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DAVID McCREERY

El Café y sus Efectos en la Sociedad Indígena

En la segunda mitad del siglo XIX la vida rural de Guatemala cambió tan radicalmente que
bien puede decirse que el país entero experimentó una revolución, entendida ésta como
alteración del orden establecido, en beneficio de una parte de la sociedad y en detrimento
de otra. La fuerza que adquirió el café, sobre todo después de la década de 1860, como
nuevo cultivo de exportación transformó profundamente el panorama del campo. En 1871
las ventas de este producto constituían ya la mitad de todas las exportaciones. El café
absorbió la mayor parte de los recursos de producción disponibles en el agro, con
excepción de la tierra; y ello, en una proporción mucho mayor que la de cualquier otro
cultivo. Su producción en el país se extendió con el tiempo, aunque sujeta siempre a los
altibajos del mercado mundial. Esta situación, además, estuvo condicionada por
circunstancias regionales particulares, y por patrones de aceptación o rechazo en la
población rural. El café afectó de diferente manera a las diversas regiones de Guatemala,
según las épocas. Por lo tanto, no se puede hablar de una línea de desarrollo uniformemente
aplicable a todo el país, sino de una historia propia de cada región.

Primeras Plantaciones

El café se cultivó en Guatemala desde el siglo XVIII. Al principio, sin embargo, más bien
fue un simple arbusto decorativo y, hasta después de 1830, una mera curiosidad. Algunos
viajeros que visitaron el país a finales de la década de 1820, comprobaron que era muy
difícil obtener unos granos de café y que, cuando se conseguían, eran más caros que en
Europa.

En las siguientes décadas la grana fue el cultivo más rentable, y absorbió los limitados
recursos de producción de que podía disponerse. Después del período de inestabilidad
política y cuando ya la paz se había afirmado, la cochinilla se mantuvo, por casi 20 años,
como el principal cultivo de exportación, pero los agricultores ya mostraban un creciente
interés por el café, no como sustituto, sino como complemento de aquélla, y como
alternativa frente a los peligros del monocultivo. Sin embargo, la industria de la cochinilla
acaparaba todavía la mayor parte del capital y de la mano de obra. Los periódicos de la
época y la Sociedad Económica ponderaban el ejemplo de Costa Rica y las enormes
posibilidades del café, pero informaciones de ese tiempo indican que hacia finales de la
década de 1840 éste se cultivaba sólo en unas pocas plantaciones. El fenómeno es
explicable: los productores bien establecidos sólo en raras oportunidades abandonaban el
cultivo que les reportaba ganancias a pesar de la incertidumbre del mercado, y únicamente
cuando se sentían forzados a ello tomaban las nuevas opciones. Mientras que Guatemala
careciera de caminos y puertos adecuados, las potencialidades de la caficultura difícilmente
podrían traducirse en una realidad capaz de competir con la grana, producto pagado a
precios altos que se decidían por el peso y el volumen.

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Entre las primeras plantaciones de café que alcanzaron éxito comercial estaban las
localizadas en los alrededores de la Antigua Guatemala y Amatitlán, donde los plantadores
pudieron utilizar para el nuevo cultivo, tierras y mano de obra empleadas antes en la grana.
Casi siempre se iniciaba el cultivo del café juntamente con el de ésta y en una escala
relativamente pequeña. Un ejemplo de dicho proceso de transición fueron los contratos de
arrendamiento que contemplaban la siembra intercalada de café y grana, de modo que la
siembra antigua servía de sombra para la nueva. Poco a poco, y después de varios años, el
arrendante acababa por dejar una parcela completamente poblada de plantas de café. El
paso se dio con lentitud, en aquélla y otras áreas, lo cual no resulta extraño si se toma en
cuenta la importancia que la grana tenía en la economía local. Ello hizo que, en el caso
concreto de la Antigua y Amatitlán, no se cometieran los errores que, por ejemplo, se
dieron en la Costa Sur. En 1862 el Corregidor de Sacatepéquez reportó la existencia de
unos 17 caficultores en la zona aledaña a la Antigua Guatemala, todos los cuales tenían
sembrados 47,965 arbustos y 28,100 plantas en almácigos. Seguramente en este informe no
se incluyeron muchas pequeñas plantaciones. La producción en Amatitlán al parecer era
mayor, pues el Corregidor informaba ese mismo año que habían más de 200,000 plantas en
cultivo, muchas de las cuales, sin embargo, se dañaron por el exceso de lluvias y el calor de
la región. Lo cierto es que, mientras Sacatepéquez pronto se ganó una buena reputación por
la excelente calidad del grano, Amatitlán no llegó a destacar nunca como zona caficultora.

El Problema de las Tierras Indígenas

A partir de 1860 otras dos áreas del país, la Bocacosta del Occidente y las Verapaces, que
generalmente se habían mantenido fuera de la economía de exportación, se lanzaron
también a experimentar el nuevo cultivo. Los primeros ensayos demostraron, en efecto, que
aunque el café no prosperaba en la Costa, se daba muy bien en las pendientes de la Sierra
Madre y en la Bocacosta. Pero aquí se tropezó con la dificultad de que la mejor y mayor
parte de las tierras aptas para el cultivo pertenecían a las comunidades indígenas de la
región o del cercano Altiplano. Estas habían mantenido, desde los días de la Colonia,
reclamos expresos sobre extensas tierras comunales, y por lo general el gobierno
conservador apoyó tales pretensiones.

En algunos pocos casos los pueblos indígenas accedieron a cooperar con los caficultores,
para lo cual les arrendaron terrenos en censo enfitéutico. Por ejemplo, los vecinos del
pueblo de Santa Lucía Cotzumalguapa arrendaron gustosos sus tierras a los caficultores.
Sin embargo, con mayor frecuencia, los indígenas se resistieron al avance del nuevo
cultivo. La razón era muy sencilla: no se trataba, en realidad, de que los pueblos no tuvieran
tierras suficientes para sus propias necesidades, o que el café invadiera áreas destinadas a
cultivos de subsistencia, pues la cantidad de terrenos que en esa época se utilizaba para el
café era bastante pequeña. El problema consistía en que el café era un cultivo perenne, y
como tal entraba en conflicto con el tradicional sistema indígena de roza y quema, que a su
vez exigía el traslado de las siembras de maíz de un terreno a otro. No sólo podía darse el
caso de que los indígenas necesitaran esas tierras en el futuro sino que, como repetidamente
lo señalaban, temían que al darlas en censo para un cultivo perenne, corrían el riesgo de
perderlas para siempre.

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El desarrollo del cultivo del café, más lento en el lejano Departamento occidental de San
Marcos, despertó gran interés en el aislado Departamento de Verapaz. Los terratenientes y
comunidades de esta región figuraron entre los primeros agricultores que se dedicaron al
nuevo cultivo, hasta hacer de la zona una de las principales productoras de café de todo el
país. Sin embargo, también allí la transición hacia una producción a gran escala tuvo lugar
paulatinamente, y estuvo condicionada por circunstancias especiales, diferentes a las que se
dieron en Sacatepéquez, Amatitlán y la Bocacosta occidental. Lejos de resistirse al cultivo
del café, los indígenas de los pueblos vecinos a Cobán lo adoptaron con entusiasmo y lo
trabajaron comunalmente en los ejidos de los pueblos. Desde 1854 los registros
municipales de San Cristóbal Verapaz mencionan plantaciones comunitarias de café, cosa
que aparece asimismo en los informes que, a finales de esa década, rindió el Subcorregidor
de Cobán, en relación con los pueblos de Carchá, Cobán y el propio San Cristóbal. Según
dicho funcionario, estas plantaciones comunitarias, unidas a la creciente inversión
cafetalera por ladinos y extranjeros, auguraban el fin de la extrema pobreza en que se
debatía la región. Sin embargo, poco después, en 1860, empezaron a surgir los primeros
conflictos entre los cultivadores comunitarios y los caficultores individuales. La región
resultaba atractiva para el capital privado por la fácil disponibilidad de tierras para el café y,
sobre todo, por la abundante mano de obra indígena `humilde, sumisa y religiosa'. Las
condiciones geográficas, empero, no eran fáciles, por el aislamiento de la zona y la casi
total falta de vías de comunicación. Se intuía, sin embargo, que en el caso de que
prosperaran las plantaciones comunitarias de café, los caficultores privados se verían
privados de un fácil acceso a la tierra y a la mano de obra, aparte de que quedarían
obligados a enfrentar una inconveniente competencia.

Dificultades para la Obtención de Mano de Obra

A partir de 1860 uno de los principales obstáculos con que tropezó la expansión del café en
Guatemala fue la dificultad de contar con una provisión adecuada y constante de mano de
obra. Al principio, los caficultores de Amatitlán y de la Antigua disponían de los mismos
trabajadores que habían utilizado para la grana, si bien ahora la mayor parte de la fuerza
laboral, sobre todo durante la época de cosecha, era de mujeres contratadas en las
comunidades vecinas para trabajar por día. Informaciones entusiastas de estos primeros
años indican que las plantaciones de café se veían inundadas de trabajadores.

En una referencia a la Costa Sur, se decía:

... la mano de obra no es cara, la mayoría de los indígenas son trabajadores sumisos,
inteligentes y acostumbrados al trabajo agrícola en cualquier clima. Gracias a sus buenos
hábitos se conforman con un salario de uno a tres reales por día... y vienen pronto y
voluntariamente a ganar un par de reales.

Sin embargo, en la medida en que se incrementó la demanda de mano de obra y, sobre todo,
conforme se establecieron caficultores en áreas menos pobladas o en regiones sin
antecedentes de trabajo asalariado, las poblaciones empezaron a asociar el nuevo cultivo
con la amenaza a sus tierras comunitarias y comunales, y por ello rehuían trabajar en las

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plantaciones. Mientras que por un lado los periódicos de la época hablaban de suficiente
mano de obra en la Verapaz, los funcionarios locales de otros lugares comenzaron a recurrir
a los mandamientos, con el fin de garantizar trabajadores para las fincas.

En 1870 el periódico de la Sociedad Económica informó sobre la escasez de laborantes en


las plantaciones de Santa Rosa, Escuintla, Sololá, Suchitepéquez, Quezaltenango y San
Marcos. Dos años más tarde, el Jefe Político de la Verapaz señalaba también el mismo
problema en esa región.

Escasez de Capital e Infraestructura

La primera generación de empresarios caficultores tuvo además que enfrentar la falta de


capital y la ausencia de caminos y comunicaciones. El sistema de financiamiento
tradicional en Guatemala desde la época colonial, que consistía en créditos otorgados a las
exportaciones agrícolas a no más de un año plazo y con la cosecha como garantía, no se
ajustaba a las condiciones especiales del café.

Por otro lado, en aquel entonces no existían explotaciones mineras y el comercio tradicional
acaparaba la moneda acuñada localmente, lo cual agravó la escasez de capital líquido, sobre
todo cuando los caficultores trataron de extender la producción. Generalmente, quienes
disponían de fondos para inversión preferían negocios de recuperación más rápida y segura,
como podía ser el de la grana. Una plantación de café requería inversiones mayores que la
grana o el añil, y además comenzaba a ser rentable hasta cuatro o cinco años después de la
siembra. Acostumbrados a conceder plazos de seis meses a un año, los prestamistas no
consideraban atractiva la situación, sobre todo si se tomaba en cuenta el fracaso de las
primeras fincas de café, financiadas y administradas por personas supuestamente
conocedoras del cultivo. Solamente aquellos que tenían acceso a otros recursos, como
herencias o ganancias provenientes del comercio, podían sembrar en gran escala. Por la
escasez de dinero en efectivo, la oferta de fincas cultivadas fue siempre mayor que la
demanda, en los primeros años. De manera que resultaba mucho más fácil, para quien tenía
los medios de hacerlo, comprar una buena plantación, que venderla cuando los dueños
necesitaban dinero.

Ni el Estado ni los caficultores lograron mejorar las vías de comunicación durante los
últimos años del régimen conservador, no obstante que ello era necesario para la
exportación del producto. Con frecuencia se señalaba que la deficiente red vial y la escasez
de instalaciones portuarias obstaculizaban el desarrollo del nuevo cultivo, sobre todo en la
Costa Sur, donde éste había empezado a introducirse en gran escala.

La situación en la Verapaz era mucho más apremiante. Sin embargo, cuando el Corregidor
sugirió que los caficultores financiaran la construcción de una ruta de salida al mar por
medio del Río Polochic, éstos respondieron, molestos, que eso era responsabilidad del
gobierno. En realidad, la obligación de construir y mantener las carreteras correspondía en
ese tiempo al Consulado de Comercio, que estaba autorizado por el gobierno, entre otras
cosas, para abrir y mantener rutas, puentes y puertos. Este, empero, estaba dominado por

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los grandes comerciantes capitalinos, que cuidaban sus intereses relacionados con la
importación de productos manufacturados en el extranjero y que, por lo menos hasta finales
de la década de 1860, estuvieron vinculados al negocio de la grana. Para este tipo de
actividades bastaban los rudimentarios tramos carreteros entre Izabal y la capital. Por otra
parte, el Consulado no contaba con suficientes fondos, y tanto éste como el Estado
encontraron una fuerte oposición a un posible aumento de los impuestos, el cual se podía
dedicar a mejoras en la infraestructura vial.

La Reforma Liberal de 1871

En 1871 los liberales pusieron fin al régimen conservador. Dos corrientes ideológicas se
manifestaron en el partido triunfador. De un lado estaban los viejos liberales o `liberales
históricos' que, representados por el Presidente Miguel García Granados, propugnaban una
república aristocrática, basada en las libertades proclamadas por la Ilustración y en la
diversificación de la economía. Los comerciantes capitalinos marginados por el Consulado,
así como una buena parte de la población rural, apoyaban a los políticos de esta corriente.
Los campesinos esperaban de ellos facilidades para la obtención de tierras y para aliviar las
odiadas cargas impositivas. Los `liberales históricos' confiaban en un desarrollo balanceado
de la agricultura y de la industria que, con la ayuda de buenas carreteras y salarios
apropiados, proporcionaría el fortalecimiento del mercado interno, a través de suficientes
fuentes de abastecimiento y de la ampliación del poder de compra del consumidor local.
Aunque los políticos que sustentaban dicha corriente fueron pronto desplazados en la lucha
por el poder, sus ideas se siguieron manifestando en las actividades de algunos de ellos,
como Francisco Lainfiesta y Antonio Batres Jáuregui, y de grupos como la Sociedad
Económica, que fue suprimida en 1881. Frente a esta corriente se impuso la de los
`liberales radicales' o nuevos liberales, apoyados por el sector cafetalero.

La política de fomento de la exportación

Con el apoyo de los caficultores, sobre todo los del área occidental del país y Alta Verapaz,
quienes habían estado fuera del espacio tradicionalmente ocupado por la economía
comercial que prevalecía hasta entonces, el interés de los nuevos liberales se centró en el
aumento de las exportaciones del café, para lo cual se necesitaban tierras y mano de obra
barata, abundante crédito, y fácil acceso a los mercados externos y a las fuentes de
abastecimiento. El futuro de Guatemala radicaba, en su opinión, no en producir para el
mercado interno ni en el desarrollo de éste, sino en integrar, de la mejor forma posible, la
economía nacional al mercado capitalista mundial, en calidad de proveedora de materias
primas y compradora de productos manufacturados.

