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de reconstrucción o deducción trascendental (Apel) es donde aparece

dibujado un modelo ideal de hombre y de sociedad. Aunque esos ras-


gos antropológicos tiene unos contenidos predominantemente formales,
y no materiales.

5. La crítica de Foucault a la Antropología filosófica

La referencia a M. Foucault en la reflexión sobre la Antropología


filosófica es clave e inevitable. De él proviene uno de los planteamien-
tos más lúcidos y certeros sobre el estudio del hombre, aunque no me-
nos plagado de ambigüedades, como vamos a ver. A Foucault se le ha
solido encasillar dentro del movimiento estructuralista (junto a Lévi-
Strauss, Lacan y Althusser, entre otros), a pesar de no considerarse el
propio autor un estructuralista 85. Pero coincide con los autores antes
mencionados en lo que el mismo Foucault denominó una pasión por el
sistema, en contraposición a la pasión por el individuo que caracterizó
a la generación anterior, la de Sartre.
Se suelen señalar cuatro etapas en la trayectoria intelectual de
M. Foucault: etapa de juventud, arqueología del saber, genealogía del
poder y recuperación del sujeto (estético). Iremos recorriendo estas di-
versas etapas y recogiendo sus planteamientos antropológicos.

5.1. Etapa de juventud

Es la etapa menos conocida y estudiada. Puede advertirse en ella


dos momentos. El primero de ellos es anterior y simultáneo a su con-
versión estructuralista. Su obra clave es Enfermedad mental y persona-
lidad (1954)86, y constituye el primer intento de pasar de la crítica freu-
diana a la arqueología psicoanalítica, en la que se contienen algunos
temas popularizados por la antipsiquiatría (Laing), aunque con un en-
foque diferente.

85 La bibliografía sobre Foucault es interminable. Baste como introducción: M. Morey,

Lectura de Foucault, Madrid, Taurus, 1983; M. Blanchot, Michel Foucault, tal como lo
imagino, Valencia, Pre-Textos, 1988; G. Deleuze, Foucault, Barcelona, Paidós, 1988;
Didier Eribon, Michel Foucault (1926-1984), Barcelona, Anagrama, 1992; Pedro M. Hur-
tado Valero, Michel Foucault, Málaga, Agora, 1994; Patxi Lanceros, Avatares del hombre.
El pensamiento de Michel Foucault, o. cit.
86 Maladie Mentale et Personalité, París, PUF, 1954 (trad. cast. Buenos Aires, Paidós,

1961).

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El segundo momento, ya dentro de la órbita estructuralista, lo cons-
tituyen obras como La historia de la locura (1961)87 y El nacimiento
de la clínica (1963)88. En ellas, dice el propio Foucault, «he intentado
analizar las condiciones bajo las cuales se podía constituir un objeto
científico»89. En este momento trata de pasar de la arqueología psicoa-
nalítica a la arqueología médica, en general, intentando establecer las
condiciones de posibilidad del saber psiquiátrico y médico, en estrecha
relación con la sociología del conocimiento.

5.2. La arqueología del saber

Esta etapa, momento en que alcanza Foucault su madurez teórica, se


inicia con Las palabras y las cosas90, obra clave para nuestro tema y que
le dio una gran popularidad. En esta obra se propone realizar «la arqueo-
logía de las ciencias humanas», realizando un estudio histórico-estructu-
ral en el que se examinan las condiciones de posibilidad del saber occi-
dental, que, según Foucault, habría atravesado tres épocas o epistemes,
configuradas cada una con sus específicos aprioris histórico-culturales, y
que denomina episteme renacentista, clásica y decimonónica. En los mo-
mentos actuales estaríamos asistiendo al nacimiento de una nueva episte-
me, la científica, en la que se sucede la muerte del hombre. En este libro,
por tanto, concluye con la proclama de su anti-humanismo teórico, con
claras reminiscencias del grito de Nietzsche, «Dios ha muerto».
Foucault se plantea, siguiendo la estela de Kant, por qué son necesa-
rios los discursos acerca del hombre. Para Foucault, la necesidad de pre-
guntarse acerca del hombre, como momento del surgimiento de una antro-
pología autónoma y específica, se dio cuando se produjo el hundimiento
de la episteme clásica, abriéndose en ese momento la necesidad de tratar
de determinar el qué de un objeto (el hombre), que, a su vez, es un sujeto,
y a verse determinado a buscar su fundamento en un ser infinito91. Hasta

87 Histoire de la Folie à l'Age Classique, París, Ed. 10-18, 1961 (trad. cast., México,

FCE, 1964).
88 Naissance de la Clinique. Une Archéologie du Regard Médical, París, PUF, 1963

(trad. cast., México, Siglo XXI, 1966).


