con tal de que dos factores
permanezcan inconmovibles. En primer lugar, tendríais que estar
dedicados a la oración. Y esto no quiere decir que os encontréis bien
en la oración o que sintáis gusto por la oración. Esto significa
que deseáis orar, no a nivel emocional, sino con la voluntad; que
sabéis lo que queréis hacer y estáis determinados a continuar; que a
veces —digamos, en el curso de este último año— ha habido una
nostalgia de la oración, un deseo real de oración que, aunque en algún
momento se haya vuelto frágil, casi olvidado, os impide, sin embargo,
abandonar. En segundo lugar tendríais que desear sinceramente
pertenecer a esta comunidad: echar vuestra suerte con nosotros, a pesar
de vuestros defectos y debilidades; tendríais que estar dispuestos a
enfrentar un futuro desconocido en compañía de estos hombres que
caminan a través de la vida buscando a Dios.
Si nos criticáis, si no os gustamos, si tenéis la sensación de que os
vamos a irritar, no os quedéis. Sabemos que tenemos defectos, que
somos una comunidad imperfecta, pero al menos estamos juntos en
nuestras imperfecciones y flaquezas. Y si os juntáis a nosotros, es vital
que os mantengáis con nosotros, y, si fuera necesario, que os hundáis
con nosotros. Pero cuando seáis profesos tendréis que desear ser uno
de nosotros. Se os requiere que seáis hombres humildes, que
reconocen el valor de la obediencia, no solamente porque os conforma
a Cristo, sino también porque os conduce, os ayuda en vuestra
búsqueda del Padre. Tenéis que estar preparados a afrontar las
dificultades varonilmente, valerosamente, alegremente. No podemos
tener en la comunidad hombres que «llevan a cuestas una astilla en el
hombro»; no podemos tener hombres desilusionados; no podemos
34
tener aquellos que todo lo encuentran mal; no podemos tener aquellos
que suponen que si cambiásemos todas las cosas, todo iría mejor. No,
tenéis que aceptarnos tal como somos, y recordad que en un
monasterio la murmuración es una amenaza contra la unidad y la
caridad. Esto no excluye, os lo puedo decir, una crítica positiva:
realmente tendríais que trabajar en cuanto os fuera posible para
cambiar lo que, según vuestra opinión, necesita ser cambiado, pero de
una manera constructiva. Todo es cuestión de actitud.
Pongo énfasis en esto porque estamos viviendo en una época de
protesta, una época de contestación. Ciertamente en todo esto hay
mucho de bueno, pero si esto ha de formar parte integral de la vida
monástica, entonces me parece que esta vida no tiene futuro alguno.
Las personas que hoy día entran en el monasterio están como
obligadas a reflejar las actitudes del mundo; pero no podemos permitir
que las actitudes del mundo prevalezcan en el monasterio. En los
viejos tiempos, cuando nosotros entramos, teníamos actitudes que
tuvimos que abandonar. Lo mismo se aplica a vosotros. Esto es a lo
que se refiere laconversio morum.
Acordaos también de que si hacéis los votos, seguiréis siendo la
persona que erais antes, con las tentaciones y los deseos que tienen los
demás. Es casi cierto —yo diría, cierto del todo— que en vuestra vida
podríais encontrar a alguien con quien podríais instalaros felizmente
en el estado de matrimonio. No habría nada de sorprendente en esto.
Pero antes de hacer los votos, tenéis que enfrentaros con el hecho de
que se van a dar estas tentaciones y dificultades. Hacedles frente
ahora, y si sois hombres de Dios y de oración —verdaderos monjes—
seréis capaces de salir airosos.
Como noviciado, habéis sido lentos para aprender una serie de
cosas. Me parece que tenéis una comprensión correcta de la teoría del
monacato, una comprensión mucho mejor, si puedo decirlo así, que la
del noviciado del que yo formaba parte. Os habéis formulado algunas
preguntas bastante profundas: todo esto es bueno y merecéis que se os
felicite. Sin embargo, no habéis sido igualmente buenos en la
adquisición de los instintos monásticos. Me parece que habéis sido
lentos en dar en el clavo. Una cosa es saber el rasgo característico, otra
es verlo, otra es vivirlo. El maestro de novicios me dice que le parece
que en vuestro entrenamiento general estáis varios meses de retraso
35
respecto a la mayoría de noviciados. Da algo de pena; así pues, vais a
tener que imponeros un esfuerzo. Y como sois hombres hábiles y de
buena voluntad, podréis hacerlo. Tenéis tiempo para conseguirlo: Yo
os urjo a que lo hagáis así.
27.6.70

f. Realización personal

Habéis venido aquí, y lo sabéis muy bien, para buscar a Dios. Cada
persona ha de descubrir en cuanto le sea posible, cuál es su camino.
Esta es la llave: la voluntad de Dios para cada uno de nosotros.
Vinisteis aquí porque pensasteis, y otros a los que consultasteis
estuvieron de acuerdo, que Dios os llamaba a la vida monástica. Por
ahora, en cuanto podemos decirlo —y sin duda alguna, en cuanto
podéis verlo— esto es lo que Dios desea de vosotros. Como
comunidad os hemos dado la bienvenida para que viváis, oréis y
trabajéis entre nosotros en este período de prueba para vosotros.
Deseamos que seáis felices, que estéis contentos. Deseamos que
vuestra vida sea de provecho. Deseamos que alcancéis la realización
personal.
Sin embargo, si estáis obsesionados por la realización personal, es
muy probable —es una manera suave de decirlo— que no lleguéis
nunca a alcanzarla. Es verdad, que la realización personal se alcanza
solamente cuando los objetivos o metas que nos proponemos están por
encima de nosotros. Desde luego, hay una realización personal de
mala calidad, y la hay también de buena calidad. La de mala calidad,
que es buscarse a sí mismo, afirmarse a sí mismo, mirarse a sí mismo,
os conducirá — y no necesitáis que yo os lo diga— a una considerable
miseria, sea cual fuere el sendero de la vida que vosotros mismos os
tracéis. San Benito es casi cruel en esta cuestión del buscarse a sí
mismo de la propia voluntad. A lo que apunta es a arrancar de raíz de
nuestras vidas, para salvarnos de nosotros mismos, aquellas formas de
afirmación propia y propio asentimiento que nos conducen a la miseria
y constituyen una barrera entre nosotros y Dios. No hay nada más sutil
y penetrante que la entronización de «uno mismo» a expensas de los
demás y de Dios.
36
Esta es la realización personal de mala calidad. La de buena calidad
se expresa en el evangelio en una paradoja: perder la vida para
salvarla. Pero esto puede sonar un poco negativo. Si miráis a san Pablo
podéis encontrar la inspiración contenida en el mensaje evangélico:
hemos de permitir que Cristo viva en nosotros; tendríamos que ser
receptivos, y prontos a responder a los toque del Espíritu; tendríamos
que vivir como hijos de Dios, dirigirnos a él como Abba, Padre. Un
secreto de la vida cristiana, y por lo tanto de la vida monástica, es el
ver en cada momento, en cada situación, en cada persona, la
posibilidad de un encuentro con Cristo y, en Cristo, con el Padre y el
Espíritu santo.
Tal vez pueda ayudar el distinguir entre estar resignado a la
voluntad de Dios o abandonarse a su voluntad. La palabra «resignado»
sugiere aguantar una cosa, soportarla. «Abandono», aunque la palabra
tenga una connotación de debilidad, tiene mucho más el sentido de
aceptación, aceptación voluntaria, un abrazar la voluntad de Dios, un
salir al encuentro de su voluntad.
Si miramos cada momento como un instante en el que encontramos
a Dios, y hacemos de este instante un momento de amor y abandono a
su voluntad, entonces cada momento de nuestra vida, puede y debe
llegar a ser un momento en el que buscamos y encontramos a Dios.
Esto es para lo que habéis venido aquí. Y la mayor parte de la vida
aquí, está organizada para hacer esto posible; para proporcionar
oportunidades de reflexionar, de pensar, y para llegar a ser cada vez
más conscientes de la presencia de Dios.
Hemos dicho que hay una buena calidad de realización personal y
una mala. Nos podemos engañar a nosotros mismos pensando que la
mala es la buena. Y también podemos, por otra estratagema mental,
concebir la buena como si fuera la mala; de manera que cuando las
cosas van bien, cuando la vida fluye tranquila, cuando tenemos éxito,
podemos pensar que la cosa va mal. De vez en cuando encontramos
entre los cristianos esta vena de pensamiento; así pues, en esta materia
se ha de mantener un equilibrio delicado entre nuestro pensamiento y
nuestra acción.
Dejad que la palabras de nuestro Señor resuenen como un eco en
vuestra mente: para encontrar vuestra vida la habéis de perder, de
manera que viváis, pero no ya vosotros, sino Cristo en vosotros.
37
¿Tenéis la mutua impresión de no pareceros a Cristo? Permitid que
lo formule con más dureza. ¿Os parece que los demás os sacan fuera
de quicio? Probablemente habréis descubierto que es así. Permitid que
os formule este pensamiento que os hará reflexionar: Si alguien os
saca fuera de quicio, podéis estar seguros que vosotros sacáis fuera de
quicio a algún otro. Este es un pensamiento simple, directo, fuerte;
pero es una ayuda cuando la idiosincrasia de otras personas nos hace
perder nuestro sentido de perspectiva. Pero lo hemos de entender
correctamente. La vida de comunidad está hecha de una serie de cosas
pequeñas. Me refiero a pequeñas muestras de cortesía: pequeñas
formas de consideración, a pensar en los otros, a ser sensible para con
los otros, conscientes de sus necesidades, de su estado de ánimo, a
tratarlos con tacto, amables cuando se les corrige, apacibles. En la vida
de comunidad inevitablemente hay choques. No deberíamos aceptar
esto demasiado a la ligera; deberíamos considerarlos siempre como
algo que nos duele y hacer todo lo posible para deshacernos de las
cosas que en nosotros pudieran causar irritación a los demás. No todos
somos igualmente sensibles a las necesidades de los demás. No es que
podamos hacer mucho por esto, pero si no somos sensibles para con
los demás, es cosa buena descubrir la verdad e intentar reajustarnos
para ser sensibles.
Me gustaría hablar de la soledad, particularmente en la vida
monástica. Nos llevaría mucho tiempo, es una lástima.
Sin embargo, hay una soledad de buena calidad y otra de mala
calidad. La mayor parte de las personas en el mundo se sienten solas.
Y frecuentemente, pequeñas muestras de consideración, pequeñas
gentilezas: una mera inclinación de cabeza o un «buenos días», pueden
hacer que todo cambie. Aquí vienen huéspedes. Ellos aprecian este
género de cortesía y consideración. Y reunidos como estáis en la
atmósfera delimitada del noviciado, esto lo tendríais que practicar en
vuestras mutuas relaciones. Vosotros no decidís conjuntamente
juntaros a la comunidad; cada uno de vosotros lo decide por separado.
Las circunstancias son las que os han reunido. Ahora como cristianos
y como monjes tenéis que aprender a vivir juntos.
7.4.71

38
g. Relaciones personales

Hay un gran número de maneras de relacionarse con los demás. No


podemos evitar que unas personas nos agraden más que otras. En todas
nuestras relaciones es necesario que recordemos este hecho tan
importante: que cada persona está hecha a imagen y semejanza de
Dios. Más aún, cada persona es única, y por esto, él o ella, ha de
manifestar algo especial que ninguna otra tiene. Esta es la razón por la
que cada persona que encuentro tiene derecho a mi respeto. También
es verdad que, en cierto aspecto, cada persona me es superior, porque
en mi experiencia, cualquiera que encuentro tiene cualidades y
capacidades que no tengo yo, o las tiene en mayor grado. Aun si esto
no fuera verdad, la persona seguiría teniendo su propia unicidad, que
le pertenece solamente a ella.
Podemos seguir adelante y hacer la siguiente reflexión: Haciéndose
hombre se puede decir que Dios se ha hecho a imagen y semejanza del
hombre. Para ser absolutamente preciso, subrayaría que el hombre,
hecho a imagen y semejanza de Dios, no se hace Dios de la misma
manera que Dios, haciéndose a imagen y semejanza del hombre, se
hizo realmente hombre. Tal vez podamos ver con más claridad lo que
intento decir, si pensamos en el hecho de ver a Cristo en los demás.
¿Qué es lo que esto significa? Insinúo que cuando una persona es
transformada por el amor de Dios, esta persona se hace semejante a
Cristo.
Esto es importante para todos nosotros, tanto si estamos casados
como si no lo estamos. Es una gran ayuda para entender cómo ha de
amar el célibe. Tendría que intentar ver la imagen y semejanza de Dios
en todos: debe ver a Cristo en todos los hombres. Si el célibe se siente
atraído hacia una persona particular, su inclinación natural podrá
enseñarle a ver a Cristo en esta persona —sin embargo, tendrá que
luchar para no quedar sofocado por esta atracción—; puede utilizar
esta experiencia para buscar a Cristo en todo hombre y en toda mujer.
Esta sugerencia es aplicable a todos, pero me estoy dirigiendo a
célibes.
No nos hemos de espantar de nuestra capacidad de amar. Si el amor
es fuerte en nosotros, y a veces lo será, podemos usar la experiencia
para reflexionar sobre el amor que Dios nos tiene, y puede ayudarnos a
39
descubrir el significado de las palabras de san Juan cuando decía:
«Dios es amor». Este es el secreto: intentad descubrir el sentido de
todo esto, y podréis descubrir el verdadero sentido del celibato. El
amor humano nos lleva a descubrir el sentido del amor divino;
conscientes de este amor de Dios por nosotros, empezaremos a amar a
los demás en Dios. Este descubrimiento viene después de buscar
mucho, una búsqueda honesta y cordial también en nosotros mismos.
No podemos sobrevivir como célibes si no somos fieles a la oración.
Es en la oración donde nuestras experiencias se harán inteligibles y
manejables.
1979

h. Celibato (1)

Estáis aprendiendo ahora el arte de la vida comunitaria. Es un arte,


un arte delicado, en el que se pueden cometer toda clase de excesos.
Sin duda estáis descubriendo ya por vuestra propia experiencia aquello
que ya sabíais, a saber, la profunda diferencia que puede llegar a haber
entre nosotros; y esto puede hacer surgir dificultades evidentes.
Cada uno de nosotros es único, absolutamente único, y detrás de
esta unicidad hay una intención que en último término es la intención
de Dios; y esta intención de Dios está determinada por su amor. Esta
es la explicación total de su obra creadora y redentora; y así, su amor
por cada uno es diferente, pero diferenciado únicamente por el objeto
de su amor, que somos nosotros, cada uno de nosotros. Como amor
que viene de Dios no puede cambiar en sí mismo, aumentar o
disminuir. Somos nosotros los que lo diferenciamos, usando términos
simples, según el grado de nuestra buena voluntad en recibirlo.
La relación entre Dios y nosotros, entre él y yo, es única, y cuando
consideramos que en él no hay cambio, ni aumento ni disminución, se
sigue que la totalidad de su amor se concentra en cada uno de nosotros
individualmente. Un pensamiento asombroso, que produce vértigos.
Encontraréis paz, alegría, tranquilidad y libertad en vuestra vida
monástica en la medida en que este pensamiento llegue a dominar
vuestra mente y a inspirar vuestras acciones. Y porque habéis
40
descubierto que lo que es verdad en lo que toca a vosotros lo es
también respecto a cualquiera, esto guiará y determinará vuestra
actitud hacia los demás. En cada individuo hay una amabilidad única
que ningún otro posee, y que por esto, a los ojos de Dios es
infinitamente preciosa; uso estas palabras deliberadamente. Estas
reflexiones son elementales, obvias; pero es fácil estar tan preocupado
por mil y una cosas que pasemos por alto lo fundamental, y la razón
que se encuentra detrás de todo esto.
El aspecto de la vida de comunidad sobre el que deseo reflexionar
ahora, es la comprensión y la manera de tratar —en nuestra propia
vida y en la guía de los demás—nuestra parte afectiva: el nivel
emocional, nuestras afecciones. No os tenéis que espantar nunca de
vuestras afecciones. Si no os sintieseis más inclinados a ciertas
personas que a otras, me parece que seríais unos seres humanos muy
raros. Esto es lo primero: no sorprenderse ni asustarse nunca. En
segundo lugar, recordad que no podéis ignorar vuestras emociones,
como si no existieran; no podéis vivir como si no tuvierais afecciones.
En tercer lugar, éstas no pueden sofocarse: es peligroso intentar
sofocarlas, extinguirlas, vivir como si no las tuvierais. Son parte de
vosotros.
No es siempre fácil el comprender el papel de las propias
afecciones en la vida cristiana, en la vida monástica. Sería arrogante
que pretendiera proporcionar soluciones fáciles, dejemos a parte las
infalibles. Sin embargo, me parece que el arte de competir con
relaciones personales en las que se encuentran implicadas las
emociones de uno, es el de decir «sí» a los demás, y, muy frecuente-
mente, decirse «no» a uno mismo. ¿Qué significa esto? Significa que
hemos de adquirir una libertad en nuestras relaciones con los demás,
una naturalidad, pero al mismo tiempo debe haber un control. Al decir
«sí» a los demás, me hago asequible a ellos: no me aterroriza amar a
los demás o ser amado por ellos. Frecuentemente la gente se aterroriza
más de lo último que de lo primero. Y por control, quiero indicar un
darse cuenta de donde están los límites. «Sí» a los demás traduce
libertad y naturalidad; «no» a uno mismo, control. Es en este terreno
donde se encuentra la llave.
Es difícil comprender el papel del celibato en la vida cristiana. La
explicación que se da en tiempos modernos, de que «es una dimensión
41
escatológica del reino de Dios», para mí personalmente, no constituye
una ayuda particular, aunque puedo seguir adelante con ella. Para
consagrarse a sí mismo a Dios de una manera particular, tenemos que
ser plenamente humanos. Pero ¿podéis ser plenamente humanos
viviendo como célibes? Esta es la pregunta que muchos hacen. Y si
echaseis una ojeada a las páginas de algunos sicólogos, quedaríais bien
admirados. Por lo que a mí toca, no he leído todavía una explicación
convincente. La única luz que me guía es Cristo nuestro Señor, al que
acepto como plenamente humano y célibe al mismo tiempo. Como
pasa con frecuencia, en la vida de Cristo y en su doctrina se da una
paradoja. Y más aún, hay un signo de contradicción, de manera que su
doctrina parece contradecir lo que a nosotros nos parece razonable. Si
no fuera así, no podría aceptar la cruz, aunque esté seguida de la
resurrección. Tanto, que constituye una piedra de escándalo: locura
para los gentiles, pero para nosotros que creemos... Los teólogos
tendrán que descubrir una manera de presentar el celibato a la luz de la
investigación moderna, y mostrarnos que podemos ser plenamente
humanos y célibes al mismo tiempo. El que nosotros podamos ser, lo
acepto como consecuencia, tal como he dicho, de lo que yo creo
respecto a Cristo, y en un nivel completamente distinto de lo que he
visto en otras personas como experiencia. El celibato ocupa un lugar
central en la vida monástica.
La solución de nuestros problemas de emociones y afectos que
surgen de nuestra sexualidad, es adquirir la pureza de corazón en el
verdadero sentido bíblico y monástico. En nuestra vida hemos de
buscar al Señor y desearlo práctica y realísticamente, con todo lo que
esto significa y exige. Es de esta manera como se resuelven los
problemas y empiezan a ocupar el lugar que les corresponde. En
nuestra vida ocupa un lugar central buscar al Señor con un corazón
puro. Esto lo llevaréis a término, queridos hermanos —todos nosotros
lo llevaremos a término—, en la medida en que lleguemos a entender
la cualidad única del amor de Dios para cada uno de nosotros, y
lleguemos a ver la experiencia del amor en nuestras vida como espejos
en los que podemos contemplar el amor divino hacia nosotros; ver en
nuestra propia experiencia de amor el camino por el cual podemos
llevar a cabo una respuesta a aquel amor que se nos ha dado primero a
nosotros.
42
Finalmente, os urjo a que dediquéis mucho tiempo a los salmos.
Examinadlos, analizadlos, hacedlos objeto de vuestra oración privada.
Cuanto más los examinéis, cuanto más los estudiéis, tanto más veréis
cómo expresan en oración las cosas de que os he hablado. Tal vez
podríais dedicar algún tiempo a examinar el salmo 41, por ejemplo; o
mejor, el salmo 62, y con estos pensamientos en la mente, convertidlos
en oración. Trabajad intensamente para adquirir el amor a los salmos.
Queridos hermanos, perseverad, ¡perseverad!
5.7.72

i. Celibato (2)

El celibato nos afecta en aquello que hay de más íntimo y personal


en lo más profundo de nosotros mismos. Es algo que escogemos con
completa libertad. Desgraciadamente, es tan imposible para el joven
monje prever cómo le afectará el celibato más adelante en la vida,
como lo es para el joven casado saber los efectos que su nuevo estado
producirá sobre él.
Los problemas del celibato cambian en las diferentes épocas de la
vida. Cuando se es joven, los problemas sexuales y emocionales son
más evidentes; más tarde, repercuten a un nivel más profundo —no
estoy del todo seguro de si «más profundo» es la expresión correcta.
Sospecho que se trata para el «yo» masculino de la realización, de la
necesidad de tener el «tú» femenino, en términos de compañerismo
ciertamente, pero más aún, en ser poseído por un «tú» femenino
—«poseer» podría sonar demasiado egoísta, una expresión mejor sería
«mutuo darse uno a otro».
En el corazón del celibato hay siempre dolor. Ha de ser así, porque
el celibato está privado de algo vital. Pero el dolor no se ha de
escatimar; el célibe deja de lado el cumplimiento de sus deseos
sexuales precisamente porque reconoce que su sexualidad es una cosa
buena. Renuncia a ella porque sabe que su Maestro también lo hizo, y
la iglesia, desde los primeros tiempos, ha sabido como por instinto que
como resultado de esta renuncia se pueden ganar otros valores, Dios
ama al que da con alegría.
43
Desde luego, podemos hacer romanticismo sobre el matrimonio ;
pero todos nosotros sabemos por experiencias pastoral, que el
matrimonio, lo mismo que el celibato, es un arte que se ha de
aprender, y que tiene sus propias trampas y sus propios problemas.
Esto, también, implica renuncia.
Entonces ¿por qué hemos escogido el celibato? Nunca me ha sido
fácil dar razones. Hablamos de estar más disponibles para los otros.
Esto es verdad, o tendría que serlo. Utilizamos la palabra
«testimonio»: por nuestro celibato damos testimonio de la dimensión
escatológica del reino de Dios. Esto también es verdad, pero yo
personalmente, repito, no veo que esto sea una ayuda especial. A veces
lo aceptamos simplemente como una parte integral del ser monje.
Singularmente esto carece de inspiración.
En lo que a mí toca, dos cosas son importantes: primero, el hecho
de que nuestro Señor fue célibe. Fueran cuales fuesen las razones que
para él fueron importantes, deseo hacerlas mías. Nuestro Señor fue
virgen. Esto también es importante. Tendríamos que ponderar estas
verdades en la oración. Segundo, desde los primeros tiempos el
celibato ha sido un valor en la vida de la iglesia —y ciertamente, para
muchos otros también. Es un valor que ha sido honrado y apreciado a
lo largo de los siglos. Está en la tradición.
Estos dos hechos son razón suficiente para ser célibe.
Gradualmente, a medida que la vida va avanzando, vemos cada vez
más que es una vocación. Dios llama a algunos hombres y mujeres a
ser célibes. Si vemos claro que nosotros hemos sido llamados al
celibato, entonces llegamos, tal vez lentamente, a vislumbrar el quid.
El objeto —o uno de ellos— es la capacidad de crecer en amor
hacia Dios y hacia el hombre. Esto tendría que ser evidente de por sí,
pero se olvida frecuentemente. Es el objeto de cualquier vida cristiana,
en matrimonio o fuera del matrimonio. Pero el celibato es una manera
especial de amar. Darse cuenta de esto es un buen punto de partida,
porque hemos de evitar dos extremos: la estupidez de sentirse
sobrecogido por el temor y el peligro de compromisos extraviados con
otras personas. El célibe debe ser una persona cálida y un ser humano
bueno. El celibato debe hacernos más humanos, no menos, más
capaces de amar y de ser amados. Pero como todo el que ama, se ha de
controlar y disciplinar. Un célibe ha de decir «sí» a todo aquel que
44
tenga contacto con él, y «no» a sí mismo en mil y una diferentes clases
de situaciones. Está disponible para ponerse al servicio de todo aquel
que se pone en contacto con él; se ha de dar a sí mismo a todos y no
exclusivamente a uno. Y su servicio será el más eficaz si está
acompañado de una afección real controlada.
Tampoco tendríamos que olvidar nunca el respeto que hemos de
tener por las otras personas. No es correcto, por ejemplo, permitir que
otras personas se enamoren de nosotros. Este es un peligro mayor que
el que nosotros nos enamoremos de otras personas. Si somos
imbéciles, y el peligro aquí está en la vanidad, podemos causar dolor y
daño; y esto no está bien.
Así pues, hemos de ser seres humanos buenos, cálidos y
espontáneos en nuestras relaciones con otras personas, pero sanos y
sensibles, reconociendo nuestra fragilidad, acordándonos de que
somos hombres, y que retenemos nuestra virilidad y el poder de atraer
y de ser atraídos. Una vida de oración fuerte, interior y un amor a
nuestra vida monástica serán nuestra mayor salvaguarda frente a los
peligros, y proporcionará el contexto en el que con esfuerzo
aprenderemos la manera de consagrar a Dios nuestro celibato y
descubriremos su secreto y su valor.
1976

j. Un hombre de Dios

Cuando hablaba con vosotros antes de vuestra entrada en el


noviciado os previne de que durante vuestra vida podíais encontrar
cambios profundos no sólo en la iglesia sino también en la vida
monástica. También os dije que en esta comunidad encontraríais
considerables diferencias de opinión en muchas materias. Sin
pretender ser un profeta, preveo ciertamente cambios a lo largo de
vuestra vida, aunque nosotros no lleguemos a verlos.
Comprendéis que no es dado a cualquier generación —y
ciertamente no a la nuestra— el tener la última palabra en cualquier
decisión de las que se debaten corrientemente. Nunca podremos decir
que el desarrollo de la doctrina referente a la iglesia, el sacerdocio, la
eucaristía o la obediencia, han alcanzado un punto al que no se puede
45
añadir nada más. Y esto es una verdad profunda, en el sentido de que
no podemos pretender vivir solamente de convicciones intelectuales;
más bien hemos de abrirnos cada vez más al Espíritu. Discernir el
Espíritu y la orientación del Espíritu es extraordinariamente difícil.
Pero no os sintáis contrariados ni os inquietéis si la comunidad a la que
pensáis incorporaros no puede dar una definición rápida, fácil y
convincente, digamos, del sacerdote, o hasta del monje. En última
instancia hay algo más importante.
Me gustaría puntualizar que en nuestro tiempo somos llamados por
Dios de una manera especial a llevar a cabo un desprendimiento
radical, en el sentido de que se nos pide que cambiemos prácticas
establecidas desde hace ya largo tiempo; y esto puede ser un proceso
doloroso. Lo que es más doloroso todavía es el tener que modificar o
cambiar nuestra manera de pensar, esto es sumamente doloroso; y
muchos de nosotros hemos sufrido en estos pocos últimos años más
pena, más agonía de lo que hemos dejado entrever. Pero hemos tratado
de ver todo esto en la presencia de Dios, preguntándonos qué es lo
que intenta darnos o mostrarnos. En lo que a mí toca, sólo puedo
entenderlo como una llamada suya a un desprendimiento en un nivel
en el que todavía no lo habíamos experimentado hasta ahora.
Esta mañana, mientras escuchaba la homilía me vino un
pensamiento. Se nos decía que pidiéramos que la voluntad de Dios se
hiciera en nosotros y a través de nosotros. Lo realmente importante es
esto: estar abiertos a Dios para que su voluntad se haga en nosotros: su
voluntad a su manera, no su voluntad a nuestra manera. La abertura
que hemos de tener si estamos dispuestos a cumplir su designio en
nosotros y a través de nosotros, como individuos y como comunidad,
es una actitud monástica fundamental. Pero no podemos vivir sin
convicciones, y muchas de nuestras antiguas convicciones se ha
podido comprobar que eran meras suposiciones. Una cosa, sin
embargo, es cierta e inmutable, a saber, que cada uno de nosotros tiene
la incumbencia de llegar a ser en la vida monástica —la frase, me
parece, se explica por sí misma— un hombre de Dios. Esto es lo que
importa: ser sinceros, intrépidos en nuestra determinación a responder
a lo que Dios nos pida, sea lo que fuere.
Ahora bien, en la vida monástica hay ciertas facetas que no admiten
vacilaciones. Mencionaré tres solamente.
46
Obediencia. Yo no os puedo decir qué es la teología de la
obediencia; soy incapaz de resolver problemas que se han planteado
sobre la obediencia en estos últimos años.
 Pero sé dos cosas. Experimentalmente he descubierto el poder de
la obediencia en un monje para el que ésta constituye un valor
importante; y paradójicamente, lo que entiendo haber aprendido de
monjes a los que en una u otra situación, me he visto obligado a
mandar. Por esto, para mi mentalidad, estaría desprovisto de sentido
devaluar o disminuir la importancia de la obediencia en la vida
monástica. Y aún diría más. Diría que si un monje no aprecia de
corazón este valor —sea lo que fuere lo que él siga pensando— falla
en su vocación, y no sólo se hace daño a sí mismo sino también a la
comunidad; es demasiado fácil prescindir de la importancia de la
obediencia. Más aún, he observado la paradoja de la obediencia.
Obediencia sugiere obligación, el reverso de libertad; y sin embargo,
de hecho, es el sendero que lleva a una libertad interior: una total
disponibilidad para con Dios. También he descubierto que el deseo de
obedecer, en un monje, cuando madura, es, de hecho, el resultado de la
libertad alcanzada.
Oración. Oración en comunidad y oración privada. La oración no
se limita a ser algo que me hace capaz de más eficacia en mi
ministerio. No es solamente un medio para alcanzar la plenitud
personal. La oración se practica por sí misma. Es su propia finalidad.
La vida monástica es una vida pobre si la oración no obtiene la
primacía en el pensamiento del monje. Sean cuales fueren las
circunstancia en que un monje se encuentre; sean cuales fueren las
exigencias del trabajo en el colegio o en su parroquia —son
necesarias, y, a veces, imperiosas—, si estas exigencias disminuyen la
primacía de su vida de oración, en este terreno su vocación monástica
es defectuosa. Aquí no puede haber compromiso alguno.
Pobreza. La pobreza es una materia difícil. Es cosa de simplicidad
y frugalidad; pero por encima de todo, un sentido de dependencia:
dependencia de Dios, dependencia de la comunidad. Dependencia es
un hecho en la vida de cada uno. Pero como monjes, vivimos esta
dependencia conscientemente, como un acto de reconocimiento de que
en último término todas las cosas vienen de Dios. Aquí es donde
aparece el papel de los permisos. Cuando yo pido permiso, es un
47
reconocer exteriormente que Dios es la fuente de todas las cosas. Es
también reconocer que yo no poseo el objeto en cuestión: lo uso con el
permiso de la comunidad. En cierto sentido, cuando pido permiso al
prior, estoy pidiendo permiso a la comunidad. Reconozco mi
dependencia de Dios. Me parece que sería una lástima dejar que estas
prácticas desapareciesen de nuestras vidas sin apreciar su valor.
No juzguéis a la comunidad por cosas superficiales. Es una
comunidad numerosa: un grupo de hombres dedicados al servicio de
Dios. No hemos alcanzado todos la misma perfección. No os toca a
vosotros juzgar: dejadlo para Dios. Y si perseveráis, encontraréis paz,
tal como san Benito promete, a una profundidad más allá, sospecho, de
lo que podáis comprender. Para descubrir esto, vale la pena insistir.
5.4.72

k.  «Sí» a Dios

Hay cuatro criterios, de acuerdo con los cuales san Benito pide a
las autoridades que juzguen vuestra aptitud para la vida monástica.
¿Buscáis a Dios de verdad? ¿Sois celosos para la obra de Dios? ¿Estáis
preparados para abrazar una vida en la que la obediencia juega un
papel importante? ¿Estáis preparados a aceptar humillaciones? —la
palabra en latín esopprobria. La palabra «humillaciones» es una
traducción falsa: yo la traduzco por contradicciones: aquellas cosas
que nos entorpecen el camino, que nos ponen de malhumor, que nos
provocan depresión, y cosas así. Se llega a un momento crucial en la
vida de un novicio o de un monje joven, cuando deja de pensar que la
vida monástica es algo que está ante él para alcanzar por medio de ella
una plenitud personal o una realización de sí mismo, y hasta su
felicidad personal. Desde esta posición, pasa a reconocerla como la
respuesta a una «llamada»: una llamada a la que él responde: «Sí,
respondo a esta llamada». Esto implica una diferencia considerable en
la actitud mental.
Digo que hay un momento en la vida de un novicio y de un monje
joven en que ha tenido que ver esto así; pero también es verdad, si
decimos que todos nosotros hemos de aprender de nuevo
constantemente, este simple hecho: venimos aquí respondiendo a una
48
llamada que Dios nos ha hecho, para seguir a Cristo por el camino de
la vida monástica. Gradualmente, a medida que los años van pasando,
llegamos a ver tal vez más claramente estos dichos del evangelio:
«solamente encuentras tu vida, si la pierdes»; «el grano ha de morir
antes de que pueda crecer», etcétera. Una vez más, esto contiene
lecciones para nosotros para que sigamos aprendiéndolo todo de
nuevo.
Vuestra vida de noviciado está privada de estímulos, de
acontecimientos. Acaso es también árida durante períodos de tiempo
considerables. Deseo subrayar solamente un aspecto. Lo que tenéis
que aprender es que cada uno de vuestros actos se convierta en un acto
de amor: vuestra respuesta en amor que os ha sido dado primero. Esta
es una cosa muy importante que hemos de aprender, porque más
adelante, en vuestra vida monástica, encontraréis, y tendríais que
encontrar, satisfacción en el trabajo que hacéis o en los intereses que
perseguís. De esta manera podéis encontrar alegría, plenitud,
realización personal y todo lo demás. Pero para nosotros, monjes, esto
no es suficiente; todas estas cosas han de ser actos de amor. Han de ser
actos de amor para todo cristiano, pero de una manera especial, tal vez
más conscientemente, para los monjes. Esto ha de ir, pari
passu, junto con una evolución en vuestra vida de oración; ya hablaré
de esto más adelante. Desde luego no penséis que vuestra vida
monástica vaya a ser toda ella goce y plenitud personal. Todos
nosotros hemos de afrontar la monotonía, afrontar el tener que hacer
cosas que preferiríamos no hacer. Todos nosotros tendemos a pensar
que la hierba es más verde en la otra parte de la valla. Todos nosotros
corremos hacia nuestras frustraciones: los opprobria son parte de
nuestras vidas. Es importante recordar que el mantenerse en estas
circunstancias no es necesariamente más meritorio que cuando os
lanzáis a hacer cosas que os gustan. La base del mérito no es la fatiga:
la base del mérito es el amor. Es verdad, la monotonía y la dificultad
pueden ser ciertamente una prueba de amor. Cuando realmente amáis,
no hay nada que sea demasiado servil, demasiado monótono,
demasiado trivial.
Es realmente importante cómo pensáis sobre el amor de Dios,
Padre, Hijo y Espíritu santo; y cómo oráis. Pensad cada día sobre el
gran amor de Dios para con vosotros. No hay nada que revele más su
49
amor para con nosotros que el hecho de que Dios, el Hijo, se hizo
hombre y murió en la cruz: «No hay amor más grande que el entregar
la vida por los amigos». Esta es una de las cosas más maravillosas que
nunca fueran dichas. Una cosa es decir algo y otra, hacerlo. En el
crucifijo veis, de la manera más vívida y convincente, a Dios
hablándonos de su gran amor. Pensad también en vuestra necesidad de
amar, en vuestra capacidad de amar; esto os permitirá vislumbrar lo
que ha de ser el amor de Dios. Este tendría que ser un tema constante
en vuestra meditación, en vuestra oración.
Si nosotros fuéramos realmente buenos cristianos y buenos monjes,
mostraríamos un gusto, una alegría, en cualquier cosa que hiciéramos,
porque nuestro motivo sería un acto de amor hacia el amado. También
es verdad que el hacer cosas para complacer a otros nos hace capaces,
en cierta manera, de conocer a esta otra persona. Y esto es verdad en
nuestras relaciones con Dios. El hacer cosas para complacerle
especialmente es una de las maneras por la que llegamos a conocerle,
y, tal como lo dijo el escritor medieval Guillermo de S. Thierry,
«tenéis que amar a Dios, y a través de este amor, llegar a conocerle».
No olvidéis tampoco lo importantes que son vuestras relaciones con
vuestros compañeros de noviciado, y con los hermanos en general.
Han de estar muy relacionados con vuestro amor de Dios y vuestra
búsqueda de Dios. Tomad como lema o como divisa que un monje
tendría que ser agradable y complaciente para los demás. Es
importante que os deis cuenta de que como miembros de una
comunidad monástica sois responsables de la alegría y la jovialidad de
cualquier otro miembro de la comunidad. Cualquiera que haga esta
constatación tiene la sensación de ser hipócrita: es un ideal difícil de
vivir en conformidad con él. Sin embargo es un ideal importante,
porque cuando lo practicamos, manifestamos o adquirimos —las dos
cosas al mismo tiempo— nuestro amor de Dios. En cada uno de los
hermanos hemos de ver la faz de Cristo, y esto significa que
procuraremos encontrar a Cristo, procuraremos agradar a Cristo, en el
otro: lo que significa tratar a la gente con un gran respeto y delicadeza.
Vosotros mismos habéis de ser joviales.
24.4.75

50
3. Profesión simple

a. Revestirse del pensamiento de Cristo

Durante toda esta tarde me he roto la cabeza pensando lo que


podría deciros: algo que valiese la pena, algo que os pudiera ayudar.
Entonces se me ocurrió que lo que importa no es lo que yo pueda
deciros, sino lo que el Espíritu santo os revela en vuestros corazones.
Sin pensáis en los tres votos que normalmente se hacen en la vida
religiosa —obediencia, pobreza y castidad—, una serie de pormenores
vienen al pensamiento. Sea cual fuere su interpretación en la teología
moderna sobre cómo en la práctica son vividos, en ésta o en otra
orden, os recomendaría que reflexionaseis sobre el núcleo fundamental
de cada uno de ellos.
Hacer el voto de obediencia es, en primer lugar, consagrar a Dios la
propia libertad. Es reconocer el hecho preexistente de que en la vida
humana la libertad está limitada por las exigencias de Dios: él es el
autor de nuestra libertad, el objeto de esta libertad, el dueño de esta
libertad. Cuando profesáis, reconocéis su omnipotencia, su derecho
total sobre vosotros.
Al profesar pobreza reconocéis que Dios es nuestro tesoro; que,
como seres humanos, si en cierta manera no le poseemos, somos
pobres, muy pobres: expoliados.
Por vuestro voto de castidad (celibato) reconocéis que Dios es el
objeto de todos vuestros deseos; que él es en definitiva el amor
esencial que solamente puede satisfacer el intranquilo corazón del
hombre. En nuestra vida religiosa, la tragedia es que podemos hacer
trampa y, realmente, la hacemos. Hacemos trampa cuando olvidamos
que hemos profesado públicamente hacer nuestra la voluntad de Dios.
Hacemos trampa cuando hacemos de otras cosas nuestra satisfacción
fundamental y olvidamos lo que hemos profesado. Y podemos hacer
trampa en nuestro voto de castidad cuando buscamos o nos permitimos
una satisfacción sensual ilícita.
Si nos hemos de revestir del pensamiento de Cristo, nosotros que
ya estamos incorporados a él por el bautismo, por nuestra profesión
conformamos nuestras vidas a la suya. Deseamos ser obedientes como
51
él fue obediente a la voluntad de su Padre ; deseamos ser pobres
porque él fue pobre; deseamos ser célibes porque él fue célibe. En
nuestra intimidad con nuestro Señor, en nuestra vida de oración,
llegaremos a ver en su obediencia, en su pobreza, en su castidad, algo
del secreto que fue el móvil de su existencia y que, a medida que la
vida avanza, tendría que llegar a ser nuestro secreto.
A nosotros nos toca revestirnos del pensamiento de Cristo, porque es
en nuestra relación con él y a través de él como vamos al Padre. En
nuestro marco monástico, la vida es una búsqueda de Dios —con y en
Cristo—, del Padre. Es una peregrinación. Pero juntándoos a esta
comunidad no vais a estar solos. Por vuestro voto de estabilidad, echáis
raíces en la comunidad y avanzáis con ella. Tenéis que estar preparados
para los cambios. No podéis permitiros permanecer estáticos en vuestra
manera de pensar, o en el grado de oración que habéis alcanzado, o en
vuestros puntos de vista. Tenéis que cambiar, porque así os preparáis
para el final de la jornada.
El final de la jornada. Esto me lleva a decir unas palabras sobre la
esperanza, la confianza y la fe en Dios. Muchos de nuestro problemas
son consecuencia del hecho de que no ponemos nuestra confianza en
Dios; de que nos permitimos replegarnos sobre nosotros mismos,
depender de nosotros mismos, buscar nuestra salvación por nuestros
propios recursos: nuestro pensamiento, nuestra habilidad, nuestros
talentos. La constante confianza de que habla Juliana de Norwich,
«todo irá bien, y cualquier cosa irá bien», tendría que ser nuestra meta.
Es difícil. Hemos de vivir en el presente, con la tarea que hoy nos
incumbe, con la gente con la que ha sido echada nuestra suerte. Hemos
de vivir en este mundo renovado y reformado por Cristo en la
encarnación. Hemos de mirar adelante hacia el futuro, cuando todo
será paz, serenidad, alegría.
Tal vez en nuestra espiritualidad contemporánea pensemos
demasiado poco en el gozo del cielo, en la alegría del cielo. Es bueno
mirar adelante con expectación, con estímulo, hacia el momento en
que «desapareceremos y estaremos con Cristo» 5,estaremos con Cristo
en el Padre. Esta es la gracia que esperamos, y así ponemos bajo esta
perspectiva, la perspectiva de Dios, las cosas de este mundo.
24.1.74

