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380525281 Ja lics Aprendiendo a compartir la fe sin correcio


n ortogra fica
Psicología Educacional (Universidad Nacional de Quilmes)

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Francisco Jálics

Aprendien
do
compartir
la

3? edición

lüliciones
Paulinas

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Introducción

El presente libro es fruto de más de veinte años


de actividad pastoral. Los éxitos y los fracasos de
este largo camino fueron enseñándome la actitud
que se necesita para compartir la fe. Quiero
comunicar estas experiencias al lector y mostrar,
por medio de ellas, la. actitud que, a mi modo de
ver, más favorece la comunicación de la fe
cristiana. No quiero dar a mis experiencias un valor
exclusivo. Otros habrán hecho descubrimientos
diferentes. La vida tiene una riqueza múltiple.
Tampoco pretendo enseñar un método pastoral.
Se trata solamente de una actitud o, quizá, de una
mentalidad de respeto y acogimiento. Una actitud
fraternal de compartir, en vez de imponer o de
adoctrinar. Se basa en la convicción de que la fe en
Jesucristo no se transmite como una ciencia sino
que se la comunica por contagio cuando hay un
ambiente de buenas relaciones humanas. Esta
fluidez en la comunicación humana es la condición
para que la fe en el Señor pueda surgir en torno de
los cristianos que desean irradiarla.
Mi tema me limita a la actitud pastoral, por eso
podría parecer, por una u otra expresión, que
repruebo o doy poca importancia a toda acción
pastoral que implique obras, organizaciones o
instituciones. Si las menciono aparentemente en
forma negativa, critico sólo la actitud con que a
veces son < (inducidas. Pero de ninguna manera
quiero restar algo <lc sus méritos y reconozco
plenamente la importancia que tienen en la vida de
la Iglesia. Por esas mismas limitaciones que implica
enseñar una actitud pastoral, algunas expresiones
del libro podrían dar la impresión de que pro-

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pugno un cristianismo vitalista y adoctrinal. Quiero


prevenir al lector contra esta interpretación. La
Iglesia católica vive una fe común y esta fe tiene su
contenido doctrinal. Su explicitación es necesaria e
importante. Mi crítica se dirige únicamente contra
las actitudes doctrinales de los que esconden su
incapacidad de comunicación humana detrás de
una muralla que construyen con los ladrillos de la
ortodoxia. Tuve que exponer, asimismo,
experiencias en forma ordenada y progresiva. Me vi
obligado a retomar, en algunos casos, la misma
experiencia desde diferentes ángulos para ilustrar
diversos aspectos y no pude eliminar toda
apariencia de repeticiones. El lector sabrá
comprenderlo.
Quise describir mi experiencia en forma tan
sencilla y humana que pudiera ser dirigida a todo
cristiano con deseo de compartir su fe. Más aún,
como experiencias humanas de comunicación,
pueden tener su interés para todo hombre de
buena voluntad.
Este libro quiere ser una guía práctica. Quiere
proporcionar los elementos para poder adquirir la
actitud que ensena. Cuando uno descubre algo
nuevo, se entusiasma con ello. Tiene la sensación
de que ha aprendido una novedad. Tero pasa el
tiempo y cuando quiere recordarla, sólo le queda un
vago sentimiento de belleza. La adquisición de una
actitud no se logra ni con una sola lectura ni con
una com- pi elisión intelectual por más clarividente
que sea, sino que pille una práctica asidua. Traté de
usar un lenguaje ameno para (pie el lector pudiera
hacer una lectura corrida. Si se da por satisfecho
con ella, no tiene otro compromiso. Si, en cambio,
tiene deseos de asimilar la actitud propuesta en el
libro, puede retomarlo y encontrará los ejercicios
prácticos ipic le orienten en el aprendizaje. Espero
que prestará un \ei vicio útil a los interesados.
Hace dos años publiqué un libro sobre la
meditación'. Su I¡nulidad era mostrar la posibilidad
concreta de una ora-

I |,.i, n,h. lulo n utiir, l iliciones Paulinas, Buenos Aires, segunda

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mllt Irin, 1976,


A

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ción simple y contemplativa en medio de un mundo


nervioso y agitado. Esta oración sumamente
sencilla implanta una paz sublime en el alma y
simplifica la manera de acercarse a Dios. Ahora
deseo enseñar esta misma actitud contemplativa,
pero frente a los seres humanos. De hecho, lo que
vivimos frente a nuestros hermanos determina
nuestra relación con Dios y viceversa. Es el mismo
corazón humano que se relaciona a su manera
tanto con Dios como con los hombres. Si uno logra
una actitud contemplativa en su trato con Dios, va
a ser comprensivo, transparente con la gente e
irradiará paz y fe. Por el contrario, los que tienen la
amplitud de comprender a todos y se comunican
con facilidad. entran, de a poco, en una
comunicación.contemplativa con Dios.
Quiero agradecer a mi cuñado Julio Dombrády y
a mi hermana Vilma, quienes con su hospitalidad
hicieron posible la redacción de esta obra.
Los tres primeros capítulos giran en torno a una
experiencia muy especial. Su desarrollo, en el
segundo y el tercero, está basado en el método del
psicólogo Carlos Rogers. Su terapéutica consiste en
el primer paso de todo diálogo humano. Por eso,
sus observaciones tienen aplicación en toda clase
de conversación, pero de una manera especial en
los diálogos de inspiración religiosa. Con su ayuda,
aprendí a comprender y a acompañar, y pude
comprobar el bien enorme que hace. Por lo tanto,
en esta ocasión, se lo agradezco como también,
quiero agradecerle a G. Marian Kin- get su versión,
a través de la cual conocí esta actitud de una
inspiración fan elevada y tan humanitaria 1. El
capítulo cuarto agrupa una serie de experiencias
acerca del testimonio en la trasmisión de la fe. Solo
puede ser apreciado en combinación con esta
actitud de escuchar, porque únicamente se hace

1 Psiehoi llera pie el relations humaines, volúmenes I-II, tercera


edición, l’ublications Universitaires, Louvain, 1966.

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realidad en un ambiente de pleno acogimiento. En


el capítulo quinto muestro la interrelación entre los
dos inúmeros grupos de experiencias, aduciendo
algunos ejemplos que visualizan el modo de llevar
una conversación pastoral. En el sexto, describo la
aplicación de la misma actitud al funcionamiento de
los grupos. Trato de mostrar. también, las leyes
más elementales de la dinámica propia de los
grupos en el ambiente creado por esta actitud. Y el
capítulo séptimo es solamente un balbuceo para
dar a entender que nos queda un camino muy largo
por recorrer en la comprensión y en la
comunicación de los misterios cristianos.

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Capítulo 1

Hacia una actitud


de acogimiento

1. Hace algunos años, me pidieron que diera un


retiro espiritual a seminaristas. Los nueve
seminaristas que iban a ser ordenados diáconos o
sacerdotes, habían sido citados a la casa de
ejercicios. Llegué al mismo tiempó que ellos y nos
encontramos en la puerta. Cuando supieron que
iban a hacer el retiro conmigo me saludaron y nos
presentamos.
—Padre —se apuraron a decir casi sin
transición, después de los saludos— por favor, no
hable mucho.
—¿Yo? —pregunté con una sonrisa y como
extrañándome—. No, yo no voy a hablar nada. Van a
hablar ustedes.
Me miraron con asombro. No sabían qué pensar.
Se miraron entre ellos y, luego, pensando que era
una broma lo repitieron:
—No hable mucho, Padre.
—En serio, —reiteré mi respuesta— van a hablar
ustedes.
Se quedaron callados un momento. No sabían
dónde ponerme. A la noche, cuando nos reunimos
la primera vez, les dije que venía a trabajar junto a
ellos y, por eso, me interesaba saber qué deseos y
qué planes tenían para los días del retiro. Hablaron

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todos uno por uno. Con variedad de matices,


coincidían en la inquietud central: ¿Qué es el
sacerdocio? Asumí el deseo de ellos y les dije que si
querían

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m iniar lo que era el saeerdocio, los invitaba a contar,


a cailu uno, la historia de su vocación y por qué ellos
querían hacerse sacerdotes. Fue muy interesante.
Nueve caminos de Dios con otros tantos horizontes y
problemáticas. Escuchaba dejándome sumergir en la
historia de cada uno y trataba de captarlos y sentirlos
desde adentro. Anotaba, simultáneamente, los
problemas que iban apareciendo. A la una de la
madrugada, cuando terminaron, únicamente tuve que
ordenar lo dicho. Caía de maduro que unos seis temas
esperaban aclaración: la fe, la oración, la relación con
los superiores, etcétera. Hicimos la distribución entre
todos. Dos temas por día, uno a la mañana, otro a la
tarde.
Empezamos, cada vez, por contar la problemática
de cada uno como en la primera noche. Por ejemplo,
contaron su manera de hacer oración y qué
dificultades encontraban en ella. Como eran nueve,
tardaron cada vez dos o tres horas para dar la vuelta
y hasta que cada uno pudo narrar el camino que había
recorrido en el tema que estábamos analizando. En
las primeras reuniones, casi no hablé. En la tercera
me pidieron que contara, yo también, mi experiencia.
Me escucharon interesados. Les contaba lo que había
vivido, lo que había descubierto, los problemas que
seguían preocupándome y las actitudes que tomaba
ante ellos. No les di inslrucción doctrinal, pero toda la
clarificación que se me ocurría que podía servirles
surgió naturalmente desde mis experiencias.
El último tema para la última mañana era el
apostolado. Comenzaron a contar sus pequeñas
experiencias apostó liras en los barrios. Ricardo, uno
de ellos, explicó que trabajaba en un barrio
suburbano de la ciudad. Su dificultad principal
consistía en que la gente no lo escuchaba. Decía que
la gente no quería escuchar a Jesucristo. El anunciaba
a Cristo pero los muchachos preferían ir al partido de
fútbol \ no a la Misa. Lo escuchamos largo rato y él
seguía lamen- lamlose ib que se empeñaba a trasmitir

III

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el mensaje de Jesu- ■ ir.io pero los cristianos no le


hacían caso.
I si in liaiiir - le di je al cabo de un tiempo, cuando se
un 11 1 / 1 1 l.i 11 1 / le iiii iendo bien, vos querés decir que
la
gente procede de la misma manera que ustedes.
Cuando llegué al retiro, después de saludarnos y
presentarnos, lo primero que me pidieron fue que
no hablara mucho. Ustedes sabían que el
predicador del retiro viene para anunciar a
Jesucristo, sin embargo, no querían escucharme.
—¡Uy! —dijo Ricardo sorprendido en su
contradicción.
—Pero, curiosamente, —proseguí— me
escucharon más que a otros predicadores. Y fueron
ustedes mismos quienes me obligaron a hablar. Yo,
de mi parte, no tenía interés en hablar. El primer
día, apenas dije algunas frases para coordinar las
reuniones. Ustedes insistieron en que yo aportara
mi experiencia y con sus preguntas me hicieron
hablar durante horas. Yo vine para ponerme al
servicio de ustedes. Acepté todas sus propuestas.
Estaba contento escuchándolos y me enriquecía
con lo que contaron de su vida y de sus luchas. Si
vos —me dirigí a Ricardo— en tu barrio empezás a
escuchar a la gente y ellos sienten que los
comprendés y los querés, vendrán a pedirte que les
hablés. Pero mientras ustedes ya van con la
convicción de que saben y quieren imponer algo —
aunque fuera objetivamente lo más valioso que
tenga la humanidad— nadie querrá escucharlos. En
vez de una actitud de superioridad, conviene ir con
el deseo de compartir. Y compartir significa, ante
todo, participar en la experiencia de ellos.
Comprendieron por qué la gente no escuchaba
a Ricardo, que venía desde fuera, que no mostró
interés por ellos y que traía su mercadería religiosa
para venderle justo en el momento en que ellos
empezaban a disfrutar del descanso semanal

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bien'merecido. Mientras no participamos de la


experiencia de otros, no puede haber comunicación
y, por eso, no puede haber trasmisión de fe.
2. Cuando todavía era estudiante de teología,
me inicié en la dirección de retiros individuales.
Llegaban al seminal a > jóvenes que buscaban
unos días de silencio para reflexionar. Unos
pensaban en la posibilidad de una voca-
sai rnlotal, otros estaban pasando una crisis y
precisaban un alto en el camino.

III

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Darles un retiro consistía en proponerles las


meditaciones de los Ejercicios Espirituales de san
Ignacio. Estos ejercicios me entusiasmaban. Estaba
convencido de que eran precisamente lo que a ellos
les hacía falta, porque tocan, muy de cerca, los
problemas humanos más fundamenta les: el sentido
de la vida, el pecado, la redención, el camino para
seguir a Jesús, etcétera. Sin embargo, me parecía, al
comienzo, que les hacía cierta violencia. Me
planteaban su panorama personal y yo les contestaba
con mi esquema de retiro. Cada uno explayaba su
preocupación desde su vivencia y yo respondía desde
mi contexto, desde mi marco de referencia: los
ejercicios espirituales.
No, no podía ser, me decía. No me parecía justo
imponerles mi marco de referencia. Tenía que
encontrar el modo de trabajar desde la otra persona.
Era menester mostrarle, desde su experiencia, el paso
que él, siguiendo su camino, podría dar. Entonces,
decidí sumergirme más enteramente en la
problemática de cada uno. Cuando llegaba un
muchacho para quedarse tres días, iba a conversar
con él y lo invitaba a que me contara por qué venía.
Lo escuchaba atentamente durante dos o tres horas.
Trataba de captar su vida. Reconstruía en mi mente
todo su pasado: la historia de sus relaciones
familiares, la historia de sus estudios, de sus
amistades, de sus experiencias religiosas, de su
relación con Jesucristo y con la Virgen, de sus
alejamientos de Dios, de sus inquietudes, sus anhelos
y sus conflictos. Observaba la imagen que tenía de sí
mismo y de su porvenir. Intentaba comprenderlo cómo
él se comprendía a sí mismo, de sumer- girme en su
mundo subjetivo y vivir un rato su vida, olvidándome
de toda evaluación, de todo juicio, o comparación (on
normas e ideales. Quería compenetrarme en su vida.
Después de escucharlo de esta manera, durante
bástanle licmpo, me retiraba para rumiar lo recibido.
Intentaba ponerme en su lugar. Buscaba lo que él
necesitaba, tratan- ili i de no dejarme llevar por lo que era

i’

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importante para mí i. |•<>i Id (|uc los Ejercicios Espirituales


proponían. Quería ponei me en su ritmo.
Me dio un resultado extraordinario. Descubrí,
ante todo, que los Ejercicios Espirituales contenían un
valor perenne. Resultó por ejemplo, que el punto de
partida de los Ejercicios era el primer paso para todos.
Una especie de búsqueda de ubicación: ¿Qué sentido
tiene la vida? ¿A dónde voy? ¿Qué pretendo con mi
existencia? Pero esta pregunta emergió como el paso
natural, como la consecuencia lógica de lo conversado
anteriormente. No era una irrupción de los temas de
los Ejercicios que empiezan con la frase: “El hombre es
creado para alabar a Dios”. El ejercitante ni se daba
cuenta de que hacía un proceso ya descrito en los
Ejercicios y, menos aún, tenía la sensación de que yo
introducía algo nuevo.
Le decía, por ejemplo: "¿Te acordás cuando hace
dos años —como me lo contaste ayer— te planteaste
por qué vivías y te pareció que tu vida carecía de
razón de ser? Podrías retomar la pregunta para ver
qué respuesta te surge ahora”.
O cuando se proponía su compromiso con
Jesucristo le recordaba experiencias anteriores. Le
decía, por ejemplo: “Te acordás de lo que me contaste
que un día, en tales y tales circunstancias,
experimentaste la presencia de Jesucristo y eso te
hizo sentir muy libre y muy feliz. Te sentías
comprometido con El”. De esta manera, le sugería
retomar el hilo de sus experiencias y volver a las
fuentes de su encuentro con Jesús. Al final, vivían el
retiro como elaborando ellos mismos su propia vida.
Resultó por ejemplo, que la experiencia del mal
era básica. Muchos sacerdotes que dan retiros no
saben cómo abordar el problema del pecado. Algunos
lo omiten. Otros, en cambio, predican algo tan
austero que da miedo. Escu- < lie innumerables veces
que es lo más árido en los ejercicios. Conociendo la
experiencia propia del mal en la vida del ojeirilante,
resulta lo más natural y espontáneo plantearlo, l o li.u

II

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ia con las mismas palabras que él me lo había


expresado.
De es le modo, el guiar el retiro de un muchacho se
me 11 aii'.formó, de un "predicar" o "dirigir”, en
escuchar
p¡ii a que la situación concreta indicara los pasos
que había que dar. Tuve que someterme a la
necesidad de los hechos. Id escuchar y el comprender
se tornaron más elementales I que cualquier otra
cosa.
Más tarde, me di cuenta que el descubrimiento
acerca del marco de referencia del otro no era
completo aún. Todavía introducía elementos que le
venían desde afuera. Procedía correctamente,
porque era anunciarle la Palabra de Dios que ilumina
su vida. Pero, al mismo tiempo, hay momentos en
que la respuesta tiene que injertarse más
cabalmente en la experiencia del interesado. Había
llegado a poner al otro en el centro. Pero no del
todo. El otro resultaba centro en cuanto yo lo
comprendía desde él mismo. Era el beneficiario.
Pero el que comprendía seguía siendo yo. Un
descubrimiento de mayor importancia fue cuando
advertí que este mismo esfuerzo de comprensión
debía ser realizado por el otro. Mi función era darle
el apoyo y crear el ambiente donde el otro pudiera
tomar conciencia clara de su situación. Un
acontecimiento, por sí insignificante, me puso sobre
la pista.
- 3. Un día pasé por la portería del seminario
donde en
señaba. El portero me pidió que atendiera a una
señora que había venido para hablar con un
sacerdote.
—Discúlpeme, don Máximo —expliqué al anciano
ruso que atendía con una paz medieval dos o tres
llamados tele- iónicos simultáneos— no puedo
complacerle; tengo que ir a dar clase.
—Nadie tiene tiempo para atenderla —repuso sin

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ocul- i. 1 1 su displicencia— ya pedí a cuantos


sacerdotes hay en < asa y lodos se disculparon.
Bueno, don Máximo —dije mirando mi reloj y
ha- . iciulo cálculos—, tengo veinte minutos. Voy a
dedicarle este rato.
I a acompañé a una sala y nos sentamos.
Efectivamen- u | >; 1 1 1 -> i.i agitada. Le expliqué que
disponía de unos veinte
..... poique, luego, los seminaristas me esperaban
en
vlaiie,

II

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—Pudre —empezó a hablar mientras traslucía su


angus- tia e irritación— vine para pedir su opinión.
Quiero saber lo que usted piensa sobre mi
situación.
Me llamó la atención: deseaba saber mi opinión
y no la opinión de un sacerdote y no me había
conocido antes. Hice un ademán indicándole que la
escuchaba y ella comenzó a explayarse. Se trataba
de un conflicto con su marido. Querían construir una
pared y no se ponían de acuerdo. La pared ha sido
por supuesto, el motivo desencadenante de una
tensión que venía gestándose desde mucho antes.
La situación, no obstante, parecía solo
medianamente grave. Los desacuerdos,
momentáneamente irreductibles, no hacían la
reconciliación imposible. En cinco minutos veía
bastante claro el problema y veía los pasos
concretos que había que dar para superar el
conflicto. Sin embargo, seguí escuchándola.
Después de quince minutos hice un intento de
manifestar la opinión que ella me había solicitado:
—Mire, señora. . .
Pero ella me interrumpió y siguió hablando. La
'escuché tres o cuatro minutos más, miré el reloj y,
con una voz más decidida, reiteré:
—Mire, señora. . .
—No, Padre —repuso interrumpiéndome de
nuevo—. Usted no me comprende.
Su respuesta me molestó, porque todavía no
había podido explicarle mi opinión y ella ya me
reprochaba que no la comprendía. A pesar de
sentirme contrariado, me dije que así no podía
dejarla y renuncié a dar la clase, cosa que no me
gustaba hacer y, menos aún, sin previo aviso. Como
ella no dejó manifestar mi opinión y había dicho que
yo no la comprendía, tomé la resolución de callarme
y escucharla hasta que me repitiera humildemente
que quería oír mi opinión. Siguió hablando y yo me
quedé mudo sin decir ni una sola palabra. Eso sí, la

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escuchaba con atención pero i OH ! n ría resistencia


interior. Habló tres cuartos de hora IIUÍN.

II

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—Padre —dijo levantándose después de este


lapso—, le quedo enormemente agradecida, porque
usted solucionó mi problema.
Quedé desconcertado. Yo no había dicho nada. La
acompañé hasta la puerta y nos despedimos. Ella se
fue y nunca más la vi. Me di vuelta y subí la escalera
tratando de explicarme lo que había pasado. Ella
había dicho que quedaba enormemente agradecida.
Recuerdo con claridad, que esa fue su expresión. Eso,
por una parte, enfrió algo mi molestia por su reproche
y, por otra, me dejó con una espina. Esta mujer, me
dije, había venido para saber mi opinión y se fue sin
saberla. Sin embargo, me dijo que yo le había
solucionado su problema. ¿Hizo una catarsis, como
dicen los psicólogos? No, porque me hubiera dicho
que se sentía aliviada. Ella vino para saber algo, y al
final lo supo. Además, afirmaba que yo se lo había
hecho saber. Pero yo no había abierto la boca y, de
eso, estaba muy seguro, porque —tengo que
confesarlo— prácticamente, me empaqué cuando me
reprochó incomprensión.
¿Qué había pasado? Este día, había aprendido una
de las lecciones más importantes de mi vida. Aquella
mujer me puso sobre una pista que causó una
revolución en mi trato con la gente y en mi capacidad
de dialogar. Mas aún, me condujo a una respeto
mucho más profundo de la autonomía del otro y hasta
a una nueva pedagogía para despertar esta
autonomía. En una palabra, me enseñó a
comunicarme de una manera más honda.
Esta señora había venido en un estado de
confusión agitada. No se entendía a sí misma y no
sabía cómo solucionar su conflicto. Con toda
seguridad, habrá pensado y repensado miles de veces
su situación sin sacar nada en claro. Más se ocupaba
de ella, más se complicaba. Cuando pudo expresarse
en mi presencia, empezaron a ordenarse sus
pensamientos. Cuando llegó a decir todo, ya sentía
una claridad y no necesitó más consejos. Ella misma

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descubrió el remedio.
Yo ya llevaba unos ocho años de dirección
espiritual. Siempre había escuchado a los que venían
a pedirme consejos. Nunca había hablado sin escuchar
por lo menos una hora. Pero aquí descubrí algo
fundamentalmente nuevo. No se trataba de escuchar
para comprender y poder dar una orientación sino de
acompañar a alguien en su toma de conciencia,
confiando en que si llega a expresarse enteramente,
alcanza a tomar conciencia de lo que le pesa y, si
tiene claridad acerca de sí misma, puede solucionar
sus problemas. Es una manera muy distinta de ayudar
que el modo de dar consejos de los antiguos
consejeros y directores espirituales. Se trata sólo de
crear el ambiente de confianza donde el otro pueda
manifestarse sin tener que limitar su expresión por el
temor a las consecuencias. Esta manera de proceder
aumenta la autonomía del otro, y una persona más
autónoma está en mejores condiciones para dialogar,
para servir y para amar.
En la actitud anterior escuchaba, pero lo
importantes- era la solución que yo podía dar. Ahora
la importancia pasó a la otra persona y a su
capacidad de clarificarse-y de solucionar sus
problemas. Significaba poner a la otra persona más
en el centro. Era una nueva conversión hacia el
prójimo. ¡Qué actitud más cristiana! -=
Me acordé poco después, de haber escuchado
algo acerca de esta actitud. En un tiempo se había
hablado de un libro de un jesuíta belga: André
Goldin'. Busqué el libro y lo leí. El libro me remitió a
la enseñanza de Carlos Rogers. Tenía dos tomos de
sus libros que un notable director espiritual de
Holanda me había recomendado personalmente
después de una larga y muy provechosa entrevista.
En el momento no le había dado importancia y el
polvo los cubría en mi biblioteca. Es el libro que cité
en la introducción.
Empecé a estudiarlo. Pronto descubrí que no

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sabía ni comprender ni acompañar. En el caso de la


señora, por supuesto, estuve con una resistencia
interior y eso no es la ma- nera en que se puede
ayudar. En otras oportunidades escuchaba, pero me
concentraba en hallar la solución. Leyen- 1 La relation
humainc darts le dialogue pastoral. Desclee de Brower, 1963.
do este libro, me di cuenta que debía someterme a un
aprendizaje y lograr cambiar actitudes profundas. Me
puse a la obra y durante un año entero conversé con
numerosas personas semanalmente limitándome a
acompañarlas.
Luego de practicarlo mucho y asimilar la actitud
hasta el punto que me salía espontáneamente,
descubrí que este modo de proceder es parte
constitutiva del diálogo en general. Es decir, entre los
diferentes momentos del diálogo hay uno que es
escuchar. Después hay otros momentos: expresarse,
dar testimonio, intercambiar, ponerse de acuerdo,
decidirse juntos, etcétera. Pero hay un momento,
insustituible, elemental, y que constituye los
cimientos de todo diálogo profundo: el acoger y el
acompañar.
Sin este escuchar no se logra el diálogo. ¡Y hoy en
día cuántos diálogos fracasan! Sin una actitud de
diálogo no se puede trasmitir la fe. Una vez, en un
grupo de catequistas de adultos, enseñé el escuchar
en esta forma. Cuando se dieron cuenta de qué se
trataba, un hombre que tiene una larga experiencia
apostólica exclamó:
—Padre, eso es extraordinario, aquí se trata de
escuchar a otro nivel; a nivel más profundo. Nosotros
—añadió con entusiasmo— escuchamos a un nivel
superficial, pero ahora caigo en la cuenta de que eso
es escuchar con tal profundidad que uno llegue a
comprender, no la frase, no la idea, sino el mensaje
que el otro le envía.
Me parece, a mí también, tan importante que
quiero dedicar los dos capítulos siguientes a
explicarlo y a enseñarlo. Primero, quiero darle una
mínima fundamentación teórica. Luego, en el capítulo

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tercero, pasaremos a la práctica.

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Apoyar el
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I H pii i• 1 1 1 1 1 .i < 1 1 u- nos ocupa es: ¿Cómo el


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el otro que está n su linlní*

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I l'l Ilumine puede comprenderse a sí mismo y


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l m i d m c . i i l . i l m . n l . I m r l l n I I pecado, SCgÚn l a liliili.i
u n o di 11Mi< lln ili IilliIailo s u capacidad de orien-
>■- i I m il imi m,i l u c í le qiii' el bien. F,n lo más
| |m,.l.. ,1. I I......Im .ii iiipii lia <|iiedado la imagen de
• ......................I . la al\ .................... la irlilin a l.s l ici to que t¡C-
• • > 11 ■ n ■
l a H . 11 \ , u 11 > i i p i al i il la sucedida
a n t e r i o r-
. . .....» • Ida, i l'i ni, |ir.i.m í e n l e , la gracia le
• i • i < 1 • I • i . l i l i l í1 i i i s i i
i i i i n d o e s l á desorientado, de •■n. .i
.................di i líala,i dado pasos en falso.
1
ia il"t di allí m.u mi es desconocido ni
sorpren-
1
........la l'i MI o, a, una aplicación que puede parecer-
* I * * a Mi'iilllin que el hombre tiene la capacidad 1 1
■ p m l u u n n o s I . l í e n l e , de comprenderse a sí

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mismo y, consiguientemente, la posibilidad de


solucionar sus propios problemas. Esta capacidad es
importante, porque asegura que el ser humano
puede llegar a bastarse a sí mismo, es decir,
alcanzar su autonomía y asumir sus propias
responsabilidades. Es el germen que hará brotar su
amor. Sin ella, o sea, sin una cierta autonomía, el
amor gratuito y personal no es posible.
Por otra parte, es bien conocido que esta
capacidad no se ejerce siempre. Hay gente que, de
hecho, no soluciona sus problemas ni se comprende
a sí misma. Si somos cristianos y creemos que el
hombre tiene una sanidad de fondo, recibida por la
creación y aumentada por la redención, tenemos
que creer también que tiene, por lo menos, una
tendencia a ejercer esta capacidad de comprenderse
y solucionar sus problemas. No creer en ella, es
negar su ca- pacidacTcle amar.
El hombre no está condenado a ser,
perpetuamente, un menor de edad, con la
necesidad de recibir de otros la receta que
solucione sus problemas. Por eso, en vez de darle
soluciones, es mucho más humano y más cristiano,
despertar en el, el funcionamiento de esta
capacidad de comprenderse. La diferencia es
enorme. Interpretar su situación y darle soluciones
hechas, es como, en medio de un jardín, colocar un
florero con rosas. Son lindas, pero no salieron de la
tierra y no tienen raíces en ella. En cambio,
despertar la capacidad de comprenderse es
fertilizar y regar la tierra para que produzca flores.
En el primer caso, solucionamos algo
momentáneamente, pero obstruimos el crecimiento
natural. En el segundo, en cambio, elegimos, tal
vez, un camino más largo y más paciente, pero más
constructivo. En vez de convencer a alguien de que
tiene que creer, es más cristiano despertar en él la
capacidad de dar pasos autónomos y de emprender
su propio camino. La fe no va a tardar en aparecer.

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Se entiende que no queremos descartar ni la gracia


ni el testimonio.
El despertar de esta capacidad está
condicionado a un clima de relaciones humanas
favorables. Necesita una at- '.leía sin amenazas,
donde el yo pueda sentirse a sus anfluís. Hallándose
sin amenazas, comienza a comprenderse, ordena
sus ideas y descubre, con toda naturalidad, lo que
le conviene hacer.
Es preciso notar que esta tendencia a
comprenderse y • i .iI>i r lo que tiene que hacer está
orientada a alcanzar lo que el mismo percibe como
su enriquecimiento y no, necesariamente, a los que
objetivamente o desde el punto de vista de otros, es la
solución debida. Por eso, tenemos que analizar
cómo el hombre se ve a sí mismo de una manera
correcta y realista. Esta percepción de sí mismo la
r
llamamos la imagen del yo.
2.Esta imagen que uno tiene de sí mismo, juega
un papel importante en su comportamiento. El
hombre actúa ■aempre para protegerse, elevarse y
engrandecerse a sí mis- ino. Se opone a todo lo que
disminuya, desvalorice o contradiga a su yo. Si
tiene una imagen realista de sí mismo, M I
comportamiento va a ser adecuado. En el caso
contrario, se propondrá objetivos inadecuados.
Supongamos que un obrero de rendimiento
mediano se da cuenta de que su trabajo es
aceptable, sin ser excepcional. Es, además,
supongámoslo, muy buen esposo, excelente padre y
tiene conciencia de ello. Todo su comportamiento se
regirá por esta autocomprensión de su situación. No
se desilusionará si no le brindan premios y
alabanzas, pero se sentirá seguro en su trabajo y
tendrá la satisfacción de ganar su vida
decentemente. Por otra parte, la vida del hogar le
causará satisfacción y felicidad. Esta situación suya
le d.ua seguridad interior. Tiene una imagen realista

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de sí mismo y por eso su comportamiento es


adaptado a las circunstancias.
l odo comportamiento humano se rige por la
realización del yo Eso no es egoísmo. O, si lo es, es
su forma correcta ■ indispensable, que no se opone
al altruismo. Nadie puede pretendei la felicidad del
otro en desmedro de su propia verd id, ia y suprema
felicidad. El altruismo solo es posible
i.....i, n .ion del yo y no por su destrucción. El
obrero men-
. . . .ido quiere (pie su esposa sea feliz, porque quiere
que

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sean felices los dos juntos. El altruista busca la


realización del nosotros. Es la extensión de los límites del
yo. De esta manera, tiende hacia la felicidad de todo su
hogar donde sus hijos están, también, incluidos en el
nosotros. Se preocupa por la felicidad de sus amigos, de
su club, de su fábrica, de su partido político y,
finalmente de su patria, conforme a su capacidad de
incluir más y más gente en la comunidad de su ego.
Cuando se habla de sacrificar algunos de los intereses
del ego, este sacrificio está, sin excepción,
recompensado de una manera superior. Si el obrero
hace horas extras en su trabajo, sacrificando su
descanso merecido, para lograr con su renuncia el
estudio de sus hijos, el agradecimiento, el aprecio y el
cariño de los suyos, lo gratifican abundan- i» temente.
El sacrificio es siempre una renuncia a algo de lo cual
el mismo ego se beneficia en un nivel superior. Es como
el sacrificio de Jesús. Renunció a su vichf para
hacernos vivir a nosotros, pero El mismo, dándonos
vida, vive con nosotros de una manera superior a su
existencia terrena. El Evangelio nos enseña que hay
que perder la vida, pero añade: para ganarla.
Cada uno lleva en sí, por lo tanto, una tendencia que u\
lo va capacitando a autodeterminarse y, por medio de
ello, a dirigir su comportamiento que lo conduce a la
felicidad. El éxito de esta tendencia depende de la
imagen realista del

•yy

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_____fines proporcionados a su capacidad," elegírá


^ompor-
tamientos adecuados y experimentará gratificaciones
correspondientes. Se sentirá, en consecuencia, más
ubicado, más realizado y más feliz.
El que no tenga, por lo contrario, una imagen correcta
de sí mismo, propondrá fines solamente adaptados a la
imagen que él tiene de sí, pero inadecuados con respecto
a sus circunstancias reales. En el caso de nuestro obrero
mencionado arriba, si sobreestima su rendimiento, la poca
remuneración le causará continuos disgustos. Buscará otro
trabajo donde pagan más pero exigen más. No pudiendo
respondí i a las exigencias, se sentirá frustrado y
desvalorizado Su desconlento creará distanciamientos,
porque a nadie le i'ir.l.i vivir con rente continuamente
malhumorada. Si su

Quien tenga una imagen correcta de sí mismo, propon-

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Imagen, en cambio, peca por no estimar


suficientemente sus I,lientos, el malestar se producirá,
aunque de otra manera. Supongamos que subestima su
rendimiento. No se atreverá . 1 aceptar empleos
adecuados, no desarrollará sus potencialidades
electivas y quedará, por consiguiente, insatisfecho. Si,
en vez de una capacidad real, estima tener otra, pero
que, de hecho, no la tiene, sus decisiones tomadas con
este error no tardarán en producir frustraciones.
La imagen que uno tiene de sí mismo determina su
comportamiento y así, indirectamente, su felicidad. Si
la imagen que uno tiene de sí mismo es realista, el
comportamiento será ubicado y alcanzará la
realización. Si la imagen del yo está deformada, el
comportamiento será inadaptado y la sensación de la
frustración es inevitable.
3.El hombre^ trata de realizarse. Tiene experiencias
positivas que van aumentando la confianza en sí
mismo, van valorizándolo y, de esta manera, tiene una
imagen cada vez más positiva de su yo. -
Vive, al mismo tiempo, experiencias negativas que le
indican sus límites. Le duelen, porque se oponen a su
tendencia de realizarse y frustran su deseo de ver
acrecentado su yo. Este deseo es poderoso porque
constituye su dinamismo global. No obstante el dolor,
las registra y va haciendo la imagen de su yo más
realista. Un muchacho quiere correr en carreras de
automóviles, pero sus reacciones son muy lentas. Es su
limitación. Va adaptando la imagen de sí mismo a la
experiencia real: de a poco, y no sin luchas in- Ici ñas,
renuncia a su deseo de ser un Fangio.
Puede darse que una experiencia negativa y
dolorosa en sí, se agrave poruña amenaza exterior.
Supongamos alguien a quien sus seres queridos lo
condenen y por lo tanto esté
• ii peligro de perder su cariño y su aprecio. En este
caso,
■ in darse cuenta, tiende a negar los aspectos negativos

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de
• II experiencia. Les resta importancia y trata de
olvidarlos.
I I inconsciente le fortalece este deseo y cierra sus ojos
ante 1 aspectos negativos de su experiencia. De eso resulta
al- . . grave: la imagen del yo empieza a deformarse.
Tomemos un ejemplo. Un niño tiene celos porque
le nació un hermanito. Dice que el hermanito es malo y
que hay que echarlo o que hay que matarlo. El hecho
de que pueda expresarlo es muy sano porque
representa su experiencia correctamente ubicada en
su conciencia. Se da cuenta de lo que siente. Los
padres dejan expresar su sentimiento y limitan
únicamente su acción exterior, cuando amenaza causar
daño al hermanito. En poco tiempo, acepta la
existencia de su hermanito y desaparecen los celos. La
imagen que tiene de sí mismo se adaptó a la realidad
porque se acepta, no ya como hijo único, sino como
uno de los dos hermanos.
Si, en cambio, los padres le dicen que es malo por
sentir celos y por no aceptar al hermanito o añaden
que, por eso mismo, no lo quieren más, entonces, el
chico se siente amenazado. El peligro de perder el
cariño de sus padres, es para él una amenaza poderosa
que lo angustia porque no puede subsistir sin el afecto
de ellos. Tratará de alejar la amenaza. Ante todo, no
expresará más sus celos. Pero como la amenaza,
además de dirigirse contra la expresión de los celos,
apuntó a los mismos sentimientos de celo. El niño se
sentirá malo por tener tales efectos. Estos
sentimientos lo desvalorizan ante sí mismo: empeora la
imagen de su yo. Intentará eliminar estos
sentimientos. Tratará de no sentirlos y, de a poco, se
convencerá de que no los siente. Los celos pasan a ser
menos conscientes. Retroceden al subconsciente y
comenzarán a actuar indirectamente. Agredirá a su
hermano, pero ya no sabrá por qué. Tiene una imagen
falsa de sí y, por tanto, no entiende lo que le pasa. El
juicio condenatorio de quienes depende causó una
deformación de la imagen que tiene de sí mismo.

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Muchos cristianos que, en medio de conflictos,


experimenten sentimientos contrarios al Evangelio,
pueden vivir algo similar. El Evangelio les dice que no
hay que odiar, pero, de hecho lo experimentan. El ideal
del Evangelio puede actuar como un juicio amenazador
de Dios y, entonces, comienzan a decirse que no odian
al prójimo. No admiten c o n sencillez su experiencia
real y, por lo tanto, la imagen que tienen de sí mismos
ya no coincide con su realidad. Hay • di'o negado, algo
que no llega a su conciencia, pero que si-

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guc existiendo y reproduciendo agresiones. Se


extrañan de tenerlos. ¿Cómo puede ser —piensan—
que uno agrede a su prójimo cuando lo quiere por
Dios? En realidad, tendrían que decir que tienen un
sentimiento de odio contra su hermano, aunque, al
mismo tiempo, mantengan un deseo de superar el
odio por causa de Dios. El odio y el deseo de^no
odiarlo son experiencias simultáneas. Su error
consiste en descartar una parte de su experiencia,
la parte precisamente que los angustia por el
peligro de perder el amor que Dios les tiene. Es
decir, la parte que se opone a la imagen que desean
tener de sí mismos ante Dios.
Estamos frente a un hecho. La no conformidad con
reglas morales, sociales o el peligro de perder el afecto
y el aprecio de seres queridos, puede vivirse'como una
amenaza y, por eso, causa una disminución en la
percepción de la realidad. Es más fácil embellecer la
realidad que aceptar^, una desprotección del yo.
Nos conviene hacer dos consideraciones con
respecto a lo que acabamos de analizar. En primer
lugar, la conciencia , y la expresión verbal son cosas
distintas que la realización tísica. La expresión verbal
efectúa un movimiento sano: la formación de la
conciencia y la aceptación de la realidad. Más aún,
cuando uno admite que tiene un defecto o una
limitación, el defecto comienza a ser menos
molesto porque desaparece el sufrimiento de la
intolerancia con la cual uno se atormenta a sí
mismo. Si se trata de sentimientos desviados,
empiezan a desaparecer como en el caso de los
celos mencionados. La expresión física, en cambio,
en conflictos entre personas, fomenta la tensión. Se
atribuye a ciertos psicólogos la opinión de que la
curación de problemas sexuales consiste en una
vida sexual muy libre. Cuando hablo de la libertad
de conciencia y de expresión, no me refiero a la
libertad de expresión física, que por supuesto, no

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siempre es un método curativo.


Para la segunda consideración tenemos que
ponernos e n e l lugar de un interlocutor. La persona
que escucha una . \|ii. i<ni negativa, puede aprobar
el hecho externo, y pue- di rnuj contrariamente,
aceptar la vivencia interna que se

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expresa. No hay nada inmoral en aceptar que el chico


ten- ga sentimientos de celos. No hay nada malo en no
erigirse en juez de este sentimiento y decir simplemente
que uno comprende su mensaje: “Me decís que tenés
deseos de malario”. Y nada más. Muy diferente sería
aprobar el hecho externo, es decir, admitir que hay que
matar al hermano. Puedo responder a un ateo que
comprendo y acepto que él haya llegado al ateísmo. Otra
cosa sería aprobar el hecho externo del ateísmo o de
condenarlo. Pero con esta consideración ya anticipamos
el mensaje de los párrafos siguientes.
Y Lo que aquí nos queda claro —espero— es el proceso de
la deformación de la imagen que uno tiene de sí mismo.
El hombre quiere realizarse. Tiende a ver a su yo ya en
forma ideal, así como quisiera ser. Al niño le gusta
pensar que es más alto que su amigo. El cristiano tiende
a sentirse más santo de lo que efectivamente es porque
tiende al enriquecimiento de la imagen que tiene de sí
mismo. Por eso, le cuesta admitir sus defectos. A estas
circunstancias interiores, hay que añadir la enorme
fuerza social. Qué piensan de él los que lo quieren y
aquellos de quienes depende su destino: padres,
compañeros, sacerdotes, catequistas, etc. El juicio de
ellos suele ser una presión moral fuerte que con toda
facilidad se transforma en amenaza cuando, directa e
indirectamente, tiende a disminuir, empobrecer la
imagen que tiene de sí mismo. La amenaza actúa como
un factor de control que dificulta que los aspectos
condenados puedan ser reconocidos y expresados. Eso
repercute como una deformación de la imagen que tiene
de sí mismo y sentirá confusión e inseguridad porque
comprobará desajustes entre lo que imagina ser y lo que
realmente es.

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¿Cómo ayudar a la autonomía? 2


expresar que es receptivo o quiere decir lo que
espera, por qué vino, qué intenciones tiene.
Muchas veces, estará en unu actitud de búsqueda,
querrá clarificar algo que lo toca <lc cerca,
entonces, deseará expresar lo que no entiende y
t e n d r á ganas de contar sus experiencias religiosas
para ex- plicílar y justificar su deseo. Otros harán
cierta crítica a la religión y, en este caso, será
necesario que la expresen. El cristiano puede
encontrarse simplemente en una fiesta o en nn
grupo de amigos donde alguien, de repente,
empieza a hablar contra la religión y, entonces, si
realmente es cristiano, tendrá el deseo de dialogar
con él.
Enumero estas posibilidades porque en todas
ellas hay que adoptar una actitud realmente
pastoral, es decir, una actitud de sumo respeto que
posibilita la comunicación con el otro.
No se trata de una técnica sino de una actitud
de respeto y de confianza en el otro. Confianza en
que el otro puede reorganizar y clarificar su
experiencia, en que es capaz de representarla mejor
si se crea un ambiente de comprensión.
Estará en mejor disposición para dialogar. Podrá
aprender mejor si no existe la menor sombra de una
amenaza. La amenaza, aquí, es un juicio, sea un juicio
crítico o sea un 1 ^ juicio positivo porque de cualquier
manera pone pautas que \^->/> <, obligan. Con este
juicio está medido, encasillado. No puede sentirse libre y
autónomo. Es necesario ün ambiente donde pueda ser
autónomo. Hay que asegurarle una atmósfera de
comprensión donde, rápidamente, pueda empezar a
admitir a su conciencia elementos hasta entonces

2Determinemos, entonces, la actitud del cristiano que


se encuentra frente a su hermano en una situación
apostóla . 1 listo es, cuando quiere transmitirle su fe. El
otro, normalmente, quiere manifestar algo, aunque no
sea más que

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prohibidos,
-7 descontando pocas excepciones, siempre
((iie,
tenemos. Su autonomía es condición para que pueda
reorganizar su experiencia, pueda tomar conciencia
de los elementos que”Io tienen alejado de la fe,
pero son condición también para poder asimilar
algo nuevo y escuchar sin prejuicios.
Pero más que todo, este ejercicio de su
autonomía, sin el menor signo de amenaza, es la
condición para que el interlocutor pueda
sumergirse en sí mismo, hasta su zona religiosa,
hasta su interioridad donde comunica con Dios.

