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Ana Brígida Gómez
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La sirenita de coral
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Ana Brígida Gómez
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Ana Brígida Gómez
La sirenita de coral
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Premio Nacional de Literatura Infanto-Juvenil
Aurora Tavarez Belliard, 2008
La sirenita de coral
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Título: La sirenita de coral
ISBN: 978-9945-460-33-9
I. Atlántida ................................................................... 11
II. El sueño de Ámbar ................................................. 17
III. El amor de una sirena............................................ 23
IV. De padre a hijo ..................................................... 29
V. Como gusano en el anzuelo ................................ 37
VI. Las criaturas sin cola ........................................... 43
VII. El sueño de Loreley ............................................ 49
VIII. Encuentro cercano ............................................ 57
IX. Hechizo de luna ................................................... 69
X. Amores extraños ................................................... 77
XI. El rey de los mares ............................................... 83
XII. La respuesta.......................................................... 91
XIII. Sacrificio de amor .............................................. 97
XIV. El pacto............................................................. 101
XV. La boda ............................................................... 113
XVI. La metamorfosis............................................... 121
XVII. Algún día las sirenas volverán ....................... 127
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to Jonathan
thank you for being my prince
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I
ATLÁNTIDA
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—¡T e dije que no te acercaras demasiado!– Le
comentó al tiburón, el pez adherido a su dorso.
—Lo sé.
—Eres demasiado curioso.
—No pude contener mis deseos de acercarme. Tú
sabes que los chapoteos del agua, son como descargas eléc-
tricas para mí… –dijo el tiburón oscilando su gran cabeza
de lado a lado como el péndulo de un reloj.
A su alrededor, todo se obscurecía a medida que
se sumergía, como si fuera una roca, que caía desde un
precipicio.
—Sí, pero ahora el príncipe se molestará, si se entera
donde estuvimos.
—No te preocupes, él no se enterará nunca. Llegare-
mos sin ser vistos y parecerá que hemos estado en la fiesta
todo el tiempo –le contestó, mientras seguían hundiéndose
en la obscuridad.
Llegaron a lo más profundo, a un castillo iluminado
por un ejército de peces brillantes que giraban en torno a sí
mismos, como un sol bajo el mar.
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El palacio tenía la forma de una caracola de tres pi-
cos, ventanas circulares y una concha gigante. A través de
ella se llegaba a un gran anfiteatro donde se desarrollaba la
celebración.
Las mesas estaban repletas de algas de todas formas,
tamaños y colores, pero sobre todo de mucho plancton;
bocadillos, pasteles, rollos, bolas… un festín de mar.
La música era interpretada por esturiones, almejas,
peces flauta y rayas. Al compás de la misma, los peces fosfo-
rescentes formaban pirámides; rosas y círculos concéntri-
cos para divertir a la audiencia.
El tiburón y su amigo trataron de escabullirse.
—¿¡Por qué llegan a estas horas!?… ¿!Juan…Lucas!?
Los sorprendió un joven tritón de cabello rubio y
ojos celestes; con unas transparentes membranas entre los
dedos y una cola roja que agitaba como si fuera un látigo.
—Lo sentimos, Príncipe Adrián… es que… es que…
Una ballena jorobada, la más grande que he visto, se nos
atravesó en el camino y… tuvimos que esperar mucho tiem-
po a que se moviera para poder pasar. –mintió el tiburón.
El tritón cruzó los brazos.
—¿Con que una ballena… eh? ¿Y que son entonces
estas hojas que tienes en la aleta, Lucas? –y de la aleta del
tiburón; arrancó una cadena de hojas verdes, que para su
mala suerte se había enredado en su lomo.
—¡Volvieron a la isla! ¿¡Verdad!? –les dijo bajando la
voz para no alarmar a los demás. –¿No les he advertido mi-
les de veces que no vayan allá? La isla de las criaturas sin
cola es muy peligrosa. Esos monstruos destructivos, no ten-
drán piedad para con ustedes: Les cortarán la cabeza, des-
tazarán sus cuerpos y los devorarán como hacen con todos
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II
EL SUEÑO
DE ÁMBAR
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A llá en lo obscuro y profundo del mar
Existe un castillo, hecho de nácar
Ahí viven las sirenas y los tritones
Danzan siempre al ritmo
De sus canciones.
Es un reino eterno, de felicidad
Porque las sirenas no pueden llorar
Quisiera ser sirena y poder nadar
Y así nunca, volver a llorar…
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A unos treinta pasos había una casita de madera, en
su interior una mesa, cuatro sillas y tres camas. En un rin-
cón se apilaban varias redes y anzuelos. Al otro lado cerca
de un pequeño hornillo y unas sartenes con las marcas de la
comida recién servida y devorada, esperaban ser lavados.
—Sí tía, dígame.
—Ámbar ¿Por qué te encanta perder el tiempo?
¿Cuántas veces te he dicho que no existen las sirenas? Esas
criaturas son solo producto de la imaginación de marinos
borrachos que vieron a algún pez que no conocían y se in-
ventaron esos cuentos para niños –le dijo su tía poniendo
sus manos en la cintura–. En el fondo del océano solo hay
algas y peces. Creer en esas historias no va a poner comida
en tu boca ni un techo sobre tu cabeza.
— Ámbar esta loca… Ámbar esta loca –cantó el
muchacho mientras le hacía muecas. Tendría unos trece
años, Ámbar rondaba los veinte pero él era tan robusto que
parecía ser mayor que ella.
—¡No estoy loca! –le gritó–. No tiene nada de malo
que yo quiera soñar un poco. Soñando es como tenemos la
primera imagen de las posibilidades que existen... –le dijo
Ámbar mientras miraba a su primo firmemente.
—Ámbar, hemos tenido esta discusión miles de ve-
ces: una cosa es usar la mente para idear algo que se puede
hacer con las manos y otra muy distinta, son esas fantasías
de esos seres que, supuestamente, comparten el planeta con
nosotros, pero que nadie jamás ha visto –dijo su tía cerrán-
dose los ojos con la mano.
—¿Por qué no habría de ser posible que existan las
sirenas y los tritones? El mar así como es de infinito lo es de
misterioso.
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luchando por escapar de unas redes que la estrangulaban.
Ámbar la liberó y, desde entonces, ha venido a verla todos
los días.
—Pero tú no crees que estoy loca, ¿verdad? Tú has
visto las danzas de las sirenas y los tritones y quién sabe si
hasta has conocido al rey del mar y has conversado acerca
de importantes asuntos de Estado con él... Si tan solo pu-
dieras hablar…–Ámbar echó la cabeza hacia atrás qui-
tándose los cabellos de la cara con la punta de los dedos–
No quisiera creer en estas cosas, Nereida… No quisiera…
Es tan pesada mi propia piel. –llevó su mano al cuello de
nuevo. Miró el mar y de sus ojos brotaron unas cuantas
gotas saladas.
—Si mi madre estuviera aquí...
Nereida la salpicó otra vez y tocó sus pies con su hoci-
co. Ámbar enjugó sus lágrimas y le acarició la cabeza.
—No te preocupes amiga, estaré bien –y contem-
plando la inmensidad azul con la mirada perdida dijo en
voz alta– ¿Crees que exista un lugar para mí…?
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E n el castillo, continuaba el festejo. El rey del
mar, sentado en su trono, observaba sonriente a los crustá-
ceos y pisciformes. A su lado, el príncipe se veía sonriente
también.
— ¿Desea un poco de plancton, majestad? –le dijo
una hermosa sirena de enormes ojos turquesa que, sonrien-
do, le ofrecía una bandeja con bocadillos.
—Loreley, gracias. Siempre tan atenta –le dijo el rey
y tomó un bocadillo.
—¿Y usted príncipe Adrián, no desea otro?
—No, gracias –le contestó sin siquiera voltear, ju-
gaba con un minúsculo pez que hacía piruetas entre sus
membranosos dedos. Loreley suspiró y cabizbaja se llevó
la bandeja a una mesa cercana. El rey la siguió…
—Loreley, acabo de notar que te causó tristeza la in-
diferencia del príncipe.
—No es nada majestad… No se preocupe –y suspiró
de nuevo, tornando la mirada otra vez en dirección a la
mesa. El rey le dio la vuelta y la miró fijamente.
—Dime la verdad, Loreley. Revélame lo que tu cora-
zón oculta. ¿Acaso esos suspiros, esa tristeza que he notado
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anidada en ti desde hace varias lunas, son indicios de que
en tu dulce corazón ha despertado al sentimiento más gran-
de que puede albergar una sirena?... Loreley, ¿amas a mi
hijo, Adrián?
—Majestad, que una barracuda devore mi lengua si
miento. Hace tiempo que mi corazón late por el príncipe
Adrián, pero no quería que ni usted ni nadie lo supiera.
¿Cómo el hijo de tan grandioso soberano podría alguna vez
poner sus ojos en una simple sirenita como yo? –dijo bajan-
do la mirada.
