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Pielena 

 
-Mamá, mamá, léeme un cuento. 
‐ De acuerdo, pero primero, métete en tu cama de coral y te arroparé.   El pequeño pececillo 
hizo lo que de decían.  
La mamá acomodó su ropa de cama y se sentó a su lado al borde de una almeja. 
La mamá pececilla abrió un libro titulado 'Cuentos de sirenas'. 
-No otra historia de sirenas -se quejó el pequeño pececillo. 
-Ten paciencia. Esta es una historia de sirenas muy diferente. 
 
-Está bien mamá, pero no veo cómo puede ser diferente esta historia de sirenas -
replicó el pequeño pececillo. 
Entonces, se recostó en su cama de coral y escuchó. 
 
Había una vez en que las sirenas gobernaban las aguas. Las sirenas eran criaturas
mágicas con un cabello largo y vaporoso y hermosas colas brillantes. Hechizaban a
todos con sus canciones, cuyo eco se repetía a través de las aguas azules. 
 
Las sirenas controlaban el mar. Cuando las sirenas eran felices, cantaban melodías
preciosas que daban calor a los corazones de cuantos las escuchaban. 
 
Cuando las sirenas estaban enojadas, cantaban las canciones más horribles, ¡que
herían y castigaban a todos los que se portaban mal! 
 
El pequeño pececillo sacudió su cabeza. -¡Me dijiste que ésta sería una historia de
sirenas diferente, pero parece igual a cualquier otra historia de sirenas! 
-¡Oh! Esta historia de sirenas es diferente. Por favor, ten paciencia, pequeño
pececillo -insistió la mamá. 
 
Había una sirena muy especial llamada Finnoor. Si sólo vieras la parte superior de
su cuerpo, pensarías que era una sirena adorable, pero su cola era distinta a
cualquier otra que las sirenas hubieran visto jamás.  
 
-¿Qué tenía de diferente su cola, mamá? 
-¡Ajá! Ahora sí estás interesado. ¡Era una clase diferente de sirena porque su cola
estaba cubierta de piel!  
 
-¡Era una PIELENA! -dijo el pequeño pececillo entre risitas. 
 
Mientras que todas las otras sirenas lustraban y daban brillo a sus escamas,
Finnoor luchaba intentando cepillar el pelo enredado de su cola. Trataba de lustrarlo
como las otras sirenas, pero quedaba todo reblandecido y empapado.  
Finnoor odiaba ser diferente. 
-Yo también lo odiaría -gritó el pequeño pececillo. 
 
A veces, Finnoor se sentaba sobre una piedra fuera del agua y dejaba secar su cola
peluda con el aire marino, pero eso tampoco funcionaba. La humedad del aire
salado hacía que el pelo de su cola se erizara y pareciera un arbusto pequeño. Esto
hacía reír a las otras sirenas, mientras la señalaban con el dedo. 
-Eso no es lindo mamá -exclamó con un grito el pequeño pececillo. 
-Ya lo sé. Quédate tranquilo ahora, pequeño pececillo, y déjame continuar -dijo su
mamá. 
 
Finnoor intentó suavizar el pelo de su cola con banditas elásticas. Cuando se salían,
su pelo aparecería más rizado que nunca. Las otras sirenas se burlaban de ella y la
llamaban bola de pelos. 
 
Finnoor lloraba, porque ella realmente deseaba ser amada y tener amigos. 
-Yo sería su amigo, mamá -susurró el pequeño pececillo. 
-Ya lo sé -dijo la mamá con una sonrisa. 
 
Para empeorar las cosas, Finnoor no podía cantar ni una nota. No era que cantaba
mal, simplemente no podía cantar nada. Cuando abría la boca para cantar, no salía
ningún sonido... sólo burbujas. Por ello, Finnoor no estaba invitada a cantar en el
club de canto de las sirenas. 
 
-Esta es una historia muy triste, mamá. 
-Ten paciencia, pequeño pececillo -dijo la mamá guiñándole un ojo. 
 
Un día, todo cambió para Finnoor. Un iceberg enorme llegó flotando al mar de las
sirenas y las aguas se volvieron tan frías que todas las sirenas, que eran criaturas
de sangre caliente, quedaron congeladas dentro de un cubo de hielo de sirenas
gigante. 
-¿Y qué pasó con Finnoor? -jadeó el pequeño pececillo. 
-Sigue escuchando, pequeño pececillo -dijo la mamá. 
 
Finnoor no se congeló como el resto de las sirenas. Su cola peluda la mantuvo
calentita. A medida que las aguas frías se volvían más frígidas y del iceber se
desprendían pequeñas partículas de hielo, la cola de Finnoor se volvió aún más
gruesa y la mantuvo bien calentita y cómoda. 
 
Luego, sucedió algo aún peor. Los tiburones comenzaron a rondar las aguas y a
atemorizar a todas las otras criaturas marinas. Los tiburones rodearon una escuela
de pequeños peces y comenzaron a molestarlos. Les robaron el dinero para su
almuerzo. Los pececitos lloraban y Finnoor lloraba. 
 
-Estoy asustado mamá. No me gustan los tiburones. 
-Espera -dijo la mamá. -Esta historia aún no ha terminado. 
-Está bien -dijo el pequeño pececillo-. Pero voy a cerrar mis ojos porque tengo
miedo de mirar.  
 
Finnoor se enojó mucho con los tiburones. Cuanto más se enojaba, el pelo de su
cola se volvía más grueso y más largo. Se volvió más largo.... y más largo... y más
largo... hasta que se extendió como tentáculos de pelo a través del mar azul hielo. 
 
-¿Qué pasó a continuación, mamá? ¡Dímelo, dímelo, mamá! 
-Lo haré. Estamos llegando a la mejor parte -dijo la mamá. 
 
Finnoor tomó el largo pelo de su cola y lo tejió hasta hacer una red. Luego, atrapó a
todos los tiburones en su red de pelos. 
-¿Y luego? -preguntó el pequeño pececillo con excitación. 
 
Finnoor nadó hasta los confines del mar y allí liberó a los tiburones. Les hizo
prometer que nunca más regresarían. 
-¿Pero qué sucedió con las sirenas congeladas, mamá? -preguntó el pequeño
pececillo. 
-Estoy llegando a esa parte, pequeño pececillo -dijo la mamá. 
 
Finnoor nadó hasta el cubo de hielo de las sirenas congeladas y les dio el abrazo
más peludo que pudo con todo el amor de su corazón. 
-¿Y luego? -preguntó el pequeño pececillo. 
El cubo de hielo se derritió... y se derritió... y se derritió... hasta que todas las
sirenas al fin quedaron libres. 
 
-¡Espero que todas las sirenas le hayan agradecido! -dijo el pequeño pececillo
bostezando. 
-¡Por supuesto que lo hicieron! -dijo la mamá, palmeando su cabecita. 
 
Las sirenas agradecieron a Finnoor y a su cola peluda. La quisieron, porque era
especial y diferente a las otras. 
Y más que nada, la quisieron por tener un corazón tan bondadoso. 
 
-Ya ves, pequeño pececillo, ésta era una historia de sirenas muy diferente. ¿O no? 
Pero el pequeño pececillo no le contestó, porque se había quedado profundamente
dormido. 

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