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EL ANÁLISIS DEL ACTO MORAL

PREÁMBULO
En estas páginas, el autor nos invita a examinar minuciosamente las diferentes dimensiones y
componentes que conforman un acto moral, desvelando así su complejidad y relevancia en nuestro
proceso de toma de decisiones éticas.
Con una mirada rigurosa y precisa, el Mtro. Lepe nos presenta las herramientas conceptuales
necesarias para comprender cómo los actos morales se componen y cómo pueden ser evaluados
desde una perspectiva ética. Nos adentramos en los elementos que conforman un acto moral, como
los agentes involucrados, las intenciones subyacentes, las consecuencias esperadas y las
circunstancias en las que se lleva a cabo.
A lo largo de estas páginas, el autor nos guía a través de diversos ejemplos y casos prácticos que
nos permiten aplicar y analizar estos conceptos en situaciones reales. Nos invita a cuestionar y
reflexionar sobre nuestras propias acciones y decisiones, incitándonos a considerar cómo nuestras
elecciones individuales pueden tener un impacto ético en nuestro entorno y en las personas que nos
rodean.
El autor también explora las diferentes teorías éticas y enfoques que se utilizan para analizar los
actos morales, desde el consecuencialismo hasta el deontologismo, proporcionándonos una visión
panorámica y crítica de los debates y perspectivas éticas contemporáneas.
En síntesis, esta lectura, nos sumerge en el análisis del acto moral, ofreciéndonos una comprensión
más profunda de los elementos que conforman nuestras acciones éticas. A través de ejemplos claros
y una rigurosa argumentación, El Mtro. Carlos nos reta a explorar y evaluar nuestras decisiones
morales, ayudándonos a desarrollar una conciencia ética más sólida y sensible a las implicaciones de
nuestros actos en el mundo que nos rodea.

El análisis del acto moral

Todo lo anterior nos ofrece ahora la oportunidad de entrar en uno de los temas clásicos de la ética: el
análisis del acto moral.
Hemos mencionado en las páginas anteriores que la ética tiene como objeto determinar la bondad o
maldad de los actos. Sin embargo, no hemos aclarado por medio de qué método realiza esta función.
A continuación, ofreceremos los elementos fundamentales del análisis del acto moral, los cuales nos
permitirán determinar la bondad o la maldad de una acción determinada.
Los autores clásicos señalan que el análisis del acto moral parte de la distinción de tres elementos
fundamentales: el objeto del acto, el fin del mismo y las circunstancias que lo rodean. Procederemos
en este orden.

El objeto del acto moral

El objeto del acto moral es la materia del mismo, es decir, aquello que es elegido por la persona
cuando actúa, el contenido de la acción que la persona ha decidido realizar. Ofrezcamos un par de
ejemplos para aclarar este punto.

Si una persona se acerca a otra con un objeto cortante, ¿es esto moralmente bueno o malo? La
verdad es que la afirmación anterior ofrece tan poca información que es imposible realizar un juicio
ético. Ampliemos la perspectiva: se trata de un médico que, en un quirófano aséptico, quiere extraer
un tumor maligno del cuerpo de una persona enferma. ¿Qué es lo que ha decidido hacer el médico?

Intervenir quirúrgicamente a un enfermo. Éste es el contenido de su acto, su objeto. Realizará una


incisión, va a herir al enfermo, pero su acto, en conjunto, es la búsqueda de la salud del paciente.

El resto son los medios orientados a este sentido global del acto moral: su objeto.
Podemos plantear otro caso similar al anterior. Una persona se acerca a otra con un objeto cortante,
pero esta vez se trata de un ladrón que amenaza a un transeúnte y le exige que entregue sus bienes.
Aunque pudiera parecer que en ambos casos hay cierto parecido, el objeto del acto es totalmente
distinto. En este caso, aquello que es elegido por la persona al actuar consiste en robar a otra
persona en la vía pública. Éste es el contenido y el sentido del acto, lo que ha optado hacer.

Debemos aclarar de inmediato, y esto es relevante en términos éticos, que el objeto del acto es lo que
define la bondad o maldad del acto moral.

