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“Otra arcada. Otra más. Otra. Eran una serie. Todas secas,
sin vómito. Parecían las frenadas de un auto loco. Frenadas
ante el abismo, pero repetidas, como si el abismo se
multiplicara”.
En la novela de César Aira Como me hice monja, se narra a lo largo de diez capítulos los
recuerdos de la infancia evocados en la edad adulta, abarca un período de nueve meses y
empieza con su mudanza desde Coronel Pringles a Rosario (donde tienen lugar los hechos)
cuando tenía seis años. La acción comienza con un helado de ciánidos sabor a frutilla que
casi toma la vida del protagonista, tras este incidente alimenticio, es llevada al hospital; su
padre, por su parte, es metido a la prisión por haber asesinado al heladero. Más adelante se
narra el extravío del protagonista en la cárcel donde estaba encerrado su padre, su vida
escolar, las tardes con su madre, su secuestro y muerte. En la novela corta de César Aira
podemos encontrar cómo la angustia es equivalente de la arcada, un agujero sólo explicable
a través de representaciones, es decir, las sucesivas escenas yuxtapuestas en estas
narraciones. La arcada funciona como motivo metaficcional, representa la vocación de
monja. La vocación de la escritura. Es, en palabras no tan idiotas, la vocación de idiota.
Tratándose de semejante autor, el lector advierte una trampa. En Cómo me hice monja se
alterna entre una identidad del género femenino y con el masculino. La vocación espiritual
se esfuma o, mejor dicho, se transforma metafóricamente en la vocación literaria de un
escritor. La imaginación, el loco ímpetu religioso del niño/niña César Aira, encuentra
asidero para sobrevivir a sus circunstancias; esto logrado por la ficcionalización de la
doble-identidad. Se trata una parodia del abismo que asemeja los relatos pornográficos que
a su vez son parodia de las confesiones religiosas de mujeres con las que los sacerdotes
controlaban la vida íntima de sus feligreses.
César Aira (el personaje autobiografiado) carece de género, pero atenta además en
el plano de la enunciación, contra el principio de verosimilitud, pues refuta informaciones
antes dadas al lector; por ejemplo, muere a los seis años, pero refiere haber descubierto a
los catorce años que los niños no nacen por el ombligo, reafirma además su vocación de
monja que se interrumpe con la solución de la novela. Carmen de Mora explica que el
barroco parece encontrarse en este juego permanente de la escritura; la regla de oro de la
ficción: demasiado complicado para no ser cierto. Nos cuenta Aira en su novela: “Me
embarcaba en lo complicado de la mentira. El mentiroso experimentado sabe que la clave
del éxito está en fingir bien la ignorancia de ciertas cosas. Por ejemplo de las consecuencias
de lo que está diciendo. Es como hacer que sean los otros los que inventen” (Aira). La
ignorancia motiva su literatura, oculta sus deficiencias abismales:
De ese instante data una curiosa falla perceptiva mía: no puedo entender la mímica, soy
sorda (o ciega, no sé cómo habría que decirlo) al idioma de los gestos. Me ha sucedido
después presenciar actuaciones de mimos... y mientras los niños de cuatro años a mi
alrededor entienden perfectamente lo que se está representando y se desternillan de risa, yo
no veo más que unos movimientos sin objeto, una gesticulación abstracta... Qué curioso,
ahora que lo pienso, ningún mimo, ni los mejores, ni el mismo Marcel Marceau (a él lo
entiendo menos que a cualquier otro) ha intentado nunca representar a un enano... Por qué
será. El enano debe de ser lo irrepresentable para los gestos (Aira).
César Aira, en su relación con los adultos, adopta la costumbre de convertir la mentira en
verdad, de teñir las mentiras de verdad y mentir con la verdad. En Aira, la mezcla de
mentiras y verdades (mentiras que cuentan verdades), van de la mano del humor y la
caricatura.
