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Janet Saltzman

Equidad y género
Una teoría integrada de estabilidad y cambio

EDICIONES CÁTEDRA
UNIVERSITAT DE VALENCIA
INSTITUTO DE LA MUJER
Feminismos

Consejo �esor:

Giulia Colaizzi: Universidad de Minnesota.


María Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid.
Isabel Marúnez Benlloch: Universitat de Valencia.
Mercedes Roig: Instituto de la Mujer de Madrid.
Mary N�h: Universidad Central de Barcelona.
Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona.
Amelía Valcárcel: Universidad de Oviedo.
Matilde V ázquez: Instituto de la Mujer de Madrid.

Dirección y coordinación: Isabel Morant Deusa: Universitat de Valencia.

Título original de la obra:


Gender Equity
An lntegraled Theory of Stability and Change

Diseño de cubierta: Carlos Pérez-Bermúdez


Ilustración de cubierta: Femando Muñoz

Traducción: María Coy

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto


en el an. 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados
con penas de multa y privación de libenad quienes reprodujeren
o plagiaren, en todo o en pane, una obra literaria, anística
o científica fijada en cualquier tipo de so pone
sin la preceptiva autorización.

© Sage Publications, Inc., USA, 1989.


Ediciones Cátedra, S. A., 1992
Telémaco, 43. 28027 Madrid
Depósito legal: M. 17.158-1992
I.S.B.N.: 84-376-1099-0
Printed in Spain
Impreso en Gráficas Rógar, S. A.
León, 44. Fuenlabrada (Madrid)
Este libro está dedicado a Henry Simon y Joshua Aaron Chafetz,
con la esperanza de que sean siempre parte de la solución
Prefacio

Este libro es un vástago directo de otro que publiqué


en 1988, Feminist Socio/ogy: An Overview of Contempo­
rary Theories, que es un repaso de las teorías feministas
que los sociólogos han desarrollado o usado -o podrían
en potencia haber usado- desde 1970. Mientras escri­
bía ese libro descubrí un gran número de teorías muy
distintas,que abordan la cuestión de cómo se mantienen
y reproducen los sistemas de los sexos, pero casi ninguna
que se ocupara de cómo cambian o podrían cambiarse
dichos sistemas. Esta es una extraña omisión teniendo
en cuenta el hecho de que, por definición, las feministas
están dedicadas por completo a cambiar los sistemas de
los sexos que implican desigualdades para las mujeres.
Lo que es más, estas teorías se prestaban unas a otras una
atención apenas superficial en su gran mayoría. Aunque
la mayor parte parecían plausibles, todas ellas parecían
sustancialmente incompletas. La necesidad de integrar
de forma sistemática esta variedad de perspectivas se
convirtió a mis ojos en algo evidente.
Más o menos al tiempo que tuve terminado el ma­
nuscrito del libro, fui invitada a contribuir en un número
especial del Journa/ of Family Issues dirigido a la inter­
sección de la economía, la familia y la estratificación de
los sexos. Esa invitación me proporcionó la oportunidad
9
de comenzar a desarrollar una teoría integrada de cómo
se mantienen y reproducen los sistemas de desigualdad
entre los sexos (Chafetz, 1988b). Esa teoría, en forma
ampliada, constituye la Parte I de este libro.
Poco tiempo después, recibí la petición de escribir un
ensayo para un volumen de una serie anual, patrocinada
por la Sección de Teoría de la Asociación Sociológica
Americana, que iba a estar dedicado a la teoría feminis­
ta. Esto me ofreció la oportunidad de comenzar el proce­
so de desarrollar una teoría integrada de cómo cambian
los sistemas de desigualdad entre los sexos (Chafetz,
1989). Mientras escribía ese ensayo se fue haciendo cada
vez más claro que lo que estaba haciendo era integrar
gran parte de la obra teórica que había ocupado mi aten­
ción, y la de mi coautora en varios proyectos, A. Gary
Dworkin, durante cerca de una década. Fue emocionan­
te ver cómo las diversas piezas comenzaban a ensam­
blarse. Ese ensayo constituye la base de la mayoría de la
Parte II de este libro.
Un objetivo prioritario a la hora de escribir este libro
es demostrar tanto la utilidad de muchas de las teorías
sobre los sexos publicadas en las dos últimas décadas
como la necesidad de prestar mucha más atención a su
integración sistemática. Mi mayor esperanza es que, por
medio del entretejido de diversos acercamientos, esta
obra fomente más investigación sistemática dedicada a
la comprobación de una teoría -como algo distinto de la
aplicación de la teoría- para explicar un conjunto de
datos empíricos. Como mínimo, este libro ofrece un re­
sumen de lo que los sociólogos del sexo y otros científi­
cos sociales y de la conducta han aprendido en años re­
cientes acerca de la estabilidad y el cambio en cuanto a
los sistemas de desigualdad entre los sexos se refiere.
Deseo expresar mi agradecimiento a Mitch Allen,
Editor de Sociología en Sage, cuyo pronto y constante
entusiasmo por este proyecto fue uno de los incentivos
principales para llevarlo a cabo. A Rae Blumberg y Ruth
Wallace, cuyas intervenciones al escribir los ensayos que
10
forman las bases de las partes I y II respectivamente,
agradezco con mi más cálida gratitud. El entusiasmo que
demostraron por mis trabajos fue muy apreciado, al
igual que las sugerencias editoriales concretas. Helen
Rose Ebaugh me proporcionó feedback para todo el ma­
nuscrito del libro, pero, lo que es más importante, me
ofreció su constante ánimo y apoyo. Además, Ruth Wa­
llace, Virginia Fink, A. Gary Dworkin y un lector anóni­
mo se brindaron a comentar el borrador del libro. Cada
una de ellas aportó una serie de opiniones útiles sobre
cómo mejorar el libro, y deseo dejar constancia de mi
agradecimiento por su tiempo y sus esfuerzos. Jon Lo­
rence y Nestor Rodríguez contribuyeron con sus suge­
rencias, muy necesarias y apreciadas, y referencias para
el Capítulo 6. La tediosa labor de identificar las referen­
cias y de acarrear libros desde y a la biblioteca fue lleva­
da a cabo alegremente por una graduate assistant, Barba­
ra Trepagnier, cuyo sueldo pagó el Departamento de So­
ciología de la Universidad de Houston. El Centro de Po­
líticas Públicas del College de Ciencias Sociales de la
Universidad de Houston puso los fondos para apoyar
este proyecto. Lonnie Anderson y Mary Jo Duncan, se­
cretarias del departamento, me prestaron su ayuda en el
aprendizaje de las complejidades del procesamiento de
textos y en la realización de todos aquellos trabajos que
mis conocimientos inadecuados me impedían hacer. Sin
la asistencia de mi Universidad y estas personas, mi tra­
bajo habría sido mucho menos agradable y mucho más
difícil.
JANET SALTZMAN CHAFETZ

tt
CAPÍTULO I

Introducción

Son dos las cuestiones principales que se van a abor­


dar en este libro. Dado un sistema de desventaja femeni­
na (estratificación de los sexos): ¿Cómo podemos expli­
car su permanencia y reproducción? ¿Cómo podemos
explicar el cambio en el nivel de desigualdad entre los se­
xos? La respuesta general a la primera pregunta será que
la reproducción de la desigualdad entre los sexos está
fundamentalmente arraigada en la división del trabajo
por sexos, tanto dentro como fuera de la familia y el ho­
gar. Por lo tanto, la respuesta a la segunda pregunta hay
que buscarla explorando aquellos procesos que contribu­
yen al cambio de la división del trabajo por sexos. Voy a
defender a lo largo de todo el libro que las oportunidades
colectivas de las mujeres para elevar su estatus, con rela­
ción a los hombres de su sociedad, descansa en su acceso
creciente al trabajo generador de recursos. Sin embargo,
tal acceso está en su mayor parte controlado por élites
que son masculinas, y cambia principalmente en res­
puesta a fuerzas que están fuera del control de las muje­
res.
Es probable que las personas mayores de cuarenta
años que viven en sociedades industriales avanzadas, ta-
13
les como Estados Unidos, perciban diferencias sustan­
ciales entre la organización por lo que respecta a los se­
xos que se da en este momento y aquella que prevalecía
en su juventud. Algunas cosas han cambiado, pero mu­
chas no. Muchos cambios son más aparentes que reales.
Prácticamente ningún estudioso se atrevería a defender
que la igualdad entre los sexos se haya logrado en tales
naciones. La mayor parte de ellos podrían estar de acuer­
do en cuanto a que ha ocurrido cierta reducción en la es­
tratificación de los sexos, aun disintiendo sustancialmen­
te en qué medida y de qué formas. En la mayoría del res­
to del mundo el estatus relativo de las mujeres ha perma­
necido constante o ha declinado de hecho en las últimas
décadas.
A pesar del hecho de que la mayor parte de los estu­
diosos que demuestran interés en la estratificación de los
sexos son feministas, se ha prestado una atención teórica
relativamente pequeña a la cuestión del cambio del siste­
ma de sexos. ¿Por qué ha declinado la desventaja feme­
nina en las últimas décadas en las naciones sumamente
industrializadas? ¿Por qué persisten tantas desigualda­
des? ¿Por qué ha aumentado la estratificación de los se­
xos en otros tipos de sociedades y en otros momentos de
la historia? Por último, la atención prestada ha sido es­
pecialmente escasa por lo que respecta a la cuestión de
cómo sucede el cambio en cualquiera de las dos direccio­
nes: desigualdad aumentada o disminuida. Estas cues­
tiones constituyen las preocupaciones que dieron pie a la
creación de este libro. Por lo tanto, la atención estará di­
rigida sobre todo a la respuesta de la segunda cuestión
planteada al comienzo: ¿Cómo explicamos el cambio en
el nivel de la desventaja femenina?
Cuando el activismo feminista resurgió a finales de
los años 60 en Estados Unidos y en los demás países,
· muchos teóricos y activistas dieron por hecho que todas
las sociedades presentaban una estratificación de sexos
(<<patriarcal»). Otros postularon una simple dicotomía
entre sociedades estratificadas y sociedades igualitarias
14
(algunas, en un estado anterior a la alfabetización y tec­
nológicamente simples), mientras que unos pocos pro­
ponían una «época dorada», perdida hacía mucho tiem­
po, de matriarcado (que nunca se ha documentado desde
el punto de vista empírico). Desde mediados de los años
70, los antropólogos y los sociólogos han reconocido que
la desigualdad entre los sexos es una cuestión de grado.
En algunas épocas y lugares, los hombres y las mujeres
han sido prácticamente iguales en lo referente al acceso a
los escasos recursos de la sociedad. En el otro extremo,
hay y ha habido sociedades donde las mujeres están en
tremenda desventaja con relación a los hombres que por
lo demás son sus iguales en la sociedad (en términos de
clase social, raza/etnia, etc.). No se conoce ningún caso
en que un sistema de estratificación de los sexos haya
puesto ·categóricamente en desventaja a los hombres con
respecto a las mujeres. La mayor parte de las sociedades
siguen un patrón de desigualdad entre los sexos, que se
extiende entre los extremos de igualdad y desventaja fe­
menina aguda.
La investigación en la que los estudiosos han basado
su conclusión de que tal variación existe, ha sido princi­
palmente una especie de corte transversal. Esto es, se ha
visto que un gran número de sociedades y comunidades
distintas, cada una examinada en un punto de su histo­
ria, difieren en su grado de desigualdad de los sexos.
Hasta hace muy poco, los estudiosos rara vez han exami­
nado el cambio a lo largo del tiempo en el sistema de es­
tratificación de sexos de las sociedades. En los últimos
años se han descrito una serie de estudios de cambio, re­
ferentes en su mayoría a sociedades y comunidades tec­
nológicamente sencillas o del Tercer Mundo. La mayor
parte ha sido escrita por antropólogos y especialistas de
Mujeres en Desarrollo. Existe una bibliografía sociológi­
ca sustancial que documenta tipos específicos de cam­
bios relevantes para los sexos ocurridos durante las últi­
mas décadas en los Estados Unidos y en algunas otras
naciones industrializadas y los historiadores han exami-
1s
nado los cambios sucedidos en las naciones occidentales,
sobre todo durante el siglo x1x. Las diversas descripcio­
nes van acompañadas por una serie de explicaciones de
las causas de cambios semejantes. Lo que falta en la bi­
bliografía referente a los sexos es una explicación inte­
grada, sistemática, de las condiciones que tienden a pro­
ducir el cambio en el grado de la estratificación de los se­
xos. Mientras que el objetivo primordial de este libro es
desarrollar tal teoría general, con el fin de entender el
cambio social, es crucial comprender los poderosos me­
canismos que, en la mayoría de las épocas y lugares, fun­
cionan para perpetuar y reproducir el status quo. La Par­
te I de este libro presenta una teoría general de estabili­
dad en los sistemas de estratificación de los sexos. Sobre
esta base, la Parte II desarrolla una teoría de cambio en
el grado de la desigualdad entre los sexos.
En este capítulo, voy a perfilar los aspectos principa­
les que las teorías de estabilidad y cambio en los sistemas
de los sexos deberían abordar. A continuación, se revisa­
rán brevemente algunas perspectivas teóricas importan­
tes que han desarrollado sociólogos del sexo contempo­
ráneos. Estas son teorías parciales en el sentido de que
tienden a centrarse en un nivel de análisis, mientras ig­
noran o despachan rápidamente otros niveles. Por últi­
mo, voy a presentar y definir las estructuras teóricas cla­
ve que se van a emplear a lo largo del resto del libro para
explicar una teoría integrada de estabilidad y cambio del
sistema de sexos.

CUESTIONES GENERALES

Niveles de análisis
En el párrafo anterior se decía que la mayoría de las
teorías sobre los sexos eran parciales en el sentido de que
se centran en su mayor parte en un solo nivel de análisis.
Por lo tanto, la primera cuestión se refiere al significado
16
del término «niveles de análisis» y a mis razones �ra
mantener que la teoría de los sexos debería integrarlos.
Los sociólogos distingtJen con frecuencia entre micro
y macro procesos, instituciones, teorías, etc. Algunos ña­
blan también del nivel medio. Aunque la distinción en­
tre niveles no es precisa, existe un entendimiento general
con respecto a qué fenómenos sociales pertenecen a cada
uno. El «micronivel» se refiere a fenómenos intrapsíqui­
cos tal como quedan afectados por factores sociales y
culturales y a las interacciones cara a cara entre indivi­
duos, sobre todo dentro de parejas y grupos pequeños.
Para los sociólogos de los sexos, la familia constituye la
institución de micronivel más importante. En el otro ex­
tremo, el «macronivel» se refiere normalmente a fenó­
menos que afectan a toda la sociedad (y para algunos teó­
ricos a todo el mundo), tales como sistemas económicos
y políticos, sistemas de estratificación de clases y sexos e
ideologías y sistemas de creencias ampliamente acepta­
dos. Las organizaciones, las comunidades y los grupos
raciales/étnicos son ejemplos de los fenómenos de «nivel
medio».
Las distinciones entre niveles están desdibujadas
porque estos interactúan profundamente los unos en los
otros. Por ejemplo, la interacción dentro de la familia,
un fenómeno de ostensible nivel «micro», está modelada
por definiciones y expectativas sociales generales, por
oportunidades económicas, por trabas legales, por fenó­
menos raciales/étnicos y de clase -es decir, por proce­
sos y estructuras de niveles «macro» y «medio». En el ex­
tremo opuesto, las estructuras de tipo macro y mezo son,
en sentido básico, abstracciones derivadas de interaccio­
nes de microfenómenos repetidas. Casi todo lo que los
sociólogos observan directamente son atributos, conduc­
tas y expresiones lingüísticas de individuos. Cuando és­
tas son recurrentes y siguen un determinado patrón -es
decir, cuando reflejan propiedades que, de una forma
coherente, surgen de la interacción entre miembros de
un grupo- se les asigna una etiqueta que es típicamente
17
de naturaleza macro o medio. Decir que un sistema de
desigualdad entre los sexos existe es fundamentalmente
otra forma de decir que, en millones de interacciones
diarias entre las gentes, las mujeres se encuentran en des­
ventaja y son infravaloradas repetida y sistemáticamen­
te con respecto a los hombres, en una amplia variedad de
contextos distintos.
Junto con la edad, el sexo es, y probablemente haya
sido siempre, el marcador más destacado de los seres hu­
manos en prácticamente todas las sociedades. El sexo
parece impregnar todos los aspectos de la vida tanto so­
ciocultural como individual e intrapsíquica. En resu­
men, el sexo da forma a procesos y estructuras y es mo­
delado por ellos en los tres niveles de análisis. Teniendo
esto en cuenta, junto con la interactuación fundamental
de los niveles mismos, cualquier teoría que intente expli­
car la estabilidad o el cambio en los sistemas de la estrati­
ficación de los sexos, debe incorporar e integrar estructu­
ras y procesos de todos los niveles. Una meta principal
de la teoría de los sexos en sociología debería ser la expli­
cación sistemática de cómo exactamente se vinculan los
procesos micro, medio y macro y estructuras sociales
para producir los sistemas de sexos.
La importancia relativa de los fenómenos de cada ni­
vel para la perpetuación o el cambio de un sistema de es­
tratificación de los sexos es, en última instancia, una pre­
gunta empírica. Ante la carencia de una teoría que inten­
te integrar las diversas teorías parciales, es difícil enmar­
car la investigación que puede ser de ayuda para deter­
minar la importancia relativa. Por ejemplo, los estudio­
sos cuyo marco de referencia es principalmente el nivel
micro dan por hecho con frecuencia que los procesos de
sexualización de la infancia, combinados con reforza­
miento posterior, constituyen las variables clave que
perpetúan los sistemas de los sexos ·y son, por lo tanto,
los blancos más importantes del cambio. Los teóricos de
lo macro postulan a menudo que la posición de las muje­
res dentro del sistema económico de una sociedad, cons-
18
tituye la barrera fundamental ante la que choca la igual­
dad de los sexos. Debido a que las distintas personas nor­
malmente trabajan sobre todo con una sola perspectiva,
rara vez se le ocurre a nadie enmarcar un proyecto de in­
vestigación que aborde explícitamente el impacto relati­
vo de los procesos de sexualización y de las oportunida­
des económicas sobre el mantenimiento o el cambio del
status quo de los sexos. Es típico el hecho de que los so­
ciólogos apliquen una teoría específica, con frecuencia ex
post facto, a un conjunto de descubrimientos, más que
intentar probar explicaciones alternativas de un fenóme­
no. La teoría que incorpora explícitamente procesos de
todos los niveles alerta a los investigadores de la necesi­
dad de reunir datos a todos los niveles. La colección de
un conjunto más amplio de datos, a su vez, podría per­
mitir a los investigadores, determinar hasta qué punto
algunas variables explican mejor la discrepancia que
otras y son, así, más importantes para el mantenimiento
y/o el cambio de los sistemas de los sexos.
Teniendo en cuenta estas consideraciones, la teoría
de la estabilidad y el cambio desarrollada en este libro se
basa en teorías de todos los niveles de análisis. Uno de
mis objetivos principales es integrarlas de tal manera
que los futuros investigadores puedan comprobar con
mayor facilidad la capacidad explicativa relativa de las
diversas partes. Ante la escasez actual de tales pruebas
directas, voy a ser ecléctica en cuanto a las estructuras
teóricas incluidas más allá de aquellas que pueden llegar
a demostrar empíricamente ser necesarias.

¿Por qué una teoría de la estabilidad?


El objetivo primordial de este libro es explicar una
teoría de cambio en los sistemas de estratificación de los
sexos. ¿Por qué está la Parte I, pues, dedicada a la cues­
tión de cómo se mantienen y se reproducen los sistemas
de desigualdad entre los sexos? Parto de la suposición de
19
que todos los aspectos de la vida sociocultural no son
iguales en cuanto a su capacidad para estimular un tipo
de cambio social de gran alcance. Los sistemas de estrati­
ficación de los sexos están interrelacionados con todas
las demás instituciones y procesos sociales. Como femi­
nista, estoy comprometida en la producción de un cam­
bio social de tipo específico: un sistema de igualdad en­
tre los sexos. La cuestión, pues, es la siguiente: ¿Qué va­
riables específicas funcionan de tal manera que su cam­
bio desate un cambio a mayor escala en el sistema de los
sexos (en la dirección deseada)? El cambio en algunas va­
riables puede tener un impacto menor sobre el sistema
más amplio de la estratificación de los sexos, sobre todo
con respecto al cambio en otras variables. Hay otra for­
ma de decir lo mismo: ¿Qué blancos del cambio son más
importantes, en el sentido de que, si cambian, se da la
probabilidad de que muchas otras variables cambien en
la dirección deseada como consecuencia de ello?
Las teorías parciales presuponen que hay algún tipo
de variable que ciertamente constituye un blanco básico
o mecanismo desencadenado (ver Chafetz, 1988a). Por
ejemplo, las teorías de la sexualización de la infancia
postulan que los sistemas de estratificación de los sexos
se mantienen principalmente por la transmisión tempra­
na de normas de sexo y atributos engendrados de la per­
sonalidad que se incorporan profundamente a los con­
ceptos que hombres y mujeres tienen de sí mismos y que
afectan a las conductas y las elecciones a lo largo de toda
la vida. La conclusión implícita, si no explícita, es que si
los procesos de sexualización de la infancia se cambian,
otros aspectos del sistema de los sexos cambiarán como
consecuencia (incluyendo los papeles y el estatus de las
mujeres en la economía). Por el contrario, los teóricos
que defienden que la dependencia económica de las mu­
jeres respecto a los hombres es la causa básica de su esta­
tus de desventaja e infravaloración, perciben el cambio
en la estructura de las oportunidades y recompensas de
la mano de obra como el blanco clave, el que provocará
20
otros tipos de cambios (incluyendo, presumiblemente, la
sexualización de la infancia). Aquellos que asumen que
la ideología de los sexos es la clave de la desventaja de las
mujeres, sugieren aún otro tipo de blanco distinto: el de­
sarrollo de una conciencia feminista entre el mayor nú­
mero posible de mujeres.
U na teoría integrada del mantenimiento y la repro­
ducción de los sistemas de los sexos identifica blancos
clave del cambio en potencia. También sugiere, sujetos a
la demostración empírica, cuáles tienen mayor probabi­
lidad de ser más básicos o importantes a la hora de desa­
tar un cambio de sistema más amplio. Las teorías parcia­
les reflejan las preferencias idiosincráticas del teórico,
basadas en su mayor parte en la historia personal y edu­
cacional del individuo. La teoría integrada asume que
todas las teorías parciales pueden tener importancia so­
bre el proceso total, pero si la tienen y cuánta tienen son,
en último término, cuestiones empíricas más que de pre­
dilección personal.
U na teoría del cambio presupone uno o unos cuantos
blancos importantes específicos, que sirven de mecanis­
mos que prenden la mecha, con ramificaciones de cam­
bio más amplias que otros blancos potenciales. Una teo­
ría del mantenimiento y la reproducción de los sistemas
de los sexos es una teoría de blancos del cambio, porque
identifica las variables cruciales que sostienen el status
quo y, por lo tanto. deben sufrir un cambio. A la inversa,
una teoría de blancos del cambio es también una teoría
del mantenimiento del status quo.

Cuestiones para una teoría del cambio


En la sección anterior he defendido que una teoría de
la estabilidad es una base necesaria para la identificación
de blancos clave del cambio. La primera cuestión de la
que debe ocuparse una teoría del cambio es qué tiene que
cambiar en primer lugar para que se dé un cambio más
21
amplio del sistema. No se puede decir que haya escasez
de respuestas potenciales a esta cuestión en la bibliogra­
fía existente (Chafetz, 1988a, capítulos 3, 5).
Sin embargo, sí que hay una marcada ausencia de tra­
bajo teórico sobre cómo han cambiado, pueden o po­
drían cambiar los sistemas de los sexos. Al considerar
esta cuestión que se refiere al proceso surgen varios as­
pectos específicos. El cambio en los sistemas de los sexos
puede darse en dos direcciones: la estratificación de los
sexos puede aumentar o disminuir. Por lo tanto, una
cuestión teórica específica que hay que abordar es la si­
guiente: ¿bajo qué condiciones experimentan las muje­
res un aumento de su desventaja relativa? La mayoría de
los sociólogos rechazan hoy en día las teorías de la cons­
piración. La idea de que un grupo de hombres poderosos
se podría reunir con el propósito expreso de idear cons­
cientemente maneras de aumentar la opresión sobre las
mujeres no tiene muchas posibilidades de ganar credibi­
lidad. Por lo tanto, para responder a esta cuestión debe­
mos observar las consecuencias inintencionadamente
negativas para las mujeres de ciertos tipos de cambios
económicos, políticos, tecnológicos, demográficos, ideo­
lógicos u otro tipo de cambios sociales.
Cuando se considera el cambio que disminuye la es­
tratificación de los sexos, surgen dos posibilidades.
Como en el caso de una desigualdad entre los sexos au­
mentada, una disminución puede ser el resultado no pre­
tendido del cambio social más amplio. En ambos casos,
la teoría debería identificar las fuentes más probables del
cambio inintencionado y el proceso por medio del cual el
sistema de los sexos se ve afectado por el cambio(s) más
amplio del sistema. No obstante, el cambio en la direc­
ción de una mayor igualdad, también puede ser conse­
cuencia de la intención consciente. Mientras que la cons­
piración para incrementar la desventaja de las mujeres
es poco verosímil, el activismo orientado hacia el cam­
bio llevado a cabo por grupos en desventaja, el de como
las mujeres, ha sido un fenómeno extendido durante los
22
últimos ciento cincuenta años. Los movimientos femi­
nistas han surgido en naciones de todo el mundo con la
intención expresa de aumentar la igualdad entre los se­
xos (ver Chafetz y Dworkin, 1986). Esta segunda senda
del cambio hacia una igualdad incrementada, plantea
tres cuestiones más teóricas: ¿Bajo qué condiciones apa­
recen y crecen los esfuerzos intencionados dirigidos
al cambio? ¿Cuál es la relación entre estos esfuerzos y
el cambio inintencionado en los sistemas de los sexos?
¿ Qué es lo que explica el alcance del cambio del sistema
de los sexos en un lugar y un momento histórico específi­
cos, especialmente hasta qué punto tienen &ito los es­
fuerzos intencionados dirigidos al cambio?
Para dar respuesta a las diversas cuestiones teóricas
planteadas en esta sección se va a recurrir a una serie de
teorías «parciales». Mi objetivo es integrar ideas de las
mismas en un todo coherente, que pueda servir como
trampolín para una investigación sistemática. Como
preparación, en la siguiente sección se van a presentar
breves repasos de los acercamientos teóricos parciales
más importantes desarrollados y/o empleados por los so­
ciólogos del sexo (para un estudio más detallado, ver
Chafetz, 1988a).

UN REPASO DE LOS ACERCAMIENTOS TEÓRICOS


«PARCIALES» MÁS IMPORTANTES

Existen dos tipos muy distintos de enfoques teóricos


con respecto a las cuestiones de los sexos, basados en una
diferencia que es un paralelismo de una dicotomía fun­
damental dentro de la teoría social general. Por una par­
te, hay teorías que hacen hincapié en los aspectos coerci­
tivos de los sistemas de los sexos, principalmente sobre
las mujeres. Estas teorías se centran en la habilidad de
los hombres para mantener sus ventajas sobre las muje­
res a fuerza de recursos de poder superiores: económi­
cos, políticos, ideológicos' y en un grado mucho menor,
23
físicos. Por otra parte, hay teorías que ponen el énfasis
en los aspectos voluntarios de los sistemas de los sexos,
centrándose en cómo las mujeres vienen a hacer eleccio­
nes que contribuyen de forma inadvertida a su propia
desventaja y devaluación. Cada tipo de teorías, y sobre
todo las de voluntariedad, reconocen normalmente la
importancia del otro tipo -al menos de pasada. Con
todo, hasta la fecha ha habido poca integración sistemá­
tica de los dos, Las teorías coercitivas tienden a ser de ni­
vel macro y medi o, e insisten en las variables estructura­
les. Las teorías de voluntariedad son de micronivel y
acentúan los procesos por medio de los cuales los hom­
bres y las mujeres asimilan las formas de ser y de com­
portarse que son normativas entre los sexos. En los últi­
mos años, algunos micro-teóricos (e investigadores) han
puesto un mayor énfasis en las variables estructurales;
acaban así o bien haciendo hincapié en lo coercitivo, o
bien comenzando el proceso de acortar distancias en la
dicotomía coercitivo-voluntario. Estas pocas teorías de
unión, junto con otras pocas teorías eclécticas, no se van
a estudiar en este capítulo. Lo que se va .a intentar más
bien va a ser incorporar sus ideas conforme sea necesario
a lo largo del resto del libro.

Teorías marxistas-feministas
El enfoque teórico dominante que insiste en el aspec­
to coercitivo de los sistemas de los sexos es el desarrolla­
do por las marxistas-feministas (por ejemplo, Sacks,
1 974; Eisenstein, 1 979; Vogel, 1 983; Hartmann, 1 979,
1 984). Aunque disienten en detalles concretos, las estu­
diosas marxistas-feministas comparten una perspectiva
que hace hincapié en el apoyo mutuo de los sistemas ca­
pitalista y patriarcal en el sostenimiento de la opresión
femenina. A diferencia de otros marxistas, no obstante,
perciben estos dos sistemas como independientes desde
el punto de vista analítico, con el sistema patriarcal con-
24
virtiendo al capitalismo en su presa. La defunción del ca­
pitalismo, aunque necesaria, no ha sido ni puede ser su­
ficiente para erradicar la opresión femenina (Sacks,
1974; Eisenstein, 1979).
Las marxistas-feministas defienden que el capitalis­
mo exige dos cosas: primero, la producción de una plus­
valía (beneficio) por parte de una mano de obra que tra­
dicionalmente es masculina, pero que cada vez cuenta
con más mujeres y segundo, el mantenimiento y la repro­
ducción de una mano de obra relativamente dócil, y que
las mujeres sean la parte fundamental de la mano de
obra que realiza el trabajo no pagado del ámbito domés­
tico. El capitalismo busca una mano de obra barata con
el fin de obtener los máximos beneficios. Esta es la razón
de que las mujeres trabajen cada vez más fuera de casa,
pero en trabajos mal pagados. Al pagar más a los hom­
bres que a las mujeres, el capitalismo contribuye a man­
tener la dependencia de las mujeres respecto a los hom­
bres y, por lo tanto, estabiliza la familia y la sociedad (Ei­
senstein, 1979). Los hombres de la clase trabajadora son
«comprados» por medio del mantenimiento del patriar­
cado, que produce ventajas para ellos (comparados con
las mujeres de su clase social) tanto en el mundo del tra­
bajo como en eJ hogar. Por lo tanto, es menos probable
que desafíen el sistema capitalista (Hartmann, 1984).
Como esposas, las mujeres proporcionan servicios a sus
maridos dentro de la organización familiar y también
apoyan el capitalismo en su papel de consumidoras de
esa organización. Más aún, mantienen y reproducen la
mano de obra sin costarle nada al capitalismo.
Debido a que el patriarcado es ventajoso para el capi­
talismo, las élites económicas proponen una ideología
que lo mantenga. La ideología patriarcal es un aspecto
fundamental en el mantenimiento del sistema capitalista
y de la opresión femenina. Esta ideología define a las
mujeres principalmente como madres, lo que ayuda a
mantener la segregación con respecto a los empleos y los
sueldos bajos para las mujeres, así como su compromiso
25
con el trabajo no pagado de la casa y la familia (Eisens­
tein, 1 979). Definidos en primer lugar como los que ga­
nan el pan para la familia, los hombres dedican sus ener­
gías a producir una plusvalía para el capitalismo.
En conclusión, las marxistas-feministas defienden
que la opresión femenina en el mundo contemporáneo
se ve sostenida por el poder de los capitalistas para pro­
teger y realizar sus intereses, que incluyen los sueldos ba­
jos para las mujeres y el trabajo doméstico no pagado y
familiar, llevado a cabo por las mismas; una ideología
patriarcal, desarrollada, apoyada y extendida por los ca­
pitalistas; y el apoyo de los miembros masculinos de la
clase trabajadora del sistema de patriarcado capitalista,
por las ventajas relativas -en casa y en el trabajo- que
les pueden aportar. Para las marxistas-feministas, la eli­
minación de la opresión femenina exige la muerte tanto
del capitalismo como del patriarcado, como ideología y
como forma de relación entre marido y mujer. Exige que
el trabajo de mantenimiento/ reproducción social deje
de ser de la incumbencia exclusiva de las mujeres y que
éstas compartan con los hombres el trabajo que implica
la producción con fines de intercambio (Sacks, 1 974).

Teoría medio-estructural
Las marxistas-feministas se ocupan fundamental­
mente de sociedades totales, es decir, que sus análisis se
centran en el macronivel. Arguyen que la estructura eco­
nómica de las sociedades es el fenómeno más importante
para la comprensión de la situación de desventaja feme­
nina en las sociedades contemporáneas. La obra de Ro­
sabeth Kanter ( 1 977) ejemplifica un pequeño número de
teorías que se vuelven hacia la estructura de la organiza­
ción -o el nivel medio-, para entender por qué las mu­
jeres se encuentran en desventaja. Kanter se centró en
tres variables para explicar las conductas de trabajo y las
motivaciones de la gente dentro de una organización:
26
hasta qué punto los empleados se encuentran en un pues­
to desde la que la movilidad ascendente es posible frente
al estar «bloqueado»; hasta qué punto los empleados po­
seen el poder necesario para llevar a cabo sus objetivos; y
el número relativo de personas dentro de un grupo de
trabajo de iguales que pertenece al «tipo social» de uno
(en este caso las mujeres) frente a algún otro «tipo»
(hombres). La respuesta y la productividad del trabaja­
dor, así como las futuras oportunidades de movilidad y
aumento de poder, se ven realzadas cuando los trabaja­
dores reciben poder, tienen una oportunidad de movili­
dad y no son «muestras» (esto es, de un tipo escaso).
Kanter argumenta que independientemente de los
atributos personales, incluyendo el sexo, la gente respon­
de de manera similar cuando su situación de empleo es
similar. Sin embargo, los hombres y las mujeres no dis­
frutan generalmente de niveles similares de oportunidad
y poder, y en trabajos de responsabilidad, prestigio e in­
gresos altos, son probablemente las mujeres las que cons­
tituirán muestras. Por lo tanto, la conducta laboral y la
dedicación de mujeres y hombres viene a diferenciarse
como consecuencia de los puestos distintos que ocupan
dentro de una organización. A su vez, los resultados dife­
rentes refuerzan los estereotipos sobre sexo y trabajo,
contribuyendo a mantener un sistema que sitúa a hom­
bres y mujeres en posiciones distintas dentro de la orga­
nización.
En general, el enfoque medio-estructural defiende
que las diferencias entre las actitudes y conductas de
hombres y mujeres se producen por el hecho de que de­
sempeñen papeles sociales diferentes y desiguales. A su
vez, las diferencias producidas de este modo, incremen­
tan la probabilidad de que los papeles sean distribuidos
diferencialmente en razón del sexo, para la desventaja
continua de las mujeres (ver también Miller et al., 1 98 3 ;
Kohn y Schooler, 1 98 3 ; Epstein, 1 98 8, capítulo 4; Cha­
fetz, 1 984; BarronyNorris, 1 976; Schur, 1 984, pags. 38-42).

27
Teoría microestructural
El enfoque microestructural fija su atención en la for­
ma en que la desigualdad entre los sexos, generada en los
niveles medio y macro, produce desigualdad en las inte­
racciones directas hombre-mujer, sobre todo entre mari­
dos y mujeres. La orientación teórica principal que se
usa para este tipo de explicación es la Teoría del Inter­
cambio (por ejemplo, Curtís, 1 986; Parker y Parker,
1 979; Chafetz, 1 980).
La Teoría del Intercambio argumenta que para que
unas relaciones continúen a lo largo del tiempo de una
manera estable, los participantes deben proporcionarse
mutuamente valores aproximadamente iguales. Cuando
uno de los miembros de la relación tiene acceso a recur­
sos superiores necesitados o deseados por el otro, debe
ofrecerse algo a cambio para equilibrar el intercambio si
se busca la continuación de la relación. El miembro que
tiene menos acceso a los recursos apreciados equilibra el
intercambio ofreciendo deferencia o satisfaciendo las
peticiones del que proporciona los recursos (Blau, 1 964;
Parker y Parker, 1 979). En sociedades donde los sexos
muestran una situación de estratificación, lo general es
que los hombres tengan un mayor acceso a los recursos
escasos y apreciados de los que las mujeres -sobre todo
las esposas- dependen. Por lo tanto, las mujeres tienen
que ofrecer deferencia y satisfacción a los hombres.
Curtís ( 1 986) hace una distinción entre intercambio
económico y social, argumentando que éste último es ca­
racterístico de los intercambios conyugales. El intercam­
bio económico se basa en un acuerdo susceptible de ha­
cerse cumplir entre partes y depende de un sistema im­
personal de obligación de cumplimiento. Los detalles de
qué se va a cambiar y por qué se especifican en el mo­
mento de la transacción. El intercambio social consiste
en el intercambio de regalos y favores y es más implícito
que explícito. Depende «de la buena voluntad del deu­
dor en algún momento futuro» (Curtís, 1 986, págs. 1 7 5-
28
76). La confianza en el individuo es la base de este tipo
de intercambio. El intercambio social establece una deu­
da difusa a cargo del receptor de regalos y favores, una
deuda que se puede exigir en cualquier momento poste­
rior. Lo que es más, nunca queda claro cuándo se ha sal­
dado la deuda. El resultado es que la persona que acumu­
la deudas sociales adquiere poder interpersonal, de una
manera que excede con mucho el poder del que contrae
sólo deudas económicas. Debido a sus papeles extrafa­
miliares, lo normal es que sean los maridos los que a•d­
quieran recursos superiores a aquellos de sus esposas y
que adquieran tal poder interpersonal sobre sus mujeres.
Algunos otros teóricos empiezan por asumir que los
hombres poseen un poder superior en sus interacciones
con las mujeres, y estos teóricos exploran las consecuen­
cias de esta asimetría de poder en términos de la natura­
leza de las interacciones hombre-mujer. Por ejemplo,
Fishman ( 1 982) arguye que los hombres usan su poder
para obligar a las mujeres a trabajar en interacción con
ellos, de una forma no recíproca. El resultado es que «la
definición de lo que es una conversación apropiada se
convierte en una elección del marido. Es elección de él,
no de ella, la parte del mundo hacia la que los interfacto­
res se orientan, cuya realidad construyen y mantienen»
( 1 982, pág. 1 7 8 ; ver también West y Zimmerman, 1 9 7 7 ;
Ferguson, 1 980).

Teorías de voluntariedad
Las teorías repasadas en la sección anterior hacen
hincapié en que la desigualdad entre los sexos se mantie­
ne principalmente porque los hombres cuentan con los
medios para hacerlo, independientemente de lo que las
mujeres puedan desear. La desigualdad estructurada,
por la que los hombres adquieren recursos superiores a
aquellos a los que las mujeres tienen acceso, permite a
los hombres coaccionar o sobornar a las mujeres para
29
que se comporten como ellos quieren. Con todo, en la
mayoría de las épocas y lugares, la gente no percibe tal
coerción y las mujeres no piensan conscientemente que
estén más oprimidas que los hombres. Las teorías de vo­
luntariedad se refieren a cómo y por qué tienden las mu­
jeres a desear hacer aquello que se verían obligadas a ha­
cer de todas formas. No quiero sugerir que las teorías de
voluntariedad «culpen a la víctima» o afirmen que las
mujeres son las responsables de su situación de desven­
taja. Estas teorías reconocen que tras los procesos sobre
los que se centran, existe un sistema injusto de los sexos.
Lo que hacen, más bien, es dar por hecho ese sistema y
avanzar en la exploración de los efectos psicológicos so­
ciales que el mantenimiento del sistema produce, sobre
todo en las mujeres.

Teoría feminista neofreudiana

Hay una serie de estudiosos que ha desarrollado ver­


siones feministas de la teoría freudiana, pero la obra de
Nancy Chodorow ( 1978) es, con diferencia, la que más
ha influido en sociología. Chodorow comienza con la
afirmación de que la división del trabajo sitúa la crianza
de los hijos abrumadoramente en las manos de las muje­
res. Este hecho tiene ramificaciones muy diferentes, de­
pendiendo del sexo del niño, sobre todo en términos de
las «capacidades de relación» de cada sexo. El hecho de
·que las mujeres «críen» (es decir, sean las principales
cuidadoras y el objeto del amor de los bebés y los niños)
produce hijas, pero no hijos, que quieren sobre todo
criar hijos. Esto es así porque las mujeres vienen a valo­
rar las relaciones con los demás como la parte funda­
mental de sus vidas; se pasan la vida preocupadas por
cuestiones de amor y simbiosis. Esto también afecta a los
tipos de trabajo que las mujeres buscan (los que tienen
que ver con la gente y con la ayuda a los demás), si es que
en algún momento buscan trabajo fuera de casa. Y a la
30
inversa, el hecho de que las mujeres sean las personas
que cuidan primordialmente a los hijos se traduce en hi­
jos varones que están orientados hacia la propia indivi­
dualización y al establecimiento de fuertes fronteras de
su ego. Tales hijos se convierten en hombres temerosos
de las mujeres, misóginos y que insisten en la superiori­
dad y la dominación masculina. Los hombres se dedican
durante toda su vida a negar la conexión con los demás y
a intentar obtener el éxito en el ámbito público de la
vida.
Chodorow sigue la pista en detalle a los diferentes
procesos de desarrollo por los que pasan niños y niñas
durante las etapas pre-edípica y edípica de la infancia,
dependiendo del hecho de si ha sido una mujer el objeto
principal de su amor. No es necesario repasarlos aquí.
Lo que importa es que, desde esta perspectiva, los resul­
tados mencionados anteriormente se dan inconsciente­
mente. Y se dan independientemente de los esfuerzos
conscientes realizados por los adultos para enseñar otras
conductas y orientaciones a sus hijos, sencillamente
como consecuencia de las distintas tareas de desarrollo
que las niñas y los niños afrontan, dependiendo de si el
objeto fundamental de su amor es del mismo o de distin­
to sexo. Al quedar profundamente grabadas en la estruc­
tura inconsciente de la personalidad de cada sexo, la di­
visión del trabajo y la desigualdad entre los sexos son,
por lo tanto, los resultados automáticos y los mecanis­
mos de refuerzo del propio sistema que las produce.

Teoría de socialización
A diferencia de la teoría neofreudiana, los diversos
acercamientos que se califican de teorías de «socializa­
ción» se concentran en los esfuerzos más conscientes y
deliberados de sobre todo los adultos encaminados a en­
señar a los niños formas de pensar, de sentir y de actuar
socialmente definidas y diferenciadas por sexos. Esta
31
perspectiva incluye tanto la Teoría de Interacción Sim­
bólica, tal como la desarrollan los sociólogos, como las
teorías de Aprendizaje Social y Desarrollo Cognitivo,
que pertenecen primordialmente al terreno de los psicó­
logos. Aunque difieren en detalles concretos, estas teo­
rías centran su atención en la forma en que las personas,
cuando son niños, adoptan normas socialmente defini­
das para su sexo y hacen del sexo un componente funda­
mental del concepto de sí mismas. Los procesos clave
son las recompensas y los castigos (tanto directos como
indirectos) por parte de «otras personas significativas»
y, sobre todo, el dar forma a las conductas de las perso­
nas con las que el niño se identifica (por ejemplo, Cahill,
1 98 3 ; Lever, 1 976; Constantinople, 1 9 79; Lewis y Wein­
raub, 1 979). Aparte de los padres, los iguales son consi­
derados fundamentales en el proceso. Además, se consi­
deran elementos contribuyentes los medios de comuni­
cación, los juegos, los deportes, las escuelas, los estilos de
vestir, la lengua y una serie de fenómenos sociales y cul-
turales.
El enfoque de la socialización del sexo asume que las
conductas, actitudes, prioridades y elecciones de los
adultos se entiendan en su mayor parte como expresio­
nes directas de las concepciones internas del yo. En la
medida en que la generación adulta «logra con éxito» ha­
cer de los niños seres sociales conforme a las concepcio­
nes aceptables del sexo, esos niños se convertirán en
adultos que harán elecciones coherentes con su propia
identidad sexuada. De esta forma, el sistema de los sexos
se ve repetido de generación en generación.

Teoría de la vida diaria


Las teorías de socialización del sexo se centran en los
procesos de sexualización de la infancia. Otro conjunto
de teorías, que reflejan la Interacción Simbólica, la Etno­
metodología y el Enfoque Dramatúrgico, se ocupan de
32
los procesos por medio de los que los adultos buscan la
confirmación actual de su propia identidad sexuada e
inadvertidamente recrean las definiciones sociales del
sexo. Por ejemplo, Goffman ( 1 97 7) defiende que tanto
los hombres como las mujeres necesitan a miembros del
otro sexo para dar validez a sus identidades sexuales.
Y lo hacen dándose mutuamente oportunidades para
mostrar esas conductas definidas socialmente como es­
pecíficas de un sexo. A continuación, Goffman describe
algunos ejemplos concretos y típicos de la América con­
temporánea que permiten esa muestra de conductas. En
general, argumenta que las personas están constante­
mente involucradas en la tarea de producir una diferen­
ciación sexual al tiempo que persiguen la afirmación de
su propio sentido de la identidad. Para los hombres, esta
búsqueda implica demostraciones de fuerza y competen­
cia. Sin embargo, para las mujeres significa demostracio­
nes de debilidad, vulnerabilidad e ineptitud (ver tam­
bién Haavind, 1 984).
Más recientemente, West y Zimmerman ( 1 9 8 7) han
ampliado las percepciones de Goffman. Además de re­
conocer que la gente organiza sus actividades para expre­
sar identidad sexual de maneras normativas, defienden
la tesis que la gente está predispuesta a percibir e inter­
pretar las conductas de los demás como expresiones de
sexo. Afirman que prácticamente todas las actividades
se pueden evaluar, y normalmente se evalúan, de acuer­
do con su contenido sexual. Tales conductas e interpre­
taciones crean y legitiman el propio sexo.

Resumen
En esta sección se han repasado varios enfoques teó­
ricos parciales ampliamente usados con respecto a las
cuestiones del sexo (para un estudio más completo de és­
tas y otras teorías feministas en sociología, ver Chafetz,
1 9 8 8 a). La división en tipos coercitivo y voluntario no
33
se debería tomar estrictamente. En ambos tipos se en­
cuentran elementos de los dos, lo qÚe varía es dónde se
pone el énfasis. Del mismo modo, las divisiones dentro
de cada tipo no son estrictas. Todas las teorías de volun­
tariedad son de micronivel en cuanto a su preocupación
primordial. Las teorías coercitivas tienden a ser de nive­
les medio y macro, pero también incluyen teorías de mi­
cronivel. De lo que todas las teorías parciales carecen es
de vínculos detallados y sistemáticos con otros tipos y ni­
veles de análisis.

ESTRUCTURAS TEÓRICAS CLAVE

Las diversas teorías parciales tienden a desarrollar


sus propios vocabularios de conceptos o estructuras teó­
ricas. Algunos de estos conceptos son compartidos por
varios enfoques teóricos. Sin embargo, frecuentemente
se definen o se usan de forma que difieren, sutil o sustan­
cialmente, de una perspectiva a otra. Con el fin de desa­
rrollar una teoría integrada, hacen falta estructuras cla­
ramente definidas que no transmitan ni automática ni
implícitamente la prioridad de ninguna teoría parcial ni
excluyan los conceptos ofrecidos por ninguna de las teo­
rías. Además, recordemos que uno de mis principales
objetivos al proponer una teoría integrada es alentar la
comprobación empírica sistemática de la importancia
relativa de distintas variables que representan diversos
acercamientos teóricos. Muchos de los términos comun­
mente usados, tales como «patriarcado», «opresión fe­
menina», «sexismo» y «papeles sexuales» no se prestan
con demasiada facilidad al funcionamiento concreto,
pero sí se prestan al problema de la materialización.
También tienden a desviar la atención de la variabili­
dad, haciendo difícil la explicación de la variación que el
cambio implica. En lo que resta de esta sección se van a
definir las estructuras teóricas más importantes que se
emplearán a lo largo del libro. Cada vez que se utilicen,
34
habrán de entenderse tal como se definen aquí. Aquellas
que se usen sólo en una sección del libro se definirán en
el momento de su introducción.

Sexo
Durante los últimos veinte años ha· habido cierta
confusión con respecto a los significados de la palabra
«sexo». En una acepción se ha venido a aceptar general­
mente como un término que significa diferencias bioló­
gicas (como mínimo cromosómicas, hormonales y mor­
fológicas) entre hombres y mujeres. La otra acepción ha
venido a significar los componentes socioculturalmente
construidos que se atribuyen a cada sexo. El término
«sexo» en su segunda acepción se va a usar a lo largo de
todo el libro para distinguir entre hombres y mujeres.
Con el uso de este término, transmito mi opinión de que,
por lo que se refiere a las cuestiones teóricas que aquí se
abordan, la biología no constituye una variable relevan­
te. Son, más bien, las definiciones socioculturales del
sexo biológico y las reacciones ante el mismo las que pro­
ducen y refuerzan la desigualdad entre hombres y muje­
res. Las diferencias biológicas -sean las que sean- se
mantienen básicamente constantes a través del tiempo y
el espacio históricos. Los fenómenos de los que trata este
libro son aspectos del sistema de los sexos que pueden
variar y han variado y que, por lo tanto, deben explicarse
por medio de fenómenos que varíen.

Sistema de los sexos

El sexo impregna todos los aspectos de la vida socio­


cultural y personal en la mayoría de las sociedades. El
término «sistema de los sexos» hace referencia al status
quo sociocultural en los sistemas estables y a la apuesta
por el status quo en sistemas cambiantes, en su relación
35
con el sexo. Cuando el término «sistema de los sexos» se
emplea, incluye sistemas de estratificación y diferencia­
ción de los sexos, así como la división sexual del trabajo,
las definiciones sociales del sexo y las injusticias de po­
der entre los sexos, cada uno de los cuales se va a definir
a continuación.

Estrat�ficación de los sexos


La «estratificación de los sexos» hace referencia a la
medida en que hombres y mujeres que, por lo demás,
son iguales sociales (por ejemplo, en términos de edad,
clase social, raza/etnia y religión). Son iguales en cuanto
al acceso que tienen a los recursos escasos y apreciados
de su sociedad. Cuanto mayor es el nivel de estratifica­
ción de los sexos, mayor es la desigualdad entre hombres
y mujeres como categorías generales. Desde el punto de
vista empírico, la estratificación de los .sexos siempre ha
significado algún grado de desventaja femenina. No hay
ninguna sociedad conocida en la que el sistema de estra­
tificación de los sexos favorezca a las mujeres, aunque se
sabe que han existido sistemas que se acercaban a
la igualdad entre los sexos (ver Chafets, 1 984, capí­
tulo 1 ).
Los escasos y apreciados recursos que pueden estar
desigualmente distribuidos con arreglo al sexo incluyen
al menos los siguientes: bienes materiales, servicios pro­
porcionados por los demás, ocio, papeles que confieren
prestigio, cuidado de la salud y nutrición, autonomía
personal, seguridad física, oportunidades para el enri­
quecimiento psíquico y la gratificación y oportunidades
de educación y formación. El dinero es un recurso gene­
ralizado que se puede usar para adquirir la mayor parte
d� los valores escasos enumerados, si no todos. El acceso
relativo al mismo por parte de los hombres y de las muje­
res es, por lo tanto, un indicador excelente de la estratifi­
cación de los sexos en las sociedades modernas y com-
36
plejas. No obstante, el acceso a estos valores escasos pue­
de ser independiente del acceso al dinero en muchas so­
ciedades particularmente sencillas y el acceso diferencial
a algunos se puede adquirir independientemente de los
ingresos personales, incluso en las sociedades modernas
y complejas. El dinero es, por lo tanto, insuficiente como
único indicador de la estratificación de los sexos.
El grado de estratificación de los sexos no es unifor­
me en la totalidad de una sociedad compleja. Varía por
clase social y posiblemente por raza/etnia o religión (ver
Almquist, 1 987; Blumberg, 1 984). Mi atención se va a
centrar principalmente en el nivel social de la sociedad.
Subyacente a todos los sistemas de estratificación está la
desigualdad de poder y autoridad, que son en sí mismos
recursos escasos y apreciados. Sin embargo, en este libro
estos aspectos se tratan como estructuras independientes
más que como dimensiones de la estratificación de los
sexos. Serán definidos en breve. Se van a usar tres térmi­
nos como sinónimos de la estratificación de los sexos:
grado de desigualdad entre los sexos, igualdad entre los
sexos y desventaja femenina. En este libro no intento ex­
plicar el grado de la estratificación de los sexos (ver Cha­
fetz, 1 984, para un estudio del tema). Más bien se va a
asumir cierto grado de desventaja femenina y las cues­
tiones que se plantean se refieren a qué es lo que mantie­
ne y cambia su nivel.

Diferenciación entre los sexos y sexualización


Los hombres y las mujeres adultos de la mayoría de
las sociedades se diferencian, como término medio, en
uno o más tipos de caracteres: capacidades cognitivas y
estilo, personalidad básica, expresión emocional, con­
cepto de sí mismos, prioridades entre diversos roles so­
ciales, competencias laborales, preferencias, aspiracio­
nes, motivaciones, uso del lenguaje, etc. Esto no significa
que haya, de hecho, marcadas diferencias entre todos o
37
la mayoría de los hombres, por un lado, y las mujeres por
otro. Más bien se dan diferencias en promedios categóri­
cos, que pueden ser menores o bastante significativas
(ver Chafetz, 1 97 8, capítulo 2). «El grado de diferencia­
ción entre los sexos» hace referencia al número de carac­
teres en que hombres y mujeres se diferencian y a la me­
dida en que los sexos difieren en esos caracteres. El pro­
ceso por medio del cual hombres y mujeres como indivi­
duos vienen a diferenciarse en función de su sexo se de­
nomina aquí «sexualización». Las cuestiones teóricas
más importantes se ocupan de cómo se produce esta se­
xualización y cuáles son las ramificaciones de la diferen­
ciación sexual que afectan al mantenimiento y al cambio
del sistema de los sexos.
Conceptualmente la diferenciación entre los sexos no
implica desigualdad. Decir que dos categorías difieren,
no implica lógicamente que una se aprecie o se recom­
pense más que la otra. Sin embargo, desde el punto de
vista empírico, la diferenciación entre los sexos y la es­
tratificación de los mismos están estrechamente relacio­
nadas (Sanday, 1 974). Otra cuestión teórica y empírica
importante, por lo tanto, es la que se ocupa de los proce­
sos por medio de los cuales lo «diferente» se traduce en
«desigual». Esto es, ¿cómo es que los caracteres femeni­
nos vienen a perder valor en relación con los masculi­
nos? La cuestión de cómo la desigualdad entre los sexos
produce diferenciación está relacionada con esta pre­
gunta.

La división sexual del trabajo


Los sociólogos y los antropólogos hace tiempo que
han reconocido que en casi todas las sociedades, los
hombres y las mujeres hacen tipos de trabajo al menos
algo distintos. Las tareas de las que se responsabiliza
cada sexo pueden superponerse o estar totalmente segre­
gadas. Más aún, con unas pocas excepciones muy impor-
38
tantes, la naturaleza precisa de lo que constituyen labo­
res masculinas que, frente a las femeninas varía amplia­
mente a lo largo del espectro cultural. Tal variabilidad se
advierte especialmente cuando se comparan sociedades
con formas fundamentalmente distintas de tecnología y
bases económicas (por ejemplo, economía basada en la
caza, el pastoreo, hortícola, agraria, industrial). Por
ejemplo, en una sociedad o tipo social (como puede ser
el hortícola) las mujeres pueden ser las responsables de la
obtención de la mayor parte o todo el alimento, mientras
que en otro (como puede ser la mayor parte de las socie­
dades agrarias) pueden ser los hombres los responsables,
y aún en otro (como las sociedades agrarias del cultivo
del arroz) participan los dos en la obtención del alimento
pero sus labores específicas difieren.
Son dos las uniformidades importantes a través de
las culturas en la división sexual del trabajo. Primera, las
mujeres son uniformemente más responsables que los
hombres en la tarea de la crianza de los hijos, la prepara­
ción de la comida y el cuidado de la casa. La participa­
ción de los hombres en tales labores va desde ninguna en
absoluto hasta una participación importante, mientras
que la participación de las mujeres es uniformemente
alta. Segunda, los hombres siempre participan en una se­
rie de tareas extradomésticas de sus sociedades en aque­
llos terrenos que en las sociedades complejas se diferen­
cian como los ámbitos de actividad económico, político,
religioso, educativo y demás aspectos productores de
cultura. La participación de las mujeres en tales tareas
varía desde prácticamente nula hasta importante. Se
puede expresar, por lo tanto, la siguiente generalización
sobre la división sexual del trabajo: Las mujeres tienden
a hacerse cargo del conjunto de responsabilidades asocia­
das con los hijos y el hogar y la medida en la que partici­
pan en otros tipos de trabajo varía; los hombres se ocupan
universalmente de tareas extradomésticas y la medida de
su participación en el trabajo doméstico y de crianza de
los hijos varía. En general, cuanto más monopolizan los
39
hombres las tareas extradomésticas, más monopolizan
las mujeres las labores domésticas/crianza de los hijos, y
vice-versa (Chafetz, 1 984, págs. 5 8-60). La «división se­
xual del trabajo» es, por tanto, una variable: la medida
en que las actividades laborales de hombres y mujeres en
una sociedad -tanto dentro como fuera del hogar y la
familia- están segregadas en función del sexo. Las cues­
tiones teóricas generales se ocupan de cómo la división
sexual del trabajo afecta a la desigualdad entre los sexos
y se ve afectada por ella, y qué es lo que provoca el cam­
bio en esa división.
Al igual que la diferenciación entre los sexos no im­
plica lógicamente la desigualdad, tampoco lo hace la di­
visión sexual del trabajo. El que los hombres y las muje­
res realicen distintos tipos de trabajo no equivale a decir
que los tipos de trabajo llevados a cabo por uno sean su­
periores de ninguna manera a los tipos llevados a cabo
por el otro. Pero una vez más, desde el punto de vista
empírico las dos cuestiones están ciertamente relaciona­
das. Esto plantea otra cuestión teórica y empírica:
¿Cómo es que las tareas realizadas por los hombres se
consideran más apreciadas y mejor recompensadas que
las realizadas por las mujeres?

Poder y autoridad
El «poder» se define en el sentido weberiano como la
habilidad de personas o grupos de provocar la obedien­
cia de otras personas o grupos, incluso ante la oposición.
El poder exige recursos superiores que controlan los obe­
dientes. Los que detentan el poder deben tener en su
mano algo que los obedientes valoren y necesiten o quie­
ran y no puedan conseguir en cantidad suficiente de nin­
guna otra forma. Puede ser dinero o bienes materiales,
aprobación o amor, servicios, sentirse a salvo de cual­
quier daño físico o similares. Dicho de otra forma, los
que detentan el poder tienen (o así lo creen por lo menos
40
los que obedecen) los medios para sobornar o castigar a
los que vienen a obedecer sus exigencias. La medida en
que algunos son capaces de extraer obediencia de otros
es una variable, que depende del grado de la discrepan­
cia entre recursos relevantes para el poder al alcance de
distintos actores. Todos los sistemas de estratificación
son, por definición, sistemas de injusticia de poder. Sin
embargo, las bases (tipos de recursos) y d grado de inj us­
ticia de poder varían de una forma de estratificación a
otra y de una sociedad o época a otra. Por definición, un
sistema de estratificación de los sexos implica el poder su­
perior de los hombres. Las cuestiones teóricas y empíri­
cas son las siguientes: ¿Qué es lo que constituye la base
del superior poder masculino y cómo adquieren los
hombres recursos de poder superiores? ¿ Cómo usan los
hombres su poder para rp.antener el status quo y bajo qué
condiciones se reduce su ventaja relativa de poder sobre
las mujeres?
La «autoridad» también se define en su sentido we­
beriano como poder legitimado. La «legitimidad» hace
referencia a una percepción, por parte tanto del que de­
tenta el poder como del que obedece, merced a la cual el
primero tiene el derecho de tomar decisiones vinculan­
tes o de expresar exigencias y el segundo tiene la obliga­
ción moral de obedecerlas. Las relaciones de poder esta­
bles tienden a estar legitimadas por el tiempo, pero in­
cluso si tal legitimación se retira, en la mayor parte de los
casos los que tienen la autoridad también poseen recur­
sos de poder superiores a los que recurrir. La legitimidad
del poder masculino está arraigada en la ideología se­
xual, que se va a explicar en breve. Las cuestiones teóri­
cas se ocupan tanto de los procesos por medio de los cua­
les el poder masculino se convierte en autoridad como
de aquellos que funcionan a veces para producir el re­
chazo generalizado de la legitimidad del poder mascu­
lino.
El poder y la autoridad existen en todos los niveles de
análisis. En el micronivel, el poder existe cuando los ma-
41
ridos, o cualquier hombre individual, puede extraer obe­
diencia de las esposas o de otras mujeres con las que inte­
ractúa personalmente. Cuando las mujeres se sienten
obligadas por el deber a obedecer las peticiones o exigen­
cias de los participantes masculinos en la interacción,
existe la autoridad. Las principales cuestiones teóricas se
refieren una vez más a las bases de tal poder y autoridad:
¿Cómo es que, como individuos, los hombres poseen
mayores recursos de poder que las mujeres? ¿Cómo lle­
gan las mujeres a sentirse obligadas a obedecer las exi­
gencias de los compañeros de interacción masculinos?
También está la cuestión teórica de cómo usan los hom­
bres su poder/autoridad de micronivel para mantener
sus ventajas, y las condiciones bajo las que las mujeres
ganan en sus recursos de poder en el micronivel.
En los niveles medio y macro, el poder y la autoridad
se acumulan en aquellos que se benefician de los roles de
élite, particularmente en las instituciones sociales domi­
nantes. En sociedades modernas industrializadas, las or­
ganizaciones políticas y económicas constituyen las ins­
tituciones sociales dominantes, siendo las organizacio­
nes religiosas, educativas y otras productoras de cultura,
instituciones secundarias, aunque, no obstante, impor­
tantes. En las sociedades donde se da la estratificación
de los sexos, los roles de élite son y han sido desempeña­
dos por una abrumadora mayoría masculina. Los que
pertenecen a la élite pueden tener otros atributos comu­
nes en determinadas sociedades (por ejemplo, raza, reli­
gión, clase social), pero que son hombres es un hecho his­
tóricamente casi uniforme a través de todas las culturas.
Los «roles de élite» son aquellos cuyos sujetos controlan
los recursos de sus organizaciones (incluyendo, en el te­
rreno político, los de naciones enteras). Sirven de guar­
dianes sociales, distribuyendo oportunidades y recom­
pensas concretas. En algunos casos, las élites pueden ser
libres para usar abiertamente criterios particulares en la
asignación de los recursos y oportunidades bajo su con­
trol. Pueden, por lo tanto, dar preferencia descarada-
42
mente a los de su «propia clase» -que, entre otros atri­
butos, incluye el hecho de ser hombre. Sin embargo, lo
más corriente, sobre todo en sociedades industrializadas
contemporáneas, es que las élites tengan que justificar y
legitimar los criterios en que se basan para la distribu­
ción de las recompensas socialmente apreciadas que
controlan. Esto nos lleva al útlimo conjunto de estructu­
ras teóricas que se van a definir en este capítulo, aquellas
que hacen referencia a los fenómenos de definición.