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■ri cLe_
7o
El precio de este ambiente de comprensión es
renunciar a todo tipo de intervencionalismo: no juzgar,
no interpretar, no investigar, no aconsejar. Más aún: dar
al otro libertad de hablar o no hablar, cambiar el tema o
seguir con lo mismo. Y si cambia el tema, pueda hacerlo
sin justificar por qué lo hizo. Todo debe estar dirigido a
favorecer su autonomía.
La autonomía no se puede enseñar. Todas las demás
actitudes pueden ser enseñadas; la autonomía no. Se
aprende cuando uno está en un ambiente donde puede
dar pasos autónomos.
Hay que comprender que, en este momento del
diálogo, no es uno el agente principal. Uno crea
condiciones para que el otro jmeda_ dar pasos
autónomosT^Uno—crea eTUrrrñ mente de"seguridad
donde el otro, fuera de todo peligro de amenaza, pueda
empezar a ser actor de su propia clarificación, de su propia
búsqueda o, en todo caso, parte autónoma de un
diálogo entre dos personas libres. Eso es activar las
fuerzas internas del otro, indispensable para entrar,
luego, en un ambiente religioso.
Quiero subrayar que el dar esta seguridad no es.
todavía un diálogo completo. Es sólo un componente de
él, pero el componente más descuidado y que más hace
fracasar los diálogos religiosos.
2. La inseguridad es el resultado de la amenaza
con- > tra la imagen del yo. Recordemos que el deseo de
felicidad quiere elevar continuamente esta imagen y a
duras penas puede tolerar una disminución de ella. Todo
juicio que lo disminuya crea un sentimiento de amenaza.
Cuando la amenaza se hace continua y sistemática,
provoca un repliegue muy grande del campo de
percepción. Por ¿SO, la inseguridad anda siempre
dominada por la angustia tic- no poder darse cuenta de
la situación. La inseguridad no permite percibir los
elementos__negativos de la experien- ■ I.I para que la
imagen positiva del yo no sufra más daño.

I I ,i inseguridad crea defensas contra conocimientos


amenazantes.

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-7La ayuda
insegura,
que se puede prestar a una persona
es darle seguridad. En vez de un clima de
excesiva amenaza, crear una seguridad sólida. Si el
otro siente su yo libre de la amenaza más mínima,
empieza a bajar las defensas y advierte elementos
de su situación que antes no tenían acceso a su
conciencia. Empieza a verse a sí mismo con más
realismo. La seguridad le permite vencer la
vergüenza an- te sí mismo y ante otro. Esta
seguridad le permite reorganizar su conciencia, sus
actividades y las soluciones que debe dar a sus
problemas.

Ó<Lo'
Veamos cómo se puede transmitir esta seguridad.
El primer modo es “asegurar”. Consiste en disminuir la
importancia del problema, alentar y animar. Decir
que el problema no es tan grave; que todo el
mundo vive situaciones parecidas; que no tiene que
agrandar el problema; que es normal que tenga tal
preocupación o, según el caso, afirmar que el
problema sólo existe en su imaginación. Damos el
mismo tipo de seguridad cuando alabamos y
cuando aprobamos. -
Todas estas maneras de dar seguridad tienen graves
inconvenientes. Actúan como la anestesia. Los
motivos que dan para disminuir la inseguridad son
exteriores: comparación con otros, datos
estadísticos, sugestión, etc. Más aún, su defecto
propiamente dicho es crear un lazo de dependencia
con quien le da la seguridad y es muy grave porque
socava la base de la verdadera seguridad, que
consiste en sentirse capaz de solucionar sus
propios problemas. Afirma que algo no es grave,
cuando el otro durante mucho tiempo lo ha
considerado grave. Le hace sentirse incapaz de
formar un juicio correcto de su situación y, por lo tanto7
le da mucha inseguridad, aunque momentánea- mente
pueda sentir una cierta seguridad apoyada en el
juicio de quien así lo asegura. Supongamos que
alguien nos dice que no se atreve a ir a recibir la

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santa comunión porque se siente indigno.


Asegurarle en la forma mencionada sería, por
ejemplo, contestarle que vaya a recibirla con paz
poi que nadie podría comulgar si fuera por
indignidad: todos tendríamos que abstenernos de
ella. A lo mejor, irá a > unnligar; pero se le ha dicho
que es inepto para formarse

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un juicio correcto acerca de su relación con Jesús o, por


lo menos, acerca de su propio estado religioso. Eso
debe darle más inseguridad de la que tenía antes. Si va
a comulgar lo hará apoyado en la opinión recibida,
teniendo que luchar constantemente con su creciente
inseguridad interior.
La seguridad que hay que establecer es de otro orden.
Es una apertura a su propia experiencia. La seguridad
se establece cuando no existe miedo de su propia
experiencia. Cuando uno puede tomar conciencia de ella
sin seleccionarla y sin ponerse a la defensiva frente ella.
La angustia es un estado de ánimo difuso que penetra
todo. De la misma manera, la seguridad es un estado
generalizado. No se refiere a algo determinado y no se
crea con una acción directa. Dar seguridad verdadera
consiste en comunicar al otro que es capaz de reconocer
sus propios problemas y solucionarlos él mismo. Es
importante sabér que no sé trata de decirlo con
palabras —sería recaer en lo anterior—, sino de
comunicarlo con el trato y como por contagio. Permitirle
que lo experimente.
Dar seguridad implica estimular la
autodeterminación del otro. No mandarle que hable de
lo que él quiere hablar, sino dejar que hable de lo que él
quiera hablar. Por más débil que sea este ejercicio de su
libertad en el diálogo, ya lleva una autodeterminación.
Hacerle entender con los hechos que su ritmo será
respetado. Que tiene derecho a cambiar el ritmo sin
razón aparente, que tiene derecho a interrumpirse, a
quedarse en silencio, a cambiar de tema sin haber
sacado conclusiones previamente. Darle a entender que
uno se pone al ritmo de él. Uno no le llama la atención si
acaso dice algo falto de lógica, incurre en repeticiones y
otras singularidades. Pero, en medio de eso, uno le
reconoce que puede dirigir la conversación.
Eso le dará una pequeña satisfacción. No la satisfac-
< i<MI de ser orientado sino la satisfacción sana que surge
de una acción autónoma, de una elección, de una
decisión,
<l< mi compromiso personal. Por eso, no fomenta la depen
ilen» I.I I sla satisfacción le da algo de seguridad. La segu

id

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rielad, a su vez, le permite el mayor ejercicio de su


autonomía.1 QJL A-e_ Q_ OJCH
*
3. Hay que crear una atmósfera donde el otro pueda
sentirse querido. Pero no de una manera posesiva. Uno
posee cosas. Es dueño desellas; dispone de ellas. Puede
diagnosticar su defecto, cambiarlas a su gusto y usarlas
para realizar sus objetivos. No tienen finalidades
independientes de uno y, por eso, puede subordinarlas,
en todo momento, a sus intereses. Querer a una persona,
en cambio, consiste en aceptarla con sus ideas propias,
con sus sentimientos y su manera de ser. No usarla para
alcanzar objetivos propios. Ni siquiera permitirse
determinar el ideal que debe proponerse ni diagnosticar
sus defectos en función de este ideal. Querer a alguien
significa aceptar que sea distinto de uno; que no sea de
uno; que uno no lo posea. El amor no tiende a la fusión, a
la identidad por absorción. Tampoco pretende por lo
contrario, amoldarse al otro renunciando a su propia
personalidad distinta. Amarse significa reconocer
mutuamente la autonomía, respetar las diferencias y
entrar en comunicación gratuita. Crear un ambiente
cálido consiste en dejar que el otro pueda ser lo que
realmente es. Saint-Exupéry agradeció esta actitud en
una carta a su amigo:
¡Estoy tan cansado de polémicas, de
exclusividades, de fanatismos! En tu casa puedo
entrar sin vestirme con un uniforme, sin someterme a
la recitación de un Corán, sin renunciar a nada de mi
patria interior.
Junto api no tengo ya que disculparme, no tengo
que defenderme, no tengo que probar nada.
Más allá de mis palabras torpes, más allá de los
razonamientos que me pueden engañar, tú
consideras cu mí simplemente al hombre; tú honras
en mí al embajador de creencias, de costumbres, de
amores particulares. Si difiero de ti, lejos de tenerte
en menos, te engrandeces.
)'<>, como todos, experimento la necesidad de
ser reconocido, me siento puro en ti y voy hacia ti.
Tengo

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necesidad de ir allí donde soy puro. Te estoy


agradecido porque me recibes tal como soy. ¿Qué he
de ha cer con un amigo que me juzga?
Amigo mío, tengo necesidad de ti como de una
cumbre donde se puede respirar.
Tengo necesidad de recordarme junto a ti,
sentado a la mesa de una pequeña hostería y
brindando en la paz de una sonrisa semejante al día.
Si todavía combato, combatiré un poco por ti...".

Saint-Exupéry dice que en la casa de su amigo ha


encontrado una atmósfera donde se siente cómodo. Es
como una cumbre que le permite respirar. Se siente libre,
respetado, aceptado. Nojiecesita esconder nada de lo que
siente propio. No necesita ni justificar, ni defender nada. Es
acogido con respeto. Hasta las díferencías son motivos de
enriquecimiento y no de juicios o tensiones.
Esta atmósfera se pierde cuando uno quiere imponer
al otro sus propios intereses y objetivos. Por eso, el
hogar, donde uno se pone cómodo y se afloja, es propicio
para ella. El bar, tomando un café o una cerveza con sus
amigos, también la favorece. Pero si nos ponemos en
actitud de ejecutivo les resulta más costoso mantenerla.
Cuando uno tiene un objetivo apostólico puede caer en la
actitud de ejecutivo: llevar adelante una obra, un colegio,
una asociación, una parroquia, una clase de catequesis o
una fiesta. La preocupación que crean estas
circunstancias hace que le subordinemos las personas,
aunque sea de manera muy sutil.
Ocurre algo parecido cuando queremos que nuestro
interlocutor llegue a creer. El deseo de que el otro llegue
a la fe, o crezca en ella, puede ser vivido como un juicio
que lo encasilla. Se sentirá ante nosotros con la
necesidad de “tener que recitar un Corán”. No se sentirá
libre ni acogido con calidez.
Otra situación parecida puede originarse con la buena
voluntad que se pone en ayudar a alguien. Esta preocupa-
ción de servir a alguien o de sacarlo de un pozo puede
paradójicamente, oscurecer el respeto absoluto a su
autonomía. Ya es una virtud enorme el tener conciencia
de él.
Pero entonces, ¿no se puede hacer apostolado?

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Aquí tocamos el punto cardinal de este libro. El


apostolado noL consiste tanto en “transmitir” o
"convencer” sino en compartir. Es, ante todo, recibir,
acoger, comprender, respetar la autonomía con la
convicción de que el otro es capaz de i ro< ér SI mismo
y, luego, no imponer sino dar testimonio.
I I elemento activo en el apostolado tiene que
trasladarse* de la persuasión al testimonio. Pero con
esto, ya estamos anticipando el tema del capítulo
cuarto. Antes de llegar hasta allí, debemos ocuparnos
más detenidamente con la actitud acogedora.

Las actitudes que permiten


que el otro pueda expresarse y ser autónomo.
A*-9' Vtu-L'U-e.
1. La primera condición para que .el otro pueda
expresarse es no sentirse superior. No se trata de una
superioridad o de un desprecio formales manifestados
expresamente con palabras. Hablamos, más bien, de
actitudes de superioridad que se deslizan en el
comportamiento: atribuirse el derecho de plantear
cualquier tipo de pregunta, de guardar un silencio
observador, de tomar una actitud de discusión. En la
discusión —es interesante notarlo— cada uno afirma
con su actitud una superioridad por lo menos de
conocimientos. La superioridad más sentida por el otro
es la de quien se adjudica el derecho de emitir un juicio
valorativo, moral, religioso o práctico acerca de los
comportamientos, opiniones o actitudes del otro.
\¡ Lo SJL ÍWCOUDL9r í—9" HjL 9-t-CT
2. La segunda condición que posibilita la
expresión del interlocutor es tener algún grado de
capacidad para imaginarse en el mundo subjetivo del
otro. Capacidad para participar en su experiencia y ver
el mundo como él lo vi- Tiene que ser tan manifiesta y
tan consciente que lle-
filie ;i formularse con palabras. En vez de fijarse en el
contenido objetivo de lo que dice, debe captar su
significación personal. Alguien dice, verbigracia, que el
día es muy caluroso. El contenido objetivo de las palabras
se refiere a los grados objetivos que muestra el

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termómetro, mientras que la significación personal indica


la incomodidad que sufre por el calor. Es una diferencia
notable. La capacidad de captar al otro, supone la
posibilidad de concentrarse en algo distinto del
termómetro y en algo distinto del calor y del frío que uno
mismo pueda sentir.
La condición para esta captación "ál tero-céntrica” es
poder olvidarse, un instante, dé sus propias valoraciones,
sentimientos, necesidades y dejar de aplicar los criterios
realistas, objetivos y razonables que inspiran a uno fuera
de este momento de captación.
Esta capacidad de captación depende de necesidades,
intereses y convicciones profundamente enraizadas en la
personalidad de uno. Puede evolucionar, pero su
adquisición exige una modificación profunda en la
personalidad. No puede ser adoptada a sü antojo con una
sencilla decisión voluntaria. Uno puede mostrarse más
tolerante de lo que es. Puede mostrarse más
comprensivo, más generoso, pero no puede mostrarse
con más capacidad de captación de lo que tiene, de la
misma manera, que no puede mostrarse más inteligente
de lo que es.
Para desarrollarla, hay que reorganizar la propia
escala de valores, sus necesidades e intereses. Aprender
a poner al otro en el centro de su interés y no mirarlo
desde uno mismo. No se trata sólo de apreciarlo más, si
uno sigue mirándolo desde uno mismo.
Prácticamente, toda situación social nos da la
oportunidad de ver quiénes y hasta qué grado tienen esta
capacidad de percibir al otro. De hecho, esta capacidad
coincide con la sensibilidad social. Los que no se dan
cuenta de que ciertas palabras causan pena o placer, no
la tienen. Los que no captan las necesidades del otro, la
tendencia o la natura- liv.a de sus intereses, no la poseen,
y son incapaces de escuchar al otro a un nivel profundo.
I .ii cambio, los que perciben la armonía o la
desarmo- niti 1 1 1 u- se produce en un encuentro de
personas, gozan de ( la sensibilidad. Hay gente que
percibe el antagonismo que se esconde detrás de
desacuerdos aparentemente fortuitos. Hay maestras que
advierten que un niño se siente desgraciado en medio de
su clase. Otros notan los matices que existen en la relación
entre padres e hijos o entre los esposos. Todos ellos

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poseen una capacidad de percibir la signil ¡ración


personal de las palabras. Hecho indispensable para
comprender o para favorecer la autonomía del otro.
Personas, por lo contrario, muy autoritarias, pegadas
. 1 lo que ellas ven necesario, no pueden adoptar esta
actitud. De la misma manera, la sensibilidad social
costará ulucho a las personas doctrinalmente intolerantes
o mo- lali/.antes porque miran al otro a través de los
anteojos de sus propios esquemas autoritarios,
doctrinales o morales.
El cristiano desea naturalmente que todos descubran
. 1 Jesucristo. Este deseo puede estorbar su capacidad de
percibir la significación personal de las expresiones
divergen les o contrarias a dicho deseo. /
Quiero notar de paso, que esta sensibilidad sociaí^es
necesaria tanto en el trato con una persona como en
grupos o situaciones más universales como las eclesiales
y las políticas. A nivel político, se debe captar la
significación de un hecho, no exclusivamente desde la
teoría o desde la propia praxis, ni solo desde los intereses
del partido o de una tracción o de una clase ni, menos
aún, desde la posibilidad de la promoción personal,
sino desde la comuni- dad II .u ional entera. Es preciso
captar la significación que
■ I hecho tiene para la nación misma en su
totalidad.
i (i) rapacidad de captación no coincide necesaria- i«i*
nie i MU la simpatía. La simpatía se refiere más exclusi-
■ mu me a los aspectos emotivos, mientras la
capacidad
i > tplucí ai incluye componentes cognoscitivos. En las I"
pioducc una resonancia con la experiencia ajena, l* IM .II l.i
simpatía, esta resonancia se establece porque
..........penciu tas parecidas a las propias o por
sentir afi-
ii id ades. En la captación "áltero-céntrica”, en cambio,
se percibe la experiencia del otro, no tanto con referencia
a algo propio, sino desde el punto de vista del interesado.
Uno participa lo más posible en la experiencia del otro,
quedándose, sin embargo, emocionalmente
independiente. t £, jJ\^. oO -
3.La tercera condición es ser auténtico. Auténtico
significa más que sincero. El hombre sincero dice tonque

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piensa; el auténtico, en cambio, lo que efectivamente


sieii- te. Si Juan tiene una resistencia interna para ir a ver
a su amigo Pedro —pero sin tener conciencia de ella— y le
dice a Pedro que iría con mucho gusto, es sincero pero no
auténtico. Es sincero porque dice lo que piensa, pero no
es auténtico porque lo que dice no corresponde a sus
sentimientos reales. No puede ser auténtico hasta que no
tenga conciencia de lo que pasa. La sinceridad indica la
identidad entre la expresión verbal y el pensamiento,
mientras que la autenticidad indica la que hay entre la
expresión verbal y la realidad vivida existencialmente.
Por eso, el hombre auténtico no actúa con su
interlocutor como si tuviera una actitud cálida. No
procede como si no juzgara al otro, como si lo aceptara de
veras o como si quisiera que el otro tomara la iniciativa.
La exigencia de autenticidad implica que estas actitudes
sean efectivamente vividas y no sólo pensadas. El
interlocutor percibirá instintivamente la falta de
autenticidad y, por tanto, no se encontraría en seguridad
ni hallaría la atmósfera cálida.
¿Puede una persona autoritaria adoptar la actitud de
atención profunda que supone una relación de igual a
igual? El ejercicio práctico de la actitud que acabamos de
describir no es fácil. Supone una actitud de dar y recibir
de igual a igual. Una persona autoritaria, si no es tan
rígida como para cerrarse a su propia experiencia, puede
descubrir el valor humano y cristiano de esta actitud y,
desde allí, tratar de aprenderla. Es cierto que no la
adquirirá sin esfuerzo porque le exigirá una
reorganización de su escala de valores. De todos modos,
debemos pensar que es posible. El conocimiento
intelectual de la actitud para tratar al otro de igual a
igual no es poseerla. Desearla es el comienzo

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«1*1 ii|iicndizaje pero no es todavía su posesión.


Sólo se ad- «Itllt'i »• ion una práctica seria como lo
iremos exponiendo tu el capítulo siguiente. El
cristiano que quiere transmitir •ni le y, por tanto,
está convencido de que dispone de un iv.nro que el
otro no posee, o no en el mismo grado, se puede
topar con ciertas resistencias interiores al querer
adoptar una actitud para dialogar de igual a igual.
4. Por último, para—oue-un interlocutor se exprese.
11 • i\ (pie disponer de madurez emocionad)Se trata,
sobre to- do, de dos elementos. Primero, que uno pueda
participar en la empresa del otro sin querer manejarla
según su gusto y sus ideas. Es comprensible que unp
quiera transmitir NU experiencia al otro. Aquí, sin
embargo, en el proceso de oL expresión, cuando se
trata de apoyar la autonomía, se necesita, de parte de
uno, la actitud de renunciar a ser guía, juez o modelo
de la transformación. Significa ayudar "sin agarrar la
manija”.
Supongamos que Andrés busca elegir su
carrera. Su padre es un médico, enamorado de su
profesión y sirviendo a los enfermos con
generosidad. Su trabajo le da gran satisfacción y
quiere que su hijo sea igualmente feliz. Por eso
mismo, desea profundamente que su hijo sea
médico. Andrés es de buen carácter y, sin saber del
todo lo que quiere ser, se inclina hacia la medicina.
Estima a su padre y le tiene tal confianza que
intenta clarificar su vocación con él. Tiene ganas,
también, de ser abogado o ingeniero. Supongamos
que la ingeniería lo llevaría a una ma- yot
realización personal. No mucho, pero llegaría a ser
algo más feliz, más realizado. Conversa con su
padre. Si su p.nlie es efectivamente maduro y
puede asumir el proceso de Andrés, sin querer ser,
ni inconscientemente guía, nor- m,i o modelo para
su hijo, entonces. Andrés llegará a to- uuu conciencia
de esta diferencia entre sus tendencias pro-
funduN \ será ingeniero. Si, en cambio, el padre no
asume . I pi oí eso de Andrés, éste no notará la leve
disparidad en- 11 • .mili.r. inclinaciones y terminará
por abrazar la carre- I.I di medicina. CI padre, en
este caso, no buscó desintere- iiiliimcnle el bien de 47
su hijo. No se limitó a acompañarlo

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para que él elaborara desde sí mismo, lo que


tiene que ser. No se puso a disposición de la
autonomía de su hijo. Esto sucede cada vez
que alguien ayuda para clarificar un asunto
no puramente con objetividad, sino que está
subjetivamente comprometido. Se precisa
equilibrio emocional para no sugerir, aunque
sea con delicadeza, algo a lo cual uno está
A emocionalmente ligado.
El segundo aspecto que interviene de la
madurez es poder mantener relaciones
cálidas sin que eso se transforme en una
relación posesiva. Cuando uno crea un
ambiente de confianza y de comunión con
una persona habitualmente insatisfecha,
ésta siente tal necesidad de afecto que
entrega, sin más, todos sus derechos y
responsabilidades con tal de poder sentirse
querida. Literalmente implora que uno tome
en sus manos la dirección y asuma todas sus
responsabilidades. Eso provoca en uno el
deseo de poseer, de proteger y de guiar. Para
que uno pueda dejar al otro en búsqueda
autónoma, es preciso que goce de una gratificación
general en su vida. Es decir, que sea un hombre
ubicado y fundamentalmente satisfecho. Una
persona afectivamente insatisfecha no puede
resistir a la tentación de proteger y de ser
posesivo.

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Capitulo 3

La práctica del comprender

En el capítulo anterior hemos visto la necesidad


de comprender. En éste quiero enseñar la práctica.
Cuando empieza una intercomunicación religiosa, se
debe establecer un contacto con la persona con
quien uno se desea comunicar. |*or eso, hay que
empezar por captar los mensajes qúe el otro va
emitiendo. Más aún, es necesario mostrar al
interlocutor que sus mensajes están correctamente
comprendidos y plenamente aceptados. Hay que
expresarlos con tanta fidelidad que el interlocutor
tenga constancia de que sus i Mensajes son
recibidos sin malentendidos y sin rechazos. Sólo en
este caso se atreverá a seguir expresando algo de
sí mismo, de su esfera religiosa, de su relación con
el Señor.
Aquí se trata de una actitud, pero como esta
actitud de- ju sus impresiones digitales en la
respuesta que uno da a interlocutor, nosotros
MI

vamos a dirigir nuestra atención .1 las


respuestas'que damos a los mensajes recibidos. Si
nos sometemos, por tanto, a una práctica tan
analítica, es miii ámente para contar con un medio
para desarrollar una 1 1 1tul pastoral profunda.
Desarrollada plenamente la actitud, las reglas
prácticas pueden ser olvidadas. De todos modo
aun después de adquirirlas, pueden servir de
termóme- n para seguir teniendo conciencia del
grado de nuestra comprensión.

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Las características generales de


las respuestas

Escuchemos ahora a una chica que expresa algo


con respecto a su asistencia a la misa dominical.
Voy a dar cinco respuestas diferentes que
corresponden a otras tantas actitudes pastorales
frente a ella. Elija la respuesta que más le gustaría
dar y luego ponga las cuatro restantes en orden de
su preferencia personal. No se trata de un orden
objetivo sino de señalar con cuál siente más
afinidad, cuál le es más simpática.

Primer caso
Marcela, diecinueve años, estudiante

Hace mucho que no voy a Misa. Es muy larga y


aburrida. No veo sentido en un rito tan vacío. Los
sacerdotes que predican están tremendamente
lejos de la realidad y la gente va por rutina o por
obligación. Se distraen y se aburren. Por eso, casi
nunca voy. Antes me gustaba ir pero hace ya mucho
que no significa nada para mí. Pienso que es más
auténtico no ir.
Aquí siguen las cinco respuestas:

1. Comprendo que no sientas ganas pero


nosotros, católicos, tenemos obligación de
ir. Omitirla es un pecado y un alejamiento de
Dios.

2. Lo que pasa es que te has alejado de Dios y


por eso no te gusta más la Misa. Tu
resistencia interna se debe ciertamente a
otros conflictos que tenés. 3

3 Todos hemos tenido momentos de

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4.¿Nunca probaste ir a una iglesia donde hay


buena predicación?
5.No te gusta ir a Misa.

Anote ahora, su orden preferencial entre estas


cinco respuestas. Cuáles le gustaría dar y en qué
orden. He aquí la significación de las cinco
respuestas:
La primera respuesta es estimativa. Confronta el
comportamiento de Marcela con la moral católica
objetiva. Indica su defecto respecto a lo que la
Iglesia entiende por comportamiento cristiano sano.
Es un juicio.
Marcela se sentirá juzgada conforme a una ley,
la que a ella en este momento no le importa. El que
pronuncie este juicio aparece ante ella como juez.
Por tanto, superior. Ella, a su vez, inferior,
condenada, mala. Lejos de sentirse comprendida, se
ve amenazada por el juez y por su orden moral. Lo
vivirá, pues, como una amenaza que la hace
insegura. Desvanece su confianza y su relación con
el interlocutor se vuelve tensa. Difícil que pueda
manifestar algo más de lo que vive.
La segunda, es una interpretación. No se
pronuncia acerca de la bondad o maldad del
comportamiento. Tiende a instruir a Marcela acerca
de sí misma. Quiere ayudarla para que tome
conciencia de algo que está viviendo sin darse
cuenta. Muestra cómo Marcela tendría que ver su
propia situación, cómo tendría que reconocer los
factores profundos que gravitan sobre su actuación.
Esta respuesta es más amenazante aún. Sobre
todo, porque hace peligrar su independencia y su
responsabilidad personales. Se la instruye acerca
de algo que ella no siente. Si otro tiene que decirle

alejamiento de Dios. Pero la crisis pasa y,


luego volvemos a encontrar el camino, a lo
mejor, de una manera más profunda que
antes. Lo que te pasa no es tan grave.

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lo que le pasa sin que ella pueda darse cuenta de lo


que le ocurre, está expuesta al azar y pierde toda la
seguridad en sí misma.
La tercera respuesta es un apoyo que tiende a
darle seguridad. Quiere tranquilizarla y quitarle la
angustia. En <•1 fondo, dice que la preocupación de
Marcela no es justi lirada. Se hace más problemas
de lo que sería necesario.

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I-I problema no es tan serio como ella se lo imagina.


Ya va a pasar porque a otros también le ha pasado.
Su efecto consiste en adormecer a Marcela
respecto a su problema. Pero ella lo siente. La
tranquilidad que se le propone tiene un precio muy
elevado: renunciar a su propia percepción, a su
propia autonomía, y apoyarse en la seguridad que el
otro le presta, pero que ella no siente. Esta
desautorización de lo que ella siente crea una
inseguridad muy grande en relación con todas sus
percepciones y la induce a vivir apoyándose en
percepciones ajenas incomprobables para ella.
La cuarta, es explorativa. Es una pregunta. Trata
de averiguar otros datos. El que pregunta indica
que el problema es más complejo de lo que Marcela
se lo representa.
La actitud de exploración puede ayudar,
oportunamente; pero puede, también, impedir que
se establezca una relación de mayor seguridad. Si la
pregunta toca un punto delicado, que ella aún no
quiere manifestar, se transforma en amenaza
directa. Por lo menos, expone a Marcela a lo
imprevisto.
La quinta respuesta es la más positiva. Refleja la
percepción que Marcela tiene de su propio
problema. El que responde se pone al lado de
Marcela con los ojos de ella. Trata de percibir y de
captar su mensaje. Atestigua la receptividad: recibe
el mensaje tal como ella quiere que sea recibido. No
forma un juicio, no la condena, no la compara, no
interpreta lo recibido, sino acoge el mensaje y, con
eso, acompaña a Marcela en su búsqueda.
Con eso, Marcela se siente comprendida. Se
siente más en confianza para ir expresándose. Se
siente más libre para expresar sus sentimientos.
Con eso, toma conciencia de su situación y puede
empezar a reorganizar sus valoraciones. En una
palabra, se siente comprendida, aceptada, querida.

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No experimenta ninguna amenaza y su angustia


tiende a disminuirse.
Tomemos ahora algunos casos más. Cada uno
de los lies siguientes casos tiene cinco
respuestas: estimativa,

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Interpretativa, explorativa, apoyo y reflejo. Las


respuestas no están en este orden para que el
lector pueda reconocer y anotar qué respuesta
corresponde a cada actitud. Al I innl de los tres
ejemplos encontrará la solución.

Siguttdo caso
Juan, treinta años, abogado, casado, con tres hijos.

No estoy conforme con las determinaciones de


la Iglesia. Los curas que no tienen experiencia
matrimonial dictan la norma para los cónyuges. Ahí
está por ejemplo, la encíclica Humanae Vitae. ¿Cómo
es posible que en el siglo veinte, la Iglesia se
muestre tan rígida? Estas son actitudes medievales.
Hoy ya nadie les hace caso.
Siguen las respuestas:
1. A lo mejor querés rebelarte de una manera
mu
cho más general y eso se debe más bien a la
relación con tu padre. Contra él, también,
sentiste siempre rebeldía. *
2. ¿Estudiaste, realmente, lo que dice la
encíclica y viste todas las posibilidades que
deja abiertas?
3. Comprendo que estés en una situación muy
especial pero la fidelidad a la Iglesia pide una
Cristo.
aceptación. La rebelión no es
conforme al espíritu de
4. Sentís un rechazo contra la
encíclica. ,
<zyp :
>v )
5. Comprendo lo que decís pero no hay que
exagerar su importancia porque la Iglesia
deja muchas puertas abiertas.

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Tercer caso
Podro, dieciséis años.

¡Nuestro grupo juvenil es bárbaro! Nos


reunimos se- III.m.límenle y nos sentimos tan bien.
Charlamos y discuti-

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M Í O S . Siempre tomamos algún tema: la amistad,

el noviazgo, la le, etc. ¡He aprendido tanto en estas


reuniones! En el verano del año pasado hicimos un
campamento en las sierras de Córdoba. Este año
queremos ir a trabajar y hacer algún servicio útil a
los pobres.

Las respuestas:
1.¿Quién dirige este grupo juvenil?
2.Sigan adelante. Deseo que les vaya muy bien.
3.Te sentís muy contento con este grupo.
4.Ustedes, los jóvenes, tienen necesidad de
estar juntos para no sentirse solos.
5.Es realmente bueno tener un grupo juvenil;
más aún si hacen un trabajo útil en el
verano. Así van aprendiendo a servir a sus
hermanos.

Notemos que Pedro no tiene problemas, no se


queja, no quiere solucionar nada. Sólo comparte su
alegría. Eso hace que la respuesta estimativa
consista en un juicio positivo. Será menos
amenazante que un juicio negativo pero seguirá
siendo un juicio: el que lo pronuncie, se pone en
superior y se erige en juez, porque lo confronta con
un orden normativo. La respuesta interpretativa
puede parecer desacertada o fuera de lugar. El
reflejo, en cambio, es igualmente benéfico porque
testimonia la recepción y la aceptación del mensaje.

Cuarto caso
Susana, casada, cincuenta y tres años, con tres hijos grandes.

La juventud de hoy es tremenda. No tiene fe. En


mi época Íbamos a Misa todos los domingos con
nuestros padres, pero ahora. . . la desprecian. Se
creen superiores y no respelan ni los mandamientos

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de Dios ni al mismo Dios Padre. Creen que por el


hecho de ir a la universidad ya saben todo. Hasta se
burlan de uno porque uno quiere cumplir con Dios.

Las respuestas:
1. Señora, no tenemos que condenar a la
juventud.
Los jóvenes viven en un mundo distinto del
nuestro. Si los comprendemos, van a poder
cambiar su actitud.
2. ¿A qué atribuye usted que los jóvenes
piensen así?
3. Usted se siente rechazada por los jóvenes.
4. Bueno, señora, la cosa no es para tanto. Los
jóvenes hablan mucho, pero en el fondo, no
son tan radicales como parecen. Cuando
salen de la universidad y se tienen que
ganar la vida, cambian mucho su actitud.
5. Señora, a usted le parece tremenda la
juventud pero tendría que ver si los jóvenes
no se burlan de los mayores porque
perciben en ellos cierta "intolerancia.

Las respuestas se encuentran en el siguiente orden:

Estimativa Segundo caso


3 Tercer
5 caso Cuarto
1
Interpretativa 4 5
1
Apoyo 5 2 4
Explorativa 2 1 2
Reflejo 4 3 3

En estos ejemplos vemos la diferencia que


existe entre una respuesta que retoma el cuadro de
referencia interna y otra que retoma el externo. El
cuadro de referencia in- ii i na es el conjunto de
experiencias, sensaciones, percep- i iones, sentidos,
significados y recuerdos de alguien en cuanto estos

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aparecen en su conciencia. La verdadera compren-

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slón consisto en sumergirse en este mundo de


vivencias y percibirlo como si uno experimentara lo
mismo. No se trata de una identificación total
porque queda la conciencia de cfiie uno es distinto y
que uno no es el otro. El cuadro de referencia
externa, en cambio, consiste en percibir el aspecto
objetivo del mensaje. O, mejor dicho, percibir la
situación expuesta en el mensaje pero desde el
punto de vista de uno mismo. De este modo
percibimos los objetos materiales porque no tienen
un mundo subjetivo. Mirar a una persona desde uno
sin referencia a su mundo subjetivo es, por lo tanto,
mirarlo como a un objeto.
En una conversación religiosa, la continua
atención al marco de referencia interna es muy
importante. Supongamos que alguien dice:
—Yo no creo en Dios.
—Sin embargo, Dios existe —sería una
respuesta al cuadro de referencia externa.
—Vos no creés que Dios exista —sería reflejar el
cuadro de referencia interna.
No es necesario imaginar la diferencia. La
primera respuesta ubica la conversación en el plano
de la discusión y crea inmediatamente una relación
antagónica. La segunda, en cambio, aumenta la
confianza porque expresa el mensaje recibido. No se
pronunció sobre ninguna otra cosa.
2.La respuesta tiene que dirigirse a la vivencia
dominante y no a cosas externas o a las vivencias
periféricas. La vivencia es todo lo que se refiere al
“yo”: intenciones, impresiones, creencias, actitudes
y sentimientos. Y la respuesta debe estar dirigida a
ellos porque constituyen el núcleo del mensaje. Eso
es lo que uno quiere expresar. Veamos algunos
ejemplos:

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üuhilo caso Oscar, treinta unos.


Lo más escandaloso de la Iglesia es el oro del
Vaticano. Lu Iglesia se aprovecha de la buena
voluntad de los pobres pura hacerse riquezas. Los
sótanos del Vaticano han sido llenados de oro y le
pertenece la mayoría de las acciones de la empresa
Fiat.

Respuesta A
Podría ser cierto que el Vaticano posee
riquezas, pero es igualmente cierto que hay
muchos sacerdotes y obispos pobres.

Respuesta B
Vos te sentís indignado contra el Vaticano.
Notemos que no niego la posibilidad de
conversar acerca de las riquezas del Vaticano. Pero,
antes de hacerlo, conviene reflejar el aspecto
subjetivo. Eso permite crear un ambiente de
comprensión y disminuir la agresividad que el
interlocutor suele sentir en estos casos. He
escuchado Innumerables veces la objeción del oro
del Vaticano. Generalmente aparece en forma de
agresión contra aquella persona a la que se
identifica con la Iglesia. Si no me equivoco, fue
Carlos Marx quien habló primero de esos tesoros
escondidos. Desde entonces, la instrucción
marxista lo repite como si fuera una evidencia
comprobada todos los días. Es comprensible que
detrás de tal objeción se escondan odios con- I ra la
Iglesia. Conviene, por lo tanto, ayudar a que el odio
se exprese y sea reconocido y conversado como
odio y no disfrazado detrás de algo tan lejano como
los sótanos del Vaticano.

Sexto caso
lKmlel, cuarenta y dos años, casado.
I memos un grupo de matrimonios y ya
llevamos van o . . m u s reuniéndonos mensualmente.
Nos hicimos muy

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amigos. El único que no se integró en el grupo es el


sacerdote. El padre Isidoro es, sin embargo, una
buena persona. Mientras estamos comiendo un
asado o mientras charlamos libremente, no hay
problema. Pero en la reunión se pone muy
autoritario. Quiere tener siempre la última palabra.
No escucha y no admite opiniones. Ya no sabemos
qué hacer con él.

Respuesta A
Sí, de veras, el padre Isidoro es un poco
autoritario, pero hay que comprenderlo. Su
intención es que ustedes acepten la doctrina de la
Iglesia.

Respuesta B
Ustedes se sienten molestos por la actitud
autoritaria del padre Isidoro.

La primera respuesta se refiere al hecho


exterior, mientras la segunda refleja cómo Daniel y
su grupo lo viven interiormente. Esta última da un
testimonio de que el mensaje de Daniel ha sido
correctamente recibido. Aumenta la confianza con
Daniel sin emitir un juicio acerca del hecho exterior,
es decir, acerca del padre Isidoro. Si Daniel tiene, de
veras, este problema, necesita más tiempo para
expresar su estado de ánimo. Durante este tiempo,
cualquier otra respuesta que no sea un sencillo
reflejo del mensaje de Daniel, está fuera de lugar.
Aquí, de todos modos, vemos otra vez, la diferencia
entre una respuesta que se ubica en el nivel de los
hechos externos y la otra que se dirige a la vivencia.

Séptimo caso
Adelina, trece años.
Las clases de catequesis en nuestro colegio son

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horribles. La hermana que nos enseña religión es


una anciana rígida que no nos entiende. Nadie
puede verla. Ella habla, y nosotras tenemos que
aprender la lección. Nosotras queremos mucho a la
profesora de historia porque es interesante y nos
quiere. Juana, mi amiga, dice que en su colegio
hacen grupos y tienen conversaciones muy
interesantes en la clase de catequesis. Se divierten
y, además, aprenden montones. Pero en nuestro
colegio la catequesis es muy aburrida.

Respuesta A
Sí, habría que renovar el modo de dar la
catequesis.

Respuesta B
Te sentís muy descontenta con la clase de
religión.

En estos tres últimos casos se puede observar


que para comprender a alguien y para favorecer sus
fuerzas internas sanas, la respuesta tiene que
dirigirse a la vivencia y qo al hecho externo. El
hecho externo puede ser discutido más tarde.
3.La atención y, consiguientemente, la
respuesta tienen que dirigirse a la persona y no a su
problema. En el centro de atención está la persona.
Este era el contenido y la conclusión de los dos
primeros capítulos. La persona es más importante
que sus problemas. Los problemas deben ser
mirados desde el punto de vista y a través de los
anteojos de la persona.

Octavo caso
Delia, treinta años, casada.
No sé si mandar a mi hija, Magdalena, a la

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primera comunión o no. Ella ya tiene nueve años y


no quiere ir. Una viv. ya empezó; pero no se sintió
bien en el grupo y dejé - 1 1 u■ abandonara. Ahora
pasó un año, hablé con el párroco \ pan-i e que esta
vez el grupo es muy lindo, pero ella ya
perdió las ganas. Sin embargo, es una chica piadosa
y buena. No sé qué hacer.

Respuesta A
Claro, Magdalena no se da cuenta que la
situación ha cambiado y ya no es como el año
pasado. Es cierto que a nadie le hace bien el
participar en algo contra su voluntad, pero me
parece que se le podría ir explicando más la
necesidad de la catequesis y, sobre todo, hablarle de
la comunión que surtirá su efecto. O sea, hay que
crearle las ganas.

Respuesta B
Vos estás dudando de mandarla o no.

En el centro de la primera respuesta está


Magdalena y la catequesis, mientras la segunda
coloca a Delia en el centro. Refleja la relación de ella
con el problema. Eso crea un ambiente de confianza
para que ella pueda dar unos pasos más en la
elaboración. Total, el problema no es tan grave que
ella no pueda solucionarlo. Lo que ella quiere recibir
no es la solución ya hecha, sino una mano para que
ella misma pueda ver claro y tomar una resolución.

Noveno caso Eduardo, once años.


Pregunta a su madre
Mami, ¿por qué papi nunca viene a comulgar con
nosotros en Misa?

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Respuesta A
Bueno, él dice que no le gusta... yo lo llamo
muchas veces...

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a OJTX -a
He\puesta B
Te preocupa eso. Quisieras que papi viniese con
noso-
11 OH.

Aquí, en el caso noveno, se trata de una


pregunta directa que la madre no puede dejar sin
contestación. A pesar de eso, conviene primero
dejar al niño un momento en el centro, es decir,
dirigir las primeras respuestas a la persona y no a
su problema. Más adelante veremos un ejemplo
mas extenso, que mostrará cómo se pasa del reflejo
a un plano objetivo. Eduardo tiene una
preocupación que para el es importante porque
toca a su relación con su padre y cuestiona
profundamente su práctica religiosa. Además, la
pregunta está dirigida a la madre y no al padre, con
quien Eduardo tiene el problema. Eso permite
suponer que Eduardo todavía no ha expresado
todo. Si la respuesta se dirige al problema, es
probable que Eduardo no exprese nada más. Se
contentará con mantener la conversación dentro de
los términos conocidos. Si, en cambio, la respuesta
se dirige a él ("Te preocupa eso"), seguirá
expresando su problema. En este caso, hay tres
personas que pueden ser puestas en el medio: el
padre ("Dice que no le gusta”), la madre (“Yo l<>
llamo muchas veces”) y Eduardo.
Naturalmente, nos resulta más fácil
defendernos (“Yo lo llamó muchas
veces”) o pasar la culpa a otro (“Dice
que no le gusta”). Mantener la atención
en el interlocutor que está presente, da
prueba di1 una sensibilidad altruista. 4

4I a respuesta tiene que reflejar el contei i v no lo


que-el interlocutor manifiesta sin querer. Supongamos
que un alumno va a dar un examen. Su cara, su i ti
a i io temblorosa, su tono de voz, revelan que tiene
miedo. No q u i n e mostrar que tiene miedo pero lo 67
revela sin que i ‘ i Q u i n e mostrar todo lo que sabe de la
materia. En este • |i 1 1 1 1 • lo, se ve la diferencia entre lo
que uno quiere decir poi I" t a n t o forma parte de su
mensaje— y, por otra p ulí lo que re v e l a s i n querer.
Hemos visto en el capítulo m i que al hombre le
cuesta reconocer todo
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«lin- empobrece la imagen de su yo. Por eso, le costará


admil ir si ve reflejado algo negativo de sí mismo, lo que
escapó sin querer. En este caso, el alumno negará con
toda facilidad que tenga miedo. Se sentirá juzgado y se
pondrá nervioso.
La respuesta tiene que reflejar, por lo tanto, lo que el
otro quiere manifestar, es decir, el contenido expreso de
su mensaje.
Lo involuntariamente revelado puede hallarse en la
expresión verbal, no sólo en los gestos y en la cara,
porque una frase puede tener varios significados que su
autor no quiso decir. La respuesta tiene que reflejar el
significado que el interlocutor quiso expresar. El criterio
para verificar cuál de los sentidos forma parte del
mensaje es la reacción del interlocutor al ver reflejado su
mensaje. En una reunión alguien pregunta:

—¿A qué hora termina la reunión?


Esta pregunta puede tener los siguientes
significados:
• Estoy apurado.
• Después de la reunión me esperan. Tengo que
saber a qué hora termina.
• Estoy esperando el fin de esta reunión.
• Mi tiempo es valioso.
• Soy una persona importante.
• La reunión no me interesa mucho.
• Esta reunión no anda bien.
• Ya renuncié a poner en marcha la reunión.
• Aquí ya no tengo nada que hacer.
De estos contenidos sólo los dos primeros tienen
probabilidades de ser reconocidos. Los demás dañan la
imagen de su autor y, por ende, en el caso de un reflejo,
provocarán tina reacción negativa:
—-No, no quise decir eso.

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Estos significados, pues, no formaban parte del


mensaje. Puede ser que sean ciertos pero no había
intención de i "mullicarlos. El rol de la persona que
quiere participar de la experiencia de su hermano», no
es confrontarlo con sus propios sentimientos
inconscientes, sino crear el ambiente de seguridad
para que él mismo pueda admitirlos
espontáneamente.

Décimo caso
Jucobo, cincuenta años, casado.

