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La sirenita de coral

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Ana Brígida Gómez
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La sirenita de coral

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Ana Brígida Gómez
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Ana Brígida Gómez

La sirenita de coral
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Premio Nacional de Literatura Infanto-Juvenil
Aurora Tavarez Belliard, 2008

La sirenita de coral
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Título: La sirenita de coral

Autora: Ana Brígida Gómez

Diseño general: Editorial SANTUARIO


Ave. Pedro Henríquez Ureña No. 134,
La Esperilla, Santo Domingo, Rep. Dom.
E–mail: editorialsantuario@yahoo.com
Tels.: 809 412–2447; 809 637–1918

Primera edición de la autora: 2008


Primera edición de Editorial SANTUARIO: 2009

ISBN: 978-9945-460-33-9

Impresión: Impresora Soto Castillo, S.A.,

Impreso en República Dominicana.


Printed in Dominican Republic.

Ana Brígida Gómez


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Índice

I. Atlántida ................................................................... 11
II. El sueño de Ámbar ................................................. 17
III. El amor de una sirena............................................ 23
IV. De padre a hijo ..................................................... 29
V. Como gusano en el anzuelo ................................ 37
VI. Las criaturas sin cola ........................................... 43
VII. El sueño de Loreley ............................................ 49
VIII. Encuentro cercano ............................................ 57
IX. Hechizo de luna ................................................... 69
X. Amores extraños ................................................... 77
XI. El rey de los mares ............................................... 83
XII. La respuesta.......................................................... 91
XIII. Sacrificio de amor .............................................. 97
XIV. El pacto............................................................. 101
XV. La boda ............................................................... 113
XVI. La metamorfosis............................................... 121
XVII. Algún día las sirenas volverán ....................... 127
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to Jonathan
thank you for being my prince

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I
ATLÁNTIDA

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—¡T e dije que no te acercaras demasiado!– Le
comentó al tiburón, el pez adherido a su dorso.
—Lo sé.
—Eres demasiado curioso.
—No pude contener mis deseos de acercarme. Tú
sabes que los chapoteos del agua, son como descargas eléc-
tricas para mí… –dijo el tiburón oscilando su gran cabeza
de lado a lado como el péndulo de un reloj.
A su alrededor, todo se obscurecía a medida que
se sumergía, como si fuera una roca, que caía desde un
precipicio.
—Sí, pero ahora el príncipe se molestará, si se entera
donde estuvimos.
—No te preocupes, él no se enterará nunca. Llegare-
mos sin ser vistos y parecerá que hemos estado en la fiesta
todo el tiempo –le contestó, mientras seguían hundiéndose
en la obscuridad.
Llegaron a lo más profundo, a un castillo iluminado
por un ejército de peces brillantes que giraban en torno a sí
mismos, como un sol bajo el mar.

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El palacio tenía la forma de una caracola de tres pi-
cos, ventanas circulares y una concha gigante. A través de
ella se llegaba a un gran anfiteatro donde se desarrollaba la
celebración.
Las mesas estaban repletas de algas de todas formas,
tamaños y colores, pero sobre todo de mucho plancton;
bocadillos, pasteles, rollos, bolas… un festín de mar.
La música era interpretada por esturiones, almejas,
peces flauta y rayas. Al compás de la misma, los peces fosfo-
rescentes formaban pirámides; rosas y círculos concéntri-
cos para divertir a la audiencia.
El tiburón y su amigo trataron de escabullirse.
—¿¡Por qué llegan a estas horas!?… ¿!Juan…Lucas!?
Los sorprendió un joven tritón de cabello rubio y
ojos celestes; con unas transparentes membranas entre los
dedos y una cola roja que agitaba como si fuera un látigo.
—Lo sentimos, Príncipe Adrián… es que… es que…
Una ballena jorobada, la más grande que he visto, se nos
atravesó en el camino y… tuvimos que esperar mucho tiem-
po a que se moviera para poder pasar. –mintió el tiburón.
El tritón cruzó los brazos.
—¿Con que una ballena… eh? ¿Y que son entonces
estas hojas que tienes en la aleta, Lucas? –y de la aleta del
tiburón; arrancó una cadena de hojas verdes, que para su
mala suerte se había enredado en su lomo.
—¡Volvieron a la isla! ¿¡Verdad!? –les dijo bajando la
voz para no alarmar a los demás. –¿No les he advertido mi-
les de veces que no vayan allá? La isla de las criaturas sin
cola es muy peligrosa. Esos monstruos destructivos, no ten-
drán piedad para con ustedes: Les cortarán la cabeza, des-
tazarán sus cuerpos y los devorarán como hacen con todos

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los pescados. ¿Es así como quieren terminar sus vidas? ¿En
la mesa de una criatura sin cola? –decía con el seño frunci-
do y con todo su cuerpo temblando, parecía que el agua a
su alrededor podía hervir.– ¿Acaso olvidaron lo que nos
hicieron…? – repitió con los ojos enrojecidos.
—Estoy seguro, de que no hay nada en el mundo de
las criaturas sin cola que valga la pena tal riesgo –terminó
el príncipe y se integraron al baile…

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II
EL SUEÑO
DE ÁMBAR

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A llá en lo obscuro y profundo del mar
Existe un castillo, hecho de nácar
Ahí viven las sirenas y los tritones
Danzan siempre al ritmo
De sus canciones.
Es un reino eterno, de felicidad
Porque las sirenas no pueden llorar
Quisiera ser sirena y poder nadar
Y así nunca, volver a llorar…

En una pequeña ensenada, una joven de obscuros


cabellos y almendrados ojos derramaba silenciosas lágrimas
entonando una canción. Sentada, refrescaba sus pies de
azúcar morena en las olas.
El lugar era solo una pequeña depresión en forma de
media luna, de un lado un sauce se inclinaba, provocando
una sensación de cúpula.
—¡Ámbar! ¡Deja de cantar esas estúpidas canciones!
–le gritó la voz de un muchacho.
—¡Ven a ayudarnos! –le secundó una voz de mujer.
—Sí tía, ya voy –dijo Ámbar e inclinando la cabeza
susurró: “Espérame, no tardo”.

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A unos treinta pasos había una casita de madera, en
su interior una mesa, cuatro sillas y tres camas. En un rin-
cón se apilaban varias redes y anzuelos. Al otro lado cerca
de un pequeño hornillo y unas sartenes con las marcas de la
comida recién servida y devorada, esperaban ser lavados.
—Sí tía, dígame.
—Ámbar ¿Por qué te encanta perder el tiempo?
¿Cuántas veces te he dicho que no existen las sirenas? Esas
criaturas son solo producto de la imaginación de marinos
borrachos que vieron a algún pez que no conocían y se in-
ventaron esos cuentos para niños –le dijo su tía poniendo
sus manos en la cintura–. En el fondo del océano solo hay
algas y peces. Creer en esas historias no va a poner comida
en tu boca ni un techo sobre tu cabeza.
— Ámbar esta loca… Ámbar esta loca –cantó el
muchacho mientras le hacía muecas. Tendría unos trece
años, Ámbar rondaba los veinte pero él era tan robusto que
parecía ser mayor que ella.
—¡No estoy loca! –le gritó–. No tiene nada de malo
que yo quiera soñar un poco. Soñando es como tenemos la
primera imagen de las posibilidades que existen... –le dijo
Ámbar mientras miraba a su primo firmemente.
—Ámbar, hemos tenido esta discusión miles de ve-
ces: una cosa es usar la mente para idear algo que se puede
hacer con las manos y otra muy distinta, son esas fantasías
de esos seres que, supuestamente, comparten el planeta con
nosotros, pero que nadie jamás ha visto –dijo su tía cerrán-
dose los ojos con la mano.
—¿Por qué no habría de ser posible que existan las
sirenas y los tritones? El mar así como es de infinito lo es de
misterioso.

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—¿Y dónde están las sirenas, eh? Muéstrame una
–Ámbar se encogió de hombros.
—La ausencia de evidencia no es evidencia de au-
sencia.
—Pero la explicación más sencilla debe ser la correc-
ta. Lo demás es solo imaginación –le contestó su tía, lleván-
dose el dedo a la frente con una sonrisa.
—Todo lo que puede imaginarse de alguna manera
es posible. Los sueños no se dan en vano –le contestó Ám-
bar llevándose la mano al cuello, para acariciar una peque-
ña sirenita hecha de coral que pendía de él.
—Ya dejemos de discutir por tonterías. Ámbar haz
tus quehaceres mientras tu primo y yo nos vamos a pescar –
ella suspiró y se marcharon.
Nuestra joven cantante, terminó de hacer sus queha-
ceres rápidamente y se encaminó hacia su pequeña capilla.
En el trayecto pasaron algunos pescadores, la señalaron
haciendo muecas, ella no hizo caso y llegó a su destino.
—Qué bueno que no te fuiste, Nereida. Hoy estoy
más triste que de costumbre. No sé como, pero todavía me
afectan las burlas de los demás. Debería acostumbrarme a
que todos me piensen loca ¿Verdad?...–acercó su mano al
lomo de Nereida y lo acarició, lloró un poco, Nereida le
lanzó un poco de agua sobre los pies. Ámbar rió.
—Ya estoy llorando de nuevo. Como el día en que
nos conocimos ¿recuerdas?
Ellas se conocieron el mismo día en que se mudó a la
casa de su tía, despues que su madre murió. Ese día fue a
llorar a la orilla de la playa para desahogarse, la marea esta-
ba alta como esperando recibir sus lágrimas y cuando se
acercó encontró a Nereida varada en esa misma ensenada

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luchando por escapar de unas redes que la estrangulaban.
Ámbar la liberó y, desde entonces, ha venido a verla todos
los días.
—Pero tú no crees que estoy loca, ¿verdad? Tú has
visto las danzas de las sirenas y los tritones y quién sabe si
hasta has conocido al rey del mar y has conversado acerca
de importantes asuntos de Estado con él... Si tan solo pu-
dieras hablar…–Ámbar echó la cabeza hacia atrás qui-
tándose los cabellos de la cara con la punta de los dedos–
No quisiera creer en estas cosas, Nereida… No quisiera…
Es tan pesada mi propia piel. –llevó su mano al cuello de
nuevo. Miró el mar y de sus ojos brotaron unas cuantas
gotas saladas.
—Si mi madre estuviera aquí...
Nereida la salpicó otra vez y tocó sus pies con su hoci-
co. Ámbar enjugó sus lágrimas y le acarició la cabeza.
—No te preocupes amiga, estaré bien –y contem-
plando la inmensidad azul con la mirada perdida dijo en
voz alta– ¿Crees que exista un lugar para mí…?

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III
EL AMOR DE
UNA SIRENA

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E n el castillo, continuaba el festejo. El rey del
mar, sentado en su trono, observaba sonriente a los crustá-
ceos y pisciformes. A su lado, el príncipe se veía sonriente
también.
— ¿Desea un poco de plancton, majestad? –le dijo
una hermosa sirena de enormes ojos turquesa que, sonrien-
do, le ofrecía una bandeja con bocadillos.
—Loreley, gracias. Siempre tan atenta –le dijo el rey
y tomó un bocadillo.
—¿Y usted príncipe Adrián, no desea otro?
—No, gracias –le contestó sin siquiera voltear, ju-
gaba con un minúsculo pez que hacía piruetas entre sus
membranosos dedos. Loreley suspiró y cabizbaja se llevó
la bandeja a una mesa cercana. El rey la siguió…
—Loreley, acabo de notar que te causó tristeza la in-
diferencia del príncipe.
—No es nada majestad… No se preocupe –y suspiró
de nuevo, tornando la mirada otra vez en dirección a la
mesa. El rey le dio la vuelta y la miró fijamente.
—Dime la verdad, Loreley. Revélame lo que tu cora-
zón oculta. ¿Acaso esos suspiros, esa tristeza que he notado
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anidada en ti desde hace varias lunas, son indicios de que
en tu dulce corazón ha despertado al sentimiento más gran-
de que puede albergar una sirena?... Loreley, ¿amas a mi
hijo, Adrián?
—Majestad, que una barracuda devore mi lengua si
miento. Hace tiempo que mi corazón late por el príncipe
Adrián, pero no quería que ni usted ni nadie lo supiera.
¿Cómo el hijo de tan grandioso soberano podría alguna vez
poner sus ojos en una simple sirenita como yo? –dijo bajan-
do la mirada.
El rey la tomó por la barbilla y fijó sus ojos en ella
otra vez.
—Loreley, ¿cómo puedes pensar eso? Desde que mi
esposa murió, nadie nos ha prodigado más amor y cuida-
dos que tú, mí querida niña, por supuesto que nada me
haría más feliz que mi hijo Adrián te correspondiera casán-
dose contigo.
Loreley se puso a temblar. Sus ojos se abrieron como
un arco iris y abrazó al rey tan fuerte como pudo.
—Y nada me haría más feliz que llamarlo a usted
padre y que el corazón del príncipe correspondiera al mío…
¡Ay! yo lo amo tanto, tanto mi rey… moriría por él sin pen-
sarlo dos veces…–luego hizo una pausa, miró al príncipe a
lo lejos disfrutando de la fiesta y suspiró de nuevo– Pero eso
nunca sucederá. Adrián ni siquiera sabe que existo.
—Loreley, querida, no te desesperes. Mi hijo Adrián
es un soñador, si no se ha fijado en ti, no es porque no le
agrades, sino… sino porque su cabeza está pendiente de
otros asuntos; de sus amigos, de sus pasatiempos… A su
edad, era así también, pero cuando el amor llega, todo eso
cambia. El amor transforma a los niños en hombres. Te ase-

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guro que en cuanto sepa lo mucho que lo amas, él te co-
rresponderá de inmediato.
—¿Usted lo cree así majestad?
—Claro Loreley, en cuanto sepa que una sirena tan
llena de virtudes como tú vive por él, caerá rendido a tu
cola… Es más, yo te voy a ayudar y en menos de lo que
nada un pez vela, te pedirá en matrimonio.
—Gracias majestad, ese es mi mayor anhelo –y de
nuevo lo abrazó.
—Ahora prepárate, es tu turno para cantar.
—Sí, ya voy –fue hacia el centro del salón.
—Le dedico esta canción a nuestro querido rey y al
amado príncipe Adrián –dijo la sirena azul, en voz alta.
Entonces empezó a entonar una dulce melodía. Las
notas de su canción se mezclaban suavemente con la azul
inmensidad. Todos escuchaban en silencio, como hechiza-
dos por su voz.
—¿Te has fijado en lo hermosa que es Loreley? –le
susurró el rey a su hijo durante la presentación.
—Sí, muy bonita –le contestó éste, tomando un bo-
cadillo de una bandeja que le llevaron unos caballitos de
mar.
—Y tiene muy bella voz también.
—Sí, muy bella –tomó otro bocadillo.
El rey miró a su hijo y suspiró.
—Cuando termine el baile, quiero que vengas a mi
habitación; existen palabras muy importantes que debes
escuchar de mí, en el menor tiempo posible –le dijo el rey
muy decidido, esbozando una sonrisa hacia Loreley quien,
con gracia, se la respondió.

