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INTRODUCCIÓN
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La Regla de San Benito dice al abad que debe
ser un maestro capaz de ofrecer a sus monjes cosas viejas y nuevas.
El lector se dará cuenta de que en Ampleforth, el mismo abad se ha de
enfrentar con problemas variados en un esfuerzo por reconciliar lo
viejo con lo nuevo, cuando esto último es presentado por teólogos y
pensadores monásticos. Es realmente cierto que algunas de las cosas
que dije en 1963hubiera deseado poderlas modificar en 1976.El
maestro sigue siendo un discípulo. Algunas de las primeras
conferencias se incluyen en esta colección. Toca al lector juzgar si la
doctrina monástica de estos primeros años puede ser defendida en los
años posteriores. Si estimulan el pensamiento y la reflexión han
cumplido su propósito.
Particularmente, las conferencias se daban en dos ocasiones: la
conferencia semanal, normalmente el jueves por la noche, a las nueve
(¡una hora no muy favorable ni para elconferenciante ni para los
oyentes!) y los «momentos» especialmente monásticos en que el abad
debía hablar a sus monjes. Esto era conocido con el nombre de
«capítulo».
Una palabra sobre los «momentos» especiales. Después de ocho
días de retiro, al futuro monje se le «viste» como novicio. Recibe el
hábito en presencia de toda la comunidad y el abad pronuncia unas
palabras. Pasado un año, el novicio emite los votos para dos años, o
tres. En la vigilia de la ceremonia, conocida a veces por «hacer la
profesión simple», el abad vuelve a hablar al novicio o a los novicios
en presencia de la comunidad. Entre la «vestición» y la «profesión
simple» hay las tres «perseverancias». Después de tres, seis y nueve
meses, el progreso del novicio en el noviciado es considerado con una
cierta profundidad; el maestro de novicios da un informe al consejo del
abad, y el consejo da su conformidad —o no— para permitir al
novicio seguir adelante en este género de vida. Se considera al novicio
con una «garantía de perseverancia», y así lo comunica el abad a toda
la comunidad, a la que de nuevo dirige la palabra. El novicio se
arrodilla frente al abad, pero las palabras del abad, se ha dicho a veces,
se dirigen también al resto de lacomunidad que está en las sillas del
coro. Hay algo de verdad en esto. Pasados cuatro o cinco años, el
monje hace su «profesión solemne», es decir, emite los votos para toda
la vida, y se prosigue como se acostumbra en la profesión simple.
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Cada año la comunidad se reúne para el capítulo conventual anual.
Todos los monjes renuevan sus votos y en esta ocasión, también el
abad les dirige la palabra.
El monje se compromete por un voto a la búsqueda de Dios y a su
servicio. Se liga a sí mismo con tres votos. El voto de estabilidad lo ata
a una comunidad particular para el resto de su vida. Aunque el monje
pueda ser enviado a ocuparse en cualquier obra que esté bajo la
responsabilidad del monasterio en cuestión, permanece siempre como
miembro de esta misma familia monástica a la que se entregó
primeramente. El voto de obediencia le obliga a aceptar las directivas
de sus superiores, pero desde el punto de vista del monje es también la
forma de expresar su intención de buscar siempre la voluntad de Dios
en este monasterio. El tercer voto que emite es conocido en latín como
conversio morum1, y la mejor manera de traducirlo es tal vez
«conversión de comportamiento». No es fácilexplicar exactamente lo
que esto significa, pero en términos generales se puede decir que el
monje acomete la empresa de llevar un cierto género de vida, que
incluye valores tales como celibato, frugalidad y simplicidad, y en
general, de abrazar aquellas características de la vida monástica que se
han mantenido constantes a través de la historia del monaquismo.
Estrictamente hablando, la vida del monje no está organizada en
vistas a una obra o servicio particular en la Iglesia. Su intención
principal es buscar a Dios y esto lo asume como un trabajo de toda la
vida. En cierto sentido esto no es diferente de la tarea de cualquier
cristiano, o en realidad, de cualquier persona. La vida monástica es
simplemente una manera de vivir la vida cristiana, y esto el monje lo
hace en una comunidad. El valor de un monasterio en la iglesia es,
principalmente, el hecho de que exista. Es un centro espiritual que
tendría que dar testimonio de las cosas de Dios, y ser un lugar que
atrajera hacia sí para refrigerio y estímulo espiritual a aquellos que
tienen una vocación diferente. Es obvio que la vida del monje difiere
en muchos aspectos de la de las personas que tienen otra vocación.
Los principios que guían al monje en su búsqueda de Dios y de los
valores del evangelio, que intenta hacer suyos, son válidos tanto para
los cristianos como para los no cristianos. Tal vez sea ésta la única
justificación para esperar que otras personas que no son monjes
puedan encontrar en este libro algo que las ayude.
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G. B. Hume
Febrero 1977
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I VIDA MONÁSTICA Y TRABAJO
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1. El hombre y Dios
1. Instinto religioso
2. Instinto monástico.
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Durante un cierto tiempo me he sentido descorazonado al penar en
mi imperfección como monje. Mis deficiencias toman diferentes
formas. A veces soy excesivamente “fácil”; otras veces soy lo que
podríamos llamar, un poco “mundano”. Cuando no soy ni lo uno ni lo
otro, la espina surge de mi vida de oración en la que hay una falta de
sensibilidad en mi respuesta a Dios. Es más bien desconcertante que
un abad haga una confesión en público. Únicamente lo hago para
mostrar solidaridad con otros que tal vez sientan lo mismo.
¿Qué significado tiene ser “mundano”? Es difícil decirlo. También
es una equivocación procurar analizar el concepto demasiado
detalladamente y perderse en un remolino de teorías sobre lo que
significa «mundano» o sobre lo que tendría que ser el papel que uno
desempeña. Esto sobre lo que estoy hablando es realmente un instinto
monástico, claramente reconoscible en aquellos que lo tienen. Es una
especie de instinto por el que a uno le es posible juzgar lo que es
apropiado para un monje y lo que no lo es. Esto puede recubrir un
amplio espectro de actividades, actitudes, lenguaje, la manera de pasar
las vacaciones, de gastar dinero, la forma de hospitalidad que
ofrecemos, la forma como recibimos, nuestro comportamiento, las
cosas que decimos, nuestros valores. No acabaríamos nunca.
No todos tenemos este instinto monástico, y si pensamos tenerlo,
no todos vivimos conforme a él. Sin embargo, existe una atención, al
alcance de todos nosotros, para aquello que nos conviene o no. Por
otra parte, si te pones a señalar cosas que parecen inapropiadas para un
monje, no es siempre fácil dar una razón: es simplemente un instinto.
Hay dos palabras —que usábamos tiempos atrás, y que todavía siguen
siendo las mejores—, que describen lo que tendría que ser la actitud
monástica hacia el mundo. Son: frugalidad y simplicidad. Además,
vale la pena añadir que no debemos dejarnos engañar con el
pensamiento de que el hecho de estar «en onda» nos hará importantes
o nos dará influencia. A nivel de maestro de escuela, por ejemplo, esto
podría ser una equivocación ridícula, una equivocación que, a pesar de
todo, se comete.
Otros nos encontrarán fáciles, abordables, calurosos, pero
detectarán también otra cosa. Es «otra cosa» edificada a lo largo de
años de fidelidad, esforzándose, teniendo el propio tesoro en otra
parte. Personalmente no me gusta en el terreno de las relaciones con el
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mundo exterior (salidas para comidas, entrar a beber algo, etc.)
establecer reglas firmes y duras. Pero algunos prefieren este método
porque les gustan las cosas claras y precisas, ¡es cierto que la manera
más fácil de llevar adelante un monasterio es tener un montón de
reglas! Pero no necesitamos tener normas como: “No salimos para
cenar”; “sólo salimos para comer con parientes en primer grado de
consanguinidad”. Debe de haber una norma, pero habrá y ha de haber
excepciones y circunstancias especiales. La forma más clara y más
limpia sería decir: “Esta es la regla, éste es el uso”. Pero no pienso que
esto sea benedictino. No creo que concuerde con principios tales
como: “Que lo tempere todo de tal manera que los fuertes deseen
todavía más y los flacos no se retiren asustados”.
No creo que en un monasterio benedictino se haya de tratar todo de
la misma manera. Y permitidme añadir, aunque pueda parecer un poco
super-defensivo, que me parece que los superiores no han de ser
necesariamente firmes. Es mucho lo que pesa sobre un individuo para
saber cuándo ha de preguntar y cuándo no debe hacerlo. “No causa
ningún daño preguntar” es lo que dice un muchacho de escuelo, no un
adulto. No es un intento de “apretar”, sino más bien, de ayudar a
abrirnos camino en un área muy difícil y de grabar en todos nosotros,
incluyéndome a mí mismo, la importancia de la frugalidad y de la
simplicidad. La tendencia a tomarse las cosas a la ligera es una parte
de la manera de ser de cada uno de nosotros.
Lo que intento decir es que cada uno de nosotros tendríamos que
reconocer nuestra responsabilidad, y de esta manera cultivar lo que yo
llamo “instinto monástico”. Porque la espina no solamente es posible
sacarla de nuestra vida de oración: es la comunidad entera la que
puede sacarse su espina.
Para concluir permitidme recordaros el prólogo, en el que San
Benito habla de establecer una escuela del servicio del Señor, en la
que, dice: “esperamos no ordenar nada duro ni pesado, pero si
razonablemente, para la corrección de malos hábitos y la conservación
de la caridad, se diera algo más estricto en la disciplina, no por esto te
desanimes y huyas».
La frase «corrección de malos hábitos» es dura, pero tendríamos
que entenderla en el sentido de no permitirnos a nosotros mismos ser
cómodos.
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«La conservación de la caridad». Esto es profundo. Para un nivel
elevado en la vida monástica todos nosotros dependemos del estímulo
mutuo y del ejemplo. Ciertamente estímulo y ejemplo, a los que yo
añadiría entusiasmo, son elementos que mantienen a flote a una
comunidad; estímulo del uno para con el otro, ejemplo del uno para
con el otro, y un entusiasmo general por todo lo que somos y por todo
lo que hacemos. La más grande negación de sí mismo (para dar un
paso adelante), la manera más característica de vivir el capítulo 2 de la
Carta a los filipenses es, ciertamente, la capacidad de lanzarse uno
mismo a la vida monástica y trabajar con entusiasmo en estos tiempos
en los que la autocrítica y la contestación podrían predisponernos a no
implicarnos suficientemente. Hay algo aquí, de gran importancia, que
cada uno de nosotros tendría que ponderar: abnegarnos a nosotros
mismos y lanzarnos a lo que sigue adelante, de todo corazón y con
entusiasmo, hasta en el caso de que tuviéramos reservas mentales:
esto, diría, es una kenosis, un vaciarse de uno mismo. Y pienso que
esta es la cualidad que se nos pide hoy en la Iglesia.
12.2.73
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2. Formación monástica
1. La ceremonia de la vestición
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humillaciones. En el caso de que se te tengan que decir muchas cosas,
abrázate a ello y saca provecho.
San Benito prosigue diciendo que se han de exponer al novicio las
dificultades que se encuentran en nuestro sendero hacia Dios. Ahora,
una de las mayores es la aparente ausencia de Dios. Me sorprendería
que en los próximos doce meses, un día u otro, no lo experimentarais.
Es una de la mayores pruebas que sufrimos en un monasterio. Desde
luego es en estos momentos en los que buscamos una evasión en el
trabajo, en la vida social: hay a disposición un buen número de
caminos para evadirse. Permitid que os recuerde que cuando sintáis la
ausencia de Dios, Cristo nuestro Señor, nuestro modelo y nuestra
esperanza, experimentó exactamente lo mismo. Hay un ritmo de luz y
de tinieblas. Afortunadamente el recuerdo de la luz nos hace capaces
de soportar la tiniebla, de mirar hacia adelante, hacia el resurgir de la
luz. Porque hay luz, y en cantidad. Viene por la iniciativa de Dios
mismo. Nuestra tarea consiste en ser fieles, perseverar, responder. En
la medida en que nos demos, en la medida en que nos
comprometamos, en la medida en que oremos y seamos humildes, en
la medida en que nos aproximemos más a Dios, el nos bendecirá y nos
guiará.
17.1.73
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de vosotros, alcanzar lo que buscáis. Podéis hallar a Dios, y si
perseveráis, lo hallaréis.
La palabra que inicia la Regla es «escucha». Esto ha de matizar
todos vuestros intentos, no sólo este año, sino a lo largo de toda
vuestra vida. La circunstancia de que la vida en el noviciado esté
circunscrita, os puede desconcertar. Podéis tener vuestras ideas propias
respecto a cómo ha de funcionar un noviciado. Sin embargo, la nuestra
es una forma bien escogida, una buena aproximación.
Vuestra función es triple. En primer lugar, tenéis que aprender a
conocer a Dios y al que Él ha enviado: Jesucristo, nuestro Señor.
Teniendo esto presente, en el noviciado os proporcionamos un
«desierto», de manera que sin otras preocupaciones, a parte de las que
tradicionalmente se dan en un noviciado, tengáis la oportunidad de
orar, leer y reflexionar. Es una oportunidad excelente.
En segundo lugar, tendréis que procurar conoceros a vosotros
mismos, y difícilmente podréis escaparos de hacerlo. Os tendréis que
enfrentar con lo que sois; y el descubrimiento puede ser
desconcertante, y aún alarmante.
En tercer lugar tendréis que procurar conoceros los unos a los otros.
Tendréis que aprender a vivir juntos —aprender el arte de la vida
comunitaria—, con paciencia, tolerancia, generosidad y respeto.
Seríais un grupo curioso, si en el transcurso del año, en uno y otro
momento, uno de vosotros no pusiese los nervios de punta a otro. Y
recordad que, si alguno os pone los nervios de punta, podéis estar casi
ciertos de que vosotros se los ponéis a él. Tendréis que aprender a
afrentar en la caridad de Cristo este género de situaciones. Este
conocimiento de Dios, de vosotros mismos y de vuestro prójimo os
tendría que conducir a un triple amor: el amor de Dios, de vosotros
mismos y de los hermanos.
Discípulo es uno que escucha. La lección no tendrá valor si no sois
receptivos; la receptividad es en gran manera la cualidad que
esperamos de un novicio. Referente a los caminos de Dios, tendréis
que aprenderlo todo. No es fácil hoy en día. El mundo se encuentra en
un estado de flujo. Lo mismo le sucede a la iglesia. Se plantean
cuestiones. Hay incertidumbres. Pero no olvidéis que dondequiera que
os encontréis, sea quien sea con quien estéis, fuera lo que fuese lo que
hicierais, podéis en este mismo instante alcanzar la unión con Dios.
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Todos estamos inclinados a pensar que si las circunstancias fueran
diferentes de lo que son, las cosas irían mejor. No estéis tan seguros.
Es en las profundidades de nuestros corazones donde encontramos a
Dios, y nada puede separarnos de su amor.
Un palabra sobre la humildad. No es solamente una virtud, es una
actitud básica, actitud cristiana que cuadra a un ser humano bueno y
atractivo... Tal vez una palabra mejor que humildad sería libertad:
libertad interior. ¿Libertad de qué? Libertad de buscarme a mí mismo,
de ser indulgente conmigo mismo, de sentirme prisionero de mi propia
opinión. Nadie de entre nosotros es lo bastante humilde. Permitidme
romper el hilo con una digresión para animaros. Todos los monjes,
aquí, estamos en cierta manera heridos. Os juntáis a una comunidad
compuesta de seres humanos sumamente imperfectos. Es más bien
como estar en un hospital, en el que tanto el director como los
pacientes están enfermos. No entráis en una comunidad de santos. Si
esto es lo que pensabais que éramos, iros, por favor, antes de que os
vista el hábito. No, nosotros somos muy humanos, y es importante
acordarse de esto. Necesitamos ser liberados de nuestro buscarnos a
nosotros mismos, de nuestras erróneas ambiciones, de la vanidad, de
caer en la trampa de nuestras limitaciones, de pensar que nosotros
tenemos razón y los demás, no. Necesitamos ser liberados. ¿Libres
para qué? Libres para encontrar a Aquel que, como dice la Regla, es la
«fuente de todos nuestros deseos», libres para amar: no podréis amar
hasta que no seáis libres.
Sed libres para amar a vuestro prójimo: y en primera instancia, a
vuestros hermanos. Y esto significa trataros los unos a los otros con
respeto, reverencia y moderación. La clase de libertad que, como he
sugerido, se ha de equiparar a la humildad, será la base de vuestra
felicidad, vuestra alegría, y os protegerá de la peor de las faltas
monásticas —que, tal como he dicho, san Benito llama murmuración:
murmurar, refunfuñar, siempre criticar—criticar a las personas, criticar
cómo se hacen las cosas, sin cesar de lanzar a los cuatro vientos
vuestras críticas, incapaz de aceptar decisiones, estar «fuera de juego».
Todo esto es pernicioso. Os suplico que no refunfuñéis. Si deseáis ser
humildes, libres, desprendidos; si buscáis a Dios, deseándole a él sólo,
entonces, con alegría —Dios ama al que da con alegría— y afabilidad
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podréis llevar a término grandes cosas para la comunidad y dentro de
la comunidad.
Decía que, hasta cierto punto, todos estamos heridos. Os acordáis
de las palabras del evangelio: «No necesitan médico los sanos, sino los
enfermos». Ponderad largamente y con frecuencia el amor de Dios
para con vosotros y su misericordia. Recordad la paradoja: «para vivir,
habéis de morir». «Dad y recibiréis». «Perded y encontraréis». «Morid
y viviréis». «Obedeced y seréis libres». Cuanto más libres seáis, tanto
más desearéis obedecer. Esta es la razón por la que para san Benito, la
obediencia está estrechamente unidad a la humildad.
19.1.74
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2.- Perseverancia
b. Humildad
c. Obediencia
d. «..una suave reprimenda!»
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Tenéis dos cosas que apreciamos. Procuráis recitar vuestras
oraciones, y en vuestra vida de oración dais un buen ejemplo a la
comunidad: Y ésta es vuestra dualidad más importante. Sois hombres
con ideales, y esto también es importante. Manteneros en vuestras
oraciones, conservad vuestros ideales, y el resto se pondrá en su sitio
por sí solo.
24.3.70
e. Compromiso
f. Realización personal
Habéis venido aquí, y lo sabéis muy bien, para buscar a Dios. Cada
persona ha de descubrir en cuanto le sea posible, cuál es su camino.
Esta es la llave: la voluntad de Dios para cada uno de nosotros.
Vinisteis aquí porque pensasteis, y otros a los que consultasteis
estuvieron de acuerdo, que Dios os llamaba a la vida monástica. Por
ahora, en cuanto podemos decirlo —y sin duda alguna, en cuanto
podéis verlo— esto es lo que Dios desea de vosotros. Como
comunidad os hemos dado la bienvenida para que viváis, oréis y
trabajéis entre nosotros en este período de prueba para vosotros.
Deseamos que seáis felices, que estéis contentos. Deseamos que
vuestra vida sea de provecho. Deseamos que alcancéis la realización
personal.
Sin embargo, si estáis obsesionados por la realización personal, es
muy probable —es una manera suave de decirlo— que no lleguéis
nunca a alcanzarla. Es verdad, que la realización personal se alcanza
solamente cuando los objetivos o metas que nos proponemos están por
encima de nosotros. Desde luego, hay una realización personal de
mala calidad, y la hay también de buena calidad. La de mala calidad,
que es buscarse a sí mismo, afirmarse a sí mismo, mirarse a sí mismo,
os conducirá — y no necesitáis que yo os lo diga— a una considerable
miseria, sea cual fuere el sendero de la vida que vosotros mismos os
tracéis. San Benito es casi cruel en esta cuestión del buscarse a sí
mismo de la propia voluntad. A lo que apunta es a arrancar de raíz de
nuestras vidas, para salvarnos de nosotros mismos, aquellas formas de
afirmación propia y propio asentimiento que nos conducen a la miseria
y constituyen una barrera entre nosotros y Dios. No hay nada más sutil
y penetrante que la entronización de «uno mismo» a expensas de los
demás y de Dios.
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Esta es la realización personal de mala calidad. La de buena calidad
se expresa en el evangelio en una paradoja: perder la vida para
salvarla. Pero esto puede sonar un poco negativo. Si miráis a san Pablo
podéis encontrar la inspiración contenida en el mensaje evangélico:
hemos de permitir que Cristo viva en nosotros; tendríamos que ser
receptivos, y prontos a responder a los toque del Espíritu; tendríamos
que vivir como hijos de Dios, dirigirnos a él como Abba, Padre. Un
secreto de la vida cristiana, y por lo tanto de la vida monástica, es el
ver en cada momento, en cada situación, en cada persona, la
posibilidad de un encuentro con Cristo y, en Cristo, con el Padre y el
Espíritu santo.
Tal vez pueda ayudar el distinguir entre estar resignado a la
voluntad de Dios o abandonarse a su voluntad. La palabra «resignado»
sugiere aguantar una cosa, soportarla. «Abandono», aunque la palabra
tenga una connotación de debilidad, tiene mucho más el sentido de
aceptación, aceptación voluntaria, un abrazar la voluntad de Dios, un
salir al encuentro de su voluntad.
Si miramos cada momento como un instante en el que encontramos
a Dios, y hacemos de este instante un momento de amor y abandono a
su voluntad, entonces cada momento de nuestra vida, puede y debe
llegar a ser un momento en el que buscamos y encontramos a Dios.
Esto es para lo que habéis venido aquí. Y la mayor parte de la vida
aquí, está organizada para hacer esto posible; para proporcionar
oportunidades de reflexionar, de pensar, y para llegar a ser cada vez
más conscientes de la presencia de Dios.
Hemos dicho que hay una buena calidad de realización personal y
una mala. Nos podemos engañar a nosotros mismos pensando que la
mala es la buena. Y también podemos, por otra estratagema mental,
concebir la buena como si fuera la mala; de manera que cuando las
cosas van bien, cuando la vida fluye tranquila, cuando tenemos éxito,
podemos pensar que la cosa va mal. De vez en cuando encontramos
entre los cristianos esta vena de pensamiento; así pues, en esta materia
se ha de mantener un equilibrio delicado entre nuestro pensamiento y
nuestra acción.
Dejad que la palabras de nuestro Señor resuenen como un eco en
vuestra mente: para encontrar vuestra vida la habéis de perder, de
manera que viváis, pero no ya vosotros, sino Cristo en vosotros.
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¿Tenéis la mutua impresión de no pareceros a Cristo? Permitid que
lo formule con más dureza. ¿Os parece que los demás os sacan fuera
de quicio? Probablemente habréis descubierto que es así. Permitid que
os formule este pensamiento que os hará reflexionar: Si alguien os
saca fuera de quicio, podéis estar seguros que vosotros sacáis fuera de
quicio a algún otro. Este es un pensamiento simple, directo, fuerte;
pero es una ayuda cuando la idiosincrasia de otras personas nos hace
perder nuestro sentido de perspectiva. Pero lo hemos de entender
correctamente. La vida de comunidad está hecha de una serie de cosas
pequeñas. Me refiero a pequeñas muestras de cortesía: pequeñas
formas de consideración, a pensar en los otros, a ser sensible para con
los otros, conscientes de sus necesidades, de su estado de ánimo, a
tratarlos con tacto, amables cuando se les corrige, apacibles. En la vida
de comunidad inevitablemente hay choques. No deberíamos aceptar
esto demasiado a la ligera; deberíamos considerarlos siempre como
algo que nos duele y hacer todo lo posible para deshacernos de las
cosas que en nosotros pudieran causar irritación a los demás. No todos
somos igualmente sensibles a las necesidades de los demás. No es que
podamos hacer mucho por esto, pero si no somos sensibles para con
los demás, es cosa buena descubrir la verdad e intentar reajustarnos
para ser sensibles.
Me gustaría hablar de la soledad, particularmente en la vida
monástica. Nos llevaría mucho tiempo, es una lástima.
Sin embargo, hay una soledad de buena calidad y otra de mala
calidad. La mayor parte de las personas en el mundo se sienten solas.
Y frecuentemente, pequeñas muestras de consideración, pequeñas
gentilezas: una mera inclinación de cabeza o un «buenos días», pueden
hacer que todo cambie. Aquí vienen huéspedes. Ellos aprecian este
género de cortesía y consideración. Y reunidos como estáis en la
atmósfera delimitada del noviciado, esto lo tendríais que practicar en
vuestras mutuas relaciones. Vosotros no decidís conjuntamente
juntaros a la comunidad; cada uno de vosotros lo decide por separado.
Las circunstancias son las que os han reunido. Ahora como cristianos
y como monjes tenéis que aprender a vivir juntos.
7.4.71
38
g. Relaciones personales
h. Celibato (1)
i. Celibato (2)
j. Un hombre de Dios
k. «Sí» a Dios
Hay cuatro criterios, de acuerdo con los cuales san Benito pide a
las autoridades que juzguen vuestra aptitud para la vida monástica.
¿Buscáis a Dios de verdad? ¿Sois celosos para la obra de Dios? ¿Estáis
preparados para abrazar una vida en la que la obediencia juega un
papel importante? ¿Estáis preparados a aceptar humillaciones? —la
palabra en latín esopprobria. La palabra «humillaciones» es una
traducción falsa: yo la traduzco por contradicciones: aquellas cosas
que nos entorpecen el camino, que nos ponen de malhumor, que nos
provocan depresión, y cosas así. Se llega a un momento crucial en la
vida de un novicio o de un monje joven, cuando deja de pensar que la
vida monástica es algo que está ante él para alcanzar por medio de ella
una plenitud personal o una realización de sí mismo, y hasta su
felicidad personal. Desde esta posición, pasa a reconocerla como la
respuesta a una «llamada»: una llamada a la que él responde: «Sí,
respondo a esta llamada». Esto implica una diferencia considerable en
la actitud mental.
Digo que hay un momento en la vida de un novicio y de un monje
joven en que ha tenido que ver esto así; pero también es verdad, si
decimos que todos nosotros hemos de aprender de nuevo
constantemente, este simple hecho: venimos aquí respondiendo a una
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llamada que Dios nos ha hecho, para seguir a Cristo por el camino de
la vida monástica. Gradualmente, a medida que los años van pasando,
llegamos a ver tal vez más claramente estos dichos del evangelio:
«solamente encuentras tu vida, si la pierdes»; «el grano ha de morir
antes de que pueda crecer», etcétera. Una vez más, esto contiene
lecciones para nosotros para que sigamos aprendiéndolo todo de
nuevo.
Vuestra vida de noviciado está privada de estímulos, de
acontecimientos. Acaso es también árida durante períodos de tiempo
considerables. Deseo subrayar solamente un aspecto. Lo que tenéis
que aprender es que cada uno de vuestros actos se convierta en un acto
de amor: vuestra respuesta en amor que os ha sido dado primero. Esta
es una cosa muy importante que hemos de aprender, porque más
adelante, en vuestra vida monástica, encontraréis, y tendríais que
encontrar, satisfacción en el trabajo que hacéis o en los intereses que
perseguís. De esta manera podéis encontrar alegría, plenitud,
realización personal y todo lo demás. Pero para nosotros, monjes, esto
no es suficiente; todas estas cosas han de ser actos de amor. Han de ser
actos de amor para todo cristiano, pero de una manera especial, tal vez
más conscientemente, para los monjes. Esto ha de ir, pari
passu, junto con una evolución en vuestra vida de oración; ya hablaré
de esto más adelante. Desde luego no penséis que vuestra vida
monástica vaya a ser toda ella goce y plenitud personal. Todos
nosotros hemos de afrontar la monotonía, afrontar el tener que hacer
cosas que preferiríamos no hacer. Todos nosotros tendemos a pensar
que la hierba es más verde en la otra parte de la valla. Todos nosotros
corremos hacia nuestras frustraciones: los opprobria son parte de
nuestras vidas. Es importante recordar que el mantenerse en estas
circunstancias no es necesariamente más meritorio que cuando os
lanzáis a hacer cosas que os gustan. La base del mérito no es la fatiga:
la base del mérito es el amor. Es verdad, la monotonía y la dificultad
pueden ser ciertamente una prueba de amor. Cuando realmente amáis,
no hay nada que sea demasiado servil, demasiado monótono,
demasiado trivial.
