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Felisberto Hernández

● Su historia
● Plot de El acomodador
● Tipo de texto: fantástico
● Rasgos de su escritura y estilística en general:
→ la autobiografía y el recuerdo
→ las extrañas asociaciones de ideas (a través de símiles, metáforas)
→ la fragmentación sintáctica y semántica,
→ la personificación de los objetos,
→ la cosificación de las personas,
→ las sensaciones,
→ las temáticas con respecto a la mujer, el sexo, los claroscuros de la identidad, el fracaso y la
locura, lo onírico, etc.

Características generales de la obra y la estilística de Felisberto


Hernández reflejadas en El acomodador
Felisberto Hernández nació en Montevideo en 1902 y falleció en 1964. Como niño fue
sobreprotegido y apegado a su madre, también solitario. A partir de los 8 años comenzó a
estudiar piano y gradualmente se volvió un eximio pianista y concertista. Y fue su ingenio,
que comenzó a partir de la voluntad y el deseo de escribir, lo que lo llevó a iniciarse como
escritor durante sus giras. Esta vida nómada de músico en busca de oportunidades es el
telón de fondo autobiográfico de muchos de sus relatos.

El acomodador (1946), uno de los cuentos que forman parte de la tercera –y madura–
etapa de la obra literaria de Felisberto según críticos como Rosario Ferré, trata la existencia
monótona y solitaria de un joven quien se traslada a una ciudad grande, tras haber dejado
atrás la adolescencia, y consigue empleo como acomodador de teatro. En esta historia,
poco a poco se insinúa la aparición de un elemento sobrenatural: su mirada adquiere luz
propia, lo que le permite mirar lo que otros no pueden mirar y acomodar los objetos de la
realidad de acuerdo a su visión subjetiva.

El acomodador podría ser considerado un texto fantástico ya que Felisberto nos presenta
un ambiente cotidiano empujado a una dimensión absurda, es decir que pierde cualquier
tipo de convencionalismo. La versión de lo fantástico de Felisberto se definió como onírica,
por el carácter ensoñador de sus ambientaciones. El acomodador no cumple con el
parámetro enunciado por Todorov, aquel que establece que lo fantástico ocupa el tiempo de
una vacilación (incertidumbre). El protagonista vive el cambio y acepta lo extraordinario
como un hecho completamente normal, sin dudar ante lo insólito:
«Una noche me desperté en el silencio oscuro de mi pieza y vi, en la pared empapelada de flores violetas, una
luz. Desde el primer instante tuve la idea de que me ocurría algo extraordinario, y no me asusté. Moví los ojos
hacia un lado y la mancha de luz siguió el mismo movimiento. Era una mancha parecida a la que se ve en la
oscuridad cuando recién se apaga la lamparilla; pero esta otra se mantenía bastante tiempo y era posible ver a
través de ella. Bajé los ojos hasta la mesa y vi las botellas y los objetos míos. No me quedaba la menor duda;
aquella luz salía de mis propios ojos, y se había estado desarrollando desde hacía mucho tiempo. (...) Miré la
bombita de luz eléctrica y vi que ella brillaba con luz mía. Me volví a convencer y tuve una sonrisa. ¿Quién, en el
mundo, veía con sus propios ojos en la oscuridad?»

Es por esto que nos encontramos ante otro tipo de fantástico, más humano, que destruye
las categorías todorovianas. Lo fantástico está en la manera de narrar del autor uruguayo.

Según Rosalba Campra, el texto encaja en lo «fantástico moderno» porque la transgresión


fantástica de un orden de la realidad –rasgo fundamental para la ensayista– no se realiza
solo en el plano semántico (contenido), sino que también afecta a otros niveles del texto:
sintáctico (organización de los contenidos) y verbal (superficie discursiva). Lo podemos ver
en las combinaciones particulares de palabras y en el uso del imperfecto. Para Ana María
Barrenechea, no debe considerarse a lo fantástico como una irrupción de la realidad –como
sugiere Todorov– sino como una coexistencia; en el texto fantástico conviven dos
realidades que se caracterizan por el mismo nivel de verdad.

En Las hortensias, no sabemos si estamos asistiendo a una transformación de lo real; este


cuento podría encajar en la categoría todoroviana de la dubitación. En El acomodador, en
cambio, lo fantástico se sitúa en un momento preciso de la historia y sabemos que sucede
«realmente» algo sobrenatural.