Definiciones sociales del sexo


Las definiciones sociales son creencias, valores, este­
reotipos y normas a,mpliamente compartidos por los
miembros de la sociedad. Se forman a lo largo del tiem­
po y en cualquier momento reflejan los fenómenos histó­
ricos así como los contemporáneos. Las élites desempe­
ñan un papel desproporcionadamente fuerte en el man­
tenimiento de las viejas definiciones sociales y en el esta­
blecimiento de las nuevas, en sus papeles de los que to­
man las decisiones que atañen a organizaciones e institu­
ciones poderosas. Como en las sociedades que presentan
estratificación de los sexos, las élites han sido durante
largo tiempo abrumadoramente masculinas, las defini­
ciones sociales son androcéntricas en contenido. Es de­
cir, los individuos de la élite definen el mundo y están en
una posición que les permite imponer esas definiciones
sobre los demás, desde su propia perspectiva. Esa pers­
pectiva es masculina, independientemente de otras co­
sas que también pueda ser. Las concepciones de una so­
ciedad con estratificación de los sexos con respecto a lo
verdadero, lo bueno, lo importante, lo apreciable, lo her­
moso (y sus antónimos), reflejarán necesariamente en
primer lugar las experiencias y percepciones de sus
miembros masculinos dominantes, del pasado y del pre­
sente (ver Reskin, 1 98 8). Más aún, aunque es debatible
si las élites proponen conscientemente definiciones so-
43
ciales encaminadas a mantener y legitimar sus propias
posiciones privilegiadas, hay una cosa que probablemen­
te no sea debatible: las élites rara vez apoyan definicio­
nes sociales que desafíen seriamente su estatus y sus gra­
tificaciones. Hay tres tipos de definiciones sociales que
son importantes para entender el mantenimiento y el
cambio del sistema de los sexos: ideología sexual, nor­
mas sexuales y estereotipos sexuales. Como principio ge­
neral, que será desarrollado en un capítulo posterior,
adelanto la idea de que los tres tipos apoyan la ventaja
masculina. Los tres se van a conceptualizar basándonos
en la variación de dos dimensiones generales: la medida
del consenso de la sociedad y el grado en que los sexos
son definidos como distintos.
Las ideologías son sistemas coherentes de creencias
que orientan a las personas hacia una manera concreta
de entender y valorar el mundo; proporcionan una base
para la evaluación de los acontecimientos, las conductas
y otros fenómenos sociales; y les sugieren respuestas de
comportamiento adecuadas (o no respuestas). Las ideo­
logías pueden ser seglares o religiosas en cuanto a su jus­
tificación básica o sus mecanismos de legitimación. Las
«ideologías sexuales» se definen como sistemas de creen­
cias que explican cómo y por qué se diferencian los hom­
bres y las mujeres; sobre esa base especifican derechos,
responsabilidades, restricciones y recompensas diferen­
tes (e inevitablemente desiguales) para cada sexo; y justi­
fican reacciones negativas ante los inconformistas. Las
ideologías sexuales se basan prácticamente siempre en
principios religiosos («Dios dijo... ») y/o concepciones
referentes a las diferencias entre los sexos biológicamen­
te inherentes, «naturales». Como consecuencia el clero,
y en los últimos siglos los científicos y médicos, han de­
sempeñado papeles importantes en el desarrollo y la di­
fusión de ideologías sexuales. Éstas varían en la medida
en que legitiman la desventaja femenina y en el grado en
que los miembros de la sociedad comparten un consenso
sobre ellas.
44
Las normas sociales son expectativas ampliamente
compartidas referentes a la conducta adecuada de las
personas que ocupan roles o estatus dados, o se encuen­
tran en escenarios o situaciones específicas. Pueden estar
codificadas en forma de leyes o no. Las «normas sexua­
les» hacen referencia a la conducta que se espera de las
personas sobre la base del estatus que se les asigna, dada
su biología sexual. Varían a lo largo del tiempo y el espa­
cio en dos aspectos: el nivel de consenso entre los miem­
bros de la sociedad y el número de conductas que se defi­
nen como específicas de un sexo u otro. En la medida en
que el consenso existe en cuanto a la conducta adecuada
para las personas en función del sexo biológico, la viola­
ción de las normas sexuales será percibida por los demás
(de ambos sexos) como conducta desviada y merecedora
de sanciones negativas. La probabilidad y la severidad
de las sanciones negativas, a su vez, reflejan la fuerza de
las normas sexuales. Mientras el contenido específico de
las normas sexuales varía en gran medida en el tiempo y
el espacio, creo que los temas subyacentes son relativa­
mente constantes en las sociedades que presentan estra­
tificación de los sexos. La conducta adecuada para los
hombres se define como aquella que ayuda a mantener
su compromiso con respecto a trabajos específicos de su
sexo y contribuye a su ejercicio del poder/autoridad so­
bre las mujeres. Para las mujeres, es también aquella que
ayuda a mantener su dedicación a las tareas que tradicio­
nalmente les corresponden, así como su compromiso
con la conducta deferente hacia los hombres. Además,
en las sociedades que presentan estratificación de los se­
xos, los hombres querrán asegurarse de la paternidad de
sus vástagos, sobre todo de los hijos. Tal seguridad exige
restricciones sobre la sexualidad femenina. Las normas
sexuales para las mujeres -aunque no necesariamente
para los hombres-, por lo tanto, van a incluir conductas
directa e indirectamente relacionadas con la castidad.
Anteriormente, la diferenciación sexual se definía
como diferencias reales, como término medio, entre los
45
hombres y las mujeres. Independientemente de la reali­
dad de tales diferencias, normalmente existen creencias
o percepciones relativas de que los sexos son fundamen­
talmente diferentes en cuanto a una serie de caracteres
variados. Estas creencias constituyen «estereotipos se­
xuales» cuando son compartidas por colectividades. Las
sociedades varían en el número de creencias estereotipa­
das que mantienen en lo referente a hombres y mujeres y
en el grado de consenso de que disfrutan entre los miem­
bros de la sociedad. U na vez más, los detalles varían sin
lugar a dudas a lo largo del tiempo y el espacio, pero creo
que en las sociedades con estratificación de los sexos, los
mismos temas que se observan para las normas sexuales
subyacen los estereotipos sexuales.
En algunas épocas y lugares, un número sustancial de
los miembros de un grupo desfavorecido ha venido a po­
ner en tela de juicio, y consiguientemente a rechazar, de­
finiciones sociales dominantes que les afectan a ellos y al
grupo socialmente dominante. Han desarrollado -nor­
malmente en el proceso de formación de un movimiento
social- un conjunto de contra-definiciones. Este con­
junto rechaza la ideología y los estereotipos como falsos
y alienta a las personas a violar las normas, que se redefi­
nen como vehículos para su opresión. En resumen, se
cuestiona y después se retira la legitimidad del sistema
social de definir. Normalmente se sustituye por un con­
junto de contra-definiciones que incluye normas, ideolo­
gía y posiblemente estereotipos diferentes. Cuando las
mujeres hacen esto, se le llama «conciencia sexual». Es el
paralelismo en el terreno sexual de la conciencia de clase
del proletariado de la que habló Marx. No menos que las
definiciones sociales sexuales, la conciencia sexual es un
fenómeno social. Tanto el rechazo como la reconstitu­
ción son llevados a cabo y compartidos por colectivida­
des de mujeres (junto con algunos aliados masculinos).
La variación se da en el número de gente que comparte
una conciencia sexual y en la radicalidad del rechazo y la
reconstitución. Las cuestiones teóricas que se derivan de
46
este estudio de las definiciones sociales son las siguien­
tes: ¿Cómo es que las definiciones sociales normalmente
funcionan para mantener sistemas de estratificación de
los sexos? ¿En qué circunstancias se rechazan y se susti­
tuyen por conciencia sexual?

Poder de microdefinición
El estudio anterior del poder se ha centrado en el po­
der de los recursos. El de fenómenos de definición en los
niveles medio y macro de ideologías, normas y estereoti­
pos ampliamente compartidos. Las dos estructuras se in­
terseccionan en el concepto de «poder de micro­
definición». Aunque arraigado en el poder de los recur­
sos, el poder de micro-definición es conceptualmente
distinto. Es el poder de definir la realidad o la situación
hacia la que se orientan las personas que interactúan;
qué es y qué no es digno de atención y sobre todo de estu­
dio; qué es y qué no es conducta «adecuada» en la situa­
ción de interacción concreta. En resumen, es la habili­
dad de dar forma a lo que se revela durante un episodio
de interacción interpersonal. Debido a su profundo
arraigo en el poder de los recursos, que a su vez se acu­
mula desproporcionadamente en los hombres, en las so­
ciedades que presentan estratificación de los sexos, el
poder de microdefinición también tiende a pertenecer
principalmente a los hombres en las interacciones hom­
bre-mujer. Si los hombres poseen mayor poder para
orientar las interacciones con mujeres, sobre todo con
sus esposas, en términos de sus propios intereses, valo­
res, creencias y percepciones, surgen las siguientes cues­
tiones teóricas: ¿Cuál es el impacto de este tipo de poder
en la división sexual del trabajo, sobre todo dentro de la
familia? ¿Ayuda el poder masculino de microdefinición
a reforzar sustancialmente las definiciones sociales se­
xuales y a reducir las posibilidades de desarrollo de la
conciencia sexual?
47
CONCLUSIÓN

En el proceso de definición de las estructuras teóricas


clave se ha planteado una serie de cuestiones teóricas.
Estas cuestiones, que se van a abordar en el proceso de
explicación de la teoría durante los próximos siete capí­
tulos, están enumeradas más abajo. Es importante recor­
dar que la teoría a desarrollar, supone un sistema de es­
tratificación de los sexos pero no aborda el cómo ese sis­
tema nace. Los mecanismos causales y de mantenimien­
to pueden ser muy distintos. Por lo tanto, el entender
unos no implica que se entiendan los otros. A su vez, un
sistema de estratificación de lo sexos, por definición, im­
plica un poder masculino superior, específicamente en el
macronivel (esto es, en el mismo nivel de análisis que la
estructura «sistema de estratificación de los sexos»).
l ) ¿Cómo ocurre esta sexualización? ¿Qué papel
desempeña aquí la desigualdad entre los sexos?
2) ¿Cómo vienen los distintos caracteres sexuales
a traducirse en caracteres desigualmente valorados?
3) ¿Cuáles son las ramificaciones importantes de
la sexualización con respecto al mantenimiento y al cam­
bio del sistema de los sexos?
4) ¿Cómo llegar la división sexual del trabajo al ni­
vel de estratificación de los sexos y vice-versa?
5) ¿Cómo vienen las tareas masculinas a valorarse
más y recompensarse mejor que las llevadas a cabo por
las mujeres?
6) ¿Qué es lo que provoca el cambio en la división
sexual del trabajo?
7) ¿Cuáles son las bases de recursos del poder su­
perior masculino, específicamente en el micronivel y
cómo adquieren los hombres un mayor acceso a ellos
que las mujeres? (La cuestión no surge en el macronivel
porque el poder superior masculino es un hecho, por
definición, en las sociedades con estratificación de los
sexos.)
8) ¿Cómo usan los hombres su poder como indivi-
48
duos, y como élites en el macronivel, para mantener el
sistema de los sexos?
9) ¿Bajo qué condiciones se ven reducidas las ven­
tajas relativas de poder de los hombres sobre las mujeres,
tanto en el micronivel como en el macronivel?
1 0) ¿Cómo se convierte el poder masculino en au­
toridad, tanto en el micronivel como en el macronivel?
1 1 ) ¿Bajo qué condiciones rechazan las mujeres la
legitimidad del poder masculino?
1 2) ¿Cómo contribuyen las definiciones sociales se­
xuales al mantenimiento de la desigualdad entre los
sexos?
1 3) ¿Qué es lo que provoca el desarrollo de la con­
ciencia sexual en rechazo de las definiciones sociales se­
xuales?
1 4) ¿Cuál es el efecto del poder masculino de mi­
crodefinición sobre la división sexual del trabajo dentro
de la familia?
1 5) ¿Cuál es la relación entre el poder masculino de
microdefinición y la aceptación individual de las muje­
res de las definiciones sociales sexuales frente a su con­
versión a la conciencia sexual?
Estas cuestiones que se acaban de enumerar no se
van a responder en el orden planteado. Las respuestas a
las mismas serán un producto derivado de la consecu­
ción del objetivo primordial: la explicación de cómo los
sistemas de la desigualdad entre los sexos se mantienen y
cambian. Las respuestas a las preguntas que se refieren a
la estabilidad se resumirán al final de la Parte I y las que
tratan del cambio, al final del Capítulo 8. La estabilidad
y el cambio en los sistemas de los sexos son fundamental­
mente aspectos de macronivel. No obstante, debería ha­
ber quedado claro, a partir del examen de las estructuras
clave y de las cuestiones teóricas que surgieron del mis­
mo, que ningún nivel de análisis puede faltar en la expo­
sición completa de una teoría diseñada para explicarlas.

49
Bosquejo del libro
Los restantes nueve capítulos están divididos en dos
partes separadas. En la Parte I se presenta una teoría de
los procesos principales que mantienen y reproducen los
sistemas de la desventaja femenina. Los elementos coer­
citivos del mantenimiento del sistema constituyen el as­
pecto central del Capítulo 2, en el que la división sexual
del trabajo y el poder masculino de macronivel surgen
como las estructuras explicativas clave. El Capítulo 3 se
centra en los componentes de voluntariedad del mante­
nimiento del sistema, con el énfasis puesto en las defini­
ciones sociales sexuales y los procesos de sexualización.
En el capítulo cuarto los argumentos teóricos desarrolla­
dos en los Capítulos 2 y 3 se entretejen en una teoría ge­
neral de cómo se mantienen los sistemas de estratifica­
ción de los sexos. En este modelo se pone mayor énfasis
sobre los fenómenos coercitivos que sobre los de volun­
tariedad. A lo largo de la Parte I, el nivel de estabilidad
en los sistemas de los sexos se exagera sistemáticamente
como recurso para ayudar a clarificar los procesos fun­
damentales que contribuyen al mantenimiento del sis­
tema.
La Parte I hace de trampolín a la Parte 11, mucho más
larga, en la que el cambio del sistema de los sexos consti­
tuye el centro de atención. El Capítulo 5 es el que hace de
puente entre los dos análisis. Empleo la teoría de la esta­
bilidad para identificar cuatro blancos potenciales del
cambio, que podrían servir como mecanismos que pren­
den la mecha para el cambio, en el sistema de los sexos a
mayor escala. La conclusión de este capítulo es que el
mejor candidato a variable independiente más impor­
tante, en una teoría del cambio, es la división sexual del
trabajo.. El Capítulo 6 explora el cambio inintencionado
en los sistemas de los sexos que se da como consecuencia
de fenómenos demográficos, económicos y, en menor
grado, políticos. El cambio en ambas direcciones, au­
mento así como disminución de la estratificación de los
50
sexos, se ve principalmente como el resultado del impac­
to de estos fenómenos de macronivel sobre la división
sexual no doméstica del trabajo. El capítulo concluye
con un modelo del proceso por medio del cual una dis­
minución en el acceso de las mujeres a trabajos que gene­
ran recursos, afecta a otros elementos del sistema de los
sexos (por ejemplo, relaciones de micropoder, definicio­
nes sociales sexuales, sexualización) conforme la desi­
gualdad entre los sexos aumenta. Los esfuerzos de cam­
bio intencionados, dirigidos a la reducción de la desven­
taja femenina, constituyen el tema del Capítulo 7. El
centro de atención de este capítulo son los movimientos
feministas, pero también se exploran los esfuerzos de las
élites políticas masculinas por producir un cambio tal en
algunas épocas y lugares. El cambio en la división sexual
del trabajo se define como un aspecto primordial para la
aparición, el crecimiento y el éxito en la consecución del
objetivo de los movimientos feministas. En el Capítulo
8, las ideas de los Capítulos 6 y 7 que atañen a la reduc­
ción de las desigualdades entre los sexos, se ven integra­
das en un modelo general. Los cambios macroestructu­
rales, principalmente en variables económicas, tecnoló­
gicas y demográficas, aparecen como disparadores de un
cambio en la división sexual del trabajo por el que las
mujeres ven incrementado su acceso a los roles de traba­
jo generador de recursos. A su vez, este cambio lleva a la
aparición y al crecimiento de los movimientos feminis­
tas. Tales movimientos, junto con los efectos inintencio­
nados de los cambios en los roles de trabajo femeninos,
ponen en marcha una serie de cambios en el sistema de
los sexos que reduce el nivel de desigualdad entre los
mismos: cambios en definiciones sociales sexuales, se­
xualización, relaciones de micropoder, etc. El modelo
integrado se da en forma de sistema e incluye un número
considerable de mecanismos de feedb&ck. Por lo tanto,
podría parecer que, una vez que un proceso de cambio
ha empezado, tendría que continuar indefinidamente
hasta que se alcanzara la igualdad entre los sexos. En el
51
Capítulo 9, se exploran las razones por las que esto no
ocurre. La atención se centra en por qué, tanto los movi­
mientos de mujeres como el apoyo público y de las élites
al cambio del sistema de los sexos, inexorablemente se
apagan. En el Epílogo, se aborda la cuestión de la desi­
gualdad entre los sexos en roles de élite, salvaguarda, dis­
tribución de recursos y oportunidades y creación de defi­
niciones sociales, junto con las perspectivas con las que
cuenta el activismo en movimientos feministas en el fu­
turo. Se presentan dos guiones muy distintos para las
próximas décadas en Estados U nidos.
PARTE I
ESTABILIDAD DEL SISTEMA
DE SEXOS
CAPÍTULO 2

Las bases coercitivas de la desigualdad


entre los sexos

La cuestión en que se basan este y los dos próximos


capítulos es la siguiente: Dado un sistema de estratifica­
ción de lo sexos, ¿cómo se mantiene y se reproduce a lo
largo del tiempo? Basándome en el análisis de las estruc­
turas teóricas clave del capítulo anterior, comienzo con
dos oposiciones: Por definición, un sistema de estratifi­
cación de los sexos implica recursos masculinos de poder
superiores en el macronivel; y existe una división sexual
del trabajo por la que, como mínimo, las mujeres son
más responsables que los hombres de la crianza de los hi­
jos y de otros trabajos relativos a la familia y al hogar. Es­
tos dos conceptos -injusticia de poder sexual y división
sexual del trabajo- constituyen el punto de partida para
un análisis de los aspectos coercitivos del mantenimien­
to del sistema de los sexos, tema de este capítulo.

55
LA DIVISIÓN SEXUAL DEL TRABAJO
Y PODER DE LOS RECURSOS

En esta sección voy a explorar cómo la división se­


xual del trabajo se recrea a sí misma, en primer lugar a
través de microprocesos dentro de la familia y en segun­
do lugar a través de procesos de niveles medio y macro
fuera del hogar.

Microprocesos
Cualquier división del trabajo exige algún grado de
cooperación e interdependencia entre las personas que
se especializan en la realización de sólo algunas de las ta­
reas necesarias para poder vivir. A su vez, la interdepen­
dencia implica intercambio, por el que los especialistas
intercambian bienes y servicios (o sus equivalentes en
dinero) mutuamente, de modo que todos logren satisfa­
cer sus necesidades y, en distintos grados, sus deseos.
Desde el comienzo de las formas agrarias y de pasto­
reo de producción económica (si no en muchas socieda­
des hortícolas, tecnológicamente más sencillas), se ha
dado una estratificación de los sexos generalizada, aun­
que en grados variables. En la mayoría de las sociedades
que presentan estratificación de los sexos, la división se­
xual del trabajo ha situado desproporcionadamente a los
hombres, en comparación con las mujeres, en roles de
trabajo que generan acceso directo a los recursos mate­
riales, incluyendo pero no limitándose al dinero. En la
mayor parte de las sociedades agrarias y prácticamente
en todas las que se basan en el pastoreo, los hombres lle­
van a cabo el peso general del trabajo necesario para la
producción ( como concepto diferente al tratamiento y la
preparación) de los alimentos. La posesión y, sobre todo,
el control de los medios y productos de la producción
con frecuencia se acumulan en una minoría relativamen­
te pequeña de personas, pero esa minoría es abrumado-
56
ramente masculina (ver Chafetz, 1 984; Martín y Voor­
hies, 1 97 5 ; O'Kelly, 1 980). Incluso cuando los producto­
res masculinos no controlan los medios y productos de la
producción, lo normal es que reciban cierta cantidad de
productos y/o dinero por su trabajo (con la excepción de
los esclavos, para los que esta teoría no es relevante). En
las sociedades industriales, al menos hasta hace muy
poco, los hombres han constituido el conjunto de mano
de obra pagada más importante y una minoría principal­
mente formada por hombres constituye aquellas élites
económicas (en las sociedades capitalistas) o políticas
(en las socialistas) que controlan los medios y productos
de la producción. En los casos en que las mujeres produ­
cen bienes que no se dedican al consumo doméstico, o
entran a formar parte del conjunto de mano de obra pa­
gada, en todos estos tipos de sociedades, las labores de
las que son responsables normalmente generan menos
recursos que aquellas de las que se responsabilizan los
hombres.
Debido a que los hombres constituyen el conjunto
principal de mano de obra extradoméstica, las tareas res­
tantes que hay que llevar a cabo -las necesarias para la
crianza de los hijos y el mantenimiento de la familia/
hogar- se convierten en especialidad de las mujeres. La
mayor prioridad (aunque no necesariamente la única) de
las mujeres ha sido trabajar dentro del ámbito domésti­
co. Sin embargo, este trabajo no produce ningún acceso
directo al dinero u otros bienes materiales. Las mujeres
pueden cuidar del jardín, crear productos de artesanía o
proporcionar servicios para personas que no forman
parte de la familia (por ejemplo, admitir huéspedes, la­
var ropa ajena, cuidar de los niños de otros; ver Strasser,
l 982). De esta forma pueden ganar dinero o producir
bienes materiales para la venta o el intercambio. No obs­
tante, cuando hacen estas cosas, se involucran en uno de
los dos tipos siguientes de trabajo. En la medida en que
producen bienes para el consumo familiar (comida, ro­
pas u otros trabajos de artesanía), no adquieren recursos
57
que se puedan intercambiar por otros fuera de la familia.
Se dedican a la producción de subsistencia, lo que otorga
pocas recompensas y escaso reconocimiento social en so­
ciedades cuyas economías están estructuradas en torno a
la producción y al intercambio de una plusvalía (ver
Chafetz, 1984; Blumberg, 1988). En la medida en que
venden al público los bienes y servicios que producen,
están añadiendo el trabajo equivalente de una mano de
obra a su carga de tareas domésticas. Sobre todo en las
sociedades modernas, enormemente industrializadas,
las mujeres hacen esto cada vez más comúnmente de
una manera más formal y obvia, asumiendo puestos en
el conjunto de la mano de obra pagada. Con todo, cuan­
do hacen esto no abrogan la responsabilidad de las labo­
res domésticas y familiares (para un repaso general de la
bibliografía relativa a la división familiar del trabajo, ver
Coleman, 1988). En las familias de hoy día, en que son
dos los que ganan dinero, las mujeres realizan la gran
mayoría de tales labores, mientran que sus maridos con­
tribuyen a la crianza de los hijos y sobre todo al trabajo
de la casa muy poco más que los maridos de mujeres que
no forman parte del conjunto de mano de obra pagada
(ver Berch, 1982 ; Schwartz, 1980; Huber y Spitze, 1983;
Coverman y Sheley, 1986; Berk y Berk, 1979).
En términos de la Teoría del Intercambio, los hom­
bres de este tipo de sociedades (esto es, al menos en so­
ciedades agrarias, de pastoreo e industriales) aportan a la
familia una mayoría sustancial, y en algunos casos prác­
ticamente todos, los recursos materiales necesarios para
la supervivencia de sus miembros. Dependiendo de la
naturaleza de su trabajo, y por ende del nivel de recom­
pensas materiales, los hombres también proporcionan la
mayor parte de los recursos necesarios para la adquisi­
ción de aquellas cosas deseadas -aunque no necesaria­
mente necesitadas- por los miembros de la familia. Por
lo tanto, pueden establecer una deuda difusa proporcio­
nando a sus esposas los regalos de los que habla Curtis
( 1986) (ver Capítulo 1). Para equilibrar el intercambio,
58
las mujeres proporcionan servicios a sus maridos en tér­
minos de cuidarse de las necesidades personales de estos,
las de otros miembros de la familia y del hogar físico y
los objetos que éste contiene. Pero este intercambio es
desigual. Como individuos, las mujeres dependen sus­
tancialmente de sus maridos para adquirir el acceso a los
bienes materiales, dependencia que no se ve fácilmente
sustituida por otras personas que no sean los maridos en
la mayoría de las sociedades que presentan estratifica­
ción de los sexos. Incluso en los casos en que los subsi­
dios gubernamentales pueden ser sustitutos de los mari­
dos en la provisión de los recursos (por ejemplo, asigna­
ciones familiares, beneficencia), en la mayoría de las
ocasiones son mucho más bajos que un sueldo masculi­
no medio y pueden no sobrepasar el límite de la pobreza.
Sin embargo, dado su acceso sustancialmente mayor a
los recursos materiales, muchos hombres podrían com­
prar u obtener por medio de trueque al menos los servi­
cios necesarios proporcionados por sus esposas. Aunque
la calidad de vida de los hombres podría declinar si sus
esposas retiraran sus servicios, siempre sería para ellos
menos costoso que los problemas a los que se enfrentan
las mujeres si pierden o se les retira el apoyo material de
sus maridos (ver Weitzman, 1 987). Más aún, en la ma­
yoría de las sociedades que presentan estratificación de
sexos es generalmente más fácil para un hombre divor­
ciado volverse a casar que para su ex mujer, y en muchas
sociedades los hombres, pero no las mujeres, han podido
casarse con más de una esposa.
Recuérdese la exposición de la Teoría del Intercam­
bio del Capítulo 1 . Cuando los maridos proporcionan
más recursos apreciados y escasos (esto es, más difícil­
mente reemplazable) a la familia que las mujeres, éstas
equilibran el intercambio ofreciendo deferencia u obe­
diencia ante las exigencias de sus cónyuges. La medida
en que las esposas muestran deferencia y obedecen es
así, al menos en parte, una función de la medida en que
los maridos aportan una cantidad desproporcionada de
59
los recursos materiales que entran en la familia (ver
Blumberg, 1 984, 1 98 8). En los casos en que las mujeres
no aportan tales recursos, la deferencia y la obediencia
alcanzan los grados más altos. Cuanto mayor es la pro­
porción de la contribución de recursos materiales lleva­
da a cabo por las mujeres con respecto a la realizada por
los hombres, menor es la deferencia/obediencia de las
mujeres a sus maridos. En resumen:
Proposición 2. 1 . Cuanto mayor es la división sexual
del trabajo por lo que respecta a roles que acumulan los
recursos materiales (esto es, la macrodivisión del traba­
jo), más son los recursos de micropoder al alcance de los
maridos en relación con sus mujeres.
Proposición 2. 2. Cuanto mayor es el acceso a los re­
cursos de micropoder de los maridos con respecto a sus
mujeres, más deferencia y obediencia muestran éstas
para con las exigencias de aquéllos.
England y Kilbourne (de las que se hablará en breve)
señalan razones adicionales por las que el intercambio
entre maridos y mujeres es desigual cuando los primeros
proporcionan la mayor parte o todos los recursos mate­
riales y las segundas son cuidadoras del hogar a tiempo
completo. En primer lugar, los beneficiarios de los servi­
cios de las mujeres son los niños y otros parientes, ade­
más de los maridos. Por lo tanto, los hombres pueden no
percibir o definir alguna porción del trabajo de las muje­
res como parte de un intercambio entre ellos y sus espo­
sas. Además, las inversiones que las mujeres realizan en
su trabajo doméstico son más específicas de la relación y
menos cuantificables que aquellas que sus maridos reali­
zan en el trabajo no doméstico. Las mujeres aprenden a
agradar a una persona específica cocinando sus platos fa­
voritos, cuidándose de sus pertenencias como él desea,
etc. A diferencia de la mayoría de las habilidades labora­
les no domésticas, éstas no son relevantes para un socio
en el intercambio distinto. Incluso habilidades más ge­
nerales (por ejemplo, cocinar, limpiar) sólo se pueden
transferir a otro matrimonio. Las habilidades desarrolla-
60
das a través del trabajo no doméstico normalmente son
transferibles a otros empresarios e incluso a otros tipos
de ocupaciones y los recursos ganados son fácilmente
transferibles a otro matrimonio. Debido a que las habili­
dades de las mujeres son escasamente cuantificables, es
para éstas mucho más importante el matenimiento de un
matrimonio que para sus e�posos, cuya acumulación de
recursos procedentes del trabajo es mucho más objetiva­
ble. Tal como Willard Waller señaló originalmente hace
más de medio siglo en su «principio de menor interés»,
el cónyuge cuyo compromiso para con la relación es me­
nor gana poder sobre el cónyuge más comprometido (ver
Waller con Hill, . 1 95 1 ).
El punto hasta el que los servicios proporcionados
por las esposas son apreciados por sus maridos sin duda
alguna varía en las diferentes culturas y en el tiempo his­
tórico. En el siglo x1x, conforme la industrialización
trasladó de la casa a la fábrica tareas tales como el proce­
samiento básico de los alimentos y la fabricación de ve­
las, jabón, tejidos y ropa, el valor percibido de las contri­
buciones domésticas de las mujeres probablemente de­
clinó. Esta percepción se ha exacerbado todavía más en
este siglo debido a la introducción de los aparatos «que
ahorran trabajo» y las comidas preparadas. Las cuidado­
ras de la casa a tiempo completo de hoy día trabajan tan­
tas horas como sus abuelas (Strasser, 1 98 2), pero la natu­
raleza de su trabajo es muy distinta. La compra, el hacer
de chófer de los niños y proporcionarles «enriqueci­
miento» (por ejemplo, visitas a museos, al zoo; provi­
sión de clases; clubes y deportes dirigidos por adultos ta­
les como los boy-scouts), atender las necesidades emo­
cionales y organizar las vidas sociales de los miembros
de la familia, atender la salud y la educación de los ni­
ños, conectar a la familia con agencias y servicios comu­
nitarios -todas estas se han convertido en tareas de im­
portancia primordial (y consumidoras del tiempo) de las
modernas cuidadoras del hogar en las sociedades ricas.
Con frecuencia, son importantes para el mantenimien-
6t
to de un estatus elevado o la consecución de una movi­
lidad ascendente para la familia. No obstante, los mari­
dos y posiblemente las propias esposas probablemente
las perciban con menos frecuencia como «trabajo real»
que los tipos de tareas físicamente onerosas que las mu­
jeres llevaban a cabo hace 1 00 años. A su vez, el inter­
cambio entre compañeros maritales aparece incluso más
desequilibrado y necesitado de recompensa por parte de
las esposas en las naciones modernas ricas que en otras
épocas y lugares. Tal recompensa viene dada en la forma
de la deferencia que las mujeres muestran para con sus
maridos.
¿Qué hacen los hombres con su mayor poder de mi­
cronivel de los recursos? Muchas cosas, entre ellas una
que es particularmente importante para el manteni­
miento de la división sexual del trabajo. Gran parte del
trabajo que implica la crianza de los hijos y el cuidado de
los miembros de la familia y del hogar es, en gran medi­
da, repetitivo, aburrido, sucio y generalmente poco de­
seable. Las comidas deben prepararse varias veces cada
día. La ropa, los platos y otros objetos físicos deben lim­
piarse, algunos diariamente, otros regularmente, si bien
con menor frecuencia. Hay que satisfacer prácticamente
todas las necesidades físicas de los enfermos, los bebés y
los niños pequeños muchas veces al día. Otras tareas son
más divertidas, tales como jugar con niños más mayores
o ir de compras. Dado su poder, los hombres se encuen­
tran en una posición que les permite decidir en cuáles, si
es que en alguna, de estas tareas van a participar. En el
siguiente capítulo se va a desarrollar el argumento de que
los hombres normalmente no necesitan usar su poder
para evitar hacer la mayor parte del trabajo familiar y
doméstico. Con todo, independientemente de los deseos
de sus esposas, los hombres cuentan habitualmente con
los medios para no realizar dentro del hogar y la familia
los trabajos que no les apetecen. El resultado de esto tie­
ne tres vertientes: los hombres realizan muy poco de ta­
les trabajos; lo que hacen es más ocasional que el trabajo
62
de las mujeres (por ejemplo, cuidar del coche, atender el
jardín, cortar el césped); y/o realizan tareas que son me­
nos aburridas, sucias y repetitivas y más intrínsecamente
interesantes (ver Coleman, 1 9 88; Berk y Berk, 1 979;
Hood, 1 9 8 3 ; Meissner, 1 97 7).
Los hombres también pueden usar su micropoder su­
perior para determinar si sus esposas deben o no comple­
mentar su trabajo dentro del hogar con trabajo fuera del
mismo. Una vez más, pueden no verse en la necesidad
de ejercer poder para mantener a las mujeres en casa o
con trabajo fuera sólo a media jornada, un tema en el
que se centrará el próximo capítulo. De lo que se trata es
de que poseen el poder para hacerlo, independientemen­
te de los deseos de sus mujeres. Si un hombre desea man­
tener una cantidad y calidad específicas de los servicios
proporcionados por su mujer, dado su poder superior,
puede insistir en que se mantenga al margen de la activi­
dad económica dirigida al intercambio o el sueldo o que
se haga cargo de un trabajo a tiempo parcial. Si las muje­
res dejan el trabajo fuera de casa, la ventaja relativa de
poder de los maridos sobre sus esposas se mantiene, por­
que las mujeres siguen dependiendo de los recursos pro­
porcionados por sus maridos. Si las mujeres deciden tra­
bajar fuera de casa, dado un sistema de estratificación de
los sexos, como argumentan las marxistas-feministas, las
recompensas materiales que reciben probablemente
sean menores que aquellas que acumulan sus maridos.
Esta discrepancia es especialmente cierta en los casos en
que las mujeres realizan un trabajo a tiempo parcial fue­
ra de casa. Cuando las mujeres trabajan fuera de casa, el
micropoder del marido se reduce, pero ni mucho menos
se elimina (ver Blumberg, 1 984, 1 98 8). Consiguiente­
mente, los hombres siguen siendo capaces de imponer a
sus esposas la responsabilidad abrumadora del trabajo
familiar y doméstico, negándose a participar o haciéndo­
lo sólo en grado mínimo y de acuerdo con sus preferen­
cias. Cuando las mujeres trabajan fuera de casa, asumen
Por lo tanto una jornada laboral doble, una jornada que
63
sus maridos no tienen obligatoriamente que afrontar.
El hecho de que las esposas que trabajan fuera de
casa mantengan la responsabilidad principal -si no
abrumadora- de la familia y el hogar, afecta de forma
adversa a sus oportunidades económicas (Sacks, 1 974;
Hartmann, 1 984; Schlegel, 1 977; Curtis, 1 986, pág.
1 80). Las mujeres pueden elegir trabajos peor pagados o
que ofrezcan menos oportunidades con· el fin de contar
con un horario más flexible y de permanecer cerca de
casa o de la escuela de sus hijos. Es poco probable que las
mujeres puedan competir de forma efectiva con los
hombres en el plano de los trabajos deseables y bien re­
munerados si también son responsables, y ellos no, de
otro conjunto importante de tareas. El tiempo, la energía
y la atención de las mujeres se ven divididos allí donde
los de los hombres no. Shelton y Firestone ( 1 989) encon­
traron, tras controlar una serie de variables relevantes
para el trabajo, que el tiempo necesario para las tareas
del hogar es el causante del 8,2% de la diferencia sexual
de sueldo en Estados U nidos. En comparación con los
hombres, las mujeres también tendrán menos tiempo
para dedicarlo a aumentar su formación o a esfuerzos
cooperativistas, tales como los sindicatos que podrían
incrementar las recompensas que extraen del trabajo ex­
tradoméstico. Así, hemos trazado el círculo completo:
Una división sexual injusta del trabajo fuera de casa se
mantiene porque los recursos de micropoder superiores
que proporciona a los maridos, permiten a los hombres
ya sea mantener a las mujeres alejadas del trabajo ajeno
a la familia o mantenerlas en una desventaja competiti­
va gracias a sus responsabilidades domésticas en su ma­
yor parte no compartidas.
Proposición 2. 3. Cuanto mayor es el grado de obe­
diencia de las mujeres a las exigencias de los maridos,
menos contribuyen estos al trabajo familiar y del hogar y
especialmente a las tareas repetitivas, onerosas y aburri­
das de ese trabajo.
Proposición 2. 4. Cuanto menos contribuyen los
64
División sexual del Recursos masculinos Obediencia de la
trabajo de macronivel de m icropoder superiores esposa a las exigencias
del marido

Responsabilidad de la esposa del


trabajo familiar y doméstico (di­
visión del trabajo de micronivel)

Esposas ausentes Jornada laboral doble


del trabajo O de las esposas
extradoméstico

F1GURA 2 . 1 . Modelo de estabilidad de la división sexual del trabajo, con la atención centrada
en los recursos de poder de miconivel.

maridos al trabajo que implican la familia y el hogar,


menos capaces son las mujeres de competir con los hom­
bres por el trabajo generador de recursos de fuera de casa
y, por lo tanto, mayor se hace la división sexual de ma­
cronivel del trabajo.
Hasta este punto el argumento, tal como queda l'e­
presentado por las cuatro proposiciones, se puede descri­
bir gráficamente como un proceso modelo de estabilidad
en la división sexual del trabajo, tal como se ve en la Fi­
gura 2. 1 .

Macroprocesos y procesos intermedios


En la sección anterior, he defendido que, partiendo
de una división del trabajo de macronivel que sitúa los
recursos materiales· de forma desproporcionada en ma­
nos de los hombres, los procesos de micronivel entre ma­
ridos y mujeres refuerzan esa división del trabajo. Más
P ronto o más tarde, la mayoría de las mujeres se convier­
ten en esposas; sobre todo en las sociedades con estratifi­
�ación de los sexos, donde las oportunidades de las mu­
Jeres de ser económicamente auto-suficientes están sus-
65
tancialmente limitadas. Dadas sus gravosas responsabi­
lidades domésticas como esposas (o como madres divor­
ciadas), la mayor parte de las mujeres se verán sobre
todo incapaces de competir con éxito por los roles de éli­
te en las instituciones sociales dominantes y en las orga­
nizaciones principales. Los recursos de macropoder que
se acumulan en los dirigentes políticos, los jueces, los
empresarios y funcionarios de alto nivel de las organiza­
ciones económicas y profesionales, los dirigentes de los
sindicatos, los administradores educativos, el clero y de­
más, por tanto, se acumulan principal, si no exclusiva­
mente, en personas del sexo masculino. Es decir, algunos
hombres se convierten en los personajes que deciden
quién va a tener acceso a diversas oportunidades educa­
tivas y de formación, quién va a ocupar diversos roles so­
ciales fuera de la familia y el hogar y quién va a alcanzar
puestos todavía mejor recompensados.
Al menos por tres clases distintas de razones, las éli­
tes masculinas tenderán a favorecer a otros hombres por
encima de las mujeres a la hora de distribuir oportunida­
des y recompensas. Primero, sobre todo en situaciones
de incertidumbre o riesgo, las élites piensan que tienen la
necesidad de poder confiar personalmente en sus subor­
dinados inmediatos y sus iguales. La mayoría de las or­
ganizaciones existen en un ambiente de incertidumbre
crónica. La confianza se extiende con mayor rapidez a
aquellos que son más parecidos a uno mismo -aquellos
cuyas actitudes, prioridades, valores y conductas se su­
ponen en principio similares a las propias (Kanter,
1 9 7 7). Puesto que las élites son abrumadoramente mas­
culinas, un rasgo fundamental -pero no el único- so­
bre la base del cual sentirán la similitud, y de ahí la con­
fianza, es la masculinidad.
Segundo, dadas ciertas defi.niciones sociales sexuales,
especialmente los estereotipos sexuales, las élites proba­
blemente van a pensar que las mujeres carecen de los ras­
gos personales necesarios para ocupar puestos de respon­
sabilidad, puestos que también atraen sobre ellas recom-
66
pensas sustanciales. Más aún, las definiciones sociales
sexuales alientan a las élites a presuponer que las muje­
res no quieren puestos de responsabilidad y que sitúan
prioritariamente a la familia por encima del trabajo ex­
tradoméstico. Así, lo más fácil es que cuestionen el grado
de compromiso de las mujeres para con un trabajo fuera
de casa (Coser y Rokoff, 1 982).
La tercera razón está relacionada con la psicología de
los hombres, tal como la describe Chodorow ( 1 978; ver
Capítulo 1 ). Ésta argumenta que, para los hombres, las
consecuencias principales del hecho de que el objeto más
importante de su amor sea la mujer son la misoginia y la
necesidad de dominar a las mujeres. En el caso de que es­
tas propensiones psicológicas estén ciertamente extendi­
das entre los hombres, en las sociedades que presentan
estratificación de los sexos, las élites masculinas tende­
rían presumiblemente a restringir a las mujeres a los
puestos de bajo nivel que claramente están bajo su domi­
nio. Recientemente, Coltrane ( 1 988) puso a prueba sis­
temáticamente la tesis de Chodorow en un muestreo de
90 sociedades no industriales. El análisis multivariado
demostró que cuanto más contacto tienen los padres con
sus hijos pequeños (es decir, cuanto menor es la división
sexual del trabajo de criar a los hijos), más mujeres se en­
cuentran en roles públicos que implican la toma de deci­
siones (ver también Sanday, 1 98 1 ). Coltrane interpretó
estos descubrimientos como un apoyo importante a la
tesis de Chodorow. Los hombres de la élite pueden justi­
ficar la exclusión de las mujeres de roles bien recompen­
sados con referencia a las definiciones sociales, pero una
causa más básica puede ser una necesidad largamente
asentada y en gran medida inconsciente de dominar y
devaluar a las mujeres. Por cualquiera de estas razones,
o por todas ellas, se puede esperar de las élites masculi­
nas que distribuyan las oportunidades y las recompensas
desigualmente, basándose en el sexo.
Propos ición 2. 5. Cuanto mayor es la división sexual
d e macronivel y de micronivel del trabajo, mayor es la
67
frecuencia con la que los hombres ocupan los roles de éli­
te, en los que se acumulan los recursos de macropoder.
Proposición 2. 6. Cuanto mayor es la proporción
masculina en la composición de las élites de una socie­
dad, más favorecerá la distribución de oportunidades y
recompensas en los ámbitos no domésticos a los hom­
bres sobre las mujeres.
El acercamiento a las estructuras intermedias, rese­
ñado brevemente en el Capítulo 1, defiende que las ca­
racterísticas de los roles sociales crean las características
de los que se hacen cargo del rol en cuestión. Las conduc­
tas y actitudes laborales de hombres y mujeres vendrán a
diferenciarse en la medida en que unos y otras ocupan
roles distintos que son desiguales en términos de poder,
oportunidad y recompensas (Kanter, 1 977; ver también
Epstein, 1 988; Miller et al. , 1983; Nielsen, 1978). La
productividad y el compromiso con el trabajo se ven
realzados entre los empleados que ocupan puestos desde
los que la movilidad ascendente es posible y a los que se
les da el poder necesario para lograrla. Los trabajadores
que ocupan puestos que no son sino una vía muerta, po­
nen el énfasis en los aspectos de sus vidas que no se rela­
cionan con el trabajo por encima de su trabajo pagado, y
valoran la sociabilidad que proporciona el empleo más
que el trabajo mismo. Lo más corriente es que los traba­
jadores que están mal pagados, fuertemente controlados
y que no tienen oportunidad alguna de avanzar, cambien
de trabajo con frecuencia (Barron y Norris, 1976, pág.
50). Lo que es más, en el caso de las mujeres, cuando se
hace económicamente viable, éstas pueden dejar por
completo un trabajo extradoméstico que ofrece tan po­
cas gratificaciones (Glass, 1988). La falta de compromi­
so, los cambios frecuentes de trabajo y el que con fre­
cuencia dejen de formar parte de la mano de obra, a su
vez crea una impresión negativa en los empresarios rea­
les o potenciales, que probablemente no ofrecerán a tales
trabajadores un empleo o una promoción que implique
cualquier responsabilidad ni demasiado en términos de
68
recompensas materiales. Las mujeres, estancadas en em­
pleos mal pagados y fuertemente controlados, tienden
pues a responder de formas que mantienen o exacerban
su posición desventajosa. En pocas palabras, la falta de
oportunidades y las pobres recompensas engendran ma­
yor falta de oportunidades y sueldos bajos para las muje­
res que ostentan roles de trabajo fuera de casa.
En el extremo opuesto, los hombres, que disfrutan de
mayores oportunidades, más poder y mejores recompen­
sas, tienden a desarrollar actitudes y conductas que me­
joran sus oportunidades futuras de acceder a puestos
gratificantes. Una vez más, hemos dado la vuelta com­
pleta: Una división sexual injusta del trabajo produce
una élite compuesta en su abrumadora mayoría por
hombres, que distribuyen los roles extradomésticos de
tal manera que la división sexual injusta del trabajo se
reproduce indefinidamente.
Proposición 2. 7. Cuanto mayor es la desventaja de
las mujeres, en comparación con los hombres, en cuanto
a la adquisición de roles de trabajo extradoméstico y ge­
nerador de recursos, tanto más se traducirán las actitu­
des y conductas laborales desarrolladas en el trabajo en
su desventaja continuada en la competencia con los
hombres.
Proposición 2. 8. Y a la inversa, cuanto más favore­
cidos se ven los hombres, en comparación con las muje­
res, en lo relativo a la adquisición de roles de trabajo
extradoméstico y generador de recursos, tanto más se
traducirán las actitudes y conductas desarrolladas en el
trabajo en su ventaja continuada en la competencia con
las mujeres.
El argumento presentado en esta sección, tal como
queda expresado en las proposiciones 2. 5. a 2.8. se pue­
de describir como un proceso modelo de estabilidad en
la división sexual del trabajo, tal como se aprecia en la
Figura 2.2.

69
i'
D i v isión sex ual
del t rabajo Participación Distribución desigual de
en n i veles macro � m ascul i n a en � oponunidades y recompensas en
y micro puestos de élite roles de trabajo no doméstico

¡
Atributos de trabajador
negativo para las m ujeres;
a t ributos positivos para
los hombres

FIGURA 2 . 2 . Modelo de estab il idad en la d i v isión sexual del t rabajo. con el centro de atención
en los recursos de macropoder y poder medio.

PODER DE LOS RECURSOS Y PODER DE DEFINICIÓN

En esta sección se explora la relación entre la superio­


ridad masculina en el poder de los recursos y el poder de
definición, en ambos casos en los niveles macro y micro.
Como en la sección anterior, los procesos son circulares
y la consecuencia de la injusticia de poder es su propio
mantenimiento.

Microprocesos
En la sección anterior, defendía yo que uno de los as­
pectos para los que sirve el poder de recursos superior en
el micronivel es el mantenimiento de una división del
trabajo de la casa que pone la mayoría de las tareas, y so­
bre todo las más onerosas, en manos de las mujeres. Los
hombres también son capaces de convertir el poder de
los recursos en poder de microdefinición (Ferguson,
1980; McConnell-Ginet, 1978; Fishman, 1982; West y
Zimmerman, 1977; Sattel, 1976). Un corpus en aumen­
to de bibliografía empírica procedente de Estados Uni­
dos apoya esta afirmación. West y Zimmerman ( 1977)
70
encontraron que los hombres interrumpen a las mujeres
con mayor frecuencia que al contrario, usando las inte­
rrupciones para controlar el contenido y la dirección de
una conversación. Otra investigación ha demostrado
que las mujeres tienen que trabajar activamente para ga­
narse la atención de los compañeros de interacción mas­
culinos, haciendo preguntas y utilizando expresiones
como «Mira, esto es interesante... » como introducción a
sus comentarios (por ejemplo, Fishman, 1 982; Lakoff,
1 97 5). Es típico que los hombres simplemente hagan
afirmaciones. Los hombres apoyan a su compañero en la
conversación con pequeñas formas verbales y no verba­
les de ánimo, tales como «ya», «ajá», «y entonces, ¿qué
pasó?» y asentir con la cabeza y sonreír con menos fre­
cuencia que las mujeres (por ejemplo, Fishman, 1 982;
Mayo y Henley, 1 9 8 1 ; Henley, 1 97 7). De todas estas for­
mas, los hombres normalmente dan forma a la defini­
ción de la situación y a la realidad en la que se orientan
los compañeros en la interacción, y a la longitud y al con­
tenido de la interacción, todo ello presumiblemente en la
dirección que más les interesa.
Dado un poder de microdefinición, ¿cómo tienden
los hombres a emplearlo? Un aspecto muy importante es
el refuerzo de su poder y sus gratificaciones. Los hom­
bres usarán, con toda probabilidad, su poder de defini­
ción para reforzar y legitimar las definiciones sociales se­
xuales, en la medida en que se benefician del estatus quo
que les proporciona el sistema de los se�os. A su vez,
como ya he sugerido en el Capítulo I y estudiaré con ma­
yor detalle en el capítulo siguiente, las definiciones so­
ciales sexuales apoyan la división sexual del trabajo y la
deferencia femenina ante los hombres. Cuanto más ais­
ladas estén unas mujeres de otras, mayor probabilidad se
da de que las definiciones de sus compañeros de interac­
ción masculinos sean las únicas a su alcance y, por tanto,
más probable es que esas definiciones sean aceptadas
como válidas y ciertas. Las mujeres que se dedican al ho­
gar a tiempo completo, sobre todo en las sociedades in-
71
dustriales, donde las familias nucleares están relativa­
mente aisladas, tienden a verse sustancialmente priva­
das de contacto con otros adultos que no sean sus mari­
dos y algunas otras mujeres que se encuentran en la mis­
ma posición, de plena dedicación al hogar. Tienen ma­
yor inclinación a aceptar las definiciones de la realidad
de sus maridos (ver Bell y Newby, 1 976). Las mujeres
que trabajan en puestos ocupados por una mano de obra
tradicionalmente femenina en interacción directa pri­
mordialmente con hombres que ocupan puestos de más
categoría, también pueden ser especialmente vulnera­
bles ante este proceso (ver el estudio de Kanter sobre las
secretarias privadas, 1 97 7).
Proposición 2. 9. Cuanto mayor es la ventaja de po­
der de los recursos de micronivel de los hombres, mayor
es su poder de microdefinición en las interacciones con
las mujeres (sobre todo sus esposas).
Proposición 2. 1 O. Cuanto mayor es el poder de mi­
crodefinición de los hombres y cuanto más aisladas es­
tán de otros adultos sus compañeras de interacción fe­
meninas, más probable es que esas mujeres acepten las
definiciones masculinas de la realidad.
En la medida en que las mujeres aceptan las defini­
ciones de realidad y conducta apropiada impuestas por
sus compañeros de interacción masculinos, sobre todo
sus maridos, estas mujeres tienden a escoger trabajar en
tareas tradicionales sexuales, incluyendo, sobre todo,
aquellas que lleva consigo el hogar y la familia. Llegado
este punto, empieza a aparecer en el horizonte la dimen­
sión de voluntariedad del mantenimiento de los sistemas
de los sexos, una dimensión que se va a desarrollar más
plenamente en el Capítulo 3. Para completar este análi­
sis de la relación d� micronivel entre las dos formas de
poder, basta decir que tales elecciones por parte de las
mujeres, apoyan a su vez la ventaja masculina en cuanto
al acceso al poder de los recursos. De nuevo hemos cerra­
do el círculo.
Proposición 2. 1 1. Cuanto más aceptan las mujeres
72
Poder de los recursos
masculino superior Poder de Aceptación femenina de las definiciones
de realidad del compañero
m icrodefinición de interacción mascul i no
masculino
superior

Conformidad femenina con la


div isión sexual del trabajo.
sobre lodo doméslico/familiar

FIG U R A 2 . 3 . Un modelo del proceso de la relación entre el poder de los recu rsos y el po­
der de definición de m ic ron ivel.

las definiciones de realidad de los compañeros de inte­


racción masculinos, más probable es que escojan realizar
tareas tradicionales sexuales, sobre todo, aunque no ex­
clusivamente, dentro del hogar y para el mismo, apoyan­
do así la división sexual del trabajo.
Proposición 2. 12. Cuanto mayor es la división se­
xual del trabajo, mayor es el poder de los recursos de los
hombres, tanto en el nivel macro como en el micro.
En la Figura 2. 3. aparece un proceso modelo que re­
sume la forma en que se relacionan las proposiciones
2. 9. a 2. 1 2. y la manera en que funcionan para mantener
el status quo.

Macroprocesos y procesos intermedios


La división sexual del trabajo proporciona a la mayo­
r ía de los hombres un poder de los recursos superior al de
sus esposas. Sin embargo, en los niveles medio y macro,
sólo una proporción relativamente pequeña de hombres
controla un poder de los recursos sustancial, a saber,
aquellos que ocupan los puestos de élite. Por definición,
las élites tienen un poder de los recursos superior al de
todos los demás miembros de su sociedad, independien­
temente del sexo. Tal como se ha mencionado en el Ca­
p ítulo 1 , en las sociedades que presentan estratificación
73
de los sexos, aquellos que ocupan puestos de élite son
mayoritariamente hombres. También he sugerido que,
igual que los hombres usan el poder de los recursos en el
micronivel para imponer sus definiciones de realidad a
las compañeras de interacción femeninas, en los niveles
medio y macro, los hombres de las élites usan su poder
de los recursos para imponer sus definiciones a miem­
bros de organizaciones, comunidades y sociedades (ver
también Epstein, 1988).
Las definiciones sociales sexuales reflejan las expe­
riencias y percepciones de aquellos que las formulan,
apoyan e imponen sobre los miembros de la sociedad, es
decir, de los hombres de las élites (Sacks, 1974; Eisens­
tein, 1979; Vogel, 1983; Hartmann, 1984; Bennholdt­
Thomsen, 1984; Ferguson, 1980; Schur, 1984). Contem­
plemos la evaluación de las sociedades occidentales de la
cocina normal frente a la cocina de restaurante; la crea­
ción con arcilla o tejido frente a la creación con pintura o
piedra. El primer argumento de las dos parejas ha sido
realizado tradicionalmente por las mujeres. En el caso de
la cocina de rutina, recibe poco prestigio. La cerámica y
la costura se denominan «artesanía». El segundo argu­
mento de ambas parejas ha sido tradicionalmente reali­
zado por hombres. Chefs, pintores y escultores (es decir,
«artistas») disfrutan de un mayor reconocimiento social
y mejores recompensas por sus labores que las cocineras
y las artesanas, suponiendo una calidad constante. Estos
son ejemplos sin importancia de un fenómeno muy ex­
tendido: la tendencia de las definiciones sociales de lo
bueno, lo bello, lo verdadero y lo valioso a ser definicio­
nes sesgadas que favorecen a aquellas tareas y rasgos aso­
ciados con la masculinidad, en una sociedad con estrati­
ficación de lo sexos determinada. Si lo femenino se aso­
cia con la crianza y lo emocionalmente expresivo, la me­
diación y el racionalismo cognitivo se asocian con la
masculinidad y serán más apreciadas socialmente. En re­
sumen, la masculinidad se aprecia más que la feminidad,
independiéntemente de los atributos específicos que se
74
atribuyan a cada uno en cada época y lugar concretos
(ver Schur, 1 984).
Las definiciones sociales sexuales también definen la
división sexual del trabajo como algo correcto y adecua­
do. Como ya debería haber quedado claro, llegado este
punto, esa división del trabajo beneficia a los hombres
en general- y sobre todo a los hombres de las élites, si
las marxistas-feministas están en lo cierto. De esta for­
ma, las definiciones sociales sexuales sirven para legiti­
mar un sistema de oportunidades y recompensas desi­
guales para hombres y mujeres. Éstas reciben menos por­
que, en comparación con los hombres, tienen atributos
que las hacen menos dignas, según las definiciones socia­
les sexuales.
Proposición 2. 1 3. Cuanto mayor es la proporción
masculina dentro de la composición de las élites socia­
les, más valoran apreciativamente las definiciones so­
ciales los atributos asociados con la masculinidad.
Proposición 2. 1 4. Cuanto más valoran apreciativa­
mente las definiciones sociales aquellos atributos asocia­
dos con la masculinidad, mayor es la legitimidad de un
sistema de oportunidades y recompensas desiguales ba­
sado en el sexo.
Proposición 2. 15. Cuanto más valoran apreciativa­
mente las definiciones sociales aquellos atributos asocia­
dos con la masculinidad, más devaluado se considera el
trabajo realizado por las mujeres, simplemente por estar
hecho principalmente por mujeres.
Esta última proposición constituye parte de la res­
puesta a una cuestión planteada con frecuencia: ¿Está el
trabajo realizado por las mujeres devaluado por esa ra­
zón, o sólo se permite a éstas, debido a las injusticias de
poder, acceder a roles laborales devaluados? Las dos par­
tes de la disyuntiva parecen correctas. La bibliografía de
investigación en lo concerniente al «valor comparable» o
la justicia de remuneración sugiere que, cuando todo lo
de más es igual, la simple feminidad de una ocupación
reduce las recompensas de las que esta ocupación es
75
acreedora (para una reseña de esta bibliografía, ver Ac­
ker, 1 98 7). Dada una serie de definiciones sociales se­
xuales que devalúan la feminidad, cuando una forma de
trabajo es realizada en gran medida por mujeres, se verá
devaluada por eso mismo (Reskin, 1 98 8). Sin embargo,
los argumentos expuestos anteriormente también sugie­
ren que los hombres pueden, y de hecho suelen, actuar
-a todos los niveles- para mantener a las mujeres ale­
jadas de la posibilidad de asumir roles de trabajo que ge­
neren recursos de poder importantes y que se tiendan a
valorar apreciativamente. A pesar de sus diferencias, en
ambos casos, el hecho de que las mujeres realicen traba­
jos devaluados e infrarrecompensados, es consecuencia
del poder masculino superior. Se trata del poder de deva­
luar lo que hacen las mujeres y/o de asegurar que éstas no
ganen posiciones en el acceso a trabajos que se valoren
apreciativamente.
Por último, dadas tanto la devaluación del trabajo de
las mujeres como la legitimación de las oportunidades y
recompensas desiguales en función del sexo, el sistema
real de distribución desigual queda reforzado. Tal como
se ha señalado con anterioridad, una desigualdad seme­
jante crea procesos que a su vez refuerzan la división se­
xual del trabajo y la superioridad masculina en cuanto al
poder de los recursos.
Proposición 2. 1 6. Cuanto mayor es la devaluación
del trabajo de las mujeres y la legitimación de oportuni­
dades y recompensas desiguales en función del sexo, ma­
yor es la desigualdad real en la distribución de oportuni­
dades y recompensas, y de ahí que mayor sea la división
sexual del trabajo en el macronivel y la superioridad
masculina en cuanto al poder de los recursos.
Un proceso modelo resumen de esta sección y de las
proposiciones 2. 1 2. a 2. 1 6. es el que aparece en la Figu­
ra 2.4.

76
Distribución desigual
de oportunidades
Participación y recompensas en
m ascu lina en Definiciones roles no domést icos
roles de élite sociales
que valoran
la masculinidad

Legitimación de la
desigualdad de oportun idades y
recompensas en función del sexo

FIGURA 2.4. Modelo del proceso de la relación entre el poder masculino de los macrorrecur­
sos, tal como lo expresa la participación en las élites y el poder social de defin ición.

CONCLUSIÓN

Las figuras 2. 1 . a 2.4. están integradas en la Figura


2. 5., que resume el argumento relativo a las bases coerci­
tivas del mantenimiento del sistema de los sexos, en las
sociedades que presentan estratificación de los sexos. El
cuadro describe claramente mi lógica teórica principal:
dada una división sexual del trabajo y un poder masculi­
no de los recursos de macronivel superior, tal como re­
fleja la participación masculina en los puestos de élite, la
consecuencia es un conjunto de procesos que funcionan
para mantener esos aspectos, en desventaja para las mu­
jeres. Estos procesos son tanto «reales» como de defini­
ción y atañen a todos los niveles de análisis.
A diferencia de los gráficos, que representan procesos
modelo, las proposiciones se han expuesto cuantitativa­
mente, lo que implica variación en el nivel de cada es­
tructura teórica. Cuanto menores sean los valores de las
variables, menores serán los efectos de mantenimiento
del sistema. Por lo demás, en general he exagerado más
bien el poder de cada estructura en sus efectos, una exa­
geración plasmada en los procesos modelo. En realidad,
los hombres rara vez tienen un poder unilateral o com-
77
-..J
00
Poder Respo n sab i lidad de la esposa
masculi n o Obed i e n cia Ausencia de las es­
de los del t rabajo famil iar/domést ico 1 • 1 posas de la esfera
de la esposa
micro-recursos (d i vis i ó n sexual del trabajo del trabajo extrado­
a los deseos
del marido de m i cro n i vel) mést ico O jorn ada
laboral doble

H
Divisió n sexual
del trabajo Aceptac1ó n teme n ma
de macro n ivel Poder de
"microd � fi n i ció n de las de fi n i c i o n es
de real i dad _ del compa_ ñero
masculi n o
'e i n teracción mascuh n o

L..-----------------------------------------1 Atr butos de trabajador i


negat i vos para las mujeres,
Partic1pac1ó n Distribució n des i gual 1 ► I pos i tivos para los hombres
mascul i n a de oport u n i dades
e n los puestos y recom pensas e n roles
de élite laborales n o domést i cos

Leg i t i mació n

Defi n iciones sociales


que valoran rasgos
k: ",, '<(
de la d i stribución
►� des i gual de oportu n idades
y recompe n sas
asociados con la
masculi n idad
por e n cima
Devaluació n del trabajo
de la feme n idad
de las mujeres

FIGURA 2. 5 . Modelo resumen del proceso de los aspectos coercitivos del ma n ten i mie n to del sistema de los sexos.
pleto de micronivel -de los recursos o de definición­
sobre las mujeres, ni siquiera sobre mujeres que sean sus
esposas y que no ganen dinero en absoluto. Las élites no
tienen el poder unilateral para desarrollar y difundir de­
finiciones sociales, normalmente ni siquiera tienen el
poder de distribuir las oportunidades y las recompensas
de acuerdo sólo a sus propias preferencias. La exagera­
ción es necesaria para clarificar la lógica téorica princi­
pal del mantenimiento de los sistemas de los sexos. En
realidad, los sistemas de los sexos probablemente no
sean nunca totalmente estables, porque las estructuras
no adoptan, ciertamente, los valores extremos implica­
dos en gran parte de mi análisis. Esta advertencia sirve
también para los dos capítulos siguientes.

79
CAPÍTULO 3
Las bases voluntarias de la desigualdad
del sistema de sexos

Los aspectos coercitivos del mantenimiento del siste­


ma de los sexos no sólo rara vez son obvios para la mayo­
ría de los miembros de la sociedad de cualquiera de los
dos sexos, sino que en sistemas relativamente estables
son con mayor frecuencia potenciales que reales, sobre
todo en el micronivel. Es principalmente durante las
épocas de cambio cuando se perciben con relativa clari­
dad. Una vez percibidas, las fuerzas coercitivas frecuen­
temente se ven más plenamente activadas en respuesta a
la resistencia al status quo. En los sistemas estables, la ra­
zón de que los elementos coercitivos tiendan a no ser
percibidos en su justa medida y no se suelan usar es que
las personas de ambos sexos tienden a hacer elecciones
que se adecúan a los dictados del estatus quo del sistema
de los sexos. Dicho con otras palabras, hacen elecciones
que resultan coherentes con respecto a las definiciones
sociales sexuales. En este capítulo, voy a explorar los
procesos que producen tales elecciones, sobre todo para
las mujeres, para las cuales dichas elecciones funcionan
para mantener un estatus desventajoso. No resulta ape­
nas problemático el que la mayoría de los hombres ha-
8t
gan elecciones que refuerzan su estatus ventajoso, sobre
todo cuando éstas son también normativas. Sin embar­
go, antes de llegar a eso, es necesario un análisis más pro­
fundo del contenido y la interrelación de los tres tipos de
definiciones sociales sexuales que el que se ha ofrecido
en los dos últimos capítulos.