Es realmente importante cómo pensáis sobre el amor de Dios,
Padre, Hijo y Espíritu santo; y cómo oráis. Pensad cada día sobre el
gran amor de Dios para con vosotros. No hay nada que revele más su
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amor para con nosotros que el hecho de que Dios, el Hijo, se hizo
hombre y murió en la cruz: «No hay amor más grande que el entregar
la vida por los amigos». Esta es una de las cosas más maravillosas que
nunca fueran dichas. Una cosa es decir algo y otra, hacerlo. En el
crucifijo veis, de la manera más vívida y convincente, a Dios
hablándonos de su gran amor. Pensad también en vuestra necesidad de
amar, en vuestra capacidad de amar; esto os permitirá vislumbrar lo
que ha de ser el amor de Dios. Este tendría que ser un tema constante
en vuestra meditación, en vuestra oración.
Si nosotros fuéramos realmente buenos cristianos y buenos monjes,
mostraríamos un gusto, una alegría, en cualquier cosa que hiciéramos,
porque nuestro motivo sería un acto de amor hacia el amado. También
es verdad que el hacer cosas para complacer a otros nos hace capaces,
en cierta manera, de conocer a esta otra persona. Y esto es verdad en
nuestras relaciones con Dios. El hacer cosas para complacerle
especialmente es una de las maneras por la que llegamos a conocerle,
y, tal como lo dijo el escritor medieval Guillermo de S. Thierry,
«tenéis que amar a Dios, y a través de este amor, llegar a conocerle».
No olvidéis tampoco lo importantes que son vuestras relaciones con
vuestros compañeros de noviciado, y con los hermanos en general.
Han de estar muy relacionados con vuestro amor de Dios y vuestra
búsqueda de Dios. Tomad como lema o como divisa que un monje
tendría que ser agradable y complaciente para los demás. Es
importante que os deis cuenta de que como miembros de una
comunidad monástica sois responsables de la alegría y la jovialidad de
cualquier otro miembro de la comunidad. Cualquiera que haga esta
constatación tiene la sensación de ser hipócrita: es un ideal difícil de
vivir en conformidad con él. Sin embargo es un ideal importante,
porque cuando lo practicamos, manifestamos o adquirimos —las dos
cosas al mismo tiempo— nuestro amor de Dios. En cada uno de los
hermanos hemos de ver la faz de Cristo, y esto significa que
procuraremos encontrar a Cristo, procuraremos agradar a Cristo, en el
otro: lo que significa tratar a la gente con un gran respeto y delicadeza.
Vosotros mismos habéis de ser joviales.
24.4.75
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3. Profesión simple
52
b. Una búsqueda continua
54
4. Profesión solemne
a. El amor es atrevido
b. A toda costa.
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os consagráis a Dios, sino también porque deseáis, así lo esperamos,
vivir, orar y trabajar con nosotros.
La única cosa de la que siempre podremos estar orgullosos es de
ser monjes. En la medida en que esto nos concierne, dicho esto se ha
dicho ya todo. No tenemos otra vanagloria que la de ser monjes. Y el
monje es un cristiano que ha sido llamado por Dios a vivir la lógica de
sus promesas bautismales de una manera particular. La vida cristiana
exige a la mayoría de las personas, sobre todo cuando nos acercamos a
la edad madura, una especie de consagración. Para algunos es el estado
de matrimonio. Para nosotros es el estilo de vida monástico en el que
determinamos buscar a Dios de una manera especial, esforzándonos
constantemente por la unión con Dios. No tenemos otra fuente de
orgullo: no deseamos ser conocidos por otra cosa, sino por monjes.
Cuando hayáis emitido vuestros votos, compartid nuestra suerte sin
reservas. Perseverad con nosotros a toda costa. Si mañana hubierais de
estar ante el altar no para hacer los votos monásticos, sino para
declarar públicamente vuestro amor a vuestra prometida por las
promesas matrimoniales, prometeríais serle fiel tanto en la riqueza
como en la pobreza, en la enfermedad y en la buena salud, «hasta la
muerte». El voto que vais a hacer mañana aquí ¿es algo menos que
esto? No, es lo mismo. Os habéis ofrecido a nosotros, para compartir
nuestra fuerza, nuestros fallos. Para bien o para mal.
Las rúbricas exigen que os expongamos las dificulta-des de la vida
monástica. Tenéis claro que son muchas, y sin duda, encontraréis aún
más. Pero no permitáis que os dominen vuestros pensamientos. Que os
domine el pensamiento de que el amor de Dios os ha escogido. No
podéis tener una certeza matemática o física de que Dios os ha
llamado, que vosotros sois aptos para el estilo de vida monástico; esta
clase de certidumbre nunca podréis tenerla. Pero podéis estar
moralmente ciertos de que nosotros en comunidad, por nuestra parte,
hemos decidido que sois llamados por Dios, que sois aptos para lo que
se os exige. Y vosotros habéis declarado que así lo deseáis. No dudéis
en absoluto que Dios os haya llamado. Si sentís la tentación de la
duda, podéis presumir, y con razón, que el diablo está en acción.
Haced vuestra entrega de todo corazón, estad preparados para
cualquier eventualidad, cualquier posibilidad. Comprobaréis que la
obediencia es una prueba. Es curioso, lo que hiere no son las cosas que
58
os dicen que hagáis, sino el tener que dejar de hacer las cosas que os
gustan. Con frecuencia un monje puede aceptar ante Dios en sus
oraciones el ser alejado de una tarea que tiene entre manos; pero a
veces es muy difícil aceptarlo sicológicamente. Es posible aceptarlo en
la oración, y con todo, seguir «fuera de quicio». Creo que se ha de
aprender de joven la manera de dejar las tareas que a uno le gustan sin
«perder los estribos». Recuerdo que aquí había un monje que se daba
de todo corazón a todo lo que hacía, con tanto entusiasmo que uno
hubiera pensado que en esto consistía toda su vida. Pero interiormente,
estaba desprendido. Cuando se le pedía que dejase las ocupaciones a
que se había dedicado durante largo tiempo, lo aceptaba con
extraordinaria simplicidad y facilidad. En aquel momento se revelaba
el verdadero valor de aquel monje: aceptaba bajo obediencia las
circunstancias que habían determinado sus superiores, y éstas le
santificaban.
3.9.68
59
capital importancia. Esta obligación nos facilita el encontrar de nuevo
el deseo de hacer oración que nos parecía haber perdido.
Al abrazar la vida monástica abrazamos una serie de valores
diferentes de los que generalmente prevalecen en el mundo. Lucha por
el éxito, alcanzar puestos elevados, procurar una apariencia vistosa:
nosotros damos la espalda a todo esto.
El abrazar el celibato es una cosa asombrosa y difícil de verdad.
Sin embargo la experiencia os enseñará el porqué en la tradición de la
iglesia ha sido un valor constante. Es difícil controlar las emociones, el
lado afectivo de nuestras vidas. Permitid que os diga solamente esto:
lo que es más profundamente humano en nosotros debe ser tocado y
guiado por el Espíritu al que se le apropia la palabra amor. Hemos de
ser humanos, plenamente humanos, con todo el calor y el afecto que es
propio de lo que es plenamente humano. Pero ya habréis comprendido
que ser plenamente humano en el sentido en que estoy hablando,
presupone un control, a veces una abnegación, no siempre fácil de
llevar a cabo. Pero un control y un calor profundamente humano no
son necesariamente incompatibles.
En la vida de cada día encontramos toda clase de situaciones que
coaccionan nuestra iniciativa y nuestra libertad en el cumplimiento de
nuestras tareas. Los planes de los demás, las combinaciones de los
demás, las ideas de los demás, o simplemente los demás, nos frustran
de una manera o de otra. Se nos impide llevar a término nuestros
propósitos, realizar nuestras ideas tal como desearíamos, porque hay
otros que tienen planes e ideas, o simplemente, porque hay otros. Me
parece que esto es a lo que se refería san Benito cuando hablaba de
obedecerse los unos a los otros: más bien quería decir aceptar las
limitaciones que los demás nos imponen por el simple hecho de que
son «los demás».
La gran cualidad benedictina: la humildad. No se puede tener un
verdadero amor a Dios, un verdadero amor al prójimo, a nos ser que
venga de un corazón humilde. Y ser humilde es muy, muy difícil. Y no
viene tanto de dentro como de fuera. Encontraremos situaciones,
circunstancias y personas que nos impondrán la necesidad de ser
humildes, una cualidad difícil de alcanzar y, sin embargo, básica,
porque nos fuerza a vaciarnos de nosotros mismos para ser llenados
60
del espíritu de Cristo. Leed lo que dice san Benito yt r a d u c i r l o en
términos de pensamiento contemporáneo.
11.9.73
62
5. Ordenación: Tu es sacerdos in aeternum
68
3. RENOVACIÓN DE VOTOS
1. Ofrecimiento
70
2. Humildad
3. Estabilidad
76
4. Disponibilidad
5. Conversio morum
«El más elevado amor de Dios por nuestra alma es tan maravilloso que
sobrepasa todo conocimiento. No hay ser creado que pueda conocer la
grandeza, la ternura, el amor que nuestro Hacedor tiene por nosotros. Sin
embargo, por su gracia y con su ayuda, irgámonos en espíritu y contemplemos,
maravillándonos eternamente, el amor supremo, sobreabundante, único, que
Dios, por su bondad, nos tiene. Entonces podemos pedir reverentemente a
nuestro amante todo lo que queramos porque, por naturaleza, nuestra voluntad
desea a Dios y la benevolencia de Dios nos desea a nosotros. No podemos
dejar de desearlo y de anhelarlo hasta que lo poseamos con plenitud y alegría:
entonces ya no tendremos ningún otro deseo. Mientras tanto, su voluntad es
que prosigamos conociendo y amando hasta que seamos perfectos en el
cielo»10.
84
6. Reafirmación
87
4. Trabajo monástico
1. Actividad
La última vez os hablaba de los cambios y las discusiones que van
teniendo lugar actualmente en la iglesia, en el campo de la educación y
del monacato. Decía que me daba la impresión de que esta inquietud
iba a durar muchos años; nos vemos obligados por un tiempo
considerable a vivir en un período muy inestable. Esto plantea un
problema al individuo. E intentaba poner de relieve la importancia de
no permitir que las cosas que se discuten, y que pueden modificar
nuestro estilo de vida, perturben la paz interior de cada individuo o la
paz de la comunidad. Señalaba que habíamos de aprender a aceptar la
situación presente, en la que cada uno de nosotros se encuentra, tanto
si son tareas que no cuadran con nuestra manera de ser, como si son
problemas personales o ideas no aceptadas. Hice resaltar la
importancia de aceptar la cruz cuando nos viene al encuentro, y por
último, de tener una confianza y una esperanza ilimitadas en Dios.
Vivimos en una época agitada. Ponemos en cuestión y criticamos
casi todos los aspectos de la vida de la iglesia y la vida religiosa
también. Una crítica buena y honrada es sana. Pero es mala si perturba
al individuo y lo pone en tensión. Existe otro subproducto de la crítica
y de ponerlo todo en cuestión, que puede ser perjudicial a la vida
espiritual del individuo, y por consiguiente, a la de la comunidad. Es lo
que san Benito, tal como os lo he recordado en ocasiones anteriores,
llama «murmuración». En la Regla, san Benito nos pone en guardia
una y otra vez, contra la murmuración. «La obediencia –dice- será
solamente aceptable a Dios y agradable a los hombres, si lo que se
88
manda se lleva a cabo no por temor, ni rezagadamente, ni sin ganas, ni
murmurando, ni con palabras que demuestran poca voluntad». Así
mismo, los servidores cumplirán su oficio sin murmuración. Lo mismo
que en lo que se refiere a la medida del vino que bebemos y así otras
cosas, como esto: «Amonestamos por encima de todo, que no haya
murmuración entre ellos». Y en otra ocasión, cuando trata la cuestión
de si todos deben recibir el mismo trato, dice: «Que el mal de la
murmuración no se manifieste ni por la más pequeña palabra o señal,
por el motivo que fuese». Y para que no os penséis que todo lo
encamino sólo en una dirección, leamos este pasaje: «Que el abad lo
ordene y disponga todo de manera que las almas se salven, y que los
hermanos puedan cumplir su obligación sin causa justa de
murmuración». San Benito, desde luego, con su gran énfasis en las
consultas y demás, reconoce la probabilidad, o la desea, de una crítica,
pero sin amargura o un celo equivocado. El murmurar produce
detrimento a la vida espiritual. Revela la no aceptación de la situación
presente: y la situación presente en que nos encontramos, es en la que
Dios quiere que estemos.
Hoy en día se habla mucho sobre la distinción que se ha de hacer
entre la vida religiosa como tal y la vida clerical. Es verdad que para
ser religioso no es necesario ser sacerdote, pero los religiosos son
personas adecuadas para ser sacerdotes. Esta ha sido siempre nuestra
tradición. Nuestra congregación, estoy hablando de los benedictinos
ingleses, ha sido siempre una congregación activa, yo prefiero la
palabra «mixta»: contemplación y acción. Históricamente hablando,
nunca hemos trabajado para que esto fuera así. La vida monástica se
ha ido desarrollando a lo largo de los años, con su cortejo de
obligaciones, etcétera. Y también se ha desarrollado la dirección de un
colegio. Pero me parece que si estas dos cosas se han de ajustar más
fácilmente la una con la otra, se ha de hacer alguna modificación: yo
abogo por que se haga alguna modificación en la observancia
monástica, que permita aliviar las tensiones que pueden surgir entre
una vida monástica a gran escala y una actividad en el colegio a gran
escala. Hoy en día corren muchos esquemas para una reducción del
Oficio12, para hacer más simple la observancia monástica. Yo voy a
favor de esto, en la medida en que sirva para unir la oración y el
trabajo de una manera más equilibrada.
89
Nuestra vida incluye el compromiso en una actividad, y nuestra
actividad es apostólica. No me impresiona la visión del monacato a
partir de la premisa de que es una «huida del mundo». Históricamente,
esta idea de la «huida» apareció bastante tarde, yo diría, hacia finales
del siglo tercero. En los evangelios y en los Hechos de los apóstoles, el
ideal era la vida apostólica. No es que me quiera adherir a esta tesis,
pero es digna de tenerse en consideración. Por lo que a mí toca, nunca
hubiera venido a esta comunidad si no hubiera tenido parroquias.
Fuera lo que fuere lo que el futuro nos tenga preparado, tendríamos
que tener bien claro que nuestros predecesores nos han transmitido
algo sumamente precioso. Los que nos han precedido se han hecho
santos en este género de vida, y han hecho una gran obra por Dios,
tanto en nuestros colegios como en nuestras parroquias. Y no hay duda
alguna de que nuestra acción en el colegio y en las parroquias no sólo
es digna de consideración en ella misma, sino que también es
sumamente provechosa para nuestras almas. El tratar con otras
personas, ya sean muchachos del colegio o parroquianos, el ayudar a
los demás, resulta ser uno de los medios más poderosos de acercarnos
más estrechamente a Dios. Sería difícil explicar cómo se hace esto,
pero es la experiencia de un gran número de personas. Nuestra doble
actividad es sumamente satisfactoria, y esto es algo precioso, porque a
lo largo de toda nuestra vida sentimos la bendición de saber que
hacemos algo que vale la pena por sí mismo, que es de provecho para
nosotros y, en todos los sentidos, simpático. Porque aunque es verdad
que uno debe ver la cruz cuando le viene al encuentro y aceptarla, por
otra parte, el trabajo ha de caer simpático y producir satisfacción, si es
que la vida espiritual se ha de desarrollar normalmente. No puede ser
todo cruz y austeridad.
Lo que quiero puntualizar es que nuestro trabajo, por su misma
naturaleza, nos acerca más estrechamente a Dios, y es inmensamente
beneficioso para nosotros individualmente. No hablo ya de la gran
contribución que nuestro trabajo supone para la iglesia; digo
simplemente que cada momento del día nos proporciona una
oportunidad para acercarnos más estrechamente a Dios. Una
dificultad, un problema, no son como a primera vista podría parecer
una ocasión de tropiezo. Por el contrario, son escalones en nuestro
camino hacia Dios.
90
19.5.65
2. Profesor
El principio del curso ofrece una oportunidad para comunicaros
algunos pensamientos básicos referentes al colegio. Como abad no
puedo abandonar mi interés y mi responsabilidad por el colegio. Por el
contrario, mi tarea consiste en asegurar que el colegio rinda la máxima
contribución a la vida de la iglesia en este país. Actualmente hay dos
puntos que se han de recalcar.
En primer lugar, hemos de hacer inventario y considerar
cuidadosamente qué es lo que hacemos para enseñar y entrenar a los
muchachos en la práctica de su religión, y así prepararlos para la vida
en el mundo. Los principios básicos son siempre los mismos, pero
estamos en el año 1966, no en el 1930 o en el 1920.
En segundo lugar, hemos de considerar qué es lo que podemos
hacer para enseñar a los muchachos a trabajar por sí solos. Me parece
que todos nos podríamos preguntar si en el pasado hemos tenido un
cien por ciento de éxito en esta esfera. El arte de ser profesor se puede
resumir de una manera muy simple: es enseñar a los chicos a que se
enseñen a ellos mismos; enseñar a los muchachos a que ellos mismos
se enseñen cómo han de vivir, cómo han de rezar, cómo han de
trabajar, cómo han de dirigir sus vidas, cómo han de asumir una
responsabilidad, etcétera. Y nosotros hemos de aprender qué es lo que
podemos confiar a los muchachos y cuándo necesitaremos intervenir
para mantener el equilibrio. El equilibrio implica saber lo que está
pasando: qué es lo que podemos confiar a los muchachos y en qué
momento necesitamos tomar las riendas en nuestras propias manos. El
equilibrio significa saber lo que pasa, actuando en algunos casos y en
otros haciendo parar la marcha de la acción.
Ser profesor es un arte difícil y también noble. Es difícil hasta el
punto que siempre hemos de ser principiantes. Reflexionando sobre mi
propia experiencia, muchas cosas las haría ahora de una manera
totalmente distinta. Pero es un arte que se debe aprender, en parte por
experiencia, y en parte, de aquellos que ya la han hecho. Y esto es muy
importante. Yo aprendí a administrar la casa de losotros siete
91
administradores, como se hacía entonces. Cuando somos jóvenes en el
equipo, hemos de ser sensibles a la experiencia de los que nos han
precedido, y mirad que hay una gran cantidad de experiencia en la
comunidad.
Solamente añadiré que una gran fuente de satisfacción en nuestro
colegio es la relación que hemos establecido con los muchachos.
Es ciertamente algo precioso y lo hemos adquirido con razón: lo
hemos aprendido de aquellos que iban delante de nosotros. Ellos
establecieron una maravillosa relación y un equilibrio que nosotros
hemos heredado. Pero es algo que necesitamos vigilar, proteger y
guardar como un tesoro. Hemos de tachar un equilibrio frívolo, estar
en guardia contra una excesiva familiaridad, haciéndonos como «uno
más entre los chicos», obteniendo así un falso éxito. Un cierto
desprendimiento, un cierto control de uno mismo, la capacidad de
decirse «no» a uno mismo conservando, sin embargo, cordialidad y
amistad: ahí hemos de encontrar la llave para todo lo que podamos
hacer por los chicos. Pero la nuestra, es una tradición preciosa que
fácilmente podría acabar mal.
De la misma manera que el abad no puede llevar la dirección del
colegio, por lo que delega a un director, tampoco el director puede
dirigir cada uno de los departamentos. El también ha de delegar. Pero
recordemos que básicamente es el director el que dirige el colegio, y
esto lo hace por medio de un equipo. Pero el equipo está organizado
jerárquicamente: administradores, prefectos de los alumnos más
antiguos y otros oficiales. Y éstos, los administradores, los prefectos y
los otros oficiales, deben saber cuándo han de remitir las cosas al
director. Han de saber en qué momento las cosas que van siguiendo su
curso han de pasar al examen del director: en este caso la equivocación
estaría más bien en hablar demasiado que no en hablar demasiado
poco.
Naturalmente, hay cosas que no se pueden remitir; cosas oídas bajo
secreto de confesión, por ejemplo, un caso claro. Cosas también que
podrían clasificarse como «confiadas en secreto». Pero el trabajo del
colegio es un trabajo de equipo: toda la comunidad debe sentirse
corporativamente y colectivamente responsable de todo lo que pasa en
el colegio. Se ha de crear una comunidad que se considere como
formando parte del show, del espectáculo. Digo que el colegio está
92
organizado jerárquicamente, porque en una empresa tan enorme como
ésta no podría ser de otra manera; pero cada uno tiene que desempeñar
un papel, ha de aportar una contribución. Las ideas y las opiniones de
cada uno son importantes y han de ser escuchadas. El director recibe a
los miembros de la comunidad y a todos los de su plana mayor que
van a hablar con él sobre el colegio y sus problemas, por más que es
una persona cargada de ocupaciones. Aunque esto no lo he hablado
con él, estoy seguro de que lo que digo es lo que él desearía que dijese:
que, aunque tiene muchas ocupaciones, nadie tendría que hacer de esto
un motivo para no molestarlo; si tenéis algo para decirle o deseáis que
él os dé alguna explicación, tendríais que ir. Me aterroriza oír decir a
la gente: «Oh, el abad está terriblemente ocupado, no debemos
molestarlo». Esto no está bien. Si al abad hubiera de molestársele,
debe ser molestado. Y lo mismo vale para el director.
Al abordar el nuevo curso, varias personas deben estar fuera del
monasterio, ausentarse del coro y apartadas de la rutina de nuestra vida
de monjes. Cuando era junior y joven sacerdote, acostumbraba a
pensar: «Bien, se van. Esto significa el final de su vida monástica
hasta la vigilia de navidad; y de todos modos, probablemente aun
entonces estarán fuera». Después aprendí que de ningún modo es así.
Aquí, una casa tiene el monasterio por modelo. 13 El prefecto de la
casa es algo así como el abad, que vive en su comunidad: la casa. ¿Por
qué? Para enseñar a los muchachos a ser cristianos entregados; y
también el arte de vivir en comunidad. Esto es lo que él intenta hacer
por sus sesenta muchachos, más o menos. Por esto está él allí con
ellos. Cuando rezaba mi oficio, me gustaba pensar que era la
contribución particular de la pequeña comunidad en la alabanza a Dios
de la iglesia: la comunidad cuyo centro es la misa de la casa y las
oraciones comunes. Acostumbraba a pensar que el modelo eran los
doce monasterios benedictinos en Subiaco. Espero que esto no resulte
ingenuo o fantástico, pero significaba mucho para mí, y tenía sentido.
Como padre de esta pequeña comunidad, enseñaba a sus miembros a
vivir la vida cristiana y a ser miembros de una comunidad. Estaba allá
como su sacerdote, como si presidiera una pequeña parroquia. Y ésta
es la razón por la que he estado siempre en contra de la idea de hacer
asistir a misa a todo el colegio en un mismo lugar, todos al mismo
tiempo.
93
Algunos no pueden asistir al coro porque nuestras obligaciones nos
llaman a otra parte. En un monasterio ideal, en un mundo ideal, todos
podríamos asistir al coro y también podríamos llevar a cabo nuestras
tareas monásticas. De verdad, este es un ideal que nunca deberíamos
perder de vista; pero mientras tanto, cada individuo ha de soportar el
peso de interpretar la parte que le toca en el coro monástico, tan lejos
como le sea posible. La misa conventual es un buen ejemplo, porque
mi punto de vista ideal es que todo el convento estuviera presente a
esta misa. Espero que un día esto será posible. Aunque no podamos
asistir siempre, es y sigue siendo la responsabilidad corporativa de
toda la comunidad, que la misa, centro del día monástico, sea
celebrada dignamente y con la seriedad que corresponde a un acto que
se hace por el honor y por la gloria de Dios. Por lo tanto os urjo,
reverendos padres, a que cuando hayáis ordenado vuestro horario, lo
repaséis cada uno de vosotros y anotéis los días en que con toda
honradez os es posible asistir a la misa conventual, aunque sea a costa
de alguna molestia o de algún esfuerzo extra en otro momento del día.
Tal vez no podáis anotar sino un día, o posiblemente dos o tres, pero
haced la decisión de asistir a la misa conventual los días que hayáis
anotado, y perseverad. Si cada uno acepta este modo de ver —que la
misa conventual es nuestra responsabilidad corporativa— nuestros
principios estarán en orden.
A parte del principio en sí mismo, hay razones prácticas para esto,
ya que precisamente en este año va a ser difícil hacer que las cosas
marchen. Pero ahora habrá otro principio para los cantores. He
hablado de esto con el director y nos hemos puesto de acuerdo en que
cuando el trabajo es señalado por él o por los prefectos, algunos
padres podrían estar disponibles algunos días para mantener el canto.
Y así, en vez de dejar la responsabilidad de la asistencia a la misa
conventual al abad o al prior, teniendo que ir a la caza de las
personas, ahora será —como lo fue siempre o lo habría tenido que ser
— la responsabilidad corporativa de todos.
Ahora debo proseguir con algunos puntos particulares, pero antes
de hacerlo me gustaría citar a san Benito: «Por lo tanto, vamos a
establecer una escuela del servicio del Señor y, al fundarla, esperamos
no disponer nada duro o pesado. Pero si por una causa razonable,
como es la enmienda de un vicio o la conservación de la caridad,
94
hubiéramos de disponer algo más estricto, no te desanimes ni huyas
del camino de la salvación, cuya entrada es estrecha». No me gustan
las listas inacabables de prescripciones. Por otra parte, para conservar
la caridad y la disciplina, es decir, para la marcha sin tropiezos de lo
que está establecido, es necesario tener claros ciertos puntos. Pero que
los anima el mismo espíritu que «acabo de decir sobre la misa
conventual: se trata de nuestra responsabilidad corporativa.