La gente de mi barrio es muy indiferente desde el


punió de vista religioso. Nadie se interesa por nada.
No se puede hacer nada con ellos. f

Mensajes explícitos
• Deseo que sean más religiosos.
• Tendría ganas de hacer algo.

Mensajes posiblemente no reconocibles


• Soy inepto para emprender algo con ellos.
• Soy el único responsable, los demás no lo son.
• Soy mucho más religioso que los demás de mi
barrio.
• La gente de mi barrio no es muy religiosa.
• Tengo interés en que ustedes sepan que soy muy
religioso.

( umo en este tipo de conversación la finalidad no es tpm


luí objetivamente la realidad, sino captar cómo el otro
»■ Id Den Ibe, n<> hay interés en concientizarlo. Si
creamos el
""i. . . .ti di < ompielisión, él mismo empezará a tomar
con-
" a* ia (I. I"', aspectos que por seguridad de su yo, no

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pudo " i l’m eslas razones, el criterio que


determina si el
I (-1 k' jo está bien hecho, es el reconocimiento por parte
del autor del mensaje. En concreto, la respuesta al buen
reflejo empieza con estas palabras:

• Sí, eso es.


• Es eso lo que quise decir.
• Sí, además...
• Claro, porque. . .
• Sí, porque...

El “porque” y el “además” que son muy frecuentes,


según mi experiencia, significan que el interlocutor se
siente satisfecho y, por tanto, se anima a expresar algo
más. Como su mensaje anterior ha sido comprendido,
siente que puede largarse otro poco. Cuando la reacción
no es positiva, el reflejo no ha sido correcto.

Las formas concretas de las respuestas

1. En el párrafo anterior hemos visto que la


respuesta tiene que centrarse en la persona del
interlocutor, en sus sentimientos y, entre sus
sentimientos, en los que forman parte de su mensaje.
Ahora dirigimos nuestra atención hacia la forma de la
respuesta: el reflejo.
Cuando brindamos a nuestro interlocutor la
oportunidad de expresarse, no queremos juzgar ni
interpretar ni explorar ni asegurar. Sólo deseamos
participar en su experiencia. Por lo tanto, nuestras
respuestas tienen que retomar la experiencia que el otro
quiere comunicar. Tienen que retomarla de tal manera
que sea equivalente con el mensaje dado o, por lo
menos, el interlocutor pueda reconocerlo Como su
mensaje. Esta respuesta se llama reflejo. El reflejo

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consiste en retomar, resumir o acentuar sea un aspecto


expreso, sea un aspecto implícito del mensaje, conforme
con las reglas descritas en el párrafo anterior.
La simple repetición del mensaje puede parecer
simplista y ser considerada como pura técnica. Sin
embargo, produce un efecto muy positivo. Alivia y
estimula al inter- locutor, que en la mayoría de los casos,
está acostumbrado a recibir contradicciones, críticas o,
por lo menos, monólogos que nada tienen que ver con lo
que quiere expresar. 1.1 reflejo, en cambio, no crea ni
una interrupción ni una desarmonía. Da la seguridad de
sentirse comprendido y eso invita al interlocutor para
que pueda, sin temor alguno, sumergirse en su propia
experiencia y pueda hacerlo de una manera autónoma.
No es una técnica. Es una actitud que nos lleva a perseverar
atentamente en la captación dé To s mensajes vitales que
se van siguiendo. Por eso, para que no parezca algo
vacío, es preciso tener verdadero interés en la persona
del interlocutor y en percibir su experiencia como él la
percibe.
Más arriba hemos dicho que todo comportamiento
puede tener significados que su autor no quiera darle.
Pero además, puede tener significados tácitos que,
aunque no estén cxplicitados, su autor los reconocería
como un eco fiel de lo que quiso decir. Veamos algunos
ejemplos. Un cristiano que asiste a Misa dominical, si no
se prueba lo contrario, expresa tácitamente los
siguientes mensajes:
• que cree en Dios;
• que cree en Jesucristo;
• que cree en la misión de la Iglesia católica;
• que quiere ponerse en comunicación con Dios
(pidiendo, agradeciendo, o, por lo menos,
cumpliendo con un deber religioso);
• que se siente un miembro de la comunidad
cristiana;
• que para él la fe en Dios es tan importante, que es
capaz de sacrificar un rato de su descanso

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dominical. 5
• Y;i no doy más. Estoy totalmente desanimado.

Si estas palabras representan realmente su


experiencia, entonces, dice al mismo tiempo:
• Hice todos los esfuerzos posibles.
• Hasta ahora tenía esperanza.
• Hasta ahora tenía ánimo.
• Sucedió algo que me quitó el ánimo de luchar.
• Tiré la esponja. No voy a luchar más.
• Me agoté inútilmente.
Estas afirmaciones son inherentes en las palabras. Si
uno las refleja, da posibilidad al interlocutor de que
confirme si su mensaje responde a esta explicitación.
Reflejémosle el primer contenido tácito:
• Ya hiciste todos los esfuerzos posibles para salir a
flote.

El interlocutor puede, a lo mejor, darse cuenta de que su


desánimo no se produjo porque había agotado todos los
medios para solucionar su problema, sino porque no
había puesto, todavía, ningún remedio para salir a flote. De
todos modos, este reflejo invita a una explicitación. Así
el reflejo permite una verificación, paso a paso, de la
experiencia. Las personas que tienen problemas
normalmente no tienen suficiente conciencia de lo que
les pasa. Con otras palabras: representan
deficientemente lo que viven. La conciencia que tienen
de los problemas no concuerda del todo con su
experiencia. Es eso precisamente, lo que les crea la
confusión. Otra respuesta:
• Ya no das más, por lo menos en este momento lo
5 s 11 1 s elementos no son inconscientes sino implícitos .y •
I i i Istiano está dispuesto a reconocerlo sin dificultad.
Pa-
. . . . abura a los aspectos tácitos de una comunicación
verbal. Alguien dice:

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sentís así.
Este reflejo explícita otro aspecto: la experiencia es
pasajera. El interlocutor puede tomar conciencia de la
relatividad de su problema. Puede ser, sin
embargo, que no lo reconozca como parte de su
mensaje:
• No, eso no es un problema del momento. No
se trata de un sentimiento pasajero.

En este caso, expresó más a fondo su


desesperación. Normalmente, cuando hay una
expresión muy a fondo, suele entrar en función la
ley del péndulo. Comienza a sentir el aspecto
contrario al de su experiencia. Esta ley es muy
importante. Muchas veces reflejé la falta total de
esperanza a personas que expresaban un
desánimo:

• Te sentís desesperado.
• No sentís ninguna esperanza.

La respuesta suele ser:


—No, realmente no.

Pero esta toma de conciencia permtie algo así


como un desenlace. El hecho de haber sido
comprendido hasta el fondo, hace aflorar la
esperanza que estaba presente pero negada bajo la
presión momentánea de la aflicción que
ensombrecía todo su panorama. Muchas veces
escuché unos minutos después:
—Ahora empiezo a sentir algo de esperanza.
Estos ejemplos nos hicieron ver que cada
afirmación comporta una serie de comunicaciones
tácitas. El reflejo da la oportunidad de explicitarlas,
negarlas o precisarlas. Le permite, en todo caso,
sumergirse en su experiencia de una manera más
completa.
La pura descripción tiene, también, aspectos

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de comunicación tácita:

• Ayer me acosté a las cuatro de la madrugada.

Esta afirmación simple, aparentemente sin


ningún trasloado afectivo y personal, comunica —
conforme al contexto cu que esté pronunciada— lo
siguiente:
• Hoy estoy cansado.
• No esperen de mí lo que pueden pedirme otro día.
• Ayer me divertí mucho.
• Podrían preguntarme lo que hice, quisiera
contarlo.

Por eso, el reflejo puede retomar cualquiera de estos


elementos:
• Estás cansado.
• No tenés ganas de trabajar.
• Te divertiste mucho.
• Querés contar lo que te pasó.

La enumeración de hechos o datos, aparentemente


indiferentes, puede comportar comunicaciones tácitas
importantes:
• Mi marido trabaja en la fábrica. Tiene buena
posición. Yo me dedico ahhogar y a mis hijos.
Las comunicaciones implícitas son:
• En eso no hay problema.
• Cada uno está en su lugar.
• Nuestro hogar es normal, desde este punto de
vista.

En cambio, si los hechos se cuentan así:


• Yo trabajo en una fábrica. Tengo buena posición.

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Mi marido se dedica al hogar y a nuestros hijos.


/\
La comunicación es:
• Esto crea un problema.
• En nuestro hogar, hay algo fundamentalmente al
revés. /

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Tener sensibilidad para captar el elemento


tácito es fundamental para que uno llegue al
corazón del otro y para poder sentir la necesidad
del reflejo en una conversación.
El reflejo puede causar un impacto muy grande.
Cuando uno define a otros, se define, también, a sí
mismo. Alguien qué'estima que la gente es muy
petisa, se define como hombre alto. Una persona
que tiene una opinión muy despectiva de la gente,
muestra que se pone a sí mismo muy encima de los
demás. Entonces, si el reflejo retoma la imagen del
que habla de otros, no introduce nada nuevo en la

experiencia del otro. Sin embargo, le ayuda mucho


a tomar conciencia de su yo y de su experie

No se interesan por nada.

• La gente de mi parroquia no tiene idea de lo que es


D^Q_ cristianismo. No va a Misa. Nadie colabora con
nada.
La comunicación tácita acerca de su propia persona es:
• Yo soy el único que tiene idea de lo que es
cristianismo.
• Yo quiero empujarlos para que vayan a Misa.
• Yo voy a Misa.
• Yo colaboro y quiero que ellos colaboren.
• Yo me intereso por la parroquia pero no
puedo lograr que ellos se interesen.
• Yo soy superior a ellos.

Estamos tocando los límites, entre la


revelación y la co- municación.
Lo revelación es lo que uno no quiere
comunicar, pero se le escapa. La comunicación es lo
que uno quiere decir: es el contenido del
mensaje. Este último puede ser explícito o tácito.
Si es tácito y aparece en el reflejo, da la
oportunidad para precisarlo, explicitarlo o
negarlo. En el último de los casos
76
mencionados, la mayoría de los aspectos que
revela de sí mismo no podrán ser
reconocidos. Sin embar-

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(.'.o, se puede buscar un reflejo que, de alguna


manera, lo baga verse a sí mismo en el espejo de
su propia afirmación.
• Vos te sentís más comprometido que ellos.
• Vos te sentís muy solo en tu parroquia.
2. Hay tres tipos de reflejos conforme al grado
de aporte que hacen: el reflejo de greiteración
retoma palabras expresamente dichas; el reflejo
del sentimiento pxpli- cita el sentimiento dominante
del mensaje y, en tercer lugar, el de elucidación. No
hay un límite preciso entre ellos.
El reflejo de reiteración retoma las mismas
palabras del mensaje. Consiste en repetir o resumir
el mensaje. Se lo usa cuando el mensaje es
descriptivo, cuando el mensaje no tiene un
contenido afectivo muy significativo y cuando el
contenido afectivo está muy expresamente
formulado. Su función es poner cierto orden en la
expresión. Es como la puntuación en el texto. Sirve,
igualmente, para sintetizar largas descripciones.
Escuchemos una conversación entre dos amigos:
—El otro día vino Enrique y me invitó a una
reunión. En la reunión me sugirieron formar parte
del grupo. Es un grupo juvenil muy interesante. . .
No sé si me conviene aceptarlo ...
—No sabes si te conviene.
—No, realmente no lo sé. Porque me entiendo
bien con el grupo. Varios del grupo son muy amigos
míos y voy a la casa de ellos a menudo. . .
—Vas a la casa de ellos.
—Sí, y por eso tengo ganas de aceptar la
invitación. Pero, por otra parte, tengo que estudiar
y el grupo lleva mucho tiempo. Falté mucho y estoy
muy atrasado con mis ma- lerias. Tendría que
rendir varios exámenes y eso lleva tiempo. ..
—Te lleva mucho tiempo.
—Sí, eso es lo que más me preocupa, pero puede ser
que sea hasta cierto punto un pretexto. En el fondo
tengo un poco de miedo...

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—Tenés miedo.
—Sí, miedo porque ya estuve en un grupo que no
anduvo. Perdí mucho tiempo y al final tuve que irme. No
quiero un nuevo fracaso. ..
—Tenés miedo de un nuevo fracaso.
—Sí, no quiero. . . Además temo que con el otro
grupo haya pasado algo más... Mi miedo es. .. también,
por otra cosa...
—Por otra cosa.
—Sí, porque a veces tengo la impresión de que
nunca voy a poder integrarme a un grupo. . .
—Nunca.
—Sí, los otros tienen facilidad de palabra. Yo me
quedo callado. Me cuesta hablar en presencia de
otros..". no me sale. ..
Te cuesta.
Esta conversación parece abreviada porque el amigo
invitado al grupo expresa con increíble rapidez sus
motivos reales y llega en poco tiempo a discurrir
abiertamente acerca de su timidez. Poniéndose el otro
en una actitud de escuchar y haciendo reflejos, no es
algo excepcional. En esta conversación se puede
observar que el reflejo de reiteración retoma las
palabras que se refieren a su vivencia dominante. Con
eso guía,de alguna manera la conversación. En la
primera respuesta retoma la duda de la aceptación. Ha
sido expresamente formulada. Por eso, es reflejo de
reiteración. La segunda respuesta (“Vas a la casa de
ellos”) es una reiteración simple. Aprovecha un
momento de silencio para dar testimonio de que lo
sigue. En la tercera reiteración ("Te lleva mucho
tiempo”), retoma la preocupación recien- temente
aparecida. Se puede observar que la reiteración
reloma, normalmente, las últimas palabras. Si uno
retoma una li.r.r anterior, interrumpe el hilo de los
pensamientos. Pue-
^JlJUUyo <ju_ <^*2
CJ •TI C_ C-<-^ t^iJ> 00
de ser útil cuando, con eso, resume toda una larga
descrip- i ion o cuando retoma el sentimiento que

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sigue subyacente en las últimas palabras. Es subrayar


este sentimiento. La respuesta siguiente (“Tenés
miedo”) es importante. El miedo como se ve a
continuación, es factor preponderante en la elaboración.
Las tres últimas reiteraciones mantienen la atención
sobre el miedo y permiten que se lo explicite.
El reflejo de reiteración da al interlocutor la
seguridad de que ha sido plenamente comprendido,
respetado y aceptado. El reflejo del sentimiento va un
paso más adelante: intenta extraer o explicitar la
intención, la actitud o los sentimientos inherentes en el
mensaje. Dicho de otro modo, quiere ayudar a aclarar el
fondo del escenario. Integra algunos elementos del
fondo con el primer plano del escenario. Hace saltar a la
vista la intención, la actitud o el sentimiento con los
cuales el mensaje ha sido transmitido. Por esta razón
podemos llamarlo reflejo propiamente dicho. Refleja algo
que pertenece evidentemente al mensaje, aunque su
autor no se haya fijado mucho en él. Con eso quiere
desplazar el foco de la atención como un reflector que,
en vez de iluminar el primer plano de un escenario,
enfoca algo del fondo. La condición para poder hacerlo
con naturalidad, es participar intensamente en la
vivencia del otro. Leonora se queja, por ejemplo, del
comportamiento de su tía.
—Mi tía es insoportable. Critica todo y nunca está
contenta. Vive con nosotros y a cualquier cosa que haga
mamá, ella siempre le encuentra algo negativo. Por
supuesto que nunca le gusta lo que mamá cocina y dice
que nosotros estamos mal educados, que en su tiempo
todo era distinto. A mí me reprocha a cada rato que grito
demasiado y que pienso únicamente en fiestas y chicos.
No deja de repetirme que tengo que tener respeto a los
mayores.
Un reflejo reiterativo podría ser:
• Es insoportable.

El contenido expreso es ese. Por eso, el reflejo senti-


micnto es más acertado aquí:
• Tu tía te da rabia. (O sencillamente: —Eso te da
rabia).

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El contenido céntrico del mensaje de Leonora es


precisamente la rabia que su tía provoca en ella. Pero
no aparece expresamente. Ella se sentirá muy aliviada
si se la ayuda para expresarlo en forma directa,
mientras tanto no se sentirá expresada, porque habla
de la tía y lo que quiere comunicar es algo de ella
misma: su vivencia de la tía, es decir, su rabia. Ver
formulado con claridad lo que ella misma no pudo ver,
le da una sensación muy agradable y hace que pueda
tomar distancia del hecho y reaccionar sin estar bajo el
control de su rabia.
Vemos aquí el reflejo del sentimiento'. Si bien se
habla" de algo exterior, de acontecimientos y de
personas, el reflejo del sentimiento está en percibir la
vivencia que inspira el mensaje acerca de esos
acontecimientos o esas personas. Es muy importante
cuando el fondo afectivo es muy fuerte como aquí.
Cuando hay problemas desplazados, ayuda para una
visión más real. Interesa mucho reflejar el sentimiento
de personas que hablan durante horas sin parar, pero no
dicen nada de sí mismas.
El reflejo del sentimiento pone de relieve elementos
que pertenecen innegablemente al núcleo del mensaje,
mientras la elucidación consiste en captar ciertos
elementos que, sin pertenecer expresamente a la
comunicación, pueden, sin_ embargo, deducirse
razonablemente. Por eso necesita una gran participación
afectiva para captar correctamente lo que, no
perteneciendo a la comunicación expresa, la impregna.
La elucidación brinda un aporte importante al
conocimiento que el interlocutor tiene de sí mismo. Es su
valor principal. Su peligro, en cambio, consiste en que
disminuye la iniciativa y la responsabilidad del
interlocutor.
La elucidación se aparta de la percepción del otro
y, a causa de ello, tiene el riesgo de no ser reconocida.
Ppr rso, y también por respeto, se suele solicitar
expresamente l.i aprobación del interlocutor con las
frases siguientes que dejan amplia libertad:

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• Si entiendo bien...
• Me parece que usted quiere decir que...
• Si no me equivoco...
• No estoy seguro de seguirlo bien; me parece que
quiere decir...
• ... no sé si es eso lo que usted quiere decir.
La finalidad de estas expresiones, además de la
verificación o de la comprobación, consiste en mantener
la estructura de la relación: escuchar, captar, aceptar y,
con eso, acompañar. Como la elucidación se acerca a la
interpretación, recomiendo usarla muy de vez en
cuando. Elucidaciones son, por ejemplo, todos los
reflejos que hemos hecho más arriba a la persona que se
quejaba porque en su parroquia nadie quería colaborar.
Eran elucidaciones porque mostraban cómo él se definía
a través de su juicio referente a la gente de su
parroquia.

El lugar del reflejo en el diálogo


1. Hemos dicho que esta actitud acogedora, con la
cual acompañamos al hermano recibiendo y reflejando
sus mensajes, es parte constitutiva de todo diálogo.
También, dijimos que las personas autoritarias tienen
más dificultad para adquirirla. Ahora quiero mostrar
cómo, en un diálogo donde una persona que tiene
autoridad sobre la otra, puede sin embargo, adoptar
esta actitud y expresarla por me-
ogo que sigue es una
conversación

—Todos los chicos de mi clase tienen una bicicleta —


dice Tony.
—Vos sos el único que no tiene —refleja el padre.
—Sí, el único.
—Eso no te gusta.

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—No me gusta.
—Lo comprendo, Tony.
—Y después de la clase, se van y dan vueltas. Se
divierten y luego, vienen y cuentan lo que han hecho y
lo divertido que era...
—Vos te sentís excluido.
—Sí, y ellos me preguntan por qué vos no me
comprás una...
Te lo preguntan.

—Hm —pausa.
—¿No podría tener una bicicleta?
—Yo sé muy bien, Tony, que te gustaría mucho
tener una bicicleta. A mí me gustaría regalarte una.
Pero en este momento, no puedo comprártela. Todavía
nos faltan muchas cosas de verdadera necesidad. ¿Lo
comprendes? -
—Hm —y después de una pausa— Pero yo quisiera
tener una. .. ¿No podrías comprarla y pagarla en
cuotas?
—Ya vendrá el momento. Sí, Tony, es posible
comprarla en cuotas. Pero tu padre y tu madre no
compran cosas a crédito. Pensamos que no conviene
comprar las cosas cuando uno no tiene todavía el
dinero, a no ser que sean realmente necesarias.
Pagarlo más tarde, no es tan fácil. Lo verás cuando
seas grande. (Quedan un momento en silencio). Pero
yo comprendo que, mientras tanto, eso no te adelanta
mucho. Seguís sin bicicleta. Vos sabés que te regalaría
una si tuviera el dinero, ¿no es cierto?
Analicemos este diálogo porque tiene un valor muy
grande en su sencillez. El padre crea un ambiente
INCLUDEPICTURE tener una bicicleta no es cosa
"/Users/marcela/Down cálido, i * ‘ ’ a
loads/media/image11. verbalmente, le da
jpeg" \* seguridad.
MERGEFORMATINET Veamos las respuestas
una por una. Tony propone

muy grave.

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el hecho: en su clase todos tienen una bicicleta. El


padre traslada el centro de la atención desde los otros
chicos a Tony mismo:

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—Vos sos el único que no tiene.


El mensaje que Tony quiere expresar, no se refiere a
los otros chicos sino a él mismo. Los otros están
presente indirectamente. Tony no se atrevió a expresarle
de golpe. El padre capta la situación y traslada el centro
de atención. Es una elucidación. El padre ya está
plenamente participando en su experiencia y toca,
indirectamente, el sentimiento de exclusión.
Tony aprovecha de la oportunidad y confirma y
acentúa esta exclusión.
—Sí, el único.
El padre muestra que capta el estado de ánimo del
chico y expresa la aceptación de este sentimiento:
—Eso no te gusta.
Tony sigue expresando su sentimiento y su padre su
comprensión:
—No, no me gusta.
—Lo comprendo, Tony.
Esta última respuesta no es puro reflejo, es afirmar
verbalmente la comprensión. El padre le da tiempo.
Entonces Tony sigue manifestando su vivencia con una
descripción:
—Y después de la clase se van y dan vueltas. . .
El padre traslada otra vez el centro de atención a
Tony y formula expresamente el sentimiento de
exclusión:
—Vos te sentís excluido.
Se ha necesitado este tiempo. La expresión de los
afectos va mucho más despacio que la expresión de
ideas. La comprensión del padre da a Tony bastante
confianza para empezar a manifestar por lo menos
indirectamente lo que quiere:
—Sí, y ellos me preguntan, por qué vos no me com-
prás una bicicleta.
El padre se muestra genial. No se enoja ni anticipa el
deseo de su hijo. Tony tiene que hacer el esfuerzo de for-
millar la petición. Por eso, el padre hace un reflejo reite-
i atlvo,
—Te lo preguntan.

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Tony está elaborando en su interior. El padre sigue


dándole tiempo:
—Sí.
—Hm — pausa.
Finalmente Tony llega a formular su petición:
—¿No podría tener una bicicleta?
Ahora Tony se ha expresado adecuadamente. El
padre puede abandonar su actitud de escuchar y el
diálogo entra en otra frase. Ahora es Tony quien tiene
que escu-
* liar, aunque su padre sigue aún con una actitud
comprensiva. Antes de negarse, manifiesta su
comprensión con palabras. En la última respuesta es
notable que no se de- I ¡elida con la imposibilidad de la
compra, sino que asume el hecho de no querer hacer el
gasto en las circunstancias actuales.
liste ejemplo nos muestra que participar en la
experien- i ¡a del otro por medio de reflejos, no
imposibilita el diálogo franco, sino que forma parte
constitutiva del mismo. En una misma conversación se
escucha y se expresa. Cada vez que el interlocutor
quiere expresar algo, tengo que ponerme en una actitud
receptiva para poder participar en su experiencia. Tengo
que reflejarle su mensaje para que se .mime a
expresarse a fondo. El criterio para pasar del es- i ni liar
a la expresión, no es mi comprensión del hecho. I’iiede
ser que yo ya haya captado lo que el otro quiere ex- pn
ai I so no basta. Es más importante que el otro pueda i
xpiesarse electivamente, así como lo vemos aquí en el
ejemp l o I I padre captó la situación muy pronto. Sin
embargo, no ■ apuró a justificarse o a mandar y
recordarle su autori- .I ni i . dio tiempo para que pueda
recorrer el camino costoso de In expresión.
' Veamos otro ejemplo muy sencillo. Un sacerdote o.
IIH . ii ai despacho, a una señora del interior del país
•11 o . . p.u a pedir el bautismo para su hijo:

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—Buenos días, padre.


—Buenos días. ¿Cómo le va, señora?
—Gracias, muy bien.
—Me alegro. ¿Puedo serle útil en algo?
—Sí, padre, vengo para pedirle que bautice a mi
hijo...
—Quiere bautizarlo.
—Sí, porque tiene ya dos meses.
—Le parece que es tiempo.
—Sí; mi suegra insiste también en que lo
bauticemos.
—Ella insiste.
—Sabe, hasta ahora no estaban los padrinos y no
podíamos hacer la fiesta.
—Ahora ya están.
—Sí, padre, vinieron de Salta. . . Porque nosotros
somos de Salta.
—Son de Salta.
—Sí y somos muy religiosos. Todos hemos sido
bautizados en la catedral de Salta y asistimos
siempre a la novena del Cristo del Milagro.
—Tienen mucha fe.
—Sí, padre, tenemos mucha fe. Por eso, quiero
que mi hijo sea bautizado. Quiero que aprenda la
religión.
—Quiere educarlo en la fe.
—Así es, padre. ¿Conoce usted al padre Roberto?
—¿Al padre Roberto?
—Sí, al padre Roberto de Salta.
—No, no lo conozco.
—El bautizó a mis hijos mayores. Fue muy bueno
con nosotros.
—Ustedes lo quieren.
—Hubiera querido que él lo bautizara a este
también, pero no podemos ir a Salta.

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Veumos ahora, lo que pasa en este diálogo.


Primero, se saludun mutuamente. El padre toma la
iniciativa preguntándole cómo le va y, luego, si
podía serle útil en algo. Como
0 «puesta, la señora expresa su propósito de
bautizar a su hijo. El padre hace el primer reflejo:
—Quiere bautizarlo.
Con eso le da tiempo para que se explicite más
y le da el testimonio de que está escuchando.
Notemos que no dice que va a escuchar, sino
escucha. La señora proporciona otro iluto que
podría ser una justificación y, al mismo tiempo,
expresión de su urgencia interior:
—Sí, porque tiene ya dos meses.
La respuesta del padre es prácticamente un
reflejo del sentimiento.
—Le parece que ya es tiempo.
I .a señora retoma el aspecto de urgencia y
proporciona otro dato:
*'
—Sí; mi suegra insiste también en que lo
bauticemos.
El padre lo refleja:
—Ella insiste.
Entonces la señora da más datos:
—Sabe, hasta ahora no estaban los padrinos y
no podíamos hacer la fiesta.
I ,a fiesta es algo muy importante para ella.
Para el sa- ( enlute puede no revestir tanta
relevancia. Pero lo capta.
1 lia se siente mucho mejor por haber podido
expresar eso. Asi, el padre participa más de su
vivencia; lo refleja indicando lu parte positiva:
Ahora ya están.
sí, padre, vinieron de Salta.
r.o a i lla significa muchos recuerdos. Como se
verá más id. lanie, significa arraigo: de allí elige a
los padrinos. Sig- inlo a. ademas, arraigo religioso

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y tradición. Es como un .1." min mu de identidad,


acredita que son católicos. El pallo lo i el leja
pacientemente.
—Son de Salta.
Millonees, ella empieza a dar directamente un
testimonio explícito de su fe:
—Sí, y somos muy religiosos. Todos hemos sido
bautizados en la catedral de Salta y asistíamos
siempre a la novena del Cristo del Milagro.
Ya están haciendo confidencias de su vida
religiosa. Cuando un sacerdote quiere bautizar un
niño le interesa si sus padres tienen fe o no. Tendría
que preguntárselo. Pero, aquí eso brota
naturalmente. Basta que la escuche de veras. Por
eso, lo explícita con un reflejo:
—Tienen mucha fe.
En la frase siguiente, la señora explícita su firme
decisión de la educación religiosa:
—Sí, padre, tenemos mucha fe. Por eso quiero
que mi hijo sea bautizado. Quiero que aprenda
religión.
El padre lo traduce a la terminología eclesiástica:
—Quiere educarlo en la fe.
La señora ya se siente tan en confianza que lo
une con el padre Roberto. Piensa que, a lo mejor, se
conocen:
—Así es, padre. ¿Conoce usted al padre Roberto?
El reflejo sería:
—Usted quiere saber si yo conozco al padre
Roberto.
Pero eso no tiene sentido aquí, y por eso, el
padre abandona su actitud y contesta que no lo
conoce. Después, la señora dice que el Padre Roberto
ha sido muy bueno con ellos. El padre hace un reflejo
del sentimiento:
—Ustedes lo quieren.
La respuesta es afirmativa: tanto lo querían que

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tenían intención de ir hasta Salta para que bautizara


al hijo. La señora ya no se siente en un despacho. En
cinco mi- imíos expresó su fe, su arraigo en Salta y en
la tradición religiosa de sus pagos, su decisión de
transmitir la fe recibida de sus padres, el cariño que
la familia tiene al pa- (lu Roberto, la fiesta que van a
hacer. El padre no le preguntó nada y en cinco
minutos salió todo eso. Aun en el tuso en que el
padre tenga que pedirle que asista a algu nn reunión
o instrucción, ya sabrá dónde asentar su exigencia.
Es muy valioso que la señora haya podido expresar
todo eso ella misma. Se irá, además, convencida de
que este sacerdote es por lo menos tan bueno como
el padre Roberto.
¿Cuándo y ante quién conviene reaccionar
únicamente con reflejos, limitándose a recibir
fielmente sus mensajes?
Se puede afirmar que la respuesta de reflejo es
necesaria cada vez que el interlocutor esté
expresando algo suyo. Eso, sin duda, le cuesta. El
reflejo le da tiempo, le aumenta la confianza.
Normalmente hay que suponer que el interlocutor
tiene toda una riqueza interior y conviene, por lo
tanto, hacerle reflejos hasta que haya signos
positivos de que no tiene intención de expresar algo
más. A eso hay que añadir que la comunicación en el
nivel religioso es siempre algo muy íntimo y muy
profundo que sin un ambiente de gran confianza no
se establece. Por eso, hablando de temas religiosos
es imprescindible prolongar bastante tiempo el
reflejo.
Tengo por costumbre seguir reflejando antes de
enseñar algo. Hasta que no haya un interés expreso
por lo que uno quiere decir, es más didáctico no decir
nada. Es más cristiano interesarse por lo que dice el
otro. Hay que hacer reflejos a los agresivos y a los
criticones. Suelo hacer algunos reflejos cuando en
público me preguntan algo con doble intención o, por
lo menos, cuando sospecho que la pregunta esconde
el verdadero problema. El reflejo lo hace aflorar muy

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pronto. Generalmente hago reflejos de sentimiento a


las personas que hablan sin parar pero sólo para no
decir nada. Con eso traslado la conversación a un
terreno más real. En general, conviene hacer reflejos
cuando el grado de comunicación en una
conversación no es elevado.
Creo que para adquirir el hábito de escuchar, es
nece-
■ . . ejercitarlo con cierta autodisciplina. Pero el
reflejo
■ -.oí;míenle la concretización de la sensibilidad
social, y cuando va es un hábito adquirido, el reflejo
se hace espontáneo y uno pasa sin darse cuenta del
recibir mensajes al dar mensajes y viceversa.

Sugerencias

No es fácil describir el bien inmenso que uno


puede hacer cuando se pone en esta actitud
acogedora de ir recibiendo, con un enorme respeto,
los mensajes que sus hermanos quieren transmitirle.
La gente que está alrededor de uno, se da cuenta
enseguida, se siente en confianza y empieza a
abrirse. Se siente persona liberada. Aprende a
conocerse a sí misma. En una palabra, empieza a
vivir. Sintiéndose a sus anchas, le resultará natural
hablar de Dios. Lo comprobé miles de veces.
El secreto para poder apreciar esta actitud, para
poder desearla o para poder gustarla, consiste en una
cierta actitud contemplativa. Tener tiempo, no estar
apurado. Poder mirar la naturaleza con paz. No tener
siempre cosas urgentes que hacer y no obcecarse con
ideas y objetivos que uno se propone. No pensar que
uno tiene que salvar al mundo. Poder relajar su
cuerpo y poder permanecer sin grandes tensiones
emocionales. Y, con eso mismo, va creciendo cierta
sensibilidad por los seres humanos que viven cerca.
Uno no busca corregirlos, no busca ahorrarles todo
sufrimiento, aun los que no pueden ser evitados. Con

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la contemplación nace un amor más desinteresado


que se contenta con acompañarnos.
Encontré excelentes sacerdotes,
intelectualmente actualizados, que eran capaces de
hablar durante horas de esta actitud respetuosa y de
la caridad centrada en el otro. Luego, cuando me
contaban algunas conversaciones que habían tenido
con personas que venían a pedirles consejos, vi que
ellos mismos no ponían en práctica lo que predicaban
ni tenían conciencia de proceder de una manera
contraria a sus convicciones. No es fácil ponerse en
una actitud con- leinplativa frente al hermano. Los
que tienen gran entusiasmo para ayudar llegan,
con toda facilidad, a una actinal de apoyo o de tutela.
Otros, que tienen mucha expe- rienda, ven muy
claramente la solución y empiezan a dar consejos, sin
darse cuenta de que con eso cambia la relación
humana. Por eso, traté de mostrar, en lo concreto, las
condiciones de una conversación acogedora y
contemplativa. Aquí cada uno puede hacerse el test y
verificar si sus reacciones frente a las personas son o
no altruistas. En lo siguiente, quiero sugerir algunos
ejercicios para que los interesados puedan
aprenderlo. Mejor dicho, voy a describir cómo lo
adquirí yo mismo y cómo lo enseñé a otros. Pienso
que ningún joven sacerdote debería ser admitido al
ejercicio de la pastoral sin estar versado en ella. Me
parece, además, que todos los cristianos que, de una
u otra manera, se ponen en contacto con problemas
religiosos tendrían que estar capacitados a acoger a
sus hermanos con seriedad y profundidad. Se podría
seguir y afirmar que esta actitud contemplativa es
muy necesaria en cualquier conversación sobre fe y
religión.
Cuando estuve convencido de que esta actitud
contemplativa y receptiva hace un bien muy grande,
me decidí a aprenderla. Tomé el libro mencionado en
el que figuran ejemplos muy parecidos a los que se
hallan en éste, pero tomados de sesiones de
tratamiento sicológico. Elegí un ejemplo, lo leí

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atentamente y, sin mirar la respuesta, traté de darla


yo mismo. Es un ejercicio muy útil para empezar y
puedo recomendarlo. Tome, por ejemplo, el comienzo
de este capítulo. Lea atentamente los cinco tipos de
respuestas: estimativa, interpretativa, explorativa,
apoyo y reflejo. Después de haberse fijado bien en el
sentido de cada uno, lea un ejemplo y, luego, trate de
dar, por escrito, las cinco respuestas a cada uno de
los casos, sin haberlas mirado en el texto.
Finalmente, compare con las respuestas que figuran
en el libro. Después de haberlo hecho varias veces,
puede pasar a los párrafos siguientes y hacer lo
mismo.
Me resultó más fácil hacer los ejercicios en grupo.
Me puse en el lugar de un personaje y, con algunas
frases, empecé a quejarme o a expresar algún
problema o estado de ánimo ficticio o real. Pedí que
cada uno escribiera las cinco respuestas. Al terminar,
hice leer las primeras y, luego, las analizamos en
grupo. Después todos leyeron la segunda y la
analizamos. Así seguimos hasta terminar las cinto.
Repetimos con casos diferentes hasta que todos lo
aprendieron.
Después de estos ejercicios, pedí que alguien del
grupo hablara de un problema que pudiera ser
tratado cómodamente ante todos y yo le hice los
reflejos. Así, pudieron ver cómo se hace un diálogo
más largo, solo reflejando. Luego, uno del grupo
comunicaba algo y otro le hacía reflejos durante un
cuarto de hora más. Después de cada ejercicio,
hicimos un comentario de la conversación.
Simultáneamente, hay que empezar a hacer
observaciones en la vida misma. Observe, por
ejemplo, durante las conversaciones, la relación que
se establece entre las personas. Puede ser que se
trate de una discusión acerca de algo muy sagrado,
pero que, al mismo tiempo, la relación entre las
personas sea de oposición. Cada una niega lo que
afirma la otra. Será una conversación muy estéril.
Para adquirir la actitud contemplativa es

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imprescindible aprender a tener conciencia


simultánea del tema de la conversación y de la
relación que se crea durante la conversación. Observe
pacientemente durante mucho tiempo una discusión
en la cual nadie escucha al otro. Aprenda, por medio
de ello, a tener conciencia paralelamente de dos
cosas: del tema y de la relación entre las partes que
discuten. Retomaremos este hecho más adelante.
Un paso siguiente sería la observación de estos
dos elementos en conversaciones en las que usted
mismo es el protagonista. Puede, luego, observar en
sus conversaciones, los diferentes tipos de
respuestas que usted da.
¿Suele apoyar a los que tienen alguna dificultad?
¿Es usted el representante de la moral? ¿Es el
sicólogo que interpreta? ¿Es el detective con gran
habilidad de averiguar todo? ¿Es la persona que
mezcla continuamente sus propios problemas en
asuntos que no tienen nada que ver ton ellos? ¿O es
el amigo que escucha y acompaña? Antes tlt* querer
cambiar de actitud, conviene conocer sus propios
hábitos. El cambio va a resultar más natural.
Observe el sentido de una persona que habla. No
se quede en sus palabras o en el tema que lo
preocupa. Trate de sumergirse en su experiencia. Eso
aumenta mucho la sensibilidad por el otro. Por
ejemplo, cuando usted participa en una conversación
como tercero que interviene poco, trate de adivinar el
sentimiento que impregna a la persona que habla. En
la vida emocional hay muchos matices. Hablando, por
ejemplo, de un difunto uno siente tristeza y otro
depresión, dolor o angustia. El tercero siente
resistencias a hablar del tema. Otro, a lo mejor, siente
cariño y siente al difunto muy cerca. Otro más,
reprime sus sentimientos y solamente revela
indiferencia. Al hablar, raras veces suelen explicitar
este sentimiento de base. Sin embargo, su captación
da la posibilidad de comprender. Por eso, conviene
aprender a adivinarlo. Cuando se habla de una
experiencia pasada —de un paseo, por ejemplo— cada

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uno lleva en sí un recuerdo con un sentimiento


distinto. Aprenda a leerlo en las palabras y en las
caras.
Finalmente, empiece a hacer reflejos. Si al
comienzo le resulta costoso y artificial, escuche en
silencio y conteste solo con un "Sí” o con un "Hm”
afirmativo. De a poco, le vendrán los primeros reflejos
reiterativos o las fórmulas largas que corresponden a
la elucidación: "Si te entiendo bien querés que. . .”.
Así, de a poco, aprenderá a no interrumpir con sus
vivencias a alguien a quien le cuesta la expresión de
sus sentimientos. Suponga siempre que su
interlocutor tiene muchísimos sentimientos, actitudes
que no puede expresar todavía. Tiene además, un
fondo religioso i|uc le cuesta comunicar. Sólo si
encuentra un acogimiento muy intenso y cordial va a
empezar a soltarse. Eso le permi- lirá a usted
mantener su interés por el otro. Más tarde, puede
aprender a mantener esta actitud acogedora durante
un tiempo más prolongado.

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Capítulo 4

Dar testimonio

La manifestación de lo que uno vive

1. Hasta ahora hemos visto que para compartir la


fe hay que aprender a escuchar, a comprender, a
aceptar y a reflejar el mensaje que el otro está
manifestando. Ahora, vamos a ocuparnos del mensaje
que nosotros mismos deseamos transmitir. Los
apóstoles anunciaron el mensaje de la salvación.
Hablaron de Jesucristo. Eran testigos de su muerte
salvífica en la cruz y de su resurrección gloriosa. Si
queremos compartir la fe, es necesario que
encontremos la manera de dar este testimonio de
Jesucristo.
En su primer sentido más obvio, dar testimonio
significa afirmar con palabras que uno cree en
Jesucristo, que cree en su resurrección y en lo que él
significa para nosotros, aquí en la tierra y en la vida
futura. Si imaginamos el testimonio de los apóstoles
ante el sanhedrín o en medio de una persecución,
entendemos su tremenda fuerza. Durante los
primeros siglos, el testimonio de la fe en Jesucristo
significó la persecución y la muerte. Era un
compromiso radical, una entrega total.
Desde el siglo^cuarto en adelante, cuando todo el
mundo romano se hizo cristiano y un no cristiano ni
siquiera podía obtener un empleo público, o cuando
se empezó a perseguir a los no cristianos, la
afirmación de ser cristiano c ambió de sentido. Perdió
su fuerza y, en muchos casos, ha significado un
beneficio material, político y hasta comer-

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cial. Puede ser muy vacía de todo contenido


religioso. Para estar seguro de una fe verdadera
había que pedir otros signos que la pura afirmación
verbal. Nosotros hablamos, en este sentido, del
testimonio de vida. Consiste en una vida llevada en
armonía con la afirmación verbal. Si anunciamos
que Dios es amor, el testimonio de vida consiste en
amarnos los unos a los otros. No amarnos sería
negar con nuestra vida lo que anunciamos con
nuestras palabras.
En nuestro tiempo, el testimonio, en su sentido
pleno, consiste en revelar lo que uno vive. El
apóstol san Juan caracteriza su testimonio de esta
manera:

Lo que hemos oído,


lo que hemos visto con nuestros ojos,
lo que hemos mirado
y nuestras manos han palpado acerca del Verbo
que es vi da. . .
Lo que hemos visto y oído
se lo damos a conocer
para que estén en comunión con nosotros,
con el Padre y con su Hijo Jesucristo.
(1 Juan 1, 1-3)

Juan nos dice que él da a conocer su


experiencia, es decir, algo de sí mismo. Se puede
formular más expresamente: dar testimonio es dar
testimonio de sí mismo: revelarse, manifestarse.
El primero que se revela es Yavé. Aparece ante
Moisés en la zarza ardiente y se revela a sí mismo y
sus intenciones salvíficas. Jesucristo hace lo
mismo. Se muestra a sus apóstoles. En el monte
Tabor, se mostró en su gloria. Durante los años de
su vida pública iba haciendo confidencias a sus
apóstoles que, paulatinamente, permitían intuir la
riqueza de su personalidad, la trascendencia de su

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ser y el amor que les tenía. Comunicando lo que él


vivía, apareció como el enviado por el Padre, unido
a él hasta manifestarse como una sola cosa con El:

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Sciior, muéstranos al Padre —dijo Felipe a Jesús—


y eso nos basta.
Mace tanto tiempo que estoy con ustedes —
contestó Jesús- -, ¿y todavía no me conoces, Felipe? El
que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Juan 14, 8-9).
El testimonio que Jesús da del Padre no aparece
como un testimonio de una tercera persona, sino como
el testimonio que El da de su propia interioridad, de su
misión, de sus pensamientos y de sus relaciones. Se
revela a sí mismo, y en esta revelación aparece el
Padre.
Dar testimonio es siempre revelar nuestra vida,
comunicar lo que nosotros somos y lo que nosotros
vivimos. Dar testimonio es dar testimonio de uno
mismo, contar con palabras lo que uno vive. Es
comunicar su experiencia, sus preocupaciones, sus
dolores y alegrías. Es expresar el sentido que
encuentra en la vida y en los acontecimientos. Es abrir
el corazón. Cuando alguien abre su corazón y su
corazón está lleno de la fe en Jesucristo, da testimonio
de El. Esta revelación personal, esta comunicación
humana gratuita, es la infraestructura para que uno
pueda comunicar la fe.
Recuerdo que hace años, un amigo, misionero en
Zai- re, Africa, me describió con vivos colores cómo
tenía que llegar a su pueblo atravesando miles de
peripecias. No había ferrocarril ni rutas ni aeropuertos
en toda la zona. Debía ir con barcos y lanchas, por
senderos y barro, buscando guías y transportes
ocasionales, cuando los encontraba, o esperar mucho
tiempo hasta que se le presentara alguna caravana.
Tardaba una eternidad en llegar a su pueblo porque no
había infraestructura para el transporte. Tampoco
había comunicación entre las diferentes tribus. No
había pavi mentó ni puentes ni rieles ni correo ni
telégrafo ni te- lex. Nosotros estamos tan
acostumbrados a esta infraestructura que ni siquiera lo
notamos. Es interesante observar la necesidad de esta
infraestructura en nuestros ambientes. Donde no hay

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pavimento, no entra el camión lechero cuando llueve,


l.os almacenes quedan sin abastecimiento cuando hay
barro. El basurero no lleva la basura. Cuando llega el
pavimento, empieza un continuo movimiento de
comunicación e intercambio. Entonces se instalan
talleres o fábricas que no pueden vivir sin ruta. O hay
que ver lo que es un barrio en un día de lluvia cuando
ni siquiera tiene veredas. Para que un barrio pueda
estar comunicado, precisa una infraestructura. El
manifestarse es la infraestructura para la transmisión
de la fe.
¡Qué desagrado sentimos^cuando alguien quiere
comunicarnos la fe sin buena relación humana!
Pensemos únicamente en algunos evangelistas o
testigos de Jehová que llaman a la puerta e insisten
con su mercadería religiosa. Están haciendo sus horas
obligatorias de apostolado sin dar nada de sí mismos y
sin entrar en comunicación. Quieren imponer su
convicción pero no se interesan en tomar contacto
humano. Se podrían buscar algunos ejemplos parecidos
en nuestros ambientes católicos donde se propone
enseñar la doctrina pero sin comprometerse con un
testimonio personal. >■
La comunicación humana consiste en recibir y dar.
Recibir mensajes y dar mensajes, recibir testimonios y
dar testimonios.
La manifestación de lo que uno vive es un
testimonio muy positivo, aun en el caso de compartir
cosas negativas o cuando se confiesan defectos o
insatisfacciones y hasta faltas de fe. Hace poco, en un
curso de teología en la universidad, que funcionaba
como un grupo de reflexión, participaron entre diez
estudiantes de sicología, cuatro ateos. Compartimos
las experiencias de fe. Los ateos contaron por qué y
cómo llegaron a su convicción. En la evaluación final
del curso tres de los cuatro ateos confesaron que
habían empezado a creer en Dios. Una de ellos, una
judía de unos treinta años, explicó que se había
formado en el grupo un ambiente de mutuo respeto, de

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mutua aceptación y eso permitió que los participantes


que se conocían desde hacía ya tres años, empezaran a
tratarse y a quererse como personas. Y donde la gente
se quiere —añadió— allí no se puede negar a Dios.
Tanto los aportes de fe, como también la expresión
sincera y respetada de los ateos, aumentó la fe de
lodos. Por eso, estoy convencido de que compartir
lo que uno vive, lleva a otros hacia la fe, aunque
uno dé testimonio de que no cree en Dios. Si el
contenido del mensaje es lo que uno vive, es un
mensaje real, un mensaje que habla de la vida y la
Vida es Dios. Si este mensaje es recibido con
respeto, hay comunicación y la comunicación es
amor. Donde hay amor allí está Dios presente.
Reconocer un defecto cuesta mucho porque uno
cuida su imagen. El reconocimiento de algún
defecto mío que tuve que hacer en alguna que otra
oportunidad ha contribuido para que se aceptara
mi testimonio de fe porque dejé de mostrarme
perfecto. El testimonio de los perfectos, que solo se
atribuyen virtudes, da la impresión de algo ficticio
e irreal en un mundo humano siempre mezclado
con debilidades. Creo que por eso vino Jesucristo
como un niño indefenso, en un país pobre, sin
poderes políticos, y se dejó tomar preso como
cualquier hijo de vecino. Quiso mostrarse
vulnerable porque sin eso, su mensaje tan increíble
como el amor inmenso de un Padre, no hubiera sido
accesible a los hombres. Me acuerdo de que en
grupos de reflexión de fe, conté a veces, que yo
también había tenido dudas. Confesé con detalles
cómo las había vivido. Casi siempre fue un bálsamo
para los que se debatían con incertidumbres. Si un
sacerdote podía vacilar en su fe, decían, ellos
tampoco estaban perdidos. Luego, al escuchar
cómo había superado mis dudas, se sentían más
orientados y reconfortados que con cualquier
afirmación teórica acerca de la posibilidad de
superar las incertidumbres respecto a la fe.