Los `radicales' favorecían la libre empresa pero no el laissez-faire. En consecuencia, y en


razón del subdesarrollo del país, se requería el impulso de un Estado fuerte y la
participación decidida de éste en el fomento de la exportación. Estos nuevos liberales, salvo
pocas excepciones, no atacaron directamente al poder económico ni criticaron la posición
social de las élites conservadoras. Tampoco confiscaron tierras u otras posesiones. Antes

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bien, trataron de reencauzar las políticas de la nación hacia un nuevo concepto de
desarrollo, basado éste en el máximo aprovechamiento y movilización de los recursos del
país. El proceso, sin embargo, afectó a los integrantes de las élites tradicionales, que
tuvieron que compartir su posición de privilegio con otras personas. Este sector emergente
estaba formado por los nuevos caficultores, por una parte de los comerciantes no afiliados
al Consulado, los propietarios de las pocas industrias nacionales, el grupo de burócratas y
oficiales del ejército, así como muchos extranjeros que llegaron a Guatemala atraídos por el
floreciente negocio del café.

Conflictos con la población indígena

Esta segunda generación de liberales llegó al poder en 1873, con una agenda de desarrollo
que propugnaba una transformación de la miserable sociedad rural existente, mucho más
radical de la que habían planteado los Borbones y los primeros liberales. Este cambio en las
estructuras rurales vinculadas a la creciente agricultura de exportación, entraba en conflicto
directo con los intereses de la población indígena. Los liberales, por su parte, no se
esforzaron en buscar los posibles puntos de acuerdo. A pesar de la mucha retórica sobre la
necesidad de escuelas, educación y progreso del pueblo, empleada más bien por los
intelectuales que por el caficultor promedio, una cosa estuvo clara en esta segunda
generación de liberales: su desinterés en una capacitación del campesinado que permitiera a
éste participar de los beneficios del desarrollo y la modernización. Mientras que los
liberales `ilustrados' consideraban a los indígenas como un impedimento para el progreso,
que debía y podía vencerse mediante la educación y su integración en la sociedad
`moderna', los `nuevos' liberales daban por supuesta la esencial incapacidad para el cambio
en los propios indígenas, a quienes consideraban, además, perezosos, inferiores y renuentes
al trabajo:

El indígena es un paria, estirado en su hamaca borracho de chicha, su bebida natural. Su


vivienda es un chiquero; su harapienta esposa, sus seis o más hijos viven desnudos bajo un
techo ennegrecido por el humo de un fogón encendido día y noche en medio del piso;
algunas imágenes de santos con caras de demonios, cuatro pollos y un gallo y dos o tres
famélicos perros... y aún así, el indígena vive feliz.

En la cita anterior, de lenguaje tan crudo, aparece de nuevo el estereotipado planteamiento


de la época colonial: el indígena carecía de las `necesidades de la civilización', y además
era incapaz de satisfacerlas por sí mismo. Para poder cubrirlas, por lo menos en sus
mínimos requerimientos, era necesario forzarlo a emplearse por un salario, pues no acudiría
voluntariamente al mercado de trabajo.

Desamortización de los bienes de la Iglesia

Un elemento fundamental de la ideología liberal era la convicción de que las corporaciones


privilegiadas representaban obstáculos para el desarrollo moderno, ya que protegían los
intereses particulares de sus miembros, y no el bien común. Un ejemplo de ello era el
Consulado de Comercio, por mucho tiempo considerado por los caficultores pioneros del

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Occidente y de la Verapaz como contrario a sus intereses, e inefectivo para adoptar
políticas de apoyo al nuevo cultivo. El régimen liberal no tardó en suprimirlo, para crear en
su lugar un organismo gubernamental, el Ministerio de Fomento.

Los liberales atacaron también a la Iglesia, que no sólo era supuestamente contraria a las
ideas modernas, sino que controlaba recursos que el gobierno estimaba insuficientemente
explotados; además, no pagaba impuestos y apoyaba a los conservadores. El conflicto entre
el nuevo régimen y la Iglesia era de esperarse y, de hecho, se produjo casi de inmediato. A
principios de septiembre de 1871, el recién instalado gobierno comenzó por expulsar a las
órdenes religiosas y confiscó sus bienes. La mayor parte de las propiedades eclesiásticas se
encontraba en las ciudades. Entre los bienes inmuebles, los jesuitas perdieron la hacienda
Las Nubes cerca de la capital; la Orden de San Felipe Neri perdió la finca El Incienso, y los
dominicos fueron despojados de Palencia, que el gobierno parceló entre los arrendatarios.

La presión del régimen sobre la Iglesia estalló cuando el Presidente Barrios decretó, en
agosto de 1873, la consolidación o desamortización de todas las propiedades eclesiásticas.
En los considerandos del decreto se aducen las siguientes razones para esta nacionalización:

...que uno de los mayores obstáculos para la prosperidad y engrandecimiento de la


República, es la existencia de bienes en manos muertas, cuyas fundaciones distraen
capitales considerables del comercio, de la agricultura y de la industria... Que estas
fundaciones anti-económicas contrarían... el progreso de la agricultura... Que es necesario
traspasar esas fincas, así como los capitales impuestos, á manos de propietarios activos y
laboriosos, que los hagan producir y aumenten la riqueza pública.

La disposición afectó directamente la propiedad de las `iglesias, monasterios, conventos,


santuarios, hermandades, ermitas, cofradías, archicofradías' y cualquier otro tipo de
comunidades eclesiásticas, tanto seculares como regulares. Adicionalmente, a quienes
debían dinero a la Iglesia se les fijó un plazo de cinco años para pagar tales créditos al
Estado, una mitad en efectivo y la otra en bonos de la deuda interna. El millón de pesos que
se esperaba recaudar por este concepto serviría para capitalizar `un Banco Hipotecario, que
facilite a los agricultores dinero á interés módico y á largos plazos'. Como era de suponerse,
la Iglesia protestó por tales medidas y amenazó a los posibles compradores con sanciones
canónicas; sin embargo, la expropiación se realizó sin mayores problemas. De todos
modos, según los registros disponibles, la cantidad de inmuebles confiscados fue poca, y
mucho menor aún la de fincas rurales, pues éstas le habían sido confiscadas a la Iglesia
durante el primer período liberal, es decir, entre 1829 y 1838.

Privatización de tierras baldías y comunales

Las vastas extensiones de terrenos baldíos en poder del Estado fueron más prometedoras
para el desarrollo de la agricultura comercial, que las propiedades de la Iglesia. Aunque por
un tiempo los liberales se abstuvieron de emitir una ley agraria general, el gobierno se
apresuró a poner las tierras estatales a disposición de los productores de cultivos de
exportación. Se emitieron decretos que simplificaron la compraventa de tierras en la rica y
prometedora zona de la Bocacosta de Quezaltenango, conocida como Costa Cuca; se

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fijaron precios y condiciones para obtener en subasta terrenos baldíos; y, asimismo, se
ofrecieron tierras gratuitamente, o a bajo costo, en regiones apartadas del país, aptas para
ganado o cultivos como trigo, hule, zarzaparrilla y henequén. La medida cumplió sus
objetivos en la Costa Cuca, que pronto se convirtió en una de las principales zonas de café,
pero en la mayor parte de las otras áreas sirvió para fomentar la especulación del suelo,
permitió que algunas personas acapararan grandes extensiones de terrenos públicos, que las
comunidades de campesinos indígenas y ladinos consideraban suyas. En suma, no sirvió
mucho para estimular la producción agrícola.

En febrero de 1894 el gobierno emitió una ley agraria general para regular la medición y
venta de terrenos baldíos y comunales. El Cuerpo de Ingenieros Topógrafos Oficiales se
ocuparía con exclusividad de la medida y demarcación de los terrenos baldíos y de revisar
los títulos de propiedad. La ley redujo la extensión máxima de los lotes que podían
venderse a una persona, los cuales serían de 30 a 15 caballerías. Sin embargo, con
frecuencia se excedió dicho límite, mediante la argucia de presentar como solicitantes a
padres, hijos y demás miembros de una misma familia; cada cual pedía el máximo
permitido, pero en realidad era uno sólo el adquirente. Nadie podía recibir en forma gratuita
más de dos caballerías, limitación que se completaba con otra, consistente en que el
máximo de propiedad privada que se podía comprar de ejidos comunales, era de 20
manzanas, disposición que llegó demasiado tarde para salvar las tierras comunales de los
pueblos situados en las zonas de café. En cuanto a las tierras baldías que se pondrían a la
venta en subasta pública, sus precios debían estar entre los 250 y los 500 pesos por
caballería, según el uso futuro de las mismas.

Como se dijo antes, al principio del desarrollo del café, el arrendamiento de ejidos
comunales jugó un papel más importante que la utilización de los baldíos. Esta preferencia
obedeció a que las tierras de los pueblos eran mejores y se encontraban cerca de los
caminos y de las poblaciones en que los caficultores se proveían de mano de obra. Al llegar
los liberales al poder, se incrementó aún más el sistema de arrendamiento de tierras aptas
para el café y otros cultivos de exportación, lo que dio lugar también a un aumento de las
protestas de las comunidades. Tampoco los caficultores ni el gobierno estaban demasiado
satisfechos con el sistema, sobre todo con el censo enfitéutico que, según las autoridades,
no respondía a los `principios económicos de la época' y porque era un obstáculo que
impedía `la libre trasmisión de la propiedad'. En consecuencia, el 8 de enero de 1877 se
emitió el Decreto Nº 170 que permitió que las tierras dadas en enfiteusis pasaran a
propiedad privada individual. El precio de compra dependía del valor del arrendamiento y
del tiempo que éste había durado. Si la renta se estimaba muy alta, podía intervenir el
Estado, con el objeto de fijar un nuevo precio más favorable al futuro terrateniente. Los
fondos captados por estas transacciones se depositarían en el Banco Nacional, que a su vez
debería reponer a las comunidades un 4% del capital recibido. En razón de la quiebra del
banco, la que se produjo en 1876, por la guerra con El Salvador, y por las crisis políticas y
financieras que se sucedieron entre 1871 y 1891, es probable que algunas comunidades
indígenas hubieran recibido muy poco por las tierras vendidas.

Por otra parte, en muchos poblados en que apenas se había dado el sistema de
arrendamiento, el Decreto 170 también afectó mucho a la propiedad comunal y comunitaria
de la tierra, con el criterio de que el fraccionamiento de la propiedad en pequeñas parcelas

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hacía la tierra más productiva que la tierra poseída y cultivada en común, que sólo satisfacía
las necesidades inmediatas. El artículo 13 del decreto permitía que personas individuales
solicitaran la compra de cualquier terreno en ejidos comunales, siempre que se tratara de
bienes sin título de propiedad registrado. Naturalmente, esto causó una alarma general, no
sólo en las poblaciones que se encontraban cercanas a las áreas de café. La aplicación de la
ley, por otra parte, confundió a más de un empleado del Estado. El gobierno tuvo que
aclarar en 1877 que los municipios no tenían obligación de comprar o `redimir' sus ejidos, y
que, salvo en el caso de que alguien hubiera comprado las tierras tradicionalmente
reclamadas por ellos, las comunidades podían continuar utilizándolas como de costumbre.
No obstante, algunos funcionarios trataron de que los pueblos compraran parte o la
totalidad de sus ejidos, amenazándolos con que perderían sus tierras si no lo hacían. Otras
veces los propios pueblos, en una práctica frecuente durante la época colonial, `rescataban'
voluntariamente sus ejidos y terrenos comunales, con la esperanza de poderlos conservar
legalmente en el futuro.

Movilización de la mano de obra

El problema que para los caficultores resultó más apremiante que la disponibilidad de tierra
fue el de la mano de obra. El café debía cosecharse maduro en un corto tiempo, o la
cosecha se perdía irremediablemente. El éxito dependía, por lo tanto, de la seguridad de
contar con determinado número de trabajadores durante una cierta temporada. El problema
tenía, sin embargo, matices diferentes en cada región. En la Costa Sur, por ejemplo, la
dificultad principal consistía en que la población local no era suficiente para garantizar la
mano de obra durante el corte del grano. En Alta Verapaz, en cambio, la población indígena
era abundante pero se encontraba ocupada en sus propias labores agrícolas o en el
comercio, de manera que no mostraba interés ni tenía necesidad de emplearse en las fincas.
Ello llevó a establecer en este departamento, desde finales de la década de 1860, un sistema
de trabajos forzados y mandamientos, principalmente para el acarreo de cosechas. En
efecto, desde un principio muchos finqueros recurrieron al reclutamiento de hombres y
mujeres de los poblados cercanos, y aun de los más alejados, para recoger las cosechas. En
esta práctica se emplearon procedimientos coercitivos, que consistían en obligar a los
trabajadores a recibir adelantos de dinero, que después tenían que pagar con trabajo.

Los propietarios de fincas estuvieron de acuerdo en que el Estado debía apoyar tales
métodos y de alguna manera establecer un sistema nacional de movilización de mano de
obra. Una vez que el gobierno pudo liberarse de asuntos tan prioritarios como fueron la
insurrección en el Oriente del país y las guerras con los países vecinos, el Presidente
Barrios entró a ocuparse del asunto. En una circular del 3 de noviembre de 1876, dirigida a
los jefes políticos, se revivieron los mandamientos, aunque sin mencionarlos por su
nombre:

... contando la República con estensos territorios, que es necesario ser esplotados por medio
del cultivo, empleando la multitud de brazos que permanecen fuera del movimiento general
que se opera en el desarrollo de los diversos elementos productores, [el Presidente] quiere
que se le preste [a la agricultura] la más eficaz protección. [Y se ordenó] que de los pueblos
de indíjenas de su jurisdicción, proporcione a los dueños de fincas de ese departamento que

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lo soliciten, el número de mozos que fuere necesario, hasta cincuenta ó cien, según la
importancia de la empresa.

En abril del año siguiente los liberales emitieron su primera regulación general sobre mano
de obra agrícola: el Reglamento de Jornaleros contenido en el Decreto Nº 177. En contraste
con la mayoría de leyes de la época, y quizás en la creencia de que no se necesitaba
justificación alguna, el decreto entraba a su parte puramente normativa sin considerandos
previos. La nueva ley identificaba tres categorías de `Jornaleros': 1) residentes en las fincas,
o `colonos'; 2) trabajadores estacionales, enganchados por medio de adelantos de dinero,
llamados también cuadrilleros o `jornaleros habilitados'; y 3) trabajadores asalariados que
no habían recibido adelantos, o `jornaleros no habilitados'. El decreto definía expresamente
las obligaciones y derechos de cada uno de estos grupos.

La categoría de colonos incluía a todos aquellos que voluntariamente llegaban a vivir a la


propiedad de un finquero, o a quienes ya residían en ella antes de que la hubieran comprado
los propietarios. También pertenecían a esta clase los arrendantes de tierras, a menos que
sus contratos especificaran otra cosa, y los `poseedores de terrenos en precario' (ocupantes
sin título). El límite de la contratación era de cuatro años; sólo podían abandonar la
propiedad con permiso del dueño y después de haber cancelado sus deudas pendientes.
Tampoco se les permitía `habilitarse' para terceros, es decir aceptar adelantos de salarios de
otros finqueros sin el visto bueno del propietario.