89 Cfr. P. Caruso, Conversaciones con Lévi-Strauss, Foucault y Lacan, Barcelona, Ana-

grama, 1969, pp. 73-74; E. Trías, «Presentación de la obra de M. Foucault», Convivium, II,
30 (1969), pp. 55-68; Id., M. Foucault, Nietzsche, Freud, Marx, Barcelona, Anagrama, 1970.
90 Les Mots et les Choses, París, Gallimard, 1966 (trad. cast., México, Siglo XXI, 1966).
91 Cfr. M. Morey, El hombre como argumento, o. cit., pp. 51 y ss. Cfr. también J. Lori-

te Mena, Para conocer la filosofía del hombre, o el ser inacabado, o. cit.; J. Rubio Carra-
cedo, El hombre y la ética, Barcelona, Anthropos, 1987, parte I.

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ese momento, en las épocas anteriores, había realidades que hacían
de base trascendental para asentar en ellas la comprensión del hom-
bre. Pero al derrumbarse esas cosmovisiones, se echa mano del él
para hacer de apoyo trascendental. Pero esto plantea una paradoja
muy seria, que configura toda la filosofía moderna: buscar y situar el
fundamento en una realidad finita, como es el hombre. La disciplina
encargada de dar con ese fundamento es la Antropología filosófica.
De ahí que en la episteme decimonónica el hombre se convierte en el
nudo epistémico, en la realidad en la que convergen todas las gran-
des cuestiones epistemológicas, como si del hombre dependieran y
en él se resolvieran todas las demás cuestiones del saber. Esto nos
hace ver, según Foucault, que «el hombre es una invención recien-
te», y «quizás está en vías de cerrarse», en la medida en que puede
darse un cambio de episteme y de las condiciones de posibilidad que
la configuran.
De hecho, con la emergencia de las nuevas ciencias humanas (la et-
nología, el psicoanálisis y la lingüística) que van a ir configurando la
nueva episteme que comienza, la contemporánea, nos enfrentamos ante
la evidencia de la desintegración y desaparición del hombre («el hom-
bre ha muerto») como realidad unitaria. De ahí que estaríamos asistien-
do, en consecuencia, al descentramiento de la Antropología filosófica
como disciplina clave y central del saber.
La proclamación de la muerte del hombre suscitó duras polémicas
y reacciones opuestas. En respuesta a las críticas, y para evitar las
ambigüedades a que había dado lugar su postura, escribió La arqueo-
logía del saber92, donde presenta un planteamiento teórico más ambi-
cioso, puesto que ya no se limita a realizar la arqueología de las cien-
cias humanas, sino de la ciencia, en toda su amplitud. Esto no le lleva
a desdecirse de sus afirmaciones anti-humanistas, sino a reafirmarse
en ellas.
Lo que tenemos que preguntarnos es si la superación de la postura
tan central del hombre como nudo epistémico implica necesariamente
la desaparición de todo tipo de Antropología filosófica. Como indica
M. Morey, la disolución del hombre producida por la etnología, el psi-
coanálisis y la lingüística nos está indicando que el hombre, como ob-
jeto unitario, no puede ser obra de los saberes científicos. Esa visión
unitaria es obra de un planteamiento filosófico, en que se entiende al
hombre como idea reguladora. Por tanto, a pesar de que las ciencias

