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TEMA 5

LOS INGRESOS PUBLICOS.

5.1. Clasificación de los ingresos públicos.

La clasificación tradicional de los ingresos públicos entre ordinarios y extraordinarios es


la que parece contar con un mayor interés para los hacendistas. Diferentes autores han dado
diversos criterios para considerar como ordinario o extraordinario un ingreso. Se señalan los tres
criterios siguientes:

a) Si los ingresos los obtiene el sector público de la renta del sujeto, se está en presencia
de un ingreso ordinario (vgr. el impuesto sobre la renta o cualquier otro impuesto, se paga con
cargo a la renta del sujeto). Si el ingreso se obtiene del patrimonio del ciudadano se está en
presencia de un ingreso extraordinario (vgr. la deuda pública es una forma de materializar el
ahorro de los ciudadanos y en tal sentido el ingreso para el sector público procede del
patrimonio del sujeto).

Este criterio de clasificación no parece del todo correcto, y puede conducir a algún error
de interpretación, por ejemplo, si con la renta del sujeto se adquiere deuda pública, ¿sería un
ingreso ordinario?, y si el sujeto vende unas acciones para comprar la deuda, ¿se está, entonces,
ante un ingreso extraordinario?, ¿y si vende para pagar el impuesto sobre la renta?.

b) Si los ingresos se obtienen de un modo periódico se consideran ordinarios. En


cambio, si el sector público los percibe de un modo eventual o transitorio se catalogan como
extraordinarios.

Tal vez este sea el criterio más fácil de emplear, aunque dejaría fuera algunos ingresos
que tradicionalmente se han considerado ordinarios y que se recaudan de forma excepcional
(una contribución especial encajaría en este supuesto).

c) Un tercer criterio procede de uno de los principios fundamentales de la Hacienda


clásica. Es el criterio que considera que los ingresos extraordinarios (básicamente la deuda
pública) deben financiar las inversiones públicas, mientras que los ingresos ordinarios deben
financiar los gastos corrientes del sector público.

Este principio clásico fue abandonado hace años como elemento de decisión en las
emisiones de deuda pública y el criterio no es del todo útil.

Ninguno de los tres criterios es totalmente convincente y, por ello, se buscan otros
elementos de diferenciación. Podemos considerar los dos siguientes:

1) En los ingresos ordinarios del sector público no es precisa una autorización expresa
del Parlamento al aprobar la ley de Presupuestos, pues la existencia de los distintos ingresos
ordinarios está prevista por una norma jurídica anterior.

Así, la ley del impuesto sobre la renta de las personas físicas permite al sector público
obtener ingresos en el momento en que una persona obtenga una renta, sin necesidad de que las
Cortes Generales reiteren esa posibilidad cada año.
En cambio, si el sector público quiere emitir deuda, es precisa la autorización del
legislativo para cada ejercicio económico y el Parlamento establece un nivel máximo de
endeudamiento.

2) En el caso de los ingresos extraordinarios, se produce una reducción del patrimonio


neto del sector público, pues si emite deuda o nueva moneda se están incrementando los pasivos
a los que debe hacer frente el sector público, y si se privatizan empresas públicas se está
reduciendo el activo.

Por el contrario, cuando el Estado percibe ingresos ordinarios no se causa tal efecto
sobre el patrimonio neto.

De acuerdo con estos criterios, se pueden considerar como ingresos ordinarios los
siguientes:

1) Precios.
2) Tasas.
3) Contribuciones especiales.
4) Impuestos.

En cuanto a los ingresos extraordinarios, se consideran como tales:

1) Emisiones de deuda.
2) Venta de patrimonio público o privatización de empresas públicas.
3) Acuñación de moneda (señoreaje).

Definimos los distintos ingresos ordinarios:

1) Precios públicos.

Se pueden enumerar las características que debe reunir un precio público:

- Se pagan por servicios o actividades realizadas bajo el régimen de Derecho público, lo


que les diferencia de los precios pagados en actividades privadas de la Administración.

- Tales servicios o actividades son realizados también por el sector privado.

- Son de solicitud voluntaria por parte de los administrados.

Esta noción de precio público responde, así, a la realización de actividades que no son
esenciales, pero que tampoco son privadas y de ahí su sujeción al Derecho Público.

2) Tasas.

La definición legal de tasa exige la concurrencia de varias circunstancias:

a) En primer término debe haber un beneficio individual derivado de la realización de


una actividad pública o de un uso privativo del dominio público.

b) En segundo lugar, debe concurrir una de dos circunstancias:


- Que el servicio sea de recepción obligatoria para el administrado porque así lo
establezca una norma legal o reglamentaria o porque sea esencial para la vida privada o social
del ciudadano.

- Que el servicio no sea prestado por el sector privado.

3) Contribuciones especiales.

Las contribuciones especiales se pagan cuando el ciudadano obtiene un beneficio o se


incrementa el valor de su patrimonio como consecuencia de la realización de una obra pública o
el establecimiento o ampliación de servicios públicos.

El rasgo distintivo de la contribución especial es que ciudadano no solicita el servicio


público o la obra pública, pero se beneficia (directamente o por un aumento en el valor de su
patrimonio) de un modo especial de la actuación del sector público.

4) Los impuestos.

Se pueden definir como tributos exigidos sin contraprestación. En el impuesto, por


tanto, se rompe la relación bilateral existente en los ingresos públicos vistos hasta ahora; cuando
el ciudadano paga un impuesto, ello no le confiere el derecho a exigir algo concreto a cambio.

Se rompe pues el nexo entre lo que pago (impuesto) y lo que recibo a cambio (servicio
público). De ahí que no se paguen más impuestos por recibir mayor cantidad de servicio
público, sino que la determinación del volumen de impuestos pagados por un ciudadano se basa
en su capacidad económica, puesta de manifiesto por su nivel de renta, su consumo o su
patrimonio (Bustos, 2015).

5.2. Elementos básicos de un tributo.

Aparecen definidos en la Ley General Tributaria (LGT):

a) Hecho imponible (art. 20 LGT): es el presupuesto jurídico o económico que da lugar


al nacimiento de la obligación de pagar el tributo.

b) Sujeto pasivo (art. 36 LGT): es la persona natural o jurídica obligada al pago del
tributo como contribuyente o como su sustituto.

c) Base imponible (art. 50 LGT): es la valoración económica del hecho imponible.

d) Base liquidable (art. 54 LGT): es el resultado de restar a la base imponible las


reducciones que se establezcan en la Ley reguladora del impuesto.

e) Tipos de gravamen (art. 55 LGT): cifra, coeficiente o porcentaje que se aplica a la


base liquidable para obtener como resultado la cuota integra.

f) Cuota íntegra (art. 56.1 LGT): es el resultado de aplicar el tipo impositivo a la base
liquidable, salvo que sea una cantidad fija.
g) Cuota líquida (art. 56.5 LGT): es el resultado de restar a la cuota íntegra las
deducciones en la cuota que permite la Ley.

h) Deuda tributaria (art. 58 LGT): la constituye la cuota líquida más los recargos,
intereses de demora y sanciones, que, en su caso, tenga que satisfacer el contribuyente (Bustos,
2015).