La ignorancia está a pesar de la basta cultura, es, en palabras de Premat, una
desautorización irónica de sí mismo: una autorrepresentación en donde cierto narcisismo
está teñido de ambivalencia sexual o genérica, de crueldad, de deformaciones, a veces de
humillaciones. El humor se utiliza así, tanto en Aira para disimular algo. Se refugian en la
risa, una risa que permite ser otro, una risa que sacude y recompone la identidad; no ser, ser
otros, ser múltiple a la vez que diferente. Puede además apreciarse cierta persistencia de los
modos de percepción de la infancia, de sus sistemas de deducción y de sus creencias en la
edad adulta, el miedo de pasar vergüenza (que a su vez se desemboca en un afán
autoparódico), concepto en el que toda literatura debe basarse; irónico, voluntariamente
incierto y voluntariamente falso. Aira narra verdades disfrazadas de mentiras para
representar, en clave de humor, cómo vivió la experiencia del peronismo en esos años.
Este idiota creado por la obra del autor es un yo ideal que decepciona al lector y
expone sus límites; el escritor mítico, fruto de su obra, es un idiota (Premat). Hablar de la
idiotez es evocar lo real; postular que lo real es una idiotez no es un desdoble, sino que es
un decir simple, particular y único. Este “dispositivo”, claro, trae consigo efectos si no
contradictorios, al menos paradójicos, pues no deja de haber cierta ilegibilidad; asimismo,
la engañosa sencillez de los relatos queda soterrado por la proliferación y la digresión,
logrando hacer que la obra no esté donde se la espera. Al respecto Premat afirma: “Es
ilegible en el sentido en que se desplaza para evitar construir un sistema o ser atrapada por
lecturas críticas organizadas. Es difícil centrarse en un texto: hay que leer el conjunto, lo
que equivale a postular que no hay que leer nada” (Premat). Para tener una idea del autor
como un todo, se deben leer toda su obra, lo cual deja esta figura del autor fuera del
alcance. La mirada en conjunto queda así sólo para después de su muerte. Se le exige al
autor su muerte con el fin de que esa nítida imagen que se tiene de él no se difumine.
Un escritor inteligente revela más que uno idiota, pero la idiotez hace actuar la
literatura sin trabas. Aquí, advierte el mismo Aira, existe otra paradoja, pues la escritura
exige no poca inteligencia. La idiotez resulta así un simulacro levantado por la inteligencia,
es decir, una idiotez astuta, una ingenuidad pícara. El ser idiota reivindica la memoria (el
discurso, al estar reelaborado, no sucede linealmente sino que se intercalan varios episodios
a través de la proyección de la memoria); pero para inventarse como autor hay que morir, o
por lo menos olvidar; escribir se vuelve por tanto la exclusión de la mirada en el retrato de
nadie, rechazar la corrección por ser una directa invitación al adversario, expulsar al
curioso impertinente que se inmiscuye en la escritura. Si se buscara la perfección en la
escritura, sería otro quien escribe (un gran escritor) y no quien el autor es, o al menos la
figura que ha construido de sí mismo.
Las representaciones de Aira como autor (el desdén por su obra, su posición
ideológica de idiota) entran en conflicto con la usual figura del escritor, donde las
reflexiones metaliterarias (producción textual y crítica académica), la inserción en la
tradición y los eventos públicos (certámenes, etc.) forman los rasgos característicos del ser
escritor. En la literatura idiota se retoma estos gestos de la tradición, no para transgredirlos
(la tradición se compone precisamente de transgresión), sino para echarlos a perder,
arruinarlos, desplazarlos. Aira juega su papel de idiota en la familia de escritores
latinoamericanos; incluye en su obra claves de autointerpretación. Inteligente es Borges, la
infinita biblioteca, aunque su memorioso Funes rememore sin entender, o su Pierre Menard
reescriba lo escrito; inteligente Piglia, dando la interpretación a su obra en ensayos que no
piden apelaciones o puntos de vista; inteligentes los catedráticos, los críticos, los
académicos.