52
b.  Una búsqueda continua

De ningún modo las cosas van derechas en la vida monástica hoy


en día. Como ya sabéis, hay diferencias de opinión en muchas
materias: la clase de trabajo que tendríamos que hacer, el tipo de
colegio que tendríamos que dirigir; cómo se tendría que organizar el
colegio; los valores que tendría que inculcar; nuestra vida de oración;
formas de celebrar la eucaristía; la manera de recitar el Oficio en el
coro. Hay diferencias de opinión en lo que concierne a los mismos
principios de la vida espiritual. Estas diferencias de opinión son
realidades, y en cierta medida, proporcionarán la tela de fondo
ambiental de vuestra profesión. Más aún, se ha de tomar parte en estas
diferencias de una manera constructiva, con caridad, buen sentido y
buen humor. Ha de haber una mutua tolerancia, paciencia, y, sobre
todo, una búsqueda continua de la voluntad de Dios, que es más
importante que los sueños monásticos de cada uno. Necesitamos
recordar que las fuerzas destructivas de la vida comunitaria y de la
alegría de la comunidad actúan más rápida y eficazmente que las que
construyen y edifican la casa de Dios.
Así pues, este es el contexto en el que vais a emitir vuestros votos.
No los vais a emitir en un vacío. Os juntáis a un grupo particular de
hombres comprometidos actualmente en actividades específicas, con
todo lo bueno y lo malo que podáis captar en cualquiera de ellos que,
inevitablemente, son imperfectos.
Vuestro voto de estabilidad os hace echar raíces en esta comunidad
y os exige lealtad hacia ella y hacia sus monjes, vuestros compañeros:
no tendríais que hacer nada que hiriese, dañase o levantase sospechas.
Viviendo vuestro voto de estabilidad según la más elevada
observancia, no quedáis privados de la crítica, pero vuestra crítica
debe ser siempre constructiva, simpática, y nunca corrosiva.
Amad vuestros votos. Estimadlos como un tesoro, vividlos y no
esquivéis sus exigencias. Exteriormente, para el ojo no entrenado, las
exigencias tal vez no parezcan considerables; pero interiormente, en
vuestras mentes y en vuestros corazones, serán grandes. Estas
exigencias alcanzarán el punto en el que formaros nuestro propio
juicio sobre cómo tendrían que ser las cosas... y hasta forzarán nuestro
pensamiento y sofocarán nuestra felicidad personal. No podéis hacer
53
los votos y vivir en una comunidad monástica sin ser llamados cada
día a hacer sacrificios. Si esto os es igual, os suplico que no sigáis
adelante.
La obediencia es el test de toda nuestra total disponibilidad hacia
Dios: la medida de nuestro amor por él. Os urjo que en vuestra
obediencia no seleccionéis de manera que interpretéis las reglas o el
pensamiento del superior en formas favorables a vuestra personal
manera de pensar. Si solamente obedecéis cuando una exigencia
parece razonable y se acomoda a vuestra filosofía de la vida, os
advierto que por este camino iréis al desastre o a la infelicidad. Podéis
considerar que vuestros votos son personales, y que son una entrega
personal de nosotros a Dios, pero la comunidad vive como una
corporación y los votos tienen un aspecto comunitario.
Dejad que ilustre esto a partir del voto llamado «conversión de
costumbres»:conversio morum. Cada uno de nosotros está llamado por
este voto a la santificación personal: un cambio de corazón, un cambio
en la manera de comportarnos, una purificación de intenciones. Pero la
comunidad ha de trabajar colectivamente para la misma finalidad.
Considerad la comunidad a la que os vais a incorporar, sin reserva,
tal como deberían hacerlo hombres de Dios. Procurad ver el valor de
lo que somos y de lo que hacemos. Aceptad que una buena parte de la
vida monástica, tal como se practica aquí, es agradable a Dios, que hay
muchos monjes de oración, que trabajan intensamente, que tienen
ideales elevados, que trabajan en el anonimato, concienzudamente, y
sin quejarse. Sed uno de éstos. Encontraréis alegría y recibiréis la
bendición de Dios si persistís en su búsqueda y en el cumplimiento de
su voluntad. No es una vida muelle: ciertamente una vida así sería
indigna de nosotros como seres humanos, si no fuera por nuestra
vocación de seguir a Cristo. La paz que trae consigo se consigue
duramente y, creedme, ocasiona sufrimiento. Y sin embargo, es una
paz que no pueden perturbar las tempestades que nos asaltan de aquí y
de allá. Es la paz de saber que, sean cuales fueren nuestras deficiencias
personales, nuestras limitaciones, sin embargo hay un Dios que nos
quiere y nos ama a cada uno de nosotros.
16.1.75

54
4. Profesión solemne

a. El amor es atrevido

En esta semana he participado en tres acontecimientos históricos


para nuestra congregación: La consagración de un obispo benedictino
y la elección de dos abades. Pero ninguno de ellos me ha dado una
alegría mayor de la que me dará vuestra Profesión mañana.
Estáis respondiendo a la llamada de Dios a seguirlo: «Id, vended
todo lo que tenéis y seguidme». Durante los días después de vuestra
Profesión6, cuando estéis totalmente solos con Dios, podréis meditar
en el paso que habéis dado: un paso, queridos hermanos, que es
definitivo, irrevocable. Y éste no es un pensamiento que nos desanime
o deprima; todo lo contrario, es estimulante. En toda vuestra vida no
habrá tres días que os aporten una tal felicidad. Y el don que hacéis es
definitivo. No sabéis lo que os reserva el futuro. No sabéis las
dificultades que os esperan. No sabéis por qué tortuosos caminos os
conducirá Dios. Todo lo que sabéis es que os habéis entregado
vosotros mismos a Dios. Y esto aportará gozo, paz y bendición,
porque Dios nunca es vencido en generosidad. Pero si en vuestra
entrega os reserváis algo; si hay segundos pensamientos, os lo
advierto, será grande vuestra aflicción.
Estáis respondiendo a la invitación: «Sígueme». Pero ¿cómo?,
preguntáis. Dios os lo ha dicho a través de las circunstancias de
vuestra vida, los acontecimientos que os han traído aquí, los años que
habéis pasado con nosotros. El dice: «Id a esta comunidad y aprended
mis caminos. Aprenderéis de la experiencia de otros que os han
precedido. Id a esta dominici schola servitii, esta escuela del servicio
del Señor. Aprenderéis de la experiencia colectiva de los monjes que
han estado ocupando esta casa».
Habéis venido aquí para aprender los caminos de Dios, a través de
la experiencia de otros a la que ajustaréis la vuestra propia. Pero no
habéis venido aquí, queridos hermanos, sólo para tomar, para recibir.
También habéis venido para dar. Un monasterio no es estático: se
mueve con el tiempo. Os dais cuenta de lo que ha cambiado esta
comunidad desde su fundación en Dieulouard, en 1608 7. Y con todo, a
55
pesar del cambio, han surgido ciertas características que son la
expresión de nuestra vida aquí. No son exclusivamente nuestras: buen
número de ellas se encuentran en cualquier parte. Pero son nuestras
características, gracias a Dios, y estamos orgullosos de ellas; y
vosotros también debéis estar orgullosos.
¿Cuáles son estas características? Subrayaré algunas de ellas.
En primer lugar, la convicción de todos los monjes que estamos
aquí, aunque no siempre vivamos de acuerdo con ello, de que «lo
primero es lo primero». Espero que hayáis descubierto que los monjes
de nuestra comunidad procuran amar a Dios al máximo de su
capacidad. Se aprecia la eucaristía. Se aprecia el Oficio, aunque no lo
entiendan siempre; no quiere decir que a veces no sea pesado; pero
constatan que cuando están en el coro, es el lugar en que desean estar,
y saben que si la obediencia los llama fuera del coro,no es un alivio, es
una privación.
En segundo lugar, la caridad. En esta comunidad la caridad es real.
El perdón viene rápidamente. Somos tolerantes los unos con los otros
con nuestros puntos flacos, con nuestras estupideces, nuestras
flaquezas. Sí, somos generosos mutuamente. Repito, hay caridad en
esta comunidad. Y allí donde hay caridad, allí está Dios.
En tercer lugar, trabajo duro. Nuestro servicio de Dios nos
compromete en el colegio; y también en la cura de almas en ciudades
industriales. Es un servicio que exige darse de todo corazón, y que trae
consigo la negación de uno mismo. Trabajando duramente nos
ganamos la vida; y como nuestro trabajo es creativo, participamos en
la obra creadora de Dios. Creamos. Edificamos. Edificamos la imagen
de Cristo en los jóvenes. Llevamos a Cristo a los terrenos paganos en
que prestamos nuestro servicio. También reconocemos que, de todas
las actividades ascéticas de que hablan los autores espirituales, no hay
ninguna que pueda substituir al trabajo.
En cuarto lugar, la lealtad. A veces esto es mal entendido por la
gente de afuera como una especie de presunción. Tal vez demos esta
impresión. Pero no es presunción; es lo que un monje de otro
monasterio, hablando de nuestra comunidad, llamó pietas —pietas en
el sentido correcto: pietas respecto a Dios, pietas de los unos para con
los otros. Una lealtad que nos lleva a soportarnos mutuamente en las
dificultades, una lealtad que deriva de la caridad.
56
Esperamos encontrar en vosotros estas cuatro cualidades. Seguro
que no os habríamos aceptado a la profesión, si hubiésemos creído que
carecíais de ellas. Pero se han de hacer cada vez más fuertes y
profundas. Y será así si vivís vuestros votos, si vuestra vida se
convierte en una conversio morum, si tenéis una verdadera visión
profunda de la estabilidad, que significa la aceptación de la comunidad
en su totalidad: su trabajo, su fuerza, su flaqueza, las cosas que os
gustan y las que no os gustan. Queridos hermanos. Vais a hacer
vuestra Profesión mañana. Aceptadnos tal como somos, amadnos tal
como somos.
Y la obediencia. Os entregáis a Dios: «Id, vended lo que tenéis».
Dais vuestras riquezas a los pobres, y os dais vosotros mismos a Dios;
no tenéis nada que podáis llamar propio, ni siquiera, en cierto sentido,
a vosotros mismos. Vosotros mismos estáis simbólicamente tendidos
sobre el altar, cuando vuestra cédula de profesión se pone sobre él en
el ofertorio. Esto significa, vosotros, vuestros dones. Todas las cosas
que Dios os ha dado. Y la iglesia, que acepta este don de vosotros
mismos en nombre de Dios, os dirigirá en nombre de Dios. «El que os
escucha, a mí me escucha». Os entregáis a Dios, en y con Cristo. Os
conformáis a la obediencia de Cristo, que se hizo obediente hasta la
muerte de cruz; y por esto ha sido exaltado y ha recibido un nombre
que está por encima de cualquier otro nombre.
Haced vuestra donación con un corazón ensanchado. Hacedla
atrevidamente. El amor es atrevido.
22.12.66

b. A toda costa.

Es una alegría para nosotros cuando un joven decide entregarse a


Dios en esta comunidad. Inevitablemente ahora, después de haber
estado aquí algunos años, os conocemos en vuestros aspectos sólidos y
en vuestras fragilidades, y por vuestra parte, podéis presumir que
nosotros hemos disfrutado de vuestra compañía y hemos llegado a
valoraros. Confiamos también y esperamos que vuestra Profesión
solemne os proporcionará una profunda alegría, no solamente porque

57
os consagráis a Dios, sino también porque deseáis, así lo esperamos,
vivir, orar y trabajar con nosotros.
La única cosa de la que siempre podremos estar orgullosos es de
ser monjes. En la medida en que esto nos concierne, dicho esto se ha
dicho ya todo. No tenemos otra vanagloria que la de ser monjes. Y el
monje es un cristiano que ha sido llamado por Dios a vivir la lógica de
sus promesas bautismales de una manera particular. La vida cristiana
exige a la mayoría de las personas, sobre todo cuando nos acercamos a
la edad madura, una especie de consagración. Para algunos es el estado
de matrimonio. Para nosotros es el estilo de vida monástico en el que
determinamos buscar a Dios de una manera especial, esforzándonos
constantemente por la unión con Dios. No tenemos otra fuente de
orgullo: no deseamos ser conocidos por otra cosa, sino por monjes.
Cuando hayáis emitido vuestros votos, compartid nuestra suerte sin
reservas. Perseverad con nosotros a toda costa. Si mañana hubierais de
estar ante el altar no para hacer los votos monásticos, sino para
declarar públicamente vuestro amor a vuestra prometida por las
promesas matrimoniales, prometeríais serle fiel tanto en la riqueza
como en la pobreza, en la enfermedad y en la buena salud, «hasta la
muerte». El voto que vais a hacer mañana aquí ¿es algo menos que
esto? No, es lo mismo. Os habéis ofrecido a nosotros, para compartir
nuestra fuerza, nuestros fallos. Para bien o para mal.
Las rúbricas exigen que os expongamos las dificulta-des de la vida
monástica. Tenéis claro que son muchas, y sin duda, encontraréis aún
más. Pero no permitáis que os dominen vuestros pensamientos. Que os
domine el pensamiento de que el amor de Dios os ha escogido. No
podéis tener una certeza matemática o física de que Dios os ha
llamado, que vosotros sois aptos para el estilo de vida monástico; esta
clase de certidumbre nunca podréis tenerla. Pero podéis estar
moralmente ciertos de que nosotros en comunidad, por nuestra parte,
hemos decidido que sois llamados por Dios, que sois aptos para lo que
se os exige. Y vosotros habéis declarado que así lo deseáis. No dudéis
en absoluto que Dios os haya llamado. Si sentís la tentación de la
duda, podéis presumir, y con razón, que el diablo está en acción.
Haced vuestra entrega de todo corazón, estad preparados para
cualquier eventualidad, cualquier posibilidad. Comprobaréis que la
obediencia es una prueba. Es curioso, lo que hiere no son las cosas que
58
os dicen que hagáis, sino el tener que dejar de hacer las cosas que os
gustan. Con frecuencia un monje puede aceptar ante Dios en sus
oraciones el ser alejado de una tarea que tiene entre manos; pero a
veces es muy difícil aceptarlo sicológicamente. Es posible aceptarlo en
la oración, y con todo, seguir «fuera de quicio». Creo que se ha de
aprender de joven la manera de dejar las tareas que a uno le gustan sin
«perder los estribos». Recuerdo que aquí había un monje que se daba
de todo corazón a todo lo que hacía, con tanto entusiasmo que uno
hubiera pensado que en esto consistía toda su vida. Pero interiormente,
estaba desprendido. Cuando se le pedía que dejase las ocupaciones a
que se había dedicado durante largo tiempo, lo aceptaba con
extraordinaria simplicidad y facilidad. En aquel momento se revelaba
el verdadero valor de aquel monje: aceptaba bajo obediencia las
circunstancias que habían determinado sus superiores, y éstas le
santificaban.
3.9.68

c. Obedeceos los unos a los otros

La vida monástica es una búsqueda de Dios inexorable, penetrante,


llena de alegría. Ni el trabajo que hacemos ni la comunidad que
compartimos con nuestros hermanos tiene la primacía en nuestras
vidas. Lo que tiene la primacía para nosotros es buscar la faz de Dios
en toda circunstancia, en todas las personas. Es una lástima, más aún,
es una tragedia, cuando un monje pierde el deseo de hacer oración,
pierde su nostalgia de Dios. Por ocupados que estéis, por distraídos
que estéis, por compleja que pueda llegar a ser vuestra vida, no debéis
perder el deseo de hacer oración. El deseo de orar es una cosa, la
obligación es otra, y no son necesariamente incompatibles. Hago esta
distinción solamente porque hay épocas en nuestra vida en que no es
fácil hacer oración; en que nos parece que hemos perdido el deseo de
orar. De aquí la importancia de reconocer la obligación que se nos ha
impuesto, que en nuestra fragilidad y debilidad, nos facilita el
perseverar. En la vida de oración, la fidelidad y la perseverancia frente
a toda fuerza que parezca superarnos, contra toda dificultad, son de

59
capital importancia. Esta obligación nos facilita el encontrar de nuevo
el deseo de hacer oración que nos parecía haber perdido.
Al abrazar la vida monástica abrazamos una serie de valores
diferentes de los que generalmente prevalecen en el mundo. Lucha por
el éxito, alcanzar puestos elevados, procurar una apariencia vistosa:
nosotros damos la espalda a todo esto.
El abrazar el celibato es una cosa asombrosa y difícil de verdad.
Sin embargo la experiencia os enseñará el porqué en la tradición de la
iglesia ha sido un valor constante. Es difícil controlar las emociones, el
lado afectivo de nuestras vidas. Permitid que os diga solamente esto:
lo que es más profundamente humano en nosotros debe ser tocado y
guiado por el Espíritu al que se le apropia la palabra amor. Hemos de
ser humanos, plenamente humanos, con todo el calor y el afecto que es
propio de lo que es plenamente humano. Pero ya habréis comprendido
que ser plenamente humano en el sentido en que estoy hablando,
presupone un control, a veces una abnegación, no siempre fácil de
llevar a cabo. Pero un control y un calor profundamente humano no
son necesariamente incompatibles.
En la vida de cada día encontramos toda clase de situaciones que
coaccionan nuestra iniciativa y nuestra libertad en el cumplimiento de
nuestras tareas. Los planes de los demás, las combinaciones de los
demás, las ideas de los demás, o simplemente los demás, nos frustran
de una manera o de otra. Se nos impide llevar a término nuestros
propósitos, realizar nuestras ideas tal como desearíamos, porque hay
otros que tienen planes e ideas, o simplemente, porque hay otros. Me
parece que esto es a lo que se refería san Benito cuando hablaba de
obedecerse los unos a los otros: más bien quería decir aceptar las
limitaciones que los demás nos imponen por el simple hecho de que
son «los demás».
La gran cualidad benedictina: la humildad. No se puede tener un
verdadero amor a Dios, un verdadero amor al prójimo, a nos ser que
venga de un corazón humilde. Y ser humilde es muy, muy difícil. Y no
viene tanto de dentro como de fuera. Encontraremos situaciones,
circunstancias y personas que nos impondrán la necesidad de ser
humildes, una cualidad difícil de alcanzar y, sin embargo, básica,
porque nos fuerza a vaciarnos de nosotros mismos para ser llenados

60
del espíritu de Cristo. Leed lo que dice san Benito yt r a d u c i r l o  en
términos de pensamiento contemporáneo.
11.9.73

d. «...un paso atrevido, una lógica diferente...»

El proceso por el que llegamos a una decisión respecto a una


vocación monástica puede parecer intrincado: todo el conjunto desde
las visitas y las entrevistas iniciales hasta el momento presente, la
vigilia de la Profesión solemne. No somos infalibles, ni que decir
tiene. Pero en esta comunidad hay mucha experiencia, sabiduría y
buen sentido; los hermanos son excelentes cuando se les consulta en
materias de grave importancia. El paso que estáis dando es ciertamente
de grave importancia, y se os permite darlo porque creemos que es lo
justo para vosotros. ¿Dónde está la mano de Dios en todo esto?
Necesitamos tener fe para reconocer la acción de Dios en materias de
esta clase. Habéis de tener fe, no en la sabiduría y argumentos
humanos, sino en el hecho de que Dios habla de esta manera, a través
de las circunstancias. Dios hasta puede guiar a un hombre a una
decisión correcta por medio de una razón falsa. La convergencia de
opinión en la comunidad respecto a vosotros es un hecho importante
que ni vosotros ni yo podemos considerar a la ligera.
Dios habla también en vosotros: a través de vuestras inclinaciones,
deseos y pensamientos. La voz no es siempre clara y constriñente. A
veces aparece camuflada. No siempre es fácil interpretar dudas y
temores, pueden venir de los más profundo de nosotros mismos o de
tiempos lejanos en la historia de nuestras vidas. La guía de otro puede
ser nuestra única salvación. Pablo quedó ciego después de su visión
inicial; también Tomás tuvo dudas. Al fin se debe dar un paso
atrevido; para algunos en la oscuridad, para todos nosotros, en lo
desconocido; un paso atrevido, resuelto, valiente, sin mirar atrás.
Mañana, cuando hagáis vuestra Profesión, no lo consideréis como
el final de un debate con vosotros mismos y con los demás, sino como
vuestra respuesta a la llamada de Dios. Vuestro futuro no estará ya
más en vuestrasmanos; se os dará a conocer a través de los diferentes
actos de obediencia que se os exijan. Lo vuestro no es una carrera, en
61
el sentido que se da normalmente a esta palabra; vuestra conversio
morum implica otra lógica basada en otras premisas: el seguimiento de
Cristo a lo largo del camino de la vida monástica. Y vosotros seréis
uno de nosotros, un miembro de esta familia, para siempre. Y este es
el punto para deciros de una manera especial: « ¡Bienvenidos!« Lo que
haréis mañana, agradará a Dios. Y también nos complace grandemente
a nosotros.
20.12.75

62
5. Ordenación: Tu es sacerdos in aeternum

Faltando ya pocos días para la ordenación, puede parecer original


empezar a hablar del sacerdocio haciendo referencia a la crisis actual
del clero. Pero una crisis es un momento de cambio. Y sin duda alguna
sea cual fuere el papel que el sacerdocio haya de asumir finalmente en
la iglesia, esto se hará bajo la guía del Espíritu santo. Veréis cómo esto
va a ser un párrafo importante en la agenda del Sínodo de los obispos
en el próximo octubre. Se ha hecho circular por las Conferencias
episcopales un escrito titulado De sacerdotio ministeriali, para que se
discuta en la iglesia en diferentes niveles. Es un escrito de cara al
trabajo, no un esquema, ni siquiera el esbozo de un esquema. Por
supuesto, ha sido muy criticado.
El debate se refiere al sacerdote en búsqueda de su identidad.
Ahora todos reconocemos que el papel del sacerdote en la iglesia ha
cambiado y está cambiando. También se reconoce, generalmente, que
el estamento social del sacerdote es diferente del de tiempos atrás.
Además, el problema del celibato es agudo. Se ha dicho: «Sin duda se
da una falta de fe entre un cierto número de sacerdotes, pero entre la
gran mayoría de los que se encuentran en un estado de crisis, el meollo
de su fe no se ve afectado. Pero ya no pueden por más tiempo asumir
la "fe" en fórmulas dogmáticas ligadas a la historia, en principios
morales y disposiciones eclesiásticas». Es cierto que hay un malestar
entre los sacerdotes en todo el mundo. Más aún, el estudio de las
Escrituras y la investigación histórica han re-orientado, tal vez, el
pensamiento de la gente hacia los orígenes del sacerdocio.
Hay dos grandes documentos del concilio Vaticano II, que se han
de entender primero, me parece a mí, para poder desarrollar una
teología propia del sacerdocio hoy en día. Estos son Lumen
gentium sobre la iglesia, yGaudium et spes sobre el papel de la iglesia
en el mundo actual: estos son dos documentos clave del concilio
Vaticano II. Y es axiomático que no se puede entender la teología del
sacerdocio, a no ser en relación con la actitud de la iglesia hacia el
mundo. Para ser breves,Lumen gentium subraya la iglesia como
pueblo de Dios reunido para escuchar y para responder a la palabra de
Dios, Jesucristo, que libra y reconcilia a todos los hombres por la
63
efusión del Espíritu. En este contexto, ya no se considera más al
sacerdote como un funcionario representante de un sistema, sino,
como se ha dicho muy bien, como un testimonio de la
esperanza. Gaudium et spesofrece una actitud fresca y positiva hacia
el mundo: hacia la ciencia, la tecnología, la política, la guerra, hacia
los intereses y las necesidades de todos los seres humanos. Y
considerado ante el telón de fondo de la enseñanza de Gaudium et
spes, el sacerdote no se puede considerar a sí mismo como fuera del
mundo, como quien ha rehusado sus valores o le ha dado la espalda.
Se ha de considerar más bien como un profeta que da sentido a la
creación de Dios y canta sus alabanzas. Es con el telón de fondo de
la Gaudium et spes como se entenderá y se desarrollará el papel del
sacerdote. Por ejemplo, la idea de trabajo profesional a jornada
limitada y compromiso político, son cuestiones actuales hoy en día.
No es mi incumbencia señalar la importancia de estas diferentes
aproximaciones al sacerdocio: son todavía objeto de debate y exigen
una ulterior reflexión. Pero si se me permite arriesgar una conjetura,
los sacerdotes serán ordenados cada vez más de entre las filas de los
laicos, particularmente hombres que, en un mundo en el que cada vez
más habrá menos trabajo, se retirarán a una edad temprana. Esto puede
ser importante, porque llegaremos a ver que el sacerdocio no se ha de
mirar como una cosa a parte, sino como teniendo una función dentro
del pueblo de Dios, todo entero.
Nuestra situación como benedictinos es algo diferente, porque
nosotros somos monjes-sacerdotes. Digamos, como ya lo hemos hecho
en otras ocasiones, que una cosa es la vocación monástica, y otra, la
vocación al sacerdocio, pero en todo caso, en un futuro que ya se
puede prever, los sacerdotes seguirán viniendo del pueblo de Dios, ya
sean laicos o religiosos. En nuestro caso particular, esta combinación
de monje y sacerdote es algo que hemos heredado de nuestro pasado y
no ha de prevalecer necesariamente en el futuro; pero en nuestras
presentes circunstancias, es indispensable. ¿La combinación de
sacerdote y monje empaña tal vez la claridad de cada una de estas
vocaciones? Yo pondría el énfasis en el hecho de que la vocación
monástica da un carácter especial al sacerdocio ejercido por los
monjes, y viceversa. Nunca podremos afirmar del monje-sacerdote
todo lo que podemos afirmar del sacerdote en general, porque al
64
ordenarnos y en el ejercicio de nuestro sacerdocio, no podemos dejar
de ser monjes.
La cuestión que más se discute hoy en día es el sacerdocio de los
fieles. Todos los bautizados, ¿no somos ya sacerdotes? Sabemos que
es así, en el sentido de que solamente existe el único sacerdocio de
Cristo, y que en este sacerdocio hay una diversidad de funciones. El
sacerdocio ministerial se ha de distinguir del sacerdocio de los fieles,
llamado a veces el «sacerdocio general de los fieles». Una sentencia
del Presbyterorum ordinis(decreto del Vaticano II sobre el sacerdocio)
me parece que es esclarecedora: «A través de este ministerio —
refiriéndose al sacerdocio ministerial—, el sacerdocio de Cristo llega
hasta el cuerpo eclesial, y el sacerdocio común de los fieles alcanza así
el pleno ejercicio de su oficio». Se dice que el papel del sacerdocio
ministerial es llevar a su pleno ejercicio y a su plena expresión el
sacerdocio del Cuerpo de Cristo entero. Y así, ante el altar, el
sacerdote está presente para expresar, para dar efecto al sacerdocio del
pueblo de Dios allí reunido. Me parece que siempre tenemos que
retroceder hasta el hecho fundamental del único sacerdocio que es el
sacerdocio de Cristo, del cual todos nosotros participamos en grados
diferentes; y para los que están consagrados para el sacerdocio
ministerial de la iglesia existe una diferencia de cualidad.
También se plantea hoy en día la cuestión de si el sacerdote es el
delegado de la comunidad o el representante de Cristo. Desde un punto
de vista es el representante de la comunidad, en cuanto ha sido
llamado de entre los de la comunidad, en cuanto es uno de la
comunidad, realmente la comunidad lo presenta al obispo para la
ordenación. Por otra parte, es representante de Cristo, en cuanto ha
sido especialmente consagrado para ser la imagen de Cristo, cuando
ejerce sus funciones en el altar: Cristo, cabeza de toda comunidad que
se reúne en asamblea, y la presencia de Cristo manifestada a través de
este signo del que el sacerdote forma parte. Esta es la doctrina
delPresbyterorum ordinis cuando dice: «Cada sacerdote representa a su
manera la persona del mismo Cristo». De aquí la solemnidad que, con
ocasión de esto, vamos a celebrar el próximo domingo: la
consagración solemne de cuatro miembros de nuestra comunidad, para
esta tarea, esta gran función en la iglesia que es el sacerdocio, el
sacerdocio ministerial.
65
Es difícil comunicar lo que significa el decir por vez primera las
palabras de la consagración y darse cuenta que el adjetivo que usamos
es el de la primera persona del singular: «mi cuerpo»;
«corpus meum».Conozco poca cosa de la teología del sacerdocio, pero
sé algo de los debates actuales. Hay una experiencia que transciende
toda teologización en la mente de uno y que es más grande que el
debate que se debe proseguir en la iglesia en lo que toca a estas
materias. Es la pura verificación de que yo uso la primera persona del
singular, que es mi voz,mis manos, mi mente, que están
comprometidos en este acto tremendo, centro de la eucaristía, en el
que Cristo se manifiesta a través de mi persona. En este momento que
sobrepasa a todos los demás, yo soy el icono de Cristo, la imagen de
Cristo. Soy utilizado por Cristo de tal manera que me asocia a mí
mismo a todo lo que él hizo en la última Cena, en el Calvario, en su
obra redentora. Más aún, cuando yo presido esta asamblea eucarística,
introduzco a los otros que se hallan presentes en la obra de Cristo.
Hay otras palabras en el Presbyterorum ordinis que me
impresionan: «La consagración recibida no es un signo pasivo, sino
más bien una fuerza dinámica que dirige toda la vida del sacerdote
hacia el servicio de Dios y del hombre de manera que penetra toda su
persona». En mi ordenación, yo soy el recipiente de una «fuerza
dinámica», y uno no puede sino preguntar por qué esta fuerza ha sido
tan poco evidente. Cada sacerdote ha de ser consciente, sin duda, de
sus deficiencias. Pero a veces yo me pregunto si éstas no son debidas a
que en el ejercicio del sacerdote uno comete la equivocación de
depender demasiado de la propia experiencia, de la propia habilidad y
de las propias dotes, y de no darse cuenta suficientemente de que la
consagración del sacerdote, la ordenación del sacerdote, es una
comunicación del Espíritu santo; y de que uno no confía
suficientemente en el poder de este mismo Espíritu, no se confía
suficientemente a él, no está suficientemente en contacto con el
Espíritu. Es verdad que al hablar como hablo, no hago la distinción
que algunos de nosotros hemos traído a colación, entre las acciones del
sacerdote ex opere operato y sus acciones exopere operantis. No soy
yo quien ha de decir si esta distinción es válida hoy en día o puede
sernos de alguna ayuda. Pero lo que yo pregunto es ¿por qué nosotros,
que hemos recibido tan tremendos poderes, parecemos hacer poco uso
66
de ellos? La respuesta puede darse en parte: ninguno de nosotros
puede medir el bien que hace, y para la mayoría de nosotros el bien
que hacemos no se ve. Así pues, frecuentemente, no somos capaces de
ver el bien que hacemos, pero gracias a Dios, vemos frecuentemente el
bien que han hecho los demás. Así pues, colectivamente ¿no se puede
decir que el sacerdocio —o los sacerdotes en general— no da, no
contribuye en proporción con los dones conferidos en el día de la
ordenación? Simplemente planteo la cuestión y así la dejo.
En la vida espiritual, habrá habido para cada uno de nosotros una
experiencia, tal vez no verificada al momento, pero sí
retrospectivamente, de que algo nos ha pasado; tal vez se nos ha
otorgado una comprensión, implantado una convicción o revelado un
cambio de dirección que después vemos ser la obra de Dios, la obra
del Espíritu.
El momento de la ordenación es para el ordenado un momento de
transformación; y una de las alegrías de este día es la verificación de
que aunque se os pueda privar de cualquier cosa, hasta de la razón,
nadie os puede privar de vuestro sacerdocio: Tu es sacerdos in
aeternum. La tragedia de dejar el sacerdocio choca más a uno cuando
reflexiona que si bien renuncias a vivir como sacerdote, no puedes
renunciar a tu sacerdocio. Tú eres sacerdote in aeternum. En el día de
la ordenación, verificáis que os ha sido dado un poder tremendo, un
poder del que no se os puede privar. En el día de la ordenación hay la
alegría de la misa, un deseo de celebrar la misa. Por un tiempo esto
permanece vívido; pero tal vez, al pasar los años, se hace menos
vívido. Lo que intento dejar bien asentado es que en nuestro servicio
de Dios, hay y han de haber momentos de luz, momentos de calor.
Normalmente no duran, pero tenemos el consuelo de vivir en el calor
vivo que dejan atrás.
El domingo, nuestra oración por los que han de ser ordenados al
sacerdocio es que en su ordenación reciban de Dios luz, fervor; y por
el resto de nosotros, que las ascuas se enciendan otra vez. En esta
«crisis del sacerdocio», sea cual sea su explicación, es importante
insistir en el hecho de que tenemos algo que no se nos puede quitar.
Hemos recibido una fuerza dinámica en la que, en el mundo moderno,
hemos de llegar a creer cada vez más, de tal manera que, de acuerdo
con los principios de la Gaudium et spes y la comprensión de
67
laLumen gentium, podamos ofrecer al mundo nuestra contribución a
través del sacerdocio de Cristo.
29.6.71

68
3. RENOVACIÓN DE VOTOS

1. Ofrecimiento

Desearía, reverendos padres, que esta ceremonia de la renovación


de los votos pudiera tener lugar durante el sacrificio de la misa 8. Nos
recordaría la unión entre nuestra oblación y la de nuestros Señor. Haría
presentes de nuevo las circunstancias de nuestra primera Profesión,
especialmente el gesto de colocar nuestra cédula de profesión en el
altar sobre el que se ofreció este sacrificio. También subrayaría el
carácter de acción de gracias que debería tener siempre nuestro
ofrecimiento. Esta ceremonia en la que ahora tomamos parte, os
asegura que la renovación de vuestros votos es un ofrecimiento
genuino de vosotros mismos a Dios, juntamente con todo vuestro
trabajo en los años que vendrán.
Hay dos aspectos de nuestro ofrecimiento que me gustaría poner de
relieve.
En primer lugar, no hay vida humana que, en cierta manera, no
participe de la cruz de Cristo. Para los que están destinados a seguir a
Cristo, no hay manera de escapar de la necesidad de cargar con la cruz.
Si esto es verdad de la vida humana en general, cuanto más lo será de
aquellos llamados a seguirle por el camino de la vida monástica. En
cada una de nuestras vidas se dan circunstancias que, inevitablemente,
causan sufrimiento en cierta medida. Este sufrimiento puede venir del
temperamento, de las relaciones con los demás, de los problemas de la
obediencia; pero no hay vida monástica sin un cierto grado de dolor que,
si ha de dar fruto, ha de ser considerado como un llevar la cruz a
cuestas. Así pues, me parece que esta es una oportunidad admirable, al
69
ofrecernos a nosotros mismos, para aceptar con corazón amplio y
agradecido las dificultades con que tropezará nuestro camino; y
aceptarlas llenos de alegría, hasta —¿osaré decirlo?— con entusiasmo.
En segundo lugar, al ofrecernos nosotros mismos a Dios, es
importante ofrecernos tal como somos, sin sentirnos ansiosos por lo
que desearíamos ser o por los dones que no nos han sido dados, sino
nosotros mismos tal como somos aquí y ahora.
Además, nos tendríamos que ofrecer en acción de gracias por lo
que encontramos en la vida de la comunidad. Porque no tengo la
menor duda de que las cuatro cosas más importantes en nuestras vidas
se han de encontrar en esta comunidad, en todos los niveles :
obediencia, humildad, caridad y oración. Para mí ha sido una fuente de
consuelo ver prosperar estas cualidades —y entre los monjes más
jóvenes, no menos que entre sus hermanos. Es un buen presagio para
el futuro.
Más aún, si la renovación de nuestro ofrecimiento se hiciera
durante el sacrificio de la misa, subrayaría el aspecto comunitario de
nuestra vida y nuestro ofrecimiento de él. Nunca hemos de olvidar
esto: aunque estemos comprometidos en diferentes actividades,
aunque tengamos diferentes ideas y temperamentos, sin embargo
hemos alcanzado una unidad en la única cosa que puede unirnos: un
ferviente servicio de Dios.
Solamente hay dos cosas que pueden arruinar una comunidad, y
son puestas de relieve constantemente por san Benito. Las mencionaré,
no porque crea que faltamos en ellas, sino porque si hemos de
perseverar en verdadero espíritu monástico, tenemos que atajar, cada
uno en sí mismo, cualquier manifestación de estas faltas: voluntad
propia y murmuración. La voluntad propia es una forma de soberbia y
de ella se sigue, casi automáticamente, la crítica destructiva.
Finalmente, me gustaría decir que, según mi opinión, solamente
hay una cosa hacia la que debería tender cada uno de nosotros, y esta
cosa es la oración. Ella es el unum necessarium:la forma más
elevada de unión con Dios que podemos alcanzar en este mundo. Si
cada uno de nosotros se esfuerza constantemente para ser un hombre
de oración, como consecuencia será un hombre de oración. Y si esto es
así, esta casa será lo que tendría que ser, la casa de Dios.

70
2. Humildad

Hay dos peligros particulares para el sacerdote y para el religioso.


El primero es desánimo por la propia incapacidad; el segundo, un
sentido de frustración.
Pensad en la escena del evangelio que describe la vocación de san
Mateo (nota), una persona sumamente desagradable. Era un
recaudador de impuestos, un cuerpo formado por hombres
notoriamente deshonestos, tenidos por pecadores, que trabajaban para
un poder extranjero, y que parecían echar por la borda todo aquello
que los judíos tenían por más valioso. Los fariseos se ofendieron con
nuestro Señor porque se juntaba con Mateo y sus amigos, «publicanos
y pecadores». Y fue a estos mismos fariseos a quienes Jesús dijo estas
palabras de oro: «No son los sanos los que necesitan médico, sino los
enfermos».
Lejos de mí hacer de la flaqueza humana una especie de mística,
pero es un consuelo saber que si yo soy inepto, ineficaz, la mano del
médico divino está ahí para sanarme. Es de verdad adecuado para
nosotros el  mensaje que María y Marta enviaron a Jesús: «Señor,
aquel a quien amas está enfermo». El evangelio nos muestra, fuera de
cuestión, que en una actitud verdaderamente cristiana no hay lugar
para el desánimo y el desengaño, en cuanto que la constatación de lo
que somos es una constante petición a Dios.
Más aún, nuestra experiencia cotidiana de ineptitud y flaqueza, nos
fuerza de una manera notable a ser humildes; y la humildad es la base
de la vida espiritual, base en el sentido de que es el principio: ya que,
como por el resultado del pecado original tendemos a centrarnos en
nosotros mismos, a buscarnos a nosotros mismos, hemos de aprender a
centrarnos en Cristo, y a través de Cristo, a centrarnos en Dios, de
manera que nuestras vidas estén dedicadas a Dios y no a la exaltación
de nosotros mismos.
Y si aprendemos a ser humildes, deseamos una conversio morum;
ydeseamos expresar esto por un mayor desprendimiento de las cosas
71
materiales, y una consagración más profunda de nuestras afecciones y
de nuestros cuerpos a Dios.
Intentamos resolver el problema de la frustración, forzando y
cambiando las circunstancias, pensando remover así dificultades y
obstáculos. Pero el verdadero religioso hace esto, no cambiando las
circunstancias, sino cambiándose a sí mismo, rehusando permitir que
su paz y la profundidad de su unión con Dios sean afectadas por lo que
se mueve a su alrededor. Todavía más, llega a ver cómo las
dificultades, los obstáculos, que son el origen de sus frustraciones, no
son obstáculos para la unión con Dios sino peldaños para esta unión.
Ve a Dios actuando en su vida en las variadas circunstancias que
componen su vida: la acción de Dios a través del conservadurismo de
algunos, el progresismo de otros; la incomprensión de algunos, la luz
que irradian otros. Hemos de constatar que en la vida de comunidad,
Dios lleva a término su designio por caminos apropiados para
nosotros. Pero en un verdadero religioso no puede haber frustración
profunda, porque la frustración es «sí mismo»; cosas que ocasionan
frustración, sí, pero frustración interior, no. Este es el sentido más
profundo de nuestro voto de estabilidad: echamos nuestra suerte con
una comunidad concreta, haciendo de su fuerza nuestra fuerza, de su
flaqueza, nuestra flaqueza. De esta manera, el todo aporta una unidad
en la que experimentamos tolerancia, mentalidad abierta, buen humor
y comprensión. Y esto es estabilidad en el sentido más profundo.
Nada se necesita tanto hoy en día en la iglesia como un entusiasmo
por las cosas de Dios. Es difícil hablar de esto, porque en cierta
medida el entusiasmo y sus manifestaciones dependen del
temperamento, y una demostración artificial estaría fuera de lugar. Sin
embargo, al renovar nuestros votos, tendríamos que renovar en
nosotros mismos la convicción de que nuestra vida vale la pena, no
inquietarse excesivamente por las cosas exteriores, y guardar como un
tesoro nuestro secreto interior: unión con Dios y con nuestros
hermanos, en una verdadera caridad. Ha de haber alegría en nuestro
servicio de Dios —tenemos derecho a ello—, ytambién
paz y serenidad, que son las señales de una vida con Dios. Sí, tenemos
derecho a esto. Estamos obligados a estar alegres. Sobre todo, es
esencial para nuestro trabajo: los chicos en nuestra escuela, los
parroquianos en nuestras parroquias, tendrían que captar algo de
72
nuestro entusiasmo por las cosas de Dios. Y más que esto, tendrían
que detectar en nosotros un entusiasmo por la vida que hemos
profesado. Nos tendrían que ver alegres cuando obedecemos, nos
tendrían que ver alegres en nuestro servicio a Dios.