5.3. Clasificación de los impuestos. Principales figuras tributarias.

Los impuestos pueden clasificarse de acuerdo con diferentes criterios, pero si hacemos
uso de la base imponible, se clasifican en directos e indirectos.

Aunque los límites de ambas categorías no son nítidos, pueden considerarse dentro de
los primeros aquellos que recaen sobre manifestaciones directas de la capacidad de pago del
contribuyente (su renta o su patrimonio), tienen en cuenta las circunstancias personales del
sujeto pasivo (cuya identidad es conocida por el Ministerio de Hacienda) y son de difícil
traslación.

Por el contrario, los impuestos indirectos recaen sobre expresiones indirectas de la


capacidad contributiva (el consumo), no tienen en cuenta las circunstancias personales del
contribuyente y en general se trasladan vía precios al consumidor final.

Podemos distinguir entre variables flujo y variables stock. Las primeras son aquellas
magnitudes económicas que se definen para un período de tiempo, así la renta nacional, o el
consumo, son variables que se refieren a un año, normalmente. Las segundas son aquellas que
se definen para un momento del tiempo, así la riqueza o el patrimonio de una persona se
establecen en una fecha concreta.

A partir de estas definiciones, se puede considerar que la imposición sobre las dos
variables flujo permite las posibilidades señaladas en la tabla1 .

Tabla 5.1. Posibilidades de la imposición de variables flujo.


Renta Consumo
IMPOSICION IMPOSICION DE IMPUESTOS GENERALES.
REAL PRODUCTO. Impuesto sobre Tráfico de Empresas
Contribución urbana (IBI). (ITE). Impuesto sobre el valor
Contribución rústica y pecuaria añadido (IVA).
(IBI).
Impuesto sobre rendimiento del
trabajo personal, impuesto sobre
actividades empresariales,
profesionales y artísticas (IAE).
Impuestos sobre rentas del
capital.

1 ?
En negrita, figuras tributarias vigentes. En grafía normal, impuestos que han existido en la tradición
tributaria. En cursiva, propuestas teóricas o de comisiones de reforma, sin que se hayan llevado a cabo.
IMPUESTOS SOBRE IMPUESTOS ESPECIFICOS.
FUENTES DE RENTA Impuesto de lujo.
CONCRETA. Impuestos especiales.
Cotización sobre los salarios a Impuestos sobre los seguros.
cargo de los trabajadores. Cotizaciones sobre los salarios a
cargo de la empresa.
IMPOSICION Impuesto sobre la renta de las Impuesto personal sobre el gasto.
PERSONAL personas físicas (IRPF).
Impuesto sobre el beneficio de
las Sociedades (IS).
Fuente: Bustos (2017).

De acuerdo con el contenido de la tabla, el sistema impositivo puede recaer sobre la


renta o sobre el consumo, sin tener en cuenta las condiciones personales del contribuyente, y en
tal caso se habla de imposición real, o teniéndolas en cuenta, y en ese supuesto nos referimos a
las figuras tributarias como imposición personal.

De esta forma, se puede afirmar que la imposición sobre la renta en España se ha


basado, en una época anterior, en una imposición de producto, que diferenciaba cada tipo de
renta por su fuente, sin tener en cuenta las características personales de los sujetos, y con tipos
proporcionales.

Esta imposición real se complementó después con un impuesto general sobre la renta
que sí tenía en cuenta las circunstancias personales del sujeto pasivo, pero la integración
definitiva en un único impuesto progresivo y general sobre la renta se produjo en la reforma de
Fernández Ordóñez.

Algunas de las figuras tributarias desaparecidas con la reforma citada perviven en la


imposición local; así sucede con el impuesto sobre bienes inmuebles, IBI, heredero de las
contribuciones urbanas y rústicas, o el impuesto sobre actividades económicas, IAE, que sucede
a la licencia fiscal que formaba parte de la imposición sobre actividades empresariales o
profesionales.

La caracterización del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas como un tributo
que recae sobre la renta global de los ciudadanos ha cambiado en los últimos tiempos.

En tal sentido, puede apuntarse una primera modificación del impuesto sobre la renta,
por la que la tributación de las plusvalías y minusvalías quedaba sometido a un impuesto
distinto, aunque formalmente aparecía dentro del impuesto sobre la renta, y, posteriormente, la
última reforma del impuesto ha establecido un impuesto sobre la renta de carácter dual, en el
que todas las rentas procedentes del capital son sometidas a un gravamen proporcional.

Igualmente, la cotización sobre los salarios que paga el trabajador se puede considerar
como un impuesto de producto sobre un tipo de renta, que no tiene en cuenta la situación
personal del sujeto pasivo.

En cuanto al impuesto sobre el beneficio de las sociedades, de amplia tradición en


nuestro país, sigue teniendo el carácter de proporcional que le había caracterizado siempre, y las
sucesivas reformas que ha recibido han acentuado su carácter de impuesto personal.

Por lo que se refiere a la imposición sobre el consumo, se está en presencia de figuras


tributarias de carácter real. Se sigue produciendo la coexistencia entre impuestos de carácter
general, antes el ITE y hoy el IVA, y tributos específicos sobre determinados consumos
(originariamente, hidrocarburos, tabacos y alcohol).

A estos impuestos especiales, también conocidos como accisas, se deben sumar el


impuesto que recae sobre la matrícula de determinados medios de transporte, creado para
compensar la rebaja del IVA, y el más reciente impuesto sobre seguros privados.

Por el contrario, el impuesto de lujo que gravaba determinados consumos, considerados


como suntuarios (entre los que se encontraba el jabón), desapareció en favor de los tipos
incrementados del IVA que, a su vez, se eliminaron posteriormente.

Igualmente, deben considerarse como un impuesto indirecto, aunque no tengan


legalmente ese carácter, la cuota empresarial de la seguridad social.

Existe una propuesta teórica de sustituir el impuesto sobre la renta por un impuesto
personal sobre el consumo. Se trataría de un impuesto directo y personal, en el que del total de
la renta del individuo se descontaría en la base todo el ahorro realizado por el contribuyente.

En cuanto a la imposición sobre variables stock, podemos hacernos una idea cabal de la
situación en nuestro sistema tributario, a partir del contenido de la siguiente tabla donde
distinguimos entre impuestos que recaen sobre la tenencia del patrimonio y las figuras
tributarias que se establecen sobre la transmisión del mismo. La tabla se divide en dos apartados
el primero referente a la propiedad y el segundo a la transmisión, ya sea esta onerosa o gratuita.

Tabla 5.2. Imposición sobre variables stock: tenencia y transmisión.


IMPUESTO GENERAL ELEMENTOS PATRIMONIALES
TENENCIA Impuesto sobre el Impuesto sobre bienes Inmuebles
patrimonio neto (IPN). (IBI).
Impuesto sobre vehículos de tracción
mecánica.
TRANSMISION Impuesto sobre el caudal Impuesto sobre sucesiones y
GRATUITA relicto. donaciones (ISD).
TRANSMISION Impuesto sobre Transmisiones
ONEROSA Patrimoniales y Actos Jurídicos
Documentados (ITPAJD).
Fuente: Bustos (2017).

