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Esta

Historia de la Literatura Universal pretende acercarnos a las


diversas producciones literarias mediante una exposición clara pero
rigurosa de sus correspondientes tradiciones. Habiendo optado por el
estudio a través de las literaturas nacionales, al lector se le ofrece, al
tiempo que mayor amenidad y variedad, una estructuración más acorde
con los criterios de divulgación que presiden la obra. No se olvida, por
otra parte, agrupar las diferentes tendencias como, menos aún,
insertarlas decididamente en su determinante marco histórico.
Con su generalizada actitud de rechazo de la realidad, los más jóvenes
artistas encaran el siglo XX decididos a conseguir, aunque sea con la
violencia —no en balde «vanguardia» es un término bélico—, un arte
absolutamente novedoso. Pero las raíces de esta violenta expresión
artística no se hallan en lo meramente estético, sino que se hunden en
una ética que repudia el sistema social vigente y consagra, a grandes
rasgos, el divorcio entre la cultura y la sociedad. Esta actitud de
exclusivo compromiso con el arte, no obstante, iba a troncarse escasos
años después de una decidida toma de postura política por parte de
algunos de los más interesados pensadores y artistas del siglo XX.
Eduardo Iáñez

El siglo XX: la nueva literatura


Historia de la literatura universal - 8

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representación de Gas II (1919), pieza que remata la trilogía.
En cuanto a Carl Sternheim (1878-1942), también su producción dramática
es altamente significativa en el panorama de la literatura expresionista. Entre
1909 y 1915 compuso un ciclo de comedias sobre el ocaso de la burguesía cuyo
realismo dramático embebido de nuevas técnicas preludia en gran medida la
obra teatral de Brecht. En De la vida de un héroe burgués (Aus dem bürgerlichen
Heldenleben) realiza una crónica realista en clave satírica de la burguesía del
imperialismo guillermino, cuya aniquilación pretende. El individuo burgués al
que ya antes los realistas habían considerado virtuoso en tanto que representante
del progresismo y los nuevos valores sociales, es contemplado por Sternheim
desde múltiples perspectivas (personal, ideológica, política, etc.) para llevar al
espectador a la conclusión de hallarnos ante un ser estúpido y vanidoso que no
merece respeto alguno.

6. Kafka

a) Vida y obra

Franz Kafka nació en 1883 en Praga. Su familia pertenecía a la


pequeñoburguesía judía y germanoparlante que paulatinamente iba abriéndose
paso gracias al comercio en la sociedad austrohúngara. Estudió Derecho y
Filología, aunque esta última carrera la abandonó por juzgar que le sería más útil
una futura profesión sin interferencias con su vocación literaria.
Sus primeros relatos comenzó a componerlos sobre 1907, cuando ya
trabajaba como asesor jurídico de una empresa de seguros. De esta época data
también su amistad con Max Brod, principal difusor y admirador de su obra.
Con él viaja por Europa animado por su deseo de experimentar los ambientes
artísticos y de seguir cultivando su faceta literaria (que le alienta a comenzar la
redacción de su diario y de su abultado, sincero y revelador epistolario). En casa
de Max Brod conoció en 1912 a Felice Bauer, su primer gran amor; con ella
vivió una curiosa relación que, como todas las de Kafka con las mujeres, estaba
abocada al fracaso: Felice no pudo ser para él motivo de inspiración, sino
simplemente una confidente particular. Los mejores y únicos frutos de su amor
por ella son sus escritos, tanto sus cartas como los relatos; con ellos —
recordemos El fogonero (que más tarde será primer capítulo de América) y La
condena y La metamorfosis (ambas publicadas poco después)— iniciaba Kafka
su andadura narrativa.
Kafka se sintió por fin con fuerzas para abandonar el hogar paterno en 1914,
y alquiló por vez primera una habitación propia; es la época de El proceso, de la
continuación de América y de la aparición de La metamorfosis. Fueron años de
aislamiento, de búsqueda de soledad y tranquilidad, cambiando repetidamente de
domicilio como enemistado con un mundo que le negaba todo y al que nada le
debía. Invadido por la tuberculosis, sus relaciones las medía por patrones
literarios (escribía cartas continuamente, siendo esclarecedoras y patéticas las
dirigidas a Milena, su traductora al checo) e incluso reconsideró su vida entera
en clave epistolar (las Cartas al padre invitan a una lectura psicoanalítica
tentadora por tratarse de una verdadera confesión sobre su infancia y su tensa
dependencia de la figura paterna). Con la entrada de la década de los veinte,
Kafka se encerró aún más en sí mismo: su escritura se adensó y dificultó en
relatos cortos y aforísticos de los que son buena muestra Un artista del hambre,
compuesto en 1922, y la novela El castillo; dejó de escribirle a un buen número
de sus amigos y sólo permitía que le visitasen determinadas personas, como el
médico Robert Klopstock y la afable judía Dora —con la cual se escapó en sus
últimos años de vida a Berlín: en 1924 Max Brod y un tío de Kafka fueron allí
para llevárselo consigo e intentar así salvarlo de la tuberculosis—. Kafka moría
el 3 de junio de 1924 en Praga, acompañado por Brod, Dora y Klopstock. Su
última voluntad, expresada a su amigo Max y afortunadamente no respetada por
éste, fue que muchos de sus escritos fuesen destruidos.