92 Archéología du Savoir, París, Gallimard, 1969 (trad. cast., México, Siglo XXII,
1970.

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humanas tienden a dispersar los saberes acerca del hombre y a poner en
cuestión su visión unitaria, no por eso se deja de hacer Antropología fi-
losófica.
Pero la Antropología filosófica tiene que ser consciente de las limi-
taciones de las que nos advierte Foucault. Por tanto, se tendrán que te-
ner en cuenta varios escollos a evitar. El primero será superar la ten-
dencia a entender la esencia de lo humano como una realidad eterna,
una estructura idéntica a través del paso del tiempo y de las culturas,
sobre la cual nuestro conocimiento va avanzando de modo acumulati-
vo. La Antropología filosófica debe partir de entenderse como una dis-
ciplina situada social e históricamente, y por tanto condicionada por
múltiples factores culturales.
Igualmente, tiene que ser consciente de que la Antropología surge
como consecuencia de haber perdido vigencia y legitimidad un mundo
asentado en cosmovisiones metafísicas, que funcionaban como suelos
trascendentales de lo humano. De ahí que en la actualidad es el propio
hombre el que tiene que ejercer como suelo trascendental de sí mismo.
Y la Antropología tiene que darse cuenta de que preguntarse por el ser
del hombre implica ejercer una doble tarea: preguntarse por el sentido
de lo humano, y reflexionar también sobre su funcionamiento. Para
Foucault es evidente que la segunda tarea (preguntarse por el funciona-
miento de lo humano) es un cometido más empírico, obra de las cien-
cias humanas, asentadas en los ámbitos semitrascendentales de la vida,
el trabajo y el lenguaje.
El error de las antropologías científicas está en pensar que con pre-
guntarse por el funcionamiento de lo humano ya es suficiente para dar
cuenta del sentido de lo humano. En ciertas estrategias antropológicas
reductivas, la pregunta por el sentido se disuelve en la pregunta por el
funcionamiento, pretendiendo que esos tres ámbitos semitrascendenta-
les (vida, trabajo y lenguaje) cumplan la función de las ideas trascen-
dentales kantianas (alma, mundo, Dios). Esta desviación de la que ha-
bla Foucualt, propia de ciertas antropologías científicas, es bastante
frecuente en nuestra época. El acierto de Foucault está en advertir la di-
ferencia cualitativa de planos en los que se sitúan las cuestiones acerca
del funcionamiento y del sentido de lo humano.
Por tanto, como señala M. Morey, «el tratar de concluir una Idea de
hombre por la suma de una serie de determinaciones positivas de la
verdad de su funcionamiento (presentando dicha Idea, no como tal ver-
dad, sino como verdad)» es incurrir en una ilegítima confusión de pla-
nos. «Hay que decir que tal operación es ilegítima, no porque las Ideas
lo sean, no porque la AF no deba tratar con Ideas, sino porque como es
sabido las Ideas pertenecen a un ámbito que es ajeno al de la verdad
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positiva»93. De esta forma, apuntamos a la cuestión de la posibilidad
misma de un discurso filosófico, y, por tanto, de la posibilidad también
de una reflexión acerca del hombre que llamamos Antropología filosó-
fica, como visión unitaria del ser humano desde la búsqueda de su sen-
tido, fruto de una interpretación en profundidad de su funcionamiento.
El que esta perspectiva sea problemática, y no pueda entenderse
como algo dado desde siempre y para siempre, ni apoyado en suelos
trascendentales metafísicos, no implica que la Antropología filosófica
sea imposible ni ilegítima, aunque tenga que ser consciente de estas li-
mitaciones.

5.3. La genealogía del poder94

En esta etapa se centró Foucault en la pregunta por los elementos


que contribuyeron a la tarea de convertir al hombre en objeto de re-
flexión discursiva. Se trata de una perspectiva complementaria a la de
la etapa anterior. En Las palabras y las cosas y La arqueología del sa-
ber se afrontaba una perspectiva horizontal. Ahora se trata de hacer
algo similar pero desde una perspectiva vertical, de profundidad, tarea
que ya comenzó a realizar en Historia de la locura (1961) y Nacimien-
to de la clínica (1963), pero que continuará sobre todo en Vigilar y cas-
tigar. Nacimiento de la prisión (1975)95 y otros textos96.
Foucault llega a la conclusión, en sus análisis históricos, de que
con la emergencia del orden burgués se conforma una nueva modalidad
de poder político, que toma como modelo el espacio carcelario, y que
se ejerce a través de la vigilancia y la disciplina. De este modo, en vez
de ejercer una burda dominación física sobre los cuerpos, se persigue
dominar las almas. Y es precisamente esta nueva estrategia de ejercer
el poder de modo más sutil lo que ha determinado el nacimiento del
hombre como objeto de reflexión científica.

93 M. Morey, El hombre como argumento, o. cit., p. 59.


94 Ibídem, pp. 66 y ss.; Th. McCarthy, Ideas e ilusiones, Madrid, Tecnos, 1992, pp.
51-91.
95 Surveiller et Punir. Naissance de la Prison, París, Gallimard, 1975 (trad. cast., Mé-

xico, Siglo XXI, 1927).