El rey la tomó por la barbilla y fijó sus ojos en ella
otra vez.
—Loreley, ¿cómo puedes pensar eso? Desde que mi
esposa murió, nadie nos ha prodigado más amor y cuida-
dos que tú, mí querida niña, por supuesto que nada me
haría más feliz que mi hijo Adrián te correspondiera casán-
dose contigo.
Loreley se puso a temblar. Sus ojos se abrieron como
un arco iris y abrazó al rey tan fuerte como pudo.
—Y nada me haría más feliz que llamarlo a usted
padre y que el corazón del príncipe correspondiera al mío…
¡Ay! yo lo amo tanto, tanto mi rey… moriría por él sin pen-
sarlo dos veces…–luego hizo una pausa, miró al príncipe a
lo lejos disfrutando de la fiesta y suspiró de nuevo– Pero eso
nunca sucederá. Adrián ni siquiera sabe que existo.
—Loreley, querida, no te desesperes. Mi hijo Adrián
es un soñador, si no se ha fijado en ti, no es porque no le
agrades, sino… sino porque su cabeza está pendiente de
otros asuntos; de sus amigos, de sus pasatiempos… A su
edad, era así también, pero cuando el amor llega, todo eso
cambia. El amor transforma a los niños en hombres. Te ase-
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IV
DE PADRE A HIJO
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E l espectáculo continuó sin interrupciones hasta
bien tarde. Todos los peces al final y demás criaturas marinas
se retiraron a sus cuevas, formaciones coralinas, piedras…
Cualquier lugar que les sirviera de refugio. Los tritones y si-
renas dormitaban sobre sus mullidos lechos de limo, en sus
aposentos esparcidos, a todo lo largo y ancho del castillo.
El príncipe tocó a la puerta de la alcoba de su padre.
—Adelante hijo.
—Acércate –el rey, estaba de espaldas mirando por
la ventana los jardines de algas que rodeaban el palacio.
—Ves todo esto, son mis dominios; los alrededores
de este abismo al que los humanos nos han condenado, los
mares y sus criaturas. Es mi responsabilidad servir y prote-
ger a los seres que habitan en él, sobre todo a mis hermanos
tritones y sirenas… Algún día, Adrián, todo esto será tuyo
y sus habitantes estarán bajo tus cuidados.
—Sí, padre lo sé… pero aún falta mucho. Tú serás
rey por miles de años más –le dijo Adrián agitando las ma-
nos de manera nerviosa, dándose la vuelta como para irse,
pero el rey prosiguió.
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—Adrián, no me estoy haciendo más joven. Como
lo ha establecido la naturaleza; todo lo que vive, algún día
ha de morir. Aunque nosotros podemos vivir miles de años
eso no quiere decir que seamos eternos… Quisiera dejarte
acompañado por una esposa que te ayude a gobernar y a
proteger a todos los seres marinos, pero sobre todo que te
ame como lo mereces.
—Papá, en este momento no estoy interesado en ca-
sarme. El matrimonio es algo muy serio y todavía no es tiem-
po para tener esposa. –le replicó Adrián con los hombros
tensos y la cola rígida.
—Hijo, ¿no hay acaso alguna sirena en todo el océa-
no que haya llamado la atención de tu mirada? –le pregun-
tó el rey arqueando una ceja.
—No, padre.
— ¿Y no hay ninguna sirena que guarde algún senti-
miento de amor hacia ti?
—No… no creo.
—En eso te equivocas. Hay una sirena de corazón
tan noble como el de los delfines y con la mejor voz que he
oído en mi vida que está perdidamente enamorada de ti –
el príncipe levantó sus rubias cejas.
—No sé a quien te refieres padre.
—Mi ciego, ciego Adrián. ¿Cómo no te has dado
cuenta?, es Loreley. Tú eres la razón por la cual desde hace
un tiempo acá, ella actúa tan triste y pensativa; lo hace por
tu indiferencia
—¿¡Loreley!?...! Nunca lo hubiera pensado! –el rey
lo miró con dulzura.
—Hijo, ahora que lo sabes, debes saber también que
me haría muy feliz el verte casado con ella. Yo la quiero,
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—Lo siento. Pero si dejara esta decisión en tus ma-
nos, de seguro que nunca te casarías. No es la primera vez
que usas ese argumento para librarte de tus deberes. Como
mi único hijo es lo que debes hacer…–y volteó hacia la
ventana– Estoy seguro de que tu madre estaría de acuerdo
conmigo si estuviera aquí.
— ¡No puedo creer que me obligues a hacer esto! –y
salió disparado abofeteando el agua con su cola– el rey in-
tentó detenerlo pero solo suspiró.
Unos instantes después alguien más tocaba a la
puerta.
—Pasa.
—¿Su majestad quería verme? –le preguntó Loreley
con los brazos hacia atrás, meneando su cola con leves osci-
laciones.
—Sí hija…Quería decirte que ya hablé con Adrián
acerca de tus sentimientos.
—¿Y bien? –le dijo frotándose las muñecas.
—Debo serte sincero. Adrián es un soñador. Si una
lamprea le succionara toda la sangre ni siquiera se daría por
enterado y la verdad es que su distracción no le ha dejado
espacio en su mente y mucho menos en su corazón para
pensar en tí de la forma en que ambos anhelamos –ella,
con una expresión como si le hubieran clavado un arpón
en el pecho, dejó caer la cabeza.
—Pero no te aflijas. Le dije lo necesario, que es para
él hacerse de una buena esposa y que la mejor de todas las
sirenas eras tú y usando mi condición de rey y padre, consi-
deré apropiado ordenarle que escoja esposa para dentro de
tres lunas o si no lo casaré contigo. –la cara de Loreley se
convierte en un gesto.
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V
COMO GUSANO
EN EL ANZUELO
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E l fondo submarino, recorrido por cordilleras y
montañas sumergidas y hasta volcanes que se extendían por
entre las simas, como un dragón serpenteando en su lecho,
provee de consuelo a toda la vida que en él se refugia.
En una pequeña elevación, se encontraba Adrián muy
triste y pensativo: Le hablaba al reflejo de la luna bajo el
agua. En esta parte elevada podía verla casi nítidamente y
hasta las estrellas más brillantes se transparentaban, como si
estuviera bajo un cielo líquido.
—Son increíbles los giros que la vida se encapricha
en dar. uando venía a este lugar sentía la paz que solo me
traía tu luz; sin embargo, ahora cada vez que te vea me
recordarás el triste destino que me espera. La tercera vez,
me estaré casando con Loreley… –de su monólogo lo inte-
rrumpió un grito desesperado.
—¡Príncipe Adrián! ¡Príncipe Adrián! –era Juan,
nadando tan veloz como podía; su rostro se veía lleno de
pánico.
—¡Cálmate Juan, estoy aquí!… ¿¡Que pasa!?... ¿¡Dón-
de está Lucas!?
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—Es que…Es que después de la fiesta, él quiso subir
a la superficie para buscar algo más de comer…Fuimos
mar adentro pero no encontró nada. Vio unas redes a lo
lejos y pensó que quizás habían atrapado algún pez y se
acercó demasiado a la isla de las criaturas sin cola y una de
esas redes lo sujetó y por más que intenta moverse está tan
atascado que no puede…
—¿¡Qué hicieron qué!? ¿¡Acaso perdieron la cabeza!?
Yo los voy a…
—¡No hay tiempo alteza! Yo me separé de él para
buscar ayuda y ya pronto va amanecer. Las criaturas sin
cola salen a la mar al asomo del día y si lo encuentran lo van
a asesinar, busquemos a los demás tritones para que nos
ayuden –y se dispuso a nadar en dirección al castillo, pero
el príncipe lo tomó por la cola.
—¡No hay tiempo para eso, Juan! Indícame el cami-
no –cual torpedo comenzó a nadar a toda velocidad dejan-
do una estela de burbujas tras de sí.
Chocó de frente con otro pez que venía en dirección
opuesta
—¡LUCAS! ¿¡Que haces aquí!? ¿¡No estabas atrapa-
do en una red!?
—Sí, así era, pero sucedió la cosa más extraña… Atra-
pado, como gusano en el anzuelo, intenté liberarme de to-
das formas posibles. Traté de voltearme, de salir por deba-
jo, hasta de saltar como si fuera yo un vulgar delfín. Enton-
ces me vio una de las criaturas sin cola y se acercó llevando
un cuchillo. Con sus manos, como tentáculos de pulpo,
agarró un extremo de la red y levantó el cuchillo en alto,
parecía una estrella que se derribaba sobre mí y entonces…
me liberó.
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VI
LAS CRIATURAS
SIN COLA
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A drián nunca había visto a una criatura sin cola
con sus propios ojos, solo algunas estatuas rotas en barcos
hundidos y representaciones desgastadas en cuadros de tela.