b) La producción narrativa de Kafka

Antes de entrar a reseñar algunas de sus narraciones más conocidas, hemos


de recordar que Kafka escribió buena parte de su obra antes o durante la Primera
Guerra Mundial, aunque fue publicada más tarde. Es interesante advertirlo para
situar así su producción en su momento histórico: Kafka supo dar forma de
verdad artística al sentimiento progresivamente generalizado de desarraigo vital
y afectivo que, de modo radical, experimentaba por esta época el ser humano.
Habían pasado los años de resistencia revolucionaria a un mundo cambiante,
industrializado, capitalista; y había vencido un progreso artificial cuyas
complejas formas de poder superaban al individuo y en cuyo nombre iban a ser
sacrificadas la paz mundial y la vida de muchos hombres. El tema de la
industrialización, frecuente ya en la literatura realista, adquiere entonces
proporciones míticas, transformándose en una variación sobre el tema del mal y
sobre las formas de que lo reviste el capitalismo cuando lo disfraza de progreso y
lo hace irreconocible e incontrolable. De aquí nace igualmente el tema del
laberinto característico de muchos relatos kafkianos —El castillo es sin duda el
más significativo—: la idea del mundo como laberinto presupone la
consideración de la existencia humana como un mero azar que supera con
mucho cualquier pesadilla. La vigencia de la obra de Kafka se debe
precisamente al hecho de haber sabido sintonizar con esta experiencia colectiva
y universal y haberle prestado forma artística a través de un proceso de extrema
subjetivación, a través de la fidelidad a un individualismo exacerbado hasta el
dislocamiento.

I. «EL PROCESO». Durante 1914 compuso Kafka El proceso (Der Prozess),


novela que no fue publicada hasta 1925, un año después de su muerte. El
proceso es una de las novelas de Kafka más comentadas e influyentes, pues
responde por entero a las características más sobresalientes de su producción
narrativa sin presentar estructural, formal o estilísticamente más dificultades que
las inherentes al pensamiento kafkiano. Dispuesta más o menos
convencionalmente en diez capítulos, El proceso desarrolla el tema de la
existencia humana sometida a unas leyes desconocidas; todos los personajes se
mueven en base al respeto y fidelidad a tales leyes; y el protagonista central se
halla así encerrado en un laberinto vital cuya única salida será la muerte.
Al empleado de banca Josef K. se le arresta el día de su treinta cumpleaños,
aunque se le permite seguir acudiendo a su trabajo hasta ser convocado a un
primer interrogatorio. Como en la sala repleta por un público que jalea o vitupera
sus declaraciones no puede distinguir al juez ni a los funcionarios de Justicia,
Josef K. se dedica a buscar su auto de procesamiento por salas y oficinas; pero la
situación le acarrea continuos trastornos personales y profesionales, y decide
contratar a un abogado. Habiendo contactado también con el capellán de la
cárcel, éste parece darle la clave del asunto, pero se la expone por medio de una
parábola cuya moraleja no logra entender el protagonista. La novela se cierra el
día del trigésimo primer cumpleaños de Josef K., cuando se le vuelve a arrestar y
se le invita a quitarse la vida: él, impertérrito, decide no ahorrarle trabajo a las
autoridades que velan por su caso y que se ven obligadas a ajusticiarlo.
Las posibles lecturas de El proceso son múltiples y sabrosas: dejando a un
lado el tema de la burocracia como máquina implacable y ajena a todo control,
podemos señalar el de la culpa y su expiación, que aparece con frecuencia en su
obra y en la de otros expresionistas. El pensamiento de Kafka parece responder
en este sentido a un escepticismo nihilista: la culpa está en el interior mismo del
hombre y del sistema, sin que haya salida alguna; no existe, por tanto, motivo
para la desesperación, pero sí para una desesperanza sin estridencias frecuente en
su producción.

