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El idiota de Rosario

Alonso Rojas Cruz

“Otra arcada. Otra más. Otra. Eran una serie. Todas secas,
sin vómito. Parecían las frenadas de un auto loco. Frenadas
ante el abismo, pero repetidas, como si el abismo se
multiplicara”.

Cómo me hice monja, de César Aira.

En la novela de César Aira Como me hice monja, se narra a lo largo de diez capítulos los
recuerdos de la infancia evocados en la edad adulta, abarca un período de nueve meses y
empieza con su mudanza desde Coronel Pringles a Rosario (donde tienen lugar los hechos)
cuando tenía seis años. La acción comienza con un helado de ciánidos sabor a frutilla que
casi toma la vida del protagonista, tras este incidente alimenticio, es llevada al hospital; su
padre, por su parte, es metido a la prisión por haber asesinado al heladero. Más adelante se
narra el extravío del protagonista en la cárcel donde estaba encerrado su padre, su vida
escolar, las tardes con su madre, su secuestro y muerte. En la novela corta de César Aira
podemos encontrar cómo la angustia es equivalente de la arcada, un agujero sólo explicable
a través de representaciones, es decir, las sucesivas escenas yuxtapuestas en estas
narraciones. La arcada funciona como motivo metaficcional, representa la vocación de
monja. La vocación de la escritura. Es, en palabras no tan idiotas, la vocación de idiota.

En su voluminoso texto El idiota de la familia relativo a Gustave Flaubert, autor de


Madame Bovary, Sartre examina cómo brota el deseo de escribir. La idiotez es la condición
esencial del por qué Flaubert “elige” ser escritor. Aira se apropia de este gesto de creación
del mito del escritor. La misión del escritor, nos dice Premat de Lugones, su papel en la
fundación de un lenguaje, reside en la creación de una figura grandiosa de sí mismo: “El
objetivo es inventar un autor, es inventarse como autor y no, necesariamente, generar textos
perfectos” (Premat). El mito del autor no se trata sólo de una sofisticada estrategia de
autoficcionalización, sino también en la política de edición, ensayos, declaraciones sobre
literatura y la lógica misma de sus relatos. No importa tanto el resultado, sino el
procedimiento, la capacidad ilimitada de apropiarse y trasgredir insolentemente la tradición
poética. Se trata ser, pues, un autor paródico y patético, un autor de lectura y reescritura.
La proyección autobiográfica contiene cierta intención paródica, la espacialización
visual de la narración (el frígido vaho de una hielera, escenarios amenazadores y de
violencia con personajes marginales circunscritos a la espacialidad del texto-ciudad) y la
autorreflexión o metaficcionalidad constitutiva (De Mora). En el caso de Cómo me hice
monja, el título hace pensar que se trata de la autobiografía de alguien dedicado al servicio
de Dios:

Mi historia, la historia de "cómo me hice monja", comenzó muy temprano en mi vida; yo


acababa de cumplir seis años. El comienzo está marcado con un recuerdo vívido, que puedo
reconstruir en su menor detalle. Antes de eso no hay nada: después, todo siguió haciendo un
solo recuerdo vívido, continuo e ininterrumpido, incluidos los lapsos de sueño, hasta que
tomé los hábitos (Aira).

Tratándose de semejante autor, el lector advierte una trampa. En Cómo me hice monja se
alterna entre una identidad del género femenino y con el masculino. La vocación espiritual
se esfuma o, mejor dicho, se transforma metafóricamente en la vocación literaria de un
escritor. La imaginación, el loco ímpetu religioso del niño/niña César Aira, encuentra
asidero para sobrevivir a sus circunstancias; esto logrado por la ficcionalización de la
doble-identidad. Se trata una parodia del abismo que asemeja los relatos pornográficos que
a su vez son parodia de las confesiones religiosas de mujeres con las que los sacerdotes
controlaban la vida íntima de sus feligreses.