Cuando el objeto de un acto es bueno, cuando aquello que se ha decidido hacer es moralmente
aceptable, entonces el acto en sí mismo es bueno, salvo que la bondad quede modificada por el fin o
las circunstancias.

En cambio, cuando el objeto de un acto es malo, cuando aquello que se ha decidido es moralmente
reprobable, entonces el acto en sí mismo es malo, incluso si la consideración del fin o de las
circunstancias no puede modificar la maldad del acto.

En cualquier caso, dejemos establecido con claridad hasta este punto de nuestra reflexión que el
elemento fundamental para decidir la bondad o maldad del acto es su objeto. Es preciso mantener
esto en mente.

El fin o intención del acto moral

El segundo elemento del acto moral es el fin o intención: la disposición subjetiva de la persona que
actúa. La intención pone de manifiesto el objetivo que la persona busca con su acto.

Pensemos en una persona que elige dar una limosna. El objeto de su acto es bueno, sin lugar a
dudas. Dar limosna, por definición, es una acción moralmente loable. Sin embargo, esta persona
esconde en su corazón una intención retorcida: quiere aparentar bondad frente a un grupo de
personas que la acompaña. Ha decidido dar una limosna, pero su fin o intención es parecer una
persona buena frente a otros, no ayudar a la persona en situación vulnerable.

Esto cambia la moralidad del acto. Aunque el acto por su naturaleza es objetivamente bueno, el fin o
intención de la persona, que no es recto ni es bueno, modifica la bondad del acto en su totalidad: no
puede ser íntegramente bueno en dichas condiciones. Cuando la intención no es recta, el acto pierde
valor o puede llegar a ser malo.

Hay que aclarar que el fin o intención, cuando se señala la voluntad de la persona (la orientación
subjetiva de su acto), puede relacionarse con lo que se denomina la opción fundamental. En ética, la
opción fundamental se refiere a la razón última, al fin último que guía nuestras acciones.

Las siguientes situaciones muestran la idea anterior. Un padre de familia trabaja de manera dedicada
y concienzuda en su empleo.

Es un hombre productivo que trabaja en equipo y ofrece aportaciones relevantes para su


organización. Aunque sus actos tienen diversos objetos, su intención esencial, el fin último de sus
actos, su opción fundamental, es ser un buen padre de familia: proveer para los suyos, ofrecer un
buen ejemplo, mantener un nivel digno de vida y edificar a su familia.

Para otra persona, su opción fundamental es el amor a la humanidad; se trata de un filántropo de


tiempo completo, como lo exige la coherencia. Lo es cuando ejerce su autoridad como jefe de un
equipo dentro de una organización; cuando organiza brigadas de ayuda en favor de personas en
situación precaria y cuando recibe ayuda para personas que lo necesitan. Hay una orientación
fundamental en su existencia, por medio de una decisión tomada de manera más o menos explícita.
Es el mismo caso de quien hace del amor a Dios y al prójimo su opción fundamental.

En definitiva, la opción fundamental imprime una orientación esencial a la existencia y no debemos


despreciar su valor. Al contrario, conviene conocerla y comprenderla. ¿Qué podríamos decir, entonces,
de aquéllos para quienes la opción fundamental de su existencia es en favor del dinero, del poder o
del placer?