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2. El poder dar testimonio tiene sus


condiciones. La

© primera es un ambiente de gran confianza. Uno no


puede comunicar toda su vivencia a todos. Nunca
hay que esforzarse por decir más de lo que uno
buenamente puede o quiere manifestar. Uno empieza
por sondear el ambiente. Tiene deseo de manifestar
algo pero no sabe cómo va a ser acogido: insinúa algo,
por sí insignificante, para explo- r:ir cómo se lo recibe,
y para observar si hay interés por escucharlo. En caso
de que el resultado sea positivo, larga algo más y
vuelve a observar el grado de interés y el grado

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de aceptación que le brindan. Si la aceptación, el


respeto y el interés no son muy satisfactorios ni
mueven a la confianza, no va a expresar lo que iba
a decir. La única manera de poder dar testimonio
en este caso, es realizar una labor previa muy
ardua y lenta, de transformar el ambiente. Consiste
en ponerse uno a la escucha de los demás e ir
logrando esta actitud de aceptación, de respeto y
de interés que son necesarios para que se pueda
expresar con confianza. El modo de hacerlo era el
tema de nuestros tres primeros capítulos.
(\ ] — Otra condición de poder dar testimonio de sí, es
querer manifestarse. Querer comunicarse con el
otro^En el noviciado me enseñaron que uno nunca
tiene que hablar de sí mismo. Sería darse
demasiada importancia y falta de humildad. Hay
algo de cierto en eso. Pero es igualmente cierto
que si uno no habla de sí mismo, permanece
desconocido, aislado, ignorado e incomunicado. En
cambio, hablando uno de sí mismo, es decir
compartiendo con otros sus sentipiien- tos, sus
vivencias, queda descubierto y vulnerable. Se
expone al riesgo de que lo entiendan mal o que
usen en su contra lo que manifestó. Pero estableció
contacto con otros.
El deseo de dar testimonio de sí mismo
corresponde a una necesidad humana de amar y de
compartir. Pero existen situaciones humanas en las
cuales conviene manifestarse lo menos posible. Son
las situaciones en las cuales las relaciones
humanas no son gratuitas, sino que existe algún
interés de por medio. Puede ser un interés
material, un interés de poder o de dominio o
cualquier otro interés que crea cierta oposición
entre los hombres. Tomemos dos contextos
característicos: la situación del militar y la del
político.
El militar, al enfrentar al enemigo, adopta una
actitud bélica. Ouiere vencer a su adversario.

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Concibe una estrategia para triunfar sobre él. Pero,


mientras hace sus maniobras, el enemigo no tiene
que saber lo que está preparando. Sus intenciones
son secretas. Hasta hace maniobras en falso para
despistarlo. Manda espías para obtener datos
acerca de su poder, de sus posiciones y de sus
planes, pero tiene
que procurar que no trascienda nada de lo que podría
servir para frustrar su plan o para descubrir sus lados
flacos. Si puede llevar adelante su proyecto y tomar al
enemigo de sorpresa puede arrollar ejércitos mucho
más fuertes que el suyo. Se ve hasta qué punto una
situación exterior de oposición puede anular
cabalmente el deseo y la posibilidad de la revelación
espontánea de lo que uno vive y lo que uno piensa.
El político tiene también su proyecto, pero la
actitud que adopta es parcialmente diferente. Aparece
siempre muy educado, sonriente y pone buena cara a
todo. Para convencerse de eso, es suficiente mirar sus
fotos en los periódicos. Cuidan su imagen. Proceden de
una manera “política”. Están dispuestos a aguantar o a
hacer sacrificios y postergar ciertos objetivos si, con
eso, consiguen algo a plazo más largo. Tienen su
propia estrategia. Llevan su lucha política con
conversaciones, discursos, pactos y alianzas. Son
grandes maestros en no manifestarse más allá de lo
necesario. A uno le cuesta saber lo que piensan.
Imaginemos, por ejemplo, a un político declarando que
es cristiano y que cree en Dios o en Jesucristo. Lo
primero que a uno se le ocurre es preguntarse qué
intenciones tiene con esta proclamación. ¿Quiere
conseguir el apoyo de las autoridades eclesiásticas o
quiere hacerse popular? ¿Qué conyunturas quiere
aprovechar? La situación política misma pide que uno
se manifieste hasta cierto punto, pero que sus
adversarios y hasta sus aliados, no se den cuenta de
todo lo que piensa.
Nos encontramos todos los días en situaciones
políticas, en la familia, en el comercio, en las

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instituciones, en el gobierno, etc. Todas estas


situaciones nos obligan a tomar cierta actitud política
porque perseguimos nuestros objetivos y queremos
realizarlos en ambientes donde otros luchan por
objetivos, a menudo, contrarios.
El testimonio de vida puede darse siempre, pero
no en su sentido pleno. La manifestación de lo que uno
vive surge solamente en una esfera de las relaciones
gratuitas, donde ninguno pretende obtener algo del
otro, ni quiere obligarlo a nada. Si alguien se
manifiesta, lo hace porque quiere compartir
gratuitamente su riqueza interior. Se revela porque
ama y no porque quiere lograr algo.
NoIemos que cuanto un apostolado es más
organizado, Imito más intervienen los intereses y, por
tanto, la actitud política. Un director de colegio, un
párroco, hasta un pro- ¡csor o un catequista, están
continuamente en situaciones interesadas y, por lo
tanto, políticas. Tienen que reservar mucho terreno de
su recinto interior donde se juega la fe. l a dificultad de
los apostolados organizados consiste precisamente en
crear, pese a las instituciones interesadas, momentos
de relaciones gratuitas. Sólo en ellos, podrá darse
testimonio en el sentido estricto. En las otras se podrá
dar un testimonio de vida, predicar una doptrina,
cumplir un deber; pero un testimonio, el medio más
propio y evangélico de la transmisión de la fe,
únicamente es posible, en un momento de relaciones
gratuitas.
Podemos hacer una consideración parecida si nos
fijamos en la función de los roles. En la vida diaria
todos'cum- plimos ciertos roles. El mozo del
restaurante sirve la comida. l is su rol. El mecánico
repara motores. El médico cura enfermos. El abogado,
el empleado del banco, el vendedor de diarios, el
presidente de la Nación, todos desempeñan roles. MIS

En los roles, representamos intereses de una


comunidad o de una institución. Lo personal está
relegado al segundo plano. La palabra rol viene de la

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representación leal ral. El actor representa un rol.


Debe tener una afinidad ‘i'ii este papel que cumple
para poder compenetrarse con « I v representarlo bien.
Asimismo, el policía tiene que de- '•< ai c| orden que
impone en nombre de la ley. Pero, al mismo limpo, el
actor no se pierde en su papel y guarda
.. .pie cierta distancia entre lo que representa y lo que
|| almcnlc es. El actor no es el personaje a quien
interpreta.
1
I pirsideute de la Nación representa los intereses de
la
' ¡........ pero no es la Nación. Tiene sus asuntos
familiares
i"•1 I" lauto, puede sentir a veces, cierto conflicto
entre " luí presidencial y sus preocupaciones
caseras. Cuan-
" loa > n su rol, puede decir o hacer algo que
interior- acule Un policía tiene que
representar la ley aun

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que piense que una ley determinada no es justa.


Su sentir personal está relegado en este caso al
segundo plano. Un testimonio personal de lo que
siente puede estar fuera de lugar.
Hay cierta dinámica entre el rol y la
manifestación personal. Todos necesitamos
momentos espontáneos libres de todo rol. El médico,
el mecánico y el empleado del banco vuelven a sus
casas y allí, junto a sus mujeres, a sus hijos y a sus
amigos, pueden ser ellos mismos sin representar
ningún papel. Pueden expresar lo que sienten. Su
relación es gratuita, sin intereses y pueden dar más
fácilmente testimonio de lo que viven, sienten o
piensan, a no ser que allí también las tensiones
internas, creadas por la oposición de los intereses,
obstaculicen la manifestación espontánea.
Se habla del rol, de vez en cuando, en un sentido
peyorativo, cuando en una familia o en otros
momentos gratuitos, alguien no puede manifestarse
con libertad y quiere representar algo mejor de lo
que es porque tiene miedo de que lo desvaloricen y
no lo quieran. Dicen que se pone una careta, o que
levanta una fachada ante su verdadera personalidad.
Pero el rol por sí consiste en algo positivo: un
servicio social, una función, representando algún
grupo o alguna institución.
El lugar más propio de la transmisión de la fe son
las relaciones gratuitas donde nadie representa
ningún rol sino que se manifiesta sencillamente como
es. Sin embargo, la Iglesia tiene sus instituciones y el
apostolado está con frecuencia encuadrado en una
organización que supone roles. El párroco desempeña
un rol. El obispo tiene su papel de gobernar la Iglesia
local. Ni el catequista escapa a su rol de representar
la Iglesia para los niños a quienes tiene la misión de
catequizar. Un colegio católico, una asociación
cristiana, tienen sus aparatos institucionalizados que
implican el ejercicio de roles. Cuando un joven sueña
con hacer apostolado, piensa en transmitir la fe en

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Jesucristo, dar tes- tiinonio personal de él y cuando


llega a ser catequista, pá- i IOCO o presidente de un
grupo de Acción Católica, se ve encuadrado t u un rol
con objetivos prefijados, estatutos, le-

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yes y se ve exigido por la institución. Está en pleno


ejerci- i lo de un rol. No solo está él mismo
desempeñando un rol <|iic le pide relegar lo
personal a un segundo lugar, sino 1 1 mudo, por fin,
puede en un momento manifestarse perso-
n,límente, los que se encuentran a su alrededor se
pregun- I.ui qué intenciones tendrá con su
testimonio personal. Es (leí ir, no lo sienten en
situación gratuita sino interesada por el e jercicio
de su rol. Por supuesto, puede dar testimonio de
vida si vive lo que predica. Pero, ¿predicará la
doctrina de l.i institución que representa o dará
testimonio de lo que \ i v e ’ Dar testimonio de
Jesucristo, en su sentido pleno, es manifestarse
personalmente, lo que uno vive, lo que siente y la
fe que tiene con todas sus circunstancias, a veces
demasiado humanas. Existe, continuamente,
la,tarea de asumir un rol y sin embargo encontrar el
modo de dar testimonio personal de Jesucristo
dando algo de uno mismo. El rol, al enseñar, es dar
testimonio de la fe de la Iglesia. Pero hay di-
Iciencia —aunque sea de modalidades— entre
manifestar lo que cree la Iglesia y lo que vive uno
mismo. >■

Testimonio en la enseñanza

La doctrina de la Iglesia es el resultado surgido


de la reflexión de la Iglesia sobre las experiencias y los
hechos de los comienzos. Los apóstoles empezaron a
predicar su desbordante experiencia de la
resurrección del Señor. In- Ici piularon su propia
existencia en función de ella. Su fe en Jesucristo, en
el Padre que lo envió y en el Espíritu que los
confirmó el día de Pentecostés, hizo cristalizar su
men- '..i ¡e en torno de los misterios de la santísima
Trinidad. A a surgió el primer núcleo ordenado que
expresaba esa fe: i i.i el símbolo apostólico, que

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evolucionó, en varias etapas, IM .la nuestro credo.


Bajo el influjo de la filosofía aristoté- li, .i. n vivida
en el medioevo, tomó la forma de un cuerpo 1 1,,, 1 1
nial racionalmente sistematizado. Me pregunto si
no pudría permitir que cada cristiano o, por lo
menos, los Intímelos que lo necesiten, puedan
recorrer este proceso que parte de los hechos
vividos y va evolucionando, ordenándose y
sistematizándose hasta llegar a una fe
racionalmente estructurada.
Intenté hacerlo y quiero contarlo. Hubo varios
motivos que me animaron a emprender este
camino. Eran los criterios de respeto y de confianza
en la gente, en el sentido explicado en los primeros
capítulos de este libro. Era, también, la necesidad
de un contacto personal y grupal al compartir la fe,
y la convicción de que sin estas condiciones se
puede hablar de doctrina, de ideología, se puede
nombrar a Dios, pero no se puede crear un
ambiente religioso en el cual se comparte
fraternalmente la fe.
El escenario fue un ambiente universitario de
medicina, de sicología, de letras y de sociología
donde daba clases obligatorias de teología. Cada
estudiante tenía que cursar, durante su carrera,
tres materias de teología. Participaban
protestantes, judíos y ateos, pero la gran mayoría
estaba formada por católicos. Había exalumnas de
colegios de monjas que estaban dando catequesis
en su parroquia o en los barrios. Asistían
exalumnos de colegios religiosos que guardaban
resentimiento y odio contra la Iglesia. Tenía en
estos cursos a personas muy serenas, equilibradas
y generosas, consideradas como estudiantes muy
aplicados y excelentes compañeros, que afirmaban
con seriedad y paz que la religión no les interesaba.
Y había cursillistas fervorosos, estrictos en su
concepción religiosa. Durante mis primeros años de
enseñanza, cuando todavía daba clases
catedráticas, me di cuenta de que algunos

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estudiantes estaban llenos de agresiones contra


Dios, contra la fe, contra la Iglesia, contra los curas
y contra las religiosas. No faltaban entre los que
habían desligado su relación con Dios de toda
estructura religiosa visible de la Iglesia, haciendo
serenamente oración y repudiando todo contacto
con el catolicismo u otra agrupación religiosa. Otros
llegaban con un enorme deseo de aprender y de
clarificar su fe. La mayoría manejaba muchos datos
religiosos que les creaban una confusión interior.
Me di cuenta de que existía una necesidad
apremiante de dejarlos expresar y de escucharlos.

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Presenté a las autoridades un plan que incluía


dividir los en grupos, de tal manera que en cada
grupo de diez pudiera estar presente, por lo menos,
un ayudante de cátedra. Primero me contestaron
que era imposible; pero luego, cuantío vieron mi
buena voluntad al ir dos veces por cada clase, para
poder dividir el alumnado en dos y atenderlos
separadamente, me dieron ayudantes y pusieron a
mi disposición locales para poder formar los grupos.
Había cada vez dos lloras de clase juntas de manera
que disponíamos de dos horas para cada reunión.
Esta división en grupos era fundamental. Muchos
otros profesores que querían seguir el ejemplo, no
le dieron bastante importancia. Me parece que más
de diez personas difícilmente puedan realizar esta
elaboración en un grupo.
En una clase introductoria explicaba la marcha
del curso. Les decía que mi intención era ponerme a
disposición de ellos para que ellos mismos
pudieran plantearse y elaborar sus problemas
religiosos cualesquiera que fuerán. Después
explicaba mis condiciones de método y la forma de
aprobar el curso. La asistencia a las clases era
bastante amplia en la universidad y no se pasaba
lista a los presentes. Respecto al examen, les dije
que consideraba mi curso como "práctico”, lo cual
significaba que no sé aprobaba con un examen final
sino con la asistencia. Pedí noventa por ciento de
asistencia para aprobar la materia. Como eran solo
diez estudiantes por grupo, en dos reuniones
aprendí M I S nombres y tomaba la asistencia sin que
ellos mismos se dieran cuenta porque conocía a
cada uno personalmente. I'ai.i mayor respeto a los
que no querían hablar de religión, deje la opción
de dar un examen con un temario determi- n ido
sin ninguna asistencia. Hasta ofrecí la posibilidad
de li H i i mi estudio personal sobre algún tema
religioso, si eso . . '.lablería de antemano en una
conversación individual.
No Ib ........ a l ineo por ciento los estudiantes que
optaban
i.... i r, do-, últimas alternativas. Todos querían 113
asistir a
i n i p o s l t o s . los que asistían a los grupos,
tenían la
..Me i, i. . .le leer uno o dos libros determinados y yo

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to-
i.i d i mi . tml de lectura antes del fin del curso. Era
con-
. ..... pai a aprobar la materia. Este libro—que
muchas

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veces lúe mi primer libro escrito para los


estudiantes, con la finalidad de ordenar y clarificar
el modo en que ellos podían entender su fe 6—
resultaba una lectura muy útil y retomaba la
mayoría de los temas tratados en el curso.
Algunos objetaron que si en cada clase se
elegía el tema, el curso no iba a tener un programa
unificado. Les contesté que el trabajo en el grupo
tendría su unidad vital. Dejaríamos que los
problemas emergieran en orden espontáneo para
lograr una elaboración vital. Puede ser, les decía,
que un problema doctrinalmente insignificante, sin
embargo, bloquée la comprensión de todo un sector
doctrinal. Por eso, íbamos a abrirnos a este camino
de la urgencia natural, en vez de seguir un hilo
teórico y abstracto, aunque este último pudiera dar
cierta seguridad tanto al profesor como a ellos.
Expliqué, asimismo, en esta clase de
introducción, que trabajaríamos en grupos de diez,
libremente formados, y terminamos por
organizados.
De este modo, en cada reunión me encontré
con un grupo reducido. Nos presentamos,
explicaron sus expectativas respecto al curso, y
pasamos, enseguida, a la elección del primer tema.
Daba mucha importancia a la expresión de las
inquietudes que ellos traían consigo. Cada uno
propuso varios temas, los anotamos y, luego,
elegimos uno de común acuei'do o por votación, en
la oportunidad en que no se llegaba a una
unanimidad. La participación de cada uno en la
determinación del tema era esencial porque en el
caso contrario, no se sentían protagonistas de la
reunión.
Elegido el tema, venía un paso clave de mi
parte: reformular el tema. Elegían, por ejemplo: la
fe en Dios. Yo lo traducía a una pregunta concreta:
¿Cómo cree o no cree en Dios cada uno de
6 II encuentro con Dios, Ediciones Paulinas, Buenos Aires,
cuarta edición, 1973.

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nosotros? ¿Qué acontecimientos lo condujeron a su


posición actual? Con eso, pasaba el tema de un
plano abstracto a un plano testimonial. Eliminé,
simultáneamente, la posibilidad de discusión. Si
proponía hablar sobre el sacramento de la
penitencia, lo reformulaba de este modo: ¿Qué
experiencias tiene cada uno de nosotros de la
confesión? ¿Cómo la conoció, qué etapas de
evolución ha recorrido y qué siente ahora respecto
a ella? Podían elegir el tema que querían: religiosos
o no religiosos. En seis años, c'ii todos los cursos,
más del ochenta por ciento de los te mas fueron
expresamente religiosos. Pero el dejar este mareen
de libertad, les aumentaba la conciencia de ser
protagonistas de su reflexión.
Después de eso, pedía que todos contaran su
experiencia. Dejamos que hablara cada uno. Les
hice reflejos y, a veces, formulé preguntas pero
solamente que estimularan la cxplicitación:
¿Podrías explicarte algo más?, ¿Podrías ex- plicitar
lo que dijiste? Me cuidé mucho de introducir alguna
problemática ajena a los testimonios. Es
comprensible que, al comienzo, les costara
manifestarse. Era muy útil pedirles que relataran
en orden cronológico los acontecimientos
exteriores que iban cambiando sus puntos de vista.
No sabían dar una definición sistemática de lo que
creían pero se acordaban de impresiones, de
anécdotas y de vivencias. Después de describir los
episodios en forma históricá, ya era fácil explicitar
las conclusiones que sacaban de ellos.
A veces tenía que ingeniarme para que cada
uno diera .ilpo de su experiencia. Una vez, por
ejemplo, hablando de la confesión, un ateo de
fuerte inspiración marxista, dijo que él, esta vez,
por lo menos, no tenía ninguna experiencia para
contar, ni sabía bien en qué consistía la confesión.
Lo invité a contar su experiencia más cercana al
tema. Le dije, a mi modo de ver, la autocrítica de los

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marxistas era, quizá, la experiencia que más se


aproximaba a lo que es la confesión para los
católicos. Terminó por contar experiencias.de
autocrítica y, al’final de la reunión, quedó él mismo
maravillado de cómo había podido participar con
tanto interés en una reunión tan absolutamente
ajena a su problemática, como era la confesión de
los católicos.
En pocos minutos empezaban a discutir. Un
ateo obje- laba la experiencia de fe de un creyente,
o al revés. De todos modos, empezaban a debatir la
experiencia. Yo lo tole- i aba pacientemente y me
quedaba callado sin intervenir ni

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manifestar opinión alguna. No censuraba nada.


Después de un buen rato de discusión, los invitaba
a continuar la comunicación de sus experiencias. Si
preguntaban qué pensaba sobre el tema, les
contestaba que prefería escuchar primero la
experiencia de cada uno. En casi una hora y media,
podía hablar todo el mundo.
En el último cuarto de hora de la reunión, les
proponía hacer una evaluación. Les decía que la
evaluación era una revisión del funcionamiento de
la reunión. Si algo no andaba bien o no les gustaba,
podían decirlo y, para la otra reunión, íbamos a
tomarlo en cuenta. Mientras que, si no revisábamos
la reunión, toda la insatisfacción queda para el final
del curso, cuando ya no hay oportunidad de
remediarlo. Invitaba otra vez a cada uno para que
formulara un juicio acerca de la dinámica de la
reunión, sin volver al tema.
Esta evaluación era clave. Primero, permitía
hablar a los que no se habían expresado y a decir,
por lo menos, que querían expresarse, pero todavía,
no habían podido hacerlo. Los que tenían alguna
queja podían expresarlo. Unicamente al final
hablaba yo. Interpretaba minuto a minuto la
reunión, mostrando a cada uno de los que habían
discutido que no respetaban la experiencia del otro.
Estas explicaciones eran para ellos, casi siempre,
una luz que les hacía ver su incapacidad de diálogo
y su falta de sensibilidad por el otro. Se daban
cuenta de que escuchaban únicamente para poder
criticar o, mientras aparentemente escuchaban, ya
estaban preparando lo que ellos iban a objetar. No
escuchaban con respeto. Les mostraba también los
momentos en que escuchaban con interés. Estos
momentos se daban cuando el testimonio era
fascinante. Señalaba los momentos en los cuales
alguien absolutizaba su experiencia, excluyendo
toda opinión diferente. De esta primera evaluación,
resultaba, a menudo, la gran decisión de aprender a
escucharse seriamente y a respetar la experiencia

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de cada uno. En tres o cuatro reuniones aprendían a


respetarse. Desaparecieron completamente las
discusiones. Aumentó enormemente el interés de
los unos por los otros. Empezaron a conocerse como
personas y la confianza entre ellos creció día a día.
I'so, a su vez, permitía dar rienda suelta a los
testimonios.
En la segunda, tercera o cuarta reunión surgía,
con frecuencia, un ataque contra mí, primero
disfrazado y, luego, cada vez más explícito. Es decir,
contra la Iglesia o contra algún sector de la Iglesia
pero dirigido contra mí, que para ellos,
representaba a la Iglesia en el momento. Relataban
hechos en los cuales aparecían ciertas culpas de
parte de representantes de la Iglesia. Yo los
escuchaba. Me miraban y esperaban mi reacción.
Sin querer, estaban provocándome. Buscaban
dialogar con la Iglesia, de cuyos representantes
habían recibido una imagen perfecta, que no
admitía crítica ni diálogo. La mayoría daba por
supuesto que yo estaba esperando para darles
después por la cabeza con la posición oficial de la
Iglesia. Me hubieran mirado como un juez supremo,
imagen que muchos de ellos proyectaban a la
Iglesia. Pero eso hubiera impedido la libre
expresión y la libre elaboración de sus problemas
religiosos. Me quedaba callado; cuando terminaba
una u otro y me preguntaba, le respondía que antes
de hablar, me gustaría —como habíamos convenido
— escuchar la experiencia de todos. Al final,
durante la evaluación, en vez de defender lo que
había sido atacado, decía con toda franqueza lo que
sentía. Les explicaba que yo mismo había tenido
experiencias parecidas. Les contaba algunas. Y
luego les confesaba que tenía vergüenza de que se
dieran tales hechos, y que yo, a pesar de todo, creía
en la Iglesia y luchaba para mejorar lo que se podía.
No salía de una afirmación testimonial. Eso
determinó mi ubicación en el grupo. En la
evaluación era un punto importante. Les decía que

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yo me había puesto al servicio de ellos, para


ayudarles a elaborar, todos juntos, sus problemas
religiosos y que no tomaba una actitud autoritaria y
doctrinaria. Con eso, los ayudaba para relacionarse
de una manera positiva con un representante de la
Iglesia. Con el mismo hecho se planteó la pregunta
de mi ubicación en el grupo. Les decía que mi
ubicación en el grupo dependía mucho de ellos. A
medida que el grupo tomaba conciencia de su
proceso y necesitaba cada vez menos coordinación
desde fuera, porque la coordinación se hacía obra
de todos, yo quedaba libre para integrarme en el
grupo. Dependía del grupo lo que esperaban de mí.
Eso aflojó mucho las tensio-

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nos. lili personas eclesiásticas, muchos


proyectan una autoridad moral y doctrinal rígida.
Los juzgan incapaces de salir de un rol y mostrarse
como personas. Una persona que se ponía al nivel
de ellos y estaba dispuesto a compartir su lo con
ellos, salía de las categorías que tenían. Empezaron
a interesarse más. Esta situación de ser agredido es
tan importante que la retomaré en el capítulo
quinto.
Desde este momento, normalmente, empezaron
a interesarse por mis experiencias. Yo esperaba
algún signo de interés de parte de ellos. Nunca
quise, si no era necesario, hablar antes de que ellos
hubieran hablado una hora entera y expresado sus
experiencias. Pero, cuando el ambiente ya estaba
caldeado, y me lo pedían, daba mi aporte. Resultó
casi sin querer, que cada vez que hablé, expresé
una serie de experiencias que de una u otra manera
contenían, en forma de experiencia, la doctrina que
ellos, a mi juicio, buscaban o necesitaban. Es bien
comprensible que para cada tema tenía muchas
experiencias que podía contar. No podía contarles
todas. Casi nunca quise hablar más de un cuarto de
hora. Pero generalmente menos. Tenía que elegir lo
que iba a decir y se me ocurrían las que iluminaban
más las relatadas en el grupo. No las afirmaba de
una manera categórica y absoluta, sino como
conclusiones a las que yo había llegado. Pero de
esta manera, sí, expresaba contenidos de los cuales
ellos, fácilmente, podían sacar conclusiones
doctrinales. Por lo menos los hacía pensar. Por
ejemplo, si algunos afirmaban que la confesión no
tenía sentido para ellos, yo podía contarles lo que
yo veía en ella desde mi infancia, cómo su sentido
se había ido enriqueciendo durante los años de mis
estudios, qué cosas había descubierto confesando a
mucha gente o enseñando el sacramento de la
penitencia. No omitía, por supuesto, las dificultades
que podía tener, las críticas que hacía a la práctica
actual y mis esperanzas respecto a la evolución de

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la práctica de este sacramento. Por último,


expresaba que la confesión significaba para mí una
reconciliación y un encuentro con Jesús. Cuando mi
fe aumentaba, la confesión tenía más sentido pata
mi, mientras que en momentos de su
debilitamiento, los aspeelos criticables y costosos
tomaban más relieve.
Después de enseñar en esta forma durante
años en la universidad, di algunos cursos para
orientar a catequistas de adultos en este tipo de
reflexión. Recuerdo que varias veces pude
mostrarles que por medio de la experiencia se pude
pensar toda la teología. No quiero negar la
posibilidad de un estudio más detenido. Ni quiero
poner este método como único. Solo quiero
comunicar mi experiencia; ella me permite afirmar
que circunstancias como la universidad, donde hay
toda una historia religiosa no elaborada por parte
de la mayoría de los estudiantes, primero se
necesita un asentamiento personal y grupal de lo
vivido anteriormente. También puedo asegurar que
después de escuchar una hora o más, cada palabra
mía caía en terreno muy preparado. A menudo la
devoraban, y lo que conté en forma de experiencia
les quedará grabado durante muchos años.
Inicié a varios ayudantes de cátedra en este
tipo de trabajo. No todos lo siguieron a la letra. Les
pedí que hicieran la experiencia una vez y me
contaran reunión por reunión lo que ocurría. De allí
pude apreciar lo que esto supope en la persona que
lleva un grupo de esta forma. Ante todo, una
sensibilidad grupal. Al comienzo, casi nadie se
aguantaba las ganas de hablar y, con eso, no
dejaban hablar a los estudiantes. Solía pedir que en
las primeras reuniones no hablaran más de cinco
minutos en una hora. Era suficiente para coordinar
la reunión. Es una disciplina dura pero necesaria.
Luego, les rogué que las intervenciones fueran solo
de coordinación, hasta que los estudiantes pidieran

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sus experiencias. Que no manifestaran ninguna


opinión autoritaria sino únicamente compartieran
sus experiencias y manifestaran las conclusiones
que habían sacado para ellos mismos. Nunca resultó
con personas que no tenían la práctica de escuchar
y acompañar de la manera que lo describo en los
primeros capítulos. No se trata de una técnica sino
de una actitud de interés por la otra persona. Era
interesante que los estudiantes limitaban el planteo
de los problemas conforme a la vivencia o
capacidad del ayudante de cátedra. En el grupo de
uno, ochenta por ciento de los problemas eran
preocupaciones religiosas. En los grupos de otro —
él mismo no estaba muy interesado en lo religioso—
casi no

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aparecieron planteos religiosos. Dependía mucho de


que,el ayudante pudiera o no explicitar sus propias
experiencias, es decir, si estaba acostumbrado a dar
testimonio de lo que vivía.
Al comienzo, o después de algunas reuniones,
surgió generalmente la pregunta por las
conclusiones. Nuestras reuniones quedaban
aparentemente inconclusas. La elección del tema
duraba de cinco minutos hasta media hora, cuando
había alguna dificultad. El compartir las
experiencias duraba alrededor de una hora y media.
Si quedaba tiempo, compartía mis experiencias
durante quince minutos. No hablaba siempre en
último lugar, pero comúnmente sí. A menudo se
quedaban preguntando todavía más acerca de mi
experiencia o acerca de la doctrina de la Iglesia.
Luego, terminábamos con un cuarto de hora de
evaluación que, si el tiempo lo permitía, se
prolongaba hasta tres cuartos de hora y era un
momento siempre muy bien aprovechado. Cuando
las clases eran las últimas del día se prolongaban
más allá del horario. Muchas veces terminaban
pidiendo que retomáramos el tema en la reflexión
siguiente. Cuando llegaba la próxima reunión, solía
sugerir que lo retomáramos más adelante. La
experiencia me enseñó que no resultaba retomar el
tema. Lo proponían por necesidad de una claridad
intelectual, y aquí, el trabajo interesante no se
movía tanto en un nivel de pura inteligencia. De
este modo, faltaban las conclusiones. Les pedía
paciencia y prometía que el resultado no iba a
tardar.
¿Qué pasaba con las conclusiones? Cada uno
quedaba impresionado con la experiencia del otro.
Eran estudiantes que habían vivido uno al lado del
otro durante tres o cinco años y se conocían
superficialmente. Cada uno era un mundo distinto y,
al nivel de experiencias, mundos bien separados.
Creado el ambiente de confianza, empezaron a
comunicarse con más hondura experiencias, a
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menudo, emocionantes, de dolor y, a veces,


ejemplos notables de caridad. Comenzaron a
comunicarse el trabajo, la búsqueda de su iden- l
idad y, con frecuencia, la paz en que vivían. Se les
abría mi inundo nuevo y los movía a la reflexión.
Junto a la expe- i ir ni ia de un atc'o que había
despreciado toda religión, surgían signos tan
evidentes de sana religiosidad que los conmovían.
Descubrían que detrás del ateísmo pueden
esconderse muchas cosas humanas y por su parte
los ateos se dieron cuenta de que existe, a su lado,
gente a la que ellos ya desde hacía años estimaban
como los mejores compañeros y que resultaban ser
personas profundamente religiosas. Al lado de
experiencias que mostraban como un absurdo la
vida futura, surgieron experiencias de la fe en la
vida eterna, pelo con tanta convicción y tanta
sencillez, que todos quedaban pensativos. Es la
expresión correcta: quedaban pensativos.
Empezaban a pensar. Muchas veces me dijeron que
después de la reunión habían bajado al bar y habían
continuado la conversación. Pero, más
frecuentemente aún, confesaron en las reuniones
que habían rumiado sobre el tema anterior durante
la semana entera. Estos signos me daban la
garantía de que estaban reflexionando así como yo
lo había deseado. Hacia el fin del curso o en la
evaluación final, recibí muchas veces el testimonio
de que el curso había producido en ellos una
profunda clarificación. No era una clarificación en
nivel nacional, como estaban acostumbrados a
hacer en la universidad. Era una clarificación
interior más honda. Podían vivir su religión más
conscientemente y veían más claramente muchos
problemas. Este asentamiento constituía la
conclusión del curso. No era una conclusión
intelectual, medible con un test o con un examen.
Pero caminando junto a ellos puedo asegurar que
era un crecimiento real.
Fuera de eso, el resultado del curso era

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múltiple. Habían percibido en concreto lo que era


una actitud religiosa, la fe, la vivencia de los
sacramentos. No pocos cursos terminaron con una
misa celebrada en grupo, en la que muchos tuvieron
una vivencia nueva. Escuchándose mutuamente
habían tenido experiencias religiosas. Empezaron a
tener una imagen más humana y más real de la
Iglesia. Muchos de ellos hablaban la primera vez
con un sacerdote. Vieron en la experiencia de los
grupos cómo la amistad está unida a la fe y la fe a
la amistad. Aprendieron a escucharse y a
interesarse unos por otros y hasta estudiantes de
sicología dijeron que habían adquirido más
sensibilidad grupal que en

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los cursos de dinámica de grupos. Otros afirmaban


que el curso los había acercado a Jesucristo.
Creo que el éxito se debe a la creación de un
ambiente nuevo, a un estilo de interrelación grupal
que se caracteriza por el escuchar de todo el grupo
a uno que expresa algo suyo. Se caracteriza por el
respeto, concretizado en no interrumpir ni discutir,
no juzgar, sino escuchar, acompañar y compartir. Se
caracteriza por la integración muy especial en el
grupo del profesor o catequista, por el continuo
recurso al reflejo para hacerse cargo del mensaje
de cada uno. De este modo, el ritmo de la
conversación grupal se vuelve más lento porque
pasa de un intercambio intelectual a la
comunicación de vivencias que, por su propia
naturaleza, es más lento. Con una palabra, creo que
el éxito se debe a que, por medio de estos
elementos, logré trasladar la intercomunicación de
un plano intelectual a un plano real y plenamente
vivencial. La reflexión y el aspecto doctrinal no
estuvieron ausentes. No fueron desvalorizados, sino
que se alimentaban ininterrumpidamente de la
experiencia y permanecieron en continua
dependencia de ella. Se reflexionaba sobre la vida y
no sobre teorías u opiniones. De este modo, la
fuerza del testimonio empezó a actuar plenamente.
Y creo que es el modo de compartir la fe.
Una última palabra acerca de la fuerza del
testimonio. Hay ciertos problemas vitales donde mi
testimonio no tenía peso, pero el testimonio de
ellos mismos hacía un impacto enorme. Podía
impresionarles cuanto yo hablaba del celibato
sacerdotal, que siempre planteaban; pero cuando
se trataba de las relaciones prematrimoniales, el
ejemplo que daban entre ellos pesaba mucho más.
Mi testimonio valía en la medida en que expresaba
algo verdaderamente vivido.
No creo que este tipo de enseñanza sea
exclusiva ni completa. Es solo un intento de

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reflexión en una esfera muy especial y con jóvenes


entre los cuales varios han vivido lo religioso en
una forma conflictiva, que por su crecimiento
intelectual en el ambiente universitario,
necesitaban repensó r su fe. Antes de eso, ni
siquiera tenían ganas de estudiar religión. Un
estudio posterior o más sistemático necesitaría
integrar el estudio expreso de las fuentes
teológicas: la Biblia, los documentos de la Iglesia y
los escritos de los teólogos a lo largo de los veinte
siglos de historia eclesial. Pero me pregunto si
incluso las fuentes teológicas más remotas no
tendrían que ser asimiladas en constante contacto
con la realidad existencial, o sea, en un ambiente
testimonial.

Meditación y clima testimonial

Para mostrar que el testimonio puede penetrar


todo tipo de apostolado, quiero proponer al lector
otro ejemplo. Durante mis años de sacerdocio, me
tocó' dar retiros espirituales. Hay muchos tipos de
estos retiros, desde los encuentros en los que
principalmente se conversa sobre temas de
formación humana y espiritual, hasta los que
apuntan a la meditación y a la oración. En los
encuentros, no era tan difícil introducir el
testimonio porque se necesitaba, como lo hemos
visto, únicamente bajar la conversación de un nivel
intelectual a un nivel concreto y enseñar a
escuchar. Los testimonios brotaban solos.
En el retiro, en cambio, cuyo objetivo era
meditar, parecía que el testimonio no tenía lugar. El
deseo de los participantes era el silencio y la
128 para estar solos con el Señor. Este silencio
soledad
era, sin duda, esencial. Sin embargo, en estos
mismos retiros, el sacerdote daba charlas y, a

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veces, demasiadas. Generalmente tenía un temario


determinado y exponía diferentes consideraciones
para que meditaran sobre ellas, fiaba charlas
desde un púlpito y los partici- pantes lo
escuchaban. Si era buen orador, podía establecer l
ierlo contacto, pero no tenía una relación
personal con cali, i participante. Todos
podían pedirle hora e ir a conversar con el,
pero no todos ni siempre aprovechaban
esta ocasión. Con frecuencia,
demoraban hasta los últimos días hasta
saber si el sacerdote inspiraba
suficiente confianza. A través de una larga
experiencia, llegué a dar esos mismos
retiros de oración en una lonna compartida
que quiero contar.

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mi imimii , ro que sipmnrn qur ios pnrnripnílTPS VIVOI)

allí mismo sin volver a casa para la noche. Tiene


lugar en una casa de retiro o en alguna residencia
en el campo. El número de participantes oscila entre
quince y cuarenta, pero no me gustan grupos muy
numerosos.
La primera noche, los convocaba y les explicaba
que venía para ayudarles a hacer lo que querían
hacer. Ellos eran los protagonistas y los
responsables de su propio retiro. Ellos sabían lo que
querían hacer. Si alguien quería descansar, podía
hacerlo. Si otro venía con la intención de leer o de
conversar, yo iba a crearle la posibilidad. Iba a
ayudarles para realizar lo que ellos deseaban lograr.
Por eso mismo, decía, necesitaba saber por qué
habían venido y qué expectativas alimentaban. Para
mí era fundamental. (Conforme a lo que llevo
explicado hasta ahora, estaba interesado en recibir
los mensajes que ellos tenían: quería escuchar, para
establecer el primer contacto realmente personal y
poder acoger personalmente a cada uno. Quería
ponerme de veras, a disposición de ellos). La casa
era bastante grande —les decía— para que si había
diferentes deseos, se pudiera buscar la solución que
conformara a todos sin molestar a nadie. Les pedía
la respuesta, a veces por escrito, a veces
escuchando ante el grupo entero a cada uno y, a
veces, de ambos modos para mayor comunicación
en el grupo y para mayor libertad al escribir.
Si las respuestas, en su mayoría, indicaban que
deseaban orar, buscar a Dios en el silencio, revisar
su vida o prepararse para un período nuevo de la
vida, entendía que iba a ser efectivamente un retiro
de oración. Pero consideraba importante que ellos
formularan expresamente su determinación.
Procuraba que cada uno pudiera realizar lo que
quería, deslindando siempre el tiempo y el espacio
para que no se interfirieran.
130Tomabadadas
respuestas
muy en serio las respuestas. Tanto las
en el grupo como las escritas, me
daban el primer contacto personal con cada uno.
Aprendía los nombres y tenía motivo para hablar
con cada uno, para precisar sus

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*»l Imdiuinbim el deseo dé esclarecer un problema.


I labia «pie ponerse de acuerdo sobre algunos
elementos inmunes: la distribución del día, la hora
de la misa, la or- i uiil/m lóu ile los cantos y la hora
de la única charla que iliiba a (culos. Atribuía mucha
importancia a determinar tollo mu de común
acuerdo y, si no se lograba, decidirlo por culac Ion,
para que cada uno se sintiera responsable por la
man lia del retiro.
I I primer día, proponía varios tipos de oración,
recor- cl,linio c 1 1 le cada uno hacía su retiro propio.
Cada uno empeló. i ,i hacer oración con su método
acostumbrado. Para I.. .mu no iniciados en la
oración, aportaba más sugeren- i i r i c inercias.
Luego, dejaba una mañana libre para que ya lin i,ni
meditando.
I’oi la tarde, o cuando la situación lo dictaba,
proponía Ioí m.ii grupos para compartir sus
experiencias. Les prome- i la (iiic no iba a haber
discusión, ni iban a perder el tiempo i II.II lando.
Tendrían una reunión por día con una hora y media
de duración. La participación era voluntaria y los
gnipos se formaban libremente. Solamente escribía
sobre una cartelera o en un pizarrón, según el
número de los parla 1 pan les, dos, tres o cuatro
posibilidades de horario^ para • 1 1 o va pudiera
asistir a la reunión de cada grupo. En cada mía de
las alternativas podían inscribirse diez
participantes.
I D la primera reunión, pedía que cada uno
contara cómo hacía oración. Cómo la había
aprendido, qué evolución había tenido y qué
circunstancias habían cambiado su ma- iiera de
hacerla. Los que no querían hablar, podían asistir i II
silencio para mayor libertad y para evitar toda
tensión. Cada uno comunicaba algo de su vida de
oración y se creaba el clima testimonial.
lis comprensible que tuve que experimentar las
mismas dificultades que habían encontrado en los
grupos de i el lesión: el respeto por la experiencia 131
del otro no era siem- t * i e sin eclipses. Algunos
empezaban a dar lecciones, corri- i' leudo lo
contado por un hermano, o interrumpían el
balbuceo del otro que se esforzaba por dar algo de
sí mismo.