3. Estabilidad

En la iglesia contemporánea se ve cada vez más la mano


conductora de Dios. Se aproximan cambios y reformas. Y
necesariamente habrá un tiempo de reajuste, y cuando se hagan los
cambios, habrá también dificultades, inquietudes, desasosiegos. Diré
una palabra sobre tres causas del desasosiego. La primera es la
inestabilidad; la segunda es una especie de activismo, y la tercera es la
«mundanidad».
El correctivo contra la inestabilidad es nuestro voto de estabilidad.
El correctivo contra el activismo es dar a la oración la prioridad que
tendría que tener en nuestras vidas. El correctivo contra la
mundanidad, es una concepción correcta del papel de la pobreza.
En las órdenes religiosas, hombres y mujeres abandonan la práctica
de la vida religiosa. También los sacerdotes seculares se olvidan de sus
obligaciones. Se dan muchas razones. Algunos afrontan dificultades
respecto a su fe. Algunos se sienten aburridos. Algunos piensan que
podrían servir mejor a Dios en otra parte. Algunos, al mirar atrás hacia
los orígenes de su vocación, llegan a la conclusión de que se
equivocaron. Algunos se sienten vencidos por dificultades
temperamentales. Hoy en día, es fácil en la iglesia racionalizar las
dificultades a la luz de los puntos de vista modernos: el papel de la
conciencia para el cristiano; la dignidad de la persona humana; la
distinción entre la vida religiosa y la vida civil, y sus valores
respectivos; el temor de emitir un juicio sin la madurez que
corresponde a un adulto.
Estos problemas no se dan en nuestro propio conventus, pero somos
humanos, y lo mismo nos puede pasar a nosotros. Todo religioso tiene
la obligación de clarificar su modo de pensar sobre estos problemas,
aunque no sea sino por el hecho de que es un deber ayudar a sus
73
hermanos. De verdad que está implicada la verdadera naturaleza de
nuestra vocación.
Es fácil olvidarse del significado de las palabras: «Yo os he
escogido a vosotros; no sois vosotros los que me habéis escogido a
mí». Una vocación, siendo como es una llamada de Dios, no es algo
que nos pasó hace veinte, treinta o cuarenta años. La voz que nos
habló entonces, nos sigue hablando todavía con la misma insistencia,
en espera de la misma respuesta generosa. Hodie si vacem eius
audieritis, nolite obdurare carda vestra9.
Al emitir nuestros votos, nos entregamos a nosotros mismos al
servicio de Dios. Como en el matrimonio, estábamos preparados a
hacer cara a lo que nos tuviera reservado la vida. En el día de nuestra
profesión, firmamos un cheque en blanco, pagable al Señor. Se hizo
una promesa solemne. Irrevocable. Sin posibilidad de volver atrás.
Dios nos ha llamado. Y si tenéis alguna duda sobre vuestra vocación,
reverendos padres, no penséis ni discutáis sobre ello si no os habéis
arrodillado antes ante el santísimo sacramento y habéis renovado
solemnemente vuestros votos.
Estas defecciones suceden también, a causa de un defecto en
comprender el papel de las dificultades en una vida escondida con
Cristo en Dios. A veces quedo atónito ante la poca comprensión de la
gente de lo que significa seguir a nuestro Señor. «Si quieres ser mi
discípulo, has de tomar tu cruz a cuestas y seguirme». Ningún
religioso, digno de su audacia, puede considerar esto como un
programa negativo y deprimente, porque la cruz es la llave que nos
abre todo el misterio de Cristo y de la santísima trinidad, y además,
nos introduce en este misterio. San Pablo enseña que no hay
resurrección para nosotros a no ser que participemos en los
sufrimientos de Cristo. Y es sin duda axiomático en la vida espiritual
el hecho de que no nos podamos acercar a Dios si no es por el
sufrimiento. Esta es una palabra muy dura. De aquí la exclamación de
Teresa de Ávila: " No es extraño, Señor, que tengáis tan pocos
amigos, cuando los tratáis así!».
Las dificultades son la voz de Dios que nos habla. Dios nos habla a
través de los acontecimientos, de las circunstancias. Y cuando éstos
son difíciles de soportar, lo que él procura es hacernos menos
confiados en nosotros mismos, enseñándonos a tener más confianza en
74
él. Lo que estoy diciendo ahora sé que no será del agrado de algunos
de vosotros: la doctrina que estoy predicando no está de moda hoy en
día. Pero creedme, reverendos padres, cometemos un gran error en la
vida religiosa si no aprendemos, si no aceptamos de corazón, que las
dificultades no son obstáculos entre Dios y nosotros: son el camino
que nos llevan a él. Estamos muy equivocados si no nos damos cuenta
de que este cargar con la cruz es totalmente compatible con la paz, la
serenidad y la felicidad. Desde luego que toda la vida no es así; desde
luego hay alegrías en la vida que vivimos, en la vida religiosa que
vivimos. Pero cuando se nos pone la cruz sobre nuestros hombros, es
el momento de acordarnos de lo que estoy diciendo, y de abrazarla con
alegría, casi con entusiasmo, siendo como es el camino cierto, el
camino propio de nuestro Señor, para una unión más estrecha con él.
Nosotros nos entregamos a Dios en un género de vida particular, en
un lugar particular, junto con compañeros particulares. Este es nuestro
camino: en esta comunidad con este trabajo, con estos problemas,
con estasdeficiencias. El significado interior de nuestro voto de
estabilidad es que abrazamos la vida tal como la encontramos,
sabiendo que este camino, y no otro, es nuestro camino a Dios. De vez
en cuando, por una y otra razón, estamos agobiados de trabajo,
demasiado apretados. Cuando esto es así, es correcto exponer nuestro
caso al superior. Muchos de vosotros lo habéis hecho, y me he dejado
conmover por vuestra humildad y vuestro sentido común. Una
precisión más: el vivir en esta comunidad, con estos problemas y estas
deficiencias, no quiere decir que uno no haya de desear que cambie
esto o lo otro; sino que uno ha de estar básicamente contento. Cuando
los religiosos buscan a Dios en primer lugar y por encima de todo,
encuentran verdadera satisfacción, mientras que si se buscan a sí
mismos, no pueden encontrar descanso y están descontentos. Así pues,
no nos hemos de desviar de nuestro primer motivo al unirnos a la
comunidad: buscar a Dios.
En la búsqueda de Dios, necesitamos preguntarnos constantemente
a nosotros mismos si la oración tiene el lugar que le debería
corresponder en nuestras vidas. ¿Pensamos y actuamos realmente
como si la oración ocupara el primer lugar, antes que cualquier otra
cosa? Es verdad que tenemos la ventaja del coro, una ventaja muy
considerable. Pero aunque sea ventajoso, tiene también sus peligros.
75
Queridos padres, las observancias a las que estamos obligados, la
recitación del breviario, etcétera, serán para nosotros experiencias
rebosantes de oración, en la medida en que al mismo tiempo vayamos
adquiriendo el hábito de la oración privada. La oración privada y la
lectura espiritual, tal como lo he acentuado en repetidas ocasiones, son
dos prácticas en las que debemos persistir, si es que hemos de dar
sentido y vitalidad al resto de nuestra vida de oración.
Y referente a esto, me gustaría decir a la comunidad que, sea lo que
fuere lo que se diga o se predique en cualquier otra parte, yo debo
insistir en que antes y después de la eucaristía debería hacerse una
preparación adecuada y una adecuada acción de gracias. Es un error
argüir que estas cosas no son necesarias.
La pobreza en la iglesia es de gran importancia en el mundo
moderno. Además, es necesario distinguir entre la pobreza del
individuo y la de la comunidad; toda la pobreza comunitaria, la
pobreza de la iglesia en general, es algo sobre lo que la iglesia tendrá
que examinarse a sí misma cuidadosamente. Pero aquí, es sobre la
pobreza individual sobre la que me gustaría decir algo. En nuestras
vidas siempre hay el peligro de que podamos faltar en la observancia
de nuestra pobreza. Os urjo a cada uno de vosotros, padres y
hermanos, a que examinéis vuestra conciencia sabre esta materia. El
uso que hacemos del dinero. ¿En qué clase de vacaciones lo gastamos?
¿Y qué, sobre las cosas que adquirimos que de hecho no necesitamos?
Y como éstos, podríamos ir pensando muchos otros ejemplos: la clase
de cosas que nos pueden hacer demasiado dependientes de las
criaturas y que se pueden interponer fácilmente entre nosotros y Dios.
Esta es una materia que en el presente exige una urgente
consideración.
Padres, vamos a renovar nuestros votos. Nuestra vida es una vida
llena de estímulos, porque cada momento puede proporcionarnos una
oportunidad para una unión más estrecha con Dios. Así pues, llenos de
gozo y alegría, renovemos nuestra donación, demos nuestra respuesta
a una voz que nos llamó no sólo en el pasado, sino que también nos
está llamando hoy.
5.9.66

76
4. Disponibilidad

La renovación de los votos tendría que ser una ocasión para


abrirnos a las sugerencias y a las mociones del Espíritu santo. En un
pasado lejano la profesión monástica se comparó frecuentemente al
bautismo, en cuanto que, de una manera especial, el bautizado se abre
a la acción del Espíritu. Cuando hacemos los votos por vez primera, y
cuando después los renovamos, me gusta pensar que una voz del cielo
nos dice, como a Cristo en su bautismo: «Este es mi Hijo, a quien yo
quiero». Y también me gusta pensar: «Yo soy tu hijo, a quien tú
quieres, tu predilecto». Cuando nos entregamos a Dios, cuando
vivimos nuestros votos, esto es sin duda agradable a nuestro Padre
celestial.
¿Qué finalidad tiene el abrirnos al Espíritu? ¿Qué es lo que hace
que el Padre vea en cada uno de nosotros a su querido Hijo, que vea en
nosotros el reflejo de su Hijo, Cristo nuestro Señor? Esta es la
finalidad, la razón de todo lo que hizo Cristo: que nosotros llegásemos
a amar al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, toda nuestra
mente, toda nuestra alma, y a nuestro prójimo como a nosotros
mismos.
Cuando dos personas están enamoradas, en cada una de ellas hay
un deseo, una necesidad de la otra. A desea a B. B necesita y desea a
A. Y es de suma importancia que cada una sepa que esto es verdad de
la otra. Esto es preeminentemente así en la vida matrimonial. Y
también es así en la amistad.
En lo profundo del corazón de cada uno de nosotros hay sin duda
alguna un deseo y una necesidad de Dios, y este deseo y necesidad de
Dios están presentes en nosotros solamente porque Dios mismo nos
desea y nos necesita. Nunca podríamos empezar a amar a Dios o a
entender lo que esto pueda significar si primero no nos hubiese Él
amado a nosotros. El porqué Dios nos desea y nos necesita es un
misterio. Pero es verdad: si no fuera así no nos hubiera creado y la
vida en último término no tendría ningún sentido para nosotros. Es
bueno recordar que en Dios hay una constancia, una consistencia de
actitud que nunca cambia, independiente de lo que somos o de lo que
hacemos: él nunca cambia cuando nos desea, cuando nos necesita. Por
el contrario, nosotros nos desviamos, nos distraemos fácilmente,
77
somos inconstantes. Esta es una de las razones por las que nos
obligamos con votos. La promesa del matrimonio sirve para proteger
el amor original y ayudarlo a crecer. Me atrevería a sugerir que no
habría ninguna necesidad de hacer votos si nosotros tuviéramos la
constancia y la consistencia de Dios. Por lo tanto, me gustaría decir
algo sobre nuestro voto de estabilidad, que refleja nuestro intento de
vivir la consistencia y la constancia que es Dios.
Es característico del amor que el amado sea digno de confianza:
siempre fidedigno, siempre contento de verte, siempre acogedor,
siempre dispuesto a escuchar, firme como una roca. Dios tiene estas
cualidades, y se nos ha dicho que seamos perfectos como nuestro
Padre celestial es perfecto. En nuestras relaciones, en nuestra vida de
comunidad, debe de haber una confianza mutua, cada uno poniendo
completamente su confianza en los otros; siempre a punto a escuchar
con simpatía; siempre acogedor, abierto a los demás. Es claro que en
una comunidad siempre habrá diferencias en la consistencia de las
relaciones; pero hemos de ser perfectos como nuestro Padre celestial
es perfecto, y hemos de esforzarnos por fomentar entre nosotros esta
confianza de los unos para con los otros que caracteriza el amor de
Dios hacia nosotros. Cada miembro de la comunidad ha de saber que
cada uno de los otros miembros lo desean y lo necesitan, y él mismo
debe necesitar y desear a cada uno de los otros. El voto de estabilidad
nos arraiga en esta comunidad, y si su significado fundamental no
consiste en estabilizarnos en nuestra búsqueda del amor de Dios y en
fortalecer los lazos que nos atan los unos a los otros como a hermanos,
este voto es de poco valor.
De la misma manera que la confianza mutua es característica del
amor, así también lo es la disponibilidad, no la disponibilidad que
consiste en reservar quince minutos entre compromiso y compromiso;
es mucho más profundo que eso. Significa que deseo compartir, que
deseo dar, que deseo hacer algo por el otro. Cuando consideramos la
disponibilidad de nuestro Señor, vemos hasta qué punto la
disponibilidad para con los otros puede ser urgente, exigente. Dios
tiene esta especie de disponibilidad, y Cristo es el sacramento de la
disponibilidad de Dios. Nosotros debemos tomar a Cristo como
modelo y ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto: estar
disponible para con Dios y disponibles los unos para con los otros.
78
Deseo compartir, deseo dar. «Que no se haga mi voluntad, sino la
tuya» resuena como un eco en el «Cúmplase en mí lo que has dicho»
de nuestra Señora.
Es bajo esta pauta como me gustaría reflexionar sobre la obediencia
esta noche. Mi obediencia es una señal de mi disponibilidad, no sólo
necesariamente en términos de acción, de hacer —que connotan las
palabras «compartir» y «dar»—, sino también en términos de
aceptación, de estar preparado a aceptar la voluntad de Dios hasta en el
caso que ello significara ser pasado por alto, que se me pidiera
abandonar una responsabilidad; o solamente, ser olvidado. La
obediencia vista desde este ángulo es un correctivo constante de mi
falta de disponibilidad. ¿Qué es lo que hace dudar sobre el compartir,
sobre el dar, sobre el estar abierto? ¿Qué es lo que me hace vacilar
sobre el permitirme a mí mismo ser amado? Frecuentemente son
nuestra inhibiciones, que pueden ocultar un egoísmo, un estar centrado
en sí mismo, un buscarse a sí mismo. La obediencia puede ser mi
liberación: puede librarme de mí mismo y hacerme disponible a los
demás.
La obediencia, en el sentido en que ahora la estoy considerando, no
se limita a los preceptos de los superiores . o a las prescripciones de las
constituciones o cosas semejantes. Estoy pensado en términos que
hacen referencia a las circunstancias de cada día: la clase a la que he
de asistir, la reunión que he de presidir, la asistencia a un enfermo, la
reunión del consejo, todas las exigencias que me piden estar
preparado, disponible. El timbre de la casa parroquial -o la campana en
nuestro monasterio: ambos son la voz de Dios que nos amonesta a
estar disponibles. Ser capaz de depender de otro, estar disponible para
otro: esto es lo que significa amor, lo que significa vida monástica.
Estos ideales son elevados y difíciles de vivir, y sin duda, casi más
allá de nuestras facultades, porque en las realidades de la vida de cada
día nuestra conciencia del amor de Dios no siempre se mantiene viva
en nuestras mentes. Tanto si se trata de nuestros hermanos como de las
personas a las que servimos, somos conscientes de nuestros defectos.
Todo lo que entra dentro de este terreno de desaliento, ineptitud, un
sentido de fracaso, me parece que puede hacer mucho más daño que
cualquier otra cosa a la espontaneidad de nuestro amor a Dios y al
prójimo. Y hoy en día, estas actitudes están ampliamente difundidas
79
entre los sacerdotes. Pero el desánimo es un hecho y una experiencia
que hemos de soportar todos nosotros un día u otro. Sin embargo,
permitidme compartir con vosotros una palabra de aliento. Me habréis
oído preguntar en ocasiones precedentes, si es mejor estar de pie ante
el Señor ofreciendo una lista de los propios dones, talentos y
realizaciones, o ser el «don nadie» al final de la iglesia que sólo puede
golpear su pecho diciendo: « ¡Dios mío ! Ten compasión de este
pecador». Uno se siente confortado al saber que no tiene mucho que
ofrecer, que uno ha llevado a término pocas cosas. ¿No es esto sobre lo
que habla san Benito en su capítulo sobre la humildad? ¿Y no hay una
profunda sabiduría humana en todo esto? ¿Y no tenemos la aprobación
divina de esta humilde actitud, si todo lo que yo he hecho no es sino
remitiros a la parábola de nuestro Señor?
Es también en este contexto en el que tendríamos que pensar, tal
vez, sobre nuestro voto referente a la «conversión de
costumbres»: conversio morum.Desde un punto de vista, la renovación
presupone un aumento de humildad, un reconocimiento genuino y
profundo de la necesidad que tenemos de Dios. Y cuando me doy
cuenta de que necesito a Dios, entonces lo deseo. Y ahora me parece
que hemos vuelto al punto de partida. No podemos amar si no somos
humildes, y no podemos amar hasta que Dios tome la iniciativa. Acaso
todo lo que podamos realizar se reduzca a ser humildes. Y si somos
humildes, el Espíritu puede poseernos.

5. Conversio morum

Es bueno, reverendos padres, estar juntos durante estos días.


Además, considero los acontecimientos de estas veinticuatro horas
como uno solo. Nuestra misa conventual de mañana será el punto
culminante, y esta renovación de nuestros votos forma parte de esta
misa, y de este acto central se derivan nuestras discusiones y nuestras
decisiones.
La importancia de esta renovación de nuestros votos es evidente
para todos nosotros, porque este es el momento en que nos esforzamos
para redescubrir los ideales que nos incitaron a hacernos monjes y a
entregarnos para toda la vida. Es el momento de reasumir nuestra
80
generosidad juvenil para el servicio de Dios: de procurar también
experimentar de nuevo la maravillosa libertad de que disfrutábamos en
el momento en que declaramos ante Dios y sus santos que le
serviríamos en el monasterio hasta el final.
Es el momento de evaluar los grandes votos monásticos de
estabilidad,conversio morum y obediencia. Nuestra adhesión a esta
familia monástica y nuestro compromiso con ella, con toda su fuerza y
toda su flaqueza, con su futuro, que sólo Dios conoce y que tal vez
será diferente de todo lo que nosotros hayamos podido concebir;
esta conversio morum que nos impulsa a actuar y a reaccionar y a
pensar como monjes verdaderamente dignos de este nombre; ésta
caracteriza nuestro estilo de vida, junto con nuestra obediencia que es
la prueba real de nuestro amor a Dios, de la misma manera que entre
los amantes, una obediencia mutua es una señal de auténtica y genuina
donación de sí mismo.
El monacato es un «camino de vida», y la palabra «camino» nos
recuerda el carácter de peregrinación de esta vida y nuestra historia
monástica. En un período, la escena cambia lentamente, en otro,
rápidamente. Nosotros mismos cambiamos, y debemos cambiar. A
veces nuestra marcha será ágil y segura, a veces lenta y el andar,
pesado. Este es un momento, en el curso del año, en que por el mutuo
estímulo y el mutuo ejemplo, y por la afección genuina que tenemos
los unos para con los otros, la marcha puede acelerarse y los pasos ser
más decididos. Es verdad, y en una ocasión como ésta es apropiado
recordarlo, que nuestro progreso a lo largo del camino puede retrasarse
si nos vamos por los lados y nos metemos por caminos desviados. Y
ahora me gustaría recordaros algunos de estos caminos desviados,
porque cada uno de nosotros puede ser, y debería ser corregido por los
votos que hemos proferido.
Vivimos en una época inquieta, en una sociedad inquieta. Pero
¿qué período de la historia no ha sido en gran parte así? Tal vez somos
más conscientes de este fenómeno en nuestros días; pero si nos
sentimos inquietos, por la razón que sea, es importante reconocer que
esto es un obstáculo entre nosotros y nuestro servicio de Dios.
Aprender el arte de ser críticos respecto a lo que somos y a lo que
hacemos de una manera propia y correcta, y de permanecer al mismo
tiempo dedicado de todo corazón al trabajo que tenemos entre manos,
81
y los unos para con los otros; mantener una paz interior, cuando se es
consciente al mismo tiempo de la voz del Espíritu que nos habla
individualmente o colectivamente, como para llevarnos por caminos
desconocidos e imprevistos; ser conscientes de la llamada del Espíritu
en las necesidades de nuestros tiempos; ser conscientes de la llamada
de la iglesia y al mismo tiempo mantenerse en la paz, en la quietud:
esto solamente es posible si nuestro empeño es constante y nuestra
intención, una. El camino que con mucha facilidad podemos seguir
todos es el de buscarnos a «nosotros mismos», no tengo ninguna
necesidad de recordároslo. San Benito nos recuerda lo pernicioso que
puede llegar a ser. «El amor no se busca a sí mismo».
Existen tests simples por los que podemos descubrir si nuestro
corazón está puesto en Dios, o si estamos preocupados por nosotros
mismos. Ahí van algunos ejemplos. ¿Cómo reacciono cuando se me
pide que deje una tarea y me ocupe en otra; cuando un trabajo que
hubiera podido presentárseme a mí es asignado a cualquier otro;
cuando se me exige que haga algo de una manera, siendo así que yo
desearía hacerlo de otra; cuando me dejo llevar por la frustración
porque no se han seguido mis ideas, porque no han sido reconocidos
mis ideales? No es necesario entretenerse en esto.
Otro camino desviado es la mundanidad. Esta es difícil de definir.
Se encuentra en el corazón y en la mente más que en lo que hacemos.
Podríamos preguntar ¿cuál es nuestra actitud cuando nos encontramos
lejos del monasterio? Echando una mirada retrospectiva a unas
vacaciones, ¿podemos decir que nos hemos sentido siempre orgullosos
de ser monjes?, o ¿hemos intentado emanciparnos de nuestra
condición de monjes por nuestro comportamiento o por los vestidos
que llevamos? Disfrutemos de ser monjes. Estemos orgullosos de ser
monjes.
¿Qué es lo que nos mantiene en nuestro sendero? ¿Qué es lo que
nos disuade de torcer por caminos desviados? ¿Cuál es la incumbencia
principal de cada uno de nosotros? La cuestión proporciona la
respuesta. En nuestros corazones sabemos que es la búsqueda del amor
de Dios, lo que no solamente nos llenará en nuestra vocación
monástica sino que también nos hará alcanzar la verdadera estatura
como seres humanos. Tendríamos que ponderar frecuentemente la
benignidad y la amabilidad de Dios, especialmente la benignidad y la
82
amabilidad de su Hijo hecho hombre, a través del cual él nos habla;
ponderar la vida de Cristo como una revelación del amor de Dios,
considerándola y comprendiéndola bajo esta luz; ponderar la belleza
de la creación de Dios, y todo lo más noble y excelente de los logros
humanos; ponderar también la amabilidad de las otras personas: ahí
está la llave que nos abrirá el misterio del amor que es Dios. ¿Qué
clase de miedo, qué clase de vacilación provocada por el miedo es
ésta, que nos intimida respecto a las reacciones a que tenemos derecho
cuando nos encontramos ante la belleza o las cualidades maravillosas
de los demás? En todo lo que experimentamos, en todo lo que
conocemos, encontremos, o al menos busquemos el amor de Dios. Las
palabras no bastan, pero permitidme citar a la mística Juliana de
Norwich:

«El más elevado amor de Dios por nuestra alma es tan maravilloso que
sobrepasa todo conocimiento. No hay ser creado que pueda conocer la
grandeza, la ternura, el amor que nuestro Hacedor tiene por nosotros. Sin
embargo, por su gracia y con su ayuda, irgámonos en espíritu y contemplemos,
maravillándonos eternamente, el amor supremo, sobreabundante, único, que
Dios, por su bondad, nos tiene. Entonces podemos pedir reverentemente a
nuestro amante todo lo que queramos porque, por naturaleza, nuestra voluntad
desea a Dios y la benevolencia de Dios nos desea a nosotros. No podemos
dejar de desearlo y de anhelarlo hasta que lo poseamos con plenitud y alegría:
entonces ya no tendremos ningún otro deseo. Mientras tanto, su voluntad es
que prosigamos conociendo y amando hasta que seamos perfectos en el
cielo»10.

Me gusta pensar que la tradición mística inglesa tuvo una


influencia en la época en que nuestra congregación fue fundada de
nuevo; y que se adapta de una forma tan maravillosa a lo que la gente
busca hoy en día, que haríamos bien en leer y seguir esta enseñanza, y
adquirir algo de esta panorámica.
Perdonadme si también recuerdo, como ya he hecho en otras
ocasiones, otra tradición que es muy nuestra: la tradición de los
mártires. Es una locura, y falso al mismo tiempo, olvidar que el
camino que lleva a Dios ha de ser en un período o en otro, el de la
cruz. Es injusto ocultar esta realidad a aquellos con los que tenemos
trato. El evangelio es claro. La tradición que llega hasta nosotros es
que la cruz es gozosa, aunque cuando se siente con todo su peso,
estamos lejos de experimentarlo así. Dejad que comparta un
83
pensamiento con vosotros. Siempre que uno de nosotros se sienta
doblegado por el peso de la cruz hasta el punto que esta persona en
concreto —monje o no— tiene la sensación de que no la acepta, no la
desea y no puede, es de veras la cruz. Y si, interiormente, se tiene la
sensación de rebelión, no os perturbéis. Cuando resulta fácil «ofrecer»
alguna cosa, no es eso realmente. Perdonadme si me entretengo en este
punto, pero todos nosotros necesitamos saber cómo hemos de sacar
provecho de estas situaciones. Me parece que también necesitamos
saber cómo aconsejar a otros que se encuentran en una situación
semejante. Cuando la cruz es demasiado pesada de llevar y caigo al
suelo; cuando no quiero aceptarla, entonces se trata de algo impuesto
realmente sobre nosotros por el Señor. Además, nuestra fe viva y
verdadera nos dice que este es el camino que nos lleva a una nueva
vida, un momento de crecimiento. Los mártires iban con el corazón
alegre a afrontar sus pruebas. Lo mismo tendríamos que hacer
nosotros.
Como monjes somos los herederos de una tradición que se remonta
a un pasado muy lejano. Me chocó una lectura que tuvimos en el
refectorio.11 La encontré impresionante porque los autores eran
también ellos grandes hombres. Y escuchar a grandes hombres,
admirando y evaluando realmente la nobleza de las personas, sin
rebajarles la talla, como sucede con frecuencia, es notablemente
refrescante. Me parece que ahí tenemos una lección sobre nuestra
caridad, nuestro respeto mutuo, nuestra tolerancia. Tendríamos que
estar siempre preparados a admirarnos mutuamente, a respetarnos los
unos a los otros; a sentir, también, un interés profundo y una profunda
compasión. Después de todo, nuestra búsqueda de Dios es nuestra
respuesta a un amor que él nos ha manifestado primero. Y así podemos
aprender los unos de los otros y todos juntos, como comunidad, a
volver de nuevo a él.
Ahora hemos de proceder a la renovación de nuestros votos.
Hagámoslo con sinceridad, con plena esperanza, sabiendo que,
haciéndolo así, Cristo está en medio de nosotros y el Padre nos mira
complacido: «Cierto, estos son mis hijos, a los que yo quiero, mis
predilectos».
27.8.73

84
6. Reafirmación

Una vez, nuestro Señor hizo una pregunta fuera de lo común: no


una pregunta como la que en circunstancias ordinarias pueden hacerse
los hombres unos a otros; cierto, es una pregunta que probablemente
no se ha hecho nunca, o, en todo caso, raramente.
La pregunta es: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?»,
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Y aún una tercera vez. San Pedro,
desconcertado, dice finalmente: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que
te quiero».
Es muy humano sentir la necesidad de una reafirmación, muy
humano. Pero posiblemente ¿no es también algo divino? Lo digo con
interrogante, no como una afirmación categórica. Me daría temblor
considerarlo como una visión interior, pero ¿quién puede conocer el
misterio de Dios? Y sin embargo, me parece que las palabras de Jesús
me piden a mí y a vosotros que le demos una seguridad, una
reafirmación que dudaríamos de pedírnosla los unos a los otros. Por
más que entre nosotros sean necesarios gestos sinceros y, a su manera,
elocuentes; también son necesarios en nuestra relación con Dios: un
gesto de reafirmación a Dios de que lo amo, o al menos, deseo amarlo.
Nuestro Señor no hubiese hecho la pregunta si no hubiera sido
importante para él, si Pedro, como persona, le hubiera importado poco.
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Esta pregunta se nos hace a cada
uno de nosotros. Nuestra respuesta puede dar a entender que estamos
desconcertados: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». En
nuestra mente se acumulan toda clase de problemas, personales y
monásticos, pero dudo de que en otras circunstancias la respuesta
hubiera sido más sincera. El amor no conoce los límites del espacio, el
tiempo y las circunstancias: es un lazo entre dos personas que
transciende estas cosas: en la riqueza y en la pobreza, en la
enfermedad y en la salud, tanto si los tiempos son buenos como malos,
la realidad perdura.
Nuestro Señor dice tres cosas en respuesta a la triple contestación
de Pedro. Considerémoslas en orden inverso. Su último mandato a
Pedro es: «Sígueme». ¿Pedro no había sido ya llamado? Quizás esta
«llamada» después de la resurrección fue la definitiva, la última
llamada. Cuando la primera llamada, la atmósfera es completamente
85
diferente; es más estimulante: el Mesías ha venido, el reino será
restaurado. «Lo hemos encontrado» dice Andrés. Andrés lo dice a
Pedro, y al día siguiente es llamado Felipe; después, Natanael. Hay
grandes esperanzas: «veréis los cielos abiertos y los ángeles subir y
bajar, y al Hijo del hombre». Abandonan las barcas a las orillas del
lago de Galilea y dejan las redes a secar.
¿Se sintió Pedro desilusionado alguna vez? «Nosotros ya lo hemos
dejado todo y te hemos seguido. En vista de eso, ¿qué nos va a
tocar?». Aquellos ingenuos argumentos sobre quién tendrá el puesto
más elevado en el reino, son muy humanos. La idea que Pedro tenía
del reino no era la que tenía nuestro Señor. Pero si Pedro, cuando
arrastró la barca a la orilla, hubiese visto al héroe que acababa de
encontrar doblegado bajo otra carga en suprema humillación, y
hubiese previsto su despreciable comportamiento —su huida y la
traición a su maestro—, ¿habría dicho que «sí» tan rápidamente? Era
un hombre joven, lleno de vigor, de esperanzas y planes: «Puedes estar
seguro: si de joven tú mismo te ponías el cinturón para ir a donde
querías, cuando seas viejo extenderás los brazos y será otro el que te
ponga un cinturón para llevarte a donde no quieres» 5.  Nuestro Señor
dijo esto, así consta, para indicar la muerte por la que Pedro había de
glorificar a Dios. San Pablo vio en eso algo más que la muerte física
que sería la de Pedro: para san Pablo era una muerte que significaba
vida, un morir cotidiano para vivir con más plenitud. No el
aniquilamiento del vigor y de los planes, sino su transformación en el
vigor y en los planes de Dios: «Si de joven tú mismo te ponías el
cinturón para ir a donde querías, cuando seas viejo extenderás los
brazos y será otro el que te ponga un cinturón para llevarte a donde no
quieres».
El reino no es lo que suponemos que es, o lo que desearíamos que
fuera: es el reino de Dios y viene por su camino, no por el nuestro. Y
Pedro se ha de hacer pequeño. No serás eficaz hasta que ames, y por
esto es por lo que se le preguntó tres veces. Y él lo reafirmó: «Señor,
tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Y es ahora cuando se le da
una orden, se le confía una tarea: «Lleva mis ovejas a pastar». Dales
esperanza, dales alegría, dales libertad, dales vida, dales a Cristo. Ellas
no tienen las mismas esperanzas, pero cada una de ellas debe esperar
todavía; no todas tienen alegría, pero cada una de ellas tiene derecho a
86
tenerla; todas desean la vida, y vida con más abundancia: se han de
amar las unas a las otras como yo, el Señor, os he amado. Así pues,
todas las cosas cooperan para el bien. Nuestra tarea es esforzarnos en
amarlo y amar todo lo que le concierne, y llevar a pacer a sus ovejas.
La pregunta se nos hace a vosotros y a mí: «¿me amas?» y nuestra
respuesta es: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero».
Reafirmadlo a pesar de vosotros mismos, sean cuales fueren vuestras
inquietudes, vuestras aspiraciones, vuestras diferencias, vuestros
fallos: cuentan poco en comparación con esta vocación al amor, que es
la vocación cristiana. Al renovar vuestra profesión, reafirmad a Dios
que queréis retornarle el amor que él primero nos ha dado. Una vez se
haya dicho y hecho todo, esto es lo único que importa.
25.8.75

87
4. Trabajo monástico

1. Actividad
 
La última vez os hablaba de los cambios y las discusiones que van
teniendo lugar actualmente en la iglesia, en el campo de la educación y
del monacato. Decía que me daba la impresión de que esta inquietud
iba a durar muchos años; nos vemos obligados por un tiempo
considerable a vivir en un período muy inestable. Esto plantea un
problema al individuo. E intentaba poner de relieve la importancia de
no permitir que las cosas que se discuten, y que pueden modificar
nuestro estilo de vida, perturben la paz interior de cada individuo o la
paz de la comunidad. Señalaba que habíamos de aprender a aceptar la
situación presente, en la que cada uno de nosotros se encuentra, tanto
si son tareas que no cuadran con nuestra manera de ser, como si son
problemas personales o ideas no aceptadas. Hice resaltar la
importancia de aceptar la cruz cuando nos viene al encuentro, y por
último, de tener una confianza y una esperanza ilimitadas en Dios.
Vivimos en una época agitada. Ponemos en cuestión y criticamos
casi todos los aspectos de la vida de la iglesia y la vida religiosa
también. Una crítica buena y honrada es sana. Pero es mala si perturba
al individuo y lo pone en tensión. Existe otro subproducto de la crítica
y de ponerlo todo en cuestión, que puede ser perjudicial a la vida
espiritual del individuo, y por consiguiente, a la de la comunidad. Es lo
que san Benito, tal como os lo he recordado en ocasiones anteriores,
llama «murmuración». En la Regla, san Benito nos pone en guardia
una y otra vez, contra la murmuración. «La obediencia –dice- será
solamente aceptable a Dios y agradable a los hombres, si lo que se
88
manda se lleva a cabo no por temor, ni rezagadamente, ni sin ganas, ni
murmurando, ni con palabras que demuestran poca voluntad». Así
mismo, los servidores cumplirán su oficio sin murmuración. Lo mismo
que en lo que se refiere a la medida del vino que bebemos y así otras
cosas, como esto: «Amonestamos por encima de todo, que no haya
murmuración entre ellos». Y en otra ocasión, cuando trata la cuestión
de si todos deben recibir el mismo trato, dice: «Que el mal de la
murmuración no se manifieste ni por la más pequeña palabra o señal,
por el motivo que fuese». Y para que no os penséis que todo lo
encamino sólo en una dirección, leamos este pasaje: «Que el abad lo
ordene y disponga todo de manera que las almas se salven, y que los
hermanos puedan cumplir su obligación sin causa justa de
murmuración». San Benito, desde luego, con su gran énfasis en las
consultas y demás, reconoce la probabilidad, o la desea, de una crítica,
pero sin amargura o un celo equivocado. El murmurar produce
detrimento a la vida espiritual. Revela la no aceptación de la situación
presente: y la situación presente en que nos encontramos, es en la que
Dios quiere que estemos.
Hoy en día se habla mucho sobre la distinción que se ha de hacer
entre la vida religiosa como tal y la vida clerical. Es verdad que para
ser religioso no es necesario ser sacerdote, pero los religiosos son
personas adecuadas para ser sacerdotes. Esta ha sido siempre nuestra
tradición. Nuestra congregación, estoy hablando de los benedictinos
ingleses, ha sido siempre una congregación activa, yo prefiero la
palabra «mixta»: contemplación y acción. Históricamente hablando,
nunca hemos trabajado para que esto fuera así. La vida monástica se
ha ido desarrollando a lo largo de los años, con su cortejo de
obligaciones, etcétera. Y también se ha desarrollado la dirección de un
colegio. Pero me parece que si estas dos cosas se han de ajustar más
fácilmente la una con la otra, se ha de hacer alguna modificación: yo
abogo por que se haga alguna modificación en la observancia
monástica, que permita aliviar las tensiones que pueden surgir entre
una vida monástica a gran escala y una actividad en el colegio a gran
escala. Hoy en día corren muchos esquemas para una reducción del
Oficio12, para hacer más simple la observancia monástica. Yo voy a
favor de esto, en la medida en que sirva para unir la oración y el
trabajo de una manera más equilibrada.
89
Nuestra vida incluye el compromiso en una actividad, y nuestra
actividad es apostólica. No me impresiona la visión del monacato a
partir de la premisa de que es una «huida del mundo». Históricamente,
esta idea de la «huida» apareció bastante tarde, yo diría, hacia finales
del siglo tercero. En los evangelios y en los Hechos de los apóstoles, el
ideal era la vida apostólica. No es que me quiera adherir a esta tesis,
pero es digna de tenerse en consideración. Por lo que a mí toca, nunca
hubiera venido a esta comunidad si no hubiera tenido parroquias.
Fuera lo que fuere lo que el futuro nos tenga preparado, tendríamos
que tener bien claro que nuestros predecesores nos han transmitido
algo sumamente precioso. Los que nos han precedido se han hecho
santos en este género de vida, y han hecho una gran obra por Dios,
tanto en nuestros colegios como en nuestras parroquias. Y no hay duda
alguna de que nuestra acción en el colegio y en las parroquias no sólo
es digna de consideración en ella misma, sino que también es
sumamente provechosa para nuestras almas. El tratar con otras
personas, ya sean muchachos del colegio o parroquianos, el ayudar a
los demás, resulta ser uno de los medios más poderosos de acercarnos
más estrechamente a Dios. Sería difícil explicar cómo se hace esto,
pero es la experiencia de un gran número de personas. Nuestra doble
actividad es sumamente satisfactoria, y esto es algo precioso, porque a
lo largo de toda nuestra vida sentimos la bendición de saber que
hacemos algo que vale la pena por sí mismo, que es de provecho para
nosotros y, en todos los sentidos, simpático. Porque aunque es verdad
que uno debe ver la cruz cuando le viene al encuentro y aceptarla, por
otra parte, el trabajo ha de caer simpático y producir satisfacción, si es
que la vida espiritual se ha de desarrollar normalmente. No puede ser
todo cruz y austeridad.
Lo que quiero puntualizar es que nuestro trabajo, por su misma
naturaleza, nos acerca más estrechamente a Dios, y es inmensamente
beneficioso para nosotros individualmente. No hablo ya de la gran
contribución que nuestro trabajo supone para la iglesia; digo
simplemente que cada momento del día nos proporciona una
oportunidad para acercarnos más estrechamente a Dios. Una
dificultad, un problema, no son como a primera vista podría parecer
una ocasión de tropiezo. Por el contrario, son escalones en nuestro
camino hacia Dios.
90
19.5.65
 

2. Profesor
 
El principio del curso ofrece una oportunidad para comunicaros
algunos pensamientos básicos referentes al colegio. Como abad no
puedo abandonar mi interés y mi responsabilidad por el colegio. Por el
contrario, mi tarea consiste en asegurar que el colegio rinda la máxima
contribución a la vida de la iglesia en este país. Actualmente hay dos
puntos que se han de recalcar.
En primer lugar, hemos de hacer inventario y considerar
cuidadosamente qué es lo que hacemos para enseñar y entrenar a los
muchachos en la práctica de su religión, y así prepararlos para la vida
en el mundo. Los principios básicos son siempre los mismos, pero
estamos en el año 1966, no en el 1930 o en el 1920.
En segundo lugar, hemos de considerar qué es lo que podemos
hacer para enseñar a los muchachos a trabajar por sí solos. Me parece
que todos nos podríamos preguntar si en el pasado hemos tenido un
cien por ciento de éxito en esta esfera. El arte de ser profesor se puede
resumir de una manera muy simple: es enseñar a los chicos a que se
enseñen a ellos mismos; enseñar a los muchachos a que ellos mismos
se enseñen cómo han de vivir, cómo han de rezar, cómo han de
trabajar, cómo han de dirigir sus vidas, cómo han de asumir una
responsabilidad, etcétera. Y nosotros hemos de aprender qué es lo que
podemos confiar a los muchachos y cuándo necesitaremos intervenir
para mantener el equilibrio. El equilibrio implica saber lo que está
pasando: qué es lo que podemos confiar a los muchachos y en qué
momento necesitamos tomar las riendas en nuestras propias manos. El
equilibrio significa saber lo que pasa, actuando en algunos casos y en
otros haciendo parar la marcha de la acción.
Ser profesor es un arte difícil y también noble. Es difícil hasta el
punto que siempre hemos de ser principiantes. Reflexionando sobre mi
propia experiencia, muchas cosas las haría ahora de una manera
totalmente distinta. Pero es un arte que se debe aprender, en parte por
experiencia, y en parte, de aquellos que ya la han hecho. Y esto es muy
importante. Yo aprendí a administrar la casa de losotros siete
91
administradores, como se hacía entonces. Cuando somos jóvenes en el
equipo, hemos de ser sensibles a la experiencia de los que nos han
precedido, y mirad que hay una gran cantidad de experiencia en la
comunidad.
Solamente añadiré que una gran fuente de satisfacción en nuestro
colegio es la relación que hemos establecido con los muchachos.
Es ciertamente algo precioso y lo hemos adquirido con razón: lo
hemos aprendido de aquellos que iban delante de nosotros. Ellos
establecieron una maravillosa relación y un equilibrio que nosotros
hemos heredado. Pero es algo que necesitamos vigilar, proteger y
guardar como un tesoro. Hemos de tachar un equilibrio frívolo, estar
en guardia contra una excesiva familiaridad, haciéndonos como «uno
más entre los chicos», obteniendo así un falso éxito. Un cierto
desprendimiento, un cierto control de uno mismo, la capacidad de
decirse «no» a uno mismo conservando, sin embargo, cordialidad y
amistad: ahí hemos de encontrar la llave para todo lo que podamos
hacer por los chicos. Pero la nuestra, es una tradición preciosa que
fácilmente podría acabar mal.
De la misma manera que el abad no puede llevar la dirección del
colegio, por lo que delega a un director, tampoco el director puede
dirigir cada uno de los departamentos. El también ha de delegar. Pero
recordemos que básicamente es el director el que dirige el colegio, y
esto lo hace por medio de un equipo. Pero el equipo está organizado
jerárquicamente: administradores, prefectos de los alumnos más
antiguos y otros oficiales. Y éstos, los administradores, los prefectos y
los otros oficiales, deben saber cuándo han de remitir las cosas al
director. Han de saber en qué momento las cosas que van siguiendo su
curso han de pasar al examen del director: en este caso la equivocación
estaría más bien en hablar demasiado que no en hablar demasiado
poco.
Naturalmente, hay cosas que no se pueden remitir; cosas oídas bajo
secreto de confesión, por ejemplo, un caso claro. Cosas también que
podrían clasificarse como «confiadas en secreto». Pero el trabajo del
colegio es un trabajo de equipo: toda la comunidad debe sentirse
corporativamente y colectivamente responsable de todo lo que pasa en
el colegio. Se ha de crear una comunidad que se considere como
formando parte del show, del espectáculo. Digo que el colegio está
92
organizado jerárquicamente, porque en una empresa tan enorme como
ésta no podría ser de otra manera; pero cada uno tiene que desempeñar
un papel, ha de aportar una contribución. Las ideas y las opiniones de
cada uno son importantes y han de ser escuchadas. El director recibe a
los miembros de la comunidad y a todos los de su plana mayor que
van a hablar con él sobre el colegio y sus problemas, por más que es
una persona cargada de ocupaciones. Aunque esto no lo he hablado
con él, estoy seguro de que lo que digo es lo que él desearía que dijese:
que, aunque tiene muchas ocupaciones, nadie tendría que hacer de esto
un motivo para no molestarlo; si tenéis algo para decirle o deseáis que
él os dé alguna explicación, tendríais que ir. Me aterroriza oír decir a
la gente: «Oh, el abad está terriblemente ocupado, no debemos
molestarlo». Esto no está bien. Si al abad hubiera de molestársele,
debe ser molestado. Y lo mismo vale para el director.
Al abordar el nuevo curso, varias personas deben estar fuera del
monasterio, ausentarse del coro y apartadas de la rutina de nuestra vida
de monjes. Cuando era junior y joven sacerdote, acostumbraba a
pensar: «Bien, se van. Esto significa el final de su vida monástica
hasta la vigilia de navidad; y de todos modos, probablemente aun
entonces estarán fuera». Después aprendí que de ningún modo es así.
Aquí, una casa tiene el monasterio por modelo. 13 El prefecto de la
casa es algo así como el abad, que vive en su comunidad: la casa. ¿Por
qué? Para enseñar a los muchachos a ser cristianos entregados; y
también el arte de vivir en comunidad. Esto es lo que él intenta hacer
por sus sesenta muchachos, más o menos. Por esto está él allí con
ellos. Cuando rezaba mi oficio, me gustaba pensar que era la
contribución particular de la pequeña comunidad en la alabanza a Dios
de la iglesia: la comunidad cuyo centro es la misa de la casa y las
oraciones comunes. Acostumbraba a pensar que el modelo eran los
doce monasterios benedictinos en Subiaco. Espero que esto no resulte
ingenuo o fantástico, pero significaba mucho para mí, y tenía sentido.
Como padre de esta pequeña comunidad, enseñaba a sus miembros a
vivir la vida cristiana y a ser miembros de una comunidad. Estaba allá
como su sacerdote, como si presidiera una pequeña parroquia. Y ésta
es la razón por la que he estado siempre en contra de la idea de hacer
asistir a misa a todo el colegio en un mismo lugar, todos al mismo
tiempo.
93
Algunos no pueden asistir al coro porque nuestras obligaciones nos
llaman a otra parte. En un monasterio ideal, en un mundo ideal, todos
podríamos asistir al coro y también podríamos llevar a cabo nuestras
tareas monásticas. De verdad, este es un ideal que nunca deberíamos
perder de vista; pero mientras tanto, cada individuo ha de soportar el
peso de interpretar la parte que le toca en el coro monástico, tan lejos
como le sea posible. La misa conventual es un buen ejemplo, porque
mi punto de vista ideal es que todo el convento estuviera presente a
esta misa. Espero que un día esto será posible. Aunque no podamos
asistir siempre, es y sigue siendo la responsabilidad corporativa de
toda la comunidad, que la misa, centro del día monástico, sea
celebrada dignamente y con la seriedad que corresponde a un acto que
se hace por el honor y por la gloria de Dios. Por lo tanto os urjo,
reverendos padres, a que cuando hayáis ordenado vuestro horario, lo
repaséis cada uno de vosotros y anotéis los días en que con toda
honradez os es posible asistir a la misa conventual, aunque sea a costa
de alguna molestia o de algún esfuerzo extra en otro momento del día.
Tal vez no podáis anotar sino un día, o posiblemente dos o tres, pero
haced la decisión de asistir a la misa conventual los días que hayáis
anotado, y perseverad. Si cada uno acepta este modo de ver —que la
misa conventual es nuestra responsabilidad corporativa— nuestros
principios estarán en orden.
A parte del principio en sí mismo, hay razones prácticas para esto,
ya que precisamente en este año va a ser difícil hacer que las cosas
marchen. Pero ahora habrá otro principio para los cantores. He
hablado de esto con el director y nos hemos puesto de acuerdo en que
cuando el trabajo es señalado por él o por los prefectos, algunos
padres podrían estar disponibles algunos días para mantener el canto.
Y así, en vez de dejar la responsabilidad de la asistencia a la misa
conventual al abad o al prior, teniendo que ir a la caza de las
personas, ahora será —como lo fue siempre o lo habría tenido que ser
— la responsabilidad corporativa de todos.
Ahora debo proseguir con algunos puntos particulares, pero antes
de hacerlo me gustaría citar a san Benito: «Por lo tanto, vamos a
establecer una escuela del servicio del Señor y, al fundarla, esperamos
no disponer nada duro o pesado. Pero si por una causa razonable,
como es la enmienda de un vicio o la conservación de la caridad,
94
hubiéramos de disponer algo más estricto, no te desanimes ni huyas
del camino de la salvación, cuya entrada es estrecha». No me gustan
las listas inacabables de prescripciones. Por otra parte, para conservar
la caridad y la disciplina, es decir, para la marcha sin tropiezos de lo
que está establecido, es necesario tener claros ciertos puntos. Pero que
los anima el mismo espíritu que «acabo de decir sobre la misa
conventual: se trata de nuestra responsabilidad corporativa.
Un último punto. Durante estos tres últimos años me he inquietado,
sin saber qué hacer, por el número de monjes que salen del
monasterio, durante el año, por navidad y por pascua. Para la marcha
eficaz del colegio es necesario salir para trámites, para reuniones de
profesores de ciencias, y demás. Esto es sumamente deseable. Y con
toda franqueza, algunas personas necesitan salir, simplemente por
salir. Reconozco todo esto y no deseo perjudicar la marcha eficiente
del colegio ni la salud de los hermanos. Pero dicho esto, desearía que
aprendiéramos a relajarnos aquí, más de lo que lo hacemos durante las
vacaciones, con el sentimiento de que retirarse al monasterio, asistir al
coro, y tomarse la vida más pausadamente, puede ser también
relajante. Podemos caer en un estado mental en el que no podemos
relajarnos a no ser que salgamos, y esto es malo para nosotros. Y no es
bueno para la comunidad: porque cae fuera de lo ordinario el hecho de
que nunca nos encontremos juntos, y si surgen desavenencias, es
simplemente porque las personas están ausentes. Si estáis fuera la
mayor parte de las vacaciones de navidad y pascua, y todo el mes de
agosto, es fácil perder el contacto respecto a lo que la gente piensa, a
lo que les preocupa, y demás. Y esto va especialmente para los
prefectos de casas y otros sumergidos en el colegio: no proporcionan
una oportunidad a los miembros más jóvenes de la comunidad para
que los puedan conocer. Tendría que ser como una circulación a doble
carril.
No puedo dictar reglas o principios respecto a esto. Me
desconcierta dar con la manera de abordar el problema. Pero tal vez
podríamos pensar todos sobre esto y no estar tan fácilmente dispuestos
a tener ganas de salir. De nuevo lo repito, no se trata de reglas y
reglamentos: es cuestión de calar el espíritu y la expectativa, queridos
padres, de que a partir de ahora, más que la respuesta «Sí», preferiríais
recibir como respuesta «No».
95
Ser profesor en el colegio, como la mayor parte de las cosas que
hacemos por Dios, es un trabajo de «iceberg». Tal vez sea muy poco lo
que se ve en la superficie, pero muy profundamente, bajo la superficie,
hay algo que se va haciendo y que es muy, muy importante en la vida
de un muchacho. Un verdadero contacto con hombres dedicados a
Dios, conocidos como hombres dedicados a Dios y vistos como tales,
tiene más valor que todo lo que nosotros pudiéramos decir o hacer.
Los muchachos son muy perspicaces: son muchísimo más agudos de
lo que pensamos, y saben reconocer si el hombre que cuida de ellos, o
con el que ellos tienen que tratar, es auténtico o no. Pequeñas cosas
pueden ejercer en los muchachos un efecto tremendo. Años más tarde,
un hombre de veinticinco años, digamos, vendrá a vuestro encuentro y
os dirá: «Siempre me acordaré de la primera cosa que Ud. me dijo. Yo
llegué muy nervioso y preocupado de venir al colegio, y Ud. me
dijo...». Tú, probablemente, no lo dijiste, o lo has olvidado, o fue algo
muy trivial. Pero esto es lo que uno descubre trabajando como
profesor en un colegio: son las mil y una cosas que uno dice o hace las
que tienen una importancia y producen un efecto fuera de toda
proporción. Es por esto por lo que vale la pena ser profesor: todo
ayuda a la construcción de una vida. Lo que importa es lo que somos.
Las cosas pequeñas son las que cuentan.
Una campana toca para el Oficio monástico del coro. Pero si yo
continúo charlando sobre si esto debería ser así o asá, o así o asá en la
formación de los equipos en el partido de rugby de mañana, o sobre si
deberíamos llevar pantalones con tirantes o no, esto no es tan
convincente como la obediencia a la campana. Cuando los muchachos
ven que, como monjes, somos disciplinados y deseamos vivir
plenamente nuestra vida monástica, esto produce un impacto mayor
que el ir dando vueltas a lo que sea. Lo importante es lo que ellos ven
que somos.
Así pues, queridos padres, solamente podremos ser hombres de
Dios si somos hombres de oración. Seamos hombres de oración, y
entonces seremos buenos monjes y, necesariamente, buenos
profesores.
 