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IV
DE PADRE A HIJO

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E l espectáculo continuó sin interrupciones hasta
bien tarde. Todos los peces al final y demás criaturas marinas
se retiraron a sus cuevas, formaciones coralinas, piedras…
Cualquier lugar que les sirviera de refugio. Los tritones y si-
renas dormitaban sobre sus mullidos lechos de limo, en sus
aposentos esparcidos, a todo lo largo y ancho del castillo.
El príncipe tocó a la puerta de la alcoba de su padre.
—Adelante hijo.
—Acércate –el rey, estaba de espaldas mirando por
la ventana los jardines de algas que rodeaban el palacio.
—Ves todo esto, son mis dominios; los alrededores
de este abismo al que los humanos nos han condenado, los
mares y sus criaturas. Es mi responsabilidad servir y prote-
ger a los seres que habitan en él, sobre todo a mis hermanos
tritones y sirenas… Algún día, Adrián, todo esto será tuyo
y sus habitantes estarán bajo tus cuidados.
—Sí, padre lo sé… pero aún falta mucho. Tú serás
rey por miles de años más –le dijo Adrián agitando las ma-
nos de manera nerviosa, dándose la vuelta como para irse,
pero el rey prosiguió.

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—Adrián, no me estoy haciendo más joven. Como
lo ha establecido la naturaleza; todo lo que vive, algún día
ha de morir. Aunque nosotros podemos vivir miles de años
eso no quiere decir que seamos eternos… Quisiera dejarte
acompañado por una esposa que te ayude a gobernar y a
proteger a todos los seres marinos, pero sobre todo que te
ame como lo mereces.
—Papá, en este momento no estoy interesado en ca-
sarme. El matrimonio es algo muy serio y todavía no es tiem-
po para tener esposa. –le replicó Adrián con los hombros
tensos y la cola rígida.
—Hijo, ¿no hay acaso alguna sirena en todo el océa-
no que haya llamado la atención de tu mirada? –le pregun-
tó el rey arqueando una ceja.
—No, padre.
— ¿Y no hay ninguna sirena que guarde algún senti-
miento de amor hacia ti?
—No… no creo.
—En eso te equivocas. Hay una sirena de corazón
tan noble como el de los delfines y con la mejor voz que he
oído en mi vida que está perdidamente enamorada de ti –
el príncipe levantó sus rubias cejas.
—No sé a quien te refieres padre.
—Mi ciego, ciego Adrián. ¿Cómo no te has dado
cuenta?, es Loreley. Tú eres la razón por la cual desde hace
un tiempo acá, ella actúa tan triste y pensativa; lo hace por
tu indiferencia
—¿¡Loreley!?...! Nunca lo hubiera pensado! –el rey
lo miró con dulzura.
—Hijo, ahora que lo sabes, debes saber también que
me haría muy feliz el verte casado con ella. Yo la quiero,

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siempre la quise como si fuera una hija y sería una magnífi-
ca reina… Sé que te hallarías muy feliz a su lado.
—Escucha padre. Es cierto todo lo que me dices de
Loreley, pero todo eso de nada sirve porque yo no siento
nada por ella: No puedo casarme sin amarla –y haciendo
una mueca se preparó para irse de nuevo. El rey arrugó la
frente y cruzó los brazos.
—Adrián, yo te amo y no quisiera tener que hacer
esto, pero has evadido esta importante cuestión por dema-
siado tiempo y cuando los intereses del estado se cruzan
con los de la familia, los gobernantes debemos dejar de ser
de carne y hueso para ser de hielo… –suspiró y dándose la
vuelta dijo– Tienes tres lunas para escoger a una esposa; si
para ese entonces no lo has hecho la escogeré yo por ti... En
esa tercera luna te entregaré a Loreley –la voz del rey se
quebró en la última silaba de esa oración.
Adrián abrió los ojos tan grandes como le cabían en
el cráneo, movió los labios tratando de encontrar palabras.
—¡Pero, papá! ¡No puedes obligarme a hacer eso! ¡No
puedes condenarme a casarme con alguien a quien no
amo!… ¿Acaso tú no amabas a mi madre?… ¿Acaso te obli-
garon a casarte con ella como ahora lo quieres hacer con-
migo?
—Hijo, tú sabes muy bien que yo amaba a tu madre
más que a nada en este líquido mundo…
—Ves papá. Eso es lo que yo quiero sentir por quien
yo tome por esposa… Yo sé hasta la última escama de mi
cuerpo que nunca voy a querer a Loreley así –le dijo Adrián
abriendo los brazos como las luces de un faro.
El rey endulzó su rostro una vez más, pero fue un
cambio momentáneo.

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—Lo siento. Pero si dejara esta decisión en tus ma-
nos, de seguro que nunca te casarías. No es la primera vez
que usas ese argumento para librarte de tus deberes. Como
mi único hijo es lo que debes hacer…–y volteó hacia la
ventana– Estoy seguro de que tu madre estaría de acuerdo
conmigo si estuviera aquí.
— ¡No puedo creer que me obligues a hacer esto! –y
salió disparado abofeteando el agua con su cola– el rey in-
tentó detenerlo pero solo suspiró.
Unos instantes después alguien más tocaba a la
puerta.
—Pasa.
—¿Su majestad quería verme? –le preguntó Loreley
con los brazos hacia atrás, meneando su cola con leves osci-
laciones.
—Sí hija…Quería decirte que ya hablé con Adrián
acerca de tus sentimientos.
—¿Y bien? –le dijo frotándose las muñecas.
—Debo serte sincero. Adrián es un soñador. Si una
lamprea le succionara toda la sangre ni siquiera se daría por
enterado y la verdad es que su distracción no le ha dejado
espacio en su mente y mucho menos en su corazón para
pensar en tí de la forma en que ambos anhelamos –ella,
con una expresión como si le hubieran clavado un arpón
en el pecho, dejó caer la cabeza.
—Pero no te aflijas. Le dije lo necesario, que es para
él hacerse de una buena esposa y que la mejor de todas las
sirenas eras tú y usando mi condición de rey y padre, consi-
deré apropiado ordenarle que escoja esposa para dentro de
tres lunas o si no lo casaré contigo. –la cara de Loreley se
convierte en un gesto.

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—Pero si yo no quiero que se case conmigo a la
fuerza…Yo lo amo tanto que lo único que deseo es que sea
feliz aunque sea en aletas de otra.
—¡Loreley, eres tan buena!...No te preocupes, el ma-
trimonio es un deber que él debe cumplir de todas formas
y si lo ha de hacer con alguien, es mejor que de entre todas
seas tú, que lo amas de verdad. El amor nunca se da en
vano. Ahora que las cosas están claras, lo que tienes que
hacer es acercarte más a él, hacerte su amiga más íntima,
que te conozca mejor. Que lo que no han logrado mostrar-
le sus ojos se lo revele su corazón. –le sonrió y Loreley esbo-
zó una minúscula sonrisa....
—Gracias por su amor y por su ayuda…Padre
—Siempre quise tener muchos hijos, pero La Reina
murió cuando Adrián era a duras penas un pececito y me
dediqué a él.
—Lo entiendo mi rey, yo siento que nunca podría
amar a nadie que no fuera el príncipe Adrián ¿Por qué es
que las sirenas amamos así?
—Solo los seres que vivimos largos años podemos sen-
tir el amor verdadero; mientras más cerca de lo inmortal se
está, más se puede dar una criatura el lujo de amar para
siempre. Los humanos, que son efímeros, son siempre trai-
dores, superficiales e inconstantes: Su fugaz vida los conde-
na a una breve ternura, tan frágil como su paso por el mun-
do, muchas veces más aún. Pero no hablemos de cosas des-
agradables… Estoy seguro de que Adrián y tú me darán la
familia que siempre quise.
—Haré todo lo posible para que sea así… Padre –y
le regala otra de sus maravillosas sonrisas.

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V
COMO GUSANO
EN EL ANZUELO

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E l fondo submarino, recorrido por cordilleras y
montañas sumergidas y hasta volcanes que se extendían por
entre las simas, como un dragón serpenteando en su lecho,
provee de consuelo a toda la vida que en él se refugia.
En una pequeña elevación, se encontraba Adrián muy
triste y pensativo: Le hablaba al reflejo de la luna bajo el
agua. En esta parte elevada podía verla casi nítidamente y
hasta las estrellas más brillantes se transparentaban, como si
estuviera bajo un cielo líquido.
—Son increíbles los giros que la vida se encapricha
en dar. uando venía a este lugar sentía la paz que solo me
traía tu luz; sin embargo, ahora cada vez que te vea me
recordarás el triste destino que me espera. La tercera vez,
me estaré casando con Loreley… –de su monólogo lo inte-
rrumpió un grito desesperado.
—¡Príncipe Adrián! ¡Príncipe Adrián! –era Juan,
nadando tan veloz como podía; su rostro se veía lleno de
pánico.
—¡Cálmate Juan, estoy aquí!… ¿¡Que pasa!?... ¿¡Dón-
de está Lucas!?
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—Es que…Es que después de la fiesta, él quiso subir
a la superficie para buscar algo más de comer…Fuimos
mar adentro pero no encontró nada. Vio unas redes a lo
lejos y pensó que quizás habían atrapado algún pez y se
acercó demasiado a la isla de las criaturas sin cola y una de
esas redes lo sujetó y por más que intenta moverse está tan
atascado que no puede…
—¿¡Qué hicieron qué!? ¿¡Acaso perdieron la cabeza!?
Yo los voy a…
—¡No hay tiempo alteza! Yo me separé de él para
buscar ayuda y ya pronto va amanecer. Las criaturas sin
cola salen a la mar al asomo del día y si lo encuentran lo van
a asesinar, busquemos a los demás tritones para que nos
ayuden –y se dispuso a nadar en dirección al castillo, pero
el príncipe lo tomó por la cola.
—¡No hay tiempo para eso, Juan! Indícame el cami-
no –cual torpedo comenzó a nadar a toda velocidad dejan-
do una estela de burbujas tras de sí.
Chocó de frente con otro pez que venía en dirección
opuesta
—¡LUCAS! ¿¡Que haces aquí!? ¿¡No estabas atrapa-
do en una red!?
—Sí, así era, pero sucedió la cosa más extraña… Atra-
pado, como gusano en el anzuelo, intenté liberarme de to-
das formas posibles. Traté de voltearme, de salir por deba-
jo, hasta de saltar como si fuera yo un vulgar delfín. Enton-
ces me vio una de las criaturas sin cola y se acercó llevando
un cuchillo. Con sus manos, como tentáculos de pulpo,
agarró un extremo de la red y levantó el cuchillo en alto,
parecía una estrella que se derribaba sobre mí y entonces…
me liberó.

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—¿¡QUÉ?! ¿! Que una criatura sin cola te liberó!?...
¡No! ¡No es posible!… Seguro te confundiste, las criaturas
sin cola no se tocan el corazón para matar a uno de los
nuestros, menos a un tiburón; lo que pasó de seguro es que
ella trató de matarte y falló.
—No, si ella misma cortó el otro extremo también y
con las pocas fuerzas que tenía me empujó lejos de las aguas
bajas para que yo pudiera escapar.
—¡No puedo creerlo! ¿¡Una criatura sin cola que ayu-
da a un tiburón!? Yo he sabido que ellos dejan escapar a los
peces más pequeños de las redes, pero es solo para poder
pescarlos de nuevo algún día, cuando sean más grandes y
tengan más carne para comer, pero, ¿¡a un tiburón!? ¡Esto
es inaudito! …Debe haber algún motivo por el cual lo
hizo... ¿Y si te siguieron para saber donde estamos? Quizás
tratan de embaucarnos, de ganar nuestra confianza como
lo hicieron antes y luego atacarnos cuando seamos más vul-
nerables –la cola de Adrián se agitaba como nunca revol-
viéndose con furia
—…Ven, llévame a donde estabas. Debo saber qué
es lo que se proponen.
El tiburón guió al joven tritón por la enorme brecha
de corrientes y aguas que separaba a su mundo de la isla.
Lo llevó a una distancia segura desde donde podría divisar
a las criaturas sin cola, sin ser visto.

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VI
LAS CRIATURAS
SIN COLA

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A drián nunca había visto a una criatura sin cola
con sus propios ojos, solo algunas estatuas rotas en barcos
hundidos y representaciones desgastadas en cuadros de tela.
Por primera vez asomó la rubia cabeza de entre las aguas
y la figura que vio en la playa, iluminada por los primeros rayos
del sol, lo paralizó. Se quedó fijamente mirando la forma en
que se movía, esas aletas dobles que sobresalían de la extraña
cobertura que tenía superpuesta, su cabellera tan negra, su
piel tan obscura. Tenía una sensación curiosa. A pesar de su
apariencia extraña, no tenía las facciones de un monstruo.
—¿Príncipe, qué le pasa? –le preguntó muy preocu-
pado el tiburón, al ver tan aturdido a su joven amigo. Éste
solo acierta a señalar con el dedo hacia la playa lejana y
forzando las palabras le preguntó:
—¿Es una criatura sin cola, verdad?
—Sí. Y si no me equivoco es la misma que me ayudó
a escapar.
—Nunca las había visto… Moverse de esa forma…
¡Qué aletas tan extrañas! Es increíble que puedan sostener-
se… ¿Cómo es que se llaman?
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— Creo que se llaman piernas.
—Son tan diferentes, se ven tan lisas… tan frágiles…
Acerquémonos más. Quiero verla mejor.
Se hundió en las olas y se acercó nadando por deba-
jo. Las aguas de ese lado eran poco profundas, así que con
muchísimo cuidado se acercó hasta las rocas que estaban
cerca de la pequeña ensenada. Se escabulló por detrás y,
curioso observó mejor a la salvadora de Lucas.
—Miren su piel, qué rara es, es tan obscura. ¿Habrá
nacido así? ¿O será efecto del sol? –la fascinación del prínci-
pe lo colocó en una posición de peligro, ya que por el costa-
do se acercaba uno de los botes de los pescadores que se
hacían a la mar. Los que lo abordaban, notaron la presen-
cia del príncipe.
—¡Miren, hay un hombre detrás de esa roca! –gritó
uno de ellos. El otro lo iluminó con una lámpara y logró
ver las grandes branquias que tenía Adrián en la espalda. El
príncipe se sumergió sin que los pescadores pudieran hacer
nada para impedirlo.
—¡Era un tritón! Yo vi sus branquias en la espalda y
su cola cuando se sumergió –le contó el pescador a los de-
más cuando llegaron al pueblo. Los lugareños, se apiñaron
como uvas en racimos para escucharlos.
—¡Bah! Al parecer la enfermedad de Ámbar los
ha contagiado a ustedes también o quizás sea la dolencia
causada por demasiado vino que les ha marchitado el
juicio.
Ámbar había escuchado los gritos y estaba presente
con sobrada atención, pero su tía le dio un tirón en el bra-
zo, y le indicó que no debía de inquirir nada a estos viejos
pescadores: tenían la fama de ser bastantes tramposos. No

Ana Brígida Gómez


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fuera que ellos hubieran planeado todo para conseguir algu-
na moneda de los curiosos y crédulos.
Encima de todo; cuando los isleños notaron su pre-
sencia comenzaron a burlarse de ella. Un pescador de los
más grandes y fuertes se dirigió a la pequeña Ámbar.
—Bien Ámbar. Ya tienes compañeros que se creen
esos cuentos. A ver si ustedes pueden llamar a su amigo el
tritón para que los lleve a su castillo… ¡Ah! No olviden
mandarle nuestros respetos al rey del mar –tomó una pie-
dra de la arena–. Toma, llévale esta perla como tributo de
nuestro pueblo ¡Oh! Tú, poderosa embajadora para con el
reino del mar –y haciendo una reverencia, hizo ademán de
entregársela. Ámbar, con la cara como un tomate, se mar-
chó. Todos se volvieron a sus embarcaciones y se hicieron a
la mar riéndose a carcajadas.
—Camarada, yo sé lo que vi y tú también… Deje-
mos que los necios se burlen y mientras tanto, encontremos
la manera de sacar provecho a todo esto.
—¿Cómo?
—Fácilmente, amigo mío: pondremos nuestras re-
des alrededor de todo este espacio y entonces cuando vuel-
va lo atraparemos y nos haremos ricos y famosos. Seremos
conocidos como “Los asombrosos pescadores que atrapa-
ron al tritón”.
—Esa es la mejor idea que has tenido…Ven, prepa-
remos las redes que con semejante espacio, necesitaremos
muchos metros –y ambos se marcharon muy alegres.
De entre lo profundo resurgió Adrián. Al parecer se
había quedado escondido hasta que se figuró que la gente
se había dispersado.
—¿Por qué no nos fuimos? –preguntó Juan.