El relato se inicia con una serie de datos que presagian un cuento realista. Sin embargo,
comienzan a surgir situaciones extrañas, anómalas: la escena en el comedor gratuito en
que un hombre anunció su muerte y enseguida cayó con la cabeza en la sopa, la
complicidad de los encuentros entre el acomodador y la mujer fantasma, entre otras. Estas
situaciones insólitas –lo fantástico– no irrumpen sino que se insinúan de a poco y se
mantienen hasta el final.

La complejidad en los textos de Felisberto está enmascarada detrás de una aparente


ingenuidad. No rebusca la originalidad en asuntos raros; es original donde es más difícil
serlo: en lo común, creando imágenes sencillas. Algunos de los rasgos de su escritura y
estilística en general son:
- la autobiografía y el recuerdo,
- las extrañas asociaciones de ideas (a través de símiles, metáforas)
- la fragmentación sintáctica y semántica,
- la personificación de los objetos,
- la cosificación de las personas,
- las sensaciones,
- temáticas con respecto a la mujer, el sexo, los claroscuros de la identidad, el
fracaso, la locura, lo onírico, etc.

La narrativa de Felisberto se arraiga en la autobiografía. Sus relatos generalmente se


presentan como la historia de acontecimientos que vivió el protagonista, y ese protagonista
es el narrador, por lo cual utiliza el pronombre personal en primera del singular. Lo utiliza
con frecuencia, no como otros representantes de la literatura del Río de la Plata (que
utilizan el sujeto tácito). El narrador se aferra a su pasado como otra manera de cuestionar
la permanencia de su identidad. La vida de Felisberto transcurría en teatros, conventos o
escuelas donde era invitado a ofrecer conciertos. El teatro es uno de los escenarios que
eligió para El acomodador –un escenario que «alimenta» su imaginación para así poder
desarrollar la historia:

«Mi turno en el teatro era el último de la tarde. Yo corría a mi camarín, lustraba mis botones dorados y calzaba
mi frac verde sobre chaleco y pantalones grises, en seguida me colocaba en el pasillo izquierdo de la platea y
alcanzaba a los caballeros tomándoles el número; pero eran las damas las que primero seguían mis pasos
cuando yo los apagaba en la alfombra roja. Al detenerme extendía la mano y hacía un saludo en paso de minué.
Siempre esperaba una propina sorprendente (...)».
«(...) era feliz viendo damas en trajes diversos; y confusiones en el instante de encenderse el escenario y quedar
en la penumbra la platea. Después yo corría a contar las propinas, y por último salía a registrar la ciudad».

La figura retórica que Felisberto suele emplear es la símil –comparaciones inusuales y


extrañas– ligadas a una visión a veces infantil y casi siempre onírica de la realidad, que con
frecuencia sólo pueden ser interpretadas en su mente intrincada. Según Mercier, las
comparaciones desempeñan la misma función que los demás elementos sintácticos y
semánticos?: realizan en el plano discursivo una reconstrucción «absurda» de la realidad y,
a la vez, por estar ligadas al misterio, permiten una deconstrucción de la normalidad del
mundo:

«Al poco tiempo yo empecé a disminuir las corridas por el teatro y a enfermarme de silencio. Me hundía en mí
mismo como en un pantano. Mis compañeros de trabajo tropezaban conmigo, y yo empecé a ser un estorbo
errante. Lo único que hacía bien era lustrar los botones de mi frac. Una vez un compañero me dijo: “¡Apúrate,
hipopótamo!” Aquella palabra cayó en mi pantano, se me quedó pegada y empezó a hundirse. Después me
dijeron otras cosas. Y cuando ya me habían llenado la memoria de palabras como cacharros sucios, evitaban
tropezar conmigo y daban vuelta por otro lado para esquivar mi pantano».

Según Maryse Renaud, en el fragmento anterior el acomodador expresa su sentimientos a


través de una comparación o «animalización» y pierde el sentido figurado cuando su
«pantano» interior se transforma en una realidad concreta y exterior.

La siguiente comparación señala la infantil manera de pensar y relacionar elementos,


comparando los ojos del protagonista con gusanos:

«Pero mis ojos, como dos gusanos que se movieran por su cuenta dentro de mis órbitas, siguieron
revolviéndose hasta que la luz que proyectaban llegó hasta la cabeza de ella».