96
3. «...contemplata aliis tradere...»
 
La vida monástica es, por encima de cualquier otra cosa, una
búsqueda de Dios. No consiste en la adquisición de las virtudes o en
fomentar una integridad moral; no consiste en llevar la cruz, ni en ir
decididamente al trabajo; ni en vivir bajo la obediencia; no
proporciona al individuo un ambiente para descubrirse a sí mismo y
trabajar para desarrollar su propia espiritualidad. Cada una de estas
cosas constituiría una visión parcial de lo que es el monacato. Son
parte componentes; medios, no fines. La finalidad es la búsqueda de la
unión con Dios. En nuestro trabajo pastoral, nuestra tarea como
monjes es, tal como lo formulé en ocasión de la renovación de los
votos, contemplata aliis tradere: comunicar a los demás las cosas que
han sido contempladas.
La contemplación no consiste solamente en mirar a Dios; para la
mayoría de nosotros, ahora in via,consiste en buscar a Dios, y si de
vez en cuando se nos concede alguna «visión» de él, esto será
solamente un vislumbre otorgado por la gracia en lo que siempre será
una «nube de desconocimiento». Así pues, cuando uso el término
«contemplación» lo uso en el sentido de buscar a Dios. Esta búsqueda
de Dios se hace a través de, con y en Cristo, en unidad con el Espíritu
santo, de manera que en esta verdadera vida de la trinidad, podemos
tributar todo honor y toda gloria a Dios, Padre todopoderoso. Creo que
ésta es, en pocas palabras, la esencia de la vida monástica.
Es una búsqueda de Dios en comunidad. Este es un valor que se ha
puesto de relieve en estos últimos años, y con razón. Y aunque piense
que es verdad, que en el pasado nos hayamos podido sentir satisfechos
precisamente de nuestra caridad como comunidad, sin embargo vamos
a necesitar cada vez en mayor medida un sentido de comunidad, una
conciencia de comunidad, un comprometerse en la comunidad. Sí,
nuestra búsqueda de Dios es una búsqueda de Dios en comunidad, y es
a la luz de esta idea como me gustaría proponer algunos cambios
litúrgicos en nuestro modo de vivir. Estos cambios, en un sentido, son
de naturaleza relajantes, pero en otro sentido son racionalizaciones, y
creo que se han de justificar. Hoy en día, la iglesia está agitada, de esto
estoy cierto; y estoy totalmente convencido que de aquí a uno o dos
años habrá un gran número de vocaciones para la vida religiosa.
97
Igualmente estoy totalmente convencido de que los jóvenes no
vendrán al monasterio para ser monjes, a no ser que se dé un reto
distintivo, y, si puedo decirlo así, a no ser que la vida se vea como algo
que vale la pena, en la que un hombre puede ofrecerse a sí mismo y en
la que hay un elemento de sacrificio. En estos últimos años se ha
perjudicado a la vida religiosa pensando que la renovación es en cierta
medida un dejarlo pasar casi todo y una relajación general. Esto ha
sido un grave error.
Nuestra oración coral es importante y, como ya sabéis, algunos de
nosotros hemos participado en grupos de oración, y estoy seguro que
esto tendrá futuro: y ciertamente, es algo que vale para el presente.
Una de las razones por lo que lo introduje, es porque el mundo va a
tener que aprender a orar, y no pienso que el hombre moderno esté
hecho para aprender a orar por medio de sermones: aprenderá a orar
creando en sí disposiciones para la oración, y únicamente creará en sí
mismo disposiciones para la oración si inicialmente ora con algún
otro. Y me parece que son los grupos de personas que oran juntos los
que van a difundir, como lo hicieron en otro tiempo, el «asunto» de
la oración. Esta es una de las razones por lo que deberíamos hacerlo,
intentar comprender lo que sucede. Cuando abrimos la boca en
nuestros grupos de oración, me parece que no hemos descubierto
todavía la manera de hacerlo, pero creo que todos hemos abierto la
boca suficientemente, incluyéndome a mí mismo, para saber qué es
lo queno se ha de decir. No tendríamos que predicarnos homilías los
unos a los otros; ni tendría que ser un ejercicio estimulante de la
conciencia practicado en comunidad; no tendríamos que tolerar el
asemejarnos a un grupo de terapia; ni tendríamos que ser como gente
que nos estamos descubriendo a nosotros mismos en profundidad; ni
tendríamos que ser como quien está orientando a Dios hacia
nosotros; ni tendríamos que limitar nuestra visión de Dios como
alguien que está «allá arriba», y que conviene que nos comprenda
hoy. ¿Qué es nuestra oración? Es una búsqueda de Dios en
comunidad, esencialmente en silencio. Creo que se ha causado un
perjuicio al dejarse de considerar que la oración, en primera
instancia, es una espera de Dios en silencio. Esto me parece que es lo
que tendría que ser en sumo grado la oración monástica. Cuando las

98
personas abren la boca en esta clase de oración, es para romper el
silencio en vistas a prepararse para el próximo silencio.
Lo que necesitamos es que la gente diga qué aspecto de Dios, o
qué aspecto de la vida cristiana les ha impresionado, de manera que
iluminen y ayuden al resto del grupo. Ha de ser teocéntrico,
cristocéntrico, más que un pequeño grupo interesado en su pequeño
mundo, en sus propios problemas. Hemos hecho un buen trabajo, y
me parece que nos va a compensar a un buen número de nosotros.
Por encima de todo, creo que nos ayudará a redescubrir el «alma» de
la oración vocal comunitaria.
Nuestra vida es oración comunitaria; nuestra vida es trabajo
comunitario. He llegado a ver cada vez con más claridad que en los
escritores monásticos que desvalorizan el «trabajo» hay un peligro.
Después de todo, si pensáis, en lo que hacéis cuando trabajáis,
participamos de la acción creadora de Dios. Y esto es algo
maravilloso. Y ¿qué cosa hay más creativa que la educación? ¿Qué
cosa hay más creativa, que se asemeje más a Dios, que el imprimir la
imagen de su Hijo en otra persona? Y esto es lo que hacemos
nosotros. ¿Qué podrá haber de más creativo aunque no sea más que
conseguir que otra persona aprenda y conozca? Cuanto más conozco
más participo de la mente de Dios; así como cuanto más amo, tanto
más participo de la actividad del amor de Dios. Y de esta manera, a
un nivel muy elevado, hemos de ver nuestro trabajo monástico, como
una participación de la creatividad de Dios mismo. Así pues, os urjo
que os dejéis guiar por esta verdad vital en todo lo que penséis
referente a vuestro trabajo.
No creo que Dios bendiga a una comunidad monástica que no es
obediente; no creo que el trabajo de un individuo sea bendecido si no
se hace de acuerdo con la obediencia. Y, ciertamente, no será
bendecido si va contra los deseos expresados por un superior, por
equivocado que esté o por estrecha que sea su visión. Cuando nos
hicimos monjes sabíamos que seríamos gobernados por hombres con
limitaciones: temperamentales, intelectuales y demás. Esto es lo que
aceptamos; lo sabíamos. Y creedme, cuanto más viejos nos hacemos,
más sorprendidos quedamos cuando miramos a los de nuestra edad
que ocupan puestos de autoridad, y vemos lo limitados que realmente
son. Esto es un hecho. Y digo esto, no porque todos nosotros nos
99
hayamos pervertido respecto a esto; pero una mala doctrina puede
penetrar y extenderse rápidamente, y quiero estar totalmente cierto de
que esto no pasa aquí. Por ejemplo, la doctrina que afirma que si un
superior hubiese conocido todas las circunstancias, no lo hubiera
dispuesto como lo ha hecho, y en consecuencia, soy libre para no
tenerlo en cuenta: esto, creo, es falso. Otro error es que una orden dada
sólo puede llevarse a cabo dentro de todo el contextode lo que se debe
hacer. Esto parece también razonable, pero es peligroso. También hay
la doctrina que dice que la ley de la caridad ha de prevalecer siempre
por encima de las reglas de obediencia. Esto es muy peligroso, porque
puede ser verdad. Lo que intento decir es que se daría o se dará muy
raramente el caso en que decidamos que la ley de la caridad debe
prevalecer sobre las reglas.
Continuemos con esta cuestión de la obediencia. Querría
recordaros, padres, que lo que acabo de decir no pretende perjudicar,
desde luego, el uso de la iniciativa o del sentido común. Preferiría que
una persona fuera desobediente a que tuviese a menos la obediencia;
prefiero más que uno diga honradamente: “no voy a hacer esto por las
buenas” que no que desacredite la doctrina. He llegado a ver cada vez
más y más lo central que es precisamente la obediencia en la vida
religiosa. Un religioso obediente ha adquirido una libertad interior.
Mirad siempre la obediencia como libertadora y como algo que nos
configura a Cristo.
Voy a añadir algo respecto a la organización del trabajo. En la
industria, la definición de una tarea determinada, normalmente no es
dada por el empleado; normalmente un hombre se emplea para llevar a
cabo una tarea definida por otro. Y tanto en la industria como en el
comercio, se prevé que el individuo usará de iniciativa, tendrá un plan,
tendrá libertad. Pero no podréis dirigir eficientemente una sección,
pongámoslo a este nivel, a no ser que la gente esté preparada a realizar
su tarea de la manera indicada por la autoridad. Y cuando lo que tú
piensas choca con lo que piensa la autoridad, entonces, en interés de la
eficacia, aparte de cualquier otra cosa, uno se ha de someter al punto
de vista de otro. Frecuentemente la gente realiza su trabajo de una
manera que la autoridad superior no conoce, o tal vez no desee, de
manera que uno ha de ser sensible para preguntar si esto es lo que se
desea. En un nivel más profundo, si intentamos planificar nuestras
100
vidas, hacer nuestras propias vidas, llevar a cabo nuestro trabajo como
nos gusta, lo podemos hacer más fácilmente que adoptar una total
disponibilidad, sumisión, que es la liberación definitiva de nuestra
mente y la señal de que el amor de Dios habita en nosotros.
Disponibilidad y sumisión no tendrían que significar fuerza, pena,
agonía, lucha, sino alegría, porque definitivamente no me busco a mí
mismo, ni promuevo mis propios intereses, sino que busco al Señor. Si
adquirimos esto correctamente en nuestra vida de oración,
correctamente en nuestros corazones, resultará que lo ejecutaremos
correctamente en la práctica. Por lo tanto no hemos de trabajar por
competencia; ni hemos de utilizar nuestro trabajo para ascender; ni
utilizar nuestro trabajo para hacernos ver, ni para encontrar en él
nuestra realización, porque nuestro tesoro está en otra parte.
El ideal que acabo de proponeros es elevado, reverendos padres, y
siento pesadumbre y temblor cuando considero el atrevimiento que he
tenido para deciros esto yo, que he cometido estos errores evidentes a
lo largo de toda mi vida. Acaso sea por el hecho de haber cometido los
errores por lo que uno puede mirar atrás y darse cuenta de que fue una
lástima. Pero lo que yo querría que retuvierais es esta visión tremenda
del trabajo como participación de la creatividad de Dios. Esto se
tendría que ponderar. Las facultades que yo tengo, sean cuales fueren,
son facultades que Dios mantiene, y yo actúo como un instrumento
divino para hacer lo que él quiere que yo haga. Este pensamiento es
formidable, y no hay una manera más elevada de realizarlo que por
medio de la educación, la comunicación; y nada hay de más elevado
en la educación que transmitir a los demás un sentido de Dios. En esto
consiste nuestra vida:contemplata aliis tradere.14
 

4. Devoción
 
He estado pensando sobre renovación, renovación monástica.
Mientras que por una parte, sería odioso estar satisfecho de como va
nuestra vida aquí, se ha de reconocer, sin embargo, que hay un buen
número de cosas que marchan bien. También sería odioso ser
hipercrítico respecto a la manera como se efectúa la renovación en
otros monasterios u órdenes religiosas. Pero creo que tal como lo he
101
sugerido ya en otras ocasiones, en muchos casos las comunidades
corren el peligro de cometer un error muy grave, si van demasiado de
prisa en lo que podríamos llamar una dirección permisiva. Los que han
intentado conscientemente hacer la vida más fácil a sus miembros, me
parece que están cometiendo un grave error. Ciertamente, creo que hay
una correlación entre el reclutamiento y las exigencias que una orden
requiere de sus miembros. Ahora voy a intentar explicar lo que me
parece que presupone la exigencia. Y en tanto en cuanto nos atañe, hay
un principio orientador con el que puedo contar: que cualquier cosa
que hagamos, planeemos, o cambiemos, hay cinco cosas a las que
hemos de permanecer fieles, si hemos de seguir siendo algo de lo que
hemos sido, si realmente y a fin de cuentas hemos de continuar. Las he
mencionado antes, y no necesito excusarme de volver a mencionarlas
de nuevo, por lo importantes que son: oración, obediencia, trabajo
intenso, vida comunitaria, pobreza. Estas son las cualidades básicas,
esenciales que ha de tener nuestra vida monástica.
Más aún, una cuestión que suena como un desafío me ha sido
propuesta dos veces en los últimos diez días por personas que se
sienten atraídas por la vida monástica; ciertamente es digno de
admiración. La cuestión propuesta, la indecisión que sienten, su
problema, se reduce a lo siguiente: «En cierto sentido ¿no habéis
optado; no habéis creado para vosotros un ambiente agradable en el
que evitáis ampliamente el género de responsabilidades que nosotros
hemos de soportar en la batalla que es para nosotros la vida de cada
día?». Mi pensamiento se dirige a X, casado hace diez años, siendo ya
algo mayor, padre de cinco hijos; perdonad que insista, cerca de los
cincuenta años, sobrecargado de inquietudes y problemas. O Y,
enloquecido por una salud enfermiza, consciente de haber cometido un
error casándose y habiendo de pasar el resto de sus días con una mujer
incompatible, y ella con un esposo incompatible a su vez. O Z, que
ejerce un empleo que no le gusta, y que para él es una gran prueba; no
puede cambiar a su edad; tiene un hijo subnormal. ¿Por qué X, Y, Z?
La mayoría de nosotros tenemos casos semejantes en nuestra propias
familias; y ciertamente, si nos ponemos a pensar, X, Y y Z podríamos
haber sido tú y yo. Sí, cuando se plantea esta cuestión, a uno se le
ocurren estos ejemplos, que se pueden ir multiplicando una y otra vez.

102
Mi respuesta es: Sí, tenemos muchas ventajas: tenemos tres
comidas diarias aseguradas, tenemos un techo sobre nuestras cabezas,
estamos vestidos, vivimos en compañía de personas orientadas hacia
un mismo fin, tenemos nuestra ancianidad asegurada. Y proseguiré
diciendo que solamente puede haber una justificación del don de Dios
que significan todas estas cosas maravillosas, estas grandes ventajas,
siendo así que la mayoría de los hombres no las disfrutan. Esto
solamente puede justificarse, digo, bajo el supuesto de que vivimos
una vida que re-quiere exigencias de nosotros de la misma manera que
la vida ordinaria requiere exigencias de vosotros. Y en nuestra vida
monástica, los dos terrenos en que se nos exige son nuestra vida de
oración y nuestro trabajo. La oración tiene sus exigencias, y cuanto
más responsable es una vida de oración, tanto más nos exige el Señor a
través de ella. Y el trabajo tiene sus exigencias porque trabajamos
durante largas horas: trabajamos intensa-mente, en siete días hacemos
el trabajo que corresponde a más de siete. Y hasta cuando no estamos
comprometidos a trabajar con tanta intensidad, hemos de cumplir
igualmente nuestras obligaciones: el Oficio coral. Y también hay las
reivindicaciones de los votos tradicionales de castidad, pobreza y
obediencia.
En los primeros años de la vida monástica son las cosas pequeñas
las que parecen pesadas, pero después, son las cosas más importantes.
La castidad, la pobreza y la obediencia, en el curso de los años, pueden
ser pruebas mayores de lo que eran al principio. Y ahora empiezo a
preguntarme si lo que estoy diciendo es convincente. Hay una especie
de desagradable ir machacando detrás de mi pensamiento que tal vez
sea la manera como tendría que ser, pero en mi caso,
desgraciadamente, no lo es.
Todo lo que he mencionado: las reivindicaciones de los votos y las
exigencias de nuestras actividades, pueden presentarnos con las
mismas posibilidades de heroísmo o terca intrepidez que la gente del
mundo han de sacar de sí misma en diversas circunstancias de sus
vidas. A veces me pregunto a mí mismo, ¿por qué la vida humana
tiene sus exigencias? Entonces me acuerdo de los estremecimientos
que nos sobrecogen cuando hablamos de las dificultades de la vida
monástica, o cuando se menciona la cruz, y reconocemos que la vida,
una vida monástica, edificada sobre una especie de masoquismo
103
espiritual, sería una perversión de lo que tendría que ser el monacato.
Reconocemos en nosotros un espectro curioso, acechante, en lo
profundo del espíritu, cuando tenemos la impresión de que de alguna
manera, aunque las cosas vayan bien, debe haber algo que va mal; o
que si la vida no es horrenda, no puede ser buena. Este es un espectro
que también debe ser exorcizado: tú no puedes basar una vida humana
o una vida monástica en esto. También hay un sentimiento en
nosotros, que nos afecta; un sentimiento, no algo racional, de que
cuantas más cosas hagamos más virtuosos somos; cuantas más
oraciones recitamos, más virtuosos somos, y así. Este principio no es
teológico y no tiene ninguna base en la escritura ni en la tradición. Tal
como ya sabemos, el principio del mérito es la caridad, no la cantidad
de cosas que hacemos, soportamos o decimos en nuestras oraciones.
Sí, el principio del mérito es la caridad. Y habiendo dicho esto, se ha
de admitir que la devoción a la oración y al trabajo es una señal de
caridad, una señal de vida.
Estoy cierto del papel vital que desempeña el trabajo en nuestro
estilo de vida monástico. Sin trabajo, dejaremos de ser lo que hemos
sido, y más aún, dejaremos de ser. Y el trabajo hecho por los
hermanos no es un salir de sí mismo para darse a la actividad, podría
serlo; ni es una escalera que se ha de subir, como el que quiere
sobresalir en una carrera. Es una participación de la creatividad de
Dios; el fluir, en la actividad, de nuestro amor a nuestro Señor y
Maestro, y a nuestro prójimo. Es una devoción desinteresada a los que
servimos en el colegio, en las parroquias o en cualquier otra parte.
Recordamos con admiración, para fijar la atención en un monje de
nuestro pasado, al H. Stephen Marwood: claramente un hombre de
Dios, un hombre que alcanzó un nivel muy alto de oración, y sin
embargo, entre nosotros, fue uno de los hermanos más ocupados y
más dedicado. Hasta el día de hoy se le cita como quien ha ejercido
una profunda influencia. Y me parece que fue la figura representativa,
y fue solamente uno, del tipo de monje más excelente que ha
producido esta casa. Como digo, solamente lo tomo como figura
representativa..Podría haber mencionado otros nombres, pero surgió
él: qué persona más plenamente humana, tan eminentemente humano
y humanitario.

104
Y si continúo hablando de ser humano en la vida monástica, y esto
lo digo no como un reproche, ni con la implicación de que nosotros no
tengamos estas cualidades, me gusta pensar que las cosas sobre las que
voy a hablar son una descripción de lo que nosotros estamos
intentando ser, y de lo que la mayoría de nosotros somos la mayor
parte del tiempo. Pero las cualidades más delicadas, si las podemos
llamar así, son importantes: ser considerado, precavido, disponible,
formal, dispuesto a colaborar, útil, jovial, aceptado y acogedor;
sensible para con los demás, que sabe perdonar, generoso,
desinteresado. Bien, todos tenemos nuestra lista de cualidades, lo que
pensamos que podría constituir un ser humano excelente y un
excelente monje, y no creo que ninguno de nosotros pudiera tener en
poca consideración estas cualidades. Pero ahí están como ideales
formidables para todos nosotros: consideración, capacidad de
perdonar, desinterés para uno mismo, generosidad. Estas son las
cualidades más delicadas, más atractivas, sin las que no hay vida
verdaderamente humana, ni vida monástica tolerable. Pero una vida
monástica ha de dar también al monje un sentido de responsabilidad, y
aquí me voy a referir a tres puntos.
En primer lugar, he de ser capaz de entregarme a mi vocación por
toda la vida; y habiéndome entregado, perseverar pase lo que pase. Y
las personas, los jóvenes, en general, se muestran vacilantes en dar
este paso. Pero cuanto más avanzo en la vida, me voy dando más
cuenta de que la vacilación es una señal de inmadurez, porque se llega
a un punto en el que uno ha de ser capaz de dar un paso responsable de
este género y perseverar en él, venga lo que venga. El otro día
encontré a una señora que había llegado ya a los setenta años. Ha
pasado y está pasando una vida horrible, no es católica; una vida
horrible con un marido pendenciero, algo desequilibrado diría. Ella
decía: «Podría abandonarlo, padre, podría; pero no lo haré a causa de
mis votos». Tal era su lealtad y devoción a una promesa, hecha hace
unos cincuenta años, y que le ha proporcionado poca satisfacción,
poca alegría.
Existe otra forma de esta responsabilidad, o de esta cualidad
responsable, que me gustaría exponeros: ser digno de confianza. No
serás una persona responsable, a no ser que los otros puedan contar
contigo; de manera que cuando se te confía una tarea, uno puede estar
105
seguro de que será llevada a término, y estará bien hecha, con
perseverancia y eficiencia. Me parece que esto es importante en
nuestro trabajo, en nuestro trabajo en el colegio.
Y el tercer nivel, que recubre este terreno de la responsabilidad, se
refiere a toda la cuestión de afrontar las propias obligaciones, los
propios deberes, de una manera viril y valiente. Pensad en el efecto
tremendo que hace un monje que ha salido con un grupo de chicos, o
que está de vacaciones, y se retira para rezar su Oficio, se retira para
orar. Y esto no es acción consciente, como no lo fue la de aquel otro
de nuestros padres, que echó al aire su libro, y dijo: «Ahora me he de
cargar con la piedra de molino». Digo esto porque me parece que los
más jóvenes se eximen a sí mismo demasiado fácilmente del Oficio.
Nunca he buscado informarme de si cuando participáis en una salida
o en un camping, o cosas de este género, os retiráis aparte unos
cuantos metros, para rezar una «hora menor». Esto produce una
profunda impresión en la gente. Uno no lo ha de hacer por esto, sino
porque se toma con seriedad y responsablemente su vida de oración,
tal como se nos exige. Nos escabullimos para rezar el Oficio como
una madre podría escabullirse para ir a planchar la colada.
Siento una incomodidad creciente con respecto a la pobreza en
nuestra congregación y en nuestra confederación. Es uno de estos
temas difíciles porque no tenemos muy claro de qué manera, con
nuestras obligaciones, con nuestro trabajo, podemos realmente dar
testimonio de una pobreza que sea verdaderamente evangélica.
Podemos reunirnos para discutir esto, y hablar y hablar y hablar. Lo
que yo urgiría es que guardáramos como un tesoro las formas
tradicionales de expresar nuestra pobreza. Tendríamos que ser
escrupulosos cuando se trata de pedir permiso para cosas que se nos
han dado o nos han enviado; o para pasar cuentas cuando hemos
estado de viaje o de vacaciones —y dicho sea de paso, esto va bien.
Tendríamos que disuadir de que nos hicieran regalos, especialmente
regalos superfluos, sin herir desde luego, a los que desean
hacérnoslos. Sí, es importante no pedir a la gente que puede dar. Me
parece que no hay cosa más horrible en la iglesia que un sacerdote
pesetero. No creo que aquí tengamos sacerdotes peseteros.
Otro aspecto de la pobreza que tendríais que tener presente es el
no olvidar de dar las gracias a una persona cuando os da alguna cosa,
106
especialmente con una carta de agradecimiento. El «dar gracias» no
se puede decir que sea una virtud evidentemente clerical. A veces es
difícil decir “no”; pero en general, tendríamos que hacer desistir a la
gente de que nos den cosas. Lo que quiero indicar es que nuestro
estilo de vida, nuestras actitudes, nuestras reacciones, nuestros valores
—éstas son todas las palabras— han de dar testimonio de la presencia
de Dios, de la presencia del reino de Cristo, más que no de un estilo
de vida modelado a la manera de como viven los seglares. ¡Es difícil
juzgar sobre esto! Pero permitidme que os recuerde que si abandonáis
los vestidos clericales —en las vacaciones, por ejemplo—
rápidamente os identificáis con el estilo de vida que hombres
prudentes y sensibles se guardarán bien de llamar monástico. Es
difícil definir lo que significa frugalidad y simplicidad de vida; y
naturalmente, dadas las diferencias de ambientes y de educación entre
nosotros, nuestros puntos de vista serán diferentes. En general, hemos
actuado correcta-mente en esto. Sin embargo, es algo precioso que
hemos de conservar. Creo, padres, que éste es todo el espíritu de este
capítulo. Tenemos valores preciosos, que nos han legado nuestros
predecesores. Pero se han de conservar con solicitud, con amor, y con
un cierto orgullo. Sea lo que fuere lo que lleguemos a ser, o lo que
hagamos en el futuro, estas cosas deben formar parte de nuestra vida
monástica. Creo que si aflojamos en alguna de estas cosas, no
sobreviviremos; iría hasta el punto de decir que ni siquiera
mereceríamos sobrevivir. Pero porque tenemos estos valores,
sobreviviremos.
 

5. Simplicidad
 
Tenemos en nuestra comunidad, reverendos padres, gran número
de cosas por las que deberíamos dar gracias a Dios cada día. En
nuestra vida de cada día, somos conscientes de cosas que no parecen ir
fácilmente, y somos conscientes de los problemas que afronta la
iglesia y la vida monástica en nuestro tiempo. Pero sería una locura
dejarlo estar, quedarse atrás y afirmar lo felices que hemos sido. Una
de las cosas más remarcables que han surgido en estas últimas
semanas ha sido el evidente interés de la comunidad por su vida de
107
oración, ya sea en la controversia que hemos tenido sobre nuestra
liturgia, ya sea el interés que ciertos miembros de la comunidad van
tomando por movimientos de oración contemporáneos y el poder del
Espíritu. Todas estas cosas son importantes. También hemos de
reconocer que la comunidad trabaja intensa y eficazmente. No es fácil
guiar y educar a los jóvenes hoy día, vosotros lo sabéis mejor que yo.
Desde el punto de vista académico, cultural y atlético, en cuanto me es
posible juzgarlo, diría que el colegio marcha mejor ahora, como tal vez
no haya marchado nunca en el pasado. Nuestra mayor incumbencia es,
desde luego, la formación cristiana de los muchachos, y no supongo
que vosotros, los que pertenecéis a la plantilla del colegio, penséis que
habéis llegado a la perfección en esto.
También ha sido una bendición, me parece, la manera como hemos
podido ayudar a varios grupos de personas que han venido aquí, y el
trabajo generoso que han hecho los que se han comprometido con
ellos. Tal como digo, si uno mira lo que se va haciendo en la
comunidad, podemos decir: es sólido, vital y eficaz. Hubo un tiempo
en que la comunidad, en la época de mi vida más monástica, se miraba
tal vez demasiado a sí misma, y en el que la complacencia era un
peligro. Hoy día, en una época crítica, tendemos probablemente a caer
en el otro extremo: perder la confianza; mirar lo que va mal y no
edificar sobre lo que va bien. Reconocemos que, por la providencia de
Dios, es mucho de lo que podemos estar orgullosos y que puede
hacernos in adelante con entusiasmo.
Hoy en día, los monasterios van a ser cada vez más importantes en
la iglesia; de esto no hay la menor sombra de duda ; y para nosotros es
algo precioso contribuir. Como siempre, depende de que cada uno de
nosotros ayude a quienquiera que sea a alcanzar las más elevadas
metas en nuestra devoción a Dios. Hay tres terrenos en nuestra vida,
sobre los que quiero hablar brevemente, porque son fundamentales
para el estilo de vida que se lleva en este monasterio: oración,
simplicidad y frugalidad, obediencia.
Oración. La controversia sobre la liturgia ha revelado la verdad,
digna de consideración, de que la comunidad se interesa por su vida de
oración y la considera muy importante. Sin embargo, me gustaría decir
algo sobre lo que yo he dado en llamar «controversia litúrgica». En la
reunión dije que los cambios que se introdujeron en octubre fueron
108
promovidos por mí. Digo esto, porque más de una persona me ha
insinuado, algunos con más delicadeza que otros, que, de hecho, yo era
el objeto o el sujeto de un grupo de presión. Esto no es verdad: se
trataba de mis ideas —malas, por más que parece que resultan— a
excepción de dos, me parece. Yo tomo la responsabilidad por estos
cambios y pido de todo corazón excusas a la comunidad por ellos y
por la forma en que os los presenté. Pero no me gusta que se reproche
a otras personas por cosas que yo he hecho. Y me excuso sin ninguna
dificultad, porque para los superiores es cosa buena equivocarse de vez
en cuando. Hay cosas irritantes que se han de apartar de los cambios.
Recordad que formé un grupo que formuló un cuestionario; las
respuestas las encontraréis en la mesa de la sala de comunidad. Como
resultado de un estudio y después de una discusión, parece que se
requieren los siguientes cambios: Volveremos a la salmodia que
usábamos antes; tendremos la misa en el coro y no iremos al otro lado
dando la vuelta al altar. La «hora de laudes» será después de la
comunión.
En cuanto a la simplicidad y frugalidad. Me gustaría explicaros
una historieta contra mí mismo. Me parece que desde que el Crow
Hotel fue construido, hace unos veinte años, he estado allí tres veces.
Hace seis meses estuve a almorzar en este hotel, que es de los buenos.
En la mesa de al lado había un grupo que observaba a este clérigo y se
preguntaba quién podría ser. ¿Podría ser el abad de Ampleforth?
Decidieron que era imposible: un abad nunca hubiera ido a un hotel
de este calibre. Sin embargo, con el deseo de superar sus dudas uno
de ellos se me acercó y dijo: ¿Es usted el abad de Ampleforth? Y
entonces, todo fue muy divertido. Pero después, topé con alguien que
me dijo que Mary, o quien fuera, dijo que me había visto, pero que
pensó que no era yo, porque un abad, así pensaba ella, no podía estar
en un hotel de primera clase. No me avergüenza haber estado en el
Crow; pero hace que uno se pregunte qué es lo que la gente
verdaderamente razonable y sensible espera de nosotros. Podemos
muy fácilmente, en nuestra manera de comportarnos —en nuestras
actitudes, en la manera de tratarnos o que permitimos que otros nos
traten, en el ambiente en que nos movemos—, encontrarnos en
situaciones en que personas razonables nunca hubieran esperado ver a
un monje. Simplicidad y frugalidad no significa necesariamente vivir
109
en una habitación con pocas cosas: es una actitud mental, y para
nosotros es fácil resbalar en «los caminos del mundo». Hemos de
estar en guardia, no por lo que pueda decir o pensar la gente, este no
tendría que ser el motivo, sino porque un monje, tanto en su estilo de
vida como en sus actitudes, debería ser simple y frugal, en el sentido
correcto. Incidentalmente, me parece que la actitud de la señora era
equivocada, pero la idea general queda clara.
La obediencia ocupa un lugar central en la vida monástica. Cuanto
más tiempo hace que vivo como monje, tanto más pienso que es
importante el que hayamos escogido —o mejor, hayamos sido
escogidos— para una vida en la que la obediencia y el celibato son
valores importantes. Son tan contrarios a lo que nuestras naturalezas
parecen exigir para sí mismas; es decir, una total independencia en
nuestras opciones, y una total realización en el estado matrimonial. Es
importante optar por la obediencia y el celibato, pero son señales
poderosas del reino de Dios en medio de nosotros y de nuestra
dedicación. La obediencia es la señal exterior de mi determinación a
dedicar toda mi vida a Dios, mi Padre; es una expresión de mi amor a
Cristo, mi deseo de seguirlo. Es una liberación, es un quedar libre
para ser un verdadero instrumento del Espíritu. Un estudio de la
obediencia monástica inclina a admitir que ha sido influenciada por
elementos que me parece que solamente pueden ser juzgados como
no monásticos. El concepto de «como un cadáver» de la obediencia,
que, cosa bastante curiosa, pertenece a san Francisco, no es
obediencia monástica; un concepto «militarista» de obediencia, no es
monástica; la idea de «sumisión de pensamiento» no es monástica.
Igualmente es verdad que la obediencia monástica puede verse
afectada por elementos de la espiritualidad contemporánea que
pueden ser ajenos a la espiritualidad monástica; tales como la
primacía de la conciencia, el papel de la responsabilidad personal, la
obediencia como obediencia antes que nada a la comunidad; las
reivindicaciones de la caridad que sobrepasan las exigencias de la
obediencia, ciertos elementos sacados de la sicología moderna. Estas
cosas pueden, y sin duda lo harán, aportar su contribución a la
doctrina de la obediencia, pero en modo alguno tendrían que
disminuir el papel central de la obediencia en la vida monástica; y

110
mucho menos aún, deberían dar ocasión a una decepción personal y a
buscar hacer la propia voluntad.
Creo que la obediencia varía en las diferentes órdenes religiosas.
En algunas, la obediencia juega un papel menos importante que en la
vida monástica, y hay también diferentes interpretaciones. Cada orden
tiene su propio carisma; cada casa monástica, su propio carisma; y la
obediencia siempre ha representado un papel central en esta casa, y me
parece que ha sido la fuente de considerables bendiciones. Se necesita
una buena dosis de fe, una visión madura, para ver en los superiores
humanos y en las disposiciones de la comunidad la acción de la divina
providencia. Pero no podemos vivir como monjes genuinos y
verdaderamente alegres a no ser que tengamos esta fe. En nuestra casa
hay una gran tradición de obediencia, y hoy en día —como en el
pasado— se dan ejemplos evidentes que constituyen en gran manera
materia de edificación. Cada uno de nosotros deberíamos estimularnos
a nosotros mismos y animar a los otros a la consecución de la
obediencia. Dedicación a la oración, simplicidad y frugalidad —en la
actitud, el pensamiento y el comportamiento— y la obediencia, son el
legado del pasado en nuestra tradición monástica. En nuestra casa se
dan señales de muchas bendiciones de Dios, como hemos dicho antes.
Me gusta pensar que es porque nos interesamos por la oración, por la
obediencia y por la pobreza, por lo que nos vienen estas bendiciones.
De vez en cuando necesitamos reafirmar nuestra fe en estos valores,
porque me parece que para nosotros son los prerequisitos para nuestra
búsqueda de Dios, nuestro amor de Dios, y nuestro amor y servicio al
prójimo.
15.1.73

111
II VIDA EN EL ESPÍRITU

112
5. BÚSQUEDA DE DIOS

1. El deseo de orar

Voy a hablar de la oración. Tendríamos que distinguir dos cosas: la


obligación de orar y el deseo de orar.
El deseo de orar es una atracción interior hacia la oración. No se
trata de una actitud de «debería rezar» sino que se trata de «yo deseo
rezar». Es verdad que hay un estadio a mitad de camino en el que
puedo decir: «deseo hacer lo que debería hacer». Y esto es justo y
correcto, pero no es suficiente. Ha de ir creciendo en nosotros un
deseo de orar, una nostalgia de la oración, un gusto por la oración.
Ahora, a causa de nuestras muchasocupaciones, y de que nuestras
mentes están preocupadas por muchas cosas, todos nosotros hemos
experimentado las dificultades que la vida ofrece a nuestras oraciones.
Es verdad que el trabajo que hacemos lo hacemos por obediencia, y
solamente por esto ya tiene un valor particular, a parte de su valor
intrínseco. Pero el problema está en que no es fácil para nosotros
mantener un estado de recogimiento, con nuestra mirada y nuestra
atención puestas en el Señor. En los monasterios en los que no hay una
actividad como la actividad en que nosotros estamos comprometidos,
este sentido de la presencia de Dios se adquiere más fácilmente a una
edad más temprana en la vida monástica. Para nosotros es más difícil,
pero de ningún modo imposible. Pero esto depende del hecho de que
tengamos una actitud hacia la oración semejante a la que podríamos
tener hacia los negocios. No estoy hablando de la oración privada o de
113
la oración litúrgica de una manera específica, hago abstracción de
ambas y hablo en términos generales. Pero sospecho que el deseo de la
oración es algo que viene solamente con la práctica y poco a poco. Me
parece que es una verdad incontestable en el campo de la oración, el
decir que el deseo de ésta, el gusto por ésta, es una consecuencia de su
práctica. En principio no empezamos a orar porque nos sintamos
atraídos por la oración; con más frecuencia, hemos de empezar a orar,
y entonces, el gusto y el deseo de orar vienen. Por consiguiente, de una
manera semejante, si por una u otra razón dejamos de hacer oración o
permitimos que la oración desaparezca de nuestras vidas, entonces, el
gusto y el deseo también desaparecen. Cualquiera que tenga alguna
duda sobre esto no tiene más que reflexionar sobre las cosas que
pueden suceder durante nuestras vacaciones: con qué facilidad el gusto
por la oración puede desaparecer o debilitarse.
Es verdad que la vida de oración tiene sus propias dificultades. No
puede haber práctica de oración llevada a cabo. con seriedad que no
vaya acompañada de oscuridad y un cierto sentido de cosa irreal.
Verdaderamente, la oscuridad y la irrealidad son parte y porción de
la oración. Son las formas por las que se purifica nuestra fe, cuando
nuestro ser se encuentra privado de los puntales y soportes que eran
necesarios en un estadio anterior. Esta es una experiencia difícil y a
veces espantosa, porque tenemos la sensación de que no pasa nada, la
sensación de que la oración es una experiencia de frustración. Tal
como nos dicen los escritores espirituales, estos son los momentos
peligrosos, porque es aquí donde podemos, ser vencidos por el
desaliento y dejar así de perseverar. Lo mismo puede suceder respecto
al Oficio divino. Podemos desalentarnos por la sensación de irrealidad,
por la sensación de que se trata de algo «extraño» a nuestras vidas, y
caer en la tentación de no seguir perseverando en la aplicación de
nuestras mentes, en la concentración en aquello nos imaginamos estar
haciendo en el coro. Ahora bien, la tenacidad y la perseverancia son
cualidades básicas que uno bien puede esperar encontrar en un monje:
ciertamente, cualidades que san Benito exige del postulante que
solicita la admisión. Debemos ser también como el que se aplica a un
negocio. Y además, es cuestión de reflexión sobre las cosas de
Dios, lectio divina: el requisito necesario para una oración viva y
verdadera; un prerrequisito necesario para concentrarse en el Oficio
114
divino. Porque lalectio divina, la lectura reflexiva es esto: no la
preparación para un sermón, no leer teología por teología, sino una
lectura orante que capacita al Espíritu santo a mover nuestras mentes
hacia una comprensión y una visión de las cosas de Dios, junto con un
deseo de darnos a Dios y de expresar esto en la oración.
Me acuerdo que el P. Paúl 15 decía que si llevas bien las cosas del
colegio, todo lo demás va de por sí. Igualmente es verdad que si llevas
bien la oración de una comunidad, el resto sigue de por sí. La oración
es la cosa más importante. Podemos tener la actitud, por ejemplo —
inconsciente, ya lo sé—, de que hemos de hacer el plan del día, todas
aquellas actividades en que debemos ocuparnos, y entonces, de una
manera u otra, encajar la oración aquí o allá. O podemos tener la
actitud de que tenemos que hacer oración, y mirar el trabajo que
hemos de hacer como fluyendo de nuestra oración. Y cuando estamos
verdaderamente convencidos de la prioridad que debe tener la oración,
de su valor, entonces sentiremos ansia por darle en la práctica la
primacía que merece, no sólo en nuestras vida individuales, sino
también en la vida de la comunidad. Como monjes, y monjes
comprometidos en un trabajo por Dios que vale la pena, ya sea aquí o
con nuestros padres en las parroquias, la oración es el medio por el
que el Espíritu puede guiarnos. Cuando oramos de verdad, entonces
podemos empezar a ver a Cristo en nuestro prójimo; cuando oramos
realmente, podemos empezar a vivir para el Padre. Entonces nuestra
vida monástica empieza a ser una vida en y con Cristo para el Padre.
Para esto hemos venido aquí, y ésta es la cosa más importante en
nuestras vida.
Frecuentemente he hecho la reflexión, y tal vez lo haya dicho en
ocasiones anteriores, que en cada monje debería haber un trapense en
potencia, un cartujo en potencia, o dicho de otra manera, nos tendría
que saber algo mal a cada uno de nosotros que Dios no nos haya
llamado a ser cartujos, la pena de que esta gran vocación no se nos
haya ofrecido a nosotros. Si conservamos este pensamiento en
nosotros, nos salvaremos del activismo: evitaremos el peligro de dejar
de ver la mano de Dios en nuestras vidas, la mano de Dios en nuestro
trabajo. Es la oración la que nos da una visión espiritual. Existe una
ecuación muy simple, con la que voy a concluir: un hombre de