Las circunstancias del acto moral

El tercer y último elemento del acto moral está conformado por las circunstancias. Conviene aclarar
que las circunstancias no sólo incluyen aquéllas que aparecen de inmediato en torno al acto, sino
que engloban también sus consecuencias.
Es necesario señalar que las circunstancias no pueden hacer que un acto, cuyo objeto es malo, sea
bueno. Pero las circunstancias en que se produce sí pueden hacer que un acto, cuyo objeto es
bueno, sea malo.
Es posible que venga a nuestra memoria el caso de Robin Hood, el legendario personaje. Las
diversas versiones de esta historia nos muestran a un hombre bien intencionado, que roba a los ricos
para ofrecer bienes a los pobres. ¿Cuál es el juicio ético que merece? Dado que, en términos
generales, el objeto del acto de Robin Hood es robar, podemos afirmar que su objeto es malo y, por
ende, su acto es malo. En verdad, su intención es buena: roba para repartir bienes a los pobres; sin
embargo, a pesar de su buena intención, el acto sigue siendo malo. Ya hemos dicho que la intención
no puede modificar la maldad de un acto cuyo objeto es malo por sí mismo. Robar es malo.
Supongamos también que existe una cierta gravedad en las circunstancias: la comunidad está en
riesgo de padecer, en el mediano plazo, una hambruna. Por ello, los bienes robados son más
necesarios que nunca. A pesar de ello, la maldad del objeto del acto sigue sin modificarse. El acto
sigue siendo malo en su conjunto, por el solo hecho de que se ha decidido robar para hacer el bien;
dicho de otro modo, se ha elegido un objeto malo, el cual no puede ser modificado en su cualidad por
la intención de la persona o por las circunstancias.
Esto tiene consecuencias muy importantes en términos éticos. Hay quienes piensan que la bondad o
la maldad moral de los actos dependen de la intención. Si la persona tiene buena intención, entonces
el acto es bueno. En cambio, si la persona tiene mala intención, entonces el acto es malo. Esta
posición teórica se denomina intencionalismo.
Como hemos visto, un acto bueno puede disminuir su bondad, hasta perderla en su totalidad, si la
intención no es buena o recta. En cambio, un acto malo, como en el caso de Robin Hood, no puede
ser bueno por el simple hecho de que la intención sea buena.
El intencionalismo falla en el hecho de que confunde la disposición subjetiva de la persona (la
intención que la anima y que puede ser muy buena) con la cualidad moral intrínseca del objeto que
se ha elegido, es decir, la conducta que ha decidido realizar. En un breve ejemplo, si una persona
asesina a otra, por muy buena intención que pudiese tener, ha arrebatado la vida de un inocente y el
acto no puede ser moralmente bueno.
Del mismo modo, algunas personas piensan que un acto es bueno si las consecuencias son buenas.
Además, sostienen que si las consecuencias son muy superiores a los males que se producen,
entonces el acto tiene que ser bueno. Esta posición se denomina consecuencialismo.
Por ejemplo, en un poblado vive un narcotraficante que acumula una gran fortuna. Entonces,
pavimenta las calles del pueblo, introduce servicios y ayuda a las personas a vivir mejor. ¿Será
posible que, sólo por ese hecho, el narcotráfico sea bueno? A pesar de que, en este caso, pueda
haber consecuencias de enorme beneficio para una población, los recursos provienen de negocios
ilícitos que generan violencia, desprecian la vida y producen impactos sociales negativos profundos.
No porque las consecuencias sean buenas o excepcionalmente favorables, cambia la cualidad moral
de la realidad que las produce.
Aún nos faltan ver algunos casos interesantes. Recapitulemos. Hemos dicho que el acto moral posee
tres elementos (que algunos autores los llaman fuentes): el objeto, el fin o intención y las
circunstancias. También hemos afirmado que el elemento que determina la moralidad del acto, su
bondad o maldad, es el objeto. Si el objeto es bueno, la intención es recta y las circunstancias
adecuadas, entonces el acto es bueno. Si el objeto es malo, a pesar de la intención y las
circunstancias, el acto no puede ser bueno. Ahora bien, en diversas legislaciones existe una figura
que se denomina robo de famélico, la cual consiste en que una persona, en estado de pobreza o
hambre, toma sin violencia de los bienes privados de otro lo necesario para su subsistencia y lo hace