Un último punto. Durante estos tres últimos años me he inquietado,
sin saber qué hacer, por el número de monjes que salen del
monasterio, durante el año, por navidad y por pascua. Para la marcha
eficaz del colegio es necesario salir para trámites, para reuniones de
profesores de ciencias, y demás. Esto es sumamente deseable. Y con
toda franqueza, algunas personas necesitan salir, simplemente por
salir. Reconozco todo esto y no deseo perjudicar la marcha eficiente
del colegio ni la salud de los hermanos. Pero dicho esto, desearía que
aprendiéramos a relajarnos aquí, más de lo que lo hacemos durante las
vacaciones, con el sentimiento de que retirarse al monasterio, asistir al
coro, y tomarse la vida más pausadamente, puede ser también
relajante. Podemos caer en un estado mental en el que no podemos
relajarnos a no ser que salgamos, y esto es malo para nosotros. Y no es
bueno para la comunidad: porque cae fuera de lo ordinario el hecho de
que nunca nos encontremos juntos, y si surgen desavenencias, es
simplemente porque las personas están ausentes. Si estáis fuera la
mayor parte de las vacaciones de navidad y pascua, y todo el mes de
agosto, es fácil perder el contacto respecto a lo que la gente piensa, a
lo que les preocupa, y demás. Y esto va especialmente para los
prefectos de casas y otros sumergidos en el colegio: no proporcionan
una oportunidad a los miembros más jóvenes de la comunidad para
que los puedan conocer. Tendría que ser como una circulación a doble
carril.
No puedo dictar reglas o principios respecto a esto. Me
desconcierta dar con la manera de abordar el problema. Pero tal vez
podríamos pensar todos sobre esto y no estar tan fácilmente dispuestos
a tener ganas de salir. De nuevo lo repito, no se trata de reglas y
reglamentos: es cuestión de calar el espíritu y la expectativa, queridos
padres, de que a partir de ahora, más que la respuesta «Sí», preferiríais
recibir como respuesta «No».
95
Ser profesor en el colegio, como la mayor parte de las cosas que
hacemos por Dios, es un trabajo de «iceberg». Tal vez sea muy poco lo
que se ve en la superficie, pero muy profundamente, bajo la superficie,
hay algo que se va haciendo y que es muy, muy importante en la vida
de un muchacho. Un verdadero contacto con hombres dedicados a
Dios, conocidos como hombres dedicados a Dios y vistos como tales,
tiene más valor que todo lo que nosotros pudiéramos decir o hacer.
Los muchachos son muy perspicaces: son muchísimo más agudos de
lo que pensamos, y saben reconocer si el hombre que cuida de ellos, o
con el que ellos tienen que tratar, es auténtico o no. Pequeñas cosas
pueden ejercer en los muchachos un efecto tremendo. Años más tarde,
un hombre de veinticinco años, digamos, vendrá a vuestro encuentro y
os dirá: «Siempre me acordaré de la primera cosa que Ud. me dijo. Yo
llegué muy nervioso y preocupado de venir al colegio, y Ud. me
dijo...». Tú, probablemente, no lo dijiste, o lo has olvidado, o fue algo
muy trivial. Pero esto es lo que uno descubre trabajando como
profesor en un colegio: son las mil y una cosas que uno dice o hace las
que tienen una importancia y producen un efecto fuera de toda
proporción. Es por esto por lo que vale la pena ser profesor: todo
ayuda a la construcción de una vida. Lo que importa es lo que somos.
Las cosas pequeñas son las que cuentan.
Una campana toca para el Oficio monástico del coro. Pero si yo
continúo charlando sobre si esto debería ser así o asá, o así o asá en la
formación de los equipos en el partido de rugby de mañana, o sobre si
deberíamos llevar pantalones con tirantes o no, esto no es tan
convincente como la obediencia a la campana. Cuando los muchachos
ven que, como monjes, somos disciplinados y deseamos vivir
plenamente nuestra vida monástica, esto produce un impacto mayor
que el ir dando vueltas a lo que sea. Lo importante es lo que ellos ven
que somos.
Así pues, queridos padres, solamente podremos ser hombres de
Dios si somos hombres de oración. Seamos hombres de oración, y
entonces seremos buenos monjes y, necesariamente, buenos
profesores.
96
3. «...contemplata aliis tradere...»
La vida monástica es, por encima de cualquier otra cosa, una
búsqueda de Dios. No consiste en la adquisición de las virtudes o en
fomentar una integridad moral; no consiste en llevar la cruz, ni en ir
decididamente al trabajo; ni en vivir bajo la obediencia; no
proporciona al individuo un ambiente para descubrirse a sí mismo y
trabajar para desarrollar su propia espiritualidad. Cada una de estas
cosas constituiría una visión parcial de lo que es el monacato. Son
parte componentes; medios, no fines. La finalidad es la búsqueda de la
unión con Dios. En nuestro trabajo pastoral, nuestra tarea como
monjes es, tal como lo formulé en ocasión de la renovación de los
votos, contemplata aliis tradere: comunicar a los demás las cosas que
han sido contempladas.
La contemplación no consiste solamente en mirar a Dios; para la
mayoría de nosotros, ahora in via,consiste en buscar a Dios, y si de
vez en cuando se nos concede alguna «visión» de él, esto será
solamente un vislumbre otorgado por la gracia en lo que siempre será
una «nube de desconocimiento». Así pues, cuando uso el término
«contemplación» lo uso en el sentido de buscar a Dios. Esta búsqueda
de Dios se hace a través de, con y en Cristo, en unidad con el Espíritu
santo, de manera que en esta verdadera vida de la trinidad, podemos
tributar todo honor y toda gloria a Dios, Padre todopoderoso. Creo que
ésta es, en pocas palabras, la esencia de la vida monástica.
Es una búsqueda de Dios en comunidad. Este es un valor que se ha
puesto de relieve en estos últimos años, y con razón. Y aunque piense
que es verdad, que en el pasado nos hayamos podido sentir satisfechos
precisamente de nuestra caridad como comunidad, sin embargo vamos
a necesitar cada vez en mayor medida un sentido de comunidad, una
conciencia de comunidad, un comprometerse en la comunidad. Sí,
nuestra búsqueda de Dios es una búsqueda de Dios en comunidad, y es
a la luz de esta idea como me gustaría proponer algunos cambios
litúrgicos en nuestro modo de vivir. Estos cambios, en un sentido, son
de naturaleza relajantes, pero en otro sentido son racionalizaciones, y
creo que se han de justificar. Hoy en día, la iglesia está agitada, de esto
estoy cierto; y estoy totalmente convencido que de aquí a uno o dos
años habrá un gran número de vocaciones para la vida religiosa.
97
Igualmente estoy totalmente convencido de que los jóvenes no
vendrán al monasterio para ser monjes, a no ser que se dé un reto
distintivo, y, si puedo decirlo así, a no ser que la vida se vea como algo
que vale la pena, en la que un hombre puede ofrecerse a sí mismo y en
la que hay un elemento de sacrificio. En estos últimos años se ha
perjudicado a la vida religiosa pensando que la renovación es en cierta
medida un dejarlo pasar casi todo y una relajación general. Esto ha
sido un grave error.
Nuestra oración coral es importante y, como ya sabéis, algunos de
nosotros hemos participado en grupos de oración, y estoy seguro que
esto tendrá futuro: y ciertamente, es algo que vale para el presente.
Una de las razones por lo que lo introduje, es porque el mundo va a
tener que aprender a orar, y no pienso que el hombre moderno esté
hecho para aprender a orar por medio de sermones: aprenderá a orar
creando en sí disposiciones para la oración, y únicamente creará en sí
mismo disposiciones para la oración si inicialmente ora con algún
otro. Y me parece que son los grupos de personas que oran juntos los
que van a difundir, como lo hicieron en otro tiempo, el «asunto» de
la oración. Esta es una de las razones por lo que deberíamos hacerlo,
intentar comprender lo que sucede. Cuando abrimos la boca en
nuestros grupos de oración, me parece que no hemos descubierto
todavía la manera de hacerlo, pero creo que todos hemos abierto la
boca suficientemente, incluyéndome a mí mismo, para saber qué es
lo queno se ha de decir. No tendríamos que predicarnos homilías los
unos a los otros; ni tendría que ser un ejercicio estimulante de la
conciencia practicado en comunidad; no tendríamos que tolerar el
asemejarnos a un grupo de terapia; ni tendríamos que ser como gente
que nos estamos descubriendo a nosotros mismos en profundidad; ni
tendríamos que ser como quien está orientando a Dios hacia
nosotros; ni tendríamos que limitar nuestra visión de Dios como
alguien que está «allá arriba», y que conviene que nos comprenda
hoy. ¿Qué es nuestra oración? Es una búsqueda de Dios en
comunidad, esencialmente en silencio. Creo que se ha causado un
perjuicio al dejarse de considerar que la oración, en primera
instancia, es una espera de Dios en silencio. Esto me parece que es lo
que tendría que ser en sumo grado la oración monástica. Cuando las
98
personas abren la boca en esta clase de oración, es para romper el
silencio en vistas a prepararse para el próximo silencio.
Lo que necesitamos es que la gente diga qué aspecto de Dios, o
qué aspecto de la vida cristiana les ha impresionado, de manera que
iluminen y ayuden al resto del grupo. Ha de ser teocéntrico,
cristocéntrico, más que un pequeño grupo interesado en su pequeño
mundo, en sus propios problemas. Hemos hecho un buen trabajo, y
me parece que nos va a compensar a un buen número de nosotros.
Por encima de todo, creo que nos ayudará a redescubrir el «alma» de
la oración vocal comunitaria.
Nuestra vida es oración comunitaria; nuestra vida es trabajo
comunitario. He llegado a ver cada vez con más claridad que en los
escritores monásticos que desvalorizan el «trabajo» hay un peligro.
Después de todo, si pensáis, en lo que hacéis cuando trabajáis,
participamos de la acción creadora de Dios. Y esto es algo
maravilloso. Y ¿qué cosa hay más creativa que la educación? ¿Qué
cosa hay más creativa, que se asemeje más a Dios, que el imprimir la
imagen de su Hijo en otra persona? Y esto es lo que hacemos
nosotros. ¿Qué podrá haber de más creativo aunque no sea más que
conseguir que otra persona aprenda y conozca? Cuanto más conozco
más participo de la mente de Dios; así como cuanto más amo, tanto
más participo de la actividad del amor de Dios. Y de esta manera, a
un nivel muy elevado, hemos de ver nuestro trabajo monástico, como
una participación de la creatividad de Dios mismo. Así pues, os urjo
que os dejéis guiar por esta verdad vital en todo lo que penséis
referente a vuestro trabajo.
No creo que Dios bendiga a una comunidad monástica que no es
obediente; no creo que el trabajo de un individuo sea bendecido si no
se hace de acuerdo con la obediencia. Y, ciertamente, no será
bendecido si va contra los deseos expresados por un superior, por
equivocado que esté o por estrecha que sea su visión. Cuando nos
hicimos monjes sabíamos que seríamos gobernados por hombres con
limitaciones: temperamentales, intelectuales y demás. Esto es lo que
aceptamos; lo sabíamos. Y creedme, cuanto más viejos nos hacemos,
más sorprendidos quedamos cuando miramos a los de nuestra edad
que ocupan puestos de autoridad, y vemos lo limitados que realmente
son. Esto es un hecho. Y digo esto, no porque todos nosotros nos
99
hayamos pervertido respecto a esto; pero una mala doctrina puede
penetrar y extenderse rápidamente, y quiero estar totalmente cierto de
que esto no pasa aquí. Por ejemplo, la doctrina que afirma que si un
superior hubiese conocido todas las circunstancias, no lo hubiera
dispuesto como lo ha hecho, y en consecuencia, soy libre para no
tenerlo en cuenta: esto, creo, es falso. Otro error es que una orden dada
sólo puede llevarse a cabo dentro de todo el contextode lo que se debe
hacer. Esto parece también razonable, pero es peligroso. También hay
la doctrina que dice que la ley de la caridad ha de prevalecer siempre
por encima de las reglas de obediencia. Esto es muy peligroso, porque
puede ser verdad. Lo que intento decir es que se daría o se dará muy
raramente el caso en que decidamos que la ley de la caridad debe
prevalecer sobre las reglas.
Continuemos con esta cuestión de la obediencia. Querría
recordaros, padres, que lo que acabo de decir no pretende perjudicar,
desde luego, el uso de la iniciativa o del sentido común. Preferiría que
una persona fuera desobediente a que tuviese a menos la obediencia;
prefiero más que uno diga honradamente: “no voy a hacer esto por las
buenas” que no que desacredite la doctrina. He llegado a ver cada vez
más y más lo central que es precisamente la obediencia en la vida
religiosa. Un religioso obediente ha adquirido una libertad interior.
Mirad siempre la obediencia como libertadora y como algo que nos
configura a Cristo.
Voy a añadir algo respecto a la organización del trabajo. En la
industria, la definición de una tarea determinada, normalmente no es
dada por el empleado; normalmente un hombre se emplea para llevar a
cabo una tarea definida por otro. Y tanto en la industria como en el
comercio, se prevé que el individuo usará de iniciativa, tendrá un plan,
tendrá libertad. Pero no podréis dirigir eficientemente una sección,
pongámoslo a este nivel, a no ser que la gente esté preparada a realizar
su tarea de la manera indicada por la autoridad. Y cuando lo que tú
piensas choca con lo que piensa la autoridad, entonces, en interés de la
eficacia, aparte de cualquier otra cosa, uno se ha de someter al punto
de vista de otro. Frecuentemente la gente realiza su trabajo de una
manera que la autoridad superior no conoce, o tal vez no desee, de
manera que uno ha de ser sensible para preguntar si esto es lo que se
desea. En un nivel más profundo, si intentamos planificar nuestras
100
vidas, hacer nuestras propias vidas, llevar a cabo nuestro trabajo como
nos gusta, lo podemos hacer más fácilmente que adoptar una total
disponibilidad, sumisión, que es la liberación definitiva de nuestra
mente y la señal de que el amor de Dios habita en nosotros.
Disponibilidad y sumisión no tendrían que significar fuerza, pena,
agonía, lucha, sino alegría, porque definitivamente no me busco a mí
mismo, ni promuevo mis propios intereses, sino que busco al Señor. Si
adquirimos esto correctamente en nuestra vida de oración,
correctamente en nuestros corazones, resultará que lo ejecutaremos
correctamente en la práctica. Por lo tanto no hemos de trabajar por
competencia; ni hemos de utilizar nuestro trabajo para ascender; ni
utilizar nuestro trabajo para hacernos ver, ni para encontrar en él
nuestra realización, porque nuestro tesoro está en otra parte.
El ideal que acabo de proponeros es elevado, reverendos padres, y
siento pesadumbre y temblor cuando considero el atrevimiento que he
tenido para deciros esto yo, que he cometido estos errores evidentes a
lo largo de toda mi vida. Acaso sea por el hecho de haber cometido los
errores por lo que uno puede mirar atrás y darse cuenta de que fue una
lástima. Pero lo que yo querría que retuvierais es esta visión tremenda
del trabajo como participación de la creatividad de Dios. Esto se
tendría que ponderar. Las facultades que yo tengo, sean cuales fueren,
son facultades que Dios mantiene, y yo actúo como un instrumento
divino para hacer lo que él quiere que yo haga. Este pensamiento es
formidable, y no hay una manera más elevada de realizarlo que por
medio de la educación, la comunicación; y nada hay de más elevado
en la educación que transmitir a los demás un sentido de Dios. En esto
consiste nuestra vida:contemplata aliis tradere.14
4. Devoción
He estado pensando sobre renovación, renovación monástica.
Mientras que por una parte, sería odioso estar satisfecho de como va
nuestra vida aquí, se ha de reconocer, sin embargo, que hay un buen
número de cosas que marchan bien. También sería odioso ser
hipercrítico respecto a la manera como se efectúa la renovación en
otros monasterios u órdenes religiosas. Pero creo que tal como lo he
101
sugerido ya en otras ocasiones, en muchos casos las comunidades
corren el peligro de cometer un error muy grave, si van demasiado de
prisa en lo que podríamos llamar una dirección permisiva. Los que han
intentado conscientemente hacer la vida más fácil a sus miembros, me
parece que están cometiendo un grave error. Ciertamente, creo que hay
una correlación entre el reclutamiento y las exigencias que una orden
requiere de sus miembros. Ahora voy a intentar explicar lo que me
parece que presupone la exigencia. Y en tanto en cuanto nos atañe, hay
un principio orientador con el que puedo contar: que cualquier cosa
que hagamos, planeemos, o cambiemos, hay cinco cosas a las que
hemos de permanecer fieles, si hemos de seguir siendo algo de lo que
hemos sido, si realmente y a fin de cuentas hemos de continuar. Las he
mencionado antes, y no necesito excusarme de volver a mencionarlas
de nuevo, por lo importantes que son: oración, obediencia, trabajo
intenso, vida comunitaria, pobreza. Estas son las cualidades básicas,
esenciales que ha de tener nuestra vida monástica.
Más aún, una cuestión que suena como un desafío me ha sido
propuesta dos veces en los últimos diez días por personas que se
sienten atraídas por la vida monástica; ciertamente es digno de
admiración. La cuestión propuesta, la indecisión que sienten, su
problema, se reduce a lo siguiente: «En cierto sentido ¿no habéis
optado; no habéis creado para vosotros un ambiente agradable en el
que evitáis ampliamente el género de responsabilidades que nosotros
hemos de soportar en la batalla que es para nosotros la vida de cada
día?». Mi pensamiento se dirige a X, casado hace diez años, siendo ya
algo mayor, padre de cinco hijos; perdonad que insista, cerca de los
cincuenta años, sobrecargado de inquietudes y problemas. O Y,
enloquecido por una salud enfermiza, consciente de haber cometido un
error casándose y habiendo de pasar el resto de sus días con una mujer
incompatible, y ella con un esposo incompatible a su vez. O Z, que
ejerce un empleo que no le gusta, y que para él es una gran prueba; no
puede cambiar a su edad; tiene un hijo subnormal. ¿Por qué X, Y, Z?
La mayoría de nosotros tenemos casos semejantes en nuestra propias
familias; y ciertamente, si nos ponemos a pensar, X, Y y Z podríamos
haber sido tú y yo. Sí, cuando se plantea esta cuestión, a uno se le
ocurren estos ejemplos, que se pueden ir multiplicando una y otra vez.
102
Mi respuesta es: Sí, tenemos muchas ventajas: tenemos tres
comidas diarias aseguradas, tenemos un techo sobre nuestras cabezas,
estamos vestidos, vivimos en compañía de personas orientadas hacia
un mismo fin, tenemos nuestra ancianidad asegurada. Y proseguiré
diciendo que solamente puede haber una justificación del don de Dios
que significan todas estas cosas maravillosas, estas grandes ventajas,
siendo así que la mayoría de los hombres no las disfrutan. Esto
solamente puede justificarse, digo, bajo el supuesto de que vivimos
una vida que re-quiere exigencias de nosotros de la misma manera que
la vida ordinaria requiere exigencias de vosotros. Y en nuestra vida
monástica, los dos terrenos en que se nos exige son nuestra vida de
oración y nuestro trabajo. La oración tiene sus exigencias, y cuanto
más responsable es una vida de oración, tanto más nos exige el Señor a
través de ella. Y el trabajo tiene sus exigencias porque trabajamos
durante largas horas: trabajamos intensa-mente, en siete días hacemos
el trabajo que corresponde a más de siete. Y hasta cuando no estamos
comprometidos a trabajar con tanta intensidad, hemos de cumplir
igualmente nuestras obligaciones: el Oficio coral. Y también hay las
reivindicaciones de los votos tradicionales de castidad, pobreza y
obediencia.
En los primeros años de la vida monástica son las cosas pequeñas
las que parecen pesadas, pero después, son las cosas más importantes.
La castidad, la pobreza y la obediencia, en el curso de los años, pueden
ser pruebas mayores de lo que eran al principio. Y ahora empiezo a
preguntarme si lo que estoy diciendo es convincente. Hay una especie
de desagradable ir machacando detrás de mi pensamiento que tal vez
sea la manera como tendría que ser, pero en mi caso,
desgraciadamente, no lo es.
Todo lo que he mencionado: las reivindicaciones de los votos y las
exigencias de nuestras actividades, pueden presentarnos con las
mismas posibilidades de heroísmo o terca intrepidez que la gente del
mundo han de sacar de sí misma en diversas circunstancias de sus
vidas. A veces me pregunto a mí mismo, ¿por qué la vida humana
tiene sus exigencias? Entonces me acuerdo de los estremecimientos
que nos sobrecogen cuando hablamos de las dificultades de la vida
monástica, o cuando se menciona la cruz, y reconocemos que la vida,
una vida monástica, edificada sobre una especie de masoquismo
103
espiritual, sería una perversión de lo que tendría que ser el monacato.
Reconocemos en nosotros un espectro curioso, acechante, en lo
profundo del espíritu, cuando tenemos la impresión de que de alguna
manera, aunque las cosas vayan bien, debe haber algo que va mal; o
que si la vida no es horrenda, no puede ser buena. Este es un espectro
que también debe ser exorcizado: tú no puedes basar una vida humana
o una vida monástica en esto. También hay un sentimiento en
nosotros, que nos afecta; un sentimiento, no algo racional, de que
cuantas más cosas hagamos más virtuosos somos; cuantas más
oraciones recitamos, más virtuosos somos, y así. Este principio no es
teológico y no tiene ninguna base en la escritura ni en la tradición. Tal
como ya sabemos, el principio del mérito es la caridad, no la cantidad
de cosas que hacemos, soportamos o decimos en nuestras oraciones.
Sí, el principio del mérito es la caridad. Y habiendo dicho esto, se ha
de admitir que la devoción a la oración y al trabajo es una señal de
caridad, una señal de vida.
Estoy cierto del papel vital que desempeña el trabajo en nuestro
estilo de vida monástico. Sin trabajo, dejaremos de ser lo que hemos
sido, y más aún, dejaremos de ser. Y el trabajo hecho por los
hermanos no es un salir de sí mismo para darse a la actividad, podría
serlo; ni es una escalera que se ha de subir, como el que quiere
sobresalir en una carrera. Es una participación de la creatividad de
Dios; el fluir, en la actividad, de nuestro amor a nuestro Señor y
Maestro, y a nuestro prójimo. Es una devoción desinteresada a los que
servimos en el colegio, en las parroquias o en cualquier otra parte.
Recordamos con admiración, para fijar la atención en un monje de
nuestro pasado, al H. Stephen Marwood: claramente un hombre de
Dios, un hombre que alcanzó un nivel muy alto de oración, y sin
embargo, entre nosotros, fue uno de los hermanos más ocupados y
más dedicado. Hasta el día de hoy se le cita como quien ha ejercido
una profunda influencia. Y me parece que fue la figura representativa,
y fue solamente uno, del tipo de monje más excelente que ha
producido esta casa. Como digo, solamente lo tomo como figura
representativa..Podría haber mencionado otros nombres, pero surgió
él: qué persona más plenamente humana, tan eminentemente humano
y humanitario.
104
Y si continúo hablando de ser humano en la vida monástica, y esto
lo digo no como un reproche, ni con la implicación de que nosotros no
tengamos estas cualidades, me gusta pensar que las cosas sobre las que
voy a hablar son una descripción de lo que nosotros estamos
intentando ser, y de lo que la mayoría de nosotros somos la mayor
parte del tiempo. Pero las cualidades más delicadas, si las podemos
llamar así, son importantes: ser considerado, precavido, disponible,
formal, dispuesto a colaborar, útil, jovial, aceptado y acogedor;
sensible para con los demás, que sabe perdonar, generoso,
desinteresado. Bien, todos tenemos nuestra lista de cualidades, lo que
pensamos que podría constituir un ser humano excelente y un
excelente monje, y no creo que ninguno de nosotros pudiera tener en
poca consideración estas cualidades. Pero ahí están como ideales
formidables para todos nosotros: consideración, capacidad de
perdonar, desinterés para uno mismo, generosidad. Estas son las
cualidades más delicadas, más atractivas, sin las que no hay vida
verdaderamente humana, ni vida monástica tolerable. Pero una vida
monástica ha de dar también al monje un sentido de responsabilidad, y
aquí me voy a referir a tres puntos.
En primer lugar, he de ser capaz de entregarme a mi vocación por
toda la vida; y habiéndome entregado, perseverar pase lo que pase. Y
las personas, los jóvenes, en general, se muestran vacilantes en dar
este paso. Pero cuanto más avanzo en la vida, me voy dando más
cuenta de que la vacilación es una señal de inmadurez, porque se llega
a un punto en el que uno ha de ser capaz de dar un paso responsable de
este género y perseverar en él, venga lo que venga. El otro día
encontré a una señora que había llegado ya a los setenta años. Ha
pasado y está pasando una vida horrible, no es católica; una vida
horrible con un marido pendenciero, algo desequilibrado diría. Ella
decía: «Podría abandonarlo, padre, podría; pero no lo haré a causa de
mis votos». Tal era su lealtad y devoción a una promesa, hecha hace
unos cincuenta años, y que le ha proporcionado poca satisfacción,
poca alegría.
Existe otra forma de esta responsabilidad, o de esta cualidad
responsable, que me gustaría exponeros: ser digno de confianza. No
serás una persona responsable, a no ser que los otros puedan contar
contigo; de manera que cuando se te confía una tarea, uno puede estar
105
seguro de que será llevada a término, y estará bien hecha, con
perseverancia y eficiencia. Me parece que esto es importante en
nuestro trabajo, en nuestro trabajo en el colegio.
Y el tercer nivel, que recubre este terreno de la responsabilidad, se
refiere a toda la cuestión de afrontar las propias obligaciones, los
propios deberes, de una manera viril y valiente. Pensad en el efecto
tremendo que hace un monje que ha salido con un grupo de chicos, o
que está de vacaciones, y se retira para rezar su Oficio, se retira para
orar. Y esto no es acción consciente, como no lo fue la de aquel otro
de nuestros padres, que echó al aire su libro, y dijo: «Ahora me he de
cargar con la piedra de molino». Digo esto porque me parece que los
más jóvenes se eximen a sí mismo demasiado fácilmente del Oficio.
Nunca he buscado informarme de si cuando participáis en una salida
o en un camping, o cosas de este género, os retiráis aparte unos
cuantos metros, para rezar una «hora menor». Esto produce una
profunda impresión en la gente. Uno no lo ha de hacer por esto, sino
porque se toma con seriedad y responsablemente su vida de oración,
tal como se nos exige. Nos escabullimos para rezar el Oficio como
una madre podría escabullirse para ir a planchar la colada.
Siento una incomodidad creciente con respecto a la pobreza en
nuestra congregación y en nuestra confederación. Es uno de estos
temas difíciles porque no tenemos muy claro de qué manera, con
nuestras obligaciones, con nuestro trabajo, podemos realmente dar
testimonio de una pobreza que sea verdaderamente evangélica.
Podemos reunirnos para discutir esto, y hablar y hablar y hablar. Lo
que yo urgiría es que guardáramos como un tesoro las formas
tradicionales de expresar nuestra pobreza. Tendríamos que ser
escrupulosos cuando se trata de pedir permiso para cosas que se nos
han dado o nos han enviado; o para pasar cuentas cuando hemos
estado de viaje o de vacaciones —y dicho sea de paso, esto va bien.
Tendríamos que disuadir de que nos hicieran regalos, especialmente
regalos superfluos, sin herir desde luego, a los que desean
hacérnoslos. Sí, es importante no pedir a la gente que puede dar. Me
parece que no hay cosa más horrible en la iglesia que un sacerdote
pesetero. No creo que aquí tengamos sacerdotes peseteros.