Los jornaleros habilitados eran aquellos que, sin vivir en la finca, habían aceptado dinero
anticipado obligándose a pagarlo con su trabajo. Finalmente, los no habilitados eran
jornaleros que se comprometían libremente, sin anticipo, a prestar servicios en las fincas.
Como eran asalariados libres, este tipo fue cada vez más escaso entre los indígenas,
conforme los caficultores fueron extendiendo su control sobre el área rural. Todos los
jornaleros de todas las clases debían portar su libreta de trabajo, que incluía una copia de su
contrato, el registro de las deudas con el patrono y los créditos a su favor acumulados por
los días trabajados. De acuerdo con el Decreto 177, su aplicación no estaba bajo la
jurisdicción de los tribunales ordinarios de justicia, sino de los jefes políticos y autoridades
locales, quienes debían mediar en las disputas que tuvieran trabajadores y patronos, y
tenían como papel específico el de ayudar a estos últimos a localizar, reunir y devolver a las
fincas a los mozos que, habiendo sido contratados, rehuían el cumplimiento de sus
obligaciones.

Los artículos 31, 32, 33 y 34 regulaban los mandamientos. Los jefes departamentales tenían
que suplir la demanda de mano de obra de los finqueros con gentes de las comunidades
indígenas. Podían despachar grupos de hasta 60 trabajadores cada vez, para un período de
15 días de trabajo, si la propiedad se encontraba en sus departamentos y de 30 días si ésta
pertenecía a otro departamento. La orden podía renovarse, a solicitud de los patronos. Con
la singularidad de que no se trataba de asignaciones permanentes sino temporales, el
sistema de mandamientos instaurado por el Decreto 177 no difería gran cosa de los
repartimientos de indios del siglo XVIII o de los remanentes de este sistema que todavía
podían percibirse en los primeros años de la vida independiente hasta 1860. Sin embargo, el
artículo 32 introdujo una modificación importante: `Cuando sean comprendidos en un

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mandamiento jornaleros habilitados por otro patrón, éste tiene el derecho de reclamarlos y
la autoridad tiene la obligación de entregarlos'.

Con base en la constante competencia de los patronos por hacerse de mano de obra, la
anterior regulación significaba que una deuda de trabajo protegía contra reclutamientos por
mandamiento, sobre todo si el reclutado protestaba y su patrono no deseaba verse
despojado de sus trabajadores. Aunque el contenido del citado artículo no fue
completamente definido sino hasta que, en 1894, se hizo la revisión de la ley de trabajo, a
partir de 1877 los indígenas supieron que el peonaje por deuda era una alternativa, y casi la
única por cierto, frente a la necesidad de abandonar su comunidad para cumplir con el
trabajo agrícola forzado, por medio del sistema de mandamientos.

En 1893 se desencadenó un debate en los periódicos de la ciudad de Guatemala sobre la


contradicción que implicaba el sistema de mandamientos en relación con la libertad
personal que la Constitución garantizaba a todos los guatemaltecos. Se partía, de todos
modos, de supuestos que reflejaban un claro paternalismo puesto que la discusión se
reducía a un nuevo intento de encontrar el mejor método de `civilizar' al indígena y a
afirmar la consabida imagen del indio como un ser dominado por vicios inherentes y
adquiridos. Algunos políticos creían que se trataba de una difícil cuestión en que debían
conjugarse elementos tan dispares como la sagrada libertad individual de todos, los
requerimientos de una agricultura de progreso y los vicios del indígena. La mayoría
coincidía en que el trabajo coercitivo no era apropiado para un país moderno y que, incluso,
resultaba antieconómico, por lo que los mandamientos debían desaparecer lo más pronto
posible. Sin embargo, no se ponían de acuerdo los articulistas sobre los procedimientos
para llegar a tal supresión, sin poner en peligro las exportaciones. Probablemente como
respuesta a estas inquietudes y `para emancipar al indígena y elevarlo al nivel de los demás
ciudadanos', el Presidente José María Reina Barrios anunció, en octubre de 1893, que, a
partir del 15 de marzo de 1894, más o menos cuando finalizaba la época de cosecha, se
terminaría con los mandamientos. Según el correspondiente decreto, ello era posible en
razón de que las condiciones habían evolucionado a un punto en que el sistema ya no era
necesario para garantizar la mano de obra:

La expansión y el desarrollo que han ocurrido en la agricultura, así como el amor al trabajo
y deseo de superación que se ha ido despertando en todas las clases sociales, han acabado
con las razones que llevaron a la emisión de la ley del 3 de abril de 1877 que regulaba lo
referente a la mano de obra.

Sin embargo, la disposición que abolía los mandamientos no fue lo que parecía ni lo que
deseaban sus entusiastas promotores. El artículo 3 imponía nuevamente el trabajo
coercitivo, ya que estipulaba que `aquellos que han sido obligados a servir en
mandamientos pueden ahora ser reclutados para destacamentos de zapadores'. De una
obligación se pasaba a otra, y en lugar del trabajo en las fincas aparecía ahora la
incorporación forzosa a batallones organizados bajo disciplina militar para la construcción
de carreteras y fortificaciones. Las únicas posibilidades de evitar este reclutamiento
consistían en pagar un impuesto anual de 10 pesos, vivir en una finca como colono, haber
contraído una deuda de por lo menos 30 pesos, la que obligaba a laborar en una propiedad
rural; o tener un contrato de trabajo de al menos tres meses al año en una finca dedicada a

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un cultivo de exportación. De esta manera la amenaza de ser reclutados como zapadores
adquirió la misma función que tenían los mandamientos, a saber, empujar a los campesinos
al peonaje por deuda, como alternativa para eludir otras obligaciones peores. El propio
Presidente reiteró, en una circular enviada a los jefes departamentales, lo inequívoco de la
disposición legal: `Se decidió que quienes estaban obligados a servir en los mandamientos
puedan ser incorporados a las Compañías de Zapadores, con el objeto de proteger la
agricultura'.

Las Fincas de Café

Las fincas de café eran empresas de cultivo a gran escala, con una complejidad sin
precedentes en el área rural guatemalteca, en la que produjeron un fuerte impacto. Aunque
sus dimensiones no podían compararse con las vastas extensiones de los grandes latifundios
de otras partes del Continente, las fincas de café que se establecieron en Guatemala a partir
de 1870 generaron una inusitada demanda de tierra y de mano de obra, e incorporaron
recónditas y amplias zonas del país a la economía nacional y al comercio internacional.
Estas empresas han sido equivocadamente calificadas de `capitalistas'. No lo fueron
completamente, porque, si bien estaban altamente capitalizadas y dotadas de tecnología
avanzada, y unidas al mercado mundial por una eficiente y cada vez más amplia red de
comunicaciones, continuaban apoyándose en una mano de obra forzada y dependían para
su sobrevivencia de la intervención del Estado. Esta mezcla de modernidad y subdesarrollo,
característica de las economías marginales de todo el mundo a finales del siglo XIX, tuvo
en el caso particular de Guatemala uno de los ejemplos de más acusado contraste.

La Tierra como Factor Productivo

A diferencia de otras épocas, los finqueros y potenciales caficultores trataban de adquirir


tierras por motivos económicos, es decir como elemento productivo y de capitalización a
corto o largo plazo, e incluso como medio para la especulación, y no tanto por razones de
posición social o prestigio. La tierra era un bien que podía adquirirse y venderse con
facilidad, sin las excesivas y artificiales restricciones que imponían antes las leyes y
prácticas precapitalistas. Se necesitaba tierra suficiente en las fincas, no sólo para mantener
y extender las plantaciones de café, sino también para generar un flujo adicional y más
rápido de dinero en efectivo mediante la producción de ciertos artículos para el mercado,
como azúcar, cacao y alimentos. Asimismo se requería disponer de áreas para pasto de
animales de trabajo y transporte, reservas de leña (para cocinar, para la maquinaria de vapor
y secadoras) y madera para construcción. Además, los colonos necesitaban tierras para sus
milpas. El que un finquero pusiera a disposición terrenos para la siembra del maíz era el
mejor atractivo para conservar su mano de obra y hacerse de nuevos trabajadores. Por eso
era común entre los grandes terratenientes adquirir propiedades enteras sólo con el
propósito
de ofrecerlas a sus mozos colonos para sus propias siembras, con lo cual los primeros se
garantizaban el escaso recurso humano. Esto no siempre se podía hacer en las fincas

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pequeñas, pero toda propiedad bien administrada procuraba tener tierras suficientes para
estos fines indirectos.

Después del proceso expansivo, las fincas de café en Guatemala ocupaban una parte
relativamente pequeña del área cultivable del país. Según estimaciones de la época, todavía
quedaban grandes extensiones de tierras consideradas buenas para el cultivo del café, que
no eran utilizadas. No se sabe a ciencia cierta la cuantía de las mismas. El Embajador de
Gran Bretaña explicaba al respecto, a principios de la década de 1890: `no es posible dar un
dato exacto sobre qué cantidad de tierra cultivada de café hay en el país, ya que la Oficina
de Registro de Tierras no ha publicado nunca una estadística sobre ello y según parece no
hay nadie que pueda proporcionar esta información'.

En términos generales se calculaba que menos del 10% de las tierras del país estaban
cultivadas. Esta estimación excluía algunos departamentos del Altiplano, de abundante
población indígena y sin ningún acceso directo a las tierras bajas. Esta situación obedecía
no tanto a que los grandes terratenientes no cultivaran buena parte de sus tierras o que los
indígenas no trabajaran todos sus ejidos, cuanto a las caracte-
rísticas específicas del campo guatemalteco, y la desigual calidad de las tierras. Por otra
parte, puede cuestionarse la validez de dichas estimaciones que no necesariamente toma-
ron en cuenta las facetas del uso de las tierras en Guatemala. En departamentos del
Altiplano, como Quiché y Huehuetenango, buena parte de los terrenos calificados como `no
cultivados', no estaban exactamente en tal estado. En razón de los impredecibles ciclos
lluviosos y de la variable utilidad de los suelos, dichos terrenos habían sido cultivados en el
pasado y habrían de serlo más adelante cuando las circunstancias lo aconsejaran. Eran en
realidad tierras en barbecho. Asimismo, cuando se hablaba de tierras `no cultivadas' en la
Costa, se incluían ciertas áreas, propiedad de finqueros o utilizadas por ellos, para alojar a
los residentes locales o a migrantes estacionales del Altiplano. Por lo tanto, se destinaban a
milpas o constituían una reserva para futuras plantaciones. De cualquier modo, es indudable
que existían en esa época grandes cantidades de tierra ociosa en Guatemala.

Las nuevas fincas

A partir de 1860 el interés de los caficultores se centró en las excelentes tierras del área
conocida como Costa Cuca, en la Bocacosta del Departamento de Quezaltenango. Pero se
estableció que la mayor parte de dichas tierras era reclamada como propia por los pocos
poblados de la región, e inclusive por las comunidades del cercano Altiplano, como San
Martín Sacatepéquez y Concepción Chiquirichapa. Ninguno de los terrenos había sido
medido adecuadamente, al punto que el Corregidor declaró que todos los ocupantes ponían
dicha excusa para utilizar la tierra sin comprarla ni pagar arrendamiento. Para evitar mayor
confusión y una posible violencia, y con la mira de fomentar el cultivo del café, de
aumentar los ingresos del Estado y en el convencimiento de que `es preferible la propiedad
privada', en 1873 el gobierno resolvió este complicado problema. Declaró la mayor parte
del área en disputa, unas 2,000 caballerías, como tierras baldías y las puso a la venta en
parcelas de una a cinco caballerías, con un precio base de 500 dólares por caballería. De
esta manera se trataba de promover el desarrollo de grandes fincas en lugar de pequeñas
propiedades.

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La propiedad y el mercado inmobiliario

A finales de la década de 1880, la Embajada británica en Guatemala daba cuenta del


vertiginoso aumento en los precios de las tierras aptas para el cultivo del café; indicaba, en
efecto, que se habían duplicado en los dos últimos años y que eran tres veces más altos que
cuatro años atrás. Se aclaraba que tal encarecimiento correspondía a las fincas bien situadas
y ya en pleno funcionamiento, y no terrenos vírgenes. Estos últimos, fuera de algunas zonas
privilegiadas, mantenían precios bajos y su mercado era limitado. La misma Embajada
señalaba, algunos años después, cuando ya se había producido en Guatemala el
extraordinario auge después de 1890, que se podían obtener fácilmente buenas tierras,
todavía no desarrolladas, a 150 dólares la caballería. Esta diferencia en el precio entre unas
y otras tierras se explica por los inconvenientes que por lo general representaba adquirir
propiedades en áreas vírgenes para quien estuviera interesado en producir café. El sistema
de subasta podía elevar el costo del terreno, lo mismo que los gastos de medición y
titulación, a veces considerables, y a la vez se corría el riesgo de que se retrasara demasiado
el proceso, pues generalmente se entraba en conflictos con los residentes del lugar o con los
propietarios vecinos. En consecuencia, los caficultores experimentados reco-
mendaban comprar parcelas ya tituladas y en vía de producción, cuyo precio más alto
estaba compensado por las mayo-
res posibilidades de éxito.

El mercado de compraventa de tierras llegó a ser muy activo durante los años posteriores a
1880. En 1886 y 1900 se registraron legalmente 1,200 y más de 7,000 transacciones,
respectivamente. Se mantuvo más o menos ese ritmo durante algún tiempo, pero el tráfico
cayó drásticamente a partir de 1898, y apenas se alcanzaron anualmente promedios entre el
10 y el 20% de los totales registrados en los momentos de mayor actividad del mercado.

Es necesario aclarar, sin embargo, que los datos de la época, disponibles en los libros del
Registro de la Propiedad Inmueble, no son del todo claros y, por lo tanto, sólo tienen un
valor limitado para el historiador. Por ejemplo, cuando se indica el precio no siempre se
especifica si se trataba de valores en papel moneda o en pesos plata, lo que es importante
porque el papel estaba sujeto a constantes devaluaciones frente a las monedas fuertes. En
otros casos se utilizaron símbolos, sin saber a ciencia cierta si la negociación era en pesos o
en dólares de los Estados Unidos, pues ambas monedas circulaban entonces libremente en
Guatemala. Además, tanto vendedores como compradores mantenían la costumbre de no
aportar datos exactos, como lo admitió el Ministro de Fomento en 1895: `las estadísticas...
dejan mucho que desear en lo que respecta al valor de las fincas que cambian de dueños,
porque las partes involucradas siempre intentan esconder su valor real para defraudar al
fisco'.

De cualquier modo, puede afirmarse que el mercado de tierras se estancó a partir de 1900,
por la caída de los precios del café y las reservas almacenadas en las fincas. Por otra parte,
a medida que se consolidó en las comunidades el valor de la tierra como un bien de
mercado, se inscribieron en el Registro de la Propiedad Inmueble, cada vez más,
transacciones realizadas entre pequeños propietarios y el sector de la agricultura de
subsistencia.

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Por la fácil disponibilidad de tierras y su relativo bajo costo, entre los finqueros se
produjeron escasos problemas sobre derechos de propiedad. Al principio se presentaron
algunos casos de confusión por mediciones mal realizadas pero, a partir de los primeros
años del nuevo siglo, la situación mejoró considerablemente, como resultado de la mejor
capacitación y supervisión de los agrimensores. Además, los propietarios cuidaban las
fincas más celosamente, por ser éstas de menor tamaño que las extensas áreas ganaderas o
haciendas coloniales, y porque representaban una valiosa inversión en cultivos y otras
instalaciones. Por esta razón, una invasión real o supuesta de los vecinos se notaba casi de
inmediato. Alrededor de 1900 las fincas de café generalmente estaban cercadas con
alambre espigado, con lo que se evitaban muchas de las causas de disputa. Los conflictos
eran comúnmente por una `cuchilla' de terreno de algunas cuerdas o manzanas, y como
consecuencia de errores menores o malos entendidos. Entre los finqueros no eran comunes
los litigios ni la violencia. En el caso de las comunidades indígenas, en los pocos casos en
que sus tierras colindaban con las fincas, se prefería realizar una vigilancia activa para
defenderse de los finqueros, que se mostraban menos respetuosos de los linderos con las
poblaciones que con los de otras fincas. Excepto en Alta Verapaz, en el resto del país
generalmente no se compartieron linderos entre comunidades y fincas.