DEFINICIONES SOCIALES SEXUALES


Y EL MANTENIMIENTO DE LA DESIGUALDAD
ENTRE LOS SEXOS

En el Capítulo 1 se presentaron tres tipos de defini­


ciones sociales sexuales: ideología, normas y estereotipos
sexuales. Cada uno de estos tipos puede variar en cuanto
a dos dimensiones: el nivel del consenso social y la medi­
da en que se presumen las diferencias sexuales. Las ideo­
logías sexuales sirven . para justificar o legitimar dere­
chos, responsabilidades, restricciones y recompensas
diferentes -y desiguales- para hombres y mujeres «ex­
plicando» cómo y por qué son diferentes. El número de
tales distinciones legitimadas varía, pero en las socieda­
des que presentan estratificación de los sexos habrá, por
lo menos, unas cuantas. También se dará un consenso
social importante, aunque rara vez total, con referencia a
las mismas (ver Chafetz, 1 984, capítulo 2 ; Sanday,
1 98 1 ). Las normas sexuales especifican conductas parti­
culares para hombres y mujeres. Tanto el número de ta­
les conductas, como el grado de consenso social sobre
ellas, varían. No obstante, en sociedades con estratifica­
ción de los sexos se dan al menos algunas conductas de­
signadas como tales por una proporción importante de
los miembros de la sociedad. Del mismo modo, los este­
reotipos sexuales o creencias relativas a la diferenciación
sexual, variarán en el número de rasgos y el nivel de
acuerdo entre los miembros de la sociedad. Con todo,
ninguno de los niveles relativos a esas dos dimensiones
se aproximará a cero.
82
La ideología sexual constituye la base de los otros dos
tipos de definiciones sociales. Las ideologías sexuales
son más estables y resistentes al cambio, porque lo nor­
mal es que estén integradas en sistemas de creencias más
amplios, sobre todo en las religiones y en visiones socio­
políticas y culturales del mundo que abarcan todos los
aspectos. Una ideología sexual dada será normalmente
lo bastante flexible como para sobreviv.ir a cambios de
leves a moderados en cuanto al contenido específico de
las normas y estereotipos sexuales. Por ejemplo, supon­
gamos que hay una deidad que haya decretado que la
obligación principal de los hombres es para con el mun­
do exterior al hogar y la familia y la de las mujeres para
con los miembros de la familia. Supongamos aún más,
que se diera un cambio en la economía por el que un
gran número de mujeres que hasta ese momento se ha­
bían dedicado al hogar y al cuidado de la familia a tiem­
po completo, se vieran obligadas a hacerse cargo de em­
pleos pagados fuera de casa para evitar la pobreza de las
familias. Esta nueva situación exige un cambio en las
normas sexuales que se refieren a la naturaleza exacta de
las obligaciones laborales de las mujeres y probablemen­
te en los estereotipos sexuales sobre las habilidades de las
mujeres para llevar a cabo diversas tareas. Pero la ideo­
logía no necesita cambiar. Las mujeres siguen siendo
consideradas los miembros de la familia que se ocupan
de la misma, pero en un contexto distinto. Su orienta­
ción se sigue definiendo como familiar independiente­
mente de cuál sea el lugar real donde trabajan, de modo
que la ideología puede permanecer intacta.
Dada la estratificación de los sexos, las ideologías se­
xuales suelen legitimar la autoridad masculina -micro
y macro- sobre las mujeres. Sobre todo, las principales
religiones del mundo, surgidas todas ellas en sociedades
que presentan una profunda estratificación de los sexos,
conceden explícitamente a los hombres el dominio sobre
sus esposas y los demás miembros de la familia (ver Cha­
fetz, 1 984, capítulo 2). Las ideologías sexuales con fre-
83
cuencia enumeran derechos específicos de las mujeres,
que son necesarios para su protección, precisamente de­
bido a que los hombres tienen bastante más poder y au­
toridad (Curtís, 1 986, pág. 1 7 3). Lo normal es que defi­
nan los límites externos del uso por parte de los hombres
del poder/autoridad de que disponen, prohibiendo o res­
tringiendo algunas conductas masculinas concretas. Los
hombres pueden ver restringida su capacidad para di­
vorciarse o al menos se les puede exigir que sigan mante­
niendo económicamente a la familia; pueden verse res­
tringidos en su capacidad de castigar físicamente a sus
esposas o de privarlas demasiado de los recursos básicos
necesarios para la supervivencia. Es posible que cuanto
más desventajoso sea el estatus de las mujeres, tanto más
especificará la ideología sexual de una sociedad los dere­
chos concretos para la protección de las mismas.
Las ideologías sexuales también suelen incluir ciertas
recompensas para las mujeres, cortesías ofrecidas como
gratificación por su estatus, por lo demás devaluado y
desventajoso. La gran deferencia hacia las madres o las
vírgenes constituye un ejemplo de esto. Se tiende a situar
ideológicamente a las mujeres sobre un pedestal, pero
sólo si se trata de «buenas mujeres» que cumplen plena­
mente las definiciones sociales sexuales. El pedestal es,
de hecho, una «jaula de oro». Las recompensas de las
mujeres son, pues, de naturaleza principalmente simbó­
lica.
Las ideologías sexuales especificarán normalmente
responsabilidades de los hombres (por ejemplo, servicio
en la defensa de la nación o la religión, obligaciones ex­
trarreligiosas como en el judaísmo ortodoxo) más onero­
sas que aquéllas prescritas para las mujeres. Sin embar­
go, son recompensadas con derechos y gratificaciones
más concretos y significativos que los que se ofrece a las
mujeres, e incluyen el dominio sobre éstas.
Las mujeres suelen tener que enfrentarse a restriccio­
nes en su conducta mucho más arraigadas en la ideología
que los hombres, sobre todo en lo referente a la sexuali-
84
dad. Prácticamente, todas las ideologías sexuales en las
sociedades que presentan una estratificación sustancial
de los sexos, insisten en la castidad femenina, probable­
mente para asegurar que los hombres puedan no tener
duda en cuanto a la paternidad de sus propios vástagos
(herederos). Está muy extendido un doble baremo sexual
implícito (si no explícito). Para asegurar la castidad, con
frecuencia se imponen toda suerte de ·restricciones de
otro tipo específicamente sobre las mujeres (por ejem­
plo, reclusión de las mujeres fuera de la vista de los hom­
bres, uso de carabinas, de velos y de ropas y conductas
«modestas»). La ideología sexual, junto con las normas
sexuales, prescribe también normalmente la heterose­
xualidad, es decir, restringe la expresión de los impulsos
homosexuales y lésbicos. Al restringir las relaciones en­
tre miembros del mismo sexo, la interdependencia de los
sexos y la división sexual del trabajo que implica la estra­
tificación de los sexos se ven reforzados (Johson, 1 98 8 ;
Rubin, 1 97 5).
En general, las ideologías sexuales asignan a las muje­
res menos responsabilidades y más restricciones que a
los hombres. Sus recompensas son más simbólicas y sus
derechos son de protección, mientras que las recompen­
sas y derechos de los hombres son más «reales» y positi­
vos. Por último, los hombres no sólo afrontan menos res­
tricciones, sino que las que afrontan, con frecuencia se
refieren al abuso potencial de sus derechos y ventajas en
lo relativo a las recompensas (para un análisis similar,
ver Polk y Stein, 1 972; Chafetz, 1 978, pág. 5 1 ).
Del análisis de la ideología sexual se deduce clara­
mente que, en mayor o menor medida, las normas
sexuales específicas se incorporan con frecuencia direc­
tamente a la ideología (por ejemplo, conducta sexual
adecuada, sobre todo para las mujeres; cortesías mascu­
linas hacia las mujeres que se comportan «como es debi­
do»; obediencia femenina a los hombres; y, con frecuen­
cia, detalles sobre la división sexual del trabajo). La ma­
yor parte de las normas sexuales, sin embargo, se derivan
85
de principios ideológicos generales y responden más a
las condiciones contemporáneas que las ideologías se­
xuales, que tienden a tener profundas raíces históricas.
Por ejemplo, la ideología sexual normalmente exige de
las mujeres la modestia, la castidad y la deferencia y obe­
diencia a los hombres. En el siglo XIX y la mayor parte
del xx, sobre todo en la sociedad anglosajona y en mu­
chas sociedades de Europa Occidental, estas exigencias
se inscribían en un conjunto detallado de normas con­
cretas centradas en el concepto de «conducta adecuada a
una dama». Independientemente de las implicaciones
históricas de la palabra «dama», ésta no era específica de
una clase (Fox, 1 9 7 7, pág. 809). Este hecho se refleja en
el absurdo eufemismo americano para trabajadoras do­
mésticas femeninas: «cleaning ladies» ( damas de la lim­
pieza). La conformidad a una serie de conductas y res­
tricciones específicas, que eran de esperar en todos los
contextos y a lo largo de toda la vida, constituía el requi­
sito para lograr la clasificación de «buena chica» o
«dama». La conducta adecuada a una dama incluía co­
sas tales como las restricciones en cuanto a formas o mo­
mentos para viajar (por �jemplo, a la luz del día, a menos
que se vaya en compañía de un hombre) y la entrada a
ciertos lugares (por ejemplo, no entrar en los bares) (Fox,
1 9 77), así como normas de vestido y reglas que atañen a
cómo sentarse, andar, etc. En su análisis de la forma en
que los hombres y las mujeres usan la lengua inglesa, La­
koff ( 1 9 75) llegó a la conclusión de que las normas de ha­
bla para las mujeres se centran en formas adecuadas a
una dama o maneras corteses de comunicación. El tono
y el volumen de la voz, ciertas formas de construcción de
las frases, el uso del eufemismo, no emplear argot y sobre
todo no jurar, la elección de los adjetivos y la cortesía
(«por favor», «gracias», «discúlpeme») son aspectos del
habla adecuada a una dama. A su vez estas formas de
lenguaje conllevan falta de agresividad y poder. Rara vez
se ordena a los hombres que sean «caballeros» y los que
son descritos como tales proceden normalmente de las
86
clases altas de la jerarquía socioeconómica ( «¿caballero
de la portería»?). Y lo que es más, ser un caballero no im­
plica una conducta deferente ni falta de poder.
Dada al menos una ideología sexual moderadamente
fuerte, las normas sexuales especificarán normalmente
conductas congruentes con la división sexual del trabajo.
Se insta a las mujeres a que sean madres y cuidadoras del
hogar, es decir, primordialmente comprometidas con la
familia. Más aún, si tienen que buscar trabajo fuera del
ámbito doméstico, deberán limitarse a roles sexualmen­
te tipificados como femeninos que con frecuencia repre­
sentan extensiones de las responsabilidades como espo­
sas y madres (por ejemplo, trabajar con los jóvenes y los
enfermos; tareas de apoyo para trabajos de más catego­
ría realizados por hombres) (Benholdt-Thomsen, 1 984;
Coser y Rokoff, 1 982). En cambio, en casi todas partes
se insta a los hombres a estar preparados para defender
sus sociedades en la guerra y a ser trabajadores compro­
metidos en roles extradomésticos.
Las normas sexuales para el trabajo de las mujeres
probablemente sean menos específicas de una clase con­
creta que para el de los hombres. Independientemente
de la clase social, se espera de todas las mujeres casadas
que cumplan con los roles de alimentación asociados
con la familia e incluso cuando sus familias tienen dine­
ro suficiente para contratar un servicio doméstico, las
mujeres tienen la responsabilidad de asegurarse de que
las tareas domésticas sean realizadas y de supervisar a
los que las realizan. Cuando las mujeres trabajan fuera
del hogar, sus trabajos probablemente estén menos estra­
tificados con respecto a su clase que los de los hombres.
Tradicionalmente, las mujeres no han podido convertir
sus credenciales educativas en oportunidades de trabajo
en una medida que se acerque siquiera a la de los hom­
bres. Por ejemplo, a mediados de los años 70, en Estados
Unidos las mujeres con una formación universitaria ga­
naban más o menos lo mismo que los hombres que ha­
bían estudiado en el instituto, pero que no se habían gra-
87
duado (Oficina del Censo de Estados Unidos, 1 976, pág.
4 1 3; ver también Featherman y Hauser, 1 976; Treiman
y Hartmann, 1 98 1 ). La situación es incluso más extrema
en Japón (Cook y Hayashi, 1 980; Condon, 1 98 5). Las
mujeres con formación universitaria han ocupado los
mismos puestos de trabajo administrativo y de oficina
que sus hermanas de estudios medios de las sociedades
industriales. Normalmente, no se hacen distinciones en­
tre enfermeras con un año de formación posterior al ins­
tituto y las diplomadas o con formación postgraduada,
excepto por parte de las enfermeras que han recibido
una formación más completa. En resumen, las normas
sexuales son de una importancia primordial para las mu­
jeres. Para los hombres, tienden a coexistir en términos
de igualdad con las normas de clase. Tal como argumen­
ta Schur ( 1 984), el sexo es el estatus maestro para las mu­
jeres pero no para los hombres.
Al menos algunas normas sexuales se codifican en
forma de ley y reciben todo el peso formal de una san­
ción gubernamental. En diversas épocas y lugares, a dife­
rencia de sus iguales masculinos, las mujeres se han visto
relegadas legalmente de ciertos tipos de trabajo; han sido
ejecutadas por adulterio; obligadas a vestirse «con mo­
destia»; situadas bajo restricciones especiales en lo rela­
tivo a sus conductas políticas; se les ha permitido asistir
sólo a escuelas inferiores y con segregación sexual; se les
ha impedido establecer sus propias residencias legales; se
les ha negado la oportunidad de tener crédito e incluso
de controlar sus propios ingresos. Cuando las normas se­
xuales adquieren el estatus de ley, se hacen cargo de un
rol mucho más poderoso en el refuerzo del estatus quo
del sistema de los sexos que cuando son informales. En­
tran a formar parte de las fuerzas coercitivas que mantie­
nen el sistema de los sexos. Y a la inversa, al permanecer
en silencio acerca de diversas costumbres, el sistema le­
gal puede también apoyar las definiciones normativas
que refuerzan la desigualdad entre los sexos: vendar los
pies, suicidio de la viuda, discriminación educativa y la-
88
boral, acoso sexual, pegar a la esposa y violación marital.
Las leyes -y la ausencia de las mismas- pueden refle­
jar normas sexuales informales, pero contribuyen con
igual claridad a su creación y mantenimiento (ver Eps­
tein, 1988, capítulo 6).
La ideología y las normas sexuales contribuyen a la
percepción de la diferenciación entre los. sexos, es decir,
a los estereotipos sexuales. De decir que las personas de­
ben comportarse de maneras específicas y tener ciertos
atributos, a creer que la mayoría lo hacen o los tienen, va
un paso. Tal como se sugiere anteriormente, el sexo
constituye un estatus maestro para las mujeres, pero no
para los hombres. Los estereotipos en general, pero sobre
todo aquéllos que se adscriben a un estatus maestro,
tienden a inducir a una percepción selectiva que centra
la atención en fenómenos que apoyan el estereotipo y
que excluye la evidencia que no lo confirma. Por lo tan­
to, las mujeres suelen ser «vistas» como lo que supuesta­
mente deben ser, dados los estereotipos sobre ellas (ver
Schur, 1984, págs. 28-29; también Kanter, 197 7), pro­
porcionando así constantemente «pruebas» de que los
estereotipos son «ciertos». Lo que es más, si los estereoti­
pos son «ciertos», las normas y la ideología sexuales de­
ben ser también apropiadas y ciertas.
Para resumir este análisis relativo a las relaciones en­
tre los tres tipos de definiciones sociales sexuales:
Proposición 3. 1. Cuanto más fuerte es la ideología
sexual en ambas dimensiones, más fuertes son las nor­
mas sexuales en las dos.
Proposición 3. 2. Cuanto más fuertes son la ideolo­
gía sexual y las normas sexuales en ambas dimensiones,
más fuertes son los estereotipos sexuales en las dos, y vi­
ce-versa.
Por último, las definiciones sociales sexuales sirven
para justificar y legitimar la división sexual del trabajo
tanto en el nivel micro como en el macro, así como las
oportunidades y recompensas desiguales en los roles de
trabajo no doméstico y la participación masculina en los
89
puestos de élite, como se ha sugerido en general en el ca­
pítulo anterior (ver también Reskin, 1 98 8). Lo logran
«explicando» y «demostrando» que los hombres y las
mujeres son fundamentalmente diferentes, que los atri­
butos asociados con la masculinidad son más importan­
tes para el mundo exterior a la familia y, por lo tanto,
que la sociedad «requiere» estas organizaciones estruc­
turales. De este modo, las definiciones sociales sexuales
contribuyen al mantenimiento de las mismas estructuras
de desigualdad entre los sexos que intervienen, directa e
indirectamente, en su producción. Por consiguiente, las
Proposiciones 2. 1 4 a 2. 1 6, que atañen a la distribución
desigual de las oportunidades y recompensas, se pueden
reafirmar de la siguiente manera:
Proposición 3. 3. Cuanto más fuertes son las defini­
ciones sociales sexuales en ambas dimensiones, mayor es
la desigualdad en la distribución de oportunidades y re­
compensas en roles de trabajo no doméstico.
A lo que se puede añadir:
Proposición 3. 4. Cuanto más fuertes son las defini­
ciones sociales sexuales en ambas dimensiones, mayor es
la participación masculina en los puestos de élite, y vice­
versa.
Proposición 3. 5. Cuanto más fuertes son las defini-

DEFINICIONES SOCIALES
SEXUALES
Distribución desigual de oportunidades y
recompensas en roles de trabajo no doméstico

Di,·isión sexual del trabajo

Estereotipos
sexuales Participación masculina en los
uestos de élite

a. Estos vínculos reflejan el análisis descrito


en el capítulo anterior

FIGURA 3 . 1 . Modelo del proceso de estabilidad en las definiciones sociales sexuales y los fenó­
menos sexuales macroestructurales.

90
ciones sociales sexuales en ambas dimensiones, mayor es
la división sexual del trabajo en los dos niveles.
En la Figura 3. 1 . aparece un modelo resumen del
proceso que incorpora las Proposiciones 3. 1 . a 3. 5.

EL PROCESO DE SEXUALIZACIÓN

El principal proceso voluntario que mantiene la desi­


gualdad estructurada entre los sexos es la sexualización.
Esta conlleva la adopción de las definiciones sociales se­
xuales, de manera que dichas definiciones se convierten
en componentes básicos de la personalidad, los concep­
tos sobre uno mismo y las percepciones y evaluaciones
de la realidad de las personas y dan como resultado adul­
tos que se diferencian en función del sexo. La aceptación
de la ideología sexual como el modelo cierto o correcto
de masculinidad y feminidad, el compromiso de com­
portarse conforme normativas según el sexo, que se ven
como los únicos modos adecuados de comportamiento y
la creencia en la realidad expresada por los estereotipos
sexuales, constituyen el fenómeno de la sexualización
para las personas que se encuentran dentro de un siste­
ma estable de estratificación de los sexos. En otras pala­
bras, las definiciones sociales sexuales proporcionan el
contenido específico de la diferenciación sexual en un
momento y lugar determinados. A través de las defini­
ciones sociales sexuales como la(s) religión(es) y otras
creencias y valores culturales generales, cuyos conteni­
dos son específicos para momentos, lugares e incluso
subpoblaciones dentro de una sociedad determinados,
tienen su impacto principal sobre el mantenimiento del
sistema de los sexos. Su impacto es, pues, indireéto, tal
como queda mediatizado tanto por las definiciones so­
ciales sexuales como por el nivel variable de sexualiza­
ción en conformidad con dichas definiciones.
En esta sección, se van a examinar varias formas po­
sibles por las que se produce la sexualización, es decir ,
91
por las que aparece la diferenciación sexual. Dejo para
una comprobación empírica sistemática una compren­
sión más completa de las contribuciones relativas de
cada una. Basta advertir que, en sociedades estables con
estratificación de los sexos, cada uno de los procesos que
se van a estudiar funciona para producir esencialmente
los mismos resultados.

La perspectiva de la socialización
El enfoque teórico que constituye la Perspectiva de la
Socialización se centra en variables destinadas a enseñar
características «apropiadas» para cada sexo, sobre todo
a los niños ( ver Capítulo 1 ). Se suele considerar a los ni­
ños como agentes relativamente activos que se ocupan
en la búsqueda de información sobre quiénes son y, eso
dado, qué formas de conducta deben mostrar. Se les con­
sidera inmersos en un mar sexual lingüístico, de conduc­
ta, y simbólico desde el momento de su nacimiento en
adelante, conforme las personas de su entorno constan­
temente emiten sexo al tiempo que reaccionan ante los
niños en función de su sexo. Los niños desarrollan paula­
tinamente la capacidad de dividir el mundo según el
sexo, de identificar el yo como perteneciente a una cate­
goría y de adoptar atributos socialmente asignados a ese
sexo. Su identidad se vuelve así profundamente sexuada.
Son tres los fenómenos que crean este proceso: mode­
lado, sanciones positivas (recompensas) y sanciones
negativas (castigos). Además, las sanciones se pueden ex­
perimentar directamente y también indirectamente
cuando los niños observan respuestas (positivas y negati­
vas) a la conducta de los demás. En la medida en que los
niños están rodeados de adultos que se diferencian pro­
fundamente desde el punto de vista sexual, el modelado
y las sanciones, tanto positivas como negativas sin duda
provocarán una sexualización sustancial de la genera­
ción más joven. Los miembros de la misma van a contar
92
con un amplio surtido de posibles modelos entre los que
elegir, todos los cuales muestran los mismos rasgos espe­
cíficos de su sexo. En las naciones contemporáneas, los
medios de comunicación con frecuencia exponen fuerte­
mente a los niños a más ejemplos de modelos cuyo com­
portamiento está agudamente diferenciado en función
del sexo. Lo que es más, sobre todo los padres pero tam­
bién otros parientes, vecinos, maestros, eclesiásticos,
etc., suelen reaccionar de la misma manera, definiendo y
respondiendo al comportamiento en función del sexo de
los niños. La decoración de la habitación, la ropa, los es­
tilos de pelo, los regalos, los libros, las maneras de jugar y
las demás costumbres, probablamente comuniquen un
contenido sexual constante y coherente. Y lo mismo se
puede decir con respecto a las recompensas y castigos,
explícitos en respuesta a los comportamientos y el uso
del lenguaje por parte de los niños. Las reacciones ante
los demás que los niños pueden observar reforzarán to­
davía más este proceso.
Separada desde el punto de vista analítico, pero ob­
viamente relacionada con la medida en que la genera­
ción adulta se encuentra sexualmente diferenciada, está
la medida de la división sexual del trabajo. Cuando
hombres y mujeres llevan a cabo roles de trabajo profun­
damente distintos, ofrecen modelos que sugieren a los
niños los tipos de trabajo que pueden y no pueden hacer
cuando sean adultos, dado su sexo. La investigación ha
demostrado que a una edad temprana los niños tipifi­
can, según el sexo, una amplia gama de tareas -dentro y
fuera del hogar- y expresan preferencia por aquéllas
asociadas con su propio sexo (por ejemplo, ver Beuf,
1 9 74; Siegel, 1 9 7 3 ; Tremaine, Schau y Busch, 1 9 82;
Schlossberg y Goodman, 1 9 7 1 -72).
Por último, en la medida en que las definiciones so­
cial es sexuales son fuertes en ambas dimensiones, el as­
pecto sancionador del proceso de socialización, tenderá
a ser fuerte. Allí donde se dé un acuerdo general en cuan­
to a que los sexos son y deben ser diferentes, los adultos y
93
los demás niños van a ridiculizar, a condenar al ostracis­
mo y a castigar de cualquier otra forma a los que se com­
portan de modo que indique desviación de su sexo.
También es lo normal que admiren, y por lo demás hon­
ren y recompensen, a los que se comportan de forma
adecuada según su sexo. Sin embargo, como la conducta
sexual normativa se percibe como «natural», «normal»
y/o mandada por Dios, las sanciones negativas por trans­
gresión, serán más corrientes que la recompensa activa
de la conformidad.
Tres proposiciones expresan este análisis del proceso
de socialización:
Proposición 3. 6. Cuanto mayor sea la diferencia­
ción sexual de la generación adulta, mayor será la dife­
renciación sexual de la generación siguiente, basada en
modelado y sanciones positivas y negativas.
Proposición 3. 7. Cuanto mayor es la división sexual
del trabajo, mayor es la diferenciación sexual basada en
el modelado.
Proposición 3. 8. Cuanto más fuertes sean las defini­
ciones sociales sexuales en ambas dimensiones, mayor
será la diferenciación sexual basada primordialmente en
sanciones negativas y, en segundo lugar, en sanciones
positivas.

Otros procesos de sexualización


Recuerde el análisis de la teoría medioestructural de
los Capítulos 1 y 2 y sobre todo el trabajo de Kanter
( 1 977; ver también Miller et al., 1 98 3). Desde esta pers­
pectiva, la sexualización es un proceso de la edad adulta
más que de la infancia. Es consecuencia del hecho de que
los hombres y las mujeres no desempeñen los mismos
papeles; no llevan a cabo trabajos que sean iguales en po­
der, autonomía, oportunidad, recompensas u otros atri­
butos. El resultado de esa injusticia inicial es el desarro­
llo de rasgos que vienen a diferenciarse según líneas de
94
sexo pero que son provocados por la naturaleza del tra­
bajo que cada sexo realiza de forma característica. Este
acercamiento, al igual que la Proposición 3. 7., une la di­
visión sexual del trabajo a la diferenciación sexual. Sin
embargo, a diferencia de la Proposición 3. 7., el mecanis­
mo es la distribución desigual de oportunidades y re-
compensas, no el modelado.
Proposición 3. 9. Cuanto mayor es la división sexual
del trabajo, mayor es la diferenciación sexual basada
en la distribución desigual de oportunidades y recom­
pensas.
Recuerde también el análisis anterior de la teoría de
Chodorow ( 1978). Ella argumenta que la división sexual
en el micronivel del trabajo, por la que las mujeres cons­
tituyen las principales cuidadoras y los objetos del amor
de niños y bebés, produce estructuras de personalidad y
preferencias laborales radicalmente distintas para hom­
bres y mujeres (un argumento puesto en tela de juicio en
gran medida por el reciente trabajo de Jackson, 1989).
A diferencia de los procesos de socialización, estas son
las consecuencias automáticas, no necesariamente bus­
cadas e inconscientes de la división sexual del trabajo.
Esta teoría sugiere otra variante más de la Proposi­
ción 3. 7. :
Proposición 3. 1 0. Cuanto mayor es la división se­
xual en el micronivel del trabajo, mayor es la diferencia­
ción sexual basada en la psicodinámica.
La Figura 3.2. plasma las Proposiciones 3.6. a 3. 1 O.
en un modelo del proceso.

DIFERENCIACIÓN SEXUAL
Y MANTENIMIENTO DEL SISTEMA DE LOS SEXOS

El tema de este capítulo es el componente voluntario


del mantenimiento del sistema de los sexos. La cuestión
última, pues, se refiere a la relación entre la diferencia­
ción sexual y las elecciones que las mujeres hacen, y que
95
Sexualización basada en un acceso desigual
Div isión sexual del trabajo a las oport unidades y recompensas
en roles de trabajo no doméstico

Diferenciación sex ual Sexual ización basada en la Psicod inám ica


de la generación adulta

Sexualización basada en el modelado

Definiciones sociales sexuales


Sexual ización basada en sanciones

FIGURA 3 . 2 . Modelo del proceso de la relación en t re las macrovariables y la sexualización.

sirven en última instancia para perpetuar su estatus des­


ventajoso. Una vez más, el centro de atención son las
mujeres porque hay poco de problemático en el hecho de
que la mayoría de los hombres hagan elecciones que re­
producen su estatus ventajoso, sobre todo cuando esas
elecciones son también normativas socialmente. Las di­
versas teorías que hacen referencia a la sexualización en
la infancia están de acuerdo en que un componente im­
portante -consciente o no- de la personalidad y la au­
to-identidad femenina es una orientación hacia los roles
de alimentación y cuidado; un cuidado y un sentido de la
relación existente con otros individuos (además de las
fuentes ya citadas, ver especialmente Gilligan, 1 982).
Desde esta perspectiva, las mujeres, por tanto, eligen dar
prioridad a las responsabilidades familiares y, en los ca­
sos en los que es económicamente viable, esta prioridad
con frecuencia incluye la elección de dejar por completo
a un lado otras formas de trabajo. De hecho, Berk ( 1 985)
concluye, a partir de su estudio de la división sexual del
trabajo en el hogar, que las mujeres eligen hacer diversas
tareas que la tradición les asigna en función de su sexo
como medio de expresar y reforzar su identidad femeni­
na. Cuando las mujeres asumen roles de trabajo no do­
méstico, esta perspectiva sugiere que, cuando es posible,
eligen desproporcionadamente los trabajos que más tie-
96
nen que ver con la alimentación y crianza y la ayuda a los
demás (por ejemplo, maestras, enfermeras, graduadas
sociales, trabajos de oficina que llevan consigo servicios
personales y apoyo emocional a los jefes). Por lo menos,
las mujeres, cuando se les da la oportunidad, seleccionan
trabajos del sector de los servicios y de trato con las per­
sonas, antes que en las fábricas y el trato con las cosas.
Estos tipos de roles de trabajo están ciertamente domi­
nados por las mujeres, al menos en las sociedades indus­
trializadas contemporáneas y la abrumadora mayoría de
las mujeres que trabajan fuera de casa en las sociedades
industriales, trabaja en servicios. Lo que es más, incluso
cuando uno ignora la orientación hacia las personas,
profundamente arraigada, de las mujeres, éstas elegirían
reproducir la división sexual del trabajo basada en el
modelado de otras mujeres durante el proceso de sexua­
lización. A través de la selección de roles definidos so­
cialmente como femeninos, se expresa un concepto per­
sonal femenino; y esa designación a su vez se acumula en
roles desempeñados principalmente por mujeres. Re­
cuerde el argumento anterior de que los roles de trabajo
dominados por las mujeres están devaluados e infrarre­
compensados, en comparación con otros roles que im­
plican un trabajo aparentemente igual, sencillamente de­
bido a su composición sexual. La conformidad con esos
rasgos y comportamientos definidos . como específica­
mente femeninos, alienta a las mujeres a realizar eleccio­
nes que les permitan expresar su concepto personal se­
xuado a través de su trabajo. A su vez, estas elecciones
reproducen la división sexual del trabajo y, por lo tanto,
la desventaja de las mujeres en cuanto a los recursos en
co mparación con los hombres.
Las elecciones que hacen las mujeres sobre la base de
características femeninas diferenciadas por el sexo, no se
co nfinan a los roles de trabajo. La feminidad sexualmen­
t � diferenciada lleva consigo una serie de atributos de es­
tilo cognitivo, expresión emocional, uso del lenguaje,
c o mportamiento hacia los hombres, comportamiento
97
corporal, etc. El contenido específico de feminidad refle­
ja las definiciones sociales sexuales, que la definen (y
también a la masculinidad) en un momento y lugar de­
terminados y también para subpoblaciones específicas
de sociedades heterogéneas (por ejemplo, clase, raza).
Como la Teoría de la Vida Diaria expuesta en el Capítu­
lo 1 sugiere, las personas buscan activamente oportuni­
dades de mostrar su sexo en sus interacciones con miem­
bros del otro sexo. Lo hacen con el fin de confirmar y re­
forzar el concepto sexuado que tienen de sí mismas. Al
mostrar sexo, es decir, al comportarse de modos norma­
tivos de acuerdo con el sexo, las personas están constan­
temente recreando esas mismas definiciones sociales se­
xuales (West y Zimmerman, 1 98 7), así como la diferen­
ciación sexual. Para las mujeres -al menos en Estados
Unidos, hasta hace muy poco- la exhibición de sexo ha
llevado consigo el mostrar vulnerabilidad, debilidad e
ineptitud ante los hombres. Las mujeres no sólo mues­
tran rasgos que las dejan en desventaja frente a los hom­
bres con los que interactúan, sino que su conducta apoya
la puesta en escena por parte de los hombres de los pro­
pios rasgos de la masculinidad que ponen en desventaja
a las mujeres, tales como las demostraciones de fuerza y
dominio (Goffman, 1 9 77).
Recientemente, England y Kilbourne (próximamen­
te; ver también England, de próxima aparición) han ex­
puesto convincentemente que la diferenciación sexual se
refleja en las diversas orientaciones que los hombres y
las mujeres llevan a una relación de intercambio, que
afecta a la distribución de poder entre ellos. Siguiendo a
Chodorow, Gilligan y otras, afirman que los hombres
tienden a entrar en las relaciones con una orientación
«separadora» ( «S»), que define el comportamiento
egoísta como natural y resta énfasis a la empatía. Cuan­
do se encuentren en una situación de negociación, inten­
tarán ganar. Las mujeres normalmente entran en las re­
laciones con una orientación «conectora» ( «C») que
hace hincapié en la cercanía emocional. En situaciones
98
de negociación, tomarán la actitud de su compañero en
la misma consideración que la suya propia. Las per­
sonas (que son sobre todo mujeres) que muestran una
orientación «C» serán más altruistas que aquéllas (prin­
cipalmente hombres) que emplean una orientación «S»;
éstas últimas buscarán ganar; las primeras, el compromi­
so o el ceder para poder mantener la armonía dentro de
la relación. El resultado de intercambios· entre personas
de orientación «S» y de orientación «C» es que las pri­
meras son las que van a ver satisfechos sus deseos con
mayor frecuencia, independientemente de los recursos
de poder.
En el capítulo anterior y en la introducción a este, he
sugerido que los hombres encuentran con frecuencia que
no necesitan usar su poder para imponer el estatus quo
del sistema de los sexos. En la medida en que la sexuali­
zación resulta de una diferenciación sexual sustancial de
larga tradición y para toda la vida (un fenómeno todavía
sin demostrar empíricamente; ver Epstein, 1 988), las
mujeres hacen una serie de elecciones en su vida diaria
que hacen superfluo el uso masculino del poder: realizar
el trabajo que «deben» hacer; mostrar deferencia y obe­
diencia ante las peticiones y exigencias de los hombres;
en resumen, actuar en conformidad con las definiciones
sociales sexuales, tal como las establecen principalmente
los hombres de las élites, que no obstante sirven a los in­
tereses de prácticamente todos los hombres. Y al actuar
así, las mujeres acaban legitimando más aún todo el sis­
tema. Lo que es más, el alcance del poder masculino, en
gran medida sin utilizarse, sigue siendo una incógnita,
posiblemente exagerado, y ciertamente no desafiado. Si
se exagera, las mujeres pueden obedecer las demandas
de los hombres incluso cuando no es elección suya y no
necesitaban haberlo hecho. El ejercicio del poder exige
normalmente el uso de recursos de poder, más difíciles
de conseguir para un uso futuro (Chafetz, 1 980). Si las
mujeres permiten a los hombres «ahorrar» recursos de
poder obedeciendo voluntariamente, incluso cuando no
99
quieren, el poder potencial de los hombres puede verse
realmente incrementado. Como mínimo, es seguro que
no va a disminuir. Sin enfrentarse al desafío, el poder es
de hecho autoridad. Las mujeres vienen a legitimar el
mismo sistema que las sitúa en posición de desventaja y
las devalúa.
Proposición 3. 1 1 . Cuanto mayor es la diferencia­
ción sexual, mayor es la divisón sexual del trabajo en los
niveles macro y micro.
Proposición 3. 12. Cuanto mayor es la diferencia­
ción sexual, más fuertes son las definiciones sociales se­
xuales en ambas dimensiones.

CONCLUSIÓN

La Figura 3. 3. incorpora las doce proposiciones desa­


rrolladas en este capítulo, incluyendo las de las dos figu­
ras anteriores, en un proceso modelo general de los as­
pectos voluntarios del mantenimiento del sistema de los
sexos. La lógica circular, plasmada en este cuadro se pue­
de resumir de la siguiente manera. Los roles de élite es­
tán ocupados mayoritariamente por hombres debido a la
división sexual del trabajo en ambos niveles. Puesto que
los hombres ocupan los roles de élite, las definiciones so­
ciales sexuales tienden a devaluar la feminidad y lo que
hacen las mujeres y a valorar los atributos y el trabajo
masculinos. La división sexual del trabajo es también el
factor más importante en la producción de diferencia­
ción sexual, a través de los diversos efectos que ésta tiene
en el proceso de la sexualización. Las definiciones socia­
les sexuales desempeñan un papel importante también
en la producción de diferenciación sexual y proporcio­
nan gran parte del contenido concreto de tal diferencia­
ción en momentos y lugares específicos, si no todo. A su
vez, la diferenciación sexual apoya la división sexual del
trabajo en ambos niveles y refuerza las definiciones so­
ciales sexuales. Por último, cerramos el círculo señalan-
1 00
DEFIN ICIONES SOCIALES
SEXUALES

Participaci ón m � sculina
en puestos de éhte I -----7
i.c ►
-I

División sexual
del trabajo (nivele<
_ � ....J DIFERENCIACIÓN SEXUAL
macro y micro)
.BASADA EN: Diferenciación sexual
de la generación adulta
a
Modelado

Sanciones

Psicodinámica

Distribución desigual
de oportunidades
y recompensas en roles
de trabajo no doméstico

--
a. Estos vínculos están tomados del Capítulo 2.

o FIGURA 3.3. Modelo resumen del proceso de los aspectos de voluntariedad del manteni m iento del sistema de los sexos
do que la división sexual del trabajo (tal como se ha ana­
lizado en el último capítulo) y las definiciones sociales
sexuales refuerzan la participación masculina en los
puestos de élite.
El objetivo principal de este capítulo no debería in­
terpretarse como echar la culpa a la víctima. Más bien, el
mismo macropoder de los recursos que los hombres pue­
den potencialmente usar coercitivamente para mantener
el sistema de los sexos, engendra un conjunto de proce­
sos que mitigan su necesidad de emplear abiertamente el
poder de los recursos. Estos procesos funcionan para le­
gitimar el sistema de los sexos, para oscurecer sus injusti­
cias y para alentar a las mujeres a hacer elecciones que
inadvertidamente refuercen el propio sistema, que las
pone en desventaja y las devalúa. En estas circunstan­
cias, las mujeres pueden no percibir más trabas que sus
contrapartidas masculinas en una sociedad dada. Sin
embargo, si los componentes de voluntariedad del siste­
ma fallaran, la lógica de la teoría, tal como ha quedado
presentada en el último capítulo, sugiere que los hom­
bres poseen recursos de poder suficientes -en los nive­
les macro y micro- como para mantener su posición
ventajosa ante una posible resistencia por parte de las
mujeres. Dadas estas consideraciones, el término «vo­
luntario» no debería tomarse demasiado literalmente.
Tal como señala Epstein ( 1 988, pág. 99) «Los individuos
hacen elecciones pero son los patrones institucionales los
que dan forma a las alternativas y hacen que una tenga
más posibilidades que otra de ser escogida.»

102
CAPÍTULO 4

U na teoría integrada de estabilidad


en sistemas de estratificación de sexos

Hasta ahora se han expuesto las estructuras teóricas y


las interrelaciones de las mismas que, juntas, explican
cómo los sistemas de desigualdad entre los sexos se per­
petúan a sí mismos a lo largo del tiempo. Lo que queda
para completar la Parte I es unir sistemáticamente los ar­
gumentos coercitivos y los voluntarios en un modelo in­
tegrado de estabilidad de los sistemas de los sexos. La
Figura 4. 1 . plasma ese modelo. En este cuadro, se han
integrado los componentes principales de las Figu­
ras 2. 5. y 3. 3., aunque se han simplificado por medio de
la omisión y la combinación de algunos elementos. Asi­
mismo, en la Figura 4. 1 . aparecen algunos vínculos nue­
vos que se han hecho evidentes sólo después de que la to­
talidad de la lógica del modelo fuera mostrada de una
sola vez.
Recuerde que el modelo presupone un sistema de de­
sigualdad entre los sexos más que incorporarlo como
una estructura teórica. No obstante, varias de las estruc­
turas empleadas sí que representan aspectos de la estruc­
tura más amplia «estratificación de los sexos». El poder
masculino de micro-recursos y la participación masculi-
103
-i
Obediencia de la Ausencia de las esposas de los
esposa roles de t rabajo no domést ico
Poder a los deseos o jornada laboral doble
masc u l i no de del marido

División
sexual Distribución desigual de
del t rabajo oport u n i dades y recom pensas en
de mac ron i vel roles de t rabajo no doméstico

Atributos de trabajador
negat ivos para las mujeres,
positivos para los hombres
D i ferenciación
sexual
( Sexua l ización)

FtGURA 4. 1 . Modelo integrado de los principales factores que mant ienen y reproducen los sistemas de estrati ficación de los sexos.
na en los puestos de élite (es decir, poder de recursos de
macronivel), junto con la distribución desigual de opor­
tunidades y recompensas en roles no domésticos, son de
hecho indicadores parciales de un sistema general de de­
sigualdad entre los sexos. Todos ellos son mecanismos
cruciales para entender el proceso por el que los sistemas
de los sexos se mantienen. De alguna manera, la separa­
ción de los mismos resulta una tautología: la ventaja
masculina produce ventaja masculina. Sin embargo,
como mi objetivo es entender cómo ocurre esto, las par­
tes del fenómeno más general de la injusticia sexual de-
ben especificarse por separado.
Del mismo modo, la estructura «ausencia de esposas
de roles de trabajo no doméstico o jornada laboral do­
ble» no es más que un aspecto de la estructura más gene­
ral «división sexual del trabajo». Por lo tanto, es tautoló­
gico decir que la primera contribuye a la segunda, como
hice en el Capítulo 2 y vuelvo a hacer en la Figura 4. 1 .
No obstante, para entender los procesos por los que la di­
visión sexual del trabajo, dentro y fuera del hogar, se
mantiene hace falta separar este aspecto de la estructura
más general.
En el Capítulo 2, se analizaron por separado los mi­
croprocesos y los medio/macropocesos. La consecuencia
fue que la distribución desigual de oportunidades y re­
compensas en roles de trabajo no doméstico se explicó
en una sección (la medio/macro) y la superioridad mascu­
lina en los recursos de micropoder, en otra. Es evidente
que la distribución desigual en el ámbito no doméstico
es, de hecho, una razón importante de que los hombres
posean recursos de micropoder superiores (la otra razón
es la división sexual del trabajo que hace que las mujeres
se queden en casa). Por consiguiente, en la Figura 4. 1 . se
h a añadido un nuevo vínculo entre la distribución desi­
gual de oportunidades y recompensas en el trabajo no
doméstico y el poder masculino de los micro-recursos.
Cuando se combinan las Figuras 2. 5. y 3. 3. se hacen
obvios dos vínculos nuevos que antes no eran posibles.
1 05
En la medida en que la diferenciación sexual apoya la di­
visión sexual del trabajo, tal como se argumenta en el
Capítulo 3, también apoya ese aspecto de la división del
trabajo separado en la estructura «ausencia de las espo­
sas del trabajo no doméstico o jornada laboral doble».
Además, en la medida en que las mujeres (pero no los
hombres) desarrollan atributos negativos de trabajador
en respuesta a oportunidades y recompensas pobres, el
sistema de definiciones sociales sexuales que favorece a
los hombres se ve reforzado, sobre todo los estereotipos
sexuales que se refieren a los rasgos relevantes en el tra­
bajo. Este vínculo se ha incorporado en la Figura 4. 1 . y
se puede formular como una proposición nueva:
Proposición 4. 1. Cuanto más negativos son los atri­
butos de trabajador desarrollados por las mujeres en res­
puesta a las oportunidades y recompensas pobres, más
fuertes son las definiciones sociales sexuales en ambas
dimensiones y sobre todo, más fuertes son los estereoti­
pos sexuales.
En el Cuadro 2 . 5 . quedaron plasmados tres aspectos
específicos de los tipos más generales de variables de
definición social: la devaluación del trabajo de las muje­
res; la legitimación de oportunidades y recompensas de­
siguales; y mayor valor atribuido a los rasgos de masculi­
nidad en comparación con los de la feminidad. En la Fi­
gura 4. 1 . estos quedan integrados en la estructura más
general «definiciones sociales sexuales». Del mismo
modo, los detalles de las estructuras «definiciones socia­
les sexuales» y «diferenciación sexual» presentados en la
Figura 3 . 3 . quedan omitidos en la Figura 4. 1 ., junto con
la estructura «diferenciación sexual de la generación
adulta». Para un modelo resumen, el nivel de detalle
ofrecido por tales aspectos específicos lleva a más confu­
sión de lo que ayuda.
Por último, en el Capítulo 2 se expuso el argumento
de que los hombres usan el poder de micro-definición
para convencer a las mujeres de lo correcto de la división
del trabajo en el hogar. Señalé en ese contexto que este
1 06
vínculo introduce un elemento de voluntariedad en el
análisis de fenómenos, por lo demás coercitivos. Cuando
se combina con el material del Capítulo 3, este vínculo se
puede volver a conceptualizar de una forma más cohe­
rente con el resto del modelo. Los hombres usan su po­
der de micro-definición para alentar a las mujeres a
aceptar las definiciones sociales sexuales, que incluyen
cuestiones de la división del trabajo en casa, pero no se
limitan a ellas. Este es el vínculo mostrado en la Figura
4. 1 ., mientras que el vínculo anterior se omite. El efecto
del poder masculino de micro-definición sobre la divi­
sión sexual del trabajo es ahora más indirecto, pero no
obstante, sigue existiendo.
La lógica principal de la Figura 4. 1 . se puede resumir
de la siguiente manera. La división sexual del trabajo de
macronivel es el fenómeno fundamental, a partir del
cual surge el superior poder masculino de los recursos,
tanto en el nivel micro de, sobre todo, la familia, como
en el nivel macro a través del virtual monopolio masculi­
no de los roles de élite. En el micronivel, los hombres
usan su poder superior de los recursos para mantener la
división sexual del trabajo y su poder de definición para
reforzar y legitimar las definiciones sociales sexuales,
que a su vez son creadas y difundidas por las élites mas­
culinas en los niveles medio y macro. En todos los niveles,
los hombres pueden usar el poder con estos fines de for­
ma más bien inconsciente o pueden hacerlo con una
comprensión sustancial de las ramificaciones de su com­
portamiento. En cualquier caso, los efectos son los mis­
mos. Las élites masculinas también distribuyen oportu­
nidades y recompensas concretas en contextos no do­
mésticos, poniendo así en marcha procesos cuya conse­
cuencia es el mantenimiento de la división sexual del tra­
bajo en ambos niveles. La división sexual del trabajo y
las definiciones sociales sexuales llevan a la diferencia­
c ión sexual. A su vez, la feminidad sexualmente 'diferen­
ciada alienta a las mujeres a comportarse de formas que
mit igan la necesidad de que los hombres usen el poder
107
de los recursos para mantener el status quo que les da el
sistema de los sexos. La mayoría de las mujeres elige ser
y hacer lo que de otro modo se vería coercionadas por los
hombres a ser y hacer. De esta forma, la división sexual
del trabajo y el superior poder masculino se perpetúan y
legitiman. Las injusticias que se producen en todos los
niveles del sistema permanecen en gran medida ocultas y
sin cuestionar.
Al conceder primacía a la estructura «división sexual
del trabajo» y argumentar que la dependencia económi­
ca de las mujeres respecto a los hombres constituye el
bastión principal de los sistemas de desigualdad entre los
sexos, sigo la senda abierta por una serie de teorías es­
tructurales desarrolladas por estudiosas feministas en los
últimos años. Las marxistas-feministas, tales como
Sacks ( 1 9 7 4), Eisenstein ( 1 9 7 9) y sobre todo Vogel
( 1 983) y Hartmann ( 1 984), se muestran claramente ex­
plícitas en esta argumentación. Otras teorías estructura­
les afirman esta postura, aunque algunas veces sólo de
forma implícita (por ejemplo, Lipman-Blumen, 1 976;
Holter, 1 970; Blumberg, 1 984; Curtis, 1 986; Chafetz,
1 984). Tampoco el centrarse en la división sexual del
trabajo implica limitarse a teorías de los niveles mezo y
macro que ponen el énfasis en la naturaleza coercitiva
del mantenimiento del sistema de los sexos. Las micro­
teorías que se centran en la sexualización hacen hincapié
del mismo modo en la importancia básica de la división
sexual del trabajo, tanto para el proceso de la sexualiza­
ción (por ejemplo, Chodorow, 1 97 8) como para propor­
cionar un aspecto fundamental del contenido específico
de las definiciones sociales sexuales cuya aceptación
constituye la sexualización (ver especialmente Coser,
1 975, 1 986).

1 08
UNA DIGRESIÓN SOBRE LA COERCIÓN FÍSICA
Y SOBRE LA PREFERENCIA SEXUAL

Puede parecer extraño que en una teoría que incor­


pora un fuerte elemento de coerción no haya mención al­
guna a la coerción física. Está claro que los hombres son
normalmente más fuertes y más grandes que las mujeres.
Las normas de selección del compañero, con frecuencia
refuerzan esta diferencia, especificando que, a nivel de
pareja, los maridos deberían ser más grandes que sus
mujeres (Goffman, 1977). Más aún, no faltan pruebas
que demuestren que los hombres usan su ventaja física al
utilizar la violencia contra las mujeres, sobre todo en la
violación y el golpear a la esposa. La evidencia tampoco
se limita a Estados U nidos. La violencia masculina con­
tra las mujeres ha sido un fenómeno extendido en todas
las culturas y a través de la historia. Además, muchos es­
tudiosos han considerado este aspecto como una varia­
ble importante para explicar la desigualdad entre los se­
xos (por ejemplo, Collins, 1972, 1975 ; Brownmiller,
1975; Bullough, 1974). Así pues, ¿por qué se ha omi­
tido?
Como sugería en un trabajo anterior (Chafetz, 1984,
pág. 1 18), no hay nadie que defienda que otras formas de
desigualdad social están basadas en diferencias de tama­
ño o de fuerza. Ni siquiera de los sistemas de esclavos,
por no mencionar los sistemas de clase social, estatus y
casta, se dice que se mantengan porque los de más cate­
goría son más grandes y más fuertes que los subordina­
dos. ¿Por qué, entonces, debería argüirse este argumento
sólo para un tipo de estratificación, la basada en el sexo?
Los que pertenecen a las categorías altas usan con fre­
cu encia la coerción física y su amenaza para mantener
u n sistema de estratificación, como es el caso de, por
ejemplo, los propietarios sobre los esclavos. Sin embar­
go, tal coerción se puede llevar a menudo a cabo sin recu­
rrir a la fuerza física, dadas las armas modernas.
El uso por parte de los hombres de su ventaja de ta-
1 09
maño y fuerza, es decir, la medida en que abusan física­
mente de las mujeres, varía sumamente a lo largo del
tiempo y del espacio. Hay dos condiciones bajo las que
se usa en mayor grado. Primera, allí donde la estratifica­
ción de los sexos es más extrema los hombres tienen más
posibilidades de abusar de las mujeres sin sufrir ningún
castigo serio, si es que sufren alguno (ver {Blumberg,
1 979, pág. 1 32). Las razones del abuso pueden tener que
ver con el comportamiento de las mujeres o pueden no
tener nada que ver con él. El abuso puede sencillamente
ser algo catártico, algo así como la gente que desahoga
sus frustraciones dándole patadas al perro de la familia.
En este caso, el abuso es otro indicador (pero no un me­
canismo causal o de mantenimiento fundamental) de la
desigualdad entre los sexos. Los hombres pueden impo­
ner su voluntad física sobre las mujeres porque las élites
políticas y jurídicas no hacen nada por evitarlo. A su vez,
esa falta de prevención es consecuencia del estatus des­
ventajoso y devaluado de las mujeres, tal como es perpe­
tuado precisamente por las élites.
Segunda, es probable que algunos hombres recurran
a la violencia física cuando ya no tienen autoridad o un
poder superior de los recursos en el micronivel. Esto es,
cuando los sistemas de los sexos cambian en la dirección
de una mayor igualdad, algunos hombres se resistirán a
la pérdida de sus ventajas con el único tipo de poder que
no han perdido: su fuerza física superior (Blumberg,
1 988). En este caso, el abuso de las mujeres es un indica­
dor de cambio del sistema de los sexos. Sin embargo, su
potencial para retrasar el cambio del sistema es limitado
en las modernas naciones-estado donde el uso legítimo
de la coerción física está monopolizado por el estado
(Collins, 1 97 5). Allí donde el estatus de las mujeres me­
jora, lo más probable es que el estado esté limitando y
castigando más activamente la violencia masculina con­
tra las mujeres. Si se imagina una sociedad donde el abu­
so físico de las mujeres cesara como por arte de magia
pero donde todos los demás aspectos del sistema de los
1 10
sexos permanecieran constantes es evidente que el nivel
de desigualdad entre los sexos no cambiaría. Piénsese
ahora en un caso en que la división sexual del trabajo
cambiara de manera que los hombres y las mujeres reci­
bieran los mismos recursos y compartieran por igual los
puestos de élite. Las mujeres abandonadan rápidamente
a los hombres que abusaran de ellas y las élites los casti­
garían de forma sistemática. A la luz de éstas considera­
ciones, no creo que la coerción física desempeñe un pa­
pel teórico importante en la explicación de la estabilidad
del sistema de los sexos, lo que no equivale a negar su do­
lorosa y extendida realidad o su papel en la coacción de
algunas mujeres concretas.
Algunas activistas y estudiosas feministas consideran
que la heterosexualidad obligatoria, específicamente
para las mujeres, es un componente fundamental de la
desigualdad entre los sexos. Esto también se ha ignorado
en gran medida, excepto por una breve mención en el
análisis de la ideología sexual. En muchas (aunque no to­
das) de las sociedades que presentan estratificación de
los sexos, incluyendo la sociedad estadounidense actual,
la devaluación general de las personas cuya preferencia
sexual se dirige hacia miembros de su propio sexo es del
todo evidente, así como la hostilidad hacia esas personas
y la discriminación de que son objeto. No obstante,
cuando estamos en un caso de estos, la homosexualidad
masculina casi siempre es objeto de mayor antipatía que
el lesbianismo. De hecho, la reacción diferente ante am­
bos fenómenos constituye uno de los ejemplos, relativa­
mente escasos, en los que el control social del comporta­
miento masculino, y sobre todo del comportamiento se­
xual, es mayor que el control de un comportamiento fe­
menino análogo. El que los homosexuales sean tratados
con más dureza que las lesbianas es precisamente la con­
secuencia de que la masculinidad se aprecie más. El no
adaptarse a las definiciones normativas de la masculini­
dad, que incluyen la heterosexualidad en la misma medi­
da, si no más, que las definiciones de la feminidad, es es-
111
pecialmente amenazador para el status quo porque pro­
cede de los mismos que disfrutan de un estatus sexual
privilegiado. Por la misma razón, los niños «afemina­
dos» («mariquitas») reciben normalmente un trato mu­
cho más duro que las niñas «masculinas» («marima­
chos»).
Las lesbianas y la conducta lésbica son a menudo ig­
noradas en gran medida, siempre que las mujeres se
adapten en los demás aspectos a las normas sociales se­
xuales (ver Faderman, 1 989; Adam, 1 98 7, págs. 4-5,
9- 1 O). Cuando mujeres casadas están unidas a otras mu­
jeres desde un punto de vista romántico y sensual, como
puede haber sido un caso corriente en la época victoria­
na, su conducta o sus relaciones no reciben ninguna
atención significativa (Faderman, 1 989; Smith-Rosen­
berg, 1 989). Cuando mujeres solteras viven juntas sin
despertar interés como lesbianas «encerradas», tampoco
atraen más que una atención o condena social relativa­
mente escasa. A diferencia del caso femenino, el hecho
de vivir solo con otro hombre pasada cierta edad se toma
como una prueba de homosexualidad y se condena. Es
cuando las lesbianas eligen vivir abiertamente como mu­
jeres competentes, independientes del apoyo y el control
masculinos (como es el caso de la mayoría hoy en día),
cuando su preferencia sexual se convierte en una cues­
tión social importante. Lo que causa la reacción hostil no
es tanto su sexualidad como el dejar de lado, de forma
flagrante las normas sexuales que prescriben la depen­
dencia de los hombres, el servicio a los mismos y la defe­
rencia ante ellos (Adam, 1 98 7, págs. 9- 1 0). Este incon­
formismo lo comparten con otras mujeres independien­
tes que algunos siglos atrás fueron tachadas de brujas,
hace algunas décadas de enfermas mentales y más re­
cientemente, independientemente de su preferencia se­
xual, de lesbianas (ver Chafetz y Dworkin, 1 986, capítu­
lo 1 ).
El mantenimiento de un sistema de estratificación de
los sexos exige con toda probabilidad que la mayoría de
1 12
las personas vivan en familias basadas en la heterosexua­
lidad para mantener la división sexual del trabajo sobre
la que descansa el sistema. Sin embargo, esta exigencia
no precisa la heterosexualidad obligatoria de todos los
miembros o la exclusiva heterosexualidad de cualquiera.
Las sociedades han variado sin duda alguna en sus reac­
ciones ante aquellos que están sexualmente orientados
hacia miembros de su propio sexo, en parte o del todo.
En la antigua Atenas la homosexualidad masculina no
exclusiva no sólo se aceptaba sino que era objeto de ala­
banza. Era una sociedad con un gran nivel de estratifica­
ción de los sexos. Concluyo así que, mientras que las
cuestiones que atañen a la orientación sexual no son irre­
levantes para el mantenimiento del sistema de los sexos,
la heterosexualidad obligatoria y exclusiva, sobre todo
para las mujeres, no es un bastión fundamental de tales
sistemas. Cuando el lesbianismo va unido a la rebelión
contra el sistema de los sexos, recibe duras sanciones, es­
pecialmente cuando tal rebelión es colectiva y política
más que un fenómeno individual y relativamente escaso.
Pero tal reacción social se dirige más fuertemente contra
la rebelión, no contra la preferencia sexual en sí, y esa re­
belión puede adoptar otras muchas formas que no sean
el lesbianismo.
RESPUESTAS A ALGUNAS CUESTIONES TEÓRICAS

En la conclusión del Capítulo 1 , fueron enumeradas


1 5 preguntas teóricas que iban a abordarse durante el
proceso del desarrollo de una teoría general de la estabi­
lidad y el cambio en los sistemas de estratificación de los
sexos. Basándonos en la teoría de estabilidad formulada
en esta parte del libro, es posible ofrecer algunas respues­
tas a muchas de esas preguntas.
La Cuestión 1 planteaba cómo se produce la sexuali­
zación y qué papel desempeña la desigualdad entre los
sexos en el proceso que tiene como consecuencia la dife­
renciación sexual. Lo primero y principal, la diferencia-
t 13
ción sexual resulta de la división sexual del trabajo, que a
su vez se ve reforzada por la diferenciación sexual. Las
definiciones sociales sexuales también contribuyen y son
a su vez reforzadas por la diferenciación sexual. Recuer­
de que en este modelo se presupone la desigualdad entre
los sexos. Dos variables que la reflejan directamente son
aquéllas que atañen al poder de los recursos, en el micro­
nivel, donde se acumula principalmente en las personas
de los maridos y en el macronivel, donde se acumula en
las élites, formadas en su abrumadora mayoría por hom­
bres. Las dos están indirectamente vinculadas con la di­
ferenciación sexual, en primer lugar a través de sus efec­
tos sobre las definiciones sociales sexuales. Y también
están aún más vinculadas a la diferenciación sexual por­
que las dos formas de poder de los recursos son cruciales,
aunque indirectamente, en el mantenimiento de la divi­
sión sexual del trabajo.
La segunda cuestión planteaba cómo vienen a valo­
rarse desigualmente en función del sexo los rasgos que
plasman la diferencia entre los sexos. La quinta era igual
sólo que referida a las tareas laborales. La respuesta a
ambas se encuentra en el vínculo entre la diferenciación
sexual y las definiciones sociales sexuales, que son pro­
ducidas, difundidas e incluso impuestas a los miembros
de las sociedad fundamentalmente por las élites, que son
masculinas. He defendido que estas élites tienden a fo­
mentar las definiciones sociales que valoran los casgos y
el trabajo masculinos más que los femeninos como una
forma de mantener su propio estatus privilegiado. El tra­
bajo de las mujeres se devalúa al menos en parte porque
lo hacen las mujeres. También en parte, las élites consi­
guen reservar más tareas valoradas apreciativamente
para los hombres, a los que otorgan más confianza y va­
loran más que a las mujeres. Por último, las definiciones
sociales sexuales, que evalúan desigualmente los sexos,
están directamente implicadas en el proceso de sexuali­
zación, al tiempo que proporcionan el contenido concre­
to que se transmite durante ese proceso.
1 14
Parte de la cuestión 3 planteaba la pregunta de cuáles
son las ramificaciones principales de la diferenciación
sexual para el mantenimiento del sistema de los sexos.
En los últimos tres capítulos se han analizado las ramifi­
caciones principales. Primera, la diferenciación sexual
define la feminidad según pautas que inducen a las mu­
jeres a elegir aquellas tareas tradicionales de su sexo,
apoyando así la división sexual del trabajo que reitera
sus desventajas. Segunda, los rasgos y comportamientos
diferenciados según el sexo tienen como consecuencia
que las mujeres elijan comportarse de forma deferente
hacia los hombres y que estos muestren conductas de do­
minio hacia las mujeres, reforzando así las injusticias de
poder. Tales elecciones son consecuencia de la necesi­
dad, que aparentemente dura toda la vida, de reafirmar
constantemente sus conceptos de sí mismas, profunda­
mente sexuados. Por último, debido a que las mujeres
hacen elecciones para adaptarse a las definiciones socia­
les sexuales y la división sexual del trabajo, todo el siste­
ma de los sexos queda legitimado y todavía más reforza­
do. Los hombres rara vez necesitan ejercer su poder para
mantener el status quo. Si el poder masculino es más
aparente que real, no es frecuente que las mujeres reco­
nozcan ese hecho.
La cuarta pregunta planteaba cómo se relaciona la di­
visión sexual del trabajo con la estratificación de los se­
xos. Los dos fenómenos están relacionados de varias for­
mas. Un aspecto de la división sexual del trabajo es la
participación masculina en los puestos de élite. Esto, en
sí mismo, es un componente principal de la desigualdad
entre los sexos. Más aún, las élites masculinas tienden a
favorecer a los hombres sobre las mujeres en la distribu­
ción de oportunidades y recompensas fuera del hogar,
una forma más de desigualdad. A su vez, la desigualdad
en la distribución resulta indirectamente en un apoyo
realzado de la división sexual del trabajo. Ésta ofrece a
los hombres como individuos un poder superior de los
recursos que el de las mujeres, en particular sus esposas,
1 15
lo que constituye un aspecto más de la desigualdad entre
los sexos. Los hombres son capaces entonces de usar ese
poder para reforzar la división sexual del trabajo, asegu­
rando que sus esposas siguen llevando a cabo la mayor
parte de las tareas domésticas y familiares.
La cuestión 7 aludía al modo en que adquieren los
hombres un poder de los recursos superior al de las mu­
jeres en el micronivel. He sugerido que su ventaja de po­
der surge principalmente del hecho de que los hombres
proporcionan bastantes más (si no todos) de esos recur­
sos materiales necesarios (y deseados) para los miembros
de la familia que las esposas. Lo que es más, esos recur­
sos son más difícilmente reemplazables que los servicios
proporcionados por las esposas. Para equilibrar el inter­
cambio con sus maridos, las mujeres obedecen y mues­
tran deferencia ante sus peticiones/exigencias. Lo que
subyace el poder masculino de los micro-recursos es, por
lo tanto, la división sexual del trabajo en el macronivel y
la distribución injusta de oportunidades y recompensas
que se acumulan en roles de trabajo fuera de la familia
en función del sexo.
La cuestión 8 proponía cómo usan los hombres su
poder de los recursos, en ambos niveles, para mantener
el sistema de los sexos. En el micronivel, lo usan de dos
maneras principales. Primera, mantienen la división del
trabajo en el hogar, lo que sitúa en desventaja a las muje­
res que buscan roles de trabajo fuera del hogar y reconfir­
ma la división sexual del trabajo en general. Segunda,
convierten su poder de los recursos en poder de microde­
finición. A su vez, este tipo de poder es empleado para
reforzar las definiciones sociales sexuales y para alentar
a las mujeres a elegir llevar a cabo trabajo tradicional­
mente asignado a su sexo. De esta forma, la cuestión 1 5
también queda contestada. Ésta preguntaba cómo afecta
el poder masculino de microdefinición a la división se­
xual del trabajo dentro de la familia. Al apoyar la divi­
sión sexual del trabajo, los hombres apoyan la distribu­
ción injusta de los recursos que les da un mayor poder de
1 16
los recursos de micronivel en primer lugar. En los niveles
medio y macro, las élites masculinas emplean su poder
de los recursos como guardianes para distribuir las opor­
tunidades y recompensas preferentemente entre otros
hombres. También usan su poder para crear y difundir
definiciones sociales que favorecen a los hombres. Tales
definiciones sirven indirectamente para apoyar el siste­
ma de los sexos, al legitimar las oportunidades y recom­
pensas desiguales y afectar al proceso de sexualización.
La cuestión 1 O se refería a cómo se convierte el poder
masculino en autoridad. La respuesta ha de encontrarse
primordialmente en los fenómenos de definición social y
su relación con la diferenciación sexual. La ideología se­
xual «explica» por qué debe tratarse de forma diferente a
los dos sexos y, de hecho, de forma desigual. Estas expli­
caciones encuentran forma concreta en las normas y es­
tereotipos sexuales. La sexualización implica en grado
considerable la asimilación de las definiciones sociales
sexuales. Por lo tanto, las mujeres eligen comportarse si­
guiendo pautas que apoyan un sistema que exige que
muestren deferencia y obediencia ante los hombres. Esas
elecciones legitiman el poder masculino, transformán­
dolo en autoridad.
La cuestión 1 2 abordaba la contribución de las defi­
niciones sociales sexuales al mantenimiento del sistema
de los sexos. Contribuyen al mismo, legitimando las
oportunidades y recompensas, desiguales en función del
sexo, para el trabajo realizado fuera de la casa y la fami­
lia; afectando al proceso de sexualización y, por lo tanto,
a las elecciones que las mujeres hacen de comportarse si­
guiendo pautas que refuerzan el sistema; y apoyando di­
rectamente la división sexual del trabajo.
La última cuestión se refería a la relación entre el po­
der masculino de microdefinición y la aceptación por
parte de las mujeres de las definiciones sociales sexuales.
En el Capítulo 2, se expuso el argumento de que, en la
medida en que las mujeres están relativamente aisladas
de otros adultos, como lo están las cuidadoras del hogar,
1 17
las definiciones de la realidad ofrecidas por sus esposos
(y en algunos casos por jefes masculinos) quedan sin
cuestionar. Las definiciones sociales sexuales dan venta­
ja a los hombres. Por consiguiente, es probable que la
mayor parte de éstos, las acepten por completo. Como
consecuencia, el poder de microdefinición que se acu­
mula sobre los hombres, será normalmente usado de for­
ma congruente con las definiciones sociales sexuales, re­
forzando así todavía más la conveniencia de esas defini­
ciones para las mujeres.

CONCLUSIÓN

En la conclusión del Capítulo 2 se expuso una adver­


tencia. Señalaba yo que los procesos modelo exageran el
poder masculino y la estabilidad del sistema, con el fin
de identificar claramente los procesos más importantes
que explican la estabilidad del sistema de los sexos. Esta
advertencia sigue siendo importante para poder poner
en la perspectiva adecuada los argumentos de este capí­
tulo (y del anterior). Pero, independientemente de la ad­
vertencia los sistemas de estratificación de los sexos, son
resistentes en grado sumo al cambio sustancial hacia una
mayor igualdad. De hecho, los sistemas de desigualdad
entre los sexos probablemente sean más resistentes al
cambio que otros tipos de sistemas de distribución injus­
ta (por ejemplo, sistemas de estratificación de las clases,
las razas, las etnias y las religiones), tanto porque están
profundamente grabados en la personalidad y el concep­
to de sí mismos de casi todos los miembros de la socie­
dad, como porque· la mitad de la población extrae de
ellos beneficios sustanciales y tangibles. Los procesos
por los que se da esta reproducción operan en todos los
niveles de análisis, desde el intrapsíquico al de interac­
ción, pasando por el de organización y el social. Lo que
es más, estos procesos se dan en todos los ámbitos insti­
tucionales de la vida social: dentro de la familia, de la
1 18
economía, de la política, de las instituciones educativas
y religiosas y otras instituciones que producen cultura y
la difunden. Nada de esto debería interpretarse como
una negación de que hay individuos, incluso en los siste­
mas de los sexos más estables, que rechazan someterse a
los dictados del sistema. No obstante, mientras sigan
siendo individuos aislados, se les define, se les trata y se
les controla como «desviados» y su rebelión carecerá de
repercusiones para el sistema (ver Schur, 1 984; Chafetz
y Dworkin, 1 9 86, capítulo l ).
Cualquiera que haya vivido las tres últimas décadas
como adulto, especialmente en una nación sumamente
industrializada como Estados U nidos, ha experimenta­
do lo que al menos parece ser un cambio sustancial en el
sistema de los sexos. Para algunos observadores, el pro­
verbial vaso está medio vacío, para otros medio lleno. Es
decir, algunos ven el cambio del sistema de lqs sexos
como algo más aparente que real, mientras que otros ob­
servadores perciben un cambio sustancial. En gran me­
dida, lo que las personas perciben depende del baremo
que usen para evaluar el cambio. Me inclino a ver tanto
un cambio sustancial en los sistemas de los sexos de al
menos las sociedades industriales avanzadas, como la
presentación de un viejo sistema, de alguna manera, de
una nueva guisa. Lo que ha cambiado y lo que no, por
qué algunas cosas han cambiado y otras no y cómo ha
ocurrido cualquier cambio que se haya dado, son todas
cuestiones básicas para la Parte II. Se van a abordar en el
proceso de explicar una teoría general del cambio en los
sistemas de desigualdad entre los sexos: sus objetivos,
sus procesos y sus límites.