II. «EL CASTILLO». Frente a El proceso, cuya complejidad no impide una


lectura relativamente fácil, El castillo (Das Schloss) —novela inconclusa
publicada en 1926— es la obra más difícil de Kafka. Acaso sea también su
testamento literario, a cuya composición se dedicó continua e
ininterrumpidamente desde dos años antes de su muerte. Uno de los problemas
que plantea es el de su discontinuidad: incluso los capítulos sobre cuya
disposición definitiva no hay dudas se nos presentan como retazos descriptivos
donde alternan impresiones y reflexiones de tono aforístico a los que tan dado
fue Kafka —véase, si no, En la construcción de la muralla china (Beim Bau der
chinesischen Mauer)—. El castillo, obra profunda y simbólica donde las haya,
auténtica metáfora de la existencia contemporánea, invita por tanto a una lectura
fragmentaria y pausada, a una reflexión continua sobre los complejos aspectos
que trata.
Intentaremos resumir y estructurar su argumento: el agrimensor K. llega a los
pies de un castillo y se detiene a dormir en una fonda del pueblo cercano. Por
curiosidad intenta llegar al castillo, pero ningún camino logra llevarlo a él;
cuando vuelve a la fonda encuentra en ella a dos ayudantes para su función de
agrimensor —que él realmente no ha solicitado—. Más tarde un tal Barnabas le
entrega una carta en la que se le convoca al castillo, donde conoce a Frieda,
amante de su «jefe» Klamm, con el cual no consigue hablar. Sí contacta con el
alcaide, que le comunica confusamente que no necesita agrimensor; en
contrapartida se le nombra bedel de la escuela, donde vivirá con Frieda.
Obsesionado por conocer a Klamm, intenta llegar a él por medio de Barnabas,
con quien departe durante tanto tiempo que la amante, cansada de esperar,
abandona la casa. K. es convocado nuevamente al castillo y habla por error con
Bürgel, quien por fin le explica el funcionamiento del castillo y el papel que se
espera desempeñe en él. Al día siguiente es como si todo hubiese cambiado,
como si se siguiesen instrucciones que él no ha recibido, punto en que se corta la
obra.
Pensamos que esta somera exposición del argumento de El castillo puede
bastar para acercarnos a sus posibles lecturas (cuyo verdadero sentido se lo
proporciona, en todo caso, el lector). No renunciamos, con todo, a insistir sobre
la importancia del tema del laberinto en la producción narrativa de Kafka: la
experiencia humana de la progresiva pérdida de todo referente y de las
dificultades para identificarse y sentirse uno mismo, así como al mundo en torno,
determinan la idea kafkiana del cosmos como laberinto. Se produce en
consecuencia una importante reducción de los horizontes vitales y una
arbitrarización del mundo en tanto que caos informe e inconexo cuyo sentido
último se escapa: todo semeja una pesadilla, un sueño del que es imposible salir
por carecer de clave para discernir entre vigilia y sueño. O lo que es lo mismo:
dejarse vencer por la irrealidad, por el sueño, significa adentrarse en un laberinto
del que no merece la pena regresar, pues la realidad está igualmente hecha de
arbitrariedad y sinsentido.