115
oración, igual a un hombre de Dios; y un hombre de Dios, igual a un
hombre de influencia espiritual.
12.5.67

2. La oración de insuficiencia

Es raro oír hablar de oración a los sacerdotes. Parecen inhibirse


cuando intentan explicar lo que pasa cuando hacemos oración. Sin
embargo, me parece que todo superior de una comunidad religiosa está
obligado a hablar de la oración de vez en cuando. Mi intención es
hablar en términos generales a un grupo específico: a aquellos que han
sido a toda costa fieles a la oración a lo largo de los años, aunque en la
práctica parezcan encontrar frustración y dificultad: aquellos que
frecuentemente tienen la sensación de que no van a ninguna parte.
Hay dos aspectos en nuestra vida que militan contra la práctica de
la oración mental o el éxito aparente de una tal oración.
El primero es nuestra preocupación por las múltiples actividades en
que estamos comprometidos por obediencia. Nuestras mentes pueden
estar de tal manera abarrotadas de solicitudes y preocupaciones, o la
dificultad de encuadrar muchas cosas en un día, que cuando nos
ponemos a hacer oración mental, nuestras mentes no están relajadas,
no están aliviadas.
La segunda dificultad, que está en conexión con la primera, es la
fatiga mental. Es una cosa de la que sufrimos todos nosotros en esta
comunidad de vez en cuando, y muchos de nosotros durante períodos
considerables. Hemos de estar seguros, desde luego, cuando nos
ponemos a hacer oración mental, de que también nosotros ponemos
algo de nuestra parte. No me estoy refiriendo a cosas obvias como la
fidelidad a la media hora dedicada a esto; ni a impedimentos de la
oración, tales como la pereza, el buscarse a sí mismo, y cosas
semejantes. Se presume que, de acuerdo con los principios monásticos,
hay en nuestras vidas una orientación general hacia las cosas de Dios.
Estoy pensando en el papel que jugamos cuando estamos implicados
en el ejercicio de esta práctica que llamamos oración mental.
116
Frecuentemente los manuales sugieren que el seguir un método es algo
que pertenece a los estadios iniciales de la oración, y a medida que el
tiempo va pasando, ya se deja de necesitar un método. Esto es falso.
Es totalmente equivocado pensar que la oración es algo ascendente. De
hecho, la experiencia de la mayoría de nosotros es de que la oración es
algo variable, y que a menudo tendríamos que volver a un método de
los de al principio antes de lo que lo solemos hacer. Uno se resiste a
proponer cualquier método específico. Asimismo, ¿no hemos estado
educados todos nosotros de acuerdo con el principio de que la mejor
manera de orar es la manera que se te acomoda a ti? Ciertamente, esto
es verdad. La oración de dos personas no es nunca idéntica. Lo que se
acomoda a uno no se acomodará a otro. Pero si nos sentimos incapaces
de orar, en el sentido de que nuestra mente vagabundea y se hace
difícil fijar la atención en el Señor, que no sucede nada; cuando ocurre
esto, es el momento de volver a un método que nos haya ayudado en
un estadio previo. Y en la experiencia de todos nosotros, hay métodos
que parece ser que nos han ayudado. Para algunos será volver a la
oración vocal, es decir, el uso de una fórmula establecida. Santa
Teresa de Ávila habla de una monja anciana que no pudo llegar más
allá de ir diciendo el Padrenuestro durante el tiempo de la oración
mental. Y añade que esta monja había alcanzado un estadio muy alto
de espiritualidad. Pero es la práctica inicial de aplicarse a una fórmula
que puede ser un apreciable punto de partida.
En tiempos de tensión y agotamiento, puede ayudar el dividir la
media hora en cuatro partes, por ejemplo: los primeros diez minutos
pasarlos con el «kyrie» de la misa; después, un período de ir repasando
el gloria; un tercer período de reflexión sobre el ofertorio, y el cuarto,
tal vez, de lectura de las oraciones de la consagración. Algo por el
estilo puede ser útil y de ayuda. Es verdad que podemos no ir más allá
de la repetición de fórmulas; y hasta pueden parecer carentes de
sentido, desprovistas de un mensaje; pero solamente el hecho de
mantenerse con fe en esto, eventualmente dará fruto de una manera
que espero sugerir de aquí a un momento.
Algunos prefieren el uso de su imaginación, sin palabras; a otros
les gusta dejarse impresionar por ideas. Pero recordad que la palabra,
la imagen o la idea son solamente un punto de partida; más allá de
palabras, imágenes e ideas, hemos de ir a la persona: la persona de
117
Dios o una de las personas de la trinidad. Porque con toda seguridad,
esto es la esencia de la oración. Necesitamos estar conscientes de Dios
y responder a esta conciencia. Y esta respuesta algunas veces vendrá
en forma de palabras, y otras veces en un desconcertante y curioso
nivel donde no hay ni palabras ni pensamiento. Y este es el punto
central de mi charla.
Me parece que muchos de nosotros tenemos el sentimiento, y con
frecuencia muy pronto en la vida religiosa, de que los métodos más
que ayudar nos introducen en el camino. Cuando hablo con sacerdotes
de experiencia, especialmente aquellos que viven lo que llamamos
vida contemplativa, dicen que sus discípulos abandonan los métodos y
van a parar a lo que, a falta de una expresión mejor, puede ser descrito
como oración de quietud. Esta es una oración en la que ni las palabras,
ni las ideas y ni las imágenes tienen sentido para nosotros. Somos
simplemente conscientes de Dios, y nuestra respuesta a él no encuentra
expresión en ninguna de estas formas. Es precisamente una respuesta
desde las profundidades de nuestro ser.
El teólogo alemán Paul Tillich, me parece que llegó casi a describir
esta clase de oración —citado en Sincero para con Dios 16 —,cuando
hablaba de Dios como la profundidad o «fundamento» de nuestro ser.
Porque creo que en un nivel elemental de oración se da la verificación
de que Dios está presente en lo profundo de cada uno de nosotros.
Santa Teresa de Ávila decía: «¿Por qué buscáis a Dios aquí o allá?
Dios está dentro de vosotras».
Queridos padres, debo confesar que esta es una forma de oración
con la que no estoy muy familiarizado. Hay otra clase de oración, que
me parece que es la oración de muchos de nosotros. No es el resultado
de ningún método, porque el método no ayuda. Ni siquiera se da una
conciencia de oración. Es un estado del que la mayoría de nosotros
podemos hablar honradamente con elocuencia. Es la «oración de
insuficiencia». Y me parece que ésta es la experiencia normal de
muchos de nosotros. Un método no ayuda: las imágenes y las ideas
parecen convertirse en obstáculos, y hasta cuando las abandonamos,
nos encontramos aún sin ninguna conciencia de Dios. Es aquí cuando
nos viene la tentación de abandonar. Una vez más santa Teresa nos
advierte que la gente abandona la oración como cosa que nada aporta,
como cosa que no está hecha para ellos.
118
¿Cuál es el rasgo característico de esto? Me parece que cuando nos
encontramos en este estado se supone que podemos aprender muchas
lecciones, pero en particular, son dos. La primera consiste en verificar
que en la oración lo que importa es el dar más que no el recibir; que
llevamos a cabo este ejercicio —es una palabra desafortunada, pero ya
sabéis lo que quiero decir— en primer lugar por amor de Dios, más
que por amor a nosotros mismos. En otras palabras, estamos
dispuestos a arrodillarnos simplemente, o a sentarnos o a pasear, sin
que pasen muchas cosas y estamos preparados a proseguir de esta
manera, esperando —y esto puede durar años—, esperando como
alguien que ha de crecer en humildad y en la verificación de las
limitaciones del alma humana: esperando que ha de ser Dios el que se
ponga en contacto con nosotros y no viceversa. Esta es la primera
lección que se ha de aprender.
La segunda lección es que no hay progreso en la oración, si no hay
un progreso en la fe, una purificación de la fe. Y esto ocasiona la
remoción de todos los apoyos que dependen del comportamiento
humano, razonamientos humanos, señales y demás. La fe desnuda
esuna experiencia espantosa y, sin embargo, es finalmente el punto de
encuentro entre Dios y nosotros en lo profundo de nuestro ser. Esta
experiencia de la purificación de la fe, normalmente no acostumbra a
venir pronto en la vida religiosa. Viene tarde.
Bien, queridos padres, estos son algunos pensamientos sobre la
oración. Pero debemos traer a la memoria lo que aprendimos cuando
éramos novicios: que la llave de todo esto es la perseverancia. Hemos
de aprender a esperar, a no abandonar nunca, a volver a métodos
simples, y abandonarlos solamente cuando ya no son de ninguna
ayuda.
A veces podemos admirarnos del resultado de nuestra fidelidad en
la oración. De día en día, el resultado que podemos ver o señalar es
pequeño. Únicamente cuando miramos atrás, pasados los años,
llegamos a verificar que nuestras convicciones respecto a las cosas de
Dios son, a pesar de todo, más claras de lo que eran. Y me parece
finalmente, que el resultado más importante de la fidelidad a la oración
es que, a pesar de todo, deseamos continuar orando.
3.2.68

119
3. La profundidad de nuestro ser

La semana pasada hablamos sobre la oración. Y si os acordáis,


dijimos que sería una locura si, cuando encontramos que la oración se
nos hace difícil, dejásemos de volver a un método de oración, ya sea
concentrándonos en palabras, usando la imaginación, o
entreteniéndonos en una idea. Naturalmente, una oración de este tipo,
lo más probable es que resultase ser una combinación de las tres cosas:
un intento de penetrar a través de la imagen, la palabra o la idea, en la
persona, la persona de Dios.
Continué diciendo que, probablemente en la vida monástica, uno
puede apartarse del método, porque parece que el método ya no es de
ninguna ayuda. Y entonces describí dos estados de oración: oración de
quietud, cuando se da una conciencia de Dios en lo más profundo de
nuestro ser, una respuesta que no se traduce necesariamente en
palabras, imágenes o ideas. Pero con más frecuencia, nos encontramos,
decía, en lo que caracterizamos como oración de «insuficiencia», en la
que el método no sirve para nada y parece ser más bien un obstáculo, y
al mismo tiempo, no obstante, no se da una conciencia de Dios, y una
respuesta aparentemente consciente es imposible. Y continuaba
diciendo que éste es un estado en el que muchos de nosotros nos
encontramos durante un tiempo considerable. En el curso de esta
oración, que no parece ser oración, hemos de aprender que la oración
es esencialmente un dar a Dios, así como también un recibir de él. Es
también un tiempo en el que podemos aprender a reconocer nuestras
limitaciones.
Deseo seguir pensando sobre esta oración de «insuficiencia». Para
empezar, deseo hacer una simple constatación que es, en gran manera,
una generalización. Los cambios en la vida espiritual de cada uno, me
parece que están íntimamente relacionados con los cambios
sicológicos que tienen lugar en nosotros a medida que el tiempo va
pasando. En los primeros tiempos de la vida monástica, porque
normalmente tendemos a ser jóvenes, nuestra característica dominante
es «hacer», mientras que cuando nos vamos haciendo mayores, es
«ser». Esta es una hipersimplificación al máximo, pero probablemente
entenderéis lo que quiero decir. De todas maneras, este hecho ejerce
un efecto sobre nuestra oración: al principio, somos activos y estamos
120
ocupados cuando oramos, mientras que más adelante encontramos que
esto es desagradable y, de esta manera, nos limitamos simplemente a
«ser». Sobre esto me gustaría hablar.
Digo que hay características dominantes en las diferentes edades.
Cierto que esto es una hipersimplificación, porque lo que he descrito
como oración de «insuficiencia» ocurre tanto al principio como más
adelante. Pongo énfasis en esto, porque uno se encuentra con personas
que llevan ya diez, quince o veinte años en la vida religiosa, y se han
desilusionado porque han llegado a la conclusión de que para ellos no
se da un progreso en la oración, ni conciencia de Dios, ni pueden
estimular en ellos mismos ninguna clase de respuesta. Se sienten
abandonados.
Me gustaría puntualizar tres cosas.
En primer lugar, es importante adoptar la actitud de espera, de estar
simplemente presente en la oración, aun cuando el esfuerzo parezca
que no nos ha de traer ninguna compensación. Éxito o fracaso, esta es
la actitud de Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» 17. Esta
actitud puede darse en tanto nosotros recibamos. Y según mi opinión,
es una equivocación esperar una respuesta de Dios en la oración.
Frecuentemente la respuesta de Dios se da fuera de la oración. Dios
nos habla a través de los acontecimientos, por medio de otras personas,
en las oportunidades que se nos presentan en la vida de cada día. Pero
él nos habla esencialmente y por encima de todo en la profundidad de
nuestro ser, inspirándonos un mayor deseo de Dios; y me parece que
éste es uno de los frutos característicos de la vida de oración: un deseo
mayor de Dios, aunque nuestro conocimiento de Dios no es mayor
ahora de lo que era, digamos, hace diez años. Y entonces, una
comprensión mayor de las cosas de Dios acompañará probablemente a
este deseo; aunque, por otra parte, no es un conocimiento basado en la
investigación teológica o en alguna actividad mental de nuestra parte:
es un conocimiento de Dios basado en nuestro deseo de Dios y una
convicción que continuamente va creciendo, que, de hecho, es un don
de la gracia y no algo que nosotros hayamos descubierto o inventado.
Siendo ésta una experiencia tan común en personas que al mismo
tiempo se quejan de que no les va bien la oración, me parece que
tendríamos que aceptar que la fidelidad a la oración está íntimamente

121
ligada a cosas que van progresando en nuestro interior y que irán
progresando en y a través de los acontecimientos de cada día.
En segundo lugar, es importante aceptar la condición de estar
aparentemente abandonado por Dios. Todos los escritores espirituales
subrayan este punto. Y qué fácil es olvidar esto cuando nos
encontramos sumergidos en la oración de insuficiencia, y cómo
compensa dar gracias a Dios por encontrarnos en este estado, cuando
nos sentimos frustrados; reconocer como cosa obvia que él piensa lo
mejor para nosotros. La historia de los dos ciegos en el camino de
Jericó tal como la narra el evangelio de san Mateo nos puede ayudar.
Es un cuadro maravilloso de lo que sucede tan frecuentemente en la
oración. Nuestro Señor viene a ellos y les dice: «¿Qué queréis que
haga por vosotros?» y ellos: «Señor, que se nos abran los ojos» 18. Este
es el estado en que nos encontramos ante Dios. Somos ciegos, no
podemos ver a Dios con nuestros sentidos, y nuestras deducciones de
lo que conocemos o pensamos sobre la misma palabra de Dios, qué
poco poder tienen para llevarnos a Dios. Somos ciegos y nuestros ojos
necesitan el contacto de la mano de nuestro Señor para capacitarnos de
ver a veces aunque no sea sino oscuramente. Hemos de reconocer que
somos ciegos, estar contentos de ser ciegos, aceptar ser ciegos.
En tercer lugar, la experiencia de la oración cuando no hay
conciencia de Dios y ninguna respuesta aparente de nuestra parte, no
nos tendría que llevar a escaparnos de la oración y a abandonarla.
Hemos de intentar, sin tensiones y sin complicaciones, dirigir nuestra
mente a Dios, en cuanto nos sea posible. Pero todo el problema está
aquí, en el hecho de que no podemos concentrar nuestra mente en
Dios. El pensamiento no puede contener a Dios. Pero, tal vez,
podamos entretenernos en alguno de los atributos de Dios: los
importantes, los que son obvios: entretenernos en el pensamiento del
amor de Dios, entretenernos en el pensamiento de la misericordia de
Dios; a veces, ir repitiendo simplemente frase del Evangelio, pequeños
retazos de oración aprendidos en una u otra ocasión, sólo para apartar
nuestra atención de otras cosas, aunque esto no pueda llevarnos de una
manera perfecta a la presencia de Dios.
He hablado de esta oración de «insuficiencia», porque estoy
convencido de que es un estado en el que se encuentra mucha gente;
un estado que puede causar depresión y hacerles pensar que la oración
122
no es para ellos. Pero sospecho que esto es una experiencia común y
que tendríamos que aceptar que es un estado en el que a menudo Dios
quiere que estemos. Es un buen estado y probablemente mucho mejor
para nosotros que la oración en la que estamos conscientes de la
presencia de Dios, sea lo que fuere lo que esto pueda significar. Es un
estado de oración válido, a condición de que en nuestras vidas
cumplamos con lo que nos toca; y en relación con esto es importante
ser fieles a la lectura espiritual. ¿No es verdad que si nuestra oración
no va bien, si nuestro gusto por la oración se debilita, lo primero que
hemos de examinar es si nos mantenemos firmes en nuestra lectura
espiritual?
Padres, la gente hoy en día desea conocer sobre la oración. Si uno
va a un retiro o a una conferencia, la gente desea oír cosas sobre la
oración. Algunos sacerdotes y monjes tienen oración, son grandes
hombres de oración que tienen un conocimiento profundo de la
oración, pero no son claros. Por desgracia, otros son claros, pero no
expertos en la oración. Pensad en la fuerza irresistible de aquellos que
sobresalen en la oración y pueden hablar de ella. Desde luego que las
necesidades de los demás no son motivo para que seamos hombres de
oración, pero ellos hacen que no olvidemos nuestra responsabilidad. A
menudo tenemos reuniones y conferencias sobre cómo enseñar
religión ¿Con qué frecuencia tenemos conferencias sobre cómo
enseñar a orar? ¿Con qué frecuencia hacemos sermones sobre la
manera de orar? Pues esto hoy en día es una gran necesidad, porque
hay una demanda. Y éste, como ya sabéis, es el hecho central
delaggiornamento, la renovación del espíritu en el pueblo de Dios; y
no hay renovación del espíritu donde no hay una vida de oración
responsable.
10.2.68

4. Nostalgia de Dios

Orar es intentar estar atentos a Dios y en esta atención darle una


respuesta. Es un intento de elevar nuestras mentes y nuestros
corazones a Dios.

123
El abad Herbert acostumbraba a decirnos que el intentar orar era,
de hecho, orar.
La oración es un acto de fe, esperanza y caridad. Siempre es un
acto de fe: «Señor, que se nos abran los ojos». Nuestro Señor, permitid
que os lo recuerde, nos hace la pregunta que hizo a los dos ciegos en el
camino de Jericó: «¿Qué queréis que haga por vosotros?» «Señor, que
se nos abran los ojos»19. Nos hace la pregunta que hizo al otro ciego
que curó, tal como lo cita san Juan: «¿Crees?» «Creo, Señor», contestó
el hombre, y se postró ante él20.
La oración es un acto de caridad, un acto de amor. «Señor, tú lo
sabes todo, tú sabes que te quiero». Es un acto de esperanza, porque
nos hace la misma pregunta que hizo a algunos de los apóstoles en el
capítulo sexto de san Juan: « ¿También vosotros queréis marcharos?»
«Señor, y ¿a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida eterna, y
nosotros ya creemos y sabemos que tú eres el consagrado por Dios» 21.
También nosotros estamos tentados de irnos, de volvernos atrás, y
entonces nos acordamos que no hay otro a quien podamos ir para
encontrar vida eterna.
La oración es el grito de un hombre humilde, de uno que reconoce
su insuficiencia ante Dios. «Señor, ten piedad de mí, pecador». «No
necesitan médico los sanos, sino los enfermos» 22. Orar es reconocer
nuestra dependencia de Dios. Y nos extraña tener que pedir, cuando
Dios ya sabe cuáles son nuestras necesidades. Porque él mismo nos
dijo que teníamos que pedir: «Pedid y se os dará». Porque nuestro
pedir forma parte del orden de las cosas que pone por obra la actuación
de la divina providencia. Y si nuestra petición no recibe respuesta,
sabemos que es porque lo que él quiere para nosotros siempre
sobrepasa en mucho nuestras ambiciones.
La oración es también el clamor de alguien que está agradecido:
actitud que no se encuentra siempre entre los religiosos, que no les
falta nada, tanto en lo material como en lo espiritual. Un hombre
humilde es un hombre agradecido. Si nos tocara sufrir privaciones,
como les toca a muchos en el mundo, el agradecimiento por las
pequeñas cosas de la vida y por las cosas grandes de Dios vendría a
nuestros labios más puntualmente.
La oración es el canto de uno que se esfuerza por ver la majestad y
la belleza de Dios; que puede admirar las maravillas del universo
124
creado para admirar al Creador cuya majestad y belleza se reflejan en
las cosas creadas como en un espejo. Es un cántico de respuesta que
viene de uno que ha reflexionado sobre la grandeza del amor de Dios
hacia él y que se esfuerza por devolver amor por amor. Pero en nuestra
vida de cada día, no será fácil a menudo reaccionar de esta manera.
Por esto es por lo que hemos de atesorar momentos de soledad y
silencio, por lo que nos hemos de esforzar por entretenernos en las
cosas de Dios cuando leemos las Escrituras, cuando ponderamos los
acontecimientos del día, cuando pensamos. Este es el papel que nos
toca representar, reconociendo que es el Espíritu santo el que actúa en
nosotros conformando nuestras mentes a la mente de Cristo, de tal
manera que llegamos a pensar tal como piensa Cristo, a reaccionar tal
como Cristo reacciona; de tal manera que podemos orar a él con él,
«Padre nuestro que estás en el cielo...» ; un himno de alabanza, hasta
cuando rezamos cada día en este coro, esperando la venida del reino de
Dios, esforzándonos por aprender su voluntad, poniendo ante él
nuestras necesidades cotidianas: las necesidades de nuestras familias,
de los que pasan por este colegio, de nuestros amigos, de todo el
mundo. Y nos tendría que entristecer el pensar en la insuficiencia que
nos es propia, y esforzarnos, con gran humildad, por amar a Dios más
y más. La oración es un diálogo de amor entre Dios y nosotros: es el
clamor de la criatura postrada ante la majestad de Dios.
El trabajo de la oración no nos aportará siempre a nosotros, pobres
mortales, una rica recompensa en el pasar de los días. Y no obstante, la
fidelidad a la oración traerá consigo una mayor estimación por la
oración, y, Dios lo quiera, una mayor nostalgia de Dios.
17.2.68

5. El amor de Dios

Cuanto más piensa uno en la vida espiritual, tanto más piensa


también en la oración; cuanto más intenta uno encontrar una actitud
básica apropiada para la vida religiosa, tanto más, y en gran manera,
verifica uno que ésta ha de ser una actitud de amor. Me pregunto
sila idea de Dios como amor ha sido lo suficiente evidente en la
enseñanza de la religión a los jóvenes. Hay un cuento de un muchacho
125
que fue a una tienda de manzanas. Sus padres estaban afuera, y no
había nadie allí cerca; y tenía ganas de coger una manzana. Pensó que
nadie lo iba a ver. Pero volvió a pensar: alguien lo vería, Dios lo vería
y se enfadaría si él cogía una manzana. Si a uno se le educa con
historias de este género, se desarrolla en el fondo de la conciencia una
visión tergiversada de quién es Dios, de la clase de persona que es él.
Nuestra actitud básica tendría que ser la verificación de que Dios es
amor. Convendría que examinásemos la primera Carta de san Juan,
capítulo 4.
Ahora bien, supongo que no hay un ser humano, con toda certeza
creo que es así, que no haya tenido alguna experiencia de amor, algún
sentimiento de afecto por otro. Esta experiencia básica es la que más
se acerca si intentamos explicar lo que significa amar a Dios. Estoy
seguro de que recordaréis las sutiles palabra del Dr. Dominian cuando
dijo: «El amor humano es un instrumento que podemos utilizar para
explorar el misterio del amor divino». Y lo es. Conocemos el
mandamiento de amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda
nuestra alma. Y aún esta experiencia es verdaderamente difícil de
entender, de analizar, de explicar. ¿Qué significa amar a Dios? Lo digo
como sugerencia, nosotros lo entendemos algo así como: si yo he
experimentado amor o afección por otros, puedo comprender
oscuramente, inadecuadamente, de una manera incompleta, no tanto lo
que Dios significa para mí, como lo que yo significo para Dios.
Es difícil entender cómo el amor que yo siento por otra persona me
puede mostrar cómo amar a Dios. ¿Puedo tener para con Dios los
mismos sentimientos que tengo para otro ser humano? Quizás podría,
tal vez algún día los tendré. Sospecho que pocos de nosotros pueden
decir que esto es como es. La llave que nos abre el misterio del amor
de Dios viene a ser algo así. Cuando experimento el amor, ya sea
dándolo a otro o recibiéndolo, empiezo a ver qué es lo que quiero
significar a Dios. Quiero mucho a una persona particular, y esta
persona significa mucho para mí. Ahora entiendo lo que yo significo
para Dios. Nosotros solamente amamos a Dios, nos dice san Juan,
porque Dios nos ha amado primero.
Sicológicamente parece que ésta es la forma correcta sin más.
Nuestra actitud hacia los demás cambia a menudo porque hemos
descubierto su actitud hacia nosotros. Tal vez alguien no nos gusta,
126
éramos suspicaces, pero un buen día descubrimos que le caemos bien,
que nos admira. Nuestra actitud cambia: nos entusiasmamos por él.
Y así pasa en la vida espiritual. Nuestra respuesta, nuestra actitud,
depende de nuestra realización de la actitud de Dios hacia nosotros. Si
experimento amor, o lo he experimentado, esta experiencia del amor
es un medio por el que puedo explorar el misterio del amor de Dios.
No se trata de que mi amor a Dios sea semejante al que experimento
por otros, sin embargo, la misma experiencia me muestra lo que yo
significo para Dios. Y el hecho de vivir con este pensamiento, de
entretenerme con este pensamiento, revelará secretos y hará aumentar
en mí la realización de la profundidad, la fuerza y el ardor de su amor.
Es inevitable, como en los más importantes intereses humanos, que
haya peligros y podamos caer en trampas: cuanto más preciosa es una
cosa, tanto más tiende a ser frágil, tanto más necesita ser protegida.
Hay el peligro, por ejemplo, de enamorarse del amor, es decir, de la
idea del amor, hasta el punto de hacer de Dios un objeto impersonal de
amor o como si fuera alguien a quien ya conocemos. Por el contrario,
mediante la buena voluntad de someternos a nosotros mismos,
tendríamos que descubrir la posibilidad de conocer y relacionarnos con
la naturaleza íntima de Dios como persona.
Debemos intentar comprender a Dios a través de la verdad que nos
ha sido revelada por el Verbo hecho carne. Debemos intentar
interpretar auténticamente los buenas noticias contenidas en el
evangelio de san Juan. Me parece que esto es lo que algunos santos
intentaban hacer cuando decían que es más importante amar a Dios
que conocerlo. A partir de aquí, se puede desarrollar el tema de la
oración de deseo, que para muchos de nosotros me parece que es la
única oración de que somos capaces en determinados momentos de
nuestra vida monástica: este simple deseo de responder al amor que,
como se nos ha enseñado, nos ha sido dado primero.
17.11.70

6. «CRISTO SE HIZO PORNOSOTROS OBEDIENTE


HASTA LA MUERTE»

127
1. Mirando hacia la alegría de la pascua
 
San Benito en una frase —«que espere con alegría la pascua» 23 —
establece el tono de nuestras observancias cuaresmales. Hemos de
esperar con alegría la pascua, la alegría de participar en la vida de la
resurrección. Por el bautismo hemos pasado de la muerte a la vida;
hemos pasado de la separación de Dios a la unión con él por la gracia;
por el bautismo fuimos incorporados a la pasión, muerte y resurrección
de nuestro Señor. La vida cristiana es vivida con la vida de Cristo en el
alma. Nos tendría que llevar a la paz y a la alegría. Pero en nuestra
experiencia no siempre actúa así. El pleno efecto de la resurrección de
Cristo solamente actuará sobre nosotros cuando lleguemos a la visión
beatífica: sólo entonces la alegría y la paz serán completas, sin que sea
posible quitárnoslas nunca. Ahora vivimos a la espera de esto: no
condenados ya por más tiempo a la separación de Dios pero todavía no
unidos a él de la manera que él ha preparado; porque aún no
estamos in patria,como dice santo Tomás, sino in via, en camino, y a
menudo una vía dolorosa, un camino penoso. Y de esta manera,
tendríamos que considerar la cuaresma como una «participación» de la
pasión de Cristo. San Benito nos dice que nuestra vida tendría que
tener siempre el carácter de una cuaresma; pero como no somos
suficientemente fuertes para esto, hagamos al menos en estos días de
cuaresma un esfuerzo especial. Recordemos que si hemos de ser
discípulos del Señor, hemos de tomar su cruz y seguirlo.
En la vida, tal como la vivimos, hay abundantes oportunidades de
encontrar la cruz. Si nos sentimos frustrados por el exceso de trabajo,
por el fallo de otros en llevar a cabo nuestras ideas, en apreciar
nuestras dificultades; si vemos que las cosas van mal, todas estas cosas
pueden causarnos disgustos. Pero al mismo tiempo son oportunidades

128
preciosas, si las aceptamos con alegría. Esto no significa que hayamos
de ser estoicos. No significa que ya no tengamos que esforzarnos más
para que las cosas vayan adelante, para remover ruidosas
contradicciones, etcétera. Pero tened presente que cuando las cosas no
van bien, el proceso de corregirlas está en el futuro: es una tarea que se
ha de hacer más adelante. Pero en la vida espiritual lo que cuenta es el
momento presente, porque el momento presente es el único que existe.
Hasta cuando tú mismo te encuentras en una posición intolerable, en la
que crees que no tienes derecho a estar, acéptala como la cruz, aquí y
ahora; entonces ya harás planes para que vaya mejor después. No hay
contradicción en aceptar una dificultad aquí y ahora, y en esforzarse
por removerla después, en el futuro. Pero nunca pases por alto la
oportunidad de la dificultad presente, del momento presente.
Muchos de nosotros hemos de sufrir, quizás por un tiempo
considerable, lo que los libros espirituales llaman «la noche oscura del
alma». Resulta un poco embarazoso aplicarnos a nosotros estas
experiencias que suenan más bien a algo elevado, pero las tenemos:
muchos pasan largos períodos en su vida monástica en los que las
cosas no parecen tener ningún sentido; en los que Dios parece estar
lejos; en los que la oración parece ser casi imposible; en los que el
Oficio es a duras penas tolerable. Estas cosas pasan. Acéptalas de todo
corazón como una parte de la vía dolorosa. Los santos que
aprendieron esto, es decir, a aceptar la voluntad de Dios para con ellos
en la forma de la cruz, si esto es lo que él elige, descubrieron una paz y
una alegría que sobrepasa nuestro entendimiento. Tal vez, de entre
nosotros, no son muchos los que han vivido estas cosas, pero sabemos
lo suficiente de las vidas de los santos para haber descubierto que hay
algo por lo que nos podemos esforzar y de lo que san Benito habla en
el prólogo de su Regla.
Tenemos, es verdad, la vida de la resurrección en nuestras almas,
pero para nosotros, que todavía estamos in via, la resurrección se ha de
vivir en el contexto de la pasión. Ahora bien, así como la oración
voluntaria da sentido al ciclo diario de oración obligatoria, también es
verdad que la penitencia voluntaria nos hace más conscientes del papel
de la penitencia involuntaria en nuestra vida espiritual. La práctica de
renunciar a esto o de asumir esto otro, la que entrena nuestras mentes a
ver la cruz cuando se nos presentan cosas que no hemos escogido y
129
que han surgido como de improviso. Es un axioma, la cruz que nos
toca es la que más nos desagrada: nosotros escogeríamos otra. Pero
igualmente es verdad que nuestra cruz es la que Cristo quiere que
llevemos.
Así pues, padres, es con tales pensamientos con los que haremos
bien de embarcarnos en esta cuaresma: alegremente, con gozo, porque
el Señor se complace en el que da con alegría.
3.3.63
 

2. Corrigiendo la debilidad
 
Con un poco de retraso leemos la Regla de san Benito sobre la
cuaresma, y dirigimos nuestras mentes a este período particular del
año litúrgico. Recordaréis algunas de las frases de la Regla: que sea un
período en el que guardemos nuestras vidas con más pureza, en el que
expiemos nuestras negligencias, en el que nos reprimamos del pecado,
y nos apliquemos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la
compunción del corazón, a la abstinencia. Fijémonos en algunas de
estas frases y consideremos su actualidad en el tiempo presente.
Es bueno para nosotros reconocer que somos negligentes, que
hemos de expiar las negligencias de otros tiempos. Me parece que es
bueno confesar y reconocer nuestras flaquezas e insuficiencias,
nuestras imperfecciones en el servicio de Dios. No hay ocasión alguna
en que esto no sea un gesto apropiado. A medida que avanzamos en
nuestra vida monástica, tengo la certeza de que este aceptar nuestra
imperfección no es, de hecho, algo que nos lleve al desaliento: por el
contrario, nos puede llevar a una mayor paz. Tendríamos que
reflexionar, una vez más aún, sobre la parábola del evangelio de san
Lucas: la narración del fariseo y el publicano; y en las palabras de
nuestro Señor, cuando llamó a Leví: «No necesitan médico los
sanos...»24.Estas son algunas de las grandes verdades del evangelio que
son una fuente constante de consolación. De hecho, se puede decir que
cuanto más verificamos nuestras deficiencias, tanto mayor es nuestra
súplica para obtener la misericordia y la benevolencia de Dios, y ésta
es una fuente de paz inmensa. Pero no debe ser, ni lo es, un título para
complacernos. San Benito nos dice que en la cuaresma nos hemos de
130
«aplicar»: lo que en términos simples significa, no tanto hacer cosas
extraordinarias, como concentrarnos para hacer correctamente las cosas
ordinarias. Hemos de intentar ser mejores monjes, y esto incluye el ser
mejores cristianos y, sin duda alguna, ser mejores seres humanos.
Un terreno en el que puede ser útil aplicarnos y hacer un esfuerzo
especial para rectificar lo que no va bien, es el de las relaciones mutuas
en la vida de comunidad. Me parece que siempre hemos considerado
que nuestra vida de comunidad aquí es sólida y que nos llevamos
sumamente bien, en todos los sentidos, los unos con los otros.
Ciertamente, esto se verdad; pero de ningún modo da lugar a sentirnos
satisfechos. Por el contrario, es algo que hemos de vigilar con sumo
cuidado, algo precioso que hemos de guardar como un tesoro.
Deberíamos considerar si nos tratamos los unos a los otros con la
cortesía, la educación, la sensibilidad, la generosidad y la comprensión
necesarias; preguntarnos, también, si las necesidades de los demás son
para nosotros más importantes que nuestras propias necesidades.
Reflexionar hasta qué punto de generosidad o de egoísmo vivimos
nuestra vida de comunidad. Cada uno tendría que sentirse en la
comunidad aceptable y aceptado. Cada uno ha de ser en cierta medida
objeto de mi afecto, de mi interés, de mi compasión. En este tiempo
tendríamos que concentrarnos en el papel que representamos dentro de
la vida de la comunidad. Si nos damos cuenta de que no hablamos con
ciertas personas, tendríamos que escudriñar el porqué: , o porque los
encontramos pelmas, o porque no estamos de acuerdo con ellos, o
hasta, quizás, porque nos dan miedo. No conversar con las personas
porque nos causan algún temor es también una falta. Hemos de
hacerun esfuerzo con cada uno. ¿Por qué? Porque así toca hacerlo
correctamente a un ser humano, y más aún, a un cristiano porque Cristo
vive en cada uno de nosotros. Orillara alguien de la comunidad es
orillar a Cristo; dejar de tratar a alguien con cortesía y educación es
dejar de tratar a Cristo con cortesía y educación. Si lo que digo no es
verdad ¿cómo interpretaremos el pasaje del evangelio en el que se nos
dice que alimentemos al hambriento, que vistamos al desnudo?
Es fácil tener amplios horizontes de cara al ejercicio de la caridad
—nuestro servicio a Cristo— y, con todo, ignorar al padre o al
hermano que está junto a nosotros en el coro o en el refectorio. Afecto
y compasión, interés y comprensión, son cruciales en nuestra vida
131
monástica y cristiana. Me parece que en esta comunidad siempre
hemos tenido un fuerte sentido de orgullo de familia, de mutua lealtad.
Pero además, me parece que tendríamos que examinarnos para ver
hasta qué punto este orgullo nos pertenece individualmente, hasta qué
punto somos leales los unos a los otros. Y esto atañe a nuestras
relaciones con las personas de afuera. Es fácil criticar a un miembro de
la comunidad hablando con una persona de afuera. ¿Qué motivos
tenemos para criticar a uno de nuestros hermanos o para rebajarlo?
Pongo énfasis en esto, no porque haya oído o detectado algo que pueda
indicar que nuestra caridad se debilita, sino porque es importante
recordar estas cosas de vez en cuando. Después de todo, el amor a
nuestro prójimo es el criterio de nuestro amor a Dios.
En este tiempo litúrgico abordemos francamente nuestra actitud
hacia Dios. ¿Lo buscamos verdaderamente? ¿Deseamos hacer su
voluntad? ¿Aceptamos su voluntad traducida para nosotros en las
circunstancias de nuestra vida? ¿Vemos su voluntad en las cosas que
nos ocurren: las dificultades, la frustraciones, las mil y una cosas que
nos suceden cada día? ¿Deseamos lo que él desea? ¿Deseamos
realmente la voluntad de Dios tal como él la quiere o tal como la
queremos nosotros? Me parece que esto es lo que quiere decir san
Benito cuando nos urge a que en la cuaresma nos esforcemos por
la “pureza de corazón”: tener la mente unificada en nuestra búsqueda de
Dios, el verdadero fin de todas nuestras acciones, todos nuestros
pensamientos, todas nuestras oraciones. Y sabemos por experiencia que
es aplicándonos a la oración y a la lectura, tal como nos lo urge san
Benito, como esto se obtiene con el máximo de eficacia. Ahora bien,
todos sabemos que en cualquier vida religiosa y en la vida de cualquier
sacerdote, las dos prácticas que se tiende a «dejar de lado» en primer
lugar son la oración y la lectura. Pero también sabemos, si hacemos el
enorme esfuerzo necesario para dedicar unos pocos momentos extras a
la oración, que los resultados pueden ser fuera de toda proporción
respecto al esfuerzo realizado. Lo que cuenta no es necesariamente
hacer grandes cosas o hacerlas con una meticulosa exactitud, sino el no
dejar pasar pequeñas oportunidades, esto es lo que hace cambiar
nuestra atención o nuestro entusiasmo.
La cuaresma es un tiempo en que se ha de dar a la oración y a la
lectura espiritual la prioridad que tendrían que tener. Desde luego, es
132
pesado oír consejos de esta índole. Tenemos la sensación de que no
tenemos tiempo y, si tenemos tiempo, no tenemos la energía
suficiente. No obstante, siempre se repite la vieja historia: las personas
más ocupadas son frecuentemente las de más oración.
Es fácil, especialmente por la mañana, contraer el hábito de estar
medio dormido, atontado, engañarse a uno mismo pensando que uno
se encuentra en un estado de oración. Lo único que se puede hacer es
recogerse y volver a una forma verdaderamente simple de oración
según alguna fórmula ya dada. Me parece que en este contexto, la
gracia de Dios actúa. Desde luego, se trata de un asunto personal, y en
nuestra comunidad la tradición es dejarlo a la sensibilidad de cada
individuo.
Otra cosa, queridos padres y, especialmente, queridos hermanos.
Esto tendríais que hablarlo con personas experimentadas en la oración.
Toda la función del guía espiritual está desapareciendo porque la gente
ya no confiesa de una manera regular. Es una lástima; todos nosotros
necesitamos someter nuestra manera de orar a un padre prudente que
pueda juzgar si un tipo particular de oración es apto para nosotros, y si,
de hecho, es verdadera oración.
En san Benito, tal como lo he subrayado, se usa la palabra
«alegría», y esta alegría, como en cualquier otra cosa, tendría que
caracterizar nuestra observancia de la cuaresma. Hemos de ofrecer a
Dios algo por nuestra propia iniciativa «en la alegría del Espíritu
santo» y hemos «de esperar con la alegría de un deseo espiritual la
santa fiesta de la pascua». Estas cosas que se nos exigen, llevémoslas a
cabo con calma y alegría, porque cada uno de nosotros no tiene sino
una ambición: ser un siervo de Dios, a él dedicado, un verdadero
monje; y ser un verdadero monje es ser un monje alegre.
12.3.74
 

3. Destinado a la muerte
 
En el pensamiento sobre la cuaresma hay algo de escalofriante, de
austero, un sentimiento igual al que me sobreviene cuando entro en un
cementerio.