1 19
PARTE 1 1
CAMBIO DEL SISTEMA DE LOS SEXOS
CAPÍTULO 5

Disminución de la desigualdad entre los sexos:


principales blancos

En el Capítulo 1 he sugerido que una teoría que ex­


plique la estabilidad en los sistemas de estratificación de
los sexos es una teoría de blancos del cambio y viceversa.
Si aquellos procesos y estructuras que constituyen los
apoyos más básicos del status quo cambian, la totalidad
del sistema debería cambiar. Esta lógica emana del he­
cho de que todas las partes del sistema están interrelacio­
nadas, aunque muchas se relacionan mutuamente de
manera sólo indirecta. Sin embargo, algunos elementos
del sistema tienen más facilidad que otros para iniciar
un proceso de cambio fundamental, esto es, para hacer
de mecanismos que enciendan la mecha de los cambios.
En el capítulo anterior, y específicamente en la Figu­
ra 4. 1 ., se ha expuesto un modelo integrado que especifi­
ca las principales estructuras teóricas y sus relaciones
mutuas, necesarias para explicar cómo se perpetúan a sí
mismos los sistemas de desigualdad entre los sexos. Ese
modelo de estabilidad sugiere cuatro blancos clave en
potencia, cuyo cambio (en la dirección «correcta») servi­
ría presumiblemente para reducir el nivel de la estratifi­
cación de los sexos: la división sexual del trabajo, el su-
123
perior poder masculino de los recursos, las definiciones
sociales sexuales y la diferenciación sexual, tal como sur­
ge del proceso de la sexualización. En este capítulo, voy a
examinar cada uno de estos fenómenos en términos de
su conveniencia teórica de servir como un blanco clave
del cambio.
En el mundo del activismo en el movimiento social,
los blancos se escogen con frecuencia en la medida en
que parecen más sensibles al cambio en términos prácti­
cos que otros blancos alternativos, dados los recursos y
oportunidades al alcance de las organizaciones y los acti­
vistas del movimiento. Es decir, puede ser más viable
-o al menos, parecerlo- atacar determinadas prácticas
y estructuras que otras. No obstante, los blancos prácti­
cos no son necesariamente importantes desde el punto
de vista teórico. Puede ser que ciertos apoyos menos im­
portantes del status quo sean más vulnerables al cambio,
pero su cambio tendría como mucho un impacto leve so­
bre el sistema más amplio de la desigualdad entre los se­
xos. Con todo, debido a que el éxito es más probable, los
activistas pueden ciertamente centrar sus energías en el
ataque a los blancos más vulnerables, aunque sean me­
nos importantes.
Tanto por razones intelectuales como por razones
prácticas, es importante entender qué blancos son más
importantes teóricamente, aún cuando sean difíciles de
cambiar en términos prácticos. En términos estricta­
mente intelectuales, tal comprensión es necesaria para el
desarrollo de una teoría del proceso de cambio. En tér­
minos prácticos, una mejor comprensión de cómo suce­
de el cambio, que requiere una comprensión de los blan­
cos clave del cambio, podría contribuir al desarrollo, por
parte de los activistas, de mejores estrategias para la pro­
ducción del cambio. En el resto de este capítulo, se van a
evaluar los cuatro blancos potenciales del cambio, iden­
tificados anteriormente en orden inverso a como se han
enumerado, comenzando con el proceso de la sexualiza­
ción y terminando con la división sexual del trabajo.
1 24
EL PROCESO DE LA SEX UALIZACIÓN

Desde finales de los años 60, cuando el feminismo


reapareció como un movimiento social importante en
una serie de naciones, muchos activistas y estudiosos
han centrado su atención en el proceso por el que los ni­
ños aprenden a adaptarse a las normas sexuales y a con­
vertirse en adultos diferenciados según el sexo. Se han
analizado dos enfoques teóricos muy distintos que, al
menos implícitamente, sugieren que la sexualización de
la infancia constituye la barrera principal ante el cambio
y, por lo tanto, el blanco fundamental del mismo: el en­
foque neo-freudiano, con el trabajo de Chodorow como
su mejor representación, y el Enfoque de la Socializa­
ción, que incluye a estudiosos que trabajan sobre la base
de las teorías de Interacción Simbólica, Aprendizaje So­
cial, Desarrollo Cognitivo y Rol Social. Los activistas se
han centrado en el «sexismo», reflejado en las películas
para niños, los anuncios, los programas de televisión, los
libros de texto y otros libros; en las prácticas relaciona­
das con el sexo de los maestros, asesores y administrado­
res; en los juguetes, juegos, ropas y decoración de habita­
ciones específicos de cada sexo; y, por supuesto, en las
conductas paternales relacionadas con el sexo.
Al margen de una orientación teórica o un objetivo
del activismo específicos, estos diversos enfoques com­
parten una asunción fundamental. Asumen que la sexua­
lización que tiene lugar sobre todo durante la infan­
cia, tiene efectos profundos y para toda la vida sobre la
mayoría de las personas. Tal como se ha analizado en el
Capítulo 3, el proceso de sexualización desemboca pre­
sumiblemente en una identidad propia profundamente
sexuada, que busca activamente su reconfirmación y
afecta en gran medida a las conductas y elecciones que
muestran hombres y mujeres a lo largo de sus vidas.
Hay un fallo lógico fundamental en el hecho de cen­
trarse en la sexualización de la infancia como un blanco
clave del cambio. Si es tan poderosa como se suele pen-
1 2s
sar, el cambio del sistema de los sexos es imposible de
explicar o provocar. ¿Cómo podría surgir un número sig­
nificativo de adultos -principales agentes de la sociali­
zación de la infancia- que pudieran desafiar, rechazar
o cambiar las normas sexuales? En otras palabras, ¿quién
cambiaría a los socializadores del niño? El llevar a cabo
un cambio en conceptos sexuados sobre sí mismos y es­
tructuras de la personalidad tan profundamente arraiga­
dos, tal como implica este enfoque, parece exigir una te­
rapia sustancial a nivel individual. ¿Por qué y cómo
cambiarían los terapeutas? ¿Cómo podría recibir una
proporción grande de una generación adulta una terapia
semejante y por qué habrían de buscarla esos adultos? Es
evidente que en las tres últimas décadas ha ocurrido un
cambio en muchas normas sexuales, en aspectos de los
comportamiento relevantes para el sexo y probablemen­
te en los conceptos de sí mismas de millones de personas,
sobre todo mujeres jóvenes de las sociedades industria­
les avanzadas. Estos cambios se analizarán más a fondo
en un capítulo posterior. En este contexto basta señalar
que tal cambio es inexplicable si se asume que la sexuali­
zación de la infancia funde en acero, para toda la vida las
personalidades y conceptos de sí mismos de hombres y
mujeres. Además, no hay prueba empírica alguna que
demuestre un vínculo directo entre la sexualización de la
infancia y el comportamiento adulto (ver Epstein, 1 988,
capítulo 4).
El acercamiento medio-estructural. analizado en di­
versos momentos en la Parte I, sugiere que como mejor
se entiende la conducta está en función de las oportuni­
dades, necesidades y recompensas de los roles y situacio­
nes concretos en los que las personas se encuentran (ver
también Stockard, Van de Kragt y Dodge, 1 988). Los
atributos psicológicos y socio-psicológicos que las perso­
nas llevan a determinadas situaciones, fijan las fronteras
exteriores de su repertorio conductor. La sexualización
contribuye, sin duda alguna, a fijar esas fronteras exte­
riores. Pero, decir eso no implica que las personas senci-
1 26
llamente emitan atributos de la personalidad y la psico­
logía personal en cada contexto en el que puedan encon­
trarse. Los hombres situados en roles principalmente pa­
ternales, actuarán normalmente teniendo como objetivo
fundamental la alimentación y la crianza, tal como exige
el rol, aunque quizá de forma distinta a como se compor­
tarían la mayor parte de las mujeres (por ejemplo, Ris­
man, 1 98 7). Las mujeres situadas en roles que exijan do­
minancia o exhibición de autoridad, actuarán general­
mente de forma apropiada, aunque tal vez distinta de al­
guna manera a cómo actuarían la mayor parte de los
hombres en los mismos roles (ver, por ejemplo, el estu­
dio de Zimmer de las mujeres que trabajan de guardas
de prisiones, 1 98 7 ; el estudio de Martin de las mujeres
policía, 1 980; Martin et al., que se centra en los médicos
en proceso de formación, 1 988).
Rebecca, Hefner y Oleshansky ( 1 976; ver también
Katz, 1 979) sugieren aún otra razón para poner en tela
de juicio un enfoque que pone demasiado énfasis en la
sexualización de la infancia. Como los seres humanos
son capaces de aprender indirectamente por medio de la
observación de los demás, aprenden muchas cosas que
socialmente se considera inapropiado que expresen. Su
repertorio conductual potencial, por lo tanto, incluye
. conductas consideradas inapropiadas para su propio
sexo, en un sistema de los sexos estable. Dados ciertos
cambios en los tipos de conducta permitida y exigida en
función del sexo, las personas ya poseen los medios para
expresar las nuevas conductas. En otras palabras, en un
sistema de los sexos estable, gran parte de nuestro reper­
torio conductual en potencia, nunca llega a expresarse
porque socialmente implica desviación de nuestro sexo.
Sin embargo, aquellas conductas reprimidas pueden re­
vocarse fácilmente si las condiciones y definiciones so­
ciales cambian.
Concluyo que la sexualización de la infancia no es un
blanco fundamental, teóricamente significativo, del
ca m bio. En los sistemas de los sexos estables, probable-
t 27
mente refuerce de forma sustancial el sistema con su fun­
cionamiento, tal como se analizó en el Capítulo 3. No
obstante, si se concede demasiado poder explicativo a la
sexualización de la infancia, es imposible producir o ex­
plicar el cambio del sistema de los sexos. Un gran núme­
ro de adultos puede comportarse y se ha comportado de
hecho, en su juventud, siguiendo pautas que se definían
como inapropiadas o desviadas de su sexo. Conforme los
adultos cambian, el proceso de sexualización de las gene­
raciones siguientes cambia también sin lugar a dudas.
Pero un enfoque que haga hincapié en la sexualización
de la infancia no nos puede informar sobre cómo podría
cambiar o comienza a cambiar el sistema (para críticas
similares ver también Lorber et al . , 1 9 8 1 ; Risman,
1 9 8 7).

DEFINICIONES SOCIALES SEXUALES

Muchos antropólogos y sociólogos han centrado fun­


damentalmente su atención, implícita si no explícita­
mente, en las definiciones sociales sexuales y sobre todo
en la ideología sexual como blanco clave del cambio (por
ejemplo, Sanday, 1 98 1 ; Ortner, 1 974; Giele, 1 9 7 8 ; Kess­
ler y McKenna, 1 9 7 8 ; Schur, 1 984). Desde su origen
mismo, el movimiento feminista moderno ha puesto el
énfasis en «despertar la conciencia» como objetivo fun­
damental del movimiento. El despertar la conciencia se
puede ver como otro forma de calificar el proceso por el
que las definiciones sociales sexuales tradicionales son
rechazadas y sustituidas por una nueva conciencia se­
xual. La creación de los programas de estudios para mu­
jeres y los medios feministas de circulación masiva tam­
bién reflejan esta orientación activista. Lo mismo ocurre
con respecto al rechazo feminista del uso de lenguaje se­
xista e ideas religiosas. Subyacente en esta elección de
blanco, se encuentra la asunción de que un conjunto de
definiciones sociales que devalúa a las mujeres y los atri-
1 2s
butos femeninos y que valora positivamente los atribu­
tos masculinos y a los hombres, constituye la estructura
básica a partir de la que crecen otras injusticias sexuales.
Se trata fundamentalmente de un acercamiento weberia­
no o filosóficamente idealista aplicado a la comprensión
de los sistemas de los sexos.
No hay duda alguna de que las defin_iciones sociales
sexuales desempeñan un papel importante en el mante­
nimiento de los sistemas de estratificación de los sexos.
Proporcionan el contenido específico aprendido durante
el proceso de sexualización, contribuyen directamente a
ese proceso y legitiman la totalidad de la estructura de
diferenciación y desigualdad. No obstante, no creo que
constituyan un blanco fundamental del cambio. Más
bien, voy a exponer en un capítulo posterior el argumen­
to de que el desarrollo de la conciencia sexual (es decir, el
rechazo de las definiciones sociales sexuales) entre un
número sustancial de personas -sobre todo mujeres­
constituye un medio importante, desde el punto de vista
de la crítica, para la consecución del cambio intenciona­
do del sistema de los sexos orientado hacia una mayor
igualdad.
Mi modelo de estabilidad de los sistemas de los sexos
incluye elementos tanto coercitivos como de voluntarie­
dad. La importancia de los fenómenos sociales de defini­
ción está, en gran medida, limitada a la parte voluntaria
del modelo; incluso cuando no se dan los componentes
voluntarios, en las sociedades que presentan estratifica­
ción de los sexos, los hombres poseen colectiva e indivi­
dualmente suficiente poder de los recursos, superior al de
las mujeres, como para asegurar el mantenimiento del
sistema de los sexos. Las mujeres pueden cesar de legiti­
mar la autoridad de los hombres, pero si estos siguen po­
seyendo un poder de los recursos superior, pueden ex­
traer de las mujeres por medio de la coerción, una con­
ducta que hasta ahora había sido voluntaria. Las muje­
re s pueden buscar roles de trabajo no tradicionales, pero
si las élites masculinas se niegan a hacer asequibles las
1 29
oportunidades para las mujeres, éstas probablemente no
podrán adquirirlas. En resumen, la conciencia sexual no
puede servir como mecanismo que prenda la mecha de
un cambio del sistema de los sexos a mayor escala.
De hecho, sugiero que las definiciones sociales sexua­
les cambian en gran medida, en respuesta al cambio en la
división sexual del trabajo y la ventaja de poder masculi­
no. La Teoría de la Disonancia Cognitiva propone que,
enfrentadas a una realidad que contradice sus actitudes
o creencias, las personas se inclinan a reducir la incómo­
da sensación de disonancia causada por la contradic­
ción, por medio de la alteración de sus percepciones, ac­
titudes y creencias. Desde esta perspectiva, así como
desde la del teórico social italiano Vilfredo Pareto, los
sistemas de creencias se desarrollan en gran parte ex post
facto para justificar y «explicar» nuestra conducta más
que constituir la explicación a priori de esa conducta. La
investigación llevada a cabo por Hertz ( 1986) sobre
compañeros maritales que tienen carreras profesionales
absorbentes apoya esta opinión. Esta estudiosa encontró
que los miembros de un pareja semejante desarrollaban
una ideología de igualdad dentro de la familia y la casa
como consecuencia del hecho de que los dos tenían ca­
rreras igualmente absorbentes. Hertz documenta de for­
ma explícita la ausencia de una «ideología feminista»
preexistente (es decir, conciencia sexual en mi termino­
logía). Por el contrario, Kandiyoti ( 1988, pág. 282-83)
demuestra cómo las mujeres del Tercer Mundo a menu­
do luchan contra los cambios de definición social que
van orientados ostensiblemente hacia su propia ventaja,
porque el sistema antiguo por lo menos ofrecía seguridad
y estabilidad, mientras que el nuevo proporciona pocas
«alternativas capacitadoras», si es que proporciona al­
guna.
Creo que, en la medida en que números sustanciales
de mujeres y/o hombres comienzan a comportarse si­
guiendo pautas que las definiciones sexuales tradiciona­
les califican de inapropiadas, aquéllas definiciones co-
1 30
menzarán a cambiar para justificar la nueva realidad.
Por lo tanto, el cambio en la definición no puede servir
de blanco básico desde el punto de vista teórico que sea
capaz de provocar un cambio más amplio del sistema.

VENTAJA DE PODER MASCULINA


Y LA DIVISIÓN SEXUAL DEL TRABAJO

El superior poder masculino de los recursos y la divi­


sión sexual del trabajo están inextricablemente entreteji­
dos. Dadas unas ventajas de poder de los recursos, los
hombres dan forma a la división del trabajo -dentro y
fuera de la familia- para su ventaja. Dada la división
sexual del trabajo, los hombres adquieren un poder de
los recursos superior -dentro y fuera de la familia. Des­
de el punto de vista analítico, el poder masculino supe­
rior es un componente, de hecho, el componente funda­
mental, de los sistemas de estratificación de los sexos. En
último término, porque los hombres poseen mayor po­
der es por lo que la división sexual del trabajo, que con­
ceptualmente no implica desigualdad, produce empírica­
mente una desventaja femenina. El poder permite a los
hombres devaluar el trabajo de las mujeres y asignar tra­
bajo devaluado a las mismas. El blanco último del cam­
bio es, por lo tanto, la muerte de la superioridad masculi­
na en cuanto al poder de los recursos. Sin embargo, al de­
cir esto me limito a decir con otras palabras que el blan­
co último es la aniquilación de la estratificación de los
sexos. Por consiguiente, sería una tautología centrarse en
el superior poder masculino como el blanco que podría
despertar el cambio en el sistema de estratificación de
los sexos. Lógicamente, el blanco teórico apropiado que
podría servir como detonador para producir un cambio
grande del sistema debería ser, pues, la división sexual
del trabajo.
Al menos tres componentes de la división sexual del
trabajo tendrían que cambiar para producir un cambio
131
más amplio del sistema. Aunque los tres están estrecha­
mente conectados, son dos los que se entrelazan espe­
cialmente, y es imposible dar prioridad a ninguno de los
dos basándonos en razones teóricas. Estos dos son aque­
llos en los que más énfasis ponen las estudiosas marxis­
tas-feministas (así como otras muchas), aunque usan
un vocabulario distinto del mío: la división sexual del
trabajo dentro del hogar y la familia, y la desigualdad
entre los sexos en lo relativo a las recompensas que lle­
van consigo los roles de trabajo extradoméstico. Dentro
de casa, maridos y mujeres deben tener la misma respon­
sabilidad con respecto a todos los deberes, y gastar en
ellos más o menos la misma cantidad de tiempo y esfuer­
zo, si las mujeres han de ser capaces de competir, en un
plano de igualdad con los hombres por otros roles de tra­
bajo que genere recursos. La igualdad conyugal del tra­
bajo doméstico no excluye la posibilidad de una reduc­
ción general de la cantidad de este tipo de trabajo si hay
otras personas, incluyendo a los niños, los trabajadores
pagados o los servicios adquiridos, que proporcionan
mayor cantidad del mismo. Sea cual fuere la cantidad
que queda por hacer o supervisar por los adultos, ésta
debe dividirse en partes iguales. Por otra parte, la igual­
dad no exige que ambos compartan todas las tareas.
Simplemente requiere que los dos dediquen la misma
cantidad de tiempo, atención y energía al trabajo domés­
tico. En los roles de trabajo extradoméstico tampoco se
da el caso de que los hombres y las mujeres deban hacer
el mismo trabajo. Lo que hace falta, más bien, es que rea­
licen un trabajo que esté recompensado en la misma me­
dida y que ofrezca las mismas oportunidades de futuras
recompensas. Son los recursos que manan de los roles de
trabajo, no la naturaleza de las tareas en sí, lo que pro­
porciona el acceso a otros recursos sociales apreciados,
incluido el poder. El recurso más básico que los roles de
trabajo pueden generar es el dinero o los bienes materia­
les intercambiables. Pero este no es el único tipo de re­
cursos. Las capacidades y el conocimiento, el prestigio y
1 32
las alianzas con personas que no sean de la familia son
también recursos que pueden acumularse en un rol de
trabajo. En muchas sociedades basadas en la caza y la
horticultura que son sencillas tecnológica y socialmente,
los hombres y las mujeres realizan un trabajo distinto
pero no son sustancialmente diferentes en cuanto a los
recursos que obtienen por su trabajo (ver Chafetz, 1 984,
capítulo 3; Bourguignon, 1 980; Martín y Voorhies,
l 97 5). Con todo, en sociedades más complejas, entre las
que se incluye la mayor parte de las sociedades contem­
poráneas, es probable que mientras los hombres y las
mujeres lleven a cabo un trabajo específico de su sexo
fuera del hogar, - su labor no se verá igualmente recom­
pensada. En términos prácticos, por tanto, la segrega­
ción sexual del trabajo extradoméstico tendrá que ser
probablemente eliminada en gran medida, para poder
igualar el acceso a los recursos y terminar con la estratifi­
cación de los sexos.
La política pública puede abordar potencialmente las
cuestiones de la justicia en los roles de trabajo extrado­
méstico. Sin embargo, se dan pocas probabilidades de
que la legislación pueda tener demasiado impacto sobre
la división del trabajo del hogar. Por lo tanto, aunque no
hay ninguna razón teórica para conceder prioridad a uno
de estos dos tipos de cambio en la división sexual del tra­
bajo, sí que hay una razón práctica. En Estados Unidos y
muchas otras naciones, la legislación durante las últimas
dos a tres décadas ha declarado ilegal la discriminación
sexual en la contratación, el salario y la promoción (ver
Michel, 1 98 5, que estudia la legislación comparable en
Francia; Steinberg y Cook, 1 98 8, págs. 3 1 6- 1 8 para una
revisión de la misma en nueve naciones occidentales in­
dustriales). La búsqueda activa de mujeres cualificadas
para ocupar puestos de trabajo, tradicionalmente en ma­
nos de los hombres, también ha sido decretada por una
política de acción afirmativa en Estados Unidos. En al­
gunos estados de este país, ha entrado en vigor una polí­
t ica de igual salario por valor comparable para los em-
t 33
presarios estatales, y los activistas están intentando que
se convierta en una política de empleo general para eli­
minar las injusticias basadas únicamente en la composi­
ción sexual de las ocupaciones. Ciertamente, estas políti­
cas no han resultado (todavía) en la igualdad sexual, en
los roles de trabajo extradoméstico. Sin embargo, se pue­
de defender que, al menos para las mujeres más jóvenes,
han contribuido a una reducción de la desigualdad en
oportunidades y salario (una opinión que se va a docu­
mentar en el próximo capítulo). Es probable que las mu­
jeres sean capaces de incrementar los recursos que obtie­
nen de su trabajo extradoméstico antes de que les sea po­
sible ejercer un poder suficiente como para reducir de
forma importante las injusticias en la división del traba­
jo dentro de casa. U na consecuencia de esta disparidad
puede ser la tasa relativamente alta de divorcios experi­
mentada por parejas cuyos dos miembros ganan dinero
(ver Spitze y South, 1985; Wilkie, 1988, pág. 15 5). No
obstante, sean divorciadas o casadas, las mujeres afron­
tan una jornada laboral doble que, en el mejor de los ca­
sos, es un apeadero necesario en el camino hacia la igual­
dad. Pero ni siquiera la igualdad en la provisión de los
recursos familiares otorga a las mujeres el mismo poder
de micronivel que a sus esposos (aunque tales mujeres
disfrutan de un mayor igualdad que las esposas que no
participan en la provisión). Blumberg ( 1984) defiende
que el macropoder masculino consigue con su funciona­
miento «rebajar» la habilidad de las mujeres para con­
vertir los recursos económicos en poder de micronivel.
Las definiciones sociales sexuales y, con frecuencia, las
injusticias sexuales políticas, jurídicas y otras injusticias
macroestructurales producen esta rebaja. Por consi­
guiente, ante la carencia de cambios de macronivel pro­
ducidos por las élites, ni siquiera es probable que la
igualdad en los roles de trabajo extradoméstico vaya a
resultar en una plena igualdad en la división del trabajo
doméstico.
El tercer componente de la división sexual del traba-
t 34
jo es precisamente la participación masculina en los ro­
les de élite. En la Parte I, esta estructura fue tratada
como una entidad separada de la división sexual del tra­
bajo. De hecho, la participación en las élites incorpora
tanto las ventajas masculinas de macropoder como la di­
visión sexual del trabajo. Por definición, las élites con­
trolan los recursos de poder del macronivel. También
llevan a cabo un trabajo que, en las socíedades que pre­
sentan estratificación de los sexos, está en gran parte o
totalmente destinado a los hombres. Aunque constitu­
yen sólo una pequeña fracción de la población de la so­
ciedad -incluso de su población masculina- las élites
desempeñan un papel clave en el mantenimiento de la
desigualdad sexual, tal como se ha analizado en la Parte
l . Las mujeres podrían, en teoría, ganar la igualdad con
los hombres sobre la base de los otros dos aspectos de la
división sexual del trabajo, sin ganar por ello un acceso
significativo a los roles de élite (aunque mi teoría de la
estabilidad sugiere que esto es poco probable). Y aunque
lo lograran, mientras los hombres constituyan la mayor
parte de los ejecutores de ley y política, los guardianes,
los distribuidores de recompensas y oportunidades y los
creadores de las definiciones sociales de una sociedad,
están en posición de invertir fácilmente las ganancias de
las mujeres. Se puede concebir que en una situación es­
pecífica, las élites masculinas pudieran advertir que la
mejora de las oportunidades y los recursos de las mujeres
beneficiaría a sus organizaciones o a la nación, y de ahí a
sus intereses. Con todo, si las condiciones cambiaran,
podrían con la misma facilidad, cambiar sus políticas
hacia las mujeres. Este proceso ha ocurrido con frecuen­
cia durante las épocas de guerra cuando, teniendo en
cuenta la escasez de trabajadores masculinos, los empre­
sarios y los gobiernos proporcionan oportunidades y re­
cursos hasta entonces fuera del alcance de las mujeres,
sólo para volver a quitárselos tras el cese de las hostilida­
des (ver Trey, 1972). Por lo tanto, una mayor igualdad·
entre los sexos como un sistema estable, más que como
1 35
un fenómeno transitorio, no se puede lograr sin que se dé
una participación equitativa en los roles de élite, sobre
todo en las instituciones sociales más importantes (ver
Friedl, 1975, epílogo). El cambio sustancial y duradero
debe fluir «hacia abajo», desde los niveles macro hasta
los micro. Este blanco será probablemente el más difícil
de todos de conseguir, tal como se va a exponer en ma­
yor profundidad en el último capítulo.
Irónicamente, la política pública relevante para el
empleo pagado que ha sido perseguida con mayor vigor
por las activistas en el actual Estados Unidos, es poten­
cialmente opuesta al logro de la igualdad en cuanto a
participación en las élites. Si la justicia salarial o el valor
comparable se convirtieran en la ley que gobierna a to­
dos los patronos, las mujeres podrían ser alentadas a per­
manecer en puestos de trabajo tradicionalmente femeni­
nos, que vendrían a recompensarlas en la misma medida
que los trabajos comparables de los hombres. Sin embar­
go, aquellos trabajos que son tradicionales para las muje­
res rara vez se encuentran en el corazón de las institucio­
nes sociales más importantes. Lo normal es que no for­
men parte de las escalas que conducen a los puestos de
élite. De hecho, Holter ( 1972) sugiere de paso que las
mujeres logran el acceso a roles tradicionalmente mascu­
linos precisamente cuando esos roles se están volviendo
«obsoletos», es decir, cuando empiezan a perder arte,
prestigio, salario, responsabilidad, autonomía y/o im­
portancia social en general. Por ejemplo, las mujeres sus­
tituyeron a los hombres como secretarias y contables
conforme ese trabajo se volvía mecanizado, caía en la ru­
tina y dejaba de funcionar como un puesto de formación
de gentes y empresarios. Más recientemente, las mujeres
se han introducido en la farmacia conforme las tiendas
de venta de medicamentos se convertían en cadenas que
venden fármacos pre-manufacturados en vez de las tien­
das propiedad de un individuo, donde los boticarios
mezclaban sus propias recetas (Reskin y Phipps, 1988,
págs. 198-200). Las mujeres (y los negros) han obtenido
136
el acceso a las alcaldías y las juntas educativas cuando los
go biernos locales han perdido parte de su autonomía
ante los gobiernos estatales y federales. Aunque el que
las mujeres obtengan recompensas (recursos) iguales a
los de los hombres por su trabajo es de importancia fun­
damental, si permanecen excluidas de esa minoría de ro­
les de trabajo que constituye la élite, cualquier mejora de
su estatus relativo, será como mucho, tenue. Si el valor
comparable desvía la atención de la necesidad de inte­
grar roles de trabajo en los niveles más altos, podría re­
sultar contraproducente para la consecución de un siste­
ma estable de igualdad entre los sexos.

CONCLUSIÓN

He argumentado que el blanco del cambio teórica­


mente crucial que es capaz en potencia de hacer de deto­
nador de cambios a gran escala en el sistema de estratifi­
cación de los sexos, es la división sexual del trabajo. A su
vez, esta estructura se ha vuelto a conceptualizar como
un fenómeno que comprende tres elementos, más que
dos. La igualdad entre los sexos requiere que los hom­
bres y las mujeres compartan igualmente las labores de la
casa y la familia; que ocupen roles extradomésticos que
sean iguales en cuanto a los recursos materiales y no ma­
teriales que generan; y que estén representados en la mis­
ma medida entre los participantes en los roles de élite.
En la medida en que la división sexual del trabajo cam­
bia en estas direcciones, el proceso de la sexualización
produciría adultos menos diferenciados en las siguientes
generaciones, y las definiciones sociales que distinguen
envidiosamente los sexos, entrarían en declive. Dada
una mayor igualdad de acceso a los recursos, la ventaja
de poder de los hombres sobre las mujeres quedaría re­
ducida. Y todavía más menguada conforme fueran de­
clinando la diferenciación sexual y las definiciones so­
ciales sexuales.
1 37
Tras haber identificado el blanco crucial del cambio
del sistema de los sexos, la siguiente cuestión es cómo
cambia o puede cambiarse la división sexual del trabajo.
El proceso por el que el cambio en la división sexual del
trabajo hace de detonador de otros cambios en el sistema
de los· sexos, debe también examinarse más detallada­
mente. Recuerde que en el Capítulo 1 , sugería yo que el
cambio hacia una mayor igualdad puede tener raíces
tanto inintencionadas como intencionadas. En los próxi­
mos tres capítulos, el cambio del sistema de los sexos se
va a examinar primero en cuanto consecuencia de proce­
sos inintencionados, después en cuanto consecuencia de
esfuerzos intencionados y finalmente en tanto en cuanto
estos dos se relacionan mutuamente. En el capítulo in­
troductorio también sugerí que se puede dar y se ha
dado, el cambio que aumenta la estratificación de los se­
xos, pero que tal cambio tiene su mejor explicación en
cuanto que es una consecuencia inintencionada de otros
cambios sociales. Por lo tanto, el capítulo siguiente va a
incluir un estudio del cambio en ambas direcciones
como consecuencia de procesos inintencionados.

138
CAPÍTULO 6
Procesos de cambio inintencionados

El análisis desarrollado en el capítulo anterior, sugie­


re que el lugar razonable donde comenzar una búsqueda
de los procesos inintencionados que actúan como deto­
nadores del cambio, en el grado de estratificación de los
sexos, es examinar aquellos procesos que afectan a la di­
visión sexual del trabajo. Empiezo asumiendo que los
mismos tipos generales de procesos pueden, de alguna
manera, detonar un aumento o una reducción de la es­
tratificación de los sexos, dependiendo de cómo afecten
a la división sexual del trabajo. En otras palabras, la mis­
ma teoría puede explicar un cambio en ambas direccio­
nes, siendo la diferencia de dirección, principalmente
una función de si el cambio más amplio del sistema, re­
duce o exacerba la división sexual del trabajo.

ALGUNOS EJEMPLOS DE CAMBIO ININTENCIONADO

Antes de comenzar con la explicación de una teoría


del cambio, se van a justificar algunas descripciones de
cambios del sistema de los sexos que han ocurrido en
realidad, incluidos algunos cambios recientes en las so-
1 39
ciedades industriales avanzadas, así como una selección
de otros tipos de casos.

La transición hacia una tecnología agraria


Los recientes estudios antropológicos y sociológicos
sugieren que en sociedades tecnológicamente sencillas
que no producen una plusvalía, se da normalmente el
mínimo de estratificación de cualquier tipo, incluida la
de los sexos (por ejemplo, Chafetz, 1 984; Blumberg,
1 978; Nielsen, 1 97 8 ; Martín y Voorhies, 1 97 5 ; Sanday,
1 98 1 ; Leacock, 1 97 8 ; Huber, 1 98 8). En las sociedades
basadas en la recogida y en las sociedades hortícolas tec­
nológicamente más sencillas, las mujeres, en todos ex­
cepto unos pocos casos (por ejemplo, los esquimales que
dependen en gran medida de la caza y la pesca), propor­
cionan la mitad o más del alimento y controlan sus pro­
pios medios de producción y los frutos de su trabajo. El
principio general de distribución se basa en compartir.
Los sexos están más cerca de ser iguales que en cualquier
otra forma de sociedad. Hasta hace unos diez mil años,
todos los seres humanos vivían en sociedades como es­
tas.
La estratificación de los sexos, así como otras formas
de desigualdad estructurada, aparentemente se convirtió
en la norma, conforme el desarrollo tecnológico de algu­
nas sociedades resultaba en la producción de una plusva­
lía, de bienes intercambiables. Esta forma de cambio tec­
nológico comenzó en pequeña medida en las sociedades
hortícolas avanzadas y se extendió de forma drástica con
el desarrollo de la tecnología agraria ( específicamente
con el arado y la irrigación). Muchos trabajadores deja­
ron de controlar los medios y productos de su trabajo.
En su lugar, las élites se apropiaron de la tierra y de una
serie de ganancias extras, y se las arreglaron para obtener
de la gran mayoría de la población gran parte de lo que
producía -en forma de impuestos, diezmos, rentas, etc.
1 40
Las sociedades agrarias son normalmente las que presen­
tan una mayor estratificación de cualquier tipo (Lenski,
1 9 66).
En un trabajo anterior ( 1 984 ), argumentaba yo que
con la revolución agraria, las mujeres perdieron la mayor
parte de sus oportunidades de involucrarse regularmente
en el trabajo, generador de excedente, de cultivar ali­
mentos. Antes de que las sociedades cultivaran alimen­
tos y guardaran animales domésticos, en la mayoría de
los casos, los hombres cazaban -sobre todo caza ma­
yor- y las mujeres recogían comida y algunas veces ca­
zaban animales pequeños. Como recolectoras, las muje­
res probablemente desarrollaron el cultivo de los alimen­
tos y constituyeron originalmente la clase cultivadora.
Del mismo modo, el pastoreo probablemente surgió de
la caza y se convirtió, por lo tanto, en una labor masculi­
na. La horticultura, que todavía se practica en algunas
partes del mundo, se realiza en pequeñas parcelas, situa­
das cerca de la vivienda, con una azada o un palo para
cavar como herramienta principal. Las mujeres pueden
combinar fácilmente la horticultura con el cuidado de
niños y bebés. Allí donde la agricultura sustituyó a la
horticultura, una herramienta mucho más pesada, el ara­
do, con frecuencia arrastrado por un animal domestica­
do, ha sustituido a la azada. La tecnología agraria requie­
re generalmente, campos más grandes que con frecuen­
cia se encuentran a una distancia considerable de la vi­
vienda. Esta combinación de atributos ha resultado nor­
malmente en la sustitución de mujeres por hombres
como cultivadores principales de la comida en los luga­
res en los que una tecnología agraria ha sustituido a una
hortícola. En las sociedades agrarias, las mujeres ayudan
en los campos cuando se las necesita durante la cosecha
o en otras épocas en que el trabajo es especialmente
abundante, y procesan los productos agrícolas convir­
tiéndolos en comida que la familia puede consumir.
Pero con la excepción del cultivo del arroz en las maris­
mas, la producción agraria se basa en que las mujeres se
141
dediquen a producir hijos, cuya labor es ayudar a sus pa­
dres en el trabajo de producir alimentos, tanto para la fa­
milia como para la producción de un excedente destina­
do a la nobleza, el clero, el gobierno y/o el intercambio o
la venta. En los casos en que las mujeres agrarias culti­
van comida, se trata normalmente de huertos adyacen­
tes a la casa, sobre todo para el consumo familiar. En el
mejor de los casos, siguen siendo horticultoras de subsis­
tencia en una economía de intercambio basada en la pro­
ducción agraria. Su estatus, en comparación con el de los
hombres de tales sociedades, es muy bajo, como siempre
ocurre allí donde las mujeres producen subsistencia en
una economía basada en el intercambio (Huber, 1988;
Blumberg, 1988). Es igual de bajo o más bajo todavía en
aquellos casos en que la producción se centra enteramen­
te en el pastoreo, una ocupación abrumadoramente mas­
culina (Martin y Voorhies, 1975, capítulo 10).

La industrialización

Si la revolución agraria sirvió para menoscabar el pa­


pel de las mujeres en el trabajo extradoméstico, genera­
dor de recursos, el impacto a largo plazo de la revolución
industrial, ha sido lo contrario. Como el trabajo de las
mujeres está a menudo infrautilizado en las economías
agrarias, al menos en Estados Unidos y Gran Bretaña,
fueron las hijas de los granjeros las que constituyeron la
primera fuerza de trabajo en la industria textil recién de­
sarrollada, que fue la primera forma de producción in­
dustrial (Berch, 1982 ; Easton, 1976, pág. 393; Oakley,
1974, pág. 37). En todos los demás países de Europa,
una superpoblación rural general significó que había su­
ficientes hombres sin empleo como para ocupar los
puestos de trabajo ofrecidos por las nuevas fábricas. In­
cluso en los casos en que las mujeres entraron en las pri­
meras fábricas, ese fenómeno fue de corta duración y
142
aquéllas fueron sustituidas pronto por hombres. No obs­
tante, ya en las últimas décadas del siglo x1x, muchas
mujeres pobres casadas (sobre · todo inmigrantes), así
como solteras, trabajaban en los talleres y las fábricas de
las naciones industriales, aunque a cambio de un salario
sumamente bajo y en lugares que carecían de condicio­
nes sanitarias y de seguridad adecuada�, tanto persona­
les como laborales. Con el principio del nuevo siglo, co­
menzaron a aparecer trabajos para mujeres solteras de
clase media en tiendas, oficinas, bibliotecas y escuelas
públicas. Los trabajos situados en estos escenarios se
identificaron cada vez más con la segregación femenina,
estaban relativamente mal pagados e inevitablemente se
perdían o se abandonaban cuando estas mujeres se casa­
ban. La mayor parte de las mujeres se casaban y, al me­
nos para la nueva clase media que ahora florecía, y por
consenso común, la principal esfera de actividad de las
mujeres casadas era la casa y la familia.
Al mismo tiempo, con la industrialización llegaron
nuevas oportunidades para las mujeres de clase media,
excluyendo el trabajo pagado. En todas las naciones
industrializadas, el nivel general de la educación creció,
incluido el de las mujeres. Para finales del siglo x1x, las
mujeres de tales naciones habían conseguido entrar en
las universidades. Incapaces de usar su educación para
lograr un empleo pagado, las mujeres casadas de clase
media se volvieron cada vez más hacia el trabajo filan­
trópico y la beneficencia, sin salario, hacia el activismo
en una serie de causas (por ejemplo, movimientos aboli­
cionistas, antialcohólicos, socialistas y nacionalistas) y
hacia el activismo religioso. En una época en que las mu­
jeres «como es debido» no abrían la boca en público, las
mujeres de clase media forjaron nuevos roles públicos
para sí mismas -roles hasta entonces monopolizados
por los hombres- a lo largo de las últimas décadas del
siglo x1x y las primeras del xx. En los años 20, las muje­
res de un buen número de naciones remataron esta ex­
pansión de sus roles públicos al ganar el derecho al voto
143
(ver Chafetz y Dworkin, 1 986, para un estudio más pro­
fundo de estos cambios).
Las primeras fases de la industrialización tuvieron
como consecuencia nuevas oportunidades de trabajo
para las mujeres pobres, un trabajo en el que se las explo­
taba de forma escandalosa. Su estatus, en comparación
con el de sus iguales masculinos, era probablemente un
poco más alto que el de sus hermanas agrarias, en tanto
en cuanto aportaban algunos de los muy necesitados re­
cursos económicos a sus familias. Pero lo hacían al alto
precio de una jornada pagada de doce horas o más, seis
días a la semana, además de las pesadas responsabilida­
des del trabajo doméstico, al carecer de avances tecnoló­
gicos útiles en el hogar (por no hablar de los sirvientes
domésticos al alcance de las esposas de clase media).
Para éstas, la división sexual básica del trabajo permane­
ció inalterada, pero las mujeres añadieron nuevos roles
extradomésticos que les proporcionaron confianza, un
nivel de conocimientos e influencia y un conjunto de ha­
bilidades orgnizativas de los que hasta entonces habían
carecido (es decir, recursos no materiales). Este proceso
se dio en las naciones anglosajonas y de Europa Occiden­
tal en primer lugar, pero para mediados del siglo xx, se
había extendido a la mayor parte de las naciones del
mundo, en diversos grados.
Las décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial
han sido testigo de cambios aún más profundos en la di­
visión sexual del trabajo, en algunas de las naciones más
industrializadas del mundo. Niveles elevados y sosteni­
dos de expansión económica, en parte dependientes de
innovaciones tecnológicas importantes en los campos de
la electrónica, la comunicación y el procesamiento de la
información, han aumentado de forma sustancial el nú­
mero absoluto de puestos de trabajo. La expansión de la
proporción relativa y del número absoluto de empleos
en el sector de los servicios (terciario) de las naciones in­
dustriales avanzadas explica la mayor parte del creci­
miento de tal mano de obra (Oppenheimer, 1 970; Gers-
1 44
huny y Miles, 1 983, capítulo 3). Los trabajos reservados
a las mujeres -ocupados principalmente por mujeres
solteras- se encuentran entre aquellos que han crecido
de manera más drástica desde poco después de la guerra
hasta el momento actual. Pertenecían en su abrumadora
mayoría al sector terciario (King, 1 978; Oppenheimer,
1 970; Huet, 1 982 ; Condon, 1 985). Más de las tres cuar­
tas partes de todas las mujeres que trabajan, lo hacen en
el sector terciario en Estados Unidos (Blau, 1 978). La
mayoría de los hombres desempleados carecían de la
educación y la formación necesarias para ocupar estos
puestos en oficinas, escuelas y hospitales.
A lo largo de la década, de 1 950 la mayor parte de las
mujeres solteras ya tenían un empleo. Esto significó que
los puestos de trabajo sólo podían ocuparse reclutando a
mujeres casadas. Inicialmente, las mujeres casadas con
hijos mayores, fueron suficientes. Con el paso del tiem­
po, una mayor expansión económica llevó consigo la ne­
cesidad de emplear a grandes números de mujeres con
hijos pequeños -incluso en edad preescolar. En Fran­
cia, el 70 por 1 00 del crecimiento de la mano de obra en­
tre 1 975 y 1 980 respondió a la incorporación progresiva
de las mujeres (Huet, 1 982), y en 1 983, casi el 60 por 1 00
de las mujeres francesas con hijos formaban parte de la
fuerza de trabajo (Michel, 1 985). En Estados Unidos,
hacia mediados de la década de los 80, más de la mitad
de las mujeres casadas tenían un empleo (O'Kelly y Car­
ney, 1 986) y casi la mitad de las madres con hijos en
edad preescolar se contaban entre la fuerza de trabajo
(Ritzer y Walczak, 1 986). Sin embargo, en todo el mun­
do industrializado se da una gran proporción de mujeres
casadas empleadas fuera del hogar que ocupan puestos
de media jornada. A su vez, el trabajo a tiempo parcial es
un fenómeno casi completamente femenino (Steinberg y
Cook, 1 988, pág. 3 1 3). Con todo, cuanto mayor fue el
número de mujeres que entraba a formar parte de la
fuerza de trabajo, más creció la demanda de servicios
que sustituyeran o complementaran su trabajo domésti-
1 45
co, sobre todo personas que cuidaran de sus hijos, traba­
jadores en restaurantes y otros trabajadores a cargo de
servicios personales, y más recursos tuvieron para ad­
quirir tales servicios. Esta demanda proporcionó mejo­
res oportunidades de empleo para mujeres pobres y esca­
samente educadas, si bien a cambio del salario mínimo
(o incluso por debajo de éste).
Durante esta transición masiva que ha llevado a las
mujeres casadas a trabajar fuera de casa, su despliegue
dentro de la fuerza de trabajo ha cambiado relativa­
mente poco. Las mujeres siguen estando en gran medida
segregadas en el trabajo que realizan, se les paga unas dos
terceras partes del salario que ganan los hombres em­
pleados la misma cantidad de horas por semana o año y
se les hace en la abrumadora mayoría de los casos, res­
ponsables del trabajo doméstico/familiar (para una in­
formación detallada a este respecto para los casos de
Francia, Japón y Estados Unidos, ver Lorenzen, 1 986;
exclusivamente para Estados Unidos, Fox y Hesse­
Biber, 1 984). Hay evidencia de una creciente equidad de
ingresos entre los grupos más jóvenes de hombres y mu­
jeres (O'Neill, 1 98 5, Tabla 3) y una disminución de la se­
gregación sexual del trabajo pagado para ese grupo de
edad (Beller, 1 982, tal como se cita en O'Neill, 1 98 5). En
Estados Unidos, las mujeres menores de 2 5 años ganan
un 86, 5 por 1 00 del salario de los hombres, comparado
con sólo un 66 por 1 00 para mujeres mayores (Ritzer y
Walczak, 1 98 6). Las mujeres más jóvenes, con educa­
ción universitaria, han entrado en números importantes,
en ocupaciones de gestión y profesionales dominadas
por los hombres, al menos en Estados Unidos. En tan
sólo 20 años la proporción de doctoras ha pasado de un 6
por 1 00 a un 1 5 por 1 00 y la de mujeres abogados y jue­
ces de un 3 por l 00 a un 1 5 por 1 00 (Ritzer y Walczak,
1 986). En ocupaciones de gestión y ejecutivas, se han
dado aumentos similares (O'Kelly y Carney, 1 986). Lo
que es más, un declive importante en el número y el sala­
rio real de muchos empleos dominados por los hombres,
1 46
sindicados y de las fábricas (sector secundario), también
ha incrementado aparentemente la igualdad entre los se­
xos. Algunos de estos hombres se han trasladado a em­
pleos del sector terciario, normalmente a cambio de sala­
rios más bajos. Otros que han conservado sus empleos
en las fábricas han sufrido la disminución de sus ingresos
reales. En cualquier caso, la igualdad entre los sexos ha
aumentado porque las ventajas de los hombres de la cla­
se trabajadora han disminuido, no porque las oportuni­
dades y recompensas de las mujeres hayan aumentado
(Lorence, 1988).

La expansión mundial del capitalismo


Muchos estudiosos contemporáneos que se ocupan
de economía política, se centran en la integración en rá­
pido aumento de la economía mundial. Los teóricos de
los Sistemas Mundiales hablan de naciones centrales, se­
miperiféricas y periféricas, en términos de su estatus
dentro de la economía capitalista mundial. El anterior
análisis relativo a los recientes cambios producidos por
la expansión industrial, se basó en las experiencias de las
naciones centrales tales como Estados Unidos, Japón y
gran parte de Europa Occidental. La expansión del capi­
talismo industrial ha tenido efectos muy diferentes sobre
la posición de las mujeres en las naciones periféricas (ver
especialmente Ward, 1984; Blumberg, 1988, próxima­
mente; artículos en D'Onofrio-Flores y Pfaffiin, 1982).
Las naciones centrales se definen como aquéllas que
cuentan con las economías más avanzadas, diversifica­
das, activas y ricas en un época determinada. También
tienen gobiernos fuertes y estables. Las naciones periféri­
cas se encuentran en el extremo opuesto. Son menos ri­
cas -con frecuencia muy pobres-, tienen economías
en las que abunda el trabajo intensivo y son tecnológica­
mente menos sofisticadas y se especializan normalmen­
te, en tomo a uno o unos pocos productos. Con frecuen-
1 47
cia, tienen gobiernos débiles e inestables y muchas son
antiguas colonias de otras naciones o siguen siendo colo­
nias de las mismas. Esta categoría incluye a muchas na­
ciones de América Latina, Asía, el Caribe y África. Las
naciones semiperiféricas como Israel, Argentina y Sudá­
frica se encuentran en un punto medio. En el intento de
maximizar los beneficios, las compañías multinaciona­
les con sede en las naciones centrales, buscan mano de
obra barata y explotable y materias primas. Las naciones
periféricas ofrecen estos dos aspectos de la producción,
junto con nuevos mercados.
En las naciones periféricas, las políticas de las com­
pañías de las naciones centrales, junto con las de organi­
zaciones internacionales de ayuda (por ejemplo, la Agen­
cia para el Desarrollo Internacional, el Banco Mundial),
han producido demasiado a menudo con su funciona­
miento la disminución del estatus relativo de las mujeres
(Ward, 1 984; Boserup, 1 970; Blumberg, de próxima
aparición; Martín y Voorhies, 1 97 5, págs. 298 y siguien­
tes; Sanday, 1 98 1 , capítulo 7; Etienne y Leacock, 1 9 80).
Saffioti ( l 978) y Vasquez de Miranda ( l 977), han de­
mostrado el declive en la participación de las mujeres en
la mano de obra brasileña que ha acompañado al desa­
rrollo económico. Arizpe ( 1 97 7, pág. 3 1 ) ha documenta­
do la creciente tasa de desempleo entre las mujeres, en
comparación con los hombres, en Méjico. Con respecto
a las naciones africanas, se ha llegado a conclusiones si­
milares (Niethammer, 1 98 1 ). Los hombres de las nacio­
nes centrales y las élites indígenas masculinas, educadas
en las naciones centrales, trabajan sobre la base de las de­
finiciones sociales sexuales procedentes de las naciones
centrales. Por lo tanto, centran los esfuerzos de desarro­
llo sobre los hombres, ignorando casi por completo la di­
visión sexual indígena del trabajo. Las sociedades en las
que las mujeres cultivan las principales cosechas, se
transforman en economías basadas en la venta de las co­
sechas, utilizando una tecnología que se asocia con los
hombres (por ejemplo, los tractores). El control de la tie-
1 48
rra y la tecnología, o al menos el empleo en la producción
de esas cosechas, se les da a los hombres. Las mujeres
quedan reducidas a la horticultura de subsistencia den­
tro de una economía de intercambio. La introducción de
productos manufacturados en las fábricas, con frecuen­
cia destruye las industrias artesanales de las mujeres na­
tivas. El comercio a gran escala hace que los pequeños
comerciantes, que frecuentemente son mujeres, se arrui­
nen (ver Ellovich, 1 980, págs. 94-96). Los nuevos em­
pleos para las mujeres se crean a menudo en la «línea de
montaje global», es decir, fábricas exportadas de las na­
ciones centrales de alto coste salarial. Sin embargo, estos
empleos se pagan sumamente mal, son inseguros, sin
sindicatos, estrechamente supervisados y, en muchos ca­
sos, confinados a las mujeres solteras muy jóvenes.
Otros trabajos nuevos de la parte más modernizada de la
economía -los que exigen educación y formación- se
reservan casi por completo a los hombres (Papanek,
1 977, pág. 1 6). Ward concluye de su estudio que cuanto
mayor es la dependencia de la nación periférica de una
nación central y cuanto mayor es el nivel de inversión de
la nación central en la periférica, mayor será el grado de
estratificación de los sexos ( 1 984, págs. 40-43 ; ver tam­
bién Bennholdt-Tomsen, 1 984).
El que la integración en la economía capitalista mun­
dial sirva para reducir, incrementar o estabilizar la estra­
tificación de los sexos en una nación periférica determi­
nada, depende en última instancia de la naturaleza del
sistema preexistente en esa nación. En los lugares en que
el estatus de las mujeres es relativamente alto tal integra­
ción suele producir una reducción de sus posiciones en
comparación con sus iguales masculinos. Puede que no
tenga ramificaciones para el cambio en los casos en que
las mujeres estuvieran con anterioridad en una situación
de extrema desventaja. Pero sobre todo, es fácil y poco
preciso presuponer que la «modernización» de una na­
ción pobre lleva consigo automáticamente, la ventaja a
largo plazo de sus mujeres, como muchos estudiosos y
1 49
políticos occidentales masculinos han estado asumiendo
durante varias décadas.

La guerra y el conflicto político


Hasta ahora se han analizado diversas condiciones
concretas bajo las que la división sexual del trabajo y el
estatus relativo de las mujeres se han visto afectados
específicamente por los cambios tecnológicos y econó­
micos. Existe otra bibliografía -teórica y empírica­
que sugiere que, cuando una comunidad o sociedad ex­
perimenta una profunda tensión, sobre todo aquella pro­
ducida por una guerra duradera o crónica o por el cons­
tante conflicto político entre distintas subculturas den­
tro de una sociedad, el estatus relativo de las mujeres
también resulta afectado.
Cuando la guerra hace salir a gran número de hom­
bres de la comunidad natal durante períodos largos de
tiempo, tal como ocurrió durante las guerras mundiales
en Japón, Europa y Estados Unidos, las mujeres acceden
con frecuencia a roles de trabajo que los hombres mono­
polizaban con anterioridad (Chafe, 1972; Koyama,
196 1). En la terminología de Harris, la «guerra externa»
proporciona oportunidades a las mujeres para que modi­
fiquen la «jerarquía sexista» -aunque sólo sea tempo­
ralmente- hasta que los hombres regresen ( 1978, págs.
6 1-63). Sanday ha descrito precisamente este proceso
entre los Abipon y los Seneca ( 198 1, págs. 1 1 7, 12 1; ver
también White, 1987, pág. 129). La «guerra interna», es
decir, el conflicto entre comunidades vecinas o subpo­
blaciones de una nación, sin embargo, tiene el efecto
contrario, reforzando un sistema de desigualdad entre
los sexos. Los hombres no se ausentan durante períodos
lo bastante prolongados como para que se haga necesaria
la asunción por parte de las mujeres de sus tareas o para
que éstas ganen autonomía con respecto a su control dia­
rio. No obstante, como defensores de sus comunidades,
1 50
el prestigio y las gratificaciones de los que participan en
la lucha, se ven reforzados. Durante épocas de conflicto,
los roles más importantes para poder ganar el conflicto
se convierten en los más apreciados, y por extensión las
personas que desempeñan esos papeles experimentan
asimismo un aumento de su apreciación social. Es pro­
bable que este proceso constituya el incentivo y/o recom­
pensa necesario para inducir a grandes cantidades de
personas a poner en peligro sus vidas (Harris, 1 978).
Aunque las mujeres se han visto a menudo involucra­
das en las guerras, las revoluciones y otros enfrentamien­
tos políticos violentos en los que su nación, partido polí­
tico o grupo subcultural (racial, religioso, étnico) estaban
empeñados, en general nunca han constituido más que
un puñado de luchadores reales (ver Sanday, 1 98 1 , pág.
1 7 7, para un estudio de la masculinidad de los guerreros
en sociedades tecnológicamente sencillas). Incluso en Is­
rael, donde las mujeres han sido reclutadas desde la in­
dependencia, no se les ha permitido ocupar puestos de
combate desde la guerra de 1 948. Ciertamente, las muje­
res han participado en las luchas por la liberación nacio­
nal que sacudieron a la mayoría de las colonias tras el fin
de la Segunda Guerra Mundial, pero, una vez más, en la
mayor parte de los casos, sólo unas cuantas estuvieron
involucradas de manera activa en la lucha directa (ver
Chafetz y Dworkin, 1 986, capítulo 1 ). Ridd y Callaway
( 1 987) presentan una serie de estudios de casos de la par­
ticipación reciente de las mujeres en las luchas políticas
en Chipre, Irán, Irlanda del Norte, Líbano, Turquía y
otros lugares, encontrando siempre lo mismo: en situa­
ciones de conflicto armado o violento son los hombres
los que protagonizan casi toda la lucha; como mucho, las
mujeres sirven como personal de apoyo en varios aspec­
tos diferentes.
Independientemente de si la guerra es interna o ex­
terna, tiende a producir o exacerbar las definiciones so­
ciales sexuales. El régimen nazi invirtió una creciente
conciencia sexual en la Alemania de entreguerras al glo-
ts t
rificar a los hombres como guerreros y proclamar «la co­
cina, los niños y la iglesia» como los roles adecuados a las
mujeres (Rupp, 1 977). Sanday describe cómo, al incre­
mentarse el conflicto entre las tribus americanas nativas
de las Grandes Llanuras, el estatus de las mujeres Che­
yenne y Comanche disminuyó ( 1 98 1 , págs. 1 4 7, 1 5 7).
En su conclusión del libro, compuesto por comunicacio­
nes sobre las mujeres y el conflicto político, Callaway
afirma que «en tiempos de conflicto político ... los valo­
res masculinos se ven realzados y reforzados». Entretan­
to, «los roles de "madre" y "ama de casa" pueden au­
mentarse y alabarse ... pero con todo ... el valor otorgado
a los roles femeninos hace hincapié en la polaridad se­
xual, reforzando así los roles masculinos como la estruc­
tura dominante» ( 1 987, pág. 228). De hecho, el conflicto
trae consigo un énfasis enfocado hacia el regreso a la tra­
dición, tal como la vuelta al velo de las mujeres en Irán,
conforme «se invocan las imágenes culturales de las mu­
jeres para representar el mundo intemporal del pasado»
(pág. 229).
Resumiendo, en el mejor de los casos, la guerra y el
conflicto político, algunas veces permiten a las muje­
res acceder a nuevos roles de trabajo generador de re­
cursos, normalmente de forma temporal. Parecen siem­
pre exacerbar las definiciones sociales sexuales que de­
valúan a las mujeres y los roles de éstas, en relación con
aquéllos de los hombres guerreros. Por último, en algu­
nos casos, el conflicto sirve para dar la vuelta a anterio­
res logros conseguidos por las mujeres, al obligarlas a
volver a roles de trabajo tradicionales y restricciones de
norma sexual.

Los EFECTOS DEL CAMBIO DEMOGRÁFICO, TECNOLÓGICO


Y ECONÓMICO EN LA DIVISIÓN SEXUAL DEL TRABAJO

En la sección anterior, he descrito varios tipos de ca­


sos en que los cambios a gran escala, de tipo tecnológico
y económico, han afectado a la división sexual del traba-
1 s2
jo de macronivel y, por implicación, al nivel de la estrati­
ficación de los sexos. En esta sección, se van a desarrollar
varias proposiciones generales teóricas que plasman es­
tas relaciones, así como varias que dependen de varia­
bles demográficas. El punto de mira estará puesto princi­
palmente sobre roles de trabajo no domésticos/familia­
res, porque parecen ser los más directamente afectados
por cambios de macronivel en la demografía, la tecnolo­
gía y la economía.

Factores de oferta y demanda


Antes de explicar una teoría del cambio inintencio­
nado en la división sexual del trabajo, hay que abordar
un error común en gran parte de la bibliografía contem­
poránea relativa a las mujeres y el trabajo. En el intento
de entender el aumento drástico de las tasas de participa­
ción en la fuerza de trabajo de las mujeres casadas, sobre
todo en Estados Unidos, los estudiosos se concentran
con demasiada frecuencia en cambios con respecto a los
atributos de las mujeres. Se cita normalmente un catálo­
go de rasgos que diferencian a ·las mujeres de las recien­
tes décadas de sus madres y sus abuelas. Las mujeres de
hoy día tienen una educación mucho más completa, in­
cluyendo la formación universitaria. Tienen muchos
menos hijos y son relativamente jóvenes cuando sus hi­
jos más pequeños ya no necesitan una supervisión cerca­
na. Se da mucho más el caso de mujeres divorciadas o
solteras. Las que se casan generalmente no tienen hijos
hasta más tarde. Su expectativa de vida es mayor. La tec­
nología de la casa ha aliviado en cierto modo el peso de
la labor doméstica, junto con la facilidad de conseguir
comidas rápidas, congeladas, etc. Por último, la infla­
ción, sobre todo en los costes del hogar, exige que las es­
posas ganen dinero si las parejas van a crear un estilo de
vida de clase media, que incluya una vivienda en propie­
dad. Por cualquiera o por todos estos tipos de razones,
1 53
las mujeres casadas en teoría han entrado o permanecido
en la fuerza de trabajo en números cada vez mayores, si
se compara con décadas anteriores, desde mediados de
los años 50.
Esto es lo que se llama «lógica del lado de la oferta».
Nos ayuda a entender por qué son más las mujeres que
pueden querer participar en roles de trabajo extradomés­
tico en la actualidad que hace una generación o dos.
También es en gran medida irrelevante si las oportuni­
dades para las mujeres fuera de casa no existieran. En
otras palabras, no explica por qué hay más mujeres entre
la mano de obra pagada. Con esto, no pretendo negar la
importancia de las variables de la oferta a la hora de en­
tender la variación a nivel individual en el trabajo extra­
doméstico de las mujeres. Las variables de la oferta no
determinan la tasa de participación de las mujeres, pero
influyen en cuáles son las mujeres que participan y cuá­
les no lo hacen, siempre que tengan oportunidades a su
alcance. El «lado de la demanda» se refiere a la existen­
cia de oportunidades, sin las cuales el deseo sólo encon­
traría frustración, en una sociedad con estratificación de
los sexos. De hecho, dada una demanda de trabajo de
mujeres, los patronos, el gobierno y otras élites normal­
mente son capaces de proporcionar los suficientes incen­
tivos para incrementar de forma sustancial la oferta de
trabajadoras. Esto fue obvio durante la Segunda Guerra
Mundial, cuando los centros de cuidados de día y toda
una serie de incentivos distintos tuvieron como conse­
cuencia una amplia oferta de trabajadoras para sustituir
a los hombres que habían marchado a luchar. Lo que es
más, cuando los hombres regresaron y las mujeres deja­
ron de ser «necesarias», los incentivos se evaporaron,
siendo sustituidos por despidos generales, a pesar del de­
seo expreso de muchas mujeres de seguir formando par­
te de la fuerza de trabajo (Trey, 1 972).
Deseo sugerir que los factores de oferta son más sen­
sibles a la demanda que a la inversa (ver también Ward y
Weiss, 1 982; Semyonov y Scott, 1 983; Jones y Rosen-
1 54
feld, 1989). Por ejemplo, se sabe desde hace tiempo que
cuantos menos hijos tenga una mujer, más probabilida­
des tiene esa mujer de participar en la fuerza de trabajo,
incluso entre aquéllas que poseen la mayor cantidad de
cualificaciones relacionadas con el empleo (Stewart,
Lykes y LaFrance, 1982). Lo más común ha sido asumir
que esto constituye una variable importante de la oferta.
Sin embargo, parece que las mujeres deciden tener me­
nos hijos cuando trabajan fuera de casa (Cramer, 1980;
Stolzenberg y Waite, 1977). Incluso en sociedades tecno­
lógicamente sencillas, donde las mujeres desempeñan
roles de trabajo extradoméstico importantes, las tasas de
natalidad tienden a ser bajas y los hijos bastante espacia­
dos, al menos en comparación con otras sociedades con
el mismo tipo de economía y tecnología pero con menos
oportunidades extradomésticas para las mujeres (Ho­
well, 1976; Murray y Alvarez, 1975; Friedl, 1975, pág.
13 7). Más aún, en sociedades con una tasa de natalidad
baja, donde la demanda de trabajo de mujeres fuera de
casa es baja, las definiciones sociales y las normas que
atañen a la adecuada crianza de los hijos amplían esta ta­
rea hasta convertirla en un trabajo a tiempo completo,
tal como ocurrió durante los años 50 y principios de los
60 en Estados U nidos y es el caso actual de Japón (Whi­
te, 1987). Cuand0 la demanda aumentó en Estados Uni­
dos, la calidad sustituyó a la cantidad de tiempo como
baremo de dedicación maternal.
Los factores de demanda no sólo afectan a las deci­
siones en cuanto al número, el espaciamiento y el cuida­
do materno de los hijos, sino que también pueden afec­
tar a la cantidad y calidad del trabajo doméstico. Aun­
que las esposas que trabajan reciben poca ayuda más de
sus maridos que las cuidadoras a tiempo completo del
hogar, las primeras invierten muchas menos horas que
las últimas en el trabajo de la casa. Moore y Sawhill
( 1 978) señalan que las mujeres casadas que trabajan fue­
ra de casa emplean sólo aproximadamente la mitad del
número de horas que dedican las amas de casa de jorna-
1 ss
da completa al cuidado del hogar en Estados Unidos. Pa­
rece ser que las esposas que trabajan fuera de casa están
más dispuestas a reducir sus baremos de lo que constitu­
ye un nivel apropiado de realización de trabajo domésti­
co/familiar y/o usan más eficazmente una tecnología
destinada al ahorro del trabajo que sus compañeras que
no tienen una carga doble de trabajo. La asequibilidad
de bienes domésticos que ahorran trabajo (por ejemplo,
hornos microondas, comidas preparadas, lavadoras y se­
cadoras, lavaplatos) no significa que se vayan a usar para
reducir el trabajo. Pueden usarse y es corriente que se
usen para aumentar la frecuencia con la que se realizan
determinadas tareas (por ejemplo, lavar ropa a diario) o
su calidad (por ejemplo, comidas más historiadas). El
cómo se usen depende sustancialmente de qué otras de­
mandas afrontan el tiempo y las energías de las mujeres.
Para parafrasear un viejo cliché, el trabajo doméstico y
familiar se expande para ocupar todo el tiempo disponi­
ble. Del mismo modo, estas labores se pueden reducir
considerablemente (ver Chafetz y Dworkin, 1984; En­
gland y Farkas, 1986).
Los comentarios anteriores presuponen que las mu­
jeres tienen suficiente autonomía para controlar de ma­
nera sustancial su fertilidad y para fijar su propio nivel
de realización de tareas domésticas/familiares. En mu­
chas sociedades, no es éste el caso. Sin embargo, cuando
las mujeres carecen en gran medida de una autonomía
semejante, es precisamente porque viven en sociedades
relativamente estables y con un nivel elevado de estrati­
ficación de los sexos y carecen del más mínimo grado de
poder de los recursos. Si se dieran cambios inintenciona­
dos que tuvieran como consecuencia un aumento sus­
tancial de la demanda de su trabajo en roles de trabajo
generador de recursos, el resultado sería la mayor auto­
nomía en el micronivel del hogar (Blumberg, 1988;
Ward, 1984). Dada una demanda tal, las élites también
darían probablemente forma a políticas y definiciones
sociales que reforzaran la capacidad de las mujeres de
1 56
controlar su fertilidad -cuando no su carga de trabajo
doméstico.