III. «LA METAMORFOSIS». En 1915 publicó Kafka su novela corta La


metamorfosis (Die Verwandlung), sin duda su obra más leída tanto por su
brevedad y fácil lectura —frente a otros relatos— como por lo significativo de
su argumento, temática y estilo, de los que La metamorfosis es una excelente
muestra.
En realidad, si no fuera por su original e insólito punto de partida y por su
marcado alegorismo, esta novela no dejaría de ser un relato relativamente
tradicional y más o menos respetuoso con las convenciones del género. Escrito
desde un realismo incluso minucioso, el hecho de que en La metamorfosis el
protagonista, Gregor Samsa, aparezca desde la primera página transformado en
escarabajo, no deja de ser simplemente anecdótico (aunque también
magistralmente alegórico). La historia de La metamorfosis es, en esencia, la del
rechazo a lo ajeno: en este caso, el de la familia hacia quien repentinamente ha
dejado de ser lo que era —hijo y hermano— y se ha convertido en un extraño.
La primera reacción de los habitantes de la casa y del mismo Gregor es de
sorpresa, pero después la «transformación» es aceptada con relativa
«naturalidad»; la familia sólo pretende que él, el escarabajo, el hijo y hermano,
no se deje ver; es decir, en este caso la situación —la típica «situación
kafkiana»— pide ser obviada, silenciada, ignorada. La muerte de Gregor supone,
por tanto, una liberación no sólo para la familia —cuya sorpresa y dolor iniciales
se tornan indiferencia y odio—, sino, sobre todo, para el mismo protagonista,
cuyo desaliento crece al ritmo de la incomprensión de quienes lo rodean y para
quien la muerte supone la liberación definitiva.

IV. «AMÉRICA». La novela América no es una de las más conocidas obras de


Kafka, pues ofrece un plan argumental y un tono narrativo más o menos
«clásicos» ajenos al resto de su producción. La novela responde a grandes rasgos
a las convenciones del género germano de la «novela de formación», siendo su
tema el de la maduración de la personalidad en un nuevo ambiente. Se da por
tanto en el Kafka de América un deseo de comunicación relativamente
tradicional; un afán de reflejar el mundo como lugar donde aún son posibles las
experiencias personales y de entender la literatura como modo de compartir esas
vivencias.