por una sola ocasión.
Por lo regular, la legislación señala que en el robo de famélico la persona no puede ser imputada en
términos legales; es decir, no tiene responsabilidad legal sobre el acto. Éste no puede ser tipificado
como robo, dado que fue realizado en circunstancias extremas. Desde una perspectiva ética, ¿qué
deberíamos pensar al respecto? Si el objeto del acto fuera robar, entonces, a pesar de la intención y
de las circunstancias graves que rodean el acto, éste no podría ser bueno. El objeto del acto es
éticamente inaceptable y, por tanto, el acto sería malo por definición.
Pero éste no es el caso.
Analicemos con detenimiento. Cuando la vida de una persona corre peligro, no encuentra otro modo
de conseguir lo que necesita para sobrevivir y para salvarse decide tomar algún alimento de una
tienda, un supermercado o una granja, actúa para preservar su vida, pues no lo toma por robar o por
poseer lo ajeno. Si es así, entonces ¿cuál es el objeto de su acción? El objeto de su acto es,
precisamente, defender su vida. Dicho ser humano no roba, sino que hace lo necesario para
salvarse. Por tanto, con la intención recta y las circunstancias adecuadas, el acto no tiene por qué ser
malo: de hecho, no es malo.
Esto, incluso, ha sido descubierto por los legisladores. Hay una diferencia sustancial entre robar, es
decir, el mero acto de apropiarse de los bienes ajenos, y preservar la vida, la propia y la de la familia,
lo cual está previsto en la mayor parte de las legislaciones que abordan este caso.
Por el contrario, si el robo de famélico pone en riesgo la vida de otros que están en circunstancias
semejantes, entonces el acto puede conllevar responsabilidad moral. Es distinto preservar la vida
tomando algunos huevos de una granja que produce cientos cada día, que apoderarse de los pocos
alimentos que una familia ha reunido y que también representan su posibilidad de supervivencia.
En este último caso, el acto moral, aunque sea bueno en cuanto a su objeto, se convierte en dudoso
o francamente malo debido a las circunstancias.
La legítima defensa. Hay otro caso que suele despertar interés al realizar esta clase de reflexión. Se
trata de la legítima defensa. Es un hecho que matar es malo. Esto queda claro. Arrebatar la vida a
otra persona no es moralmente bueno. Ahora bien, ¿qué debemos pensar del uso legal de la fuerza
por parte de la policía, militares, guardaespaldas, entre otros? ¿Se trata, acaso, del mal legalizado,
de una licencia para matar, de una inmoralidad instituida? Si así lo fuera, estaríamos hablando sólo
de males y, como hemos dicho, los males no pueden ser bienes, en modo alguno, a pesar de la
intención y de las circunstancias.
Analicemos este tema con más detalle. Al hablar de legítima defensa debemos suponer, en primer
lugar, que existe un agresor. Pero no cualquier clase de agresor, como el que lanza una ofensa en la
vía pública o el que arroja un objeto pequeño a los autos que pasan. Estamos hablando de un
agresor que expresamente representa un riesgo para la propia vida y, en su caso, para la de los
demás.
En el caso de que la propia vida esté en riesgo, la legítima defensa se puede aplicar cumpliendo con
ciertas condiciones. En primer lugar, es necesario que exista una amenaza inminente sobre la vida;
no debe ser meramente probable, sino que debe constar de manera suficiente. Construyamos un
ejemplo: una persona está sola en su hogar y comienza a oír ruidos en la puerta de su casa; alguien
ha ingresado al patio y está maniobrando sobre la puerta con el fin de abrirla. La persona que se
encuentra dentro hace ruido y enciende las luces; sin embargo, la persona que busca entrar a la casa
no desiste de su intento. Parece haber razón para decir que existe un riesgo inminente, aunque
todavía no es una amenaza cierta. ¿Por qué? Porque habría que ver si la persona amenazada aún
tiene otras opciones disponibles: como huir por otra ruta, por ejemplo. Si su casa tiene una puerta
trasera y con razonable seguridad puede salir por ella, debería hacerlo. Es preferible huir a tener un
enfrentamiento en el que quizá se arriesgue la vida. En segundo lugar, la legítima defensa debe
realizarse de manera proporcionada; es decir, al existir un riesgo inmediato sobre la propia vida, la