La demanda de trabajo no doméstico


realizado por mujeres
La cuestión teórica básica de esta sección, se refiere a
cómo el cambio macroestructural afecta inintencionada­
mente a la división sexual no doméstica del trabajo.
¿Bajo qué circunstancias experimentan las mujeres un
aumento de su acceso a los roles de trabajo generador de
recursos? ¿Bajo qué circunstancias experimentan una
disminución? Dado el análisis anterior, los factores que
afectan a la demanda de su trabajo son los que van a
constituir el centro de atención, más que su buena dispo­
sición a proporcionar ese trabajo. Los factores estructu­
rales principales, cuyo cambio puede afectar a la divi­
sión sexual del trabajo, son factores tecnológicos, econó­
micos y demográficos. Voy a comenzar con los demográ­
ficos porque la probabilidad de que los otros dos afecten
a la división sexual del trabajo depende siempre del per­
fil demográfico de una sociedad.

Factores demográficos
Supongamos la asunción de un sistema de desigual­
dad entre los sexos, incluyendo una división sexual del
trabajo por la que los hombres disfrutan de un mayor ac­
ceso que las mujeres a los recursos como recompensa por
su trabajo: Mientras exista un número suficiente de hom­
bres en edad de trabajar, disponible para hacer frente a la
de m anda de trabajo que lleva a cabo tradicionalmente,
no se dará ningún cambio en la división sexual del traba­
jo. Lo que es más, si aparecen nuevos tipos de roles de
t rabajo generador de recursos, mientras haya un número
sufi ciente de hombres disponible para hacer frente a la
1 57
nueva demanda, las mujeres no obtendrán el acceso a es­
tos roles de trabajo. La cuestión, pues, es bajo qué cir­
cunstancias habrá un número demasiado escaso de hom­
bres para afrontar esa demanda, dándose una cantidad
constante por ahora de roles de trabajo generador de re­
cursos (es decir, en ausencia de una expansión en el nú­
mero de tales roles, en relación con el número de hom­
bres en edad de trabajar).
El cambio en la división sexual del trabajo se puede
dar como respuesta a un cambio sustancial en el tamaño
de la población total que está en edad de trabajar, en re­
lación con los roles de trabajo generador de recursos ase­
quibles. Si, en ausencia de una expansión suficiente de la
asequibilidad de tales roles, el tamaño de la población en
edad de trabajar crece de forma significativa, muchas
personas quedarán infraempleadas o desempleadas.
Esta situación es característica de gran parte del actual
Tercer Mundo. Teniendo en cuenta las diferencias en el
tamaño del grupo afectado, esta situación ha afectado
periódicamente a naciones más ricas también. No obs­
tante, el excedente de población masculina se distribuye
con frecuencia de modo diferente según la clase social y
el nivel de educación/formación. En algunas naciones
occidentales, en la actualidad y en el pasado reciente, se
ha dado un excedente de personas con una educación re­
lativamente buena. En las naciones pobres, se suele dar
con mayor frecuencia un excedente de personas pobres y
con una educación pobre. Bajo tales condiciones de su­
perpoblación y, por lo tanto, de números significativos
de hombres infraempleados o desempleados, se da cier­
ta tendencia entre los hombres a la invasión de aquellos
relativamente escasos roles de trabajo reservados a las
mujeres que ofrecen recompensas razonablemente altas
para el segmento concreto de la población masculina in­
fraempleada o desempleada. Los hombres con una for­
mación universitaria normalmente no invadirán em­
pleos femeninos que requieran escasa cualificación y que
estén pobremente recompensados (por ejemplo, servicio
1 58
doméstico, trabajo de oficina de nivel inferior), igual que
hombres con una educación pobre no pueden invadir los
trabajos que exigen cualificaciones y conllevan mejores
recompensas (por ejemplo, profesor). Sin embargo, los
hombres tenderán a invadir los empleos típicos de la se­
gregación femenina a un nivel proporcionado. Por ejem­
plo, ha habido un pequeño descenso en la segregación se­
xual de los empleos en la fuerza de trabajo de Estados
Unidos a lo largo de las tres últimas décadas. A pesar de
la atención pública prestada al influjo de las mujeres en
puestos de trabajo tradicionalmente masculinos, hay
más parte del cambio que se debe a la invasión por parte
de los hombres de las escasas reservas tradicionalmente
reservadas a las mujeres (por ejemplo, enseñanza en es­
cuelas públicas, trabajo social, carreras médicas aparte
de la de doctor en medicina, operadoras telefónicas, ven­
dedoras al detalle, bibliotecarias) (Jusenius, 1 976;
Berch, 1 982). Más aún, conforme los hombres han en­
trado en estos campos, se han ido haciendo cargo en gran
medida de los roles de más alto nivel, de supervisión y
administración, que son las únicas avenidas tradiciona­
les para la movilidad profesional que estaban abiertas a
las mujeres. Esa invasión ha sido consecuencia, en una
parte importante, del hecho de que un número sin prece­
dentes de personas que forman parte de la generación del
baby boom, han estudiado en la universidad. Los cam­
pos tradicionalmente masculinos que ofrecen empleos
proporcionados con ese nivel de formación no han podi­
do absorber la enorme cantidad de hombres con estu­
dios. Por lo tanto, muchos de ellos se han vuelto hacia
aquellos campos dominados por las mujeres que estaban
en expansión y ofreciendo recompensas que, aunque no
eran equivalentes a las ofrecidas por las ocupaciones do­
minadas por los hombres, eran mejores en una serie de
aspectos que no tener trabajo o tener un empleo que exi­
giera una formación sustancialmente inferior. En ese
momento, los empleos dominados por las mujeres esta­
ban en un proceso de expansión lo bastante rápido como
1 59
para que las mujeres en general no perdieran sus puestos.
Sin embargo, si la superpoblación y la infrautilización de
la fuerza de trabajo masculina ocurrieran en una econo­
mía de estado estable, el resultado sería que las mujeres
se verían apartadas de los roles de trabajo generador de
recursos.
Proposición 6. 1. Manteniendo constante el número
de roles de trabajo disponible que genera recursos, cuan­
to mayor es el crecimiento de la población en edad de
trabajar, más probable será que las mujeres sean aparta­
das por los hombres de aquellos roles que ellas han ocu­
pado tradicionalmente.
Si la superpoblación puede producir el desplaza­
miento de las mujeres, es razonable asumir que la esca­
sez de población, con respecto a las oportunidades de
trabajo asequibles, produciría el efecto contrario. Cuan­
do un grupo generacional muy pequeño, tal como el
«baby bust», que comenzó en los años 60 en Estados
Unidos, alcanza la edad de trabajar, puede que no haya
suficientes hombres para ocupar los puestos de trabajo
disponibles (manteniendo la demanda constante). En un
caso semejante, las mujeres pueden lograr un acceso in­
crementado a puestos de trabajo tradicionalmente mas­
culinos. De hecho, el pequeño grupo nacido durante la
depresión de los años 30, no pudo proporcionar hom­
bres bastantes para hacer frente a la demanda en expan­
sión de trabajo tras la Segunda Guerra Mundial, propor­
cionando así un aumento sustancial en el número de
puestos de trabajado destinados a mujeres mayores, casa­
das durante los años 50 (Michel, 1 985; Easterlin, 1 987,
capítulo 4).
Proposición 6. 2. Manteniendo constante el número
disponible de roles de trabajo que generan recursos,
cuanto mayor sea la disminución de la población en
edad de trabajar, más probabilidades tendrán las muje­
res de lograr el acceso a puestos de trabajo tradicional­
mente masculinos.
Sin embargo, la Proposición 6. 2. requiere hacer una
1 60
salvedad. Es completamente posible que una escasez de
trabajadores no se resuelva reclutando mujeres, sino re­
clutando hombres de otra sociedad. Los esclavos captu­
rados en otros lugares o los inmigrantes pueden ser utili­
zados para hacer frente a esa demanda. Esto se da sobre
todo en el caso de trabajos que exigen relativamente po­
cas cualificaciones. En un mundo lleno .de naciones su­
perpobladas, esta respuesta es al menos tan probable
como la de abrir nuevas oportunidades a las mujeres en
una sociedad que presente una estratificación elevada de
los sexos. En el mundo contemporáneo, la esclavitud ge­
neralmente no es una opción. El que una nación recurra
a los extranjeros o a sus propias mujeres, depende sus­
tancialmente tanto de la adecuación que se dé entre los
niveles de educación, cualificaciones y clase de sus muje­
res desempleadas, como de los tipos de roles de trabajo
que haya que ocupar. En parte, también, probablemente
refleje el grado de homogeneidad étnica, racial y religio­
sa de la nación. Las naciones con gran homogeneidad
pueden ser más reacias a admitir a personas de diferen­
tes orígenes culturales que las naciones con una pobla­
ción que ya esté bastante diversificada. Por último, hay
otros aspectos de la nación donde la demanda de traba­
jadores es alta que pueden afectar a la disposición de los
trabajadores extranjeros a emigrar allí. La falta de liber­
tad política o religiosa, por ejemplo, puede disuadir a la
inmigración incluso cuando las oportunidades económi­
cas sean generosas.
Hasta este momento, el estudio se ha centrado en el
tamaño de la población total en edad de trabajar, igno­
rando la ratio sexual. Independientemente del tamaño
total de la población, una ratio sexual que venga a ser
sustancialmente sesgada también puede afectar a la divi­
sión sexual del trabajo, asumiendo una vez más una de­
manda constante de trabajadores. El cambio profundo
de la ratio sexual entre los adultos suele ser consecuencia
principal de dos fenómenos: la guerra y la emigración.
La guerra en la época contemporánea desplaza a un
16 1
gran número de hombres de su trabajo normal. Durante
el periodo de las hostilidades, esta extracción resulta con
frecuencia en el reclutamiento de mujeres para esos roles
(asumiendo que no haya un excedente de hombres o una
población masculina infra-empleada y desempleada que
no absorba el aparato militar). No obstante, el impacto a
largo plazo de la guerra depende de la tasa de bajas mas­
culinas. Cuando es relativamente baja (por ejemplo, en
Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial), el sta­
tus quo adquirido es difícil de mantener una vez llegada
la paz (Trey, 1 972; Chafe, 1 9 72). Cuando las bajas son
muy elevadas, resultando en una ratio sexual baja (es de­
cir, una escasez de hombres) durante toda una genera­
ción, tal como ocurrió en Europa del Este y la Unión So­
viética durante y tras la Segunda Guerra Mundial, las
oportunidades ampliadas para las mujeres perviven lar­
go tiempo después de que la guerra haya terminado
(Scott, l 979, págs. 1 80-8 1 ).
Las ratios sexuales también pueden resultar sustan­
cialmente sesgadas debido a una emigración diferente
según el sexo. En particular, la emigración del campo a la
ciudad y la internacional son a menudo sumamente es­
pecíficas de un sexo (ver Smith, Khoo y Go, 1 984, Tabla
2. 1 ). Allí donde los hombres constituyan el grueso de los
emigrantes, la comunidad que los envía (comunidad de
origen) experimentará una ratio sexual baja entre perso­
nas en edad de trabajar. Esto podría abrir nuevas oportu­
nidades a las mujeres. Sin embargo, cuando se da una
emigración masculina a gran escala, los hombres nor­
malmente emigran como individuos aislados (esto es, no
como parte de una familia), precisamente por la ausen­
cia de oportunidades económicas en el lugar de origen.
La que marcha es una población excedente, generalmen­
te joven y masculina, que presumiblemente deja atrás
suficientes hombres como para hacer frente a la deman­
da local (Massey et al., 1 98 6). Si los emigrantes masculi­
nos comparten uno o unos pocos lugares de destino co­
munes, elevarán la ratio sexual de las comunidades que
162
lo s reciban. Como su motivación es sobre todo económi­
ca, estos hombres suelen estar dispuestos a aceptar cual­
quier trabajo disponible (Piore, 1 979). Dependiendo de
los tipos de trabajo que las mujeres realicen en las comu­
nidades de llegada, los inmigrantes masculinos las des­
plazarán o les impedirán adquirir nuevas oportunidades
de trabajo. Por ejemplo, aunque las mujeres constituye­
ron el primer grupo de trabajadores de fábricas en Nue­
va Inglaterra, fueron desplazadas rápidamente por hom­
bres que emigraban tanto de las áreas rurales como del
extranjero (Huber, 1 976).
Cuando son las mujeres las que constituyen el grueso
de la emigración, como sucede en muchas naciones del
Tercer Mundo, estas mujeres serán normalmente jóve­
nes y solteras y en busca de trabajo que no está a su al­
cance en sus comunidades de origen (Thadani y Todaro,
1 9 84). Normalmente, acaban ocupando puestos de tra­
bajo tradicionalmente femeninos, de escasa cualifica­
ción, en el mercado de trabajo «informal» (Shah y
Smith, 1 984). Este mercado incluye trabajos tales como
empleo doméstico privado (por ejemplo, irlandesas en
Gran Bretaña y Estados U nidos en el siglo x1x; hispanas
en muchas partes de Estados U nidos hoy día), chicas de
batTa, venta ambulante y prostitución (Arizpe, 1 9 7 7 ;
Chincilla, 1 97 7). También acaban, cada vez más, traba­
jando en la «línea de montaje global» produciendo bie­
nes para las corporaciones multinacionales a cambio de
salarios de explotación (Berch, 1 982, aporta los siguien­
tes salarios a la hora, en 1 976, para las trabajadoras in­
dustriales: Hong Kong, 5 5 centavos; Corea del Sur, 52
centavos; Filipinas, 32 centavos; Indonesia, 1 7 centa­
vos). En las naciones más ricas, las inmigrantes femeni­
nas suelen dirigirse a ciudades importantes que ofrecen
un gran número de trabajos de oficina y administración
de bajo nivel, tales como Nueva York y Washington,
D.C. En ninguno de los dos casos compiten en números
importantes por los mismos tipos de trabajo que tradi­
cio nalmente llevan a cabo los hombres. Sin embargo, la
163
afluencia de mujeres puede crear competencia entre las
recién llegadas y la población indígena femenina por tra­
bajos escasos, privando a algunas de las antiguas trabaja­
doras de su trabajo extradoméstico y produciendo un
descenso de los salarios de todas ( o manteniéndolos ba­
jos). Normalmente, la comunidad que las envía pierde el
trabajo doméstico no pagado de las mujeres, a menudo
su trabajo hortícola de subsistencia en naciones del Ter­
cer Mundo y su asequibilidad como esposas para los
hombres de la región. Irónicamente, el efecto de la esca­
sez de mujeres (una ratio sexual elevada) en la comuni­
dad de origen puede ser una restricción aún mayor de la
autonomía de aquéllas que se quedan atrás. Guttentag y
Secord ( 1 983) argumentan que, dada una desigualdad
entre los sexos, una ratio sexual elevada (escasez de mu­
jeres) tiene como consecuencia un «poder de pareja»
considerable para las mujeres frente a sus maridos, debi­
do al valor que adquieren como bien escaso. Pero ese
mismo valor significa que van a ser celosamente guarda­
das y que va a restringírseles fuertemente el acceso a ro­
les extradomésticos que podrían ponerlas en contacto
con otros hombres. Y a la inversa, si la ratio sexual de la
comunidad de llegada se vuelve excesivamente baja (ex­
ceso de mujeres), el valor que reciben las mujeres dismi­
nuye y se sustituye por la misoginia y la explotación se­
xual. Por lo tanto, la pequeña cantidad de independen­
cia ganada por las mujeres emigrantes que logran algún
tipo de empleo, se ve recortada por el tratamiento excesi­
vamente negativo que reciben por parte de los hombres.
Proposición 6. 3. Una reducción a largo plazo de la
ratio sexual (por debajo de la paridad) de la población en
edad de trabajar, consecuencia principalmente de la gue­
rra o la emigración, tiende a aumentar el acceso de las
mujeres a roles de trabajo generador de recursos debido
a la ausencia de una población excedente masculina.
Proposición 6. 4. Un aumento a largo plazo de la ra­
tio sexual de la población en edad de trabajar (por enci­
ma de la paridad) tiende a incrementar las restricciones
1 64
impuestas en el trabajo extradoméstico de las mujeres, al
competir los hombres por el trabajo disponible e inten­
tar guardar el acceso a sus esposas.

Factores económicos y tecnológicos


En el estudio de los factores demográficos cuyo cam­
bio puede alterar la división sexual del trabajo, la de­
manda de empleo se supuso constante. En esta sección,
este enfoque se va a invertir y se mantienen constantes el
tamaño total de la población y la ratio sexual. Asumo
que hay suficientes hombres, pero no un gran excedente,
para hacer frente a la demanda del tipo de trabajo que
realizan tradicionalmente, y que la ratio sexual es apro­
ximadamente de 1 00 (paridad).
Hay dos aspectos biológicamente arraigados del sexo
que pueden afectar gravemente, y con frecuencia lo han
hecho, a la división sexual del trabajo: la superior fuerza
física masculina y el hecho de que los fenómenos del em­
barazo y la lactancia se ven confinados a las mujeres. Las
estructuras socioculturales elaboran y exageran a menu­
do la importancia de estas diferencias sexuales básicas,
sobre todo la función reproductora de las mujeres. Allí
donde existe una mano de obra masculina suficiente, las
funciones reproductoras básicas de las mujeres se elabo­
ran socialmente hasta llegar a considerarse una respon­
sabilidad del cuidado de bebés y niños mucho más
profunda de lo que requieren los hechos biológicos. No
obstante, en sociedades tecnológicamente sencillas, el
embarazo y la lactancia -y de ahí la necesidad de man­
tener la proximidad con bebés y niños- hacen que para
las mujeres resulte ineficaz la participación amplia en ro­
les de trabajo que requieran una movilidad prolongada y
rápida o largos períodos de atención concentrada. Asi­
mismo, la fuerza superior de los hombres como término
medio, hace que sea más eficaz -aunque no absoluta­
mente necesario- que éstos se especialicen en tareas
165
que requieran una fuerza considerable (ver Chafetz,
1984, especialmente el Capítulo 3). Cualquier cambio
tecnológico que altere en profundidad los roles de traba­
jo en términos de exigencias de fuerza, necesidad de mo­
vilidad prolongada y rápida y/o el período de atención
necesario, tiene en potencia capacidad para cambiar la
composición sexual de esos roles de trabajo.
En el caso de la revolución agraria, los aspectos de la
fuerza y el período de atención con respecto al cultivo de
los alimentos cambió en la dirección de favorecer la par­
ticipación masculina sobre la femenina. Es sustancial­
mente más eficaz emplear una tecnología agraria para
los hombres que para las mujeres (asumiendo la existen­
cia de un número suficiente de hombres para llevar a
cabo el trabajo). La consecuencia fue la sustitución de la
horticultura femenina por la agricultura masculina como
estructura económica principal. En el caso de la revolu­
ción industrial, las exigencias de fuerza en los roles de
trabajo no doméstico, disminuyen de forma considera­
ble con el tiempo. Las mujeres ganan un acceso paulati­
namente mayor a tales roles de trabajo, pero también
hay una tendencia contraria. Con la industrialización,
los lugares de trabajo y vivienda se separan espacialmen­
te más que bajo las form;;¡� anteriores de tecnología, difi­
cultando quizá para las mujeres el combinar la materni­
dad con los roles de trabajo extradoméstico. Lo que es
más, los requisitos de periodo de atención de la mayor
parte de los roles de trabajo no doméstico en las socieda­
des industriales, excluyen el cuidado simultáneo de los
niños pequeños. Por lo tanto, antes de que grandes nú­
meros de mujeres puedan ser capaces de aprovechar el
hecho de que los roles de trabajo de la sociedad indus­
trial ya no favorezcan a los hombres, sobre la base de
consideraciones de fuerza y movilidad, es necesaria una
reducción del tamaño de la familia y la creación de for­
mas alternativas de cuidado de los hijos para comple­
me�tar el cambio tecnológico. No obstante, deseo suge­
rir lo siguiente:
1 66
Proposición 6. 5. Cuanto más refuerza el cambio
tec nológico las exigencias de fuerza, movilidad y/o
período de atención de los roles de trabajo no domés­
tico, más fácil es que esos roles sean ocupados por los
hombres.
Proposición 6. 6. Y a la inversa, cuanto más reduzca
el cambio tecnológico las exigencias de fuerza, movili­
dad y/o período de atención de los roles de trabajo no
doméstico, más fácil es que las mujeres consigan ganar
acceso a tales roles.
En una sociedad que presente estratificación de los
sexos es difícil que las mujeres desplacen a los hombres
de los roles de trabajo generador de recursos. La Proposi­
ción 6. 6. en realidad significa que las mujeres lo tendrán
más fácil para ganar acceso a esos roles, no que necesa­
riamente se les ofrezca la oportunidad de hacerlo. En
resumen, los cambios tecnológicos que realzan la impor­
tancia de las ventajas biológicamente arraigadas que po­
seen los hombres, tendrán como resultado directo que
estos se harán cargo de los roles de trabajo no doméstico
nuevos o alterados. Aquellas nuevas tecnologías que re­
ducen las ventajas inherentes de los hombres, no produ­
cen un cambio autómatico en la división sexual del tra­
bajo. El cambio tecnológico tiene un efecto asimétrico
sobre la misma.
Los cambios tecnológicos importantes resultan gene­
ralmente en uno o más de los siguientes aspectos: nivel
incrementado de producción; tiempo y esfuerzo reduci­
dos para producir la misma cantidad de bienes o servi­
cios y, por lo tanto, un precio más bajo por unidad; y au­
mento de la calidad de los bienes o los servicios. Cada
uno de estos cambios puede afectar potencialmente a la
división sexual del trabajo.
En los casos en que una tecnología nueva realza la ca­
lidad y/o reduce los precios, los que usaban la antigua
t ecnología lo tendrán cada vez más difícil para intercam­
biar o vender su producto o servicio, y al final tendrán
que abandonar ese tipo de trabajo. Cuando la antigua
1 67
tecnología pertenecía a un sexo y la nueva se asocia con
el otro, la composición sexual de los roles de trabajo
afectados, cambia. Este ha sido el caso en muchas nacio­
nes del Tercer Mundo donde las mujeres producían la
artesanía tradicional para la venta. La introducción de la
producción industrial, normalmente por multinaciona­
les, y/o el aumento de las importaciones de naciones in­
dustriales han vuelto obsoleta la artesanía de las muje­
res. El control de la producción industrial y del negocio
de importación, y el trabajo dentro de estos sectores, se
encuentran abrumadoramente en manos de los hombres
-extranjeros y nativos. A diferencia de las mujeres, los
hombres como colectividad (aunque no necesariamente
como individuos) no suelen perder oportunidades de
trabajo cuando la tecnología vuelve obsoletas sus anti­
guas habilidades, porque ganan acceso a la nueva tecno­
logía (ver Saffioti, 1 986).
Proposición 6. 7. Cuando una tecnología nueva
vuelve obsoleto el trabajo realizado por los miembros de
un sexo, independientemente de qué sexo sea el afecta­
do, las mujeres suelen perder el acceso a los roles de tra­
bajo generador de recursos más que los hombres.
Cuando una tecnología nueva reduce el tiempo y el
esfuerzo necesarios para producir bienes o servicios, lo
normal es que se siga invirtiendo el mismo tiempo y es­
fuerzo, lo que tiene como consecuencia la expansión de
la producción. Cada cambio tecnológico importante ha
producido una expansión en la productividad total y la
cantidad de excedente generado por los trabajadores
(Lenski, 1 966). El desarrollo del cultivo y la azada pro­
dujo los primeros excedentes, aunque muy pequeños. La
tecnología agraria aumentó el tamaño de los excedentes.
La revolución industrial incrementó tremendamente la
producción de los mismos. Por último, el desarrollo in­
dustrial del último estadio, consecuencia de la «revolu­
ción de la electrónica» experimentada por algunas nacio­
nes desde la Segunda Guerra Mundial, ha incrementado
aún más la producción de excedentes.
1 68
Aunque el cambio tecnológico permite ostensible­
mente que el mismo número de trabajadores produzca
más, sus efectos a largo plazo han sido con frecuencia el
e mpleo de más trabajadores, cada uno de los cuales pro­
duce más que sus colegas que utilizaban una tecnología
más sencilla. Cuanto más excedente se genera, más se
motivan las élites aparentemente para. aumentar aún
más la economía, empleando aún más personas a las que
sacan de trabajos de subsistencia y mantenimiento del
hogar. Cierta parte del excedente producido por los
trabajadores ha sido siempre usada por las élites para el
engrandecimiento y el placer personales. Las élites eco­
nómicas, que controlan los medios y productos de la pro­
ducción, escatiman parte del excedente en forma de be­
neficios o salarios sumamente elevados. Las élites políti­
cas recogen su parte en forma de impuestos; las élites re­
ligiosas, como diezmos. Durante los siglos pasados, co­
menzando en Europa Occidental y extendiéndose gra­
dualmente por casi todo el mundo, las élites han dedica­
do una proporción significativa (aunque muy variable)
de la producción de excedentes a incrementar la capaci­
dad productiva. Especialmente bajo el capitalismo, aun­
que no con exclusividad, el continuo crecimiento econó­
mico ha sido un objetivo principal de las élites políticas
así como de las económicas. En el proceso, las fuerzas to­
tales de trabajo no doméstico de muchas sociedades han
crecido a lo largo del tiempo, aunque no sin disminucio­
nes periódicas durante las depresiones y recesiones.
Desde los orígenes de la industrialización hasta la Se­
gunda Guerra Mundial, las economías de las naciones
industrializadas generalmente fueron capaces de propor­
cionar roles de trabajo generador de recursos para la ma­
yor parte de los hombres, algunas esposas de hombres
pobres de clase trabajadora y muchas mujeres solteras.
Estas categorías suplían el trabajo necesario para hacer
frente, y con frecuencia exceder, la demanda. Cuando la
economía experimentaba algún revés, la oferta de traba­
jo excedía la demanda. En estas circunstancias las muje-
169
res, en el pasado y aún actualmente, normalmente expe­
rimentan mayor pérdida de empleo que los hombres
(Berch, 1 982, págs. 1 7- 1 8). En una comparación de ocho
naciones industriales, en dos momentos distintos ( 1 976
y 1 98 1 ), Steinberg y Cook ( 1 98 8, pág. 3 1 2) encontraron
mayores tasas de desempleo para las mujeres que para
los hombres en todos los casos excepto en dos. Desde la
Segunda Guerra Mundial, las economías de la mayoría
de las naciones sumamente industrializadas han crecido
de manera sustancial, en parte como consecuencia de
cambios tecnológicos importantes en los campos de la
electrónica, la comunicación y el transporte. Tal como se
ha señalado anteriormente, el resultado hasta la fecha ha
sido la expansión laboral específicamente en industrias y
ocupaciones del sector de los servicios, que compensa
con mucho cualquier contracción de empleo en trabajos
de fabricación experimentada por estas naciones (Urqu­
hart, 1 984). Como la mayor parte de los hombres y las
mujeres solteras ya tenían trabajo, lo que se ha buscado
cada vez más, ha sido el trabajo para mujeres casadas.
Proposición 6. 8. Cuanto mayor es el cambio tecno­
lógico, más probabilidades tiene una economía de cre­
cer, en muchos casos empleando gradualmente a más
personas en roles de trabajo generador de recursos.
Proposición 6. 9. Dada una tasa de empleo esencial­
mente plena para los hombres, cuanto mayor sea la ex­
pansión económica, más oportunidades tendrán las mu­
jeres de acceder a roles de trabajo generador de recursos
-primero las mujeres solteras y las mujeres casadas po­
bres, y después, otras mujeres casadas.
Proposición 6. 1 O. Y a la inversa, cuanto más se re­
traiga la economía, más fácil es que las mujeres pierdan
desproporcionadamente el acceso a roles de trabajo ge­
nerador de recursos.
El cambio tecnológico y la expansión y la recesión
económicas no afectan normalmente a todos los tipos de
roles de trabajo de la misma forma, en un momento y un
lugar determinados. Los avances tecnológicos pueden al
1 70
mismo tiempo crear nuevos tipos de trabajo, eliminar
otros tipos, descualificar algunos roles de trabajo y real­
zar el nivel de cualificaciones de otros. La expansión
económica se puede confinar a ciertos tipos de indus­
trias y ocupaciones, al igual que la recesión. De hecho, la
expansión y la recesión pueden coexistir en diferentes
partes de la misma economía, así como la ·degradación y
el refuerzo de las cualificaciones.
Dada la estratificación de los sexos, es probable que
la descualificación ocurra con mayor frecuencia en aque­
llos trabajos ocupados por las mujeres que en los que os­
tentan los hombres y que, cuando un trabajo dominado
por hombres queda descualificado, las mujeres vendrán
con frecuencia a sustituir a los hombres en ese trabajo
concreto si, alternativamente, existen trabajos que exi­
gen mayores cualificaciones a los que puedan pasar los
hombres (Reskin y Roos, 1987, pág. 1 3 ; Saffioti, 1986;
Game y Pringle, 1983). Y a la inversa, los trabajos y nue­
vas posiciones de cualificaciones realzadas que ofrecen
recompensas considerables, irán principalmente a los
hombres, si hay bastantes para hacer frente a la deman­
da. Del mismo modo, en las sociedades que presentan
estratificación de los sexos, cuando las oportunidades en
las industrias y ocupaciones que monopolizan los hom­
bres disminuyen, es probable que estos se trasladen a
otros sectores de la economía, desplazando posiblemen­
te a las mujeres. Cuando el declive se da en industrias y
ocupaciones reservadas principalmente a las mujeres, lo
más corriente es que éstas queden completamente ex­
cluidas del trabajo extradoméstico -al menos hasta que
su segmento de la economía experimente un giro ascen­
dente. En resumen, las mujeres son las que más cargan
con los costes del cambio tecnológico y la recesión eco­
nómica. Los beneficios del cambio tecnológico y de la
expansión económica repercutirán sobre todo en los
hombres. Sólo si las nuevas oportunidades exceden la ca­
pacidad de los hombres de hacer frente a la demanda,
se beneficiarán sustancialmente las mujeres de ellas.
1 71
Proposición 6. 1 1. Dados los efectos desiguales del
cambio tecnológico, las mujeres acabarán más a menudo
que los hombres en puestos descualificados, mientras
que los hombres acabarán más a menudo que las muje­
res en roles de trabajo de cualificaciones realzadas.
Proposición 6. 1 2. Dados los efectos desiguales del
cambio económico, los hombres de los sectores en decli­
ve de la economía tienden a trasladarse a los sectores en
expansión, si es necesario desplazando a las mujeres,
mientras que las mujeres de los sectores en decadencia
tienden a perder por completo los roles de trabajo gene­
rador de recursos, a menos que la demanda total de tra­
bajadores siga excediendo la capacidad de los hombres
para hacerle frente.
El proceso descrito anteriormente es siempre desi­
gual en el tiempo. Dado un período de tiempo breve, los
hombres pueden ser desplazados de cierto trabajo y care­
cer de las cualificaciones necesarias para acceder a roles
de trabajo generador de recursos que tradicionalmente
han ocupado las mujeres. Muchos hombres mayores
nunca llegan a adquirir tales cualificaciones y quedarán
infra-empleados y desempleados de manera permanen­
te. No obstante, con el paso de una década o dos, mu­
chos hombres jóvenes adquirirán las cualificaciones ne­
cesarias para acceder a ocupaciones e industrias en
expansión, posiblemente desplazando a las mujeres que
ya estaban allí, y casi decididamente ganando en la com­
petencia con mujeres de la misma edad que habrían ac­
cedido anteriormente a esos puestos (ver Oakley, 1 974,
págs. 43-44, para una descripción de este proceso en la
Gran Bretaña del siglo x1x).
La revolución informática ejemplifica el argumento
relativo al cambio tecnológico y la composición sexual
del trabajo no doméstico. Muchos trabajos de bajo nivel,
administrativos y de oficina, tradicionalmente realiza­
dos por las mujeres, siguen quedando en manos de éstas
y han sufrido la pérdida de cualificaciones. Se han crea­
do nuevos trabajos en ambos extremos del nivel de cuali-
t 72
ficaciones. Los trabajos de nivel bajo, introducción de
datos y montaje rutinarios de ordenadores han ido a pa­
rar a las mujeres. Los trabajos de nivel alto de cualifica­
ciones, diseño informático y programación se han con­
vertido principalmente en ocupaciones masculinas (ver
Reskin y Roos, 1 987, pág. 1 5 ; Bergom-Larsson, 1 982,
págs. 5 3-5 5). No hace falta decir que los .salarios y el ni­
vel de prestigio están estrechamente relacionados con el
grado de cualificaciones. El argumento que se refiere al
cambio económico queda ejemplificado por el movi­
miento de hombres hacia el sector terciario en expansión
al haber disminuido los puestos en el sector de la fabrica­
ción de productos (Lorence, 1 98 8). El que no hayan (to­
davía) desplazado a las mujeres se debe al aumento, muy
rápido, del número de empleos en el sector de los servi­
cios durante las tres últimas décadas.
Como resumen de esta sección, se puede decir que
cuando se producen cambios tecnológicos y económicos
que aumentan la demanda de trabajadores en roles de
trabajo generador de recursos, las mujeres tienden a ga­
nar nuevas oportunidades. Sin embargo, sus logros se li­
mitan principalmente a los niveles más bajos de cualifi­
caciones y recompensas. Cuando tales cambios afectan
de forma adversa a la totalidad de la economía o parte de
ella, cuando afectan de forma desproporcionada a los
hombres, las mujeres experimentan los efectos negativos
del desempleo o la descualificación. Del mismo modo
que los efectos del cambio demográfico son asimétricos
con relación al sexo. también lo son los del cambio tec­
nológico y económico. Esta asimetría se refleja en la afir­
mación de Blumberg de que «el poder económico relati­
vo de las mujeres (generalmente) ... cae más deprisa que
aumenta» ( 1 988, pág. 5 5).

173
Resumen
La Figura 6. 1 . muestra un modelo resumen de los
procesos por medio de los que los cambios demográfi­
cos, tecnológicos y económicos afectan a la división
sexual del trabajo. Incorpora la lógica de todas las propo­
siciones presentadas hasta el momento en este capítulo.
Dependiendo del tipo de cambio macroestructural, las
oportunidades de las mujeres de lograr el acceso a roles
de trabajo generador de recursos se ven realzadas o redu­
cidas, o el trabajo que llevan a cabo puede descualificar­
se. Las variables demográficas se han mantenido separa­
das de las variables tecnológicas y económicas. Los dos
conjuntos de variables pueden modificarse en algunos
casos concretos, de manera que se contrarrestan mutua­
mente, reduciendo así la probabilidad de cualquier cam­
bio en la división sexual del trabajo. Por ejemplo, el
cambio tecnológico y la expansión económica pueden
quedar compensados por la expansión de la población,
de manera que haya hombres de sobra disponibles para
hacer frente a la demanda crecida. En otros ejemplos, los
dos conjuntos de variables pueden reforzarse mutua­
mente, produciendo un cambio profundo en la división
sexual del trabajo. Por ejemplo, un declive en la ratio se­
xual de la población en edad de trabajar, combinado con
el cambio tecnológico y la expansión económica, po­
drían incrementar drásticamente las oportunidades de
las mujeres. Y a la inversa, una población creciente y la
recesión económica podrían reducir drásticamente di­
chas oportunidades. Sin embargo, en general las varia­
bles económicas probablemente sean más importantes
que las demográficas. En su análisis del impacto de la ra­
tio sexual sobre una serie de variables dependientes, en
un muestreo de 1 1 7 naciones, South y Trent ( 1 98 8) en­
contraron que el nivel de desarrollo económico explica­
ba en mayor medida que la ratio sexual, la variación en
cuestión, para la variable dependiente «tasa de partici­
pación femenina en la fuerza de trabajo».
1 74
Factores demográficos,
manteniendo constantes los Factores tecnológicos/económicos,
económicos/tecnológicos: manteniendo constantes los demográficos:

Declive en el total Cambio económico que


de la población aumenta la demanda total Acceso inc�mentado
activa de trabajo no doméstico al trabajo generador
de rccuriOS
faigcncias reducidas para las mujeres
de ruerz.a/movil idad
periodo de atención

Declive de la ratio sexual Cambio tccnológ1co


por debajo de la paridad importante
Caída en desuso de cua­
lificaciones especificas
de un sexo
Descualificación del tra-

Crecimiento Requisitos incremen­


en el total de la Cambio económico que reduce tados de fucna/mo-­
población activa la demanda total de trabajo vilidad/atención
no doméstico O la demanda
específica de un sexo concreto
Acceso reducido
al trabajo generador
de recursos para
Aumento de la ratio sexual las mujeres
por encima de la paridad

....
--.J
V, FIGURA 6. 1 . Modelo resumen del proceso del cambio i n i ntencionado en la d i visión sexual del t rabajo.
En general, los cambios tecnológicos importantes
que producen alteraciones a largo plazo en la economía
son los más importantes para entender los cambios en la
división sexual del trabajo y los sistemas de estratifica­
ción de los sexos. Las fluctuaciones económicas a corto
plazo, normalmente tienen ramificaciones a corto plazo
para las oportunidades de las mujeres. La guerra realza
directamente el acceso de las mujeres a nuevos roles de
trabajo sólo de forma temporal. Incluso cuando reduce
la ratio sexual debido a una tasa de bajas masculinas
muy elevada, los efectos disminuirán paulatinamente
conforme la generación que luchó en la guerra va enveje­
ciendo. La variable demográfica que más puede afectar
fuertemente a la división sexual del trabajo es la super­
población continuada, como la experimentada por mu­
chas naciones contemporáneas del Tercer Mundo. En
estas naciones, la expansión económica no ha podido su­
perar -ni siquiera mantener el mismo ritmo- que el
crecimiento de la población. Las oportunidades de las
mujeres han seguido siendo pocas o han disminuido aún
más. La ausencia de roles de trabajo extradoméstico en
tales casos puede llevar a las mujeres a elevados grados
de fertilidad, que mantienen o exacerban la superpobla­
ción y, por lo tanto, su falta de acceso al trabajo extrado­
méstico. U na vez que comienza un ciclo de superpobla­
ción y el declive de las oportunidades en el campo del
trabajo extradoméstico para las mujeres, puede, por lo
tanto, resultar exacerbado por la elección de las mujeres
de aumentar su fertilidad, tal como muestra la doble fle­
cha de la Figura 6. 1. En el mundo contemporáneo, las
naciones que más han experimentado la expansión eco­
nómica han sido naciones ricas, con un crecimiento bajo
de la población. En estos casos, las oportunidades de las
mujeres de acceder a roles de trabajo generador de recur­
sos se han vista realzadas, aunque generalmente en nive­
les de cualificación relativamente baja y recompensas
pobres, si se comparan con el trabajo al alcance de hom­
bres con un nivel de estudios comparable. Las oportuni-
t 76
dades de expansión de las mujeres se pueden volver au­
to-reforzadoras, cuando las mujeres que trabajan fuera
de casa optan por tener menos hijos, aumentando así la
futura demanda del trabajo realizado por mujeres. Esto
también queda plasmado por la doble flecha en la Fi­
gura 6. 1 .

Los EFECTOS DEL CONFLICTO POLÍTICO


SOBRE LAS DEFINICIONES SOCIALES SEXUALES
Y LA DIVISIÓN SEXUAL DEL TRABAJO

En el capítulo anterior, he argumentado que las defi­


niciones sociales sexuales no pueden servir de blanco
clave del cambio, cuyo cambio podría hacer de detona­
dor del cambio en el sistema de estratificación de los se­
xos. En ese análisis, el centro de atención fue específica­
mente el cambio que reduce la desventaja femenina. En
la primera parte de este capítulo, se han estudiado algu­
nos casos que sugieren que, durante episodios de conflic­
to político profundo y sostenido, incluyendo la guerra
pero sin limitarse a la misma, los valores tradicionales
resultan con frecuencia reforzados o se resucitan. El re­
forzamiento de las definiciones sociales sexuales se da
cuando las partes del conflicto intentan desarrollar la co­
hesión interna y la solidaridad para reforzar las fronteras
entre los grupos contendientes (ver Coser, 1 956, sobre la
relación teórica entre el conflicto grupal externo y la co­
hesión interna).
En el proceso de reafirmar los valores, las creencias y
las costumbres tradicionales, suelen incluirse las defini­
ciones sociales sexuales tradicionales. Esto no quiere de­
cir que aquellas élites, generalmente masculinas, que di­
rigen la lucha de la colectividad, se dispongan conscien­
temente a devaluar a las mujeres, a hacer que vuelvan a
los roles tradicionales o a reducir su estatus a modo de
conspiración. Más bien se debe a que, con frecuencia, se
dan estos tipos de resultados como «derivados» de un es-
t 77
fuerzo general, patrocinado por la élite, destinado a resu­
citar o reforzar las estructuras sociales y culturales tradi­
cionales que se encuentran ostensiblemente amenazadas
por una fuerza opositora. En resumen, los conflictos so­
ciopolíticos tienden a incrementar un conservadurismo
de grupo, un aspecto del cual son las definiciones socia­
les sexuales.
El que este proceso implique o no un cambio, depen­
de de la situación inmediatamente anterior a la apari­
ción del conflicto. Si el sistema sexual fuera un sistema
estable, el refuerzo de las definiciones sociales sexuales
tradicionales no constituye ningún cambio real. Sin em­
bargo, si los tipos de cambios descritos en la sección an­
terior hubieran estado ocurriendo en la dirección de
realzar el acceso de las mujeres a roles de trabajo genera­
dor de recursos, el comienzo del conflicto político nor­
malmente tiende a rescindir, o al menos reducir, esos
cambios. Las élites mirarán atrás, hacia una época ante­
rior de estabilidad del sistema de los sexos y harán hinca­
pié en que las definiciones sociales sexuales y las estruc­
turas características de esa época constituyen una parte
importante del legado por el que la colectividad está lu­
chando.
Proposición 6. 1 3. Cuanto más intenso y prolonga­
do sea un conflicto político o una guerra, mayor es la
probabilidad de que las definiciones sociales sexuales
tradicionales resulten reforzadas.
El que las mujeres en realidad pierdan o no el acceso
a roles de trabajo generador de recursos bajo estas condi­
ciones, depende principalmente de la medida en que el
conflicto en desarrollo cree una escasez de trabajadores
masculinos. Si, tal como se analizaba anteriormente, el
conflicto tiene como consecuencia que los hombres son
demasiado escasos para hacer frente a la demanda de
trabajo, a pesar de las definiciones sociales sexuales neo­
conservadoras, las mujeres mantendrán -e incluso ve­
rán incrementado- su acceso a los roles de trabajo no
doméstico. La realidad de las vidas de las mujeres estará
1 78
en profunda contradicción con las definiciones sociales
en tales casos. Pueden experimentar un aumento de re­
cursos y al mismo tiempo una disminución de su evalua­
ción social general. Esta contradicción es más fácil que
ocurra en el caso de guerras internacionales.
Cuando el conflicto es interno y enfrenta a diversas
subpoblaciones (por ejemplo, étnicas, raciales, religio­
sas), los hombres pueden continuar con su trabajo nor­
mal la mayoría de los días. En estas circunstancias, el re­
fuerzo de las definiciones sociales sexuales tradicionales
puede contribuir a la pérdida por parte de las mujeres de
roles recién adquiridos y su vuelta a la esfera doméstica
del trabajo. Se exhortará con especial énfasis a las muje­
res a producir hijos -en realidad, varones- que conti­
núen con la «causa» en el futuro. También en situacio­
nes de conflicto internacional, se puede dar una política
en pro de la natalidad. Un énfasis fuertemente pro­
natalista dificultará a las mujeres el trabajar fuera de
casa. Éstas pueden experimentar una evaluación social
más apreciativa, pero limitándose a su rol como madres
y a expensas del acceso a roles de trabajo generador de
recursos.
Proposición 6. 14. Cuanto más se prolongue el con­
flicto político, sobre todo el conflicto interno, mayor
será el énfasis puesto en el rol de las mujeres como ma­
dres, independientemente de otros trabajos que puedan
llevar a cabo.
Proposición 6. 15. Si el acceso de las mujeres al tra­
bajo generador de recursos hubiera empezado a mejorar,
cuanto más intenso y prolongado sea el conflicto políti­
co, especialmente el conflicto interno, y cuanto más se
refuercen las definiciones sociales sexuales tradicionales,
mayor es la probabilidad de que las mujeres pierdan ese
acceso recientemente adquirido a roles de trabajo gene­
rador de recursos, salvo si hay escasez de hombres para
hacer frente a la demanda de trabajo.
El hecho de que el conflicto refuerce las definiciones
sociales sexuales conservadoras, crea unas secuelas a lar-
1 79
go plazo y a menudo irónicas, tras el cese de las hostilida­
des. Las mujeres pueden lograr el acceso a nuevos roles,
especialmente durante períodos de conflicto externo.
Sin embargo, independientemente del tipo de conflicto y
de que las mujeres logren o no tal acceso, el refuerzo de
las definiciones sociales conservadoras tiende a superar
al conflicto durante un período considerable de tiempo.
Las actitudes y creencias tienden a cambiar más despa­
cio que el comportamiento -sobre todo que un com­
portamiento que sea una respuesta inmediata a una si­
tuación de emergencia. Por lo tanto, las mujeres serán
apartadas impunemente de los roles de trabajo recién
adquiridos para «hacer sitio a los hombres», tan pronto
como la situación lo permita. Como consecuencia, tam­
bién, una década después del fin de las hostilidades, las
definiciones sociales sexuales suelen ser más conserva­
doras que justo antes del principio del conflicto -tal
como queda ejemplificado por la «mística femenina» de
los años 50 en Estados Unidos (Friedan, 1 963). El hecho
de que las definiciones sociales sexuales se vuelvan más
conservadoras durante períodos de intenso conflicto, in­
dependientemente de la realidad del trabajo de las muje­
res, explica también por qué no surgen movimientos fe­
ministas durante tales periodos, y que si ya están en mar­
cha, tiendan a cesar toda actividad durante el conflicto
(ver Chafetz y Dworkin, 1 9,86, especialmente los capítu­
los 3 y 4). Tal como se va a describir en el próximo capí­
tulo, muchos de los factores principales que producen ta­
les movimientos se encuentran a menudo presentes du­
rante épocas de guerra. El que no resulten en movimien­
tos feministas debe entenderse en función de las fuerzas
de definición conservadoras e incluso reaccionarias, pro­
ducidas por un conflicto prolongado e intenso.
Como resumen de esta sección, la Figura 6.2. mues­
tra los efectos en su mayor parte adversos, del conflicto
político sobre las definiciones sociales sexuales y el esta­
tus de las mujeres.

1 80
ConRicto externo Escasez de hombres
(guerra) para hacer frente a
la demanda laboral Adquisición temporal de
roles de trabajo generador
de recursos para las mujeres

Conflicto interno
(racial/
religioso/
étnico)
Polftica pro-natalista
fomentada por las Pérdida de roles
élites de trabajo generador
de recursos para
las mujeres

FIGURA 6 . 2 . Modelo del proceso de conflicto sociopolítico, definiciones sociales sexuales y la


división sexual del trabajo.

EL IMPACTO DEL DESCENSO DE RECURSOS


DE LAS MUJERES SOBRE OTROS ASPECTOS
DEL SISTEMA DE LOS SEXOS

El punto de mira de este capítulo ha estado centrado


en los cambios, sobre todo de naturaleza demográfica,
tecnológica y económica, que inintencionadamente pro­
ducen una variación en el acceso de las mujeres a roles
de trabajo generador de recursos. En segundo lugar, he
examinado los efectos no intencionados del conflicto po­
lítico sobre las definiciones sociales sexuales, en la medi­
da en que afectan a las mujeres de forma mayoritaria­
mente adversa. A lo largo de este libro, se ha puesto el
énfasis en la naturaleza de sistema de las estructuras se­
xuales, lo que significa que el cambio, en una variable
importante, debería actuar de detonador del cambio en
las demás. Por ejemplo, cuando el acceso de las mujeres
a los roles de trabajo generador de recursos cambia (en
cualquier dirección), asumiendo que el cambio no sea de
corta duración, las definiciones sociales sexuales, la dife­
renciación sexual, la división del trabajo doméstico y fa­
miliar y el acceso de las mujeres a otros valores escasos,
incluyendo el poder y la autoridad, deberían cambiar.
181
¿Hay alguna prueba que demuestre esta lógica teórica?
¿De qué manera, específicamente, actúa un cambio
como detonador de otros cambios?
Cuando el cambio conlleva un aumento de la estrati­
ficación de los sexos, en el Capítulo 1 he argumentado
que sus fuentes deberían considerarse sólo inintenciona­
das. Plantear la intencionalidad es proponer una teoría
de la conspiración, enfoque sociológico que no goza ape­
nas de crédito alguno. Sin embargo, cuando el cambio
implica un descenso de la desigualdad entre los sexos, la
intencionalidad es posible. De hecho, en el siguiente ca­
pítulo se va a demostrar que es muy probable. Como en
este caso hay dos fuerzas, con frecuencia simultáneas,
funcionando para producir el cambio del sistema de los
sexos, es imposible atribuir específicamente la mayoría
de los aspectos del cambio a la una o a la otra. Un error
que se suele cometer con frecuencia, en los medios de co­
municación de masas, y a veces también por parte de es­
tudiosos, es atribuir la autoría causal a un movimiento
social, ignorando las corrientes sociales más profundas
que pueden haber conducido o contribuido al cambio en
cuestión. Por ejemplo, como ya se ha descrito, los facto­
res inintencionales han reforzado el acceso de las muje­
res a roles de trabajo generador de recursos durante las
tres últimas décadas en Estados Unidos y otras naciones
sumamente industrializadas. Durante gran parte de ese
tiempo, también ha habido movimientos feministas de­
dicados a lograr la igualdad entre los sexos en esas mis­
mas naciones. Si también se pudiera encontrar una dis­
minución de las definiciones sociales sexuales y la dife­
renciación, o un descenso de la división sexual del traba­
jo doméstico, ¿sería atribuible a la presión del movi­
miento? ¿A las ramificaciones del acceso incrementado
de las mujeres a roles de trabajo fuera de casa? ¿A ambos
aspectos? Dada la imposibilidad de aclarar esta cuestión,
dejo para el Capítulo 8 (tras examinar los esfuerzos diri­
gidos al cambio intencionado) un examen de qué otros
aspectos del sistema de los sexos han (y no han) cambia-
t 82
do en la dirección de una mayor igualdad, más allá del
acceso incrementado de las mujeres a los roles de trabajo
generador de recursos. En esta sección, se van a explorar
en mayor profundidad algunos ejemplos de cambio que
han exacerbado el estatus desventajoso de las mujeres.
La bibliografía que describe el proceso secuencial de un
cambio semejante no es de gran importancia, pero unos
cuantos ejemplos deberían bastar para ilustrar el impac­
to del cambio en la división sexual del trabajo.
En su examen de las tendencias en el trabajo y el esta­
tus de las mujeres en kibbutz israelíes, Blumberg (de pró­
xima aparición-b; ver también Spiro, 1 979, capítulo 2)
encontró la siguiente secuencia. Aunque las mujeres
nunca compartieron de igual a igual con los hombres el
prestigioso trabajo agrícola, muchas mujeres pioneras de
los kibbutz llevaban a cabo tal trabajo. Conforme co­
menzaron a tener hijos, las mujeres dejaron por comple­
to los campos para ocupar trabajos de servicios en las la­
vanderías, cocinas y guarderías comunitarias. Al tiempo
que este trabajo se volvía más mecanizado, cada vez más
mujeres fueron a engrosar el personal de las guarderías,
donde las ratios adulto/niño incrementaron constante­
mente. A continuación, se instituyeron requisitos por los
cuales las adolescentes trabajaban a tiempo parcial en las
guarderías, independendientemente de sus preferencias,
mientras que los chicos habían de trabajar a tiempo par­
cial en los campos y las fábricas. Entonces se desarrolló
una ideología social que hace que esta división sexual del
trabajo parezca algo «natural». Un resultado importante
es que el «80 por 1 00 de los adolescentes, varones y hem­
bras, de los kibbutz, frente a sólo un 20 por 1 00 de un
muestreo de control de chicos israelíes de ciudad de clase
media alta, eligieron tipos de ocupaciones extremada­
mente estereotipados según el sexo» (pág. 2 1 ). Blumberg
encontró especialmente sorprendente el bajo nivel de as­
piración y expectativas ocupacionales entre las jóvenes
de los kibbutz, en comparación con sus compañeros
masculinos. Llegadas al instituto, las chicas muestran un
183
logro académico en descenso con respecto a su actuación
anterior. En el terreno de los adultos, el 80 por 100 de los
residentes de los kibbutz que buscan terapia psicológica
son mujeres y sus quejas son generalmente depresión y
alienación, de las que «tienden a culparse a sí mismas»
(pág. 2 3). Las mujeres del kibbutz son criticadas por
chismosas, quejicas, quisquillosas, envejecidas prematu­
ramente y preocupadas por su aspecto.
Aunque sus ingresos personales han permanecido
idénticos a los de los hombres a lo largo de toda la histo­
ria de la existencia de kibbutz, el prestigio enormemente
desigual que va unido al trabajo de servicios frente al tra­
bajo «productivo» (agrario e industrial) afectó profunda­
mente al sistema de los sexos, mientras la división del
trabajo se volvía cada vez más segregada en función del
sexo. En la terminología de este libro, una división se­
xual del trabajo incrementada ha producido unas defini­
ciones sociales sexuales más fuertes y una mayor diferen­
ciación sexual. A su vez, estos cambios han reforzado y
legitimado la división sexual del trabajo (Blumberg, de
próxima aparición, pág. 24). Por último, las tasas de fer­
tilidad son relativamente altas entre las habitantes de los
kibbutz (3-4 o más hijos por mujer), más altas que en
cualquier otro lugar de Israel (págs. 19 y 2 5). La elevada
fertilidad es consecuencia, tanto de una política fuerte
pro-natalidad puesta en práctica entre los habitantes del
kibbutz, como del hecho de que las mujeres saben que
van a ser cuidadoras de niños sea cual sea su fertilidad
personal.
Al analizar su investigación y las investigaciones de
o,tras personas relativas a un serie de comunidades de
Africa, América Latina y Asia, Blumberg ( 1 988, de pró­
xima aparición) demuestra que, cuando se da un cambio
en la división sexual del trabajo por el que la contribu­
ción económica relativa de las mujeres a la familia dis­
minuye, su aportación en cuanto a la toma de decisiones
familiares también se ve reducida. En particular, las mu­
jeres vienen a tener mucho menos que decir en lo refe-
184
rente a cómo se gasta el dinero dentro de la familia. Ade­
más, los maridos acaban decidiendo la fertilidad de sus
mujeres sobre la base de sus propios intereses, lo que in­
dica un aumento del poder masculino de los micro­
recursos. La reducción del poder y la autonomía de las
mujeres dentro de la familia es especialmente evidente
cuando el trabajo que éstas realizan queda confinado al
ámbito doméstico (Blumberg, 1988, págs. 66-67). Lo
que es más, este declive es una rápida consecuencia de la
reducción de su «poder económico» (es decir, de los in­
gresos personales de las mujeres).
Sanday ( 198 1, págs. 14 1-43) describe cómo la comu­
nidad de los iroqueses, que se basaba en un sistema ma­
triarcal, vino a mostrar una estratificación de los sexos
cada vez mayor alrededor del principio del siglo XIX.
Durante el siglo xvm, la caza salvaje se volvió cada vez
más escasa, haciendo que el trabajo masculino de cazar
fuese cada vez más difícil de sostener. Conminados por
los misioneros cuáqueros, y sin ninguna otra alternativa
en forma de actividades laborales, los hombres pusieron
en práctica el experimento de dedicarse a criar animales
domésticos y al cultivo con arado. Las mujeres habían
sido las cultivadoras tradicionales, empleando la azada
de un tecnología característicamente hortícola. Los re­
sultados superiores obtenidos por el experimento de los
hombres «desafiaron la antigua creencia de que sólo las
mujeres podían hacer crecer las cosechas» ( 198 1, pág.
143). Poco después, un profeta llamado Handsome Lake
(Lago Hermoso) comenzó a predicar una nueva religión
que proponía nuevos derechos y deberes para cada uno
de los sexos. Este profeta enseñó «que los hombres de­
bían practicar la agricultura al estilo del hombre blanco y
que . . . las mujeres debían concebir y obedecer» ( 198 1,
pág. 1 57). Las mujeres fueron convertidas en creadoras
de hogar y los hombres en cultivadores (pág. 157). Se
acusó a las mujeres que no siguieron este nuevo estilo de
brujería, y unas cuantas fueron realmente ejecutadas.
« Muchas mujeres adoptaron los nuevos usos rápida-
1 85
mente» (pág. 1 42). La consecuencia, tanto durante la
vida de Handsome Lake como después, fue que las «mu­
jeres iroquesas tenían poder sólo de boquilla»; su «mun­
do disminuyó en alcance y poder» (págs. 1 4 1 , 1 5 7).
En años recientes, el gobierno chino ha introducido
cambios considerables en la organización del trabajo ru­
ral, en un intento de realzar la productividad agrícola.
Antes de los cambios, las mujeres y los hombres trabaja­
ban como empleados individuales, asalariados, de las
comunas agrícolas. Ahora, como en la China pre­
revolucionaria, el hogar se ha vuelto a convertir en la
unidad principal de producción, aportando una cuota
fija de productos al estado y disponiendo del resto como
pequeños empresarios privados. Citando a Elizabeth
Croll, Hartmann ( 1 9 8 7, pág. 1 5 1 ) relata que al reforzar
el hogar individual como unidad de producción, las mu­
jeres han vuelto a asumir sus roles tradicionales, y como
consecuencia su capacidad de movimiento, su visibili­
dad y su independencia se han visto reducidas. Más aún,
los valores tradicionales han sufrido un resurgimiento,
«incluida la opinión de que el propósito principal de las
mujeres en la vida es dar a luz y criar a sus hijos».
Sobre la base de estas descripciones, sugiero que el si­
guiente proceso es consecuencia de un cambio en la divi­
sión sexual del trabajo por el que el acceso de las mujéres
a un trabajo generador de recursos (incluyendo en los re­
cursos el prestigio, así como los ingresos) disminuye.
Cuando la pérdida es económica, la consecuencia prime­
ra, casi inmediata, es un aumento del poder de microni­
vel de sus esposos. El resto del proceso tiene lugar inde­
pendientemente de si la pérdida es económica o se refie­
re al prestigio relativo del trabajo de las mujeres. Otra
consecuencia relativamente rápida para las mujeres es la
pérdida de la confianza en sí mismas, de la dedicación al
trabajo y de las aspiraciones. Así, las mujeres resultan ser
cada vez menos apropiadas para un trabajo «mejor».
Más lentamente, surgen o se ven reforzadas definiciones
sociales sexuales que «explican» y justifican la nueva di-
t 86
visión del trabajo y el incremento de la desigualdad entre
los sexos. Por último, a lo largo del curso de una genera­
ción o dos, la sexualización de la infancia se ve afectada
y la diferenciación sexual aumenta. Con el refuerzo, de
las definiciones sociales sexuales y la diferenciación des­
cribimos el círculo completo conforme éstas refuerzan la
nueva división sexual del trabajo y las desventajas incre­
mentadas de las mujeres. Salvo si se realiza una inter­
vención rápida para invertir la pérdida inicial de recur­
sos por parte de las mujeres, surgirá un sistema de los se­
xos estable en el que la estratificación de los sexos ha
sido aumentada.

CONCLUSIÓN

En la Figura 6 . 3 . se presenta un modelo de cómo,


dado un declive en el acceso de las mujeres a los roles de
trabajo generador de recursos, otros aspectos del sistema
de los sexos resultan afectados a lo largo del tiempo. En

Refuerzo de la
nueva división
Descanso en el trabajo se,ual del trabajo
generador de recursos
para las mujeres:

Pérdida económica
Confianza/
Pérdida de prestigio aspiraciones/
dedicación
femeninas
dismunuidas

a corto plazo 1 -2 generaciones


a. Vínculos basados en el análisis de la Parte l. TIEMPO

FIGUR A 6.3. Modelo del proceso de los efectos. a lo largo del t iempo, del descenso del acceso
de las mujeres a los roles de trabajo generador de recursos.

187
la Figura 6.4. se resumen las secciones primeras de este
capítulo en tanto en cuanto hacen referencia a la cues­
tión: ¿Qué es lo que produce un descenso del acceso de
las mujeres a los roles de trabajo generador de recursos?
Esta figura muestra cómo los factores económicos, tec­
nológicos, demográficos y de conflicto político pueden
reducir las oportunidades de las mujeres. En el Capítulo
8 se van a presentar procesos modelo resumen que deli­
nean los factores que producen un aumento del acceso
de las mujeres a los roles de trabajo generador de recur­
sos, junto con sus efectos sobre otros aspectos del siste­
ma de los sexos. Las razones que me llevan a dejar aque­
llas figuras para un capítulo posterior fueron explicadas
al comienzo de la sección anterior. Combinando los dos
últimos gráficos, la clara conclusión es que cuando las
fuerzas de macronivel que no tienen nada que ver con el
sexo ponen en marcha procesos que reducen el acceso de
las mujeres a un trabajo generador de recursos, todos los
aspectos de un sistema de los sexos injusto quedan exa­
cerbados. La pérdida de oportunidad por parte de las
mujeres comienza rápidamente a afectar a otros aspec­
tos del sistema de los sexos, sobre todo incrementando el
poder masculino de micronivel. Las mujeres también
pueden incrementar su fertilidad, conforme pierden el
acceso a roles de trabajo no doméstico, lo que puede re­
sultar en un aumento de la población y, por lo tanto, en
oportunidades aún más menguadas para ellas con el
paso del tiempo. Más lentamente, las definiciones socia­
les sexuales y la diferenciación se ven reforzadas. En últi­
ma instancia, surge un nuevo sistema estable de estratifi­
cación de los sexos en el que las mujeres sufren mayores
desventajas que en generaciones anteriores.
Los cambios macroestructurales que producen los
procesos que exacerban la desventaja femenina han sido
puestos en marcha por procesos endógenos -sobre todo
tecnológicos- en muchas épocas y lugares. En los últi­
mos siglos, tales cambios fueron con frecuencia resulta­
do de la presión externa ejercida por las potencias colo-
1 88
Descalificación del trabajo de las
Cambio
tecnológico mujeres en comparación con el de
imponante los hombres
Caída en desuso de

Conflicto externo

Conflicto interno

Cambio económico que


reduce la demanda Acceso
total de trabajo no disminuido
doméstico O la demanda de las mujeres
específica por sexos a trabajo generador
de recursos

Incremento de la ratio
sexual por encima de
la paridad

...
� FIGURA 6.4. Modelo resumen de los procesos inintencionados que disminuyen el acceso de las mujeres a roles de trabajo generador de recursos .
niales. Hoy día, las naciones del Tercer Mundo los expe­
rimentan a menudo, como consecuencia de una presión
externa por parte de las economías en expansión de las
naciones centrales. Allí donde las fuerzas externas han
precipitado el cambio, también muchos hombres, si no
la gran mayoría, se han convertido en víctimas. No obs­
tante, las tensiones políticas, económicas y/o demográfi­
cas resultantes, normalmente afectan a las mujeres de
una forma doblemente negativa: como miembros de la
población indígena junto con los hombres y como muje­
res que quedan aún más subordinadas a los hombres. Ni
siquiera las naciones centrales ricas son inmunes a cam­
bios macroestructurales que podrían poner en marcha
los procesos descritos en cuanto que sirven para incre­
mentar la estratificación de los sexos, una perspectiva
que se va a analizar en el último capítulo.

1 90
CAPÍTULO 7
Hacia la igualdad de los sexos:
procesos de cambio intencionados

Aunque en la gran mayoría de las sociedades se pue­


de encontrar algún grado de desigualdad entre los sexos,
por las razones que se han analizado en el Capítulo 3, es
bastante raro de hecho que esa realidad sea percibida por
un gran número de miembros de la sociedad. Lo que es
más, no es corriente que las mujeres de las sociedades en
las que sufren las mayores desventajas perciban en ma­
yor medida la desigualdad que sus hermanas de socieda­
des con una estratificación de los sexos menor. De he­
cho, hay buenas razones para creer que precisamente lo
más común es lo contrario. Para poder disponerse inten­
cionadamente a reducir la estratificación de los sexos, los
agentes y activistas del cambio deben llegar primero a la
percepción de la desigualdad. Pero la percepción no es
suficiente. Los que actúan deben también estar motiva­
dos para hacer algo que cambie la situación y deben
creer que sus acciones tienen al menos una mínima posi­
bi li dad de éxito. Por último, los recursos materiales y no
materiales tendrán que dedicarse a cualquier esfuerzo
(Gale, 1986; Jenkins, 1983; Zald y McCarthy, 1979).
Tales recursos deben estar al alcance de aquellas perso-
191
nas que perciben la desigualdad, estén motivadas para
cambiarla y estén convencidas de que sus acciones pue­
den tener alguna repercusión. Hay dos categorías de per­
sonas en las que algunas veces se combinan estos atribu­
tos en un esfuerzo intencionado por reducir o eliminar la
estratificación de los sexos: las élites y las activistas de
los movimientos feministas. En este capítulo, se explo­
ran los procesos que algunas veces impulsan a estas dos
categorías a emprender un esfuerzo semejante. En el ca­
pítulo siguiente, se va a integrar el material de este y de
los últimos capítulos, y se explorará el grado y las mane­
ras en que el cambio del sistema de los sexos hacia una
mayor igualdad pueden ser consecuencia de una combi­
nación de procesos intencionados e inintencionados.