96 Cfr. M. Foucault, La Volonté de Savoir. Histoire de la Sexualité (I), París, Galli-

mard, 1976 (trad. cast., México, Siglo XXI, 1978); Microfísica del poder, Madrid, La Pi-
queta, 1978 (ed. de textos de M. Foucault, a cargo de J. Varela y F. Alvarez Uría); Sexo,
Poder, Verdad, ed. de conversaciones con M. Foucault a cargo de M. Morey, Barcelona,
Materiales, 1978. Se reeditó, con nueva introd., con el título Diálogo con el Poder, Ma-
drid, Alianza, 1981.

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Con el inicio del orden burgués, se va a producir una curiosa inver-
sión, respecto al antiguo régimen, en el modo e interés de la individua-
ción humana. En el antiguo régimen, el interés por la clarificación indi-
vidual se centraba en los individuos que estaban situados en la cúspide
de la pirámide social, de tal modo que «el individuo por excelencia es
el soberano, aquel a quien todos miran y en quien todos se miran»97.
Por contra, en el régimen burgués, los que pasan a ser más objetivados
e individualizados son los pertenecientes a las capas inferiores. Y en
este empeño de objetivar e individualizar es como nacen y se constitu-
yen las diferentes ciencias humanas. En palabras de Foucault, «todas
las ciencias, análisis o prácticas con radical “psico-” tienen su lugar en
esta inversión histórica de los procedimientos de individualización. El
momento en el que se ha pasado de los mecanismos históricos rituales
de formación de la individualidad a mecanismos científicos y discipli-
narios, en los que lo normal ha tomado el relevo de lo ancestral y la
medida el lugar del status, sustituyendo así a la individualidad del hom-
bre memorable la del hombre calculable, este momento en que las cien-
cias del hombre han devenido posibles, es cuando fueron puestas en
obra una nueva tecnología de poder y otra anatomía política del cuer-
po»98.
Con ello se observa, según Foucault, una profunda complicidad
entre las cuestiones acerca del hombre y los métodos disciplinarios
utilizados por el régimen burgués. Se pueden además señalar los di-
versos modos que este régimen burgués ha utilizado en su empeño de
progresiva objetivación de los sujetos humanos. El primer modo es el
que llevan a cabo las ciencias empíricas, y luego las humanas, acerca
del ser humano en cuanto sujeto hablante (lingüística), sujeto produc-
tivo (economía, sociología) y sujeto vivo (biología, psicología). Esta
tarea está fundamentalmente realizada en Las palabras y las cosas. El
segundo modo de objetivación, estudiado en Historia de la locura,
Nacimiento de la clínica y Vigilar y castigar, se ejerce por medio de lo
que denomina las prácticas divisorias, clasificando con criterios in-
teresados a todos los individuos de la sociedad en locos/cuerdos, en-
fermos/sanos, criminales/buenos ciudadanos, etc., recluyendo a los
situados en el lado izquierdo en las instituciones de vigilancia
correspondiente.
El tercer método de objetivación se realiza, según Foucault en His-
toria de la sexualidad, a través de la imposición de criterios que orien-
tan la vida sexual de los seres humanos, «imponiendo al hombre la exi-