Por primera vez asomó la rubia cabeza de entre las aguas
y la figura que vio en la playa, iluminada por los primeros rayos
del sol, lo paralizó. Se quedó fijamente mirando la forma en
que se movía, esas aletas dobles que sobresalían de la extraña
cobertura que tenía superpuesta, su cabellera tan negra, su
piel tan obscura. Tenía una sensación curiosa. A pesar de su
apariencia extraña, no tenía las facciones de un monstruo.
—¿Príncipe, qué le pasa? –le preguntó muy preocu-
pado el tiburón, al ver tan aturdido a su joven amigo. Éste
solo acierta a señalar con el dedo hacia la playa lejana y
forzando las palabras le preguntó:
—¿Es una criatura sin cola, verdad?
—Sí. Y si no me equivoco es la misma que me ayudó
a escapar.
—Nunca las había visto… Moverse de esa forma…
¡Qué aletas tan extrañas! Es increíble que puedan sostener-
se… ¿Cómo es que se llaman?
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— Creo que se llaman piernas.
—Son tan diferentes, se ven tan lisas… tan frágiles…
Acerquémonos más. Quiero verla mejor.
Se hundió en las olas y se acercó nadando por deba-
jo. Las aguas de ese lado eran poco profundas, así que con
muchísimo cuidado se acercó hasta las rocas que estaban
cerca de la pequeña ensenada. Se escabulló por detrás y,
curioso observó mejor a la salvadora de Lucas.
—Miren su piel, qué rara es, es tan obscura. ¿Habrá
nacido así? ¿O será efecto del sol? –la fascinación del prínci-
pe lo colocó en una posición de peligro, ya que por el costa-
do se acercaba uno de los botes de los pescadores que se
hacían a la mar. Los que lo abordaban, notaron la presen-
cia del príncipe.
—¡Miren, hay un hombre detrás de esa roca! –gritó
uno de ellos. El otro lo iluminó con una lámpara y logró
ver las grandes branquias que tenía Adrián en la espalda. El
príncipe se sumergió sin que los pescadores pudieran hacer
nada para impedirlo.
—¡Era un tritón! Yo vi sus branquias en la espalda y
su cola cuando se sumergió –le contó el pescador a los de-
más cuando llegaron al pueblo. Los lugareños, se apiñaron
como uvas en racimos para escucharlos.
—¡Bah! Al parecer la enfermedad de Ámbar los
ha contagiado a ustedes también o quizás sea la dolencia
causada por demasiado vino que les ha marchitado el
juicio.
Ámbar había escuchado los gritos y estaba presente
con sobrada atención, pero su tía le dio un tirón en el bra-
zo, y le indicó que no debía de inquirir nada a estos viejos
pescadores: tenían la fama de ser bastantes tramposos. No
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—Es que quiero verla de nuevo –le respondió Adrián
como pensando en voz alta. Los pescadores se veían como
palillos a la distancia.
—¿Por qué?
—No sé… Curiosidad supongo… ¡Qué lástima!
Parece que volvió a su casa…Bueno, entonces volveré
mañana.
—Pero príncipe, arriesga su vida. Usted mismo lo ha
dicho, las criaturas sin cola no tienen piedad…
—No se preocupen vendré en la noche, así no me
verán –sus amigos trataron de convencerlo pero él, sin
hacer gran caso, sumergiéndose en las olas, se marchó.
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E n una de las habitaciones del castillo; la más her-
mosa de las sirenas, entonaba una alegre canción:
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me quiere y habiéndole expresado su complacencia en
la idea de que yo sea su esposa, no creo que se atreva a
contradecirlo... Es que yo soy tan buena, tan sacrifica-
da, tan dulce... –dijo la sirena, riendo a carcajadas.–
¡Que viejo tan estúpido! Él cree que de verdad siento
cariño por semejante vejestorio y que estoy enamorada
de su insoportable mocoso ¿Quien podría querer a un
rey tan pusilánime o enamorarse de su incipiente
hijo?… Pero eso ya lo sabes de memoria. Al menos, al
fin, después de todos estos años de soportarle y fingir
lograré mi propósito: ser la reina de los mares, y que
todas las criaturas marinas estén bajo mi mando. –el
brillo de sus ojos se tornó siniestro.– Tengo todo pla-
neado. Una vez sea princesa, el rey sufrirá un lamenta-
ble accidente que me hará reina; luego será muy fácil
deshacerme de mi esposo... Bajo mi mando nosotros
buscaremos justicia, les haremos la guerra a los huma-
nos, vengaremos a nuestras familias, y saldremos de este
maldito mundo a obscuras al que nos exiliaron… Solo
nosotros seremos los amos del planeta... –rió y rió como
si nunca lo hubiera hecho antes.
—¿Y si por rebeldía para con su padre él decide es-
coger a otra sirena que no seas tú, Loreley? –le señaló Jade.
—No, no creo… La verdad es que no lo había pen-
sado… Pero tienes razón, tienes mucha razón. La nece-
dad del príncipe puede llegar a esos extremos. Sí, es cier-
to… Debo asegurarme de que eso no suceda…No pensé
que tendría que recurrir a las artes. Pensaba que con el
favor del rey, mi belleza y dulzura sería más que suficien-
te... Pero he tenido que aguantar a esos dos idiotas por
demasiado tiempo para perderlo todo estando tan cer-
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—Es muy peligroso, su eficacia es temporal, y no podía
arriesgarme a que el rey de los mares no diera su consenti-
miento para casarnos.
—¿Y por qué no usarlo en el rey mismo? Para que él
se enamorara de ti.
—No seas tonta, Jade. No sabes que no hay cosa más
ridícula que un viejo haciendo pareja con una jovencita —
Loreley comenzó a mezclar los ingredientes en el gran cal-
dero que estaba en el centro de la habitación.
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ra. Ya me lo decía mi madre: ten cuidado con lo que deseas,
porque se puede hacer realidad…No sé si me entiendes. Si
lo haces, por favor búscalo y dile que nunca vuelva por
aquí. Yo por si las dudas seguiré vigilante.
— ¡Oye Ámbar! si tu delfín me rompe esas redes, lo
vamos a matar y a comérnoslo frito en el desayuno –le gritó
uno de los pescadores que había visto a Adrián, agitando el
puño en el aire. Al parecer, el oír los chillidos de Nereida le
hizo creer que se trataba del tritón. Ámbar agitó el brazo y
continúo conversando con Nereida.
—De ahora en adelante, debes avisarme cuando
vayas a entrar para abrirte paso por entre las redes, ¿de
acuerdo?
— ¡Ámbar! –su tía la llamaba.
—Será mejor que te vayas –y levantó la red. Nereida
pasó nadando por debajo. Ámbar se puso a hacer sus que-
haceres como de costumbre, pero procuraba echar de vez
en cuando un vistazo hacia el mar.
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E ra de noche otra vez. Una cabeza dorada surgió
de entre las olas.
Estaba solo. Adrián no quería arriesgar a sus amigos
por esta idea loca que se le había metido en la mente.
Como era ya tarde, todos los pescadores estaban en
sus casas y la playa estaba desierta. Solo se divisaban las lu-
ces dentro de las casitas, bordeando toda la costa, como
estrellas ensartadas en un hilo de oro.
Seguro está en su casa, pensó, y se acercó a la ensenada
de Ámbar, quizás podría ver algo desde ahí, pero cuando se
acercó nadando no se percató de la red que obstruía la en-
trada, quedó atrapado en ella y comenzó a luchar para
zafarse. La disputa contra la malla provocó estruendosos
chapoteos.
—Tía, debe ser Nereida que se enredó de nuevo en
la red.., ¿me deja ir a rescatarla, por favor?
—Sí, anda, ve antes de que esos tramposos vengan
por aquí.
Ámbar se calzó unas sandalias y se apresuró. Se su-
mergió rápidamente, regañando a su amiga.
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—Nereida te dije que me avisaras cuando fueras a
entrar… ¿Por que tú no… ¡Ay! –las palabras murieron en
sus labios. Sus ojos se clavaron en los de Adrián, recorrie-
ron la pálida piel de su pecho, se demoraron en sus dedos
membranosos y se detuvieron en su cola de pez… Se que-
dó petrificada.
Ella había soñado con un momento como éste toda
su vida. Pero una cosa es soñar y otra muy distinta ver tu
sueño convertirse en realidad a medio metro de ti. Tan cer-
ca estaba del príncipe, que podía sentir su agitada respira-
ción contra su rostro y su cola de pez, rozando sus piernas.
Adrián también estaba lívido.
El silencio entre los dos, duró lo que pareció ser un
siglo, hasta que se escucharon las voces de los pescadores
que se acercaban a ver qué habían atrapado en su tejido.
—¡Creo que lo tenemos al fin!