El peronismo (verdadera religión en Argentina) es otro elemento que Aira asocia a


la saturación de religiosidad que impregnaba la vida pública y privada. El título de Cómo
me hice monja sugiere acaso una burla a la transformación de la actriz Eva Duarte, en Eva
Perón, juego de vertientes intertextuales y ambigüedad genérica en el texto. El mito de Eva
Perón puede ser una clave para establecer la trayectoria literaria argentino de los últimos
años; su mito se incluye en el eterno debate de la cultura de masas, de la expansión de un
consumo estimulado por la radio y la televisión. Copi estrena su obra Eva Perón (1969) en
París, escrita en francés como casi todos sus escritos, obra polémica por haber interpretado
a la pobre Evita un travesti (Santos). Sin embargo Copi no es el primero en abordar a Evita
desde esta mirada, La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig ya había tratado el tema
desde un enfoque semejante. Ambas parodias, estrategias críticas de la política argentina,
están hechas desde los grupos homosexuales llamadas “camp”; estrategia paródica de una
subcultura de actos nefandos: “Construido con un kitsch autoconsciente, lo camp, ayuda, en
este caso, a leer el subtexto del mito de Eva Perón, al mismo tiempo en que ofrece un modo
alternativo de contarlo, cual sea, como un artificio” (Santos). Relacionada con el
travestismo, está la ambigüedad genérica de la niña César.

La espacialidad del arte literario de vanguardia, se vio favorecida por géneros


fronterizos como el cine. Ahora bien, si la escritura es la mímica de las palabras, y el cine
mudo o la pantomima son imágenes sin palabras, la fórmula antitética del cine mudo y la
pantomima, son los radioteatros (De Mora): “Para mí era una realidad. Una realidad que no
se veía, de la que sólo se oían las voces y los ruidos. Las visiones las ponía yo. Salvo que
dentro de esa realidad estaba la voz del Padre, mi momento favorito, en el que todos, ya no
sólo yo, tenían que poner la visión. Dios era la radio dentro de la radio” (Aira). Esta cita
tiene su base en la cultura de masas, pero además, se convierte en otra referencia
metaficcional. En el caso de Aira, la radio se inscribe en lo que él llama “el mundo de las
madres”, una nueva experiencia tras la separación del padre. En este universo femenino de
clase media baja, lo público y lo privado se confunden, y la radio resulta omnipresente.
Aquí vuelve a sentirse la sombra de Evita, personaje público inventado en gran parte por
ella a partir de los radioteatros que leía.

La radio transmite las tragedias con fondo musical; la radio, especialmente en su


versión melodramática, nivela los géneros y las clases sociales, cubriendo a todos bajo el
manto de la cultura de masas o bajo el peronismo. La enfermera Evita funciona como
Leitmotiv; en Cómo me hice monja, que transcurre durante el peronismo, Evita aparece
sólo como apodo de enfermera, “la enfermera-Perón de la sala de Pediatría” (Aira); al
atribuirle un apodo, Aira lo transforma en un simulacro de Eva Perón, pues las enfermeras
eran sus asistentes sociales y representantes en los desfiles. Las enfermeras multiplican el
papel de Evita, siendo sus simulacro, representar el proceso de multiplicación que Aira
atribuye a la ficción, alejadas de su contexto temporal e histórico, se mueven en todas estas
novelas, como clones de Evita, transformada así en un simulacro postmoderno. Pero
mientras esto es así, la misma César pasa a ser simulacro: “¿Y si la enana fuera un
simulacro? ¿Si yo no podía creer en ella? ¿Acaso no era lo mismo que me pasaba a mí?
¿No era yo una imposibilidad objetiva de creer? ¿Qué le impedía a la enana ser como yo?
O, mucho peor, ¿por qué no iba a ser yo una especie de enana, una emanación de la
enana...?” (Aira).

En el caso de Aira se le considera un simulacro en sí misma, un personaje capaz de


reproducirse a través de otras mujeres, condenadas a la obediencia ciega de la doctrina
peronista: “La inexpugnable red femenina así formada confiere al peronismo el tono de
matriarcado que aparece como subtexto en las novelas de Aira, llenas de madres fálicas,
como en Cómo me hice monja” (Santos). En resumen, Al asociar la enfermera con Perón,
Aira apunta una vez más a la ambigüedad genérica y al peronismo.