Recursos Financieros y Sistemas de Crédito

La experiencia inicial de la década de 1860 demostró la necesidad de crear sistemas de


crédito y financiamiento más adecuados que los empleados tradicionalmente en el país, ya
que éstos no respondían a las características del café. Una interesante muestra de tal
inquietud fue el concurso patrocinado a finales de dicha década por la Sociedad Económica,
para premiar la mejor propuesta sobre cómo desarrollar el crédito agrícola a largo plazo con
garantía hipotecaria, en lugar del sistema vigente de préstamos a corto plazo con garantía
comercial o personal.

Al principio los liberales no tomaron en cuenta estas iniciativas, pero pronto la Sociedad
Económica insistió en la necesidad de proceder, tras oportunos estudios, a reformar las
leyes hipotecarias y crediticias. En agosto de 1873 el gobierno fundó el Banco Agrícola
Hipotecario, capitalizado con los fondos provenientes de la expropiación de los bienes
eclesiásticos, y destinados a otorgar préstamos a bajo interés, a largo plazo, y con garantía
de la propiedad agrícola. Al año siguiente, dicha institución se convirtió en el Banco
Nacional de Guatemala, y tuvo un capital inicial de dos millones de pesos. La vida de esta
entidad bancaria fue efímera, pues sucumbió al colapso causado por el caos financiero que
siguió a la guerra de 1876 con El Salvador, aunque también influyeron, según se decía, los
perjudiciales préstamos concedidos al Presidente Barrios y a sus amigos. Ante este fracaso,
los liberales interrumpieron el financiamiento directo al café y, por el contrario, propiciaron
el establecimiento de bancos privados, con la esperanza de que éstos ayudaran a mejorar la
disponibilidad de crédito para las operaciones agrícolas. El régimen elevó asimismo las
tasas de interés, que tenían límites legales impuestos en la década de 1840 a instancias de la
Iglesia, los cuales habían resultado contraproducentes. Además, se creó el sistema de
registro de la propiedad inmueble, ventas e hipotecas, que en parte tenía como objetivo
alentar la concesión de préstamos, que resultaban más seguros con una garantía hipotecaria.

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A pesar de las iniciativas referidas, resulta significativo que realmente se avanzó poco a
partir de 1871, en relación con el financiamiento del café. Lejos de encontrar caminos más
fáciles, los caficultores enfrentaron obstáculos y dificultades cada vez más grandes y
complejos. Siguió sin resolverse el viejo problema de costear las inversiones de la
plantación, y los gastos de funcionamiento y mantenimiento de la finca, sin percibir
ninguna utilidad durante los primeros cuatro o cinco años, así como la necesidad de obtener
fuentes seguras y módicas de financiamiento. La tierra virgen era poco valiosa, y los bancos
y casas comerciales rehuían prestar dinero con garantía de sitios baldíos recientemente
adquiridos, que no representaban posibilidades de beneficio inmediato. El sistema
hipotecario fallaba en este punto, con lo cual los primeros plantadores, y quienes
incursionaban en áreas nuevas, luchaban por obtener fondos de donde podían: de
familiares, de excedentes correspondientes a otras cosechas o actividades no agrícolas, de
una interminable serie de préstamos a corto plazo y, finalmente, de la asociación con quien
tuviera fondos disponibles. De esta manera, muchos nuevos finqueros se endeudaban antes
de la primera cosecha y quedaban tan limitados de recursos que difícilmente podían
liberarse después. En un año bueno como en uno malo, siempre era necesario recurrir a
préstamos sucesivos para ampliar la producción, y en algunos casos también para mantener
el estilo de vida de un gran finquero. Cualquier revés podía destruir al caficultor, que corría
con la mayor parte de los riesgos y aprovechaba la menor parte de las ganancias. Un
finquero podía obtener créditos fácilmente, aunque con intereses muy altos y casi siempre a
corto plazo. Podía acceder a préstamos para un período determinado, los cuales garantizaba
con la finca, las mejoras que introdujera y la cosecha anticipada. La amortización del
capital y los intereses se hacía obligadamente en efectivo o con cantidad equivalente de
café.

Una de las formas comunes de préstamo fue la de cuenta corriente o refacción: las casas
comerciales ponían a disposición de los finqueros líneas de crédito, que éstos podían usar
durante el año según sus necesidades, con intereses calculados en razón de los créditos
realmente utilizados. Los exportadores condicionaban este tipo de financiamiento a la obli-
gación que adquirían los caficultores de vender las cosechas por intermedio de aquéllos o,
en caso contrario, se castigaba la venta a terceros con una `falsa comisión', la cual oscilaba
entre el 1% y el 2%. De hecho, en su mayor parte, los productores estaban comprometidos
en préstamos de esta naturaleza, con una o más casas comerciales, tanto de Guatemala
como de Europa y Estados Unidos, las cuales servían de intermediarias en la exportación
del café.

Técnicas de Beneficiado y Cultivo

Guatemala se incorporó relativamente tarde a la economía mundial del café, y por ello sus
productores decidieron adoptar desde el principio las mejores técnicas para obtener una
producción de alta calidad, con el fin de competir adecuadamente en el mercado. Los
plantadores de Costa Rica habían iniciado sus exportaciones, desde la década de 1830, con
un café `seco', procesado mediante la utilización de morteros. El proceso dejaba muchos
granos rotos y con mala apariencia, por lo que, a partir de 1860, los consumidores europeos
y estadounidenses comenzaron a rechazar este producto. Por el contrario, casi todo el café

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de Guatemala se preparaba con el llamado método de `beneficio húmedo', el cual requería
la construcción de enormes tanques y la utilización de grandes cantidades de agua para
despulpar y lavar el grano. Por otra parte, cada vez más se extendió la costumbre de
retrillarlo, con el propósito de arrancarle su primera capa dura o `pergamino', y convertirlo
en `café oro'. Mediante este proceso el producto mejoraba considerablemente su apariencia.

El grado de mecanización y de inversiones en equipo aumentó notablemente a partir de


1880, pues los grandes productores destinaron mucho capital a estos rubros. La maquinaria
y equipo incluían no sólo tanques, calderas de vapor o gasolina y, cada vez más, energía
eléctrica, sino también retrilladoras, despulpadoras y secadoras mecánicas, sobre todo en el
húmedo Departamento de Alta Verapaz. Entre los caficultores importantes se dio un
creciente interés por mejorar las técnicas de beneficio, y constantemente discutían sobre
ello y experimentaban innovaciones. Una de las mejores secadoras mecánicas de café más
conocida en el mundo entero fue precisamente la `Guardiola' inventada por un
guatemalteco, propietario de la finca Chocolá. Un agrónomo brasileño comentó que las
técnicas del `beneficiado' del café para el mercado eran tan avanzadas, a principios de siglo,
que `no podían ser mejoradas'.

En cambio, la situación de la tecnología en la etapa del cultivo era muy diferente. La


mayoría de los caficultores sembraba el café en forma `extensiva' y no `intensiva', o sea que
sembraban gran cantidad de plantas en relación con la mano de obra disponible, pero las
plantaciones no eran después objeto de los cuidados necesarios. Muchos finqueros ni
siquiera podaban los arbolitos, aunque se sabía perfectamente que esto incrementaba la
producción y prolongaba la vida útil de las plantas. Pocos eran los que hacían análisis de
suelos o utilizaban fertilizantes, a no ser la propia pulpa de café que se esparcía bajo los
arbustos. Si se obtenían buenas cosechas, ello dependía más bien de la calidad del suelo
volcánico, ideal para el cultivo, así como de la casi perfecta distribución de las lluvias, al
menos en la Bocacosta occidental. Con excepción de los primeros intentos del Consulado
de Comercio, de la Sociedad Económica y del Ministerio de Fomento, hechos entre 1860 y
1880, se careció de programas oficiales para educar a los caficultores en técnicas modernas
de cultivo o en la introducción de nuevas variedades de café. Por otra parte, después de la
crisis de 1898, pocos caficultores estaban en condiciones de experimentar por su propia
cuenta.

El Trabajo

Aunque no siempre coincidían en cuanto a las causas del problema, los caficultores
guatemaltecos se percataban de la común dificultad de conseguir suficientes trabajadores y,
en repetidas ocasiones, protestaron por ello. Oportunamente se hizo la siguiente
observación: `Guatemala es probablemente el único país del mundo donde los problemas
con los trabajadores afectan más a los caficultores que los problemas con las matas
mismas'. Los salarios y la alimentación de los laborantes consumían casi la mitad de los
costos de producción. Quienes conseguían trabajadores se quejaban de que éstos resultaban
caros e indisciplinados.

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Los salarios permanecieron bajos entre 1871 y 1898, y disminuyeron drásticamente por la
inflación del papel moneda. No obstante, el costo de la mano de obra en conjunto
permaneció alto, quizás un 25% arriba de lo que era, por ejemplo, en Chiapas. La aparente
contradicción provenía no sólo de la baja productividad y de un sistema de remuneración
que pagaba gran parte del salario en especie sino, sobre todo, del costo inherente al sistema
de la mano de obra forzada, que fue siempre una fuente de gastos adicionales. Los anticipos
de salarios desaparecían al morir o huir los trabajadores, pero siempre se pagaba a los
habilitadores y a los funcionarios que exigían sobornos por garantizar sus servicios.

El verdadero problema de los caficultores con relación a la mano de obra no estuvo tanto en
la aparente escasez de ésta, sino en su indebido manejo e ineficiente movilización. Las
cifras proporcionadas por los censos demuestran que en la década de 1880 Guatemala tenía
suficiente mano de obra indígena para las labores agrícolas que se necesitaban en las fincas.
Lo difícil era transformar en trabajadores a los hombres disponibles en el momento y en las
condiciones aceptables para los finqueros. En teoría, el sistema de mano de obra forzada
era, según circunstancias, la mejor alternativa posible, pero en la práctica, ésta resultaba
cara y difícil de conseguir.

La alternativa de la mano de obra forzada

Los liberales de la Reforma no introdujeron en Guatemala la mano de obra forzada en el


marco de la producción cafetalera en gran escala, pero sí legalizaron los sistemas
coercitivos para hacerla más eficiente, y generalizarla en aquellas regiones indígenas en que
apenas había tenido vigencia o había caído en desuso después de la Independencia. El
régimen liberal sancionó y expandió el sistema de trabajo forzoso, en virtud de que éste era
algo que ya se conocía y había sido experimentado. En este sentido interesaba a los
caficultores, ya que, además, hasta cierto punto era aceptable para los indígenas. La mano
de obra forzada, a pesar de todo, funcionaba y, por las condiciones de la época, era la única
forma de conseguir los trabajadores necesarios. Mientras la población indígena tuviera
acceso a suficiente tierra para su economía comunal, y el café se pudiera producir en
grandes fincas controladas por una pequeña élite, se hacía indispensable recurrir a la
coerción.

Los intelectuales liberales habían pronosticado que los empresarios provenientes de países
más avanzados modernizarían las relaciones productivas en el país, pero resultó
significativo que no ocurriera así. La mayor parte de esos extranjeros aceptó y apoyó los
sistemas tradicionales. Ellos también solían afirmar: `...los indígenas no trabajarán a menos
que se les obligue'. Ciertamente, tanto para el caficultor local como para el que venía de
afuera, hubiera sido un suicidio económico tratar de contratar mano de obra libre en forma
mayoritaria. Difícilmente los indígenas del Altiplano hubieran firmado sus contratos sin
recibir los acostumbrados anticipos; y, en cuanto a los colonos, a menos que estuvieran
comprometidos con deudas, habrían abandonado a su patrono por cualquier otro que les
pagara más, después de haber utilizado la tierra del primero para su milpa. Alrededor de
1900 ya casi no se encontraban trabajadores libres de compromiso. En un proceso que
venía a ser una especie de círculo vicioso, por la inicial falta de condiciones para la mano
de obra libre, se recurrió a los sistemas coercitivos, pero éstos, junto con la amplia variedad

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de formas de pago en las fincas, hicieron muy difícil que surgiera un mercado de trabajo
libre.

Los mandamientos

El mandamiento representaba la forma más directa para obtener mano de obra, pero no era
necesariamente la más fácil, barata o satisfactoria para los caficultores. Por tratarse de una
acción subsidiaria del Estado, se utilizó sobre todo en las fincas nuevas o en las más
pequeñas que no eran capaces de competir con las otras. También se usó en las fincas que
tenían mala reputación en cuanto al trato a sus trabajadores, o bien en tiempos de crisis
ocasionada por una helada, un incendio, o cualquier otra causa semejante que hacía
disminuir la oferta de mano de obra. En tales casos se trataba de conseguir trabajadores por
la vía del mandamiento. Por ejemplo, cuando el Volcán Santa María hizo erupción en 1902,
y sus cenizas se esparcieron por los contornos, muchos trabajadores de las fincas huyeron
aterrorizados, o aprovecharon la confusión para escaparse y evadir sus deudas. Los que
quedaron, por su parte, exigieron salarios más elevados. Ante tal emergencia, el gobierno
abrió una oficina especial en Quezaltenango, la que se llamó Proveeduría General de
Auxilios para la Agricultura, y que no fue otra cosa más que un instrumento para reclutar
trabajadores en los departamentos vecinos, y ayudar así a los afligidos caficultores de la
zona afectada.

El finquero que deseaba utilizar mano de obra forzada, casi siempre la solicitaba al Jefe
Político del Departamento. Por lo tanto, el resultado dependía de las relaciones personales o
políticas que se mantenían con dichos funcionarios u otros agentes gubernamentales. Según
un observador, el caficultor tenía que ganarse la voluntad de los jefes políticos para no caer
víctima de `ruinosas persecuciones'.

Por supuesto, los poderosos terratenientes que contaban con conexiones directas con el
gobierno central no temían al Jefe Político, pero para el común de los caficultores,
nacionales y extranjeros, este funcionario podía causarles problemas y también
solucionárselos. Algunas veces se trataba de un competidor directo, dedicado a la
agricultura comercial, quien primero se aseguraba su propia cuota de trabajadores. En otros
casos vendía órdenes o las atendía sólo si los finqueros le pagaban lo que pedía. En un
informe reservado se dice que uno de estos funcionarios había llegado a contratar a un
agente que visitaba las fincas para ofrecer cuadrillas de trabajadores a los caficultores, pero
éstos debían pagar 20 pesos por cada trabajador en mandamiento, sin importar si los
`pobres indígenas' perdían sus cultivos. Estas extorsiones llegaron a obstaculizar a los
caficultores mal protegidos, la obtención de mano de obra por mandamiento y a encarecer
mucho los costos de producción.