133
Recuerdo las palabras del miércoles de ceniza: «Recuerda, hombre,
que eres polvo, y que al polvo volverás». Meditando sobre esto, pensé
en la conexión que existe entre la muerte y la cuaresma. «La muerte —
escribía el último profesor Zaehner— es el don de Dios al hombre, un
don que tendríamos que aceptar, no con temor y temblando, sino con
alegría, porque tenemos la seguridad, no sólo en el cristianismo sino
también en todas las grandes religiones, de que lo que llamamos
muerte no es algo peor que el romperse la cáscara del amor propio y el
dejar fluir dentro de nosotros la savia de un amor no egoísta que es al
mismo tiempo humano y divino, el Espíritu santo que habita en el
corazón de todos». Me gustan las palabras «La muerte es el don de
Dios al hombre, un don que tendríamos que aceptar, no con temor y
temblando, sino con alegría». Las observancias que asumimos durante
la cuaresma se pueden llamar «muertes diarias» y la vida está llena de
«pequeñas muertes». Nuestro Maestro nos dijo que sólo podríamos ser
sus discípulos si tomábamos nuestra cruz, y la cruz lleva a la muerte.
Pero es bueno verificar que las «pequeñas muertes» de cada día
«dejan fluir dentro de nosotros —son las palabras del profesor
Zaehner— la savia de un amor no egoísta... el Espíritu santo». Es por
esto por lo que la cuaresma es importante. La ceremonia inaugural
nos recuerda, con el realismo característico de la iglesia, que somos
polvo y que al polvo volveremos. Estamos destinados a la muerte.
Pero esta muerte, este don de Dios que finalmente vendrá hacia
nosotros, es la entrada a una vida que es un dejar fluir la vida
humana y divina en nuestros corazones, la infusión del Espíritu
santo. Este es el misterio de la muerte de Cristo, un don de su Padre,
aceptado, como ya sabemos, con dolor y conflicto: «Padre mío, si es
posible, que se aleje de mí ese cáliz. Sin embargo, no se haga lo que
yo quiero, sino lo que quieres tú». Fue un don aceptado con alegría.
Lo negativo, lo triste, lo difícil, no son valores en sí mismos, sino
medios que nos llevan a la alegría, a la vida, a la unión con Cristo.
San Pablo, como os lo he recordado, dice: «Dios ama al que da
con alegría». Así pues, debemos mirar estas «muertes diarias» y
aceptarlas valientemente y con alegría. Las penitencias que nos
imponemos voluntariamente tendríamos que asumirlas con alegría
porque nos acercan más a Cristo y nos preparan para celebrar los
grandes misterios de la muerte y la resurrección de Cristo. Esto,
134
recordemos, lo subraya san Benito. A lo largo de la cuaresma
tenemos los ojos fijos en aquellos grandes días, los últimos días de la
Semana santa. Nos preparamos a ellos, no sólo porque nos
preparamos para sumergirnos más profundamente en el misterio de
la muerte y la resurrección de Cristo tal como lo celebramos en la
liturgia, sino también porque la muerte es una realidad que cada uno
de nosotros ha de afrontar. Pero estas cenizas vivirán de nuevo.
Urjo a todos los que han de intervenir en la preparación de la
Semana santa, que lo preparen con anticipación, de manera que
podamos celebrar estos días decorosamente y con recogimiento.
Nuestros oficios se han de hacer, queridos padres, con la dignidad y
la sensibilidad que corresponden a la liturgia. Necesitamos esto en
nuestras vidas para levantarnos por encima de nosotros mismos, para
percibir un reflejo de la dignidad y de la belleza de Dios. Tendríamos
que hacer un esfuerzo especial en este tiempo de cuaresma para
mejorar nuestra oración pública. Las lecturas tendrían que prepararse
bien y ser bien leídas. Se ha de evitar toda vulgaridad y dejadez.
11.2.75

4. Crisis
 
Padres, temo que os he de comunicar malas noticias, y que la
comunidad quedará algo consternada.
Esto me produce una gran tristeza a mí y, sin duda, también a
vosotros. No esperéis que os diga las razones que han llevado a la
decisión de que este hermano nos deje. Me parece que la mejor manera
de resumirlas es decir que el corazón ha salido de su vocación. Y una
vez ocurrido esto, un hombre se vuelve inestable hasta tal grado que la
tensión resulta excesiva, y lo más prudente parece ser que es dejarlo
salir.
Sin embargo, quiero hablar de esta materia por unos momentos, de
una manera general. No me propongo hacer un análisis de todas las
razones que inducen a la gente a repensarse las cosas en esta nuestra
época. Tal vez sea un consuelo saber que nuestro récordes bueno en
comparación con el de otros monasterios. Pero es un consuelo bastante
pobre. Me parece que la inseguridad de los tiempos es una razón. Me
135
parece también que aquellos de nosotros que han sido educados en el
bienestar y en la prosperidad les cuesta más asumir las contradicciones
y las dificultades que son inevitables en la vida monástica. Esto es lo
que opina la gente en general. De manera que no nos ha de causar
sorpresa si aquí sufrimos la misma experiencia. Sea cual fuere la
causa, ello nos invita a todos a una buena dosis de búsqueda sincera:
no hay lugar alguno para la satisfacción; ninguna razón para pensar
que nosotros aquí tenemos todas las respuestas.
Por otra parte, no existe razón alguna para que perdamos la
confianza en nosotros mismos, en nuestro modo de vida. Pero mi
experiencia, cuando hablo con otros religiosos, tanto de otras órdenes
como de la nuestra, es que hay un cierto fallo de parte de los monjes
jóvenes y de otros jóvenes religiosos en la apreciación de la gravedad
del paso que dan al hacer su Profesión solemne, y aún hasta cuando
hacen sus votos temporales, un fallo en la comprensión de que la
decisión es definitiva e irrevocable; tan definitiva e irrevocable como
el paso que da un hombre cuando contrae matrimonio: si un hombre
que se casa descubre dificultades en su vida, no hay escapatoria del
vínculo que ha contraído. También hay un fallo en hacer una
decisión adulta, que ha de estar bien calculada y dar garantías de
certeza. Digo esto para que aquellos que todavía no han dado el paso
definitivo puedan cerciorarse, sin desasosiego ni excitación ni
exagerando las cosas, que su decisión es prudente.
Sin embargo, queridos padres, sabéis muy bien que uno no
contrae matrimonio considerando simplemente los pros y los contras.
Uno es llevado por otra cosa: por el amor. Y es porque deseáis servir
a Dios, porque deseáis amarlo, por lo que estáis preparados a dar este
paso. Así pues, no deseo daros la impresión de que sólo se trata de
un paso frío, calculado, cuidadosamente considerado, dado sin fervor
ni entusiasmo. Desde luego, no.
Es el fervor y el entusiasmo los que os llevan a realizarlo. Pero al
mismo tiempo, no debéis perder de vista el hecho en bruto de que se
trata de un paso definitivo e irrevocable. No es un paso definitivo en
otro sentido: es el primer paso. Es el primer paso en una vida vivida
por Dios sin fin: el principio de algo que llega a su consumación, a
su plenitud, en la eternidad. Pero, C'est lepremier pas qui coûte.

136
También me parece que la gente falla en comprender la parte que
juegan las dificultades en la vida religiosa. Cuando vienen las
dificultades, se desencadena una crisis, y cuando se desencadena la
crisis, a menudo existe una incapacidad para soportar o vivir esta
situación. Ya sé que muchos de nosotros encontramos de mal gusto
hablar ahora de dificultades en la vida monástica; tal vez el tema se
haya prodigado un poco: preferimos las palabras que nos mueven a
la alegría, que nos estimulan. Bien, esto es natural. Hemos de morar
en las alegrías de nuestra vida, necesitamos estímulo para no dejar de
ir adelante. No obstante, hemos de tener bien claras las dificultades
inherentes a la vida religiosa. Es fácil tener una noción falsa de lo
que es la alegría cristiana: pensar que a partir del momento en que
uno entra en la vida monástica, el resto va de por sí; que la gracia
sacramental trae consigo una alegría espontánea, etcétera. Uno puede
quedar muy decepcionado con todo esto.
Me gustaría tocar dos procesos importantes en la vida espiritual.
El primero es la necesidad de hacerse cada vez menos egocéntrico
y cada vez más centrado en Dios. Cuanto más aprendemos de
nuestras propias vidas en un monasterio y consideramos las vidas de
los demás, tanto más apreciamos la importancia de irnos haciendo de
una manera creciente no egoístas. El instinto de cada uno de nosotros
es desear el incienso que ha de ser ofrecido a “uno mismo”: no es
cosa instintiva arrodillarse y ofrecérselo a Dios. Esto último hubiera
sido instintivo en la naturaleza humana no caída; pero nuestra
naturaleza es una naturaleza caída, y nuestro instinto es dirigir las
cosas a uno mismo: pensamiento terrible, espantoso des-cubrimiento.
Y hasta cuando pensamos que nos vamos haciendo espirituales en
aumento, descubrimos lo mucho de egoísmo que hay en todo esto. Y
centrarse en Dios comporta sufrimiento: no hay otro camino. Va a
ser doloroso. Por esto es por lo que yo creo en el provecho que
pueden aportar a la vida espiritual las cosas tal como las tenemos
dispuestas aquí, porque en los conflictos de la vida de cada día, se
nos ofrecen muchas oportunidades de morir al egoísmo y de resucitar
con Cristo. Este morir y resucitar es fundamental para la vida
espiritual. Es arriesgado ignorar esta verdad.
En segundo lugar, querría recordaros que no hay progreso en la
caridad sin purificación de la fe. Un ejemplo de esto es la Virgen
137
santísima. Estuvo frecuentemente desconcertada. No entendía. Ella
«conservaba en su interior el recuerdo de todo aquello» 25.Leed estos
textos con detención y veréis lo que quiero decir. La fe debe ser
purificada. Muchos apoyos que parecen importantes han de
abandonarse en una vida espiritual verdadera, hasta que no quede
ningún apoyo, sino sólo Dios. Esto es muy duro. Pero sabemos que es
así por nuestras lecturas en los escritores espirituales: los períodos de
aridez en la oración, las dificultades para comprender las cosas de
Dios. Después de todo, hemos ofrecido a Dios nuestras vidas y, no
obstante, se elude tan frecuentemente... Deseamos vehementemente la
luz y se nos deja en las tinieblas. Deseamos ardientemente consuelo y
solamente encontramos dolor. Y la fe es puesta a prueba penosamente,
porque la fe en último término es depender sólo de Dios y aceptarlo a
él sólo. Se habla mucho hoy en día de las opiniones sobre esta o
aquella verdad, o esta o aquella manera de hacer las cosas. Es
admirable: tendríamos que participar. Y sin embargo, es una pérdida
de tiempo para el individuo, a no ser que vaya creciendo
continuamente en aquel conocimiento de Dios que los escritores
espirituales llaman «experimental»; quiero decir, el conocimiento que
viene a través de la fe; aquel conocimiento sobre el que santo Tomás
habla en la primera cuestión de la Summa: un conocimiento que viene
por la oración; una comprensión que viene por la oración; una
sabiduría espiritual que en términos teológicos es «el don del Espíritu
santo». Pero es este conocimiento «cuasi-experimental» el que viene
por medio de una fe que va siendo purificada; que cada vez depende
menos de razones humanas, de comprensión y argumentos humanos y,
cada vez más, de lo que Dios quiere revelar en las profundidades de un
alma humana, precisamente cuando el alma parece estar en
estrecheces.
Queridos padres, solamente os he dicho lo que encontraréis en
cualquier libro espiritual; lo que encontraréis leyendo los místicos. En
el curso ordinario de los acontecimientos, estas experiencias, en mayor
o menor grado, vendrán a ser nuestras experiencias: esta aridez y
sequedad, estas «dificultades de la vida monástica». Tales dificultades
frecuentemente sugieren el levantarse muy de madrugada, la
obediencia, etcétera. Pero uno se ve de pronto ante la dificultad
suprema de desear a Dios con toda el alma y no encontrarlo. Esto
138
puede provocar tristeza y espanto. Puede provocar el deseo de volver
atrás. Lo peor que podemos hacer es volver atrás, es fatal. Cuando
viene esta experiencia, necesitas generosidad y valentía. También
necesitas estar abierto: buscar consejo y ayuda. Los caminos de Dios,
en primer lugar, no se aprenden en los libros. La sabiduría de Dios
viene a través de las personas, aquellas que la han vivido, la han
experimentado. Vuestros oídos han de ser sensibles a los consejos que
recibiréis de personas que suponéis no han tenido estas experiencias;
de hecho, las han tenido, cada uno a su manera. Y por lo tanto no
caigáis en la tentación de escaparos. Alegraos porque estas cosas no
son obstáculos: son oportunidades. Es mejor caminar en la oscuridad
guiándoos el Señor, que estar sentados en un trono de luz que irradia
de vosotros mismos.
23.6.65 

5. Penetrando el secreto
 
Vamos a centrar nuestro pensamiento y nuestra oración en los
sucesos que ocurrieron en los últimos días de la vida de nuestro Señor:
su paso, su transitus de este mundo al lugar de su majestad a la
derecha de su Padre. La iglesia se une a estos acontecimientos, porque
la historia del cuerpo místico y de sus miembros se conforma al
modelo de la vida de nuestro Señor. Cada vez que celebramos los
misterios de Cristo —la liturgia—hemos de procurar penetrar, como
dice san Pablo, en el secreto que Dios Padre nos ha revelado por
Jesucristo en el que se acumulan todos los tesoros de sabiduría y
conocimiento. Nosotros vivimos estos misterios en la liturgia de
manera que crezcamos en nuestro conocimiento de los misterios de
Cristo y lo traduzcamos en nuestras vidas. Así pues, nuestra tarea
consiste en penetrar el «secreto que nos ha sido revelado por Dios
Padre y Jesucristo».
Me gustaría decir una palabra sobre la parte que la cruz desempeña
en nuestras vidas. Decía hace poco, si os acordáis, que si hemos de ser
seguidores de Cristo, hemos de cargar con nuestra cruz cada día y
seguirlo. No nos incumbe a nosotros reclamar el sentarnos a la derecha
139
o a la izquierda del Padre, a no ser que primero hayamos bebido del
cáliz. Es digno de notar que en el evangelio, si no me falla la memoria,
nuestro Señor no habla de seguirlo o de ser sus discípulos sin hacer
referencia a la cruz o al cáliz, símbolo del sufrimiento.
En nuestra vida diaria hay muchas oportunidades de cargar con la
cruz: no pequeñas incomprensiones, un rechazo inmerecido, una
ansiedad que nos corroe, salud enfermiza, fatiga. Ahora hemos de
decidir si estas cosas son obstáculos para la felicidad o un sendero que
conduce a ella: dos cosas totalmente diferentes. Instintivamente
retrocedemos ante el sufrimiento, pero podemos aprender a sufrir por
una razón dinámica y positiva. Después de todo, nuestro Señor en el
huerto de Getsemaní retrocedió ante la pasión, pero la aceptó
voluntariamente, más aún, amorosamente. Ahora bien, en esto de
cargar con la cruz no es el aspecto negativo el que cuenta, sino el
positivo: el bien que causa, el bien al que lleva. La cruz en sí misma no
tiene sentido. La cruz junto con la resurrección, sí. El despojarnos del
hombre que éramos antes, como dice san Pablo, y de su manera de
obrar no es suficiente. Nos hemos de vestir del hombre nuevo.
San Pablo escribe: « A  propósito de él (el Mesías), os enseñaron lo
que responde a la realidad de Jesús; es decir, a despojaros, respecto a
la vida interior, del hombre que erais antes, que se iba desintegrando
seducido por sus deseos; a cambiar vuestra actitud mental y a
revestiros de ese hombre nuevo creado a imagen de Dios, con la
rectitud y la santidad propias de la verdad»26.
Estas dificultades de toda especie que he mencionado, las hemos de
considerar como oportunidades de «despojarnos del hombre que
éramos antes»; como oportunidades de crecer en la imagen de Cristo,
para poder ser más semejantes a Cristo, participar más plenamente de
su vida, ser poseído por el Epíritu. Esto es a lo que apunta san Benito
en su capítulo sobre la humildad:

Después de haber subido todos estos escalones de la humildad, el moje llegará a aquel
perfecto amor de Dios que desaloja todo temor; con lo que empezará a observar sin trabajo,
como naturalmente y por costumbre, todas aquellas cosas que al principio no observaba sin
temor; ya no lo moverá más el temor del infierno, sino el amor de Cristo, por la
buena costumbre y el gozo de la virtud. Y esto lo mostrará el Señor por el poder
de su Espíritu en su obrero purificado ya de vicios y pecados27.

140
Tengo la convicción de que en cada día de nuestra vida monástica
se nos ofrecen oportunidades para crecer en humildad.
Es una virtud fundamental y que cuesta trabajo adquirir. Pero todo
el mundo puede reconocer a un hombre humilde. Y todo el mundo
ama a un hombre humilde. A menudo me he hecho la reflexión de
que si tengo la obligación de amar a mi prójimo, tengo también la
obligación de hacerme amable en la proporción en que soy humilde.
Pienso también otra cosa, ¿por qué siente uno simpatía por los
bribones? Me parece que es porque los bribones no pueden
enorgullecerse, y por esto hay algo amable en ellos. A nadie le
desagrada una persona genuinamente humilde, y nosotros tenemos el
deber de ser amables, y por esto, el deber de ser humildes.
Podemos dar la bienvenida a la cruz como una forma de
experimentar el sufrimiento que experimentó nuestro Señor.
Hablamos volublemente de la pasión y el sufrimiento de nuestro
Señor, de una manera general, sin pararnos a imaginar lo que en
realidad había de ser. Yo pienso frecuentemente en el desengaño y en
la tristeza de nuestro Señor, cuando al principio de su ministerio, sus
propios parientes, sus propios amigos de Nazaret, querían echarlo por
el precipicio. Reflexionemos en el rechazo de su pueblo, en la
deserción de sus amigos; la desolación en el huerto, el abandono en la
cruz, a parte del tormento físico. Y sin embargo, como ya he dicho
antes, aprendemos el secreto de la resurrección cuando aprendemos el
secreto de la cruz. Y es cuando somos llamados a participar de alguna
manera en los sufrimientos de Cristo cuando llegamos a entender no
sólo lo que él experimentó, sino también aquello a lo que estos
sufrimientos conducen. Porque toda cruz conduce a la resurrección.
Me gusta considerar la vida viendo cada día como preparado por la
divina providencia, y de muchas maneras resulta ser el camino de la
cruz. Pero conduce a un mayor conocimiento de nuestro Señor, a una
mayor participación en su resurrección.
Cada día tendría que verme a mí más humilde; cada día, más
dispuesto a aceptar lo que se me presenta en el camino. Así me uno
más íntimamente al Señor y crezco, a medida que voy creciendo en
gracia, en el amor de su Padre.
Consideremos el valor de la cruz en la iglesia, ponderando las
palabras de san Pablo: «Ahora me alegro de sufrir por vosotros, pues
141
voy completando en mi carne mortal lo que falta a las penalidades de
Cristo por su cuerpo, que es la iglesia» 28. Palabras difíciles de
entender, pero que nos aportan un enorme consuelo: cuando el peso
de la cruz es agobiante, contribuye a la vida de toda la iglesia. La cruz
no es algo que nos tenga que hacer menos humanos. No, nos conduce
en Cristo y con Cristo, al Padre. Esto es el evangelio. Esto es san
Pablo : «Participo de la pasión de Cristo para participar en su
resurrección»29. Y en otro lugar: «Si habéis resucitado con Cristo,
buscad lo de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios;
estad centrados arriba, no en la tierra. Moristeis, repito, y vuestra vida
está escondida con Cristo en Dios; cuando se manifieste Cristo, que
es vuestra vida, con él os manifestaréis también vosotros gloriosos» 30.

6. Momentos preciosos
 
Nadie puede acusar a san Pablo de ser pesimista; para él la vida es
alegre, prometedora, satisface con plenitud. Su doctrina es una
doctrina de esperanza. Pero el pasaje de san Pablo sobre el que me
gustaría meditar es de la segunda Carta a los corintios: «Con
muchísimo gusto presumiré, si acaso, de mis debilidades, porque así
residirá en mí la fuerza de Cristo. Por esto estoy contento en las
debilidades, ultrajes e infortunios, persecuciones y angustias por
Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte"31.
Aquellos de nosotros que tenemos la experiencia de una labor
pastoral, llegamos a verificar que existen dificultades diarias que al
irse acumulando pueden llegar a constituir una carga sumamente
pesada. Además, se puede decir que en toda vida humana hay alguna
tristeza o dificultad de la que la persona se gustaría ver libre con
alegría. También hay considerables crisis, de una especie o de otra. A
esto nosotros lo llamamos «cruces» y sabemos por las Escrituras que
el cargar con la cruz es una condición para ser discípulo. También
sabemos que «el grano de trigo debe morir...». Nos es familiar el
concepto de que un peso, cargado como si fuera una cruz, puede
transformarse en luz. Sin embargo, muchos no deducen de aquí este
consuelo, y quedan abrumados.

142
¿Qué papel desempeña la cruz en la vida espiritual y monástica?
Dios permite constantemente que seamos abofeteados por los
acontecimientos y por las personas. Hay frustraciones: «¡Si hubiese
salido tal como lo había planeado!»; fallos: «He hecho un papel
ridículo»; sentimientos de insuficiencia: «Otros hacen las cosas mucho
mejor»; incomprensiones: «No pensaba hacerlo enfadar»; sentirse no
apreciado: «Nadie sabe los apuros que he pasado». O simplemente,
sentimos los efectos del exceso de trabajo y del cansancio. Hay
también pruebas desconocidas de los demás, la castidad quizás, o las
pruebas y también las alegrías, que surgen de las relaciones
personales. Hoy en día las pruebas en el terreno de la fe pueden ser
pesadas. Aquellos de nosotros que ya hemos llegado a una edad
mediana hemos tenido que adaptarnos a cambios evidentes, aun a nivel
doctrinal. A veces, Dios parece estar muy lejos, y esto puede ser una
gran carga. En el proceso de ir avanzando en años y con el uso del
sentido común aprendemos a adaptarnos a las situaciones, y a
aplicarnos los consejos que debemos dar, y deberíamos dar, a los
demás. Aprendemos a competir con los problemas y a hacernos menos
vulnerables.
Sin embargo, tendríamos que ir más adelante y ver en el
sufrimiento destellos de iluminación y crecimiento en nuestra vida
escondida en Cristo. Tendríamos que reconocer «momentos
preciosos»: «cuando soy débil, entonces soy fuerte»; podemos hasta
llegar aencontrar satisfacción, más aún, gusto, en las humillaciones, los
insultos, las penalidades, las persecuciones, las dificultades sufridas por
Cristo.
Nos da satisfacción verificar que Dios nos permite experimentar —
con y en su Hijo— algo de lo que Cristo soportó en Getsemaní, o hasta
su abandono en la cruz. No hay un dolor mayor que la sensación de
haber sido abandonado por Dios: la sensación de que detrás de todo
esto, a fin de cuentas, no hay nada. En tales momentos, nuestra
reacción tendría que ser la de un amante a su amada: el deseo
vehemente de estar unido a él o a ella. Es verdad que puedo tener el
sentimiento de que mi amor por Cristo no me hace desear
ardientemente una tal experiencia. Pero ¿no es verdad que cuando nos
encontramos con otro que está pasando una crisis es precisamente en
esta situación cuando nos es dado conocer al otro, aumenta nuestro
143
aprecio por él y, como consecuencia de este conocimiento y este
aprecio, llegamos a amarlo o a amarla? Así pues, tendríamos que
practicar, cuando se presentan momentos de aflicción, el arte de
aceptar de todo corazón y sinceramente, aun cuando se revuelva toda
nuestra naturaleza, la cruz que Dios ha puesto sobre nuestros hombros.
El dar gracias a Dios por permitirnos sufrir una prueba nos otorgará
paz. Esta es una buena doctrina: y también un buen sentido. Aunque a
través del proceso ordinario de ir entrando en años nos ayude a
adaptarnos a estas situaciones, es sin embargo una lástima no ir más a
fondo, asumiendo estas oportunidades para participar en la pasión de
Cristo. Participando en su pasión, participamos en su resurrección.
Presumamos con san Pablo de nuestras debilidades, de manera que a
causa de estas verdaderas debilidades, la fuerza de Cristo pueda ser
guardada dentro de nosotros mismos como una reliquia. San Francisco
de Sales dice que «la debilidad del hombre es el trono de la
misericordia de Dios». Cuanto más conscientes seamos de nuestra
debilidad, tanto más nos hacemos objeto de la misericordia de Dios,
tanto más verificamos que estamos en deuda, tanto más Dios nos
enriquecerá.
Otro aspecto: el obstáculo de la autosuficiencia que podemos
levantar entre nosotros y Dios. Nuestros fracasos, nuestras
frustraciones, y todo lo demás, pueden servir para derrocar nuestro
egoísmo, nuestro egocentrismo, nuestra autosuficiencia. El proceso es
doloroso, pero después, damos gracias a Dios. Entonces viene la paz,
la serenidad, la fuerza. El P. Eugenio Boylan ha escrito en La virtud de
la humildad, del libro El camino del sacerdote hacia Dios:

Nos ha escogido para ser sus amigos de una manera totalmente gratuita.
No nos ha escogido porque fuéramos buenos o tuviéramos algún valor. Su
motivo es más bien dar que recibir... Hasta en la amistad humana, cuando uno
la ha escogido gratuitamente y desea vehementemente hacer lo que sea por la
persona que uno ha escogido, ¿hay cosa que pueda causar mayor pena y
aflicción que la autosuficiencia? Y lo mismo es verdad en la amistad divina.
Nuestro Señor conoce nuestra debilidad, nuestra bajeza, él conoce nuestra
perfidia, él conoce nuestra infidelidad. El puede sanar todas estas cosas y
perdonarlas. Pero la autosuficiencia cierra la puerta a todas sus
insinuaciones. El está a la puerta y llama, y la autosuficiencia no le abrirá.
El amor invita a la dependencia, especialmente el amor divino. El amor

144
desea dar, y el amor divino más que ninguno; pero nada se le puede dar al
autosuficiente.

Por lo tanto, si un sacerdote pregunta qué es lo que ha de hacer para


responder a las exigencias de nuestro Señor que pide su amistad, la
mejor respuesta es que imite a san Pablo y que presuma alegremente
de sus debilidades para que así resida en él la fuerza de Cristo. El P.
Clerissac decía: «...es nuestro vacío y nuestra sed lo que Dios necesita,
no nuestra plenitud». El darse cuenta de esta verdad es una gran gracia
de Dios... la razón y la experiencia humanas pueden tal vez indicarnos
la pobreza de nuestros recursos, pero a no ser que Dios nos dé la
gracia, no es probable que nos sintamos bien en nuestra pobreza y que
presumamos de nuestras debilidades. Y sin embargo, son los títulos
más valiosos para la unión divina. «Dichosos los que eligen ser pobres,
porque esos tienen a Dios por rey».
11.11.69
 

  7. La gloria del Siervo doliente


 
Me he preguntado a menudo si Pedro, Santiago y Juan, cuando
vieron a nuestro Señor transfigurado, relacionaron este acontecimiento
con la profecía del libro de Daniel referente a la venida del Hijo del
hombre sobre una nube. No hay indicación alguna de que lo hicieran:
se trata solamente de una especulación. Fue un acontecimiento que
causó impresión a estos tres apóstoles, aunque parece que después lo
olvidaron. «Señor, viene muy bien que estemos aquí nosotros; si
quieres, hago aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para
Elías». Así se lee en el evangelio de Mateo, capítulo 17; y, al final del
capítulo, leemos que mientras estaban aún en Galilea, Jesús les dijo:
«Al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres y lo
matarán, pero al tercer día resucitará». Y prosigue: «Ellos quedaron
consternados».
Es claro que no hay razón alguna para suponer que este incidente
particular siguiera de cerca cronológicamente al que ha sido descrito al
empezar el capítulo. Pero uno se pregunta si la enseñanza primitiva, de
la que este evangelio es claramente un documento, no yuxtapuso
deliberadamente estos dos textos para mostrar que la persona de que
145
hablaba el libro de Daniel, el Hijo del hombre, y la persona de que se
habla en la última parte del libro de Isaías —el Siervo doliente— son
una misma persona. Al Hijo del hombre, nos dice el texto, lo van a
entregar en manos de los hombres y lo matarán. Nuestro Señor,
intentaba corregir frecuentemente cualquier falsa impresión que sus
oyentes pudieran tener respecto a qué clase de persona habría de ser el
Mesías. Su misión había de llevarse a cabo de la manera indicada por
el Siervo doliente de Yahvé. San Marco se refiere a esto dos veces. En
la segunda ocasión, en el capítulo ocho de su evangelio, nos dice que
Pedro lo tomó aparte y empezó a increparlo. Nuestro Señor lo rechazó:
«¡Quítate de mi vista, Satanás!, porque tu idea no es la de Dios, sino la
humana». Cualquier insinuación de que el papel del Mesías había de
ser el del Hijo del hombre triunfante, tal como lo indica el libro de
Daniel, no era correcta: su misión se había de cumplir en la persona
del Siervo doliente.
Nosotros mismos tendríamos que ir considerando estos textos
durante este tiempo de cuaresma, de la misma manera que
instintivamente y con razón miramos hacia adelante, hacia el reino del
Hijo del hombre. Nuestra fe cristiana tiene esta esperanza como uno de
sus componentes, este mirar hacia adelante, esta expectación del
triunfo del Hijo del hombre del que ya participamos y del que
participaremos con más plenitud en el futuro. Por esto es por lo que
nos encontramos mejor en la situación en que Pedro, Santiago y Juan
se encontraron en la transfiguración: «Señor, viene muy bien que
estemos aquí nosotros». El comprometernos en la situación del Siervo
doliente de Yahvé resulta más difícil, porque, naturalmente y con
razón, retrocedemos ante la cruz. Existe el peligro de construir una
espiritualidad que no afronte la cruz como elemento predominante.
Hoy en día, algunos escritores espirituales parecen olvidar que nuestro
Señor dijo: «...que cargue con su cruz y me siga». Nos asustamos de la
cruz porque es lo más natural, casi lo más razonable que podemos
hacer. Como los apóstoles, estamos sobrecogidos de temor. Es
correcto que intentemos deshacernos de aquellas cosas que llamamos
la «cruz», ya se trate de problemas personales o de dificultades
prácticas de la vida de cada día. Pero hemos de recordar una y otra vez
que la cruz es, y debe ser, un elemento de la vida en el que nosotros
verdaderamente seguimos a Cristo. Y solamente en la intimidad de la
146
oración privada podremos hacerlo y aprender a hacerlo. Cuando
sentimos la carga sobre nosotros —ya sea la carga que llevamos
constantemente, nosotros que somos productos «dañados», de nuestro
pasado, o una carga impuesta por las necesidades de la vida—
debemos aceptarla en nuestra oración, sin necesidad de palabras ni de
pensamientos, sino pro-fundamente dentro de nosotros en la presencia
de Cristo. Tendríamos que tener constantemente el deseo de participar
de todo lo que Cristo desea de nosotros; sin temer nada; desprendidos
en cuanto nos sea posible; y sin anteponer nada al amor de Cristo,
como dice san Benito; y por lo tanto, sin querer otra cosa sino lo que él
desea que aceptemos y soportemos por él; con la firme convicción de
que si aprendemos a hacer esto, alcanzaremos un verdadero
conocimiento de la misión de Cristo en el mundo, participando
nosotros mismos en su obra redentora. Solamente siguiéndolo como
redentor podremos participar de su resurrección, y finalmente, en su
gloria, cuando él, el Hijo del hombre, aparezca en el último día.
2.3.71
 

8. Cuatro sermones de cuaresma

a)«No he venido a invitar a los justos, sino a los pecadores»32


 
Había una vez un hombre que era como una mezcla de bueno y de
malo, como muchos de nosotros, y que ejercía un oficio que era
notoriamente poco honrado, un hombre de instintos generosos, capaz
de responder cuando se apelaba a su generosidad. Era un recaudador
de impuestos. En aquellos tiempos los recaudadores de impuestos
tenían una mala reputación; tanto, que la gente cuando hablaba de
ellos, añadía inevitablemente la palabra «pecador». «Publicanos y
pecadores», así es como se los llamaba. Trabajaban para un poder
extranjero. Por aquel entonces Palestina había sido invadida por Roma,
y el pueblo arrogante que la habitaba había sido hecho esclavo de una
dominación extranjera.

147
La gente decente no trataba con los cobradores de impuestos. Los
despreciaban. Verdaderamente, todo lo que sabemos sobre este
hombre en particular, nos lo presenta como una persona con las
mínimas probabilidades de ser escogido como apóstol. Y sin embargo,
fue llamado y respondió generosamente a la invitación que le hizo
nuestro Señor.
Como era un hombre simple, decidió celebrar el acontecimiento.
Así pues, ¿qué es lo que hizo? Reunió a sus amigos: recaudadores de
impuestos también y, a los ojos de la gente honrada, pecadores. Y
estaban allí y, en medio de ellos, nuestro Señor. La gente decente se
dio cuenta de esto y empezó a murmurar, como hace frecuentemente la
gente que está convencida de su propia rectitud. Nuestro Señor los
oyó, y en una de las más preciosas sentencias de toda la Biblia dijo:
«No necesitan médico los sanos, sino los enfermos; porque no he
venido a invitar a los justos, sino a los pecadores».
Mateo no sabía que nuestro Señor era Dios. A partir de lo que había
oído y, sin duda alguna, de lo que había visto, sabía que debía haber
sido enviado por Dios. Porque a pesar de todo, Mateo era un judío, y
los judíos eran sensibles a su historia. Sabía que Dios siempre, una y
otra vez, había intervenido para salvarlos de la dominación de un
poder extranjero. Todo judío sabía que la palabra «Dios» y la palabra
«Salvador» eran sinónimas. Dios salvaba. Y salvaba porque amaba.
Todas las páginas de la Biblia nos revelan esto. Dios desea salvar.
Cada página de la Biblia revela también la insensatez de aquellos que
por sus acciones prueban lo mucho que necesitan ser salvados. Hubo
un acontecimiento que Mateo y cada judío conocía como el más
decisivo de su historia: sucedió 1.250 años antes de que viniera
nuestro Señor. Mateo sabía que sus antepasados habían sido reducidos
a la esclavitud en Egipto, que su religión había sido despreciada y que
habían sido explotados en su trabajo; sabía que Dios había enviado a
un hombre, a un gran hombre, Moisés, y las dificultades con que
Moisés salvó de la esclavitud a sus antepasados. Sabía también cómo
Dios había permitido que a este pueblo le sobrevinieran calamidades,
una tras otra... También sabía el pacto solemne que se hizo en la
montaña del Sinaí con el pueblo, representado por 'Moisés, que había
pasado varios días en la montaña, solo con Dios. Sabía que en aquel
entonces aquella tribu nómada había adquirido una nueva dignidad. Se
148
convirtieron en el pueblo de Dios. Mateo sabía todo esto, como lo
sabía todo judío, porque este fue el gran acontecimiento de su historia.
Lo cantaban en sus canciones; fue el tema de su poesía, el objeto de su
oración. Cada año lo celebraban con un banquete solemne; el
fundamento de su esperanza era que lo que Dios había hecho una vez,
lo volvería a hacer de nuevo. Dios es salvador. Dios es amor. Y
cuando su pueblo está en la servidumbre, viene en su ayuda. Este
hombre, Jesús, que venía ahora ¿no sería el que los libraría del yugo de
los romanos?
Poco a poco, Mateo fue aprendiendo que este hombre había venido
a salvar; a fundar un reino y hacer un nuevo pueblo de Dios; pero sólo
fue gradualmente como llegó a descubrir estas cosas. Mateo era un
hombre humilde. Conocía sus limitaciones y que cuanto más pecador
es un hombre tanto más necesita de Dios; cuanto más incapaz se
siente, tanto más necesita ayuda. Los fariseos, pobres insensatos,
confiaban en sí mismos. Su actitud era «no necesitamos ser salvados».
Pobres insensatos, de verdad. Se perdieron lo esencial.
Tanto vosotros como yo, queridos hermanos, podemos perdernos lo
esencial. Pensáis que porque la oración no os resulta fácil y la
asistencia a misa no os es agradable, vuestro récord en el servicio de
Dios no es bueno, las cosas de Dios no son para vosotros. ¿No sois
capaces de ver que cuanto más ineptos sois, tanto más necesitáis la
ayuda de Dios? No es probable que vosotros ni yo cometamos el error
de los fariseos. No es probable que digamos: «Yo no necesito ser
salvado»; pero sí que podríamos caer fácilmente en una estructura
mental que nos hiciera decir: «Yo no deseo ser salvado»; y cuando un
hombre llega aquí, su estado es triste de verdad. En mí hay un anhelo
de seguridad y de felicidad, semiconsciente, no confesado: un anhelo
por Dios, aunque yo no lo sepa. Es este anhelo el que Dios desea
potenciar. Mi corazón no reposará hasta que descanse en él.
21.2.64
 

b) «Yo soy la resurrección y la vida»33


 
¿No tiene la vida otra cosa que ofrecernos, sino la muerte? ¿No otra
cosa sino los bienes de este mundo y una alegría transitoria? El mundo
149
ofrece compensaciones rápidas, que van a dar en la muerte como en
una trampa. Para aquellos cuya única preocupación es buscar el placer,
la fama y el éxito, la muerte es la última y la mayor tragedia. No,
nosotros deseamos vivir, vivir plenamente, continuar viviendo: ¡Si la
muerte pudiera ser conquistada! ¡Si se le pudiese quitar el aguijón!
Esto es precisamente lo que nuestro Señor ha hecho.
Es una doble muerte la que él ha conquistado. Porque hay dos
clases de muerte. Existe la muerte que es la separación del cuerpo y
del alma, la muerte física. Pero existe también la muerte que es la
separación entre el hombre y Dios. Esta es la muerte espiritual. La
muerte espiritual afecta a una persona que deliberadamente opta por
vivir como si Dios no existiera; que deliberadamente opta por
desobedecer a Dios en materia grave. Ahora bien, estas dos muertes
están íntimamente relacionadas. Nuestros primeros padres murieron
espiritualmente porque deliberadamente escogieron desobedecer a su
Creador; y el castigo de su rebelión fue la muerte física. La tragedia es
que, aunque sea difícil de comprender, nosotros, sus descendientes,
nos encontramos implicados. Vosotros y yo nacimos «muertos»,
separados de Dios, destinados a ser privados de esta visión que es la
única que puede satisfacer nuestras más profundas aspiraciones.
Nuestro Señor superó ambas clases de muerte. ¿Cómo lo hizo?
Muriendo él mismo y resucitando de la muerte. Murió
verdaderamente. Murió una muerte física, sufriendo en ella el castigo
por el pecado que es la suerte de toda la humanidad. Pero en él no se
dio la separación de Dios, como en la muerte espiritual. Esto es un
gran misterio. Se permitió a sí mismo soportar la miseria de sentirse
separado de su Padre celestial: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?». Pero al tercer día resucitó de entre los muertos. Más
aún, la naturaleza humana en él salió de la tumba renovada y radiante.
Esta vida espiritual, llamada a veces vida sobrenatural y más a menudo
gracia, quiere dárnosla a todos nosotros. Desea darnos esta vida por la
que aquí y ahora podemos disfrutar de su amistad y finalmente
concedernos la visión de Dios, que es lo único que, tal como he dicho,
puede satisfacer nuestras más profundas aspiraciones.
El desea darnos vida; y desea renovar el gesto por el que restituyó
la vida al hijo de la viuda de Naim, a la hija de Jairo, a su amigo
Lázaro. A ellos les restituyó la vida física; a nosotros, con un gesto
150
semejante, nos restituye la vida espiritual. Los sacramentos son los
medios por los que nuestro Señor nos toca y nos da esta vida; nos la da
cuando aún no la poseemos, y nos la da con más plenitud cuando se
encuentra ya en nosotros. Pero si optamos por rechazarla, entonces,
queridísimos hermanos, vivimos «muertos». Vivimos una vida que
fundamentalmente carece de sentido, porque está ligada por los
horizontes de este mundo presente, destinada en último término a la
frustración, a la miseria. Vivir separado de Dios es verdaderamente
vivir «muerto».
Pidamos a Dios que, los que hemos sido bautizados y hemos
recibido la vida por el mismo Cristo, podamos vivir de tal manera en
unión con él que cuando nos sobrevenga la muerte corporal muramos
«vivos».
28.2.64
 

c) «De la muerte a la vida»


 
Salvación significa pasar de la muerte a la vida. Es decir, pasar de
un estado de separación de Dios a la unión con él. Y esta vida, como
hemos visto, nos vieneprecisamente porque el mismo nuestro Señor
pasó de la muerte a la vida: murió y resucitó. También hemos visto
que esta vida se nos da primeramente en el bautismo, por el que se nos
capacita para disfrutar de la amistad de Dios aquí y ahora; y después,
habiendo pasado por la muerte física, llegaremos a aquella visión que
es la única que puede satisfacer nuestras aspiraciones más profundas.
Cuando vivimos con esta vida, viviendo verdaderamente esta vida, nos
vamos centrando en Dios más que en nosotros mismos. Más que vivir
una vida en la que sólo cuentan el éxito material y los placeres
mundanos, vivimos ahora una vida orientada hacia Dios. Es cosa
nuestra optar por vivir «muertos», por vivir separados de Dios; pero si
optamos por vivir para él, entonces nosotros vivimos aquella vida que
Cristo nos da; con toda verdad vivimos con la vida del mismo Cristo
dentro de nosotros.
Pero nuestro Señor bendito ha de estar incesantemente a la obra en
nosotros. Su poder salvador debe estar actuando siempre a favor
nuestro para reprimir aquellas fuerzas que trabajan para separarnos de
151
Dios. No hay nadie entre nosotros que no haya experimentado en sí
mismo la posibilidad real y verdadera de que algo pueda apartarlo de
Dios; así pues, en cada instante necesitamos ser salvados de hacernos
insensatos a los ojos de Dios. Después de todo, nuestra vida natural
está sostenida constantemente por un querer de Dios. Si Dios cesase de
querernos, volveríamos a la nada de la que procedemos. Si las cosas
son así en la vida natural, con cuanta más verdad serán las cosas de
esta manera en la vida por la que hemos sido recreados en Cristo. Su
contacto vivificante se mantiene constantemente en nosotros, pero
nosotros podemos rehusar ser tocados. Si, por ejemplo, rehusamos
hacer uso de los sacramentos, estamos rehusando ser tocados por
nuestro Señor. Estamos optando por vivir «muertos».
Ha de haber un contacto constante con Cristo. Ser cristiano no
significa observar meramente un cierto código de conducta; no
significa poner meramente a nuestro Señor como nuestro modelo.
Significa estas dos cosas, ciertamente; pero ser cristiano significa ser
penetrado por la vida de Cristo, o, diciéndolo al revés, permitir a
Cristo que penetre mi vida. Ha de haber un encuentro de persona a
persona, una mutua compenetración del uno con el otro. Estar en
contacto con Cristo, implicará estar también en contacto con la obra de
Cristo, con lo que él hizo. Esto significa estar en contacto con su obra
redentora; la obra de salvación que él ha realizado a favor tuyo y a
favor mío; significa estar en contacto con su pasión, muerte y
resurrección.
¿Qué es lo que hizo nuestro Señor por su pasión, su muerte y su
resurrección? Tendió un puente sobre el abismo existente entre Dios y
el hombre, un abismo sobre el que sólo él podía tender un puente. El
es realmente con toda verdad un pontífice: el constructor del puente. El
es el mediador entre Dios y el hombre precisamente porque él es Dios
y hombre. Y en su muerte en la cruz, ofreció a Dios, su Padre, todo lo
que es humano. Se ofreció a sí mismo, y ofreciéndose a sí mismo,
ofrecía a cada uno de nosotros. Al mismo tiempo daba al hombre, o
deseaba dar al hombre, la participación en la vida divina. El papel de
Cristo es dar a Dios las cosas del hombre y al hombre las cosas de
Dios. Así pues, la pasión, la muerte y la resurrección son el punto
central de toda la historia, y cada individuo ha de ser puesto en
contacto con la obra de Cristo.
152
En los tres últimos días de la semana santa pensamos en estas
verdades. Pensamos en la pasión, la muerte y la resurrección de
nuestro Señor. No estamos representando meramente un espectáculo
histórico, ni recordando meramente acontecimientos históricos; los
hacemos presentes de tal manera que nosotros podemos tomar parte
hasta cierto punto en ellos. La eucaristía, particularmente, nos hace
presente la obra de Cristo. Con una delicadeza divina Dios pone a
nuestra disposición la obra de Cristo, de tal manera que nos sintamos
incluidos en ella. Este es el significado particular del jueves santo,
porque en este día nuestro Señor nos dio la eucaristía. En este día se
reunió con sus discípulos para celebrar la cena pascual. Recordaréis
que esta comida la llevaban celebrando los judíos unos 1.250 años
para conmemorar aquel conjunto de acontecimientos que nosotros
llamamos éxodo: la liberación de Egipto. Se instituyó para evocar su
gratitud y para recordarles su dependencia de Dios.
Fue en esta comida pascual donde nuestro Señor tomó pan y lo
cambió en su cuerpo; tomó vino, y lo cambió en su sangre, de tal
manera que esta comida conmemoraría acontecimientos más
decisivos, más importantes que aquellos concernientes a lo que
nosotros llamamos éxodo. Lo que nuestro Señor quería que se
recordase era su pasión, muerte y resurrección. Había una gran
diferencia entre las dos comidas. La primera conmemoraba meramente
acontecimientos pasados. La eucaristía comporta mucho más: hace
presente la pasión, la muerte y la resurrección de nuestro Señor por
medio de símbolos: el pan consagrado y el vino consagrado. Ni
vosotros ni yo no hubiéramos podido idear una manera de hacer
presente la pasión, la muerte y la resurrección a todos los hombres de
todos los tiempos; sólo Dios podía idear lo que, de hecho, ha ideado.
Porque cada vez que se celebra la eucaristía, se repite el sacrificio del
Calvario. Cada vez que recibís la santa comunión se os da la vida de
Cristo resucitado. Damos testimonio de dos cosas: el don del hombre a
Dios y el don de Dios al hombre. Es Cristo que se da a sí mismo a su
Padre juntamente con nosotros; y es Cristo el que se nos da en la santa
comunión.
En el viernes santo pensamos en la oblación de nuestro Señor en la
cruz. En el sábado santo pensamos en la vida que ha resucitado. Así

153
pues, ya podéis ver que el tema principal de estos tres días es
precisamente el tema de la eucaristía.
3.3.64

d) «Este es mi Hijo, mi predilecto»34


 
Durante la semana santa pensamos en la pasión, muerte y
resurrección de nuestro Señor. Como ya hemos dicho, no se trata de
una mera conmemoración de acontecimientos históricos. No nos
limitamos a representar un espectáculo carente de significado. Lo que
hacemos, lo hacemos en vistas a poder participar nosotros mismos en
la obra de Cristo. Nuestro Señor se ofreció a sí mismo a Dios, su
Padre: ofreciendo su amor, cosa que él expresó por medio de la
obediencia, obediencia hasta la muerte. Al mismo tiempo, pasó de la
muerte a la vida, para que vosotros y yo pudiéramos participar de su
vida como resucitado. Hemos de penetrar en la oblación de amor que
Cristo hizo en la cruz. En el sacrificio de la misa se nos ofrece la
oportunidad. A través de los sacramentos, especialmente la eucaristía,
recibimos la vida de Cristo resucitado: verdaderamente en la santa
comunión recibimos al verdadero autor de esta vida. Nuestro principal
pensamiento en el jueves santo será el de la institución de la eucaristía.
En el viernes santo pensaremos en la oblación que nuestro Señor hizo
de sí mismo a su Padre celestial. En el sábado santo pensaremos en la
vida que participamos del resucitado. En cierto sentido, cada vez que
se celebra la eucaristía, la semana santa se encuentra contenida en su
totalidad.
Esta tarde vamos a pensar en el viernes santo. Es claro que es
preciso seleccionar. Mi mente retrocede hasta el primer domingo de
ramos. Me gusta pensar en Pedro marchando en aquella procesión
triunfal, con el pensamiento de que las cosas iban realmente bien. Un
sentido de orgullo: la gente abalanzándose, extendiendo sus mantos y
palmas a lo largo del camino por el que pasaba nuestro Señor.
Gritaban: «¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito el que viene en
nombre del Señor!». Y entonces recordaría profecías como: «Mira, tu

154
rey vendrá sentado sobre un asno». Un sentido de orgullo. Todo iba a
salir bien.
Y me gusta pensar cómo Pedro se acordaría de cuando nuestro
Señor arriba en la montaña se transfiguró ante él, Santiago yJuan. Su
faz brilló como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la
nieve. Entonces apareció una nube —para un judío, el signo de la
presencia de Dios— y una voz dijo: «Este es mi Hijo, mi predilecto".
Nuestro Señor había estado allí, con Elías y con Moisés. Después
bajaron de la montaña y la vida siguió como de costumbre. También
me gusta considerar que la mente de Pedro se dirigió a una visión
citada en el libro de Daniel: «Seguí mirando, y en la visión nocturna vi
venir en las nubes del cielo una figura humana, que se acercó al
anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio: todos
los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y
no pasa, su reino no tendrá fin». Esta figura magnífica fue
seguramente la del Hijo del hombre apareciendo en toda su majestad
para fundar un reino, un reino con todos los elegidos. ¿No deberían
bailar por la cabeza de Pedro todas estas cosas cuando nuestro Señor
iba cabalgando a entrar en Jerusalén? Ahora el poder romano sería
derrocado. Ahora, aquellos que entre los judíos eran enemigos del
Señor serían reducidos al silencio de una vez para siempre, no tenía
ninguna importancia que en este mismísimo momento estuvieran
conspirando contra él. Este era el momento del triunfo.
Pasa una semana. Todo cambia. Ya no gritan «Hosanna»; ahora su
grito es «¡Crucifícalo, crucifícalo!». ¿Un rey?, ¡ca!, está coronado de
espinas. ¿Transfigurado? ¿Vestidos blancos como la nieve? ¡Cubierto
de esputos, sangre y sudor! ¿Un profeta que viene a enseñar? ¡ca! En
el palacio de Herodes lo tratan como a un loco. ¡Pobre Pedro! Las
dudas nublan su mente. Desilusión. No puede huir totalmente. Va a la
deriva, preguntándose por qué es tan difícil perseverar cuando el
maestro, por lo que parece, está en manos de sus enemigos.
¿Y Judas? ¡Ah!, él tenía razón. ¿Éxito y placeres de este mundo?
Treinta monedas de plata: esto es todo lo que tenía ahora. ¿Y nuestro
Señor? Bueno, todo fue un sueño; se había dejado seducir por corto
tiempo, pero él, tenía razón; lo sabía; ni un instante le abandonaba la
idea de que él tenía razón. ¡Pobre Judas !