97 M. Morey, o. cit., p. 69.


98 Cita tomada de M. Morey, o. cit., pp. 69-70.

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gencia de reconocerse y autentificarse como tal en tanto que sujeto de
una sexualidad»99.
Por tanto, con estas certeras e interesantes investigaciones de Fou-
cault, las ciencias humanas y las diversas antropologías se ven rodea-
das de la sospecha de nacer en torno a unos intereses de poder encami-
nados a delimitar mejor los contornos del individuo humano con objeto
de ser más fácilmente dominado. De tal modo que el supuesto interés
aséptico y científico de las ciencias humanas y de las antropologías de
servir a un mejor conocimiento del ser humano, estaría empañado por
la sospecha de ser meros instrumentos al servicio del poder burgués. En
definitiva, los empeños de objetivación del sujeto no hacen más que
servir a su mejor sujetación. Subjetivar se convierte en sujetar.
Por más que consideremos que los análisis y las conclusiones que
aporta Foucault resulten muy discutibles, no pueden dejar de tenerse en
cuenta en lo que tienen de síntoma y de llamada de atención sobre la
utilización y funcionalidad de las ciencias antropológicas y de la Antro-
pología filosófica al servicio de intereses espúreos de dominación del
hombre. «El que el hombre surja [señala M. Morey] como figura para
el saber, como nudo epistémico, en el mismo momento histórico en que
sobre él se ejerce una nueva modalidad de dominación política para la
que el saber es pertinente (...), son, creemos, aseveraciones suficientes
como para implicar a las pretensiones de la AF en una malla de suspi-
cacias torva y desagradable»100.
Ante este reto que Foucault plantea a la Antropología filosófica, co-
locándola ante la necesidad de librarse de la acusación de ser un dis-
curso cómplice con el poder, creemos que tenemos que distinguir entre
dos aspectos que están unidos, pero que hay que diferenciar. Es eviden-
te que todo saber es, y ha sido, un instrumento al servicio del poder.
Saber es poder. Pero ello no implica que necesaria y únicamente pueda
ser utilizado el saber para la dominación. Con iguales posibilidades
cabe ser utilizada al servicio de la liberación del hombre de instancias
de poder esclavizantes. El problema de Foucault está en que, en esta
fase de su reflexión intelectual, niega la posibilidad de que puedan dis-
tinguirse entre poderes dominadores y poderes liberadores101. Más ade-
lante se produce en él un cambio significativo, al igual que sobre la
comprensión del sujeto humano, dando lugar a la última etapa de su
pensamiento.

099 M. Morey, o. cit., p. 72.


100 Ibídem, pp. 72-73.
101 Cfr. N. Chomsky/M. Foucault, La naturaleza humana. ¿Justicia o poder?, Valen-

cia, Cuad. Teorema, 1976.

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5.4 Recuperación del sujeto (estético)102

Th. McCarthy se alinea con la opinión de los que defienden que, en


la década de los ochenta, poco antes de morir, Foucault experimentó un
viraje importante en su forma de pensar. El mismo Foucault lo habría
confirmado en alguna de sus últimas entrevistas («Mi forma de pensar
ha cambiado»), tras la publicación del vol. 1 de la Historia de la se-
xualidad. Para McCarthy, la señal más evidente del cambio se halla en
el estudio sobre Was ist Aufklärung? (¿Qué es la Ilustración?), de Kant
(1784). Foucault entiende que la diferencia de planteamiento, respecto
a la pregunta antropológica, entre Descartes y Kant, está en que el pri-
mero plantea la pregunta en primera persona del singular (¿quién soy
yo, como sujeto único, pero universalizable y ahistórico?), mientras
que Kant plantea la pregunta así: ¿qué somos en un momento muy pre-
ciso de la historia? Foucault hace suya esta forma de reformular la pre-
gunta.
Como hemos visto, la preocupación de Foucault fue siempre sacar
a la luz el trasfondo trascendental de nuestra historia y de nuestra cul-
tura, puesto que ese entorno es el que va configurando nuestra forma de
ser hombres, nuestra identidad. Pero es en esta década de los ochenta
cuando Foucault habría visto la identidad de sus metas intelectuales y
la de los ilustrados. Aunque aquí se va a dar también una diferencia
frente a ellos, en la medida en que, en el empeño de Foucault de sacar a
luz las estructuras culturales que limitan el conocimiento, toma ahora
partido por el individuo frente al sistema. En cambio, tanto Kant como
los ilustrados (y también los frankfurtianos) reflexionan críticamente
sobre las estructuras que configuran las épocas históricas y las diversas
culturas, pero son conscientes de que existen unas estructuras que son
opresoras, frente a otras que son liberadoras. Para los ilustrados, las es-
tructuras sociales son necesarias, por lo que no pueden ser demoniza-
das sin más, sino diferenciar entre las que realizan una función domi-
nadora y las que permiten la liberación de los hombres.
Pero, aparte de estas discrepancias, lo que se advierte en Foucault
es un cambio significativo en este punto respecto a sus etapas anterio-
res, fundamentalmente en torno a la idea de sujeto y a la de poder. El
cambio respecto al sujeto se da a partir del segundo volumen de la His-
toria de la sexualidad (1984). Entre el primer volumen y los demás, se
daría un cambio ente el interés por la sexualidad sin más a cómo en ese
campo se producen diferentes modelizaciones del sujeto. Así, señala

102 Sigo aquí fundamentalmente a Th. McCarthy, Ideas e ilusiones, Madrid, Tecnos, 1992,

cap. 2.º, «La crítica de la razón ingenua: Foucault y la Escuela de Frankfurt», pp. 51-85.