—Ya puedo sentir los ríos de monedas doradas co-
rriendo entre nuestros dedos. Algún circo nos entregará
una fortuna por el tritón… O tal vez un coleccionista quie-
ra una criatura rara para impresionar a los aristócratas. Es
costumbre entre los ricos preciarse de tener las cosas más
inauditas ante sus amigos.
Ámbar, recuperándose de su estupor trató de liberar
a Adrián pero no lo conseguía. Los pescadores se acerca-
ban cada vez más, entonces empujó la cabeza de Adrián
bajo el agua dejando solo parte de su cola al descubierto. Y
se paró frente a el.
—¡Ámbar! ¿Que haces aquí? ¿Ya tenemos a nues-
tro tritón? –le preguntó uno de ellos, iluminándola con
una lámpara cuando todavía se encontraban a unos po-
cos metros.
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—¿Ustedes los tritones tienen nombres? –dijo ner-
viosa.
—Sí.
—… Y bien ¿y cual es el tuyo?
—Adrián.
—Yo soy Ámbar.
—¿Una Sirena?
—No, sirena no, Ámbar.
—Me refería a la sirena que tienes colgada en tu cuello.
—¡Ah! Esto… Es un regalo de mi madre, ella lo hizo
para mí. Solía decirme mi sirenita de coral… Fue lo último
que me regaló –los ojos de Ámbar se tornaron vidriosos.
Terminó de desenredarlo y dio unos pasos hacia atrás para
que Adrián se fuera. Pero él no lo hizo.
—¿Lo último que te regaló? –Ámbar entrecerró los
ojos.
—Sí, mi madre murió cuando yo era una niña. Po-
cos meses después de darme esto.
—Entiendo, mi madre también murió cuando yo era
pequeño…
—¿Murió?… Yo pensaba que las sirenas vivían miles
de años.
—Es cierto, pero, mi madre murió en un accidente.
—Ah, qué triste... Yo lloré mucho a mi madre muer-
ta: por días y días. Pensé que me iba a morir de tanta pena.
—Entiendo, yo me sentí morir también, no lloré
como tú, porque no tenemos lágrimas, pero se puede llorar
con el corazón –Ámbar se quedó con los ojos muy abiertos,
mirando la pálida cara de Adrián.
—Es increíble lo diferente que pueden ser las fanta-
sías de la realidad… Yo siempre pensé que bajo el mar solo
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Pero sucedió que algunos marineros comenzaron a
culpar a cualquiera para no sufrir los castigos que les impo-
nían las leyes al naufragar sus embarcaciones y, como a
menudo sucedía, daba la casualidad de que alguna sirena
curiosa o caritativa, se acercaba al lugar del naufragio. Se
esparció la conveniente creencia de que las sirenas, con sus
dulces cantos, eran las que conducían a los marinos hacia
las rocas entre las cuales sus naves zozobraban y así poder
devorar su carne.
Tratamos de defendernos, pero nadie quiso creernos,
nadie.
Nuestros amigos humanos nos traicionaron y así como
a veces en el día más claro puede desatarse la más terrible
de las tormentas, una terrible cacería de sirenas, casi nos
barrió del planeta. Los pocos sobrevivientes a la matanza
renunciaron al sol. Fundaron un nuevo reino en un abis-
mo obscuro e hicieron el pacto de jamás volver a acercarse
a los humanos.
Ámbar casi se cae, los labios le temblaban, se mordió
un puño y empezó a derramar lágrimas.
—¡Dios mío! ¡Matamos a las sirenas! –Adrián se que-
do mirándola asombrado. La sostuvo para que no fuera a
caer dentro del agua.
—Disculpa si no te creí antes, tú no sabías. Debí ha-
berlo imaginado, después de todo la historia siempre la
cuentan los victoriosos. No creo que nadie en el castillo sepa
lo que se dice de los nuestros aquí en la superficie.
—¿Un castillo? –le dijo serenándose un poco.
—Sí, mi padre es el rey...
—¡Oh! ¿¡Eres un príncipe!?
—Sí.
La sirenita de coral
65
Se sumergió y enfiló rumbo directo al castillo, quiso
entrar sin que se dieran cuenta.
—Buenas noches, príncipe –Adrián se sobresaltó.
—¡Loreley! ¿Qué haces aquí?
—Es que quería hablar con usted, príncipe, acerca de
lo que le ha contado su padre... acerca de mis sentimientos.
—Loreley yo…
—Por favor, no. No diga nada, déjeme hablar pri-
mero. Es cierto que estoy muy enamorada de usted. No era
mi intención que lo supiera, si por mi fuera me hubiera
arrancado la lengua antes de confesar tan disparejo amor.
Pero su padre me preguntó y yo no se mentir –acariciaba
su flotante cabellera con sus dedos membranosos.– Lo que
más me duele es que usted ahora se vea en la necesidad de
casarse en contra de su voluntad por mi culpa. Quiero que
sepa que a pesar de mis sentimientos yo no quiero que me
tome por esposa, si no me ama. Lo que más me importa es
su felicidad y yo sé que un tritón tan maravilloso como us-
ted debe de desposar a una sirena igual de maravillosa… y
yo soy tan poca cosa. –Adrián colocó sus manos sobre los
hombros de la sirenita triste.
—Loreley, no hables así, yo creo que eres una sirena
increíble. Cómo quisiera poder amarte. Pero nadie, ni si-
quiera el rey de los mares tiene el poder de mandar en los
sentimientos y lamentablemente, yo no siento por tí, más
que el cariño que se puede sentir por una hermana –Lore-
ley bajó la cabeza.
—¿Qué hará entonces?…No debe casarse conmigo
así.
—Lo he pensado bien y el rey me dio esa orden, en
unos de esos momentos en los que yo me portaba indife-
La sirenita de coral
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—¿De verdad hijo? ¿Entonces te casarás con Loreley?
—No.
—¿Pero no me acabas de decir que entiendes?
—Espero que tú también entiendas mi posición. No
pienso casarme con Loreley. No estoy enamorado de ella y
nunca lo voy a estar. No puedes obligarme a ser infeliz y
hacerla desdichada a ella, por el resto de nuestras vidas. Yo
me casaré cuando sienta por alguien lo mismo que tú sen-
tías por mi madre. Es un deber para conmigo mismo; ade-
más de para con mi reino. –dijo con firmeza y se fue. El rey
solo acertó a pasar su mano por sus canosos cabellos y tam-
bién se retiró.
Adrián iba como siempre a explorar con sus amigos
pero antes decidió subir a la superficie, para ver si veía en
qué se entretenía Ámbar en el día; solo atinó a rascar su
cabeza cuando la vio. Estaba en la pequeña bahía con un
delfín al que parecía hablarle ¿Será posible que ella pudiera
entender el lenguaje de los peces?
En la noche saciaría su curiosidad.
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L legada la noche, Ámbar sentada en la roca, refres-
cándose los pies, esperaba por el príncipe Adrián. Este la saludó
con la mano desde afuera para indicarle que levantara la red.
No pasaba mucha luz. La luna decreciente se había
ocultado tras una nube, pero la luz de cientos de luciérna-
gas, como pequeñas estrellas, esparcía suficiente claridad
para distinguir las formas bajo su tenue brillo.
—Qué bueno es verte, quiero presentarte a una ami-
ga –Nereida se aproximó al príncipe.
—Mucho gusto en conocerte, príncipe Adrián, mi
nombre es Nereida.
—Mucho gusto Nereida –le contestó el príncipe.
—¿Puedes entender lo que ella dice?
—Sí, claro. ¿Tú no?
—No, los seres humanos no entendemos el lenguaje
de los peces.
—Pero yo vi como le hablabas esta mañana –Ámbar
sonríe.
—Nereida es mi confidente, yo le hablo y ella me
escucha pero nada más, no puedo entender su lenguaje...
La sirenita de coral
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Quisiera poder hacerlo pero... ¿Dijo usted que me vio esta
mañana? –le preguntó ladeando la cabeza.
—Sí.
—Pero se arriesgó mucho, los pescadores pudieron
haberle visto. ¿Por qué lo hizo?
—Yo... –los interrumpió el ruido de chapoteos en el
agua. Un pez estaba atrapado entre las redes. Rápidamente
el príncipe se aproximó a la entrada para descubrir de quién
se trataba.
—¿¡Lucas!? ¿¡Juan!? ¿¡Que hacen aquí!? –les pregun-
tó a sus amigos, liberándolos a la velocidad del rayo.
—Perdónanos príncipe, es que lo seguimos: Nos pre-
ocupa mucho su seguridad. Aquí, tan cerca de las criaturas
sin cola corre un peligro mayor del que pueda imaginar –le
contestó Lucas.
—Gracias amigos, pero no deben preocuparse: he to-
mado todas las precauciones para no verme en peligro, además
aquí hay alguien que podría causarles problemas –y les señaló a
Nereida quién, al verlos, se puso en actitud defensiva, mientras
que Lucas, asumió la actitud de ataque de los tiburones.