Además de esta distinción, el impuesto puede tener un carácter general, recayendo sobre
la totalidad del patrimonio, o bien sobre determinados elementos de la riqueza de una persona.
Así, en el caso de la tributación por la mera tenencia, se distingue el impuesto sobre el
patrimonio neto que recae sobre el conjunto de la riqueza neta del contribuyente de los
diferentes tributos que gravan algunos de los integrantes del patrimonio, como pueden ser las
propiedades inmobiliarias o los vehículos a motor.

En los impuestos sobre la transmisión gratuita, o unilateral, de la riqueza, también se


puede diferenciar entre aquellos que gravan el total del caudal hereditario, antes de su
distribución a los herederos, y los que se establecen sobre cada cantidad donada o heredada, tal
y como se establece en el vigente impuesto de sucesiones y donaciones.

En cuanto a los impuestos que recaen sobre la transmisión onerosa del patrimonio,
nuestro sistema tributario incluye el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos
Jurídicos Documentados, uno de cuyos hechos imponibles es la transmisión onerosa de
elementos patrimoniales incluyendo no solo la compraventa o la permuta, sino también la
constitución de derechos reales, los préstamos, fianzas arrendamientos, pensiones, etc. (Bustos,
2015).

5.4. Progresividad legal y progresividad real.

A) PROGRESIVIDAD LEGAL.

El concepto de progresividad legal se obtiene a partir de la relación existente entre


recaudación y base imponible (liquidable), o lo que es igual sobre los conceptos de tipo medio y
marginal.
T
tme = tipo medio de gravamen = ──── 100
B

∆T
tmg = tipo marginal de gravamen = ───── 100
∆B

De este modo se dice que:

- El impuesto es proporcional si tme = tmg.

- El impuesto es regresivo si tme > tmg.

- El impuesto es progresivo si tme < tmg.

Si el impuesto no tiene un tipo impositivo, sino que la cuota es una cantidad fija, se
denomina impuesto de cuota fija o de capitación.

La progresividad legal puede adoptar tres formas distintas: La progresividad por clases,
la progresividad por escalones y el impuesto proporcional con un mínimo exento.
a) Progresividad por clases: En este caso, todas las bases
imponibles se agrupan en clases, a cada una de las cuales
corresponden un tipo impositivo que se aplica a la totalidad
de la base. Es decir, sería lo siguiente:
Clase Base Imponible Tipo aplicable
1ª 0-6.000 10%
2ª 6.001-12.000 12%
3ª 12.001-18.000 14%
... ... - ... ...

De acuerdo con esta tabla, un ciudadano cuya base imponible fuera 6.100 euros,
pertenecería a la 2ª clase, le correspondería el tipo del 12% y su cuota sería 732 euros (6.100 x
12%).

Otro contribuyente cuya base fuera 12.400 euros, pertenecería la 3ª clase, se le aplicaría
el tipo impositivo del 14% y su cuota sería 1.736 euros (12.400 x 14%).

La progresividad por clases plantea un grave inconveniente técnico denominado error de


salto, que se produce cuando un aumento en la base imponible genera un aumento aún mayor en
la cuota.

Se puede comprobar considerando a dos contribuyentes, A con unos ingresos de 5.900 y


B que obtenga 6.010. El primero pertenece a la primera clase y pagaría 590 euros; el segundo,
pertenece a la segunda clase y pagaría 721,2 con lo que 110 euros de diferencia en los ingresos
lleva a pagar 131,2 euros más de impuesto, lo que significa que el tributo es confiscatorio.

b) Progresividad por escalones. En este caso, cada base


imponible se subdivide en tramos o escalones, a cada uno de
los cuales corresponde un tipo impositivo diferente. La cuota
se obtiene multiplicando cada porción (o escalón) por su tipo
y sumando las cantidades resultantes. Tendríamos por ejemplo
lo siguiente:
Base comprendida entre Tipo impositivo
0 - 6.000 10%
6.001 - 12.000 12%
12.001 - 18.000 14%
... - ... ...

De acuerdo con esta tabla, si un contribuyente tuviera una base imponible de 6.100
pagaría:

Por los primeros 6.000 x 10% = 600 euros


Por los siguientes 100 x 12% = 12 euros
───────────
612 euros

En cambio, un contribuyente con 12.500 euros de base imponible pagaría:

Por los primeros 6.000 x 10% = 600 euros


Por los segundos 6.000 x 12% = 720 euros
Por los siguientes 500 x 14% = 70 euros
────────────
Total 1.390 euros

Se comprueba que en este caso no puede producirse el llamado error de salto.

El procedimiento de ir dividiendo la Base Imponible en escalones, aplicando a cada uno


un tipo impositivo y después sumarlos todos resulta tedioso y posiblemente generaría errores de
cálculo en las declaraciones tributarias de algunos contribuyentes.

De ahí que los impuestos progresivos se presenten con una tarifa o escala de gravamen
como la contenida en la tabla 5.3, que coincide con la que se aplica en España tras la reforma
del IRPF, sumando la tarifa estatal con la autonómica.

Tabla 5.3 Tarifa de un impuesto progresivo por escalones.


Base liquidable euros Cuota íntegra euros Resto base liquidable Tipo aplicable
hasta
0 0 12.450 19%
12.450 2.365,5 7.750 24%
20.200 4.225,5 15.000 30%
35.200 8.725,5 24.800 37%
60.000 17.901,5 En adelante 45%
Fuente: Bustos (2017).

El empleo de esta tarifa es sencillo. Tomemos como ejemplo a un contribuyente cuya


base imponible sea 35.000 euros. Le corresponde la tercera línea de la tarifa, pues la siguiente
(35.200), excede el valor de base. Para calcular la cuota que le corresponde, tendremos:

1ª 20.200 Cuota: 4.225,5

2ª 14.800 x 30% Cuota: 4.440


───────────────────
Cuota: 8.665,5

En cuanto al tipo medio de gravamen, será:

8.665,5
tme = ────────── 100 = 24,76%
35.000

Para otro contribuyente que tenga una base imponible de 58.000 tendríamos que
empezar en la cuarta línea, calculando la cuota y tipo medio de gravamen correspondiente:

1ª 35.200 Cuota: 8.725,5

2ª 22.800 x 37% Cuota: 8.436


───────────
17.161,5

17.161,5
tme = ─────────── 100 = 29,59%
58.000

c) Impuesto proporcional con mínimo exento.

El tipo impositivo es constante, pero hay una porción de la base imponible que está
exenta de gravamen. Puede comprobarse que, en realidad, nos encontramos ante un impuesto
progresivo por escalones con dos únicos escalones, el primero entre cero y el mínimo exento y
el segundo a partir del mínimo. La tarifa sería la siguiente, por ejemplo:

Base comprendida entre Tipo impositivo


0 - 6.000 0%
6.001 - en adelante 20%

Su aplicación es sencilla, pues tan solo hay que eliminar el mínimo exento de la base
imponible y aplicar el impuesto proporcional correspondiente.