Por último, volviendo a la fábula seminal del helado, hay un contraste de reacciones
(el autoritarismo y la violencia del padre): la debilidad, el miedo, el sentimiento de culpa, el
horror, la angustia y, finalmente, la rebeldía a través de la mentira (las arcadas):
Se le ocurría auscultarme por la espalda, para lo cual debía sentarme, y le resultaba tan
difícil como dejar parado un palo de escoba. Si lo conseguía al fin, yo me ponía a
bambolear la cabeza con frenesí y a hacer arcadas. En ese punto la ficción se confundía con
la realidad, mi simulacro se hacía real, teñía todas mis mentiras de verdad. Es que las
arcadas tenían para mí un carácter sagrado, eran algo con lo que no se jugaba. El recuerdo
de papá en la heladería las hacía más reales que la realidad, las volvía el elemento que lo
hacía real todo, contra el que nada se resistía. Ahí ha estado desde entonces, para mí, la
esencia de lo sagrado; mi vocación surgió de esa fuente (Aira).
Las arcadas representan en el sistema simbólico del relato el punto donde la ficción se
confunde con la realidad, donde el simulacro se hace real (De Mora). El motivo de la
arcada como simulacro de lo lleno (vómito, pero vacío), posee un valor metaficcional
esencial, motivo que. Aira sugiere de este modo el fundamento metafísico de la escritura: la
angustia.
Desde los albores de la primera novela latinoamericana (El periquillo) no hay duda
de que el quehacer de la narrativa en estas tierras de habla iberorromance ha evolucionado.
El periquillo es una novela picaresca que (como todo relato contado desde la perspectiva
del pícaro) hace una mordaz crítica de los estatutos sociales, centrándose en este caso en el
período final del virreinato. La tarea de Lizardi no estuvo exenta de dificultades, pues
escribir obras de ficción en aquellos años, estaba prohibido por considerarse que
alimentaban a la ociosa imaginación, además de tener un especial énfasis en la crítica
social. Posteriormente, en la historia de la narrativa iberoamericana, tenemos el desarrollo
de la novela naturalista, que buscaba representar la realidad en todos sus aspectos, tanto
sublimes como desagradables; es, pues, una narrativa que también está cargada de profunda
crítica social, pero que a la vez muestra el folclore y la tradición de una naciente identidad
latinoamericana. Este folclore latinoamericano se acentúa en la novela regionalista y en
cada región aparece revestido de nuevas técnicas literarias e insólitas descripciones del
color de la tradición y la salvaje naturaleza. La narrativa sigue así su curso hasta
desembocar en la novela de revolución, una novela de una crítica ácida hacia el Estado,
lleno de pasajes bélicos y sórdidos, y la lucha de clases; el problema de la identidad (en este
caso de “lo mexicano”) es el enfoque de las plumas del naciente siglo XX en México. En
Cómo me hice monja, no hay esa voluntad identitaria (¿Qué diferencia a Argentina del resto
del mundo?, ¿del resto de Latinoamérica?), es decir, por delimitar “lo argentino”; tampoco
hay intención de describir el color de la tradición y el folklor, ¿cómo sería posible, cuando
se habla del peronismo, de ciánidos en los helados que matan niños, de la dictadura? Lo que
hay, es una agresiva crítica al Estado donde se perpetúan actos de terror, desde los
infantiles ojos de la inocencia o (como menciona este ensayo) de la idiotez, una idiotez
picaresca o una pícara ingenuidad, lejos de la erudita picardía de Lizardi, pero cuya
presencia aún resuena como el eco de los primeros pasos de la literatura iberoamericana.
Bibliografía:
Premat, Julio. “Coda Aira: el idiota de la familia”, en Héroes Sin Atributos. 1ra ed., Fondo
De Cultura Económica, 2008, p. 237-251.
Santos, Lidia. Los hijos bastardos de Evita o la literatura bajo el manto de estrellas de la
cultura de masas. 1999, https://www.jstor.org/stable/41800104. Revisado el 27 de
Nov del 2020.