—No debes atacarla. Ella es amiga de Ámbar y esta
ensenada le pertenece. Además una pelea atraería a más
humanos.
—¿Qué sucede príncipe Adrián? ¿Por qué ese tibu-
rón quiere atacar a Nereida?
—¿No lo sabes? Los tiburones y los delfines son espe-
cies rivales, donde haya uno, no sobrevive el otro.
—¡Pero una pelea atraería la atención de los pesca-
dores!
—No te preocupes, les pedí a mis camaradas que se
comporten –Adrián se acercó para presentarle a sus ami-
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—No, nunca… solo el pensamiento de comerlos me
da asco. Soy vegetariana.
—¿De veras?
—De veras. Soy la única en toda la isla que no vive
de los regalos del mar… Yo comprendo que no es una deci-
sión que todos puedan tomar, pero hay algo dentro de mí
que me lo impide. –Adrián miraba entre incrédulo y fasci-
nado a Ámbar
¿Un solo individuo puede redimir a toda una especie?
—…No sé si pueda creer las razones que me das del
comportamiento humano.
—Entiendo si no puedes…–dijo rompiendo la del-
gada línea líquida de la ensenada con los dedos de los pies.
Adrián toca sus dedos.
—Pero estoy dispuesto a escucharte. Háblame de
ustedes, muéstrame que la humanidad no es una enferme-
dad para el planeta…Yo creeré en tus palabras… Y si, sus
actos buenos medidos en la balanza de la justicia se equipa-
ran o superan a los malos, entonces, quizás, haya esperanza
de que algún día nuestras especies pudieran volver a estar
unidas como en el pasado.
—No creo que sea yo la más adecuada para servir
de defensora de los humanos. No tengo experiencia en
la vida, ni me considero particularmente inteligente. No
sé más allá de lo que pasa en esta pequeña isla y dentro
de mi corazón.
—No creo que exista mejor muestra del valor de us-
tedes que esa… Mientras menos conocimientos posee el
testigo, más cercano a la verdad es el testimonio.
—Trataré de ser digna de la oportunidad que se me
ha dado –sonrió la joven.
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AMORES EXTRAÑOS
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L oreley intentó mil excusas, mil pretextos para con-
seguir el beso que necesitaba de Adrián, pero por el poco
tiempo que pasaba en el castillo, sobre todo de noche, no se
le daba la oportunidad perfecta. Loreley, al ver que su subs-
tancia mágica estaba casi agotada, así como que faltaban
pocos días para la tercera luna, sentía cómo sus planes peli-
graban. Un día, ya cansada, le dijo a Jade:
—Esta noche cuando el príncipe parta lo seguire-
mos. Veremos cuál es la razón de sus misteriosas salidas
nocturnas.
El príncipe, como todas las noches se escabulló para
ver a Ámbar.
En los primeros días, ella habría de levantar la red
para que él entrara, pero después de unas semanas sin señal
aparente del tritón, los pescadores habían desistido, pen-
sando que el tritón quizá solo pasó por allí una vez y que no
volvería jamás.
Ámbar, todos los días se ocupaba en hablarle al prín-
cipe de algún asunto humano y de la actitud de la gente.
Después de hacer sus deberes, visitaba a todo mundo y
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preguntaba acerca de muchas cosas. Al principio, la gente
pensaba que estaba en otra fase de su locura, pero su inteli-
gencia, la alegría, interés y su disposición para entender y
ayudar, poco a poco lograron que ella fuese no solo acepta-
da sino hasta bienvenida en lugares en los que pocos meses
atrás no hubieran dejado ni siquiera cruzar al frente.
Tanto así que cualquiera que todavía se atreviera a
burlarse de ella, se encontraba con el rechazo del resto de
la población.
A veces le llevaba al príncipe libros con imágenes del
mundo de más allá de los mares; continentes inmensos, lle-
nos de personas y animales que él nunca había visto, donde
los artilugios del hombre abundaban: relojes, máquinas, ca-
jitas, paraguas, cristales, carros… A veces, solo cantaba una
canción popular que todo el mundo supiera, otras veces eran
objetos que ella encontrara hermosos. Y por primera vez se
sentía dichosa de su condición humana. Todo lo bello que
habíamos creado hablaba de la capacidad de nuestra raza.
Hizo amigos y su vida era mucho mejor ahora que antes.
Casi ni recordaba a la solitaria Ámbar de otros días.
Adrián, a su vez, hacía lo mismo, llevándo perlas tan
grandes como cocos, conchas marinas donde cabía un niño
de siete años y algas de extraños colores que nadie conocía.
Una noche, mientras conversaban, otra vez los cha-
poteos los interrumpieron:
—¡Son Nereida y Lucas! ¡Deben estarse peleando! –
advirtió a Adrián. Éste se lanzó a separarlos.
—¿¡No les advertí que no se pelearan!? –reclamó su-
mamente molesto.
—No estamos peleando, bailamos –dijo Nereida rien-
do pícaramente. Adrián abrió los ojos muy grandes.
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—¿Y tú crees en eso?, ¿que el amor puede hacer que
dos especies tan diferentes, con tantos siglos de desgracias,
puedan estar juntas? –dijo descansando su mano en la ro-
dilla de Ámbar.
—Con todo el corazón. –respondió ella tocando la
mano del príncipe con la punta de sus dedos.
—Ámbar, me alegra tanto que digas eso... A mí...
—¡Ámbar!
—Es mi tía. Debo irme antes de que se le ocurra
venir aquí y te vea. –se incorporó para irse–. ¿Te veré
mañana?
— Claro.
—¿Terminarás lo que ibas a decir?
—No lo dudes.
—Hasta mañana.
Nereida y Lucas se despidieron.
—Hasta mañana mi amor.
—Hasta mañana querida. –el príncipe se sumergió
haciendo círculos en el agua con los brazos abiertos, dibu-
jando figurillas en la atmósfera acuosa, que para él se había
hecho aun menos densa.
—¡Estoy tan feliz! Yo la amo. Yo amo a Ámbar. La
quiero con todo el corazón. Y ahora gracias a tu demostra-
ción de valentía, Lucas, he podido reunir el valor para de-
círselo de una vez por todas ¿Y si ella me ama, también?
¿Podría el mundo ser más hermoso?
Y haciendo remolinos, se alejó nadando.
De la sombra de una peña se arrastró Loreley... Cla-
vando sus uñas en la áspera roca...
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A
ga sinfonía.
l día siguiente se escucha en el castillo una amar-
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—Nada…Tonterías mi rey…
—No mientas.
—Por favor, no me obligue a traicionar al tritón que
amo.
—Loreley, no me ocultes lo que sabes. No estarás trai-
cionando a mi hijo, lo estarás salvando de la mayor de las
desgracias, si lo que dices es verdad…
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Su voz de trueno hizo temblar a los elementos que se
habían desatado. Su hijo continuaba tomado de las manos
con Ámbar.
—¡Adrián! ¿¡Qué haces con esta humana!?
—¡Padre! ¿¡Cómo supiste!?
—Loreley casi muerta de tristeza tuvo que confesár-
melo. –Loreley, cabizbaja y con las manos hacia atrás lo
acompañaba.
—¿Acaso has perdido el juicio? ¿Has olvidado lo que
ellos nos hicieron?
—Es…Es que yo la amo, padre… Nos hemos equi-
vocado con los humanos. No todos son malos, algunos son
generosos y saben amar de verdad…
—Adrián, los humanos no saben lo que es el amor.
Para una sirena, para un tritón el amor es un sentimiento
verdadero, que nos empuja a hacer cualquier sacrificio. Para
los humanos, es un sentimiento egoísta y pasajero que solo
dura mientras sea conveniente: mientras permanezca la be-
lleza o el dinero, mientras se consiga el placer o las circuns-
tancias sean favorables. Para los humanos el amor es des-
echable –Ámbar juntando todo el valor que le fue posible,
le habla.
—Majestad, le juro que yo amo a su hijo con todas
mis fuerzas y que no hay nada en este mundo que yo no
haría por él... Pídame lo que quiera alteza, para probar que
amo a su hijo con el mismo amor que podría amarlo cual-
quier sirena.
—Tú no eres una sirena, nunca lo has sido y nunca
lo serás…–y con el tridente la señala–. Desde ahora, yo
como señor de los mares y amo de toda criatura que nada,
oscila y se arrastra en ellos, te ordeno que te alejes de mi
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XII
LA RESPUESTA
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Á mbar, durante los días siguientes, solo se senta-
ba en la ensenada a rebosarla con sus gotas de dolor; sus
nuevos amigos trataron de consolarla como pudieron, pero
todo era en vano.
Adrián, hundido en un rincón, sólo miraba hacia
arriba por las ventanas. Ni siquiera discutía con su padre,
ni lo miraba con resentimiento, solo había tristeza en sus
ojos.
Todos los tritones y sirenas trataron de animarlo con
juegos, charlas y canciones, pero era inútil. Era como si algo
hubiera muerto dentro de él.