Felisberto también hace uso de metáforas y sinécdoques, dándole mucha importancia a


los detalles.

Eva Varcácel relaciona al surrealismo con la obra de Felisberto. El surrealismo representa


aquellas imágenes creadas con palabras que carecen de significado por sí mismas, si no
tenemos en cuenta su existencia sentimental. Felisberto crea imágenes verosímiles y
arbitrarias que se combinan en un contexto absurdo; son necesarias porque poseen un
ritmo y una estructura que posibilita la creación. La experiencia interior –la autobiografía
revelada en los sueños– es una constante de la creación surrealista.

En El acomodador reconocemos una fragmentación sintáctica y una semántica.


Con respecto a la sintaxis, se presentan rupturas y alteraciones de la continuidad textual.
El hilo de la realidad que une los acontecimientos es casi invisible; no existe una unión
causal. La discontinuidad en la sucesión de los hechos narrados se revela en acciones que
irrumpen inesperadamente, digresiones del protagonista o de los secundarios, introducidas
por locuciones adverbiales como «de pronto» que confunden al lector:

«Carecía por completo de pelo, y los huesos de la cara tenían un brillo espectral como el de un astro visto con
un telescopio. Y de pronto oí al mayordomo: caminaba fuerte, encendía todas las luces y hablaba enloquecido».

Además, el espacio y el tiempo están sin delinear, como los personajes, sin perfil individual.
La fragmentación semántica corresponde a la división que se genera entre el protagonista
del cuento en el presente, que es narrador en primera persona del singular, y el del pasado.
Existe un presente que pretende descubrirse a través de la representación de un recuerdo,
es decir, volver al ‘’hoy’’ una realidad.
Según Mercier, el narrador, protagonista se disputan la realidad del yo: yo tengo otra
historia que la historia de mi yo. Esta división del yo corresponde a la división del tiempo. La
realidad del presente es indefinida y por eso se la busca en el pasado.

Todos los cuentos de F.H., de alguna forma, son leídos a otro público: nosotros los lectores;
sin embargo, no debemos confundir al autor con el misterioso narrador –sujeto de su propia
enunciación.

En El acomodador vemos la «poética de los objetos» o personificación: se les otorga vida


real a los objetos –que a través de la mirada de los personajes cobran vida subjetiva– los
humaniza y adquieren un papel primordial, mientras que deshumaniza a las personas
(según D’Argenio y Priego):

«Me decidí a observar un pequeño rincón que tenía cerca de los ojos. Había un libro de misa con tapas de carey
veteado como el azúcar quemada; pero en una de las esquinas tenía un calado sobre el que descansaba una
flor aplastada. Al lado de él, enroscado como un reptil, yacía un rosario de piedras preciosas. Esos objetos
estaban al pie de abanicos que parecían bailarinas abriendo sus anchas polleras (...)».

Por otro lado, podemos notar la cosificación de las personas: el acomodador sufre una
pérdida progresiva de su condición de sujeto y adquiere luz propia, cual linterna:

«Cada noche yo tenía más luz. De día había llenado la pared de clavos; y en la noche colgaba objetos de vidrio
o porcelana: eran los que se veían mejor».
«Además fui perdiendo la luz: apenas veía el dorso de mi mano cuando la pasaba por delante de los ojos».

El acomodador reúne los 5 tipos de sensaciones o percepciones físicas, como en las


escenas en el comedor:

«A las pocas reuniones en el comedor gratuito, yo ya me había acostumbrado a los objetos de la mesa y podía
tocar los instrumentos para mí solo».
«Una vez en aquel comedor oí unas palabras. Un comensal muy gordo había dicho: ‘Me voy a morir’».

Según Mercier y Alma Bolón: la sensación principal es la vista, hace hincapié en el «mirar»
y considera a los ojos como órganos primordiales de la creación, aunque muchas veces
resulta deficiente ya que suele ocurrir en sus cuentos que «nadie encienda las lámparas».
En este mundo de teatro, comedores y vitrinas abunda la oscuridad, la cual dificulta el
contacto con los objetos y, más aún, con las personas. Sabemos que el protagonista de El
acomodador tiene en los ojos una luz que le permite ver en la oscuridad. Sin embargo, esa
luz interna da a ver menos los objetos "en sí" que sus configuraciones imaginarias:

«Yo podía mirar una cosa y hacerla mía teniéndola en mi luz un buen rato; pero era necesario estar
despreocupado y saber que tenía derecho a mirarla».