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los diversos modos como a lo largo de la historia se ha entendido el su-
jeto a sí mismo como dueño de su propia realización. Le interesa ahora
a Foucault no tanto cómo ha sido sujetado el individuo a través de los
diferentes saberes al servicio del poder, sino cómo se ha ido configu-
rando a sí mismo en el ejercicio moral de ser sujeto de sus propias ac-
ciones y de configurarse a sí mismo. Como puede verse, se ha dado
aquí un cambio de acento desde la preocupación de las prácticas coer-
citivas hacia las prácticas de la libertad.
En este empeño de investigar los modos como los individuos persi-
guen su propia configuración como sujetos, Foucault distingue diversos
modos de entender las orientaciones morales en el ámbito cultural grie-
go y en el cristianismo. Mientras entre los griegos se daba una ética de
la existencia, orientada a la «construcción de la propia vida como una
obra de arte personal», la moral cristiana se configuró como un sistema
de normas, fundadas en la voluntad de Dios, a las que los creyentes de-
bían obedecer. Por tanto, mientras el modo ético cristiano insiste en el
código, la autoridad, el castigo, y, en consecuencia, produce en lo so-
cial un modo de subjetivización desde el ámbito de lo jurídico, la
orientación griega entiende la ética como un proceso de autoformación,
que da más autonomía y libertad al individuo en el empeño de realizar-
se como persona. El modelo de moralidad griega, al que se siente más
cercano Foucault, persigue un tipo de existencia estética, entendiendo
el ejercicio de configurar la vida personal como el trabajo de un artista
que persigue realizar su propia vida como una obra de arte. De ahí que
Foucault hable de una eto-poética.
A este modo de interpretar las moralidades griega y cristiana que
propone Foucault, se le pueden poner muchos reparos, en la medida en
que exagera en cada uno de los dos modelos uno de los dos elementos
que configuran toda moral, lo individual y lo social. El modelo griego,
más centrado en la autorrealización personal, en la línea de las llama-
das éticas eudemonistas o de la felicidad, tendría la dificultad de coor-
dinar en sociedad los conflictos entre derechos y proyectos individua-
les. Y el modelo cristiano, del que Foucault hace resaltar más la norma,
la articulación de los deberes sociales (sea desde una moral heterónoma:
voluntad de Dios, o autónoma: entender la propia realización como vo-
luntad de Dios), en la línea de la llamada ética de la responsabilidad, en
ningún momento descuidó la insistencia en el respeto a la propia auto-
nomía y la obligación de escuchar la voz de la conciencia (conciencia
bien formada), como instancia última de moralidad.
Pero, además de estos reparos, lo que sí queda claro es que Fou-
cault ha dado un giro importante desde la muerte del hombre hacia la
reivindicación del sujeto. Si en sus etapas anteriores el sujeto se redu-
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cía a ser un punto de confluencia de estructuras y de campos de poder,
ahora lo entiende como la instancia llamada a ser el dueño de su exis-
tencia eto-poética. Está claro, pues, que el último Foucault se ha des-
marcado de sus anteriores rémoras estructuralistas. La cuestión está en
ver si, como señala acertadamente Th. McCarthy, en este desplaza-
miento de posturas no se ha ido Foucault al extremo contrario, tan pro-
blemático como el anterior. Foucault parece incapaz de conjugar ade-
cuadamente la dimensión individual y social, estructural, de la persona
humana, conjugando al mismo tiempo los dos tipos de moralidad que
anteriormente presentaba como totalmente contrapuestos. La moralidad
con visión universalista persigue el logro de la justicia para todos,
mientras que la ética centrada en la autonomía y la felicidad no siempre
tiene en cuenta la situación de los otros que no tienen posibilidades
para autorrealizarse103. De ahí que sea necesaria la conjugación de am-
bos aspectos, como defiende J. Habermas104. Foucault parece que se ol-
vida de la ética del deber y de la justicia, centrado en el empeño solita-
rio de perseguir la propia felicidad, cuando se puede y se debe entender
la realización personal dentro de un marco de ordenación moral que
persiga el bien de todos, y, cuando aparezcan conflictos, solucionarlos
a través de un diálogo racional. Pero en Foucault parece haber dificul-
tades en conjugar la libertad individual y la dimensión social, de modo
que entiende la correlación entre la ética y la política como necesaria e
inevitablemente conflictiva.
Decíamos más arriba que Foucault también había cambiado su
modo de concebir el poder105, aunque en función de lo que acabamos
de decir acerca del sujeto vamos a ver que su cambio también lleva
aparejados ambigüedades y problemas. En sus etapas anteriores, Fou-
cault lo veía todo como relaciones de dominación, mientras que ahora
interpreta todas las relaciones sociales como relaciones estratégicas. Se
da, pues, un cambio de una perspectiva vertical a otra más horizontal,
entre sujetos.