acción que se opone debe ser proporcional a la agresión. Si la persona tiene una roca en la mano y
está a quince metros de nosotros, con un enrejado de por medio, no es proporcionado usar un arma
de fuego. En cambio, ante una violencia cierta y presente puede usarse incluso un arma de fuego
para intentar que el agresor desista de su acción, en especial, cuando parece decidido a enfrentar a
las personas que estén dentro de la casa. La legítima defensa supone que, en el cuidado de la propia
vida, o la de los inocentes que se encuentran bajo nuestra responsabilidad, se ha de oponer una
fuerza suficiente como para disuadir o repeler la agresión. En ocasiones, la fuerza que se aplica,
incluyendo el uso de armas de fuego, puede poner en riesgo la vida del agresor, pero el objeto del
acto no es matar, sino repeler la agresión con el fin de proteger las vidas inocentes o la propia.
Éste es un tema sumamente relevante. La legítima defensa, como lo planteamos más arriba, no es
un permiso para matar ni una excepción al deber moral de proteger la vida. La legítima defensa tiene
un objeto diferente: se trata de un acto orientado a proteger las vidas inocentes que se encuentran
bajo la propia responsabilidad frente a la injusticia y la violencia de un agresor que no cede en su
actividad.
Demos un paso más. Cuando una persona está sola y no puede evitar el enfrentamiento con su
agresor, ésta tiene dos opciones. Por un lado, puede elegir aplicar el derecho a la legítima defensa y
buscar los medios adecuados para enfrentar de manera proporcional a sus agresores. Por otro, y por
sorprendente que parezca, también es éticamente aceptable que renuncie a su derecho a la legítima
defensa.
Vamos a ilustrar este caso con un ejemplo que de seguro no resultará extraño al lector. Un experto
en artes marciales es asaltado en una calle oscura por un nervioso ladrón que porta una pequeña
navaja. El experto en artes marciales podría inutilizar al atacante, incluso infligir una lesión que
pondría en un serio riesgo la vida de éste, pero renuncia a hacerlo. Sabe que el bien que va a perder
vale mucho menos que la vida del atacante y que su poder de acción es muy superior al riesgo que
corre. De este modo, es interesante observar que el agredido puede renunciar al derecho a la
legítima defensa, incluso poniendo en riesgo su propia vida. Y no es necesario que tenga todas las
variables bajo control, basta con que su vida sea la única que esté en riesgo y que tenga algún
motivo para no enfrentar a su agresor.
La situación es por completo distinta si la persona agredida tiene a su cargo la vida de inocentes. En
dicho caso, no puede renunciar a la legítima defensa; es obligatoria, pues no puede dejar de tutelar el
bien de las personas bajo su responsabilidad. Al no haber renuncia posible, es necesario que
enfrente a los agresores y que actúe con el fin de mantener la integridad de las personas que se
encuentran a su cargo. Insistimos: la legítima defensa no es una violencia institucionalizada, sino el
acto en el que una persona se defiende a sí misma y a otros de un agresor injusto. Quien apela a la
legítima defensa elige hacer lo necesario para proteger la propia vida y la de los demás.
Dicho esto, podemos entender lo que sucede en actividades de riesgo. En efecto, un bombero pone
en riesgo su propia vida para salvar la de los demás. ¿Es éticamente lícito dedicarse a esta
actividad? No sólo es lícito, sino que es heroico. La razón es muy simple y nos remite a lo que
llevamos visto hasta este punto de nuestra reflexión. Con certeza, la vida es el primer derecho
humano y debe ser tutelada como un bien fundamental, pero el valor de la vida no es absoluto. Lo
único absoluto e infinito en la naturaleza humana es la dignidad. Por ello, cuando, por el estricto
respeto y promoción de la dignidad de la persona, un bombero arriesga su vida para salvar la de
otros, no se equivoca ni comete un acto absurdo. Al contrario, consuma una obra heroica que merece
el mayor reconocimiento.
Lo mismo debe decirse del marino, el soldado, el policía, el guardaespaldas, el médico y el
enfermero. En los cuatro primeros casos, se trata de personas que son entrenadas para enfrentar
amenazas graves con el uso de una fuerza que, conforme a la ley, deben usar de manera exclusiva.