El lenguaje se vuelve, por su parte, semejante al acontecimiento histórico; la


escritura se subordina y mientras menos se revele, mejor se resguarda al individuo.
Adoptando la táctica del débil, desde esa inocencia proveída por la debilidad, Aira cuenta la
vida diaria del peronismo; exagerando aún más esta debilidad, su familia lo considera un
retrasado mental: “Yo, estremecida, trémula, húmeda, con el vaso de helado en una mano y
la cucharita en la otra, la cara roja y descompuesta en un rictus de angustia, no estaba
menos inmovilizada. Lo estaba más, atada a un dolor que me superaba con creces, dando
con mi infancia, con mi pequeñez, con mi extrema vulnerabilidad, la medida del universo”
(Aira).

El motivo del idiota, afirma De Mora, funciona como espejo deformado de la


realidad, contando con referentes como Faulkner y Rulfo. No es, como puede apreciarse,
escribir clásicos, esos textos ya escritos pueden quedarse consagrados en sus altares
acumulando polvo, se escriben a los autores que los escribieron, se escriben como autores a
sí mismos. En la escritura todo estuvo escrito desde el comienzo, queda por tanto hacer
invención de un autor. La producción de Aira, por ejemplo, fluye poniendo en duda los
criterios y mecanismos de lectura, se trata de una evaluación estética; no son los textos
ficcionales el centro de su sistema, sino su procedimiento de escritura, sus estrategias
editoriales, el llamado “efecto Aira”, una acumulación de frivolidad, de intensas y
paradójicas reflexiones metaliterarias y sobre su figura como autor. Aira afirma en su
Nouvelles impressions du Petit Maroc, que un escritor es una proliferación de teorías, falsas
la mayoría de las veces, es una enciclopedia de ejemplos falsos, de una falsedad que no
remite a lo auténtico, sino a la ficción, una irresponsabilidad del discurso.
¿Puede uno confiar en Aira cuando dice que el escrito sólo cumple la creación del
autor, y una vez han cumplido su misión deben de desaparecer, pues su persistencia puede
actuar en contra de la nitidez de la figura autoral que ha creado? ¿No se trataría de una
doble negación como las que se dan en inglés o latín, que traen consigo el debilitamiento de
la estructura sintáctica de la oración, volviendo el negativo en afirmación, o en este caso, la
afirmación en negación? ¿No deberíamos, en pocas palabras, meter su teoría en saco roto?
Pues como en la fábula de Pedrito y el lobo, ¿por qué debíamos prestarle atención a las
palabras del loco fabulador, del sistemático mentiroso, de aquél que llamamos idiota?

César Aira (el personaje autobiografiado) carece de género, pero atenta además en
el plano de la enunciación, contra el principio de verosimilitud, pues refuta informaciones
antes dadas al lector; por ejemplo, muere a los seis años, pero refiere haber descubierto a
los catorce años que los niños no nacen por el ombligo, reafirma además su vocación de
monja que se interrumpe con la solución de la novela. Carmen de Mora explica que el
barroco parece encontrarse en este juego permanente de la escritura; la regla de oro de la
ficción: demasiado complicado para no ser cierto. Nos cuenta Aira en su novela: “Me
embarcaba en lo complicado de la mentira. El mentiroso experimentado sabe que la clave
del éxito está en fingir bien la ignorancia de ciertas cosas. Por ejemplo de las consecuencias
de lo que está diciendo. Es como hacer que sean los otros los que inventen” (Aira). La
ignorancia motiva su literatura, oculta sus deficiencias abismales:

De ese instante data una curiosa falla perceptiva mía: no puedo entender la mímica, soy
sorda (o ciega, no sé cómo habría que decirlo) al idioma de los gestos. Me ha sucedido
después presenciar actuaciones de mimos... y mientras los niños de cuatro años a mi
alrededor entienden perfectamente lo que se está representando y se desternillan de risa, yo
no veo más que unos movimientos sin objeto, una gesticulación abstracta... Qué curioso,
ahora que lo pienso, ningún mimo, ni los mejores, ni el mismo Marcel Marceau (a él lo
entiendo menos que a cualquier otro) ha intentado nunca representar a un enano... Por qué
será. El enano debe de ser lo irrepresentable para los gestos (Aira).