103 De ahí la crítica que le hace Hans-Herbert Kögler: «Los recursos socioculturales y

las oportunidades de desarrollar una personalidad autónoma están desigualmente distribui-


dos, y esto no puede ser nivelado por una elección ética del sujeto (...). Es más, este enfo-
que deja completamente sin respuesta la pregunta de cómo nos sería posible criticar con-
textos que por sí mismos hacen imposible los modos (autónomos) de subjetivación». Cita
tomada de Th. McCarthy, o. cit., p. 84.
104 Cfr. J. Habermas, Moralbewusstein und Kommunikatives Handeln, Frankfurt, Suhr-

kamp, 1983 (trad. cast., Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona, Península,
1985), y Teoría de la acción comunicativa, o. cit., pp. vol. II, 132-141.
105 Cfr. Th. McCarthy, o. cit., pp. 71-76; Patxi Lanceros, «M. Foucault: poder y suje-

to», Anthropos (Venezuela), 1995, n.ª 31, pp. 17-34.

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Comienza Foucault por matizar lo que entiende por poder, distin-
guiendo entre poder y dominación, entendiendo por dominación las rela-
ciones de poder encaminadas al sometimiento del individuo. Por tanto, si
antes para Foucault todas las relaciones de poder se consideraban rela-
ciones de dominación, ahora defiende que no todo poder es negativo (do-
minación). Es constitutivo de todo entramado social estar configurado
por «relaciones de poder como juegos estratégicos entre libertades, en
los que “algunas personas intentan dominar la conducta de otras”, junto a
“las situaciones de dominación que normalmente llamamos poder”106.
No puede comprenderse una sociedad sin relaciones de poder. Lo
que hay que perseguir es configurar la sociedad con el mínimo de si-
tuaciones de dominación, es decir, con relaciones de poder asimétricas
e irreversibles. Pero el problema está en que para Foucault el modelo
de sociedad no pasa de ser una estructura configurada por relaciones
estratégicas de poder, tratando, como hemos visto, de disminuir al mí-
nimo, o evitar del todo, las relaciones de dominación. Como puede ver-
se, se da en esto una clara diferencia entre el planteamiento foucaultia-
no y el habermasiano. Para Habermas, la racionalidad estratégica,
basada en la teoría de los juegos, parte de un modelo social de relacio-
nes entre individuos egoístas que buscan en el consenso estratégico un
equilibrio para evitar las consecuencias peligrosas de los egoísmos
exacerbados, pero buscando siempre en último término el egoísmo in-
dividual. En cambio, la racionalidad comunicativa persigue un modo
de ordenamiento social en el que se priman los intereses comunes y
convergentes, entendiendo que el bien de todos es el bien de cada uno.
Foucault no acepta una racionalidad comunicativa, interpretándola
siempre en clave de relaciones estratégicas de poder, no admitiendo
que la sociedad pueda organizarse de otra manera que no sea llegar a
una especie de equilibrio ideal (campo de juego uniforme) entre esos
intereses que se defienden estratégicamente.
La crítica usual que se suele hacer al planteamiento habermasiano y
apeliano de considerarlo utópico, no es tan demoledora como se suele
imaginar, en la medida en que se tiene que entender como ideal regula-
dor, y además, como afirma Th. McCarthy, «la idea de Habermas de
discurso racional tendría tanto sentido como ideal normativo como tie-
ne la noción de Foucault de campo de juego uniforme. Aquélla sería
utópica únicamente en el sentido en que la realización completa de
cualquier ideal regulativo es utópica»107.

106 M. Foucault, The Ethic of the Care for the Self as a Practice of Freedom, pp. 11-12.

Cita tomada de Th. McCarthy, o. cit., p. 72.


107 Th. McCarthy, o. cit., p. 76.

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© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-719-1

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