La lámpara que se enciende no alcanza a garantizar la realidad de lo percibido: el


acomodador queda encerrado en su mirada; el «derecho a mirar» resulta problemático.

Por otro lado, los olores, el gusto y el tacto se perciben en el ambiente del comedor
gratuito. La experiencia sonora, y a veces táctil, se expresa por el tema de la música. La
música suele aparecer en la obra de Felisberto como una forma del tiempo –el tiempo de la
repetición, de su pasado:

«Primero se entraba a un hall casi tan grande como el de un teatro, y después se pasaba al lujoso silencio del
comedor. Pertenecía a un hombre que ofrecería aquellas cenas hasta el fin de sus días. (...) Los comensales
eran extranjeros abrumados de recuerdos. (...) el dueño de casa comía en esa mesa una vez por mes. Llegaba
como un director de orquesta después que los músicos estaban prontos. Pero lo único que él dirigía era el
silencio».

El silencio –según Priego– también es importante, como en toda composición musical.

Felisberto suele tocar temáticas en un mismo texto con respecto a la mujer, el sexo, los
claroscuros de la identidad, la locura, lo onírico, el fracaso, entre otros.

Según García, las mujeres en la obra de Felisberto son objetos de deseo de la voz
narrativa masculina; asumen los perfiles de lo extraño, lo misterioso e incomprensible:

«Di vuelta los ojos antes que la cabeza y vi avanzar una mujer blanca con un candelabro. Venía desde el
principio de la ancha avenida bordeada de vitrinas. Me empezaron espasmos en la sien que en seguida
corrieron como ríos dormidos a través de las mejillas (...) La mujer venía con la cabeza fija y el paso lento. Yo
esperaba que su envoltura de luz llegara hasta el colchón y ella soltara un grito. Se detenía unos instantes; y al
renovar los pasos yo pensaba que tenía tiempo de escapar; pero no me podía mover. A pesar de las pequeñas
sombras en la cara se veía que aquella mujer era bellísima: parecía haber sido hecha con las manos y después
de haberla bosquejado en un papel».

La alucinación marca el problema de la división de fronteras entre lo real y lo ficticio. Lo


femenino, “eso” incierto aludido fascina a la voz enunciativa. Por un lado seduce; por el otro,
el cuerpo femenino porta una carga de obscenidad, aunque sin poder ser nombrada.
Aparece un erotismo muy sutil que no se concreta nunca; esto nos lleva a establecer que
para Felisberto el sexo es un enigma.

Las connotaciones sexuales se pueden ver cuando el acomodador menciona la «la cola del
peinador» en la escena de la sala de las vitrinas:

«Y después perdí el sentido de lo que ocurría de la más delicada manera: pasó por mi cara toda la cola de su
peinador perfumado».

Guillermo García habla sobre la temática de los claroscuros de la identidad: el


acomodador vive su cambio de condición como un hecho normal pero lo único que lo
asustará será ver en la oscuridad sus ojos en el espejo. Éste transforma el yo en objeto:

«Una noche me atacó un terror que casi me lleva a la locura. Me había levantado para ver
si me quedaba algo más en el ropero; no había encendido la luz eléctrica y vi mi cara y
mis ojos en el espejo, con mi propia luz. Me desvanecí. (...) Me juré no mirar nunca más
aquella cara mía y aquellos ojos de otro mundo».

Se aprovechará de su condición para realizar extraños rituales con la mirada, como cuando
explora por las noches los objetos expuestos en las vitrinas de la casa de un hombre. En
este cuento vemos los objetos observados y analizados con ojos humanos. A medida que
se acerca al mundo de los objetos, se aliena de la realidad y de las personas, y lo conduce
a un estado de locura y fracaso. Tras ser descubierto en una de sus intrusiones en la casa
pierde su capacidad:

«En los días que siguieron tuve mucha depresión y me volvieron a echar del empleo. Una noche intenté colgar
mis objetos de vidrio en la pared; pero me parecieron ridículos. Además fui perdiendo la luz: apenas veía el
dorso de mi mano cuando la pasaba por delante de los ojos»
(Final de El acomodador).

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