Otro aspecto de la pobreza que tendríais que tener presente es el
no olvidar de dar las gracias a una persona cuando os da alguna cosa,
106
especialmente con una carta de agradecimiento. El «dar gracias» no
se puede decir que sea una virtud evidentemente clerical. A veces es
difícil decir “no”; pero en general, tendríamos que hacer desistir a la
gente de que nos den cosas. Lo que quiero indicar es que nuestro
estilo de vida, nuestras actitudes, nuestras reacciones, nuestros valores
—éstas son todas las palabras— han de dar testimonio de la presencia
de Dios, de la presencia del reino de Cristo, más que no de un estilo
de vida modelado a la manera de como viven los seglares. ¡Es difícil
juzgar sobre esto! Pero permitidme que os recuerde que si abandonáis
los vestidos clericales —en las vacaciones, por ejemplo—
rápidamente os identificáis con el estilo de vida que hombres
prudentes y sensibles se guardarán bien de llamar monástico. Es
difícil definir lo que significa frugalidad y simplicidad de vida; y
naturalmente, dadas las diferencias de ambientes y de educación entre
nosotros, nuestros puntos de vista serán diferentes. En general, hemos
actuado correcta-mente en esto. Sin embargo, es algo precioso que
hemos de conservar. Creo, padres, que éste es todo el espíritu de este
capítulo. Tenemos valores preciosos, que nos han legado nuestros
predecesores. Pero se han de conservar con solicitud, con amor, y con
un cierto orgullo. Sea lo que fuere lo que lleguemos a ser, o lo que
hagamos en el futuro, estas cosas deben formar parte de nuestra vida
monástica. Creo que si aflojamos en alguna de estas cosas, no
sobreviviremos; iría hasta el punto de decir que ni siquiera
mereceríamos sobrevivir. Pero porque tenemos estos valores,
sobreviviremos.
5. Simplicidad
Tenemos en nuestra comunidad, reverendos padres, gran número
de cosas por las que deberíamos dar gracias a Dios cada día. En
nuestra vida de cada día, somos conscientes de cosas que no parecen ir
fácilmente, y somos conscientes de los problemas que afronta la
iglesia y la vida monástica en nuestro tiempo. Pero sería una locura
dejarlo estar, quedarse atrás y afirmar lo felices que hemos sido. Una
de las cosas más remarcables que han surgido en estas últimas
semanas ha sido el evidente interés de la comunidad por su vida de
107
oración, ya sea en la controversia que hemos tenido sobre nuestra
liturgia, ya sea el interés que ciertos miembros de la comunidad van
tomando por movimientos de oración contemporáneos y el poder del
Espíritu. Todas estas cosas son importantes. También hemos de
reconocer que la comunidad trabaja intensa y eficazmente. No es fácil
guiar y educar a los jóvenes hoy día, vosotros lo sabéis mejor que yo.
Desde el punto de vista académico, cultural y atlético, en cuanto me es
posible juzgarlo, diría que el colegio marcha mejor ahora, como tal vez
no haya marchado nunca en el pasado. Nuestra mayor incumbencia es,
desde luego, la formación cristiana de los muchachos, y no supongo
que vosotros, los que pertenecéis a la plantilla del colegio, penséis que
habéis llegado a la perfección en esto.
También ha sido una bendición, me parece, la manera como hemos
podido ayudar a varios grupos de personas que han venido aquí, y el
trabajo generoso que han hecho los que se han comprometido con
ellos. Tal como digo, si uno mira lo que se va haciendo en la
comunidad, podemos decir: es sólido, vital y eficaz. Hubo un tiempo
en que la comunidad, en la época de mi vida más monástica, se miraba
tal vez demasiado a sí misma, y en el que la complacencia era un
peligro. Hoy día, en una época crítica, tendemos probablemente a caer
en el otro extremo: perder la confianza; mirar lo que va mal y no
edificar sobre lo que va bien. Reconocemos que, por la providencia de
Dios, es mucho de lo que podemos estar orgullosos y que puede
hacernos in adelante con entusiasmo.
Hoy en día, los monasterios van a ser cada vez más importantes en
la iglesia; de esto no hay la menor sombra de duda ; y para nosotros es
algo precioso contribuir. Como siempre, depende de que cada uno de
nosotros ayude a quienquiera que sea a alcanzar las más elevadas
metas en nuestra devoción a Dios. Hay tres terrenos en nuestra vida,
sobre los que quiero hablar brevemente, porque son fundamentales
para el estilo de vida que se lleva en este monasterio: oración,
simplicidad y frugalidad, obediencia.
Oración. La controversia sobre la liturgia ha revelado la verdad,
digna de consideración, de que la comunidad se interesa por su vida de
oración y la considera muy importante. Sin embargo, me gustaría decir
algo sobre lo que yo he dado en llamar «controversia litúrgica». En la
reunión dije que los cambios que se introdujeron en octubre fueron
108
promovidos por mí. Digo esto, porque más de una persona me ha
insinuado, algunos con más delicadeza que otros, que, de hecho, yo era
el objeto o el sujeto de un grupo de presión. Esto no es verdad: se
trataba de mis ideas —malas, por más que parece que resultan— a
excepción de dos, me parece. Yo tomo la responsabilidad por estos
cambios y pido de todo corazón excusas a la comunidad por ellos y
por la forma en que os los presenté. Pero no me gusta que se reproche
a otras personas por cosas que yo he hecho. Y me excuso sin ninguna
dificultad, porque para los superiores es cosa buena equivocarse de vez
en cuando. Hay cosas irritantes que se han de apartar de los cambios.
Recordad que formé un grupo que formuló un cuestionario; las
respuestas las encontraréis en la mesa de la sala de comunidad. Como
resultado de un estudio y después de una discusión, parece que se
requieren los siguientes cambios: Volveremos a la salmodia que
usábamos antes; tendremos la misa en el coro y no iremos al otro lado
dando la vuelta al altar. La «hora de laudes» será después de la
comunión.
En cuanto a la simplicidad y frugalidad. Me gustaría explicaros
una historieta contra mí mismo. Me parece que desde que el Crow
Hotel fue construido, hace unos veinte años, he estado allí tres veces.
Hace seis meses estuve a almorzar en este hotel, que es de los buenos.
En la mesa de al lado había un grupo que observaba a este clérigo y se
preguntaba quién podría ser. ¿Podría ser el abad de Ampleforth?
Decidieron que era imposible: un abad nunca hubiera ido a un hotel
de este calibre. Sin embargo, con el deseo de superar sus dudas uno
de ellos se me acercó y dijo: ¿Es usted el abad de Ampleforth? Y
entonces, todo fue muy divertido. Pero después, topé con alguien que
me dijo que Mary, o quien fuera, dijo que me había visto, pero que
pensó que no era yo, porque un abad, así pensaba ella, no podía estar
en un hotel de primera clase. No me avergüenza haber estado en el
Crow; pero hace que uno se pregunte qué es lo que la gente
verdaderamente razonable y sensible espera de nosotros. Podemos
muy fácilmente, en nuestra manera de comportarnos —en nuestras
actitudes, en la manera de tratarnos o que permitimos que otros nos
traten, en el ambiente en que nos movemos—, encontrarnos en
situaciones en que personas razonables nunca hubieran esperado ver a
un monje. Simplicidad y frugalidad no significa necesariamente vivir
109
en una habitación con pocas cosas: es una actitud mental, y para
nosotros es fácil resbalar en «los caminos del mundo». Hemos de
estar en guardia, no por lo que pueda decir o pensar la gente, este no
tendría que ser el motivo, sino porque un monje, tanto en su estilo de
vida como en sus actitudes, debería ser simple y frugal, en el sentido
correcto. Incidentalmente, me parece que la actitud de la señora era
equivocada, pero la idea general queda clara.
La obediencia ocupa un lugar central en la vida monástica. Cuanto
más tiempo hace que vivo como monje, tanto más pienso que es
importante el que hayamos escogido —o mejor, hayamos sido
escogidos— para una vida en la que la obediencia y el celibato son
valores importantes. Son tan contrarios a lo que nuestras naturalezas
parecen exigir para sí mismas; es decir, una total independencia en
nuestras opciones, y una total realización en el estado matrimonial. Es
importante optar por la obediencia y el celibato, pero son señales
poderosas del reino de Dios en medio de nosotros y de nuestra
dedicación. La obediencia es la señal exterior de mi determinación a
dedicar toda mi vida a Dios, mi Padre; es una expresión de mi amor a
Cristo, mi deseo de seguirlo. Es una liberación, es un quedar libre
para ser un verdadero instrumento del Espíritu. Un estudio de la
obediencia monástica inclina a admitir que ha sido influenciada por
elementos que me parece que solamente pueden ser juzgados como
no monásticos. El concepto de «como un cadáver» de la obediencia,
que, cosa bastante curiosa, pertenece a san Francisco, no es
obediencia monástica; un concepto «militarista» de obediencia, no es
monástica; la idea de «sumisión de pensamiento» no es monástica.
Igualmente es verdad que la obediencia monástica puede verse
afectada por elementos de la espiritualidad contemporánea que
pueden ser ajenos a la espiritualidad monástica; tales como la
primacía de la conciencia, el papel de la responsabilidad personal, la
obediencia como obediencia antes que nada a la comunidad; las
reivindicaciones de la caridad que sobrepasan las exigencias de la
obediencia, ciertos elementos sacados de la sicología moderna. Estas
cosas pueden, y sin duda lo harán, aportar su contribución a la
doctrina de la obediencia, pero en modo alguno tendrían que
disminuir el papel central de la obediencia en la vida monástica; y
110
mucho menos aún, deberían dar ocasión a una decepción personal y a
buscar hacer la propia voluntad.
Creo que la obediencia varía en las diferentes órdenes religiosas.
En algunas, la obediencia juega un papel menos importante que en la
vida monástica, y hay también diferentes interpretaciones. Cada orden
tiene su propio carisma; cada casa monástica, su propio carisma; y la
obediencia siempre ha representado un papel central en esta casa, y me
parece que ha sido la fuente de considerables bendiciones. Se necesita
una buena dosis de fe, una visión madura, para ver en los superiores
humanos y en las disposiciones de la comunidad la acción de la divina
providencia. Pero no podemos vivir como monjes genuinos y
verdaderamente alegres a no ser que tengamos esta fe. En nuestra casa
hay una gran tradición de obediencia, y hoy en día —como en el
pasado— se dan ejemplos evidentes que constituyen en gran manera
materia de edificación. Cada uno de nosotros deberíamos estimularnos
a nosotros mismos y animar a los otros a la consecución de la
obediencia. Dedicación a la oración, simplicidad y frugalidad —en la
actitud, el pensamiento y el comportamiento— y la obediencia, son el
legado del pasado en nuestra tradición monástica. En nuestra casa se
dan señales de muchas bendiciones de Dios, como hemos dicho antes.
Me gusta pensar que es porque nos interesamos por la oración, por la
obediencia y por la pobreza, por lo que nos vienen estas bendiciones.
De vez en cuando necesitamos reafirmar nuestra fe en estos valores,
porque me parece que para nosotros son los prerequisitos para nuestra
búsqueda de Dios, nuestro amor de Dios, y nuestro amor y servicio al
prójimo.
15.1.73
111
II VIDA EN EL ESPÍRITU
112
5. BÚSQUEDA DE DIOS
1. El deseo de orar
115
oración, igual a un hombre de Dios; y un hombre de Dios, igual a un
hombre de influencia espiritual.
12.5.67
119
3. La profundidad de nuestro ser
121
ligada a cosas que van progresando en nuestro interior y que irán
progresando en y a través de los acontecimientos de cada día.
En segundo lugar, es importante aceptar la condición de estar
aparentemente abandonado por Dios. Todos los escritores espirituales
subrayan este punto. Y qué fácil es olvidar esto cuando nos
encontramos sumergidos en la oración de insuficiencia, y cómo
compensa dar gracias a Dios por encontrarnos en este estado, cuando
nos sentimos frustrados; reconocer como cosa obvia que él piensa lo
mejor para nosotros. La historia de los dos ciegos en el camino de
Jericó tal como la narra el evangelio de san Mateo nos puede ayudar.
Es un cuadro maravilloso de lo que sucede tan frecuentemente en la
oración. Nuestro Señor viene a ellos y les dice: «¿Qué queréis que
haga por vosotros?» y ellos: «Señor, que se nos abran los ojos» 18. Este
es el estado en que nos encontramos ante Dios. Somos ciegos, no
podemos ver a Dios con nuestros sentidos, y nuestras deducciones de
lo que conocemos o pensamos sobre la misma palabra de Dios, qué
poco poder tienen para llevarnos a Dios. Somos ciegos y nuestros ojos
necesitan el contacto de la mano de nuestro Señor para capacitarnos de
ver a veces aunque no sea sino oscuramente. Hemos de reconocer que
somos ciegos, estar contentos de ser ciegos, aceptar ser ciegos.
En tercer lugar, la experiencia de la oración cuando no hay
conciencia de Dios y ninguna respuesta aparente de nuestra parte, no
nos tendría que llevar a escaparnos de la oración y a abandonarla.
Hemos de intentar, sin tensiones y sin complicaciones, dirigir nuestra
mente a Dios, en cuanto nos sea posible. Pero todo el problema está
aquí, en el hecho de que no podemos concentrar nuestra mente en
Dios. El pensamiento no puede contener a Dios. Pero, tal vez,
podamos entretenernos en alguno de los atributos de Dios: los
importantes, los que son obvios: entretenernos en el pensamiento del
amor de Dios, entretenernos en el pensamiento de la misericordia de
Dios; a veces, ir repitiendo simplemente frase del Evangelio, pequeños
retazos de oración aprendidos en una u otra ocasión, sólo para apartar
nuestra atención de otras cosas, aunque esto no pueda llevarnos de una
manera perfecta a la presencia de Dios.
He hablado de esta oración de «insuficiencia», porque estoy
convencido de que es un estado en el que se encuentra mucha gente;
un estado que puede causar depresión y hacerles pensar que la oración
122
no es para ellos. Pero sospecho que esto es una experiencia común y
que tendríamos que aceptar que es un estado en el que a menudo Dios
quiere que estemos. Es un buen estado y probablemente mucho mejor
para nosotros que la oración en la que estamos conscientes de la
presencia de Dios, sea lo que fuere lo que esto pueda significar. Es un
estado de oración válido, a condición de que en nuestras vidas
cumplamos con lo que nos toca; y en relación con esto es importante
ser fieles a la lectura espiritual. ¿No es verdad que si nuestra oración
no va bien, si nuestro gusto por la oración se debilita, lo primero que
hemos de examinar es si nos mantenemos firmes en nuestra lectura
espiritual?
Padres, la gente hoy en día desea conocer sobre la oración. Si uno
va a un retiro o a una conferencia, la gente desea oír cosas sobre la
oración. Algunos sacerdotes y monjes tienen oración, son grandes
hombres de oración que tienen un conocimiento profundo de la
oración, pero no son claros. Por desgracia, otros son claros, pero no
expertos en la oración. Pensad en la fuerza irresistible de aquellos que
sobresalen en la oración y pueden hablar de ella. Desde luego que las
necesidades de los demás no son motivo para que seamos hombres de
oración, pero ellos hacen que no olvidemos nuestra responsabilidad. A
menudo tenemos reuniones y conferencias sobre cómo enseñar
religión ¿Con qué frecuencia tenemos conferencias sobre cómo
enseñar a orar? ¿Con qué frecuencia hacemos sermones sobre la
manera de orar? Pues esto hoy en día es una gran necesidad, porque
hay una demanda. Y éste, como ya sabéis, es el hecho central
delaggiornamento, la renovación del espíritu en el pueblo de Dios; y
no hay renovación del espíritu donde no hay una vida de oración
responsable.
10.2.68
4. Nostalgia de Dios
123
El abad Herbert acostumbraba a decirnos que el intentar orar era,
de hecho, orar.
La oración es un acto de fe, esperanza y caridad. Siempre es un
acto de fe: «Señor, que se nos abran los ojos». Nuestro Señor, permitid
que os lo recuerde, nos hace la pregunta que hizo a los dos ciegos en el
camino de Jericó: «¿Qué queréis que haga por vosotros?» «Señor, que
se nos abran los ojos»19. Nos hace la pregunta que hizo al otro ciego
que curó, tal como lo cita san Juan: «¿Crees?» «Creo, Señor», contestó
el hombre, y se postró ante él20.
La oración es un acto de caridad, un acto de amor. «Señor, tú lo
sabes todo, tú sabes que te quiero». Es un acto de esperanza, porque
nos hace la misma pregunta que hizo a algunos de los apóstoles en el
capítulo sexto de san Juan: « ¿También vosotros queréis marcharos?»
«Señor, y ¿a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida eterna, y
nosotros ya creemos y sabemos que tú eres el consagrado por Dios» 21.
También nosotros estamos tentados de irnos, de volvernos atrás, y
entonces nos acordamos que no hay otro a quien podamos ir para
encontrar vida eterna.
La oración es el grito de un hombre humilde, de uno que reconoce
su insuficiencia ante Dios. «Señor, ten piedad de mí, pecador». «No
necesitan médico los sanos, sino los enfermos» 22. Orar es reconocer
nuestra dependencia de Dios. Y nos extraña tener que pedir, cuando
Dios ya sabe cuáles son nuestras necesidades. Porque él mismo nos
dijo que teníamos que pedir: «Pedid y se os dará». Porque nuestro
pedir forma parte del orden de las cosas que pone por obra la actuación
de la divina providencia. Y si nuestra petición no recibe respuesta,
sabemos que es porque lo que él quiere para nosotros siempre
sobrepasa en mucho nuestras ambiciones.
La oración es también el clamor de alguien que está agradecido:
actitud que no se encuentra siempre entre los religiosos, que no les
falta nada, tanto en lo material como en lo espiritual. Un hombre
humilde es un hombre agradecido. Si nos tocara sufrir privaciones,
como les toca a muchos en el mundo, el agradecimiento por las
pequeñas cosas de la vida y por las cosas grandes de Dios vendría a
nuestros labios más puntualmente.
La oración es el canto de uno que se esfuerza por ver la majestad y
la belleza de Dios; que puede admirar las maravillas del universo
124
creado para admirar al Creador cuya majestad y belleza se reflejan en
las cosas creadas como en un espejo. Es un cántico de respuesta que
viene de uno que ha reflexionado sobre la grandeza del amor de Dios
hacia él y que se esfuerza por devolver amor por amor. Pero en nuestra
vida de cada día, no será fácil a menudo reaccionar de esta manera.
Por esto es por lo que hemos de atesorar momentos de soledad y
silencio, por lo que nos hemos de esforzar por entretenernos en las
cosas de Dios cuando leemos las Escrituras, cuando ponderamos los
acontecimientos del día, cuando pensamos. Este es el papel que nos
toca representar, reconociendo que es el Espíritu santo el que actúa en
nosotros conformando nuestras mentes a la mente de Cristo, de tal
manera que llegamos a pensar tal como piensa Cristo, a reaccionar tal
como Cristo reacciona; de tal manera que podemos orar a él con él,
«Padre nuestro que estás en el cielo...» ; un himno de alabanza, hasta
cuando rezamos cada día en este coro, esperando la venida del reino de
Dios, esforzándonos por aprender su voluntad, poniendo ante él
nuestras necesidades cotidianas: las necesidades de nuestras familias,
de los que pasan por este colegio, de nuestros amigos, de todo el
mundo. Y nos tendría que entristecer el pensar en la insuficiencia que
nos es propia, y esforzarnos, con gran humildad, por amar a Dios más
y más. La oración es un diálogo de amor entre Dios y nosotros: es el
clamor de la criatura postrada ante la majestad de Dios.
El trabajo de la oración no nos aportará siempre a nosotros, pobres
mortales, una rica recompensa en el pasar de los días. Y no obstante, la
fidelidad a la oración traerá consigo una mayor estimación por la
oración, y, Dios lo quiera, una mayor nostalgia de Dios.
17.2.68
127
1. Mirando hacia la alegría de la pascua
San Benito en una frase —«que espere con alegría la pascua» 23 —
establece el tono de nuestras observancias cuaresmales. Hemos de
esperar con alegría la pascua, la alegría de participar en la vida de la
resurrección. Por el bautismo hemos pasado de la muerte a la vida;
hemos pasado de la separación de Dios a la unión con él por la gracia;
por el bautismo fuimos incorporados a la pasión, muerte y resurrección
de nuestro Señor. La vida cristiana es vivida con la vida de Cristo en el
alma. Nos tendría que llevar a la paz y a la alegría. Pero en nuestra
experiencia no siempre actúa así. El pleno efecto de la resurrección de
Cristo solamente actuará sobre nosotros cuando lleguemos a la visión
beatífica: sólo entonces la alegría y la paz serán completas, sin que sea
posible quitárnoslas nunca. Ahora vivimos a la espera de esto: no
condenados ya por más tiempo a la separación de Dios pero todavía no
unidos a él de la manera que él ha preparado; porque aún no
estamos in patria,como dice santo Tomás, sino in via, en camino, y a
menudo una vía dolorosa, un camino penoso. Y de esta manera,
tendríamos que considerar la cuaresma como una «participación» de la
pasión de Cristo. San Benito nos dice que nuestra vida tendría que
tener siempre el carácter de una cuaresma; pero como no somos
suficientemente fuertes para esto, hagamos al menos en estos días de
cuaresma un esfuerzo especial. Recordemos que si hemos de ser
discípulos del Señor, hemos de tomar su cruz y seguirlo.
En la vida, tal como la vivimos, hay abundantes oportunidades de
encontrar la cruz. Si nos sentimos frustrados por el exceso de trabajo,
por el fallo de otros en llevar a cabo nuestras ideas, en apreciar
nuestras dificultades; si vemos que las cosas van mal, todas estas cosas
pueden causarnos disgustos. Pero al mismo tiempo son oportunidades
128
preciosas, si las aceptamos con alegría. Esto no significa que hayamos
de ser estoicos. No significa que ya no tengamos que esforzarnos más
para que las cosas vayan adelante, para remover ruidosas
contradicciones, etcétera. Pero tened presente que cuando las cosas no
van bien, el proceso de corregirlas está en el futuro: es una tarea que se
ha de hacer más adelante. Pero en la vida espiritual lo que cuenta es el
momento presente, porque el momento presente es el único que existe.
Hasta cuando tú mismo te encuentras en una posición intolerable, en la
que crees que no tienes derecho a estar, acéptala como la cruz, aquí y
ahora; entonces ya harás planes para que vaya mejor después. No hay
contradicción en aceptar una dificultad aquí y ahora, y en esforzarse
por removerla después, en el futuro. Pero nunca pases por alto la
oportunidad de la dificultad presente, del momento presente.
Muchos de nosotros hemos de sufrir, quizás por un tiempo
considerable, lo que los libros espirituales llaman «la noche oscura del
alma». Resulta un poco embarazoso aplicarnos a nosotros estas
experiencias que suenan más bien a algo elevado, pero las tenemos:
muchos pasan largos períodos en su vida monástica en los que las
cosas no parecen tener ningún sentido; en los que Dios parece estar
lejos; en los que la oración parece ser casi imposible; en los que el
Oficio es a duras penas tolerable. Estas cosas pasan. Acéptalas de todo
corazón como una parte de la vía dolorosa. Los santos que
aprendieron esto, es decir, a aceptar la voluntad de Dios para con ellos
en la forma de la cruz, si esto es lo que él elige, descubrieron una paz y
una alegría que sobrepasa nuestro entendimiento. Tal vez, de entre
nosotros, no son muchos los que han vivido estas cosas, pero sabemos
lo suficiente de las vidas de los santos para haber descubierto que hay
algo por lo que nos podemos esforzar y de lo que san Benito habla en
el prólogo de su Regla.
Tenemos, es verdad, la vida de la resurrección en nuestras almas,
pero para nosotros, que todavía estamos in via, la resurrección se ha de
vivir en el contexto de la pasión. Ahora bien, así como la oración
voluntaria da sentido al ciclo diario de oración obligatoria, también es
verdad que la penitencia voluntaria nos hace más conscientes del papel
de la penitencia involuntaria en nuestra vida espiritual. La práctica de
renunciar a esto o de asumir esto otro, la que entrena nuestras mentes a
ver la cruz cuando se nos presentan cosas que no hemos escogido y
129
que han surgido como de improviso. Es un axioma, la cruz que nos
toca es la que más nos desagrada: nosotros escogeríamos otra. Pero
igualmente es verdad que nuestra cruz es la que Cristo quiere que
llevemos.
Así pues, padres, es con tales pensamientos con los que haremos
bien de embarcarnos en esta cuaresma: alegremente, con gozo, porque
el Señor se complace en el que da con alegría.
3.3.63
2. Corrigiendo la debilidad
Con un poco de retraso leemos la Regla de san Benito sobre la
cuaresma, y dirigimos nuestras mentes a este período particular del
año litúrgico. Recordaréis algunas de las frases de la Regla: que sea un
período en el que guardemos nuestras vidas con más pureza, en el que
expiemos nuestras negligencias, en el que nos reprimamos del pecado,
y nos apliquemos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la
compunción del corazón, a la abstinencia. Fijémonos en algunas de
estas frases y consideremos su actualidad en el tiempo presente.
Es bueno para nosotros reconocer que somos negligentes, que
hemos de expiar las negligencias de otros tiempos. Me parece que es
bueno confesar y reconocer nuestras flaquezas e insuficiencias,
nuestras imperfecciones en el servicio de Dios. No hay ocasión alguna
en que esto no sea un gesto apropiado. A medida que avanzamos en
nuestra vida monástica, tengo la certeza de que este aceptar nuestra
imperfección no es, de hecho, algo que nos lleve al desaliento: por el
contrario, nos puede llevar a una mayor paz. Tendríamos que
reflexionar, una vez más aún, sobre la parábola del evangelio de san
Lucas: la narración del fariseo y el publicano; y en las palabras de
nuestro Señor, cuando llamó a Leví: «No necesitan médico los
sanos...»24.Estas son algunas de las grandes verdades del evangelio que
son una fuente constante de consolación. De hecho, se puede decir que
cuanto más verificamos nuestras deficiencias, tanto mayor es nuestra
súplica para obtener la misericordia y la benevolencia de Dios, y ésta
es una fuente de paz inmensa. Pero no debe ser, ni lo es, un título para
complacernos. San Benito nos dice que en la cuaresma nos hemos de
130
«aplicar»: lo que en términos simples significa, no tanto hacer cosas
extraordinarias, como concentrarnos para hacer correctamente las cosas
ordinarias. Hemos de intentar ser mejores monjes, y esto incluye el ser
mejores cristianos y, sin duda alguna, ser mejores seres humanos.
Un terreno en el que puede ser útil aplicarnos y hacer un esfuerzo
especial para rectificar lo que no va bien, es el de las relaciones mutuas
en la vida de comunidad. Me parece que siempre hemos considerado
que nuestra vida de comunidad aquí es sólida y que nos llevamos
sumamente bien, en todos los sentidos, los unos con los otros.
Ciertamente, esto se verdad; pero de ningún modo da lugar a sentirnos
satisfechos. Por el contrario, es algo que hemos de vigilar con sumo
cuidado, algo precioso que hemos de guardar como un tesoro.
Deberíamos considerar si nos tratamos los unos a los otros con la
cortesía, la educación, la sensibilidad, la generosidad y la comprensión
necesarias; preguntarnos, también, si las necesidades de los demás son
para nosotros más importantes que nuestras propias necesidades.