La sirenita de coral
47
—Es que quiero verla de nuevo –le respondió Adrián
como pensando en voz alta. Los pescadores se veían como
palillos a la distancia.
—¿Por qué?
—No sé… Curiosidad supongo… ¡Qué lástima!
Parece que volvió a su casa…Bueno, entonces volveré
mañana.
—Pero príncipe, arriesga su vida. Usted mismo lo ha
dicho, las criaturas sin cola no tienen piedad…
—No se preocupen vendré en la noche, así no me
verán –sus amigos trataron de convencerlo pero él, sin
hacer gran caso, sumergiéndose en las olas, se marchó.

Ana Brígida Gómez


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VII
EL SUEÑO
DE LORELEY

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Ana Brígida Gómez
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E n una de las habitaciones del castillo; la más her-
mosa de las sirenas, entonaba una alegre canción:

Qué alegría, qué felicidad


es mi vida bajo el mar
todo salió como lo planeé
y mi sueño se hará realidad…

—¿Por qué tan alegre? –le preguntó un pez de esca-


mas como plumas que se expandían por su cuerpo como la
melena de un león. Loreley con una sonrisa en los labios le
contestó:
—Soy la sirena más feliz de todo el mundo, Jade. Muy
pronto, me casaré con el príncipe Adrián.
—¿¡Ya te propuso matrimonio!?
—No, pero pronto lo hará…Verás, el rey le ha dado
una orden a nuestro príncipe: que en tres lunas escoja a
una sirena y la despose o me desposará a mí.
—Sí, pero eso no quiere decir que te vaya a escoger…
—Ya sabes que el príncipe no se ha interesado en
ninguna sirena hasta este día y queriéndome el rey como

La sirenita de coral
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me quiere y habiéndole expresado su complacencia en
la idea de que yo sea su esposa, no creo que se atreva a
contradecirlo... Es que yo soy tan buena, tan sacrifica-
da, tan dulce... –dijo la sirena, riendo a carcajadas.–
¡Que viejo tan estúpido! Él cree que de verdad siento
cariño por semejante vejestorio y que estoy enamorada
de su insoportable mocoso ¿Quien podría querer a un
rey tan pusilánime o enamorarse de su incipiente
hijo?… Pero eso ya lo sabes de memoria. Al menos, al
fin, después de todos estos años de soportarle y fingir
lograré mi propósito: ser la reina de los mares, y que
todas las criaturas marinas estén bajo mi mando. –el
brillo de sus ojos se tornó siniestro.– Tengo todo pla-
neado. Una vez sea princesa, el rey sufrirá un lamenta-
ble accidente que me hará reina; luego será muy fácil
deshacerme de mi esposo... Bajo mi mando nosotros
buscaremos justicia, les haremos la guerra a los huma-
nos, vengaremos a nuestras familias, y saldremos de este
maldito mundo a obscuras al que nos exiliaron… Solo
nosotros seremos los amos del planeta... –rió y rió como
si nunca lo hubiera hecho antes.
—¿Y si por rebeldía para con su padre él decide es-
coger a otra sirena que no seas tú, Loreley? –le señaló Jade.
—No, no creo… La verdad es que no lo había pen-
sado… Pero tienes razón, tienes mucha razón. La nece-
dad del príncipe puede llegar a esos extremos. Sí, es cier-
to… Debo asegurarme de que eso no suceda…No pensé
que tendría que recurrir a las artes. Pensaba que con el
favor del rey, mi belleza y dulzura sería más que suficien-
te... Pero he tenido que aguantar a esos dos idiotas por
demasiado tiempo para perderlo todo estando tan cer-

Ana Brígida Gómez


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ca... –Loreley tomó una llave que se encontraba en una
almeja y llevando una vieja lámpara hecha con un pez
fosforescente, abrió un pasadizo que se encontraba detrás
del espejo de su alcoba.
Acompañada de su aliada descendió hacia la parte
más profunda del castillo. Abrió una pesada caracola que
daba a otra alcoba. Era una habitación lúgubre, se podía
percibir que llevaba años sin que nadie entrase y permane-
cido mucho tiempo. Tenía vasijas extrañas, muchos frascos
y un gran caldero.
—Aquí estamos.
—¿Qué es este lugar? –preguntó Jade.
—Este era el refugio de mi madre, ella era una gran
hechicera y antes de que los humanos la asesinaran me en-
señó unos cuantos conjuros básicos. Lamentablemente no
hubo magia que la librara de esas odiosas criaturas terres-
tres aunque ahora se le hará justicia por vía de ésta.
Loreley miró los frascos que contenían los ingredien-
tes que necesitaba para realizar su poción.
—¿Qué vas de hacer? –le preguntó.
—Algo muy sencillo –le enseñó un frasco
—¿Qué es?
—Es esencia de pez globo.
—¿Y cómo la usarás?
—Lo mezclaré con escamas de serpiente marina y
bigotes de pejesapo. Lo untaré en mis labios y al rozarlos
con los suyos, aturdiré los sentidos del príncipe se converti-
rá en mi esclavo, y por supuesto, que me pedirá en matri-
monio en cuanto se lo ordene.
—Y si eso te era tan fácil, ¿Cómo es que nunca lo
habías usado?

La sirenita de coral
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—Es muy peligroso, su eficacia es temporal, y no podía
arriesgarme a que el rey de los mares no diera su consenti-
miento para casarnos.
—¿Y por qué no usarlo en el rey mismo? Para que él
se enamorara de ti.
—No seas tonta, Jade. No sabes que no hay cosa más
ridícula que un viejo haciendo pareja con una jovencita —
Loreley comenzó a mezclar los ingredientes en el gran cal-
dero que estaba en el centro de la habitación.

Al día siguiente Loreley se la pasó tratando de en-


contrar a Adrián, quién había desaparecido. Después de
preguntar a todos, decidió buscar al único que quizás sabía
donde estaba.
—Su majestad, ¿Puedo pasar?
—Claro Loreley… Dime, ¿en que te puedo ayudar,
querida?
—Como usted tan sabiamente me aconsejó, he bus-
cado pasar más tiempo en compañía del príncipe… Pero
en todo el día no he logrado dar con él… ¿Sabría usted
donde se encuentra?
—No. No sé dónde se ha metido Adrián… Desde
que era pequeño cuando se enojaba le gustaba aislarse,
meterse en una concha… literalmente a veces; yo que tú, le
daría unos días. Estoy seguro que cuando se sienta más cal-
mado, será más fácil aproximarte a él.
—Si usted lo piensa así majestad, debe ser lo mejor,
con su permiso. –y haciendo una pequeña reverencia salió
de la habitación. Ya afuera, su rostro amable se tornó agrio.
—¿¡Dónde demonios te has metido, Adrián!?

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Adrián decidió pasarse todo el día con sus amigos
Lucas y Juan en su pequeña colina.
—¿Por qué crees que ella te salvó, Lucas?
—Quizás sintió compasión.
—¿Compasión? ¿En una criatura sin cola? ¿Puede
existir tal maravilla?... No creo. Si así fuera, no seguirían
pescando y matando peces… Quizás es una treta… ¿O
quizás sea solo ella?… ¿Solo ella?…–su mirada perdida se
dirigía hacia la superficie, hacia el lugar en donde se en-
contraba la isla.

Ámbar vigilaba las mareas en minuciosa búsqueda.


Tan entretenida estaba, que le costó unos segundos perci-
bir los desesperados chillidos de Nereida. Estaba enredada
a la entrada de la ensenada.
Se metió en el agua, que le llegaba a unos pocos cen-
tímetros por encima de la cintura y la ayudó a zafarse.
—Lo siento Nereida, dos pescadores pusieron estas
redes por este lado porque quieren capturar un tritón…
¿Estás bien? –se subió a una roca –… ¿Será posible que sea
verdad? ¿Será que mis deseos de alguna manera lograron
despertar en las criaturas de mis fantasías, el apetito de
mostrarse? Si es así, rezaré de nuevo pidiendo lo contrario.
Si se acercan a nosotros, correrán la misma suerte que corre
casi todo ser vivo que cae en nuestras manos, convertirse en
comida o tornarse en entretenimiento… Hay veces en que
siento horror de los seres humanos, Nereida. De la capaci-
dad que tenemos para destruir, tan vasta como la de crear.
Temo tanto por ese tritón; prefiero escuchar las burlas de
los demás, a saber que se confirman mis ideas por su captu-

La sirenita de coral
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ra. Ya me lo decía mi madre: ten cuidado con lo que deseas,
porque se puede hacer realidad…No sé si me entiendes. Si
lo haces, por favor búscalo y dile que nunca vuelva por
aquí. Yo por si las dudas seguiré vigilante.
— ¡Oye Ámbar! si tu delfín me rompe esas redes, lo
vamos a matar y a comérnoslo frito en el desayuno –le gritó
uno de los pescadores que había visto a Adrián, agitando el
puño en el aire. Al parecer, el oír los chillidos de Nereida le
hizo creer que se trataba del tritón. Ámbar agitó el brazo y
continúo conversando con Nereida.
—De ahora en adelante, debes avisarme cuando
vayas a entrar para abrirte paso por entre las redes, ¿de
acuerdo?
— ¡Ámbar! –su tía la llamaba.
—Será mejor que te vayas –y levantó la red. Nereida
pasó nadando por debajo. Ámbar se puso a hacer sus que-
haceres como de costumbre, pero procuraba echar de vez
en cuando un vistazo hacia el mar.

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VIII
ENCUENTRO
CERCANO

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Ana Brígida Gómez
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E ra de noche otra vez. Una cabeza dorada surgió
de entre las olas.
Estaba solo. Adrián no quería arriesgar a sus amigos
por esta idea loca que se le había metido en la mente.
Como era ya tarde, todos los pescadores estaban en
sus casas y la playa estaba desierta. Solo se divisaban las lu-
ces dentro de las casitas, bordeando toda la costa, como
estrellas ensartadas en un hilo de oro.
Seguro está en su casa, pensó, y se acercó a la ensenada
de Ámbar, quizás podría ver algo desde ahí, pero cuando se
acercó nadando no se percató de la red que obstruía la en-
trada, quedó atrapado en ella y comenzó a luchar para
zafarse. La disputa contra la malla provocó estruendosos
chapoteos.
—Tía, debe ser Nereida que se enredó de nuevo en
la red.., ¿me deja ir a rescatarla, por favor?
—Sí, anda, ve antes de que esos tramposos vengan
por aquí.
Ámbar se calzó unas sandalias y se apresuró. Se su-
mergió rápidamente, regañando a su amiga.

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—Nereida te dije que me avisaras cuando fueras a
entrar… ¿Por que tú no… ¡Ay! –las palabras murieron en
sus labios. Sus ojos se clavaron en los de Adrián, recorrie-
ron la pálida piel de su pecho, se demoraron en sus dedos
membranosos y se detuvieron en su cola de pez… Se que-
dó petrificada.
Ella había soñado con un momento como éste toda
su vida. Pero una cosa es soñar y otra muy distinta ver tu
sueño convertirse en realidad a medio metro de ti. Tan cer-
ca estaba del príncipe, que podía sentir su agitada respira-
ción contra su rostro y su cola de pez, rozando sus piernas.
Adrián también estaba lívido.
El silencio entre los dos, duró lo que pareció ser un
siglo, hasta que se escucharon las voces de los pescadores
que se acercaban a ver qué habían atrapado en su tejido.
—¡Creo que lo tenemos al fin!
—Ya puedo sentir los ríos de monedas doradas co-
rriendo entre nuestros dedos. Algún circo nos entregará
una fortuna por el tritón… O tal vez un coleccionista quie-
ra una criatura rara para impresionar a los aristócratas. Es
costumbre entre los ricos preciarse de tener las cosas más
inauditas ante sus amigos.
Ámbar, recuperándose de su estupor trató de liberar
a Adrián pero no lo conseguía. Los pescadores se acerca-
ban cada vez más, entonces empujó la cabeza de Adrián
bajo el agua dejando solo parte de su cola al descubierto. Y
se paró frente a el.
—¡Ámbar! ¿Que haces aquí? ¿Ya tenemos a nues-
tro tritón? –le preguntó uno de ellos, iluminándola con
una lámpara cuando todavía se encontraban a unos po-
cos metros.

Ana Brígida Gómez


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—Lo siento mucho vecinos, pero es mi delfín que ha
tropezado de nuevo con su trampa… No se preocupen, yo
la sacaré de aquí rápidamente sin dañar la red y podrán
reanudar su cacería del tritón en unos minutos.
—Ese maldito delfín tuyo, mira que si encontramos
aunque sea una línea rota… nosotros mismos arponeare-
mos a esa bestia y colgaremos su cabeza a la puerta de tu
casa –y echando maldiciones volvieron sobre sus pasos.
Ámbar exhaló un suspiro y soltando la cabeza del
príncipe éste salió del agua, lo examinó.
—¿Estás bien?... Pero qué tonta soy, probablemente
no puedes entenderme –y comenzó a desliar las redes que
lo aprisionaban.
—Puedo entenderte… Estoy bien.
—¡¿Cómo es posible?!
—Todos los tritones y las sirenas entendemos el len-
guaje de las criaturas sin cola.
—¿Criaturas sin cola?
—Es así como los míos, nos referimos a los tuyos.
—Entre nosotros nos llamamos humanos –le refirió
y continuó soltando al príncipe.
—Lo sé, pero yo no soy uno de ustedes –le contestó
con expresión dura; Ámbar asintió tímidamente.
—¿Por qué no me entregaste a ellos?
—Porque si lo hubiera hecho te esperaría un desti-
no más cruel que la misma muerte. Te podrían exhibir o
quien sabe si hasta habría algún degenerado que pagara
buen dinero por comer tu carne... –Adrián se le quedó
viendo fijo.
Ámbar sintió el peso de su mirada sobre ella y un
escalofrió le subió por los pies.