Con todo, llegó el amanecer del día de la tercera
luna llena. En esta noche se suponía que Adrián debía
celebrar sus nupcias con Loreley, la elegida de su padre.
Pero con la situación de Adrián, el monarca, decidió con-
sultar a la tortuga más vieja del mundo antes de tomar
cualquier decisión.
—Me duele mucho ver a mi hijo así y sobre todo
sabiendo que el causante de esa herida soy yo. Pero, ¿qué
otra opción tenía? Esa humana lo iba a desgraciar el res-
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to de su vida y además él debe casarse con una sirena,
con Loreley, para bien tanto suyo como del reino. ¿Qué
debo hacer? ¿Debo casarlo con Loreley esta noche y es-
perar que el amor de ella logre hacerlo olvidar? ¿Debo
olvidar la boda y dejarlo que se pase los milenios solo y
que con él muera nuestra estirpe? ¿O debería dejar que
se una a esta humana y que traten de vivir juntos como
puedan o hasta que ella se harte de él como seguro lo
hará y lo deje roto y descorazonado? –la tortuga lo miró
con sus arrugados ojos.
—Majestad, es cierto que debe pensar en lo mejor
para el reino y para el príncipe pero, ¿cree usted que un
rey con el corazón roto podría bien servir a un pueblo?
En las condiciones en que está el príncipe y que estará
toda la vida, si usted le quita la ilusión de la mujer que
ama, solo logrará un rey amargado que endurecerá su
corazón y hará infeliz a todos bajo sus cuidados, incluyen-
do a Loreley.
—Pero entonces ¿qué puedo hacer?
—Veamos ¿usted necesita a un príncipe que se case y
llegue a ser rey?
—Sí, claro.
—Y ese es el deber de Adrián por ser su único hijo,
¿verdad?
—Eso ya lo sé –dijo cruzando los brazos.
—¿Pero si Loreley fuera su hija, él no tendría que
casarse y así podría ir con la humana?
— Sí, pero ese es exactamente el problema: ella no es
mi hija, que más quisiera yo que lo fuera.
—¿Y si usted la adoptara oficialmente como su hija y
la nombrara su sucesora?
La sirenita de coral
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—¿Qué preparás esta vez? –le preguntó su insepara-
ble complice Jade.
—Una pequeña trampa para el príncipe, usaré la más
poderosa de las pociones… Nuestro débil rey no tendrá
corazón para obligar al príncipe a casarse conmigo, pero
con este brebaje… Verás como nos casaremos en unas cua-
nas horas y nadie podrá detenerme –y continúo mezclan-
do sus curiosos ingredientes en el gran caldero.
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L a madrugada acababa de caer como el telón de
un teatro. Un gallo anunciaba la pronta salida del sol.
Ámbar, más triste que nunca, miraba su reflejo en la
ensenada. Recordando que hoy salía la luna llena y que es el
día en que su amado se desposará, con esa sirena que sólo vio
por unos momentos. Cabalgaban estos pensamientos tristes
pensamientos, en su obscura cabeza, cuando he aquí que el
rey de los mares surgió de entre un remolino de luz y agua,
como lo hiciera aquella vez. Ámbar, muerta de miedo, se
arrodilló.
—No temas Ámbar, escúchame. Me he dado cuen-
ta de lo mucho que mi hijo te ama. Desde que lo llevé a la
fuerza al abismo no ha tenido sosiego. La vida tan placente-
ra que antes tenía, desapareció y ha dado lugar a una amar-
gura tal que ha conmovido mi corazón de padre y he deci-
do aliviar su pena con tu presencia. Si tú lo amas y lo extra-
ñas, como él a ti, entonces deben estar juntos –los ojos de
Ámbar estallaron en lágrimas.
—Sí majestad, yo lo amo y lo extraño tanto.
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—Este pequeño frasco contiene el elemento que hará
el milagro. Te convertirás en una sirena para que puedan
compartir juntos una vida que durará milenios. –le entre-
gó el frasco en sus manos. Era una sustancia extraña, de un
brillo azuloso, como los rayos de la luna.
—Debo despedirme de mi familia y mis amigos.
—No, no hay tiempo. La vida humana que tenías, ha
terminado. Para ser sirena, debes sentirte como una y si no
puedes dejar todo atrás sin dudarlo, entonces tu amor no
es lo suficientemente grande y no mereces a mi hijo –Ám-
bar vaciló un microsegundo.
—¡Lo haré! –dijo decidida. Le dio un último vistazo
a su casa. Por la ventana, se podía ver a su primo y a su tía
poniendo la mesa para desayunar. Se tomó la fórmula de
un solo trago. Al beberla, sintió el líquido quemar su gar-
ganta como si fuera una brasa y al tocar las paredes de su
estómago, se esparció por todo su cuerpo, tornándolo frío
como hielo. La respiración, le comenzó a fallar y sus debili-
tadas piernas se doblaron como si el peso de su cuerpo se
hubiese triplicado en segundos.
Antes del final, ante ella, el rey del mar sufrió una
horrible metamorfosis.
—¡Tú! –exclamó espantada y con su último aliento
pronunció un nombre– Adrián...–y sus ojos se cerraron en
negro abismo.
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E l príncipe se encontraba en su habitación, des-
vanecido del mundo, pensando en Ámbar como lo hacía
siempre. Tocaron a su puerta, pero quién fuera, no esperó
a que le avisaran que se podía entrar.
—¡Vete! ¡No quiero hablar contigo! –le gritó Adrián
a Loreley tan pronto como sus cabellos turquesas se asoma-
ron por el umbral. Ella hizo como si no lo oyera y cerró la
concha tras de sí.
—Príncipe Adrián, vengo a informarle de algo de
sumo interés para usted –le dijo con una sonrisita per-
versa.
—No me interesa en absoluto nada que venga de ti,
Loreley.
—Estoy segura que esto le interesará –y abriendo su
mano le mostró una sirenita de coral.
Adrián, abrió los ojos. Su color cambió, sus labios
temblaron.
—¿¡Qué le hiciste!?
—Venga conmigo y le mostraré –lo llevó a la peque-
ña colina donde él solía observar la luna. Allí el cuerpo de
Ámbar yacía como dormida.
La sirenita de coral
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—¡Está muerta!... ¡La mataste! –le gritó. Se acercó a ella.
—No, no ha muerto. Está bajo una poción muy pode-
rosa que la hace parecer así, pero si no se le suministra el antí-
doto antes de que la luna llena ilumine completamente su cuer-
po, entonces ella morirá. –Adrián frunció el ceño.
—¿Cuál es tu precio, Loreley?
—Matrimonio… Cásate conmigo y tu amada vivirá,
niégate y pasarás todos los milenios solo, sabiendo que la
dejaste morir.
—Esta bien Loreley. Me casaré contigo, dame el an-
tídoto.
—¿Crees que soy tan estúpida como tu padre y tú?...
Primero nos casaremos. Hoy mismo, antes de que la luna se
alce en lo alto y luego te devolveré a tu humana viva.
—Pero Loreley, todos van a sospechar si ven que nues-
tra boda se arma de un momento a otro y quizás no llegue-
mos a tiempo para salvar a Ámbar… Yo te doy mi palabra
de príncipe de que…
—Ya bastantes palabras falsas he dicho en mi vida
como para saber que las palabras son tan sólidas como la
espuma de mar. Primero nos casamos y luego yo te doy lo
que necesitas; y en cuanto a que sospechen, eso no tiene la
menor importancia, ahora lo que cuenta es que nos case-
mos al punto. Y por supuesto, ni una palabra de esto a
nadie. Mucho menos a tu estúpido padre. No creas que él
tiene poder para despertar a la humana: la poción de los
deseos, solo puede ser manipulada por la magia más pode-
rosa. Sin mí, ella estará perdida.
—Esta bien Loreley, en tus manos estoy, haré lo que
sea necesario para salvarle la vida a mi amada Ámbar –y
dirigiéndose a su inerte amada tomó su mano.
La sirenita de coral
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—Mientras más rápido mejor, esta misma noche y
en cuanto a todas esas formalidades a mí no me interesan y
sé que a Loreley tampoco; lo que a ella le importa es ser mi
esposa lo antes posible.
—Sí majestad. Usted sabe que cuando se ama no se
desea esperar, lo único importante en una ceremonia son
los novios y la persona que la lleve a cabo. Todo lo demás es
solo vanidad. –le dijo Loreley. El rey asiente, frunciendo el
entrecejo un poco.
—…los jóvenes tienden a ser impulsivos, si así lo de-
sean oficiaremos la ceremonia en unas cuantas horas con to-
dos los asistentes que podamos conseguir en ese breve lapso.
—No se preocupe, todo será como siempre lo soñé
–le afirmó Loreley y junto con Adrián se marchó.
Al principio, el rey se sentía muy satisfecho, pero en
su habitación su corazón de padre le hizo sospechar, que
había corrientes engañosas bajo esas aguas.