Es necesario subrayar que a finales de siglo disminuyó el número de indígenas disponibles


para el `enganche' en trabajos agrícolas. Las solicitudes de mandamientos y el
reclutamiento de cuadrillas para realizar trabajos en carreteras y en el ejército absorbieron
cada vez más indígenas, que se comprometían por temporada o se convertían en colonos de
las fincas. Los pueblos se quedaron a tal punto imposibilitados de satisfacer nuevas
demandas laborales, que a veces tomaba meses e incluso años atender las solicitudes. Por

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ejemplo, a finales de diciembre de 1896 la finca Ceilán envió dinero a Comalapa para pagar
un reclutamiento por mandamiento, pero en noviembre del año siguiente todavía estaban
por recibirse las cuadrillas. En vista de ello, un funcionario decidió reclutar hombres entre
los comerciantes ambulantes que llegaban al mercado de su localidad, lo que causó
verdadero revuelo en este sector.

Colonos y trabajadores temporales

Las fincas empleaban tanto colonos como trabajadores `habilitados', es decir, los que
estaban comprometidos por deudas. No existía una proporción determinada entre unos y
otros. En una misma propiedad podía variar de una temporada a otra, según la
disponibilidad de mano de obra, las condiciones de la finca y la habilidad del
administrador. Los colonos presentaban la ventaja de que eran una mano de obra estable, y
la mayoría de las fincas trataba en lo posible de asegurarse un suficiente número de ellos;
sin embargo, también constituían una población no siempre fácil de sostener y manejar. Por
encima de que el año fuera bueno o malo, las fincas tenían que pagar impuestos, sueldos,
honorarios y multas por dichos trabajadores permanentes, so pena de que el comandante
local los llevara a otra parte. Además, esa población laboral tenía derecho a crédito en la
tienda de la finca o del pueblo vecino, y a que se le proporcionara alimentos si así se
especificaba en el contrato o cuando sus milpas no producían lo suficiente. El finquero que
no cumplía tales condiciones corría el riego de perder a sus laborantes, que se empleaban
con otros patronos o con el Estado. En 1898, por ejemplo, 26 caficultores de la región de
Pamaxán (Suchitepéquez), se quejaron ante el gobierno de que, a pesar de la caída de
precios del café, tenían que continuar pagando los mismos impuestos por sus colonos,
quienes, a su vez, aumentaban su deuda con los patronos, sin que éstos pudieran tener la
seguridad de que los primeros pagarían en el futuro con su trabajo.

Por otra parte, los colonos violaban con relativa facilidad sus obligaciones contractuales.
Un caso típico era la costumbre de vender en los mercados el maíz de sus milpas y hasta las
raciones de comida, a pesar de que casi siempre los contratos les prohibían usar la tierra de
la finca con fines distintos al de su propia subsistencia. Los colonos que se resistían al
trabajo o no querían acatar las normas de la finca podían ser expulsados, pero ello requería
la intervención de las autoridades locales, para lo cual, de nuevo, era necesario mantener
con éstas las mejores relaciones políticas y personales.

Todavía más común era el caso de los trabajadores fijos que decidían huir, sin cancelar las
deudas que tenían con sus patronos. A diferencia de los cuadrilleros temporales, los
colonos, por su larga estadía y experiencia en las fincas cafetaleras, se sentían cada vez más
a gusto entre los ladinos, y escapaban con mayor facilidad a lugares de donde era difícil
sacarlos. Los nuevos empleadores, necesitados de mano de obra, no solían hacer preguntas
comprometedoras y escondían a los mozos prófugos, a quienes también proporcionaban
documentación falsa, y los enganchaban con más anticipos. Ante esta situación,
repetidamente se solicitó el establecimiento de tarjetas de identidad para el control de la
población laboral. Hasta 1920 la única identificación de los trabajadores fue su libreta, que
solía `perderse' o se alteraba cuando convenía a unos u otros.

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Los dueños de fincas también tenían dificultades para garantizar un debido manejo de los
trabajadores temporales. Si no hubiera sido por el apego de los indígenas a sus
comunidades, los finqueros apenas habrían contado con el personal indispensable. Puesto
que el café necesitaba gran número de trabajadores solamente en determinadas épocas,
todas las fincas tenían que utilizar cuadrillas de personal eventual, las cuales se traían del
Altiplano en la misma época: en abril y mayo para limpiar los cafetales de malezas, y
después para la cosecha; o bien de septiembre a marzo, según la altitud de las tierras.
Algunos de estos trabajadores se conseguían por medio de mandamientos, aunque por lo
general los patronos preferían recurrir a mecanismos más seguros, como el `peonaje por
deuda'. Trabajar en las fincas podía ser también una solución para el propio indígena, que
buscaba este refugio ante las presiones de los mandamientos, del ejército y del
reclutamiento para caminos.

Los contratos de peonaje por deuda por lo general se hacían por los patronos de manera
directa o bien por medio de `habilitadores' o comisionistas que viajaban por los pueblos del
Altiplano, o residían en éstos y se encargaban de ofrecer `habilitaciones' o anticipos en
dinero a los indígenas, que de este modo quedaban comprometidos a trabajar en las fincas
de la Costa, en el momento en que fuera necesario. En su mayoría estos `habilitadores' eran
ladinos, e incluso algunos extranjeros que habían llegado a Guatemala `sin oficio ni
beneficio'. Generalmente combinaban su trabajo de reclutadores con el de prestamistas. En
otros casos poseían pequeñas tiendas o estancos en el pueblo, o bien trabajaban como
oficinistas en la municipalidad. A veces se trataba de comisionados políticos o
representantes locales del Jefe Político. Para cumplir sus objetivos se trasladaban a los
pueblos en los días de fiesta, y aprovechaban que los indígenas necesitaban dinero para
comprar licor. Asimismo esperaban los meses de junio o julio, cuando el maíz escaseaba y
subían los precios de los artículos de consumo diario. Se remuneraba a los habilitadores con
una cuota fija por mozo contratado, además de una comisión cuyo monto se establecía
según los jornales futuros de los trabajadores reclutados.

Los patronos que no tenían habilitadores, o que necesitaban más fuerza laboral de la que
éstos podían proveer, recurrían en ocasiones a contratistas o `tratistas', difamados por los
periódicos de la época, que los calificaban de `modernos comerciantes de esclavos' o
`encomenderos'. Estas personas, típicos funcionarios ladinos locales o tenderos, utilizaban
su propio dinero, los créditos que concedían, e incluso préstamos otorgados en nombre de
una finca sin que el dueño de ésta se enterara, para especular con los trabajadores. El
contratista hacía que el indígena se endeudara en la tienda y después mediante engaños o
directamente, lo obligaba a firmar un contrato de trabajo, el cual vendía total o parcialmente
al mejor postor. Según los caficultores, que frecuen-
temente se quejaban de ello, tal competencia elevaba los costos de la mano de obra, con
poco beneficio para los propios trabajadores.

Irregularidades en las relaciones de trabajo

En primer lugar, la razón principal del incremento en los costos de la mano de obra, fueron
la competencia y las `intrigas' entre las fincas para quitarse trabajadores unas a otras. La
situación llegó a tal punto que un patrono llegó a contratar a un `vago que había estado

21
preso por causar herida, que siempre había sido perezoso y lleno de artimañas'. Muy a
menudo los habilitadores de los pueblos enganchaban a trabajadores que ya estaban
contratados por otros. Se organizaban fiestas con marimbas, pues los indígenas, según se
decía, `perdían el control de sus actos cuando escuchaban la marimba', y, además, se les
compraba licor hasta emborracharlos. Cuando estaban en ese estado los reclutadores les
daban a firmar los contratos, y aquéllos aceptaban `sin saber lo que estaban haciendo',
como solían alegar a la hora de negarse a cumplir. Los trabajadores temporales
aprovechaban esta competencia entre los empleadores para recibir tranquilamente dinero
anticipado de varios habilitadores, a quienes después abandonaban para buscar a otro que
les pagara más por sus servicios.

En teoría, ningún trabajador podía ser contratado sin presentar una constancia escrita de que
no tenía deudas pendientes, o bien mostrar un permiso expreso, que raras veces se otorgaba,
por el cual el patrono permitía que el mozo trabajara para otra persona. En la práctica, tanto
reclutadores como indígenas hacían caso omiso de estas disposiciones si así les convenía.
Como todas las fincas necesitaban mano de obra más o menos en la misma época, las
habilitaciones múltiples de un mismo trabajador causaban inevitables disputas sobre a
quién pertenecía realmente el mozo.

El problema del elevado costo de la mano de obra lo enfrentaron las fincas de diversas
maneras, entre las cuales una de las más comunes era el sistemático engaño a los
trabajadores. Un chiste de la época revelaba jocosamente esta `práctica'. El habilitador le
dice al indígena: `te doy 10 y te apunto 10, con lo que me debes 20, más los 10 que te dí,
me estás debiendo 30 pesos'. En realidad no era tan fácil engañar a los indígenas, pero
también es cierto que éstos podían hacer poco para defenderse. Como en su mayoría eran
analfabetas, de nada servía que dijeran que `llevaban sus cuentas en la cabeza', ya que en
los tribunales prevalecían siempre los documentos escritos. Los trabajadores estaban
obligados a portar siempre su libreta de trabajo, aunque en ella se podían introducir muchos
y variados fraudes, tanto de parte de los patronos como de los mismos trabajadores. `¡Qué
de historias contarían las libretas si pudieran hablar!', se decía en el editorial de un
periódico.

Naturalmente, las fincas llevaban sus propios registros. Cuando existía una diferencia entre
lo que el trabajador recordaba que debía y los datos apuntados por el finquero en la libreta
de trabajo, invariablemente el indígena alegaba que había sido engañado. Aunque esto en
general era cierto, los patronos explicaban que tales diferencias obedecían a pagos y
exacciones que la finca había tenido que pagar a nombre de los trabajadores, o bien que
éstos no llevaban bien la cuenta. Los finqueros se quejaban también, con cierta razón, de
que los indígenas no presentaban siempre sus cartillas para registrar en ellas todas las
anotaciones, tanto a favor como en contra. El documento legal que se tomaba en cuenta en
los juicios laborales eran los libros de las fincas. Así, a menos que el abuso fuera demasiado
obvio y las autoridades decidieran intervenir, los trabajadores no tenían ningún medio de
defensa. Por otra parte, ni la devaluación del peso ni el incremento salarial aliviaron la
carga de los indígenas, pues los contratos generalmente estipulaban que los anticipos y
deudas debían pagarse según la tasa que el propio contrato especificaba de antemano.

22
Efectos de la Caficultura en la Sociedad Indígena

El interés del régimen liberal por promover la caficultura y, sobre todo, por fomentar
mediciones claras de las tierras y la debida titulación legal de éstas, obligó a las
comunidades indígenas del Altiplano a enfrentar más directamente el problema de la
propiedad agrícola. Es necesario, por lo tanto, examinar las diferentes categorías o tipos de
posesión comunal de las tierras, generalmente agrupados en los documentos con el nombre
de `ejidos' o `común' de los pueblos.

Una clase fundamental de posesión comunitaria, a finales del siglo XIX, eran los llamados
`astilleros', que en realidad eran `claros en el bosque'. Por lo general, el gobierno municipal
manejaba directamente estas áreas, las cuales eran una reserva de uso común para pastoreo,
madera y agua, aunque en algunos casos se otorgaban o rentaban para que las cultivaran los
pobres y desposeídos de la comunidad. En una forma más amplia, entre 1820 y 1840, las
leyes agrarias de los liberales de entonces, basándose en la legislación colonial,
garantizaron a todas las comunidades legalmente establecidas el uso de un `ejido' que, por
tradición o por ley, tenía una extensión de por lo menos una legua cuadrada, es decir,
aproximadamente 38.75 caballerías. Estas leyes, con pequeñas modificaciones, estuvieron
vigentes en Guatemala hasta entrado el siglo XX. A partir de 1821, en el concepto de
`comunidades' se incluyeron no sólo las poblaciones indígenas, sino también los pueblos de
ladinos. Los agrimensores de las dos últimas décadas del siglo XIX tomaron la mencionada
extensión como norma, pero en la práctica no todos los pueblos llegaron a tener una legua
cuadrada de tierra comunal, ya fuera porque no se disponía de esa extensión de terreno en
los alrededores, o porque un solo ejido se había fraccionado en otras formas de propiedad.
Sin embargo, aquella medida sirvió como punto ideal de referencia, y así lo señalaron
frecuentemente las comunidades en sus solicitudes y disputas de tierras.

Los gobiernos liberales reconocieron el derecho de las comunidades a poseer su ejido. Por
razones diferentes a las de las autoridades coloniales, también tenían gran interés en la
sobrevivencia de los pueblos como unidades activas. A partir de 1871 se agregaron tierras a
los ejidos de muchas comunidades que así lo solicitaron y puede afirmarse que no fue
política de estos gobiernos despojar a las poblaciones de un área comunal, entendida ésta
como su ejido, plenamente identificado y titulado. De hecho, la mayoría de los pueblos
indígenas del Altiplano occidental y de Alta Verapaz reclamaba o poseía mucho más de una
legua cuadrada de tierra. Parte de ésta se había comprado o adquirido por composición,
durante la Colonia o después de la Independencia.

Probablemente la mayoría de los municipios del Altiplano había obtenido títulos para sus
ejidos (los de Verapaz sólo los consiguieron parcialmente), o bien gestionaron en los
últimos años del siglo XIX la confirmación de los que ya tenían, aunque cada vez más se
presentaron problemas con los ladinos que llegaron a los pueblos. En cambio, los indígenas
perdieron el control de las tierras que tenían en la Bocacosta y en las tierras bajas, las cuales
eran adecuadas para el cultivo del café. La presencia ladina en el Altiplano varió mucho de
un pueblo a otro; por lo general, fue gradual y casi nunca estuvo directamente relacionada
con el café, aunque a veces se vinculó a la adquisición de terrenos, que pertenecían a los
indios, por los habilitadores y dueños de comercios.

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Muchas veces el problema residió en aquellos terrenos adicionales, de mucha mayor
extensión, que los indígenas reclamaban como suyos pero de los cuales no tenían títulos.
Las comunidades los incluían como parte de sus `ejidos'. Según el gobierno liberal esto era
inadmisible, pues los excedentes de tierra, fuera del ejido debidamente amparado en un
título, no podían considerarse legalmente propiedad de nadie, sino terrenos baldíos. Los
pueblos indígenas argumentaban que, independientemente de tener o no títulos legales, la
tierra en cuestión les pertenecía por costumbre, y por derecho de uso y posesión `desde
tiempos inmemoriales'.

La Titulación de Tierras

Durante la Colonia la administración intentó, por razones hacendarias y para reducir la


posibilidad de conflictos, que los pueblos titularan toda la tierra que poseían y reclamaban,
pero no se tuvo mucho éxito. Se produjeron diversos traslapes e incursiones, tanto de hecho
como de derecho, entre las propiedades municipales y las parcelas pertenecientes a otros
grupos en un mismo pueblo. Entre estos grupos figuraban las parcialidades, las aldeas y las
cofradías. Rara vez los Principales de la comunidad demarcaban claramente los límites de
los territorios propios de sus antepasados y, como en aquel tiempo no existía escasez de
tierras, tampoco había necesidad de delimitarlas.