B) PROGRESIVIDAD REAL.

La progresividad legal se refiere a la evolución de los tipos impositivos al cambiar de


base imponible. Sin embargo, al lado del concepto de progresividad legal se ha definido el de
progresividad real, que no usa la relación entre el tipo impositivo y la base o la recaudación y la
base. La progresividad real se define a partir de la elasticidad - renta del impuesto, es decir:

∆%T ∆T Y0
ET,Y = ────── = ───── . ─────
∆ %Y ∆Y T0

Se afirma que un impuesto es realmente progresivo si su E T,Y es mayor que la unidad,


realmente proporcional si su ET,Y es unitaria y realmente regresivo cuando la E T,Y es menor que
uno.

Se demuestra que la existencia de impuestos legalmente progresivos no garantiza la


progresividad real del impuesto. Por ejemplo, un impuesto legalmente progresivo sobre el
consumo puede no ser realmente progresivo si al aumentar la renta de los sujetos la proporción
que dedican al consumo decrece.

Igualmente, si tenemos un impuesto sobre la renta legalmente progresivo pero con


fuertes deducciones por ahorro (o por compra de vivienda), puede suceder que quienes más
ingresos perciban se beneficien más de estas deducciones y por ello, la elasticidad-renta del
impuesto disminuye (Bustos, 2017).

5.5. LOS PRINCIPIOS TRIBUTARIOS.

Aunque los hacendistas han formalizado un largo catálogo de principios tributarios, se


pueden resumir en los cuatro siguientes:

A) Principio de simplicidad.

Indica que el sistema tributario debe ser sencillo y cómodo tanto para el contribuyente
como para la Administración. La idea fundamental que subyace a este principio es que el pago
de los tributos genera dos tipos de costes para el contribuyente. De un lado, satisfacer el
impuesto supone una reducción de los ingresos disponibles para el individuo. De otro, el mero
cumplimiento de las obligaciones tributarias también causa un conjunto de costes, no
necesariamente monetarios. El principio de simplicidad exige que estos últimos costes sean lo
más reducidos posibles.

En cuanto a las implicaciones del principio de simplicidad para el diseño del sistema
tributario, podemos resumirlas en las siguientes:

- Las normas tributarias deben ser lo suficientemente claras y transparentes como para
que el ciudadano conozca fácilmente cuáles son sus obligaciones tributarias y pueda, en su caso,
liquidar el impuesto. Esta consecuencia se une al deseo de que tales normas no presenten
contradicciones que dificulten su comprensión por parte del contribuyente.

- La normativa tributaria debe tener una cierta continuidad y no ser objeto de reformas
frecuentes. Tales reformas no solo hacen más compleja la regulación de los impuestos sino que
además introducen un elevado grado de inseguridad jurídica para los ciudadanos.

- Los impuestos no solo deben resultar fáciles para el contribuyente, sino también para la
propia administración tributaria. En efecto, si es difícil la gestión del impuesto, puede ocurrir
que, transcurrido un largo plazo después de que el ciudadano haya liquidado el tributo, la
administración comunique al interesado que se han detectado errores o infracciones y que debe
completar o modificar la liquidación realizada. Ello, además, supone una quiebra en la
seguridad jurídica, con los consiguientes perjuicios para el ciudadano.

- Deben establecerse procedimientos de pago fraccionado para acercar al máximo la


obligación de contribuir y la realización del hecho imponible. Así en el impuesto sobre la renta,
que se liquida seis meses después de finalizado el período impositivo, el contribuyente satisface
una serie de cantidades a cuenta del impuesto, que reciben distintas denominaciones, con la
finalidad de no enfrentarse a un fuerte desembolso en un momento muy concreto del tiempo,
aunque, al menos en nuestro país, existen serias dudas sobre la eficacia de los procedimientos
vigentes o que cumplan la finalidad para la que se establecen.
B) Principio de suficiencia.

Hasta cierto punto, se puede afirmar que este principio se desprende de la regla del
equilibrio presupuestario. Señala que el conjunto de impuestos debe ser capaz de generar
recursos capaces de cubrir los gastos del sector público. Las principales implicaciones de este
principio son las siguientes:

- En primer término, si se cumple la llamada Ley de Wagner, la elasticidad del gasto con
respecto a la renta es mayor que 1, y de ello se deduce que la elasticidad renta de los impuestos
también deberá ser mayor que la unidad. Por tanto, el sistema tributario debe ser realmente
progresivo, porque, en caso contrario, el crecimiento del país llevaría indefectiblemente al
déficit público.

Aunque este conclusión parece bien fundamentada, debe tenerse en cuenta que el
análisis de las funciones del sector público arroja ciertas dudas sobre su validez. El
cumplimiento de la citada "ley" exige que la evolución del gasto sea coherente con los cambios
en la renta, creciendo al aumentar esta y disminuyendo al bajar el nivel de actividad económica.
Ahora bien, los gastos de transferencias tienden a aumentar, precisamente, en los momentos de
recesión económica, y, si el sistema tributario es realmente progresivo, podemos encontrarnos
con una situación en la que no se producirán déficits públicos cuando se incremente la renta,
pero sí cuando esta disminuya.

- Si, como afirman Peacock y Wiseman, existen circunstancias extraordinarias en las


que se produce un incremento en el nivel de gasto público, el sistema tributario debe tener la
suficiente flexibilidad para hacer frente a esa contingencia, modificando alguno de los
elementos básicos de la relación tributaria.

- Una tercera consecuencia del principio de suficiencia es que los tributos deben ser
claramente percibidos por los ciudadanos. Ello se debe a que las presiones a favor de un mayor
gasto público se fundamentan, en ocasiones, sobre la idea de que otros agentes económicos
acaban suministrando los recursos necesarios para financiarlos. Si los impuestos no son
percibidos claramente por los ciudadanos, es más fácil que se genere este fenómeno de ilusión
financiera y que el sistema tributario llegue a ser incapaz de financiar el conjunto del gasto
público. En tal sentido, son más defendibles los impuestos directos sobre el nivel de renta que
los indirectos sobre el consumo.

C) Principio de equidad.

La noción de que el sistema tributario debe responder a las exigencias de la justicia


tiene una larga tradición en la doctrina hacendística. Este principio, además, adquiere mayor
importancia al ser el único que recibe una referencia directa en la Constitución Española. La
importancia que atribuye nuestra Ley fundamental a esta característica del sistema tributario está
plenamente justificada, al entenderse que los valores superiores de su ordenamiento jurídico son
la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.

Ahora bien, no resulta tan sencillo dar un contenido específico a la noción de equidad,
cuando se aplica al análisis del sistema tributario. A pesar de ello, se pueden avanzar algunas
consideraciones, entre las que reseñamos las siguientes:

- En primer lugar, una indudable exigencia de la justicia del sistema tributario debe ser
la generalidad en el pago de los impuestos. La propia CE lo señala en el art. 31, al indicar que
"todos" deben contribuir al sostenimiento de los gastos públicos. La importancia de este aspecto
se hace más relevante al considerar el fenómeno del fraude fiscal, al que podemos señalar como
el más grave incumplimiento del principio de equidad en la situación actual de nuestro sistema
tributario.