El mensajero entró.
—Entiendo. –el mensajero se marchó. El rey, per-
turbado decidió conversar una vez más con su amiga La
tortuga. Cuando llegó ella, de inmediato notó su humor.
—¿Se siente mal, majestad? ¿Desea algo?
—No, estoy bien, gracias… Estuve meditando acer-
ca de esta boda al vapor y hay algo que no me gusta. Todo
es tan apresurado, de Adrián no me extraña, él siempre fue
así, impulsivo, pero ¿!Loreley!? ¿Haciendo su propia boda
sin pensar en los protocolos, los detalles, las formalidades?
Cuando un simple banquete es toda una odisea para ella.
Aquí hay calamar encerrado.
—Tiene mucha razón. Loreley siempre ha sido muy
detallista con todo. Le aconsejo que hable con el príncipe
La sirenita de coral
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tengo a ella y por tu constante negación de los deberes reales.
Pero te juro por lo más sagrado que,. llegada la hora, no te
hubiera obligado a hacer nada en contra de tu voluntad; y
en cuanto a lo que pasó con la humana cometí el mismo
error de nuevo, pero justo antes de que vinieras a mí, estaba
a punto de liberarte para que te reunieras con ella. Tu viejo
padre te ama y nunca haría nada en este mundo que no
fuera por tu propio bien. Todos los padres queremos lo me-
jor para nuestros hijos, pero hasta por amor se comenten
errores –Adrián recostó la cabeza en el pecho de su padre.
—Lo sé padre… lo sé.
—Entonces vamos a evitar que cometas este dispara-
te de casarte con Loreley –Adrián se descontroló.
—¡No! ¡Padre no! Debo casarme con Loreley. Tengo
que... es cuestión de vida o muerte…
—¡Hijo! ¿Pero qué es lo que pasa?
—No puedo decirte nada, pero tienes que dejarme
casar con ella esta misma noche… Es la única manera –el
rey le acarició la cabeza.
—Cálmate, hijo. Todo va a estar bien. –lo abrazó y
enfiló rumbo hacia a la alcoba de Loreley. Dentro, Loreley
junto con Jade y su arrogante actitud, se preparaba para el
día más feliz de su vida.
—Loreley ¿puedo pasar? –ésta, asumió su hipócrita
actitud de siempre.
—Sí, pase majestad… ¿Sucede algo? –dijo cantarina.
—Loreley, sucede que, después de meditarlo mucho
he considerado que lo más prudente es posponer esta boda
de hoy en la noche hasta que tengamos todo listo para que
se realice, de acuerdo a nuestras costumbres de principio a
fin –Loreley palideció.
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—Ya lo sé, imbécil…Es por eso que te trasformaré a
ti en el rey.
—¡¿Qué!?
—Tú serás quien oficie mi ceremonia. Nadie se dará
cuenta y todos me tendrán por esposa de Adrián. Lo pri-
mero que harás es decirles a todos que sigan con los pre-
parativos a toda marcha. Diles que cambiaste de opinión
y que quieres que la boda se organice lo más pronto posi-
ble, que es de muy mal gusto mantener separados a los
jóvenes enamorados. Te quedarás callada el mayor tiempo
posible para evitar errores y luego que santifiques mi ce-
remonia, te marchas.
—¿Y qué crees que hará el rey conmigo cuando me
vea suplantándolo?
—Él no te verá, idiota. Tengo otra pócima que voy a
usar en él. Es un fuerte somnífero que lo dejará fuera del
camino por días, tiempo suficiente para deshacerme de su
hijo, y formar mi ejército… ¡Soy tan lista!
—¿Estás segura que esa formula servirá para él?
Después de todo él es el rey de los mares; su cuerpo es
por ende más resistente a las pociones mágicas que el de
cualquiera.
—Ya me adelanté a los acontecimientos. Usaré el tri-
ple de los ingredientes. Tendrá suficiente como para dor-
mir a treinta ballenas azules; ni siquiera un rey puede ser
inmune a semejante poder.
Loreley la obligó a beber del milagroso líquido azul,
pronunciando unas palabras en una antigua lengua y trans-
formó a Jade en la viva imagen del monarca. La cubrió con
una abundante capa y se escurrieron ambos hasta las alco-
bas del rey. Ella lo dejó afuera y con una bandeja en mano
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XV
LA BODA
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P asadas unas horas el rey se encontró con Lore-
ley en su habitación.
—¿Está todo listo para la boda?
—Sí, como me lo ordenaste...Tu plan fue magnífico
en verdad. La forma en como engañaste al rey y obligaste al
príncipe a casarse contigo, es algo que solo pudo haber he-
cho un ser de una inteligencia superior –Loreley sonrió.
—Sí, por supuesto que soy superior a todos ellos.
Por eso, todo será fácil desde ahora. En cuanto ascienda al
trono veré la manera de desaparecer a esos dos necios…–
y rió de nuevo–. Vamos, en cuanto la luna se alce en lo
alto, Adrián sabrá que la humana está muerta y no se
casará conmigo…
—Sí en verdad fue una maravillosa idea para coac-
cionar a Adrián –Loreley se relamió los labios recordando
sus acciones.
—Todavía puedo ver la expresión de la humana cuan-
do me transformé frente a sus ojos; casi se podía escuchar el
ruido de su corazón rompiéndose a medida que se desplo-
maba. La muy idiota, sacrificó todo para estar con Adrián...
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Ni siquiera pudo despedirse de su familia y tenía tantas ilu-
siones en ser una sirena… ¡Qué tonta! Pero supongo que
solo una mujer tan estúpida podría amar a un imbécil como
Adrián…Qué lo espere en la otra vida, mi gran misericor-
dia lo enviará allá lo antes posible.
—…Ella lo amaba en verdad, sacrificó todo por él.
—Claro que lo amaba. Su amor estaba por todas
partes. Se veía en sus ojos, en su piel, en el tono de su voz.
Solo la cólera ciega del rey, con un pequeño incentivo de
mi parte, era incapaz de notarlo... Quizás le cuente, antes
de matarlo, que él fue el culpable de separar a su hijo del
amor de su vida… –se rió aún más y se colocó en la cabeza
una medusa cabeza de león. Sus tentáculos, como tejidos
por hilos de seda, flotaban por metros y metros desde su
cabeza. Giró sobre sí misma y le preguntó al rey:
—¿Cómo me veo?
—Te ves muy hermosa –ella levantó una ceja.
—Vaya, esa poción es realmente efectiva. Si no fuera
porque sé quién eres, creería que eres en verdad el rey de
los mares... Tanto mejor, así nadie sospechará nada.
Y muy alegre se marchó. El rey la siguió y se separó
de ella justo antes de entrar, para llegar antes a su lugar al
frente.
El salón estaba cubierto de anémonas que trataban
de alegrar esta triste ceremonia.
El rey vio como Loreley y Adrián desfilaron juntos,
rodeados por los tritones y sirenas del castillo y por los po-
cos crustáceos que lograron reunir.
El monarca les colocó a ambos una corona de con-
chas marinas sobre sus cabezas y sus colas fueron enlazadas
por la sirena más vieja de todas, con una sarta de perlas
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propósitos. Maldito el día en que te amé, maldito mil veces
el día en que te quise como a mi hija…Y pensar que estabas
tan cerca. Si hubieras tenido un poco de paciencia te hu-
biera hecho hija mía mediante un decreto real y te hubiera
nombrado mi sucesora sin necesidad de desposar a mi hijo.
—¡¿Qué?! –solo atinó a decir la malvada sirenita.
—Casi morí de pena al oír a tu cómplice confesar tus
intrigas. Yo no creía, no quería creer, que nos engañaras
por tanto tiempo. Por eso fingí que era el rey falso, creado
con tu brujería. Porque quería ver con mis propios ojos, oír
con mis oídos, tus infamias…
Loreley casi enloquecida terminó de desenmascarar
su maldad. Había fingido por tanto tiempo, que su imagen
verdadera era espantosa ante los ojos de todos, sus ojos pa-
recían dos agujeros negros, sus cabellos turquesas se mo-
vían como serpientes y su rostro límpido se mostraba obs-
curecido. Se reveló, vomitando su amargura para con
Adrián.
—¡Todo esto es tu culpa! ¡Maldito Adrián! Si te hu-
bieras enamorado de mí. Si hubieras caído en mi hechizo
nada de esto hubiera pasado. Tendría mi corona y mi reino
bajo mi cola, pero por el amor a esa humana todos mis
planes se arruinaron, pero no será ruina mía tan solo. Tú
también perderás lo que más amas, así como lo he perdido
yo... –y sin que nadie pudiera detenerla, escapó a todo nado.