Todos ellos, para cumplir su deber, pueden y deben usar la fuerza a fin de proteger a los ciudadanos
de agresores injustos. Cuando alguno de ellos interviene en una acción necesaria y abate a un
agresor, no debe pensarse que ha cometido un asesinato bueno, pues esto conlleva una
contradicción en los términos. Si se han dado las condiciones antes señaladas, entonces se ha
utilizado la legítima defensa y el objeto del acto ha sido disuadir al agresor y proteger a los inocentes.
Quien haya arrebatado la vida a otra persona en estas circunstancias no debería tener duda de que
ha hecho el bien con integridad y su conciencia debería estar tranquila.
Del mismo modo, cuando un elemento de seguridad pública cae en acción, su muerte es loable, pues
decidió poner su vida en riesgo para proteger la vida y la dignidad de los demás. Esto nos lleva
también a otra conclusión interesante: cualquiera de nosotros puede arriesgar su vida para salvar la
de otro. Lo repetimos: la vida no es un bien absoluto. La dignidad de la persona sí lo es. Cuando
alguien se encuentra en una situación que pone en riesgo su vida es válido que otras personas lo
auxilien, incluso poniendo en riesgo la propia vida, lo cual es éticamente laudable mientras se guarde
un mínimo de prudencia y proporcionalidad.
En el caso del personal médico y de enfermería, si hay un brote epidemiológico grave, ellos pueden
decidir seguir atendiendo a los enfermos aunque pongan en riesgo su propia vida. A pesar de no ser
una aplicación del principio de legítima defensa, sí es una opción éticamente aceptable de poner,
incluso, en riesgo la vida por ayudar a otros a recuperar su salud. Si la vida fuese un bien absoluto,
sería éticamente inaceptable arriesgar la vida bajo cualquier circunstancia. Por tanto, el padre no
podría ponerse en riesgo por auxiliar a su hijo; el médico no podría atender ciertos casos de
enfermedades graves y muy contagiosas; nadie podría optar por servir a la patria en el ejército, la
marina o la fuerza aérea, y nadie intervendría en casos de urgencia, pues sería preferible que se
perdieran las vidas que ya estuvieran comprometidas, pero ni una más.
Es evidente que esta formulación no se puede sostener desde una perspectiva ética. La historia da
testimonio de innumerables vidas entregadas por los demás, de hombres y mujeres admirables que
se pusieron en riesgo y que en ocasiones pagaron el precio supremo de la propia vida por rescatar a
los perseguidos, alimentar a los hambrientos, defender a los inocentes, curar a los enfermos y liberar
a los esclavos. En otras palabras, por humanizar un mundo deshumanizado.
Un caso similar al de la legítima defensa es el que surge en un contexto de guerra. ¿Es éticamente
aceptable participar en la guerra? La respuesta es simple, pero vamos a presentar, en síntesis, la
posición que han sostenido diversos autores clásicos, desde hace varios siglos.
En primer lugar, es necesario establecer que la guerra ofensiva, aquélla que se emprende para ganar
territorio, expulsar a una población originalmente asentada en un espacio, apropiarse de recursos o
vengarse por un daño recibido con anterioridad, es, por definición, inmoral. No constituye una
aplicación de la legítima defensa. Ahora bien, en el caso de la guerra defensiva pueden darse
condiciones que permitan participar en ella con rectitud moral. En primer lugar, así como para la
legítima defensa, la amenaza de guerra debe ser cierta e inminente. La guerra ocasiona grandes
males, no sólo en el momento de las acciones bélicas, sino también en el tiempo que sigue a ella,
debido a la destrucción de las redes productivas y el impacto sobre las condiciones de vida de las
personas. Por tanto, no es éticamente aceptable participar en ella si la amenaza sobre la población
cumple con las condiciones mencionadas. En segundo lugar, debe ser necesaria. En ese sentido, se
deben haber agotado el resto de las instancias que podrían haber resuelto el conflicto sin necesidad
de llegar a las armas: las negociaciones diplomáticas, la intervención de una autoridad internacional
debidamente facultada o la cesión injusta de ciertas ventajas. En tercer lugar, la acción armada debe
suponer, por prudencia, una posibilidad razonable de éxito. No tiene sentido ir a la guerra en
condiciones de inferioridad absoluta, pues es evidente que esto tendría graves consecuencias. Lo