DESDE ARRIBA:
ESFUERZOS DE CAMBIO FOMENTADOS POR LAS ÉLITES

He asumido a lo largo de este libro dos aspectos en re­


lación con las élites: que son abrumadoramente masculi­
nas y que normalmente actúan para conservar o reforzar
sus posiciones privilegiadas, o al menos de forma que és­
tas no corran peligro. Así pues, ¿por qué habrían de insti­
tuir un esfuerzo consciente y activo para reducir la desi­
gualdad entre los sexos? Se dan dos circunstancias, que
no se excluyen mutuamente, en que los miembros de las
élites podrían comportarse así. Primera, pueden percibir
que los problemas básicos afrontados por su sociedad,
que afectan negativamente a grandes cantidades de gen­
te y pueden posiblemente poner en peligro su participa­
ción en los roles de élite, son exacerbados por un sistema
de los sexos que devalúa y sitúa en desventaja a las muje­
res. Segunda, hasta ahora las élites han sido tratadas
como una colectividad unificada. De hecho, es muy fre­
cuente que existan facciones de élite en contienda, o un
grupo de aspirantes a élites enzarzado en una lucha de
poder con las élites de facto. Cuando se da una compe-
t 92
tencia tal, una facción puede reclutar activamente el
apoyo de las mujeres para su causa, prometiendo una
mejora de su desventajoso estatus. Una vez motivadas
para buscar el cambio, se puede asumir que las élites de
facto tienen acceso a los recursos suficientes y poseen un
sentido de la eficacia política que juntos les permiten al-
canzar al menos un éxito parcial.
En los dos casos, la igualdad entre los sexos no consti­
tuye la prioridad fundamental o básica de los miembros
o aspirantes a miembros de las élites. Su compromiso
con la mejora de las desventajas femeninas es estratégi­
co. Constituye un medio que a sus ojos aumenta las pro­
babilidades de conseguir o mantener el poder y las grati­
ficaciones o los otros objetivos que persigan. Este hecho
limita en gran medida el grado en que un cambio del sis­
tema de los sexos pueda resultar a partir de su compro­
miso, incluso aunque obtengan un éxito total en su bús­
queda de poder. En el momento en que las cuestiones de
los derechos y oportunidades de las mujeres se vean
como peligros para el apoyo de gran número de aliados
masculinos, o como peligros para la consecución de su
prioridad fundamental (ganar o mantener el poder para
ellos mismos, su facción, su partido, etc.), el compromi­
so de la élite para con la igualdad entre los sexos se verá
reducido cuando no abandonado. Su prioridad funda­
mental normalmente se describe ideológicamente como
una cuestión «más amplia» de poder de los trabajadores,
poder nacional, racial/étnico/religioso o de partido polí­
ti co. Hablando de tales grupos, cuyos líderes apoyaban
ostensiblemente los derechos de las mujeres, Lipman­
Blumen ( 1 984, págs. 1 8 1 -8 2) concluyó sucintamente:

Los abolicionistas, los sionistas, los nacionalistas, los


activistas de los derechos civiles: todos ellos advirtieron a
las mujeres de que eran egoístas, elitistas o políticamente
ineptos para impulsar la cuestión de las mujeres como un
componente explícito de la j usticia social y las relaciones
de poder.

193
Los partidos marxistas han sido especialmente adep­
tos a reclutar mujeres con promesas de igualdad entre los
sexos y a reducir o abandonar después ese compromiso
en respuesta a la resistencia de los hombres (para un re­
sumen de esta historia, ver Chafetz y Dworkin, 1986, so­
bre todo el Capítulo l ; para Gran Bretaña, Foreman,
1977, y Rowbotham, 1976; para Alemania, Jancar,
1978, Heitlinger, 1979 y Boxer y Quataert, 1978; para
Rusia, Jancar, 1978 y Boxer y Quataert, 1978; para Chi­
na, Croll, 1978 y Johnson, 1978).
A pesar del hecho de que las élites masculinas tien­
den a despachar las cuestiones de la igualdad entre los
sexos en nombre de prioridades «más amplias», con fre­
cuencia las mujeres han obtenido, con todo, éxitos limi­
tados como resultado de las acciones iniciadas por las
élites. Unos cuantos ejemplos breves bastarán para de­
mostrar los dos tipos de circunstancias enumerados an­
teriormente.

En interés de la nación
A finales del siglo XIX, muchos hombres de élite de
China, Japón y la India emprendieron esfuerzos por
«modernizar» y occidentalizar sus empobrecidas socie­
dades. Llegaron al convencimiento de que el «retraso»
de sus naciones era, en parte, consecuencia del estatus
sumamente reprimido de sus mujeres. En China se pu­
sieron a la labor para terminar con el vendaje de los pies
y para abrir oportunidades de formación para las muje­
res. Junto con mujeres extranjeras, los intelectuales, la
clase acomodada y los funcionarios del gobierno de Chi­
na (aunque rara vez las mujeres chinas) formaron la Un­
bound Feet Society (Sociedad de Pies sin Vendar) en
1892, que llegó a alcanzar el número de l 0.000 miem­
bros (Croll, 1978, capítulo 3). Justo después de la entra­
da del nuevo siglo, lograron abrir escuelas para niñas. En
Japón, el periodo comprendido entre el 1868 y el 19 12
1 94
fue una época de compromiso oficial gubernamental en
pro de la modernización nacional, conocida como el Pe­
ríodo Meiji. Aunque el gobierno no se inclinaba a permi­
tir ningún cambio en cuanto al rol tradicional de las mu­
jeres, muchos hombres privilegiados lucharon especial­
mente por conseguir oportunidades educativas para ellas
(Sievers, 1 983, capítulo 2; Robins-Mowry, 1 983, pág.
42). Del mismo modo, en India fue un grupo de hombres
privilegiados el primero en buscar oportunidades educa­
tivas para las mujeres y en abolir los matrimonios entre
niños, el sati (suicidio de la viuda) y el purdah (reclusión
de las mujeres). Argumentaron que estos cambios incre­
mentarían la «eficiencia de las mujeres», reforzarían las
tradiciones familiares y sociales y contribuirían por lo
tanto a la modernización de la sociedad india (Mazum­
dar, 1 979, pág. x1; Everett, 1 979, capítulo 4). Bajo el li­
derato de Gandhi, el partido del Congreso fue especial­
mente activo en el trabajo dirigido a estos tipos de refor­
mas del estatus de las mujeres, con el fin de reformar la
totalidad de la sociedad (Thomas, 1 964, capítulo 1 1 ;
Everett, 1 979, capítulo 4).
En los tres casos, los hombres trabajaron para organi­
zar a las mujeres que se unirían a la lucha por sus propios
derechos. En el espacio de un par de décadas, surgieron
los movimientos feministas. Paulatinamente también se
obtuvieron las reformas básicas que los hombres occi­
dentalizados y privilegiados buscaban para las mujeres,
beneficiando mayoritariamente a las mujeres urbanas,
de clase media y alta (es decir, a sus esposas e hijas). Sin
embargo, en ninguno de estos casos buscaron los hom­
bres la igualdad entre los sexos en general o la restructu­
ración de la división sexual tradicional del trabajo. En
realidad, las desventajas más graves de las mujeres ha­
b ían de mejorarse para hacer de ellas mejores esposas y
madres en una sociedad «modernizada» (Chafetz y
Dworkin, 1 986, capítulo 4).
Proposición 7. 1. Dado un nivel sumamente elevado
de estratificación de los sexos y pobreza nacional, cuanto
1 95
más empeñadas están las élites de una sociedad en el
cambio de la nación para que se parezca a otras más ri­
cas, más se inclinan a instituir políticas que mejoran las
desventajas más extremadas de las mujeres.
El centro de atención de los hombres de las élites es la
educación para las mujeres. Puesto que asumen que las
mujeres seguirán funcionando principalmente como es­
posas y madres, su objetivo es producir madres que críen
hijos no tradicionales -en realidad, hijos varones- y
esposas que constituyan un apoyo adecuado para los ma­
ridos «modernos». Para que las niñas y las jóvenes pue­
dan recibir una educación, las prácticas tradicionales ta­
les como la reclusión y los matrimonios entre niños de­
ben abandonarse también. Tales hombres asumen sin lu­
gar a dudas, que el proceso de cambio debería terminar y
terminará, con la concesión de derechos y oportunidades
para las mujeres limitados y fundamentalmente forma­
les. No obstante, como animan a las mujeres a organizar­
se para perseguir estos cambios, la consecuencia, pasado
el tiempo es normalmente la aparición de un movimien­
to feminista relativamente autónomo -con frecuencia
pequeño- que desarrolla un conjunto más amplio de
blancos del cambio y algún grado de conciencia sexual.
Más avanzado el capítulo regresaré a esta cuestión.

Facciones de élite en contienda


En la última sección, la atención se ha centrado en
casos donde la motivación principal que induce a las éli­
tes masculinas a trabajar en pro de una mejora del esta­
tus de las mujeres era lo que percibían como el interés
nacional. Identificaban las desventajas extremas de las
mujeres como una causa parcial de los problemas nacio­
nales que afectaban de manera adversa a la mayor parte
de los miembros de la sociedad, si no a todos. Intentaban
mejorar la desventaja nacional, en parte por medio de la
reducción de las desventajas de las mujeres. Probable-
t 96
mente, las élites masculinas estén con mayor frecuencia
motivadas a ayudar a las mujeres para ganar su apoyo en
una lucha contra una potencia colonial, un gobierno in­
dígena existente o uno o más partidos políticos. Las dos
formas de motivación, no obstante, no se excluyen mu­
tuamente. En una situación de competencia, las élites
masculinas también pueden percibir una mejora del es­
tatus de las mujeres como un aspecto importante del bie­
nestar realzado del total de la colectividad. De hecho,
normalmente es esto lo que aseguran, aunque sólo sea de
forma cínica, con el fin de hacerse con el apoyo de las
muJeres.
A finales del siglo XIX, los hombres persas occidenta­
l izados comenzaron un movimiento para instituir un go­
bierno constitucional. Estos hombres, al igual que sus
compañeros chinos, japoneses e indios, empezaron a
educar a sus hijas sobre la asunción de que criarían «me­
jores» hijos (Nashat, 1 98 3, pág. 1 5). Tras un intento fa­
llido de instituir un gobierno constitucional en 1 906, es­
tos hombres vieron la necesidad de movilizar a las muje­
res en su lucha (Bámdád, 1 97 7, págs. 2 5-26). Organiza­
ron grupos de mujeres, en su mayor parte secretos y apo­
yaron abiertamente la educación de las mujeres. Entre
1 906 y 1 9 1 1 , varios miles de mujeres fueron moviliza­
dos para apoyar el movimiento masculino (Bámdád,
1 97 7, págs. 34-3 5). En 1 92 5 se fundó la reformista Di­
nastía Pahlavi. Entre ese momento y 1 94 1 , año en que
abdicó, el primer Shah abrió numerosas escuelas estata­
les para niñas, prohibió los velos y abrió universidades
para mujeres (Nashat, 1 98 3). A la abdicación del Shah
en 1 94 1 , le siguió una oleada conservadora que amenazó
los beneficios relativamente escasos obtenidos por muje­
res, en su mayoría urbanas y ricas. Durante los años 40,
la oposición del partido Comunista Tudah «lanzó la
campaña más consistente en defensa de los derechos de
las mujeres» (Nashat, 1 98 3, pág. 29). En 1 949, organizó
la Society for Democratic Women, que hizo campaña en
pro de la educación de las mujeres, la igualdad de sala-
1 97
rios y el derecho de voto. Fue prohibido por el gobierno
en 1 9 5 3.
En el Egipto anterior a la Primera Guerra Mundial,
los hombres reformistas buscaron la independencia del
gobierno colonial británico. Hicieron suya la causa de la
educación para las mujeres, que así criarían supuesta­
mente «hijos cultivados», así como el fin de la poligamia
y de los matrimonios entre niños (Philipp, 1 97 8 ; Zwe­
mer y Zwemer, 1 926). Con ello, ganaron el apoyo activo
de las mujeres, que participaron en la revolución nacio­
nalista de 1 9 1 9. Sin embargo, la nueva constitución no
ofreció derechos políticos ni otras reformas para las mu­
jeres (Philipp, 1 978, pág. 278).
Inmediatamente después del golpe de estado bolche­
vique de Rusia, el partido comunista se vio frente a la
necesidad de movilizar el apoyo activo de las mujeres
para su revolución (Heitlinger, 1 979, pág. 56). Creó gru­
pos locales de mujeres (zhenotdel) por todo el país, cuyo
propósito era educar y «emancipar» a las mujeres. En
Cuba, China, Yugoslavia y Vietnam (Stitcs, 1 980) se han
establecido orgnizaciones de mujeres similares, poste­
riores a las revoluciones comunistas. Sirven básicamente
como vehículos para la movilización estatal y de partido
(Lapidus, 1 97 7), aunque sin duda alguna han contribui­
do a reducir las desventajas de las mujeres (Heitlinger,
1 979; Stites, 1 980).
El partido comunista chino fue especialmente activo
en sus intentos de movilizar a las mujeres. Desde su crea­
ción en 1 92 1 , la emancipación de las mujeres fue un
punto básico de su plataforma de partido. En 1 923 esta­
bleció una Sección de Mujeres para reclutarlas y en 1 92 7
ya había 300.000 miembros femeninos (Croll, 1 9 7 8,
págs. 1 1 8-2 1 ). Con todo, Johnson ( 1 978) hace hincapié
en que el énfasis puesto en la emancipación de las muje­
res fue una táctica útil de reclutamiento a la que se opu­
sieron los militantes masculinos de base. Sin embargo,
durante los largos años de sangriento conflicto con el
partido nacionalista tras 1 92 7, allí donde los comunistas
1 98
se hacían con el contrnl, mejoraban el estatus social, le­
gal y económico de las mujeres chinas. El resultado fue
que en vísperas de la victoria del partido en 1 948, vein te
millones de mujeres eran miembros de sus asociaciones
femeninas (Croll, 1 978, pág. 2 20).
Cuando grupos de hombres se enfrentan por el poder
o buscan su consolidación, buscan con frecuencia el apo­
yo de las mujeres, prometiendo mejorar algunas o mu­
chas de sus desventajas. A menudo, obtienen gran éxito
en el reclutamiento de mujeres sobre esa base. Cuando
consiguen su objetivo primario, esos hombres de las éli­
tes pueden intentar cumplir esas promesas o pueden ol­
vidarlas. En ningún caso se ha derivado de este proceso
la igualdad entre los sexos. Pero en la mayor parte de los
casos, sí se da cierta mejora de las desventajas femeninas
cuando la facción de la élite que busca el apoyo de las
mujeres gana o consolida su poder. Como mínimo, tales
regímenes normalmente mejoran los derechos formales,
legales de jure y constitucionales de las mujeres, incluso
especificando la total igualdad jurídica y política en mu­
chos casos. No obstante, frente a la resistencia por parte
de los partidarios masculinos y dado el hecho de que la
justicia entre la sexos nunca constituye su prioridad u
objetivo básico, las mejoras de jure en el estatus de las
mujeres rara vez se hacen cumplir demasiado activa­
mente. Décadas después, los logros reales de las mujeres
en cuanto a estatus, poder y oportunidades suelen ser,
por lo tanto, más aparentes que reales. En los casos en
que una disminución real de la estratificación de los se­
xos se sigue de la llegada al poder de élites masculinas
que apoyan esa disminución, pienso que uno o más de
los procesos analizados en el capítulo anterior se estaba
dando al mismo tiempo. Cuando los procesos ininten­
cionados alientan la reducción de la desventaja femeni­
na, una élite masculina comprometida con ese objetivo,
puede acelerar sustancialmente el cambio. En ausencia
de esos procesos, las élites harán poco por crear nuevas
oportunidades de importancia para las mujeres que de-
1 99
safíen el poder y las gratificaciones de los hombres.
Proposición 7. 2. Cuanto más severo sea el conflicto
entre élites masculinas en contienda, y/o la necesidad de
consolidar el poder por parte de una élite que gobierna
nominalmente, más probable es que uno o más grupos
de hombres intenten movilizar el apoyo de las mujeres.
Proposición 7. 3. Cuanto más fuertemente intenta
un grupo de hombres movilizar el apoyo de las mujeres,
más mejoras prometerán en los campos de las oportuni­
dades, los derechos y el estatus de las mismas.
Proposición 7. 4. Cuantas más promesas reciben las
mujeres, más probable es que reciban la igualdad for­
nal, jurídica de jure y política, una vez conseguido el
éxito por parte de las élites masculinas que buscan su
apoyo.
Proposición 7. 5. Cuantos más procesos inintencio­
nados estén en marcha cuyo funcionamiento realce las
oportunidades y el estatus de las mujeres, más probable
es que las mejoras de jure del estatus de las mujeres va­
yan acompañadas por una disminución real de la estrati­
ficación de los sexos.
Y a la inversa:
Proposición 7. 6. En ausencia de procesos in inten­
cionados cuyo funcionamiento provoque la mejora de
las oportunidades de las mujeres, hay pocas probabilida­
des de que los recién ganados derechos de jure y oportu­
nidades de las mujeres se pongan en práctica, y una ele­
vada probabilidad de que encuentren resistencia entre
los partidarios masculinos de base de las élites de facto.

Conclusión
La Figura 7 . 1. es un modelo de proceso que muestra
cómo las élites masculinas acaban algunas veces traba­
jando en favor de una mayor justicia entre los sexos
-que consiguen parcialmente. En esta figura, se han
añadido dos vínculos que conectan las secciones anterio-
200
Compromiso de la élite
para con la reforma v,cial

Facciones de élite
Intento de movilizar Promesas de Apoyo
el apoyo femenino mejora de las femenino
en contienda
()
desventajas
amenaza al poder femeninas
de la élite
de facto Prcw..""CSOs que
in intencionada­ Descenso rtal
mente
aumentan JaS Je la
u estratificación
L--------------- d�is �!j��!: b de los SCKOS

a Si el grupo ma5eulino consigue n conS<1hda el poder con é1u10


h. [ste vinculo representa el análisis del capílulo 6
e Nuevos vincul� a es1 ud1ar más adelanle

FIGURA 7. 1 . Modelo de proceso de esfuerzos intencionados de la élite masculina por aumentar


la igualdad entre los sexos.

res. La competencia entre las facciones de élite y las ame­


nazas al poder de las élites de facto procede de una gran
cantidad de causas distintas. Sin embargo, al menos en el
mundo contemporáneo, la pobreza nacional sostenida
suele especialmente provocar contiendas y revueltas po­
líticas recurrentes. En los años transcurridos desde la Se­
gunda Guerra Mundial, muchas sociedades se han libe­
rado del yugo del colonialismo y las naciones pobres han
derrocado con frecuencia a los gobiernos que represen­
tan los intereses de una diminuta minoría de familias
privilegiadas y ricas. En el proceso se han escrito y rees­
crito las constituciones, a menudo especificando la igual­
dad entre los sexos en muchos ámbitos, si no todos, de la
vida política, jurídica, económica y social. En la mayoría
de estos casos, las vidas diarias y las oportunidades de la
gran mayoría de sobre todo mujeres pobres, han cambia­
do muy poco para mejorar, si es que han cambiado en
absoluto. De hecho, he sugerido en el último capítulo
que con frecuencia, han cambiado para peor.
En muchas naciones llamadas comunistas, como
China, la Unión Soviética y Cuba, la mujer media se en­
cuentra sin duda alguna en mejor situación que sus ante­
pasadas prerrevolucionarias. En estos casos, el compro-
20 1
miso de las élites de mejorar las ventajas de las mujeres
se ha combinado con uno o los dos aspectos siguientes:
factores demográficos idiosincráticos y expansión eco­
nómica. En el caso de la Unión Soviética, las tasas de
bajas -sobre todo masculinas- tras la revolución y du­
rante las dos guerras mundiales, fueron tan elevadas que
el acceso de las mujeres al trabajo no doméstico ha segui­
do siendo muy alto durante la mayor parte de este siglo.
El grave problema de superpoblación de China tuvo
como consecuencia una estricta política antinatalista
que ha reducido recientemente las obligaciones familia­
res de las mujeres, al menos en las áreas urbanas. En las
tres naciones, las élites se han embarcado en esfuerzos
destinados a la expansión de las economías nacionales,
que estaban sumamente empobrecidas cuando las revo­
luciones tuvieron lugar. Mientras tanto, se han desarro­
llado nuevas oportunidades por encima de la capacidad
de los hombres para hacer frente a la demanda. No obs­
tante, en los tres casos las mujeres siguen realizando el
trabajo no doméstico que, por término medio, está bas­
tante por debajo del de los hombres que tienen una for­
mación semejante en cuanto a salario y prestigio. Las éli­
tes nacionales son todavía abrumadoramente masculi­
nas. Las mujeres siguen siendo responsables de las tareas
domésticas y familiares, contando con escasa ayuda de
sus maridos, si es que tienen alguna. Lo que es más, su
doble jornada laboral es peor que la de sus compañeras
de naciones ricas capitalistas porque las naciones comu­
nistas no han invertido en bienes de consumo y servicios
que puedan aligerar el trabajo doméstico (por ejemplo,
supermercados donde se puede encontrar de todo, comi­
das rápidas, lavaplatos y neveras). Pero la comparación
apropiada para este libro no es a través de las fronteras,
sino histórica. No cabe duda de que, a lo largo del tiem­
po, la estratificación de los sexos ha disminuido en la
mayoría de las naciones comunistas, aunque ninguna se
acerque a la igualdad entre los sexos. Esto no fue conse­
cuencia principalmente del compromiso de la élite para
202
con la igualdad entre los sexos. Son más bien las realida­
des demográficas y económicas y sobre todo las políticas
perseguidas por las élites de estas naciones, las que han
constituido el ímpetu primario para la mejora parcial de
las desventajas de las mujeres (ver Croll, 1986). Ha sido
su compromiso de mejorar la pobreza a través del cam­
bio económico lo que ha sido más importante para las
mujeres. Con todo, el hecho de que las élites del partido
comunista hayan planteado al menos como prioridad se­
cundaria la igualdad entre los sexos, probablemente
haya acelerado y difundido los efectos de los fenómenos
demográficos y económicos sobre el sistema de estratifi­
cación de los sexos. En resumen, el compromiso específi­
co de las élites de cambiar el sistema de los sexos es im­
portante, pero probablemente sólo lo sea desde un punto
de vista marginal.
Antes de abandonar el análisis de los esfuerzos de
cambio inspirados por las élites, es interesante advertir
que ocasionalmente las mujeres se benefician de una
«carambola» política, incluidos esfuerzos conscientes
por impedir el cambio en el estatus y las oportunidades
de las mujeres. Un ejemplo de esto es el Título VII de la
Ley de Derechos Civiles de Estados Unidos, que incluyó
a las mujeres en la legislación antidiscriminatoria desti­
nada a proteger a los negros. Las mujeres fueron añadi­
das por los senadores sureños que intentaban que la nue­
va ley no saliera adelante, asumiendo que este añadido
demostraría exactamente lo mala que era la legislación y
provocaría más votos negativos. Desde luego, ellos per­
dieron y las mujeres ganaron. Un segundo ejemplo se re­
fiere a la Comisión Nacional de 196 1 sobre el estatus de
las Mujeres del presidente Kennedy. Según Rupp y Tay­
lor ( 1987), los sindicatos organizados y varios intereses
más, intentaron enterrar la Enmienda de la Igualdad de
Derechos que estaba ganando gradualmente apoyo en el
Congreso, gracias a los esfuerzos activos de presión del
pequeño Partido Nacional de la Mujer. Los enemigos de
esa enmienda convencieron a Kennedy de que una co-
203
misión tal restaría apoyo a la enmienda, impidiendo así
las amenazas a la legislación existente que protegía a las
mujeres (que servía principalmente para «proteger» a las
mujeres de muchos trabajos bien pagados). El resultado
de la comisión nacional fue el establecimiento de comi­
siones de mujeres en un gran número de estados, y la do­
cumentación por escrito de las sustanciales desventajas
económicas, sociales y políticas de las mujeres. Algunos
observadores sugieren que, al reunir a un grupo de muje­
res empleadas política y profesionalmente para analizar
el estatus de las mismas, la Comisión Kennedy constitu­
yó una importante chispa en el proceso del encendido de
la Segunda Oleada de movimientos feministas (por
ejemplo, Freeman, 1 975; Carden, 1 974). Es imposible
incorporar tales «carambolas» en una teoría general,
pero es importante recordarlas en la medida en que algu­
nas veces tienen unos efectos profundos e i111previstos.

DESDE LAS RAÍCES:


LOS MOVIMIENTOS FEMINISTAS

Los movimientos feministas son intentos estructura­


dos, organizados en su mayor parte (aunque no necesa­
riamente siempre) por mujeres, de mejorar las desventa­
jas socialmente arraigadas a las que se enfrentan en fun­
ción de su sexo. Se oponen al statu quo y, por lo tanto,
se consideran movimientos sociales orientados hacia el
cambio. Cuentan con uno o más grupos u organizaciones
centrales, comprometidos con este objetivo como priori­
dad absoluta, aunque con frecuencia incluyen números
considerables de miembros que no pertenecen a organi­
zación alguna y que comparten su compromiso. Son in­
dependientes en cuanto a su control de cualquier organi­
zación, partido político o gobierno dominados por hom­
bres. Los movimientos feministas varían en la magnitud
que alcanzan, desde un grupo relativamente pequeño en
una ciudad, a un movimiento de masas representado por
204
t oda la nación. También varían en el radicalismo de la
ideología y los objetivos que persiguen. En un extremo,
desafían todos los aspectos del sistema de los sexos y pi­
den la restructuración de todas las instituciones sociales,
culturales, económicas y políticas para lograr la igualdad
entre los sexos. En el otro extremo, aceptan el sistema
fundamental de los sexos y buscan la mejora de un nú­
mero limitado de desventajas específicas afrontadas por
las mujeres (ver Chafetz y Dworkin, 1 986, para un desa­
rrollo de esta definición).
El grado de radicalismo de objetivos e ideología refle­
ja directamente la medida de conciencia sexual desarro­
llada por las activistas del movimiento. Cuantos más as­
pectos del sistema de los sexos definen las activistas
como ilegítimos, y cuantas más alternativas específicas
proponen (es decir, cuanto mayor es su conciencia se­
xual), más radical será probablemente su ideología. Sin
embargo, debería advertirse que al menos algunos líde­
res de movimientos pueden tener una conciencia sexual
significativamente más radical de lo que implica la ideo­
logía pública de las organizaciones del movimiento que
lideran. La necesidad de reclutar seguidores, que por ra­
zones que se estudiarán más adelante, normalmente son
más conservadores, algunas veces provoca modificacio­
nes en la ideología que proclaman públicamente. Los
movimientos más amplios, que comprenden una serie
de grupos y organizaciones, se suelen caracterizar por la
diversidad ideológica. Los grupos tienden a compartir
algunos objetivos específicos y un compromiso general,
a menudo vago, con la igualdad entre los sexos, pero di­
fieren en otros objetivos, en las prioridades dentro del
conjunto de objetivos, en estrategias y en tácticas. La im­
portancia de tal diversidad se va a evidenciar más avan­
zada esta sección.
Los movimientos feministas se remontan sólo a me­
diado el siglo x1x. Pero desde su primera aparición, en
Estados Unidos y algunas naciones de Europa Occiden­
tal, han surgido en naciones extendidas por todo el globo
205
y de todos los continentes. Desde el punto de vista histó­
rico, han surgido dos oleadas de movimientos feminis­
tas. Los primeros movimientos, de la Primera Ola, se en­
contraban en su abrumadora mayoría en el extremo me­
nos radical, ideológicamente hablando del espectro,
mientras que los de la Segunda Ola han estado en el ex­
tremo más radical. Mi colega, A.G. Dworkin, y yo he­
mos documentado movimientos de la Primera Ola en 3 1
naciones, comenzando en 1 848 en Estados Unidos y ter­
minando en la década de 1 950 en India e Irán. Los movi­
mientos de la Segunda Ola comenzaron todos después
de 1 968. Hemos encontrado evidencia clara de los mis­
mos en 1 6 naciones (Chafetz y Dworkin. 1 986, capítulos
4 y 5, 1 989).
Para una teoría del cambio es necesario abordar dos
cuestiones que atañen a los movimientos feministas. Pri­
mera, ¿bajo qué condiciones surgen y crecen? Dada la
existencia prácticamente universal de desigualdad entre
los sexos, ¿por qué surge una oposición organizada tan
sólo en algunas épocas y lugares? Segunda, una vez que
un movimiento de mujeres surge y crece más allá de un
nivel muy pequeño, apenas incipiente, ¿cómo contribu­
ye a la disminución de la estratificación de los sexos?
¿De qué manera contribuye al cambio del sistema de los
sexos?

Aparición y crecimiento
Dworkin y yo (Chafetz y Dworkin, 1 986, 1 989) he­
mos desarrollado, y por medio de un test parcial hemos
podido sostener, una teoría que explica por qué los mo­
vimientos feministas surgen y crecen (y por implicación
por qué no surgen ni crecen). Su aplicación, es de alguna
manera, distinta para los movimientos de la Primera y
de la Segunda Ola. Esa diferencia se analizará después de
haberse presentado el perfil básico de la teoría (para más
detalles sobre la teoría y el test, ver 1 986, capítulos 3 y 6).
206
El impulso para el desarrollo y posterior crecimiento
de los movimientos feministas es el cambio macroes­
tructural. Las variables específicas son los incrementos
en la industrialización, la urbanización y el tamaño de la
clase media, todas las cuales interaccionan mutuamente.
Los movimientos feministas de prácticamente todas las
naciones y de las dos olas, están constituidos en su abru­
madora mayoría y sobre todo, dirigidos por mujeres de
clase media. Los tres cambios macroestructurales, pero
principalmente la industrialización, permiten o induc�n
la aparición de oportunidades de roles nuevos, no do­
mésticos y no familiares para las mujeres de clase media.
En la terminología de este libro, las mujeres experimen­
tan una acceso incrementado a los roles generadores de
recursos. Conforme algunas mujeres asumen roles públi­
cos que no son tradicionales de su sexo, se les plantean
dilemas relativos a su estatus/rol. Estos dilemas consis­
ten en contradicciones entre normas sexuales tradicio­
nalmente asignadas y aquellas asociadas con sus roles so­
ciales de reciente aparición. Las mujeres normalmente
reciben un trato acorde con expectativas tradicionales,
que son inapropiadas para sus nuevos roles. Puede espe­
rarse que se comporten de maneras cada vez más inapro­
piadas o contradictorias. Además, mientras desempeñan
sus nuevos roles entran en contacto creciente con otros
hombres aparte de los miembros y los amigos de la fami­
lia. Estos hombres, que con frecuencia desempeñan roles
no domésticos semejantes, pueden ser igual o menos
competentes que las mujeres, pero reciben recompensas
y oportunidades considerablemente mejores. Antes de
asumir sus nuevos roles, la mayor parte de las mujeres
comparaban su suerte con la de otras mujeres que com­
partían roles domésticos y un estatus social similares.
Sus nuevas experiencias provocan un cambio de grupo
de referencia comparativo hacia los hombres. A su vez,
suelen experimentar una sensación de pérdida relativa
(ver también Holter, 1 970; Safilios-Rothschild, 1 979;
Zanna, Crosby y Loewenstein, 1 98 7).
207
Los movimientos feministas empiezan en ciudades
grandes y hasta que no se acercan a un nivel de masas no
penetran en las áreas rurales y los pueblos pequeños. De­
bido a la densidad de la vida urbana y los tipos de roles
en los que ahora participan, las mujeres que experimen­
tan roles en expansión, dilemas de estatus/rol y una sen­
sación de pérdida relativa, suelen entrar en contacto mu­
tuo. Conforme intercambian sus experiencias y percep­
ciones, al menos algunos miembros de este grupo cre­
ciente de mujeres tienden a desarrollar la concepción de
que sus problemas no son individuales, sino un fenóme­
no compartido en función del sexo, de que esos proble­
mas son creados por un sistema social injusto, de que la
estructura de recompensas y oportunidades es injusta e
ilegítima y de que el cambio social del sistema de los se­
xos debe ser un objetivo a perseguir. En resumen, un
cuadro de mujeres desarrollará una conciencia sexual.
Cuanto mayor sea el grupo de mujeres que experimenten
los roles en expansión, mayor será el número de ellas que
desarrollen una conciencia sexual, aunque es evidente
que muchas no lo harán. U na vez que existe un cuadro
con conciencia sexual, éste puede servir como nuevo
grupo de referencia normativo para otras mujeres, que
tradicionalmente habían dirigido la vista principalmen­
te hacia los hombres, para definir el comportamiento se­
xual adecuado para ellas (tal como se vio en la Parte 1).
La conciencia sexual proporciona a las mujeres la
motivación para organizarse en la búsqueda del cambio
del sistema de los sexos. Sin embargo, para que surja
cualquier movimiento social, deben existir otros dos fac­
tores: un sentido de la eficacia potencial y recursos. La
eficacia, o la percepción de que los esfuerzos organiza­
dos tienen el potencial para producir los cambios desea­
dos, resulta al menos en parte de los nuevos roles a los
que las mujeres están accediendo. Como pioneras, es
probable que muchas experimenten un aumento de la
confianza en sí mismas y una sensación creciente de que
la consecución del objetivo es posible. Los datos de Poo-
2os
le y Zeigler sobre las mujeres americanas muestran que
desde 1 9 5 2 hasta 1 980, las mujeres que trabajan fuera
de casa han tenido unos índices de eficacia política más
elevados que las que se ocupan del hogar ( 1 98 5, pág.
1 3 7). Sus nuevos roles también contribuyen a la acumu­
lación de los recursos necesarios. Al menos algunas de
las mujeres desarrollan conexiones más amplias con
miembros de la comunidad, incluso de las élites; capaci­
dad de expresión organizativa y pública; experiencia en
los medios de comunicación, obtención de fondos y pre­
sión; acceso a su propio dinero; y otros recursos que las
organizaciones requieren para perseguir objetivos colec­
tivos. Tal como se ha descrito en la sección anterior, en
algunos casos, hombres comprensivos aceleran este pro­
ceso, aportando sus propios recursos materiales y no ma­
teriales a los primeros esfuerzos organizativos. Incluso
cuando las mujeres dan comienzo a su movimiento, los
mismos cambios macroestructurales que aumentan las
oportunidades con respecto a nuevos roles para las mu­
jeres pueden animar a algunos hombres a apoyar activa­
mente el cambio del sistema de los sexos y, por lo tanto,
el nuevo movimiento feminista. Un apoyo tal es espe­
cialmente posible entre hombres cuyas mujeres queridas
están experimentando la expansión de los roles y sus
problemas consiguientes. Con la combinación de la con­
ciencia sexual, una sensación de eficacia y los recursos,
surge el movimiento feminista. Cuanto mayor sea el gru­
po de mujeres que experimenta el aumento de roles pro­
ducido por el cambio macroestructural, más grande se
vuelve el movimiento.
El proceso anterior presupone una situación política
nacional propicia a la formación y el crecimiento del
movimiento. Dworkin y yo encontramos que hay dos si­
tuaciones políticas extremas que impiden o retrasan ese
desarrollo: la represión y la co-opción. La represión exis­
te cuando los gobiernos prohíben las organizaciones raí­
ces en general (las que no patrocina el gobierno o el parti­
do gobernante) o cuando prohíben específicamente la
209
actividad u organización política de las mujeres. Las téc­
nicas de represión gubernamental han mejorado sensi­
blemente en el transcurso de este siglo. En la época de la
Segunda Ola, los gobiernos represores han sido bien ca­
paces de impedir la aparición de movimientos indepen­
dientes de mujeres. Sin embargo, en el período de la Pri­
mera Ola, sólo fueron capaces con frecuencia de retrasar
su desarrollo. En el comienzo de los movimientos de la
. Primera Ola, Alemania, Rusia, China y Japón tenían le­
yes que negaban específicamente a las mujeres el dere­
cho a unirse a organizaciones políticas, asistir a asam­
bleas políticas o discutir públicamente cuestiones políti­
cas. Estos movimientos fueron pequeños y permanecie­
ron encubiertos hasta que se levantaron las restricciones,
tras lo cual algunos crecieron con gran rapidez. En algún
momento de su historia, los movimientos en marcha de
la Primera Ola en Francia, Rusia, China, Japón, Persia/
Irán, Brasil y Perú fueron· temporalmente reprimidos.
La co-opción existe cuando las élites políticas mascu­
linas dan rápidamente los pasos necesarios para conce­
der algunas exigencias planteadas por un movimiento de
mujeres de reciente aparición, aparentando así exponer
a debate el movimiento en sí. Nueva Zelanda, Australia,
Noruega y Finlandia cooptaron eficazmente sus movi­
mientos feministas de la Primera Ola concediendo rápi­
damente a las mujeres el derecho al voto antes de la
Primera Guerra Mundial. Estos movimientos nunca al­
canzaron su máximo tamaño potencial, tal como permi­
tía calcular la magnitud de la industrialización, la urba­
nización y el tamaño de la clase media en cada uno de los
casos.
Las siguientes proposiciones resumen los aspectos
fundamentales de la teoría parcialmente verificada de
Dworkin y mía, relativa a la aparición y el. crecimiento
de los movimientos feministas. Dada una situación polí­
tica propicia:
Proposición 7. 7. Cuanto mayor es el crecimiento de
la industrialización, la urbanización y el tamaño de la
210
clase media, más son las mujeres de clase media que ex­
perimentan mejores oportunidades de roles fuera del ho­
gar y la familia.
Proposición 7. 8. Cuanto mayor es la expansión de
las oportunidades de roles para las mujeres de clase me­
dia, en mayor medida tendrán que hacer frente a dile­
mas de estatus/rol, tendrán que adquirir un sentido de la
eficacia así como recursos materiales y n·o materiales y
tendrán que cambiar sus grupos de referencia.
Proposición 7. 9. Cuantas más mujeres cambien sus
grupos de referencia, más probable es que experimenten
una sensación de pérdida relativa.
Proposición 7. 1 O. Cuanto más contacto mutuo
mantengan las mujeres que experimentan dilemas de es­
tatus/rol y pérdida relativa, mayor será el número de
mujeres que desarrollarán una conciencia sexual.
Proposición 7. 1 1 . Cuantas más sean las mujeres
que desarrollen una conciencia sexual y un sentido de la
eficacia, y adquieran recursos, más probable es que un
movimiento de mujeres surja y crezca.
El proceso del desarrollo del movimiento de mujeres
se puede plasmar en un modelo, tal como aparece en la
Figura 7.2.

Cambio ñ,acr�
esuuctural

FIGURA 7 . 2 . Modelo del proceso de la aparición y el crecim iento de movim ientos


feminis1as.

21 1
La Primera Ola y la Segunda fueron ideológicamente
bastante distintas, en gran parte porque los tipos de ex­
pansión de roles experimentados por las mujeres de clase
media fueron muy diferentes. Durante las primeras eta­
pas de la industrialización, las oportunidades de empleo
para las mujeres casadas de clase media fueron práctica­
mente inexistentes. Sin embargo, las mujeres solteras de
clase media fueron capaces de entrar a formar parte de la
mano de obra pagada en muchos casos. Las fundadoras
de los movimientos de la Primera Ola experimentaron
un incremento de oportunidades educativas y una ex­
pansión de los roles públicos no pagados. Las mujeres de
clase media comenzaron a mostrarse como filántropas
activas y francas, revivalistas religiosas, trabajadoras por
el bienestar social, organizadoras y miembros de clubes y
activistas en pro de la abolición de la esclavitud, la opo­
sición al consumo de alcohol, y los movimientos pacifis­
tas, nacionalistas y socialistas. Antes de la primera gene­
ración de pioneras en estos roles, las mujeres de la mayor
parte del mundo -incluidos Estados Unidos y Europa
Occidental- debían permanecer calladas en público. El
activismo, en nombre de sus ideales, quedaba confinado
a la familia. Para ellas, la asunción de roles activos públi­
camente en pro de sus ideales, representó una expansión
considerable de sus roles. Sus nuevos roles pueden no
haber aumentado sus recursos materiales, pero sí que au­
mentaron los no materiales. No obstante, tanto ellas
como sus maridos continuaron asumiendo que la prime­
ra prioridad y el compromiso de las mujeres casadas era
para con el hogar y la familia. Los movimientos feminis­
tas creados por estas pioneras reflejaban en gran medida
esta asunción. Más que buscar el fin de las «esferas sepa­
radas» para hombres y mujeres, se dedicaron principal­
mente a mejorar las desventajas educativas, jurídicas y
políticas más extremas de las mujeres, asegurando que
redundaría en un trabajo mejor como esposas y madres.
Sin embargo, ha de advertirse que en muchas naciones,
algunas de las líderes eran mucho más radicales ideológi­
camente hablando que lo que sugería la ideología de la
212
organización proclamada en público. De hecho, casi to­
das las cuestiones planteadas por los movimientos, más
radicales, de la Segunda Ola habían tenido quien las pro­
pusiera en la Primera. Sencillamente, había poco poten­
cial de seguimiento con respecto a ideas y objetivos más
radicales (para más detalles sobre la ideología de la Pri­
mera Ola, ver Chafetz y Dworkin, 1 986, capítulo 4).
La expansión de roles que produjo la Segunda Ola
fue en gran parte la ampliación drástica de la participa­
ción de mujeres casadas en la fuerza de trabajo. Mientras
las mujeres de clase media estuvieran en su mayoría em­
pleadas sólo temporalmente, en tanto aguardaban al ma­
trimonio y los hijos, los co-trabajadores masculinos no
podían constituir el grupo de referencia comparativo.
Más bien, las mujeres jóvenes y solteras que trabajaban,
se comparaban unas con otras y con sus hermanas mayo­
res casadas, que eran creadoras de hogar a tiempo com­
pleto. Asumían mayoritariamente -y correctamente­
que el trabajo pagado era un suceso temporal de sus vi­
das. Con el empleo creciente de mujeres casadas de clase
media, se hizo cada vez más aparente que la mayoría de
las mujeres pasarían una gran proporción de sus vidas
dentro de la fuerza de trabajo. En estas circunstancias,
comienza a parecer plausible para las mujeres el compa­
rarse con los hombres que encuentran en sus lugares de
trabajo. Las desventajas que las mujeres sufren allí y el
peso desigual de labores domésticas que soportan en
casa, se evidencian con el cambio de grupo de referencia.
La ideología resultante se ha·predicado sobre la asunción
de que los hombres y las mujeres habitan básicamente
las mismas esferas, pero de una forma muy desigual.

Impacto
Una vez que un movimiento de mujeres surge y crece
más allá de un pequeño grupo local de miembros social­
mente privilegiados, ¿cómo lleva a cabo algunos de sus
213
objetivos de cambio? Hay dos caminos, que están in­
terrelacionados, a través de los que puede potencialmen­
te efectuar el cambio: por medio• de la presión sobre las
élites y afectando a la opinión pública.
Con el fin de reducir la desigualdad entre los sexos,
los movimientos feministas persiguen objetivos que lle­
van consigo el cambio de las políticas que ponen en prác­
tica las élites. También pueden perseguir otros objetivos
(por ejemplo, el establecimiento de grupos de ayuda mu­
tua de mujeres, refugios, centros culturales o sus propios
medios de comunicación feministas), pero como míni­
mo los movimientos feministas buscan cambios jurídi­
cos concretos, normalmente políticos, y con frecuencia,
cambios de las políticas que regulan la economía, la edu­
cación, la religión y otras instituciones culturales. Las or­
ganizaciones del movimiento funcionan como grupos de
interés que intentan influir directamente en la forma­
ción de las políticas de la élite (Costain, 1 982). Los mo­
vimientos también funcionan como agentes del cambio
para la opinión pública, intentando galvanizar una pre­
sión con buena base sobre las élites para cambiar las po­
líticas. Para poder entender la importancia relativa de
estos dos caminos, a la hora de producir los cambios de­
seados, es importante advertir que, incluso en aquellos
pocos casos en que los movimientos feministas han al­
canzado proporciones claramente masivas, sólo un 3 por
1 00 (o menos) de la sociedad es miembro de organiza­
ciones y grupos cuya razón de ser es la reducción o elimi­
nación de la desigualdad entre los sexos (Chafetz y
Dworkin, 1 986, capítulos 4, 5).
Comienzo con la asunción de que las élites cambia­
rán las leyes y las políticas en la dirección perseguida por
un movimiento feminista principalmente porque ad­
vierten que hacerlo puede reportar gratificaciones y/o no
hacerlo puede resultar costoso. Dada la proporción rela­
tivamente pequeña de miembros de la sociedad que se
involucran en organizaciones que son específicamente
parte del movimiento feminista, su capacidad de recom-
214
pensar o castigar directamente a las élites es limitada. Tal
como se ha analizado anteriormente en este capítulo,
cuando las facciones de la élite luchan por el poder, el
apoyo de las mujeres puede constituir el margen necesa­
rio para la victoria. Bajo tales circunstancias, algunos de
los objetivos de las activistas pueden lograrse. Sin em­
bargo, es evidente que no hay apenas probabilidad algu­
na de que, de esto, se derive con el tiempo un cambio
sustancial del sistema de los sexos.
¿Cuáles han sido algunas de las tácticas empleadas
por los movimientos feministas para aumentar las re­
compensas o costes de las élites? Empiezo por señalar
una táctica que prácticamente no se ha usado: la violen­
cia, incluida la destrucción de la propiedad. Esta táctica
-que probablemente haya producido en alguna ocasión
al menos cambios simbólicos para colectividades como
las de trabajadores, estudiantes y negros americanos (por
ejemplo, durante los disturbios de finales de los años
60)- fue empleada solamente por una minoría de (bien
conocidas) sufragistas británicas, que recibieron la desa­
probación de sus colegas activistas (para datos que justi­
fican la eficacia general de esta estrategia, ver Gamson,
1 97 5, capítulo 6). Por alguna razón que ignoro, la vio­
lencia y la destrucción de la propiedad parecen ser espe­
cialmente antitéticas con respecto a una conciencia
sexual.
Desde que se concedió a las mujeres el derecho al
voto, los grupos de los movimientos feministas han in­
tentado aJgunas veces obtener objetivos específicos (por
ejemplo, el ERA, equidad de salarios para empleados es­
tatales) por medio del apoyo activo o la oposición a can­
didatos concretos a unas elecciones. En general, no obs­
tante, es poco frecuente que los candidatos hayan gana­
do o perdido unas elecciones específicamente debido a
los esfuerzos de un movimiento feminista. El alabado
«desequilibrio sexual» de las preferencias políticas de
hombres y mujeres americanos en años recientes no ha
incluido cuestiones centradas explícitamente en la justi-
21s
cía sexual, sino las de defensa, gastos sociales, cuestiones
medioambientales y otros programas sociales. Más aún,
ese desequilibrio ha sido relativamente pequeño, siendo
las diferencias de educación, estatus, etc., mayores que
las diferencias sexuales (Poole y Zeigler, 1 98 5, Capítulo
2). Mucho más que la mayor parte de los grupos en des­
ventaja, las mujeres constituyen una colectividad suma­
mente heterogénea. Se diferencian enormemente en to­
das las variables sociales excepto el sexo. Los partidos
políticos y los candidatos apoyan políticas que son rele­
vantes para muchas categorías sociales distintas. Por lo
tanto, las mujeres se tienen que enfrentar con lealtades
transversales, con mayor frecuencia que otros grupos
desfavorecidos. ¿Es razonable suponer que una madre
negra, que no ha terminado su educación secundaria y
vive del subsidio social, y una mujer soltera, blanca y
con una profesión, votarán lo mismo sólo porque com­
parten un sexo? ¿Es razonable suponer que las cuestiones
sexuales serán más importantes para ellas que las relati­
vas a la clase social o raza? Asimismo, a diferencia de
muchos otros grupos desfavorecidos, las mujeres no vi­
ven en áreas segregadas. Están diseminadas geográfica­
mente por todos los distritos electorales. Esto reduce aún
más su influencia potencial en unas elecciones.
Los movimientos feministas han empleado en oca­
siones la estrategia laboral del boicot (por ejemplo, de los
estados que no ratificaron el ERA; de Nestlé por tirar ali­
mentos infantiles en naciones del Tercer Mundo). Aun­
que lograron el éxito en última instancia en el caso de
Nestlé, el boicot más importante del ERA no consiguió
sus objetivos. A diferencia de los sindicatos que com­
prenden primordialmente mujeres, los movimientos
feministas no han empleado la táctica laboral de la huel­
ga, excepto ocasionalmente como acontecimientos sim­
bólicos de un día. La táctica gravosa que los grupos de
movimientos feministas sí han empleado ampliamente y
con un índice de éxito bastante elevado ha sido la denun­
cia legal contra la discriminación y el acoso en el trabajo.
216
Este tipo de acción, no obstante, presupone la existencia
de una legislación antidiscriminatoria, que simboliza ya
una acción de las élites en pro de las mujeres. En resu­
men, los movimientos feministas no han logrado afectar
gravemente a la recompensa o al coste de las élites y, por
lo tanto, han tenido un impacto directo relativamente
pequeño sobre la formación de las políticas de las éli­
tes.
Dicho esto, debe señalarse ahora que, desde su pri­
mera aparición en el siglo x1x, muchos objetivos concre­
tos propuestos y por los que han trabajado los movi­
mientos feministas se han logrado. En la Primera Ola,
las mujeres de un gran número de naciones obtuvieron
un acceso sustancialmente mejorado a las oportunidades
educativas; algunos cambios jurídicos importantes de
los derechos, sobre todo de las mujeres casadas, especial­
mente en términos de propiedad, control de sus propios
ingresos y custodia de los hijos; el voto; y otros cambios
diversos específicos de casos concretos (por ejemplo, el
fin del vendaje de los pies en China, del suicidio de la
viuda en la India). En el caso de los movimientos de la
Segunda Ola, las mujeres de varias naciones han logrado
el control sobre su reproducción por medio de un mejor
acceso a los métodos anticonceptivos y al aborto; una le­
gislación que declara ilegal la discriminación en el traba­
jo y la educación; cambios jurídicos y de políticas que
atañen a la violación y otras formas de violencia mascu­
lina contra las mujeres; y una serie de otros cambios de
políticas, programas y legislación específicas de cada na­
ción. Además, esos cambios no se limitan a lo que las éli­
tes políticas pueden instituir por medio de la legislación,
o los jueces a través de sus decisiones. Las cadenas y esta­
ciones de televisión han llevado a cabo cambios de pro­
gramación. Los periódicos y las revistas evitan ahora, en
gran medida, el lenguaje sexista. Los publicistas han
cambiado sus descripciones de ambos sexos en cierta
medida. Las universidades han aumentado su oferta, in­
cluyendo cursos sobre mujeres y en muchos casos han es-
211
tablecido programas de estudio femeninos. Muchos hos­
pitales han cambiado su política en lo que se refiere al
dar a luz, cambios en las direcciones originalmente pro­
puestas por activistas de movimientos feministas (por
ejemplo, desarrollando centros de maternidad, haciendo
que sean las comadronas las que asistan en los partos
normales). Diversas fundaciones y agencias comunita­
rias han aportado los fondos necesarios para crear nue­
vos tipos de proyectos que hagan frente a las necesidades
de las mujeres (por ejemplo, refugios para mujeres mal­
tratadas). Muchas religiones han cambiado las palabras
que expresan sus doctrinas y han admitido a las mujeres
en rituales y roles organizativos que hasta ahora disfruta­
ban los hombres en régimen de exclusividad. La policía,
así como los tribunales, han cambiado su trato a las víc­
timas de violación. Y esto no es sino una lista parcial de
los cambios que han tenido lugar en las últimas décadas
en una serie de naciones que experimentan la existencia
de movimientos feministas. En casi todos los casos, la
sugerencia y el ímpetu iniciales para tales cambios pro­
cedieron de organizaciones o grupos que formaban parte
de un movimiento feminista.
Si los movimientos feministas son en su mayor parte
incapaces de conseguir directamente sus objetivos, ¿qué
es lo que ha producido tantos cambios en la ley, la políti­
ca y los programas que están bajo el control de élites ma­
yoritariamente masculinas? Sugiero que el aspecto más
importante de los movimientos feministas es que articu­
lan un conjunto de objetivos específicos de cambio y una
ideología que legitima el cambio del sistema de los sexos.
En una situación en que grandes cantidades de mujeres
experimentan una expansión de los roles y, por lo tanto,
dilemas de estatus/rol y cierta sensación de pérdida rela­
tiva, estas mujeres estarán preparadas para «oír» el men­
saje emitido por el movimiento feminista, al igual que
algunos de los hombres a los que se están unidas por rela­
ciones emocionales. El grupo de mujeres afectadas será
siempre mucho mayor que el número relativamente pe-
218
queño de las que se convierten en miembros activistas de
organizaciones del movimiento. La difusión de una ideo­
logía de conciencia sexual y un conjunto de objetivos espe­
cíficos constituyen el mecanismo más importante que per­
mite a los no activistas reafirmar en términos sociales y
políticos, sus definiciones de los orígenes de problemas ex­
perimentados personalmente y soluciones a los mismos.
En los movimientos de la Segunda Ola, este proceso se
ha llamado «despertar de la conciencia». Es crucial en­
tender que se da no sólo en grupos de activistas conscien­
tes de su misión, sino en diversos grados entre segmentos
significativos de la sociedad (como se analizará en el si­
guiente capítulo; ver Poole y Zeigler, 1 98 5). La concien­
cia sexual se extiende principalmente a través del acceso
del movimiento a los medios de comunicación de masas
(sobre todo revistas y periódicos en la Primera Ola, más
radio y especialmente televisión en la Segunda). Sin em­
bargo, en ausencia de un número considerable de muje­
res que experimenten la expansión de los roles y los pro­
blemas que ésta lleva consigo, el mensaje de lo que nor­
malmente es un movimiento que comprende una frac­
ción diminuta de la población, cae mayoritariamente en
oídos sordos. Holter ( 1 970, págs. 3 3-34, 2 1 7) argumenta
que muchas sociedades contemporáneas son particular­
mente vulnerables a este tipo de cambio en la opinión
pública. Sobre todo las naciones occidentales ponen el
énfasis en el logro, como la base principal de la estratifi­
cación. El sexo es un estatus asignado y se alza en contra­
dicción con los valores subyacentes en tales sociedades.
Por lo tanto, es fácil que la desigualdad entre los sexos se
perciba como una violación de los baremos de la justicia,
una vez que un movimiento feminista ha planteado la
cuestión.
Uno de los recursos que las activistas han desarrolla­
do normalmente ( o aumentado), antes de que surja el
movimiento feminista es los vínculos con organizacio­
nes comunitarias. En este contexto, son especialmente
importantes los vínculos con organizaciones co-opciona-
219
bles en potencia formadas en su mayoría o totalmente
por mujeres, tales como grupos mercantiles y profesio­
nales, organizaciones de servicios sociales, sindicatos
que comprenden mayoritariamente mujeres, otros tipos
de organizaciones de movimientos sociales, incluso or­
ganizaciones religiosas de mujeres. Son co-opcionables
en potencia, en la medida en que sus miembros también
han experimentado unos roles incrementados. Las acti­
vistas de movimientos son a menudo capaces de desper­
tar la conciencia sexual de los miembros y sobre todo de
los líderes de organizaciones con las que tenían vínculos
preexistentes. Por consiguiente, tales organizaciones se
convierten en aliados del movimiento feminista, al me­
nos en la búsqueda de determinados objetivos (Free­
man, 1 97 5, especialmente el capítulo 2). Por ejemplo,
los movimientos feministas de la Primera Ola, en una se­
rie de naciones formaron una alianza con la Unión An­
tialcohólica Cristiana de la Mujer para conseguir el dere­
cho al voto de las mujeres (Chafetz y Dworkin, 1 986, ca­
pítulos 1 , 4; Epstein, 1 98 1 ; Mitchinson, 1 98 1 ; Grims­
haw, 1 972; Summers, 1 97 5 ; Croll, 1 97 8 ; Robins­
Mowry, 1 98 3). El movimiento de Estados Unidos de la
Segunda Ola fue capaz de desarrollar alianzas con orga­
nizaciones de tan larga tradición como el YWCA, la Fe­
deración de Clubes de Mujeres Comerciantes y Profesio­
nales (Federation of Business and Professional Women's
Clubs), la Liga de las Mujeres Votantes (League of Wo­
men Voters), la Unión Americana de Libertades Civiles
(American Civil Liberties Union) y la Asociación Ameri­
cana de Mujeres Universitarias (American Association
of University Women), que colectivamente representan
a muchos millones de mujeres (Banks, 1 98 1 , pág. 24 7;
Carden, 1 974, págs. 3, 1 44 y siguientes; Freeman, 1 97 5 ,
págs. 2 1 4 y siguientes; Gelb y Palley, 1 982, págs. 1 4, 2 7).
Por medio de la co-opción de organizaciones enteras, un
movimiento feminista incrementa drásticamente el apo­
yo a los objetivos específicos que persigue, así como los
recursos que se pueden usar para perseguirlos. Además,
220
los grupos que mantienen este tipo de relación, a menu­
do tienen vínculos de presión establecidos desde hace
tiempo con las élites políticas, vínculos que se pueden
explotar eficazmente para algunas de las nuevas cuestio­
nes planteadas por el movimiento.
Antes he señalado que los movimientos feministas
especialmente numerosos suelen caracterizarse por una
diversidad considerable de objetivos, ideología, priori­
dades, tácticas, etc. Los miembros no activistas de la so­
ciedad tienden a apoyar la ideología y tácticas menos ra­
dicales (Giele, 1 9 78). Escogen, entre los muchos objeti­
vos concretos en potencia, aquellos que parecen incum­
bir más directamente a los problemas específicos a los
que han de hacer frente. Es la presión de la opinión pú­
blica, incluyendo a las organizaciones preexistentes,
ahora en co-opción, la que hace cambiar el comporta­
miento de las élites. La mayoría de las organizaciones e
instituciones, así como los gobiernos, tienen votantes de
cuyo apoyo y buen nombre dependen. Tenderán a res­
ponder a las demandas expresadas por esa sección de vo­
tantes, si hay una proporción lo bastante grande que los
apoye. Desde luego, hay muchas cuestiones a las que las
élites políticas y de otros tipos no responden, a pesar de
un fuerte consenso público (por ejemplo, legislación que
controle la tenencia de armas). No pretendo sugerir que
las élites vayan a acceder automáticamente a los cam­
bios que se dan en la opinión pública. Más bien, como
también son parte de la población y están sujetos a los
mismos procesos que los demás, actuarán sobre algunas
de las demandas de los movimientos feministas que pa­
rezcan cada vez más «razonables» a sus ojos, así como a
los de la mayoría de sus votantes. Al hacer esto, las élites
no sólo encuentran un riesgo pequeño de alienar a sus
votantes, sino que suelen ser recompensados por su con­
formidad ante la opinión pública cambiada. Conforme
las élites cambian sus opiniones, así como las leyes y po­
líticas, actúan para legitimar todavía más la ideología y
los objetivos del movimiento feminista. De esta forma,
22 1
el cambio entre la élite acelera el cambio de la opinión
pública. Por lo tanto, las élites tienden a realizar cambios
que reducen las desventajas de las mujeres, pero, al igual
que la mayor parte de la sociedad, serán aquellas que re­
presenten respuestas a los objetivos menos radicales del
movimiento. Tal como Boneparth y Stoper ( 1 9 8 8 , pág.
1 4) destacan, «Si una política es estrecha de miras, se
ajusta a los valores vigentes y se ocupa de cuestiones re­
ducidas, goza de más oportunidades que si [tuviera las
características contrarias]». La importancia de la diver­
sidad dentro del movimiento radica en que la propia
existencia de exigencias, ideologías y tácticas sumamen­
te radicales, hace que las de los moderados parezcan más
razonables y legitimar de lo que de otra manera parece­
rían (ver Ferree y Hess, 1 98 5). Esta legitimidad aumenta
la probabilidad de que se consiga al menos algún cambio
en la dirección deseada.
Proposición 7. 1 2. Cuanto mayor sea la proporción
de mujeres que experimentan la expansión de los roles,
mayor será la aceptación pública de los objetivos y la
ideología de un movimiento feminista.
Proposición 7. 1 3. Cuanta más diversidad de ideolo­
gías, objetivos concretos, prioridades y tácticas haya en
los grupos de los movimientos feministas, más legítimos
y aceptables parecerán los de los grupos más moderados
ante la opinión pública.
Proposición 7. 14. Cuanto mayor sea el apoyo públi­
co en favor de objetivos concretos perseguidos por orga­
nizaciones de movimientos feministas, más probabilida­
des hay de que las élites introduzcan cambios j urídicos,
de política y programas que hagan disminuir las desven­
tajas de las mujeres, aunque se trate de aquellos cambios
buscados por el ala moderada del movimiento.
Proposición 7. 15. Cuanto mayor sea el apoyo de la
élite al cambio del sistema de los sexos, más legítimo
parecerá tal cambio a los ojos de los miembros de la
sociedad.

222
CONCLUSIÓN

La Figura 7. 3. resume los puntos principales desarro­


llados en este capítulo. Cuando se ven frente a ciertos
problemas, las élites masculinas a veces vienen a definir
la mejora parcial -o su promesa- de las desventajas de
las mujeres, como algo necesario para llegar a una solu­
ción. Sin embargo, el resultado suele ser una igualdad
entre los sexos más de jure que real. Las mujeres se orga­
nizan para perseguir la igualdad entre los sexos cuando,
dadas unas oportunidades aumentadas como conse­
cuencia de cambios macroestructurales, se enfrentan a
nuevos problemas, desarrollan una conciencia sexual y
adquieren nuevos recursos. A veces reciben la ayuda de
hombres solidarios. El papel fundamental desempeñado
por los movimientos feministas es cambiar la opinión
pública, sustituir las definiciones sociales sexuales por
cierto grado de conciencia sexual y legitimar la necesi­
dad de cambios específicos en las leyes, las políticas y los
programas. Tienen éxito en la medida en que una pro­
porción lo bastante grande de mujeres haya experimen­
tado la expansión de los roles. Pero la opinión pública
tiende a ser más conservadora que las activistas de los
movimientos. El desarrollo de una rama radical de un
movimiento feminista, por lo tanto, acelera la percep­
ción pública de que los objetivos, la ideología y las prio­
ridades y tácticas de la rama moderada son legítimas.
Por último, las élites de todos los ámbitos institucionales
importantes tienden a responder al cambio de opinión
de sus votantes y, al responder a él, lo legitiman y lo re­
fuerzan. Las élites políticas también responden a algu­
nos de los esfuerzos de presión realizados por organiza­
ciones del movimiento y sus organizaciones aliadas en
coopción. El resultado es que los cambios instituidos
por las élites suelen ser bastante moderados, al menos en
223
N
N
� Deseo de la élite
de ganar/consol idar
el poder

Sensación
incrementada
de la eficacia

Políticas, programas,
Recursos in­

Cambio
crementado� 1 >1 leyes de las élites que
mejoran parcialmente
las desventajas
macro­ tados para de las mujeres
estructural las m ujeres
Dilema de
estatus/rol para Co-opción de
las mujeres organizaciones
de m ujeres
preexisten tes
Sensación de
pérd ida relativa
de las muj eres
movim iento
fem i n ista

a. Abrev iatura del proceso descrito en el Cuadro 7 . l .


b. Ab rev iatura del proceso descrito en el Cuadro 7 .2.

FIGURA 7.3. Modelo resumen de los procesos intencionados principales que reducen la est ratificación de los sexos.
comparación con las demandas exigidas por activistas
radicales. Por lo tanto, dichas activistas radicales tien­
den a percibir el cambio como algo más aparente que
real -el vaso más vacío que lleno. Sin embargo, otros
defensores del cambio pueden tender igualmente a perci­
bir un cambio real y significativo -un vaso considera­
blemente más lleno de lo que lo estaba antes.

225
CAPÍTULO 8
Hacia la igualdad de sexos:
una teoría integrada

Para poder entender cómo los sistemas de estratifica­


ción de los sexos cambian en pro de una reducción de la
desventaja femenina, los aspectos teóricos desarrollados
en el capítulo anterior deben integrarse con el material
relevante del Capítulo 6, que concierne a los procesos
inintencionados. Además, una comprensión plena del
proceso de cambio, exige la perspicacia que permita ad­
vertir cómo el cambio de un aspecto del sistema de los
sexos acaba a lo largo del tiempo, dando paso al cambio
de otras partes. Como preparación a todo esto, este capí­
tulo comienza con una descripción de lo que ha cambia­
do y lo que no ha cambiado durante las últimas décadas
en las sociedades industriales avanzadas, centrándose en
el ejemplo de Estados U nidos, país para el que la infor­
mación pertinente es más fácil de conseguir.