Adrián, cual saeta, la persiguió. Pero la ágil sirena del
mal, conocía mejor el camino y entró por el pasadizo secre-
to que llevaba a su alcoba de hechizos y terror. Allí, el prín-
cipe logró alcanzarla. La tomó del brazo. Pero ella ya había
logrado echar mano de un frasquito, no mayor que un puño,
con un liquido rojizo dentro de él. Cuando tenía la cara de
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LA METAMORFOSIS
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E l príncipe Adrián nadó desesperado hacia don-
de yacía Ámbar.
La luna la iluminaba toda. Al parecer, ya estaba muer-
ta durante la ceremonia. No había nada que él pudiera haber
hecho para salvarla, ni siquiera casándose con Loreley.
El rey junto a los demás tritones y sirenas observa-
ron la devastadora escena y bajaron sus cabezas en señal
de respeto.
—Ámbar, mi amor. Eres lo mejor que me ha pasa-
do en la vida, yo creía tener todas las respuestas, que todo
en mi vida era perfecto hasta que llegaste tú. Me enseñas-
te que los humanos también pueden ser criaturas buenas
y amorosas. Pero sobre todo me hiciste sentir el amor ver-
dadero... Yo quería mostrarte mi mundo, te hubiera en-
cantado... Sé que tomaste esa poción por mi causa, por-
que querías ser una sirena para estar conmigo. Sé que
siempre en tu corazón, has sido una sirena –tomó la sire-
nita de coral y la puso entre sus manos e inclinando su
cabeza le otorgó el beso que siempre quiso darle en vida y
que nunca pudo.
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Se inclinó y los demás presentes lo imitaron para hon-
rar su cuerpo.
De los labios de Ámbar brotó una chispa de luz
que se extendió como una mancha de tinta por todo su
cuerpo. Comenzó a levitar en un poderoso brillo. Adrián
observó con los ojos bien abiertos esta masa luminosa que
se había apropiado del cuerpo de Ámbar. En un mo-
mento, la luz comenzó a crecer y a crecer tanto que esta-
lló, cegándolos a todos. Cuando Adrián recuperó la vi-
sión, un milagro se abría ante sus ojos. Ámbar flotaba
frente a él. Abrió los ojos, lo miró un momento, susu-
rró.
—¿Adrián?
¡ESTABA VIVA! ¡VIVA! Mejor que viva, tenía una
hermosa cola rosa en vez de sus piernas y sus dedos tenían
ahora una membrana que los unía.
¡Ámbar, se había convertido en sirena!
Adrián, alegre, confundido, tembloroso, espantado,
se aproximó. ¿Era ella? ¿Una visión? ¿Una trampa de la luna?
—¿Ámbar, eres tú? –al verla de cerca pudo recono-
cer en su ojos a la dulce Ámbar que conocía y amaba. Se
abalanzó sobre ella, abrazándola. Ella, sin estar muy segura
de lo que sucedía, respondió al abrazo instintivamente.
—Adrián, mi amor. Tuve una pesadilla terrible. El
rey de los mares me prometió convertirme en una sirena
para estar contigo, pero me dio un frasco con aquel breba-
je que me tomé... Sentí que iba a morir sin volverte a ver y
se transformó en ella... Fue horrible, creí que no te volvería
a ver... no sabes lo aterrada que estaba –y lo apretó más
fuerte aún, acercó más su cuerpo y al querer dar un paso
sintió que sus piernas no eran dos e independientes sino
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Adrián y Ámbar se miraron y se abrazaron. Ella notó
algo en su mano, su sirenita de coral. Adrián entonces la
tomó y la colgó en su cuello y le dio otro beso.
El rey se acercó a Ámbar un tanto temeroso. Ámbar,
también se acercó temblorosa hacia al rey: el uno a la otra
trataban de saludarse de mano. Pero el rey decidió abrazar-
la de una buena vez y Ámbar le correspondió con el mismo
entusiasmo dándole un beso en la mejilla. Las demás sire-
nas y tritones siguieron el ejemplo del rey y le dieron la
bienvenida a Ámbar, la abrazaron y la recibieron como a
una nueva hermana sirena.
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H oras más tarde, Ámbar se acercaba nadando a
la costa de la isla. Había desaparecido en la noche y era casi
de madrugada. Su tía, lámpara en mano la buscaba junto a
su primo, temían lo peor. De repente, Ámbar se acercó
por la ensenada.
—¡Ámbar! ¿Sabes que hora es? Estábamos muertos
de preocupación. Ven inmediatamente.
—No puedo tía, perdóneme.
—¿Cómo que no puedes? Ven ahora mismo o yo…–
y acercándose un poco más, Ámbar levantó sus manos, le
mostró sus dedos y sacó su cola del agua. Su tía ahogó un
grito, la miró con ojos horrorizados, por un buen rato. Pero
luego que observó la felicidad en su rostro, se calmó. Su
hijo se acercó al ver a su madre mirando con tanta atención
hacia la ensenada y casi se le cayó la mandíbula al ver a su
atolondrada prima convertida en una mítica criatura.
—Tía, vengo a despedirme. Ahora que soy una si-
rena viviré bajo el mar. No será fácil adaptarme, pero
voy a estar bien porque estaré con alguien que me ama y
a quien yo amo más que a nada en este mundo –Adrián
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surgió de entre el agua y le hizo una reverencia a la tía y
a su primo–. Sus hermanos y hermanas y hasta el rey me
han recibido con los brazos abiertos… ¿Puedes perdo-
narme tía?... ¿Puedes perdonarme, por dejarte?
—No hay nada que perdonar, hija. Yo no soy tu ma-
dre, pero como ella, quiero solo tú felicidad y puedo ver
que ya la encontraste –rió un poco, mirando a Adrián–.
Tenías razón después de todo. Solo cuídate mucho y sé fe-
liz, si alguien se lo merece eres tú. Si alguna vez pensaste
que era todo inútil y que lo mejor era olvidar tus ideales y
seguir la corriente en que navegaban todos, ahora ya sabes
que valió la pena. Solo cumplen sus sueños aquellos que se
atreven a ser diferentes: Quien es distinto, quien se destaca
entre la multitud siempre se convierte en alguien extraor-
dinario. Los deseos sí se realizan. –y pasando su mano por
los cabellos de su enmudecido hijo continuó.– La gente
pasa, los amigos se apartan, los grupos se dispersan, uno se
muda, la gente se olvida, pero un gran sueño va contigo
donde quiera que vayas. Una vez alguien muy sabio me
dijo: “Los sueños no se dan en vano”.
Ámbar, dirigiéndole una sonrisa a su tía, se acercó y
la abrazó para despedirse y le acarició la cabeza a su primo,
Adrián tambien se despidió. Se alejaron nadando, Ámbar
agitaba la mano.
—¡No los olvidaré! Cuéntele lo que pasó a mis ami-
gos. Dígales que algún día cuando los humanos estén listos
las sirenas volverán y todos estaremos juntos como antes…
Esta vez para siempre. Los amo mucho. Sean felices –ya en
alta mar miró que la luna, se desvanecia en el horizonte,
junto a Adrián.
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COLECCIÓN SANTUARIO
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26-Ingeniería del verso, Simeón Arredondo
27-Ciudad de lodo, Amado Alexis Chalas
28-Pedro Mir. Poemas escogidos, Hugo Fernando Mir Ramírez
29-La muerte está de luto, Herman Mella Chavier
30-Maura, Osiris Madera
31-Burócratas del polvo y A ras de tierra, Isael Pérez
32-Amy la cantante y otros relatos sobre mujeres, Luis R. Santos
33-El zorongo azul, Justiniano Estévez Aristy
34-Las lágrimas de mi papá, Miguel Solano
35-Vuelta al cantar de los cantares, Tomás Castro Burdiez
36-Rosa íntima, Rosa Silverio
37-Retrato de dinosaurios en la Era de Trujillo, Diógenes Valdez
38-Juventud sin verdes prados, Enriquillo Evangelista
39-El viejo y el mar, Ernest Hemingway
40-Novelas completas, Freddy Gatón Arce
41-Los retornos del Jefe, Marcio Veloz Maggiolo y Bismar Galán
42-La Ilíada, Homero
43-La Odisea, Homero
44-Serenata, Manuel Salvador Gautier
45-El asesino de las lluvias, Manuel Salvador Gautier
46-Entre dos silencios, Hilma Contreras
47-Secretos de la argumentación jurídica, Alejandro Arvelo
48-El Lazarillo de Tormes, Anónimo
49-La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca
50-María, Jorge Isaacs
51-El coleccionista, Fari Rosario
52-Los ángeles de hueso, Marcio Veloz Maggiolo
53-Uña y carne, Marcio Veloz Maggiolo
54-Un árbol para esconder mariposas, Manuel Salvador Gautier
55-Bolo 15, Osiris Madera
56-El compromiso, Blanca Kais Barina
57-La cabaña del Tío Tom, Harriet Becheer Stowe
58-Marianela, Benito Pérez Galdós
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COLECCIÓN SANTUARIO INFANTIL
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