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—¿Ustedes los tritones tienen nombres? –dijo ner-
viosa.
—Sí.
—… Y bien ¿y cual es el tuyo?
—Adrián.
—Yo soy Ámbar.
—¿Una Sirena?
—No, sirena no, Ámbar.
—Me refería a la sirena que tienes colgada en tu cuello.
—¡Ah! Esto… Es un regalo de mi madre, ella lo hizo
para mí. Solía decirme mi sirenita de coral… Fue lo último
que me regaló –los ojos de Ámbar se tornaron vidriosos.
Terminó de desenredarlo y dio unos pasos hacia atrás para
que Adrián se fuera. Pero él no lo hizo.
—¿Lo último que te regaló? –Ámbar entrecerró los
ojos.
—Sí, mi madre murió cuando yo era una niña. Po-
cos meses después de darme esto.
—Entiendo, mi madre también murió cuando yo era
pequeño…
—¿Murió?… Yo pensaba que las sirenas vivían miles
de años.
—Es cierto, pero, mi madre murió en un accidente.
—Ah, qué triste... Yo lloré mucho a mi madre muer-
ta: por días y días. Pensé que me iba a morir de tanta pena.
—Entiendo, yo me sentí morir también, no lloré
como tú, porque no tenemos lágrimas, pero se puede llorar
con el corazón –Ámbar se quedó con los ojos muy abiertos,
mirando la pálida cara de Adrián.
—Es increíble lo diferente que pueden ser las fanta-
sías de la realidad… Yo siempre pensé que bajo el mar solo

Ana Brígida Gómez


62
había canciones y felicidad, que la vida de las sirenas estaba
desembarazada de todo dolor y tristeza.
—¿Cómo puedes pensar que se puede vivir feliz en
la oscuridad? –le dijo Adrián enrojecido.
—¿Obscuridad? –le dijo Ámbar un poco nerviosa.
El príncipe se veía muy enfadado.
—No tienes porqué hacerte la tonta. Te debo la vida,
no te haré nada –Ámbar frunció el entrecejo.
—¿Por qué te salvaría para luego mentirte? No sé de
qué obscuridad me hablas... No sabemos nada de las sire-
nas. De hecho, para la mayoría ni siquiera son reales –y
levantó una pierna para irse pero cuando miró a Adrián
con la mirada perdida y los dedos entre sus cabellos, no
pudo hacerlo.
—¿No lo sabías? –Adrián mueve la cabeza– Existen
viejas leyendas que hablan de ustedes, se refieren a los tuyos
como criaturas de perdición, devoradores de humanos. Pero
luego de pasados varios siglos las personas dejaron de creer
y como ustedes no aparecieron más, todos pensaron que no
existieron nunca… ¡Cielos! Yo te veo aquí y pienso que en
cualquier momento voy a despertar.
—¡¿Entonces ustedes no tienen idea?!…Tantas si-
renas muertas y nadie lo sabe ¿Ninguno de ustedes lo
recuerda?
—¿Sirenas muertas?
—Tiempo atrás mi especie amaba la luz del sol. En
una tarde de verano se podían ver cientos de sirenas y trito-
nes tendidos en la playa, de cara al calor, jugando con la
arena. Haciendo cabriolas entre las rocas, recogiendo pie-
dras para jugar lanzándolas al agua y cantando a la orilla
del mar, las canciones que solo pueden cantar las sirenas.

La sirenita de coral
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Pero sucedió que algunos marineros comenzaron a
culpar a cualquiera para no sufrir los castigos que les impo-
nían las leyes al naufragar sus embarcaciones y, como a
menudo sucedía, daba la casualidad de que alguna sirena
curiosa o caritativa, se acercaba al lugar del naufragio. Se
esparció la conveniente creencia de que las sirenas, con sus
dulces cantos, eran las que conducían a los marinos hacia
las rocas entre las cuales sus naves zozobraban y así poder
devorar su carne.
Tratamos de defendernos, pero nadie quiso creernos,
nadie.
Nuestros amigos humanos nos traicionaron y así como
a veces en el día más claro puede desatarse la más terrible
de las tormentas, una terrible cacería de sirenas, casi nos
barrió del planeta. Los pocos sobrevivientes a la matanza
renunciaron al sol. Fundaron un nuevo reino en un abis-
mo obscuro e hicieron el pacto de jamás volver a acercarse
a los humanos.
Ámbar casi se cae, los labios le temblaban, se mordió
un puño y empezó a derramar lágrimas.
—¡Dios mío! ¡Matamos a las sirenas! –Adrián se que-
do mirándola asombrado. La sostuvo para que no fuera a
caer dentro del agua.
—Disculpa si no te creí antes, tú no sabías. Debí ha-
berlo imaginado, después de todo la historia siempre la
cuentan los victoriosos. No creo que nadie en el castillo sepa
lo que se dice de los nuestros aquí en la superficie.
—¿Un castillo? –le dijo serenándose un poco.
—Sí, mi padre es el rey...
—¡Oh! ¿¡Eres un príncipe!?
—Sí.

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—¿Por qué no me lo dijo antes? No lo he tratado con
el debido respeto, Majestad.
—Esas no son nuestras costumbres. Aunque así fue-
ran, tú te hubieras ganado el derecho de no tener que usar-
las conmigo por haber salvado mi vida.
—No fue nada príncipe, yo solo…
—¡Ámbar! ¡Ven acá, ya es hora de dormir! –le gritó
su tía desde la casa.
—Esa es mi tía debo irme... Es una lástima, hubiera
querido escuchar más acerca de tu maravilloso reino sub-
marino.
—Yo podría volver mañana para contarte más… Si
así lo quieres.
—¿Harías eso por mí? –le preguntó abriendo más los
ojos.
—Claro… tú me salvaste la vida, es lo menos que
puedo hacer.
—Pero es peligroso. ¿Y los pescadores que desean atra-
parte?
—Solo caí en esta trampa, porque no sabía que esta-
ba aquí. Ahora que lo sé, no caeré nueva vez. Además me
interesa saber más acerca del mundo de las criaturas sin
cola... quiero decir humanos. Al parecer hay leyendas de
ambos lados... ¿Me enseñarías?
—Sería un placer para mí servirte como me sea
posible.
—Entonces, es un trato. Nos veremos mañana en la
noche.
—Pero mantente pendiente, te haré una señal en caso
de que los pescadores estén cerca –Ámbar levantó la red
para que Adrián saliera y este se alejó.

La sirenita de coral
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Se sumergió y enfiló rumbo directo al castillo, quiso
entrar sin que se dieran cuenta.
—Buenas noches, príncipe –Adrián se sobresaltó.
—¡Loreley! ¿Qué haces aquí?
—Es que quería hablar con usted, príncipe, acerca de
lo que le ha contado su padre... acerca de mis sentimientos.
—Loreley yo…
—Por favor, no. No diga nada, déjeme hablar pri-
mero. Es cierto que estoy muy enamorada de usted. No era
mi intención que lo supiera, si por mi fuera me hubiera
arrancado la lengua antes de confesar tan disparejo amor.
Pero su padre me preguntó y yo no se mentir –acariciaba
su flotante cabellera con sus dedos membranosos.– Lo que
más me duele es que usted ahora se vea en la necesidad de
casarse en contra de su voluntad por mi culpa. Quiero que
sepa que a pesar de mis sentimientos yo no quiero que me
tome por esposa, si no me ama. Lo que más me importa es
su felicidad y yo sé que un tritón tan maravilloso como us-
ted debe de desposar a una sirena igual de maravillosa… y
yo soy tan poca cosa. –Adrián colocó sus manos sobre los
hombros de la sirenita triste.
—Loreley, no hables así, yo creo que eres una sirena
increíble. Cómo quisiera poder amarte. Pero nadie, ni si-
quiera el rey de los mares tiene el poder de mandar en los
sentimientos y lamentablemente, yo no siento por tí, más
que el cariño que se puede sentir por una hermana –Lore-
ley bajó la cabeza.
—¿Qué hará entonces?…No debe casarse conmigo
así.
—Lo he pensado bien y el rey me dio esa orden, en
unos de esos momentos en los que yo me portaba indife-

Ana Brígida Gómez


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rente. Le hablaré de tritón a tritón y una vez lo haga, no lo
creo capaz de obligarme a casarme si no es mi voluntad. Si
me niego firmemente, estoy seguro que no insistirá.
—¿U… U…Usted de verdad lo cree?
— Claro. No hay mayor dolor para un padre que ver
a un hijo desdichado y más honda sería su pena si es él
mismo la causa –Loreley se mordió los labios.
—Sí, su padre es un tritón muy sabio. Estoy segura
que recapacitará. –El príncipe se dispuso a marcharse pero
Loreley lo detuvo.
—¿Podría… darme un beso de buenas noches? –le
dijo Loreley con una mirada intensa, acercando sus labios a
los de Adrián.
Un reino conquistado con un beso…Un reino destrui-
do con un beso.
—Claro –Loreley cerró los ojos y acercó más los la-
bios. Adrián se aproximó a ella y la besó… en la frente.
—Buenas noches, Loreley. –le dijo y nadando a toda
prisa desapareció. Loreley enseñó los dientes y bramó con
todo el odio de su cuerpo, pero se compuso rápidamente.
—Duerme tranquilo Adrián, duerme, pronto serás mío.
Al día siguiente el príncipe se levantó de muy buen
humor. Se preparaba para salir cuando se encontró con el
rey.
—Hijo, se que todavía estás enojado pero…–Adrián
lo interrumpió.
—Padre, ya no estoy enojado. Entiendo los deberes
que te forzaron a tomar esa decisión tan radical y entiendo
muy bien que tu preocupación por el bien de nuestros her-
manos y hermanas, nos ha conducido a esta situación tan
incómoda –los ojos del rey se iluminaron.

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—¿De verdad hijo? ¿Entonces te casarás con Loreley?
—No.
—¿Pero no me acabas de decir que entiendes?
—Espero que tú también entiendas mi posición. No
pienso casarme con Loreley. No estoy enamorado de ella y
nunca lo voy a estar. No puedes obligarme a ser infeliz y
hacerla desdichada a ella, por el resto de nuestras vidas. Yo
me casaré cuando sienta por alguien lo mismo que tú sen-
tías por mi madre. Es un deber para conmigo mismo; ade-
más de para con mi reino. –dijo con firmeza y se fue. El rey
solo acertó a pasar su mano por sus canosos cabellos y tam-
bién se retiró.
Adrián iba como siempre a explorar con sus amigos
pero antes decidió subir a la superficie, para ver si veía en
qué se entretenía Ámbar en el día; solo atinó a rascar su
cabeza cuando la vio. Estaba en la pequeña bahía con un
delfín al que parecía hablarle ¿Será posible que ella pudiera
entender el lenguaje de los peces?
En la noche saciaría su curiosidad.

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IX
HECHIZO DE LUNA

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L legada la noche, Ámbar sentada en la roca, refres-
cándose los pies, esperaba por el príncipe Adrián. Este la saludó
con la mano desde afuera para indicarle que levantara la red.
No pasaba mucha luz. La luna decreciente se había
ocultado tras una nube, pero la luz de cientos de luciérna-
gas, como pequeñas estrellas, esparcía suficiente claridad
para distinguir las formas bajo su tenue brillo.
—Qué bueno es verte, quiero presentarte a una ami-
ga –Nereida se aproximó al príncipe.
—Mucho gusto en conocerte, príncipe Adrián, mi
nombre es Nereida.
—Mucho gusto Nereida –le contestó el príncipe.
—¿Puedes entender lo que ella dice?
—Sí, claro. ¿Tú no?
—No, los seres humanos no entendemos el lenguaje
de los peces.
—Pero yo vi como le hablabas esta mañana –Ámbar
sonríe.
—Nereida es mi confidente, yo le hablo y ella me
escucha pero nada más, no puedo entender su lenguaje...

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Quisiera poder hacerlo pero... ¿Dijo usted que me vio esta
mañana? –le preguntó ladeando la cabeza.
—Sí.
—Pero se arriesgó mucho, los pescadores pudieron
haberle visto. ¿Por qué lo hizo?
—Yo... –los interrumpió el ruido de chapoteos en el
agua. Un pez estaba atrapado entre las redes. Rápidamente
el príncipe se aproximó a la entrada para descubrir de quién
se trataba.
—¿¡Lucas!? ¿¡Juan!? ¿¡Que hacen aquí!? –les pregun-
tó a sus amigos, liberándolos a la velocidad del rayo.
—Perdónanos príncipe, es que lo seguimos: Nos pre-
ocupa mucho su seguridad. Aquí, tan cerca de las criaturas
sin cola corre un peligro mayor del que pueda imaginar –le
contestó Lucas.
—Gracias amigos, pero no deben preocuparse: he to-
mado todas las precauciones para no verme en peligro, además
aquí hay alguien que podría causarles problemas –y les señaló a
Nereida quién, al verlos, se puso en actitud defensiva, mientras
que Lucas, asumió la actitud de ataque de los tiburones.
—No debes atacarla. Ella es amiga de Ámbar y esta
ensenada le pertenece. Además una pelea atraería a más
humanos.
—¿Qué sucede príncipe Adrián? ¿Por qué ese tibu-
rón quiere atacar a Nereida?
—¿No lo sabes? Los tiburones y los delfines son espe-
cies rivales, donde haya uno, no sobrevive el otro.
—¡Pero una pelea atraería la atención de los pesca-
dores!
—No te preocupes, les pedí a mis camaradas que se
comporten –Adrián se acercó para presentarle a sus ami-

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gos a Ámbar. Ellos se aproximaron mirando a Nereida
con recelo.
—Ámbar te presento a Lucas y su pez rémora Juan.
—Mucho gusto en conocerlos a ambos…–hizo una
pausa mirando a Lucas–… algo en este tiburón me resulta
familiar.
—Este tiburón es el mismo que tú rescataste hace
unos pocos días de una muerte segura…Todos estamos muy
agradecidos por tu ayuda.
—Fue un placer.
—Dime Ámbar, ¿por qué lo liberaste? Los humanos
han mostrado crueldad con todos los peces, en especial con
los tiburones ¿Por qué libertar a una criatura tan odiada?
—Príncipe Adrián, se equivoca. Los humanos no
odian a los tiburones, les temen. Así como ustedes pien-
san que los humanos somos monstruos crueles sin piedad
y que devoramos todo sin miramientos, así mismo, los ti-
burones se han ganado la fama de asesinos de los mares;
bestias come hombres.
—Y tú... ¿No piensas eso?
—Claro que no. Yo sé que los tiburones son seres
vivos, que así como nosotros tienen que comer para vivir y
que las veces que han atacado a los humanos han sido acci-
dentes o confusiones. Yo sé que por cada ataque de un ti-
burón hacia un humano, hay docenas que son de humanos
hacia los tiburones –Adrián abre los ojos por un rato y son-
ríe pero una nueva idea parece quitarle la sonrisa.
—Supongo que entiendes, porque ustedes los hu-
manos se alimentan de peces.
—Bueno, todos los demás sí lo hacen, yo no.
—¿No comes pescados?