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Muchos hacían preguntas sin relación con la


experiencia narrada. Eran pretextos para exponer
sus propias opiniones. Pacientemente, empecé a
enseñar el respeto por la experiencia del otro, su
aceptación, hacía reflejos para que aumentara la
confianza, etc. Me permitía al final, sugerir algunas
cosas respecto al método de la meditación
dirigiéndome a cada uno personalmente.
Entrando más en el retiro, proponía nuevos
métodos de oración. Uno de ellos era la
contemplación en la naturaleza Ilustraba cómo se
podía hacer con provecho y cuáles eran sus
ventajas. Después de intentarlo durante el día,
daba material a los grupos y contaban cómo les iba
resultando. De este modo, las reuniones grupales
se alimentaban día por día del proceso que cada
uno recorría en su meditación. Iban compartiendo
sus descubrimientos. Fuera de los tiempos de la
misa, de una breve charla que daba a todos y de la
reunión del grupo, todo el resto quedaba a la libre
disposición de los participantes y podían hacer
oración. Les quedaba suficiente tiempo para ir
meditando todo el día. Me comunicaba todos los
días con todos. Vivía su retiro con ellos. Les daba
más orientación o indicaba más temas, si les hacía
falta, y aconsejaba que dejaran de asistir a mi
charla a los que no precisaban ni en eso. Siempre
abundaban las vivencias para compartir y con
frecuencia surgían testimonios muy lindos. Estos
testimonios creaban intensa unión y daban
abundante devoción. He sustituido, por tanto, las
conferencias por el testimonio de cada uno. El
resultado fue muy satisfactorio, pero lograrlo tiene
sus leyes. Ya las hemos visto repetidas veces:
eliminar todo tipo de discusión, de juicio, de
afirmaciones catedráticas, de interrupciones y
consejos; enseñar el respeto, la aceptación del otro,
el interés por lo que el otro vive y el reflejo.
Numerosos grupos y asociaciones o
comunidades piden a los sacerdotes que les den
una charla, una exhortación o una plática. Creo que
todas estas situaciones o gran parte de ellas,
podrían ser transformadas en compartir lo que los
participantes de estos grupos viven. No niego que
alguien que venga de fuera de una comunidad,
pueda aportar una luz nueva o un testimonio
132 constructivo. Pero creo también

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lint mlrnlrns los miembros de un grupo o de una


comunidad no liiiu aprendido a compartir lo que
viven, por medio di la miiiiilcslución de sus
vivencias, no se han constituido i n inmunidad de
IIIIII

fe. El testimonio proporciona siempre un notable


provecho personal y es formativo porque uno ii|
iii'iidc a compartir y se renueva con el ejemplo del
otro.
Míre retiros espirituales con sacerdotes de una
forma mu', simplificada aún. Cada uno hacía su
retiro espiritual
< oiuo le parecía, meditaba lo que le convenía y
dedicaba l inio tiempo a la oración cuanto le
gustaba, pero sin tener nlnimuii exposición.
Pasamos todo el día en oración o en meditación. A
la noche, nos reuníamos por una hora y me- di• i v
nula uno contaba lo que había vivido durante el día
\ lo que le había pasado en la oración. Cuando
se presentab a alguna duda, la conversábamos
fraternalmente. De este modo, compartíamos el
proceso que recorría cada uno. De vi > en
cuando, el interesado pedía opiniones o una conver-
<m Ion acerca de un problema o situación;
entonces, la llevábamos con gran caridad y
respeto. Este modo de hacer un u Uro, daba mucha
libertad porque cada uno podía andar 1 1 < a caminos
diferentes, seguir su propio estilo de oración \. .ni
embargo, compartir todos el retiro de todos.
lauto en este tipo de retiros como en las
experiencias que conté de la universidad reinaba un
ambiente de gran libertad. Libertad de
pensamiento, libertad de expresión y libertad de
acción. Pero no se permitía la desorganización ul el
caos. Existía la respetuosa disciplina de un método
bien claro y aceptado de antemano. Este método,
pide un
< ul re na miento en cuanto al respeto y al
interés por el otro, llevados a la realización
concreta en cada frase y en cada gesto. El resultado
es la sensación de confianza y de libertad que crea
un ambiente donde escuchar es apasionante y
manifestarse, un placer.

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Sugerencias

Terminaré este capítulo con algunas


sugerencias que resumen y traducen en
conclusiones prácticas lo que hemos elaborado
hasta ahora.
Aprenda a calibrar y a tener conciencia hasta
qué punto usted y sus interlocutores están, en
determinado momento, en una situación política sin
poder manifestarse más allá de los intereses que
imponen sus roles y cuándo gozan de relaciones
gratuitas con más posibilidad de dar algo de sí
mismos.
Sepa hasta qué punto, en situaciones de suyo
gratuitas, se reserva demasiado, disminuyendo
innecesariamente su comunicación con sus amigos.
Observe si al expresar algo que usted ha vivido,
lo formula con frases de valor universal o si se
atreve a dejarlo en forma testimonial. Dicho de otra
manera: observe si relata las conclusiones teóricas
que ha sacado de una experiencia o si cuenta el
acontecimiento mismo y las sensaciones que ha
tenido al vivirlo. La diferencia es enorme porque los
que lo escuchan, solamente en el segundo caso
comparten su experiencia. En el primero se sentirán
invitados a una discusión.
Atienda al grado de confianza que siente ante
sus interlocutores. Nunca exprese más de lo que
siente que puede confiarles con naturalidad. Pero si
no siente suficiente confianza, deje de manifestarse
y dediqúese a transformar el ambiente porque en
este caso, nadie puede dar nada de sí mismo.
Empiece a escuchar en serio, pedir que los demás
escuchen con usted hasta que se cambie el tono de
la conversación.
Adquiera el hábito de decir algo positivo de sí
mismo, si siempre se disminuye, y de reconocer
alguna leve imperfección, si siempre se alaba. La
vida no es exclusivamente de color rosa ni pura

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calamidad.
Acostúmbrese a manifestar algo religioso que
usted vive. Experimente modos de introducir en su
catcquesis, en
Mit reuniones y en cualquier ambiente de
apostolado en el ■ |iii se desempeñe, el clima
testimonial con todo lo que exi- IH de preparación,
capacitando a los presentes para escu- i IMI v para
aceptar lo que comunica. Intente manifestar al- i<ii
tvlii’ioso que usted ha vivido. Aprenda a hablar de
Jesús.

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Capítulo 5

Algunas conversaciones

Nos encontramos día a día conversando con


personas. No hablo únicamente de las que piden hora
con varios días de anticipación para una entrevista
más larga, ni sólo de las charlas surgidas durante una
clase de religión. A veces, la conversación empieza en
la esquina o en el colectivo. Otras veces, uno se
entretiene en una fiesta o comiendo un asado con sus
amigos. En otra oportunidad, alguien cuenta un
acontecimiento insignificante tanteando la posibilidad
de abordar algo más profundo, si acaso encuentra un
acogimiento que le inspire confianza. La actitud que
uno adopta al escuchar determina el curso de la
charla. Si el otro intuye mi interés personal y se
siente plenamente aceptado, volverá a hablar, aunque
en el momento tenga que bajar del colectivo. ¡Es tan
cristiano captar que un amigo intenta decir algo que
con otras personas no se atreve a comentar!
En los capítulos precedentes hemos visto cómo
recibir testimonios y cómo darlos. Aquí veremos cómo
ambos se armonizan. Coinciden en mantenerse
alejados de las afirmaciones racionales y universales.
Pero entre ellos se complementan como el dar y el
recibir. Los temas que tocaremos representan
situaciones importantes, pero solamente son elegidos
al azar para ilustrar el modo de proceder. Lo que
importa es adquirir un modo de pensar áltero-
céntrico: tener gran respeto ante el misterio personal
del interlocutor, asumir plenamente su realidad, dejar
que se manifieste y entrar en comunicación con él,
dando algo de uno mismo. Quiero ilustrar esta actitud
contemplativa de comprender al otro
• Irsele adentro, desde su propia experiencia y

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comunicar con
• I por medio de un vivo testimonio de fe.

Con los exageradamente fervorosos


Hay cristianos que sienten una excesiva
exigencia reli- >• losa, una responsabilidad
exagerada o una pesada obliga- • ion religiosa. Son
muy fervorosos; se dedican, a menudo, al
apostolado, son muy serviciales y de enorme buena
voluntad. Desean ser muy fieles a Dios, responder
a sus exigencias; pero lo hacen con cierta ansiedad
y siempre terminan sintiendo una insatisfacción.
Poseen una idea severa de la voluntad de Dios y se
quejan de falta de voluntad respecto a sí mismos.
Piensan que su voluntad se ha debilitado por
culpas anteriores y por adquirir malos hábitos. Se
proponen metas irrealizables y, luego, cuando no
pueden cumplirlas, se sienten culpables. Entonces,
quieren fortificar §u voluntad y se empeñan en
realizar más y más esfuerzos. Lo halen con una
supuesta motivación religiosa y solo piensan en
que Dios les pide todo eso. Su esfuerzo central es
responder a las exigencias que Dios les pone: ser
fieles a Dios. Unieren cumplir reglas,
mandamientos, leyes, consejos u obligaciones de
apostolado, y cuando no lo pueden, recaen en la
desvalorización de sí mismos.
Supongamos que uno se encuentra con una
persona que I ¡ene esta actitud religiosa de fervor
incondicional, de colaboración apostólica y gran
dedicación, pero en cuya actitud se siente tensión,
ansiedad y culpabilidad. En el apostolado, por
supuesto, hace mucho, pero al mismo tiempo
transmite esta angustia de ser fiel, esta
desesperación de querer responder a Dios. Y
entonces, uno se pregunta de qué manera podría
ayudarle.
Esta persona estará muy agradecida si uno la

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escucha. I’or eso, el primer paso es escucharla y


reflejarle, justamente, estas expresiones de su
fervor. Luego, de a poco, hacerle reflejos de
sentimiento. De este modo aflorará,
progresivamente, el otro lado de su vivencia: en
vez de la fidelidad,
aparecerá la sensación de aplastamiento. En lugar de
hablar de la voluntad de Dios, tomará conciencia de
que se angus tia por sí misma. En vez de las
exigencias del Evangelio, sentirá culpabilidad. Como
contrapartida de su esfuerzo, de buena voluntad,
surgirá su sentimiento de continua frustración e
impotencia. Eso ya es un buen aporte porque la hará
sentirse más en la realidad.
Cuando, después de una larga conversación, haya
tomado conciencia de sus sentimientos, puede
hacérsele un reflejo general. Mostrarle que, durante
la conversación, empezó con la explicitación de un
deseo de fidelidad, por ejemplo, y terminó por darse
cuenta de su culpabilidad.
En estos casos suele haber un desplazamiento de
la relación que tienen con sus padres hacia su
relación con Dios. Puede haber padres demasiado
exigentes con sus hijos, a quienes reten
continuamente. Por lo tanto, los culpabilizan. Los
hijos quieren ganar, en este caso, el cariño, la
aceptación y la aprobación de sus padres; se dedican
a reparar sus culpas y, por eso, no ahorran esfuerzos
para cumplir sus exigencias, o para contentarlos con
servicios continuos. Realizan esfuerzos excesivos, sin
lograr los resultados esperados y, entonces, se quejan
por su falta de voluntad. Se cargan
incondicionalmente con propias exigencias y se llenan
de culpa. Sin darse cuenta, viven a sus padres como
opresores.
Esta situación se traslada a lo religioso. Piensan
que Dios es incondicionalmente bueno. Exige para
nuestro bien. Pero esas exigencias —el Evangelio, los
mandamientos, la perfección, etc.— son inalcanzables
para ellos. Viven torturados por el temor de la

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desaprobación, del rechazo de Dios, del castigo y,


principalmente, del infierno. Realizan esfuerzos cada
vez más grandes para expiar la culpa y obtener el
perdón.
El hecho es que la imagen que tienen de Dios está
deformada por influjo de las imágenes parentales. No
quiero pronunciarme acerca del comportamiento
objetivo de los padres. Basta con que la persona haya
vivido las exigencias del hogar de un modo exagerado
y sufrido sus consecuencias. No pretendo afirmar
tampoco que no se tenga que ser exigente con los
hijos. Aquí se trata de cierta desviación.
I a imagen que esta persona se forma de Dios es,
aparentemente, muy buena. Según esta imagen, Dios
quiere el bien, por eso exige tanto de nosotros. Es un
Dios excelente. Pero debajo de esta bondad, se
esconden sus defectos. No la deja vivir, la culpabiliza,
la sobreexige, la aplasta, la hace desvalorizarse, la
amenaza con castigos e infiernos. No se lo vive como
bueno pero por el momento no tiene la posibilidad de
hacerle esta crítica: le parecería una blasfemia. Se lo
reprocharía como un pecado contra el primer
mandamiento, el cual prescribe amar a Dios con todo
nuestro corazón. En el fondo viven a Dios como malo.
¿De qué otra manera se podría ayudarle?
Supongamos que ya se hizo un largo proceso de
reflejo, en el cual la culpabilidad, la exigencia vivida
exageradamente, han aflorado. Se puede hacer un
acercamiento más, pero con mucho cuidado. No hay
que hacer demasiado fácilmente una interpre- l ación
sicológica que relacione, de manera directa, la
situación religiosa con lo sucedido en el hogar. Podría
ser vivida como una agresión. En situaciones
apostólicas, la caridad y el ambiente cordial son de un
valor muy superior a todo lo demás, porque Dios
nuestro Señor se revela en la caridad. En una
atmósfera de asperezas, se queda ausente.
Pero si la relación es buena y la confiánza es
suficiente, es posible intentar algo. Se le puede

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preguntar si su padre o su madre no eran demasiado


exigentes. Pedirle que narre hechos. Si hay conciencia
de esto, también, señalar lo parecido: padres
exigentes, Dios exigente; padres culpabilizan- les,
Dios culpabilizante. Preguntar si no ve una conexión
en- Irc lo que le pasó con sus padres y lo que vive
respecto a Dios. No importa si la respuesta es
negativa. Hay que reflejarla, nada más: “No ves
ninguna relación”. La semilla está sembrada. Hay que
darle tiempo. Tiene que descubrirlo él mismo. No hay
que enfrentarlo con un juicio hecho. Además, aunque
uno sospeche algo, siempre queda el misterio de la
persona ante el cual se debe tener respeto.
Cuando el clima de confianza lo permita, puede
ser conveniente preguntar si cree que Dios lo quiere.
En el caso de una respuesta afirmativa, es lógico
preguntar si un Dios tan exigente, que hace a uno
sentirse culpable, ama de veras. Esta pregunta es
como una elucidación. Porque hay cierta contradicción
en decir que Dios lo quiere a uno y, sin embargo,
sentirse ante El angustiado por la culpa, después de
haber hecho por El tantos esfuerzos de buena
voluntad. La elucidación consiste en poner de relieve
esta incongruencia. Si, en cambio, se da cuenta de
que no cree que Dios lo quiera personalmente, ya
alcanzó a entrever algo esencial.
Hay que llegar hasta este punto sin pronunciar ni
una sola afirmación objetiva acerca del Evangelio, ni
formar un solo juicio acerca de la situación de la
persona. Unicamente ahora conviene dar un
testimonio. Ahora es lícito dar lugar a la Palabra
salvadora de Dios porque hay conciencia de la miseria
y hay conciencia de cierta deformación de la imagen
de Dios. El mensaje del Evangelio es que Dios es amor.
Dios nos quiere en serio y no sólo fingiendo amor para
imponernos exigencias exageradas. Pero no conviene
decirlo de una manera universal porque sería un
juicio. Conviene dar un testimonio porque eso le deja
más libertad y es más personal. El testimonio

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consiste, en primer término, en manifestar que uno


cree en la bondad de Dios. Sería algo así:
• Creo que Dios es bueno. No me pesan sus
exigencias. Me quiere y me deja vivir. Me acepta
como soy. Aunque fuera peor, me aceptaría.
Siento que no podría aplastarme. Lo que El
desea es que yo sea feliz, que tome mi vida en
mis manos y acepta lo que yo haga de mi vida.
Si quiero ser mejor porque me gusta, se alegra,
pero dispone de tiempo y no me apura.
Si uno ha tenido experiencias negativas, es bueno
que dé testimonio de ellas. Puede decir, a lo mejor,
que también ha sentido a Dios algo exigente y, más
tarde, descubrió que las exigencias venían de sí
mismo, por influjo de situaciones anteriores en su
vida. Y que pudo o no pudo superar la situación. Pero
que ya no atribuye a Dios lo que antes había
proyectado en El y, ahora, ya sabe que radica en sus

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propios sentimientos. O puede decir que, a pesar de


sus sentimientos de culpa, cree que el Señorío quiere
personalmente, aunque todavía no lo siente, pero lo
cree porque eso es el mensaje del Evangelio.
Luego se podría explicitar el testimonio respecto
al otro:

• Yo creo que Dios te quiere, te acepta, te estima.


Te acepta así como sos. No tiene mucho apuro
para que te portés mejor o que hagas más y más
cosas. Le gusta que estés feliz. Si desea algo, es
que seas feliz. Estoy convencido de que te
quiere gratuitamente aunque tengas poca
voluntad, aunque no llegués a responder a
ciertas exigencias. Te quiere porque tiene esta
debilidad de quererte y nada más.

Se le puede recordar que Jesús perdonó


gratuitamente al buen ladrón y que quiso compartir
con él la vida eterna desde ese mismo día. Se le puede
recordar el cariño de Jesús con la pecadora, en la casa
de Simón, cuando manifestó claramente que basta
amar porque el amor borra los pecados. Recordarle
cómo perdonó a Pedro y cómo dio continuo testimonio
de que el Padre no guarda rencor ni exige venganza,
sino que perdona y nos quiere con un amor inmenso,
mayor que el afecto del padre en la parábola del hijo
pródigo.
Creo que este testimonio es el anuncio de la buena
noticia del Evangelio. Eso es anunciar la Palabra
salvadora de Dios en una conversación. En confesiones
suelo transmitirlo más incondicionajmente de parte de
Jesucristo y en su nombre, diciendo que lo quiere y
está contento con él, si así lo siento. Nunca se debe
eregir esta actitud en rutina. Es algo sagrado y el
mensaje del Evangelio ha de pasar por el corazón del
que lo pronuncia.
Imaginemos ahora este mismo encuentro de otra

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manera. Alguien, sin escuchar a esta persona de


antemano, le dice- que Dios es bueno y Dios “quiere a
todos los hombres”.
* Como ella misma hace apostolado, ya lo sabe y lo
había, tal vez, dicho muchas veces a otros. No va a
representar para ella un mensaje vivo del amor de
Dios. Falta el contacto humano previo. Falta que su
situación humana sea expresada y compartida.
Escuchándola, en cambio, se llevó a advertir que no
cree que Dios es bueno con ella. Por lo tanto, no
cree en el amor de Dios. Está persuadida de la
doctrina de que “Dios es amor”, de que "Dios
quiere a todos los hombres” pero teniendo tanta
culpabilidad, sintiendo tanta exigencia de parte de
él y desvalorizándose de tal manera, muestra que
no cree que Dios la quiera personalmente. Para
anunciarle el Evangelio, para compartir con ella la
fe, se debe llegar primero a ésta, su realidad. Es
preciso brindarle la oportunidad de revelarse con
alguna profundidad para que eso aparezca.
Entonces, el anuncio de la buena noticia del amor
de Dios en Jesucristo significará para ella un nuevo
panorama, sin contar lo que se gana por la
comunicación humana que se estableció. Eso es
compartir la fe.

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Con los agresivos 7


embargo, encontrar una entrevista fielmente
reproducida, entre un sicólogo y su paciente l . La
paciente empieza, directamente, con una agresión
contra la sicología. Ataca tanto al sicólogo en persona,
como a toda su profesión. El sicólogo se mantiene
imperturbable. Es cierto que la relación entre ellos es
muy especial y que en la vida diaria nunca se
reproduce idénticamente. Pese a esta circunstancia,
podemos observar cómo el terapeuta da vuelta la
tortilla con su actitud pacientemente receptiva.
Paciente 1:
Sé que usted no va a estar de acuerdo conmigo en
este punto. Sé muy bien que sicólogos y siquiatras
no aprueban este tipo de opiniones. Todo lo que se
publica en sicología predica que hay que dejar
hacer todo, predica un relativismo moral. Sé muy
bien que mis ideas no están de moda. Pero, en

7 Acontece a menudo que en grupo de amigos,


en una comida, en una conferencia o en cualquier
otra conversación, alguien se enoja y suelta
algunas afirmaciones agresivas o que empieza a
discutir de una manera crítica o provocativa. La
reacción espontánea de uno es bajar al campo de
batalla y defenderse y contraatacar. Con eso, nos
ubicamos al mismo nivel y sucumbimos al clima de
oposiciones En tal ambiente no puede surgir nada
religioso. ¿Cómo escapar, pues, a esta situación? De
todos modos, me parece que, aun en el caso de que
el ataque sea injusto, muy pocas veces es
conveniente salir a la defensa, si el agresor está
apasionado, porque no está en condiciones de
razonar.
Me hubiera gustado muchas veces grabar
conversaciones. Sin embargo, nunca trabajé
científicamente, ni quise hacerlo porque es
incompatible con una relación personal. Por eso, no
dispongo de conversaciones grabadas. Pude, sin

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eso, la moda no me interesa.


Terapeuta 1:
Usted tiene la sensación de que todo lo que se
publica en la sicología, tiende, de alguna manera,
a socavar la moral.
P. 2: ¿La impresión? ¿Le parece que se trata de una
sim
ple impresión, de una mera opinión?
T. 2: Hhm. Eso no es una impresión: se trata de un he
cho.
P. 3: Por supuesto.
T. 3: Hhm.
P. 4: Tome no importa qué libro. Vaya a la librería X
(librería universitaria). Muéstreme un solo
libro que no sea más o menos subversivo
desde el punto de vista moral.
/'. 4: Todo lo que usted ha leído es más o menos sub
versivo. 8

8 C. Rogers y Marian Kinget, ib., II, pp. 83-87.

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P. 5:

T. 5: ¿Hay una razón para pensar que todo lo que


P. 6: se vende en la librería X, no sea
representativo en su campo?
Usted, no ve ninguna razón.
T. 6: Si los de la librería universitaria no son
representa tivos, me pregunto dónde se
P. 7: venden los libros representativos.
T. 7: Si estos libros no son una muestra
verdadera, ¿Dónde hay que buscarla?
Y, sí.
P. 8 :
Sobre este asunto, usted se ha
documentado suficientemente para no tener
ninguna duda.
... Bueno, escúcheme, no soy especialista en
T. 8: este ramo. Pero lo que me llama la atención,
es que cada vez que un libro de sicoanálisis
cae entre mis manos está lleno de
P. 9: referencias, de indirectas y de ataques
T. 9: disimulados contra la moral tradicional.
P. 10: Cualquier libro que usted tome, siempre se
encuentra con la misma tendencia
subversiva.
Decididamente.
Hhm.
Evidentemente, comprendo que usted, no lo
vea de la misma manera. Por ser sicólogo
podría no ver ataques donde yo los vea. El
hecho de ser especialista en el mismo
campo, puede influir en su punto de vista.
Tenemos que reconocer que, de una manera
o de otra, todos somos prisioneros de
nuestra especialidad. Entiéndame bien, no
T. 10 : quiero decir que usted mismo —sus teorías
o sus escritos— sean subversivos.
Usted no me pone entre los autores
subversivos, pero piensa que no puedo
escapar a los efectos de mi especialidad.

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19:Los que se encuentran dentro de un círculo


son menos aptos para ver las cosas de
adentro.

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p. 11
: Sí, eso es. . . después de todo, usted no
T. 11 puede sustraerse a los efectos de su
: profesión.
Dicho de otro modo, el que no está
P. 12 especializado puede juzgar las cosas con
:
más objetividad.
T. 12 Desde cierto punto de vista, sí. No desde
: todo punto de vista. Desde el punto de vista
13 técnico no tengo ninguna competencia. Lo
P. : adelanto.
T. 13 Pero desde otro punto de vista, usted está
: mejor ubicada.
P. 14
: Sí, pienso que sí.
Hhm.
T. 14 Me doy cuenta de que, al decir esto, doy
: una imagen terriblemente pretenciosa. Sin
embargo, pienso que es un hecho.
P. 15 No le gusta parecer pretenciosa pero le
:
parece que se trata, innegablemente, de
T. 15 hechos.
:
Innegablemente, por supuesto, así como lo
expresé, muchos no estarán de acuerdo. Eso
P. 16
: es inevitable. Que diferentes personas
puedan ver el asunto de diferente manera.
T. 16 Ciertas personas no encontrarán nada malo
:
en estos libros. Más aún, encontrarán la
justificación a su mala conducta.
P. 17
: Los que son... es decir, la gente mala lo
17 encontrará muy natural. (Pausa).
T. : No digo que todos los que ven estos libros
P. 18 de otra manera que yo, sean gente mala.
:
Eso no es justamente el nombre que usted
les daría.
18 No sé qué calificación les daría. Los que
T. : los leen v aquellos a quienes les gustan

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19:estos libros no son todos corrompidos.


Ni, necesariamente, los que los escriben.
Hhm.

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Una cantidad muy grande de gente es


ingenua, supongo. No se da cuenta de las
implicaciones de lo que dicen o creen.
Muchísima gente es ignorante y superficial.
No es que sea mala. Pero se deja conducir de
la nariz. A eso se debe el desastre moral que
T. vivimos.
19: Cuando usted observa la situación mundial
del presente, comprueba que la tierra está
poblada de crédulos, ignorantes,
superficiales... y algunos podrán ser peores.
P. 20:
No creo que eso ocurra únicamente en el
momento presente. Según que yo sepa
T. 20: siempre ha sido así.
P. 21: Hhm. Los buenos y los justos han sido
T. 21: siempre minoría.
Una pequeña minoría.
P. 22:
Hhm.
T. 22: Sería pretencioso contarse uno a sí mismo
entre esta minoría.
Usted no quiere parecer pretenciosa, si
P. 23: entiendo bien... sin embargo, no puede no
contarse a sí misma entre esta minoría.
T. 23: Muy bien, doctor. Muy bien. Me doy cuenta
de que caí en un dilema.
P. 24:
Un dilema.
T. 24: Si digo que sí, soy pretenciosa. Si digo que
no, me contradigo a mí misma.
P. 25:
Le parece difícil elegir entre los dos males.
T. 25: Oh, supongo que. . . podría salir del paso.
P. 26: Hhm.
No sé si es una solución. Temo que sea una
conclusión. Una conclusión, probablemente,
correcta. Soy, posiblemente pretenciosa. Sin
quererlo, por supues to. Sin darme cuenta,
sin darme, plenamente cuenta. Es una
T. 26: conclusión dura... pero.

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19:

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/' .’7: Oh, usted lo sabe.


/ 77: Le parece que no es posible evitarla.
I‘ 2S: No tengo la mínima intención de evitarla.
Quiero mi
rar mis errores de frente. Estoy dispuesta a
reconocerlos. A lo que resisto, es a
reconocer cosas que no son errores míos.
Los que son errores de otros. . . (Pausa). Sí,
eso es, ese es quizá mi error. . . Eso es lo
que me enfrenta a mi jefe... y a mis
compañeras . . . Parezco orgullosa... Lo soy.
/ 2H: Le parece que eso es un descubrimiento
clave res
pecto a usted misma. Algo de lo que usted
no era plenamente consciente.
/’ 29: Sí... es decir... es un problema clave. No es
tanto
un descubrimiento. De alguna manera...
inconscientemente . .. bueno, no del todo
inconscientemente.. . me daba cuenta... de
que tenía la necesidad de afirmarme, de
dominar, de parecer mejor-que los otros. La
primera de la clase. Siempre tuve esta
necesidad. Ya cuando estaba en el colegio —
donde todo era disciplina y memoria—... no
todo de disciplina sino una cierta disciplina
y adhesión a las prescripciones. ¡Y ahora!
¡Ah! Estoy lejos de ser la primera. La
primera de los fracasados. No estaría aquí si
fuera de otro modo. Y es eso,
probablemente, que me hace tan criticona,
casi arisca, a veces. ¡Y con ocasión de todo!
Así, por ejemplo, el otro día, una señora
visitaba las -casas en nuestro barrio con una
petición por la instalación de una pileta de
natación en el colegio. Y me puse a discutir
con esta mujer a quien nunca había visto y
posiblemente no la veré nunca más. ¡Y es a
propósito de una pileta de natación! ¿Usted
se da cuenta? Y fíjese que no era por el

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dinero porque solo los propietarios tendrán


que pagar. Y aunque obliguen a pagar a
19
todos,
: es muy probable que nosotros ya no
estemos en el barrio cuando la instalen.

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T. 29: Usted se da cuenta de que hay cierta


relación entre
su actitud crítica, su necesidad de ser la
primera, su necesidad de afirmarse y por
otra parte, sus dificultades en su trabajo.
P. 30: Sí, eso es claro. Eso ha llegado a ser un
hábito, una
obsesión. Antes de darme cuenta, ya me
encuentro a mí misma lanzada a algún
ataque directo o indirecto. Por otra parte,
¿qué hice durante toda esta entrevista?
Perdón, veo que ya es hora. ¿En vez de
discutir mis problemas, mi personalidad,
qué hice? Me lanzo a un ataque inútil contra
la sicología. Y no sólo contra los sicólogos, o
un sicólogo determinado, sino contra toda
la sicología misma. Y eso, ante un
representante de la profesión. A propósito,
usted ha sido muy atento. (Se levanta).
Porque. . . lo que es curioso es que yo me
daba cuenta durante toda la entrevista de
que estaba en una actitud incorrecta. Pero
no podía parar. Eso llegó a ser una
obsesión. Se hizo automático (saliendo por
la puerta). Pero sabe, en lo que se refiere a
la sicología es, a pesar de todo, mi opinión.
Bueno, eso no tiene importancia. Hasta el
jueves.

En esta entrevista, pese al ataque de la


paciente, hay un intercambio continuo. El sicólogo
nunca reacciona en función del ataque, sino que
refleja el mensaje recibido.
La paciente inicia la conversación con una
afirmación universal juzgando inmoral a la sicología
(P. 1). El terapeuta (T. 1) refleja lo dicho como una
“sensación” de ella. Es decir, que ella siente como
algo evidente que todas las publicaciones
sicológicas son inmorales. Ella percibe la diferencia
(P. 2) pero no quiere pasar al marco de referencia

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interna y con una pregunta indica que habla del


hecho objetivo. Es su mensaje en este momento. El
terapeuta, por lo tanto, lo refleja y no insiste (T. 2).
El “Hum” (T. 3) significa que lo entiende y que lo
acepta como su mensaje y cinc no entra en
discusión ni quiere manifestar su opinión en este
momento. Es un asentimiento. Notemos que la se
lló

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OíM ii lm planteado una pregunta (P. 2). Ante una


pregunta leí gante se apura a contestar. En la vida
diaria insistimos t n la manifestación de nuestros
pensamientos. Aquí, el te- inpeutii tiene otra
actitud. Su interés se centra sobre la pa- i (ente. Ni
la sicología ni su propia persona ni la pregunta ni l,i
verdad objetiva lo distraen de ella. Es capaz de
mante- in i su atención en lo que ella quiere
expresar. Eso se repite tn (P. ): 5
-¿Hay una razón para pensar que todo lo que
se venda en la librería X no sea representativo en
su campo?
Usted no ve ninguna razón —dice el terapeuta
—. El sentido de la pregunta, de hecho, es una
afirmación positiva de que no hay razón para ello.
El terapeuta la capta, la i el leja, sólo añade que es
ella la que no ve ninguna razón,
0 sea, vuelve a remitirla a su marco de referencia
interna.
En (P. 8), ella vuelve a notar que el terapeuta
reserva su opinión acerca del hecho objetivo. Ella a
su vez, se resiste a apartarse de los hechos
objetivos y a admitir su crítica tomo su punto de
vista. El terapeuta sigue reflejando el mensaje (T.
8).
En (P. 10), ella empieza a notar cierta oposición
entre dos factores que ella misma sostiene.
Reafirma su oposición anterior y se excusa diciendo
que no quiere tildar de subversivos los escritos
de su terapeuta. El retoma esta disarmo- nía entre
dos afirmaciones de ella (T. 10):
—Usted no me pone entre los autores
subversivos, peto piensa que no puedo escapar a
los efectos de mi especialidad.
Ella vuelve a afirmar su juicio sobre los
especialistas (P. II). Entonces, él le muestra el
reverso de esta afirma-
1 ion. Si el especialista está en peores condiciones,
signifi- i ¡i que el lego está en mejores condiciones.
Es la primera elucidación. Pertenece a la tercera

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categoría de los reflejos, después de la reiteración


y el reflejo del sentimiento. En (T. 12) llega a
reflejar más claramente que ella se declara más
competente:
Pero desde otro punto de vista, usted está
mejor ubi-
nula.
Ella consiente (P. 13) e inmediatamente después
toma conciencia de estar dando una imagen de
superioridad (P. 14):
—Me doy cuenta de que, al decir esto, doy una
imagen terriblemente pretenciosa. . .
El terapeuta refleja que ella mantiene los dos
polos de la oposición (T. 14). Ella advierte que ha
lanzado una acusación y tiene que limitarla. Atribuye
el mal a la ingenuidad e ignorancia de la gente (P. 15-
21). Con eso se comparó con la gente y, sin querer,
recalcó su superioridad, por lo menos con respecto a
esta “gente”. Esta vez, es ya superior a la mayor
parte de la humanidad. El terapeuta refleja la nueva
situación (T. 22).
—Usted no quiere parecer pretenciosa, si
entiendo bien, sin embargo, no puede no contarse a sí
misma entre esta minoría.
En esta frase, la afirmación del terapeuta es
condicional: "Si entiendo bien”. Es que en este
momento la enfrenta con su afirmación de ser
pretenciosa. Como eso significa una disminución del
yo de ella, puede ocurrir que no sea capaz de
reconocerla y buscará otro subterfugio. Con esta
condición le da la libertad de reconocerla o no. Por
otra parte, indica que la afirmación quiere ser sólo un
reflejo. Ha venido bien porque ella en (P. 23) cae en la
cuenta, definitivamente, de su contradicción.
Desde (P. 25) cambia completamente su actitud y,
desde (P. 28), empieza a aportar elementos para
elaborar su orgullo reconocido. Cuando ella comienza
a trabajar en lo que tenía que trabajar, el terapeuta
interviene menos y ella va relatando acontecimientos

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y descubriendo conexiones entre ellos. En (T. 20), el


terapeuta hace todavía una elucidación indicando la
correlación de los elementos que ella aportó
espontáneamente.
Notemos que al despedirse reafirma su opinión
sobre los sicólogos. No pudo consigo misma. El
terapeuta no pudo no darse cuenta, sin embargo, no
lo comenta. Sería ino- portuno. Ella se dará cuenta
sola, quizá durante la noche.
(Mui rosa interesante de notar: el terapeuta se
habrá sentido a lacado por opiniones que él no
sostiene, pero no ha caído en la trampa de
clarificarlas. La señora dice en (P. 30): ' IJsled ha
sido muy atento”. Eso prueba que no se sintió
contraatacada. Por lo contrario, se reconoce bien
acogida. I I terapeuta desarmó su agresividad.
Eso era una sesión de sicoterapia. Hay una
diferencia entre ella y nuestras conversaciones en
un ámbito religioso. I sie terapeuta, por principio,
no saldría nunca del reflejo. Uniere curar y está
convencido de que su paciente es capaz ile
solucionar sus propios problemas si puede
expresarse adecuadamente y, de esta manera,
tomar conciencia de su mal. Nosotros, en cambio,
no tenemos inconvenientes en salir del marco de
referencia interna y tratar, desde un punto de vista
objetivo, cualquier tema. Pero con una condi- i Ion,
y ella es el indicador cuando salimos de una actitud
de puro acogimiento a un diálogo bilateral. Cada
vez que nuestro interlocutor no está del todo
sereno, nos conviene volver a acogerlo y reflejarle
sus mensajes. No importa si está enojado, si está
afligido, perplejo, quejoso, desborda do de euforia
o rencoroso, si está furioso o deprimido,
apasionado o dolorido. Si está dominado por
alguna emoción, nos conviene acogerlo y
acompañarlo hasta que la haya ex presado y se
haya calmado. Cuando está sosegado y plácido,
entonces, podemos abandonar nuestra actitud y
pasar .i los hechos exteriores, al diálogo

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bilateral, al testimonio o cualquier otra forma de la


comunicación humana. Antes, no vale la pena
intentarlo.
2. Los que,por su función de sacerdote, de
religiosa, de catequista, o los que por su actitud
abiertamente católica, viven comprometidos con la
Iglesia, a menudo se encuentran con personas que
los agreden verbalmente identificándolos con la
Iglesia. A veces, es una agresión ateísta contra
Dios y contra la religión en general. Otras veces se
habla globalmente contra la Iglesia. Una vez es
porque la Iglesia impone la confesión que, en este
caso, se estima injustificada y repugnante. Otra
vez es un divorciado que critica a la Iglesia “por
sus leyes imposibles” y no entiende
por que no permite casarse por segunda vez. En la
universidad encontré muchas personas que tenían
alergia a todo lo católico porque en un colegio
secundario habían sufrido injusticias o se habían
tenido que someter a disciplinas arcaicas. Me
encuentro, continuamente, con gente que ha recibido
muchísimo en las mismas instituciones, pero ahora
hablamos de los otros. Muy frecuentes son los
conflictos con la institución de la Iglesia por el mal
trato recibido de uno u otro de sus representantes.
Unos, recriminan que hubo demasiados cambios en la
Iglesia y otros, que no fueron suficientes. Existen
miles de reproches y críticas de muy variado origen.
La primera reacción que surge espontáneamente
es encuadrar la crítica en su justo lugar: “Bueno, no
todos los curas son así”. O: "Eso pudo pasar, es
lamentable, pero hay que considerar todo el bien que
realizan otros”. Es una equivocación lamentable
contestar de esta manera porque es una defensa. Se
ubica en el campo de batalla y es como si quisiera
cubrir la retirada, aunque el tono sea todavía más
pacífico.
Una reacción mucho más sana es tomar un poco
más de distancia y preguntarse dónde se ubica el

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problema del interlocutor. Normalmente, el primer


ataque está algo desplazado. Hay que intuir qué hay
detrás de él. Supongamos que alguien ha sido
realmente tratado mal por un sacerdote. Hablará
contra “los curas” o contra "la Iglesia”. Los reproches
van a ser bastante universales. Se impone la
necesidad de que se exprese más, baje a los
pormenores y cuente la anécdota. Es preciso
escucharlo y reflejar lo que dice para que, en vez de
ponerse furioso contra la Iglesia, pueda sentirse
comprendido y hable con confianza. Se repite la
misma ley que hemos visto: mientras está sumido en
pasiones, necesita acompañamiento. Eso pide
paciencia y tiempo. Exige mucho tiempo.
Cuando se haya explayado en lo que realmente lo
molesta, se puede dar un testimonio de que uno ha
encontrado igualmente, fallas en la Iglesia. En
grupos, o si alguien cuenta debilidades reales de la
institución eclesiástica, suelo contar algo de los
conflictos que yo mismo tuve que afrontar y de las
críticas que yo mismo hago a diferentes sectores de
la Iglesia o a algunos de sus representantes, con la
discreción que en estos casos se impone. Hasta ahora
nunca me faltó material. Explicito que lucho contra
estos defectos. Admito que la Iglesia, los curas, las
instituciones, las leyes, las costumbres tienen sus
lados flacos. Y, en una u otra oportunidad, sufro a
causa de ellos. Eso nos lleva a tina situación más
humana. La Iglesia deja de ser una entidad intocable,
y yo mismo un ser perfecto. Bajo del pedestal, pero
puedo, asimismo, relacionarme de una manera más
iiumana con ellos. Empiezo a ser un pobre hermano
que, a lo mejor, cometió errores, que lucha con
dificultades y puede ser que en algún momento
necesite Una mano, si la situación lo aprieta
demasiado. Al mismo tiempo, el interlocutor va
comprendiendo a la Iglesia y va relacionándose con
ella a través de uno.
Después de esto, puede venir un testimonio
donde aparezca que, pese a sufrir por las debilidades

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en la Iglesia, creo que Jesucristo vive en ella. Creo


que ella es la Iglesia de Jesucristo y creo en su
jerarquía. Rezo por ella. La acepto junto con sus
defectos. Lucho para que se renueve, pero acepto que
no sea perfecta. Doy testimonio de que he conocido a
sacerdotes extraordinarios, que presencié ejemplos
muy lindos y que estos ejemplos me alientan mucho.
Se puede notar que hasta el momento no hubo
necesidad de ninguna afirmación universal o
doctrinal, que por su naturaleza se prestan a iniciar
un combate. En vez de eso, hubo comprensión mutua
y un contacto humano: buena base para abordar la
interpretación de los acontecimientos y de las
doctrinas. En este momento —no antes— suelo
proporcionar información o elementos de juicio, si veo
que hacen falta. A esta altura, ya suele estar
asegurada la receptividad de la otra parte. Las
críticas se hacen ya desde aden- I ro de la Iglesia. Se
hacen con comprensión y con medida. 9 guilla puede
ser una crítica. Tómela en serio y renuncie a lo que
tenía intención de hacer o decir. Si está en clase o en
reunión, renuncie a seguir con el temario: va a lograr
algo mucho más valioso. Si está en una conversación
espontánea, en una fiesta o asado, por ejemplo,
renuncie a decir lo que iba a explicar. Observe bien
hasta qué punto usted mismo se siente atacado
personalmente por su identificación con la Iglesia.
Debe elevarse por encima de esta susceptibilidad
que, por otra parte, es natural.
Elimine todo juicio y haga estrictamente reflejos
para que el otro pueda expresarse a fondo. Se trata
de un tiempo más largo. Diría veinte minutos lo
mínimo, pero puede durar una hora o más. Intente
sumergirse en la vivencia del otro: indignación, burla,
insatisfacción o lo que fuera. Observe cuándo su
interlocutor llega a expresarse a fondo y, con eso,
9 Ordenaría las sugerencias en la forma
siguiente. Observe cuándo surge a su alrededor
alguna crítica contra algún sector de la Iglesia, no
importa cuál. Hasta una pre-

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recobra la serenidad. Hasta conviene dejar cierta


pausa o un momento de vacío en la conversación por
si acaso aparece algo más. Luego, sin pronunciar
juicio dé un testimonio, si puede, de algún roce
personal del mismo tipo; un testimonio donde
aparezca que, pese a todo, cree en la Iglesia y en su
jerarquía. Eso, por supuesto, sólo si así lo siente. Deje
otra pausa. Si le preguntan algo, conteste pero, si es
posible, en forma de testimonio o subrayando que es
su opinión, que ha llegado personalmente a esa
convicción. Esto último en vistas a mantener el
sentimiento de libertad del otro; favorece que el otro
revise sus opiniones dadas como evidentes.
Solo después le conviene aclarar errores o
dialogar sobre los acontecimientos objetivos. Pero no
se apure. Si usted escuchó a alguien hasta que
terminó de expresarse y, luego, pudo decirle lo que le
pasa a usted, no queda duda alguna de que le
preguntará. Lo que usted dice en este momento,
caerá sobre terreno muy preparado y permanecerá
vivo en su memoria durante largo tiempo. No dé
mucha explicación. Su doctrina está inscrita en su
amor fraternal, demostrando al escuchar sin jactarse
de que escucha, en su testimonio humano expresado
por estar sujeto a las peripecias de la vida cotidiana y
en su testimonio de creer en la Iglesia. Los hechos
enseñan más que las palabras.
Con los que sufren

El problema que más conflictos religiosos crea, es


el problema del mal. En concreto, es el sufrimiento
físico, la impotencia ante las injusticias, los disgustos
en el amor, las tensiones irreductibles entre personas
muy cercanas en el trabajo y en el hogar, y el
enfrentamiento con la muerte, l odos los cristianos
nos encontramos de tanto en tanto, en un velorio por
ejemplo, con amigos o parientes afligidos por la
partida de un ser querido. O nos hallamos ante un
enfermo que acaba de enterarse de que su mal es
incurable. Es joven y tiene cáncer: es padre o madre

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de varios chicos de poca edad. Son tragedias y a uno


se le parte el corazón. En otras oportunidades, vienen
a pedir consuelo en su dolor, en su indignación o en
su rebeldía. ¿Cómo llevar la conversación en estas
circunstancias?
Siempre lo primero es ayudar con los hechos. Si
alguien cae en el pozo, hay que sacarlo y sólo luego
lamentarse del hecho. En presencia de un accidente,
se debe' llamar a la ambulancia. Pero cuando no se
trata de un auxilio exterior, el servicio más efectivo es
aceptar uno mismo el dolor del otro. Aceptar que
tenga que sufrir.
Hablando con un matrimonio amigo, me contaron
que el último parto de la señora había sido muy
doloroso. Al comienzo, no había ningún médico cerca
y no podían suministrarle calmantes. Ella estaba
ahora otra vez esperando un hijo y tenía mucho miedo
de afrontar este nuevo parto. Seguimos hablando y
mencioné que existía la costumbre de que los
médicos invitaran al marido a presenciar el parto,
para prestarle apoyo, para mayor unión de la pareja y
para que juntos asumieran más plenamente la
paternidad y la maternidad. Ella dijo que de ninguna
manera quería que su marido estuviera presente. Me
extrañó su afirmación tan decidida. Para explicarse,
dijo que Rodrigo, su marido, la quería tanto que no
aguantaba verla sufrir. Ella, en el último parto, había
sufrido dolores tan agudos y persistentes que quedó
completamente agotada. Al terminar la intervención,
empezó a sollozar con una agitación tan profunda que
los médicos ordenaron no retirarla de la sala de
operaciones hasta que no se tranquilizara. Hicieron
entrar a Rodrigo. Cuando él la vio, se impresionó
mucho, la tomó de la mano y le dijo con fuerza de
convicción: "Alicia, ¡No llorés!”.
—Rodrigo no puede verme sufrir —repite ella—,
me quiere tanto que no lo soporta.
El deseo de él, de que ella no llorara, le hizo mal
a ella. El no aceptaba interiormente el sufrimiento de
ella. Esta no aceptación le hizo mal a ella y por eso no

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quiso que en el momento de un nuevo dolor él la


acompañara.
Seguimos conversando y les dije que,
ciertamente, era un signo de amor muy grande el
sufrir tanto, o más, por la pena de ella, que por la
propia. El compartir es la medida del amor. Sin
embargo, lo mejor que él hubiera podido hacer era
tomarle suavemente de la mano, hacer sentir su
presencia con firmeza y aceptar interiormente que
ella padeciera esa aflicción. Ella se hubiera sentido
comprendida, acompañada y sostenida. Prohibiéndole
que llorara no se sintió aceptada ni sintió aceptado su
dolor que en este momento formaba parte de su
realidad inevitable. A ella misma, le costaba
conformarse con su suerte. La aceptación del marido
hubiera sido un nido donde reposar e ir logrando la
aceptación de sí misma. El, comunicándole su
angustia por el dolor de ella, aumentó en ella la
sensación del dolor y de la soledad.
El ejemplo de la Virgen María es elocuente.
Durante la vida pública de Jesús, ella lo acompañaba
inadvertidamente y desde cierta distancia. Apareció
en el camino hacia el Calvario. Lo esperaba al costado
del camino; le miró a los ojos y lo abrazó. Estaba
presente y lo acompañaba. Ya había aceptado
anteriormente su muerte ignominiosa. Por eso su
presencia no transmitía angustia. La Iglesia la llama
Madre Dolorosa. No la llama Madre Angustiada. El
dolor sin aceptación causa angustia y con aceptación
sigue doliendo pero sin angustia. La aceptación de
ella fue la única ayuda efectiva que El recibió de los
hombres en este momento.
Cuando alguien acepta la desgracia del otro, y
deja de sentir angustia, puede mantener su mirada
sobre la persona atribulada, sin interponer algo
evasivo, sin prohibir la expresión de amargura, sin
protesta, sin lamentación, sin emi- tir consejos y sin
palabras vacías como: “¡Ya va a pasar!” u
“¡Olvídalo!” o "¡No es para tanto!”. Acompaña con su
simple presencia y eso hace posible que el otro pueda

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ir asumiendo su destino.
Jesucristo hizo con nosotros lo mismo. Muchas
personas me han preguntado qué explicación daba el
Evangelio al hecho de que existieran injusticias,
sufrimientos injustificables, como el hecho de que
mueren niños inocentes y, por otra parte, los que han
causado males incalculables viven felices. A veces
contesto que no sé. Quedan sorprendidos. ¿Cómo un
sacerdote no sabe dar una explicación? No hay
explicación, digo a veces. Lo único que sé es que
Jesús, en vez de dar explicaciones o justificar el
sentido del dolor, lo compartió. Nos acompañó. En
Getsemaní se angustió mientras estaba logrando su
conformidad con su dolor. Quiso compartir nuestras
penas.
Me acuerdo que durante mis primeros años dg
sacerdocio, me encontré con innumerables tragedias
humanas. Gran parte de ellas se presentaron en el
confesionario. Descontando raras excepciones, no
pude cambiar el curso de los acontecimientos. En
algunos casos, hubiera sido posible ayudar pero sólo
con una dedicación asidua. Pero mis estudios y mis
obligaciones me absorbían por completo y no podía
brindar esa dedicación. El conocimiento de más y más
tragedias significaba un desgaste que iba en aumento
porque cada una de ellas me angustiaba y me hacía
sentir mi impotencia para solucionarlas. No quería
hacerme insensible ante los infortunios. Ya había
conocido la rutina de algunas personas que,
neutralizando sus sentimientos, podían pronunciar
palabras estereotipadas y repetirlas invariablemente
en cada caso. No quería seguir su ejemplo y, por otra
parte, la angustia tampoco era solución. Luego de dos
o tres años, aprendí que no era necesario
angustiarme para compartir. Sólo hacía falta aceptar
que no podía suprimir lodo sufrimiento y que había
gente que tenía que padecer aunque yo quisiera
ahorrarles el dolor. Con esta actitud, pu de brindar un
favor muy importante a muchos. Me sentí haciendo
un servicio fraternal muy útil para los que sufrían y

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hasta para los moribundos. Los acompañé.