- Una segunda consecuencia del principio de equidad es la igualdad de los


contribuyentes frente al sistema tributario. Igualdad que debe entenderse en una doble
perspectiva; de una parte, como equidad horizontal, tratando de idéntica forma a los que se
encuentren en la misma situación, y, de otra, como equidad vertical, dando un trato fiscal
diverso a aquellos que no se hallen en las mismas circunstancias. Ahora bien, las nociones de
equidad horizontal y vertical deben matizarse suficientemente con la finalidad de que nos sirvan
para extraer conclusiones en el diseño del sistema tributario. En tal sentido deben tenerse en
cuenta los siguientes aspectos:

1) El sistema tributario debe ser sensible a las diferencias en las situaciones personales
de los contribuyentes, pues solo así puede dar un trato que cumpla con las exigencias de
igualdad horizontal y vertical. Ello nos llevaría a preferir la imposición directa a la indirecta y a
considerar más adecuados los tributos personales que los que tienen un carácter real. No es
extraño, entonces, que cuando las consideraciones de equidad son prioritarias en una sociedad,
se intente fundamentar el sistema tributario en la imposición personal sobre la renta.

2) Una segunda consecuencia de la aplicación del principio de equidad es la idea de


proporcionalidad en el reparto de la carga tributaria, es decir, que el sacrificio causado por el
pago del impuesto sea el mismo para todos los ciudadanos. Ahora bien, esta noción no lleva a
todos los autores a las mismas conclusiones, sino que podemos diferenciar dos líneas distintas:

De una parte, podemos considerar el pago de los impuestos con independencia de las
actividades realizadas por el sector público. En tal caso, la proporcionalidad se entiende
considerando que lo justo es que paguen más quienes tienen una mayor capacidad económica y,
en este caso, estamos utilizando el criterio de la capacidad de pago.

De ello se deduce que si la renta y el patrimonio personal son los mejores indicadores de
capacidad económica, entonces la imposición directa debe ser la base del sistema tributario.
Asimismo, si partimos de la idea de que el sacrificio marginal realizado por los contribuyentes
debe ser similar y de que la utilidad marginal de la renta es decreciente, entonces deben
defenderse los impuestos progresivos o al menos proporcionales.

De otra, la proporcionalidad puede entenderse considerando de un modo simultáneo los


ingresos y los gastos públicos. En estas circunstancias utilizamos el denominado criterio del
beneficio y consideramos que la proporcionalidad se consigue si contribuyen más al
sostenimiento de los gastos públicos quienes más se benefician de la actividad del Estado.

La aplicación de este criterio, evidente en el caso de las tasas y las contribuciones


especiales, tropieza con dos tipos de dificultades. De un lado, no siempre es posible determinar
qué beneficio obtiene cada persona de la acción del sector público. De otro, aplicar este criterio
supone que el Estado renuncia a realizar una política redistributiva, lo que no es aceptable para
todos los hacendistas. Por último, el empleo de este criterio avalaría tanto el uso de impuestos
progresivos como el de los de carácter proporcional o incluso los regresivos.

D) Principio de neutralidad.

Indica que los impuestos deben alterar lo menos posible las decisiones de los agentes
económicos. La idea fundamental, en este caso, es que los individuos eligen, de forma óptima,
utilizando los precios generados por el funcionamiento del sistema económico. Como estos
precios se ven alterados como consecuencia de los impuestos, se pretende que tales distorsiones
sean mínimas.

El único impuesto que no altera ningún precio relativo de la economía es el de cuota fija
o de capitación. Sin embargo, un sistema tributario basado en este tipo de gravámenes no
cumpliría con otros principios tributarios, de ahí que se hayan buscados otras formas más
operativas de conseguir la neutralidad. En tal sentido, la neutralidad de un impuesto se mide a
partir del concepto de exceso de carga fiscal. Para ello, consideramos el gráfico.

En el gráfico, inicialmente hay un precio P0 al que los demandantes adquieren la


cantidad Q0. Si el Estado establece un impuesto sobre el precio de venta (T = t P 0), el precio se
eleva hasta P1, con lo que la cantidad disminuye hasta Q 1. El demandante pierde entonces el
excedente formado por las áreas A y B.

El área A tiene como base la cantidad vendida en el mercado y como altura el impuesto
cobrado por el sector público. En tales circunstancias, podemos identificar fácilmente esta área
con la recaudación obtenida por el Estado. Se trata, pues de una pérdida de excedente para el
consumidor que se convierte en recaudación para el sector público.

El triángulo B es pérdida de excedente para el consumidor que no es percibida por


nadie. Esta área es, entonces, el exceso de carga fiscal. Puede calcularse fácilmente su importe:

base x altura
Area = ───────────────
2
altura = impuesto = T = t x P0

Base = ∆ Q

El término ∆Q puede evaluarse a partir de la elasticidad de la demanda. La definición de esta


variable es

∆Q P0
Ed = ───── . ─────
∆P Q0

pero el incremento en los precios no es más que el impuesto cobrado por el sector público, es
decir t P0. Sustituyendo, tendremos:
∆Q P0 ∆Q
E = ─────── . ──── = ──────
d

t.P0 Q0 t.Q0

de donde, calculamos que

∆Q = Ed . t. Q0

De esta manera, el área del triángulo es

1/2 Base x altura = 1/2 (Ed.t.Q0).(t.P0) = 1/2 Ed.t2.(P0.Q0)

donde, el valor de la elasticidad de la demanda está en términos absolutos, es decir, sin tener en
cuenta el signo menos. Esta expresión es conocida como Fórmula de Harberger.

En estas circunstancias, el exceso de carga fiscal es tanto mayor:

1) Cuanto mayor sea la elasticidad de la demanda del producto. En el límite, si la


elasticidad es cero, el exceso de carga fiscal se anula. La consecuencia evidente es que deben
gravarse más aquellos productos que dispongan de menos sustitutivos o sean imprescindibles
para el consumidor.

2) Cuanto mayor sea el tipo impositivo, lo que avala la moderación en los impuestos
sobre la venta del producto.

3) Cuanto mayor sea el término P 0Q0, que no es más que el gasto inicial de los
consumidores. De este aspecto se deduce que los productos que representan un fuerte gasto de
las familias deberían ser gravados de forma más moderada.

El mismo planteamiento que acabamos de hacer para un impuesto sobre la venta de un


producto, puede extenderse a un tributo que recaiga sobre la renta de una persona. Utilizando un
procedimiento análogo al empleado en el caso anterior, podemos demostrar que en este caso es:

ECF = 1/2 E0 . t2(W1 . N1) donde


E0 = elasticidad de la oferta de trabajo

t = tipo impositivo del impuesto sobre la renta.