Reflexionar hasta qué punto de generosidad o de egoísmo vivimos
nuestra vida de comunidad. Cada uno tendría que sentirse en la
comunidad aceptable y aceptado. Cada uno ha de ser en cierta medida
objeto de mi afecto, de mi interés, de mi compasión. En este tiempo
tendríamos que concentrarnos en el papel que representamos dentro de
la vida de la comunidad. Si nos damos cuenta de que no hablamos con
ciertas personas, tendríamos que escudriñar el porqué: , o porque los
encontramos pelmas, o porque no estamos de acuerdo con ellos, o
hasta, quizás, porque nos dan miedo. No conversar con las personas
porque nos causan algún temor es también una falta. Hemos de
hacerun esfuerzo con cada uno. ¿Por qué? Porque así toca hacerlo
correctamente a un ser humano, y más aún, a un cristiano porque Cristo
vive en cada uno de nosotros. Orillara alguien de la comunidad es
orillar a Cristo; dejar de tratar a alguien con cortesía y educación es
dejar de tratar a Cristo con cortesía y educación. Si lo que digo no es
verdad ¿cómo interpretaremos el pasaje del evangelio en el que se nos
dice que alimentemos al hambriento, que vistamos al desnudo?
Es fácil tener amplios horizontes de cara al ejercicio de la caridad
—nuestro servicio a Cristo— y, con todo, ignorar al padre o al
hermano que está junto a nosotros en el coro o en el refectorio. Afecto
y compasión, interés y comprensión, son cruciales en nuestra vida
131
monástica y cristiana. Me parece que en esta comunidad siempre
hemos tenido un fuerte sentido de orgullo de familia, de mutua lealtad.
Pero además, me parece que tendríamos que examinarnos para ver
hasta qué punto este orgullo nos pertenece individualmente, hasta qué
punto somos leales los unos a los otros. Y esto atañe a nuestras
relaciones con las personas de afuera. Es fácil criticar a un miembro de
la comunidad hablando con una persona de afuera. ¿Qué motivos
tenemos para criticar a uno de nuestros hermanos o para rebajarlo?
Pongo énfasis en esto, no porque haya oído o detectado algo que pueda
indicar que nuestra caridad se debilita, sino porque es importante
recordar estas cosas de vez en cuando. Después de todo, el amor a
nuestro prójimo es el criterio de nuestro amor a Dios.
En este tiempo litúrgico abordemos francamente nuestra actitud
hacia Dios. ¿Lo buscamos verdaderamente? ¿Deseamos hacer su
voluntad? ¿Aceptamos su voluntad traducida para nosotros en las
circunstancias de nuestra vida? ¿Vemos su voluntad en las cosas que
nos ocurren: las dificultades, la frustraciones, las mil y una cosas que
nos suceden cada día? ¿Deseamos lo que él desea? ¿Deseamos
realmente la voluntad de Dios tal como él la quiere o tal como la
queremos nosotros? Me parece que esto es lo que quiere decir san
Benito cuando nos urge a que en la cuaresma nos esforcemos por
la “pureza de corazón”: tener la mente unificada en nuestra búsqueda de
Dios, el verdadero fin de todas nuestras acciones, todos nuestros
pensamientos, todas nuestras oraciones. Y sabemos por experiencia que
es aplicándonos a la oración y a la lectura, tal como nos lo urge san
Benito, como esto se obtiene con el máximo de eficacia. Ahora bien,
todos sabemos que en cualquier vida religiosa y en la vida de cualquier
sacerdote, las dos prácticas que se tiende a «dejar de lado» en primer
lugar son la oración y la lectura. Pero también sabemos, si hacemos el
enorme esfuerzo necesario para dedicar unos pocos momentos extras a
la oración, que los resultados pueden ser fuera de toda proporción
respecto al esfuerzo realizado. Lo que cuenta no es necesariamente
hacer grandes cosas o hacerlas con una meticulosa exactitud, sino el no
dejar pasar pequeñas oportunidades, esto es lo que hace cambiar
nuestra atención o nuestro entusiasmo.
La cuaresma es un tiempo en que se ha de dar a la oración y a la
lectura espiritual la prioridad que tendrían que tener. Desde luego, es
132
pesado oír consejos de esta índole. Tenemos la sensación de que no
tenemos tiempo y, si tenemos tiempo, no tenemos la energía
suficiente. No obstante, siempre se repite la vieja historia: las personas
más ocupadas son frecuentemente las de más oración.
Es fácil, especialmente por la mañana, contraer el hábito de estar
medio dormido, atontado, engañarse a uno mismo pensando que uno
se encuentra en un estado de oración. Lo único que se puede hacer es
recogerse y volver a una forma verdaderamente simple de oración
según alguna fórmula ya dada. Me parece que en este contexto, la
gracia de Dios actúa. Desde luego, se trata de un asunto personal, y en
nuestra comunidad la tradición es dejarlo a la sensibilidad de cada
individuo.
Otra cosa, queridos padres y, especialmente, queridos hermanos.
Esto tendríais que hablarlo con personas experimentadas en la oración.
Toda la función del guía espiritual está desapareciendo porque la gente
ya no confiesa de una manera regular. Es una lástima; todos nosotros
necesitamos someter nuestra manera de orar a un padre prudente que
pueda juzgar si un tipo particular de oración es apto para nosotros, y si,
de hecho, es verdadera oración.
En san Benito, tal como lo he subrayado, se usa la palabra
«alegría», y esta alegría, como en cualquier otra cosa, tendría que
caracterizar nuestra observancia de la cuaresma. Hemos de ofrecer a
Dios algo por nuestra propia iniciativa «en la alegría del Espíritu
santo» y hemos «de esperar con la alegría de un deseo espiritual la
santa fiesta de la pascua». Estas cosas que se nos exigen, llevémoslas a
cabo con calma y alegría, porque cada uno de nosotros no tiene sino
una ambición: ser un siervo de Dios, a él dedicado, un verdadero
monje; y ser un verdadero monje es ser un monje alegre.
12.3.74
3. Destinado a la muerte
En el pensamiento sobre la cuaresma hay algo de escalofriante, de
austero, un sentimiento igual al que me sobreviene cuando entro en un
cementerio.
133
Recuerdo las palabras del miércoles de ceniza: «Recuerda, hombre,
que eres polvo, y que al polvo volverás». Meditando sobre esto, pensé
en la conexión que existe entre la muerte y la cuaresma. «La muerte —
escribía el último profesor Zaehner— es el don de Dios al hombre, un
don que tendríamos que aceptar, no con temor y temblando, sino con
alegría, porque tenemos la seguridad, no sólo en el cristianismo sino
también en todas las grandes religiones, de que lo que llamamos
muerte no es algo peor que el romperse la cáscara del amor propio y el
dejar fluir dentro de nosotros la savia de un amor no egoísta que es al
mismo tiempo humano y divino, el Espíritu santo que habita en el
corazón de todos». Me gustan las palabras «La muerte es el don de
Dios al hombre, un don que tendríamos que aceptar, no con temor y
temblando, sino con alegría». Las observancias que asumimos durante
la cuaresma se pueden llamar «muertes diarias» y la vida está llena de
«pequeñas muertes». Nuestro Maestro nos dijo que sólo podríamos ser
sus discípulos si tomábamos nuestra cruz, y la cruz lleva a la muerte.
Pero es bueno verificar que las «pequeñas muertes» de cada día
«dejan fluir dentro de nosotros —son las palabras del profesor
Zaehner— la savia de un amor no egoísta... el Espíritu santo». Es por
esto por lo que la cuaresma es importante. La ceremonia inaugural
nos recuerda, con el realismo característico de la iglesia, que somos
polvo y que al polvo volveremos. Estamos destinados a la muerte.
Pero esta muerte, este don de Dios que finalmente vendrá hacia
nosotros, es la entrada a una vida que es un dejar fluir la vida
humana y divina en nuestros corazones, la infusión del Espíritu
santo. Este es el misterio de la muerte de Cristo, un don de su Padre,
aceptado, como ya sabemos, con dolor y conflicto: «Padre mío, si es
posible, que se aleje de mí ese cáliz. Sin embargo, no se haga lo que
yo quiero, sino lo que quieres tú». Fue un don aceptado con alegría.
Lo negativo, lo triste, lo difícil, no son valores en sí mismos, sino
medios que nos llevan a la alegría, a la vida, a la unión con Cristo.
San Pablo, como os lo he recordado, dice: «Dios ama al que da
con alegría». Así pues, debemos mirar estas «muertes diarias» y
aceptarlas valientemente y con alegría. Las penitencias que nos
imponemos voluntariamente tendríamos que asumirlas con alegría
porque nos acercan más a Cristo y nos preparan para celebrar los
grandes misterios de la muerte y la resurrección de Cristo. Esto,
134
recordemos, lo subraya san Benito. A lo largo de la cuaresma
tenemos los ojos fijos en aquellos grandes días, los últimos días de la
Semana santa. Nos preparamos a ellos, no sólo porque nos
preparamos para sumergirnos más profundamente en el misterio de
la muerte y la resurrección de Cristo tal como lo celebramos en la
liturgia, sino también porque la muerte es una realidad que cada uno
de nosotros ha de afrontar. Pero estas cenizas vivirán de nuevo.
Urjo a todos los que han de intervenir en la preparación de la
Semana santa, que lo preparen con anticipación, de manera que
podamos celebrar estos días decorosamente y con recogimiento.
Nuestros oficios se han de hacer, queridos padres, con la dignidad y
la sensibilidad que corresponden a la liturgia. Necesitamos esto en
nuestras vidas para levantarnos por encima de nosotros mismos, para
percibir un reflejo de la dignidad y de la belleza de Dios. Tendríamos
que hacer un esfuerzo especial en este tiempo de cuaresma para
mejorar nuestra oración pública. Las lecturas tendrían que prepararse
bien y ser bien leídas. Se ha de evitar toda vulgaridad y dejadez.
11.2.75
4. Crisis
Padres, temo que os he de comunicar malas noticias, y que la
comunidad quedará algo consternada.
Esto me produce una gran tristeza a mí y, sin duda, también a
vosotros. No esperéis que os diga las razones que han llevado a la
decisión de que este hermano nos deje. Me parece que la mejor manera
de resumirlas es decir que el corazón ha salido de su vocación. Y una
vez ocurrido esto, un hombre se vuelve inestable hasta tal grado que la
tensión resulta excesiva, y lo más prudente parece ser que es dejarlo
salir.
Sin embargo, quiero hablar de esta materia por unos momentos, de
una manera general. No me propongo hacer un análisis de todas las
razones que inducen a la gente a repensarse las cosas en esta nuestra
época. Tal vez sea un consuelo saber que nuestro récordes bueno en
comparación con el de otros monasterios. Pero es un consuelo bastante
pobre. Me parece que la inseguridad de los tiempos es una razón. Me
135
parece también que aquellos de nosotros que han sido educados en el
bienestar y en la prosperidad les cuesta más asumir las contradicciones
y las dificultades que son inevitables en la vida monástica. Esto es lo
que opina la gente en general. De manera que no nos ha de causar
sorpresa si aquí sufrimos la misma experiencia. Sea cual fuere la
causa, ello nos invita a todos a una buena dosis de búsqueda sincera:
no hay lugar alguno para la satisfacción; ninguna razón para pensar
que nosotros aquí tenemos todas las respuestas.
Por otra parte, no existe razón alguna para que perdamos la
confianza en nosotros mismos, en nuestro modo de vida. Pero mi
experiencia, cuando hablo con otros religiosos, tanto de otras órdenes
como de la nuestra, es que hay un cierto fallo de parte de los monjes
jóvenes y de otros jóvenes religiosos en la apreciación de la gravedad
del paso que dan al hacer su Profesión solemne, y aún hasta cuando
hacen sus votos temporales, un fallo en la comprensión de que la
decisión es definitiva e irrevocable; tan definitiva e irrevocable como
el paso que da un hombre cuando contrae matrimonio: si un hombre
que se casa descubre dificultades en su vida, no hay escapatoria del
vínculo que ha contraído. También hay un fallo en hacer una
decisión adulta, que ha de estar bien calculada y dar garantías de
certeza. Digo esto para que aquellos que todavía no han dado el paso
definitivo puedan cerciorarse, sin desasosiego ni excitación ni
exagerando las cosas, que su decisión es prudente.
Sin embargo, queridos padres, sabéis muy bien que uno no
contrae matrimonio considerando simplemente los pros y los contras.
Uno es llevado por otra cosa: por el amor. Y es porque deseáis servir
a Dios, porque deseáis amarlo, por lo que estáis preparados a dar este
paso. Así pues, no deseo daros la impresión de que sólo se trata de
un paso frío, calculado, cuidadosamente considerado, dado sin fervor
ni entusiasmo. Desde luego, no.
Es el fervor y el entusiasmo los que os llevan a realizarlo. Pero al
mismo tiempo, no debéis perder de vista el hecho en bruto de que se
trata de un paso definitivo e irrevocable. No es un paso definitivo en
otro sentido: es el primer paso. Es el primer paso en una vida vivida
por Dios sin fin: el principio de algo que llega a su consumación, a
su plenitud, en la eternidad. Pero, C'est lepremier pas qui coûte.
136
También me parece que la gente falla en comprender la parte que
juegan las dificultades en la vida religiosa. Cuando vienen las
dificultades, se desencadena una crisis, y cuando se desencadena la
crisis, a menudo existe una incapacidad para soportar o vivir esta
situación. Ya sé que muchos de nosotros encontramos de mal gusto
hablar ahora de dificultades en la vida monástica; tal vez el tema se
haya prodigado un poco: preferimos las palabras que nos mueven a
la alegría, que nos estimulan. Bien, esto es natural. Hemos de morar
en las alegrías de nuestra vida, necesitamos estímulo para no dejar de
ir adelante. No obstante, hemos de tener bien claras las dificultades
inherentes a la vida religiosa. Es fácil tener una noción falsa de lo
que es la alegría cristiana: pensar que a partir del momento en que
uno entra en la vida monástica, el resto va de por sí; que la gracia
sacramental trae consigo una alegría espontánea, etcétera. Uno puede
quedar muy decepcionado con todo esto.
Me gustaría tocar dos procesos importantes en la vida espiritual.
El primero es la necesidad de hacerse cada vez menos egocéntrico
y cada vez más centrado en Dios. Cuanto más aprendemos de
nuestras propias vidas en un monasterio y consideramos las vidas de
los demás, tanto más apreciamos la importancia de irnos haciendo de
una manera creciente no egoístas. El instinto de cada uno de nosotros
es desear el incienso que ha de ser ofrecido a “uno mismo”: no es
cosa instintiva arrodillarse y ofrecérselo a Dios. Esto último hubiera
sido instintivo en la naturaleza humana no caída; pero nuestra
naturaleza es una naturaleza caída, y nuestro instinto es dirigir las
cosas a uno mismo: pensamiento terrible, espantoso des-cubrimiento.
Y hasta cuando pensamos que nos vamos haciendo espirituales en
aumento, descubrimos lo mucho de egoísmo que hay en todo esto. Y
centrarse en Dios comporta sufrimiento: no hay otro camino. Va a
ser doloroso. Por esto es por lo que yo creo en el provecho que
pueden aportar a la vida espiritual las cosas tal como las tenemos
dispuestas aquí, porque en los conflictos de la vida de cada día, se
nos ofrecen muchas oportunidades de morir al egoísmo y de resucitar
con Cristo. Este morir y resucitar es fundamental para la vida
espiritual. Es arriesgado ignorar esta verdad.
En segundo lugar, querría recordaros que no hay progreso en la
caridad sin purificación de la fe. Un ejemplo de esto es la Virgen
137
santísima. Estuvo frecuentemente desconcertada. No entendía. Ella
«conservaba en su interior el recuerdo de todo aquello» 25.Leed estos
textos con detención y veréis lo que quiero decir. La fe debe ser
purificada. Muchos apoyos que parecen importantes han de
abandonarse en una vida espiritual verdadera, hasta que no quede
ningún apoyo, sino sólo Dios. Esto es muy duro. Pero sabemos que es
así por nuestras lecturas en los escritores espirituales: los períodos de
aridez en la oración, las dificultades para comprender las cosas de
Dios. Después de todo, hemos ofrecido a Dios nuestras vidas y, no
obstante, se elude tan frecuentemente... Deseamos vehementemente la
luz y se nos deja en las tinieblas. Deseamos ardientemente consuelo y
solamente encontramos dolor. Y la fe es puesta a prueba penosamente,
porque la fe en último término es depender sólo de Dios y aceptarlo a
él sólo. Se habla mucho hoy en día de las opiniones sobre esta o
aquella verdad, o esta o aquella manera de hacer las cosas. Es
admirable: tendríamos que participar. Y sin embargo, es una pérdida
de tiempo para el individuo, a no ser que vaya creciendo
continuamente en aquel conocimiento de Dios que los escritores
espirituales llaman «experimental»; quiero decir, el conocimiento que
viene a través de la fe; aquel conocimiento sobre el que santo Tomás
habla en la primera cuestión de la Summa: un conocimiento que viene
por la oración; una comprensión que viene por la oración; una
sabiduría espiritual que en términos teológicos es «el don del Espíritu
santo». Pero es este conocimiento «cuasi-experimental» el que viene
por medio de una fe que va siendo purificada; que cada vez depende
menos de razones humanas, de comprensión y argumentos humanos y,
cada vez más, de lo que Dios quiere revelar en las profundidades de un
alma humana, precisamente cuando el alma parece estar en
estrecheces.
Queridos padres, solamente os he dicho lo que encontraréis en
cualquier libro espiritual; lo que encontraréis leyendo los místicos. En
el curso ordinario de los acontecimientos, estas experiencias, en mayor
o menor grado, vendrán a ser nuestras experiencias: esta aridez y
sequedad, estas «dificultades de la vida monástica». Tales dificultades
frecuentemente sugieren el levantarse muy de madrugada, la
obediencia, etcétera. Pero uno se ve de pronto ante la dificultad
suprema de desear a Dios con toda el alma y no encontrarlo. Esto
138
puede provocar tristeza y espanto. Puede provocar el deseo de volver
atrás. Lo peor que podemos hacer es volver atrás, es fatal. Cuando
viene esta experiencia, necesitas generosidad y valentía. También
necesitas estar abierto: buscar consejo y ayuda. Los caminos de Dios,
en primer lugar, no se aprenden en los libros. La sabiduría de Dios
viene a través de las personas, aquellas que la han vivido, la han
experimentado. Vuestros oídos han de ser sensibles a los consejos que
recibiréis de personas que suponéis no han tenido estas experiencias;
de hecho, las han tenido, cada uno a su manera. Y por lo tanto no
caigáis en la tentación de escaparos. Alegraos porque estas cosas no
son obstáculos: son oportunidades. Es mejor caminar en la oscuridad
guiándoos el Señor, que estar sentados en un trono de luz que irradia
de vosotros mismos.
23.6.65
5. Penetrando el secreto
Vamos a centrar nuestro pensamiento y nuestra oración en los
sucesos que ocurrieron en los últimos días de la vida de nuestro Señor:
su paso, su transitus de este mundo al lugar de su majestad a la
derecha de su Padre. La iglesia se une a estos acontecimientos, porque
la historia del cuerpo místico y de sus miembros se conforma al
modelo de la vida de nuestro Señor. Cada vez que celebramos los
misterios de Cristo —la liturgia—hemos de procurar penetrar, como
dice san Pablo, en el secreto que Dios Padre nos ha revelado por
Jesucristo en el que se acumulan todos los tesoros de sabiduría y
conocimiento. Nosotros vivimos estos misterios en la liturgia de
manera que crezcamos en nuestro conocimiento de los misterios de
Cristo y lo traduzcamos en nuestras vidas. Así pues, nuestra tarea
consiste en penetrar el «secreto que nos ha sido revelado por Dios
Padre y Jesucristo».
Me gustaría decir una palabra sobre la parte que la cruz desempeña
en nuestras vidas. Decía hace poco, si os acordáis, que si hemos de ser
seguidores de Cristo, hemos de cargar con nuestra cruz cada día y
seguirlo. No nos incumbe a nosotros reclamar el sentarnos a la derecha
139
o a la izquierda del Padre, a no ser que primero hayamos bebido del
cáliz. Es digno de notar que en el evangelio, si no me falla la memoria,
nuestro Señor no habla de seguirlo o de ser sus discípulos sin hacer
referencia a la cruz o al cáliz, símbolo del sufrimiento.
En nuestra vida diaria hay muchas oportunidades de cargar con la
cruz: no pequeñas incomprensiones, un rechazo inmerecido, una
ansiedad que nos corroe, salud enfermiza, fatiga. Ahora hemos de
decidir si estas cosas son obstáculos para la felicidad o un sendero que
conduce a ella: dos cosas totalmente diferentes. Instintivamente
retrocedemos ante el sufrimiento, pero podemos aprender a sufrir por
una razón dinámica y positiva. Después de todo, nuestro Señor en el
huerto de Getsemaní retrocedió ante la pasión, pero la aceptó
voluntariamente, más aún, amorosamente. Ahora bien, en esto de
cargar con la cruz no es el aspecto negativo el que cuenta, sino el
positivo: el bien que causa, el bien al que lleva. La cruz en sí misma no
tiene sentido. La cruz junto con la resurrección, sí. El despojarnos del
hombre que éramos antes, como dice san Pablo, y de su manera de
obrar no es suficiente. Nos hemos de vestir del hombre nuevo.
San Pablo escribe: « A propósito de él (el Mesías), os enseñaron lo
que responde a la realidad de Jesús; es decir, a despojaros, respecto a
la vida interior, del hombre que erais antes, que se iba desintegrando
seducido por sus deseos; a cambiar vuestra actitud mental y a
revestiros de ese hombre nuevo creado a imagen de Dios, con la
rectitud y la santidad propias de la verdad»26.
Estas dificultades de toda especie que he mencionado, las hemos de
considerar como oportunidades de «despojarnos del hombre que
éramos antes»; como oportunidades de crecer en la imagen de Cristo,
para poder ser más semejantes a Cristo, participar más plenamente de
su vida, ser poseído por el Epíritu. Esto es a lo que apunta san Benito
en su capítulo sobre la humildad:
Después de haber subido todos estos escalones de la humildad, el moje llegará a aquel
perfecto amor de Dios que desaloja todo temor; con lo que empezará a observar sin trabajo,
como naturalmente y por costumbre, todas aquellas cosas que al principio no observaba sin
temor; ya no lo moverá más el temor del infierno, sino el amor de Cristo, por la
buena costumbre y el gozo de la virtud. Y esto lo mostrará el Señor por el poder
de su Espíritu en su obrero purificado ya de vicios y pecados27.
140
Tengo la convicción de que en cada día de nuestra vida monástica
se nos ofrecen oportunidades para crecer en humildad.
Es una virtud fundamental y que cuesta trabajo adquirir. Pero todo
el mundo puede reconocer a un hombre humilde. Y todo el mundo
ama a un hombre humilde. A menudo me he hecho la reflexión de
que si tengo la obligación de amar a mi prójimo, tengo también la
obligación de hacerme amable en la proporción en que soy humilde.
Pienso también otra cosa, ¿por qué siente uno simpatía por los
bribones? Me parece que es porque los bribones no pueden
enorgullecerse, y por esto hay algo amable en ellos. A nadie le
desagrada una persona genuinamente humilde, y nosotros tenemos el
deber de ser amables, y por esto, el deber de ser humildes.
Podemos dar la bienvenida a la cruz como una forma de
experimentar el sufrimiento que experimentó nuestro Señor.
Hablamos volublemente de la pasión y el sufrimiento de nuestro
Señor, de una manera general, sin pararnos a imaginar lo que en
realidad había de ser. Yo pienso frecuentemente en el desengaño y en
la tristeza de nuestro Señor, cuando al principio de su ministerio, sus
propios parientes, sus propios amigos de Nazaret, querían echarlo por
el precipicio. Reflexionemos en el rechazo de su pueblo, en la
deserción de sus amigos; la desolación en el huerto, el abandono en la
cruz, a parte del tormento físico. Y sin embargo, como ya he dicho
antes, aprendemos el secreto de la resurrección cuando aprendemos el
secreto de la cruz. Y es cuando somos llamados a participar de alguna
manera en los sufrimientos de Cristo cuando llegamos a entender no
sólo lo que él experimentó, sino también aquello a lo que estos
sufrimientos conducen. Porque toda cruz conduce a la resurrección.
Me gusta considerar la vida viendo cada día como preparado por la
divina providencia, y de muchas maneras resulta ser el camino de la
cruz. Pero conduce a un mayor conocimiento de nuestro Señor, a una
mayor participación en su resurrección.
Cada día tendría que verme a mí más humilde; cada día, más
dispuesto a aceptar lo que se me presenta en el camino. Así me uno
más íntimamente al Señor y crezco, a medida que voy creciendo en
gracia, en el amor de su Padre.
Consideremos el valor de la cruz en la iglesia, ponderando las
palabras de san Pablo: «Ahora me alegro de sufrir por vosotros, pues
141
voy completando en mi carne mortal lo que falta a las penalidades de
Cristo por su cuerpo, que es la iglesia» 28. Palabras difíciles de
entender, pero que nos aportan un enorme consuelo: cuando el peso
de la cruz es agobiante, contribuye a la vida de toda la iglesia. La cruz
no es algo que nos tenga que hacer menos humanos. No, nos conduce
en Cristo y con Cristo, al Padre. Esto es el evangelio. Esto es san
Pablo : «Participo de la pasión de Cristo para participar en su
resurrección»29. Y en otro lugar: «Si habéis resucitado con Cristo,
buscad lo de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios;
estad centrados arriba, no en la tierra. Moristeis, repito, y vuestra vida
está escondida con Cristo en Dios; cuando se manifieste Cristo, que
es vuestra vida, con él os manifestaréis también vosotros gloriosos» 30.
6. Momentos preciosos
Nadie puede acusar a san Pablo de ser pesimista; para él la vida es
alegre, prometedora, satisface con plenitud. Su doctrina es una
doctrina de esperanza. Pero el pasaje de san Pablo sobre el que me
gustaría meditar es de la segunda Carta a los corintios: «Con
muchísimo gusto presumiré, si acaso, de mis debilidades, porque así
residirá en mí la fuerza de Cristo. Por esto estoy contento en las
debilidades, ultrajes e infortunios, persecuciones y angustias por
Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte"31.
Aquellos de nosotros que tenemos la experiencia de una labor
pastoral, llegamos a verificar que existen dificultades diarias que al
irse acumulando pueden llegar a constituir una carga sumamente
pesada. Además, se puede decir que en toda vida humana hay alguna
tristeza o dificultad de la que la persona se gustaría ver libre con
alegría. También hay considerables crisis, de una especie o de otra. A
esto nosotros lo llamamos «cruces» y sabemos por las Escrituras que
el cargar con la cruz es una condición para ser discípulo. También
sabemos que «el grano de trigo debe morir...». Nos es familiar el
concepto de que un peso, cargado como si fuera una cruz, puede
transformarse en luz. Sin embargo, muchos no deducen de aquí este
consuelo, y quedan abrumados.
142
¿Qué papel desempeña la cruz en la vida espiritual y monástica?
Dios permite constantemente que seamos abofeteados por los
acontecimientos y por las personas. Hay frustraciones: «¡Si hubiese
salido tal como lo había planeado!»; fallos: «He hecho un papel
ridículo»; sentimientos de insuficiencia: «Otros hacen las cosas mucho
mejor»; incomprensiones: «No pensaba hacerlo enfadar»; sentirse no
apreciado: «Nadie sabe los apuros que he pasado». O simplemente,
sentimos los efectos del exceso de trabajo y del cansancio. Hay
también pruebas desconocidas de los demás, la castidad quizás, o las
pruebas y también las alegrías, que surgen de las relaciones
personales. Hoy en día las pruebas en el terreno de la fe pueden ser
pesadas. Aquellos de nosotros que ya hemos llegado a una edad
mediana hemos tenido que adaptarnos a cambios evidentes, aun a nivel
doctrinal. A veces, Dios parece estar muy lejos, y esto puede ser una
gran carga. En el proceso de ir avanzando en años y con el uso del
sentido común aprendemos a adaptarnos a las situaciones, y a
aplicarnos los consejos que debemos dar, y deberíamos dar, a los
demás. Aprendemos a competir con los problemas y a hacernos menos
vulnerables.