anterior queda claro con lo que sucedió en Francia durante la ocupación nazi en la Segunda Guerra
Mundial, ante la propuesta de formar grupos de guerrilla. En un primer momento, la superioridad
bélica de los alemanes era total; no había posibilidad de ofrecer un equilibrio bélico ante la agresión
del Tercer Reich. Esto hacía inviable ir a la guerra. Además, por algún tiempo, los nazis dieron la
impresión de haber ocupado el territorio francés con la instauración de un gobierno invasor. No
parecía haber riesgo mayor para la población. Esto indujo a muchos a decir que la guerrilla no tenía
posibilidades de éxito y que ocasionaría males mayores en el territorio francés que la ocupación
alemana. Por estos motivos, la Resistencia francesa nació en un ambiente de duda, en especial, de
duda ética. Recién hemos mencionado una cuarta condición para participar éticamente en una
guerra: que la acción bélica no ocasione males mayores que los que se padecen en ese momento.
Esto quiere decir que debe haber una proporcionalidad entre la medida decidida, ir a la guerra, y los
males que se pueden generar debido a ella. Hablaremos más adelante sobre principios éticos y
tendremos ocasión de referirnos al concepto de proporcionalidad. Sin embargo, la idea es clara: para
que una acción sea éticamente aceptable es necesario que exista una relación razonable entre el
objetivo que se persigue, los medios que se proponen y las consecuencias que se siguen. A fin de
concluir el tema de la guerra, no queremos dejar de recordar un testimonio impresionante escrito tras
la Segunda Guerra Mundial, el cual se encuentra en el libro Historia de un ejército secreto de Bor
Komorowski. En él se relata la invasión nazi a Polonia, con la cual inicia el gran conflicto bélico del
siglo xx. Komorowski organizó pronto la resistencia en Varsovia y presencia del terrible
establecimiento del gueto en su ciudad. En ese contexto, esperó con paciencia la oportunidad para
derrotar al invencible poderío Nazi. Pasaron los años y sus compañeros de gesta fueron
descubiertos, torturados y asesinados. Bor observó impotente cómo la balanza se inclinaba, con
desesperante lentitud, en favor de los Aliados. Finalmente, cuando los soviéticos se encontraban a
pocos kilómetros del río Vístula, la liberación de Varsovia parecía estar al alcance de la mano. Es
entonces cuando comenzó el levantamiento de Varsovia. Los nazis fueron tomados por sorpresa,
pero su poderío bélico seguía siendo muy superior al del ejército secreto de Komorowski.
Por un momento, las fuerzas polacas se adueñaron de algunas cuadras de la ciudad y se
atrincheraron en ellas. Por primera vez en la guerra, los polacos tenían prisioneros nazis. Bor
Komorowski relata que llegaron a tener, más o menos pronto, unos mil soldados enemigos
capturados más un número superior de prisioneros civiles: Aun antes de la insurrección había yo
dado órdenes respecto al tratamiento que debía darse a los prisioneros. Prohibí los linchamientos y
toda aplicación de justicia no autorizada, estipulando que se castigaría severamente a quienes
infringieran estas órdenes. Un prisionero alemán debía ser tratado de acuerdo con la ley
internacional. Condené la tortura, golpear o matar a cualquier prisionero sin antes haber sido
enjuiciado. Basé mi actitud en los siguientes principios: primero, y ante todo, quería que los alemanes
supieran que estaban enfrentándose a un ejército regular y no a una chusma de guerrillas. Habiendo
exigido la observancia de ciertos estatutos de guerra en mis propias unidades, consideraba que
podría exigir los mismos derechos al enemigo, aun cuando éste no se portara en esa forma. También
deseaba yo que los soldados poloneses [sic] desarrollaran un sistema de combate completamente
diferente del que empleaban los alemanes (p. 272). Bor Komorowski escribe más adelante que la
lucha no fue sólo “contra los alemanes, sino también contra sus métodos”. Dicho de otra manera, no
es sólo una guerra contra el enemigo, sino contra la intolerable barbarie que nadie (ni siquiera las
víctimas) está autorizado a replicar. Vemos que incluso en la guerra hay una moral que ennoblece a
quien la práctica y que humaniza al mundo, incluso en estas condiciones extremas.

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