Las conclusiones que obtenemos para el diseño de un impuesto sobre la renta son
similares a las expuestas en el caso de un gravamen sobre la venta de los productos. En
particular podemos afirmar que el exceso de carga fiscal será mayor:

1) Cuanto mayor sea la elasticidad de la oferta de trabajo. En este caso, resultaría que el
gravamen debería ser superior para aquellos perceptores de renta cuya capacidad de reducción
en su esfuerzo laboral sea más pequeña y en cambio inferior para los contribuyentes que
renuncien a un mayor número de horas de trabajo al enfrentarse con la pérdida de ingresos
salariales causada por el impuesto.

2) Cuanto mayor sea el tipo impositivo, lo que avalaría una limitación en la


progresividad de la tarifa del impuesto sobre la renta.

3) Cuanto mayor sea la renta inicial del sujeto, representada por el término W 1 N1, lo
que, de nuevo favorece el establecimiento de límites a la progresividad en la imposición
personal sobre la renta.

E) La compatibilidad entre los principios tributarios.

Un sistema tributario que trate de cumplir con los diferentes principios no puede
descansar en una única figura impositiva.

La principal oposición se produce entre los principios de equidad y de neutralidad, y, al


menos, en dos órdenes distintos. Atañe el primero al diseño de la imposición indirecta, pues,
desde los postulados de la equidad, los productos de primera necesidad deberían sufrir un
gravamen inferior a los de los bienes de lujo, mientras que si, como parece, la demanda de estos
es más elástica que la de los primeros, los postulados del principio de neutralidad exigirían la
conclusión contraria.

Se refiere el segundo al diseño de la imposición directa, donde se aprecian, incluso más


claramente, las dificultades para hacer compatibles ambos principios. Si tomamos como
objetivo prioritario cumplir con la idea de justicia, parece razonable concluir que la imposición
personal sobre la renta tenga un carácter progresivo.

Sin embargo, nuestro análisis del principio de neutralidad, aplicado al mercado de


trabajo, llevaría a la conclusión contraria, en primer término porque el exceso de carga fiscal es
mayor al incrementarse el tipo impositivo; en segundo lugar porque la oferta de trabajo es más
elástica en los mayores perceptores de renta y, por último, porque el valor de los ingresos
iniciales del trabajador influye directamente en el cálculo del exceso de carga fiscal.

Estas discrepancias entre los principios de equidad y neutralidad no son fáciles de


resolver y, de hecho, se presentan no solo en el diseño teórico del sistema tributario óptimo sino
también en las reformas, totales o parciales, del cuadro impositivo del país. Por tal motivo,
cuando nos enfrentamos a la evaluación de las distintas propuestas de reforma, se puede
comprobar que determinadas modificaciones de un impuesto son más defendibles en virtud del
principio de neutralidad, pero más criticables desde las exigencias del principio de equidad
(Bustos, 2015).

5.6. LOS INGRESOS EXTRAORDINARIOS

Se incluyen dentro de esta categoría la emisión de deuda pública, la venta de patrimonio


público y la emisión de dinero.

A) La deuda pública: el problema de la carga de la deuda y de la sostenibilidad de


la deuda pública.

Indudablemente, la deuda pública es el principal ingreso extraordinario de que dispone


el Estado. Este tipo de ingreso extraordinario plantea dos grandes cuestiones. En primer lugar,
se debe plantear sobre quién recae la carga de la deuda, lo que exige, previamente, definir qué
entendemos por "carga". En segundo término, se suscita la cuestión de la sostenibilidad de la
deuda pública.

La cuestión de la carga de la deuda hace referencia a si podemos identificar quién


soporta los costes cuando el sector público no financia sus gastos con impuestos sino que
procede a emitir deuda pública. Los términos del debate en este caso son complejos, pues lo que
se trata de dilucidar es si la carga de la deuda recae sobre la generación actual o sobre las
generaciones futuras.

Esta cuestión se hace más compleja al presentar dos problemas terminológicos. El


primero es qué debemos entender por generación, donde hemos optado por definir como
generación futura al conjunto de individuos que no estaban presentes cuando el sector público
decide emitir la deuda y que, por tanto, no podían prestar su consentimiento a esta operación
financiera. El segundo es cómo debemos entender el concepto de carga de la deuda, cuestión
sobre la que se han ofrecido al menos tres versiones o acepciones:

* Como los recursos que pierde el sector privado al emprenderse un proyecto público
que se financia con deuda pública.

* Como la reducción en el consumo privado producida por el endeudamiento público.


* Como la disminución en la utilidad, a lo largo de la vida de una generación, causada
por la decisión de financiar el gasto público con deuda en lugar de con los impuestos.

Reflejando las distintas posiciones mantenidas por los economistas al plantear este tema,
se pueden distinguir cuatro grandes teorías:

1) Los clásicos consideraban a la deuda pública de un modo negativo. Igual que cuando
un padre de familia deja deudas está trasladando hacia sus herederos la carga de su consumo
presente, del mismo modo un gobierno que emite deuda está trasladando a las generaciones
futuras la carga del gasto realizado en la actualidad. Dicho en otros términos, la deuda pública es
análoga a las deudas privadas y, por ello, solo debe utilizarse este método de financiación del
gasto cuando se cubran inversiones suficientemente rentables como para que no suponga una
carga en el futuro o, cuando por aplicación del criterio del beneficio, el gasto financiado por la
emisión de deuda sea disfrutado por las generaciones futuras.
Además de estos argumentos contrarios a la deuda pública, se apuntaban otros
inconvenientes, pues al ser un procedimiento para trasladar la carga hacia el futuro, puede
contribuir a un mayor despilfarro en el gasto público.
2) Los keynesianos no se oponen al déficit público como un instrumento de política
fiscal, y para abordar el problema de la carga de la deuda, que arrojaba dudas sobre la
conveniencia de incurrir en el déficit, recurren a un planteamiento ya defendido por el
mercantilismo.

La esencia de la argumentación es que no existe equivalencia alguna entre la deuda


pública y la deuda privada. Cuando el sector público emite deuda en el interior del país, tenemos
la deuda con nosotros mismos, pues unos miembros de la sociedad, los propietarios de los
títulos, reciben el pago de intereses de otros integrantes de esa misma sociedad. El único efecto
de la emisión de deuda es que absorbe parte del ahorro de los ciudadanos, pero no reduce,
necesariamente, el nivel de consumo del país. Tampoco es negativa esta absorción del ahorro,
porque en momentos de recesión económica, el ahorro excesivo puede conducir a un desempleo
aún mayor, cuando la inversión privada no es sensible a los tipos de interés.

En todo caso, de producirse algún tipo de carga por la emisión de deuda, esta recae
sobre la generación presente que hará un mayor esfuerzo de ahorro para adquirir los títulos de la
deuda. En el caso de la deuda exterior, la generación presente no sufre carga alguna, pues
permite el uso de recursos ajenos, sin renunciar a los propios o afectar a la economía nacional.

3) La posición mantenida por los keynesianos se consideró aceptable hasta la aparición


de un trabajo de J. Buchanan, en 1958, que suscita numerosas dudas sobre la corrección de los
planteamientos basados en la obra de Keynes.