227
MEDIO LLENO , MEDIO VACÍO :
CAMBIOS RECIENTES EN LAS NACIONES
ALTAMENTE INDUSTRIALIZADAS

Nadie que tenga más de cuarenta años en Estados


Unidos y otras naciones con un elevado nivel de indus­
trialización, puede dudar que las estructuras sexuales de
la década de l 990 son sustancialmente distintas de las
que podía observar en su infancia. Las cosas han cam­
biado, pero ¿hasta qué punto? ¿En qué medida y de qué
manera son los sexos más iguales ahora que antes? ¿En
qué maneras no lo son? Diseminados por los primeros
capítulos de este libro, se han explorado hechos y ten­
dencias específicos que se refieren a los sistemas de los
sexos en las naciones más industrializadas del mundo.
En esta sección, dichos hechos y tendencias se reunen y
complementan para desarrollar una visión general del
cambio y la estabilidad actuales de los sistemas de los se­
xos en tales sociedades.
El cambio más obvio es el rápido y radical incremen­
to en la proporción de mujeres casadas que forman parte
de la fuerza de trabajo, como se ha señalado reiterada­
mente. Las mujeres como colectividad tienen ahora ma­
yor acceso que en los años 50, los 60, o incluso los 70, a
recursos materiales y de otro tipo (por ejemplo, presti­
gio, conocimiento, alianzas, cualificaciones) que se acu­
mulan en el trabajo no doméstico. Para la inmensa ma­
yoría de las mujeres que trabaja hoy día fuera de casa, la
naturaleza de su trabajo se diferencia poco o nada en ab­
soluto del que llevaban a cabo las mujeres de la fuerza de
trabajo pagada de hace 40 o 50 años. La segregación se­
xual, dentro de la fuerza de trabajo pagada, sigue siendo
la norma (Steinberg y Cook, 1 98 8, pág. 3 1 O). Más aún,
gran parte del trabajo pagado de las mujeres es trabajo a
tiempo parcial. Investigaciones recientes indican que, en
una escala que comprende 1 3 características laborales
228
no monetarias, los puestos de trabajo que ocupan predo­
minantemente los hombres reciben una calificación por
parte de los trabajadores de 1 , 3 8 veces más deseables
que las ocupaciones mayoritariamente femeninas. Lo
que es más, los hombres en activo disfrutan de más del
doble de las ventajas no monetarias que las mujeres en
activo (Jencks et al., 1 98 8). No obstante, las mujeres con
una educación universitaria, especialmente las jóvenes,
han conseguido en gran número, llegar a entrar en ocu­
paciones profesionales, administrativas y de gestión tra­
dicionalmente masculinas desde principios de los años
70. Han logrado ascender hasta puestos de nivel medio,
aunque rara vez llegan al nivel superior dentro de estas
ocupaciones. Sus salarios, en comparación con sus igua­
les masculinos, se acercan a la igualdad. Conforme gru­
pos de más edad de mujeres, que llevan a cabo sobre
todo trabajos tradicionales de su sexo se vayan jubilan­
do, la proporción de participantes femeninas en la fuerza
de trabajo que realicen trabajos que tradicionalmente
· llevaban a cabo los hombres a cambio de un salario y
otros tipos de recompensas prácticamente iguales, debe­
ría aumentar en el próximo siglo (ver England y Farkas,
1 986, capítulo 8). En resumen, hoy día muchas más mu­
jeres ganan un 60/70 por 1 00 de los ingresos de sus espo-
sos frente al O por 1 00; en los años 50, la situación era la
contraria. Para el año 2020, más mujeres probablemente
ganarán el 7 5/90 por 1 00 de los ingresos de sus maridos
de las que hoy ganan dos tercios o menos de esos ingresos.
Mi teoría prevé que, si el acceso de las mujeres a los
recursos aumenta, el poder de micronivel de sus esposos
debería disminuir. Un indicador importante del poder
en el hogar es la división del trabajo doméstico y fami­
liar. Sin embargo, la investigación realizada en una serie
de naciones industriales, incluyendo Estados Unidos y la
Unión Soviética muestra que, como término medio, los
maridos de las mujeres que trabajan fuera de casa hacen
poco más trabajo doméstico que los maridos de las mu­
jeres que se dedican a la casa a tiempo completo. A dife-
229
rencia de los hombres, la mayoría de las mujeres casadas
afronta una jornada laboral doble. Esta es, sin duda algu­
na, una forma de desigualdad sustancial entre los sexos;
de hecho, se trata de una nueva forma para la clase me­
dia. Una vez más, no obstante, hay algunos indicios de
que entre las parejas más jóvenes, con estudios universi­
tarios, donde ambos cónyuges están profundamente de­
dicados a sus carreras, se da una división considerable­
mente más igualitaria del trabajo doméstico y de la
crianza de los hijos (Hertz, 1 986; Jump y Haas, 1 98 7).
Con todo, si Berk ( 1 98 5) tiene razón al argumentar que
el trabajo doméstico ofrece la oportunidad de desplegar
y reforzar conceptos sexuados de uno mismo, la división
del trabajo de casa no cambiará sustancialmente hasta
que las mujeres no sólo no logren la igualdad en cuanto
al poder de micronivel, sino hasta que los procesos de se­
xualización no cambien también.
Hay alguna evidencia que sugiere que, al menos en lo
que concierne a las niñas, el proceso de sexualización de
la infancia ha estado cambiando. La investigación a ni­
vel individual ha demostrado de forma sistemática una
relación entre la situación laboral y/o actitudes no tradi­
cionales desde el punto de vista sexual ( que se relacionan
entre ellas), maternales por una parte y las actitudes no
tradicionales hacia el sexo, el trabajo y la familia por par­
te de los niños -sobre todo de las hijas- por la otra
(por ejemplo, Thomton et al, 1 98 3 ; Herzog y Bachman,
1 982; Simmons y Tumer, 1 976; Wilkie, 1 98 8, pág. 1 62).
En la medida en que cada vez más madres trabajan fuera
de casa y en que las actitudes públicas relativas al sexo se
han vuelto menos tradicionales en los últimos años (tal
como se va a estudiar más adelante en esta sección), los
niños deberían ser más andróginos o menos diferencia­
dos sexualmente hoy día que en generaciones anteriores.
Por lo que yo sé, no se ha llevado a cabo ninguna investi­
gación específicamente dirigida a la cuestión del cambio
generacional en la sexualización (es decir, en el grado de
diferenciación sexual entre niños de diferentes grupos).
230
La investigación existente compara a los hijos de una
muestra transversal de padres que se diferencian en la si­
tuación laboral de las madres, las actitudes con relación
al sexo y otras variables. En ausencia de una investiga­
ción intergeneracional sobre el grado de diferenciación
sexual entre los niños, sólo puedo reiterar que los estu­
dios de sección sugieren una relación moderada entre
variables que se sabe que están cambiando ampliamente
(índices de empleo de las madres y actitudes relaciona­
das con el sexo) y los resultados infantiles. La conclusión
lógica es que la sexualización de la infancia está dismi­
nuyendo con el paso del tiempo, y como consecuencia la
diferenciación sexual está asimismo disminuyendo (ver
también England y Farkas, 1986, capítulo 8).
Volviendo a la división sexual del trabajo doméstico,
es probable que el elevado índice de divorcios caracterís­
tico de la mayoría de las sociedades industriales, inclu­
yendo no sólo Estados Unidos y una serie de naciones de
Europa Occidental, sino también naciones del bloque
soviético, refleje un estado de transición. Teniendo que
hacer frente a una jornada laboral doble, las mujeres ca­
sadas que forman parte de la fuerza de trabajo tienden a
desarrollar sentimientos de enojo hacia sus maridos, que
pueden descansar después de haber terminado con su
trabajo pagado. Esta afirmación se sigue de la teoría del
Intercambio Social, que defiende que, cuando las nocio­
nes de los autores del «intercambio justo» (Blau, 1 964) o
«justicia distributiva» (Homans, 196 1) se violan, estos
reaccionan negativamente hacia el compañero de inter­
cambio que ha fallado en la provisión de recompensas
justas. Entre las mujeres que trabajan fuera de casa, que
poseen más recursos que las que no lo hacen, el divorcio
suele parecer como algo plausible y atractivo para mu­
chas de ellas (ver Wilkie, 1988, pág. 155-56; England y
Kilbourne, de próxima aparición). Hasta que no haya
una generación nueva de hombres educados de forma
sustancialmente menos tradicional con relación al sexo
(presumiblemente por madres que trabajen fuera de
23 1
casa), los conceptos de sí mismos de muchos hombres se
pueden ver amenazados cuando se involucran profunda­
mente en tareas del hogar que tradicionalmente han rea­
lizado las mujeres. Frente a la presión a la que les some­
ten sus mujeres, que gozan de más recursos, para que ha­
gan más de ese trabajo, o la hostilidad por no hacerlo, el
divorcio también suele parecer más atractivo y viable a
los ojos de muchos hombres. En otras palabras, las eleva­
das tasas de divorcio caracterizan a un estado de transi­
ción en el que.la división del trabajo doméstico es incon­
gruente con la división del trabajo generador de recursos
(ver Spitze y South, 1 985, especialmente pág. 3 1 1 ; Hu­
ber y Spitze, 1 980). Durante al menos una generación o
dos, muchos hombres y tal vez también muchas mujeres
pueden carecer de los medios físicos para alterar de for­
ma considerable la división del trabajo doméstico a tra­
vés de la que expresan sus conceptos sexuados de sí mis­
mos. El poder de los recursos de las mujeres no es sufi­
ciente en muchos casos para obligar a la producción de
tal cambio, incluso aunque las mujeres lo quieran. La
jornada laboral doble resultante para las mujeres lleva
tensión a los matrimonios, muchos de los cuales se hun­
den bajo esa tensión. A su vez la consecuencia de la cre­
ciente disolución marital es una nueva forma de desi­
gualdad entre los sexos: la feminización de la pobreza.
Dados los salarios sustancialmente más bajos de las mu­
jeres, el divorcio con frecuencia supone graves dificulta­
des económicas para ellas y los hijos a su cargo (Weitz­
man, 1 98 7). La pobreza y la casi pobreza caracterizan
cada vez más, en particular, a las mujeres y los niños.
La teoría predice que las definiciones sociales sexua­
les deberían cambiar en respuesta a un cambio en la divi­
sión sexual del trabajo. En el capítulo anterior argumen­
taba yo que la conciencia sexual que las activistas de los
movimientos feministas desarrollan, surge de la expan­
sión de los roles que generan recursos para las mujeres. A
su vez, los movimientos feministas contribuyen en una
medida importante al cambio de la opinión pública. Sin
232
embargo, no se documentó tal cambio. Datos considera­
bles, procedentes de encuestas de opinión pública en Es­
tados Unidos, sugieren un cambio extendido en las acti­
tudes relacionadas con el sexo en las últimas décadas.
Harris ( 1 98 7) informa de cambios en la opinión pú­
blica sobre toda una gama de temas durante los quince
años transcurridos entre 1 970 y 1 98 5. Señala que las
percepciones de discriminación contra la mujer en la
fuerza de trabajo se incrementaron entre un 30 por 1 00 y
un 42 por 1 00 hasta cerca de un 60 por 1 00, dependien­
do de las palabras concretas que dieran expresión a las
preguntas. Lo que es más sorprendente, mientras un 42
por 1 00 «favorecía los esfuerzos sociales por reforzar el
estatus de las mujeres» en 1 970, en 1 98 5 la proporción
era del 7 1 por . 1 00 ( 1 9 8 7, págs. 1 89-90). Los estereotipos
acerca de la competencia de las mujeres para llevar a
cabo trabajos no domésticos también declinaron aparen­
temente. Un indicador de este declive son las respuestas
a una pregunta que Gallup ha empleado durante varias
décadas: «¿Votaría Ud. por un candidato presidencial
femenino si la mujer en cuestión estuviera cualificada
para el puesto?» Las respuestas afirmativas han aumen­
tado de un 3 1 por 1 00 en 1 93 7 a un 5 2 por 1 00 en 1 9 5 5,
un 66 por 1 00 en 1 97 1 y un 7 3 por 1 00 en 1 976 (Oye,
1 97 8, pág. 68).
Cuando Harris estudia las actitudes hacia el matri­
monio, encuentra que en 1 974 casi la mitad de todos los
hombres y mujeres consideraban como lo mejor «un ma­
trimonio tradicional con un marido que asuma la res­
ponsabilidad de proveer para la familia y una mujer que
lleve la casa y cuide de los hijos». En 1 98 5, más de la mi­
tad definió la mejor forma de matrimonio como aquella
«en que el marido y la mujer comparten más la responsa­
bilidad ambos trabajan, comparten el cuidado del hogar
y las responsabilidades que comportan los hijos» ( 1 98 7,
pág. 8 7).
Volviendo la atención hacia la maternidad, Harris
encontró que, entre las mujeres que trabajaban fuera de
233
casa, un 82 por 1 00 dijo preferir seguir con su trabajo,
aunque «la economía familiar no fuera problema», y un
7 1 por 1 00 de las madres que no pertenecían a la fuerza
de trabajo dijo que preferiría formar parte de la misma
( 1 987, pág. 92). Hace una década, sólo un 52 por 1 00 de
las mujeres querían «combinar el matrimonio, una ca­
rrera e hijos», comparado con un 63 por 1 00 mediados
los años 80. Y a la inversa, aquellas qué no deseaban
continuar con su carrera tras el matrimonio y los hijos,
descendieron de un 38 por 1 00 a un 26 por 1 00. Este
cambio de actitud ha sido posible gracias a las definicio­
nes cambiantes de lo que constituye una buena conducta
maternal, pasando de centrarse en la cantidad de tiempo
a centrarse en la calidad del mismo. Por un margen de
tres a una, las madres que trabajan fuera de casa respal­
daron la siguiente afirmación: «Puede que pase menos
tiempo con mis hijos por trabajar fuera, pero considero
que les doy tanto como las madres que no trabajan fuera
por la forma en que paso mi tiempo con ellos» ( 1 987,
págs. 94-95). No obstante, la tensión de la jornada labo­
ral doble se hace patente en la afirmación siguiente, que
hacen suya la mitad de las madres que trabajan fuera:
«Cuando estoy en casa, intento compensar a mi familia
por trabajar fuera, y como consecuencia, rara vez tengo
tiempo para mí misma» ( 1 987, pág. 95). Es interesante
advertir que cuestiones análogas ni siguieran fueron
planteadas acerca de los padres o a ellos. Esto refleja el
hecho de que, hasta el momento, el cambio sustancial de
los roles de las mujeres no ha tenido su cambio sustan­
cial equivalente en los de los hombres. Las actitudes es­
tán cambiando para adecuarse a una realidad en cambio,
pero tal realidad en cambio queda limitada en su mayor
parte a las mujeres. Sin embargo, Harris sí que da cuenta
de las respuestas a una cuestión en gran medida hipotéti­
ca, relativa a qué respeto le merecería a la gente un hom­
bre que se quedara en casa. En 1 970, un 63 por 1 00 dijo
que «menos respeto», comparado con 1 985, cuando sólo
un 4 1 por 1 00 dio esa respuesta y 1 980, cuando el por-
234
centaje cayó aún más, hasta un 2 5 por 1 00. Lo que es
más. cuanto más joven y más acomodada económica­
mente es la persona que responde, menos probabilidades
hay de que él o ella sientan menos respeto por los hom­
bres que se quedan en casa ( 1 987, págs. 99- 1 00).
A mediados de los años 80, los adolescentes se incli­
naban marcadamente a definir el trabajo doméstico y fa­
miliar como responsabilidades conyugales conjuntas, tal
vez reflejando una disminución en la diferenciación se­
xual (no se aportaron datos comparativos de encuestas
anteriores). La mitad o menos de la mitad opinaron que
las siguientes tareas domésticas, que solían ser monopo­
lio casi exclusivo de las mujeres, debían ser realizadas
sólo por la esposa: pasar la aspiradora ( 40 por l 00), fre­
gar el suelo ( 50 por l 00), cocinar (39 por l 00), fregar los
platos (26 por 1 00). No obstante, cerca de las dos terce­
ras partes siguieron definiendo la tarea tradicionalmente
masculina de cortar el césped como responsabilidad del
hombre, reflejando una vez más la asimetría del cambio
entre los sexos. Las opiniones de los adolescentes en lo
relativo al cuidado de los hijos son un indicador, más
drástico aún, de que aceptan la igualdad de responsabili­
dad dentro de casa, al menos a nivel verbal: el 9 1 por l 00
opinó que jugar con los hijos es responsabilidad a partes
iguales de padres y madres; un 7 1 por l 00 dijo que dar
de comer a los bebés es un deber de los dos; un 64 por
l 00 creían que los dos deberían cambiar pañales; un 65
por 1 00 piensa que la tarea de bañar al bebé debería
compartirse; y alrededor de un 70 por l 00 dijo que acos­
tar a los bebés o niños pequeños debería ser tarea de los
dos padres (Harris, 1 98 7, págs. 1 00- 1 0 1 ). Más aún, en
un estudio entre alumnos del último año del instituto,
Herzog y Bachman ( 1 982) encontraron que se daba un
incremento en sólo cuatro años, entre 1 976 y 1 980, en la
aceptación de las mujeres trabajando en roles no domés­
ticos.
Usando datos longitudinales de 1 .000 mujeres casa­
das del área metropolitana de Detroit, Thornton, Alwin
235
y Camburn ( 1983) encontraron extensos cambios de ac­
titud entre 1 962 y 1980. El desacuerdo con la afirmación
de que «las decisiones más importantes de la vida de la
familia debería tomarlas el hombre de la casa» se alzó
desde un 32, 5 por 100 en 1960 hasta un 67,4 por 100 en
1977, y luego a un 7 1, 3 por 100 en 1980. En 1960, el
56,4 por 100 no se mostraba de acuerdo con la afirma­
ción de que «hay algunos trabajos que son trabajos de
hombres y algunos que son de mujeres, y unos no debe­
rían estar haciendo los de los otros»; en 1977 y 1980, los
porcentajes fueron 77 y 66,6. Menos de la mitad ( 4 7,4
por 100) de los que respondieron esperaban que los ma­
ridos ayudaran con el trabajo de la casa en 1960, pero
para 1977 eran un 6 1, 7 por 100 los que pensaban así, ci­
fra que llegó a más de dos tercios (69,2 por 100) en 1980.
Varias preguntas fueron planteadas sólo en 1977 y en
1980, pero el cambio también es evidente en estos pocos
años. En 1977, un 65 por 100 ya estaba de acuerdo con
la afirmación de que las mujeres que trabajan fuera de
casa establecen relaciones con sus hijos que son iguales a
las de las madres a tiempo completo y los suyos, una ci­
fra que creció en un 13 por 100 al cabo de tres años.
También se advirtieron cambios menos drásticos, pero
siempre en la dirección no tradicional, en lo relativo a si
las mujeres son más felices en casa, si todo el mundo sale
ganando cuando las mujeres se quedan en casa y si es
aconsejable para las mujeres ayudar en la carrera de sus
esposos, más que tener la suya propia.
Es evidente que en los últimos treinta años, los ame­
ricanos han cambiado considerablemente sus actitudes
hacia la división del trabajo y la responsabilidad domés­
ticas, los roles y oportunidades de las mujeres fuera de
casa y las obligaciones y derechos mutuos de maridos y
mujeres. En resumen, se ha dado una marcada reduc­
ción de las definiciones sociales sexuales -especialmen­
te en la medida en que incumben a las mujeres y sus roles
tradicionales- y un aumento de la conciencia sexual en
la sociedad. A mediados de los años 80 casi cualquier
cuestión, siempre que no fuera extrema, que tratara de
236
sexo, podía contar con recibir una respuesta no tradicio­
nal de la mayoría. Lo que no está claro es el punto hasta
el que un cambio de definición masivo semejante es di­
rectamente atribuible a los esfuerzos de los movimientos
feministas, más que ser una derivación de las mejoras
inintencionadas de las oportunidades de las mujeres,
que también se estaban dando. Parece que cierto cambio
de actitudes en dirección no tradicional ya estaba en
marcha antes de 1 970, cuando el movimiento feminista
consiguió por primera vez una amplia atención pública.
Este cambio temprano refleja el impacto del cambio de
los roles de las mujeres. También parece que la tasa de
cambio de actitud se elevó marcadamente durante los
años 70, un fenómeno que sin duda alguna es atribuible
en gran medida a aquel movimiento.
Para concluir esta sección, ha habido ciertamente un
cambio real en los sistemas de los sexos de las naciones
industriales avanzadas en las últimas décadas. Pero mu­
chos aspectos del sistema no han cambiado de forma
sustancial. Lo que es más, en términos de la doble jorna­
da laboral y la feminización de la pobreza, en algunos
sentidos la desigualdad entre los sexos se ha agudizado.
Ogburn ( 1 927) reconoció hace más de medio siglo que el
«retraso cultural» o el cambio desigual dentro de un sis­
tema crea «desajustes» o problemas sociales. Al princi­
pio de esta sección, los elevados índices de divorcio se
veían como un indicador de un retraso semejante. En el
Capítulo 4 también señalé que el uso por parte de los
hombres, de su superioridad innata en cuanto a poder
coercitivo físico, puede ser una indicación de que se está
dando el cambio del sistema de los sexos; índices incre­
mentados de violación, abuso de la esposa y acoso sexual
pueden ser indicadores de este retraso. De hecho, el au­
mento del abuso por parte de los maridos, probablemen­
te exacerba aún más el índice de divorcios. A pesar del
hecho de que los datos globales relativos a cuestiones ta­
les como los ingresos de las mujeres que trabajan en
comparación con los de los hombres, la segregación de
los puestos de la fuerza de trabajo y la división domésti-
237
ca del trabajo, no muestran prácticamente cambio algu­
no, los datos de grupo sugieren una imagen distinta.
Comparados con grupos de más edad, entre los segmen­
tos más jóvenes y con más estudios de la población -los
que representarán probablemente la «ola del futuro»­
las ocupaciones, los ingresos y la división del trabajo do­
méstico y familiar parecen considerablemente más igua­
litarias. Falta por ver si, conforme el grupo" más joven en­
vejece, la desigualdad dentro del mismo aumentará para
asemejarse a la situación de grupos más viejos. ¿Estamos
siendo testigos de un fenómeno a corto plazo, equivalen­
te al ciclo de la vida, o de una tendencia histórica a largo
plazo?

UNA TEORÍA INTEGRADA DE LA CRECIENTE IGUALDAD


ENTRE LOS SEXOS

En esta sección, se integra el material de los dos últi­


mos capítulos y la sección anterior para describir los pro­
cesos que llevan a una reducción en el sistema de estrati­
ficación de los sexos. La medida en que ese resultado se
sigue de factores intencionados, frente a factores inin­
tencionados, probablemente no se pueda especificar, ni
teórica ni empíricamente. Sin embargo, el proceso se­
cuencial se puede sugerir teóricamente y demostrar em­
píricamente con el paso del tiempo.
La Figura 8. 1. es un modelo de proceso que resume
esa parte del Capítulo 6 que se ocupa de los cambios
inintencionados que aumentan el acceso de las mujeres a
roles de trabajo generador de recursos. Las variables que
se postulan como causantes son, principalmente, tecno­
lógicas, económicas y demográficas.
En comparación con la Figura 6. 4., que mostraba los
procesos por medio de los cuales el acceso de las mujeres
a los roles de trabajo generador de recursos se ve ininten­
cionadamente reducido, esta figura muestra menos va­
riables. Tal como sugiere Blumberg ( 1 988) parece que es
238
Decl i ve en el total
Requisitos reducidos de de la población
fuerza/movilidad/atención activa

Cambio
tecnológico
importante

Cambio económico que


amplia la demanda total Disminución de la ratio sexual
de trabajo no domést ico por debajo de la paridad

a. Temporalmente Conflicto
politico

FIGURA 8. 1 . Modelo resumen de los procesos inintencionados que aumentan el acceso de las
mujeres a los roles de trabajo generador de recursos.

más fácil que el estatus de las mujeres caiga antes de que


se eleve. Esta conclusión también se sigue lógicamente
del análisis de la Parte I, de los múltiples factores que re­
fuerzan cualquier sistema de desigualdad entre los se­
xos.
Los factores inintencionados en su conjunto se tradu­
cen en un incremento del acceso de las mujeres a los ro­
les de trabajo generador de recursos. Argumentaba yo en
el capítulo anterior, que la expansión de las oportunida­
des con respecto a los roles a desempeñar, constituye el
punto de partida para entender la oposición organizada
y fundamental al sistema de los sexos. En general, las va­
riables más importantes para detonar el cambio ininten­
cionado del sistema de los sexos -cambio tecnológico y
expansión económica- son las mismas que, según se ha
postulado, producen los movimientos feministas: la in­
dustrialización (y el tamaño incrementado de la clase
media y de la urbanización que resultan como conse­
cuencia). La industrialización se refiere a una forma es­
pecífica de cambio tecnológico, acompañado por una ex­
pansión económica. En resumen, los mismos procesos
239
que encienden la mecha de un descenso inintencionado
de la desigualdad entre los sexos, también encienden la
mecha para la aparición y el crecimiento de movimien­
tos feministas en las sociedades modernas. Los movi­
mientos feministas deberían, por lo tanto, considerarse
como fenómenos que, principalmente, reflejan y aceleran
un proceso que ya está en marcha, más que como la causa
fundamental de una desigualdad en aumento entre los se­
xos.
En una sección anterior de este capítulo, se han des­
crito cambios del sistema de los sexos que han ocurrido
durante las últimas tres o cuatro décadas en sociedades
industriales avanzadas, sobre todo en la nuestra. La Fi­
gura 8.2. muestra el proceso secuencial por el que el ac­
ceso incrementado de las mujeres a los roles de trabajo
generador de recursos afecta a otros aspectos del sistema
de los sexos. Es la contrapartida de la Figura 6. 3., que se
ocupaba de la secuencia por medio de la cual un acceso
disminuido afecta al resto del sistema de los sexos.
A corto plazo, los efectos principales del acceso incre­
mentado para las mujeres son un conjunto de problemas
sociales que pueden hacer las vidas de muchas mujeres
más difíciles que antes. El maltrato físico, la doble jorna­
da laboral y las elevadas tasas de divorcio, todo lo cual
resulta en un aumento de la pobreza femenina, pueden
surgir del acceso incrementado de las mujeres a los roles
de trabajo generador de recursos. Estos problemas socia­
les pueden provocar una reacción por parte del gobierno,
en forma de políticas dirigidas a mejorarlos. En el proce­
so, tales políticas a veces contribuyen todavía más a la
reducción de las desigualdades entre los sexos. También
a corto plazo, los hombres pierden al menos parte de su
ventaja en cuanto al micropoder sobre las mujeres. Aun­
que esta pérdida no se manifiesta en un cambio rápido
en la división del trabajo de casa, Blumberg ( 1 98 8) ha
mostrado que tanto la autonomía femenina (por ejem­
plo, control de su propia fertilidad) como la toma de de­
cisiones familiares por parte de las mujeres (por ejemplo,
240
Contribución
m asculina incre­
Jornada laboral do­ mentada al t rabajo
ble para las m ujeres domést ico/fam i l ia r

Acceso incrementad_L-....Jlll,,,J
de las m ujeres a los
roles de t rabajo
generador de
recursos
Sistema de estrati­
Abuso físico ficación de los sexos
a las m ujeres estable, pero reducido
aumentado

TIEMPO

A corto plazo Más d e una generación

Modelo de los efecros a lo largo del tiempo del incremento del acceso de las mujeres a los roles de trabajo generador de recursos .
....
F1GURA 8.2.

decidir cómo ha de gastarse el dinero de la familia) au­
mentan considerablemente cuando éstas logran el acceso
a un trabajo generador de recursos (ver también Wilkie,
1 98 8, págs. l 52-5 3). A largo plazo, las Proposiciones
3. 7., 3.9. y 3. 1 0 implican lógicamente que, en la medida
en que se reduce la división sexual del trabajo, el proceso
de sexualización cambia para disminuir la diferencia­
ción sexual. Los datos aportados en la sección anterior
sobre las actitudes de los adolescentes apoyan esta opi­
nión. Lo que es más, tal como también ha quedado de­
mostrado en dicha sección, las definiciones sociales se­
xuales cambian, para adecuarse más a la nueva realidad,
volviéndose por tanto menos tradicionales. La implica­
ción lógica de la Proposición 3. 8. es que una reducción
de las definiciones sociales sexuales resulta en un debili­
tamiento creciente de la diferenciación sexual. Con el
poder masculino de micronivel disminuido y menos di­
ferenciación sexual, la división del trabajo doméstico y
familiar comienza, con el tiempo, a volverse más iguali­
taria. A su vez esto provoca una reducción aún mayor de
la diferenciación sexual y el aumento de las oportunida­
des de las mujeres para competir en los roles de trabajo
extradoméstico. El resultado final, unas cuantas genera­
ciones más tarde, es un sistema de los sexos estable, con
un nivel reducido de estratificación de los mismos.
La Figura 8. 3. resume las partes principales del argu­
mento total, relativo a cómo se reduce el nivel de estrati­
ficación de los sexos. Esta figura resume y abrevia las dos
anteriores, junto con las Figuras 7 . 1 . y 7 . 2. Recuerde que
la «estratificación de los sexos» hace referencia a la me­
dida en que hombres y mujeres son iguales en cuanto al
acceso que tienen a los recursos escasos y apreciados de
la sociedad -materiales y no materiales. Cuando los
hombres contribuyen más al trabajo doméstico, el acce­
so relativo de las mujeres al ocio -un recurso escaso y
generalmente muy apreciado- se incrementa. Por defi­
nición, cuando el poder masculino de micronivel dismi­
nuye, existe una igualdad mayor. También por defini-
242
Contribución
masculina
incrementada
al trabajo
domést ico/familiar

Est rati ficación


Dism inución
del poder
masculino de
Cambio micro-recursos

Pol íticas, leyes,


programas de las
élites que en parte
Acceso aumentado mejoran las desven­
de las m ujeres a Apoyo públ ico a tajas de las m ujeres
los roles de t rabajo algunos cambios
generador de recursos defendidos por los
movi mientos fem i n i stas
Aparición/crec i m iento
de movim ientos
fem i n istas
Problemas sociales
a corto plazo 1------------------------------
a. Resume todo el Cuadro 8. 1 . más la lógica que se encuentra tras la relación del Cuadro 7 . 3 .

FIGURA 8.3. U n modelo resumen d e proceso de los principales factores q u e producen u n a reducción de l a est rat ificación de los sexos.
ción, un acceso incrementado de las mujeres a los roles
que generan recursos implica una mayor igualdad entre
los sexos. Las leyes, políticas y programas específicos
pueden afectar prácticamente a cualquier forma de in­
justicia sexual en cuanto al acceso a los recursqs escasos
y apreciados, incluido el trabajo generador dé recursos
(por ejemplo, legislación relativa a la promoción y la
contratación, la acción afirmativa y la equidad de sala­
rios), el poder formal (por ejemplo, concediendo a las
mujeres derechos políticos de los que antes carecían), la
autonomía, el acceso a la mejora de las cualificaciones y
las oportunidades educativas, etc. Lo que esta figura su­
braya, una vez más, es el papel fundamental de la expan­
sión de las oportunidades no domésticas para las muje­
res, a la hora de explicar el cambio del sistema de los se­
xos. A su vez, tal expansión de roles se deriva de cambios
del sistema a mayor escala que la nación está experimen­
tando. Cuando otros aspectos del sistema de los sexos
cambian, sirven también para reforzar y posiblemente
aumentar aún más las oportunidades extradomésticas de
las mujeres. Los movimientos feministas surgen de esta
transformación de los roles de las mujeres. Sirven para
acelerar y reforzar el proceso que está en marcha del
cambio del sistema de los sexos, principalmente a través
de su efecto sobre los fenómenos de definición (es decir,
la opinión pública). Aunque de forma indirecta, el im­
pacto de los movimientos feministas puede, con todo,
ser extenso, en tanto en cuanto las élites de todos los ám­
bitos institucionales principales cambian sus prácticas y
los ciudadanos de a pie, sus definiciones sociales sexua­
les. Estos cambios se pueden entonces extender por todo
el sistema de los sexos, impulsando a su vez otros cam­
bios. A esta figura se ha añadido un vínculo directo entre
las definiciones sociales sexuales debilitadas y el apoyo
público al cambio. De hecho, son una parte fundamental
del mismo fenómeno -la conciencia sexual incrementa­
da. Por último, los cambios ganados en este proceso tien­
den a ser moderados y desiguales, con lo que quedan aún
244
injusticias sexuales importantes contra las que deberá lu­
char una generación futura.

UNA DIGRESIÓN SOBRE LA COMPROBACIÓN


DE UNA TEORÍA DEL CAMBIO

Los efectos del cambio social sobre diferentes estruc­


turas sociales, procesos, prácticas y creencias son inevi­
tablemente desiguales. Situados en medio de un sistema
que está sufriendo un cambio rápido y extenso, pero de­
sigual, los observadores (incluidos los sociólogos) desa­
rrollan con frecuencia, alguna de estas dos nociones exa­
geradas: 1) que ha habido más cambio amplio del que en
realidad se ha dado hasta la fecha; o 2) que debido a que
muchas cosas han cambiado poco, si es que han cambia­
do en absoluto, el cambio es más ilusión que realidad.
Esta segunda opinión refleja una falta general de com­
prensión del tiempo histórico. Postular que el cambio en
una variable produce en última instancia el cambio en
las demás, no significa necesariamente que el segundo
cambio se pueda observar en diez o veinte años. Es bas­
tante razonable suponer que fenómenos sociales comple­
jos y fuertemente arraigados, tales como los sistemas de
los sexos, exijan como mínimo el paso de dos o tres gene­
raciones para que los cambios introducidos en una parte
del sistema produzcan todos sus efectos sobre las demás
partes. Por lo tanto, no refutamos una teoría relativa al
cambio, con datos limitados a los últimos diez o veinte
años (por no hablar de los datos de sección).
La perspectiva de esperar tanto tiempo para poder
valorar adecuadamente los efectos del cambio -y las
teorías sobre el cambio- no es una perspectiva que re­
sulte demasiado apetecible para los sociólogos que traba­
jamos actualmente. Los historiadores han entendido
hace tiempo que es necesario el paso de varias décadas
para lograr una perspectiva razonable y equilibrada so­
bre la importancia y el significado de los acontecimien-
245
tos o las tendencias. Los científicos sociales, sobre todo
en Estados Unidos, se han ocupado principalmente de
entender los fenómenos contemporáneos. Este centrarse
en el presente y los períodos cercanos al presente, ha con­
tribuido de forma considerable al hecho de que los cien­
tíficos sociales se equivoquen con tanta frecuencia en sus
predicciones gel futuro.
La cantidad de tiempo necesaria antes de que se pue­
da llevar a cabo una comprobación adecuada de una teo­
ría del cambio no puede ser de final abierto, o la teoría
no podría nunca descartarse. Siempre se puede decir:
«Los datos no apoyan la teoría todavía, no ha transcurri­
do el tiempo suficiente.» Ante esta situación, propongo
una cantidad específica de tiempo transcurrido. El prin­
cipio de la tendencia hacia el empleo permanente de la
mayoría de las mujeres fuera de casa comenzó alrededor
de 1965- 1970 en Estados Unidos y en varias sociedades
industriales avanzadas más. A partir de entonces, las
mujeres jóvenes pudieron asumir que era sumamente
probable que permanecieran fuera de la fuerza de traba­
jo pagada sólo durante unos pocos años, correspondien­
tes a la primera infancia de sus hijos, generalmente dos,
espaciados de dos a tres años. Para el año 2020, y como
tarde el 2030, casi todas las mujeres de la fuerza de tra­
bajo pagada habrán entrado a formar parte de la misma
después de 1965. Lo que es más, una mayoría considera­
ble de todos los miembros de la fuerza de trabajo
-hombres y mujeres- habrán tenido madres que ya
trabajaron fuera de casa durante la mayor parte de sus
vidas. De hecho, los trabajadores más jóvenes habrán te­
nido abuelas que también trabajaron fuera de casa toda,
o casi toda su vida. Si los cambios postulados en las defi­
niciones sociales sexuales, la sexualización, la división
del trabajo doméstico y familiar y las relaciones de poder
sexual no han tenido lugar para entonces, será evidente
que la perspectiva teórica desarrollada en este libro está
equivocada, en todo o en parte.
Procede una advertencia final. Mi teoría del cambio
246
hacia una mayor igualdad entre los sexos se basa en la
participación extensa de las mujeres, independiente­
mente de clase social o estado civil, en la fuerza de traba­
jo durante la mayor parte de sus vidas adultas. Si la eco­
nomía y/o la tecnología de las sociedades industriales
avanzadas cambia de forma que se reduzca sustancial­
mente la demanda de mujeres en la fuerza de trabajo,
evidentemente mis predicciones no llegarán a hacerse
realidad. De hecho, es sumamente probable que la desi­
gualdad entre los sexos aumente si las mujeres vuelven a
una posición más dependiente frente a sus maridos.

RESPUESTAS A ALGUNAS PREGUNTAS

En fa conclusión del Capítulo 1 se enumeró una serie


de preguntas, cuyas respuestas habían de ofrecerse du­
rante el curso de la explicación de una teoría de la estabi­
lidad y el cambio de los sistemas de los sexos. Aquéllas
relativas a la estabilidad fueron abordadas en el Capítulo
4. Vuelvo ahora la atención a las preguntas restantes que
se refieren al cambio.
La cuestión 3 planteaba cuáles son las ramificacio­
nes de la sexualización en el cambio del sistema de los
sexos. Hay dos aspectos de la teoría que atañen a esta
cuestión. He sugerido que la sexualización puede, a cor­
to plazo, impedir el cambio en la división doméstica del
trabajo que debería seguirse de un incremento del acceso
de las mujeres a los recursos. A pesar del descenso del
micropoder masculino, los maridos sobre todo, pero
muchas mujeres también, pueden seguir viendo la divi­
sión doméstica tradicional del trabajo como una expre­
sión de sus conceptos sexuados de sí mismos. A largo
plazo, conforme la división sexual del trabajo no domés­
tico cambia en una dirección más igualitaria, y conforme
las definiciones sociales sexuales se debilitan, la diferen­
ciación sexual producida principalmente por la sexuali­
zación de la infancia debería declinar. A su vez, un des-
247
censo de la diferenciación sexual debería reforzar la nue­
va división del trabajo no doméstico y contribuir a una
divISión más igualitaria del trabajo doméstico.
La cuestión 6 inquiría sobre las causas del cambio de
la división sexual del trabajo. He argumentado de forma
consistente que el trabajo no doméstico cambia en su
composición sexual como consecuencia principalmente
de cambios macroestructurales en la tecnología, la de­
mografía y la economía. Las mujeres ganan o pierden
acceso a los roles de trabajo generador de recursos de­
pendiendo de la naturaleza de los cambios macroestruc­
turales. Lo que es más, la idea de que el cambio en la di­
visión no doméstica del trabajo emana de cambios en las
características de las propias mujeres (variables del lado
de la oferta) fue explícitamente rechazada. El cambio en
la división doméstica del trabajo es un resultado a largo
plazo e indirecto del cambio en la división no doméstica
del trabajo, tal como se ha analizado más arriba.
La cuestión novena abordaba cómo se reducen las
ventajas de poder masculino. Todavía no he tocado el
tema de la reducción del macropoder masculino, que en
la práctica implica el incremento de la representación fe­
menina entre las élites. Esta cuestión constituye el punto
de mira del último capítulo. La ventaja masculina de po­
der de micronivel se reduce en la medida en que las mu­
jeres ganan un acceso cada vez mayor a los roles de tra­
bajo generador de recursos. No obstante, recuerde la opi­
nión de Blumberg ( 1 984) de que el poder económico de
los recursos de las mujeres en el micronivel se ve «reba­
jado» por la continuidad de un poder masculino supe­
rior de macronivel. El concepto de rebaja sugiere que los
hombres mantienen una pequeña ventaja de micropo­
der, incluso cuando sus esposas aportan los mismos re­
cursos a la familia. Con todo, un poder conyugal sustan­
cialmente más igualitario es consecuencia de un acceso
considerablemente más igualitario a los recursos, sobre
todo materiales, pero también no materiales, proporcio­
nados por los roles de trabajo extradoméstico.
248
Las cuestiones 1 1 y 1 3 están estrechamente relacio­
nadas. Preguntan bajo qué condiciones rechazan las mu­
jeres la legitimidad del poder masculino y qué es lo que
causa el desarrollo de la conciencia sexual. Entre otras
cosas, la conciencia sexual implica un rechazo de la legi­
timidad del poder masculino, de modo que son en reali­
dad la misma pregunta. En el capítulo anterior, se han
analizado los procesos sociales psicológicos por los que
un cuadro de mujeres que han experimentado roles au­
mentados desarrollan una conciencia sexual. El quid de
ese argumento es que, una vez en contacto mutuo, las
mujeres que experimentan la expansión de los roles
comparten sus experiencias de los dilemas de estatus/rol
y sus sentimientos de pérdida relativa que surgen de un
cambio en cuanto a los grupos de referencia. De este
compartir surge gradualmente lo que podría llamarse
una visión de que es el sistema -y no las personas- el
que tiene la culpa de sus problemas. Llegan a la conclu­
sión de que existe un sistema injusto, desigual e ilegítimo
de privilegio masculino y que debería cambiarse. En la
medida en que un grupo numeroso de mujeres ha experi­
mentado la expansión de los roles, éstas llegarán al desa­
rrollo de una conciencia sexual parcial inducidas por el
activismo organizado de ese cuadro feminista. Al defen­
der los objetivos del cambio y las nuevas definiciones
que se enfrentan a las definiciones sociales sexuales tra­
dicionales, las activistas con conciencia sexual ofrecen
soluciones potenciales a los problemas experimentados
personalmente por muchas otras mujeres. La conciencia
sexual es una cuestión de grado, y aquéllas que tienen los
grados más altos enseñan a gran parte del resto de la po­
blación.
La última cuestión planteaba la relación entre el po­
der masculino de microdefinición y la conversión de las
mujeres hacia la conciencia sexual. En la Parte I he argu­
mentado que los hombres suelen usar esta forma de po­
der para reforzar las definiciones sociales sexuales. No
existe una relación directa entre ella y la conciencia se-
249
xual. Esta última surge en respuesta a procesos que au­
mentan los recursos de las mujeres. Esto significa que los
hombres -sobre todo los maridos- con los que éstas
interactúan, han experimentado una reducción muy re­
lativa de su poder de los recursos. Dado que el poder de
definición emerge del poder de los recursos, han experi­
mentado asimismo un descenso de éste. Aunque el po­
der masculino de microdefinición y la conciencia sexual
femenina varían de forma inversa, el cambio de uno de
estos dos fenómenos no causa directamente el cambio en
el otro. Se trata más bien de que los dos son reflejos del
acceso creciente de las mujeres a los roles de trabajo ge­
nerador de recursos.

UNA DIGRESIÓN SOBRE LA ESTRATIFICACIÓN


DE LAS CLASES Y LAS MINORÍAS

El énfasis a lo largo de este libro se ha puesto en las


mujeres en cuanto categoría. En todos, excepto unos
cuantos ejemplos, la enorme diversidad entre las muje­
res de las sociedades complejas se ha ignorado. Las mu­
jeres se diferencian unas de otras en términos de clase so­
cial, en prácticamente todas las sociedades contemporá­
neas, y en muchas también difieren en cuanto a agrupa­
mientos étnicos, raciales o religiosos. Los procesos estu­
diados en este libro afectarán de forma distinta a las mu­
jeres según sus otros estatus sociales. Por ejemplo, den­
tro de una sociedad determinada, las definiciones
sociales sexuales, sobre todo los estereotipos y las nor­
mas, pueden ser distintas para mujeres ricas y mujeres
pobres, para mujeres blancas y mujeres de color, para las
que pertenecen a una subcultura étnica o religiosa en
comparación con otra. Dentro de una categoría social­
mente desfavorecida, el poder conyugal puede ser más
igual que el existente entre segmentos más avanzados de
la sociedad, no porque a las mujeres les vaya mejor, sino
porque el acceso de los hombres a los recursos también
250
es muy pobre (Chafetz, 1 980). Las oportunidades au­
mentadas para las mujeres también se suelen distribuir
de forma diferente a lo largo de estas otras líneas de es­
tratificación. Al igual que las mujeres normalmente ex­
perimentan nuevas oportunidades, sólo después de que
los hombres «copen» las más gratificantes, aquellas mu­
jeres cuyos otros estatus (clase, raza, etnia, religión) son
más altos son las que tienen más probabilidades de ha­
cerse con nuevas y gratificantes oportunidades, en com­
paración con otras mujeres. A su vez, el hecho de que las
mujeres se caractericen por las posiciones que ocupan en
las jerarquías de estatus distintas de la del sexo, significa
que su conciencia socio-política va a variar (por ejemplo,
ver Dill, 1 98 3). Las mujeres que disfrutan de un elevado
estatus social en todos los sentidos menos en el sexual,
pueden desarrollar una conciencia centrada exclusiva­
mente en sus desventajas en función del sexo. Las menos
afortunadas pueden ignorar completamente las cuestio­
nes sexuales y centrarse en otras fuentes de privación
(clase, raza, etc.), o pueden desarrollar una forma de con­
ciencia que combina el ser consciente de varias fuentes
de desventajas. He argumentado que la conciencia se­
xual es en gran medida consecuencia de un cambio del
grupo de referencia comparativo de las mujeres a los
hombres, que depende de las oportunidades incrementa­
das. Las mujeres que sufren un estatus bajo en estas otras
jerarquías de estratificación pueden responder a unas
oportunidades aumentadas cambiando de grupo de refe­
rencia en dirección a otras mujeres más favorecidas, de­
sarrollando así una conciencia racial, étnica, de clase o
religiosa más que, o en combinación con, una conciencia
sexual.
Está claro que la comprensión de la estabilidad y el
cambio en el sistema de los sexos de cualquier sociedad
dada, necesita la inclusión de estas otras formas de estra­
tificación entre las mujeres (ver Epstein, 1 9 88, capítulo
5). Debido a que casi todas las sociedades contemporá­
neas están estratificadas desde el punto de vista de la cla-
2s 1
se, debería dedicarse más atención teórica a la incorpo­
ración sistemática de esta dimensión en nuestra com­
prensión del cambio y la estabilidad del sistema de los
sexos. Ya existen muchos buenos informes de investiga­
ciones acerca de la relación entre la clase y el sexo en la
bibliografía relativa a esta área de estudio, especialmen­
te estudios de las mujeres del Tercer Mundo, que pro­
porcionan una buena base empírica para la teorización
sistemática. Otras jerarquías de estatus -racial, étnica,
religiosa- son específicas de una nación concreta y más
difíciles de incorporar en una teoría general. En el peor
de los casos, es probable que la forma en que el cambio
afecta a subpoblaciones de mujeres en cualquier mo­
mento y lugar determinados, dependa profundamente
de sus posiciones dentro de otras jerarquías de estratifi­
cación, pero que los efectos de sus diversos estatus pue­
den ser muy complejos y no sencillamente un aspecto
más a sumar al conjunto de características. Del mismo
modo, los mecanismos precisos y detallados que refuer­
zan el estatus quo del sistema de los sexos (por ejemplo,
los contenidos específicos de las definiciones sociales se­
xuales y la diferenciación sexual) pueden variar en for­
mas complejas de acuerdo con las posiciones de las mu­
jeres en una multiplicidad de jerarquías de estatus dis­
tintos.
La tarea teórica es descubrir uniformidades a nivel
nacional e histórico en las relaciones entre la sexual y
otras formas de estratificación y diferenciación social, en
cuanto que afectan y son afectadas por las variables ana­
lizadas en este libro. Como un principio en esa direc­
ción, se podría desarrollar un conjunto de proposiciones
que tienen como estructura independiente «entre las
mujeres, cuanto más elevado (más bajo) sea su estatus
social...». Dos sencillos ejemplos bastan para demostrar
esta idea: primero, entre las mujeres, cuanto más bajo
sea su estatus social menos probable es que las definicio­
nes sociales sexuales tradicionales excluyan las obliga­
ciones del trabajo extradoméstico como un componente
252
de la feminidad, y segundo, conforme aumenta la de­
manda de trabajo femenino en roles no domésticos y fa­
miliares, entre las mujeres, cuanto más elevado sea su es­
tatus social, mejores serán los roles de trabajo, desde el
punto de vista de cualificaciones y recompensas, que es­
tarán a su alcance.

CONCLUSIÓN

En este capítulo se han integrado los análisis de los


diversos procesos que explican juntos cómo se da una re­
ducción de la estratificación de los sexos. Dada la natu­
raleza de sistema de estos procesos, y el amplio feedback
entre las diferentes estructuras, podría parecer que, una
vez que un proceso tal comienza, debería trascenderse sí
mismo hasta completar la igualdad entre los sexos, o has­
ta que los factores macroestructurales adversos comen­
zaran a invertirlo. Pero probablemente, no sea este el
caso. Sin duda alguna, los bajones económicos y los fac­
tores tecnológicos y demográficos pueden algunas veces
detener el proceso, una vez comenzado. Es evidente que
no existe ningún lugar donde se haya llegado a la igual­
dad total. En el próximo capítulo se van a examinar algu­
nos otros factores que tienden a contribuir con el tiempo
al estancamiento, cuando no a la inversión, del proceso
de cambio hacia la igualdad entre los sexos.

253
CAPÍTULO 9

Los límites del cambio:


reacción y apatía

La mejora del estatus relativo de algunos grupos en


situación desventajosa -los trabajadores, los negros en
América, las mujeres- suele ocurrir a trompicones. A
una época de desigualdad en descenso y de activismo de
base creciente en apoyo del cambio, le sigue una de es­
tancamiento, incluso de regresión, en el estatus relativo
de ese grupo y una visibilidad pública escasa de las orga­
nizaciones del movimiento (por ejemplo, en el caso de
las mujeres de Estados Unidos, ver el análisis de Rupp y
Taylor ( 1 98 7) del período entre las dos olas de activismo
en movimientos feministas). Este capítulo plantea el por
qué de esto. Aparte de factores macroestructurales que
hacen descender las oportunidades de las mujeres, qué
es lo que contribuye al freno, el parón o la inversión de
un proceso de disminución de la estratificación de los se­
xos. En mi opinión, hay cuatro tipos de fenómenos que
contribuyen: la aparición y crecimiento de una oposi­
ción organizada al cambio; la dinámica interna de los
movimientos feministas; un descenso de la conciencia
pública con respecto a la necesidad de un cambio mayor
y de dar apoyo a tal cambio; y factores políticos y econó-
2ss
micos, excepto aquéllos que afectan a la demanda del
trabajo de las mujeres fuera del hogar.

OPOSICIÓN ORGANIZADA:
MOVIMIENTOS ANTIFEMINISTAS

Mientras llevábamos a cabo una investigación sobre


la aparición y el crecimiento de los movimientos femi­
nistas, Dworkin y yo encontramos referencias desperdi­
gadas a esfuerzos conscientemente organizados, destina­
dos a bloquear o invertir los cambios perseguidos por ta­
les movimientos (ver Chafetz y Dworkin, 1 987, 1 989).
Llamamos a dichos esfuerzos colectivos «movimientos
antifeministas» (aunque el término adecuado sería «mo­
vimientos anti-movimiento feminista»). Surgen cuando
un movimiento feminista orientado hacia el cambio, pa­
rece estar consiguiendo sus objetivos, pero rara vez
emergen en respuesta a movimientos pequeños, débiles
o infructuosos. Hemos encontrado pruebas de tales con­
tramovimientos durante la Primera Ola en Estados Uni­
dos, Gran Bretaña, Francia, Italia, Nueva Zelanda, la
Palestina j udía, Alemania, Canadá y Australia. En la Se­
gunda Ola, los movimientos antifeministas han podido
ser documentados en Estados Unidos, Australia, Italia,
Francia, Alemania y Gran Bretaña. Al margen de la ola o
la nación en cuestión, encontramos similitudes notables
en estos contramovimientos.
Cuando alcanzan un desarrollo total, los movimien­
tos antifeministas se componen de dos tipos muy distin­
tos de grupos. El primero está constituido por grupos con
intereses personales, cuyo estatus se ve amenazado por
los cambios reales y/o propuestos del sistema de los se­
xos. Tales grupos se ceban en la aparición de un movi­
miento feminista y con frecuencia se han beneficiado de
las desventajas relativas de las mujeres. Comprenden a
aquellas élites y grupos contra cuyas prácticas y compo­
sición lucha el movimiento feminista. Su motivo para
256
apoyar u organizar un movimiento antifeminista es la
protección de su posición dominante y ventajosa. Los
grupos de interés personal incluyen organizaciones y éli­
tes políticas, económicas, religiosas, educativas (educa­
ción superior) y otras. A menudo, emplean a personas
cuyo trabajo es controlar la legislación propuesta, la opi­
nión pública, las tendencias y los sucesos actuales con el
fin de saber rápidamente de cualquier ·amenaza inmi­
nente a sus intereses. Las redes de élites entre ellas (for­
males e informales), junto con su control de los recursos
de organización, permiten una movilización rápida
cuando se percibe la amenaza. No obstante, con frecuen­
cia se contienen en cuanto a hacer nada en respuesta a
una amenaza avistada. El interés propio también incluye
el mantenimiento de buenas relaciones públicas con
quienes quiera que sean sus poderdantes (consumidores,
feligreses, contribuyentes, votantes, etc.). Las organiza­
ciones y sus élites pueden no encontrarse en una posi­
ción que les permita oponerse públicamente a los cam­
bios propuestos por un movimiento feminista (ver Gale,
l 98 6, pág. 2 1 0). La forma en que perciban la magnitud
de la amenaza y las opiniones de sus poderdantes van a
influir en el alcance de sus acciones. Tales percepciones
también van a afectar a su decisión de actuar al descu­
bierto o encubiertamente, si deciden tomar medidas.
El segundo tipo de organización de movimiento anti­
feminista está constituido por las asociaciones volunta­
rias de base. Mientras que los grupos de intereses perso­
nales se componen casi por completo de hombres, las
asociaciones voluntarias antifeministas incluyen miem­
bros de los dos sexos. Los miembros temen que los cam­
bios nuevos o propuestos en relación con el sistema de
los sexos, afecten de manera negativa a su estatus social
y/o económico. A diferencia de los grupos de intereses
personales, los que se unen a una asociación voluntaria
antifeminista suelen tardar bastante en percibir una
amenaza que proceda del cambio del sistema de los se­
xos o un movimiento feminista. Por lo tanto, tales aso-
257
ciaciones surgen después un movimiento feminista o un
activismo de grupo de interés antifeminista. Los miem­
bros de la asociación voluntaria deben sufrir un proceso
de despertar de conciencia, análogo al que han de pasar
los miembros del movimiento feminista contra el que lu­
chan. Los grupos antifeministas de intereses personales
desempeñan un papel fundamental en la movilización y
organización de asociaciones voluntarias de base.
Las descripciones que encontramos de movimientos
antifeministas de las dos olas sugieren que, poco después
de que aparezca un movimiento feminista y/o comience
a darse un cambio significativo en el sistema de los se­
xos, los grupos de intereses personales empiezan a em­
plear sus canales activos de influencia para resistirse al
cambio, encubiertamente. Especialmente, suelen usar
redes de presión preexistentes para influir en las élites
políticas. Por ejemplo, Conover y Grey descubrieron
que durante los años 70 una legislación a nivel estatal en
contra del ERA y el aborto tuvo más probabilidades de
aprobarse en los estados que contaban con el mayor nú­
mero de grupos de presión de comerciantes. De hecho,
esta variable constituyó el mejor oráculo en un análisis
multivariado, empleado para explicar la aprobación de
las restricciones del aborto ( 1983, págs. 189-9 1). Más
aún, encontraron que cuanto más fuertes y numerosos
eran los grupos de presión de comerciantes, menos eran
las organizaciones antifeministas de base. Aparentemen­
te, las personas que normalmente se movilizarían en ta­
les organizaciones pensaban que sus intereses estaban
suficientemente representados por los grupos de presión
en activo ( 1983, pág. 189). Los grupos de presión y orga­
nizaciones de cerveceros trabajaron activamente para
impedir el derecho al voto de las mujeres en Nueva Ze­
landa (Evans, 1977, pág. 2 17; Grimshaw, 1972, pág. 57),
Canadá (Grimshaw, 1972, págs. 57, 67, 90; Bacchi,
1983, págs. 47, 76), Gran Bretaña (Harrison, 1978, pág.
12 7; Banks, 198 1, pág. 13 1), y Estados Unidos (Flexner,
1 975, págs. 306-7). También durante la Primera Ola, los
258
grupos sindicalistas de Gran Bretaña presionaron en
apoyo de la legislación que limitaba el número de horas
que las mujeres podían trabajar como un medio de redu­
cir la competencia en aumento, en el ámbito laboral por
parte de las mujeres (Evans, 1 977, pág. 1 4; Banks, 1 98 1 ,
pág. 178; Harrison, 1 978, págs. 40, 1 4 1 ). Más reciente­
mente, la Cámara de Comercio de Estados Unidos, la
Asociación Nacional de Fabricantes (National Associa­
tion of Manufacturers), la Federación Nacional de Venta
al detalle (National Retail Federation) y una serie de
compañías de seguros unieron sus presiones en contra de
la Ley de Incapacidad por Embarazo (Pregnancy Disabi­
lity Act) en Estados Unidos, que estaba diseñada para
proteger los derechos de las trabajadores embarazadas y
proporcionar un seguro médico por embarazo y parto
(Gelb y Palley, 1 982, pág. 1 60).
Además de hacer presión, los grupos de intereses per­
sonales han sido a menudo los vehículos principales para
la organización de asociaciones voluntarias antifeminis­
tas. Pueden hacerlo abierta o más silenciosamente, usan­
do organizaciones tales como «frentes» en las que canali­
zan dinero y otros recursos. Los sindicatos y organiza­
ciones de trabajadores administrativos tuvieron una ac­
tuación abierta con frecuencia, en su activismo antifemi­
nista durante la Primera Ola. Por ejemplo, en 1 9 1 2 los
profesores masculinos alemanes, temerosos de la incur­
sión de las mujeres en su profesión, organizaron la Liga
para la Prevención de la Emancipación de las Mujeres
(League for the Prevention of the Emancipation of Wo­
men). Este pequeño grupo recibió un fuerte apoyo por
parte del Sindicato Alemán Nacional de Empleados de
Comercio (German National Commercial Employee's
Union), considerablemente mayor, una organización de
hombres de clase media baja que también temía la incur­
sión de las trabajadoras femeninas en sus ocupaciones
(Evans, 1 976, págs. 1 78-79). Los grupos de interés de be­
bidas alcohólicas financiaron encubiertamente las orga­
nizaciones de base antisufragistas en Toronto y Australia
259
) (Bacchi, 1 98 3), en Gran Bretaña (Harrison, 1 9 78, pág.
7 2 7 ; Banks, 1 98 1 , pág. 1 3 1 ) y en Estados Unidos (Flex­
ner, 1 9 7 5 , págs. 306-7). Grupos de intereses de indus­
trias del ferrocarril, petróleo, cárnicas, de cemento, de
ranchos, bancos y fabricación en general, proporciona­
ron en Estados Unidos fondos adicionales, en su mayor
parte encubiertos, para la organización de base y la pre­
sión contra el derecho al voto de las mujeres (Flexner,
1 97 5 , págs. 309- 1 1 ).
Hay un grupo de intereses personales que ha estado
profunda y abiertamente involucrado, de forma prácti­
camente universal, en el activismo antifeminista organi­
zado: las religiones conservadoras, ortodoxas o funda­
mentalistas. Han proclamado públicamente una ideolo­
gía antifeminista, han proporcionado fondos a las
asociaciones voluntarias y han trabajado para establecer
tales organizaciones durante las dos olas en casi todas las
naciones que experimentaron la efervescencia de un mo­
vimiento antifeminista. Los movimientos feministas de
la Primera Ola tuvieron que enfrentarse a la oposición
pública de los líderes católicos en Francia (Boxer, 1 982,
págs. 5 5 7-58; Evans, 1 97 7 , pág. 239), Italia (Evans,
1 977, pág. 2 39), Nueva Zelanda (Grimshaw, 1 972, pág.
56) y Estados Unidos (Flexner, 1 97 5 , pág. 309). Ba�o el
mandato británico en Palestina durante las dos primeras
décadas del siglo xx, los rabinos ortodoxos dirigieron la
oposición frente a las demandas de las mujeres, en favor
de la igualdad dentro de los cuerpos de autogobierno ju­
díos (lzraeli, 1 98 1 , pág. 1 06 ). La Liga Alemana Evangé­
lica de Mujeres (German Evangelical Women's League)
fue organizada por un clérigo para luchar contra las exi­
gencias feministas, incluido el derecho al voto, mientras
que otro líder religioso alemán estableció el Grupo Cris­
tiano Nacional contra la Emancipación de las Mujeres
(Christian National Group Against the Emancipation of
Women) (Evans, 1 976, págs. 1 9 5-98). Se ha podido de­
mostrar con creces un activismo análogo protagonizado
por líderes religiosos católicos, mormones, protestantes
260
fundamentalistas y judíos ortodoxos, en el caso de la Se­
gunda Ola en Estados Unidos, sobre todo aunque no ex­
clusivamente en torno al tema del aborto (ver Conover y
Grey, 1 9 8 3 ; Gelb y Palley, 1 9 82). Los años 70 fueron
testigos del mismo tipo de conducta, especialmente,
pero no sólo, en torno al tema del aborto, en Francia
(Sauter-Bailliet, 1 9 8 1 ), Gran Bretaña (Bquchier, 1 9 84) y
Alemania (Jacobs, 1 9 78).
Los movimientos feministas se componen, en su
abrumadora mayoría por mujeres; en la mayor parte de
los casos, los hombres desempeñan un papel menor, de
apoyo. Los movimientos antifeministas cuentan con el
mismo número más o menos de hombres y de mujeres, y
los hombres suelen ser sus líderes y portavoces públicos,
así como los principales organizadores y proveedores de
recursos. Los miembros masculinos de las asociaciones
voluntarias antifeministas se caracterizan frecuente­
mente por los mismos rasgos que los grupos de intereses
personales que se oponen activamente al cambio del sis­
tema de los sexos. Son hombres cuyas ocupaciones se
ven amenazadas por la incursión de mujeres trabajado­
ras, y hombres de élites cuyas organizaciones se ven asi­
mismo amenazadas. Por ejemplo, los hombres ricos, in­
fluyentes y aristócratas de las profesiones liberales, las
artes, las ciencias, el aparato militar, los negocios y el go­
bierno fueron los miembros de los grupos que se oponían
al derecho al voto de las mujeres en Alemania (Evans,
1 9 76), Nueva Zelanda (Harrison, 1 978) y Estados Uni­
dos (Flexner, 1 97 5), durante la Primera Ola. Algunas
asociaciones voluntarias antifeministas han estado com­
puestas sólo por hombres, sobre todo durante la Primera
Ola. Otras han contado con miembros de ambos sexos,
pero el papel real de las mujeres ha sido engrosar el nú­
mero de miembros, mientras los hombres eran los que
dirigían realmente las organizaciones (Harrison, 1 97 8 ,
pág. 1 2 8 ; Marshall, 1 98 5).
Los miembros femeninos de las asociaciones volun­
tarias antifeministas suelen ser las mujeres de los organi-
26 1
zadores masculinos y de los miembros de grupos de inte­
reses personales. Especialmente en la Primera Ola, las
activistas antifeministas fueron con frecuencia, miem­
bros de familias de élite (ver Harrison, 1 9 7 8, para Gran
Bretaña; Flexner, 1 97 5, para Estados Unidos). En la Se­
gunda Ola, estas mujeres suelen ser amas de casa de clase
media o media alta, de mediana edad, dependientes de
los ingresos de sus maridos. En las dos olas, estas muje­
res normalmente se han «aferrado tenazmente a los roles
tradicionales» que entienden que están «cada vez más
amenazados» (Howard, 1 982, pág. 465; ver también Eh­
renreich, 1 982; Luker, 1 984). Estos están especialmente
amenazados por las nuevas definiciones sociales sexua­
les que están apareciendo y que conceden prestigio a las
mujeres sobre la base de sus logros individuales y extra­
domésticos, reduciendo así implícitamente el estatus de
las mujeres que permanecen encerradas en roles tradi­
cionales de la casa y la familia. Dado que dependen eco­
nómicaente de sus maridos, tales mujeres pueden tam­
bién experimentar inseguridad en tanto en cuanto los in­
tereses económicos de sus maridos se ven amenazados.
Los grupos de intereses personales antifeministas, so­
bre todo las religiones, contribuyen a dar forma a estas
percepciones de amenaza a través de los medios de co­
municación de masas y desde el púlpito. Igualmente im­
portante, la propia retórica de los movimientos feminis­
tas orientados hacia el cambio, hace que las mujeres tra­
dicionales entiendan ese movimiento como una fuente
de amenazas. La ideología antifeminista que surge para
legitimar el activismo de los contramovimientos adopta
un sabor característico, al margen de la época, la nación
o las exigencias concretas del movimiento feminista al
que se oponen. El cambio del sistema de los sexos y el
movimiento feminista que lo apoya y profundiza, son
acusados de poner en peligro la familia. A su vez, la fa­
milia se define como el pilar de la nación. Una división
del trabajo por la que las mujeres se cuidan del hogar y
los miembros de la familia y los hombres proporcionan
262
el sostén económico de la misma, se define como algo
necesario para el bienestar de la familia, y por tanto de la
nación. Por último, el simbolismo religioso y patriótico
se usa para legitimar aún más la ideología. A menudo se
complementa con conceptos relativos a las diferencias
sexuales innatas o biológicamente arraigadas que exigen
esta particular división del trabajo. En la Primera Ola,
este argumento se pudo oír en Francia · (Boxer, 1 9 82),
Alemania (Evans, l 976), Nueva Zelanda (Grimshaw,
1 972), Canadá (Bacchi, 1 98 3), Gran Bretaña (Harrison,
1 97 8) y Estados Unidos (Marshall, 1 98 5 ; Howard,
1 982). Su eco se ha escuchado en los últimos años en Ita­
lia (Dodds, 1 982), Australia (Webley, 1 980) y Estados
Unidos (Pohli, 1 983).
El proceso por el que surge un movimiento antifemi­
nista completamente desarrollado (es decir, que com­
prenda una o más asociaciones voluntarias, así como
grupos de intereses personales) se puede plasmar usando
un conjunto de estructuras que es un paralelismo estre­
cho del que se usó en el Capítulo 7 para explicar la apari­
ción de los movimientos feministas. De hecho, surgen
dialécticamente dos tipos de movimientos que se influ­
yen mutuamente (ver Chafetz y Dworkin, 1 989). La Fi­
gura 9 . 1 . plasma ese proceso, que comienza con el hecho
de que el cambio macroestructural es siempre desigual
en cuanto a su impacto sobre las subpoblaciones que hay
dentro de una sociedad. Los cambios que amplían las
oportunidades de roles de muchas mujeres no afectan a
otras muchas. Muchas mujeres son incapaces o no están
dispuestas a aprovechar las nuevas oportunidades, debi­
do al insuficiente capital humano, a las obligaciones fa­
miliares, religiosas u otras limitaciones normativas y/o
oportunidades insuficientes. Permanecen encerradas en
roles que habían sido los tradicionales de su sexo.
Recuerde que la expansión de los roles produce dile­
mas de estatus/rol a las mujeres. El encierro en roles (es
decir, limitarse a roles tradicionales de un sexo) durante
una época de expansión rápida de los roles, también tie-
263
N
°'

a
Expansión de roles Movim iento fe m i n i sta
para las m uj e res orientado a l cambio

Efectos desiguales Dilemas de M OV I M I ENTO


del cambio status/rol ANTI FEM I N ISTA:
macro-est ruct ural

Encierro N i ngún cambio


cont i n uado en de grupos de amenaza
roles fe meni nos re ferencia de los intereses
de estatus/clase
de los i n d i v iduos
voluntarias

Percepc ión de legi t i m idad


del status quo del
sistema de los sexos

a . Para detalles de este proceso ver el Cuadro 7 . 2 .