Sin embargo, tendríamos que ir más adelante y ver en el
sufrimiento destellos de iluminación y crecimiento en nuestra vida
escondida en Cristo. Tendríamos que reconocer «momentos
preciosos»: «cuando soy débil, entonces soy fuerte»; podemos hasta
llegar aencontrar satisfacción, más aún, gusto, en las humillaciones, los
insultos, las penalidades, las persecuciones, las dificultades sufridas por
Cristo.
Nos da satisfacción verificar que Dios nos permite experimentar —
con y en su Hijo— algo de lo que Cristo soportó en Getsemaní, o hasta
su abandono en la cruz. No hay un dolor mayor que la sensación de
haber sido abandonado por Dios: la sensación de que detrás de todo
esto, a fin de cuentas, no hay nada. En tales momentos, nuestra
reacción tendría que ser la de un amante a su amada: el deseo
vehemente de estar unido a él o a ella. Es verdad que puedo tener el
sentimiento de que mi amor por Cristo no me hace desear
ardientemente una tal experiencia. Pero ¿no es verdad que cuando nos
encontramos con otro que está pasando una crisis es precisamente en
esta situación cuando nos es dado conocer al otro, aumenta nuestro
143
aprecio por él y, como consecuencia de este conocimiento y este
aprecio, llegamos a amarlo o a amarla? Así pues, tendríamos que
practicar, cuando se presentan momentos de aflicción, el arte de
aceptar de todo corazón y sinceramente, aun cuando se revuelva toda
nuestra naturaleza, la cruz que Dios ha puesto sobre nuestros hombros.
El dar gracias a Dios por permitirnos sufrir una prueba nos otorgará
paz. Esta es una buena doctrina: y también un buen sentido. Aunque a
través del proceso ordinario de ir entrando en años nos ayude a
adaptarnos a estas situaciones, es sin embargo una lástima no ir más a
fondo, asumiendo estas oportunidades para participar en la pasión de
Cristo. Participando en su pasión, participamos en su resurrección.
Presumamos con san Pablo de nuestras debilidades, de manera que a
causa de estas verdaderas debilidades, la fuerza de Cristo pueda ser
guardada dentro de nosotros mismos como una reliquia. San Francisco
de Sales dice que «la debilidad del hombre es el trono de la
misericordia de Dios». Cuanto más conscientes seamos de nuestra
debilidad, tanto más nos hacemos objeto de la misericordia de Dios,
tanto más verificamos que estamos en deuda, tanto más Dios nos
enriquecerá.
Otro aspecto: el obstáculo de la autosuficiencia que podemos
levantar entre nosotros y Dios. Nuestros fracasos, nuestras
frustraciones, y todo lo demás, pueden servir para derrocar nuestro
egoísmo, nuestro egocentrismo, nuestra autosuficiencia. El proceso es
doloroso, pero después, damos gracias a Dios. Entonces viene la paz,
la serenidad, la fuerza. El P. Eugenio Boylan ha escrito en La virtud de
la humildad, del libro El camino del sacerdote hacia Dios:
Nos ha escogido para ser sus amigos de una manera totalmente gratuita.
No nos ha escogido porque fuéramos buenos o tuviéramos algún valor. Su
motivo es más bien dar que recibir... Hasta en la amistad humana, cuando uno
la ha escogido gratuitamente y desea vehementemente hacer lo que sea por la
persona que uno ha escogido, ¿hay cosa que pueda causar mayor pena y
aflicción que la autosuficiencia? Y lo mismo es verdad en la amistad divina.
Nuestro Señor conoce nuestra debilidad, nuestra bajeza, él conoce nuestra
perfidia, él conoce nuestra infidelidad. El puede sanar todas estas cosas y
perdonarlas. Pero la autosuficiencia cierra la puerta a todas sus
insinuaciones. El está a la puerta y llama, y la autosuficiencia no le abrirá.
El amor invita a la dependencia, especialmente el amor divino. El amor
144
desea dar, y el amor divino más que ninguno; pero nada se le puede dar al
autosuficiente.
147
La gente decente no trataba con los cobradores de impuestos. Los
despreciaban. Verdaderamente, todo lo que sabemos sobre este
hombre en particular, nos lo presenta como una persona con las
mínimas probabilidades de ser escogido como apóstol. Y sin embargo,
fue llamado y respondió generosamente a la invitación que le hizo
nuestro Señor.
Como era un hombre simple, decidió celebrar el acontecimiento.
Así pues, ¿qué es lo que hizo? Reunió a sus amigos: recaudadores de
impuestos también y, a los ojos de la gente honrada, pecadores. Y
estaban allí y, en medio de ellos, nuestro Señor. La gente decente se
dio cuenta de esto y empezó a murmurar, como hace frecuentemente la
gente que está convencida de su propia rectitud. Nuestro Señor los
oyó, y en una de las más preciosas sentencias de toda la Biblia dijo:
«No necesitan médico los sanos, sino los enfermos; porque no he
venido a invitar a los justos, sino a los pecadores».
Mateo no sabía que nuestro Señor era Dios. A partir de lo que había
oído y, sin duda alguna, de lo que había visto, sabía que debía haber
sido enviado por Dios. Porque a pesar de todo, Mateo era un judío, y
los judíos eran sensibles a su historia. Sabía que Dios siempre, una y
otra vez, había intervenido para salvarlos de la dominación de un
poder extranjero. Todo judío sabía que la palabra «Dios» y la palabra
«Salvador» eran sinónimas. Dios salvaba. Y salvaba porque amaba.
Todas las páginas de la Biblia nos revelan esto. Dios desea salvar.
Cada página de la Biblia revela también la insensatez de aquellos que
por sus acciones prueban lo mucho que necesitan ser salvados. Hubo
un acontecimiento que Mateo y cada judío conocía como el más
decisivo de su historia: sucedió 1.250 años antes de que viniera
nuestro Señor. Mateo sabía que sus antepasados habían sido reducidos
a la esclavitud en Egipto, que su religión había sido despreciada y que
habían sido explotados en su trabajo; sabía que Dios había enviado a
un hombre, a un gran hombre, Moisés, y las dificultades con que
Moisés salvó de la esclavitud a sus antepasados. Sabía también cómo
Dios había permitido que a este pueblo le sobrevinieran calamidades,
una tras otra... También sabía el pacto solemne que se hizo en la
montaña del Sinaí con el pueblo, representado por 'Moisés, que había
pasado varios días en la montaña, solo con Dios. Sabía que en aquel
entonces aquella tribu nómada había adquirido una nueva dignidad. Se
148
convirtieron en el pueblo de Dios. Mateo sabía todo esto, como lo
sabía todo judío, porque este fue el gran acontecimiento de su historia.
Lo cantaban en sus canciones; fue el tema de su poesía, el objeto de su
oración. Cada año lo celebraban con un banquete solemne; el
fundamento de su esperanza era que lo que Dios había hecho una vez,
lo volvería a hacer de nuevo. Dios es salvador. Dios es amor. Y
cuando su pueblo está en la servidumbre, viene en su ayuda. Este
hombre, Jesús, que venía ahora ¿no sería el que los libraría del yugo de
los romanos?
Poco a poco, Mateo fue aprendiendo que este hombre había venido
a salvar; a fundar un reino y hacer un nuevo pueblo de Dios; pero sólo
fue gradualmente como llegó a descubrir estas cosas. Mateo era un
hombre humilde. Conocía sus limitaciones y que cuanto más pecador
es un hombre tanto más necesita de Dios; cuanto más incapaz se
siente, tanto más necesita ayuda. Los fariseos, pobres insensatos,
confiaban en sí mismos. Su actitud era «no necesitamos ser salvados».
Pobres insensatos, de verdad. Se perdieron lo esencial.
Tanto vosotros como yo, queridos hermanos, podemos perdernos lo
esencial. Pensáis que porque la oración no os resulta fácil y la
asistencia a misa no os es agradable, vuestro récord en el servicio de
Dios no es bueno, las cosas de Dios no son para vosotros. ¿No sois
capaces de ver que cuanto más ineptos sois, tanto más necesitáis la
ayuda de Dios? No es probable que vosotros ni yo cometamos el error
de los fariseos. No es probable que digamos: «Yo no necesito ser
salvado»; pero sí que podríamos caer fácilmente en una estructura
mental que nos hiciera decir: «Yo no deseo ser salvado»; y cuando un
hombre llega aquí, su estado es triste de verdad. En mí hay un anhelo
de seguridad y de felicidad, semiconsciente, no confesado: un anhelo
por Dios, aunque yo no lo sepa. Es este anhelo el que Dios desea
potenciar. Mi corazón no reposará hasta que descanse en él.
21.2.64
153
pues, ya podéis ver que el tema principal de estos tres días es
precisamente el tema de la eucaristía.
3.3.64
154
rey vendrá sentado sobre un asno». Un sentido de orgullo. Todo iba a
salir bien.
Y me gusta pensar cómo Pedro se acordaría de cuando nuestro
Señor arriba en la montaña se transfiguró ante él, Santiago yJuan. Su
faz brilló como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la
nieve. Entonces apareció una nube —para un judío, el signo de la
presencia de Dios— y una voz dijo: «Este es mi Hijo, mi predilecto".
Nuestro Señor había estado allí, con Elías y con Moisés. Después
bajaron de la montaña y la vida siguió como de costumbre. También
me gusta considerar que la mente de Pedro se dirigió a una visión
citada en el libro de Daniel: «Seguí mirando, y en la visión nocturna vi
venir en las nubes del cielo una figura humana, que se acercó al
anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio: todos
los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y
no pasa, su reino no tendrá fin». Esta figura magnífica fue
seguramente la del Hijo del hombre apareciendo en toda su majestad
para fundar un reino, un reino con todos los elegidos. ¿No deberían
bailar por la cabeza de Pedro todas estas cosas cuando nuestro Señor
iba cabalgando a entrar en Jerusalén? Ahora el poder romano sería
derrocado. Ahora, aquellos que entre los judíos eran enemigos del
Señor serían reducidos al silencio de una vez para siempre, no tenía
ninguna importancia que en este mismísimo momento estuvieran
conspirando contra él. Este era el momento del triunfo.
Pasa una semana. Todo cambia. Ya no gritan «Hosanna»; ahora su
grito es «¡Crucifícalo, crucifícalo!». ¿Un rey?, ¡ca!, está coronado de
espinas. ¿Transfigurado? ¿Vestidos blancos como la nieve? ¡Cubierto
de esputos, sangre y sudor! ¿Un profeta que viene a enseñar? ¡ca! En
el palacio de Herodes lo tratan como a un loco. ¡Pobre Pedro! Las
dudas nublan su mente. Desilusión. No puede huir totalmente. Va a la
deriva, preguntándose por qué es tan difícil perseverar cuando el
maestro, por lo que parece, está en manos de sus enemigos.
¿Y Judas? ¡Ah!, él tenía razón. ¿Éxito y placeres de este mundo?
Treinta monedas de plata: esto es todo lo que tenía ahora. ¿Y nuestro
Señor? Bueno, todo fue un sueño; se había dejado seducir por corto
tiempo, pero él, tenía razón; lo sabía; ni un instante le abandonaba la
idea de que él tenía razón. ¡Pobre Judas !
155
Luego Pilatos aparece con nuestro Señor:«¡Ecce rex
vester!»: «¡Mirad, este es vuestro rey!». Coronado de espinas,
cubierto de salivazos, tratado como loco. «¡Mirad a vuestro rey!». Este
punto concreto había preocupado a Pilatos. Había preguntado con
insistencia a nuestro Señor sobre esta pretensión a la realeza. Los que
de entre los judíos eran enemigos de Cristo, utilizaban precisamente
este punto para obtener una prueba de culpabilidad. Aquí hay un
hombre que rivaliza con el César. Aquí hay un hombre que podría
derrocar a los romanos. Pilatos se espanta. «¡Mirad a vuestro rey!». Y
entonces, sobre el patíbulo, la cruz sobre la que colgará el Señor,
pondrán una inscripción en tres lenguas: «Jesús de Nazaret, rey de los
judíos». No, decían los judíos, no lo pongas así; di más bien que él
decía que era rey de los judíos. Pilatos: Quod scripsi, scripsi. «Lo que
he escrito, escrito está». Y Pilatos que de todos era el que menos
informado estaba sobre estas cosas, lo hizo bien. Este era
verdaderamente el rey de los judíos.
Pedro parecía haber olvidado, lo mismo que los judíos que habían
conspirado contra la vida de nuestro Señor, que el reino sería
establecido, no por medio de poder, ni por una manifestación de
majestad, sino precisamente de esta manera. Es extraño cómo todos
los contemporáneos de nuestro Señor habían olvidado aquella visión
de Isaías: Isaías que vio a un hombre:
…sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los
hombres, como un hombre de dolores acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los
rostros, despreciado y desestimado. El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores;
nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado... como cordero llevado al matadero,
como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.
156
así. Con mucha frecuencia se ha llamado a sí mismo el «Hijo del
hombre», manifestando de esta manera que estaba cumpliendo la
profecía de la poderosa figura que Daniel había visto en una visión.
Con cuánta frecuencia había predicado que el reino de Dios estaba
cerca, al alcance. Con cuánta frecuencia había comparado el cielo con
el reino. Y aquí, ahora, en este mismo instante estaba fundando el
reino a través del sufrimiento, a través de la muerte... Una cosa sin
sentido, si no hubiera sido por el triunfo de su resurrección. Cuando él
colgaba de la cruz, se hacía una nueva alianza entre Dios y el hombre.
El «constructor de puentes» estaba tendiendo de verdad un puente
sobre el abismo que separa al hombre de Dios. Estaba pagando el justo
castigo por la enormidad del insulto que es el pecado. Como sacerdote,
se ofrecía él mismo como víctima en un nuevo sacrificio que sellaría
en su sangre la nueva alianza con Dios. Había nacido un nuevo pueblo
de Dios. Pedro lloró y fue salvado, ¿y Judas?... ¡Pobre Judas!
13.3.64
157
7. María
2.. «Fiat»
Nuestra Señora debió quedar sorprendida del mensaje que había
recibido del ángel. Se le dijo que iba a ser madre. Pero desde el
momento que ella había escogido una vida de virginidad, ¿no era esto
imposible? Y aunque esto no hubiera sido así ¿por qué tenía que ser
ella puesta a parte para ser la madre del Mesías, desde tan largo tiempo
y tan ansiosamente esperado? Con toda seguridad había mujeres más
apropiadas que ella en Israel. No es de extrañar que se sintiera
profundamente perturbada,
Muy frecuentemente pasa así cuando Dios interviene en una vida
humana, cuando sucede lo inesperado y lo imposible. Y la primera
reacción ante este tipo de intervención, es la de temor: que puede
sobrecoger hasta casi paralizar. En tal caso lo que es necesario es una
palabra o un gesto tranquilizante, una palabra que tenga eficacia
159
medicinal: «Tranquilízate, María, que Dios te ha concedido su
favor»37. Esta palabra de amor divino, pues lo es en realidad, tiene una
cualidad única, especial. No solamente tranquiliza, da libertad, da
vida, inspira. Hermano, ¿puedes escuchar esta palabra, como dicha a
ti en este momento en que esperas hacer tu profesión?
«Tranquilízate, que Dios te ha concedido su favor». En el nivel en el
que solamente Dios puede penetrar, creo que sí, puedes.
Durante seis años, tú has reflexionado y has rezado: y nosotros
hemos hecho igual. Tú has tomado una decisión, y también nosotros
hemos decidido que, en cuanto nos es posible decirlo, Dios te ha
llamado para seguir a Cristo en la vida monástica. A veces su
intervención te habrá podido parecer inesperada e imposible:
«Tranquilízate». Ni por ti ni por nosotros la decisión ha sido tomada a
la ligera. Ninguno de nosotros ha tenido una visión que nos haya
manifestado de una manera evidente la voluntad de Dios para contigo.
Ni nuestra Señora tuvo una tal visión: ella tuvo que poner su confianza
en un mensajero, así como tú has tenido que poner tu confianza en la
experiencia y en la sabiduría de tus hermanos. Dios usa intermediarios.
De aquí a un momento pronunciarás tu fiat, tu «Sí»: «Cúmplase en
mí lo que has dicho»38. La lectura de tus votos es tu respuesta a la
llamada que Dios te hace: en su forma, parece cosa de negocios, y es
canónica, pero el que está en las profundidades de tu ser, hará revivir a
estos huesos legales. No necesariamente hoy. Pero, de día en día, esta
profesión tendrá pera ti una significación cada vez más profunda.
¿Supo María qué es lo que, pasaría una vez hubo ella pronunciado
su fiat, su «sí»? No. Ni tú tampoco. El amor de Dios puede ser
exigente y purificador, pero también nos llena de fervor y nos alienta.
Y con toda seguridad, esta es la experiencia de todos los santos, que
cuanto más grandes son las exigencias de Dios, tanto mayores son las
pruebas de su amor: «Dios te ha concedido su favor».
No temas, que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío.
Cuando cruces las aguas yo estaré contigo, la corriente no te anegará; cuando
pases por el fuego no te quemarás, la llama no te abrasará. Porque yo, el
Señor, soy tu Dios; el Santo de Israel es tu salvador.39
Que resuenen en tus oídos estas palabras del profeta Isaías.
«Que el poder del Espíritu que santificó a María, la madre de tu
Hijo, santifique el don de ti mismo sobre este altar» (Oración sobre las
ofrendas del cuarto domingo de adviento).
160
161
8. EXPERIENCIA DE DIOS
1. Vulnerabilidad de Dios
Cada época produce su expresión particular de la verdad cristiana.
Nuestra época produce diferentes manifestaciones. El movimiento
focolari, por ejemplo, parece ser, en parte, una reacción al carácter
impersonal de la sociedad urbana moderna, y es la expresión del
deseo de relaciones interpersonales, que vienen de otros sectores, por
decirlo en términos filosóficos. Me parece que la meditación
trascendental es una reacción a formas de oración exuberantes de
palabras, y corresponde a la necesidad de silencio y de integridad
interior. El movimiento carismático es, en parte, una reacción frente
al sistema de leyes de la iglesia, rígido y tal vez sobreestructurado y
excesivamente gravoso: corresponde a las aspiraciones que la gente
tiene de libertad y expresión de alegría en su vida espiritual.
En el siglo diecisiete el culto del Sagrado Corazón fue una
reacción contra el jansenismo, esta reducción de la posibilidad de
salvación que se suponía caracterizar al elegido. Fue como una
contrapartida calvinista en la iglesia católica. No es del todo
inapropiado hablar de esto a una comunidad benedictina, porque
como ya sabéis, en el siglo trece, se dice que Juan evangelista se
apareció a santa Gertrudis y le habló del significado de las
palpitaciones del corazón de Jesús que él percibió cuando reclinó su
cabeza sobre el pecho del Señor; el significado de esto se revelaría en
toda su plenitud cuando nuestro Señor se apareció a santa Margarita
162
María en Paray-le-Monial en junio de 1675, en una época en que el
mundo se había enfriado en su apreciación del amor de Dios. Muchos
pueden no sentirse atraídos hacia la devoción del Sagrado Corazón tal
como ha sido presentada al final del siglo diecinueve y al principio de
éste, pero la teología que existe detrás de la devoción es de capital
importancia. Haríamos bien en tomar como un estímulo para la
oración, las antífonas de vísperas y de laudes.
Querría hacer hincapié en dos puntos. Primero, el Sagrado Corazón
humaniza el amor divino, interpreta el amor divino en un lenguaje
humano; porque la Palabra hecha carne no habla solamente en una
comunicación verbal, sino también en términos de cualidades divinas
que están vivas en la experiencia humana.
Dirigiré vuestra atención a una cita del evangelio. Nuestro Señor ha
curado a la madre de la mujer de Pedro. El sol iba a su ocaso y
aquellos que tenían amigos afectados de enfermedades los llevaban a
él, y él «aplicaba las manos a cada uno» 40. Atención personal,
individual. Conocemos la actitud de nuestro Señor hacia un amplio
número de personas con las que tuvo contacto, haciendo caso omiso de
su situación, de su probidad moral y de si eran atractivas o no. Esta
atención personal nos revela de una manera sorprendente que lo que
sabemos es la verdad de Dios mismo. Para cada uno de nosotros
tendría que ser una fuente de consuelo y ayuda: Dios tiene esta
atención individual para conmigo, aparte de mis flaquezas, sin
consideración a mis defectos.
Segundo, la fiesta del Sagrado Corazón nos revela la vulnerabilidad
de Dios. Para los que son tomista es difícil usar la palabra
«vulnerabilidad» refiriéndose a Dios. ¿Cómo puede ser vulnerable un
Dios inmutable? Solamente en su Hijo hecho hombre podemos
vislumbrar algo de esto. Además, podemos aportar una lista de
situaciones en las que nuestro Señor manifestó su
vulnerabilidad: sureacción a la ingratitud de los nueve leprosos; su
llanto sobre Jerusalén; su pena a la muerte de Lázaro; su evidente
afecto por Marta y por María; y su reacción a la traición de Judas:
«¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?». Leed los evangelios una
y otra vez, y encontraréis la vulnerabilidad de nuestro Señor. Parece
que Dios se hizo hombre para sentir lo que el hombre siente, para
mostrar que él comprende. Y desde el momento que la humanidad de
163
Cristo es una parte de él y una parte de la vida de la trinidad, podemos
ver hasta qué punto puede ser vulnerable la trinidad misma.
Fue a santa Gertrudis, tal como se dice, a quien Juan habló del
Sagrado Corazón: podemos decir que Juan es el teólogo del Sagrado
Corazón. El Oficio del Sagrado Corazón pone de relieve la transfixión
del costado de Cristo y cómo fluyó agua y sangre. Este fue su
momento de gloria: su hora: el agua es un símbolo del Espíritu santo;
la sangre, la sagrada eucaristía. Los cristianos contemplando el costado
traspasado de Cristo han dado testimonio a lo largo de los siglos de
que éste fue el momento en que nació la iglesia. Los movimientos a
que me he referido antes: el movimiento focolari con su énfasis en el
amor, el amor de Dios y el amor entre las personas, y el movimiento
carismático con su insistencia en el Espíritu santo y en el bautismo del
Espíritu, tal vez no se acomoden a todos, pero son movimientos que
los hemos de tener en cuenta, aunque no sea sino por elhecho del
énfasis que ponen cuando dicen que es en el corazón humano de Cristo
donde encontramos el misterio del amor de Dios.
Es por esto por lo que nosotros guardamos la fiesta del Sagrado
Corazón. Necesitamos venir a los primeros principios de la vida
espiritual: el formidable amor que Dios tiene por cada uno de nosotros.
El sentido de esta fiesta no tendría que ser solamente una inspiración y
un consuelo para nosotros mismos, tendría que ser un modelo de
nuestras reacciones, de unos para con otros. El interés y la compasión
que tendríamos que tener para cada uno de los miembros de la
comunidad es sobremanera importante. No importa hasta qué punto
una comunidad pueda estar dividida, ni la diversidad que pueda existir
en sus prácticas e ideologías; nada de todo esto importa, aunque en
cierto nivel, pueda ser lamentable. Lo que interesa es que haya una
caridad real, un amor real, un interés real de los unos para con los
otros. Cada uno de la comunidad ha de ser objeto de mi interés: ha de
haber una generosidad real, una prontitud para ponerme a disposición
de los demás, para negarme a mí mismo por los demás. Me parece,
padres, que hemos de orar con urgencia para que el amor que Dios nos
manifiesta vaya pasando de uno a otro en esta comunidad, y a través
de nosotros, a todos aquellos con los que tenemos contacto. Una
comunidad cristiana tendría que ser una comunidad que ama. El
trabajo dentro de una comunidad presupone sacrificio: es fácil hacer
164
una selección de aquellos con los que estamos en contacto. Esto no es
correcto a nivel de vida cristiana: y ciertamente no es correcto a nivel
monástico. Es extenuante el estar dando constantemente, el estar
constantemente a disposición. Pero esta es la gracia que hemos de
pedir. Este es el camino del Señor, el camino de nuestro Padre que está
en el cielo. Y nosotros, con todas nuestras deficiencias, hemos de
esforzarnos por ser perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto.
3.6.75
2. Tres heridas: contrición, compasión)deseo ardiente de
Dios
Los pensamientos que querría exponeros, reverendos padres,
forman como un conjunto abigarrado a partir de lecturas que hemos
escuchado en estos últimos días: un pasaje de la madre Juliana de
Norwich, algunos extractos del rito de la ordenación, y una o dos que
hemos leído hoy. Me parece que sugieren algunas verdades
importantes.
Muy al principio en sus Revelaciones la madre Juliana dice: «Por
la gracia de Dios y la enseñanza de la santa iglesia se desarrolló en mí
un fuerte deseo de recibir tres heridas: es decir, la herida de la
verdadera contrición, la herida de la genuina compasión y la herida de
un deseo ardiente y sincero de Dios». Este pasaje me chocó cuando
estaba pensando en el sacerdocio y en el gran acontecimiento que tuvo
lugar el domingo, y las cualidades que tendría que tener el sacerdote.
Se me ocurrió que los tres deseos de la madre Juliana eran vitales.
Ninguno de nosotros, al acercarse al sacerdocio, o mirando hacia
atrás en nuestras vidas sacerdotales, puede verse privado de un
sentimiento de contrición, si pensamos en nuestro pecado y en nuestra
indignidad. Este sentimiento tendría que caracterizar nuestra
espiritualidad, y está muy lejos de ser un pensamiento deprimente.
Nunca nos tendríamos que permitir sentirnos abrumados por nuestra
indignidad, nuestra perversidad: debemos tener siempre presente el
pensamiento de que Dios es incapaz, si me es permitido expresarme
así, de ejercer su maravilloso poder de perdón si no hay nada que
perdonar, y que nuestro pecado es una reclamación a su poder de
165
perdonar que forma parte de su interés amoroso por nosotros. De esta
manera resulta ser un pensamiento que nos tendría que dejar un
sentimiento de satisfacción y de paz. Si no somos conscientes de
nuestra maldad, es o porque tenemos una noción equivocada del
pecado o, peor aún, una visión equivocada de nosotros mismos, o, en
el caso de un sacerdote, no valoramos suficiente-mente lo terrible que
es la vocación a la que hemos sido llamados. Pero Dios no desea que
nos sintamos deprimidos; si no fuera así, no nos hubiera llamado; no
hubiera instituido el sacerdocio.