César Aira, en su relación con los adultos, adopta la costumbre de convertir la mentira en
verdad, de teñir las mentiras de verdad y mentir con la verdad. En Aira, la mezcla de
mentiras y verdades (mentiras que cuentan verdades), van de la mano del humor y la
caricatura.
La ignorancia está a pesar de la basta cultura, es, en palabras de Premat, una
desautorización irónica de sí mismo: una autorrepresentación en donde cierto narcisismo
está teñido de ambivalencia sexual o genérica, de crueldad, de deformaciones, a veces de
humillaciones. El humor se utiliza así, tanto en Aira para disimular algo. Se refugian en la
risa, una risa que permite ser otro, una risa que sacude y recompone la identidad; no ser, ser
otros, ser múltiple a la vez que diferente. Puede además apreciarse cierta persistencia de los
modos de percepción de la infancia, de sus sistemas de deducción y de sus creencias en la
edad adulta, el miedo de pasar vergüenza (que a su vez se desemboca en un afán
autoparódico), concepto en el que toda literatura debe basarse; irónico, voluntariamente
incierto y voluntariamente falso. Aira narra verdades disfrazadas de mentiras para
representar, en clave de humor, cómo vivió la experiencia del peronismo en esos años.

Este tipo de literatura funciona no a partir de la ingenuidad o la marginalidad del


personaje principal, sino de un saber frustrado; aplicación torpe de los criterios regentes de
la llamada gran literatura. El lector se enfrenta así a la perspectiva del narrador que no
entiende, que desmenuza una peripecia, una acción incongruente. Así, el César Aira con
vocación de monja, observa el mundo pero no lo conoce, quiere descifrar lo elemental pero
lee mal; posee una lógica aparentemente racional, pero en realidad es absurda, llena de
ironías y ambigüedades. Sus intentos de comprensión, sus reacciones desorientadas, sus
juicios incongruentes a ojos del lector, resultan ser el motor de la ficción, dando así una
literatura desde el punto de vista de un idiota: las andanzas de un idiota en el mundo de la
peripecia.

Este idiota creado por la obra del autor es un yo ideal que decepciona al lector y
expone sus límites; el escritor mítico, fruto de su obra, es un idiota (Premat). Hablar de la
idiotez es evocar lo real; postular que lo real es una idiotez no es un desdoble, sino que es
un decir simple, particular y único. Este “dispositivo”, claro, trae consigo efectos si no
contradictorios, al menos paradójicos, pues no deja de haber cierta ilegibilidad; asimismo,
la engañosa sencillez de los relatos queda soterrado por la proliferación y la digresión,
logrando hacer que la obra no esté donde se la espera. Al respecto Premat afirma: “Es
ilegible en el sentido en que se desplaza para evitar construir un sistema o ser atrapada por
lecturas críticas organizadas. Es difícil centrarse en un texto: hay que leer el conjunto, lo
que equivale a postular que no hay que leer nada” (Premat). Para tener una idea del autor
como un todo, se deben leer toda su obra, lo cual deja esta figura del autor fuera del
alcance. La mirada en conjunto queda así sólo para después de su muerte. Se le exige al
autor su muerte con el fin de que esa nítida imagen que se tiene de él no se difumine.

El autor aparece así como un ocultamiento que ha de ser revelado en su


enfrentamiento con el lector. Leer es conceptualizar, integrar, leer es, ante todo, releer sin
dejar de ser ilegible. El escritor es, por tanto, un mito, una galería de máscaras en un
perpetuo juego de identidad, un malabarismo de sí mismo. El gesto de escritura es, nos dice
Premat, una búsqueda detrás de los “yo” posibles. Ya decíamos que el mito del autor es una
compleja estrategia de autoficcionalización, política de edición, declaraciones literarias; es,
en otras palabras, el procedimiento en vez del resultado, la máscara en vez de la obra. La
verdad está en la máscara y no en lo que se oculta; en el sistema relacional que la máscara
crea alrededor suyo reside la verdad, pues el sujeto-máscara se inscribe en una red
simbólica. Esa máscara móvil es la del idiota.