Las aldeas y cantones, que eran subdivisiones de los municipios, generalmente estaban
formados por familias emparentadas. Era frecuente que tuvieran determinados pedazos de
tierra, que llegaron a titular cuando se vieron presionados a ello, ya conjuntamente con el
municipio, ya en forma separada. Las cofradías también habían poseído tierras propias, la
mayor parte de las cuales perdieron, total o parcialmente, cuando la consolidación de las
tierras eclesiásticas, primero de 1804 a 1807 y después en 1873, así como en ocasión de las
guerras por las que atravesó el país entre 1826 y 1840. Aunque el Estado liberal no
reconoció ya ningún derecho de propiedad en el caso de las cofradías, algunas de éstas
todavía reclamaban sus tierras a finales del siglo pasado. En 1881 el Jefe Político de Sololá
enfáticamente afirmó que `con... la mejor intención, el gobierno había destruido las
cofradías y transferido las tierras a manos privadas'. Una década más tarde empero, el cura
de Joyabaj todavía protestó porque un funcionario ladino de la localidad trataba de robar
una hacienda perteneciente a una cofradía indígena.

Las presiones que se presentaron de manera creciente a partir de 1871, obligaron a las
comunidades a tratar de asegurar por medio de títulos legales sus límites `exteriores'. Sin
embargo, en muchos pueblos la titulación se mantuvo de acuerdo con su organización
interna, que se basaba en la tradición.

A finales del siglo XIX y principios del XX se combinaron la pérdida de tierras y el


crecimiento poblacional, con lo cual se redujo cada vez más la disponibilidad de tierra. En
las propias comunidades surgieron entonces reclamos sobre la verdadera extensión de las
propiedades y creció el celo con que los vecinos defendían sus parcelas. Antes de 1871 el
precio de un terreno incluía las mejoras realizadas, mientras que después de la Reforma
Liberal se afirmó el criterio de que cada parcela tenía un valor propio. Por otro lado, los

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costos de escrituración y la idea de que `todos conocían' los límites de las propiedades,
fueron factores que determinaron que éstas y las transacciones correspondientes no se
inscribieran en el Registro de la Propiedad Inmueble; bastaba tener improvisados
documentos o recibos simples, o bien disponer del testimonio de vecinos o personas
prominentes de la comunidad, para garantizar la posesión. En la década de 1930 el sistema
fue descrito por un investigador de un pueblo del Altiplano de la manera siguiente:

Los mapas y títulos generales sobre tierras municipales se elaboraban y guardaban en las
montañas, en las casas de los principales del pueblo, con el mayor cuidado y secretividad.
Estos documentos se manejan como objetos sagrados... Otras personas tienen documentos
escritos por escribanos nativos, quienes los guardan en archivos. Pero la mayor parte de los
reclamos de tierras son aún validados por el testimonio de los vecinos y testigos de la
localidad.

De cualquier modo, a partir de 1880, cada vez más indígenas siguieron el ejemplo de los
ladinos establecidos en los pueblos, en cuanto a inscribir sus propiedades en el Registro de
la Propiedad Inmueble. Asimismo, conforme aumentaron las disputas territoriales entre
pueblos vecinos, con más frecuencia se recurrió a los tribunales oficiales para resolverlas.

Menos Tierra pero más Segura

La Reforma Liberal y el auge en el cultivo del café, provocaron el fortalecimiento general


de la posesión en determinadas tierras comunales situadas en los alrededores de las
poblaciones. La titulación de la tierra, realizada bajo presión durante la Reforma Liberal,
dio a gran parte de las comunidades una seguridad sin precedentes sobre ciertas áreas
cercanas al pueblo y sobre el astillero o ejido, ya que permitió una delimitación cierta de
esas tierras. Otro resultado de las leyes liberales y de las exigencias del cultivo del café fue
que muchas comunidades renunciaron a sus reclamos sobre áreas de dudosa definición, a
cambio de propiedades más reducidas pero con linderos más precisos, y debidamente
tituladas y registradas. Aunque la mayoría de pueblos tenía poco donde escoger, y aquellos
que se resistían se arriesgaban a perder más, esta definición de las propiedades y la relativa
paz que ello significaba, constituyeron una alternativa nada despreciable, y la mejor opción
posible, por lo menos hasta que el incremento poblacional de este siglo obligó a una nueva
revisión de los límites establecidos.

Conviene establecer la significación que tuvo la producción en gran escala del café, entre
1870 y 1900, en relación con las tierras comunales. En el Altiplano, en términos generales,
los pueblos no perdieron sus tierras. Se produjo realmente un proceso más complicado y
prolongado, que lo que pueda sugerirse cuando se habla de una `abolición' de la propiedad
comunal realizada por el gobierno en apoyo del nuevo cultivo. El régimen liberal, como ya
se dijo antes, conservó los ejidos en la mayoría de pueblos, y en algunos casos inclusive los
aumentó. En cuanto a otras tierras reclamadas como comunales por los indígenas, en efecto
pasaron a ser, parcial o totalmente, propiedad privada en manos de individuos o de grupos.
En este caso se podría preguntar si se trataba de `pérdida' de tierras, o de un simple cambio
en la forma de posesión. De la misma manera, cuando las élites locales, ladinas o indígenas,

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titulaban sus tierras y después las rentaban a los habitantes del pueblo, puede pensarse que
se trataba de una `pérdida', o bien sólo de un cambio en las condiciones de acceso a unas
tierras que, de todos modos, siguieron a disposición de los pobladores. Por otro lado,
convendría distinguir lo que fue la pérdida `relativa' de tierras que un pueblo pudo haber
tenido como efecto del aumento de su población local (la misma tierra para más personas),
y la pérdida en términos absolutos por causa de los nuevos cultivos de exportación, de la
erosión y empobrecimiento del suelo, así como por el uso más intensivo de éste y el
aprovechamiento de áreas marginales de reserva.

Resistencia de las Comunidades a la Inversión Foránea

El impacto que causó la venta de terrenos baldíos por el gobierno y la redención de censos
que se hizo por medio del Decreto 170 fue inmediato y de amplia difusión, pero no terminó
con las tierras comunales de los pueblos indígenas de Guatemala. Indudablemente los
liberales favorecieron la propiedad privada, pero eso no significó una drástica
transformación de las tierras comunales en parcelas privadas. Ello llevaba su tiempo, pues
era necesario solicitarlas, medirlas, comprarlas y titularlas. De esta manera, en Guatemala
no hubo una privatización tan rápida y profunda como la que se dio en la misma época en
El Salvador y en ciertas partes de Nicaragua.

El proceso guatemalteco se realizó en un período de más de medio siglo y fue resultado de


una serie de acciones de particulares y no tanto de una coordinación o dirección del Estado.
Ahora bien, los baldíos que se pusieron a la venta a través del decreto de redención de
tierras comunales no dejaron de causar problemas. Los indígenas de Escuintla indicaron
que, aun cuando dichos inmuebles se vendieran por pocos reales la manzana, ellos no
tenían ni siquiera ese dinero para redimir sus tierras y éstas pasarían irremediablemente a
`foráneos'. El Jefe Político ofreció reducir los precios si los indígenas se comprometían a
sembrar cacao en vez de los tradicionales productos de subsistencia y, cosa curiosa y
significativa, a `vestirse como ladinos'. Lo anterior sugiere que el propósito de la redención
era colocar los recursos en manos de personas capaces de producir cosechas de valor
comercial, lo que funcionaba mucho mejor a través del sistema de propiedad privada y se
oponía al concepto de propiedad comunal, aun tratándose de tierras debidamente rescatadas
por la comunidad.

El interés de las comunidades indígenas en cuanto a redimir las tierras tradicionalmente


tenidas como suyas, fue una muestra más de sus intentos por detener el avance del cultivo
del café en manos de foráneos, mas no fue la única. La ley de 1877, en efecto, establecía
que las parcelas individuales no podían titularse hasta que el astillero estuviera
perfectamente delimitado, y por ello algunos municipios retrasaron este trámite con el fin
de entorpecer la transición. Los funcionarios municipales indígenas muchas veces negaban
a los compradores los documentos necesarios, con los cuales podían adquirir la plena
posesión de las tierras compradas. Los ladinos comprobaron pronto, en realidad, que una
cosa era adquirir una propiedad a través del Estado y otra muy distinta llegar a poseerla
efectivamente. Por supuesto que, al fin de cuentas, el éxito o fracaso de la oposición
indígena estaba en relación directa con el poder personal del comprador y del propio valor

26
de la tierra. Cuanto más pobres fueran el indígena o ladino que quería adquirirla, más
efectiva resultaba la resistencia de la comunidad; ésta, en cambio, tenía todas las de perder
cuando el solicitante era persona poderosa o con influencias en el gobierno.

Quizás resulta pertinente preguntar por qué las comunidades no aprovecharon las nuevas
oportunidades que ofreció el régimen liberal para titular las tierras. La respuesta correcta es
que, no obstante los peligros, dificultades y costos que eso significaba, las comunidades sí
titularon tierras y algunas veces lo hicieron en cantidades apreciables. Ahora bien, por
diversos factores ello no ocurrió en una proporción mayor. Por un lado, el proceso de titular
tierras se consideraba en cierto modo peligroso, porque una vez iniciado podía llevar a
desenlaces desagradables. En efecto, los Principales debían mostrar los `títulos'
tradicionales, que tan celosamente guardaban. Si éstos resultaban perdiéndose en medio del
papeleo judicial, las comunidades se quedaban sin el fundamento más categórico para sus
reclamos. Por otra parte, la medición y titulación eran caras de por sí y a este costo era
necesario añadir el del valor del terreno que se deseaba rescatar. Finalmente, la experiencia
histórica demostraba, y las circunstancias pronto lo corroboraron, que un título no
necesariamente significaba la seguridad absoluta de la propiedad.

Las comunidades realmente titularon tierras porque una de las ironías del auge del café
consistió en que también puso a disposición de los pueblos recursos que éstos no conocían
anteriormente, los cuales les permitían contrarrestar la presión que el nuevo cultivo ejercía
sobre las tierras. La economía del café incrementó grandemente el flujo de circulante en los
pueblos, como resultado de los salarios pagados en las fincas y de la propia venta de las
parcelas. Por otra parte, el Estado facilitó la medición y titulación de los ejidos y áreas en
las vecindades de los pueblos; en algunos casos también absorbía los costos pertinentes, y
frecuentemente otorgaba la tierra a las comunidades sin costo alguno o a precios muy bajos
y sin subasta. Esta fue una práctica más común que la toma de ejidos por el gobierno. Por
ejemplo, cuando en 1879 el pueblo de Santiago Chimaltenango solicitó titular sus tierras,
los agrimensores mandados por el gobierno lo hicieron gratuitamente. Midieron una legua
cuadrada de ejidos alrededor del pueblo y, además, 119 caballerías de exceso que el Estado
otorgó a los `pobres indios', sin cobrarles nada, `como se había hecho con San Pedro Necta
[y] San Martín'.

Mecanismos para la Solución de las Disputas de Tierras

El desplazamiento del café y de pobladores ladinos hacia la Bocacosta transformó y limitó


los antiguos patrones indígenas de emigrar estacionalmente a la región para sembrar sus
milpas. De ahí en adelante estas migraciones y el propio destino de la tierra tuvieron una
significación muy diferente. Por ejemplo, a partir de 1873, conforme llegaron colonos a la
Costa Cuca, los habitantes del vecino pueblo de Concepción Chiquirichapa lucharon por
salvar lo que pudieron del área, que por muchos años habían considerado parte integral de
los dominios de su comunidad. En 1875, y luego en 1877, el pueblo solicitó que se
redimieran y titularan los terrenos denominados El Nil, situados en El Asintal, de los cuales
decían poseer, juntamente con el pueblo de San Martín Sacatepéquez, el título de seis
caballerías y media obtenidas en virtud de una composición hecha a principios del siglo

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XVII. Al medir el área en cuestión, el agrimensor estableció que medía realmente 19
caballerías, lo cual es una muestra más de las discrepancias frecuentes en relación con las
mediciones. El caso es que unos asaltantes de caminos robaron su maleta al agrimensor y
sólo dos años después se pudieron recuperar los documentos. Mientras tanto, los ladinos de
otro poblado vecino, San Juan Ostuncalco, lograron que se les otorgaran 10 caballerías, las
cuales comprendían una parte del área reclamada por Chiquirichapa, donde sembraron y
fundaron la aldea llamada San Juan Nil. Ello obligó a nuevas mediciones que, además de
resultar onerosas, demostraron que las tierras correspondientes a una y otra población eran
realmente diferentes y, por lo tanto, no había tal incursión de los habitantes de San Juan
Ostuncalco en los dominios de Concepción. En 1886 este último pueblo recibió un nuevo
título sobre seis y media caballerías, además del derecho a comprar otras 13 de excesos, al
precio de un peso por hectárea; estas tierras estaban situadas en la parte más baja y cálida
de la Costa Cuca, apta sólo para agricultura de subsistencia.

Los litigios de tierras, en los cuales a veces se recurría a la violencia, han sido cosa común
en la historia rural de Guatemala y no debe considerarse fenómeno exclusivamente
provocado por los cambios introducidos por el café y las políticas liberales. Antes bien, en
este período posiblemente los conflictos no fueron tan virulentos como anteriormente. De
hecho, los levantamientos y ataques armados producidos por cuestión de tierras fueron
menos frecuentes desde 1871, aunque ello obedeció sobre todo a la existencia de un
gobierno fuerte, dispuesto a actuar sin contemplaciones. Los indígenas así lo entendieron
enseguida. El `castigo horrible' que cayó sobre la población de Momostenango en 1877,
ordenado por el Presidente Barrios para poner fin a la violencia surgida de una disputa
territorial con sus vecinos de San Carlos Sija, y la matanza a tiros de docenas de indígenas
que atacaron a reclutadores ladinos en San Juan Ixcoy en 1898, fueron lecciones difíciles de
olvidar.

En muchos casos la violencia ocurrió entre los propios indígenas. Con excepción de los
pueblos de la Bocacosta, seriamente afectados por los nuevos cultivos de café, rara vez
ocurrieron conflictos de límites entre las comunidades y las fincas. El caso de la Verapaz
fue diferente. En esa región, en efecto, hubo resistencia indígena a la expansión de la
caficultura, la cual se manifestó en un esfuerzo por titular tierras más que en una
confrontación armada. Por otra parte, en la Bocacosta, aun cuando los pueblos titularon sus
tierras, éstas tomaron cada vez más la forma de propiedades privadas individuales, y en los
conflictos con fincas vecinas, los litigantes por lo general no eran las comunidades sino
personas o grupos particulares.

La historia de las mediciones y remediciones de fincas entre finales del siglo XIX y
principios del siguiente, así como la investigación en los documentos judiciales y en los
informes de los funcionarios locales y de los jefes políticos en las áreas caficultoras, no
registran fenómenos importantes de violencia o conflicto. Apenas se hallan en dichos
documentos y en las propias mediciones, casos de desórdenes públicos, destrucción de
cercas o mojones, robos e incendios. Como ya se ha dicho, las fincas de café generalmente
no eran muy grandes y tampoco era muy difícil obtener tierras suficientes para los cultivos,
sobre todo después de que el mercado internacional se estancó en 1898 y los caficultores no
tuvieron a partir de entonces mayores motivos para mostrarse agresivos con sus vecinos
más pequeños.