Yo me pregunto por qué la madre Juliana hablaba de la herida del
ardiente y sincero deseo, la herida de la contrición, la herida de la
genuina compasión. ¿En qué sentido usaba la palabra «herida»? En
relación con la contrición, supongo que inevitablemente, el
conocimiento de sí mismo, la revelación de la propia maldad e
indignidad, es, en cierto sentido, una herida. Pero no es tanto la herida
de la cruz como la herida de Cristo resucitado. Esta es la manera de
considerar estas heridas; aquí es donde nosotros encontramos nuestra
esperanza, nuestra paz, nuestro consuelo. De aquí surge un punto
práctico: es una lástima, me parece, que en la vida de la iglesia, y
posiblemente en la vida de los monjes, la confesión ha perdido terreno,
o es menos importante. Creo que es muy difícil encontrar realmente
algo que substituya el postrarse ante un representante de Dios para
manifestar la propia indignidad y maldad. No lo hacemos para
conseguir paz; es una manera práctica y sensible de decir a Dios «lo
siento» (sorry).Pero aporta y tendría que aportar su propia paz.
La herida de compasión genuina. La capacidad de escuchar y de
escuchar con simpatía es compasión, y el ser capaz de sufrir con los
demás: estas cualidades las reconocemos en sacerdotes que tienen una
amplia influencia pastoral. La lectura de después de maitines (Col 2)
me llamó la atención: «Cuidado con que alguno os engañe con
filosofías falaces, vana ilusión tradicional en la humanidad, basado en
lo elemental del mundo y no en el Cristo» (Knox). No creo que
alguien tuviera algo que discutir con san Pablo sobre esto. Es
importante que en el ejercicio de nuestra compasión, en el ejercicio de
nuestro sacerdocio dando consejo, ayudando a otros, seamos capaces
de comunicar la enseñanza de Cristo, de ofrecer una palabra que
frecuentemente será paradójica, tal como pueden serlo las palabras de
166
Cristo. Ser capaz de comunicar la palabra de Cristo es ser capaz de
comunicar la simpatía de Cristo, la fuerza de Cristo.
«La palabra de Dios» —este pensamiento me chocó. Era una
observación de Lord Hailsham; me parece recordar que sonaba así: «el
alma de la oratoria es la sinceridad». De hecho, me parece que era «el
alma de la retórica es sinceridad»; pero es mejor decir «el alma de la
oratoria es sinceridad». En toda la cuestión de comunicar la palabra de
Dios, lo que importa es la sinceridad: no el pensamiento agudo, el
pulido giro de la frase. Lo que importa es una genuina sinceridad, que
puede venir a través del pensamiento más banal y de la sentencia más
chapucera. Con cuánta frecuencia es verdad que es al hombreal que
uno escucha, no las palabras que dice. Y estad seguros que la
sinceridad ha de ser la cualidad de una persona que está en contacto
con Cristo, nuestro Señor.
La herida de un ardiente y sincero deseo de Dios. No es necesario
desarrollar el tema. Lo habéis oído muy a menudo: aquella nostalgia
de la oración, aquella búsqueda inexorable de Dios que es fundamental
en nuestra vida monástica. Recordáis la narración de nuestro Señor en
la barca con sus discípulos. El se duerme y los discípulos le gritan:
«¡Auxilio, Señor, que nos hundimos! Y el reproche de nuestro Señor:
«¿Por qué sois cobardes? ¡Qué poca fe!» 41. Y supongo que éste es el
peligro de todo cristiano y, por lo tanto, el peligro de todo sacerdote: el
sentirse atemorizado por la poca fe que uno tiene. La fe da al sacerdote
su poder para actuar y su inspiración. Y sabemos por experiencia que
la fe no es algo que nosotros podamos producir: es algo que recibimos,
que se nos da. Es algo para lo que nos hemos de preparar y por lo que
hemos de orar. Me parece que pocas aspiraciones pueden ser mejores
para un sacerdote que la plegaria de la madre Juliana: la contrición,
que nos aporta la actitud propia de humildad hacia Dios; compasión
genuina, que hace que nuestras relaciones con los demás en nuestro
ministerio y trabajo pastoral sean correctas; y nuestro deseo ardiente
de Dios, que es su coronación así como también su inspiración.
2.7.74
3. Daños interiores
167
Hemos discutido recientemente sobre el nuevo rito de la penitencia
y sobre el pecado. Hemos de correr un largo camino, no sólo para
comprender estas cosas sino también para poder comunicarlas a
aquellos de los que somos responsables. Además, nuestra discusión me
ha llevado a pensar mucho sobre el ministerio de sanación. Por más
que yo no sea un experto en la materia y tenga una tendencia innata a
mirar estas cosas con circunspección, pienso, sin embargo, que aquí
hay algo que debemos considerar; más aún, nos lleva a
consideraciones que pueden ser de ayuda para nuestra vida con Cristo.
Sospecho que estamos condicionados a pensar que los milagros de
nuestro Señor, tal como se nos ofrecen en los evangelios, son
«pruebas» de su divinidad o acontecimientos que han de ser
desmitologuizados, según el presupuesto de Bultmann de que no
existen milagros, o «narraciones piadosas» introducidas por los
primeros cristianos para beneficio de las comunidades griegas y judías
a las que se dirigían. Sin embargo, en el trasfondo de nuestras mentes
se esconde el pensamiento de que Cristo tiene poder de verdad y que
este poder puede actuar yactuará a través de los sacramentos y acaso
como respuesta a la oración. Pero no estamos del todo convencidos.
Releamos el primer capítulo del evangelio de Marcos: «Jesús se
fue a Galilea a pregonar de parte de Dios la buena noticia. Decía: Se
ha cumplido el plazo, ya llega el reinado de Dios. Enmendaos y creed
la buena noticia». Sigue la llamada de algunos de sus discípulos y la
enseñanza en la sinagoga. Y, después de esto, se nos habla de una
serie de curaciones: un hombre poseído por un espíritu impuro; la
madre de la mujer de Simón Pedro; después, toda una multitud de
personas; y en el versículo cuarenta, la historia del leproso: «Si
quieres, puedes limpiarme».
El reino es proclamado, el programa es claro: arrepentimiento y
aceptación de la buena noticia. Pero también hay curación. ¿Qué es
lo que Jesús desea curar y por qué? Consideremos la primera
cuestión: Hay diferentes clases de enfermedades y sufrimientos, y sus
causas no son menos variadas. Toda clase de sufrimiento puede ser
soportado con provecho; aceptado como una cruz, puede tener valor
redentivo. Sin embargo, hay «enfermedades» que no son de
provecho y que hasta pueden ser verdaderamente peligrosas. Me
refiero a aquellas interiores que nos corroen, paralizándonos y
168
haciéndonos menos eficaces para la obra de Dios: contrariedad,
ambición, resentimiento, frustración, heridas infligidas por otras
personas, el sufrimiento que viene del sentimiento de no sentirse
apreciado, de no caer en gracia, rechazado; también la crítica de mala
fe. Estas cosas pueden dejar heridas que van emponzoñándose.
Necesitan ser curadas. ¿Por qué? Porque esclavizan y entristecen,
mientras que la misión de Cristo fue traer la libertad y la alegría. Si
estamos paralizados por «daños interiores», nos introvertimos y nos
hacemos incapaces de ayudar a los otros, de soportar cargas; o no
somos libres de estar totalmente a disposición de Cristo. Sí, estas
heridas interiores deben ser curadas.
¿Por qué seguimos trabajando bajo tensiones sin provecho, a pesar
de los sacramentos y las oraciones en las que hemos pedido la ayuda
de Dios? Cristo no puede sanar allí donde no hay fe alguna o donde
alguien está privado de la convicción de que él tiene el poder de curar
y desea hacerlo. Confesiones mecánicas o una recepción rutinaria de
la eucaristía pueden causar poco impacto, poco efecto. «Quiero,
queda limpio». Hemos de creer en el poder de Cristo para curar y en
su voluntad de hacerlo. «¡Señor, fe tengo, ayúdame tú en lo que me
falte!»42. «¿Qué es más fácil, perdonar o decir: carga con tu camilla y
echa a andar?»43. Cristo, curándolo, probó al paralítico que había sido
perdonado. Perdón y curación van juntos.
El evangelio no es solamente un programa para la acción, es
también una proclamación del poder que está a nuestra disposición.
Además, el perdonar y el sanar tendrían que caracterizar nuestro trato
mutuo. La manera que tenía Cristo de actuar ha de ser el modelo de la
nuestra. Como pastores hemos de aprender la manera de usar este
poder de curación, o la manera de ser instrumentos que le hagan
posible ejercer este poder sobre nosotros. De la misma manera que
tiendo a creer que la mayoría de las personas son enfermos más que
pecadores, pienso también que el factor más corrosivo en una
comunidad o familia son las heridas que nos infligimos los unos a los
otros inconscientemente. Estas necesitan perdón y curación: el perdón
y la curación de Cristo, y también el nuestro. En ambos casos el
perdón y la curación son una expresión del amor de Dios que actúa en
nosotros y entre nosotros.
169
¿Cómo podría uno compendiar todo esto? Cristo no vino sólo a
proclamar un mensaje, sino también a usar un poder de curación.
Desea curar porque nosotros tenemos heridas que paralizan el amor
genuino: heridas que nos hacen sordos a su palabra, ciegos a lo que él
desea que nosotros veamos. Su curación nos trae alegría y libertad
para poder llevar nuestras cargas y servir con más fidelidad.
En la lectura espiritual podemos escoger episodios que nos dicen
cómo curaba nuestro Señor, y podemos ir considerándolos
atentamente. Nos proveen de interminable alimento para nuestro
pensamiento. Rezad en privado los salmos 29 y 30 44 (el 30 encaja
mejor antes del 29). Y si vuestra propia situación no se siente
perturbada y conserva la serenidad, entonces pensad en vuestra
familia, la comunidad, o en vuestros amigos, de los que podéis ser
portavoces. Estos pensamientos pueden ayudar en la administración
de los sacramentos, especialmente el sacramento de la penitencia y el
de los enfermos. Empezamos a ver un nuevo sentido en ellos. Entre
nosotros, siendo como somos una comunidad monástica que se
esfuerza por vivir en evangelio, la compasión y el interés tendrían que
traducirse en actos. En la raíz de los problemas de la mayoría de las
personas, se encuentra la «inseguridad», y junto con ésta va el temor.
La inseguridad necesita ser curada con compasión e interés, de tal
manera que el amor la eche fuera. Seguro en Cristo, un cristiano
puede ser eficaz.
11.11.75
4. Curación interior
El poder curativo de Cristo se tendría que ejercer sobre aquellos
problemas que son corrosivos de la paz interior y de la alegría;
heridas que necesitan ser curadas. Reflexionemos sobre esto en el
contexto de una vida en común: una comunidad buena y alegre
depende del reconocimiento de una necesidad básica en cada
individuo, es decir, que una persona tendría que saber que es estimada
no por lo que pueda hacer, sino simplemente porque es tal como es.
La verificación de que uno es estimado, respetado, deseado,
apreciado, es el fundamento sobre el que se edifica una auténtica vida
170
espiritual. Esta vida espiritual empieza con una comprensión de
aquello que yo entiendo por Dios. En la vida de comunidad actúa el
mismo principio: sé que soy respetado, deseado y apreciado por los
demás y yo me esfuerzo por respetarlos, desearlos y apreciarlos. El
vivir de acuerdo con este ideal presupone una transformación dentro
de nosotros mismos, un poner aparte nuestro viejo «yo»: el yo que
puede traer preocupada nuestra mente entera. Es mejor decir «sí» a
los demás que «no» a uno mismo: a pesar de todo, lo primero exige a
menudo lo segundo.
Así pues, una curación interior de heridas infligidas, que incluye
un perdón mutuo real y una comprensión sin límites, conduce a un
respeto real, a un deseo y a un aprecio de los demás. Este es el secreto
de la vida en comunidad, porque va de acuerdo con el pensamiento de
Cristo y nos hace vivir de acuerdo con la oración que él nos enseñó:
«perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores».
No puede haber amor alguno entre los hermanos a no ser que haya
compañerismo, un estar juntos, un hacer las cosas juntos. La
naturaleza de nuestro trabajo y de nuestro estilo de vida tiende a
hacernos individualistas: actividades individuales, a veces en
competición con otro, pueden tener este efecto. No es que se hayan de
condenar las actividades individuales: la necesidad de expresarnos a
nosotros mismos en nuestro trabajo, el deseo de tener algo para
enseñar, un estilo de vida que reconoce talentos diferentes,
temperamentos y gustos, esto es deseable. Pero ha de haber ocasiones
que permitan fomentar el amor fraterno. El compañerismo, siendo
como es la causa del amor, es también su sirviente.
Orar juntos es importante. En una ocasión previa, di la bienvenida,
y lo vuelvo a hacer ahora, a grupos que se reúnen para orar, que se
juntan a causa de una afinidad, ya sea de las personas, ya sea de los
puntos de vista. Esto es bueno. Pero, ¿qué decir de la oración en la
que nos juntamos todos? ¿Cómo actúa aquí fraternalmente el amor?
¿Cómo es posible que para unos sea un esfuerzo y para otros una
delicia? ¿Por qué buscan algunos oportunidades para ausentarse, y se
sienten aliviados cuando no pueden asistir? Esto da pena, sobre todo
si se considera como soluciones que gustan a unos y entristecen a
otros.
171
Necesariamente la oración de la comunidad será inadecuada: la
oración en grupos tiende a ser un medio mejor de expresarse uno
mismo, mientras que la oración del coro aparece frecuentemente
como una supresión de uno mismo. Sin embargo yo no acepto esta
antítesis aparente. Baste decir que una total dedicación a lo que
sucede en el coro es la manera de descubrir su valor. La irritación y el
disgusto lo hacen pesado. ¿Solución? Un sentido de compañerismo
cuando estamos juntos. Un deseo intenso de agradar a Dios que
informe nuestro deseo de no disgustarnos los unos a los otros, una
actitud tolerante y de perdón; sensibilidad a las dificultades de los
demás: estas cosas son básicas. Desde luego que hay diferencias en
las capacidades de cada uno. Pero aparte de los esfuerzos de
adaptación que cada uno tenga que hacer, lo que importa es la
«actitud»: ésta es la obra de Dios. Si por las obligaciones conflictivas
durante el curso, no se le puede dar siempre a esto una prioridad, sí
que se le puede dar durante las vacaciones. En el coro, pues, así como
en todos los aspectos de la vida monástica, tendrían que prevalecer las
cualidades de mutuo respeto, mutuo deseo y mutuo aprecio.
25.11.75
5. De todo corazón45
Hemos tenido que sopesar vuestras virtudes y vuestras debilidades,
en cuanto son de importancia para una vocación monástica. Me
gustaría decir una palabra sobre la debilidad de que todos
participamos. Cuando entramos en una comunidad monástica, somos
seres imperfectos y como tales permanecemos a lo largo de toda
nuestra vida. Una comunidad así ha de manifestar un amplio grado de
tolerancia y comprensión. Somos una asamblea a la que la gente viene
a buscar a Dios y nosotros sabemos que distamos mucho de ser
perfectos. Cuando nosotros aceptamos a un hombre, estamos
preparados a mostrar, y lo debemos mostrar de verdad como
cristianos, comprensión y tolerancia, cosa que esperamos encontrar
también en él. Creo que éste es un aspecto, solamente uno, de nuestro
voto de estabilidad. Nosotros somos una familia, y vosotros vais a
uniros a ella por vuestra profesión; pero es una familia imperfecta, y
172
nosotros solamente podemos vivir alegres y contentos si encontramos
tolerancia y comprensión. Me parece que los monjes se olvidan a
veces de su deber de ser amables, joviales, de asegurarse de que los
demás estén alegres y contentos. Cada uno de nosotros carga con la
responsabilidad de la alegría de cada miembro de la comunidad. Y
después de todo, esto lo hacemos solamente para reflejar las
características de Dios: no hay nada más consolador, más pacificante,
que la comprensión divina, que la tolerancia divina, que el perdón
divino; y aún más, la voluntad de Dios es que estemos contentos,
alegres, que seamos joviales: esto es lo que Dios desea. Es verdad que
habrá cargas pesadas, dificultades: sería sorprendente que en el
claustro no fuese así.
Según una frase que ya he usado, nosotros somos «criaturas
heridas», todos nosotros. Pero también he dicho que no tenemos
ningún derecho a estar satisfechos. Tenemos el deber de vencer
nuestras faltas, de hacernos más dignos de estimación a la vista de
Dios y de los hombres: éste es un aspecto de nuestro voto de
«conversión de costumbres». Hemos de cambiar, y el esfuerzo nos
puede costar algo; debemos tener la valentía necesaria y un firme
propósito. Tendríamos que desear que se nos señalasen nuestras faltas.
Y os urjo también a ponderar, cuando hagáis vuestra profesión, el don
de vosotros mismos que hacéis de todo corazón a Dios en esta
comunidad; vuestro seguir a Cristo de todo corazón. Esto presupone
una generosidad como la que manifestaríamos en una vida de familia,
si ésta fuera vuestra vocación, y a toda costa se ha de manifestar
también dentro del monasterio. Los monjes deben ser generosos, y el
test de la generosidad de un monje será su gusto por ser obediente. Es
verdad que éste es solamente un aspecto de la obediencia monástica,
pero es un test de generosidad, de gran corazón, el dejar de buscarse a
sí mismo, el deseo de buscar y hacer la voluntad de Dios. La mayoría
de nuestros problemas vienen de una falta de humildad: la cualidad
más difícil de adquirir, la más amable de poseer. Os pido por favor que
no os toméis demasiado en serio. Reíros de vosotros. Y permitid que
los demás se rían con vosotros de vosotros. Esto pertenece también a
la vida de familia.
23.1.76
173
6. Entusiasmo
Os decía no hace poco, que mi vida estaba pasando por una etapa
difícil. Me preguntaba a mí mismo si me estaba volviendo demasiado
mundano, si vivía de una manera demasiado mundana, si me lo
tomaba con demasiada tranquilidad, y si, como consecuencia de todo
esto, mi vida de oración había perdido «mordiente». Tal vez os
acordaréis que decía que es difícil definir lo que uno entiende por
«mundano»; que, de hecho, es un instinto monástico que nos dice,
según parece, qué es lo que conviene y lo que no conviene a un monje.
Traíamos a la memoria que la gente nos mira y espera ver en nosotros
algo diferente que les hable de Dios. Recordábamos el principio que
debe regir nuestras relaciones con los demás: que no buscamos
identificarnos con los demás, sino que buscamos más bien llegar a ser
la clase de persona con la que los demás desean identificarse. Y
hablábamos de tomárnoslo a la ligera, y de cómo si en una comunidad
cada uno se lo toma a la ligera, entonces la comunidad se vuelve floja.
Un ejemplo nos lo puede dar el hecho de no ser puntual al Oficio. El
primer Oficio del día, a parte de la dificultad del sueño o de la
somnolencia, es el que nos ofrece menos excusas para llegar tarde. La
referencia de san Benito al primer salmo que se ha de recitar despacio
para dar tiempo a los que llegan con retraso, es una concesión a la
debilidad. Todos tendríamos que estar en el coro antes de que el
superior dé la señal para empezar. Otro ejemplo es nuestra actitud
respecto al silencio. Podéis recordar que yo, entonces, seguí hablando
sobre el ejemplo y el mutuo estímulo que nos podemos dar, y de la
importancia del entusiasmo. Sobre esto último es sobre lo que deseo
hablar.
Lo opuesto a entusiasmo es apatía, humor agrio, aridez, fastidio. Y
cada uno de estos estados puede tener una explicación natural: lo que
significa el término fastidio es suficientemente claro. La aridez puede
ser un estadio de purificación de la fe, o, tal como lo diríamos hoy día,
un aspecto de la maduración de la fe. Sin embargo tendría que haber
en nuestra vida monástica una alegría y un entusiasmo. ¿De dónde han
de venir? ¿De las discusiones de la comunidad, de las comisiones, de
las directivas de los superiores, de una manera de pensar en que todos
estemos de acuerdo? Querría mirar esto a la luz de dos verdades de las
174
que nuestro pensamiento se ocupa en esta época del año: el Espíritu
santo y la eucaristía.
En primer lugar, el Espíritu santo. «Nadie ha visto al Padre». El
Hijo ha ascendido al cielo y ya no podemos disfrutar más de su
presencia a través de los sentidos; pero el Espíritu ha sido enviado y
durante todo este tiempo ha actuado en nuestras vidas, aunque
nosotros no hayamos reconocido o realizado siempre su presencia.
Posiblemente, nosotros no reconocemos su presencia de una manera
suficiente y por esta razón limitamos la obra que él puede hacer en
nosotros y por medio de nosotros: este mismo Espíritu que enseña,
inspira, fortalece, da libertad y es él sólo el que nos hace capaces de
decir con todo su sentido. «Abba, Padre». Yo creo que nos hacemos
presentes al Espíritu, que es lo mismo que decir que nos hacemos
presentes a Dios, sobre todo, por el reconocimiento de nuestra
pobreza: esta pobreza que comprende nuestra debilidad, nuestra
incapacidad de responder a Dios con fervor y entusiasmo, porque nos
permitimos depender demasiado de nuestros propios esfuerzos. Hay
momentos en que llegamos a una realización de la presencia de este
Espíritu en las profundidades de nuestro ser. Me gusta explicarlo así :
en el punto en que nuestra conciencia de sí mismo alcanza la nada o
toca la oscuridad que hay detrás: este es el punto del encuentro con
Dios. Es un darse cuenta, como se ha dicho muy bien, del
«fundamento de nuestro ser». Cuando reflexiono sobre el sí mismo
que soy yo, se llega a un punto en el que uno toca a una nada que hay
más allá. Esta es la pobreza radical en la que encontramos y recibimos
la riqueza que es Dios. Esta pobreza, experimentada en nuestra nada
ante Dios, nos hace aptos para recibir la acción de Dios sobre nosotros,
que es la acción del Espíritu.
El papa León XIII, en la Mystici Corporis, decía: «Cristo es la
cabeza de la iglesia, y el Espíritu santo es su alma». Considero que
esto es una gran esperanza y me alegra ver que el Vaticano II ha dicho
lo mismo: «El Espíritu es uno y el mismo en la cabeza y en los
miembros. Es el que da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo».
Y laLumen Gentium continúa: «Como consecuencia, los Padres han
considerado posible comparar su obra —la del Espíritu— a la función
que en el compuesto humano es llevada a término por el principio vital
o alma».
175
En otro contexto y en otra ocasión traíamos a la memoria que la
cabeza de una comunidad monástica es Cristo; en consecuencia ha de
ser el Espíritu el que anime a la comunidad, la haga dinámica y vital.
Por encima de todo es en él donde debemos encontrar el principio de
unidad en la comunidad: en él hemos de encontrar aquello de que
nosotros carecemos, especialmente la capacidad de responder con
entusiasmo y fervor al mensaje de Cristo que es el evangelio. Acaso
rezamos demasiado poco al Espíritu, y reconocemos demasiado poco
la parte que tendría que tener en nuestra vida interior y el papel que de
derecho le toca en nuestra comunidad. Para los de afuera, reverendos
padres, la apatía, el humor agrio, la aridez, el fastidio, parecen ser a
veces nuestra respuesta a la misa conventual. Es verdad que no es el
mejor momento del día para ser dinámicos y vitales, pero quizás
tendríamos que tener otro punto de vista respecto a la manera de hacer
las cosas. Hemos de descubrir el alma de la misa que da vida y nos
lleva con ella a la vida. Es el Espíritu el que hará esto: el Espíritu de
Cristo, el Espíritu santo.
A menudo, cuando discutimos sobre la eucaristía, la misa
conventual, hablamos muchísimo sobre cosas que le son vitales, así
como de otras cosas sobre las que tendríamos que reflexionar y tal vez
tomar decisiones. Pero todo es en vano si, cuando estamos al rededor
del altar, no nos dejamos mover por el Espíritu. Si es solamente
gracias a él como podemos clamar: «Abba, Padre», a fortiori, me
parece, que solamente por él podremos entrar en éste, el más sublime
de los misterios.
Esto no nos proporciona un programa de revitalización de nuestra
misa conventual, pero tal vez nos de una oportunidad para reflexionar
sobre la parte que desempeñamos cada uno de nosotros, y de orar
colectivamente para ser guiados por el Espíritu santo. Si alguno de
nosotros tiene la impresión, y he de admitir que yo también la tengo a
veces, de que nuestro gran acto del día, la misa conventual, es pobre, y
si es difícil resolver el problema de esta pobreza a causa de la
diversidad de opiniones, al menos podemos estar de acuerdo en que
somos pobres, y tal vez encontremos la respuesta en nuestra apertura
al Espíritu y en la realización de nuestra dependencia de él. No
apruebo necesariamente todos los aspectos de la renovación
carismática, pero abrazo ciertamente la teología sobre la que se basa, y
176
nuestra comunidad irá a la zaga, y no encontrará de verdad las
exigencias de una verdadera renovación, a no ser que responda a lo
que parece ser la moda del día, que es, en nuestra pobreza, invocar al
Espíritu santo.
19.6.73
177
Ciertamente, deberíamos considerar como aplicables a nosotros
mismos las palabras de san Benito en el prólogo: «A medida que
progresemos en la vida monástica y en la fe, nuestros corazones se
dilatarán, y correremos con inefable dulzura de caridad por el camino
de los mandamientos». Yo solía pensar que esto era algo que uno
podía esperar conseguir en el ocaso de la vida. Ahora, de ningún modo
lo pienso así. Aquel «nuestros corazones se dilatarán, y correremos
con inefable dulzura de caridad...» es algo que tendría que empezar
muy pronto. Es una sentencia sorprendente escrita en un capítulo que,
por otra parte, no nos compromete. Sería equivocado decir que ha
perdido su carácter, pero no deja de sorprender; nos tendría que llevar
a pararnos y a preguntarnos a nosotros mismos si esto es lo que, de
hecho, sucede... porque tendría que suceder. Como monjes, aparte de
nuestra condición de cristianos, tenemos derecho a esperar felicidad
aquí y ahora.
Me gustaría hablar de esto como de algo que se da a dos niveles.
Existe una alegría permanente, arraigada en lo profundo, de la que no
siempre somos conscientes cuando estamos ocupados en nuestras
tareas cotidianas. Esta satisfacción básica viene de una conciencia de
Dios cada vez más despierta: un darse cuenta de que las cosas que nos
suceden son de verdad insignificantes cuando se las compara con la
grandeza de la tarea que es buscar a Dios. Nuestra búsqueda de Dios
—otra manera de decir «aprender a amar», que en sí es una
consecuencia de nuestra comprensión de lo que para nosotros significa
el amor de Dios— nos da una satisfacción de la que admito que
frecuentemente no podemos darnos cuenta; otorga una serenidad y una
seguridad que deben crecer constantemente en nuestra vida monástica.
En el otro nivel existen las cosas, los acontecimientos, las personas
que forman la trama de nuestras vidas. Y muchísimas, ciertamente
todas, contribuyen a este sentido de satisfacción, de bienestar: las
satisfacciones ordinarias de la vida como escuchar música, un vaso de
vino, y demás. «Las satisfacciones —como lo expresa de una manera
magnífica C. S. Lewis— son las flechas de la gloria de Dios, cuando
ésta percute nuestra sensibilidad». Y también, las cosas que hacemos
que valen la pena: nuestro trabajo en el colegio, nuestro trabajo en las
parroquias vecinas y más distantes en el campo: todo esto causa
satisfacción, y con razón.
178
Pero por encima de todo está, tal vez, la vida de comunidad. El arte
de la vida de comunidad es con toda seguridad comunicar alegría a los
demás, de manera que todos puedan participar de esta alegría. La
esencia de la vida de comunidad es desear que los demás sean felices,
hacerlos felices, participar de su felicidad; evitar cualquier cosa que
pudiera herir a otro, perjudicar una relación, ensombrecer la alegría
mutua. Demos gracias a Dios constantemente por la alegría que
encontramos siendo miembros de esta comunidad.