La cuestión clave es que por carga de la deuda se entiende el sacrificio realizado, en


términos de utilidad, por la generación presente o la futura. En tal sentido, no puede afirmarse
que quienes adquieren los títulos de la deuda sufran sacrificio alguno. Su decisión es totalmente
libre y responde a un plan de ahorro determinado de forma individual, de modo que si no
hubieran comprado la deuda emitida, habrían destinado su ahorro a la adquisición de otros
activos financieros.

En cambio, las generaciones futuras sí sufren la carga de la deuda porque con sus
impuestos tendrán que pagar los intereses y la amortización, o se verán obligados a sufrir un
recorte en el nivel de prestaciones públicas, con la misma finalidad. Ese aumento de impuestos
no se habría producido si la generación actual hubiera pagado todos los gastos públicos con sus
propios tributos y, en tal sentido, la generación futura sufre la carga de la deuda, y con
independencia de que sea interna o exterior.

4) La denominada nueva macroeconomía clásica plantea numerosas dudas sobre la


traslación de la carga de la deuda pública a las generaciones futuras. En este sentido, un trabajo
de Robert Barro plantea la cuestión de si puede hablarse de transferencia de carga, cuando la
generación presente goza de previsión perfecta y se preocupa, además, del bienestar de sus
herederos. En el planteamiento de Barro la generación actual sabe que la emisión de deuda
supone, en principio, una carga para la futura, que se traducirá en un mayor nivel de impuestos.
En esas circunstancias, incrementarán su nivel de ahorro con la finalidad de legar a los
herederos los medios necesarios para hacer frente a ese mayor esfuerzo en términos de
fiscalidad. Por ello, la carga de la deuda recae sobre la generación actual.
Esta hipótesis retoma una idea apuntada por David Ricardo, por lo que ha recibido la
denominación de Teorema ricardiano de la equivalencia, aunque el propio autor británico,
perteneciente a la escuela clásica, desechó esta idea por el excesivo número de circunstancias en
las que sería válida. Estos requisitos necesarios para que el planteamiento de Barro sea correcto
han sido la principal fuente de críticas a su teoría. Entre ellos, citemos que resulta discutible que
a la generación actual le preocupe tanto el porvenir de la siguiente, pues los legados son menos
intencionados de lo que parece. Y que no es excesivamente sencillo valorar el importe de los
impuestos futuros a los que deberá hacer frente la generación futura.

Este último aspecto es crucial para valorar adecuadamente la hipótesis de Barro, porque
su análisis olvida los aspectos de crecimiento de la economía y de sostenibilidad de la deuda. La
evolución a lo largo del tiempo de la ratio deuda/renta depende de la tasa de crecimiento de la
economía y del tipo de interés del mercado, de tal modo, que puede ocurrir que, aun teniendo el
sector público un déficit primario, el endeudamiento se vaya eliminando paulatinamente, sin
necesidad de elevar los impuestos. En esas circunstancias, ni la generación actual sufre la carga
de la deuda, ni tampoco la futura se enfrentará a impuestos mayores. La ratio entre deuda y
renta nacional puede disminuir o aumentar a lo largo del tiempo, dependiendo de la tasa de
crecimiento de la economía y del tipo de interés al que se emitan los títulos. Si la ratio crece se
dice que la deuda sigue una senda explosiva, mientras que si disminuye se afirma que la deuda
es sostenible.

Puede comprobarse que la sostenibilidad de la deuda depende de la siguiente expresión:

α = d + e0 (r - gy)

donde d es la relación existente entre el déficit primario del sector público y el PIB,
entendiendo como déficit primario aquél que no incluye en los gastos el pago de intereses de la
deuda, e0 es el nivel de deuda acumulada sobre PIB, r es el tipo de interés en el mercado y gy la
tasa de crecimiento de la economía. Si α > 0, la deuda sigue una senda explosiva, mientras que
en caso contrario, la deuda es sostenible. La ecuación indica los elementos de los que depende
que α sea positivo o negativo, que son:

- El valor del déficit primario como porcentaje de la renta nacional, de tal modo que
cuanto mayor sea d, más fácil que la deuda siga una senda explosiva. Por ello, la reducción del
endeudamiento acumulado pasa por la superación de los problemas de déficit público.

- El endeudamiento inicial, medido por la ratio deuda-renta e0, lo que indica que una
política de reducción del endeudamiento acumulado es más dificultosa si se parte de un nivel
inicial muy elevado.

- El tipo de interés, r, al que se emitan los títulos, pues si es muy elevado representará
una grave carga de gastos financieros y será más fácil que la deuda siga una senda explosiva.

- La tasa de crecimiento económico, gy, que actúa compensando al tipo de interés, de tal
modo que puede ocurrir que aun siendo d > 0, el endeudamiento acumulado pueda disminuir.
B) La venta de patrimonio público.

En las modernas economías de mercado, se puede observar fácilmente la tendencia del


sector público a vender su participación en empresas rentables, en un proceso de privatización al
que no escapa el caso de nuestro país. Tal fenómeno se ha intentado relacionar con la búsqueda
de nuevas formas de financiación extraordinaria para el sector público y, en no pocas ocasiones,
se ha defendido la superioridad de este procedimiento sobre la emisión de la deuda pública. La
discusión de este ingreso extraordinario debe incluir, al menos, las siguientes cuestiones: ¿hasta
qué punto son diferentes como medio de financiación la emisión de deuda y la venta del
patrimonio público?. ¿En qué circunstancias es preferible la privatización a la emisión de
deuda?.

En lo que se refiere a la primera cuestión, podemos considerar que, con matices,


privatizar empresas públicas es equivalente a emitir deuda. Si el sector público emite deuda está
incrementando sus pasivos financieros, mientras que si privatiza empresas está enajenando
activos y el resultado final, en términos de deuda neta, es el mismo.

Además, en el caso de que el sector público emita deuda, se verá obligado a realizar un
pago de intereses futuros a los que, en su caso, habrá de hacer frente con los impuestos que
recaude, mientras que si privatiza empresas públicas rentables, las únicas que pueden venderse
en el mercado, dejará de percibir una serie de ingresos patrimoniales, y esta pérdida de ingresos
deberá ser compensada, del mismo modo, con un mayor nivel de imposición. Dicho en otros
términos, si se cumplen las condiciones para que exista una carga de la deuda para las
generaciones futuras, también la privatización de empresas la genera.

Respondiendo a la segunda cuestión planteada, existen razones por las que puede ser
preferible la privatización de empresas públicas rentables a la emisión de deuda pública. Entre
ellas, podemos citar las siguientes:

1) Si el Estado tiene una calificación muy baja en cuanto a su solvencia internacional,


puede serle imposible emitir deuda, salvo que lo haga con un tipo de interés excesivamente
elevado, con lo que la privatización puede ser su única alternativa de financiación
extraordinaria. En tal sentido puede pensarse en el caso de Rusia y la necesidad de privatizar la
explotación de sus recursos naturales como alternativa a la obtención de nuevos créditos de las
entidades financieras internacionales.