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—No, nunca… solo el pensamiento de comerlos me
da asco. Soy vegetariana.
—¿De veras?
—De veras. Soy la única en toda la isla que no vive
de los regalos del mar… Yo comprendo que no es una deci-
sión que todos puedan tomar, pero hay algo dentro de mí
que me lo impide. –Adrián miraba entre incrédulo y fasci-
nado a Ámbar
¿Un solo individuo puede redimir a toda una especie?
—…No sé si pueda creer las razones que me das del
comportamiento humano.
—Entiendo si no puedes…–dijo rompiendo la del-
gada línea líquida de la ensenada con los dedos de los pies.
Adrián toca sus dedos.
—Pero estoy dispuesto a escucharte. Háblame de
ustedes, muéstrame que la humanidad no es una enferme-
dad para el planeta…Yo creeré en tus palabras… Y si, sus
actos buenos medidos en la balanza de la justicia se equipa-
ran o superan a los malos, entonces, quizás, haya esperanza
de que algún día nuestras especies pudieran volver a estar
unidas como en el pasado.
—No creo que sea yo la más adecuada para servir
de defensora de los humanos. No tengo experiencia en
la vida, ni me considero particularmente inteligente. No
sé más allá de lo que pasa en esta pequeña isla y dentro
de mi corazón.
—No creo que exista mejor muestra del valor de us-
tedes que esa… Mientras menos conocimientos posee el
testigo, más cercano a la verdad es el testimonio.
—Trataré de ser digna de la oportunidad que se me
ha dado –sonrió la joven.

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La luna escapaba en ese momento del negro manto
que la ocultaba y su luz llenó la bahía iluminando a Ámbar
como a un ángel. En ese momento, Adrián tuvo una sensa-
ción extraña en el estómago.
—¡Me tengo que ir! –dijo de repente.
—¿Volverás mañana?
—No sé.
—Si puedes, por favor, ven. Me pasaré todo el día
meditando en las cosas que hemos creado durante nuestra
breve historia y trataré de observar si a pesar del tiempo los
humanos siguen siendo los mismos.
— Está bien, vendré a la misma hora… Hasta maña-
na –se sumergió en el agua, tratando de calmar su febril
cabeza, sentía como si una tromba marina diera vueltas al-
rededor de su cuello. Lucas y Juan se acercaron a él.
—Adrián, ¿por qué te fuiste tan de repente? Casi ni
te alcanzamos.
—Es que algo llamó mi atención…Debo pedirles,
amigos, que sigan siendo discretos acerca de mis visitas a la
superficie, no se lo digan a nadie, ni siquiera a mi padre.
—Sabes que puedes contar con nosotros –le aseguró
Lucas y continuaron nadando.

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X
AMORES EXTRAÑOS

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L oreley intentó mil excusas, mil pretextos para con-
seguir el beso que necesitaba de Adrián, pero por el poco
tiempo que pasaba en el castillo, sobre todo de noche, no se
le daba la oportunidad perfecta. Loreley, al ver que su subs-
tancia mágica estaba casi agotada, así como que faltaban
pocos días para la tercera luna, sentía cómo sus planes peli-
graban. Un día, ya cansada, le dijo a Jade:
—Esta noche cuando el príncipe parta lo seguire-
mos. Veremos cuál es la razón de sus misteriosas salidas
nocturnas.
El príncipe, como todas las noches se escabulló para
ver a Ámbar.
En los primeros días, ella habría de levantar la red
para que él entrara, pero después de unas semanas sin señal
aparente del tritón, los pescadores habían desistido, pen-
sando que el tritón quizá solo pasó por allí una vez y que no
volvería jamás.
Ámbar, todos los días se ocupaba en hablarle al prín-
cipe de algún asunto humano y de la actitud de la gente.
Después de hacer sus deberes, visitaba a todo mundo y
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preguntaba acerca de muchas cosas. Al principio, la gente
pensaba que estaba en otra fase de su locura, pero su inteli-
gencia, la alegría, interés y su disposición para entender y
ayudar, poco a poco lograron que ella fuese no solo acepta-
da sino hasta bienvenida en lugares en los que pocos meses
atrás no hubieran dejado ni siquiera cruzar al frente.
Tanto así que cualquiera que todavía se atreviera a
burlarse de ella, se encontraba con el rechazo del resto de
la población.
A veces le llevaba al príncipe libros con imágenes del
mundo de más allá de los mares; continentes inmensos, lle-
nos de personas y animales que él nunca había visto, donde
los artilugios del hombre abundaban: relojes, máquinas, ca-
jitas, paraguas, cristales, carros… A veces, solo cantaba una
canción popular que todo el mundo supiera, otras veces eran
objetos que ella encontrara hermosos. Y por primera vez se
sentía dichosa de su condición humana. Todo lo bello que
habíamos creado hablaba de la capacidad de nuestra raza.
Hizo amigos y su vida era mucho mejor ahora que antes.
Casi ni recordaba a la solitaria Ámbar de otros días.
Adrián, a su vez, hacía lo mismo, llevándo perlas tan
grandes como cocos, conchas marinas donde cabía un niño
de siete años y algas de extraños colores que nadie conocía.
Una noche, mientras conversaban, otra vez los cha-
poteos los interrumpieron:
—¡Son Nereida y Lucas! ¡Deben estarse peleando! –
advirtió a Adrián. Éste se lanzó a separarlos.
—¿¡No les advertí que no se pelearan!? –reclamó su-
mamente molesto.
—No estamos peleando, bailamos –dijo Nereida rien-
do pícaramente. Adrián abrió los ojos muy grandes.

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—¿¡Bailando!? ¡Pero si ustedes se odian!
—No nos odiábamos, éramos rivales. Porque la natu-
raleza así nos hizo. Pero ahora que he conocido a Nereida,
solo he encontrado encantadoras virtudes en ella. No hay
nada que odiar.
—¡Pero es la forma en que nacieron! ¡Sus instintos
más básicos!
—Qué triste sería el mundo si no pudiéramos sobre-
pasar nuestros propios instintos... Sobre todo si es en nom-
bre del amor –dijo Nereida.
—¿Y tus amigos? ¿Y tu familia?
—Ellos sabrán entender. No tengo miedo. Te puedo
confesar que amo a Nereida, con todo mi escualo corazón
–Adrián suavizó la expresión.
—Bien dicho Lucas. Tienes razón, no tienes nada de
qué avergonzarte.
—Podemos seguir bailando entonces –dijo Ne-
reida.
—Por supuesto amigos... Pero hagan menos ruido
–el príncipe regresó con Ámbar.
—¿Que sucedió? ¿Se lastimaron?
—No…Ha pasado la cosa más extraña que se haya
visto...
—¿Qué?
—¡Están enamorados!
—¿¡Cómo?! Pero si me dijiste que los tiburones comen
delfines... es como si un gato se enamorara de un ratón.
—¡Dímelo a mí! –Ámbar sonrió.
—Recuerdo que una vez leí que el amor todo lo pue-
de... Eso incluirá también las barreras entre razas... Supon-
go –a Adrián se le iluminó el rostro.

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—¿Y tú crees en eso?, ¿que el amor puede hacer que
dos especies tan diferentes, con tantos siglos de desgracias,
puedan estar juntas? –dijo descansando su mano en la ro-
dilla de Ámbar.
—Con todo el corazón. –respondió ella tocando la
mano del príncipe con la punta de sus dedos.
—Ámbar, me alegra tanto que digas eso... A mí...
—¡Ámbar!
—Es mi tía. Debo irme antes de que se le ocurra
venir aquí y te vea. –se incorporó para irse–. ¿Te veré
mañana?
— Claro.
—¿Terminarás lo que ibas a decir?
—No lo dudes.
—Hasta mañana.
Nereida y Lucas se despidieron.
—Hasta mañana mi amor.
—Hasta mañana querida. –el príncipe se sumergió
haciendo círculos en el agua con los brazos abiertos, dibu-
jando figurillas en la atmósfera acuosa, que para él se había
hecho aun menos densa.
—¡Estoy tan feliz! Yo la amo. Yo amo a Ámbar. La
quiero con todo el corazón. Y ahora gracias a tu demostra-
ción de valentía, Lucas, he podido reunir el valor para de-
círselo de una vez por todas ¿Y si ella me ama, también?
¿Podría el mundo ser más hermoso?
Y haciendo remolinos, se alejó nadando.
De la sombra de una peña se arrastró Loreley... Cla-
vando sus uñas en la áspera roca...

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XI
EL REY DE LOS MARES

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A
ga sinfonía.
l día siguiente se escucha en el castillo una amar-

Soy tan fea


Soy horrible
Criatura tan terrible
Que nadie podría amar… ¡Jamás!

El llanto de Loreley llegó hasta los oídos del rey.


—Loreley, ¿que son esas tonterías que cantas?, si no
hay sirena tan exquisita como tú en todo el océano.
—Es que lo soy, majestad. Soy tan despreciable… El
príncipe que amo no siente cariño por mí…Solo siente asco,
tanto asco que prefirió fijarse en… –y se cubrió la boca con
la mano.
—¿Quién?
—No me haga decirlo.
—Dímelo Loreley.
—Una criatura sin cola. –el rey entrecerró sus ojos
claros y tomó a Loreley de los brazos:
—¡¿Qué has dicho?!

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—Nada…Tonterías mi rey…
—No mientas.
—Por favor, no me obligue a traicionar al tritón que
amo.
—Loreley, no me ocultes lo que sabes. No estarás trai-
cionando a mi hijo, lo estarás salvando de la mayor de las
desgracias, si lo que dices es verdad…

Adrián se escapó. Nadó nervioso al encuentro con


Ámbar.
—Hola Ámbar.
—Hola Adrián… ¿Vas a terminar lo que me ibas a
decir anoche?
—Sí –Adrián aclaró la garganta, meditó un poco
para ordenar sus ideas– Ámbar, hay algo que no te he
dicho acerca de mí… Tú sabes que yo soy un príncipe y
que mi real condición me demanda el cumplir ciertas obli-
gaciones.
—Lo imagino.
—Una de ellas es el matrimonio.
—Ah… Sí.
—Mi padre, el rey, me ha pedido que me case en la
próxima luna llena.
—¿Ca… Casarte? ¿Con… Con quién?
—Con Loreley. Ella es una sirena muy dulce e inteli-
gente y que está muy enamorada de mí. –Ámbar bajó la
cabeza y dijo como en secreto:
—Ah, ¿entonces...ella será tu esposa?
—No.
Ámbar levantó la cabeza con una media sonrisa que
luchaba en su rostro por ser entera.

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—¿Por qué?
—Al principio era porque no estaba enamorado de
ella… Pero ahora porque estoy enamorado de alguien más
–el corazón de Ámbar se aceleraba con cada palabra.
—¿De quién? –le preguntó. Adrián le tomó las
manos.
—De tí. Estoy enamorado de ti. Todo ese mundo
submarino, que yo imaginaba lo más bello de la existencia
se ha encogido ante mis ojos y nada me parece más maravi-
lloso que estos breves instantes que pasamos juntos cada
noche… –el príncipe observó a Ámbar muy ansioso.
—Nunca pensé que pudiera encontrar tanta felici-
dad en toda la vida. Yo también te amo tanto Adrián. Eres
el ser más extraordinario que haya conocido. Me paso todo
el día pensando en ti, nunca, en mí vida he necesitado a
alguien como te necesito. –derramando unas cuantas lá-
grimas le sonrió y le acarició el pálido rostro–. ¿Qué va-
mos a hacer?¿Qué dirá tu padre? ¿Qué dirán las sirenas? –
Adrián, acarició el cobrizo rostro de ella.
—No sé, pero no te preocupes por eso. En cuanto te
conozcan se darán cuenta de lo grandiosa que eres y no
podrán oponerse a que estemos juntos.
—¿De veras lo crees?
—Claro que lo creo, quién sería tan ciego para no
darse cuenta.
Ella le acarició el pelo. Ambos se acercaron y cuando
sus labios estaban a punto de fundirse, se desató un furioso
vendaval. El cielo se llenó al instante de espesas nubes que
se aligeraban en rayos por sobre la tierra, de un obscuro
remolino, que se formó en el mar, se irguió con su tridente
en mano ¡el rey de los mares!

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Su voz de trueno hizo temblar a los elementos que se
habían desatado. Su hijo continuaba tomado de las manos
con Ámbar.
—¡Adrián! ¿¡Qué haces con esta humana!?
—¡Padre! ¿¡Cómo supiste!?
—Loreley casi muerta de tristeza tuvo que confesár-
melo. –Loreley, cabizbaja y con las manos hacia atrás lo
acompañaba.
—¿Acaso has perdido el juicio? ¿Has olvidado lo que
ellos nos hicieron?
—Es…Es que yo la amo, padre… Nos hemos equi-
vocado con los humanos. No todos son malos, algunos son
generosos y saben amar de verdad…
—Adrián, los humanos no saben lo que es el amor.
Para una sirena, para un tritón el amor es un sentimiento
verdadero, que nos empuja a hacer cualquier sacrificio. Para
los humanos, es un sentimiento egoísta y pasajero que solo
dura mientras sea conveniente: mientras permanezca la be-
lleza o el dinero, mientras se consiga el placer o las circuns-
tancias sean favorables. Para los humanos el amor es des-
echable –Ámbar juntando todo el valor que le fue posible,
le habla.
—Majestad, le juro que yo amo a su hijo con todas
mis fuerzas y que no hay nada en este mundo que yo no
haría por él... Pídame lo que quiera alteza, para probar que
amo a su hijo con el mismo amor que podría amarlo cual-
quier sirena.
—Tú no eres una sirena, nunca lo has sido y nunca
lo serás…–y con el tridente la señala–. Desde ahora, yo
como señor de los mares y amo de toda criatura que nada,
oscila y se arrastra en ellos, te ordeno que te alejes de mi

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hijo. Si rompes esta orden, si te acercas aunque sea a kiló-
metros de nosotros, te juro que asolaré los mares de toda
criatura de la cual se alimenta tu árida especie. Haré que
todos los peces se vuelvan a sus escondrijos, que todos los
mariscos se refugien en cuevas, que todos los crustáceos se
oculten bajo las piedras para que la hambruna llegue a toda
tu carne –tornó su airada faz hacia su hijo–. Y tú, Adrián
tampoco podrás volver a la superficie jamás. Cada pez bajo
mi mando, cada ballena, cada calamar... Te lo impedirá.
No importa donde te encuentres, siempre te estarán vigi-
lando, aún la diminuta sardina se tornara en una masa de
peces para impedir tu contacto con esta humana. –golpeó
las aguas con su tridente. Ellas arrastraron furiosas a Adrián
hacia lo profundo y lanzaron a Ámbar en la arena. El rey se
sumergió. Loreley, antes de seguir al rey miró a su rival... Y
sonrió.
Ámbar se desplomó derramando su alma en lágri-
mas. Su tía, su primo y los otros de la aldea habían salido
después de semejante estremecimiento y la interrogaron,
pero de su garganta solo salían sollozos.