Leed las palabras de san Pablo en su Carta a los filipenses: «Como
cristianos, estad siempre alegres, os lo repito, estad alegres. Que todo
el mundo note lo comprensivos que sois. El Señor está cerca, no os
agobiéis por nada; en lo que sea, presentad ante Dios vuestras
peticiones con esa oración y esa súplica que incluyen acción de
gracias; así la paz de Dios, que supera todo razonar, custodiará
vuestra mente y vuestros pensamientos mediante Jesús, el Cristo» 46.
20.10.65
8. Alegría
¿En qué consiste la alegría? Consiste en desear cosas y que estos
deseos sean satisfechos. Y qué es decir esto sino decir que la alegría
consiste en amar y ser amado. La alegría completa, aquella para la
cual fuimos hechos y la única que puede satisfacer, consiste, por lo
tanto, en amar a Dios y ser amado por Dios. El mayor problema de
los cristianos y de otros, a menudo me parece que es, no que ellos no
amen a Dios, o no deseen amar a Dios, o que aún intentando amar a
Dios, se den cuenta de que no tienen éxito. El problema consiste más
bien en el hecho de que nosotros no permitimos a Dios que nos ame.
De una manera u otra no afrontamos las exigencias que pesan
sobre nosotros como resultado de haber verificado la extensión y la
inmensidad del amor de Dios para con nosotros. Además, muchos de
nosotros hemos recibido una formación equivocada en las cosas de
Dios, el énfasis excesivo del aspecto punitivo, de una visión
disciplinaria de Dios, con un olvido práctico de su amor. La fuerza
que motivaba nuestra vida espiritual, un tiempo atrás, era el temor
más que el amor. Además, cometemos el fallo de no dejarnos amar;
179
por ignorancia, no hemos pensado suficientemente en el amor de
Dios. Y sin embargo, la llave que nos abre la vida espiritual, su
auténtico principio, es la realización del amor de Dios para con
nosotros. El amor llama al amor. Abyssus abyssum i n v o c a t 4 7 .
Es un hecho de experiencia común el que a nosotros no nos gusten
las personas a las que nosotros no les gustamos. Y lo contrario es
también verdad: nos gustan aquellos a los que les gustamos. ¿Habéis
hecho la experiencia de que alguien, como por instinto, no os ha
gustado hasta el día en que habéis descubierto que erais agradables a él
o a ella? Entonces vuestra actitud empieza a cambiar. Hay también
personas a las que tal vez vosotros menospreciáis, y un buen día
descubrís que os admiran; entonces empezáis a descubrir en ellos
cosas que vosotros admiráis. Así, cuando el amor de Dios se hace una
realidad en nuestras mentes, entonces empieza a contar en nuestras
vidas. Entonces viene nuestra respuesta. Está explícito en el evangelio
de Juan: «Por esto existe el amor: no porque amáramos nosotros a
Dios, sino porque él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para que
expiase nuestros pecados»48.
Reflexionemos sobre la naturaleza del amor de Dios. Son verdades
simples, elementales; pero por su simplicidad nos invitan a una
reflexión constante. Recordemos que el amor es una realidad primaria;
que antes de ser un hecho humano, el amor existe en Dios.
Recordemos que nosotros amamos a las personas, porque hay
personas, pero con Dios pasa totalmente al revés, porque Dios ama a
las personas, hay personas. Esta es una verdad importante porque da a
entender que en todo lo que ha sido creado hay algo que es amable. Da
a entender que en toda persona hay algo digno de ser amado; si no
fuera así, esta persona no hubiera sido creada. Nuestra tarea es
descubrir todo lo que en los demás es digno de ser amado.
Recordemos además que el amor divino es el prototipo de amor
humano; y de esta manera, tendríamos que tener para con los demás la
misma actitud que Dios tiene para cada uno de nosotros. Hemos de
amar a los demás porque Dios los ama y los encuentra dignos de ser
amados. Es bueno retener en la mente «si Dios no me hubiera amado,
yo no estaría aquí». Y el punto de partida de mi respuesta es reconocer
su amor. No podemos estimularnos a nosotros mismos a amar a Dios
como si se tratara de una especie de ejercicio moral. Hemos de
180
permitir dejarnos agarrar por el pensamiento de su amor para con
nosotros; entonces, inevitablemente, desearemos responder. Espero
que esta reflexión sobre el amor no sea demasiado poco clásica. Nunca
me han impresionado las distinciones que hacen sobre el amor los
filósofos clásicos. Me pregunto ¿puede existir un amor
amic i t i a e sinun amor c o n c u p i s c e n t i a e cuando hablamos
de seres humanos? Se me puede corregir.
Amar es esencialmente un desbordarse, un dar, una comunicación.
En ninguna parte se realiza esto con más plenitud que en Dios. Por lo
tanto el amor es el principio de toda la vida espiritual, el principio de
toda la economía de la gracia.
Consideremos el amor divino tal como lo vemos en nuestro Señor.
«La Palabra se hizo hombre» traduce realidades divinas en términos
humanos. En las reacciones de nuestro Señor y en sus actividades
vemos, de manera humana, la actitud y la reacción divinas; no
hubiéramos podido entender estas verdades en términos que no fueran
inteligibles para el hombre, y éstos se nos ofrecen en el Hijo de Dios
hecho hombre. Estudiemos la actitud de nuestro Señor hacia las
personas. Veamos la fuerza del divino amor.
Cuando os sintáis deprimidos, cuando la vida parezca que no vale
la pena ser vivida, cuando todo se os vaya abajo, leed en el capítulo
quince de san Lucas las historias del hijo pródigo y de la oveja
perdida. Observar la reacción divina: el estimulante que nos proveerá
de la respuesta correcta.
Así pues, nuestra felicidad ha de consistir en amar a Dios y en ser
amado por él. Si fallamos en corresponder, es porque a veces nos dan
miedo las exigencias que él pueda pedirnos. Pero es la ley de nuestro
ser el desear ser felices y, además, la verdadera ley de nuestro ser es
que deseemos amar a Dios. El amor de Dios está ahí para nosotros.
Cuando nuestro Señor hizo suyas las palabras de Dios Padre, diciendo
que el primer mandamiento es «amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, y el segundo es semejantes a éste, amarás a tu prójimo como
a ti mismo», nos decía lo que, de hecho, es la verdadera ley de nuestro
ser: la única cosa que puede dar un sentido a la vida y, por lo tanto, la
única cosa que en último término nos puede aportar la felicidad.
27.10.65
181
9. Paz interior
Todos nosotros tenemos la sensación, unos de una manera más
intensa que otros, que sería una buena cosa el poder encontrar
soluciones para muchos problemas importantes de nuestra comunidad.
Tomemos por ejemplo nuestro trabajo por la iglesia: las contribuciones
que aportamos en el colegio, en las parroquias, como capellanes de
universitarios, y la posibilidad de ampliar este trabajo. Esto presupone
que tenemos una noción verdadera de lo que es la iglesia; que somos
sensibles a las necesidades del mundo moderno; que comprendemos a
las personas a las que servimos, ya sea los muchachos en el colegio o
las comunidades en las parroquias, y que tenemos una idea positiva de
lo que es o lo que debería de ser nuestra contribución como monjes.
Monjes ingleses, monjes de esta comunidad. Hay también problemas
locales a nivel de observancia monástica, de la liturgia y diferentes
prácticas que nos conciernen.
En el momento presente pueden existir opiniones muy divergentes.
De cualquier cosa se puede hacer rápidamente un acontecimiento y
excitarse las emociones, hasta se pueden desencadenar contiendas.
Esto es lo que ocurre en la totalidad de la iglesia: sería sorprendente
que a nosotros no nos afectase. Me parece, de hecho estoy cierto, que,
globalmente, no lo hacemos tan mal: la comunidad tiene la fuerza
suficiente para poder afrontar diferencias de opinión con una cierta
ecuanimidad, buen sentido y buen humor. Aunque podríamos en todos
los niveles consultarnos más las cosas, y éste es mi deseo. Hacemos
cosas para las que no hemos descubierto todavía el mecanismo o el
método correcto: encuentro que para uno esto es sumamente
frustrante. En gran parte el problema está, si consideramos todo el
convento, en la enorme dispersión geográfica de la comunidad, con la
consecuencia inevitable de que muchas cosas se tendrían que discutir
en presencia de todo el convento. Por ejemplo, es difícil discutir el
trabajo en las parroquias si los padres interesados no se hallan
presentes. Igualmente es difícil para aquellos que tal vez tienen ideas
sobre el colegio discutirlas con aquellos de nosotros que no estamos en
el colegio. Es importante recordar que cualquier parte del convento es
de interés para toda la comunidad.
182
Además, el problema del diálogo. Falta de tiempo y energía militan
contra la consulta. Es verdaderamente difícil aplicar nuestras mentes a
las cosas, cuando la naturaleza de nuestro trabajo es mentalmente
preocupante y lleva mucho tiempo. Y además, la dificultad de los
planteamientos hace difícil hablar de ellos con la extensión suficiente,
y desconecta muchos problemas relacionados entre sí. No obstante
hemos de encontrar medios de consulta, porque todo esto es parte del
ejercicio de la colegialidad, de la corresponsabilidad, de la
participación y del compromiso, tan arraigados en la tradición
benedictina y en el espíritu de la Regla.
Me parece que estamos inclinados a no apreciar debidamente lo
considerable que ha sido la revolución bajo la que hemos vivido
durante los últimos cinco o seis años: una revolución cultural, social,
política y litúrgica al mismo tiempo, y que todavía continúa. Nos es
necesario recordar que un buen número de entre nosotros hemos de
absorber una gran parte de lo nuevo en nuestra manera de pensar, de
reaccionar y de vivir. El proceso de adaptación va a ser lento:
necesitamos tiempo para ver las implicaciones de lo que ha estado
ocurriendo, y esto, antes de llegar a una decisión y pasar a la acción. Y
ahora veo más claramente, aunque instintivamente lo sentía así ya
antes, que sería una equivocación precipitarse en tomar decisiones
antes de habernos tomado el tiempo necesario, cada uno a su manera,
para ver las implicaciones. Son tantas las cuestiones propuestas, las
opiniones a discutir; son tantas las nuevas formas de abordar los temas
que han sido descubiertas.
Lo que realmente importa en tiempos como estos es que cada uno
de nosotros pueda encontrar una paz y una libertad interior. En los
viejos tiempos habríamos llamado a esto desprendimiento, pero paz y
libertad interior resulta una manera más positiva de expresar lo que
quiero decir. Una paz y una libertad basadas en una vida de oración:
una vida en la que una lectura reflexiva juega un papel importante: una
vida en que el silencio es apreciado como un tesoro, en la que un
monje es capaz y está contento de estar a veces solo. Estos son los
atributos monásticos tradicionales: oración, lectura reflexiva, amor al
silencio: un silencio exterior que ayudará a crear un silencio interior,
una capacidad de estar solo, amar estar solo con Dios.
183
También son los ingredientes de un buen miembro de una
comunidad, porque forman una base sólida desde la que podemos
actuar de una manera determinada en nuestras relaciones con otras
personas. Porque si yo no me relaciono con los demás a partir de esta
base, mi relación no será recompensada tal como yo podría suponer.
Por otra parte, un hombre libre interiormente y en paz consigo mismo
no es fácilmente incomodado por los acontecimientos, las
circunstancias y las personas. Esta paz no se da sin más; es el fruto de
una madurez, una madurez monástica y, por lo tanto, fundada en la
oración, la lectura reflexiva, el silencio y la capacidad de estar solo. Y
creo firmemente que estas cualidades son las que necesita un hombre
para ser un buen miembro de una comunidad y para relacionarse, en
sentido cristiano, con los demás.
Este es un ideal por el que tendríamos que trabajar y nos dispondría
a ser menos vulnerables a las cargas exteriores. Al exponer éste mi
principio, lo voy a hacer de una manera autobiográfica. Me daba
cuenta, y todavía me doy cuenta, de que cuando estaba sobrecargado
de trabajo, excitado por algún suceso, aunque fuese trivial, en el
colegio o en el monasterio, porque estaba confuso conmigo mismo y
me sentía enfadado, me agarraba a esto y lo levantaba como una
bandera. Es fácil hacer esto; es fácil proyectar mis propias angustias
sobre las situaciones de los demás o encontrar algún suceso que me
excite. Realmente, lo que menos me importa es el suceso, lo que no es
correcto es el hecho de que yo me sienta enfadado. Ahora me he dado
cuenta de que cuando intento recobrar una actitud positiva, en la que
cuenta la lectura reflexiva, en la que deseo gustar el silencio, en la que
trato de estar a veces solo con Dios, entonces vuelve la calma, y con la
calma viene una perspectiva, y cuando nos encontramos con sucesos
en los que uno se ve implicado, aumenta la capacidad persuasiva de
uno. Esta es mi experiencia y sospecho que también podría ser la
vuestra.
Es importante en este período deaggiornamento, en este período de
divisiones y opiniones en que hay tantas cosas para escoger y para
realizar, que cada uno sea un hombre de oración: un hombre para el
que la lectura reflexiva es importante, que conoce el valor del silencio,
que conoce el valor de la verdadera soledad —la soledad es algo muy
diferente del aislamiento. Hemos de seguir trabajando en estas cosas,
184
guardarlas como un tesoro. Y entonces, tal como digo, estaremos
protegidos de toda clase de cosas que puedan disgustarnos y
perturbarnos. Pienso que solamente entonces estaremos en disposición
de ser militantes, si me es permitido usar la palabra; entonces nos
sentiremos seguros para luchar por las cosas que de verdad debemos
luchar. Y que el cielo nos guarde de una comunidad que considera
el status quo como una cosa perfecta y no desea ver ningún cambio.
En la iglesia, hoy en día, no se trata de si deseamos cambiar o no; la
iglesia nos ha dicho que hemos de cambiar; no tenemos otra opción.
En qué ha de consistir el cambio, qué dirección hemos de tomar, no es
fácil verlo, pero a medida que pasan los años se irá viendo muchísimo
más claro. Este año se ve todo más claro que el año pasado; y el año
que viene se verá todavía más claro, y así cada año.
Finalmente, recordemos que el momento presente es el único real.
Solamente es en el momento presente en el que me salen al encuentro
las realidades: esta realidad presente que ahora es la mía. Es en el
momento presente en el que encuentro al Señor, ya sea en mi trabajo, o
en la persona en cuya compañía me encuentro, o en la oración que
estoy ofreciendo a Dios: es en este momento en el que encuentro al
Señor. Y cada momento presente es un don del Señor, o una invitación
que el Señor me hace a responder con amor y obediencia. Y así,
volvamos al pensamiento de san Pablo: no hay nada que pueda
separarnos de Dios, y nada que nos pueda «hacer perder el equilibrio».
Tanto si el momento presente nos trae alegría o tristeza; tanto si nos
trae frustración o puro gozo, acepto el presente como el momento,
como la condición en la que Dios quiere que yo vaya a su encuentro.
Este vivir en el presente es buscar siempre ser conscientes de la
presencia de Dios. El refuerzo de esta búsqueda en el curso de los años
no solamente aporta un enriquecimiento que le es propio, sino que en
una comunidad crea una calma general, un buen sentido que lo va
penetrando todo.
Una de las tragedias del mundo moderno es la manera como la
clerecía de tantas religiones ha perdido contacto con los jóvenes, con
la juventud. Aquí, donde tantos jóvenes viven con nosotros, Dios nos
ha concedido una posición privilegiada: una oportunidad para hacer
algo en servicio del Señor. Tenemos contactos formidables. ¡Y a
nuestra puerta! Las palabras que uso no son adornos rutinarios; las
185
digo con toda sinceridad. Que Dios nos bendiga y nos guíe, y que
nuestro trabajo sea una fuente de unidad y de entusiasmo en la
comunidad.
17.1.70
188
efecto que produce en Dios cuando rehusamos devolver amor por
Amor.
Una mente teológica clara se sentiría trastornada ante la idea de
desengaño o tristeza en un Dios inmutable, pero hay un misterio en lo
que toca al efecto que produce en Dios un fallo de parte del hombre
en devolver amor por Amor. Esto se nos revela de la única manera
que podemos comprenderlo, es decir, en términos humanos: en
experiencia humana, que en este caso es la experiencia de Cristo. Y
este principio como una prueba de amistad tiene otra consecuencia en
nuestra relación con Dios. Nuestra confesión, nuestra admisión de
culpabilidad, de flaqueza a Dios Padre es un acto de amor. Esta ha de
ser la base, la raíz del sacramento de la penitencia.
Estos pensamientos están basados en la experiencia de la amistad
humana para ayudarnos a comprender algo del misterio que es Dios.
Nosotros tenemos la revelación de Dios en Cristo; tenemos la
revelación de Dios en la palabra de Dios, las escrituras; pero en la
experiencia humana, porque estamos hechos a imagen y a semejanza
de Dios, podemos encontrar algo de él en nosotros mismos.
26.3.71
189
9. SERMÓN PREDICADO SEIS DÍAS DESPUÉS DE LA
NOTIFICACIÓN DE SU ELEVACIÓN A LA SEDE DE
WESTMINSTER
190
Dios para humillar a lo fuerte; y lo plebeyo del mundo, lo despreciado,
se lo escogió Dios; lo que no existe, para anular a lo que existe, de
modo que ningún mortal pueda engallarse ante Dios»49.
La generosidad de la prensa y las esperanzas de tantas personas,
expresadas en más de mil cartas 50 y cerca de cuatrocientos telegramas,
me han causado un impacto profundo. Amados míos entrañables, es
por lo que necesito vuestras oraciones y vuestra amistad. La brecha
que existe entre lo que se piensa y se espera de mí y lo que yo sé que
soy es considerable y espantosa. Hay momentos en la vida en los que
un hombre se siente muy pequeño y, en toda mi vida, éste es uno de
estos momentos. Es bueno sentirse pequeño porque yo sé que
cualquier cosa que yo lleve a término es Dios quién la lleva a término,
no yo.
Y vosotros, ¿qué? Es tanto el bien que cada uno de vosotros puede
hacer. Yo creo realmente que estamos a punto de entender realmente
lo que Dios significa y puede significar para nuestro mundo moderno,
y cómo esto puede ser una fuente de alegría e inspiración en las vidas
de millones de hombres. Hace una semana no habría podido decir esto;
es ahora, precisamente ahora. Qué alegría no sería para mí saber que
todos los que estáis en esta iglesia sentís lo mismo; cuánto bien podéis
hacer con toda una vida por delante. Lo que a mí me ha pasado debe
pasaros a vosotros. He sido elevado a cosas más altas a pesar mío;
vosotros también debéis ser elevados a cosas más elevadas a pesar
vuestro. Parémonos a pensar; que haya solamente pensamientos
nobles en vuestras mentes y hechos nobles en vuestras acciones, que
no haya nada ruin y mezquino. Los ojos de millones de personas se
dirigen a vosotros lo mismo que a mí, porque vosotros sois
Ampleforth, y yo solamente paso a Westminster porque he sido abad
de Ampleforth. Una jugada de la historia ha hecho que aparezca como
cabeza de esta comunidad de monjes, de seglares que trabajan con
nosotros, y de este colegio. Lo que yo soy es lo que vosotros habéis
dado. Y he sido responsable de una comunidad maravillosa, pero muy
humana. Os urjo, insisto, mantened viva la comunidad monástica y el
cuerpo de seglares, sed su soporte en los próximos años, y
especialmente en los próximos meses. Os necesitáis los unos a los
otros, y recordad que muchos os observan lo mismo que me observan
a mí.
191
Permitidme añadir un punto: Ampleforth ha de ser una comunidad
de amor. Cristo nos está diciendo hoy de una manera especial, lo
acabamos de leer en el evangelio: «Este es mi mandamiento, que os
améis unos a otros como yo os he amado», y esto significa una
comprensión ilimitada de las mutuas fragilidades, perdón, tolerancia;
todo esto es noble y hermoso. «No hay amor más grande que dar la
vida por los amigos», y cada uno en esta gran comunidad que
llamamos Apleforth debe ser amigo del otro. Esto no es sólo una ley
divina, es el único camino para la paz y la justicia, es el único camino
para encontrar la verdadera felicidad. No hay mayor traición que se
pueda hacer a otra persona que el no amarla, y uno de los aspectos más
trágicos de nuestra sociedad moderna es que los hombres se traicionan
los unos a los otros, fallan en el amor. Hay tan poco amor en nuestro
mundo, y qué cosa más difícil y delicada es el actuar; en qué trampas
podemos caer. Pero el amor de Dios por nosotros y nuestro mutuo
amor son el corazón del mensaje cristiano.
Es extraño; en estos últimos días he encontrado una nueva
confianza en Dios y espero que vosotros también. Yo seguiré
dependiendo de una total confianza entre nosotros, vosotros y yo,
porque vosotros sois un caso especial. No voy a deciros “adiós”.
Seguiremos trabajando juntos, y confío que mis ideales serán los
vuestros.
Que san Pablo diga la última palabra: “Por último, hermanos, todo
lo que sea verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo limpio,
todo lo estimable, todo lo de buena fama, cualquier virtud o mérito que
haya, eso tenedlo por vuestro”51
24.4.76
192
III INDICE GENERAL
INTRODUCCIÓN....................................................................................2
I VIDA MONÁSTICA Y TRABAJO............................................................6
1. El hombre y Dios.......................................................................7
1. Instinto religioso...................................................................7
2. Instinto monástico....................................................................9
2. Formación monástica.............................................................13
1. La ceremonia de la vestición..............................................13
2.- Perseverancia........................................................................21
3. Profesión simple....................................................................47
4. Profesión solemne..................................................................51
5. Ordenación: Tu es sacerdos in aeternum.................................58
3. RENOVACIÓN DE VOTOS............................................................63
1. Ofrecimiento..........................................................................63
2. Humildad................................................................................65
3. Estabilidad..............................................................................67
4. Disponibilidad.........................................................................70
5. Conversio morum...................................................................74
6. Reafirmación..........................................................................78
193
4. Trabajo monástico......................................................................81
1. Actividad.................................................................................81
2. Profesor.................................................................................83
3. «...contemplata aliis tradere...».............................................89
4. Devoción................................................................................93
5. Simplicidad.............................................................................99
II VIDA EN EL ESPÍRITU.....................................................................103
5. BÚSQUEDA DE DIOS.................................................................104
1. El deseo de orar................................................................104
2. La oración de insuficiencia..................................................107
3. La profundidad de nuestro ser.............................................110
4. Nostalgia de Dios..................................................................114
5. El amor de Dios.....................................................................116
6. «CRISTO SE HIZO PORNOSOTROS OBEDIENTE HASTA LA
MUERTE»......................................................................................118
1. Mirando hacia la alegría de la pascua................................118
2. Corrigiendo la debilidad.......................................................120
3. Destinado a la muerte..........................................................123
4. Crisis.....................................................................................125
5. Penetrando el secreto..........................................................129
6. Momentos preciosos............................................................131
7. La gloria del Siervo doliente.....................................................134
8. Cuatro sermones de cuaresma.............................................136
194
7. María........................................................................................146
1. ...Escuchar, recibir, vigilar.....................................................146
2.. «Fiat»...................................................................................147
8. EXPERIENCIA DE DIOS...............................................................149
1. Vulnerabilidad de Dios.........................................................149
2. Tres heridas: contrición, compasión)deseo ardiente de Dios
.................................................................................................152
3. Daños interiores...................................................................154
4. Curación interior...................................................................157
5. De todo corazón...................................................................159
6. Entusiasmo...........................................................................160
7. Conciencia del amor de Dios................................................163
8. Alegría..................................................................................165
9. Paz interior...........................................................................167
10. Per Jesum Christum Dominum nostrum.............................171
11. Amistad con Dios................................................................173
9. SERMÓN PREDICADO SEIS DÍAS DESPUÉS DE LA NOTIFICACIÓN
DE SU ELEVACIÓN A LA SEDE DE WESTMINSTER..........................175
III INDICE GENERAL...........................................................................178
195
1
Conversio morum: una frase que, durante tiempo, ha confundido a los intérpretes de la Regla, pero que esencialmente
significa un dirigir diariamente el corazón hacia Dios, y un modo de vida de acuerdo con el espíritu del monacato.
2
Teresa de Lisieux, Autobiografía, cap. 13.
3
Cloud of Unknowing, London 1961,60.
4
San Agustín, De civitate Dei, 19.
5
Hospedería Monatica para visitantes y grupos que practican retiros.
6
El monje inmediatamente después de la profesión solemne está sin hablar durante tres días – un símbolo de su renacer
en Cristo, de su paso de la muerte a la vida, de al crucifixión a la resurrección.
7
En 1608, el P. Sigebert Buckley, el último monje superviviente de la Abadía de Westminster, por la profesión de tres
monjes (de Ampleforth – Dieulouard) dio continuidad a la Congregación benedictina inglesa de los tiempos de la pre-
reforma con la Congregación de la post-reforma.
8
La renovación de los votos se puede hacer ahora durante la misa conventual.
9
Sal. 95 (94), 7-8.
10
Juliana de Norwich, Revelations of divine love, cap. 6.
11
M. C. D Arcy y otros, The English Way. Studies in English Sanctity from St. Bede to Newman, London 1933.
12
En 1965 el breviario latino completo estaba en uso en el Oficio monástico. Por ejemplo, los maitines del domingo
duraban noventa y cinco minutos sin interrupción. En el nuevo oficio inglés se redujo a treinta minutos.
13
Los alumnos del colegio se agrupan por casas que incluyen jóvenes de todas als edades escolares y que, durante el
curso, forman como una familia presidida por el prefecto. Los grandes colegios constan de numerosas casas.
14
St. Tomás, II-II, q 188, a 6.
15
P. Paul Nevill, director del Colegio de Ampleforth, 1924-54.
16
John A. T. Robinson, Sincero para con Dios, Barcelona.
17
1 Sam 3, 10.
18
Mt. 20, 33.
19
Mt. 20, 33.
20
Jn. 9, 38.
21
Jn. 6, 67.
22
Mt. 9, 12.
23
RSB 49.
24
Mt. 9, 12.
25
Lc. 2, 51.
26
Ef. 4, 21.
27
RSB 7.
28
Col. 1, 24.
29
Rom. 6, 5.
30
Col. 3, 1-4.
31
2 Cor. 12, 9-10.
32
Mt. 9, 12.
33
Jn. 11, 25.
34
Lc. 9, 35.
35
Lc. 11, 27.
36
Jn. 2, 4.
37
Lc. 1, 30.
38
Lc. 1, 38.
39
Is. 43, 1-3.
40
Lc. 4, 40.
41
Mt. 8, 26.
42
Mc. 9, 24.
43
Jn. 5,8.
44
Sal. 30 (29) y 31 (30).
45
Este Capítulo fue predicado en ocación de la ceremonia de una profesión simple; el último sermón que el Abad Basil dio
a su comunidad antes de que se le anunciara su nombramiento de arzobispo de Westminster.
46
Flp. 4, 4-7.
47
Sal. 42 (41), 8.
48
I Jn. 4, 10.
49
1 Cor. 1, 25-29.
50
Cinco semanas después, cuando fue consagrado y tomó posesión, el Arzobispo había recibido 4.400 cartas de
felicitaciones.
51
Flp. 4, 4-9.