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En vista del procedimiento usado por el Estado para medir y distribuir las tierras, la
mayoría de pequeños propietarios de la Bocacosta poseía parcelas sobre cuyo uso
inmediato los productores de café no tenían mucho interés. Los terrenos que se otorgaron a
las comunidades del Altiplano en dicha región y en las tierras bajas, por lo general se
localizaban en zonas excesivamente altas o bajas, no aptas, por lo tanto, para el café, o bien
estaban demasiado apartadas en zonas carentes de las vías de comunicación necesarias para
la producción comercial. Los pequeños terratenientes que tenían suelos aptos para la
caficultura, casi siempre se mostraron deseosos de venderlos a los finqueros, a precios que
éstos consideraban satisfactorios.

Puede concluirse, por consiguiente, que el café no alteró significativamente la forma o


contenido tradicional de los conflictos por la tierra registrados en el Altiplano. Estos
continuaron como un fenómeno usual, que consistía en disputas por linderos entre las
comunidades y pequeños litigios ordinarios. El ingrediente específico que introdujo el café
en esta serie de problemas, y que fomentó el gobierno, consistió en que los ganadores de los
litigios tuvieron desde entonces una mayor seguridad sobre sus propiedades. Por ejemplo,
en la década de 1870 los cinco pueblos del curato de la Purificación de Jacaltenango
determinaron medir la tierra que durante mucho tiempo habían poseído en común. Como
resultado de ello se revivió una antigua disputa de estas poblaciones con San Miguel
Acatán. El agrimensor enviado a aclarar la situación encontró que los sanmigueleños no
sólo habían invadido tierra de los jacaltecos, sino que también movido los mojones
tradicionales. Las cruces que colocaba el agrimensor durante el día para señalar los límites,
durante la noche las quitaban los de San Miguel. El funcionario inclusive leyó `en voz alta'
un acuerdo firmado por los mismos implicados una década antes, en el cual aceptaban la
división convenida; les pidió que no movieran de nuevo las cruces, y los amenazó con un
severo castigo si persistían en su actitud de obstaculizar las mediciones. Ello fue suficiente
para terminar con los problemas, aunque quizás no con todos los aspectos del conflicto.
Otro tanto ocurrió cuando se puso fin, entre 1880 y 1890, a la disputa que mantenían San
Miguel Totonicapán y Sololá por un terreno denominado Pixabaj, y al litigio entre el
primero de estos pueblos y Santa María Chiquimula, en relación con otras colindancias. Sin
embargo, el caso más significativo para entender el cambio ocurrido en las disputas de
tierras que mantuvieron los indígenas durante la época liberal, lo constituye la petición
recibida en Zacualpa (Quiché) por un agrimensor: `...los justicias [indígenas] me suplicaron
que no llamara a las tropas'. Un Estado fuerte fue el factor que provocó ese cambio.

A diferencia del siglo anterior, el gobierno presionó con firmeza a pueblos y fincas para que
regularizaran la situación de sus posesiones y para reprimir con prontitud los brotes de
violencia. La medición de los terrenos y los títulos relativamente claros con que se
definieron las propiedades, disminuyeron de manera notable los conflictos. Por otra parte,
tanto las viejas haciendas coloniales, descapitalizadas e improductivas, como los fríos
ejidos de los pueblos del Altiplano, tenían poco valor para la mayor parte de la élite y para
el gobierno que ésta controlaba, pues los miembros de estos dos sectores estaban más
interesados en la riqueza potencial de las tierras aptas para el café.

Desigualdades Sociales y Presión de los Ladinos

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El café sacudió a los pueblos del Altiplano no porque este cultivo hubiera invadido
directamente las tierras, sino por los mecanismos de reclutamiento de trabajadores que se
pusieron en marcha, los que, con el tiempo, acabaron también por transformar los patrones
de tenencia del suelo. Los adelantos y los salarios generados por la movilización de la mano
de obra inyectaron cantidades de dinero nunca vistas en las economías locales, lo que
produjo a su vez un inusitado interés por comprar tierras que, a partir de entonces, se
cotizaron mejor.

En el sector indígena el proceso referido desplazó a los pobres y a quienes seguían


aferrándose a la tradición, y acentuó las diferencias entre las distintas clases sociales. La
desigualdad social creció como efecto del afán de hacerse de títulos escritos, así como por
las oportunidades que se abrieron entonces a los que actuaban como intermediarios entre la
población local y las fincas. En este nuevo ambiente, por lo general prosperaron los
funcionarios locales indígenas menos escrupulosos, y también los caporales que intervenían
en la captación de mano de obra para las fincas. Estas personas solían invertir en tierras
parte de lo que ganaban, y para ello compraban a sus vecinos menos afortunados o
informados. La actuación de un Alcalde de Nebaj, de nombre Gaspar, a la que se alude a
continuación, no parece haber sido típica, pero tampoco única:

... utilizando las ventajas que le daba su cargo, buscaba sistemáticamente a aquellos
indígenas cuyas tierras estaban hipotecadas o tenían problemas, los hacía endeudarse con él
y tomaba sus propiedades cuando no cumplían. De esa manera llegó a ser el mayor
terrateniente indígena de Nebaj y sus alrededores.

La población indígena de Yepocapa, asimismo, se quejó de que su gobernador les impedía


el acceso a las tierras comunales, para lo cual aducía que iba a vender las tierras y, que si
tenían dinero podían comprarlas, ya que en otro caso las vendería a los ladinos. El
funcionario tomó dos caballerías para él y otra para su hermano, y dijo a los indígenas que
el resto no era cosa que interesara al pueblo. El Gobernador de San Pedro Sacatepéquez, en
las cercanías de la capital, logró acumular en la última década del siglo XIX unas 20 casas,
sitios urbanos y parcelas agrícolas, así como abrir un estanco `de manera turbia y por la
fuerza'.

Muy diferente fue el comportamiento del Alcalde de Cobán, Tiburcio Caal. Durante 24
años este funcionario se interesó por el `calvario que cada brote de café significaba para los
indígenas' y, cuando parcelaba la tierra comunitaria entre éstos, se cuidaba de poner en cada
título una cláusula por la que dicho lote no se podía vender a `foráneos'. Un periódico de la
capital se refirió a este personaje como `una aparición aislada en la historia moderna de los
indígenas'. Esta afirmación parece exagerada, puesto que la mayoría de los funcionarios
indígenas seguramente observó un comportamiento correcto con sus hermanos de raza,
aunque también es comprobable la existencia de funcionarios indígenas explotadores. El
surgimiento del café, en efecto, permitió los dos tipos de comportamiento, así como
oportunidades nuevas para que ciertas personas de los pueblos se enriquecieran a expensas
de sus vecinos.

En los casos de rapacidad de los funcionarios indígenas locales muchas veces estuvo
presente, como telón de fondo, la población ladina. Al hablar de pueblos ladinos en el

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Altiplano occidental es preciso distinguir entre los que tenían una mayoría de personas de
esa calidad y aquellos en los que sólo había un pequeño grupo que habitaba en las
poblaciones con abrumadora proporción de indígenas. Entre los pueblos ladinos cabe
mencionar a San Carlos Sija en Quezaltenango, Chinique en Quiché y Malacatán en San
Marcos, surgidos todos como `valles' coloniales, y elevados a la categoría de municipios a
finales del siglo XVIII o después de la Independencia. Estas poblaciones por lo general
consideraban que no tenían suficientes tierras pero, a partir de 1871, reclamaron con
agresividad y lograron extenderlas a menudo a costa de sus vecinos indígenas.

En los pueblos de indígenas, el núcleo minúsculo de ladinos estaba compuesto


tradicionalmente por el sacerdote y su familia, talvez la dueña de una pensión que atendía a
los viajeros hacia México, y algunos mestizos pobres. Los ladinos buscaban formas de
aprovecharse de los nativos. Sin embargo, con el auge del café, y con las nuevas
oportunidades de empleo y comercio que se abrieron entonces, llegaron a estos lugares
muchos otros ladinos. Conforme su número aumentó, exigieron de las autoridades centrales
el llamado `gobierno dual', es decir su participación en el poder municipal junto a los
aborígenes. Esta dualidad o `equilibrio' de poder se tradujo muchas veces en la práctica de
nombrar a un ladino como primer alcalde, en tanto que los otros funcionarios eran
indígenas y ladinos, lo cual permitía a la minoría la posibilidad de tomar el control de los
recursos de la comunidad. Esta innovación no fue del agrado del `común de los indígenas',
pero a favor de ella estaban el peso del Estado y la premisa de que `ladinización' era
sinónimo de `civilización'. En 1875, por ejemplo, cuando los funcionarios ladinos de
Chiché exigieron un mayor acceso a los ejidos del pueblo y los nativos rechazaron esta
petición, aquéllos encarcelaron a los justicias indígenas. El conflicto siguió latente por
espacio de dos años, y en los primeros meses de 1877 los indígenas ocuparon el edificio
municipal, con una fuerza de 300 hombres armados, `listos para derramar su sangre'. La
intervención del gobierno central, sin embargo, obligó a que éstos dejaran a los ladinos del
pueblo en posesión de las parcelas que habían adquirido.

La redención del censo fue otra circunstancia aprovechada por algunos ladinos para
comprar tierras en las comunidades. El alcalde ladino de San Juan Sacatepéquez acusó al
gobernador del departamento de complotar contra el grupo minoritario, `planeando tomar el
control de las tierras del pueblo y ponerlas en manos de los indígenas para centralizar la
propiedad en una raza, con la tonta esperanza de expulsarnos [a los ladinos] de ese lugar'.
La respuesta del gobierno central fue significativa: se ordenó a los indígenas de San Juan
subastar todas las tierras pertenecientes a `la comunidad, guachivales y las cofradías'. De
las 10 parcelas que se vendieron, ocho fueron adquiridas por ladinos.

El impacto de los nuevos sistemas de movilización de la mano de obra

La política liberal de movilización de trabajadores para las fincas de café, de momento no


parecía violar las costumbres establecidas y tampoco anunciaba nuevas o inusuales
reacciones entre los indígenas. Estos respondieron en la forma que se esperaba, es decir,
con diversos grados y modalidades de aceptación pasiva o de resistencia, según las
circunstancias concretas.

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Los indígenas no llegaron a percibir de inmediato la diferencia entre los repartimientos
coloniales y los nuevos reclutamientos por mandamiento, pero los efectos de los últimos
fueron mayores y más profundos. El desarrollo del café presionó a grandes sectores de la
población hasta entonces muy aislados, para que entraran en la corriente de la mano de obra
asalariada. Durante la época colonial el sistema de trabajo forzado había perdido
importancia en la región del Altiplano, tras la declinación del mercado del cacao, a finales
del siglo XVI y principios del XVII. En las circunstancias extraordinarias de la
construcción de la nueva capital entre 1776 y 1785, los reclutamientos se limitaron a la
zona central y oriental del país, y solamente se dieron algunas órdenes ocasionales que
afectaron a las poblaciones del Altiplano occidental y Alta Verapaz, las cuales
probablemente no siempre fueron cumplidas. Durante el auge de la grana tampoco se
requirió de excesiva mano de obra.

Sin embargo, la expansión del café pronto alcanzó áreas donde estaban establecidas muchas
poblaciones indígenas. Allí se usó primeramente la mano de obra existente en los pueblos
contiguos a las fincas y después se recurrió progresivamente a la población de áreas cada
vez más alejadas, en lo que se ha llamado la `periferia campesina'. En la década de 1890 los
finqueros de la Bocacosta llegaron a traer trabajadores, por medio de mandamientos o
`habilitaciones', desde lugares tan alejados como Santa Eulalia, Jacaltenango y Nentón, en
la parte norte de la Sierra Los Cuchumatanes, donde algunos caficultores tenían `fincas de
mozos', o sea reservas de mano de obra.

De esta manera, la movilización de fuerza de trabajo causada por el auge del café, aunque
llevaba en su seno el ingrediente bien conocido en Guatemala de la coerción
extraeconómica, resultó un fenómeno completamente nuevo por el grado de extensión y
penetración que tuvo en apartados rincones del área rural y en todos los aspectos de la vida
de los indígenas.

Oposición a los Mandamientos

Los indígenas detestaban y evadían los mandamientos siempre que les era posible. Un
habitante de San Pedro La Laguna describía de esta manera el temor que les dominaba ante
la posibilidad de ser enganchados:

Los sobrevivientes [de los mandamientos] eran aquellos que se escondían de la


persecución, llegaban a sus ranchos sólo de noche y volvían a huir al alba; eran como
lagartijas que se escondían entre las rocas y sólo levantaban sus cabezas para espiar el
peligro que llegaba en busca de más mano de obra para los trabajos forzados.

Urgidos por sus superiores para que cumplieran con las demandas de mano de obra, las
autoridades locales reclutaban a cualquiera que encontraban. Otro testimonio directo
registró lo siguiente: `Cuando tenía 12 años, el oficial y varios policías llegaron a mi casa,
obligaron a mi mamá a aceptar 60 reales, luego apuntaron mi nombre en su libreta negra y
fui sentenciado'. Ante la resistencia generalizada, alcaldes y alguaciles, de la misma manera
que lo habían hecho sus antepasados con los repartimientos coloniales, tiraban literalmente

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el dinero frente a los transeúntes, o lo dejaban a las esposas en las casas, mientras los
hombres trabajaban en el campo, como una forma de dar por hecha la `habilitación'. Otras
veces llegaban incluso a encarcelar a los renuentes, hasta completar suficiente gente para
cumplir con las órdenes. Solamente aquellos que podían pagar sobornos o contaban con
influencias tenían posibilidades de evadir el servicio en las fincas. Las cuadrillas que ya
habían cumplido con un primer mandamiento eran frecuentemente obligadas a aceptar
nuevos anticipos y, sin darles ni siquiera tiempo a retornar a sus casas, recibían órdenes de
partir de inmediato a un nuevo destino.

Por otra parte, los reclutados por medio de mandamientos constituían el grupo peor tratado
en las fincas. Los patronos les reservaban las tareas más pesadas y peligrosas, y a veces se
les sometía a condiciones de hambre, enfermedad y abuso. Esto obedecía a que los
finqueros no habían invertido en ellos lo mismo que en los mozos que estaban bajo peonaje
por deuda.

Los habitantes de Santiago Sacatepéquez y de muchos otros pueblos del Altiplano


protestaron por su traslado a la Costa, cuyo clima consideraban `mortal'. Argumentaron que
tal cosa no se había visto ni siquiera en tiempos de la Colonia: `quién creería que los reyes
españoles del siglo XVI fueron más humanitarios con los pueblos conquistados que los
jefes políticos de una república democrática independiente del siglo XIX'. Adujeron
también que las Leyes de Indias prohibían trasladar indígenas bajo mandamiento desde
tierra fría a los climas cálidos.

Además de la práctica bastante frecuente de golpear y encarcelar a los indígenas bajo


mandamiento, y exponerlos a los peligros para su salud en un clima desconocido, los
patronos también cometían el abuso de obligarles a quedarse en las fincas más tiempo del
que indicaban los contratos. Para ello empleaban la argucia de sustituir el concepto de
jornal por el de tarea diaria. Las regulaciones de los mandamientos establecían que los
indígenas, tenían que trabajar en las fincas determinado número de jornales o días, casi
siempre 15 ó 30, según la distancia a sus lugares de origen, pero cuando ya estaban en la
finca, el dueño disponía cambiar al sistema de tarea diaria y les asignaba como jornal lo que
en teoría un hombre podía hacer en un día de trabajo. A veces los peones se daban cuenta
de que si hacían más en una jornada podían completar la tarea en menos días, lo que les
significaba ganar más, y por ello apoyaban las disposiciones del patrono. Sin embargo,
parece que en la práctica el cálculo se hizo casi siempre a favor de la finca, pues los
indígenas constantemente se quejaban de que las tareas asignadas por mandamiento
requerían dos y hasta tres días de trabajo.