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XII
LA RESPUESTA

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Á mbar, durante los días siguientes, solo se senta-
ba en la ensenada a rebosarla con sus gotas de dolor; sus
nuevos amigos trataron de consolarla como pudieron, pero
todo era en vano.
Adrián, hundido en un rincón, sólo miraba hacia
arriba por las ventanas. Ni siquiera discutía con su padre,
ni lo miraba con resentimiento, solo había tristeza en sus
ojos.
Todos los tritones y sirenas trataron de animarlo con
juegos, charlas y canciones, pero era inútil. Era como si algo
hubiera muerto dentro de él.
Con todo, llegó el amanecer del día de la tercera
luna llena. En esta noche se suponía que Adrián debía
celebrar sus nupcias con Loreley, la elegida de su padre.
Pero con la situación de Adrián, el monarca, decidió con-
sultar a la tortuga más vieja del mundo antes de tomar
cualquier decisión.
—Me duele mucho ver a mi hijo así y sobre todo
sabiendo que el causante de esa herida soy yo. Pero, ¿qué
otra opción tenía? Esa humana lo iba a desgraciar el res-

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to de su vida y además él debe casarse con una sirena,
con Loreley, para bien tanto suyo como del reino. ¿Qué
debo hacer? ¿Debo casarlo con Loreley esta noche y es-
perar que el amor de ella logre hacerlo olvidar? ¿Debo
olvidar la boda y dejarlo que se pase los milenios solo y
que con él muera nuestra estirpe? ¿O debería dejar que
se una a esta humana y que traten de vivir juntos como
puedan o hasta que ella se harte de él como seguro lo
hará y lo deje roto y descorazonado? –la tortuga lo miró
con sus arrugados ojos.
—Majestad, es cierto que debe pensar en lo mejor
para el reino y para el príncipe pero, ¿cree usted que un
rey con el corazón roto podría bien servir a un pueblo?
En las condiciones en que está el príncipe y que estará
toda la vida, si usted le quita la ilusión de la mujer que
ama, solo logrará un rey amargado que endurecerá su
corazón y hará infeliz a todos bajo sus cuidados, incluyen-
do a Loreley.
—Pero entonces ¿qué puedo hacer?
—Veamos ¿usted necesita a un príncipe que se case y
llegue a ser rey?
—Sí, claro.
—Y ese es el deber de Adrián por ser su único hijo,
¿verdad?
—Eso ya lo sé –dijo cruzando los brazos.
—¿Pero si Loreley fuera su hija, él no tendría que
casarse y así podría ir con la humana?
— Sí, pero ese es exactamente el problema: ella no es
mi hija, que más quisiera yo que lo fuera.
—¿Y si usted la adoptara oficialmente como su hija y
la nombrara su sucesora?

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—Pero eso. ¿No está prohibido?
—Han habido pocas ocasiones, pero en caso de au-
sencia de hijos, el rey puede nombrar a un sucesor que no
lleve su sangre.
—Pero, ¿y Adrián?
—Cuando él se una a la mujer, será contado entre
los humanos, y el rey de los mares, no puede tener un hijo
humano, ¿verdad?
La idea encendió el rostro del rey
—¿Cómo no se me había ocurrido antes? Yo la pue-
do convertir en mi hija. Y Adrián estaría feliz, lo liberaría
de sus deberes y podría irse con la humana. Pero ¿Y Lore-
ley? Ella lo ama.
—Debemos hablar con la joven sirena y tratar de
convencerla: porque va a tener que escoger a otro tritón
como su rey a su tiempo y si ella ama tanto a Adrián qui-
zás sea demasiado pedir. Al menos, podría consolarse con
ser la reina. No tendrá el amor de Adrián, pero tendrá el
amor de todos nosotros, quizás eso le dé felicidad.
—Puede ser... Puede ser. Loreley siempre ha sido
más sensata que Adrián y recuerda que los sentimientos,
son como seres vivos: si no se alimentan, se mueren. No es
lo mismo amar y no ser correspondido. Con el paso del
tiempo, ella podría olvidar a Adrián y fijarse en otro tri-
tón; uno que la ame como ella se merece . Es la mejor
solución... Gracias por tus consejos... Mandaré a buscar a
Loreley, para hablar con ella... Es más, iré yo mismo a de-
círselo a ella y también a Adrián.
Mientras tanto, Loreley se encontraba en la oculta
alcoba de su madre, preparando algo siniestro para conse-
guir su corona de una vez y para siempre...

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—¿Qué preparás esta vez? –le preguntó su insepara-
ble complice Jade.
—Una pequeña trampa para el príncipe, usaré la más
poderosa de las pociones… Nuestro débil rey no tendrá
corazón para obligar al príncipe a casarse conmigo, pero
con este brebaje… Verás como nos casaremos en unas cua-
nas horas y nadie podrá detenerme –y continúo mezclan-
do sus curiosos ingredientes en el gran caldero.

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XIII
SACRIFICIO
DE AMOR

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L a madrugada acababa de caer como el telón de
un teatro. Un gallo anunciaba la pronta salida del sol.
Ámbar, más triste que nunca, miraba su reflejo en la
ensenada. Recordando que hoy salía la luna llena y que es el
día en que su amado se desposará, con esa sirena que sólo vio
por unos momentos. Cabalgaban estos pensamientos tristes
pensamientos, en su obscura cabeza, cuando he aquí que el
rey de los mares surgió de entre un remolino de luz y agua,
como lo hiciera aquella vez. Ámbar, muerta de miedo, se
arrodilló.
—No temas Ámbar, escúchame. Me he dado cuen-
ta de lo mucho que mi hijo te ama. Desde que lo llevé a la
fuerza al abismo no ha tenido sosiego. La vida tan placente-
ra que antes tenía, desapareció y ha dado lugar a una amar-
gura tal que ha conmovido mi corazón de padre y he deci-
do aliviar su pena con tu presencia. Si tú lo amas y lo extra-
ñas, como él a ti, entonces deben estar juntos –los ojos de
Ámbar estallaron en lágrimas.
—Sí majestad, yo lo amo y lo extraño tanto.

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—Este pequeño frasco contiene el elemento que hará
el milagro. Te convertirás en una sirena para que puedan
compartir juntos una vida que durará milenios. –le entre-
gó el frasco en sus manos. Era una sustancia extraña, de un
brillo azuloso, como los rayos de la luna.
—Debo despedirme de mi familia y mis amigos.
—No, no hay tiempo. La vida humana que tenías, ha
terminado. Para ser sirena, debes sentirte como una y si no
puedes dejar todo atrás sin dudarlo, entonces tu amor no
es lo suficientemente grande y no mereces a mi hijo –Ám-
bar vaciló un microsegundo.
—¡Lo haré! –dijo decidida. Le dio un último vistazo
a su casa. Por la ventana, se podía ver a su primo y a su tía
poniendo la mesa para desayunar. Se tomó la fórmula de
un solo trago. Al beberla, sintió el líquido quemar su gar-
ganta como si fuera una brasa y al tocar las paredes de su
estómago, se esparció por todo su cuerpo, tornándolo frío
como hielo. La respiración, le comenzó a fallar y sus debili-
tadas piernas se doblaron como si el peso de su cuerpo se
hubiese triplicado en segundos.
Antes del final, ante ella, el rey del mar sufrió una
horrible metamorfosis.
—¡Tú! –exclamó espantada y con su último aliento
pronunció un nombre– Adrián...–y sus ojos se cerraron en
negro abismo.

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XIV
EL PACTO

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E l príncipe se encontraba en su habitación, des-
vanecido del mundo, pensando en Ámbar como lo hacía
siempre. Tocaron a su puerta, pero quién fuera, no esperó
a que le avisaran que se podía entrar.
—¡Vete! ¡No quiero hablar contigo! –le gritó Adrián
a Loreley tan pronto como sus cabellos turquesas se asoma-
ron por el umbral. Ella hizo como si no lo oyera y cerró la
concha tras de sí.
—Príncipe Adrián, vengo a informarle de algo de
sumo interés para usted –le dijo con una sonrisita per-
versa.
—No me interesa en absoluto nada que venga de ti,
Loreley.
—Estoy segura que esto le interesará –y abriendo su
mano le mostró una sirenita de coral.
Adrián, abrió los ojos. Su color cambió, sus labios
temblaron.
—¿¡Qué le hiciste!?
—Venga conmigo y le mostraré –lo llevó a la peque-
ña colina donde él solía observar la luna. Allí el cuerpo de
Ámbar yacía como dormida.

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—¡Está muerta!... ¡La mataste! –le gritó. Se acercó a ella.
—No, no ha muerto. Está bajo una poción muy pode-
rosa que la hace parecer así, pero si no se le suministra el antí-
doto antes de que la luna llena ilumine completamente su cuer-
po, entonces ella morirá. –Adrián frunció el ceño.
—¿Cuál es tu precio, Loreley?
—Matrimonio… Cásate conmigo y tu amada vivirá,
niégate y pasarás todos los milenios solo, sabiendo que la
dejaste morir.
—Esta bien Loreley. Me casaré contigo, dame el an-
tídoto.
—¿Crees que soy tan estúpida como tu padre y tú?...
Primero nos casaremos. Hoy mismo, antes de que la luna se
alce en lo alto y luego te devolveré a tu humana viva.
—Pero Loreley, todos van a sospechar si ven que nues-
tra boda se arma de un momento a otro y quizás no llegue-
mos a tiempo para salvar a Ámbar… Yo te doy mi palabra
de príncipe de que…
—Ya bastantes palabras falsas he dicho en mi vida
como para saber que las palabras son tan sólidas como la
espuma de mar. Primero nos casamos y luego yo te doy lo
que necesitas; y en cuanto a que sospechen, eso no tiene la
menor importancia, ahora lo que cuenta es que nos case-
mos al punto. Y por supuesto, ni una palabra de esto a
nadie. Mucho menos a tu estúpido padre. No creas que él
tiene poder para despertar a la humana: la poción de los
deseos, solo puede ser manipulada por la magia más pode-
rosa. Sin mí, ella estará perdida.
—Esta bien Loreley, en tus manos estoy, haré lo que
sea necesario para salvarle la vida a mi amada Ámbar –y
dirigiéndose a su inerte amada tomó su mano.

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—Espérame mi amor, pronto te salvaré –y ambos
nadaron a toda prisa hacia el castillo. Entraron juntos en la
alcoba del rey.
—¡Loreley! ¡Adrián! ¡Qué sorpresa! Qué bueno que
vienen por aquí los dos juntos. Tengo magníficas noticias
para ustedes... –Loreley le interrumpió.
—Nosotros también tenemos algo sumamente im-
portante que decirle –con una mirada le cedió a Adrián la
palabra y lo tomó fuertemente del brazo.
—Padre, he decidido casarme con Loreley. –ella re-
costó su cabeza sobre el hombro del príncipe con una son-
risa de adolescente enamorada.
—¡Pero hace unos instantes estabas suspirando de
amor por la humana! ¿Y este cambio?
—Después de varios acontecimientos, me he dado
cuenta que a veces las apariencias engañan y no todo lo que
simula ser bueno lo es en realidad... Lo único que puedo
hacer en este momento para enmendar mi ceguera, es ca-
sarme con Loreley.
—¡Hijo mío! Es la mejor decisión que has podido
tomar, no encontrarás otra sirena como Loreley y ahora no
habrá necesidad de convertirla en… Bueno eso no impor-
ta ya, lo que hace falta es empezar los preparativos necesa-
rios para una boda como nunca se haya visto en centurias.
Tenemos mucho que organizar y a muchos que invitar…
¿Ya pensaron en la fecha?
—Sí, queremos casarnos hoy mismo. –le dijo Adrián.
—¡Hoy! ¡Pero eso es muy pronto! No habrá tiem-
po para realizar los preparativos necesarios, ni quedará
todo tan bello y perfecto como a ti siempre te ha gusta-
do, Loreley.

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—Mientras más rápido mejor, esta misma noche y
en cuanto a todas esas formalidades a mí no me interesan y
sé que a Loreley tampoco; lo que a ella le importa es ser mi
esposa lo antes posible.
—Sí majestad. Usted sabe que cuando se ama no se
desea esperar, lo único importante en una ceremonia son
los novios y la persona que la lleve a cabo. Todo lo demás es
solo vanidad. –le dijo Loreley. El rey asiente, frunciendo el
entrecejo un poco.
—…los jóvenes tienden a ser impulsivos, si así lo de-
sean oficiaremos la ceremonia en unas cuantas horas con to-
dos los asistentes que podamos conseguir en ese breve lapso.
—No se preocupe, todo será como siempre lo soñé
–le afirmó Loreley y junto con Adrián se marchó.
Al principio, el rey se sentía muy satisfecho, pero en
su habitación su corazón de padre le hizo sospechar, que
había corrientes engañosas bajo esas aguas.
El mensajero entró.
—Entiendo. –el mensajero se marchó. El rey, per-
turbado decidió conversar una vez más con su amiga La
tortuga. Cuando llegó ella, de inmediato notó su humor.
—¿Se siente mal, majestad? ¿Desea algo?
—No, estoy bien, gracias… Estuve meditando acer-
ca de esta boda al vapor y hay algo que no me gusta. Todo
es tan apresurado, de Adrián no me extraña, él siempre fue
así, impulsivo, pero ¿!Loreley!? ¿Haciendo su propia boda
sin pensar en los protocolos, los detalles, las formalidades?
Cuando un simple banquete es toda una odisea para ella.
Aquí hay calamar encerrado.
—Tiene mucha razón. Loreley siempre ha sido muy
detallista con todo. Le aconsejo que hable con el príncipe

Ana Brígida Gómez


106
primero y después con Loreley. Si las razones que tienen
para casarse tan arrebatadamente, no le convencen, enton-
ces debe detener ese matrimonio… al menos hasta que se
aclaren las cosas.
—Me parece bien.
Con esta idea en la cabeza, llegó a la habitación de
Adrián.
Éste estaba sentado en su cama frente a la ventana,
con los ojos clavados en la sirenita de coral que tenía en su
mano.
—Soy yo Adrián, ábreme –el príncipe se incorporó ce-
rrando en el puño el sagrado objeto. Trató de fingir alegría al
abrir la puerta. Pero su padre pudo ver el pesar en la noche de
su rostro. Más que prepararse para su boda, parecía que se enca-
minaba hacia su ejecución.
Se acercó, le pasó el brazo por la espalda y ambos se
sentaron en el lecho.
—Adrián, puedo ver en tu semblante que no ha sido
la alegría del amor lo que te ha impulsado a celebrar estas
nupcias, sino más bien hay una profunda tristeza que te
carcome por dentro como a un barco hundido... ¿Por qué
vas a casarte con Loreley entonces, hijo mío? –el príncipe
bajó la mirada.
—No te entiendo, padre ¿Acaso no eras tú él que
decía que debía a toda costa desposarme con Loreley? ¿Que
debía alejarme del superficial amor que me ofrecía Ámbar?
Estoy haciendo lo que deseabas que hiciera ¿¡Qué más quie-
res de mí!?
—Tu felicidad, hijo mío, tu felicidad. Es todo lo que
un padre desea; reconozco que fui muy duro al querer obli-
garte a casarte con Loreley, fui impulsado por el afecto que le