2) La privatización puede venir condicionada por objetivos distintos a la financiación y


estas finalidades son las que explican la extensión del fenómeno en las economías de mercado
contemporáneas. Desde la perspectiva de un replanteamiento de las funciones del sector público,
en clave liberal, tiene sentido que el Estado vaya abandonando la gestión empresarial allí donde
es posible que el mercado sea más eficiente.

Tal circunstancia parece especialmente relevante en un contexto de globalización de la


actividad económica. Igualmente, los procesos de privatización han sido considerados como un
medio de crear una clase de propietarios a los que se puede tener mejor acceso como hipotéticos
votantes.
3) Puede ocurrir que la privatización de empresas públicas rentables permita al sector
público obtener ingresos superiores a los de la emisión de la deuda pública, cuando los
mercados financieros consideren que una gestión privada puede ofrecer mejores dividendos que
los producidos por la administración pública.

Esto es así porque el valor de un título en los mercados financieros puede estimarse a
partir de la relación siguiente:

D
Valor en mercado= ───── .
r

en donde D es el dividendo que se podría repartir por acción y r el tipo de interés vigente
en el mercado. Si la privatización conduce a un mayor valor estimado de D, el valor de las
acciones se elevaría y el sector público lograría mayores ingresos (Bustos, 2017).

C) El señoreaje y la inflación como impuesto.

Un tercer ingreso extraordinario del sector público es la emisión de dinero. Tal


procedimiento, al que se denomina señoreaje, tiene la ventaja de que el Estado se ahorra los
costes financieros asociados a la emisión de deuda pública o evita la pérdida de ingresos
patrimoniales por la privatización de empresas públicas. Ahora bien, este sistema de
financiación extraordinaria plantea algunas cuestiones importantes, entre las que se pueden
destacar las siguientes:

1) ¿Qué explica que los ahorradores absorban la emisión de dinero como forma de
materializar su ahorro?. En principio, el sector público no puede obligar a nadie a mantener
saldos monetarios ociosos y, si un ahorrador lo hace, será porque la alternativa de comprar
activos financieros es menos atractiva. Ello obliga diferenciar dos casos distintos.

Si el ahorrador es ciudadano del país que emitió dinero, la explicación puede deberse a
que el tipo de interés del mercado sea demasiado bajo y que, por ello, considere que va a subir
en el futuro. En ese caso, si compra activos financieros antes de la elevación de los tipos de
interés, puede enfrentarse a una pérdida o minusvalía en el futuro y de ahí que opte por
mantener su ahorro en forma de dinero hasta que se produzca la subida de los tipos de interés.

Si el ahorrador es un ciudadano extranjero, su comportamiento puede deberse a que


prefiera tener sus ahorros en una moneda fuerte, o de refugio, en lugar de en títulos de su propio
país, en cuyo caso lo que ocurre es que espera que la moneda propia se deprecie frente a la de
refugio, y que ello le genere una ganancia superior a los intereses que cobraría si adquiere
activos financieros de su país.

2) ¿Cuáles son los costes de la financiación pública por medio del señoreaje?. Los
impuestos causan un coste de bienestar medido a través del exceso de gravamen. Del mismo
modo, la emisión de deuda pública puede generar una carga que puede recaer sobre las
generaciones futuras. En el caso de la emisión de dinero el coste de este medio de financiación
se relaciona con la influencia que tiene la cantidad de dinero sobre la tasa de inflación del país.
Si consideramos que se cumple la ecuación cuantitativa del dinero, tendremos que:

Mo. V = P.Y

donde

Mo = oferta monetaria.

V = velocidad de circulación del dinero.

P = índice de precios.

Y = renta nacional.

En el planteamiento monetarista, la velocidad de circulación del dinero es constante y el


nivel de renta puede crecer, pero por razones totalmente ajenas al aumento de la oferta
monetaria. En tal circunstancia, podemos demostrar que:

m = π + gy

donde m indica la tasa de crecimiento de la cantidad de dinero, π la tasa de inflación y g y el


crecimiento de la renta nacional. La expresión anterior puede convertirse fácilmente en:

π = m - gy

es decir, la tasa de inflación es igual a la diferencia entre el aumento porcentual de la oferta de


dinero y la tasa de crecimiento de la economía.

A partir de esta idea, se pueden identificar los costes para la sociedad de este
procedimiento de financiación extraordinaria. En tal sentido, podemos hacer las consideraciones
siguientes:

1) Si la economía está en pleno empleo sin que se produzca crecimiento en el nivel de


renta, toda la creación de dinero se traduce en inflación. La subida de los precios afecta a la
demanda del sector privado, reduciendo el consumo y la inversión. Este efecto se produce
porque, de un lado, los ingresos reales de los consumidores se pueden reducir, al menos en el
corto plazo y, de otro, porque la tasa de inflación hace subir los tipos de interés, lo que reduce el
consumo de bienes duraderos y la inversión empresarial.

Sin embargo, si la economía tiene una tasa de crecimiento positiva la emisión de


moneda a un ritmo similar no tiene por qué causar inflación, ni imponer coste alguno en los
agentes económicos privados. Ello explica que el señoreaje pueda ser utilizado como fuente de
financiación del sector público, pero de un modo limitado.

2) Cuando la emisión de moneda causa procesos inflacionistas, podemos considerar que


el gasto público expulsa al sector privado, pues se reduce el consumo y la inversión. Ahora bien,
si el gasto público se hubiera financiado con impuestos, también se produce un caso de
expulsión del consumo privado, que se reduce por causa de la mayor presión fiscal.
Aparentemente, no hay grandes diferencias en que el sector privado reduzca su participación en
la renta nacional por un motivo o por otro.
¿Quiere esto decir que la inflación es análoga a un impuesto?. La respuesta es que si tan
solo nos preocupamos de ese aspecto, podemos observar una clara analogía entre ambas formas
de financiación, pero si nos interesan otros objetivos económicos, los dos sistemas son
claramente distintos. En tal sentido, puede comprenderse que la inflación es mucho más injusta
que cualquier impuesto, pues no atiende a las circunstancias personales del contribuyente, ni a
su capacidad económica, sino que sus efectos serán más acusados para las personas que tengan
rentas menos flexibles o quienes mantengan su ahorro en forma de activos líquidos, así como
para aquellos ciudadanos que, por disponer de peor información, no previeron el proceso
inflacionista y no tomaron las medidas adecuadas para evitar sus consecuencias negativas.

3) La inflación genera otros costes importantes para los ciudadanos. De un lado la


inflación afecta a la recaudación de los impuestos generando, en algunos supuestos, un
incremento de tributación para los contribuyentes, con el consiguiente exceso de gravamen. De
otro, obliga a cambiar los precios de las distintas empresas, lo que también supone costes, y
genera incentivos para que el ciudadano se desprenda rápidamente de sus activos líquidos para
adquirir bienes y servicios antes de que suban los precios. Finalmente, la inflación afecta a la
sociedad, en la medida en que genera otros desequilibrios económicos como los problemas en la
balanza de pagos, el desempleo o el freno al crecimiento económico (Bustos, 2017).

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