FIGURA 9. 1 . Modelo d e l proceso d e la aparición de mov i m ientos antifeministas.


ne ese efecto. Conforme cada vez más mujeres asumen
nuevos roles, aquéllas que no lo hacen piensan que tie­
nen que explicar y justificar el hecho de no «lograrlo».
Por ejemplo, las mujeres casadas de Estados Unidos hoy
día -especialmente si sus hijos están en edad escolar­
son definidas crecientemente por los miembros de la so­
ciedad como anomalías que deben explicar el hecho de
no formar parte de la fuerza de trabajo. Son precisamen­
te estos dilemas los que provocan en las mujeres encerra­
das en ciertos roles, una sensación de amenaza de su es­
tatus. Esa percepción se ve alentada por la retórica y la
actividad de los grupos de intereses personales antifemi­
nistas y reforzada por la retórica del movimiento femi­
nista.
Las mujeres que continúan llevando a cabo roles tra­
dicionales tienen poco ímpetu para cambiar sus grupos
de referencia. Otras mujeres como ellas sirven de grupo
de referencia comparativo y seguirán constituyendo su
grupo de referencia normativo. Por lo tanto, a diferencia
de las mujeres que experimentan roles en expansión y un
cambio de grupos de referencia, aquéllas encerradas en
ciertos roles no tienen razón alguna para cuestionar o de­
safiar el sistema de los sexos tradicional. Mantienen una
idea de que el status quo -o, más probablemente, el sis­
tema tal como era antes de los últimos cambios- es legí­
timo. Cuando su sensación personal de amenaza de su
estatus y la noción de que los intereses económicos de
sus maridos están amenazados, se combinan con una
conciencia de la legitimidad del sistema de los sexos, y
esas mujeres se convierten en individuos susceptibles de
movilización para el activismo en contra del movimien­
to feminista.
La expansión real de los roles de las mujeres y los
cambios propuestos por un movimiento feminista crean
juntos una sensación de amenaza para muchos grupos de
intereses personales. Ambos aspectos provocan en sí
mismos un intento de frustrar el cambio y proporcionar
los recursos necesarios para montar un contramovi-
265
miento de base. Como individuos, los hombres que sien­
ten que sus intereses están amenazados organizan o se
unen a asociaciones voluntarias antifeministas, reclutan
miembros -especialmente sus esposas- y desarrollan
o difunden una ideología que justifique su postura.
El antifeminismo organizado surge sólo si el cambio
del sistema de los sexos real o inminente tiene la magni­
tud suficiente como para producir una sensación de
amenaza a los intereses personales. Estos son los prime­
ros que actúan para frustrar un cambio semejante. Sólo
cuando sus esfuerzos, en su mayor parte encubiertos, pa­
recan ser insuficientes surgirán las asociaciones volunta­
rias antifeministas. Cuando surgen, éstas constituyen un
buen indicador de un cambio sustancial y/o la existencia
de un movimiento feminista poderoso. Dworkin y yo
( 1 987) concluimos a partir de nuestras investigaciones,
que la aparición y el crecimiento de los movimientos an­
tifeministas no representan un cambio de la opinión pú­
blica. Tampoco lo crean. Esos movimientos tienden a
organizar, a dar voz pública y a evidenciar la cantidad de
la población que se ha opuesto al cambio del sistema de
los sexos durante todo el tiempo. De hecho, hasta cierto
punto, la aparición de un contramovimiento contribuye
a los esfuerzos de reclutamiento de un movimiento femi­
nista al afinar el punto de mira del debate (ver Harrison,
1 9 7 8 , capítulo 6). En su revisión sistemática de la opi­
nión pública norteamericana durante los años 70, Cono­
ver y Grey comprobaron que, a pesar de la visibilidad
creciente del �ntifeminismo organizado, en lo referente
al aborto y el ERA, se dio un cambio de actitudes muy
escaso. Sin embargo, la intensidad emocional de las dos
partes contendientes de ambas cuestiones sí que aumen­
tó ( 1 9 8 3 , pág. 1 67 ; ver también Burris, 1 98 3).
A pesar de que los movimientos antifeministas no
afectan a la distribución de la opinión pública, sí que
contribuyen a retardar la velocidad del cambio del siste­
ma de los sexos. Hacen evidente ante las élites que hay
una oposición considerable -aunque sea una mino-
266
ría- al cambio. Lo que es más, distraen al movimiento
feminista de la persecución de sus objetivos. Éste se ve
obligado a gastar tiempo, esfuerzo y recursos considera­
bles simplemente para combatir los intentos de la oposi­
ción de frustrar los cambios que el movimiento apoya.
Por último, los movimientos antifeministas tienden a
gozar de mayor importancia política de lo que sus núme­
ros y la opinión pública podrían garantizar. Esta ventaja
se deriva del activismo de los grupos de intereses perso­
nales. Estos grupos normalmente tienen muchos más re­
cursos que aquéllos aliados con un movimiento feminis­
ta. Lo que es más, mantienen relaciones desde hace largo
tiempo con las élites políticas, así como un intercambio
mutuo de favores. Y por si fuera poco, entre sus miem­
bros se pueden contar las élites socio-económicas, políti­
cas y culturales.
Como resumen de los puntos principales de esta
sección:
Proposición 9. 1. Cuanto mayor es el cambio del sis­
tema de los sexos y/o cuanto más fuerte se vuelve un mo­
vimiento feminista y más éxitos consigue, más probable
es que grupos poderosos de intereses personales perciban
una amenaza.
Proposición 9. 2. Cuanto más extensa es la expan­
sión de los roles de las mujeres, tanto más experimen­
tarán dilemas de estatus/rol y tanto más percibirán la
amenaza a su estatus y a los intereses económicos de los
maridos de los que dependen aquellas mujeres encerra­
das en ciertos roles.
Proposición 9. 3. Cuanto mayor sea la sensación de
amenaza percibida por los grupos de intereses persona­
les, más probable es que hagan presión contra el cambio
del sistema de los sexos y organicen asociaciones volun­
tarias antifeministas.
Proposición 9. 4. Cuanto mayor sea la sensación de
amenaza percibida por las mujeres encerradas en ciertos
roles, más probable es que se unan a las asociaciones vo­
luntarias antifeministas.
267
Proposición 9. 5. Cuanto más organizado esté un
movimiento antifeminista, más probable es que consiga
convencer a las élites políticas para que frenen, detengan
o inviertan las políticas, programas y leyes que apoyan el
cambio del sistema de los sexos y la igualdad entre los
mismos.

DINÁMICA INTERNA
DE LOS MOVIM IENTOS FEMINISTAS

En el Capítulo 7, he argumentado que las diferencias


ideológicas, de programa y estratégicas dentro de los mo­
vimientos feministas son útiles para la consecución de al
menos algunos de los objetivos más moderados del mo­
vimiento. La existencia de radicales del movimiento
contribuye a legitimar las exigencias de los moderados, a
los ojos tanto de la opinión pública como de las élites.
Pero también hay que pagar un precio por una diversi­
dad tal. Cuestiones y diferencias que parecen triviales
desde fuera, pueden adquirir una importancia primor­
dial para los activistas del movimiento. Se pueden gastar
un tiempo, una energía y unos recursos considerables en
batallas internas provocadas por ellas.
Los resultados potenciales del conflicto intermovi­
miento son varios. Primero, el tiempo, la energía y los
recursos dedicados a las luchas intestinas dejan de estar
disponibles para la persecución del cambio del sistema
de los sexos (ver Ferree y Hess, 1 98 5). Segundo, partida­
rios por lo demás solidarios, incluidas algunas personas
que se definen como parte del movimiento, pueden
exasperarse y alienarse del mismo por lo que califican de
distracciones o enfrentamientos ridículos. Tercero, todo
sentido de una causa común puede perderse, haciendo
difíciles, si no imposibles, las alianzas para la persecu­
ción de objetivos comunes. Finalmente, si tiene frente a
sí una oposición organizada en forma de un movimiento
antifeminista, un movimiento feminista fragmentado es
268
menos capaz de responder con eficacia al desafío que se
le plantea.
Generalmente, los contramovimientos se unen en
torno a un punto claro: resistir o invertir el cambio. El
consenso sobre esta cuestión se mantiene con relativa fa­
cilidad (Mottl, 1 980, pág. 627; Gamson, 1 97 5, págs.
1 03-4). Los movimientos orientados hacia el cambio
suelen incluir distintas perspectivas en lo que se refiere a
aquello que hace falta cambiar, cuánto cambio es desea­
ble y cómo debe perseguirse ese cambio. Por lo tanto, el
consenso es difícil de lograr o mantener. En general, los
grup0s bien cohesionados ganan los conflictos y logran
sus objetivos con más facilidad que los desorganizados.
En su estudio de los «grupos desafiantes», Gamson com­
probó que menos de una cuarta parte de aquellos que ex­
perimentan la división en facciones, consiguió nuevas
ventajas, comparado con el 70 por 1 00 de aquéllos sin
facciones ( 1 97 5, pág. 1 O 1 ). Por lo tanto, en conflictos
con un movimiento antifeminista, feminista está a me­
nudo en desventaja, incluso aunque sea considerable­
mente más grande y cuente con más apoyo público que
su oponente.
Proposición 9. 6. Cuanta mayor diversidad de ideo­
logías, objetivos y estrategias se dé dentro de un movi­
miento feminista, más fácil será que estalle el conflicto
interno.
Proposición 9. 7. Cuanto mayor sea el grado del
conflicto interno que experimenta un movimiento femi­
nista, menos serán los recursos que los activistas dedi­
quen a la persecución de los objetivos del cambio, más
alienados del movimiento quedarán los que lo apoyan y
los miembros de la sociedad, y más probabilidades
de éxito tendrá un movimiento antifeminista en la de­
tención o la inversión del cambio del sistema de los
sexos.
Quizá reconociendo la naturaleza autodestructiva
del conflicto interno, los movimientos feministas inten­
tan a menudo limitarlo o evitarlo. Al reaccionar así, se
269
enfrentan a un dilema. Si evitan el conflicto centrándose
en uno o un pequeño número de los objetivos que disfru­
tan de mayor grado de acuerdo, acaban perdiendo la
perspectiva de los problemas generales, de naturaleza de
sistema de la desigualdad entre los sexos. En la Primera
Ola, grandes movimientos de Estados U nidos, Gran
Bretaña y otras naciones abandonaron prácticamente to­
dos los objetivos excepto el derecho al voto de las muje­
res, una cuestión en torno a la que pudo reunirse un gran
número de mujeres a pesar de las profundas diferencias
existentes en relación con otras cuestiones. El derecho al
voto apenas resolvió aspectos de injusticia sexual, pero
como tenían un solo centro de atención, tales movimien­
tos se disolvieron en su gran mayoría poco después de lo­
grar ese objetivo. Muchas activistas, sobre todo las que
llevaban más tiempo involucradas, habían propuesto
una agenda mucho más variada y radical para el cambio
(ver Chafetz y Dworkin, 1 98 6, capítulo 4), que se sacrifi­
có en aras de la unidad y un apoyo público amplio.
Si, por otra parte, un movimiento feminista intenta
evitar el conflicto manteniendo toda la gama de diversi­
dad, pueden surgir dos problemas. Primero, sus recursos
y energías pueden quedar demasiado difuminados, redu­
ciendo así las posibilidades de conseguir cualquier obje­
tivo importante. Segundo, moderados y radicales pue­
den convertirse en «compañeros de cama» incómodos.
Muchas personas de los dos bandos abandonarán el acti­
vismo en el movimiento, como consecuencia del deseo
de que no se les asocie con el otro bando. Casi indepen­
dientemente de los objetivos concretos que se persigan,
las activistas de un extremo o del otro suelen considerar
que es una equivocación poner el énfasis en esos objeti­
vos. El resultado de un intento de mantener la diversi­
dad, suele ser un movimiento encogido y/o tan fragmen­
tado que vaya perdiendo eficacia con el tiempo por lo
que respecta a la consecución de los objetivos priorita­
rios. La mayoría de los movimientos de la Segunda Ola
han intentado mantener la diversidad después de haber
270
experimentado un conflicto y una fragmentación consi­
derables en sus primeros años (ver Chafetz y Dworkin,
l 986, capítulo 5). Menos de una década después de ha­
ber tenido lugar la batalla intestina, estos movimientos
parecen haber llegado a su punto culminante y haber em­
pezado a encoger (Taylor, 1 989, pág. 485) y los objetivos
principales quedan sin conseguir (por ejemplo, la apro­
bación del ERA). Algunos observadores arguyen ahora
que, en los años 80, el movimiento feminista de Estados
Unidos había pasado en general de ser un esfuerzo de
base, en pro de la realización de una agenda feminista de
igualdad entre los sexos, a ser un grupo de interés que
ejerce presión en favor de los programas para mujeres
(Costain, 1 982).
En resumen, la diversidad es un aspecto que presenta
dos vertientes para los movimientos feministas. A corto
plazo, mejora las posibilidades de lograr algunos objeti­
vos, aun cuando sean moderados. A lo largo del tiempo,
la diversidad tiende a debilitar la capacidad de tales mo­
vimientos de conservar sus partidarios, de perseguir ob­
jetivos prioritarios con fuerza y con éxito y de luchar
contra las fuerzas opositoras. Pero el precio de eliminar
la diversidad equivale prácticamente a asegurar que cua­
lesquiera que sean los objetivos que se consigan, estos
tendrán un impacto modesto sobre la desigualdad entre
los sexos, y a reducir incluso esa posibilidad. Más aún, la
eliminación de la diversidad implica el fin del movi­
miento cuando sus objetivos recortados se logran. La
conclusión que hay que sacar de este análisis es que, con
el paso del tiempo, una ola determinada de un movi­
miento feminista, tiende a experimentar el conflicto in­
terno y, al margen de si se mueve en la dirección de in­
crementar la homogeneidad o mantiene la diversidad, a
largo plazo normalmente no será capaz de mantener un
grado alto de visibilidad y un apoyo de base sustancial,
para continuar la lucha en pro de la igualdad entre los se­
xos.

27 1
APATÍA PÚBLICA

Tal como se ha señalado anteriormente, en muchas


naciones, sobre todo aquéllas que experimentaron movi­
mientos fuertes en la Primera Ola, la visibilidad pública
y el activismo de masas se detuvieron poco después de la
aprobación del derecho al voto de las mujeres. Lo que es
más, algunas estudiosas feministas advierten un marca­
do declive en la visibilidad y el compromiso de base en
los años 80, después de casi dos décadas del activismo de
la Segunda Ola. Especialmente las mujeres jóvenes no
parecen dispuestas a dedicar sus recursos y sus energías a
la causa del cambio del sistema de los sexos y la equidad
(ver Taylor, 1 98 9).
Rossi ( 1 982) describe un patrón generacional cíclico,
relativo a ese activismo. Una primera generación lucha
por el cambio estructural y el desarrollo de la conciencia
sexual. Sin embargo, le sigue una generación más joven
de mujeres que experimenta las nuevas ventajas conse­
guidas gracias a los esfuerzos de las activistas, ventajas
que dan por hecho. Y la generación que le sigue redescu­
bre la desigualdad entre los sexos y desarrolla una agen­
da diseñada para resolver los problemas que no pudie­
ron solucionar los primeros cambios. Las hijas de una
generación de activistas se enfrentan a problemas distin­
tos de los que tuvieron sus madres, precisamente porque
el activismo anterior ayudó a producir un cambio (Fe­
rree y Hess, 1 98 5). Las mujeres jóvenes pueden pensar
que «el movimiento feminista ya había logrado un esta­
tus de igualdad para ellas, permitiéndoles dirigir su aten­
ción a otras cuestiones o simplemente avanzar en la ta­
rea de cultivar los campos de su carrera y sus familias»
(Boneparth y Stoper, 1 9 8 8, pág. 7). Más aún, conforme
la discriminación se vuelve más sutil e informal, en res­
puesta a cambios jurídicos y de política que prohíben su
272
expresión formal y abierta, las mujeres más jóvenes no
suelen siquiera percibirla (Safilios-Rothschild, 1 979;
para una discusión general de las generaciones y el acti­
vismo en movimientos feministas, ver Schneider,
1 98 8).
Cuando no consigue reclutar mujeres más jóvenes en
gran número, un movimiento feminista va envejeciendo
gradualmente (por ejemplo, ver la descripción de Rupp y
Taylor ( 1 98 7) de las activistas feministas en Estados
Unidos entre las dos olas principales del movimiento).
También encoge conforme los miembros de la genera­
ción activista paulatinamente se queman, derivan hacia
otras causas o mueren. El corazón del movimiento que
se conserva mantiene las cuestiones vivas, principal­
mente ejerciendo presiones y manteniendo organizacio­
nes del movimiento menores en tamaño y número.
Rupp y Taylor describen esta fase de la historia del mo­
vimiento como «sostenida por la élite» ( 1 98 7). Aunque
la Segunda Ola en Estados Unidos no ha alcanzado esta
etapa en 1 990, probablemente vaya encaminada en esa
dirección.
La masa de la sociedad, que apoyaba muchos de los
programas, políticas y cambios jurídicos específicos bus­
cados por un movimiento feminista en su cénit, también
se vuelve con el tiempo cada vez más apática. Irónica­
mente, la apatía pública es consecuencia en un grado
considerable de los propios éxitos del movimiento. He
argumentado que el apoyo público general a favor del
cambio del sistema de los sexos, emana del hecho de que
los cambios estructurales produzcan problemas para un
gran número de mujeres y para los hombres con los que
se relacionan por medio de vínculos íntimos o familia­
res. La retórica de un movimiento feminista les permite
definir la fuente de algunos de esos problemas en térmi­
nos sociopolíticos, culturales y económicos y ver como
solución el cambio del sistema en cierto grado. En la me­
dida en que las élites responden a esos problemas con
nuevas leyes, políticas y programas, muchos miembros
273
de la sociedad acaban sintiendo que todo lo que se podía
hacer ya se ha hecho. Después de todo, para empezar, los
miembros de la sociedad generalmente daban su apoyo
sólo a algunas de las exigencias menos radicales plantea­
das por el movimiento.
Además, las consecuencias latentes negativas del
cambio del sistema de los sexos estudiadas en el capítulo
anterior (por ejemplo, la jornada laboral doble para las
mujeres, el índice incrementado de divorcios, la femini­
zación de la pobreza, un aumento de la violencia mascu­
lina contra las mujeres) se hacen con el tiempo cada vez
más evidentes. Una conciencia incrementada de los pro­
blemas puede llevar a muchas personas a preguntarse si
el cambio no ha sido demasiado extenso o rápido. Con el
paso del tiempo, la gente comienza a ver lo que se está
perdiendo: los costes del cambio. Se definen nuevos
«problemas sociales» (por ejemplo, niños encerrados o
que reciben cuidados diurnos poco adecuados), a me­
nudo son los medios de comunicación y los activistas
antifeministas los que hacen esas definiciones y con fre­
cuencia, de forma exagerada. No obstante, el cambio del
sistema de los sexos va seduciendo cada vez menos a la
sociedad -incluso aunque el alcance del cambio haya
sido más aparente que real.
En resumen, tanto por los éxitos (limitados) de las ac­
tivistas del movimiento como por los problemas creados
por el ritmo, siempre desigual, del cambio social en los
sistemas complejos, la sociedad va disminuyendo su
compromiso para con la profundización de los cambios
del sistema de los sexos. El activismo antifeminista orga­
nizado junto con dos fenómenos que se van a analizar en
la siguiente sección, con frecuencia aceleran un declive
de la presión pública y del entusiasmo de las élites por
profundizar en el cambio. Si el movimiento feminista
experimenta la división en facciones y el conflicto inter­
no, todavía es más fácil que se den la apatía pública y la
reducción masiva del movimiento. Sin embargo, incluso
en ausencia de estos factores, el entusiasmo público de-
274
dina con el tiempo y un movimiento feminista pierde su
capacidad de reclutar nuevos miembros y comienza el
proceso inexorable de la reducción. Así, el ímpetu nece­
sario para poner en marcha nuevas políticas, programas
y leyes se pierde en gran medida. La rapidez con la que
esto ocurra está irónicamente en función de la rapidez
con la que las élites respondan a las exigencias en favor
del cambio. Respondiendo rápidamente a las demandas
menos radicales, pero que cuentan con mayor apoyo, las
élites co-optan por el movimiento, acelerando su declive
y un aumento de la apatía pública en lo que se refiere a
las cuestiones promulgadas por el movimiento.
Proposición 9. 8. Cuanto más rápidamente respon­
dan las élites a las exigencias en favor del cambio pro­
mulgadas por un movimiento feminista y fuertemente
apoyadas por la sociedad, más rápidamente se apodera­
rá la apatía de los miembros de la sociedad y los grupos
más jóvenes de mujeres, por lo que respecta a las cuestio­
nes del cambio del sistema de los sexos y la igualdad en­
tre los mismos.
Por último, un incremento sustancial de la apatía pú­
blica tiene dos consecuencias. Aquéllos grupos de intere­
ses personales que no se han integrado activamente en el
movimiento antifeminista, temiendo ganarse el antago­
nismo de los votantes, pueden sentirse más libres para
hacerlo. Su percepción del coste en las relaciones públi­
cas de tal activismo se reduce. De este modo, la oposi­
ción organizada al cambio del sistema de los sexos, pue­
de quedar reforzada. Segunda, una apatía incrementada
reduce la presión sobre las élites, sobre todo en el terreno
político, destinada a profundizar los cambios -o inclu­
so a hacer cumplir o financiar aquellos ya realizados. Lo
que es más, lo hace exactamente al tiempo que las élites
experimentan el aumento de la presión por parte de un
movimiento antifeminista para detener o invertir el
cambio.

275
FACTORES SOCIO POLÍTICOS Y ECONÓMICOS

Las naciones pueden experimentar un fenómeno so­


ciopolítico, o uno económicos, o ambos (exceptúando a
aquellos que afectan a la demanda de mujeres para roles
no domésticos), que contribuyen todavía más al freno, la
detención o la inversión del proceso de cambio. Estos
factores están relacionados con aquellos analizados en
las secciones anteriores, y a menudo sirven para reforzar
el antifeminismo organizado y la apatía pública frente al
cambio del sistema de los sexos.
Prácticamente, la totalidad de los estudiosos que
examinan el ascenso de los movimientos feministas, en
ambas olas y en una serie de naciones, señalan que estos
surgen y crecen durante períodos de activismo social ge­
neral y esfuerzos en pro de la reforma. De hecho, con fre­
cuencia el «espíritu de los tiempos» general o la apari­
ción anterior de otros movimientos reformistas y orien­
tados al cambio, se citan como causa fundamental de la
aparición de un movimiento feminista (ver Chafetz y
Dworkin, 1 98 6, capítulo 2, para un repaso de este argu­
mento). Dworkin y yo rechazamos el argumento de que
tales movimientos previos sean cruciales, desde el punto
de vista causal, para la aparición de movimientos femi­
nistas. Sin embargo, apenas cabe duda de que el clima
sociopolítico general de una época y un lugar determina­
dos, constituye una variable moderadamente importan­
te para la comprensión de la medida del apoyo, tanto pú­
blico como de las élites, en favor de las demandas plan­
teadas por un movimiento feminista. Un ambiente gene­
ral de apoyo del cambio y la reforma, ayuda a legitimar
el movimiento y sus exigencias. Si surge un clima más
conservador -por las razones que sea- tal apoyo se
desvanece. El resultado puede ser desde el incremento
de la apatía ante la continuación del cambio hasta una
276
oposición abierta no sólo a mayores cambios sino a
aquellos que ya se han logrado. Como mínimo, la apari­
ción de un clima conservador contribuye a la desacelera­
ción del proceso de cambio. En algunos casos (por ejem­
plo, la Alemania nazi e Irán actualmente) ese clima tiene
como consecuencia una política reaccionaria que invier­
te sustancialmente los logros recientes de las mujeres.
Tal como Boneparth y Stoper sugieren ( 1 9 8 8, pág. 3), un
clima político conservador o reaccionario obliga a las or­
ganizaciones del movimiento feminista a distraer sus re­
cursos y energías del objetivo primordial del cambio,
para intentar resistir a los esfuerzos por dar la vuelta al
reloj .
El cambio hacia un ambiente sociopolítico más con­
servador puede ser consecuencia de una situación econó­
mica generalmente adversa para la nación. La reacción
conservadora de finales de los 70 y primeros 80 se suele
atribuir a la inflación y al estancamiento de la economía
que se dieron durante esos años. Asimismo, el ascenso
del fascismo en Alemania procede en gran medida de la
fuerte inflación y el elevado índice de desempleo de los
años posteriores a la Primera Guerra Mundial. Al mar­
gen de sus fuentes y ya esté relacionado o no con un am­
biente generalmente más conservador, el descenso eco­
nómico no suele ser buen caldo de cultivo para el desa­
rrollo de nuevos programas gubernamentales en favor de
la igualdad entre los sexos (Boneparth y Stoper, 1 98 8,
págs. 4-5 ; ver también Oye, 1 97 8, pág. 306). Los nuevos
programas normalmente llevan consigo un gasto de di­
nero. Como mínimo, hay que pagar a un personal adi­
cional (por ejemplo, para hacer cumplir la legislación an­
tidiscriminatoria). Cuando se trata de nuevos servicios
(por ejemplo, provisión por parte del gobierno de cuida­
do infantil) o nuevos derechos (por ejemplo, subsidios
familiares), los gastos gubernamentales adicionales son
considerables. En una economía en e�pansión, el au­
mento de los ingresos del gobierno puede bastar para cu­
brir los costes adicionales, sin necesidad de subir los im-
277
puestos. Lo que es más, las subidas de impuestos no son
tan difíciles de tragar cuando los ingresos de la gente van
en alza. Sin embargo, en una época de inflación y/o rece­
sión (por no hablar de depresión), los recursos del go­
bierno disminuyen y la gente está poco dispuesta a acep­
tar impuestos más elevados. Por consiguiente, tanto los
funcionarios públicos como los gubernamentales, se
muestran generalmente reacios a aprobar nuevas medi­
das legislativas que podrían significar mayores gastos
para el gobierno. De hecho, los presupuestos para pro­
gramas existentes con frecuencia sufren recortes. Lo que
es más, los programas más nuevos, que han tenido me­
nos tiempo para integrarse ya sea dentro de la burocracia
gubernamental o de la conciencia pública, tienen más
posibilidades de recorte que los que llevan tiempo fun­
cionando. Por lo tanto, los logros en cuanto a programas
y sistema jurídico conseguidos por las mujeres, son más
vulnerables a los recortes que los programas de larga tra­
dición, tales como la seguridad social, las pensiones de
los veteranos de guerra o los subsidios agrarios. Esta lógi­
ca sirve para todos los niveles del gobierno: nacional, es­
tatal o provincial y local.
Proposición 9. 9. Cuanto más conservador se vuelve
el ambiente sociopolítico general de una nación, menos
apoyo prestan las élites, así como los miembros de la so­
ciedad, al cambio del sistema de los sexos que reduce la
desventaja femenina, lo que también incluye la posibili­
dad de la inversión de algunos logros recientes consegui­
dos por las mujeres.
Proposición 9. 1 O. Cuanto mayores son las dificulta­
des económicas con las que se enfrenta una nación, me­
nos se inclinan las élites políticas a adoptar nuevas polí­
ticas, programas y leyes en apoyo de la igualdad entre los
sexos y más dispuestas se muestran a recortar los presu­
puestos de programas en favor de las mujeres que hayan
entrado en vigor recientemente.

278
CONCLUSIÓN

La Figura 9.2 . resume el proceso analizado en este ca­


pítulo que parece retardar considerablemente, detener o
incluso invertir, el ímpetu del cambio que reduce la
estratificación de los sexos. Con el tiempo, y en la medi­
da en que un movimiento feminista consigue el éxito lo­
grando algunos de sus objetivos, surge la oposición orga­
nizada, aumenta la apatía pública -sobre todo entre los
grupos de mujeres más jóvenes- y el movimiento femi­
nista comienza a encoger. En respuesta, las élites cesan
de apoyar la continuación del cambio del sistema de los
sexos e incluso pueden intentar dar la vuelta a la tortilla.
El proceso de cambio ha alcanzado sus límites para una
época y un lugar determinados. Ha surgido un nuevo sis­
tema de los sexos, de alguna manera más igualitario que
el anterior, pero todavía plagado de injusticias. Hace fal­
ta que pase el tiempo para que ese nuevo sistema se esta­
bilice y venga a ser aceptado como «normal». Sólo en­
tonces, es potencialmente posible que una nueva ola de
activistas definan las restantes injusticias de una manera
que parezca racional para una proporción sustancial de
la sociedad. Entre las olas, el mensaje del puñado de or­
ganizaciones y activistas que mantienen la visión y el
compromiso de lograr un sistema de igualdad entre los
sexos, cae en oídos mayoritariamente sordos, cuando no
hostiles. En resumen, el cambio del sistema de los sexos
y los movimientos feministas que lo apoyan y lo persi­
guen, tienen un rasgo autolimitativo. Por último, la con­
secución de cambios (modestos) que disminuyen la
desigualdad entre los sexos, irónicamente induce en gran
medida a la desaceleración o al paro de dichos cam­
bios.

279
N
00
o
Apat ía públ ica
Con flicto incrementada en cuanto
interno en el a cuestiones de igualdad
entre los sexos
Diversidad de
movimientos
femin istas
Acción de la élite
en a poyo de una
igualdad entre los
sexos en aumento
I �I Reducción del
movim iento fem i n i sta
(sobre todo grupos
más jóvenes)
Movimiento antifemin ista
organizado
a

Clima general Dism i n ución del apoyo


conservador de las élites a cuest iones
de igualdad entre los sexos

Descenso general
de la econom ía

a. Ver Cuadro 9 . 1 .

FIGURA 9.2. Modelo resumen de la desaceleración. la parada o la inversión de un proceso de cambio del sistema de los sexos. orientado hacia
una igualdad incrementada.
Una breve digresión sobre las olas del movimiento
Llegado a este punto, un lector cauto podría pregun­
tar cómo puedo argumentar que los movimientos femi­
nistas se desvanecen inexorablemente, basándome como
mucho sólo en dos datos (uno por cada ola del movi­
m iento), uno de las cuales todavía no ha terminado. Un
lector semejante podría también preguntar cómo se po­
dría demostrar una teoría tal en ausencia de olas poste­
nores.
Un examen más profundo de los casos de la Primera
Ola sugiere que, en muchos ejemplos, esa ola parece uni­
taria sólo echando una mirada histórica retrospectiva.
Los movimientos de la Primera Ola en varias naciones
(por ejemplo, Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania,
Japón) se extienden desde medio siglo hasta casi tres
cuartos de siglo. Durante ese tiempo, el apoyo público a
esos movimientos aumentó y disminuyó, y los objetivos
del movimiento, las ideologías y el éxito variaron (ver
Chafetz y Dworkin, 1 98 6 , capítulo 4 ). Un examen más
cercano de las historias de esos casos, podría resultar en
una descripción de al menos dos y posiblemente más
«olillas» dentro de lo que se denomina comúnmente la
Primera Ola. De hecho, Dworkin y yo ( 1 9 8 6 , capítulo 6 ,
1 989) dividimos los movimientos de la Primera Ola de
cinco naciones en dos fases, basándonos en un cambio
drástico de ideología y/o tamaño. Una comprobación
parcial de algunas de las ideas presentadas en este capí­
tulo podría llevarse a cabo, exam inando en mayor deta­
lle las olillas dentro de aquellas naciones que experimen­
taron un movimiento de Primera Ola relativamente pro­
longado y/o discontinuo. Es posible que desde los prime­
ros años de los 80, el activismo de la Segunda Ola haya
estado en un período de tranquilidad temporal del que
resurgirá en unos cuantos años, que los primeros quince
28 1
años de este movimiento hayan constituido sólo la pri ­
mera olilla de lo que demostrará ser una ola mucho má s
prolongada.

282
CAPÍTULO 10
Epílogo: la cuestión de las élites

El tema principal de los ocho capítulos precedentes


ha sido que, dado un sistema de estratificación de los se­
xos, la oportunidad colectiva de las mujeres de aumentar
sus recursos de poder es, en gran medida una función de
la división sexual del trabajo, que a su vez responde prio­
ritariamente a fuerzas que están fuera de su control di­
'recto. Los cambios en la naturaleza del trabajo de las
mujeres y los niveles de recompensas que se acumulan
en su trabajo, reflejan sobre todo fuerzas tecnológicas,
económicas y demográficas. En la medida en que estas
fuerzas son controladas conscientemente por una volun­
tad humana, se trata de la voluntad de aquellos que for­
man parte de las élites, que son hombres en su abruma­
dora mayoría. En resumen, las mujeres en las sociedades
que presentan estratificación de los sexos, constituyen
un grupo de trabajo cuyos miembros son manipulables
por los poderosos que ocupan los roles que permiten
controlar las instituciones y organizaciones sociales do­
minantes. He argumentado en el Capítulo 5 que la repre­
sentación igualitaria para las mujeres entre las élites de
una sociedad, constituye el cambio más importante ne­
cesario para producir un sistema de igualdad entre los
283
sexos. Sin embargo, en los cuatro capítulos siguientes no
se dice nada de cómo podría lograrse.
En el mundo contemporáneo no hay ningún lugar en
el que las mujeres constituyan nada más que una dimi­
nuta minoría de las élites de una nación. Las mujeres, en
números considerables, se han alzado hasta puestos de
nivel medio en los últimos años en muchas sociedades
industriales, especialmente avanzadas, pero rara vez lle­
gan a lo más alto de las organizaciones principales. En la
vida política, se ha convertido en un lugar común ver a
las mujeres en juntas escolares y alcaldías (junto con los
negros en Estados Unidos), al tiempo que estos niveles
gubernamentales han ido perdiendo cada vez mayor gra­
do de autonomía frente a unidades de gobierno superio­
res (ver Holter, 1972). Los líderes políticos femeninos
son más escasos en los gobiernos estatales de alto nivel y
en los nacionales. Mujeres como Golda Meir, Indira
Gandhi, Corazón Aquino y Margaret Thatcher, que han
llegado al liderato a nivel nacional, han fracasado en el
plano de las políticas o programas en favor de la igual­
dad entre los sexos. Ascendieron a través de las filas polí­
ticas, como símbolos clásicos que subscribían los valores
y prioridades de sus iguales y superiores, casi todos ellos
hombres (ver Kanter, 1977).
Las élites normalmente tienen como una de sus preo­
cupaciones vitales la protección -cuando no el realce­
de sus propias posiciones. Aunque, en ciertas circunstan­
cias analizadas en capítulos anteriores, pueden instituir
muchos tipos de leyes, políticas y programas que ayudan
a las mujeres, no es corriente que apoyen cambios que
pongan en una situación de peligro considerable su esta­
tus privilegiado. Dados los recursos de organización que
tienen a su disposición, normalmente serán capaces de
preservar su estatus de las amenazas de que son objeto
por parte de grupos de todo tipo que no pertenecen a las
élites. En su estudio de 53 «grupos desafiantes» que per­
seguían el cambio, Gamson ( 1975, págs. 42-43) encon­
tró que, de los 16 cuyos objetivos incluían el desplaza-
284
miento de algunos o todos sus antagonistas de las élites,
sólo 2 ( 12, 5 por 100) lograron algún tipo de éxito, muy
pequeño desde luego, en la consecución de sus objetivos
como organización. Por el contrario, alrededor de dos
terceras partes de los restantes 3 7 grupos, experimentó al
menos algún éxito en la consecución de objetivos. El es­
pecialista en ciencias políticas T.J. Lowie ha clasificado
las políticas nacionales en tres grupos: distributivas, re­
gulatorias y redistributivas. Argumenta que el tercer tipo
es el que genera la mayor cantidad de conflicto y el que
es más difícil de conseguir (tal como se cita en Boneparth
y Stoper, 1988, págs. 15- 16). El compartir igualitaria­
mente los roles de élite implica claramente la redistribu­
ción del poder y sus gratificaciones y, por lo tanto, es el
objetivo más susceptible de provocar reacciones hostiles
entre los propuestos por los grupos caracterizados por
una conciencia sexual.
El acceso justo a los roles de élite constituye el proble­
ma más difícil e insoluble a la hora de lograr la igualdad
entre los sexos. Con todo, sin ese acceso justo, todas las
demás mejoras en el estatus relativo de las mujeres si­
guen siendo incompletas, frágiles y se pierden con facili­
dad. No tengo una idea muy clara de cómo pueden las
mujeres acceder a los roles de élite pero, no obstante, voy
a presentar a modo de ensayo, algunas sugerencias en el
sentido de cómo podría lograrse una mayor igualdad en­
tre los sexos en la participación, en las élites.
La posibilidad de aumentar la representación feme­
nina entre las élites descansa en su control creciente de
los recursos gracias a una mayor participación en la fuer­
za de trabajo y en la división justa del trabajo de la casa y
la familia (es decir, en los otros dos aspectos de la divi­
sión sexual del trabajo analizados en el Capítulo 5). Este
último es necesario para que las mujeres puedan ser ca­
paces de dedicar el mismo tiempo y energías que los
hombres a perseguir y ocupar roles de trabajo muy ab­
sorbentes. Los altos ejecutivos de empresas, los presi­
dentes de universidades o fundaciones, los líderes del Se-
285
nado o el Parlamento, etc., viajan mucho y se relacionan
con otros cargos con gran frecuencia, y es normal que
trabajen muchas horas y tengan horarios extraños. Nece­
sitan «esposas», esto es, gente y/o servicios que se cuiden
de su mantenimiento personal y del de sus hijos. Como
mínimo, ellos no pueden ser «esposas» que hagan esas
tareas para otros. Los hombres y las mujeres tendrán que
ser capaces y estar dispuestos a adquirir tales servicios, o
ambos tendrán que compartir la «desventaja» igual de
llevarlos a cabo. Ya actualmente, las mujeres que ocupan
puestos de nivel medio son capaces y están aparente­
mente dispuestas a adquirir muchos de los servicios que
las esposas han proporcionado tradicionalmente. La
provisión de las tareas del hogar es esencialmente una
variable del lado de la oferta, es decir, una variable que
afecta a la disponibilidad relativa de mujeres y hombres
para ocupar roles de élite. Sin embargo, tal como se ha
argumentado reiteradamente, el que realmente cuenta es
el lado de la demanda. En el mejor de los casos, las varia­
bles de la oferta constituyen factores del cambio necesa­
rios, pero no suficientes.
¿Por qué habrían de crear las élites masculinas una
demanda de mujeres entre sus filas? Supongo que, por
pequeña que sea la población o por baja que sea la ratio
sexual, siempre habrá suficientes hombres disponibles
para asumir los roles de élite. Tampoco aumentará el nú­
mero de tales roles más allá de la capacidad de los hom­
bres para hacer frente a la demanda. Después de todo,
las élites no son más que una diminuta minoría de la po­
blación masculina.
Para lograr entrar en algo más que números simbóli­
cos, las mujeres probablemente tendrán que emplear sus
recursos colectiva y coercitivamente. Tendrán que ele­
var la recompensa para las élites masculinas si ellas están
incluidas y el coste para las mismas si siguen siendo ex­
cluidas. A pesar de mi afirmación de capítulos anteriores
de que los movimientos feministas tienen una capacidad
muy limitada para producir cambio directamente, creo
286
que para cambiar la situación es necesario un movimien­
to feminista masivo dispuesto a emplear tácticas coerci­
tivas tales como el boicot y la huelga. Las mujeres bien
organizadas y con recursos abundantes podrían franca­
mente negarse a dar dinero a universidades u organiza­
ciones religiosas que no alcancen la «cuota» de miem­
bros femeninos en sus juntas organizativas, administra­
ción, etc. y podrían dar fondos generosos a aquéllas que
sí lo hicieran. Podrían boicotear abiertamente los pro­
ductos y servicios de compañías sobre la misma base y
comprar sólo los de aquéllas que cumplen. Podrían for­
mar sindicatos femeninos -a un nivel mucho mayor
que el actual- e ir a la huelga con el mismo propósito.
Un ejemplo podría ser una huelga de profesoras, una de
cuyas exigencias innegociables podría ser la representa­
ción femenina proporcionada (basada en el porcentaje
de todas las profesoras) como directoras y administrado­
ras de distrito. El personal administrativo, las enferme­
ras, las mujeres trabajando en bancos o compañías de se­
guros, podrían hacer lo mismo. Cualquier escenario la­
boral en el que un gran segmento de la fuerza de trabajo
se compone de mujeres, al margen de la gama de ocupa­
ciones en las que estén empleadas, podría servir poten­
cialmente como escenario de una huelga semejante. Y
hoy día casi todas las organizaciones emplean a un nú­
mero considerable de mujeres para un trabajo u otro.
La Women's Political Caucus y varias organizacio­
nes más seleccionan candidatos que les puedan apoyar,
económicamente o de otras maneras. Este esfuerzo, que
ya es eficaz de alguna manera, tendría que aumentar en
una medida considerable para lograr la igualdad en la
élite política (ver Papandreou, 1988). Cuando las muje­
res se presentan para ocupar cargos, los ganan más o me­
nos con la misma frecuencia que los hombres (Karnig y
Walter, 1976; Bullock y Johnson, 1985). Para presentar­
se, sobre todo para cargos estatales o nacionales, se nece­
sitan amplios recursos. Las mujeres han empezado a
amasar recursos sólo en los últimos años y hasta la fecha
287
sólo algunas han estado dispuestas a comprometerlos
prioritariamente sobre la base de cuestiones de justicia
sexual y como candidatas. Benze y Declerq ( 1 98 5) con­
firmaron que, aunque los candidatos masculinos para
cargos públicos tienen ventaja en la obtención de fondos,
durante los años 70 las mujeres que se presentaban como
candidatos mejoraron de forma sustancial su capacidad
de obtener fondos. Otra investigación indica que la pro­
porción de mujeres en las legislaturas estatales depende
en gran medida del «nivel de activismo feminista y de
los recursos que este activismo pueda proporcionar a los
candidatos femeninos» (Volgy et al. , 1 986, pág. 1 66).
Hay al menos dos cosas que han impedido a las muje­
res explotar más plenamente los tipos de tácticas descri­
tos antes. Primera, las mujeres sexualmente concien­
ciadas han tenido recursos insuficientes y han sido
demasiado pocas para afectar de forma sustancial a la re­
compensa y al coste de las élites la mayor parte del tiem­
po. Aparte de los recursos, un gran número de mujeres
tendría que hacerse consciente de la necesidad de este
tipo concreto de activismo en favor de este objetivo especí­
fico y tendría que mostrarse dispuesta a comprometerse
con el mismo (Papandreou, 1 98 8). No creo que esto pue­
da ocurrir en un plazo corto de tiempo, por razones que
ya se han explorado en el capítulo anterior. Pienso que,
en el mejor de los casos, tendrá que esperar al resurgi­
miento del activismo masivo de los movimientos femi­
nistas, quizá dentro de 2 5 o 30 años (una posibilidad que
se va analizar al final de este capítulo). Un movimiento
tal estaría compuesto, en su mayoría, por mujeres bien
pagadas, con estudios y ·elevadas cualificaciones, situa­
das en las profesiones liberales y puestos de gestión y ad­
ministración de nivel medio. Debería haber un gran nú­
mero de mujeres semejantes para entonces. Indepen­
dientemente de la retórica, la Segunda Ola ha sido prin­
cipalmente una lucha por ganar la entrada para más que
un número simbólico de mujeres precisamente en esos
tipos de puestos -y ha tenido bastante éxito. Fue nece-
288
saria una Primera Ola, que se orientó sobre todo a conce­
der a las mujeres el acceso a la vida pública y la educa­
ción que tal acceso exige. Tras un período de tiempo du­
rante el cual esos logros en educación y acceso público se
consolidaron y se convirtieron en parte de la vida social
«normal», las restantes, y muy sustanciales injusticias
sexuales podrían hacerse aparentes a los ojos de grandes
números de mujeres de diversas naciones. Los logros de
las mujeres durante las últimas décadas también requie­
ren el paso del tiempo para llegar a una situación de
aceptación plena. Un sistema relativamente estable pero
más igualitario, desde el punto de vista sexual del que
existía antes de los años 70, tendrá que parecer «nor­
mal» y dejar de causar un debate y una oposición consi­
derables (como fue el caso cuando la gente con el tiempo
dejó de debatir el acceso de las mujeres a la educación
universitaria y al derecho al voto). Sólo después de que
este sistema de los sexos -aún de reciente aparición en
los años 90- obtenga la estabilidad, podrá hacerse evi­
dente que las injusticias persisten. Sólo entonces puede
desarrollarse una imagen precisa de las inj usticias que si­
guen existiendo y de sus causas probables. Y sólo llegado
ese punto pueden desarrollarse estrategias y tácticas para
combatir el nuevo, aunque todavía desigual, sistema de
los sexos.
Ciertamente no es una conclusión conocida de ante­
mano que una nueva ola semejante de activismo femi­
nista vaya a ocurrir, por no hablar de lograr el éxito. Des­
pués de todo, la historia de la estratificación de los sexos
no ha sido una historia de «progreso» lineal o estratifica­
ción de los sexos en descenso gradual. En la medida en
que, conforme la Segunda Ola decline, las mujeres sean
capaces de consolidar sus logros en la fuerza de trabajo,
si una nueva ola fuera a surgir, tendría que centrarse en
la escasez continuada de mujeres en las filas de las élites;
el control masculino continuado de los recursos de poder
de macronivel; el dominio continuado de definiciones
sociales y prioridades androcéntricas, tal como las expre-
289
san y refuerzan las élites masculinas. Habría pocos blan­
cos aparte de la dominación masculina, de los roles de
élite disponibles para explicar las desventajas continua­
das de las mujeres. Si esta nueva ola tuviera éxito, la
consecuencia podría ser la genuina igualdad entre los
sexos.
La tarea para las feministas en los años venideros es
muy parecida al papel desempeñado por las activistas
supervivientes de la Primera Ola, desde alrededor de
l 920 hasta finales de los 60 en Estados Unidos, tal como
han descrito Rupp y Taylor ( 1 98 7). Tienen que mante­
ner vivas algunas de las organizaciones -por encogidas
que estén-, la ideología y los objetivos del feminismo,
manteniendo tanta presión como sea posible al menos
sobre las élites políticas. Deben hacer esto en una época
en que no va a existir el apoyo público de tal activismo y
se van a tener que enfrentar a una hostilidad franca por
parte de algunos sectores. Debe verse como un interlu­
dio histórico -probablemente necesario-, mientras un
sistema de los sexos mejorado pero imperfecto digiere
los cambios que han tenido lugar durante la segunda mi­
tad del siglo xx. Esta es una tarea desagradecida que pro­
bablemente sólo emprendan unas cuantas mujeres dedi­
cadas. No pueden saber cuándo habrá llegado el momen­
to de que sus ideales avancen una vez más hasta el centro
del escenario e inspiren a una nueva generación de acti­
vistas. Muchas, quizá la mayoría, ni siquiera estarán vi­
vas para ver una nueva ola de activismo masivo. Pero
creo que de entre los millones cuyas ilusiones habrá en­
cendido el activismo y el cambio de la Segunda Ola y que
han dedicado la mejor parte de sus energías a la misma,
surgirán miles para llevar la antorcha hacia el futuro con
determinación y optimismo cauteloso.

290
UNA DIGRESIÓN PERSONAL

De una forma fundamental, mi lógica teórica me ha


conducido a una conclusión que encuentro desconcer­
tante. Muchas feministas -quizá la mayoría- hoy día
creen que las sociedades industriales contemporáneas
prestan muy poca atención a los valores femeninos tradi­
cionales del cuidado, la alimentación de los hijos y las re­
laciones humanas, en detrimento de, y riesgo para, todas
las personas de la tierra, y sobre todo las necesitadas y
pobres. Argumentan que las mujeres deberían ser valo­
radas por esas cualidades y por su compromiso con las
relaciones familiares; que el trabajo tradicionalmente fe­
menino en el hogar y la fuerza de trabajo que expresa
esos valores, debería tenerse en más aprecio y recompen­
sarse mejor de lo que suele ser el caso. Mi lógica conduce
a un dilema ineludible. Mientras los hombres sean más
poderosos que las mujeres, sobre todo en el macronivel,
lo que las mujeres hagan y valoren estará relativamente
devaluado de acuerdo con las definiciones sociales gene­
rales. Sólo asumiendo roles no domésticos, y específica­
mente elitistas, pueden las mujeres tener la esperanza de
contribuir de forma sustancial a la formulación de los
valores y políticas sociales generales. Pero para lograr el
acceso a tales roles, lo normal es que las mujeres tengan
que sacrificar en un grado considerable los mismos valo­
res y conductas que se suelen definir como distintiva­
mente femeninos. Para acceder a los roles de élite, deben
parecerse a las élites que ya están allí; deben demostrar
que comparten los valores y prioridades, así como las
conductas, de sus superiores. Al igual que otros grupos
minoritarios, las mujeres no serán capaces de ser iguales
a los hombres sin un sacrificio considerable de lo que las
mujeres han valorado en mayor medida tradicionalmen­
te; lo que, como término medio, distingue a las mujeres
29 1
de los hombres. En la medida en que los valores tradicio­
nales de las mujeres sean distintos de los de los hombres,
lo más probable es que sean una consecuencia de su su­
bordinación y de la división sexual tradicional del traba­
jo. La igualdad normalmente implica asimilación, y los
valores tradicionales rara vez sobreviven a ese proceso.
Después de haberme expresado de forma tan pesi­
mista voy a yuxtaponer esa lógica con otra posibilidad
más optimista. La teoría argumenta que, con el paso del
tiempo, la diferenciación sexual tal como la produce la
sexualización de la infancia debería disminuir, tanto
para los hombres como para las mujeres. Esta disminu­
ción implica que, conforme las mujeres dejan de lado al­
gunos de sus valores y sus comportamientos tradiciona­
les, los hombres deberían asumirlos, y ambos deberían
volverse más andróginos. Lo que es más, si las mujeres
llegan alguna vez a entrar en las filas de las élites en nú­
meros que sean algo más que simbólicos, podrán apoyar
sus valores mutuos, reduciendo la necesidad de que las
mujeres con «éxito» piensen y actúen como pseudohom­
bres (ver Kanter, 1 97 7). Los valores tradicionales feme­
ninos del cuidado humano y la capacidad de relación
pueden conservarse de estas dos maneras. Aún más, en
manos de los poderosos, deberían contribuir en mucha
mayor medida a afectar al futuro de las naciones y del
planeta que si se quedan en manos de los que no tienen
poder. En otras palabras, las mujeres y los hombres no
pueden hacer un trabajo diferente pero igualmente re­
compensado, a menos que aquellos (élites) que estable­
cen las definiciones sociales dominantes valoren la dis­
tintas contribuciones en la misma medida. A su vez una
valoración igualitaria es poco probable hasta que las mu­
jeres no participen en régimen de igualdad en los roles de
élite. Irónicamente, hace falta una similitud sexual en la
participación en las élites para que las diferencias sexua­
les en otros aspectos de la división sexual del trabajo se
valoren y recompensen igualitariamente.
Muchas feministas radicales rechazan todo el con-
292
cepto de poder y élite como pa1te de una sociedad futura
basada en valores feministas. Definen una desigualdad
semejante como el producto de la dominación masculi­
na (patriarcado) y, por lo tanto, como un blanco princi­
pal a eliminar. Podría desear estar de acuerdo con ellas
ideológicamente, pero sociológicamente no veo posibili­
dad alguna de que las sociedades humanas vuelvan a un
igualitarismo social sustancial. Un sistema carente de
élites y de desigualdad estructurada sólo ha existido en
sociedades que no producen excedentes, tecnológica­
mente muy sencillas. Tales sociedades han sido barridas
por otras más complejas tecnológica y socialmente. A
menos que ocurra un holocausto que nos devuelva a una
vida de subsistencia, en un mundo donde la inmensa
mayoría de la población humana haya muerto, no veo
ninguna posibilidad realista de que la tierra vuelva a ex­
perimentar una forma social tal (excepto en pequeñas
comunidades «experimentales»). El mismo número de
seres humanos, y las densas concentraciones en las que la
mayoría viven, parece necesitar formas de organización
social que incluyan una jerarquía de autoridad. Las so­
ciedades igualitarias han sido siempre minúsculas y han
estado relativamente aisladas. El aparente deseo huma­
no de mejorar el nivel material de vida por encima del
mínimo, que sigue caracterizando a la mayoría de los
pueblos del mundo, significa que aquellas tecnologías y
formas de organización económica que más producen,
suelen adoptarse siempre que la colectividad sea capaz
de hacerlo. Ahora y en un futuro previsible, estas formas
también parecen implicar la jerarquización, indepen­
dientemente de la forma de economía política. La alta
tecnología lleva consigo una élite de conocimientos; la
producción masiva, una administrativa. Las diferencias
en la autoridad, por no hablar de otras formas de desi­
gualdad, podrían sin duda alguna mitigarse en grado
considerable, pero es dudoso que se puedan eliminar en
un futuro razonablemente previsible.
Las élites van a existir en el futuro previsible. Así
293
pues, se trata de lo siguiente: ¿Quién compone las él ites y
qué tipo de pol íticas promueven las mismas? En nombre
de la igualdad entre los sexos, las mujeres deben const i­
tuir una proporción j usta -sobre la mitad- de aquellos
que ocupan los roles de élite. Por el bien del futuro de
nuestra especie y nuestro planeta, los valores tradiciona­
les femeninos (tal como los describen, por ejemplo, G i­
lligan, 1 9 8 2 ; Chodorow, 1 9 7 8 ; Johnson, 1 9 8 8 ) deben in­
corporarse en las políticas promovidas por las él ites. La
igualdad entre los sexos en la participación en los roles
de élite y la incorporación de los valores tradicionales fe­
meninos en la formación de la política de la él ite, deben
ser aspectos fundamentales del orden del día para la pró­
xima ronda de activ ismo en pro del cambio ded icado a
la igualdad entre los sexos.

¿QUÉ PUEDE TRAER CONSIGO EL FUTURO?


Dos LIBRETOS
En esta sección, que va a ser la última, se proponen
dos libretos alternativos de lo que el futuro puede traer
consigo, en términos de la estratificación de los sexos en
las sociedades industriales avanzadas, específicamente
Estados U nidos.

El libreto optimista
El primer libreto asume, en el peor de los casos, rece­
siones periódicas de longitud y profundidad moderadas,
pero ningún giro económico sostenido y profundo. Este
es el libreto optimista. Los trabajos tradicionalmente
masculinos, razonablemente bien pagados y sindicados
del sector secundario continuarán disminuyendo en
cuanto a porcentaj e de la fuerza de trabajo pagada, como
consecuencia tanto de la automatización como de la ex­
portación de fábricas a naciones con bajo coste laboral.
294
Hasta aproximadamente el año 2000, el nivel de la de­
manda superará la oferta de trabajadores jóvenes, que
son miembros del grupo del «descenso demográfico»
(aquellos nacidos entre más o menos 1 964 y 1 980). Los
trabajos del sector servicios (terciario) continuarán su
expansión, pero incluso aunque el rápido índice de ex­
pansión de las últimas décadas no continuara, el peque­
ño tamaño del grupo debería tener como consecuencia
amplias oportunidades en la fuerza de trabajo para mu­
jeres jóvenes. Entre el 20 1 O y el 2020, el gran grupo per­
teneciente al «boom demográfico» empezará a jubilarse
y hacia el 203 5 la totalidad del grupo estará jubilada. La
salida de esa generación de la fuerza de trabajo ayudará a
mantener elevados índices de demanda en la fuerza de
trabajo, acelerando la movilidad profesional del siguien­
te grupo y probablemente aliviando los problemas del
grupo llamado «echo boom», más grande, de los nacidos
después de 1 980. Lo que es más, dado el pequeño tama­
ño del grupo del «descenso demográfico» la generación
que siga al «echo boom» debería ser relativamente pe­
queña, sobre todo si las mujeres del primero, experimen­
tando amplias oportunidades de trabajo, restringen su
fertilidad. Por lo tanto, las mujeres continuarán tenien­
do una oportunidad considerable de involucrarse en el
trabajo extradoméstico hasta bien entrado el próximo
siglo.
Los trabajos del sector terciario cubren toda la gama
de salario, prestigio y nivel de cualificaciones. Van desde
trabajos mal pagados y que exigen escasas cualifica­
ciones (por ejemplo, en ventas al detalle y servicios per­
sonales) hasta ocupaciones muy bien recompensadas,
prestigiosas y que exigen un elevado nivel de cualifica­
ciones, en las áreas técnicas y científicas, las profesiones
liberales, la economía, la administración, etc. Con una
población cada vez más vieja, los campos de la medici­
na, el ocio y la gerontología van a florecer. La mayoría de
estos campos ya han proporcionado oportunidades sus­
tancialmente mejoradas para las mujeres, que, con todo,
295
siguen manteniéndose apartadas de áreas que implican
un alto nivel técnico, tales como la ingeniería y el diseño
o reparación de ordenadores. Las mujeres van a lograr
afianzarse en esas ocupaciones del sector terciario en las
que ya han penetrado o llevan tiempo dominando, y van
a entrar en muchas otras, porque la demanda laboral va
a superar la capacidad de los hombres de hacerle frente.
En el libreto optimista, la elevada demanda conti­
nuada de trabajo extradoméstico para las mujeres, refor­
zará las tendencias dirigidas al descenso de las definicio­
nes sociales sexuales y la diferenciación sexual, y servirá
en general para seguir reduciendo la estratificación de
los sexos. Dado el pequeño tamaño del grupo del «des­
censo demográfico», las mujeres de esa generación que
tengan estudios, pueden constituir el primer grupo de
mujeres que gane un acceso significativo a los roles de
élite. La entrada general en los roles de élite podría ocu­
rrir en la mitad de su vida, comenzando alrededor del
20 10- 15. Si (como es lo más probable) no consiguen en­
trar en las filas de las élites en números considerables, las
participantes con estudios y orientadas a promocionar
su propia carrera de la fuerza femenina de trabajo de este
grupo, podrían constituir los agentes principales de una
nueva ola de activismo feminista. Habrían experimenta­
do el gran optimismo que viene con el comienzo de la ca­
rrera profesional durante un período de escasez de traba­
jadores y la desilusión de ver su movilidad ascendente
frustrada en mitad de su carrera por razón de su sexo.
Tal como se ha sugerido anteriormente, es posible imagi­
nar a muchas de las activistas y seguidoras de la Segunda
Ola buscando caminos, para llegar a ocupaciones muy
bien recompensadas. El simple hecho de «llegar» es muy
satisfactorio. Para una generación futura, la entrada se
dará por hecho y no será suficiente, especialmente si al
principio de sus carreras profesionales, las mujeres pre­
vieron oportunidades aún mayores.

296
El libreto pesimista
El libreto deprimente asume problemas económicos
graves a largo plazo, que resultarán en una reducción
más que temporal de la demanda general. de trabajo. El
giro descendente prolongado y grave de la economía po­
dría ser consecuencia de una competencia creciente y
con éxito por parte de extranjeros en busca de mercados
(externos e internos), de los fenómenos económicos glo­
bales, del peso de la deuda nacional o de algunas otras
causas. Combinando esto con un descenso de los traba­
jos en las ocupaciones de fabricación mayoritariamente
masculinas, y a pesar de grupos más pequeños en edad
de trabajar, las mujeres se verían excluidas despropor­
cionadamente de la fuerza de trabajo. En este libreto, los
hombres infraempleados y desempleados invaden las
ocupaciones dominadas por las mujeres del sector tercia­
rio, al tiempo que emplean su macropoder para resistir a
la incursión femenina en sectores dominados por los
hombres. Privadas cada vez más de oportunidades de
trabajo extradoméstico, las mujeres experimentan rápi­
damente una pérdida de poder de los recursos y la estra­
tificación de los sexos aumenta.

CONCLUSIÓN

La demografía va a estar del lado de las mujeres en


las próximas décadas. Cuanto más tiempo pase antes de
que tenga lugar un retroceso económico serio, más fácil
es que las mujeres hayan consolidado firmemente sus
posiciones en la fuerza de trabajo y quizá en los roles de
élite. Tal consolidación tendría como consecuencia que
los efectos de la mala racha económica, se compartirían
de forma más igualitaria, sexualmente hablando, en el
caso de que se diera un giro negativo prolongado y pro-
297
fundo de la economía. En la recesión de principios de los
años 80, por primera vez el índice de desempleo mascu­
lino fue algo más elevado que el índice femenino en Esta­
dos Unidos. Si ocurre pronto un declive económico gra­
ve, es probable que el reloj vuelva al pasado, con lo que
el sistema de los sexos se parecerá más al de los años 50
que al de los 70 y 80. Hasta que las mujeres no consoli­
den su poder, seguirán siendo una mano de obra prescin­
dible que se usa según las necesidades y los intereses de
las élites, mayoritariamente masculinas. La clave para la
consolidación del poder está en la presencia continuada
de la mayor parte de las mujeres en la fuerza de trabajo y
su paso, en números algo más que simbólicos a las filas
de las élites, de los distribuidores de recursos y oportuni­
dades y de los que crean las definiciones sociales. Queda
por ver si esto ocurre.

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3 16
Sobre la autora

Janet Saltzman Chafetz es Profesora de Sociología en


la Universidad de Houston, donde ha estado desde
1 9 7 1 . Completó su tesis doctoral en la Universidad de
Texas, Austin, en 1 969. Acabando la licenciatura uni­
versitaria al tiempo que el movimiento feminista ganaba
cada vez mayor visibilidad, formó parte del número re­
lativamente pequeño pero rápidamente creciente, de fe­
ministas cuyo trabajo estuvo orientado hacia el estable­
cimiento del área de la sociología sexual a finales de los
años 60 y primeros 70. Su curso de 1 974 -Masculinel
Feminine or Human?- estuvo entre los primeros dispo­
nibles en esta disciplina. Durante la última década, su
trabajo ha reflejado sus intereses de doble vertiente so­
bre la teoría sociológica y la estratificación de los sexos.
En 1 98 8 publicó un resumen de las teorías feministas
contemporáneas en sociología (Feminist Sociology). El
libro que publicó en 1 984, Sex and Advantage, fue una
teoría general que explicaba la variación a través de las
culturas en función de la estratificación de los sexos. La
autora considera que este libro es compañero de ese tra­
bajo, en tanto en cuanto intenta explicar cómo se man­
tienen, una vez que existen, los sistemas de estratifica­
ción de los sexos y, especialmente, cómo cambian. Junto
con A. G. Dworkin, ha publicado también varias comu­
nicaciones y un libro (Fema/e Revolt, 1 986) que intentan
317
explicar por qué los movimientos feministas y antifem i­
nistas surgen y crecen en épocas y lugares específicos. Su
obra teórica, incluido este libro, es de una tremenda en­
vergadura cultural e histórica, un intento explícito de
percibir las uniformidades teóricas que subyacen los de­
talles concretos que caracterizan de forma única a é po­
cas y lugares específicos.

318
Índice

PREFACIO . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . 9
Capítulo I: Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
PARTE I
ESTABILIDAD DEL SISTEMA DE SEXOS
Capítulo 2: Las bases coercitivas de la desigualdad
entre los sexos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5 5
Capítulo 3: Las bases voluntarias de la desigualdad
del sistema de sexos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8 1
Capítulo 4: Una teoría integrada de estabilidad
en sistemas de estratificación de sexos . . . . . 1 03
PARTE 1 1
CAMBIO DEL SISTEMA D E LOS SEXOS
Capítulo 5: Disminución de la desigualdad entre
los sexos: principales blancos . . . . . . . . . . . . . . 1 23
Capítulo 6: Procesos de cambio inintencionados . 1 39
Capítulo 7: Hacia la igualdad de los sexos: proce-
sos de cambio inintencionados . . . . . . . . . . . . 191
Capítulo 8: Hacia la igualdad de sexos: una teoría
integrada . . . . . ·. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 26
Capítulo 9: Los límites del cambio: reacción y
apatía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 53
Capítulo 1 O: Epílogo: la cuestión de las élites . . 28 1
BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297
SOBRE LA AUTORA . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3 15

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