La miseria suprema es la soledad. El infierno es la
an- gustia de los eternos solitarios, de los recluidos
en la incomunicación definitiva sin Dios, sin un
sentimiento humano de compasión o de amistad, sin
recibir ni dar el menor gesto de amor. El bien
supremo, por lo contrario, es la plenitud de
comunicación: el banquete celestial. Cuando alguien
se siente acompañado, su amargura se derrite como
la nieve en la primavera.
¿Cuál es la expresión propia de este
acompañamiento? No consiste en verbalizar que uno
acepta la tribulación del otro. Hace falta un hecho y
no una explicación. Sugerirle que acepte su
desconsuelo es más desaconsejable aún, porque lo
haría sentirse incomprendido y juzgado.
Efectivamente, este consejo implica el juicio de que el
otro no está aceptando su pena. Lo cual puede ser
cierto, pero como disminución de su yo, añade dolor
sobre dolor y puede no ser aceptado. Entonces, ¿cuál
es la forma de expresar el deseo de acompañar?
¿Decirle que llore tranquilamente? Lo hice muchas
veces y no da buen resultado. Tiene, además, cierto
tinte de ostentación. Uno aparece como el héroe que
acompaña. Es conveniente desaparecer algo más.
Puede simple y llanamente dirigir su atención a la
persona que sufre, a su dolor, y a sus mensajes. Lo
hemos visto; consiste en reflejar lo que el otro está
viviendo y transmitiendo:
—Te duele —si es eso, lo que expresa.
—Has sufrido mucho —o algo parecido según el
caso y los mensajes que va emitiendo.
—Te cuesta aceptarlo.
—Te rebelas contra eso.
Acompañar consiste en poder mantener la mirada
sobre la amargura, la rebeldía o la tribulación, sin
juzgar, sin aconsejar y sin angustiarse. Es el gesto del
amigo. La necesidad de permanecer con esta
atención, perdura mientras si- gne el desconsuelo.

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Hasta que no se sienta cierta serenidad, signo de la


aceptación, es prematuro abandonar la actitud de
acompañamiento y decir algo diferente que no sea el
darle, constantemente, garantías de que sus
mensajes son acogidos con fidelidad y aceptados con
amor. Todo lo demás sería salir del tema, divagar,
perder contacto y gastar la confianza. Sería,
asimismo, signo de angustia propia. Se debe
mantener una mirada serena sobre el dolor y la pena,
hasta que esta mirada haya disuelto la angustia del
que sufre. Solamente entonces conviene dar un
testimonio de que Jesús lo quiere, lo acompaña, está
con él. Si el que sufre ha experimentado la presencia
del amigo que lo comprende, puede abrirse a la fe en
la presencia de Jesús. Puede parecerle plausible que
lo quiera de veras y que con su dolor esté
íntimamente unido a su pasión. Puede creerlo porque
ya había recibido un signo de amistad. Antes de
sentirlo, tal afirmación correría el riesgo de ser
rechazada como un slogan. El gesto de comprender,
aceptar y perseverar al lado del que pena, es la
infraestructura que permite compartir la fe.
El testimonio consiste en manifestar lo que uno
vive. Aquí lo que uno vive es la fe en que el
sufrimiento humano es un misterio. Que el amor crece
en el dolor y la manifestación del amor más grande, la
manifestación del amor de Dios, termina,
incomprensiblemente en la cruz. Que nosotros
tenemos que ser bautizados en la muerte del Señor.
Que tenemos que morir con Jesús pero que esta
muerte lleva a la vida. Se debe dar testimonio de eso,
y no de que uno lia sufrido también. Una persona
afligida no está en condiciones de escuchar que uno,
también ha tenido sus pruebas. Decírselo, significaría
pedirle un esfuerzo de comprensión en el momento en
el cual su situación la absorbe cabalmente. Basta
acompañarla y compartir con ella la fe de que Je- M i s
está con nosotros.

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Con los que buscan

Cuando uno tiene que tomar una decisión y


todavía no \c i laro, le gusta conversarla con un
amigo. Por lo tanto, lo . i l istianos comprensivos son,
a menudo, invitados para ayudar a otros que se
encuentran en un estado de deliberación, buscando
clarificarse. Este recibió un ofrecimiento de trabajo
muy promisorio pero que implica sacrificios quizá
demasiado costosos: dejar el lugar y la casa, cambiar
de ambiente social, ir al interior del país, etc. No sabe
si aceptar o no. El otro es un joven que está en
segundo o tercer año de la universidad y no se siente
ubicado en su carrera, piensa pasar a otra facultad
sin estar decidido aún. Aquél es un hombre que
después de un par de años de casamiento alimenta
ideas de divorcio. La situación en su casa es
deprimente y sin esperanza. En la separación
tampoco ve solución. Hoy se presenta un joven
profesional a quien se le abrió un nuevo panorama: ir
a los Estados Unidos, especializarse, pero con el
peligro de no volver nunca. Mañana puede venir un
muchacho, o una chica, que considera la posibilidad
de romper su noviazgo el cual, luego de varios años,
no anda del todo bien, aunque se quieren y sus
familias se habían hecho la ilusión de que se casaban.
Otro quiere conversar sobre la conveniencia de seguir
o no un apostolado o de dejar un movimiento que le
absorbe mucho tiempo.
La actitud que se suele tomar ante esta invitación
a conversar, es suministrar información y, luego,
criterios para la decisión: hay que fijarse en tal cosa;
es importante tomar en cuenta tales circunstancias;
todo depende de esto o de lo otro; objetivamente es
mejor optar por tal cosa; hay una necesidad general
de que se elija tal alternativa por tales y tales
razones, etc.
No hay duda de que la información en ciertos
casos como, por ejemplo, la elección de una carrera o

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de un tipo de trabajo, es de capital importancia. Sin


embargo, me parece que es una equivocación
empezar con ella. La razón es que si un amigo viene a
conversar, pide normalmente una ayuda de otro
género bien distinto.
La intención del que viene a conversar acerca de
una opción, puede ser consciente o
inconscientemente doble. Si, de alguna manera, va
escapándose de su responsabilidad, busca apoyarse
en la opinión del amigo a quien consulta. En este
caso, la opinión, los elementos de información y

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todo consejo sirven para sentirse seguro apoyándose


en el otro. Posiblemente, mostrará cierta avidez por
recibir consejos, criterios, información y protección.
Pero esta seguridad lo hace dependiente de su amigo
que lo aconseja. No conviene, por lo tanto,
satisfacerla, sin más.
Si, en cambio, el que viene a conversar quiere
asumir su responsabilidad y quiere tomar la decisión
él mismo, personalmente, se sentirá molesto con todo
tipo de consejos. Por eso, escuché de muchísima
gente que no quiere conversar sus alternativas con
nadie. Es que nunca encontraron a alguien capaz de
asesorar sin interferir en su responsabilidad. Y en
eso, no cuentan las palabras sino los hechos. Muchos
dicen:
—No quiero presionarte, pero me pafece que te
conviene hacer tal cosa.
Es inútil que lo desmienta si, de hecho, está
haciéndolo. Vino porque su amigo le importa. Cree en
su amistad, cree que le desea el bien; cree que tiene
sentido común. Entonces, su opinión tiene que pesar.
Es completamente ridículo añadir que no quiere
influenciarlo si en la misma frase se contradice. Otros
dicen:
—En tu lugar, yo obraría de esta manera.
Es otra ficción. Los que hablan así parecen
testimoniar una gran simpatía y ubicarse en el pellejo
del otro. Lejos de eso, se substituyen a su decisión.
Se introducen en el otro, pero no para aprender sino
para mandar.
Es necesario comprender la actitud que uno debe
adoptar en este caso. La finalidad del auxilio consiste
en que el amigo realice un-acto humano pleno,
responsable y autónomo; que se haga más él mismo.
No se debe mirar la decisión del amigo sino al amigo
mismo. Lo importante no es tanto la decisión en sí,
sino que la resolución vaya brotando del amigo como
algo propio. Todo lo que conduce a que el amigo vaya
tomando la determinación él mismo es acertado. Lo
que se dirige, directamente, a una u otra alternativa,

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no es la asistencia óptima. Más que balancear los


motivos, hay que estimular el proceso de la
deliberación. Eso es dar vida al amigo y no
suplantarlo.

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Supongamos que alguien aconseja a un


muchacho que duda respecto a su casamiento
inminente: “Vos tenés que elegir porque vos
tendrás que vivir con ella”. Este caso ilustra, de una
manera práctica, que la decisión tiene que salir de
la realidad profunda del que opta. Su gusto y sus
sentimientos son la base de la elección. Eso vale en
toda elección. Conocí a quien practicaba orientación
profesional, hacía un test de las cualidades del
interesado y, conforme a los resultados,
pronunciaba opiniones bastante tajantes acerca de
la necesidad de ubicarse en tal o cual profesión. Lo
único que no preguntaba era por la aspiración y las
ganas del interesado. Habrá pensado que no
importaba tanto porque con el tiempo, le vendrían
los deseos, ya que tenía la capacidad para la
profesión. Creo que no yerro mucho si afirmo que es
mejor que alguien elija mal y luego cambie de
profesión, pero que en la primera elección haya
ejercido su responsabilidad y aprendido a tantear, a
correr el riesgo, y hasta a equivocarse, si por medio
de eso, se hace persona en el sentido pleno. Con
eso, no quiero negar la enorme utilidad de una
buena información.
Conozco un solo caso en el cual me parece que
es conveniente intervenir con consejo referido a la
decisión misma. Es cuando, apasionada o
prematuramente, alguien se lanza a una
determinación de consecuencias, posiblemente,
fatales. Tales son, verbigracia, casarse con
demasiado corto y accidentado noviazgo; tomar una
decisión bajo una pasión obsecada; querer
divorciarse en un conflicto conyugal posiblemente
pasajero. En otras oportunidades, creo que hay que
limitarse a fomentar el proceso de la elaboración.
No hablo, por supuesto, de casos de desequilibrio
mental. El amigo tiene que tomar conciencia de lo
que quiere, de lo que siente y tiene que decantar
los motivos que lo mueven. Habrá pensado y

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repensado miles de veces las alternativas, sus


circunstancias y sus motivos. Los motivos en pro y
en contra le vienen a la mente complicándose cada
vez más. Si puede bajar su elaboración desde un
nivel racional al nivel de su vivencia, su panorama
irá aclarándose. Por eso se le debe fomentar la
expresión. Conviene escucharlo y acompa- m u l o en
su búsqueda. Sabemos muy bien que eso se hace
KÍII'IMIUIO sus mensajes.
Si el amigo que lo escucha aporta esta
atención, enton-
ii puede aconsejarle que adquiera más información
o pa- u le dalos, pero solamente en combinación
con ciclos de
en presión.
I n muchos casos, en que el proceso de clarificación
se demoraba más allá de loque la situación pedía,
complemen-
i, los reflejos con preguntas. Me parece muy
provechoso piil'iinlni por el gusto y las ganas.
Supongamos un joven ipie delibera entre seguir la
carrera de médico o la vocación incerdolal. Está
considerando la necesidad objetiva, está bien .nido
la voluntad de Dios, lo más perfecto, etc. Convie-
iii piegimtarle por su gusto. ¿Qué le gusta más?
Esta incli- n.irlon interior que llamamos gana o
gusto, es la sensación ipir loializa los factores
vitales y representa un equilibrio i onerelo de las
tendencias que gravitan en él. Por lo tanto, es la
expresión, también, de la voluntad de Dios, a
condición ríe que la gana incluya los factores más
elevados, no solo su sentido peyorativo de
comodidad y fiaca. Esta incli-
II. II ion interior que llamamos gana es lo que
totaliza nues- 1 1 a elaboración. Da la última palabra,
antes de asumir la decisión responsable. Por lo
tanto, preguntar por ella y dar- |, Importancia al
hecho de que se aflore/ es muy útil. Da ■.i (•lindad
a la elección y proporciona la sensación de li-

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heiInd.
Oirá ayuda suele ser una imaginación. Aconsejo
que el nmigo que duda entre dos alternativas elija
una y du- i.míe varios días vaya haciéndose la
imagen de que ha iipindo por ella.-Deje su fantasía
suelta para ver qué va a li.is.ir, bagase la idea de
que ya está decidido. Conjeture ¡nena de los
detalles. Por ejemplo, si tiene que optar en- 1 1 e ii al
extranjero o no, imagine que aceptó la ida. Ima-
eiiie como reacciona su esposa, cómo venden la
casa o qué
11 .. . con ella. Suponga que se despide de sus
parientes y
d i M I S amigos, que tiene que hablar todo el día el
idioma di I nuevo país, cómo vive en su nuevo
ambiente, qué sa- le.lm i iones encuentra, cómo es
su nueva casa, sus relacio- ncs, qué alegrías y qué
añoranzas sentiría. Al cabo de un liempo, observe lo
que siente, si le gusta, si está contento, si le crea
una sensación agradable. Deje que afloren todos
sus sentimientos. Luego tome la otra parte de la
alternativa y haga lo mismo. Imagine todas las
circunstancias durante un tiempo previsto y
observe qué pasa. Tome conciencia de sus
sensaciones y hasta qué punto está contento con
esta determinación. Luego, compare las dos
sensaciones y trate de percibir cuál de las dos lo
deja más contento, con más paz, con cuál siente
más afinidad. Esta imaginación puede cristalizar y
asentar los motivos que están en juego.
Una persona que está debatiéndose con una
opción, está absorbida consigo misma. Hablarle de
lo que a uno le pasa, es interferir su proceso
inútilmente. De la misma manera, no es el momento
para darle testimonio. Lo más que se puede hacer,
es preguntarle cómo siente las alternativas cuando
se pone en la presencia de Dios.

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Lo que acontece en ei silencio

Antes de terminar este capítulo, quiero decir


una palabra acerca del silencio; un momento
esencial en el diálogo. Es necesario para los
momentos densos de elaboración interior. La Biblia
lo conoce muy bien. El desierto es su lugar y su
símbolo. En la revelación cristiana, el silencio del
desierto está íntimamente unido a los grandes
cambios interiores: con la conversión y con la
recepción de una vocación divina. San Juan Bautista
predica la conversión en el desierto, cerca del mar
muerto. Moisés recibe su misión en el desierto de
Sinaí y Jesús, entre la manifestación de su misión y
su realización, permanece cuarenta días en el
desierto. Todos ellos son silencios largos, en plena
soledad. Nosotros nos ocupamos ahora del silencio
en el diálogo Es igualmente importante y tiene
prácticamente el mismo rol.
I ii el diálogo, hay tres tipos de silencio. El
silencio de Incomunicación, el de la comunicación y
el silencio de tlnhoiación.
Rec uerdo que, durante la guerra, los soldados
tenían miedo del silencio. El continuo murmullo de
los cañones y
■ I mido de las ametralladoras delataban con
precisión la ubicación y las intenciones del
enemigo. El silencio, en
■ amblo, daba miedo. No se sabía dónde estaba
el enemigo ni se podía adivinar su intención. El
silencio hostil también da miedo en el diálogo.
Cuando el interlocutor se en-
.....a en el mutismo es porque siente desconfianza o
por-
qiu- no quiere proporcionar datos, pero
interiormente está > itlii ando y hablará ante otras
personas.
El silencio de incomunicación, en el mejor de los
cas o s , es una penosa incapacidad de expresarse.

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Siempre es nm ivo porque deteriora las relaciones


personales. Hay • Im romper su hielo. La distensión
más simple puede ser la expresión del hecho del
silencio:
-Estamos callados —verbigracia.
En eso no hay crítica, no hay una determinación
de la causa: ayuda a la toma de conciencia y, por lo
tanto, es muy constructivo en grupos
incomunicados. Alguna obser- vai ion divertida
puede, también, aliviar el clima, si no i omporta nada
de agresividad.
1.1 silencio de comunicación no necesita
comentario. Cuando lino se siente cómodo, cuando
ya se ha expresado lodo lo que había que
comunicar, cuando ya no hay barre- ce. sino una
atmósfera cordial, entonces, el silencio es i
oimmicación. Una vibración armoniosa penetra el
am- liíeule y los corazones siguen comunicándose
sin palabras. I I silencio, en este caso, es portador
de amor.
En una conversación sobre algo religioso u otra
comunicación humana, es fundamental el buen
manejo del silencio de elaboración. Lo exige el
respeto y la captación de la olía persona. Toda
reflexión y, en especial, en la cual uno está
personalmente comprometido, lleva consigo
momentos de introspección. Cuando alguien descubre
algo.

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aunque la luz venga de fuera, necesita un tiempo


de elaboración que supone una pausa. Una palabra
en este instante interferiría la elaboración interior
y, por lo tanto, o no sería escuchada o introduciría
una distracción. La presencia de la otra persona no
es indiferente. La elaboración es más intensa en su
presencia. Colabora acompañando con su respeto,
pero sin palabras. Es importante que pueda callarse
y no rompa el silencio con su ansiedad por querer
saber lo que el otro va pensando. Se precisa una
actitud áltero-céntrica para caer en la cuenta de
que en el otro acontece algo. No se trata de una
deducción intelectual. Se debe percibir la
dimensión emocional del que se calla. Hay que
intuir lo que está pasando en él. Para eso, hay que
abandonar el mundo de las ideas para ubicarse en
el mundo de las personas y hay que salir de la
vivencia propia para ajustarse a lo que pide el
proceso interno del otro. Esta es la actitud que
dictará el silencio cuando el otro está elaborando
algo. En conversaciones sobre algo sagrado, es más
imperioso aún no apurarse, en estos momentos,
sino callarse con paciencia.
Por si acaso pudiera revestir algún interés,
formularé algunas sugerencias. Observe los
momentos de silencio en una conversación. Preste
atención al ritmo de las conversaciones rápidas.
Normalmente son intelectualizadas o de temas
corrientes, sin mayor necesidad de elaboración. Las
conversaciones en las cuales hay un acontecimiento
al nivel de los sentimientos, son de un ritmo mucho
más lento: las condolencias en un velorio, las
disculpas por un error o por una ofensa, la
manifestación de algo personal que cuesta
expresar. Siga el ritmo y las pausas en
conversaciones religiosas. Aprenda a sentir si en un
instante de silencio su interlocutor o el grupo está
aburrido, distraído, tenso o está elaborando. Trate
de calcular el grado de intercomunicación durante
estos intermezzos. Puede verificarlo por lo que dicen,
luego, al retomar la palabra. Cuando una afirmación
o una pregunta suya ha caído bien, deje al otro en
silencio y no lo interrumpa hasta que él mismo
comience a hablar. Afloje los silencios tensos con
alguna frase simpática y agradable. Hablar de Dios
o de Jesucristo
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t i p o i i c , ni el interlocutor, una capacidad de callarse.


Apren- (1 , 1 ii i mu este clima de receptividad. Observe si
usted mis-
.... llene la costumbre de sentir cuándo su interlocutor
ne-
i, l i a una pausa en las palabras para mirar hacia sus
aden- 1 1 <> l a actitud contemplativa inspira esta
sensibilidad aun- 1 1 1 ii uno sea muy conversador.

I[| orador

I I buen conferencista y el predicador


se comunican ..MI -ai auditorio. Esta
comunicación supone miradas muñía. i *
incluye una actitud humana de parte del
orador . 111, consiste en dirigir a su
público. Existe todo un miste- i lo de las
relaciones humanas que hace que uno
sienta , nandú existe y cuándo falta
comunicación. Pero la predi-
, a. v la conferencia tienen que ser,
además, un diálogo
, OH el auditorio. En ellas también, vale el
principio de que los oyentes deben
expresarse primero si el predicador quie-
i , 11 aiismitii les un mensaje. Por eso,
algunos piensan^que la lioinilfa tiene que
ser siempre compartida, es decir, han d<
hablai varios de los asistentes. No quiero
discutirlo. IVio coste una manera, quizás
más profunda, de lograr ,11 1 < el publico se
exprese. El buen orador conoce a sus o \ e n i e s \
vil>ia i o n ellos Se identifica con ellos e intuye,
llllvlnn ) pulpa loque viven Se trata de una
sensibilidad pai a t apial ai di ama humano. Camina por
el mundo con jos o|ie. .lempo nbíeiios paia leer en su
alma. Cuando |ii edil a emplt /a poi de a iibu sus vivenc ias y
su problemá-
i, ................. a e l l o s Inibieiaii hablado antes y él, ahora, hi-
, i, i a o Ile|o . de n mensaje Dramatiza su problemática
, 1, i d i i • i 1 1 ‘ *c sientan expresados v reconozcan su
, . , , . 111 i .Huía Ion < liando un predicador reta a sus
fieles, , ada mili ' i n toldando, uno por uno, todos los
pecados ,|e ai \et tildad y de sus parientes y se alegra
con malicia I io i un 179
tle lo-, i leí et los que a él también le mo
lí ..tan l n i amblo, si ve pintadas sus propias
vivencias y , s i e n t e e s p o sado poi el orador, se pone
en comunica-
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ción con él. Consideré siempre como la alabanza más


grande cuando, después de una conferencia mía o
después de la lectura de mis libros, alguien me decía:
"Me siento expresado por tu libro. Tomé conciencia de
cosas que siento desde hace ya tiempo pero que
nunca había podido formular”. Si uno se siente
expresado y comprendido, se abre y se pone
receptivo. Por eso, si el predicador ha reflejado la
vida de la planta que crece en el alma de su auditorio,
puede regarla con la lluvia benéfica del Evangelio. No
se trata de una técnica ni de una ideología; es solo
una actitud áltero-céntrica, una sensibilidad social
que hace mantener la mano sobre el pulso de sus
fieles, de su auditorio o de su interlocutor. Si el orador
mantiene su mirada sobre lo que ellos viven, no tanto
sobre lo que ellos cumplen, nunca le faltará material
de predicación y nunca se dedicará a retar desde el
púlpito. Hará, asimismo, grandes adelantos en la
comprensión del Evangelio que se dirige a esta misma
existencia humana que ellos protagonizan. Creo que
esta actitud era el secreto de los grandes y auténticos
oradores.

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('<ii>íltilo 6

1 lacia una sensibilidad grupal

La fe cristiana es comunitaria. Los cristianos


forman el cuerpo místico, que es la Iglesia. La
comunidad cristia- II.I se compone de millares de
subgrupos. La fe vive y se comunica en ellos. Los
fieles que asisten a una misa, en esc momento,
forman un grupo. Una familia es un grupo. Hay
grupos juveniles, grupos de matrimonios, grupos
de i aloquistas y de catcquesis. Los sacerdotes de
una diócesis, de tm decanato, constituyen un
grupo. Los participantes de mi congreso, de un
retiro, de un campamento, forman un grupo. En un
asado surge una conversación agradable: en esle
instante, los que atienden constituyen un grupo.
Donde dos o más personas se interrelacionan,
existe un grupo, .Hinque fuera por algunas horas o
sólo por pocos minutos V ¡Hinque estuvieran
relacionadas solamente por una circunstancia
pasajera y sin trascendencia. Pero mientras es- l.ni
interrelacionadas, y por tanto, componen un grupo,
allí gravitan sobre ellas las leyes grupales. La
comunicación grupal es una infraestructura para la
comunicación de la le Si el grupo está bien
relacionado y funciona bien para su objetivo, existe
un campo abierto para que se comparta la fe.
Cuando, en cambio, la relación grupal no anda
bien, la fe tampoco se comparte, aunque el único
objetivo que se proponga fuera precisamente
compartirla. Por lo tanto, a los que quieren
compartir la fe, les conviene ad- quiiir una
exquisita sensibilidad grupal para sentir en cada
momento el estado de la intercomunicación y, de

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este modo, poder calcular la posibilidad de


compartir la fe. En
el caso de que la comunicación esté obstruida, sabrán
que sería inútil insistir en la transmisión de la fe.
Deberán mejorar la infraestructura. Es la razón por la
cual quiero ocuparme más expresamente de algunas
experiencias grupales, que pueden despertar el
interés para desarrollar esta sensibilidad grupal.
En todo grupo existe algo sagrado, de la misma
manera que el amor es sagrado. El Señor está
presente en el amor. El grupo es el lugar del amor
entre varias personas. Tradicionalmente se ha
hablado mucho del amor pero suponiendo,
generalmente, la relación entre dos personas: dar un
vaso de agua a un pobre. Hoy pensamos que el lugar
más propio del amor es la comunidad: el grupo. El
Evangelio nos describe el objetivo final de la Iglesia
como el banquete celestial: un grupo. Nuestro destino
final es amar en comunidad. Por lo tanto, todo
acontecimiento grupal es un peldaño hacia esta
plenitud sagrada y promoverlo es trabajar para la
venida del Señor entre los hombres.

La creación de la conciencia grupal

Escuchemos a tres catequistas que empiezan a


conversar sobre su trabajo del año.
Pablo: La catcquesis no anduvo muy bien este año.
Josefa: No, no seas tan pesimista.
Pablo: No, no soy pesimista, pero ¿por qué no se
puede
admitir que no hemos trabajado muy bien?
Josefa: No es que no hayamos trabajado bien, sino que
hemos empezado muy tarde.
Héctor: El problema no es empezar o no empezar, sino
que había menos catequistas.
Josefa: No es el número de catequistas sino la ausencia

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de José y Marisa, que nos habían animado


siempre con su buen humor.
¡•ublo: Vos pensás que sin José y Marisa no se puede
dar catcquesis. Son ideas tuyas.
toseja: No querés admitir que José y Marisa habrían
dado mucho ánimo al grupo.
1‘ablo: Sí, pero lo que pasa es que cada uno ha tenido
más
chicos y, por lo tanto, los grupos eran más
numerosos y dieron más trabajo.
Héctor: Claro, yo les había dicho hace tiempo, pero no
me han creído. Por fin, lo reconocen.
toseja: Sí, pero aún con más chicos habría ido mejor si
nos hubiéramos comunicado más entre
nosotros.
Héctor: Ya se lo había dicho a mediadoá del año, pero
no me hicieron caso.

En esta conversación, hay una oposición entre las


perdonas. Nadie acepta lo que dice el otro. Muy al
contrario, lo i i-lina. No están construyendo juntos,
poniendo ladrillo sobre ladrillo, sino que cada uno
quita el ladrillo que ha pues- lo el otro y pone en su
lugar el suyo. Se juzgan mutuamente:
—No seas pesimista.
—Vos pensás que sin José y Marisa no se puede
dar cutequesis.
No querés admitir. . .
Se hacen reproches:
—Claro, yo les había dicho. . .
Algunas de las frases empiezan con una negación:
—No, porque. . .
—El problema no es que. . .
—No es el número. . .
—No seas pesimista.
—No soy...

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Otras empiezan con una aparente aprobación:


"Sí, pero . . .La significación, sin embargo, del "Sí,
pero...” suele ser la siguiente: "Lo que vos decís es
cierto, pero no tiene importancia. Vos no acertás; el
problema no está en eso. Lo importante es lo que yo
voy a decir”.
Si uno analiza las relaciones entre los
participantes, tiene que descubrir que cada uno
piensa que sabe todo y por tanto se siente con
derecho a desaprobar al otro. Cada uno es maestro.
Nadie quiere aprender. Las opiniones chocan y la
opinión de cada uno está considerada por el otro
como obstáculo, como amenaza y como error que hay
que combatir. Cada uno, además, se ubica en un plano
de afirmación absolutamente segura. Piensan en la
verdad, no piensan en las personas. O mejor dicho,
piensan en sí, en su opinión y no piensan en los otros
participantes.
¿Qué habría que hacer con este grupo? Tendrían
que aprender a tener conciencia simultáneamente,
del tema conversado y, al mismo tiempo, de las
relaciones que existen entre ellos. Cuando hablan
pierden totalmente la atención a sus relaciones
mutuas: se ofenden, se juzgan y se rechazan sin darse
cuenta, por supuesto, porque cada uno vive en su
mundo y no atiende a lo que pasa en el grupo. La
conciencia de lo que sucede en el grupo se aprende
con la evaluación. Después de un rato de
conversación de este estilo, tendrían que hacer una
evaluación y analizar cómo han conversado. Entonces,
caerían en la cuenta de su incomunicación.
Por medio de la evaluación deberían aprender a
escucharse seriamente. Todos están en una actitud
negativa ante el otro. Tendrían que tomar conciencia
de que así no se puede conversar. Deberían empezar
a escucharse y a hacerse reflejos. Sería una etapa
muy constructiva, aun sin adelantar con eso su tema.
Luego, podrían conversar sobre un acontecimiento
objetivo, como la revisión de su catequesis. Una
conversación no puede andar bien si los participantes

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o no se quieren espontáneamente o no tienen por lo


menos, conciencia simultánea del tema y de la
relación que existe entre ellos. Imaginemos ahora que
el diálogo anterior se hace en esta forma:
I'ablo: La catequesis no anduvo muy bien este año.
Josefa: Realmente. . . hemos tenido problemas.
Héctor: Yo me quedé, también, con cierta
insatisfacción. I'ablo: Convendría hacer una
revisión.
Josefa: Sí, habría que analizar lo que pasó.
¡'tibio: Nos serviría de experiencia para el año que
viene.
Héctor: Me parece que este año las circunstancias han
sido muy difíciles.
Josefa: Sí, hemos empezado muy tarde.
Héctor: Se nos había ido el tiempo y, cuando nos dimos
cuenta, ya era bastante tarde. ,
I’ablo: Además, han venido más chicos que el año
pasado.
Josefa: Y, justo este año, nosotros hemos sido menos
numerosos para la catequesis.
Héctor: Sí, nos dejaron varios catequistas.
Josefa: Se sintió la ausencia de José y Marisa, que
siempre habían dado una atmósfera de
alegría.
I'ablo: Y tenían mucha iniciativa.
Josefa: Es verdad; por eso hubo menos comunicación
entre nosotros.
Héctor: Sí, y recién a mediados del año empezamos a
darnos cuenta.
Josefa: De veras, hemos tardado mucho porque recién
en julio hablamos de eso por primera vez.
I'ablo: Claro, cada uno estaba absorbido con sus
propios
problemas.
Héctor: Como los grupos eran más numerosos, había
más problemas con ellos.

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En esta conversación comentan los mismos


hechos pero en una atmósfera muy distinta. La
relación entre ellos es muy buena. Cada uno acepta lo
que dice el otro y añade un elemento nuevo, un dato
que aclara, confirma o justifica y complementa lo
anterior. Van poniendo ladrillos sobre la-

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chillos para construir juntos la casa. Se comunican


entre ellos compartiendo sus puntos de vista y cada
uno se enriquece.
2.En estos dos ejemplos, no hubo una
verdadera diferencia de opiniones. Cuando la hay,
se debe tener en cuenta un elemento más. Entre
nosotros, seres humanos, nadie posee la verdad
absoluta. Solamente Dios es la verdad. Existe una
única realidad. Pero nosotros vamos acercándonos
a ella desde diferentes puntos de vista. Ni siquiera
nos podemos imaginar un cerro sin enfocarlo desde
algún ángulo determinado. Uno se acerca a él desde
adelante; otro, desde un costado y el tercero lo ve
desde un avión o un helicóptero. Cada uno se
formará su propia imagen del cerro. Si uno se olvida
de que lo ve únicamente desde un punto de vista,
va a hacer afirmaciones apodícticas. Pensará que
posee la única imagen. El que se acerca, por
ejemplo, desde adelante, no ve un bosque situado
detrás y dirá que no hay bosque en el cerro. El otro,
en cambio, que lo ve desde atrás, va a decir que hay
un bosque, y se encontrarán en una discusión
irreductible mientras el primero no se ponga más
humilde y no admita la relatividad de su punto de
vista.
La realidad es una, pero los puntos de vista son
diferentes. Tenemos que componer y completar
nuestras maneras de ver para ir acercándonos cada
vez más a un conocimiento más pleno de la
realidad. Cada uno tiene parte de la verdad. Cada
uno puede aprender algo nuevo. Aunque alguien
supiera todo —supongámoslo, por imposible que
sea—, mientras su interlocutor está buscando y
aprendiendo, conviene que le dé la posibilidad de
expresar su punto de vista.
Con esto llegamos a un punto que me costó
largos años aprender. Me habían dicho a menudo
que hago afirmaciones tajantes. Pero yo no tenía
conciencia de ello. Interiormente, estaba

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convencido de que todas mis afirmaciones eran


relativas y que sólo proponía mi punto de vista.
Exte- riormente, sin embargo, tenían una forma
simple y universal: “Esto es así” o "En este asunto
pasa tal cosa”. Si me preguntaban, admitía
enseguida la relatividad de esa afir mación, pero
en las conversaciones, mis afirmaciones pare- i mu
demasiado seguras y cxcluyentes. Hasta que un día
descubrí por qué daba esta impresión. Cuando
varias per- >,< mas se ponen a comentar un hecho
y una de ellas da una opinión un tanto segura, las
demás se sienten cortadas. Les parece que ya no
les queda nada por decir porque todo es- la ya dicho
y de una manera definitiva. Me di cuenta que una
afirmación segura y tajante quita la libertad a los
demas para manifestar sus opiniones todavía
inseguras, destinadas a tantear una interpretación
del hecho que comentan. I .xpresar estas opiniones
les sirve para ir elaborando sus opiniones.
Por eso, en una conversación, en vez de quitar
la libertad de los otros, se debe, más bien,
estimularla. Conviene promover que el otro pueda
reflexionar y expresar aspectos liasta ahora no
aclarados. Por lo tanto, conviene subrayar
expresamente que la opinión pronunciada es sólo
una tentativa de explicación pero que uno está
esperando otros puntos de vista. Cuando el
comentario de algún hecho, pues, se está haciendo
y todos están tratando de expresar algo, conviene
indicar la provisoriedad de nuestra opinión con
alguna fórmula atenuante: “Estoy inclinado a
pensar que...”, "Me parece que. . .", "A lo mejor. ..”
o "Me parecería, pero no estoy seguro...”. Se puede
preguntar expresamente: “¿Qué te parece a ti?”.
Cuando se trata de la fe, no es necesario atenuar la
seguridad de la adhesión. La relatividad se expresa
con el testimonio, que no es universal y, por eso, no
afecta la libertad de otros.
La conversación así descrita pertenece a la
infraestruc- lura que hace posible que la fe se

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comunique. ¡Cuántas veces se escucha discutir,


acerbamente, sobre temas religiosos, sobre los
sacramentos, sobre la planificación de la pastóla!,
sobre disposiciones eclesiásticas, sobre modos de
apostolado o sobre la renovación de la liturgia y de
otras estructuras! La discusión combativa con
personas atrincheradas en su propia verdad, que
demuestran su superioridad y cieñ a n los oídos ante
el otro, destruye el ambiente religioso. I n t a l
ambiente, el Señor se calla. La buena relación
human a es como el lecho del río donde el agua
puede correr. Sin ella no se comparte la fe.
La evaluación después de cada reunión es el
lugar apropiado para que un grupo tome conciencia
de las deficiencias de su funcionamiento y las vaya
corrigiendo.
Años atrás, en una institución de altos estudios,
donde estaba enseñando, teníamos dificultades de
comunicación en el cuerpo de profesores. En aquel
tiempo, se empezaba a hablar de cursos de
dinámica grupal. Invitaron, pues, a alguien para que
nos diera una iniciación y, de este modo, se
encaminara ese grupo docente. Un día, vino el
profesor invitado y unos quince profesores
asistimos al curso. En la introducción, el profesor
exponiendo su plan nos explicó que quería guiar
algunos ejercicios prácticos en vistas a una
sensibilización grupal. Antes de eso, iba a
proporcionarnos algunos elementos teóricos
sumarios acerca del funcionamiento del grupo. Nos
dejaba la opción entre dos modos diferentes de
exponer estos principios básicos. Un modo
concreto, dijo, partiendo de observaciones
experiencia- les y otro más teórico y sistemático.
Nos pidió que nosotros, el grupo de los quince
profesores, optáramos entre los dos caminos a
seguir. Añadió que la diferencia entre las dos
posibilidades no era muy grande. Con eso, se quedó
callado y nosotros empezamos a conversar para
tomar la resolución. No podíamos ponernos de

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acuerdo. Unos elegían el primer modo y dijeron que


el segundo no era conveniente y de ninguna manera
admitían que se lo eligiera. Otros tiraban para el
otro lado. Surgió una voz conciliadora y fue
rechazada por ambos bandos. Discutimos una hora
entera. Me dio una vergüenza muy grande. El
profesor no se inquietó. Yo pensaba que él iba a
intervenir para apurar la decisión, pero se quedó en
el molde, con una cara inmutable, aunque muy
atenta. Al cabo de una hora y media, tomó la
palabra. Comenzó a interpretar lo que había
sucedido en el grupo. Retomó las afirmaciones de
cada uno y mostraba, una por una, qué actitudes
con respecto al grupo se escondían detrás de ellas.
Había gente empacada cien por ciento con su
opinión, sin poder hacer concesión alguna. Otros
habían quedado mudos todo el tiempo. Uno había
aprovechado una pausa para levantarse y
desaparecer. Explicó el profesor lo que eso
significaba para la marcha cotidiana de ese grupo.
Sin perder detalles, describió todo el proceso que el
grupo había recorrido en una hora y media. La
reunión fue un fracaso rotundo pero el comentario
del profesor me dio mucha luz. Se me abrió un
mundo nuevo. Caí en la cuenta de lo que son las
relaciones grupales. Yo había vivido la reunión
completamente sumergido en la tarea de la
elección. El profesor, en cambio, empezó a
mostrarme lo que ha pasado durante este tiempo
entre nosotros. Mostró cómo nosotros nos
relacionábamos, mientras cada uno discutía las
razones y los argumentos de la resolución a tomar.
Para mí fue una lección esencial. Pero sucedió algo
más vergonzoso. La semana siguiente se repitió lo
mismo. El profesor nos invitó a continuar la
elaboración. Iniciamos el trabajo y, otra vez, resultó
una reunión ipuy dura y sin resultado positivo. Ya
era una situación grotesca porque no valía la pena
perder tanto tiempo por un asunto tan
insignificante. El profesor no se indignó. Por lo

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contrario, le habíamos suministrado bastante


material. Pudo ilustrar, de nuevo, un proceso muy
torturado pero muy rico en enseñanzas. Aprendí
muchísimo. Cuesta confesarlo porque es increíble:
repetimos lo mismo en las cinco reuniones
siguientes. Ya nos desesperábamos. Algunos nos
pusimos de acuerdo de antemano para aceptar
cualquier alternativa, con tal que terminara esta
oposición irreductible. No hubo caso. En la sexta o
séptima reunión, el profesor dio por terminado el
curso. Fue uno de los cursos donde más aprendí.
Comprendí cuándo un grupo no puede andar y hasta
qué punto puede existir una inconciencia grupal.
Aprendí, además, a observar lo que pasa en el
grupo mientras todos están perdidos en la tarea o
en la discusión de algún tema. Una vez dado este
primer paso, me puse a observar el funcionamiento
de otros grupos. Me di cuenta que esa revisión, que
normalmente se llama evaluación, es algo muy
importante en los grupos. Es ella la que crea la
conciencia de lo que pasa en el grupo, la que forma
la sensibilidad grupal y es, prácticamente, la única
garantía de que un grupo pueda funcionar bien y
logre corregir sus defectos.
Si un grupo no ha funcionado muy bien en una
reunión, el problema seguirá. Al cabo de seis
meses, habrá descontentos y aparecerán las críticas
o el grupo se disolverá. Si, en vez de esperar seis
meses, el grupo toma conciencia del defecto
después de tres meses, dispone de tres meses para
corregirse y, quizá, no se deshace. Si tienen aún
más sensibilidad y, después de la primera reunión,
alguien se da cuenta y propone que se haga una
evaluación, entonces perdieron una sola reunión.
Puede suceder que alguien del grupo sea tan
perspicaz que advierta la falta a los cinco minutos y
que el grupo pueda reaccionar en el acto. En este
caso, no malograron ni siquiera la reunión. La
sensibilidad grupal consiste en la percepción de lo
que acontece en el grupo. El buen funcionamiento

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grupal depende de ella. El grupo en el que todos


tienen una sensibilidad grupal bien formada camina
sin tropiezos.
La evaluación es el medio por el cual un grupo
revisa su funcionamiento y, al mismo tiempo, va
desarrollando su sensibilidad grupal. Es un balance,
un examen de las relaciones grupales.
Me acuerdo de un grupo que se reunía
mensualmente; lo hizo durante seis años sin haber
aceptado tener evaluaciones. No se disolvió —por
ciertas circunstancias externas— y se trabajó muy
bien, pero el grupo nunca pudo aclarar
propiamente, las relaciones mutuas y, por eso,
nunca pudo llegar más allá de cierta comunicación
superficial. Había comentarios y críticas mutuas
fuera del grupo. Es la característica de los
integrantes que no pueden hablar en el grupo
mismo de lo que pasa en él. Se critica fuera del
grupo y detrás de los interesados. La interrelación
no es sincera y se pierde mucha energía en
absorber las tensiones que se crean continuamente.
La insatisfacción que aparece en el grupo es,
siempre, un buen motivo para la evaluación si un
grupo, en principio, resiste a ella.
4. El modo de hacer la evaluación es muy
simple. Al terminar la reunión, el grupo se pone de
acuerdo en hacer una evaluación. En grupos que
empiezan y en grupos que no andan muy bien
conviene hacer evaluación después de cada
reunión.