El Trato a los Trabajadores en las Fincas

Aparte de los mandamientos, la legislación guatemalteca de la época ofrecía alternativas


muy reducidas a relaciones laborales diferentes al peonaje por deuda. Sin embargo, aunque
esta práctica daba a los habilitadores y finqueros obvias ventajas en el momento de realizar
los contratos, los indígenas no se encontraban totalmente desamparados. Sabían que su
trabajo era un elemento indispensable, cuya falta podía llevar a los cultivadores de café a

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una ruina segura. De esta manera, las relaciones entre indígenas y caficultores se
convirtieron en una constante batalla, en la que los primeros luchaban por mejorar sus
condiciones de trabajo y sus salarios, y los segundos por bajar sus costos de producción sin
arriesgarse a perder sus trabajadores. Los archivos de los jefes políticos se encuentran
llenos de quejas, apelaciones y peticiones, tanto de mozos como de patronos.
Generalmente, si se trataba de mandamientos eran los finqueros quienes presentaban las
demandas, pero en las disputas correspondientes a contratos de peonaje por deuda
abundaban las querellas de los trabajadores. Los jefes políticos, presionados por las
autoridades superiores a resolver pronta y pacíficamente los litigios, trataban de que ambas
partes llegaran a soluciones de compromiso.

La queja más común entre los trabajadores era que las fincas no les acreditaban
debidamente las tareas realizadas. La causa estaba en la diferencia entre lo que se entendía
por jornada de trabajo y tarea por día, ya que no había en el país medidas unívocas. Por
ejemplo, cuando se hablaba de `cuerdas' como una tarea específica, resultaba sumamente
probable el surgimiento de problemas y malos entendidos, ya que había por lo menos media
docena de tipos de `cuerda', cada una con una medida diferente. Los trabajadores se solían
quejar, en este sentido, de que los finqueros siempre les exigían tareas mayores de las que
se habían pactado. Los dictámenes de los jefes políticos tendían por lo general a no
agudizar los factores de violencia, salvo el caso de abusos obvios y notorios, pero de
ordinario favorecían a los patronos, con pequeñas concesiones ocasionales a los
trabajadores.

La adhesión de Guatemala a la Convención de Washington, en 1923, planteó la obligación


de terminar con los castigos corporales de los trabajadores del campo. Habilitado-
res, patronos y administradores se adelantaron a advertir que eso haría imposible el control
de la mano de obra agrícola. Los ladinos que ocupaban cargos de mando en las fincas
estimaban que sólo a través de la fuerza podía garantizarse la debida disciplina, y prevenir
también los posibles peligros de las grandes cantidades de trabajadores indígenas, con
quienes no siempre podían entenderse en español. Por ejemplo, cuando el administrador
alemán de la finca Luarca reprendió a los trabajadores que quebraban las ramas de los
cafetos por no usar las escaleras disponibles, éstos `conspiraron' contra él en un dialecto
`bárbaro' y lo persiguieron hasta expulsarlo.

Según los patronos, los indígenas eran trabajadores renuentes, por lo que se suponía que
solamente podían ser manejados a través de métodos violentos. La mayor parte de los
administradores permanecían armados y amenazaban constantemente a los mozos con
pistolas y escopetas: `El nos amenazó varias veces, pistola en mano, para matarnos',
afirmaban los trabajadores con frecuencia. Algunas veces los encargados de las fincas
llegaron a disparar contra los mozos, y otras los intimidaban con perros bravos. En agosto
de 1921, trabajadores de la finca El Porvenir se quejaron ante el Jefe Político de que,
aunque habían aceptado los salarios y las raciones de comida de la finca, cuando ellos se
acercaban al administrador alemán para preguntarle algo, `éste azuzaba su perro, iba por su
rifle y los amenazaba con dispararles'.

Algunos administradores y caporales solían recurrir a amenazas o al castigo físico con las
manos, palos o la parte plana del machete, para hacer trabajar a los mozos o en respuesta a

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las quejas de éstos. En cierta ocasión tres trabajadores se quejaron de que el patrón los
había `abofeteado, pateado y golpeado con un machete y disparado contra uno de nosotros',
sólo porque no transportaban la leña lo suficientemente rápido. Lucas Velásquez, de San
Antonio Ilotenango, se lamentaba de que Manuel, el hermano de su patrón, lo había
golpeado sin motivo, lo mismo que a su esposa y a su hijo, de lo que éstos murieron y el se
había quedado viudo.

Ciertamente se dieron casos dramáticos de golpizas, encarcelamientos y cepos. Sin


embargo, se trataba casi siempre de patronos psicóticos o administradores borrachos, que
naturalmente eran la minoría. El propósito de los finqueros era hacer dinero, no abusar de
los indígenas. Aunque el poder casi absoluto de los administradores o patronos, unido a los
viejos prejuicios raciales y al constante temor de dar muestras de flaqueza, alentaba en
ciertos sujetos reacciones de brutalidad, la mayoría de los finqueros comprendía que la
excesiva violencia `no tenía sentido económico'. No obstante, algún tipo de forzamiento
era, según ellos, inevitable, por la supuesta inferioridad del indígena, y porque éste no
siempre estaba dispuesto a trabajar eficazmente por el salario y condiciones que se le
ofrecían.

Manifestaciones del Descontento Indígena

La violencia premeditada o las revueltas espontáneas de los indígenas contra


administradores, habilitadores o agentes del Estado, no fueron realmente frecuentes ni
premeditadas. Ocasionalmente, algún mozo furioso, en respuesta a lo que consideraba una
tarea exagerada o a los golpes recibidos, amenazaba con su machete al caporal, pero de
inmediato se le acorralaba y castigaba. Cuando los trabajadores formaban grupos para
protestar, la represión era tan rápida como desproporcionada. En julio de 1901 los
trabajadores de la finca Oná se `amotinaron', porque no se les daban las raciones de comida
convenidas. El administrador llamó entonces a los soldados del vecino pueblo de La
Reforma, que acudieron al lugar y sofocaron rápidamente la protesta. Los cabecillas del
movimiento fueron apresados y enviados a trabajos forzados en obras públicas.

Los conflictos abiertos y violentos no se encuentran por lo general registrados en los


juzgados de la época, o en los informes de los jefes políticos. Los casos de
`insubordinación' se arreglaban en las propias fincas por medio de medidas disciplinarias
internas, que servían de escarmiento. Si la resistencia era de mayores proporciones, el
Estado actuaba inmediata y eficazmente, reprimiéndola con dureza. Ello explica las razones
por las cuales, sobre todo a partir de 1880, los levantamientos campesinos fueron cada vez
menos numerosos.

Un hecho excepcionalmente grave fue el sucedido en 1898 en San Juan Ixcoy,


Huehuetenango, donde se levantaron los indígenas del pueblo en una acción que dejó un
saldo de unos 30 ladinos muertos en una noche trágica. Unidades de las milicias sofocaron
la revuelta en menos de 24 horas, para lo cual mataron a cientos de indígenas, encarcelaron
a varias docenas de ellos y forzaron a otros muchos a emigrar a las tierras bajas del norte.
Se demostraba así que el Estado no sólo estaba dispuesto a no tolerar las manifestaciones

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violentas de descontento sino que tenía los adecuados mecanismos de represión. Los
indígenas volvieron a comprobar, en efecto, que la violencia abierta, tanto personal como
comunal, no era un medio adecuado de defensa.

En consecuencia, escogían otras formas de resistencia más sutiles y eficaces, que no


provocaran la reacción devastadora del Estado. Una de las más comunes fue la práctica de
hacer llegar a las autoridades `peticiones' o alegatos en su defensa, de tono nada virulento
pero sí dramático y frecuentemente efectivo. Existe multitud de estos documentos en los
archivos. Como la mayoría de los indígenas de esa época era de analfabetas, tales
`peticiones' las redactaban los secretarios y `güizaches' de los pueblos, como todavía se
hace en la actualidad. Estos no representaban a los indígenas `hablando por sí mismos', y su
lenguaje, a veces casi ininteligible, en ocasiones estaba lleno de consideraciones históricas,
legales y de filosofía moral, de ejemplos tomados de la actualidad nacional e internacional,
todo lo cual naturalmente era producto de la relativa `ilustración' de los redactores. Empero,
en tales documentos se exponían verdaderamente los problemas del pueblo, y de vez en
cuando irrumpía en ellos la inconfundible queja del individuo oprimido. La misma que, por
ejemplo, en 1923 llevó a Martín Morales a expresarse de esta manera: `toda la flor de mi
juventud fui explotado por el patrón', para agregar después que, cuando ya tenía más de 80
años y se encontraba enfermo e inválido, solamente pedía poder abandonar la finca `para
morir poco a poco en el campo como los animales cuando se vuelven viejos e inútiles'.

La protesta de los trabajadores no se limitó a aquellas `peticiones'. Otro mecanismo fue la


huida. Se fugaban los individuos, y también familias enteras, para lo cual aprovechaban
cualquier descuido en la noche, o cuando lograban distraer la vigilancia de los encargados.
El administrador de la finca Santa Cristina, por ejemplo, informó furioso que `los mozos
habían incendiado varias instalaciones y aprovechado la confusión para huir'. Estas fugas,
sobre todo cuando participaban grupos numerosos, solían ser verdaderamente dramáticas y
los relatos correspondientes alcanzaban tonos casi bíblicos. Los que conseguían huir se
encontraban enseguida entre la espada y la pared. Podían trasladarse a otra propiedad, en la
esperanza de que el nuevo dueño los tratara mejor, o bien regresaban a sus pueblos, pero
allí les esperaba la captura o una costosa negociación con el habilitador o el patrón anterior.
Algunas familias escaparon de una vez por todas al sistema laboral de las fincas, pero a un
muy alto precio, se refugiaron `en el monte', ante la amenaza de volver a ser enganchados:
`...viven dispersos en los cerros llevando una vida casi nómada', refería un documento de la
época.

Para un indígena, tan necesitado de los vínculos familiares, comunales y rituales, la vida
nómada era triste y siempre expuesta a terminar como una tentativa inútil: podían
encontrarlo los alguaciles y habilitadores, cada vez más hábiles en su oficio de buscar
prófugos, y al devolverlo a la finca con toda seguridad se le doblarían las obligaciones.

Otra posibilidad para los huidos era buscar otro departamento, donde la demanda de mano
de obra y el control del Estado fueran menores. Este fue un caso muy común entre los
habitantes del oriente de Alta Verapaz, desde donde un buen número de ellos se trasladó,
ante las presiones del café, a las montañas deshabitadas del norte del Lago de Izabal.

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Un mayor motivo de preocupación para los responsables de la economía nacional fueron
las frecuentes emigraciones que se produjeron en esa época hacia Belice y México. En
Chiapas y Soconusco se desarrollaban entonces plantaciones de café, con mejores salarios
que los que se pagaban en Guatemala. El gobierno guatemalteco no tuvo más remedio que
reconocer ocasionalmente lo razonable de este fenómeno. Al evaluar las condiciones del
sector agrícola de principios del siglo XX, el Ministerio de Fomento se lamentaba de `las
viejas leyes creadas para promover la producción de café', ya que violaban la libertad de los
indígenas, e `hicieron que muchos de ellos emigraran a países vecinos como México y
Belice'.

Sin embargo, es necesario reafirmar que todas estas formas de oposición abierta a las
condiciones en que se desarrollaba la expansión del café en Guatemala, desde las revueltas
hasta la huida, fueron solamente una excepción a la conducta ordinaria de los indígenas.
Estos desarrollaron, con pasividad y a regañadientes, una velada y anónima resistencia ante
las particulares manifestaciones del sistema imperante. Un artículo periodístico se refirió a
esta actitud como `el silencioso pero inflamado odio hacia los patronos'. Pero tanto éstos
como el Estado no querían entender y se negaron a reconocer la existencia de este profundo
descontento. El hecho de proceder de esa manera, les hubiera llevado a reconocer asimismo
el fracaso de una ideología hegemónica, y a tratar de buscar puntos de entendimiento con el
sector indígena, cosa que los finqueros rechazaban a priori.

Prefirieron más bien refugiarse en el consabido prejuicio contra unos indígenas estúpidos,
perezosos, brutos y borrachos; un estereotipo, por cierto, común a muchas otras sociedades
`coloniales' de la época. Desde la posición ideológica de los caficultores se trató de explicar
la falta de colaboración de los trabajadores simplemente como bajeza moral, carencia de
patriotismo, dejadez y falta de espíritu de superación.

Las informaciones de ese tiempo no parecen, sin embargo, confirmar tales prejuicios, por lo
menos en lo que se refiere a la pretendida deshonestidad de los indígenas. Son pocos los
casos registrados de destrucción de herramientas, sabotaje o robo, como formas de
resistencia individual. El hecho de aceptar múltiples anticipos y condiciones de trabajo que
de antemano se sabía que eran imposibles de cumplir, probablemente estuvo relacionado
más bien con las propias condiciones en que se desarrolló en Guatemala el sistema del
trabajo forzoso, que con una real carencia de valores morales entre los indígenas. Después
de todo, tal actitud fue una forma más de resistencia, y una muestra de su habilidad para
obtener por lo menos alguna ventaja de un sistema en que la captación de la mano de obra
era una obsesión, y en que la ideología racista era sólo la justificación de ese mismo
sistema.

Crecimiento de la Producción de Café

A partir de la década de 1860, especialmente en su segunda mitad, la producción cafetalera


de Guatemala aumentó de manera constante. En 1870, es decir antes de la llegada de los
liberales al poder, sobrepasó a la grana como principal fuente de divisas del país. Dicho
crecimiento continuó, aunque se produjeron algunas fluctuaciones, por ejemplo las de los

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siguientes años: 1868-1869, 1877-1878, 1880-1881, 1883-1884, 1886-1888, 1889-1890,
1891-1892, 1893-1894, 1896-1897 y 1898-1900. En ningún caso la disminución fue fuerte
ni duradera. De los 34,656 quintales de 1867 se llegó a 694,817 al cerrarse el siglo (véase el
Cuadro 41).

A mediados de la década de 1880 Guatemala se situó como el principal exportador mundial


del grano. Las comunicaciones habían mejorado mucho para la zona productora de la
Bocacosta del Pacífico, y estaban superados, aunque fuera parcialmente, los problemas de
escasez de mano de obra. Sin embargo, conforme creció la producción, la economía del
país se hizo cada vez más dependiente de las exportaciones de café. Todavía se exportó
grana en la década de 1870, pero rápidamente desapareció como cultivo importante, y no
surgió ningún otro, si bien en la última década del siglo hubo envíos de bananos al exterior.
La economía del país se hizo vulnerable a cualquier fluctuación en los precios mundiales.

El primer gran problema llegó en 1897 y fue causado por el enorme aumento en la
producción cafetalera de Brasil. Dicho país, que en 1850 y 1880 producía cerca de la mitad
de la cosecha mundial, subió a dos tercios del total al mediar la década de 1890. De 1896 a
1897 la producción brasileña se incrementó en un 55%. Ello produjo la caída de los precios
en 1897, que se mantuvieron bajos hasta más o menos 1909. Esta crisis afectó
profundamente a Guatemala, en un momento en que se habían hecho gastos excesivos para
la Exposición Internacional de 1897.

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