Un escritor inteligente revela más que uno idiota, pero la idiotez hace actuar la
literatura sin trabas. Aquí, advierte el mismo Aira, existe otra paradoja, pues la escritura
exige no poca inteligencia. La idiotez resulta así un simulacro levantado por la inteligencia,
es decir, una idiotez astuta, una ingenuidad pícara. El ser idiota reivindica la memoria (el
discurso, al estar reelaborado, no sucede linealmente sino que se intercalan varios episodios
a través de la proyección de la memoria); pero para inventarse como autor hay que morir, o
por lo menos olvidar; escribir se vuelve por tanto la exclusión de la mirada en el retrato de
nadie, rechazar la corrección por ser una directa invitación al adversario, expulsar al
curioso impertinente que se inmiscuye en la escritura. Si se buscara la perfección en la
escritura, sería otro quien escribe (un gran escritor) y no quien el autor es, o al menos la
figura que ha construido de sí mismo.

Las representaciones de Aira como autor (el desdén por su obra, su posición
ideológica de idiota) entran en conflicto con la usual figura del escritor, donde las
reflexiones metaliterarias (producción textual y crítica académica), la inserción en la
tradición y los eventos públicos (certámenes, etc.) forman los rasgos característicos del ser
escritor. En la literatura idiota se retoma estos gestos de la tradición, no para transgredirlos
(la tradición se compone precisamente de transgresión), sino para echarlos a perder,
arruinarlos, desplazarlos. Aira juega su papel de idiota en la familia de escritores
latinoamericanos; incluye en su obra claves de autointerpretación. Inteligente es Borges, la
infinita biblioteca, aunque su memorioso Funes rememore sin entender, o su Pierre Menard
reescriba lo escrito; inteligente Piglia, dando la interpretación a su obra en ensayos que no
piden apelaciones o puntos de vista; inteligentes los catedráticos, los críticos, los
académicos.

Aira es idiota como método de supervivencia, su literatura (idiota) es su estrategia


de existencia y defensa. Su escritura retoma la antítesis de Cortázar entre lectores exigentes
y conformistas con el propósito de superarla, de llevarla hacia adelante. Escribe
combinando claridad y oscuridad en partes iguales, hay en sus textos siempre dos historias:
la que puede leerse sin esfuerzo y la que yace enterrada bajo la aparente, imposible de
acceder sin el esfuerzo del lector: la verdadera historia que el texto quiere contar. La
inteligencia funge como punto de partida: “¿cómo olvidar a Barthes y a Benjamin, a
Adorno y a Lacan, cómo huir de un espacio de la creación atravesado por las miradas de los
otros?” (Premat). La escritura de Aira se sitúa en el terreno de lo ya sucedido, de lo todo
dicho y todo escrito. Su literatura se sitúa en un principio anterior a la llegada de la
inteligencia, locus ficticio, místico y embustero. Es literatura del fin (finisecular, en todo
caso) y del principio (del milenio). Ante este angustiante panorama ¿cuál es el camino que
debe inventarse a sí mismo el escritor? Aira responde: escribir para llevar adelante la
escritura, el significado está siempre en lo que sigue, no en lo escrito ni en lo leído; el
sentido está en el futuro, no en el pasado.

Por último, volviendo a la fábula seminal del helado, hay un contraste de reacciones
(el autoritarismo y la violencia del padre): la debilidad, el miedo, el sentimiento de culpa, el
horror, la angustia y, finalmente, la rebeldía a través de la mentira (las arcadas):

Se le ocurría auscultarme por la espalda, para lo cual debía sentarme, y le resultaba tan
difícil como dejar parado un palo de escoba. Si lo conseguía al fin, yo me ponía a
bambolear la cabeza con frenesí y a hacer arcadas. En ese punto la ficción se confundía con
la realidad, mi simulacro se hacía real, teñía todas mis mentiras de verdad. Es que las
arcadas tenían para mí un carácter sagrado, eran algo con lo que no se jugaba. El recuerdo
de papá en la heladería las hacía más reales que la realidad, las volvía el elemento que lo
hacía real todo, contra el que nada se resistía. Ahí ha estado desde entonces, para mí, la
esencia de lo sagrado; mi vocación surgió de esa fuente (Aira).