La sirenita de coral
107
tengo a ella y por tu constante negación de los deberes reales.
Pero te juro por lo más sagrado que,. llegada la hora, no te
hubiera obligado a hacer nada en contra de tu voluntad; y
en cuanto a lo que pasó con la humana cometí el mismo
error de nuevo, pero justo antes de que vinieras a mí, estaba
a punto de liberarte para que te reunieras con ella. Tu viejo
padre te ama y nunca haría nada en este mundo que no
fuera por tu propio bien. Todos los padres queremos lo me-
jor para nuestros hijos, pero hasta por amor se comenten
errores –Adrián recostó la cabeza en el pecho de su padre.
—Lo sé padre… lo sé.
—Entonces vamos a evitar que cometas este dispara-
te de casarte con Loreley –Adrián se descontroló.
—¡No! ¡Padre no! Debo casarme con Loreley. Tengo
que... es cuestión de vida o muerte…
—¡Hijo! ¿Pero qué es lo que pasa?
—No puedo decirte nada, pero tienes que dejarme
casar con ella esta misma noche… Es la única manera –el
rey le acarició la cabeza.
—Cálmate, hijo. Todo va a estar bien. –lo abrazó y
enfiló rumbo hacia a la alcoba de Loreley. Dentro, Loreley
junto con Jade y su arrogante actitud, se preparaba para el
día más feliz de su vida.
—Loreley ¿puedo pasar? –ésta, asumió su hipócrita
actitud de siempre.
—Sí, pase majestad… ¿Sucede algo? –dijo cantarina.
—Loreley, sucede que, después de meditarlo mucho
he considerado que lo más prudente es posponer esta boda
de hoy en la noche hasta que tengamos todo listo para que
se realice, de acuerdo a nuestras costumbres de principio a
fin –Loreley palideció.

Ana Brígida Gómez


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—¡¿Qué?!
—Sí. Yo sé que toda esta idea de la boda apresura-
da debe ser cosa de Adrián, pero no voy a sacrificarte a
ti por él. Él debe ser un buen novio y esperar a que todo
esté listo para que la ceremonia sea como tú lo has soña-
do desde siempre. La novia en toda boda es la gran pro-
tagonista.
—Pero, pero majestad… Eso no es necesario, de ver-
dad. Si Adrián está a mi lado, todo es perfecto, no necesito
nada más que a él y su bendición.
—No se diga más. Quiero darte la mejor boda y como
rey de los mares no me puedes negar ese deseo. Así que
relájate, descansa. Mañana hablaremos de los preparativos
y las invitaciones –el rey se marchó y en cuanto ella sintió
que se había alejado lo suficiente, se descargó en todo cuanto
tuvo al alcance de la mano: mesas, frascos, conchas y perlas.
Todo pasó por sus manos como por un huracán y terminó
hecho añicos, flotando, como restos de casas después de
pasada una tormenta.
Cuando su descarga de furia amenazó con destro-
zar su espejo en la pared, su propio reflejo la hizo reca-
pacitar.
Se serenó y se dirigió de vuelta a la habitación en el
fondo del castillo. Con ella descendió Jade, la parte más
importante de su plan; aunque ella lo ignoraba por el mo-
mento.
—¿Qué clase de brujería usarás ahora?
—Antes usé la poción de los deseos para transfor-
marme en el rey y usaré la misma estrategia de nuevo.
—Pero ¿de qué te serviría convertirte en el rey? Ne-
cesitas que él oficie tu matrimonio.

La sirenita de coral
109
—Ya lo sé, imbécil…Es por eso que te trasformaré a
ti en el rey.
—¡¿Qué!?
—Tú serás quien oficie mi ceremonia. Nadie se dará
cuenta y todos me tendrán por esposa de Adrián. Lo pri-
mero que harás es decirles a todos que sigan con los pre-
parativos a toda marcha. Diles que cambiaste de opinión
y que quieres que la boda se organice lo más pronto posi-
ble, que es de muy mal gusto mantener separados a los
jóvenes enamorados. Te quedarás callada el mayor tiempo
posible para evitar errores y luego que santifiques mi ce-
remonia, te marchas.
—¿Y qué crees que hará el rey conmigo cuando me
vea suplantándolo?
—Él no te verá, idiota. Tengo otra pócima que voy a
usar en él. Es un fuerte somnífero que lo dejará fuera del
camino por días, tiempo suficiente para deshacerme de su
hijo, y formar mi ejército… ¡Soy tan lista!
—¿Estás segura que esa formula servirá para él?
Después de todo él es el rey de los mares; su cuerpo es
por ende más resistente a las pociones mágicas que el de
cualquiera.
—Ya me adelanté a los acontecimientos. Usaré el tri-
ple de los ingredientes. Tendrá suficiente como para dor-
mir a treinta ballenas azules; ni siquiera un rey puede ser
inmune a semejante poder.
Loreley la obligó a beber del milagroso líquido azul,
pronunciando unas palabras en una antigua lengua y trans-
formó a Jade en la viva imagen del monarca. La cubrió con
una abundante capa y se escurrieron ambos hasta las alco-
bas del rey. Ella lo dejó afuera y con una bandeja en mano

Ana Brígida Gómez


110
que tenía una copa de un líquido espeso y obscuro como
petróleo, tocó a su puerta.
—¿Puedo pasar? –el rey le dio entrada.
—Sé mi amado rey que esta boda apresurada y la
necedad, tanto mía como de Adrián de querer casarnos así,
pasando por encima de centurias de tradición, le han cau-
sado muchas preocupaciones, pero le juro que esa no fue
nunca nuestra intención. No queremos nada más que estar
juntos… Pero usted tiene razón, fue un acto egoísta y es
mejor que esperemos a que todo esté dispuesto como man-
dan las costumbres el rey pone sus manos sobre los hom-
bros de la sirena.
—Me complace saber que lo tomas así, Loreley... ¿No
hay nada más que quieras decirme?
—Sí mi rey, aquí le traigo esta bebida relajante, que lo
hará dormir toda la noche... Esto me hará sentir mejor des-
pués de todas las dificultades que le he causado –y le acercó
la bandeja. El rey, tomó la copa y se la llevó a los labios y por
un momento pareció detenerse ante el olor del brebaje, pero
después bebió hasta la última gota. El brazo en que la soste-
nía se desplomó, dejando la copa flotando por inercia sobre
su cabeza. El rey había perdido la conciencia.
Loreley, dejó entrar a Jade y con su ayuda subió al
soberano a la cama y le puso a ella la corona del verdadero
monarca.
—En cuanto salgas, haz lo que ya acordamos. Yo iré
a prepararme en mis habitaciones y en cuanto termines con
todo, ven a verme antes de comenzar la ceremonia y re-
cuerda cerrar la puerta con llave cuando salgas.

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112
XV
LA BODA

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P asadas unas horas el rey se encontró con Lore-
ley en su habitación.
—¿Está todo listo para la boda?
—Sí, como me lo ordenaste...Tu plan fue magnífico
en verdad. La forma en como engañaste al rey y obligaste al
príncipe a casarse contigo, es algo que solo pudo haber he-
cho un ser de una inteligencia superior –Loreley sonrió.
—Sí, por supuesto que soy superior a todos ellos.
Por eso, todo será fácil desde ahora. En cuanto ascienda al
trono veré la manera de desaparecer a esos dos necios…–
y rió de nuevo–. Vamos, en cuanto la luna se alce en lo
alto, Adrián sabrá que la humana está muerta y no se
casará conmigo…
—Sí en verdad fue una maravillosa idea para coac-
cionar a Adrián –Loreley se relamió los labios recordando
sus acciones.
—Todavía puedo ver la expresión de la humana cuan-
do me transformé frente a sus ojos; casi se podía escuchar el
ruido de su corazón rompiéndose a medida que se desplo-
maba. La muy idiota, sacrificó todo para estar con Adrián...
La sirenita de coral
115
Ni siquiera pudo despedirse de su familia y tenía tantas ilu-
siones en ser una sirena… ¡Qué tonta! Pero supongo que
solo una mujer tan estúpida podría amar a un imbécil como
Adrián…Qué lo espere en la otra vida, mi gran misericor-
dia lo enviará allá lo antes posible.
—…Ella lo amaba en verdad, sacrificó todo por él.
—Claro que lo amaba. Su amor estaba por todas
partes. Se veía en sus ojos, en su piel, en el tono de su voz.
Solo la cólera ciega del rey, con un pequeño incentivo de
mi parte, era incapaz de notarlo... Quizás le cuente, antes
de matarlo, que él fue el culpable de separar a su hijo del
amor de su vida… –se rió aún más y se colocó en la cabeza
una medusa cabeza de león. Sus tentáculos, como tejidos
por hilos de seda, flotaban por metros y metros desde su
cabeza. Giró sobre sí misma y le preguntó al rey:
—¿Cómo me veo?
—Te ves muy hermosa –ella levantó una ceja.
—Vaya, esa poción es realmente efectiva. Si no fuera
porque sé quién eres, creería que eres en verdad el rey de
los mares... Tanto mejor, así nadie sospechará nada.
Y muy alegre se marchó. El rey la siguió y se separó
de ella justo antes de entrar, para llegar antes a su lugar al
frente.
El salón estaba cubierto de anémonas que trataban
de alegrar esta triste ceremonia.
El rey vio como Loreley y Adrián desfilaron juntos,
rodeados por los tritones y sirenas del castillo y por los po-
cos crustáceos que lograron reunir.
El monarca les colocó a ambos una corona de con-
chas marinas sobre sus cabezas y sus colas fueron enlazadas
por la sirena más vieja de todas, con una sarta de perlas

Ana Brígida Gómez


116
grandes como cerezas, gastadas y opacas por todas las unio-
nes en las que habían participado.
El rey comenzó. Tomó las manos de Adrián y Loreley
y las apretó entre las suyas para unirlos para siempre.
Ya todo está perdido.
Adrián bajó la cabeza. Loreley la alzó orgullosa.
—Tú, príncipe Adrián del reino de los mares, eres y
serás siempre un magnífico tritón, incapaz de hacer el mal.
Curioso ante la vida. De decisiones apasionadas que, bus-
cando el amor lo ha encontrado en el mejor lugar posible.
Con tu gesto has demostrado tu valentía, tu valía y tu ma-
durez más allá de lo que este anciano hubiera podido so-
ñar. Sé desde ahora que vas a ser un gran rey, porque tus
decisiones son tomadas desde el lugar más sagrado que pue-
de tener un ser vivo: su corazón.
Miró a Loreley.
—A tí, bella Loreley… Eres el ser más despreciable que
haya tenido la desgracia de conocer. Eres egoísta y cruel, inca-
paz de amar a nadie más que a ti misma y que para mi desven-
tura, no pude reconocer hasta este día. Vales nada. No sé como
pude llegar a amarte…–Loreley descolorida gritó:
—¡¿Qué haces imbécil!?... –pero entonces ahogó sus
gritos y se detuvo– ¡¿Tú… eres…. el rey?!
—Sí, Loreley. Pensaste que tu brebaje insignificante
podía dominar al rey de los mares. No digo lo suficiente
para treinta ballenas azules, para tres mil haría falta si que-
rías lograr algún efecto en mí. Te creciste ¿verdad? Pensaste
que eras mejor que todos y para llevar a cabo tu plan malé-
fico, usaste los métodos del cobarde: engaños, mentiras y
traición. Ganaste nuestros corazones y encima utilizaste el
gran amor que se tienen Ámbar y Adrián para lograr tus

La sirenita de coral
117
propósitos. Maldito el día en que te amé, maldito mil veces
el día en que te quise como a mi hija…Y pensar que estabas
tan cerca. Si hubieras tenido un poco de paciencia te hu-
biera hecho hija mía mediante un decreto real y te hubiera
nombrado mi sucesora sin necesidad de desposar a mi hijo.
—¡¿Qué?! –solo atinó a decir la malvada sirenita.
—Casi morí de pena al oír a tu cómplice confesar tus
intrigas. Yo no creía, no quería creer, que nos engañaras
por tanto tiempo. Por eso fingí que era el rey falso, creado
con tu brujería. Porque quería ver con mis propios ojos, oír
con mis oídos, tus infamias…
Loreley casi enloquecida terminó de desenmascarar
su maldad. Había fingido por tanto tiempo, que su imagen
verdadera era espantosa ante los ojos de todos, sus ojos pa-
recían dos agujeros negros, sus cabellos turquesas se mo-
vían como serpientes y su rostro límpido se mostraba obs-
curecido. Se reveló, vomitando su amargura para con
Adrián.
—¡Todo esto es tu culpa! ¡Maldito Adrián! Si te hu-
bieras enamorado de mí. Si hubieras caído en mi hechizo
nada de esto hubiera pasado. Tendría mi corona y mi reino
bajo mi cola, pero por el amor a esa humana todos mis
planes se arruinaron, pero no será ruina mía tan solo. Tú
también perderás lo que más amas, así como lo he perdido
yo... –y sin que nadie pudiera detenerla, escapó a todo nado.
Adrián, cual saeta, la persiguió. Pero la ágil sirena del
mal, conocía mejor el camino y entró por el pasadizo secre-
to que llevaba a su alcoba de hechizos y terror. Allí, el prín-
cipe logró alcanzarla. La tomó del brazo. Pero ella ya había
logrado echar mano de un frasquito, no mayor que un puño,
con un liquido rojizo dentro de él. Cuando tenía la cara de

Ana Brígida Gómez


118
Adrián frente a la suya, una mueca de satisfacción la acompa-
ñaba y frente a su pecho lo aplastó con toda la fuerza de su
mano. El líquido, brillante y rojo se disolvió ante los adoloridos
ojos de Adrián. No había necesidad de que Loreley explicase
su contenido, su risa diabólica y sus ojos de odio, lo decían
todo: era el antídoto. El rey llegó acompañado de varias sire-
nas y tritones. Una sola mirada a la escena le reveló lo sucedi-
do y lleno de encono señaló a Loreley con su tridente:
—Loreley, por los crímenes que has cometido, yo te
condeno a la soledad eterna, hasta que el último aliento de
vida abandone tu cuerpo. Ya no eres una sirena.
Y de entre las sombras del gran caldero surgió un
negro remolino que la arrastró hasta sus entrañas. Un leve
gemido exhaló su garganta y fue todo lo que quedó de la
bella Loreley. Nunca más se habló de ella en el palacio, como
si no hubiera existido. Su habitación fue clausurada para
siempre.