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I ti primero que hay que entender en la


evaluación es que un se habla más del tema
tratado, sino de lo que acon- i« i lu durante la
reunión. Eso se entiende sin más en los i'iupos que
tienen interés y práctica de la evaluación. En uli UN,
en cambio, que no tienen conciencia grupal, se
recae m cesar en la discusión del tema. Es el signo
de que du- i mili' la reunión tampoco seguían, con
atención, el proceso riupiil. No poseen todavía la
sensibilidad para captar lo que sucede.
Suelo introducir la evaluación con dos
preguntas: ¿cómo se sintió cada uno personalmente
en la reunión? y ¿qué paso en el grupo? La primera
corresponde a la evaluación peisonal y la segunda
plantea ya el punto de vista grupal.
I . 1 primera es importante para que cada uno
exprese o Integración en el grupo. Tiene que
expresar la gratifica- i Ion o el descontento que ha
experimentado. ¿Por qué no si sintió hien? ¿Qué
cosa no le gustó? Cuando alguien ma- 1 1 11 u-sla que
se sintió bien, es el grupo entero que se ve gra-
iilleudo. El grupo se fortifica con el conocimiento de
que s u s miembros están satisfechos. Es un
elemento valioso en l.i i mu ¡encía grupal. La
expresión del descontento y de sus in/oues, son
igualmente importantes. Son los indicios de que
.tipo no anda bien. Abre los ojos y da una tarea al
grupo pai n (pie discierna lo que sucede. A lo mejor,
es sólo un piiihlema personal, pero al grupo le
incumbe asumir el he- . lio de que uno de sus
miembros no se siente integrado y 11 Hílenlo.
En grupos poco iniciados, sucede con frecuencia,
que alguien no habla durante toda la reunión.
Este silencio i . algo amenazante para el grupo.
El grupo no sabe qué piensa el que está callado
y, de a poco, va a suponer que i ><i á descontento*,
y que oculta sentimientos críticos. Mu- • lias
veces, sin embargo, es meramente la timidez con
intención de intervenir.
De una manera más general, da gran seguridad
al grupo el saber cómo se siente cada uno en él;
aumenta el grado de comunicación, hace sentir a
sus integrantes muy unido-. y hace asumir
comunitariamente la queja o el malestar d uno u
otro. 193

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La segunda pregunta se refiere ya al grupo. Es


una invitación para que todos los miembros
comiencen a asumir la responsabilidad por la
marcha del grupo porque la conducción del grupo se
delega con demasiada facilidad al coordinador. En
grupos con poca experiencia, es más difícil que se
den juicios suficientemente explícitos. Entonces,
suelo preguntar algo más acerca de los momentos
importantes de la reunión, si hubo progreso, si la
reunión dio resultados, si los resultados fueron
mejores o peores que en otras reuniones, si el
ambiente fue cordial, si se notaron tensiones
ocultas u otros obstáculos que frenaban la marcha
del grupo u otras preguntas por el estilo. Todas
ellas son ocasionales y pretenden ayudar la
expresión sin predeterminar las respuestas.
En grupos sin mayor práctica, suelo pedir que
la evaluación la haga primero uno por uno, en
rueda, contestando a las dos preguntas. Así todo el
mundo tiene ocasión de hablar y, sobre todo, es
más fácil conseguir que se escuche a cada uno con
la seriedad de que hablamos en la primera parte del
libro. En grupos con más sensibilidad, la evaluación
es algo muy espontáneo, muy interesante y
agradable. Uno aprende siempre mucho. Alguien
empieza a comentar lo que sintió y se entreteje una
conversación tranquila y animada. Aporta un efecto
muy benéfico al ambiente. Un grupo que ande bien,
que tenga deseos de comunicación, nunca tiene
miedo de la evaluación porque ella estrecha las
relaciones, hace sentir la unión, desarrolla la
comprensión y la aceptación de las debilidades
confesadas y crea un clima de comunicación. Es
compartir la vida y pasa, naturalmente, a ser un
compartir la fe.

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El rumbo

Hace años fui invitado a dar un retiro espiritual


a sacerdotes y seminaristas. El responsable que me
había invitado, me explicó que el grupo, de unas
treinta personas, quería hacer ejercicios
espirituales de san Ignacio. Venían reu- nléndose
anualmente y, en las últimas oportunidades, ha-
l>iiit) cambiado el retiro espiritual por
aggiomamentos. Por i MI seguía diciéndome—, todos
deseaban volver a hacer • |t-n ic ios ignacianos. La
primera noche expresé ante todo i I guipo que me
ponía a disposición de ellos y que, conforme al
deseo de ellos, expresado por su superior, aceptaba
ion gusto guiar el retiro siguiendo el método
ignaciano. Asintieron. Todo empezó muy bien pero
al tercer día, me enteré de que cundía cierto
descontento y que se lo co- menlaba por aquí y por
allí. Me dijeron que algunos no de- M aban seguir el
método adoptado. Cuando me aseguré que las
quejas eran ciertas, convoqué a la asamblea y les
pregunte qué pasaba. Les recordé que mi intención
había sido ponerme a disposición de ellos y que yo
había elegido es- ie camino por deseo del grupo,
que en la primera noche había ratificado el plan.
Manifesté mi disponibilidad para i ai tibiar el rumbo.
Resultó que casi nadie deseaba hacer el i •'tiro
como lo habíamos empezado. Insistí en que cada
uno volviera a explicitar su deseo y, en breve
tiempo, reorienta- mos la marcha del retiro. Todo lo
demás ya fue sin tropie- f o', v disfrutaron de una
renovación espiritual reconfortante.
lista experiencia me clarificó mucho la importancia
y i I funcionamiento del objetivo grupal. El
responsable, que
■ I.I superior de ellos y quien me había invitado,
no había
iludo interpretar el objetivo de los participantes. El
era

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■ I que tenía deseos de que los ejercicios


fueran ignacianos, pero como me lo aseguró
posteriormente, de ninguna ma había queridolí. I .I

imponerlos. Entonces, yo estaba equi- 1 1 .. ado


respecto a! objetivo real del grupo. En la primera
..lie, como si fuera la cosa más normal, expresé el
objeti-
io supuesto. El grupo se fue al mazo sin hacer notar
su de-
i. uerdo. Puede ser que yo me haya expresado
demasiado i alegóricamente y, por esta razón, no se
animaron a mani- I . l a r su disconformidad. Es
posible, también, que ellos mi .mus hayan
desestimado la importancia del esclarecimien- lu ii
que no hayan tenido conciencia clara de lo que
bus- . .ih.ui. No se puede descartar que,
teóricamente, hayan de- . ido liad-río como su
superior me había dicho, pero que •ai di -.ro vital
lucra distinto. De todos modos, vemos un

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ejemplo en el que se empieza a trabajar sin que el


objetivo grupal haya sido clarificado
suficientemente.
El objetivo del grupo es el contrato inicial entre
todos los miembros del grupo. Determina lo que el
grupo busca, lo que pretende lograr y a lo que cada
uno se compromete. El grupo es como una persona.
Tiene que saber lo que quiere. Si no lo sabe, está
confundido y toda su labor anda sin rumbo o
padeciendo tiranteces antagónicas. El objetivo del
grupo consiste en la finalidad hacia la que apuntan,
de común acuerdo. ¿Qué esperan del grupo?
¿Dónde quieren llegar? La respuesta a estas
preguntas indica el objetivo. Es tan importante que
entra como factor dominante en la definición misma
del grupo. Un grupo es una asociación de personas
con un objetivo común. El estado es una unión de
los ciudadanos con el fin de procurar el bien común
público. El objetivo de la Iglesia es el banquete
celestial: el bien espiritual común y definitivo. Hay
asociaciones con fines lucrativos. El lucro rige toda
su actividad. La determinación del objetivo ha de
ser el punto de partida de todo trabajo grupal
porque gobierna toda la actividad posterior. Cuando
aparecen síntomas de mal funcionamiento se debe
replantear el objetivo inicial. En el ejemplo arriba
mencionado, vemos que el grupo no expli- citó
suficientemente su objetivo al comienzo, hecho que
originó el conflicto. El remedio consistía en volver a
plantear el objetivo y conversar hasta llegar a un
acuerdo.
El objetivo grupal se compone de dos factores.
Por una parte, existe lo que el grupo ha conversado
y lo que se propuso de común acuerdo. Por otra,
está lo que cada uno busca efectivamente. No
siempre coinciden. La elaboración de los objetivos
consiste en que cada uno exprese lo que espera y,
luego, el grupo trate de establecer un denominador
común que todos aceptan. Hay que hacer coincidir

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la imagen que el grupo tiene de sí mismo con los


factores vitales que gravitan en él. La estrategia no
debe ser tanto decidir algo y luego forzar a todos a
atenerse a ello, sino más bien crear las condiciones
para que afloren las intenciones reales y que el
grupo pueda calcular con su propia realidad.
Supongamos que hay un conjunto de jóvenes que
se consti- I uVi' en grupo de catequistas. El objetivo
de cada uno es l l g n .miente divergente. Uno quiere
dar catcquesis porque busca una formación humana
y docente, y espera lograrlo pui el contacto con los
chicos. Otro busca una formación ■ Hpii ilual para
aumentar su fe. Un tercero busca únicamen- l<
relacionarse con sus coetáneos y hacerse amigos.
Alguien viene porque quiere acompañar a su novia,
muy deseosa «!• colaborar con la Iglesia. El
siguiente participa por puro deseo de servir a los
demás. Se presenta alguno porque lo Invitaron y no
se atrevió a decir que no. En un primer mo- nlento,
este grupo puede andar porque hay un objetivo
común: la catcquesis. Las diferencias pueden sin
embargo, i misar tensiones más adelante. El que
busque una forma- > Ion espiritual va a insistir más
en la preparación y en el * .ludio. Otro verá la
necesidad de más intercambio entre i líos. El que
venga por su novia, va a manifestar, temprano
0 larde, cierto desgano o le faltará dedicación.
I .o acertado en este caso no es tanto
convencer a cada mío para que todos quieran lo
mismo, sino tomar concien-
1 ia de la diferencia de los proyectos subyacentes,
aceptar la modalidad de cada integrante y llegar a
un acuerdo mínimo a base de la situación real. Eso
es tener conciencia del riado de la cohesión
grupal. No exigir de nadie lo que no puede o no
quiere dar. El grupo consciente de su propia n
aliilad disfruta de buena salud, al igual que una
persona i uva imagen de sí misma coincide con lo
que ella es.
Los objetivos pueden cambiar. Un hombre

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casado, verían aria, empieza a simpatizar con su


secretaria. Se hacen amigos. Su expectativa
respecto a su grupo familiar sufre mía
Iransformación notable. La esperanza que había
colo- i ado en el hogar, declina visiblemente. Los
hijos le parece- i an insoportables y experimentará
una marcada desazón. La Iamilia lo sufrirá en su
conjunto. Es un ejemplo, quizá, muy especial, pero
puede indicar algo que sucede en todo riupn i
iiando cambian los intereses de un participante.
Una modificación tal debilita notablemente la
cohesión grupal.
I preciso, por tanto, palpar continuamente el
grado de la
II tliesión.

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Una misa de domingo es, también, un hecho


grupal. Alguien va para cumplir un precepto. Es su
objetivo. Su entusiasmo y su colaboración están
condicionados por eso. Si va para escuchar una buena
homilía y las palabras del sacerdote son mediocres,
quedará insatisfecho. Otro va para alabar al Señor. Su
participación en el canto y en toda la liturgia será muy
distinta. Si en una misa no llega a crearse un ambiente
de gran fraternidad para alabar juntos a Dios, se
impondría revisar los objetivos. Claro está, en una
misa no se elaboran grupalmente los objetivos. Sin
embargo, existen. El objetivo real se constituye con lo
que tiene de común el objetivo de cada participante y
con el grado de conciencia que los integrantes tienen
de él.
Un muchacho se había establecido en la ciudad y
empezó a formar parte de un grupo de oración. Poco
después apareció cierta tensión en el grupo. Varios
tenían un interés muy grande en aprender a meditar y
a contemplar. Sin embargo, las conversaciones se
prolongaban y, en cada reunión, se comprobaba la
resistencia para iniciar el trabajo. No se sabía por qué.
Después de varias evaluaciones, en ías que cada uno
trató de explicitar su objetivo respecto al grupo, el
muchacho mencionado manifestó que venía al grupo
porque pasaba por un momento crítico, se sentía
desarraigado de su ambiente natal. Se había acercado
al grupo para encontrar amigos, pero no tenía interés
en la oración. Todos se dieron cuenta de que su
objetivo era completamente ajeno al del resto del
grupo. Debía crear tensiones y frenar el proceso de
lograr los objetivos propuestos. Sin embargo, el grupo
no quiso excluirlo justo en el momento de su intento
de arraigarse en un ambiente urbano nuevo. Además,
lo querían. Es una situación típica en grupos católicos.
En un grupo industrial que tenga fines lucrativos y de
producción, es relativamente fácil eliminar tales faltas
de coincidencia en el objetivo. En movimientos
religiosos, en cambio, la amistad juega un rol

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importante. Generalmente, ejerce una gravitación en


favor del logro de los objetivos, pero no raras veces en
desmedro de ellos. Lo importante, lo repito, no es
eliminar radicalmente tales incongruencias, sino tener
coincidencia de ellas, admitir su expresión y elegir,
aceptando de antemano las limitaciones que tales
opciones Implican, sea la separación dolorosa de
personas, sea la ine- lic ¡encía de lograr los objetivos.
El grupo tiene que asumir MI destino.
liemos observado que el objetivo es un factor
neurálgico en la vida grupal. Por esta razón, me gusta
plantearlo .il comienzo de cada reunión. No siempre el
objetivo gene- i.1 1 del grupo, sino el objetivo de la
reunión. ¿Qué queremos hacer hoy? No importa si en
la reunión anterior ya se luibía puesto de acuerdo.
Conviene retomarlo. La situación del grupo puede
cambiar. No es sorprendente si, de repen- lo, emerge
algo que en la reunión anterior aún no se divisaba. No
perjudica refrescar la memoria para aunar las fuerzas
y ci car la conciencia actual de lo que el grupo se
propone t o este momento. Tal actualización del
objetivo ayuda, ade- mas, para que cada uno asuma la
tarea común. Me ha pa- s.ulo, con frecuencia, que
descubrimos en la evaluación que el objetivo
perseguido por el grupo no interesaba a nadie, pero
como cada uno pensaba que a los demás les importa-
lía, o porque pensaban que había que atenerse al plan
pre- eslablecido, no querían manifestar su
indiferencia. Otras veces, sucede que aprueban la
primera proposición con tal de empezar ya. Por eso,
cuando coordino una reunión, en vez de proponer el
objetivo decidido anteriormente, solamente hago una
pregunta general invitando a que el grupo reaccione:
"Aquí estamos. ¿Dónde hemos dejado nuestro li abajo?
¿Qué les parece que podemos hacer hoy?”. Prefie- 1 1 1
demorar con este contrato inicial, incluso objetar la
me- la propuesta, hasta que vea que el grupo empiece
a despertarse y a asumir Su tarea. Todo el trabajo va a
ser más responsable. Se puede volver a plantear este

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compromiso mutuo cuando surgen obstáculos. Es


posible retomarlo, modi- I ic ario o adaptarlo al nuevo
estado de ánimo de los miem lucís pero, siempre
tienen que aunar las fuerzas, por lo menos, de una
manera tácita.
El grupo vive con la vitalidad de sus objetivos. Nace c
liando hay algo común. Se fortifica a medida que se
inten- i!lean las coincidencias. Cuando los corazones
se aúnan,
lodos ponen el hombro y el grupo anda bien. Se
debilita con la discrepancia de intereses. Cuando no
existe suficiente convergencia, el grupo se muere. Es
lindo cuando algo muere en el momento en que
termina su vida. Es desgarrador cuando muere antes,
y es penoso cuando sigue prolongando una agonía sin
esperanza. La vida no depende siempre de la voluntad
humana. A veces, termina aunque uno no lo quiera.
Aceptarla es signo de un gran espíritu. Los médicos,
de vez en cuando, logran mantener en vida vegetativa
organismos humanos sin posibilidad de recuperación.
Algunos grupos hacen lo mismo. Se reúnen y tratan de
reanimar lo que ya se ha apagado definitivamente.
Sólo tienen en común los estatutos muertos o los
recuerdos agradables de otros tiempos cuando el
grupo todavía disfrutaba de vitalidad. Los miembros
de este grupo formarán, tal vez, otros grupos, en otra
parte, con otras personas y con otros objetivos, pero
prolongar la agonía de éste, puede no tener sentido
en absoluto.
El objetivo del grupo determina, normalmente, el
número de personas que pueden participar en él con
provecho. Si pretenden alcanzar una relación personal
estrecha, pasar de diez puede causar inconvenientes
serios. Tales son los de convivencia, de reflexión,
grupos que comparten o elaboran sus procesos
personales, grupos de revisión de vida y otros por el
estilo. Me acuerdo de un grupo, con alrededor de
dieciséis miembros, que trataba de compartir un
proceso relativamente hondo de las experiencias. Con

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regularidad matemática, las reuniones en las cuales


faltaban participantes, eran siempre, las que andaban
mucho mejor. Su número era excesivo. En momentos
muy breves, sin embargo, como en un congreso
formado por personas que se unen sólo para unos
días, se puede tener contactos y testimonios con
muchos más participantes. Para la catcquesis, por
ejemplo, si se pretende compartir algo religioso y
personal, conviene no exceder el número de siete u
ocho. En el caso de catequistas jóvenes y sin
experiencia docente, convendría reducirlo más aún.
Darles solo cinco chicos. Se necesitarían más
catequistas, pero daría un resultado más religioso y
un mayor número de jóvenes aprovecharían la
experiencia muy gratificante de compartir
personalmente su fe. Es Iris lo cuando un joven que
empieza a dar catcquesis, en ve/ de poder compartir
cómodamente su fe, tiene que debatirse con
problemas disciplinarios porque su grupo es más
numeroso di- lo que él puede abarcar holgadamente.
Con eso, no quicio descartar que grandes movimientos
populares puedan aportar importante crecimiento de
fe o que el sentirse en Iglesia abierta no sea
necesario.

Ln dinámica de la conducción
Una catequista me contó que daba clases de
religión en dos colegios distintos. En uno de ellos,
existía una disciplina férrea. Lo que no era prescrito
era prohibido. En los corredores y en las clases
reinaba un orden perfecto. Era muy cómodo dar clases
porque no se presentaba ningún problema
disciplinario. En el otro colegio, en cambio, todo era
espontaneidad y desorden. Perdía mucho tiempo en
conseguir que cada alumna se ubicara en su asiento y,
si lo conseguía, no duraba mucho tiempo. Sin
embargo, me decía que prefería dar catcquesis en este
segundo colegio.

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—¿Por qué? —le pregunté maravillado.


—Y, sí —respondió—, porque les pido que dibujen
una escena del Evangelio, que anoten algo en su
cuaderno y, en- l(mees, se manifiesta la diferencia. En
el primer colegio, me preguntan en qué cuaderno
tienen que dibujar, en qué páp u l a , con qué color y no
hacen nada que no les haya indi- i ado expresamente.
Temen ser desautorizadas si emprenden algo por
cuenta propia. En el segundo colegio, por lo contrario,
todo es vida. Apenas les digo que dibujen algo, loman
el cuaderno, se ponen a trabajar y crean cosas ori-
ginalcs. Y eso me encanta. Prefiero luchar con la
disciplina, p e r o me agrada que tengan iniciativa,
emprendan, inventen v colaboren.
Escuché atentamente y me gustó lo que había
dicho. Veía que se relacionaba con sus alumnas. Los
chicos con mucha iniciativa entran en cierto orden por
medio de una relación personal. Los que sólo buscan
el orden objetivo pero sin crear un verdadero contacto
personal, no pueden nunca conducir un grupo
dinámico, original o fuerte.
Pero más que nada, en este relato de la
catequista, vi llevado hasta su extremo una ley que
gravita sobre todos los grupos. Los muy dirigidos
corren el peligro de perder iniciativa. En cambio, los
que tienen mucha iniciativa, no se sienten bien con
una dirección muy vertical. Un grupo de médicos, de
profesionales, de matrimonios o de universitarios que
en su vida se gobiernan de una manera autónoma, no
ingresan en grupos muy digitados. Están
acostumbrados a la independencia en la vida cotidiana
y desean ejercerla, también, en sus grupos de índole
religiosa. Otros, en cambio, necesitan una dirección
estricta.
Los miembros de un grupo, cuanto más
independientes son en su vida privada y en su trabajo,
tanto más se inclinarán a un régimen democrático. La
conducción democrática tiene sus leyes propias. La
iniciativa del gobierno y de la dirección proviene de
todos en una forma distribuida. Una iniciativa de

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conducción se llama moción de orden. Si en plena


discusión alguien propone que se cambie de tema, o
que se dé otro rumbo a la conversación, es una moción
de orden. En un grupo democrático, las mociones de
orden proceden de todos. Cada uno muestra, de este
modo, que mientras participa en la tarea grupal, está
sintiéndose responsable por la marcha del grupo.
Participa en la conducción. Después de surgir una
moción de orden, el grupo delibera un momento para
considerar si la acepta o no. En este momento, el
grupo entero realiza un acto de conducción. En un
grupo dirigido, o no vienen mociones de orden fuera
de las del líder o son aceptadas y rechazadas sólo por
él. Se puede observar, por ejemplo, cuando surge una
moción de orden, si es el líder que responde o si es el
grupo entero. En el instante de la deliberación, si el
grupo es democrático, todos miran la cara de todos
para ver las reacciones. En el otro caso, todos miran la
cara del líder. La democracia, en este sentido, es una
mentalidad, no un sistema. No excluye, por tanto, ni la
existencia de un líder ni la pertenencia a un
movimiento o a una organización.
Cuando estuve en Bélgica y tomé contacto con el
movimiento de la Juventud Obrera Católica (J.O.C.), se
insistía mucho en la diferencia entre el director y el
asesor. Eran los años cincuenta, cuando los
movimientos católicos se esforzaban por liberarse de
un excesivo predominio clerical. I )ecían que el
director conduce al grupo. El asesor, en cambio,
aporta su opinión y un esclarecimiento doctrinal o un
testimonio, sin intervenir directamente en la
conducción. Admitían una intervención indirecta sobre
todo en grupos de jóvenes. Consistía en inspirar; crear
la conciencia y el Animo para que una iniciativa nazca
del grupo. La diferencia de fondo consiste en que los
actores responsables, los protagonistas, son los unos
o los otros. Si una fábrica, de repente, da pérdidas y
los responsables ño saben por qué, llaman a un
experto, es decir, a un asesor técnico, para que dé una
diagnosis y proponga una solución. El asesor no es

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propietario y no toma decisiones. Da su opinión


técnica a los responsables y, si le piden, presta un
servicio dentro de mi marco muy determinado.
Creo que en los últimos cincuenta años, los
movimien- los católicos pasaron por una evolución
notable respecto a su dinámica para asumir su propia
conducción. Antes de los años treinta, prácticamente
todas las organizaciones habían sido dirigidas por el
clero y las autoridades ecle- •.iáslicas. Asimismo, sus
objetivos apostólicos eran fijados por los mismos. En
la década del treinta apareció la Acción Católica. Con
sus cuatro ramas, representaba la prolongación del
apostolado de la jerarquía, pero ya con una conciencia
mayor, de los laicos. Tenían participación en la
conducción y eran nombrados por la jerarquía para
puestos directivos importantes.
En la década del cincuenta se dio otro paso. Hubo
una gran controversia en la Acción Católica francesa.
Un sector de ella pretendió dar al movimiento otro
objetivo. Decían que no querían ser la prolongación
del apostolado clerical, sino que proponían que el
objetivo de la organización fuera la formación de sus
miembros para que cada uno, en su familia, en su
ámbito de trabajo cotidiano, bajo su propia
responsabilidad, irradiara la fe como a cada uno le
parecía. Era evidente que, de esta manera, el
movimiento habría cambiado su objetivo. La Acción
Católica ejercía hasta entonces su actividad dirigida
por el clero. Organizaba manifestaciones y campañas
como, por ejemplo, contra la blasfemia o en favor de
la enseñanza cristiana, etc. El movimiento como
instrumento de acción conjunta iba a acabar. El nuevo
estilo lo hubiera puesto al servicio de la vida cristiana
de sus miembros. La dirección también iba a cambiar.
En vez de directores, necesitaban asesores que
ayudaban a tomar conciencia sin imponerse en la
acción. Este grupo que proponía el cambio, se apartó
de la Acción Católica y formó su propio movimiento. En
la misma época nació el Movimiento Familiar Cristiano

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que tenía el mismo espíritu. Realizaban poca actividad


común. Se proponían formarse y tomar conciencia
para actuar como cristianos donde la vida los ponía. La
jerarquía lo aceptó y nombró sus directores laicos y
sus asesores sacerdotes.
Creo que no me equivoco mucho si afirmo que en
la década del sesenta se pudo observar otro cambio.
Después de sus respectivos apogeos, muy
interesantes, los movimientos mencionados pasaron
por cierto período de menos expansión y hasta de
estancamiento. Tenía que venir otro movimiento
joven, más dinámico, con un nuevo mensaje, que
respondiera a las expectativas que estaban
despertándose en la gente. No se trataba tanto de
otro movimiento numéricamente distinto, como de
otro estilo, de otra mentalidad, de otra manera de
relacionarse. No apareció nada. Hasta tenía la
impresión que existía cierta desorientación y cierto
vacío. Viajando por aquí y por allá, empezaba a darme
cuenta de que el vacío era más aparente que real.
Como hongos, habían surgido grupos juveniles, grupos
de matrimonios, grupos que no tenían ni nombres ni
pertenecían a ningún movimiento. Pululaban por
dondequiera uno miraba. Nacían de improvisto, no
querían encuadrarse en ninguna organización,
luchaban buscando sus objetivos, se nucleaban en
torno de una o dos personas, casi siempre los unía un
lazo de amistad, daban lindos momentos de
convivencia y trataban de esclarecer su fe, pero raras
ve- ccs tenían una acción común. Fácilmente, como
habían nacido, desaparecían sin dejar otro rastro que
el hecho de haber compartido, de haber vivido y
crecido juntos. Reclamaban un estilo democrático de
autogobierno sin, por eso, disminuir en absoluto su
respeto y su fe en la jerarquía.
Es sintomático que los movimientos que más
prosperan en este momento, como los Cursillos de
Cristiani- dad, ostentan las características comunes
que reposan sobre los hombros de los laicos y poseen

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estructuras muy sueltas. Es cierto que dan una


iniciación densa e intensamente dirigida que logra
numerosas conversiones. Luego, proponen alguna
ayuda para mantener un contacto y alimentar el fuego
inicial pero fundamentalmente sueltan las riendas
porque más que dirigir una organización, desean dejar
lugar a la iniciativa y a la responsabilidad personales.
Es que no buscan adeptos sino que desean despertar
el espíritu en un pueblo responsable. Se puede
observar, por ejemplo, hasta qué punto el movimiento
carismático se mueve con estructuras aflojadas.
Me sucedió al comienzo de mis experiencias
grupales que un grupo recién formado quería entrar
en el Movimiento Familiar Cristiano. Eran matrimonios
de profesionales. Fui a la secretaría general, pedí los
estatutos y el programa de varios años. Los estudié y
los presenté. Ya de eilirada, los estatutos no
suscitaron ninguna simpatía. Los temarios, sí.
Elegimos uno y empezamos a trabajar pero algo no
andaba bien. No era fácil diagnosticar la causa del
malestar y nos debatimos un año entero sin dar en la
tecla. Lo curioso era que el interés se mantenía a
pesar de l o s continuos fracasos y la reunión se hacía
con regularidad y sin ausencias. Al final les pregunté
qué querían hacer. Cada uno propuso un tema distinto.
Muy bien, les contesté, anotamos todos estos temas
para tomarlos uno por uno. Pasamos un año entero
recorriéndolos con éxito. A l l í me di cuenta que este
grupo de profesionales sabía lo que buscaba,
planteaba sus interrogantes y quería hacer mi proceso
propio de elaboración. Los temas surgían del grupo en
el orden y según el ritmo de su propia necesidad. Su
expectativa respecto a mí era que intuyera este
proceso, lo respetara y los acompañara con mi
conocimiento religioso pero que no introdujera
elementos o programas ajenos a su búsqueda ni
tratara de empujarlos a ninguna acción. Creo que la
historia de los grupos católicos en los últimos
cincuenta años nos enseña que fueron apareciendo

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grupos cada vez más conscientes y más responsables,


que descubrieron la posibilidad de seguir su propia
dinámica interna.
Me pregunto a veces, si estos grupos no son tan
individualistas que no puedan constituir un
movimiento. No sé si mi respuesta es o no acertada
porque todavía estamos muy al comienzo de su
evolución como para pronunciar la última palabra.
Creo que pueden aglutinarse en movimiento pero su
manera de unirse será muy diferente a la organización
de los movimientos existentes. Como son muy
democráticos, creo que su integración en un
movimiento tendrá que ser de la misma índole. Es
decir, querrán confederarse. Querrán mantener su
participación autónoma en el movimiento y
confederarse a medida que haya un aporte mutuo y
tangible. No toleran una dirección verticalista, no
necesitan programas, por eso, no ven por qué
integrarse en movimientos que les acarree un lastre
de administración u otras obligaciones. Todo eso no
les impide que puedan tener muy buena relación con
la jerarquía y aceptar las limitaciones que ella por su
vocación les deba imponer. Lo que les falta, es cierto,
es esa gran sensación de Iglesia que se crea, por
ejemplo, en congresos donde llegan cientos de
personas de todas partes de la República, del
continente y a veces del mundo entero.
La experiencia me inclina a pensar que nosotros,
sacerdotes, sin darnos cuenta, tenemos una fuerte
inclinación a dominar grupos. Cuando participaba sin
estar comprometido en un rol directivo, generalmente,
en grupos de sacerdotes, me hicieron muchas críticas
muy sinceras respecto a mi actitud de imponerme y de
no respetar el ritmo grupal. Eso me hizo mucho bien, y
me di cuenta que en otros grupos, en los que sí ejercía
una función directiva, no se atrevían a expresar sus
críticas. Habrá sido

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por respeto o porque no pude recoger la primera


insinuación cuando cuestionaban mi modo de
proceder. Por eso, comentamos a menudo entre
compañeros que a los asesores les conviene participar
en algún grupo de iguales, donde mutuamente, hagan
notar los defectos en el comportamiento grupal. Eso
se puede hacer, por ejemplo, en grupos de revisión de
vida.
Hablando con un amigo sobre sacerdotes, es decir,
acerca de personas que por su vocación están
llamadas a irradiar la fe, me dijo que les tenía cierto
miedo porque es muy difícil tener relaciones gratuitas
con ellos. Temprano o tarde, me decía, aparecen con
algún interés. Necesitan dinero, piden colaboración
para una rifa o algo por el estilo. Entonces, uno entra
en su esfera y se siente usado para su obra, me decía
mi amigo. Me hizo pensar y quizá tenga algo de razón.
Los que son llamados al apostolado tienen la vocación
de irradiar su fe. Están, por eso mismo, enrolados en
actividades y viven ocupados durante el fin de semana
cuando otros descansan. Están expuestos al activismo
más que los demás. Por eso les cuesta mantener
relaciones gratuitas y corren el peligro de ser
ejecutivos dominantes.
Hay grupos que necesitan una dirección fuerte. En
un congreso de tres o cuatro días con la participación
de numerosa gente, debe existir una conducción clara,
ágil y rápida. El constituirse en grupo toma mucho
tiempo. Grupos de breve duración necesitan más
conducción. Grupos de adolescentes necesitan recibir
ideales, información y piden, normalmente, una
conducción más dirigida, aunque reclamen
decididamente el ambiente de libertad que merecen y
aunque exijan la posibilidad de expresarse. Conocí los
cursillos de Cristianidad que son dirigidos
enérgicamente —y necesitan serlo— porque tienen un
plan de trabajo determinado. Todos los grupos de
acción, piden, generalmente, más dirección; como una
fábrica, por ejemplo, que tiene que manufacturar sus

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productos en plazos determinados. Por eso, los grupos


dirigidos son necesarios. Son las circunstancias Jas
que dicen hasta qué punto un grupo tiene que ser
dirigido. Pero podemos establecer algunas reglas
generales.
Me parece que los grupos, en general, tienden
hacia una participación cada vez más grande en la
conducción. Por esta razón, si un grupo puede asumir
con responsabilidad una conducción más democrática,
conviene que lo haga. Un grupo que va asumiendo su
conducción pierde cierta eficiencia externa mientras
se arma como unidad. Por eso, si un grupo o si un líder
nunca permite, ni parcial ni escalonadamente, cierto
vacío en la conducción y cierta declinación en la
eficacia, el grupo nunca podrá asumir su gobierno.
Unos grupos buscan apoyarse en su líder y se sienten
cómodos haciéndolo. Siempre conviene ofrecer
opciones al grupo porque por ellas ejercen
gradualmente su gobierno propio. Los primeros pasos
de autonomía son dialogados. El grupo elige o decide
algo y luego, lo hace. Si da un paso en falso hay que
dejarlo y conversarlo después para que tome
conciencia de sus errores. Si a un grupo no se le
permite equivocarse, no va a ser nunca independiente.
Lo importante es permitirle que cometa errores
corregibles. Con eso, va reuniendo experiencia. La
independencia no excluye el diálogo. Todos los grupos
están abiertos al diálogo pero no todos los grupos
permiten que un líder se les imponga.
Es muy provechoso plantear alguna vez la relación
del grupo con su coordinador, con su líder o con su
asesor. ¿Qué rol le asignan? ¿Qué expectativas tienen
respecto a él? ¿Cómo quieren integrarlo en el grupo?
Al revés también. Conviene que el asesor exprese con
claridad lo que ofrece y lo que pide. Así, convienen en
el modo de relacionarse y cada uno podrá notar
cuándo la otra parte se sale de los marcos
preestablecidos.
Dios es Padre. Ejercer una paternidad se ejerce de
una manera distinta con un bebé, con un niño, con un

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adolescente, con un hijo casado y con un hijo que, en


su plenitud de hombre, viene a consultar al padre
anciano pero de gran experiencia. El anciano sabe
tolerar y sabe comprender. No tiene apuros. Tal vez
sonría cuando su hijo ya adulto emprende algo que él
estima equivocado. Su sabiduría consiste, con
frecuencia, en callarse hasta que lo consulten. En esta
paternidad, la confianza y el intercambio pesan más
que la eficacia y los resultados objetivos.
I a» tros fases de la reunión

( i co que era el cardenal Cardijn, fundador de la


JOC, quien por los años treinta, explícito las tres fases
de la reunión de su movimiento: ver, juzgar y obrar. Su
aplicación -,e extendió con rapidez y alcanzó mucha
difusión por su •.cutido práctico. He visto aplicarlo en
congresos y en las i enmones más diversas. Pude
hacer algunas observancias o -.pecio a él que, me
parece, explican ciertas deficiencias en
- I funcionamiento de las reuniones grupales. La
primera observación es que cada fase, además de
tener una finali- il.nl diferente, tiene sus propias leyes
y, consiguientemente, pide una actitud distinta.
Quiero decir que, al entrar en una de estas fases, no
solo cambia la materia de la reunión sino que se
precisa una nueva actitud, muy diferente de la •
interior y eso se requiere de parte de cada
participante so p e n a de no obtener los resultados
esperados. Cada fase tien e sus leyes propias que si no
son respetadas, la reunión se estanca, Observemos,
pues, en qué consisten las fases, sus leyes y la actitud
que piden.
1. La primera fase consiste en ver. La asimilación
de nueva información objetiva es esencial. Se ha dicho
innum e r a b l e s veces que el gran peligro de la
mentalidad católi- < a es i i o necesitar información.
Pensamos que la revelación divina nos enseña lo que
tenemos que saber y, como si eso l u n a poco, el Espíritu
Santo nos inspira lo que nos hace talla para obrar
bien. Por estas razones corremos el peligro d e

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descuidar la información. La mentalidad eclesiástica


es m a s deductiva que inductiva. Más que partir de los
signos de l o s tiempos y de la complejidad contingente
de las cos a - . , le gusta basarse en sus conocimientos
absolutos. Parte d e l o inmutable, de lo esencial.
Deduce lo posible de verd a d e s eternas. Por eso, tiene
la inclinación a no dar mucha Importancia a los datos
concretos y a no preocuparnos por recibir suficiente
información.
Pero, además, en los grupos interviene la mutua
rela-
- Ion de los miembros con su enorme campo de
vivencias. Pin lo tanto la información por medio del
testimonio tiene en ellos importancia primordial. Nos
hemos ocupado bastante del testimonio como
expresión de lo personalmente vivido y de la actitud
que exige en quienes lo escuchan: una actitud muy
especial, de receptividad, de interés, de respeto sin
formar juicios, sin dar consejos, sin alabar o apoyar,
sin querer hacer otra cosa que comprender, aceptar y
acompañar. Cuando una reunión grupal está en la fase
de "ver” e interviene el testimonio, existe la
necesidad ineludible de ponerse en actitud de
escuchar. La manifestación natural de este grado de
escuchar, ya lo sabemos, son los reflejos. La
incapacidad de adoptar esta actitud constituía el
noventa por ciento de los problemas grupales que
encontré en mi vida.
En grupos chicos, donde hay una relación personal
entre los miembros, la información objetiva, también
tiene que venir presidida, acompañada e imbuida de
testimonio. Por más objetiva que sea la información,
se la debe traer tal como la persona la descubrió y la
vivió. Hay que proponerla de una manera personal, si
se pretende que el ambiente grupal no se ponga más
distante y formal.
En un grupo, cuando se atienden a las reglas del
juego, esta fase de la reunión fomenta la buena
relación, aumenta la confianza, la amistad y el
conocimiento mutuos. Crea un ambiente de libertad y

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de gratuidad. Se abren los corazones. Es la fase donde


más se comparte la fe.
2. La segunda consiste en juzgar. En ésta se está
buscando una interpretación de la información
recibida en la primera fase. Mejor dicho, una
interpretación de la situación objetiva acerca de la
cual se informó. Consiste en la confrontación de las
diferentes interpretaciones y, por eso, aparece con
claridad la diferencia de las mentalidades, de las
opiniones y de los puntos de vista. Es un intercambio
de ideas. Se da por descontado que los testimonios no
se interpretan sino solo la situación objetiva.
En la primera fase hubo un compartir de
testimonios de información. Existe, por lo tanto, un
patrimonio común de elementos conocidos. Se
intenta, ahora, llegar a una interpretación en la cual
todos coincidan. Los resultados dependen en gran
parte del grado de comprensión a la cual *.!' había
llegado en la primera fase. Aunque se intente una
Interpretación común, importa saber que no es
necesario alcanzarla. Esta situación de querer llegar a
una coincidencia, sin que sea imprescindible,
determina las leyes y las actitudes de esta fase. Ya
hemos visto algo de eso cuando hablamos de la
discusión. Hay que escuchar y tratar con gran respeto
la opinión del otro. Hay que rescatar de ella todo lo
que se pueda. Hay que continuar y completar su linea.
Para crear un diálogo donde todos juntos ponen
ladrillo sobre ladrillo. Donde todos juntos construyen
la casa. Se debe evitar la discusión. Por eso, conviene
proponer l a s opiniones con palabras que las atenúen,
indicando su provisoriedad y para dar lugar a
opiniones contrarias. Se está en búsqueda.
Normalmente, no se deben impugnar las opiniones
desatinadas sino dejarlas caer en el vacío. La verdad
tiene su fuerza y hay que contar con ella.
Aparecen las diferencias de mentalidades. Unos
serán mas conservadores y otros más avanzados.
Cada tema y cada acontecimiento hará aflorar la
diversidad de posiciones. Ni hay que combatir a esas

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posiciones ni hay que conven- i er las personas. Se las


debe conocer, aceptar y respetar. Si luego de esa fase,
no se llega a una acción común, respetar l.e,
diferencias no es tan dificultoso. Si, en cambio, la
segunda fase va preparando la decisión, es mucho
más arduo mantener la conversación en un nivel
desinteresado y desapasionado pero hay que
intentarlo. De todos modos, es muy conveniente
atender simultáneamente a que las relaciones
personales en el grupo no sufran daño.
Observemos, por ejemplo, un debate después de
una pela ida. Primero, se dan los testimonios contando
cómo la lia vivido cada uno. Luego, se puede intentar
una interpreta! ion de la película. A lo mejor, se llega a
coincidencias pero si no se logran, no importa: cada
uno va enriqueciéndose con el aporte de los demás.
No hace falta alcanzar una i (inclusión uniforme.
.b l.a tercera fase consiste en obrar. En la primera
se .i imdo información. En la segunda se la interpretó,
tratando de obtener una visión común y, ahora, en la
tercera, se propone determinar la estrategia del
grupo. Es la fase más explosiva porque en ella se
decide la acción. Es una fase muy diferente de las
demás; aquí entran en juego la vitalidad, el empuje,
las pasiones, los intereses económicos y las presiones
ideológicas. Aparecen las luchas y las alianzas. Es el
momento de la actitud política entendiéndola en el
sentido más amplio. Empieza la lucha por el poder. La
decisión es la suma del poder. Es muy importante
porque se trata de la realización misma. Los diferentes
subgrupos, las diferentes mentalidades y los
diferentes intereses se enfrentan para imponerse. Por
eso era necesario mantener la primera y la segunda
fase sin las pasiones desatadas porque hubieran
entorpecido la posibilidad de conversar con paz y
lograr los acercamientos posibles. Imaginemos unas
elecciones políticas o elecciones de un partido.
Observemos una reunión parroquial donde se debate
si se hará una rifa o si conviene cambiar al tesorero.