Las arcadas representan en el sistema simbólico del relato el punto donde la ficción se
confunde con la realidad, donde el simulacro se hace real (De Mora). El motivo de la
arcada como simulacro de lo lleno (vómito, pero vacío), posee un valor metaficcional
esencial, motivo que. Aira sugiere de este modo el fundamento metafísico de la escritura: la
angustia.

La angustia es fundamento metafísico de la escritura. Las arcadas son una imagen


invertida de la táctica narrativa aplicada: la proliferación narrativa, el encadenamiento de
fábulas destinadas a tapar el agujero de la angustia. La angustia es equivalente de la arcada,
un agujero explicable sólo a través de representaciones ficcionales, a modo de metáforas
yuxtapuestas, escenas sucesivas. A través del simulacro de la arcada, de la confusión entre
verdades y mentiras, se libran de la angustia. Tras el trauma del helado de Rosario queda la
vocación divina con la cual el personaje aprenderá a liberarse de la angustia mediante los
simulacros, la confusión entre mentiras que se hacen verdades y la invención de las
insólitas situaciones que sólo son posibles en la mente del idiota.

Desde los albores de la primera novela latinoamericana (El periquillo) no hay duda
de que el quehacer de la narrativa en estas tierras de habla iberorromance ha evolucionado.
El periquillo es una novela picaresca que (como todo relato contado desde la perspectiva
del pícaro) hace una mordaz crítica de los estatutos sociales, centrándose en este caso en el
período final del virreinato. La tarea de Lizardi no estuvo exenta de dificultades, pues
escribir obras de ficción en aquellos años, estaba prohibido por considerarse que
alimentaban a la ociosa imaginación, además de tener un especial énfasis en la crítica
social. Posteriormente, en la historia de la narrativa iberoamericana, tenemos el desarrollo
de la novela naturalista, que buscaba representar la realidad en todos sus aspectos, tanto
sublimes como desagradables; es, pues, una narrativa que también está cargada de profunda
crítica social, pero que a la vez muestra el folclore y la tradición de una naciente identidad
latinoamericana. Este folclore latinoamericano se acentúa en la novela regionalista y en
cada región aparece revestido de nuevas técnicas literarias e insólitas descripciones del
color de la tradición y la salvaje naturaleza. La narrativa sigue así su curso hasta
desembocar en la novela de revolución, una novela de una crítica ácida hacia el Estado,
lleno de pasajes bélicos y sórdidos, y la lucha de clases; el problema de la identidad (en este
caso de “lo mexicano”) es el enfoque de las plumas del naciente siglo XX en México. En
Cómo me hice monja, no hay esa voluntad identitaria (¿Qué diferencia a Argentina del resto
del mundo?, ¿del resto de Latinoamérica?), es decir, por delimitar “lo argentino”; tampoco
hay intención de describir el color de la tradición y el folklor, ¿cómo sería posible, cuando
se habla del peronismo, de ciánidos en los helados que matan niños, de la dictadura? Lo que
hay, es una agresiva crítica al Estado donde se perpetúan actos de terror, desde los
infantiles ojos de la inocencia o (como menciona este ensayo) de la idiotez, una idiotez
picaresca o una pícara ingenuidad, lejos de la erudita picardía de Lizardi, pero cuya
presencia aún resuena como el eco de los primeros pasos de la literatura iberoamericana.

Bibliografía:

Aira, César. Cómo Me Hice Monja. Ediciones Era, 2005.

De Mora, Carmen. Del hielo de Macondo al helado de Rosario. 2005, http://www.tinta-


china.net/cdmora7.htm. Revisado el 27 de Nov del 2020.

De Mora, Carmen. La Imaginación Visual De César Aira. Universidad de Sevilla, 2005,


pp. 177 - 187, https://idus.us.es/handle/11441/18008. Revisado el 25 de Nov del
2020.

Premat, Julio. “Coda Aira: el idiota de la familia”, en Héroes Sin Atributos. 1ra ed., Fondo
De Cultura Económica, 2008, p. 237-251.

Santos, Lidia. Los hijos bastardos de Evita o la literatura bajo el manto de estrellas de la
cultura de masas. 1999, https://www.jstor.org/stable/41800104. Revisado el 27 de
Nov del 2020.

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