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120
XVI
LA METAMORFOSIS

La sirenita de coral
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122
E l príncipe Adrián nadó desesperado hacia don-
de yacía Ámbar.
La luna la iluminaba toda. Al parecer, ya estaba muer-
ta durante la ceremonia. No había nada que él pudiera haber
hecho para salvarla, ni siquiera casándose con Loreley.
El rey junto a los demás tritones y sirenas observa-
ron la devastadora escena y bajaron sus cabezas en señal
de respeto.
—Ámbar, mi amor. Eres lo mejor que me ha pasa-
do en la vida, yo creía tener todas las respuestas, que todo
en mi vida era perfecto hasta que llegaste tú. Me enseñas-
te que los humanos también pueden ser criaturas buenas
y amorosas. Pero sobre todo me hiciste sentir el amor ver-
dadero... Yo quería mostrarte mi mundo, te hubiera en-
cantado... Sé que tomaste esa poción por mi causa, por-
que querías ser una sirena para estar conmigo. Sé que
siempre en tu corazón, has sido una sirena –tomó la sire-
nita de coral y la puso entre sus manos e inclinando su
cabeza le otorgó el beso que siempre quiso darle en vida y
que nunca pudo.
La sirenita de coral
123
Se inclinó y los demás presentes lo imitaron para hon-
rar su cuerpo.
De los labios de Ámbar brotó una chispa de luz
que se extendió como una mancha de tinta por todo su
cuerpo. Comenzó a levitar en un poderoso brillo. Adrián
observó con los ojos bien abiertos esta masa luminosa que
se había apropiado del cuerpo de Ámbar. En un mo-
mento, la luz comenzó a crecer y a crecer tanto que esta-
lló, cegándolos a todos. Cuando Adrián recuperó la vi-
sión, un milagro se abría ante sus ojos. Ámbar flotaba
frente a él. Abrió los ojos, lo miró un momento, susu-
rró.
—¿Adrián?
¡ESTABA VIVA! ¡VIVA! Mejor que viva, tenía una
hermosa cola rosa en vez de sus piernas y sus dedos tenían
ahora una membrana que los unía.
¡Ámbar, se había convertido en sirena!
Adrián, alegre, confundido, tembloroso, espantado,
se aproximó. ¿Era ella? ¿Una visión? ¿Una trampa de la luna?
—¿Ámbar, eres tú? –al verla de cerca pudo recono-
cer en su ojos a la dulce Ámbar que conocía y amaba. Se
abalanzó sobre ella, abrazándola. Ella, sin estar muy segura
de lo que sucedía, respondió al abrazo instintivamente.
—Adrián, mi amor. Tuve una pesadilla terrible. El
rey de los mares me prometió convertirme en una sirena
para estar contigo, pero me dio un frasco con aquel breba-
je que me tomé... Sentí que iba a morir sin volverte a ver y
se transformó en ella... Fue horrible, creí que no te volvería
a ver... no sabes lo aterrada que estaba –y lo apretó más
fuerte aún, acercó más su cuerpo y al querer dar un paso
sintió que sus piernas no eran dos e independientes sino

Ana Brígida Gómez


124
una sola masa que se extendía desde su cintura. Sintió las
membranas entre sus dedos, también un leve cosquilleo en
su espalda cada vez que respiraba: sus agallas.
Al fin se miró, se tocó y lo supo.
—¡¿Soy una sirena?!...¡Soy una sirena! –y usando por
primera vez el cuerpo que siempre deseó tener, nadó y dio
vueltas alrededor. Entonces se detuvo.
—¿Pero como?... ¿Acaso tú, Adrián?
—No, mi vida. Si hubiera estado en mí semejante
poder te hubiera convertido en sirena hace tiempo. La ver-
dad es que Loreley te dio una pócima para matarte y me
dijo que solo la magia más poderosa podría salvarte… No
sé que habrá pasado.
—Claro... La magia más poderosa –dijo el rey en voz
alta y al sentir la mirada de Adrián le explicó.
—Cuando Loreley creó esa sustancia, estaba llena
de odio y ambición, pero cuando tú la tomaste, tu cora-
zón estaba lleno del amor más puro y tu mayor deseo era
convertirte en sirena para estar al lado de Adrián. La fuerza
de tu amor, es lo que te ha transformado... No hay magia
más poderosa que la que posee el amor verdadero.
—Pero padre. Yo pensé que toda la magia que había
usado Loreley era maligna.
—Hijo, la magia no es ni buena ni mala. La magia
es como el agua: adquiere la forma del recipiente que la
contiene, los que la usan para el mal reciben sus benefi-
cios pero también reciben siempre su castigo, pero aque-
llos que solo quieren usarla para motivos bienhechores
consiguen su justicia y reciben su recompensa. Ámbar se
ha transmutado por fuera en lo que ella siempre fue en su
interior: una sirena.

La sirenita de coral
125
Adrián y Ámbar se miraron y se abrazaron. Ella notó
algo en su mano, su sirenita de coral. Adrián entonces la
tomó y la colgó en su cuello y le dio otro beso.
El rey se acercó a Ámbar un tanto temeroso. Ámbar,
también se acercó temblorosa hacia al rey: el uno a la otra
trataban de saludarse de mano. Pero el rey decidió abrazar-
la de una buena vez y Ámbar le correspondió con el mismo
entusiasmo dándole un beso en la mejilla. Las demás sire-
nas y tritones siguieron el ejemplo del rey y le dieron la
bienvenida a Ámbar, la abrazaron y la recibieron como a
una nueva hermana sirena.

Ana Brígida Gómez


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XVII
ALGÚN DÍA LAS
SIRENAS VOLVERÁN

La sirenita de coral
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Ana Brígida Gómez
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H oras más tarde, Ámbar se acercaba nadando a
la costa de la isla. Había desaparecido en la noche y era casi
de madrugada. Su tía, lámpara en mano la buscaba junto a
su primo, temían lo peor. De repente, Ámbar se acercó
por la ensenada.
—¡Ámbar! ¿Sabes que hora es? Estábamos muertos
de preocupación. Ven inmediatamente.
—No puedo tía, perdóneme.
—¿Cómo que no puedes? Ven ahora mismo o yo…–
y acercándose un poco más, Ámbar levantó sus manos, le
mostró sus dedos y sacó su cola del agua. Su tía ahogó un
grito, la miró con ojos horrorizados, por un buen rato. Pero
luego que observó la felicidad en su rostro, se calmó. Su
hijo se acercó al ver a su madre mirando con tanta atención
hacia la ensenada y casi se le cayó la mandíbula al ver a su
atolondrada prima convertida en una mítica criatura.
—Tía, vengo a despedirme. Ahora que soy una si-
rena viviré bajo el mar. No será fácil adaptarme, pero
voy a estar bien porque estaré con alguien que me ama y
a quien yo amo más que a nada en este mundo –Adrián

La sirenita de coral
129
surgió de entre el agua y le hizo una reverencia a la tía y
a su primo–. Sus hermanos y hermanas y hasta el rey me
han recibido con los brazos abiertos… ¿Puedes perdo-
narme tía?... ¿Puedes perdonarme, por dejarte?
—No hay nada que perdonar, hija. Yo no soy tu ma-
dre, pero como ella, quiero solo tú felicidad y puedo ver
que ya la encontraste –rió un poco, mirando a Adrián–.
Tenías razón después de todo. Solo cuídate mucho y sé fe-
liz, si alguien se lo merece eres tú. Si alguna vez pensaste
que era todo inútil y que lo mejor era olvidar tus ideales y
seguir la corriente en que navegaban todos, ahora ya sabes
que valió la pena. Solo cumplen sus sueños aquellos que se
atreven a ser diferentes: Quien es distinto, quien se destaca
entre la multitud siempre se convierte en alguien extraor-
dinario. Los deseos sí se realizan. –y pasando su mano por
los cabellos de su enmudecido hijo continuó.– La gente
pasa, los amigos se apartan, los grupos se dispersan, uno se
muda, la gente se olvida, pero un gran sueño va contigo
donde quiera que vayas. Una vez alguien muy sabio me
dijo: “Los sueños no se dan en vano”.
Ámbar, dirigiéndole una sonrisa a su tía, se acercó y
la abrazó para despedirse y le acarició la cabeza a su primo,
Adrián tambien se despidió. Se alejaron nadando, Ámbar
agitaba la mano.
—¡No los olvidaré! Cuéntele lo que pasó a mis ami-
gos. Dígales que algún día cuando los humanos estén listos
las sirenas volverán y todos estaremos juntos como antes…
Esta vez para siempre. Los amo mucho. Sean felices –ya en
alta mar miró que la luna, se desvanecia en el horizonte,
junto a Adrián.

Ana Brígida Gómez


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—Quien me iba a decir que iba a encontrar el amor
de mi vida, aquí en la tierra que yo tanto odiaba.
—¿Te parece extraño?
—No. Me parece perfecto… “El amor todo lo pue-
de” me dijeron una vez –se besaron y se dirigieron a explo-
rar juntos por primera vez el mundo submarino.
En el cielo, despuntaba el amanecer y la luz del sol
iba apagando una a una las estrellas.

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COLECCIÓN SANTUARIO

1-La fantasma de Higüey, Francisco Javier Angulo Guridi


2-El montero, Pedro Francisco Bonó
3-Rufinito, Federico García Godoy
4-Duarte, Sánchez y Mella vistos por una educadora, Eleanor
Grimaldi Silié
5-El culpable voluntario, Osiris Madera
6-A la sombra del flamboyán, Dinorah Coronado
7-Balance de tres, Manuel Salvador Gautier
8-El hombre que descubrió la verdad, León David
9-Amor fugaz, Dionicio López
10-La sangre, Tulio Manuel Cestero
11-Nudos y alfileres, Rannel Báez
12-El precio de los sueños, Enrique García Jorge
13-Ruptura del silencio y Poemas para un olvido, José López
Larache
14-Filosofía del silencio, Alejandro Arvelo
15-Nosotros los suicidas, Marcio Veloz Maggiolo
16-Contemporáneos del tiempo, Isael Pérez
17-Dafnis y Cloe, Longo de Lesbos
18-La cabeza, Néstor García
19-Enriquillo, Manuel de Jesús Galván
20-Duarte, fundador de una república, Franklin Domínguez
21-La vida no tiene nombre, Marcio Veloz Maggiolo
22-El jefe iba descalzo, Marcio Veloz Maggiolo
23-Llamas de amor y Poemas para amar, Isael Pérez
24-Los cuentos de María, María Aybar
25-La brega, Frank Núñez

La sirenita de coral
133
26-Ingeniería del verso, Simeón Arredondo
27-Ciudad de lodo, Amado Alexis Chalas
28-Pedro Mir. Poemas escogidos, Hugo Fernando Mir Ramírez
29-La muerte está de luto, Herman Mella Chavier
30-Maura, Osiris Madera
31-Burócratas del polvo y A ras de tierra, Isael Pérez
32-Amy la cantante y otros relatos sobre mujeres, Luis R. Santos
33-El zorongo azul, Justiniano Estévez Aristy
34-Las lágrimas de mi papá, Miguel Solano
35-Vuelta al cantar de los cantares, Tomás Castro Burdiez
36-Rosa íntima, Rosa Silverio
37-Retrato de dinosaurios en la Era de Trujillo, Diógenes Valdez
38-Juventud sin verdes prados, Enriquillo Evangelista
39-El viejo y el mar, Ernest Hemingway
40-Novelas completas, Freddy Gatón Arce
41-Los retornos del Jefe, Marcio Veloz Maggiolo y Bismar Galán
42-La Ilíada, Homero
43-La Odisea, Homero
44-Serenata, Manuel Salvador Gautier
45-El asesino de las lluvias, Manuel Salvador Gautier
46-Entre dos silencios, Hilma Contreras
47-Secretos de la argumentación jurídica, Alejandro Arvelo
48-El Lazarillo de Tormes, Anónimo
49-La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca
50-María, Jorge Isaacs
51-El coleccionista, Fari Rosario
52-Los ángeles de hueso, Marcio Veloz Maggiolo
53-Uña y carne, Marcio Veloz Maggiolo
54-Un árbol para esconder mariposas, Manuel Salvador Gautier
55-Bolo 15, Osiris Madera
56-El compromiso, Blanca Kais Barina
57-La cabaña del Tío Tom, Harriet Becheer Stowe
58-Marianela, Benito Pérez Galdós

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59-Bodas de sangre, Federico García Lorca
60-Los enemigos de la tierra, Andrés Requena
61-Memoria de la tarde, Henry M. Santos Lora
62-Ali Babá y los 40 ladrones, Anómino
63-La lámpara de Aladino, Anónimo
64-Sindbad el marino, Anómino
65-La Celestina, Fernando de Rojas
66-Lía, Osiris Madera
67-Las minas del rey Salomón, Henry Rider Haggard
68-Novelas ejemplares, Miguel de Cervantes
69-Arte poética, León David
70-Los convidados, Rafael Chávez
71-Cómo leer, comentar y discutir textos filosóficos, Alejandro
Arvelo
72-El príncipe y el mendigo, Mark Twain
73-Guanuma, Federico García Godoy
74-Alma dominicana, Federico García Godoy
75-Cosas añejas, César Nicolás Penson
76-Partida sin retorno, Héctor Galván
77-Parábola de la verdad sencilla, León David
78-Mujer de agua, Ramón Lacay Polanco
79-Cosas de Mariela y otros cuentos, Olga Lobetty Gómez
80-La dama de las camelias, Alejandro Dumas
81-La metamorfosis, Franz Kafka
82-Lengua de paraiso y otros poemas, José Mármol
83-Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes
84-Ocho cuentos de oro, Emelda Ramos
85-Soliloquio en el banco de polvo, Joel Rivera
86-Mateo Marrison: Estático en la memoria y otros textos.

La sirenita de coral
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COLECCIÓN SANTUARIO INFANTIL

1-El caballero Geremy, Sélvido Candelaria


2-El conejo en el espejo y otros cuentos para niños, Rafael Peralta
Romero
3-Cuando los perros se amarraban con longanizas, Justiniano
Estévez Aristy
4-Alicia en el país de las maravillas, Carroll Lewis
5-Vivencias infantiles, Juana Escorbort
6-El principito, Antoine de Saint Exupéry
7-Platero y yo, Juan Ramón Jiménez
8-El mago de Oz, Lyman Frank Baum
9-El día que las vocales no fueron a la escuela, Nison A. Lebrón
10-Caperucita Roja y otros cuentos, Charles Perrault
11-La sirenita y otros cuentos, Hans Christian Andersen
12-La sirenita de coral, Ana Brígida Gómez
13-Poemas del jardín, Leibi Ng
14-Las aventuras del niño inventor y la bruja Marleny, Tony
Morales
15-Poemas y cuentos infantiles y juveniles, Eleanor Grimaldi Silié

Ana Brígida Gómez


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Esta edición de LA SIRENITA DE CORAL, de Ana Brígida
Gómez, consta de 1000 ejemplares y se terminó de
imprimir en el mes de octubre de 2009 en los talleres
gráficos de Soto Impresora S.A., Santo Domingo, Re-
pública Dominicana.

La sirenita de coral
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