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Pensemos en la agitación de los ánimos que provocan


los capítulos de las congregaciones religiosas o en la
lucha que tuvo lugar en el Concilio Vaticano II para
que una u otra orientación se impusiera en las
votaciones. Otro tipo de situación tensa se produce en
grupos u organizaciones católicas donde el párroco o
el presidente de la asociación trata de empujar a los
miembros hacia una acción que la organización pide,
pero a la cual todos quieren sacarle el cuerpo.
Al entrar en la tercera fase cambian las reglas de
juego. En un grupo más o menos democrático la
decisión se hace por votación o en grupos más chicos,
si es posible, se ponen de acuerdo sin formalidades.
En la deliberación que prepara la decisión es
importante proponer los motivos con claridad. Más
importante, aún, es la claridad del procedimiento,
para evitar que los ánimos se exarcerben en la lucha.
La unificación de las opiniones no es necesaria.
Basta con que todos acepten que la votación
determina la manera de obrar. Con eso, cada uno
acepta que la opinión de la mayoría decida la acción,
pero cada uno puede reservarse la opinión de que la
solución que él había propuesto habría sido más
conveniente. Las opiniones se respetan hasta el fi-
n.d. Sólo se impone una decisión grupal respecto a la
con- i i el ¡/.ación de un plan. Sin embargo, en grupos
homogéneos, donde las mentalidades son afines y los
intereses convergen- íes, la decisión no crea
hostilidades y la ejecución es más dinámica porque
cada uno se identifica con lo decidido.

Los estilos grupales

1. Hace un par de años, me invitó un grupo


directivo ilc religiosas. Era el consejo general, que
congregaba a va- i ios centenares de hermanas. La
generala residía en el país y estaba presente. Casi
todas las religiosas eran docentes. I as habían

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convocado para el verano habiendo planificado dos


semanas de asamblea general, que se llamaba
capítulo V que estaba destinada a la renovación de sus
estatutos. Es- l.i reunión general había sido preparada
durante el añp en comisiones que funcionaban
permanentemente. Me pregun- I íiron cómo organizar
estas semanas y cómo estructurar los debates acerca
de los diferentes puntos del estatuto que iban a
cambiar.
—Miren —les dije—, el capítulo es un tipo de
reunión v el encuentro es otro. El capítulo gira en
torno de las de- ( r.iones que dependen de los votos.
Debe haber una buena información pero no demasiada
discusión. Hay que propo- iler brevemente las
opiniones y sus motivos, y pasar, ense- i'iikln, a la
votación. En el capítulo se desarrolla una lucha en! re
las diferentes fracciones y entre las mentalidades
anta- ron ¡cas. Los ánimos se excitan, y cuesta
controlar las ten- .iones y las rivalidades. Al final, hay
vencedoras y vencidas. Eso por sí, no fomenta la
unión. Hay que hacerlo porque desean renovar los
estatutos y deben asegurar que la opinión de cada una
pueda influir en las decisiones. Durante lodo el año
trabajaron en comisiones y elaboraron los motivos en
pro y en contra, por lo tanto, la colaboración ya esta
hecha. Lo que les conviene hacer ahora, es un
encuendo. Si ustedes realizan el capítulo con todo el
mundo, va a ser un desencuentro: una lucha.
Convoquen, en su lugar, a un encuentro, que es muy
distinto. Hablen de sus experiencias. Narren lo que
cada una ha vivido, en lo que está trabajando, cuenten
sus dificultades en su labor, relaten sus éxitos y
expongan sus planes. El conocimiento mutuo las
acerca y se sentirán unidas. Durante el año están lejos
unas de otras. Ahora, en el verano, hagan algo que las
una, que aumente el conocimiento mutuo y que
fomente la amistad entre ustedes. Descarten toda
lucha. Busquen una experiencia de unión y de
fraternidad. Organicen una convivencia gratuita sin

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necesidad de criticar a las demás. Aprendan a


aceptarse y a respetar las diferencias. Después,
terminado el encuentro, las representantes oficiales,
las que tienen voto, se quedan por unos días más y
con una breve deliberación realizan las votaciones.
Así lo hicieron y se quedaron muy satisfechas. Fue
un gran alivio para el ambiente colmado de
antagonismos. En este ejemplo se ve mi segunda
observación respecto a las fases de la reunión. No en
todos los grupos y no en todas las reuniones tiene
igual importancia cada una de las fases. Hay grupos
en los cuales domina la primera fase: el compartir, el
testimonio, la información. No importa la reflexión, no
se pretenden conclusiones, ni decisiones. Su objetivo
es compartir, comunicarse y amarse. En esos grupos
se forma con facilidad un ambiente cordial y unido a
condición, por supuesto, de observar estrictamente
sus leyes: no formar juicios. De este tipo son muchos
grupos juveniles que buscan amistad, buscan
compartir, desean conocerse, relacionarse y crecer
juntos. De este estilo son las "patotas” de los barrios,
ciertos encuentros y retiros de adolescentes, los
grupos de revisión de vida y los grupos de oración.
Suele ser el clima de los congresos. En ellos, aportan
información, hay conferencias, pero la gente, más que
de las conferencias, aprovecha del contacto personal y
de los pequeños grupos. Intercambia experiencias con
personas que trabajan en lo mismo pero a quienes
nunca había conocido. Descubre que los demás tienen
los mismos problemas y los mismos éxitos. Hacen
contactos interesantes y se crea un clima de
comunicación. No tienen que ponerse de acuerdo
ni licnen que tomar resoluciones importantes. La
segunda V la tercera fase, si las hay, no tienen tanta
importancia pa- i ¡i la mayoría de los participantes.
Hay una atmósfera de gratuidad. Lo importante es
compartir y el secreto es no discutir, no juzgar, no
oponerse sino aprovechar la oportuni dad para
recibir y para dar testimonios gratuitos.

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2. En otros grupos domina la acción. Tales son los


consejos directivos, como ya lo hemos dicho, los
grupos polí- l icos, económicos, los parlamentos, las
campañas electorales, etc. La Acción Católica es de
suyo un grupo operativo: ayuda a la jerarquía,
aunque tiene también fines de formación. El
presbiterio de una diócesis, aun cuando fuera sólo
consultivo, es un grupo de acción. Un grupo cuyo
objetivo sea el apoyo económico de un colegio, un
grupo de catequis- las y hasta de monaguillos son de
acción. Deben poner manos a la obra, lo que implica
un acuerdo previo cuya elaboración puede generar
tensiones. En estos grupos de acción las tres fases
de la reunión llegan a enlazarse orgánicamente. Su
buen funcionamiento depende de varios factores.
El'primero es no juntar en un solo grupo de acción
gente que tiene proyectos muy divergentes o
mentalidades incompatibles poique se producen
luchas intestinas y se pierde la eficiencia, que es
clave en estos grupos. El segundo consiste en llegar
a deslindar las tres fases de la reunión con bastante
nitidez y lograr que el tono en cada fase sea
efectivamente el apropiado. Ahora dejamos fuera de
consideración los grupos de acción ya mencionados,
cuyo problema consiste en que los dirigentes tratan
de activar un cuerpo desganado. I os grupos
apasionados, para hacer algo, raras veces son
capaces de ponerse en la actitud de las dos primeras
fases. I a tensión que existe entre los diferentes
intereses rivales impide escuchar y recibir. Cada uno
está obsesionado con su proyecto y su voluntad. Si
escuchan o si intercambian ideas, lo hacen en
función de lo que quieren hacer. Miran toda
afirmación con la pauta de su propio plan. No
pueden escuchar gratuitamente ni pueden asimilar
ideas; en todo caso, su receptividad es mínima. La
finalidad de las dos primeras fases de la reunión es
sacarlos de esta ofuscación, volverlos receptivos y,
de esta manera, acercarlos los unos
a los oli os. Este acercamiento por más que se

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esfuercen no se logra mientras no aprendan a ponerse


en una actitud receptiva durante las dos primeras
fases de la reunión y de hacer un esfuerzo de
desprenderse interiormente de su propia voluntad
para intentar abrirse a lo que quieren los otros.
3.Fuera de los grupos de convivencia y de la
acción, hay grupos de reflexión. Difieren tanto de los
unos como de los otros. Su objetivo es el
conocimiento, la reflexión, la formación de sus
miembros o la interpretación de los signos de los
tiempos. Un movimiento típico de reflexión, en cuanto
yo lo conozca, es el Movimiento Familiar Cristiano. Su
finalidad es comprender e interpretar cristianamente
el hecho familiar, los deberes familiares y el mundo de
sus miembros. No se niegan a la acción pero no la
ejercen en grupo. Juntos, quieren únicamente
entender, darse cuenta, apoyarse mutuamente y, como
consecuencia natural, cada uno puede vivir su
existencia familiar con más sentido cristiano. El
objetivo del grupo es pensar. La acción es ya personal.
Existen muchos grupos de esta índole, como el panel y
el debate después de una conferencia. Los grupos de
estudio tienen una finalidad parecida. La gran ventaja
de estos grupos es que personas de mentalidades
relativamente distantes pueden participar en el mismo
grupo sin graves inconvenientes y, a menudo,
contribuyen mutuamente a descubrir nuevos
horizontes y a comprender modos de pensar. Eso sería
mucho más dificultoso en un grupo de acción porque
en éstos han de llegar a decisiones comunes, lo que en
grupos de reflexión no es necesario.
Muchas veces escuché quejas con respecto a
estos grupos de reflexión porque —dicen— en ellos se
habla interminablemente, se pierde el tiempo y no se
obtiene ningún provecho. Es que tienen, también, su
secreto. No es necesario que se pongan de acuerdo
porque el progreso se hace por mutuo
enriquecimiento. La discusión las demuele porque
empeora las relaciones grupales. Su éxito depende, en

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primer lugar, de la primera fase: el testimonio.


El hombre no vive de afirmaciones universales,
sino de percepciones concretas. Percibe lo universal
en el ejemplo individual. Luego, las unlversaliza.
Entiende todo en la si- I nación singular: en un
ejemplo, en un testimonio, en algún acontecimiento
vital. Luego, formula su ley universal. Pero, cuando
quiere transmitirlo a otro, debe volver a mostrarlo así
como existe en la vida y como lo descubrió. Debe
infundirle vida y observarla en un acontecimiento
singular y único. El testimonio de algún suceso vivido
tiene fuerza y hace pensar. Muchas afirmaciones
teóricas no inspiran al pensamiento sino a la
discusión. La fuerza de los grupos de reflexión está en
la experiencia compartida. Eso era notable en los
grupos de reflexión en la universidad, como lo hemos
visto hablando del testimonio. El relato de la
experiencia personal hacía pensar durante la semana
entera. No solo hacía pensar sino cambiaba las ideas y
modificaba las actitudes. Estos grupos tienen la
ventaja que es bastante fácil descartar el ambiente de
oposiciones porque no es necesario llegar a una
conclusión uniforme. La manifestación de las
experiencias termina con la aceptación. El error es
querer llegar a conclusiones ideológicas y poder
formular "la verdad”. Desde las experiencias, se
explicitan las ideas y los pensamientos y queda como
una opinión. Me parece que un grupo de reflexión
tiene que aportar, por lo menos, el ochenta por ciento
de su tiempo en experiencias y, puede, en el veinte
por ciento restante hacer reflexiones valiosas y
constructivas. Cuando empiezan por proponer
opiniones sin fin, pierden el tiempo. Estos grupos de
reflexión o de estudio tienen que aportar, con
frecuencia, información objetiva. En esos mismos
casos, conviene incluir la vivencia subjetiva de estas
informaciones objetivas.
Para terminar esta consideración acerca de los
grupos, quiero decir que el grupo es como una

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persona. Si puede expresarse, toma conciencia de su


situación y es capaz de solucionar sus problemas. La
actitud de respeto que toma uno frente a una persona
concentrándose de una manera al- truista en ella para
sumergirse en su experiencia, es la misma actitud que
conviene adoptar frente a un grupo. En presencia de
una actitud de respeto contemplativo, el grupo
rejuvenece.
Capítulo 7

Bendecir con el corazón

1. San Pablo habla a los corintios del amor,


justamente en una situación parecida a la nuestra: al
terminar su instrucción acerca de las diferentes
funciones pastorales. Escuchémoslo:
Si yo hablara todas las lenguas de los
hombres y de los ángeles y me faltara el
amor, no sería más que bronce que resuena
y campana que toca.
Si yo tuviera el don de profecías,
conociendo las cosas secretas
con toda clase de conocimientos,
y tuviera tanta fe como para trasladar los montes,
pero me faltara el amor, nada soy.
Si reparto todo lo que poseo a los pobres y
si entrego hasta mi propio cuerpo para ser
quemado,
pero sin tener amor, de nada me sirve.
(1 Corintios 13, 1-3)
En el texto, como hemos dicho, Pablo retoma las
funciones pastorales que se ejercían en Corinto y que
él acaba de comentar: hablar en lenguas, ser profeta,
tener conocimientos religiosos y servir a los pobres.

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Añade la irradiación de la fe y el padecer el martirio.


Afirma que estas funciones que son, en sí mismas, los
signos más notables del amor, pueden, sin embargo,
carecer de él, hecho que las priva to talmente de su
valor. Aplicándolo a nuestra situación, podemos decir
que ni el escuchar ni el acompañar ni los rel ie- jos o
los testimonios ni siquiera una gran sensibilidad grupa
1 tienen sentido, si no se inspiran en el amor.
Parecería obvio que el acompañar, el escuchar y las
demás actitudes que hemos analizado estén
inseparablemente ligados al amor porque son sus
expresiones más genuinas. Se ve que Pablo está
tocando un misterio hondo y, al mismo tiempo, muy
concreto y práctico. Quiere explicarse más y, por eso,
prosigue:

El amor es paciente, servicial y sin envidia.


No quiere aparentar ni se hace el importante.
No actúa con bajeza ni busca su propio
interés.
El amor no se deja llevar por la ira sino
que olvida las ofensas y perdona.
Nunca se alegra de algo injusto y
siempre le agrada la verdad.
El amor disculpa todo, todo lo cree,
todo lo espera y todo lo soporta.
(1 Corintios 13, 4-7)

Enumera algunos rasgos de amor que contrastan


con los intereses pastorales. Muestran el lado débil
del amor. Dan la impresión de que el amor es ingenuo
e ineficiente. ¿O no es acaso ingenuidad creer todo?
¿No conduce a la ineficiencia el soportar todo? Para
entender el sentido de este pasaje, es preciso
ubicarse en la sicología de los dirigentes de obras
pastorales y de los apóstoles fervorosos y activos. Se
lanzañ a la actividad pastoral o a llevar adelante una
obra. Lo hacen con un empuje vigoroso, con sentido
práctico de eficiencia pero, como consecuencia, corren
el riesgo de perder de vista a las personas. Unos las

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usan para el buen funcionamiento de su organización


como si fueran simples engranajes. Otros, en su fervor
ejecutivo crean rivalidades o se ponen envidiosos.
Convencidos de que sus intereses son sublimes, se
permiten usar medios eficientes pero de poca caridad.
Si algo se opone a sus fines, recu- non a su poder y se
dejan dominar por la pasión de concentrar el poder en
sus manos. Contra este fervor santo y contra esta
eficiencia apostólica, hace notar Pablo la paciencia, la
debilidad y la gratuidad del amor. Afirma que el amor
es capaz de ceder un espacio vital a las personas que
no encuadran en la línea de sus proyectos. El amor es
comprensivo y condescendiente con los intereses
ajenos. Eso le da un tinte de debilidad, de ineficiencia,
de ingenuidad y de gratuidad. Pero en eso mismo
aparece su grandeza. En su aparente debilidad es una
fuerza extraordinaria. Luego prosigue:

El amor nunca pasará.


Algún día,
las profecías ya no tendrán razón de ser
ni se hablará más en lenguas
ni se necesitará más el conocimiento.
Pues conocemos algo, no todo, y
tampoco los profetas dicen todo.
Pero cuando llegue lo perfecto, lo
imperfecto desaparecerá.
Cuando yo era niño, hablaba como niño,
pensaba y razonaba como niño; pero
cuando ya fui hombre, dejé atrás las
cosas de niño.
Miren que al presente vemos
como en un mal espejo y en forma confusa,
pero entonces le conoceré a El
como El me conoce a mí.
Ahora tenemos la fe, la esperanza y el
amor, los tres.
Pero el mayor de los tres es el amor.
(1 Corintios 13, 8-13)

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Pablo se empeña en marcar la diferencia entre el


amor y la fe. Hasta los opone de alguna manera.
Asigna a la fe en Jesucristo un lugar céntrico en todos
sus escritos. Anuncia que hemos sido llamados a la fe
en el Señor, pero a una fe inspirada en el amor que, a
su vez, es el compañero inseparable de la fe. Se
complementan y, con la esperanza, forman una única
actitud que dirige la mirada y el corazón directamente
hacia el Señor. Aquí, sin embargo, está interesado en
delimitarlos mutuamente. Parece que la fe en
Jesucristo, que en las persecuciones tuvo que
engendrar una firmeza capaz de sufrir el martirio, ha
producido, en el seno de la comunidad, ciertas
posiciones tan firmes —y hasta excluyentes— que
degeneraron en faltas de caridad. Por eso, Pablo
sugiere a los corintios que el amor ablande su fe. En
vista de eso, quiere demostrar que el amor es superior
a la fe por ser definitivo, mientras que la fe tiene algo
de provisorio. Menciona de paso que el hablar en
lenguas y la función profética son del todo pasajeros y
fugaces. Eso se entiende, pero la fe por la cual
estamos salvados y que comunica cierta
connaturalidad en el conocimiento de lo divino, es
demasiado sublime como para que sea simplemente
transitoria. No terminará con esta vida pero tendrá
que pasar por una modificación. Se le ocurren dos
imágenes para ilustrarlo. La fe es como el
pensamiento del niño: tiene que evolucionar. El adulto
ya no razona de una manera infantil. De la misma
manera, nues- 1ro conocimiento de Dios ni es pleno ni
es definitivo. Esta fe se parece, también, a un espejo
empañado que devuelve una imagen opaca. En la vida
eterna, en cambio, veremos con claridad meridiana.
Conoceremos a Dios cara a cara. El amor es distinto.
Es ya la vida eterna palpable y presente. La muerte ya
no tiene poder sobre El. Los corintios deben
entenderlo y enternecer su fe con su amor. En toda
esta explicación, el amor aparece como una fuerza
misteriosa, honda y poderosa. El Cantar de los Cantares
nos enseña, también, la energía extraordinaria del

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amor y su realización con la muerte:

Grábame como un tatuaje sobre tu


corazón, como un tatuaje en tu brazo.
Porque es fuerte el amor como la
muerte y la pasión, tenaz, como el
infierno.
Sus flechas son dardos de
fuego como llama divina.
No apagarán el amor ni lo ahogarán
océanos ni ríos.
(Cantar de los Cantares, 8, 6-7)

Estos versículos describen con plasticidad la


energía excepcional y la fuerza pasional del amor. Ni
los ríos ni los océanos, que simbolizan la fuerza
elemental de la naturaleza, pueden contra el fuego del
amor. Ni siquiera la muerte es capaz de apagarlo. Es la
misma afirmación de Pablo, según la cual el amor ya
es definitivo y no precisa la transformación por la que
la fe ha de pasar cuando uno muera.
El primer mandamiento, en el cual Jesús hacía
hincapié, nos enseña algo nuevo acerca de la fuerza
del amor:

Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con


toda tu alma, con toda tu fuerza y con todo tu
espíritu.
(Lucas, 10, 27)

Este mandamiento ha sido interpretado, a


menudo, en el sentido de la exclusividad, o sea, que
se debe amar a Dios sin reservar una parte del
corazón a otros dioses. Pero se puede percibir en él la
exhortación a desarrollar las potencialidades de
nuestras energías y encausarlas hacia Dios. Subyace
la idea de que se puede amar de una manera inerte y
lánguida o, por lo contrario, de una manera poderosa
y apasionada. Pide que amemos a Dios con intensidad
y energía. Indica una tarea: aprender a querer

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desarrollando nuestras energías de benevolencia y


cariño. Está claro que se trata de una energía muy
sublime y pcrso nal, pero de algo que exige la totalidad
de las fuerzas emocionales, mentales y espirituales. Lo
que se puede decir del amor de Dios, vale del amor
fraterno con muy pocas modificaciones. Amamos a Dios
con la misma capacidad humana de querer, con la cual
amamos a nuestros hermanos.
2. El amor viene de una profundidad insondable
del hombre pero se expresa en hechos muy concretos.
Tiene como dos polos. Por una parte, es tan invisible,
que todas sus expresiones pueden darse sin él, como
lo acabamos de ver en la carta a los corintios. Por otra
parte, tiende a expresarse en gestos muy serios:
socorrer a los necesitados, perdonar a los enemigos,
restablecer la justicia, soportar los defectos de los
familiares. Sin ésta, su seriedad exterior, conviene
desconfiar de él. Puede existir como al- * go más
interior y reposado, sin que los hechos materiales y
muy medibles estén en su epicentro. El amor puede
poner al otro en el centro y girar en torno de él sin
demostraciones ostentosas. Lo que hemos elaborado
en el libro lo ejemplifica con claridad. El amor, en este
caso, es algo más interior sin perder su seriedad y
pudiendo volver, en cualquier momento, a la expresión
material cuando las circunstancias así lo pidan.
Su fuerza invisible puede crecer más allá de lo
visto en este libro y expresarse de una manera más
espiritual aún, en el poder de la oración. Nosotros,
cristianos, creemos en la fuerza de la oración y
rezamos por nuestros seres queridos, por los
indigentes y por nuestros enemigos.
La oración consiste en dirigirnos al Señor, a la
Virgen o a los santos para alcanzar una gracia.
Implica tener una fe muy vigorosa en que el Señor
interviene en nuestra historia humana y obra
maravillas por el amor de los que creen en El. Esta
fe trasciende la concepción materialista del mundo

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que no es capaz de imaginar que la fuerza


salvadora de Jesucristo pueda realizar milagros en
nuestro universo. Es muy cristiano contar con el
Señor e invocar su ayuda en nuestros menesteres o
para que El prolongue el bien que realizamos con
otros.
La oración no consiste fundamentalmente
en la petición sino en i a comunicación gratuita
con el Señor sin espe rar de El más que a
El mismo. Pero la súplica forma parte esencial
del trato con el Señor. Expresa nuestra
indigencia ante El y muestra nuestra
confianza en su amor.
La petición tiene que surgir junto con el esfuerzo
de realizar nosotros lo que está dentro de nuestras
posibilidades.
La respuesta a nuestra súplica viene de una manera
gra-
Iiiila, sin que podamos obligar al cielo. Pedimos
humildemente como los pobres, pero con fuerza y con
insistencia, si es necesario, porque el Señor mismo así
lo ha enseñado.
Los que suplican por algo tienen que purificarse
constantemente pero sobre todo en lo que se refiere a
sus intenciones. Cuando rezamos por alguien, a
menudo, se nos ocurre suplicar por su conversión de
un defecto que nos molesta. Es una oración demasiado
interesada. Se debe desear el bien de una manera más
gratuita. Nuestra intención es más pura si deseamos
el bien, no en relación con nosotros mismos, ni
siquiera conforme a nuestro juicio, sino de una manera
gratuita, suplicando por su felicidad y por la
realización de sus aspiraciones profundas, las que el
Espíritu le inspira.
Muchos no creen en la fuerza de la oración. No
importa. Su fe no es tan viva en la presencia del Señor
que puedan atribuir la intención de dar signos
concretos de su amor. Cuando ella se fortifique, se
persuadirán con naturalidad.

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3.Existe una suerte de súplica que une la ayuda


gratuita de la gracia con las fuerzas vivas del hombre.
Es la bendición. Antes de que la energía de la gracia
haya llegado a la mujer que sufría de flujo de sangre,
esta misma energía estuvo en el cuerpo y en el
vestido de Jesús. La gente percibía que de El salía una
fuerza que curaba a los enfermos. La bendición que
Jesús confió a los niños surgió de su corazón e inspiró
sus sentimientos, llenó sus miradas y recorrió sus
manos hasta reposarse sobre ellos. Dios instaló una
economía de encarnación, lo que significa que al Señor
le gusta comunicar la gracia de una manera
encarnada, es decir, por medio de otros seres
humanos. La gracia, en este caso, aparece brotando
de las profundidades de un ser humano, empapa su
mente, enciende su corazón, inunda sus gestos y
miradas antes de llegar a la persona a quienes está
destinada. Antes de curar los enfermos, Jesús sintió
amor por ellos y un deseo irresistible de conferirles
algo de su propia riqueza. Este amor suyo le inspiró
los gestos de tocarlos, de poner sus dedos en sus
oídos.
Jesús enseñó a sus apóstoles a echar demonios
y a sa- ii.ii enfermos con la imposición de las manos
y con la unción. l es otorgó poder para realizarlo.
De una manera más general, les enseñó a dar
bendiciones:

Un la casa que entren digan como saludo: Paz


para esta casa. Si hay en ella alguno digno de la
paz, recibirá la paz que ustedes le traen, pero si
no es digno, le bendición volverá a ustedes.
(Lucas 10, 5-6)

Jesús atribuye a esta bendición que otorgan los


após- loles el poder de transmitir la paz. Por si
acaso alguien dudara de que se trata de una fuerza
concreta, añade que la energía no se pierde en el
caso de que no pueda ser recibida por indignidad.

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Vuelve a los apóstoles. Ellos emiten esta energía


como algo propio haciéndola salir de su corazón.
*
La bendición junta la fuerza del hombre con la
gracia de Dios. Ante todo, existe alguien que siente
una abundancia. Se siente inundado de amor, de
paz o de felicidad y experimenta que su riqueza se
desborda. Por eso, quiere comunicarla. Desea
vivificar, hacer feliz y consagrar. Quiere que Dios se
haga presente en aquellos a quienes él quiere
enriquecer. Tiene la convicción de que él mismo
posee una fuerza, una luz, una paz o alguna riqueza
que es capaz de infundir en otros por medio del
deseo de su corazón, por medio de la fuerza de su
mente, de su alma y de su espíritu. El que .da una
bendición está profundamente per- si ind ido de su
capacidad de concentrar energías y traspasarlas a
otros. Tiene, además, la convicción de que la
energía que otorga es una energía sagrada. La ha
recibido de Dios como un don natural o la posee en
virtud del Espí- ritu, quien descendió sobre él en el
bautismo, en la confirma! ion o en la ordenación
sacerdotal u otros sacramentos. I la persuadido de
que posee esta energía por la presencia de Cristo
resucitado y que puede dirigirla con su mente y con
el amor que brota de su corazón. Sabe, además,
que
lesuciisto puede tomar esta bendición y encarnar en
ella u n a bendición mucho mayor aún. Por eso, la
súplica polla bendición de Dios, forma parte esencial
de ella.
Observemos el rito de la bendición. Hay dos signos
que la Iglesia acostumbra a aplicar en ella porque
visualizan la transmisión de la fuerza. Uno es la
imposición de las manos. Es un signo muy conocido en
el Antiguo Testamento. Jesús impuso sus manos a los
niños y a los enfermos. Los apóstoles conferían el
Espíritu por la imposición de las manos. Hoy, la
practicamos en la Misa antes de la consagración
cuando el sacerdote impone sus manos a las ofrendas;

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en la ordenación sacerdotal, donde es signo de la


transmisión del Espíritu y forma parte del signo
sacramental; en la confirmación; en la confesión y en
el bautismo. Es un signo connatural de la bendición
porque nosotros, seres humanos, transmitimos
objetos y energías con nuestras manos. El que impone
sus manos se concentra y hace pasar su fuerza por
medio de sus manos a la cabeza del otro a quien
bendice. Este signo subraya que el hombre que da la
bendición transfiere algo propio. Pone de relieve que
la gracia que transmite primero surge de él y, no
obstante su gratuidad, la envía desde su corazón
como si fuera una energía propia. La gracia eleva a la
energía propia en signo eficaz de una fuerza mayor.
Esta sacra- mentalización del signo, está expresada en
la relación que existe entre la súplica y el signo
mismo.
Mientras se imponen las manos se pronuncia la
súplica que en la bendición simple suena así:

La bendición de Dios todopoderoso, del Padre, del


Hijo y del Espíritu Santo descienda sobre ti y
permanezca siempre.

Esta unión entre la imposición de las manos y la


súplica por la gracia del cielo, caracteriza la bendición.
Es el hombre quien bendice, pero suplica que la fuerza
que él transmite sea llenada de una fuerza mayor y sea
signo visible y eficaz de una gracia.
Junio con la imposición de las manos aparece en la
bendición el segundo signo connatural de ella que es
la sena I de la cruz. Es un signo muy parecido a la
imposición de las manos pero visualiza más
patentemente el hecho de que la bendición es de
Jesucristo nuestro Señor, quien nos irdimió con su
Muerte y Resurrección.
El cristiano está llamado a bendecir. Algunos
padres de familia tienen la costumbre de hacer una
señal de la cruz en la frente de sus hijos cuando estos

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vienen a desped i r s e por la noche para ir a dormir.


Otros bendicen el pan y la mesa. Tendríamos que
aprender a bendecir con más 11 venencia. Cuando
sentimos un amor fuerte —como lo dice el primer
mandamiento— deberíamos concentrarlo y pasarlo,
junto con una súplica por la bendición, al hermano a
quien queremos. Eso sería bendecir con el corazón,
aun sin ningún signo exterior. En ella se uniría la
transmisión de la fuerza propia con la entrega de la
gracia que en este momento, por nuestra súplica,
descendería ,en la bendición. Como Jesús encarnó su
energía de bendición y ilc curación en pequeños
gestos, podríamos nosotros encarnar la bendición de
nuestro corazón en pequeños signos como el apretón
de manos, el abrazo o el beso. Un médico puede
infundirla con el remedio que entrega. El deseo de dar,
de servir, de comunicar riquezas y de amar, puede, de
este modo, obrar maravillas. La madre puede
convertir en bendición el gesto de cambiar los pañales
de su bebé; el docente, su exposición; el comerciante,
la entrega de su mercadería y hasta el cliente, su
gesto de pagar. Conocí a un sicólogo que diariamente
se ponía en meditación y se concentraba con
regularidad en cada uno de sus clientes pura pedir por
ellos y para conferirles energía. Los hender í a desde
su corazón y desde su mente. Deberíamos desa- i
rollar esta capacidad de obrar el bien. Los que, alguna
vez, lian sentido que sus pulmones se llenaban con
aire limpio y han mirado hacia la grandeza del cielo,
del mar o baria el infinito del horizonte de un paisaje,
o han sen- l u l o < 1 1 ii* la vida es linda, que el Señor
está cerca y sentían n i r ' . i s t ¡lilemente el deseo de
amar, de irradiar bondad y de •vivir a los demás,
tendrían que aprender a irradiar es- la bondad por
medio de la bendición que Dios pone en su corazón. Es
algo muy sencillo. Consiste en amar con la f uerza de
la fe que es capaz de trasladar montañas y en amar
eon la firme persuasión de que nuestro Señor puede
hacer realidad nuestros deseos. Los que están
convencidos de la fuerza de la bendición que el Señor

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deposita en los que aman, saben que el hombre tiene,


también, la fuerza para maldecir. Los que dicen que
desean que el otro sufra daño, “que reviente” que se
enferme o que se muera, desparraman veneno que va
haciendo el mal deseado. El grado del mal depende de
la fuerza con la cual lo desean y de la fuerza que su
autor es capaz de concentrar. Depende, también de las
fuerzas nefastas que invoca. El odio es capaz de herir
y de matar. Tal vez, todos hemos sentido alguna vez
en la vida que la rabia apasionada y cegada de
alguien, nos agredía como una fuerza que ahogaba. He
visto gente que deseaba el mal y el mal se realizaba.
Por eso, el cristiano debe purificarse constantemente
de sus deseos destructivos para poder bendecir y no
maldecir. Hemos recibido vida para edificar y no para
destruir. Se puede impedir con la misma fuerza mental
y del corazón que otros hagan daño, pero nunca hay
que maldecir o desear el mal. Es muy diferente cuando
uno por alguna razón lleva en sí un odio inconsciente y
permite sentirlo para que se haga conciente y pueda
disolverse porque así está en condiciones de descartar
expresamente la intención de realizar los malos
deseos que se le ocurran.

4. Lo que sucede en la bendición acontece de una


manera parecida en la celebración de los sacramentos.
Todos ellos transmiten un don gratuito que toma
cuerpo en una celebración donde todos somos actores.
La celebración del sacramento del matrimonio es la
que más se asemeja a la simple bendición que
acabamos de observar. Los ministros del sacramento
son los contrayentes. El sacerdote bendice la unión.
Los fieles que asisten vienen para acompañar a la
pareja y para compartir su alegría. Concurren para
enriquecerse con esta nueva felicidad humana.
Vienen, para ser testigos y con su presencia quieren
confir- m¡n el hogar que se constituye. Su intención es
manifes- lar que asistirán a la vida de la pareja como
presencian el nacimiento de su hogar. Estarán
dispuestos a darles una mano cuando lo necesiten. Los

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regalos de casamiento que equipan el hogar son


signos elocuentes de esta intención. Quieren, sobre
todo, desearles que sean felices. Todo eso, es
justamente lo que se necesita para bendecir. Por lo
tanto, suelo invitar a los presentes que me ayuden
para implorar la bendición de Dios, o sea que ellos
mismos bendigan a la pareja con su corazón. El
sacerdote da la bendición de la Iglesia pero su
bendición puede ser plenificada por la súplica de los
presentes. En realidad, la bendición del sacerdote,
igualmente que la de los fieles, solo plenifica el
sacramento que los cónyuges mismos se. administran.
Los que aman poseen la fuerza del Espíritu y pueden
brindar de ella a los demás. Debemos unificar toda
esta energía de amor que se halla presente en el
templo y dirigirla hacia ellos. Es cierto que el
sacramento se realiza ya con el mínimo que se
necesita para su validez, pero es un signo „más pleno,
mucho más significativo y una realidad mucho más
consistente si todos se unen y bendicen con el deseo y
con la fuerza de su corazón. Los cristianos deberían
acostumbrarse a caminar en el mundo derramando su
bendición pero, más aún, deberían aprender a
bendecir con la fuerza de los sacramentos.
Otro ejemplo que ilustra nuestra participación
activa en los sacramentos es la ordenación sacerdotal.
Su forma sacramental es eminentemente una
bendición. El obispo impone sus manos a los nuevos
sacerdotes simbolizando que transmite la-fuerza del
Espíritu que él posee en su corazón y pronuncia una
oración para que el conceda la bendición implorada a
los ordenandos. El obispo que ordena se pone en
oración, se concentra y desea, suplica, transitóle y
bendice, sabiendo, por supuesto, que además de dar
algo de sí, es un instrumento de una gracia que lo
trasciende. Apenas el obispo ha impuesto sus manos y
pronunciado la bendición, se levantan los sacerdotes
presentes, se acercan uno por uno e imponen su
manos. Van pasando y, luego, mantienen sus manos

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levantadas, expresando que si >.•1 u‘ii transmitiendo


una bendición y mostrando que quieren unir toda la
fuerza del Espíritu que vive en ellos y cómo aunar esta
energía. No tienen el poder de ordenar y, sin embargo,
cuando se ordenan nuevos sacerdotes, sus
compañeros y amigos ya ordenados están convencidos
que deben integrarse en esta celebración porque
creen que confiriendo su bendición, el nuevo
sacerdote queda revestido de una mayor fuerza del
Espíritu. En todos los sacramentos existe la misma
posibilidad de que los asistentes se unan a la
bendición celebrada.
Cada sacramento tiene un signo principal que
asegura su validez, pero su celebración se injerta en
toda una serie de signos que van desarrollando la
significación de su gracia. Así, por ejemplo, en la
ordenación sacerdotal el signo principal es la
imposición de las manos, pero la Iglesia injerta esta
celebración en otros signos que van desplegando la
riqueza de la gracia que se otorga. Al nuevo
sacerdote, el obispo le entrega el cáliz y la patena
dándole el poder de celebrar la Misa, le entrega el
misal, le unge las manos para que pueda bendecir, le
entrega el poder de perdonar los pecados y varios
signos más. En el bautismo —fuera del rito principal,
que consiste en vertir agua sobre la cabeza—, el
sacerdote unge al bautizando con el óleo y con el
crisma para significar el Espíritu y su fuerza. Lo marca
con la señal de la cruz para desear que Dios viva
presente en él como en el templo que lleva la cruz en
su torre. Le impone sus manos y celebra un pequeño
rito de exorcismo. Le entrega una vela pidiendo por la
luz de su fe y lo reviste de una ropa blanca deseando
la pureza de su alma. Son gestos y signos que abren la
posibilidad de que el celebrante, junto con todos los
asistentes, pueda ir confiriéndole la bendición con
plenitud.
El signo de una actitud contemplativa es sentir un
deseo de dar, de amar, de respetar y de comunicarse.
Es indudable que este deseo tiene que tomar cuerpo,

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antes que nada, en actos eficientes de caridad:


socorrer al necesitado, consolar a los afligidos, librar a
los presos, restablecer la justicia, perdonar, respetar
la vida y muchos otros, según la situación concreta.
Pero la actitud contemplativa implica un deseo de
hacerlo con una fuerza interior como Jesús lo hizo.
Para eso, es preciso aprender a amar con fuerza, es
decir a bendecir. Las bendiciones mayores son las que
ejercemos en los sacramentos y por medio de ellos.
En el sacramento de la reconciliación hay,
también, una bendición y originariamente hubo una
imposición de las manos, signo evidente de que el
sacerdote transmitía el perdón y la paz. Si el
sacerdote no impone sus manos, la mantiene, por lo
menos, un rato levantada. Cuando me confieso suelo
buscar sacerdotes con quienes pueda comunicarme y
sean capaces de comprenderme para que el signo de
la reconciliación no caiga sobre una incomunicación
humana: sobre un contrasigno. Pero más que nada,
busco sacerdotes que posean la fuerza santa del
Espíritu: sacerdotes que vivan en Dios y de cuyo
corazón y de cuya mente pueda surgir la paz y el amor
de Dios; sacerdotes decididos a dar una bendición,
capaces de ser cuerpo de una paz y de un perdón
mayores. Hasta en la confesión deberían participar los
cristianos y mientras un hermano se confiesa podrían
suplicar por el perdón y por la paz que desea obtener.

5. Jesús pronunció una bendición en la última cena


y dijo que nosotros hiciéramos lo mismo. A veces
vamos a Misa para recibir a Jesús pero nos olvidamos
que es bendiciendo como uno es bendecido. La
celebración de la Misa implica una actitud de
concelebración de bendecir junto con el sacerdote y
junto con Jesús. Consiste en suplicar para que la
bendición que nos damos, sea, por una gracia gratuita
del Señor, portadora de la gracia eucarística.
Como el padre en su hogar bendice el pan con la
fuerza de su corazón, conviene que aprendamos a

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bendecir el pan cucarístico en la Misa con la fuerza del


amor que reside en nosotros. El sacerdote pronuncia
una bendición del pan eu- carístico inmediatamente
antes de la consagración:

Te pedimos que santifiques estos dones con la


efusión de tu Espíritu para que sean para nosotros
el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo.

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Mientras lo dice, impone sus manos a las ofrendas


y les da la bendición con la señal de la cruz. La Misa,
como los demás sacramentos, tiene muchos signos
que rodean su signo principal. Todos ellos van
desplegando la gracia de la Misa El saludo de la paz es
una bendición como lo hemos visto al citar la
enseñanza de Jesús a sus discípulos cuando los había
mandado a predicar y a saludar a los habitantes con el
saludo de la paz. Cada cristiano tiene que bendecir a
su vecino cuando le da la paz. Cuando el sacerdote da
la bendición final, todos tendrían que unirse a él en la
súplica, bendiciendo junto con él a los presentes. El
que da la comunión podría bendecir con su corazón a
cada cristiano a quien entrega el cuerpo de Cristo. Las
súplicas de la Misa tienen que ser acompañadas con la
fuerza de la fe y del espíritu. La misma lectura tiene
que ser leída con la convicción y la fuerza de una
bendición porque en ella baja el Verbo surgiendo del
corazón del lector. Se reviste de sus palabras y entra
por nuestros oídos. Por eso, el que pronuncia las
palabras de las lecturas tiene que hacerlo desde su
corazón y con la persuasión de la fe de que transmite
una bendición.
El lector podría preguntarse por qué un libro
acerca la transmisión de la fe termina con un capítulo
sobre la bendición y los sacramentos. El tema de este
capítulo tiene una unidad vital con el conjunto del
libro. La actitud pastoral que hemos analizado pide
cierta interioridad, desprendimiento, altruismo y
profundidad que, si se dan, surge, al mismo tiempo, el
deseo de completar la caridad y la pastoral de una
manera más honda y más fuerte aunque menos visible
para el espectador superficial.
Terminaré contando un hecho trivial y cotidiano.
Estaba yo sentado en el colectivo 75 y venía del barrio
de Boe- do. Pasando ya la plaza Once, sobre
Pueyrredón, subió una chica menor de diez años.
Venía, posiblemente, del colegio porque vestía
uniforme pero estaba sin compañeras. Me sorprendió
que viajara sola. Compró el pasaje y se quedó parada

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entre la gente porque el colectivo ya estaba medio


lleno. Volvía a sumirme en mis pensamientos y con mis
ojos seguía, con rutina, a la gente, los edificios, los
coches y todo el movimiento de la calle. Cerca de
Callao, me levanté para bajar, fui hacia atrás y me
paré ante la puerta. La chi ca que había subido, llegó
antes y esperaba que el colectivo se detuviera.
Veníamos con cierta velocidad por Viamon- te y,
cruzando Riobamba, el colectivo empezó a frenar
suavemente. Varios pasajeros más estaban
acercándose a la salida. El chófer abrió la puerta
mecánica pero, luego, de repente, hizo un movimiento
lateral muy brusco, posiblemente para evitar un
choque, y clavó los frenos. Fui lanzado contra la
baranda metálica, pero pude, desde atrás, extender
instintivamente mi brazo derecho para impedir que la
chica que estaba bajando al estribo, cayera. Ella se
agarró a tiempo y ni siquiera la toqué. El colectivo se
paró, ella descendió y detrás de ella bajé yo
rutinariamente olvidándome del episodio. Yo estaba
sin distintivo de sacerdote y creo que iba a una
reunión o a dar clase. Caminaba por la vereda en
dirección a Callao, cuando noté que alguien caminaba
a mi lado y me miraba. Volví la cabeza y nuestras
miradas se encontraron. Era la chica y con una sonrisa
amable y llena de un espontáneo agradecimiento me
dijo: "¡Gracias, señor!”. Me dio una sensación muy
linda, algo de frescura y algo de la grandeza del cielo,
del aire libre y de mucha belleza. Hubiera querido
abrazarla y darle un beso pero me pareció más
delicado retribuirle con otra sonrisa y con un: "No hay
de qué”. Pero en este "No hay de qué” le había dado
una bendición con toda la grandeza que sentí en ese
momento. Y sé que la bendición de Dios descendió
sobre ella.

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SUMARIO

INTRODUCCION .................................................. 5
1. HACIA UNA ACTITUD DE ACOGIMIENTO....... 9
2. APOYAR EL CRECIMIENTO AUTONOMO........ 19
1. El yo y la imagen que uno tiene de sí mismo .
. 19
2. ¿Cómo ayudar a la autonomía?..................... 26
3. Las actitudes que permiten que el otro
pueda expresarse y ser autónomo ............... 33
0*
3. LA PRACTICA DEL COMPRENDER................... 39
1. Las características generales de las
respuestas 40
2. Las formas concretas de las respuestas........
54
3. El lugar del reflejo en el diálogo.................... 64
4. Sugerencias ..................................................... 72

4. DAR TESTIMONIO ........................................ 76


1. La manifestación de lo que uno vive............. 76
2. Testimonio en la enseñanza.............................. 85
3. Meditación y clima testimonial.......................... 97
4. Sugerencias ................................................... 102

5. ALGUNAS CONVERSACIONES ...................... 104

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1. Con los exageradamente fervorosos ............ 105


2. Con los agresivos............................................ 110
3. Con los que sufren.......................................... 123
4. Con los que buscan......................................... 127
5. Lo que acontece en el silencio ....................... 132
6. El orador ............................................. 135

6. HACIA UNA SENSIBILIDAD GRUPAL ............ 137


1. La creación de la conciencia grupal ................ 138
2. El rumbo ......................................................... 148
3. La dinámica de la conducción......................... 155
4. Las tres fases de la reunión ............................ 163
5. Los estilos grupales ........................................ 167

7. BENDECIR CON EL CORAZON .................... 172

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Impreso el 19 de agosto de
1983 en los talleres de la
PIA SOCIEDAD DE SAN
PABLO 5149 RIVERA
INDARTE (Córdoba)
República Argentina / Es
Industria Argentina

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