155
Luego Pilatos aparece con nuestro Señor:«¡Ecce rex
vester!»: «¡Mirad, este es vuestro rey!». Coronado de espinas,
cubierto de salivazos, tratado como loco. «¡Mirad a vuestro rey!». Este
punto concreto había preocupado a Pilatos. Había preguntado con
insistencia a nuestro Señor sobre esta pretensión a la realeza. Los que
de entre los judíos eran enemigos de Cristo, utilizaban precisamente
este punto para obtener una prueba de culpabilidad. Aquí hay un
hombre que rivaliza con el César. Aquí hay un hombre que podría
derrocar a los romanos. Pilatos se espanta. «¡Mirad a vuestro rey!». Y
entonces, sobre el patíbulo, la cruz sobre la que colgará el Señor,
pondrán una inscripción en tres lenguas: «Jesús de Nazaret, rey de los
judíos». No, decían los judíos, no lo pongas así; di más bien que él
decía que era rey de los judíos. Pilatos: Quod scripsi, scripsi. «Lo que
he escrito, escrito está». Y Pilatos que de todos era el que menos
informado estaba sobre estas cosas, lo hizo bien. Este era
verdaderamente el rey de los judíos.
Pedro parecía haber olvidado, lo mismo que los judíos que habían
conspirado contra la vida de nuestro Señor, que el reino sería
establecido, no por medio de poder, ni por una manifestación de
majestad, sino precisamente de esta manera. Es extraño cómo todos
los contemporáneos de nuestro Señor habían olvidado aquella visión
de Isaías: Isaías que vio a un hombre:

…sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los
hombres, como un hombre de dolores acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los
rostros, despreciado y desestimado. El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores;
nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado... como cordero llevado al matadero,
como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.

Este era el rey que establecería su reino a través del sufrimiento y


de la muerte. En el mismo nuestro Señor estaban unidas las dos
profecías: la visión del Hijo del hombre de Daniel y la visión del
Siervo doliente de Isaías. «Y entonces empezó a decirles que el Hijo
del hombre deberá sufrir mucho, ser rechazado por los senadores,
sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día». Y
más tarde, durante su pasión, nuestro Señor dice: «Desde ahora vais a
ver cómo el Hijo del hombre toma asiento a la derecha del
Todopoderoso y cómo viene sobre las nubes del cielo». De verdad es

156
así. Con mucha frecuencia se ha llamado a sí mismo el «Hijo del
hombre», manifestando de esta manera que estaba cumpliendo la
profecía de la poderosa figura que Daniel había visto en una visión.
Con cuánta frecuencia había predicado que el reino de Dios estaba
cerca, al alcance. Con cuánta frecuencia había comparado el cielo con
el reino. Y aquí, ahora, en este mismo instante estaba fundando el
reino a través del sufrimiento, a través de la muerte... Una cosa sin
sentido, si no hubiera sido por el triunfo de su resurrección. Cuando él
colgaba de la cruz, se hacía una nueva alianza entre Dios y el hombre.
El «constructor de puentes» estaba tendiendo de verdad un puente
sobre el abismo que separa al hombre de Dios. Estaba pagando el justo
castigo por la enormidad del insulto que es el pecado. Como sacerdote,
se ofrecía él mismo como víctima en un nuevo sacrificio que sellaría
en su sangre la nueva alianza con Dios. Había nacido un nuevo pueblo
de Dios. Pedro lloró y fue salvado, ¿y Judas?... ¡Pobre Judas!
13.3.64

157
7. María

1. ...Escuchar, recibir, vigilar...


 
Una mujer de entre la multitud gritó, «¡Dichoso el vientre que te
llevó y los pechos que te criaron!» 35  y de esta manera proclamaba la
dignidad de aquel cuerpo que había dado a luz al Hijo de Dios.
Tendríamos que pensar siempre con respeto y admiración en el cuerpo
que está llamado a la noble tarea de dar a luz una nueva vida. Pero en
este caso, se trata del cuerpo de nuestra Señora, noble más que
cualquier otro, en cuanto, con toda propiedad y con razón, fue de tal
manera configurado que pudiera ser digno de la finalidad para la
cual Dios la había escogido. «Mejor, dijo nuestro Señor, ¡dichosos
los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen!», con lo que
parecía alabar una dignidad todavía más elevada de nuestra Señora:
que había escuchado el mensaje de Dios y vivía de acuerdo con él;
ella, aquello que escuchaba, lo conservaba en su interior.
El escuchar, el recibir y el vigilar son rasgos femeninos. Tal vez sea
por esto por lo que las mujeres rezan más que los hombres. Tal vez sea
por esto por lo que entre los contemplativos hay más mujeres que
hombres: es lo «femenino» lo que escucha y espera. También es un
rasgo femenino el ver y el observar. El vino se ha agotado. María se da
cuenta y, como es una mujer, su mente es práctica.
Uno se maravilla de lo intuitiva que era. Cuando su Hijo decía
palabras como: «¿Quién te mete a ti en esto, mujer?» 36, que implicaban
que se trataba de una cosa que no le incumbía, ¿entendió ella que él
iba a empezar su ministerio público, en el que por el espacio de dos a
158
tres años ella no iba a tener parte alguna? ¿Quería él insinuarle que de
ahora en adelante tendrían que estar separados, la prueba que toda
madre ha de afrontar si no quiere derrumbar a su hijo? «Todavía no ha
llegado mi hora»: la hora en que él pasará de la muerte a la vida y ella
estará de nuevo unida a él.
Así es ella: controlada, libre, noble, sensitiva en su capacidad de
escuchar, rápida en darse cuenta de las necesidades de los demás,
generosa en su ayuda práctica, aguda para percibir. Lo que hay de más
hermoso en la mujer en nadie se ha realizado mejor que en ella: María,
que fue concebida inmaculada. Desde el momento en que empezó a
vivir en el vientre de su madre, santa Ana, estuvo destinada a ser única
entre los hijos de Dios. Cometemos un grave error en nuestra vida
espiritual si ella no tiene parte. Es a nuestro riesgo, si no llegamos a
comprender el papel que ella representa en la vida de su hijo y en
nuestras propias vidas. Concebida inmaculada es capaz de amar como
no puede hacerlo ninguna otra creatura: ella ha amado al Dios que,
como explica la tradición, sirvió desde su más tierna infancia, al Hijo
que ella engendró, y a nosotros que, por el mismo Hijo, le fuimos
encomendados en el momento más solemne de su vida.
7.12.71

2.. «Fiat»
 
Nuestra Señora debió quedar sorprendida del mensaje que había
recibido del ángel. Se le dijo que iba a ser madre. Pero desde el
momento que ella había escogido una vida de virginidad, ¿no era esto
imposible? Y aunque esto no hubiera sido así ¿por qué tenía que ser
ella puesta a parte para ser la madre del Mesías, desde tan largo tiempo
y tan ansiosamente esperado? Con toda seguridad había mujeres más
apropiadas que ella en Israel. No es de extrañar que se sintiera
profundamente perturbada,
Muy frecuentemente pasa así cuando Dios interviene en una vida
humana, cuando sucede lo inesperado y lo imposible. Y la primera
reacción ante este tipo de intervención, es la de temor: que puede
sobrecoger hasta casi paralizar. En tal caso lo que es necesario es una
palabra o un gesto tranquilizante, una palabra que tenga eficacia
159
medicinal: «Tranquilízate, María, que Dios te ha concedido su
favor»37. Esta palabra de amor divino, pues lo es en realidad, tiene una
cualidad única, especial. No solamente tranquiliza, da libertad, da
vida, inspira. Hermano, ¿puedes escuchar esta palabra, como dicha a
ti en este momento en que esperas hacer tu profesión?
«Tranquilízate, que Dios te ha concedido su favor». En el nivel en el
que solamente Dios puede penetrar, creo que sí, puedes.
Durante seis años, tú has reflexionado y has rezado: y nosotros
hemos hecho igual. Tú has tomado una decisión, y también nosotros
hemos decidido que, en cuanto nos es posible decirlo, Dios te ha
llamado para seguir a Cristo en la vida monástica. A veces su
intervención te habrá podido parecer inesperada e imposible:
«Tranquilízate». Ni por ti ni por nosotros la decisión ha sido tomada a
la ligera. Ninguno de nosotros ha tenido una visión que nos haya
manifestado de una manera evidente la voluntad de Dios para contigo.
Ni nuestra Señora tuvo una tal visión: ella tuvo que poner su confianza
en un mensajero, así como tú has tenido que poner tu confianza en la
experiencia y en la sabiduría de tus hermanos. Dios usa intermediarios.
De aquí a un momento pronunciarás tu fiat, tu «Sí»: «Cúmplase en
mí lo que has dicho»38. La lectura de tus votos es tu respuesta a la
llamada que Dios te hace: en su forma, parece cosa de negocios, y es
canónica, pero el que está en las profundidades de tu ser, hará revivir a
estos huesos legales. No necesariamente hoy. Pero, de día en día, esta
profesión tendrá pera ti una significación cada vez más profunda.
¿Supo María qué es lo que, pasaría una vez hubo ella pronunciado
su fiat, su «sí»? No. Ni tú tampoco. El amor de Dios puede ser
exigente y purificador, pero también nos llena de fervor y nos alienta.
Y con toda seguridad, esta es la experiencia de todos los santos, que
cuanto más grandes son las exigencias de Dios, tanto mayores son las
pruebas de su amor: «Dios te ha concedido su favor».
No temas, que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío.
Cuando cruces las aguas yo estaré contigo, la corriente no te anegará; cuando
pases por el fuego no te quemarás, la llama no te abrasará. Porque yo, el
Señor, soy tu Dios; el Santo de Israel es tu salvador.39
Que resuenen en tus oídos estas palabras del profeta Isaías.
«Que el poder del Espíritu que santificó a María, la madre de tu
Hijo, santifique el don de ti mismo sobre este altar» (Oración sobre las
ofrendas del cuarto domingo de adviento).
160
161
8. EXPERIENCIA DE DIOS

1. Vulnerabilidad de Dios
 
Cada época produce su expresión particular de la verdad cristiana.
Nuestra época produce diferentes manifestaciones. El movimiento
focolari, por ejemplo, parece ser, en parte, una reacción al carácter
impersonal de la sociedad urbana moderna, y es la expresión del
deseo de relaciones interpersonales, que vienen de otros sectores, por
decirlo en términos filosóficos. Me parece que la meditación
trascendental es una reacción a formas de oración exuberantes de
palabras, y corresponde a la necesidad de silencio y de integridad
interior. El movimiento carismático es, en parte, una reacción frente
al sistema de leyes de la iglesia, rígido y tal vez sobreestructurado y
excesivamente gravoso: corresponde a las aspiraciones que la gente
tiene de libertad y expresión de alegría en su vida espiritual.
En el siglo diecisiete el culto del Sagrado Corazón fue una
reacción contra el jansenismo, esta reducción de la posibilidad de
salvación que se suponía caracterizar al elegido. Fue como una
contrapartida calvinista en la iglesia católica. No es del todo
inapropiado hablar de esto a una comunidad benedictina, porque
como ya sabéis, en el siglo trece, se dice que Juan evangelista se
apareció a santa Gertrudis y le habló del significado de las
palpitaciones del corazón de Jesús que él percibió cuando reclinó su
cabeza sobre el pecho del Señor; el significado de esto se revelaría en
toda su plenitud cuando nuestro Señor se apareció a santa Margarita
162
María en Paray-le-Monial en junio de 1675, en una época en que el
mundo se había enfriado en su apreciación del amor de Dios. Muchos
pueden no sentirse atraídos hacia la devoción del Sagrado Corazón tal
como ha sido presentada al final del siglo diecinueve y al principio de
éste, pero la teología que existe detrás de la devoción es de capital
importancia. Haríamos bien en tomar como un estímulo para la
oración, las antífonas de vísperas y de laudes.
Querría hacer hincapié en dos puntos. Primero, el Sagrado Corazón
humaniza el amor divino, interpreta el amor divino en un lenguaje
humano; porque la Palabra hecha carne no habla solamente en una
comunicación verbal, sino también en términos de cualidades divinas
que están vivas en la experiencia humana.
Dirigiré vuestra atención a una cita del evangelio. Nuestro Señor ha
curado a la madre de la mujer de Pedro. El sol iba a su ocaso y
aquellos que tenían amigos afectados de enfermedades los llevaban a
él, y él «aplicaba las manos a cada uno» 40. Atención personal,
individual. Conocemos la actitud de nuestro Señor hacia un amplio
número de personas con las que tuvo contacto, haciendo caso omiso de
su situación, de su probidad moral y de si eran atractivas o no. Esta
atención personal nos revela de una manera sorprendente que lo que
sabemos es la verdad de Dios mismo. Para cada uno de nosotros
tendría que ser una fuente de consuelo y ayuda: Dios tiene esta
atención individual para conmigo, aparte de mis flaquezas, sin
consideración a mis defectos.
Segundo, la fiesta del Sagrado Corazón nos revela la vulnerabilidad
de Dios. Para los que son tomista es difícil usar la palabra
«vulnerabilidad» refiriéndose a Dios. ¿Cómo puede ser vulnerable un
Dios inmutable? Solamente en su Hijo hecho hombre podemos
vislumbrar algo de esto. Además, podemos aportar una lista de
situaciones en las que nuestro Señor manifestó su
vulnerabilidad: sureacción a la ingratitud de los nueve leprosos; su
llanto sobre Jerusalén; su pena a la muerte de Lázaro; su evidente
afecto por Marta y por María; y su reacción a la traición de Judas:
«¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?». Leed los evangelios una
y otra vez, y encontraréis la vulnerabilidad de nuestro Señor. Parece
que Dios se hizo hombre para sentir lo que el hombre siente, para
mostrar que él comprende. Y desde el momento que la humanidad de
163
Cristo es una parte de él y una parte de la vida de la trinidad, podemos
ver hasta qué punto puede ser vulnerable la trinidad misma.
Fue a santa Gertrudis, tal como se dice, a quien Juan habló del
Sagrado Corazón: podemos decir que Juan es el teólogo del Sagrado
Corazón. El Oficio del Sagrado Corazón pone de relieve la transfixión
del costado de Cristo y cómo fluyó agua y sangre. Este fue su
momento de gloria: su hora: el agua es un símbolo del Espíritu santo;
la sangre, la sagrada eucaristía. Los cristianos contemplando el costado
traspasado de Cristo han dado testimonio a lo largo de los siglos de
que éste fue el momento en que nació la iglesia. Los movimientos a
que me he referido antes: el movimiento focolari con su énfasis en el
amor, el amor de Dios y el amor entre las personas, y el movimiento
carismático con su insistencia en el Espíritu santo y en el bautismo del
Espíritu, tal vez no se acomoden a todos, pero son movimientos que
los hemos de tener en cuenta, aunque no sea sino por elhecho del
énfasis que ponen cuando dicen que es en el corazón humano de Cristo
donde encontramos el misterio del amor de Dios.
Es por esto por lo que nosotros guardamos la fiesta del Sagrado
Corazón. Necesitamos venir a los primeros principios de la vida
espiritual: el formidable amor que Dios tiene por cada uno de nosotros.
El sentido de esta fiesta no tendría que ser solamente una inspiración y
un consuelo para nosotros mismos, tendría que ser un modelo de
nuestras reacciones, de unos para con otros. El interés y la compasión
que tendríamos que tener para cada uno de los miembros de la
comunidad es sobremanera importante. No importa hasta qué punto
una comunidad pueda estar dividida, ni la diversidad que pueda existir
en sus prácticas e ideologías; nada de todo esto importa, aunque en
cierto nivel, pueda ser lamentable. Lo que interesa es que haya una
caridad real, un amor real, un interés real de los unos para con los
otros. Cada uno de la comunidad ha de ser objeto de mi interés: ha de
haber una generosidad real, una prontitud para ponerme a disposición
de los demás, para negarme a mí mismo por los demás. Me parece,
padres, que hemos de orar con urgencia para que el amor que Dios nos
manifiesta vaya pasando de uno a otro en esta comunidad, y a través
de nosotros, a todos aquellos con los que tenemos contacto. Una
comunidad cristiana tendría que ser una comunidad que ama. El
trabajo dentro de una comunidad presupone sacrificio: es fácil hacer
164
una selección de aquellos con los que estamos en contacto. Esto no es
correcto a nivel de vida cristiana: y ciertamente no es correcto a nivel
monástico. Es extenuante el estar dando constantemente, el estar
constantemente a disposición. Pero esta es la gracia que hemos de
pedir. Este es el camino del Señor, el camino de nuestro Padre que está
en el cielo. Y nosotros, con todas nuestras deficiencias, hemos de
esforzarnos por ser perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto.
3.6.75

2. Tres heridas: contrición, compasión)deseo ardiente de
Dios
 
Los pensamientos que querría exponeros, reverendos padres,
forman como un conjunto abigarrado a partir de lecturas que hemos
escuchado en estos últimos días: un pasaje de la madre Juliana de
Norwich, algunos extractos del rito de la ordenación, y una o dos que
hemos leído hoy. Me parece que sugieren algunas verdades
importantes.
Muy al principio en sus Revelaciones la madre Juliana dice: «Por
la gracia de Dios y la enseñanza de la santa iglesia se desarrolló en mí
un fuerte deseo de recibir tres heridas: es decir, la herida de la
verdadera contrición, la herida de la genuina compasión y la herida de
un deseo ardiente y sincero de Dios». Este pasaje me chocó cuando
estaba pensando en el sacerdocio y en el gran acontecimiento que tuvo
lugar el domingo, y las cualidades que tendría que tener el sacerdote.
Se me ocurrió que los tres deseos de la madre Juliana eran vitales.
Ninguno de nosotros, al acercarse al sacerdocio, o mirando hacia
atrás en nuestras vidas sacerdotales, puede verse privado de un
sentimiento de contrición, si pensamos en nuestro pecado y en nuestra
indignidad. Este sentimiento tendría que caracterizar nuestra
espiritualidad, y está muy lejos de ser un pensamiento deprimente.
Nunca nos tendríamos que permitir sentirnos abrumados por nuestra
indignidad, nuestra perversidad: debemos tener siempre presente el
pensamiento de que Dios es incapaz, si me es permitido expresarme
así, de ejercer su maravilloso poder de perdón si no hay nada que
perdonar, y que nuestro pecado es una reclamación a su poder de
165
perdonar que forma parte de su interés amoroso por nosotros. De esta
manera resulta ser un pensamiento que nos tendría que dejar un
sentimiento de satisfacción y de paz. Si no somos conscientes de
nuestra maldad, es o porque tenemos una noción equivocada del
pecado o, peor aún, una visión equivocada de nosotros mismos, o, en
el caso de un sacerdote, no valoramos suficiente-mente lo terrible que
es la vocación a la que hemos sido llamados. Pero Dios no desea que
nos sintamos deprimidos; si no fuera así, no nos hubiera llamado; no
hubiera instituido el sacerdocio.
Yo me pregunto por qué la madre Juliana hablaba de la herida del
ardiente y sincero deseo, la herida de la contrición, la herida de la
genuina compasión. ¿En qué sentido usaba la palabra «herida»? En
relación con la contrición, supongo que inevitablemente, el
conocimiento de sí mismo, la revelación de la propia maldad e
indignidad, es, en cierto sentido, una herida. Pero no es tanto la herida
de la cruz como la herida de Cristo resucitado. Esta es la manera de
considerar estas heridas; aquí es donde nosotros encontramos nuestra
esperanza, nuestra paz, nuestro consuelo. De aquí surge un punto
práctico: es una lástima, me parece, que en la vida de la iglesia, y
posiblemente en la vida de los monjes, la confesión ha perdido terreno,
o es menos importante. Creo que es muy difícil encontrar realmente
algo que substituya el postrarse ante un representante de Dios para
manifestar la propia indignidad y maldad. No lo hacemos para
conseguir paz; es una manera práctica y sensible de decir a Dios «lo
siento» (sorry).Pero aporta y tendría que aportar su propia paz.
La herida de compasión genuina. La capacidad de escuchar y de
escuchar con simpatía es compasión, y el ser capaz de sufrir con los
demás: estas cualidades las reconocemos en sacerdotes que tienen una
amplia influencia pastoral. La lectura de después de maitines (Col 2)
me llamó la atención: «Cuidado con que alguno os engañe con
filosofías falaces, vana ilusión tradicional en la humanidad, basado en
lo elemental del mundo y no en el Cristo» (Knox). No creo que
alguien tuviera algo que discutir con san Pablo sobre esto. Es
importante que en el ejercicio de nuestra compasión, en el ejercicio de
nuestro sacerdocio dando consejo, ayudando a otros, seamos capaces
de comunicar la enseñanza de Cristo, de ofrecer una palabra que
frecuentemente será paradójica, tal como pueden serlo las palabras de
166
Cristo. Ser capaz de comunicar la palabra de Cristo es ser capaz de
comunicar la simpatía de Cristo, la fuerza de Cristo.
«La palabra de Dios» —este pensamiento me chocó. Era una
observación de Lord Hailsham; me parece recordar que sonaba así: «el
alma de la oratoria es la sinceridad». De hecho, me parece que era «el
alma de la retórica es sinceridad»; pero es mejor decir «el alma de la
oratoria es sinceridad». En toda la cuestión de comunicar la palabra de
Dios, lo que importa es la sinceridad: no el pensamiento agudo, el
pulido giro de la frase. Lo que importa es una genuina sinceridad, que
puede venir a través del pensamiento más banal y de la sentencia más
chapucera. Con cuánta frecuencia es verdad que es al hombreal que
uno escucha, no las palabras que dice. Y estad seguros que la
sinceridad ha de ser la cualidad de una persona que está en contacto
con Cristo, nuestro Señor.
La herida de un ardiente y sincero deseo de Dios. No es necesario
desarrollar el tema. Lo habéis oído muy a menudo: aquella nostalgia
de la oración, aquella búsqueda inexorable de Dios que es fundamental
en nuestra vida monástica. Recordáis la narración de nuestro Señor en
la barca con sus discípulos. El se duerme y los discípulos le gritan:
«¡Auxilio, Señor, que nos hundimos! Y el reproche de nuestro Señor:
«¿Por qué sois cobardes? ¡Qué poca fe!» 41. Y supongo que éste es el
peligro de todo cristiano y, por lo tanto, el peligro de todo sacerdote: el
sentirse atemorizado por la poca fe que uno tiene. La fe da al sacerdote
su poder para actuar y su inspiración. Y sabemos por experiencia que
la fe no es algo que nosotros podamos producir: es algo que recibimos,
que se nos da. Es algo para lo que nos hemos de preparar y por lo que
hemos de orar. Me parece que pocas aspiraciones pueden ser mejores
para un sacerdote que la plegaria de la madre Juliana: la contrición,
que nos aporta la actitud propia de humildad hacia Dios; compasión
genuina, que hace que nuestras relaciones con los demás en nuestro
ministerio y trabajo pastoral sean correctas; y nuestro deseo ardiente
de Dios, que es su coronación así como también su inspiración.
2.7.74
 

3. Daños interiores
 
167
Hemos discutido recientemente sobre el nuevo rito de la penitencia
y sobre el pecado. Hemos de correr un largo camino, no sólo para
comprender estas cosas sino también para poder comunicarlas a
aquellos de los que somos responsables. Además, nuestra discusión me
ha llevado a pensar mucho sobre el ministerio de sanación. Por más
que yo no sea un experto en la materia y tenga una tendencia innata a
mirar estas cosas con circunspección, pienso, sin embargo, que aquí
hay algo que debemos considerar; más aún, nos lleva a
consideraciones que pueden ser de ayuda para nuestra vida con Cristo.
Sospecho que estamos condicionados a pensar que los milagros de
nuestro Señor, tal como se nos ofrecen en los evangelios, son
«pruebas» de su divinidad o acontecimientos que han de ser
desmitologuizados, según el presupuesto de Bultmann de que no
existen milagros, o «narraciones piadosas» introducidas por los
primeros cristianos para beneficio de las comunidades griegas y judías
a las que se dirigían. Sin embargo, en el trasfondo de nuestras mentes
se esconde el pensamiento de que Cristo tiene poder de verdad y que
este poder puede actuar yactuará a través de los sacramentos y acaso
como respuesta a la oración. Pero no estamos del todo convencidos.
Releamos el primer capítulo del evangelio de Marcos: «Jesús se
fue a Galilea a pregonar de parte de Dios la buena noticia. Decía: Se
ha cumplido el plazo, ya llega el reinado de Dios. Enmendaos y creed
la buena noticia». Sigue la llamada de algunos de sus discípulos y la
enseñanza en la sinagoga. Y, después de esto, se nos habla de una
serie de curaciones: un hombre poseído por un espíritu impuro; la
madre de la mujer de Simón Pedro; después, toda una multitud de
personas; y en el versículo cuarenta, la historia del leproso: «Si
quieres, puedes limpiarme».
El reino es proclamado, el programa es claro: arrepentimiento y
aceptación de la buena noticia. Pero también hay curación. ¿Qué es
lo que Jesús desea curar y por qué? Consideremos la primera
cuestión: Hay diferentes clases de enfermedades y sufrimientos, y sus
causas no son menos variadas. Toda clase de sufrimiento puede ser
soportado con provecho; aceptado como una cruz, puede tener valor
redentivo. Sin embargo, hay «enfermedades» que no son de
provecho y que hasta pueden ser verdaderamente peligrosas. Me
refiero a aquellas interiores que nos corroen, paralizándonos y
168
haciéndonos menos eficaces para la obra de Dios: contrariedad,
ambición, resentimiento, frustración, heridas infligidas por otras
personas, el sufrimiento que viene del sentimiento de no sentirse
apreciado, de no caer en gracia, rechazado; también la crítica de mala
fe. Estas cosas pueden dejar heridas que van emponzoñándose.
Necesitan ser curadas. ¿Por qué? Porque esclavizan y entristecen,
mientras que la misión de Cristo fue traer la libertad y la alegría. Si
estamos paralizados por «daños interiores», nos introvertimos y nos
hacemos incapaces de ayudar a los otros, de soportar cargas; o no
somos libres de estar totalmente a disposición de Cristo. Sí, estas
heridas interiores deben ser curadas.
¿Por qué seguimos trabajando bajo tensiones sin provecho, a pesar
de los sacramentos y las oraciones en las que hemos pedido la ayuda
de Dios? Cristo no puede sanar allí donde no hay fe alguna o donde
alguien está privado de la convicción de que él tiene el poder de curar
y desea hacerlo. Confesiones mecánicas o una recepción rutinaria de
la eucaristía pueden causar poco impacto, poco efecto. «Quiero,
queda limpio». Hemos de creer en el poder de Cristo para curar y en
su voluntad de hacerlo. «¡Señor, fe tengo, ayúdame tú en lo que me
falte!»42. «¿Qué es más fácil, perdonar o decir: carga con tu camilla y
echa a andar?»43. Cristo, curándolo, probó al paralítico que había sido
perdonado. Perdón y curación van juntos.
El evangelio no es solamente un programa para la acción, es
también una proclamación del poder que está a nuestra disposición.
Además, el perdonar y el sanar tendrían que caracterizar nuestro trato
mutuo. La manera que tenía Cristo de actuar ha de ser el modelo de la
nuestra. Como pastores hemos de aprender la manera de usar este
poder de curación, o la manera de ser instrumentos que le hagan
posible ejercer este poder sobre nosotros. De la misma manera que
tiendo a creer que la mayoría de las personas son enfermos más que
pecadores, pienso también que el factor más corrosivo en una
comunidad o familia son las heridas que nos infligimos los unos a los
otros inconscientemente. Estas necesitan perdón y curación: el perdón
y la curación de Cristo, y también el nuestro. En ambos casos el
perdón y la curación son una expresión del amor de Dios que actúa en
nosotros y entre nosotros.

169
¿Cómo podría uno compendiar todo esto? Cristo no vino sólo a
proclamar un mensaje, sino también a usar un poder de curación.
Desea curar porque nosotros tenemos heridas que paralizan el amor
genuino: heridas que nos hacen sordos a su palabra, ciegos a lo que él
desea que nosotros veamos. Su curación nos trae alegría y libertad
para poder llevar nuestras cargas y servir con más fidelidad.
En la lectura espiritual podemos escoger episodios que nos dicen
cómo curaba nuestro Señor, y podemos ir considerándolos
atentamente. Nos proveen de interminable alimento para nuestro
pensamiento. Rezad en privado los salmos 29 y 30 44 (el 30 encaja
mejor antes del 29). Y si vuestra propia situación no se siente
perturbada y conserva la serenidad, entonces pensad en vuestra
familia, la comunidad, o en vuestros amigos, de los que podéis ser
portavoces. Estos pensamientos pueden ayudar en la administración
de los sacramentos, especialmente el sacramento de la penitencia y el
de los enfermos. Empezamos a ver un nuevo sentido en ellos. Entre
nosotros, siendo como somos una comunidad monástica que se
esfuerza por vivir en evangelio, la compasión y el interés tendrían que
traducirse en actos. En la raíz de los problemas de la mayoría de las
personas, se encuentra la «inseguridad», y junto con ésta va el temor.
La inseguridad necesita ser curada con compasión e interés, de tal
manera que el amor la eche fuera. Seguro en Cristo, un cristiano
puede ser eficaz.
11.11.75
 

4. Curación interior
 
El poder curativo de Cristo se tendría que ejercer sobre aquellos
problemas que son corrosivos de la paz interior y de la alegría;
heridas que necesitan ser curadas. Reflexionemos sobre esto en el
contexto de una vida en común: una comunidad buena y alegre
depende del reconocimiento de una necesidad básica en cada
individuo, es decir, que una persona tendría que saber que es estimada
no por lo que pueda hacer, sino simplemente porque es tal como es.
La verificación de que uno es estimado, respetado, deseado,
apreciado, es el fundamento sobre el que se edifica una auténtica vida
170
espiritual. Esta vida espiritual empieza con una comprensión de
aquello que yo entiendo por Dios. En la vida de comunidad actúa el
mismo principio: sé que soy respetado, deseado y apreciado por los
demás y yo me esfuerzo por respetarlos, desearlos y apreciarlos. El
vivir de acuerdo con este ideal presupone una transformación dentro
de nosotros mismos, un poner aparte nuestro viejo «yo»: el yo que
puede traer preocupada nuestra mente entera. Es mejor decir «sí» a
los demás que «no» a uno mismo: a pesar de todo, lo primero exige a
menudo lo segundo.
Así pues, una curación interior de heridas infligidas, que incluye
un perdón mutuo real y una comprensión sin límites, conduce a un
respeto real, a un deseo y a un aprecio de los demás. Este es el secreto
de la vida en comunidad, porque va de acuerdo con el pensamiento de
Cristo y nos hace vivir de acuerdo con la oración que él nos enseñó:
«perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores».
No puede haber amor alguno entre los hermanos a no ser que haya
compañerismo, un estar juntos, un hacer las cosas juntos. La
naturaleza de nuestro trabajo y de nuestro estilo de vida tiende a
hacernos individualistas: actividades individuales, a veces en
competición con otro, pueden tener este efecto. No es que se hayan de
condenar las actividades individuales: la necesidad de expresarnos a
nosotros mismos en nuestro trabajo, el deseo de tener algo para
enseñar, un estilo de vida que reconoce talentos diferentes,
temperamentos y gustos, esto es deseable. Pero ha de haber ocasiones
que permitan fomentar el amor fraterno. El compañerismo, siendo
como es la causa del amor, es también su sirviente.
Orar juntos es importante. En una ocasión previa, di la bienvenida,
y lo vuelvo a hacer ahora, a grupos que se reúnen para orar, que se
juntan a causa de una afinidad, ya sea de las personas, ya sea de los
puntos de vista. Esto es bueno. Pero, ¿qué decir de la oración en la
que nos juntamos todos? ¿Cómo actúa aquí fraternalmente el amor?
¿Cómo es posible que para unos sea un esfuerzo y para otros una
delicia? ¿Por qué buscan algunos oportunidades para ausentarse, y se
sienten aliviados cuando no pueden asistir? Esto da pena, sobre todo
si se considera como soluciones que gustan a unos y entristecen a
otros.
171
Necesariamente la oración de la comunidad será inadecuada: la
oración en grupos tiende a ser un medio mejor de expresarse uno
mismo, mientras que la oración del coro aparece frecuentemente
como una supresión de uno mismo. Sin embargo yo no acepto esta
antítesis aparente. Baste decir que una total dedicación a lo que
sucede en el coro es la manera de descubrir su valor. La irritación y el
disgusto lo hacen pesado. ¿Solución? Un sentido de compañerismo
cuando estamos juntos. Un deseo intenso de agradar a Dios que
informe nuestro deseo de no disgustarnos los unos a los otros, una
actitud tolerante y de perdón; sensibilidad a las dificultades de los
demás: estas cosas son básicas. Desde luego que hay diferencias en
las capacidades de cada uno. Pero aparte de los esfuerzos de
adaptación que cada uno tenga que hacer, lo que importa es la
«actitud»: ésta es la obra de Dios. Si por las obligaciones conflictivas
durante el curso, no se le puede dar siempre a esto una prioridad, sí
que se le puede dar durante las vacaciones. En el coro, pues, así como
en todos los aspectos de la vida monástica, tendrían que prevalecer las
cualidades de mutuo respeto, mutuo deseo y mutuo aprecio.
25.11.75
 

5. De todo corazón45
 
Hemos tenido que sopesar vuestras virtudes y vuestras debilidades,
en cuanto son de importancia para una vocación monástica. Me
gustaría decir una palabra sobre la debilidad de que todos
participamos. Cuando entramos en una comunidad monástica, somos
seres imperfectos y como tales permanecemos a lo largo de toda
nuestra vida. Una comunidad así ha de manifestar un amplio grado de
tolerancia y comprensión. Somos una asamblea a la que la gente viene
a buscar a Dios y nosotros sabemos que distamos mucho de ser
perfectos. Cuando nosotros aceptamos a un hombre, estamos
preparados a mostrar, y lo debemos mostrar de verdad como
cristianos, comprensión y tolerancia, cosa que esperamos encontrar
también en él. Creo que éste es un aspecto, solamente uno, de nuestro
voto de estabilidad. Nosotros somos una familia, y vosotros vais a
uniros a ella por vuestra profesión; pero es una familia imperfecta, y
172
nosotros solamente podemos vivir alegres y contentos si encontramos
tolerancia y comprensión. Me parece que los monjes se olvidan a
veces de su deber de ser amables, joviales, de asegurarse de que los
demás estén alegres y contentos. Cada uno de nosotros carga con la
responsabilidad de la alegría de cada miembro de la comunidad. Y
después de todo, esto lo hacemos solamente para reflejar las
características de Dios: no hay nada más consolador, más pacificante,
que la comprensión divina, que la tolerancia divina, que el perdón
divino; y aún más, la voluntad de Dios es que estemos contentos,
alegres, que seamos joviales: esto es lo que Dios desea. Es verdad que
habrá cargas pesadas, dificultades: sería sorprendente que en el
claustro no fuese así.
Según una frase que ya he usado, nosotros somos «criaturas
heridas», todos nosotros. Pero también he dicho que no tenemos
ningún derecho a estar satisfechos. Tenemos el deber de vencer
nuestras faltas, de hacernos más dignos de estimación a la vista de
Dios y de los hombres: éste es un aspecto de nuestro voto de
«conversión de costumbres». Hemos de cambiar, y el esfuerzo nos
puede costar algo; debemos tener la valentía necesaria y un firme
propósito. Tendríamos que desear que se nos señalasen nuestras faltas.
Y os urjo también a ponderar, cuando hagáis vuestra profesión, el don
de vosotros mismos que hacéis de todo corazón a Dios en esta
comunidad; vuestro seguir a Cristo de todo corazón. Esto presupone
una generosidad como la que manifestaríamos en una vida de familia,
si ésta fuera vuestra vocación, y a toda costa se ha de manifestar
también dentro del monasterio. Los monjes deben ser generosos, y el
test de la generosidad de un monje será su gusto por ser obediente. Es
verdad que éste es solamente un aspecto de la obediencia monástica,
pero es un test de generosidad, de gran corazón, el dejar de buscarse a
sí mismo, el deseo de buscar y hacer la voluntad de Dios. La mayoría
de nuestros problemas vienen de una falta de humildad: la cualidad
más difícil de adquirir, la más amable de poseer. Os pido por favor que
no os toméis demasiado en serio. Reíros de vosotros. Y permitid que
los demás se rían con vosotros de vosotros. Esto pertenece también a
la vida de familia.
23.1.76
 
173
6. Entusiasmo
 
Os decía no hace poco, que mi vida estaba pasando por una etapa
difícil. Me preguntaba a mí mismo si me estaba volviendo demasiado
mundano, si vivía de una manera demasiado mundana, si me lo
tomaba con demasiada tranquilidad, y si, como consecuencia de todo
esto, mi vida de oración había perdido «mordiente». Tal vez os
acordaréis que decía que es difícil definir lo que uno entiende por
«mundano»; que, de hecho, es un instinto monástico que nos dice,
según parece, qué es lo que conviene y lo que no conviene a un monje.
Traíamos a la memoria que la gente nos mira y espera ver en nosotros
algo diferente que les hable de Dios. Recordábamos el principio que
debe regir nuestras relaciones con los demás: que no buscamos
identificarnos con los demás, sino que buscamos más bien llegar a ser
la clase de persona con la que los demás desean identificarse. Y
hablábamos de tomárnoslo a la ligera, y de cómo si en una comunidad
cada uno se lo toma a la ligera, entonces la comunidad se vuelve floja.
Un ejemplo nos lo puede dar el hecho de no ser puntual al Oficio. El
primer Oficio del día, a parte de la dificultad del sueño o de la
somnolencia, es el que nos ofrece menos excusas para llegar tarde. La
referencia de san Benito al primer salmo que se ha de recitar despacio
para dar tiempo a los que llegan con retraso, es una concesión a la
debilidad. Todos tendríamos que estar en el coro antes de que el
superior dé la señal para empezar. Otro ejemplo es nuestra actitud
respecto al silencio. Podéis recordar que yo, entonces, seguí hablando
sobre el ejemplo y el mutuo estímulo que nos podemos dar, y de la
importancia del entusiasmo. Sobre esto último es sobre lo que deseo
hablar.
Lo opuesto a entusiasmo es apatía, humor agrio, aridez, fastidio. Y
cada uno de estos estados puede tener una explicación natural: lo que
significa el término fastidio es suficientemente claro. La aridez puede
ser un estadio de purificación de la fe, o, tal como lo diríamos hoy día,
un aspecto de la maduración de la fe. Sin embargo tendría que haber
en nuestra vida monástica una alegría y un entusiasmo. ¿De dónde han
de venir? ¿De las discusiones de la comunidad, de las comisiones, de
las directivas de los superiores, de una manera de pensar en que todos
estemos de acuerdo? Querría mirar esto a la luz de dos verdades de las
174
que nuestro pensamiento se ocupa en esta época del año: el Espíritu
santo y la eucaristía.
En primer lugar, el Espíritu santo. «Nadie ha visto al Padre». El
Hijo ha ascendido al cielo y ya no podemos disfrutar más de su
presencia a través de los sentidos; pero el Espíritu ha sido enviado y
durante todo este tiempo ha actuado en nuestras vidas, aunque
nosotros no hayamos reconocido o realizado siempre su presencia.
Posiblemente, nosotros no reconocemos su presencia de una manera
suficiente y por esta razón limitamos la obra que él puede hacer en
nosotros y por medio de nosotros: este mismo Espíritu que enseña,
inspira, fortalece, da libertad y es él sólo el que nos hace capaces de
decir con todo su sentido. «Abba, Padre». Yo creo que nos hacemos
presentes al Espíritu, que es lo mismo que decir que nos hacemos
presentes a Dios, sobre todo, por el reconocimiento de nuestra
pobreza: esta pobreza que comprende nuestra debilidad, nuestra
incapacidad de responder a Dios con fervor y entusiasmo, porque nos
permitimos depender demasiado de nuestros propios esfuerzos. Hay
momentos en que llegamos a una realización de la presencia de este
Espíritu en las profundidades de nuestro ser. Me gusta explicarlo así :
en el punto en que nuestra conciencia de sí mismo alcanza la nada o
toca la oscuridad que hay detrás: este es el punto del encuentro con
Dios. Es un darse cuenta, como se ha dicho muy bien, del
«fundamento de nuestro ser». Cuando reflexiono sobre el sí mismo
que soy yo, se llega a un punto en el que uno toca a una nada que hay
más allá. Esta es la pobreza radical en la que encontramos y recibimos
la riqueza que es Dios. Esta pobreza, experimentada en nuestra nada
ante Dios, nos hace aptos para recibir la acción de Dios sobre nosotros,
que es la acción del Espíritu.
El papa León XIII, en la Mystici Corporis, decía: «Cristo es la
cabeza de la iglesia, y el Espíritu santo es su alma». Considero que
esto es una gran esperanza y me alegra ver que el Vaticano II ha dicho
lo mismo: «El Espíritu es uno y el mismo en la cabeza y en los
miembros. Es el que da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo».
Y laLumen Gentium continúa: «Como consecuencia, los Padres han
considerado posible comparar su obra —la del Espíritu— a la función
que en el compuesto humano es llevada a término por el principio vital
o alma».
175
En otro contexto y en otra ocasión traíamos a la memoria que la
cabeza de una comunidad monástica es Cristo; en consecuencia ha de
ser el Espíritu el que anime a la comunidad, la haga dinámica y vital.
Por encima de todo es en él donde debemos encontrar el principio de
unidad en la comunidad: en él hemos de encontrar aquello de que
nosotros carecemos, especialmente la capacidad de responder con
entusiasmo y fervor al mensaje de Cristo que es el evangelio. Acaso
rezamos demasiado poco al Espíritu, y reconocemos demasiado poco
la parte que tendría que tener en nuestra vida interior y el papel que de
derecho le toca en nuestra comunidad. Para los de afuera, reverendos
padres, la apatía, el humor agrio, la aridez, el fastidio, parecen ser a
veces nuestra respuesta a la misa conventual. Es verdad que no es el
mejor momento del día para ser dinámicos y vitales, pero quizás
tendríamos que tener otro punto de vista respecto a la manera de hacer
las cosas. Hemos de descubrir el alma de la misa que da vida y nos
lleva con ella a la vida. Es el Espíritu el que hará esto: el Espíritu de
Cristo, el Espíritu santo.
A menudo, cuando discutimos sobre la eucaristía, la misa
conventual, hablamos muchísimo sobre cosas que le son vitales, así
como de otras cosas sobre las que tendríamos que reflexionar y tal vez
tomar decisiones. Pero todo es en vano si, cuando estamos al rededor
del altar, no nos dejamos mover por el Espíritu. Si es solamente
gracias a él como podemos clamar: «Abba, Padre», a fortiori, me
parece, que solamente por él podremos entrar en éste, el más sublime
de los misterios.
Esto no nos proporciona un programa de revitalización de nuestra
misa conventual, pero tal vez nos de una oportunidad para reflexionar
sobre la parte que desempeñamos cada uno de nosotros, y de orar
colectivamente para ser guiados por el Espíritu santo. Si alguno de
nosotros tiene la impresión, y he de admitir que yo también la tengo a
veces, de que nuestro gran acto del día, la misa conventual, es pobre, y
si es difícil resolver el problema de esta pobreza a causa de la
diversidad de opiniones, al menos podemos estar de acuerdo en que
somos pobres, y tal vez encontremos la respuesta en nuestra apertura
al Espíritu y en la realización de nuestra dependencia de él. No
apruebo necesariamente todos los aspectos de la renovación
carismática, pero abrazo ciertamente la teología sobre la que se basa, y
176
nuestra comunidad irá a la zaga, y no encontrará de verdad las
exigencias de una verdadera renovación, a no ser que responda a lo
que parece ser la moda del día, que es, en nuestra pobreza, invocar al
Espíritu santo.
19.6.73
 

7. Conciencia del amor de Dios


 
Tenemos derecho a ser felices: en primer lugar como cristianos,
porque el cristianismo ha de satisfacer nuestras más profundas
aspiraciones humanas. Y los humanos buscan felicidad; prácticamente
toda su actividad se puede reducir a esto. Sin embargo, sabemos por
experiencia que frecuentemente nos engañamos en nuestra felicidad.
La actividad humana, los objetos, las personas, no nos pueden dar la
felicidad completa y sin fin por la que anhela nuestra naturaleza. Nos
tenemos que contentar con una sucesión de cosas o acontecimientos
que nos hacen felices, en cuanto es posible en este mundo. Si
pudiésemos agarrar este momento, hacer parar el flujo del tiempo,
entonces la vida quedaría vacía de todo aquello que le puede acarrear
dificultad. Y esto es de verdad lo que será la felicidad eterna, sin fin,
satisfaciendo todas nuestras aspiraciones. Forma parte de una
verdadera actitud cristiana mirar adelante para disfrutar de esta
felicidad. La imperfección de nuestra felicidad en el momento
presente, a no ser que las aspiraciones humanas hayan de permanecer
frustradas eternamente, apunta a una felicidad que está más allá de este
mundo. Solamente en Dios encontraremos esta felicidad.
Pero sería una equivocación sacar la conclusión de que la felicidad
es algo que no nos puede pertenecer ahora. Sería no-cristiano abrigar
suspicacias o tener miedo de cosas que nos dan satisfacción. Hemos de
aprender a ver en ellas el don de Dios. Se han propuesto puntos de
vista erróneos que han conducido a la gente a ser irrazonablemente
suspicaces de las buenas cosas de la vida. Y todos nosotros, en mayor
o menor grado, tal vez hayamos heredado inconscientemente de
nuestros antepasados una cetrina visión de la vida. Y esto no es
cristiano.

177
Ciertamente, deberíamos considerar como aplicables a nosotros
mismos las palabras de san Benito en el prólogo: «A medida que
progresemos en la vida monástica y en la fe, nuestros corazones se
dilatarán, y correremos con inefable dulzura de caridad por el camino
de los mandamientos». Yo solía pensar que esto era algo que uno
podía esperar conseguir en el ocaso de la vida. Ahora, de ningún modo
lo pienso así. Aquel «nuestros corazones se dilatarán, y correremos
con inefable dulzura de caridad...» es algo que tendría que empezar
muy pronto. Es una sentencia sorprendente escrita en un capítulo que,
por otra parte, no nos compromete. Sería equivocado decir que ha
perdido su carácter, pero no deja de sorprender; nos tendría que llevar
a pararnos y a preguntarnos a nosotros mismos si esto es lo que, de
hecho, sucede... porque tendría que suceder. Como monjes, aparte de
nuestra condición de cristianos, tenemos derecho a esperar felicidad
aquí y ahora.
Me gustaría hablar de esto como de algo que se da a dos niveles.
Existe una alegría permanente, arraigada en lo profundo, de la que no
siempre somos conscientes cuando estamos ocupados en nuestras
tareas cotidianas. Esta satisfacción básica viene de una conciencia de
Dios cada vez más despierta: un darse cuenta de que las cosas que nos
suceden son de verdad insignificantes cuando se las compara con la
grandeza de la tarea que es buscar a Dios. Nuestra búsqueda de Dios
—otra manera de decir «aprender a amar», que en sí es una
consecuencia de nuestra comprensión de lo que para nosotros significa
el amor de Dios— nos da una satisfacción de la que admito que
frecuentemente no podemos darnos cuenta; otorga una serenidad y una
seguridad que deben crecer constantemente en nuestra vida monástica.
En el otro nivel existen las cosas, los acontecimientos, las personas
que forman la trama de nuestras vidas. Y muchísimas, ciertamente
todas, contribuyen a este sentido de satisfacción, de bienestar: las
satisfacciones ordinarias de la vida como escuchar música, un vaso de
vino, y demás. «Las satisfacciones —como lo expresa de una manera
magnífica C. S. Lewis— son las flechas de la gloria de Dios, cuando
ésta percute nuestra sensibilidad». Y también, las cosas que hacemos
que valen la pena: nuestro trabajo en el colegio, nuestro trabajo en las
parroquias vecinas y más distantes en el campo: todo esto causa
satisfacción, y con razón.
178
Pero por encima de todo está, tal vez, la vida de comunidad. El arte
de la vida de comunidad es con toda seguridad comunicar alegría a los
demás, de manera que todos puedan participar de esta alegría. La
esencia de la vida de comunidad es desear que los demás sean felices,
hacerlos felices, participar de su felicidad; evitar cualquier cosa que
pudiera herir a otro, perjudicar una relación, ensombrecer la alegría
mutua. Demos gracias a Dios constantemente por la alegría que
encontramos siendo miembros de esta comunidad.
Leed las palabras de san Pablo en su Carta a los filipenses: «Como
cristianos, estad siempre alegres, os lo repito, estad alegres. Que todo
el mundo note lo comprensivos que sois. El Señor está cerca, no os
agobiéis por nada; en lo que sea, presentad ante Dios vuestras
peticiones con esa oración y esa súplica que incluyen acción de
gracias; así la paz de Dios, que supera todo razonar, custodiará
vuestra mente y vuestros pensamientos mediante Jesús, el Cristo» 46.
20.10.65
 

8. Alegría
 
¿En qué consiste la alegría? Consiste en desear cosas y que estos
deseos sean satisfechos. Y qué es decir esto sino decir que la alegría
consiste en amar y ser amado. La alegría completa, aquella para la
cual fuimos hechos y la única que puede satisfacer, consiste, por lo
tanto, en amar a Dios y ser amado por Dios. El mayor problema de
los cristianos y de otros, a menudo me parece que es, no que ellos no
amen a Dios, o no deseen amar a Dios, o que aún intentando amar a
Dios, se den cuenta de que no tienen éxito. El problema consiste más
bien en el hecho de que nosotros no permitimos a Dios que nos ame.
De una manera u otra no afrontamos las exigencias que pesan
sobre nosotros como resultado de haber verificado la extensión y la
inmensidad del amor de Dios para con nosotros. Además, muchos de
nosotros hemos recibido una formación equivocada en las cosas de
Dios, el énfasis excesivo del aspecto punitivo, de una visión
disciplinaria de Dios, con un olvido práctico de su amor. La fuerza
que motivaba nuestra vida espiritual, un tiempo atrás, era el temor
más que el amor. Además, cometemos el fallo de no dejarnos amar;
179
por ignorancia, no hemos pensado suficientemente en el amor de
Dios. Y sin embargo, la llave que nos abre la vida espiritual, su
auténtico principio, es la realización del amor de Dios para con
nosotros. El amor llama al amor. Abyssus abyssum i n v o c a t 4 7 .
Es un hecho de experiencia común el que a nosotros no nos gusten
las personas a las que nosotros no les gustamos. Y lo contrario es
también verdad: nos gustan aquellos a los que les gustamos. ¿Habéis
hecho la experiencia de que alguien, como por instinto, no os ha
gustado hasta el día en que habéis descubierto que erais agradables a él
o a ella? Entonces vuestra actitud empieza a cambiar. Hay también
personas a las que tal vez vosotros menospreciáis, y un buen día
descubrís que os admiran; entonces empezáis a descubrir en ellos
cosas que vosotros admiráis. Así, cuando el amor de Dios se hace una
realidad en nuestras mentes, entonces empieza a contar en nuestras
vidas. Entonces viene nuestra respuesta. Está explícito en el evangelio
de Juan: «Por esto existe el amor: no porque amáramos nosotros a
Dios, sino porque él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para que
expiase nuestros pecados»48.
Reflexionemos sobre la naturaleza del amor de Dios. Son verdades
simples, elementales; pero por su simplicidad nos invitan a una
reflexión constante. Recordemos que el amor es una realidad primaria;
que antes de ser un hecho humano, el amor existe en Dios.
Recordemos que nosotros amamos a las personas, porque hay
personas, pero con Dios pasa totalmente al revés, porque Dios ama a
las personas, hay personas. Esta es una verdad importante porque da a
entender que en todo lo que ha sido creado hay algo que es amable. Da
a entender que en toda persona hay algo digno de ser amado; si no
fuera así, esta persona no hubiera sido creada. Nuestra tarea es
descubrir todo lo que en los demás es digno de ser amado.
Recordemos además que el amor divino es el prototipo de amor
humano; y de esta manera, tendríamos que tener para con los demás la
misma actitud que Dios tiene para cada uno de nosotros. Hemos de
amar a los demás porque Dios los ama y los encuentra dignos de ser
amados. Es bueno retener en la mente «si Dios no me hubiera amado,
yo no estaría aquí». Y el punto de partida de mi respuesta es reconocer
su amor. No podemos estimularnos a nosotros mismos a amar a Dios
como si se tratara de una especie de ejercicio moral. Hemos de
180
permitir dejarnos agarrar por el pensamiento de su amor para con
nosotros; entonces, inevitablemente, desearemos responder. Espero
que esta reflexión sobre el amor no sea demasiado poco clásica. Nunca
me han impresionado las distinciones que hacen sobre el amor los
filósofos clásicos. Me pregunto ¿puede existir un amor
amic i t i a e   sinun amor c o n c u p i s c e n t i a e  cuando hablamos
de seres humanos? Se me puede corregir.
Amar es esencialmente un desbordarse, un dar, una comunicación.
En ninguna parte se realiza esto con más plenitud que en Dios. Por lo
tanto el amor es el principio de toda la vida espiritual, el principio de
toda la economía de la gracia.
Consideremos el amor divino tal como lo vemos en nuestro Señor.
«La Palabra se hizo hombre» traduce realidades divinas en términos
humanos. En las reacciones de nuestro Señor y en sus actividades
vemos, de manera humana, la actitud y la reacción divinas; no
hubiéramos podido entender estas verdades en términos que no fueran
inteligibles para el hombre, y éstos se nos ofrecen en el Hijo de Dios
hecho hombre. Estudiemos la actitud de nuestro Señor hacia las
personas. Veamos la fuerza del divino amor.
Cuando os sintáis deprimidos, cuando la vida parezca que no vale
la pena ser vivida, cuando todo se os vaya abajo, leed en el capítulo
quince de san Lucas las historias del hijo pródigo y de la oveja
perdida. Observar la reacción divina: el estimulante que nos proveerá
de la respuesta correcta.
Así pues, nuestra felicidad ha de consistir en amar a Dios y en ser
amado por él. Si fallamos en corresponder, es porque a veces nos dan
miedo las exigencias que él pueda pedirnos. Pero es la ley de nuestro
ser el desear ser felices y, además, la verdadera ley de nuestro ser es
que deseemos amar a Dios. El amor de Dios está ahí para nosotros.
Cuando nuestro Señor hizo suyas las palabras de Dios Padre, diciendo
que el primer mandamiento es «amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, y el segundo es semejantes a éste, amarás a tu prójimo como
a ti mismo», nos decía lo que, de hecho, es la verdadera ley de nuestro
ser: la única cosa que puede dar un sentido a la vida y, por lo tanto, la
única cosa que en último término nos puede aportar la felicidad.
27.10.65
 
181
9. Paz interior
 
Todos nosotros tenemos la sensación, unos de una manera más
intensa que otros, que sería una buena cosa el poder encontrar
soluciones para muchos problemas importantes de nuestra comunidad.
Tomemos por ejemplo nuestro trabajo por la iglesia: las contribuciones
que aportamos en el colegio, en las parroquias, como capellanes de
universitarios, y la posibilidad de ampliar este trabajo. Esto presupone
que tenemos una noción verdadera de lo que es la iglesia; que somos
sensibles a las necesidades del mundo moderno; que comprendemos a
las personas a las que servimos, ya sea los muchachos en el colegio o
las comunidades en las parroquias, y que tenemos una idea positiva de
lo que es o lo que debería de ser nuestra contribución como monjes.
Monjes ingleses, monjes de esta comunidad. Hay también problemas
locales a nivel de observancia monástica, de la liturgia y diferentes
prácticas que nos conciernen.
En el momento presente pueden existir opiniones muy divergentes.
De cualquier cosa se puede hacer rápidamente un acontecimiento y
excitarse las emociones, hasta se pueden desencadenar contiendas.
Esto es lo que ocurre en la totalidad de la iglesia: sería sorprendente
que a nosotros no nos afectase. Me parece, de hecho estoy cierto, que,
globalmente, no lo hacemos tan mal: la comunidad tiene la fuerza
suficiente para poder afrontar diferencias de opinión con una cierta
ecuanimidad, buen sentido y buen humor. Aunque podríamos en todos
los niveles consultarnos más las cosas, y éste es mi deseo. Hacemos
cosas para las que no hemos descubierto todavía el mecanismo o el
método correcto: encuentro que para uno esto es sumamente
frustrante. En gran parte el problema está, si consideramos todo el
convento, en la enorme dispersión geográfica de la comunidad, con la
consecuencia inevitable de que muchas cosas se tendrían que discutir
en presencia de todo el convento. Por ejemplo, es difícil discutir el
trabajo en las parroquias si los padres interesados no se hallan
presentes. Igualmente es difícil para aquellos que tal vez tienen ideas
sobre el colegio discutirlas con aquellos de nosotros que no estamos en
el colegio. Es importante recordar que cualquier parte del convento es
de interés para toda la comunidad.

182
Además, el problema del diálogo. Falta de tiempo y energía militan
contra la consulta. Es verdaderamente difícil aplicar nuestras mentes a
las cosas, cuando la naturaleza de nuestro trabajo es mentalmente
preocupante y lleva mucho tiempo. Y además, la dificultad de los
planteamientos hace difícil hablar de ellos con la extensión suficiente,
y desconecta muchos problemas relacionados entre sí. No obstante
hemos de encontrar medios de consulta, porque todo esto es parte del
ejercicio de la colegialidad, de la corresponsabilidad, de la
participación y del compromiso, tan arraigados en la tradición
benedictina y en el espíritu de la Regla.
Me parece que estamos inclinados a no apreciar debidamente lo
considerable que ha sido la revolución bajo la que hemos vivido
durante los últimos cinco o seis años: una revolución cultural, social,
política y litúrgica al mismo tiempo, y que todavía continúa. Nos es
necesario recordar que un buen número de entre nosotros hemos de
absorber una gran parte de lo nuevo en nuestra manera de pensar, de
reaccionar y de vivir. El proceso de adaptación va a ser lento:
necesitamos tiempo para ver las implicaciones de lo que ha estado
ocurriendo, y esto, antes de llegar a una decisión y pasar a la acción. Y
ahora veo más claramente, aunque instintivamente lo sentía así ya
antes, que sería una equivocación precipitarse en tomar decisiones
antes de habernos tomado el tiempo necesario, cada uno a su manera,
para ver las implicaciones. Son tantas las cuestiones propuestas, las
opiniones a discutir; son tantas las nuevas formas de abordar los temas
que han sido descubiertas.
Lo que realmente importa en tiempos como estos es que cada uno
de nosotros pueda encontrar una paz y una libertad interior. En los
viejos tiempos habríamos llamado a esto desprendimiento, pero paz y
libertad interior resulta una manera más positiva de expresar lo que
quiero decir. Una paz y una libertad basadas en una vida de oración:
una vida en la que una lectura reflexiva juega un papel importante: una
vida en que el silencio es apreciado como un tesoro, en la que un
monje es capaz y está contento de estar a veces solo. Estos son los
atributos monásticos tradicionales: oración, lectura reflexiva, amor al
silencio: un silencio exterior que ayudará a crear un silencio interior,
una capacidad de estar solo, amar estar solo con Dios.

183
También son los ingredientes de un buen miembro de una
comunidad, porque forman una base sólida desde la que podemos
actuar de una manera determinada en nuestras relaciones con otras
personas. Porque si yo no me relaciono con los demás a partir de esta
base, mi relación no será recompensada tal como yo podría suponer.
Por otra parte, un hombre libre interiormente y en paz consigo mismo
no es fácilmente incomodado por los acontecimientos, las
circunstancias y las personas. Esta paz no se da sin más; es el fruto de
una madurez, una madurez monástica y, por lo tanto, fundada en la
oración, la lectura reflexiva, el silencio y la capacidad de estar solo. Y
creo firmemente que estas cualidades son las que necesita un hombre
para ser un buen miembro de una comunidad y para relacionarse, en
sentido cristiano, con los demás.
Este es un ideal por el que tendríamos que trabajar y nos dispondría
a ser menos vulnerables a las cargas exteriores. Al exponer éste mi
principio, lo voy a hacer de una manera autobiográfica. Me daba
cuenta, y todavía me doy cuenta, de que cuando estaba sobrecargado
de trabajo, excitado por algún suceso, aunque fuese trivial, en el
colegio o en el monasterio, porque estaba confuso conmigo mismo y
me sentía enfadado, me agarraba a esto y lo levantaba como una
bandera. Es fácil hacer esto; es fácil proyectar mis propias angustias
sobre las situaciones de los demás o encontrar algún suceso que me
excite. Realmente, lo que menos me importa es el suceso, lo que no es
correcto es el hecho de que yo me sienta enfadado. Ahora me he dado
cuenta de que cuando intento recobrar una actitud positiva, en la que
cuenta la lectura reflexiva, en la que deseo gustar el silencio, en la que
trato de estar a veces solo con Dios, entonces vuelve la calma, y con la
calma viene una perspectiva, y cuando nos encontramos con sucesos
en los que uno se ve implicado, aumenta la capacidad persuasiva de
uno. Esta es mi experiencia y sospecho que también podría ser la
vuestra.
Es importante en este período deaggiornamento, en este período de
divisiones y opiniones en que hay tantas cosas para escoger y para
realizar, que cada uno sea un hombre de oración: un hombre para el
que la lectura reflexiva es importante, que conoce el valor del silencio,
que conoce el valor de la verdadera soledad —la soledad es algo muy
diferente del aislamiento. Hemos de seguir trabajando en estas cosas,
184
guardarlas como un tesoro. Y entonces, tal como digo, estaremos
protegidos de toda clase de cosas que puedan disgustarnos y
perturbarnos. Pienso que solamente entonces estaremos en disposición
de ser militantes, si me es permitido usar la palabra; entonces nos
sentiremos seguros para luchar por las cosas que de verdad debemos
luchar. Y que el cielo nos guarde de una comunidad que considera
el status quo como una cosa perfecta y no desea ver ningún cambio.
En la iglesia, hoy en día, no se trata de si deseamos cambiar o no; la
iglesia nos ha dicho que hemos de cambiar; no tenemos otra opción.
En qué ha de consistir el cambio, qué dirección hemos de tomar, no es
fácil verlo, pero a medida que pasan los años se irá viendo muchísimo
más claro. Este año se ve todo más claro que el año pasado; y el año
que viene se verá todavía más claro, y así cada año.
Finalmente, recordemos que el momento presente es el único real.
Solamente es en el momento presente en el que me salen al encuentro
las realidades: esta realidad presente que ahora es la mía. Es en el
momento presente en el que encuentro al Señor, ya sea en mi trabajo, o
en la persona en cuya compañía me encuentro, o en la oración que
estoy ofreciendo a Dios: es en este momento en el que encuentro al
Señor. Y cada momento presente es un don del Señor, o una invitación
que el Señor me hace a responder con amor y obediencia. Y así,
volvamos al pensamiento de san Pablo: no hay nada que pueda
separarnos de Dios, y nada que nos pueda «hacer perder el equilibrio».
Tanto si el momento presente nos trae alegría o tristeza; tanto si nos
trae frustración o puro gozo, acepto el presente como el momento,
como la condición en la que Dios quiere que yo vaya a su encuentro.
Este vivir en el presente es buscar siempre ser conscientes de la
presencia de Dios. El refuerzo de esta búsqueda en el curso de los años
no solamente aporta un enriquecimiento que le es propio, sino que en
una comunidad crea una calma general, un buen sentido que lo va
penetrando todo.
Una de las tragedias del mundo moderno es la manera como la
clerecía de tantas religiones ha perdido contacto con los jóvenes, con
la juventud. Aquí, donde tantos jóvenes viven con nosotros, Dios nos
ha concedido una posición privilegiada: una oportunidad para hacer
algo en servicio del Señor. Tenemos contactos formidables. ¡Y a
nuestra puerta! Las palabras que uso no son adornos rutinarios; las
185
digo con toda sinceridad. Que Dios nos bendiga y nos guíe, y que
nuestro trabajo sea una fuente de unidad y de entusiasmo en la
comunidad.
17.1.70
 

10. Per Jesum Christum Dominum nostrum


 
Deseo hablar sobre una cosa, y creo que he de afirmar que es muy
simple, y que presumo que todos nosotros, más o menos, damos por
garantizada. Pero de vez en cuando nos hemos de preguntar: «¿Qué
papel desempeña la persona de Jesucristo en mi vida espiritual?». Es
posible tener una vida espiritual basada exclusivamente en ideas y
principios y pobre en intimidad con la persona de Cristo. No voy a
considerar las implicaciones sociales del acontecimiento de Cristo.
Estoy hablando de una relación personal con él. Es lo más importante,
en cuanto nuestra vida monástica es una manera de seguir a Cristo. Las
implicaciones de la encarnación y de la redención, de su muerte y de
su resurrección, son inmensas y no deberíamos dejar de sacar
conclusiones importantes de nuestra meditación sobre sus misterios, de
considerar las muchas maneras de interpretar estas verdades mayores
por las que tendríamos que vivir. Nunca deberemos cesar de estudiar a
Cristo como nuestro modelo: nuestra lectura del nuevo testamento nos
mostrará actitudes y reacciones que nosotros deberíamos adoptar en
nuestras vidas. Cierto, estudiando lo que hizo y lo que dijo, nunca
agotaremos las posibilidades de descubrir cada vez más y más. Y esto
da a entender el aspecto fundamental de mi relación con él. Ha de ser
una relación íntima y profunda. También nos es necesario descubrir
que él es nuestro camino hacia el Padre, que él es el camino del Padre
hacia nosotros. Hemos de tener una convicción creciente de que la
salvación viene de él y a través de él: de que él es la verdadera vida de
nuestras almas.
¿Cómo se desarrolla esta intimidad? Hay tantas maneras como
personas; cada persona descubre lo que es correcto para él o para ella.
Pero hay cosas de particular importancia. La iniciativa, por ejemplo, es
de nuestro Señor: él desea conocernos, y por «conocer» quiero decir
que él desea poseer el secreto de lo que nosotros somos. Es verdad que
186
su mirada nos penetra y que no hay nada escondido para él, pero yo
esto lo entiendo más bien como nuestra disponibilidad a
abandonarnos, a darnos totalmente a él. Cualquier experiencia interior
tendríamos que participarla con él. Y si pensamos en ello, no hay
experiencia alguna que sea enteramente personal y exclusivamente
nuestra, porque él siempre la conocerá y participará de ella. Pero él ha
de encontrar en nosotros dos cosas. Ha de encontrar en nosotros una
necesidad de él; y esta necesidad se aprende por la experiencia de la
vida y es como el producto de una vida de oración privada continua.
También tendría que encontrar en nosotros la actitud de humildad que
nosotros podemos colegir, me parece, si hacemos nuestros ciertos
pasajes de los evangelios relativos a dos categorías de personas: los
«malos» y los que «están malos». Los malos: Mateo, María
Magdalena, Zaqueo, el buen ladrón y otros. Los que están malos: el
ciego, el sordo, el paralítico, el mudo. Si traéis a la memoria los
pasajes que se refieren a estas personas, recordaréis que el impacto que
les causa nuestro Señor parece provocar dos reacciones. La primera es
seguirlo; la segunda, dar gloria a Dios por lo que ha sucedido. Seguir a
Cristo, glorificar a Dios, después de todo, esto está en el corazón de
nuestra vocación monástica. No es sorprendente que esto haya de ser
así, ya que nuestra glorificación y adoración de Dios siempre
es per Christum Dominum nostrum.
 

11. Amistad con Dios


 
Al pensar y al hablar de Dios es correcto usar el lenguaje del amor,
ya que Dios es amor. Y aunque Dios sea totalmente otro y nuestras
mentes sean incapaces de captar con precisión una imagen suya, sin
embargo, en cuanto estamos hechos a su imagen, hay semejanzas, hay
alusiones. Asimismo, Jesucristo, que es la imagen del Padre, el icono
de Dios, traduce para nosotros en términos humanos las realidades
divinas.
Nos interesan aquí dos características de la amistad. Primera, a
medida que la amistad madura hay menos necesidad de un contacto
frecuente. Lo que importa es que cada uno tenga una total confianza en
la disponibilidad del otro, de que él o ella puede ser llamado así que
187
aparece la necesidad. Nada puede conmover esta relación: es
totalmente segura. Segunda, no hay peligro de que nuestras
debilidades sean puestas de manifiesto. A los conocidos no les
manifestamos nuestro ser real. A nuestros amigos les revelamos
nuestras debilidades. Es verdad, un exceso de manifestación de lo que
uno es puede destruir el misterio de la amistad, pero esto es otra cosa.
El hecho de que estemos hechos a imagen y semejanza de Dios
alcanza a la amistad que existe entre el hombre y su creador. Cae
dentro de nuestra experiencia el sentir la lejanía de Dios, el sentirse, a
veces, abandonado por Dios. Cristo en la cruz supo lo que era sentirse
abandonado por Dios, pero yo no puedo creer que su confianza en la
disponibiladad de su Padre se apartara nunca de él.
Frecuentemente nos reducimos a vivir en el recuerdo de los
momentos en que la presencia de Dios era una realidad. Sin embargo,
su presencia, a medida que la amistad entre Dios y nosotros va
madurando, va aumentando en el trasfondo de nuestras vidas. No es
necesariamente un contacto continuo, porque a menudo las
circunstancias hacen difícil mantener un contacto, en el sentido de un
perpetuo estar atento. Pero lo que al menos ha de ir creciendo en un
estar atento en el tras-fondo. Porque la oración fortalece y aviva una
atención que se irá debilitando en la proporción en que descuidemos la
oración. Una atención a la presencia de Dios es el fruto, no la causa de
la oración. Pero aún hasta en el caso de que llevemos seriamente una
vida de oración, se dará frecuentemente la experiencia de un contacto
con Dios que no es continuo.
En Dios no hay debilidad, ciertamente ninguna debilidad moral.
Pero consideremos este pensamiento: Cristo es el icono del Padre, la
imagen del Padre, la revelación del Padre, la traducción en términos
humanos de las realidades divinas. ¡Qué misterio, si consideramos esto
en relación con la pasión y la muerte de nuestro Señor! Es más fácil
comprender su pasión y su muerte si lo consideramos como a uno de
nosotros. El es uno de nosotros, pero también es uno de «ellos», con lo
que quiero indicar la trinidad. Cuando contemplamos sus sufrimientos,
¿quiere revelarnos en cierta manera una vulnerabilidad divina? La
frase necesita un examen más detenido. Si seguimos esta línea de
pensamiento, llegaremos tal vez a una cierta pequeña comprensión del

188
efecto que produce en Dios cuando rehusamos devolver amor por
Amor.
Una mente teológica clara se sentiría trastornada ante la idea de
desengaño o tristeza en un Dios inmutable, pero hay un misterio en lo
que toca al efecto que produce en Dios un fallo de parte del hombre
en devolver amor por Amor. Esto se nos revela de la única manera
que podemos comprenderlo, es decir, en términos humanos: en
experiencia humana, que en este caso es la experiencia de Cristo. Y
este principio como una prueba de amistad tiene otra consecuencia en
nuestra relación con Dios. Nuestra confesión, nuestra admisión de
culpabilidad, de flaqueza a Dios Padre es un acto de amor. Esta ha de
ser la base, la raíz del sacramento de la penitencia.
Estos pensamientos están basados en la experiencia de la amistad
humana para ayudarnos a comprender algo del misterio que es Dios.
Nosotros tenemos la revelación de Dios en Cristo; tenemos la
revelación de Dios en la palabra de Dios, las escrituras; pero en la
experiencia humana, porque estamos hechos a imagen y a semejanza
de Dios, podemos encontrar algo de él en nosotros mismos.
26.3.71

189
9. SERMÓN PREDICADO SEIS DÍAS DESPUÉS DE LA
NOTIFICACIÓN DE SU ELEVACIÓN A LA SEDE DE
WESTMINSTER

¿Qué es lo que os he de decir en una ocasión como ésta? Sería


demasiado fácil ponerme sentimental respecto a Ampleforth y todo lo
que ha significado para mí desde que llegué por primera vez en el año
1933 ; esto me pondría en un aprieto. O podría refugiarme en clichés y
frases piadosas para enmascarar la profunda tristeza que siento al irme;
esto me pondría también en una situación difícil.
No, estamos en la presencia de Dios, y esto es cosa seria. Y como
estoy hablando a la comunidad —monjes, muchos padres de los
alumnos, me complace decirlo, y jóvenes— me parece bien reflexionar
ante vosotros sobre unas pocas cosas que están en primera línea en mi
pensamiento, y haceros mis confidentes.
Antes que nada, pienso en los primeros seguidores y amigos de
nuestro Señor, Pedro, Mateo, Pablo: lo humanos que eran, los defectos
que tenían, y, humanamente hablando, lo totalmente inadecuados que
eran para su elevada vocación y las tareas que les iban a ser
encomendadas: predicar el evangelio a todos y ser ejemplos
resplandecientes de lo mejor que hay en la vida cristiana. Y sin
embargo, Pablo pudo escribir estas palabras que han ido resonando en
mis oídos durante estos últimos seis días: «la locura de Dios es más
sabia que los hombres y la debilidad de Dios más potente que los
hombres. Y si no, hermanos, fijaos a quiénes os llamó Dios: no a
muchos intelectuales, ni a muchos poderosos, ni a muchos de buena
familia». Y ahora viene elquid: «lo necio del mundo se lo escogió
Dios para humillar a los sabios; y lo débil del mundo se lo escogió

190
Dios para humillar a lo fuerte; y lo plebeyo del mundo, lo despreciado,
se lo escogió Dios; lo que no existe, para anular a lo que existe, de
modo que ningún mortal pueda engallarse ante Dios»49.
La generosidad de la prensa y las esperanzas de tantas personas,
expresadas en más de mil cartas 50 y cerca de cuatrocientos telegramas,
me han causado un impacto profundo. Amados míos entrañables, es
por lo que necesito vuestras oraciones y vuestra amistad. La brecha
que existe entre lo que se piensa y se espera de mí y lo que yo sé que
soy es considerable y espantosa. Hay momentos en la vida en los que
un hombre se siente muy pequeño y, en toda mi vida, éste es uno de
estos momentos. Es bueno sentirse pequeño porque yo sé que
cualquier cosa que yo lleve a término es Dios quién la lleva a término,
no yo.
Y vosotros, ¿qué? Es tanto el bien que cada uno de vosotros puede
hacer. Yo creo realmente que estamos a punto de entender realmente
lo que Dios significa y puede significar para nuestro mundo moderno,
y cómo esto puede ser una fuente de alegría e inspiración en las vidas
de millones de hombres. Hace una semana no habría podido decir esto;
es ahora, precisamente ahora. Qué alegría no sería para mí saber que
todos los que estáis en esta iglesia sentís lo mismo; cuánto bien podéis
hacer con toda una vida por delante. Lo que a mí me ha pasado debe
pasaros a vosotros. He sido elevado a cosas más altas a pesar mío;
vosotros también debéis ser elevados a cosas más elevadas a pesar
vuestro. Parémonos a pensar; que haya solamente pensamientos
nobles en vuestras mentes y hechos nobles en vuestras acciones, que
no haya nada ruin y mezquino. Los ojos de millones de personas se
dirigen a vosotros lo mismo que a mí, porque vosotros sois
Ampleforth, y yo solamente paso a Westminster porque he sido abad
de Ampleforth. Una jugada de la historia ha hecho que aparezca como
cabeza de esta comunidad de monjes, de seglares que trabajan con
nosotros, y de este colegio. Lo que yo soy es lo que vosotros habéis
dado. Y he sido responsable de una comunidad maravillosa, pero muy
humana. Os urjo, insisto, mantened viva la comunidad monástica y el
cuerpo de seglares, sed su soporte en los próximos años, y
especialmente en los próximos meses. Os necesitáis los unos a los
otros, y recordad que muchos os observan lo mismo que me observan
a mí.
191
Permitidme añadir un punto: Ampleforth ha de ser una comunidad
de amor. Cristo nos está diciendo hoy de una manera especial, lo
acabamos de leer en el evangelio: «Este es mi mandamiento, que os
améis unos a otros como yo os he amado», y esto significa una
comprensión ilimitada de las mutuas fragilidades, perdón, tolerancia;
todo esto es noble y hermoso. «No hay amor más grande que dar la
vida por los amigos», y cada uno en esta gran comunidad que
llamamos Apleforth debe ser amigo del otro. Esto no es sólo una ley
divina, es el único camino para la paz y la justicia, es el único camino
para encontrar la verdadera felicidad. No hay mayor traición que se
pueda hacer a otra persona que el no amarla, y uno de los aspectos más
trágicos de nuestra sociedad moderna es que los hombres se traicionan
los unos a los otros, fallan en el amor. Hay tan poco amor en nuestro
mundo, y qué cosa más difícil y delicada es el actuar; en qué trampas
podemos caer. Pero el amor de Dios por nosotros y nuestro mutuo
amor son el corazón del mensaje cristiano.
Es extraño; en estos últimos días he encontrado una nueva
confianza en Dios y espero que vosotros también. Yo seguiré
dependiendo de una total confianza entre nosotros, vosotros y yo,
porque vosotros sois un caso especial. No voy a deciros “adiós”.
Seguiremos trabajando juntos, y confío que mis ideales serán los
vuestros.
Que san Pablo diga la última palabra: “Por último, hermanos, todo
lo que sea verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo limpio,
todo lo estimable, todo lo de buena fama, cualquier virtud o mérito que
haya, eso tenedlo por vuestro”51
24.4.76

192
III INDICE GENERAL

INTRODUCCIÓN....................................................................................2
I VIDA MONÁSTICA Y TRABAJO............................................................6
1. El hombre y Dios.......................................................................7
1. Instinto religioso...................................................................7
2. Instinto monástico....................................................................9
2. Formación monástica.............................................................13
1. La ceremonia de la vestición..............................................13
2.- Perseverancia........................................................................21
3. Profesión simple....................................................................47
4. Profesión solemne..................................................................51
5. Ordenación: Tu es sacerdos in aeternum.................................58
3. RENOVACIÓN DE VOTOS............................................................63
1. Ofrecimiento..........................................................................63
2. Humildad................................................................................65
3. Estabilidad..............................................................................67
4. Disponibilidad.........................................................................70
5. Conversio morum...................................................................74
6. Reafirmación..........................................................................78

193
4. Trabajo monástico......................................................................81
1. Actividad.................................................................................81
2. Profesor.................................................................................83
3. «...contemplata aliis tradere...».............................................89
4. Devoción................................................................................93
5. Simplicidad.............................................................................99
II VIDA EN EL ESPÍRITU.....................................................................103
5. BÚSQUEDA DE DIOS.................................................................104
1. El deseo de orar................................................................104
2. La oración de insuficiencia..................................................107
3. La profundidad de nuestro ser.............................................110
4. Nostalgia de Dios..................................................................114
5. El amor de Dios.....................................................................116
6. «CRISTO SE HIZO PORNOSOTROS OBEDIENTE HASTA LA
MUERTE»......................................................................................118
1. Mirando hacia la alegría de la pascua................................118
2. Corrigiendo la debilidad.......................................................120
3. Destinado a la muerte..........................................................123
4. Crisis.....................................................................................125
5. Penetrando el secreto..........................................................129
6. Momentos preciosos............................................................131
7. La gloria del Siervo doliente.....................................................134
8. Cuatro sermones de cuaresma.............................................136

194
7. María........................................................................................146
1. ...Escuchar, recibir, vigilar.....................................................146
2.. «Fiat»...................................................................................147
8. EXPERIENCIA DE DIOS...............................................................149
1. Vulnerabilidad de Dios.........................................................149
2. Tres heridas: contrición, compasión)deseo ardiente de Dios
.................................................................................................152
3. Daños interiores...................................................................154
4. Curación interior...................................................................157
5. De todo corazón...................................................................159
6. Entusiasmo...........................................................................160
7. Conciencia del amor de Dios................................................163
8. Alegría..................................................................................165
9. Paz interior...........................................................................167
10. Per Jesum Christum Dominum nostrum.............................171
11. Amistad con Dios................................................................173
9. SERMÓN PREDICADO SEIS DÍAS DESPUÉS DE LA NOTIFICACIÓN
DE SU ELEVACIÓN A LA SEDE DE WESTMINSTER..........................175
III INDICE GENERAL...........................................................................178

195
1
Conversio morum: una frase que, durante tiempo, ha confundido a los intérpretes de la Regla, pero que esencialmente
significa un dirigir diariamente el corazón hacia Dios, y un modo de vida de acuerdo con el espíritu del monacato.
2
Teresa de Lisieux, Autobiografía, cap. 13.
3
Cloud of Unknowing, London 1961,60.
4
San Agustín, De civitate Dei, 19.
5
Hospedería Monatica para visitantes y grupos que practican retiros.
6
El monje inmediatamente después de la profesión solemne está sin hablar durante tres días – un símbolo de su renacer
en Cristo, de su paso de la muerte a la vida, de al crucifixión a la resurrección.
7
En 1608, el P. Sigebert Buckley, el último monje superviviente de la Abadía de Westminster, por la profesión de tres
monjes (de Ampleforth – Dieulouard) dio continuidad a la Congregación benedictina inglesa de los tiempos de la pre-
reforma con la Congregación de la post-reforma.
8
La renovación de los votos se puede hacer ahora durante la misa conventual.
9
Sal. 95 (94), 7-8.
10
Juliana de Norwich, Revelations of divine love, cap. 6.
11
M. C. D Arcy y otros, The English Way. Studies in English Sanctity from St. Bede to Newman, London 1933.
12
En 1965 el breviario latino completo estaba en uso en el Oficio monástico. Por ejemplo, los maitines del domingo
duraban noventa y cinco minutos sin interrupción. En el nuevo oficio inglés se redujo a treinta minutos.
13
Los alumnos del colegio se agrupan por casas que incluyen jóvenes de todas als edades escolares y que, durante el
curso, forman como una familia presidida por el prefecto. Los grandes colegios constan de numerosas casas.
14
St. Tomás, II-II, q 188, a 6.
15
P. Paul Nevill, director del Colegio de Ampleforth, 1924-54.
16
John A. T. Robinson, Sincero para con Dios, Barcelona.
17
1 Sam 3, 10.
18
Mt. 20, 33.
19
Mt. 20, 33.
20
Jn. 9, 38.
21
Jn. 6, 67.
22
Mt. 9, 12.
23
RSB 49.
24
Mt. 9, 12.
25
Lc. 2, 51.
26
Ef. 4, 21.
27
RSB 7.
28
Col. 1, 24.
29
Rom. 6, 5.
30
Col. 3, 1-4.
31
2 Cor. 12, 9-10.
32
Mt. 9, 12.
33
Jn. 11, 25.
34
Lc. 9, 35.
35
Lc. 11, 27.
36
Jn. 2, 4.
37
Lc. 1, 30.
38
Lc. 1, 38.
39
Is. 43, 1-3.
40
Lc. 4, 40.
41
Mt. 8, 26.
42
Mc. 9, 24.
43
Jn. 5,8.
44
Sal. 30 (29) y 31 (30).
45
Este Capítulo fue predicado en ocación de la ceremonia de una profesión simple; el último sermón que el Abad Basil dio
a su comunidad antes de que se le anunciara su nombramiento de arzobispo de Westminster.
46
Flp. 4, 4-7.
47
Sal. 42 (41), 8.
48
I Jn. 4, 10.
49
1 Cor. 1, 25-29.
50
Cinco semanas después, cuando fue consagrado y tomó posesión, el Arzobispo había recibido 4.400 cartas de
felicitaciones.
51
Flp. 4, 4-9.

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