c) Valoración de la obra kafkiana

Suele repetirse el tópico de que la obra de Kafka se resiste a todo intento de


interpretación y clasificación. Ciertamente; su genialidad como representante del
espíritu del siglo XX lo ha convertido en uno de los mejores ejemplos de las
formas de vida y producción del artista contemporáneo; y a su obra en
paradigma de creación literaria, en referencia inexcusable de la narrativa de
nuestro siglo. Es precisamente sobre este aspecto sobre el que a nosotros nos
gustaría insistir: preocupado por una especie de «revolución integral» del
hombre, en Kafka puede localizarse sin problemas el influjo de las ideas
marxistas y freudianas; pero quizás interese, más que nada, por su radical,
genuino y original sentido vanguardista. No olvidemos que el Expresionismo
viene a ser el crisol de la Vanguardia alemana y centroeuropea; queremos decir
con ello que, pese a las sabrosas posibilidades de una interpretación psicológica
y filosófica (en clave existencialista), preferimos insistir en una valoración
estrictamente literaria de la obra kafkiana, sin renunciar por ello a las
indispensables connotaciones históricas, filosóficas, sociológicas (ideológicas en
suma). Aun con su genialidad y sus peculiaridades, la obra kafkiana responde
inequívocamente a su época y, desde consideraciones artístico-literarias,
podemos catalogarla como expresionista, si bien en un sentido amplio.
El que se pueda contar hoy a Kafka entre los maestros de la narrativa de
nuestro siglo se debe a su ruptura con todas las convenciones del género:
pervierte literalmente toda posible identificación con sus personajes, arrasa todos
los posibles indicios de relación causa/efecto —en todos los niveles del relato—
y rompe con la tradición realista de la novela como reproducción de una vida o
como intento de interpretación y explicación del mundo. Sus novelas y relatos
no respetan las convenciones del género narrativo, renuncian a la acción —que
parece estancada y sin posibilidad de desarrollo— y ensayan unas formas de
descripción oníricas revestidas de cotidianeidad que le han ganado el calificativo
de «kafkiano» a todo hecho que, pese a su aparente normalidad, es radicalmente
absurdo. Kafka nos presenta a personajes considerados desde el extrañamiento y
a los que el lector contempla desde una distancia que evita toda corriente de
simpatía tanto como de rechazo: personajes abúlicos, sin voluntad real y
alienados, que parecen moverse sin plan preconcebido, paseándose por las
páginas como al azar. Es como si en su obra hubieran encontrado su mejor
acomodo la arbitrariedad y la relatividad conformadoras del pensamiento
contemporáneo: no existen en ella motivaciones lógicas aparentes; todo parece
seguir unas reglas desquiciadas sobre las que nadie se pronuncia y que nunca
llegamos a conocer. Estamos ante una obra innegablemente ahistórica pero en la
cual ocupan un lugar central el tiempo y el espacio, siempre presentes de una u
otra forma: el primero, por omisión, como si la ausencia de un tiempo
cronológico les hiciese cumplir a los personajes la maldición del
desconocimiento y la falta de medida de su propio ritmo vital (no en balde la
muerte aparece con frecuencia, sin pudor pero sin trascendencia, en la obra
kafkiana); el espacio, por su parte, está tratado de una forma muy particular:
pese a la continua sensación de familiaridad, el lector no puede sustraerse al
ambiente de irrealidad y pesadilla en que se mueven irrelevantemente los
personajes. El tono interrogativo, la sensación de absurdo, el clima de onírica
irracionalidad se revisten en la narrativa kafkiana del misterio de un mundo
escondido en formas arbitrarias e incomprensibles y cuyo verdadero sentido se
halla en su anormalidad.
Estamos, en definitiva, ante una renuncia evidente a servirse de la literatura
como una forma de explicar el mundo y, mucho más aún, de comunicación con
él. Sólo la intuición, y no la razón ni los sentidos, le posibilita al artista el
acercamiento a la realidad, aunque no disponga —en principio— de los medios
expresivos necesarios ni confíe ni le sean suficientes los usuales. Como otros
maestros de su época —especialmente líricos—, Kafka se ve obligado a confiar
en la intuición del lector como único lugar posible para la comunicación (de ahí
que se entregara sin reservas a la escritura de diarios y cartas, mientras que sus
mejores relatos los dejó en un cajón y pidió en su lecho de muerte que fueran
destruidos). Estamos, en definitiva, ante una Vanguardia que llega más allá de lo
«establecido»: sólo un pleno subjetivismo de tonos, formas y obsesiones
innegablemente irracionalistas, puede intentar arrojar algo de luz sobre las
páginas del genio de Kafka.
Esta Historia de la Literatura Universal pretende acercarnos a las
diversas producciones literarias mediante una exposición clara pero
rigurosa de sus correspondientes tradiciones. Habiendo optado por el
estudio a través de las literaturas nacionales, al lector se le ofrece, al
tiempo que mayor amenidad y variedad, una estructuración más acorde
con los criterios de divulgación que presiden la obra. No se olvida, por
otra parte, agrupar las diferentes tendencias como, menos aún,
insertarlas decididamente en su determinante marco histórico.
La quiebra de los actuales sistemas sociales, políticos y de pensamiento
es resultado directo de la inutilidad de la II Guerra Mundial, pues extirpó
los fascismos sin solventar la crisis que los había justificado y legitimado
y de la cual todavía hoy seguimos teniendo signos inequívocos. Las
artes y la cultura contemporáneas han sido incapaces, hoy por hoy, de
darle una respuesta, de tal modo que bien podemos hablar de
«Posmodernidad» como del resultado de insistir en los postulados de la
Modernidad con pocas variaciones y escasa originalidad: las asociadas
al neo-vanguardismo en cualquiera de sus formas, tanto experimentales
como tradicionalistas.
Eduardo Iáñez

El siglo XX: literatura


contemporánea
Historia de la literatura universal - 9

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significativo de la orientación más o menos compulsiva de su obra, de su
tendencia a dejarla guiarse por impulsos vitales, bruscos e incontrolados. Todas
sus novelas —entre las que destacan Retrato de un desconocido (Portrait d’un
inconnu) y Planetarium, ambas de 1959— se caracterizan por su profundo
psicologismo, pese a su carencia de héroe en el sentido tradicional, por la
inexistencia de acción y por un peculiar sentido del diálogo interesante por sus
sobreentendidos. En cuanto a Claude Simon (n. 1913), debemos decir que es un
escritor fiel a los orígenes de la renovación narrativa contemporánea (lo que
quizá le haya valido el Nobel de 1985 que acaso merecían todos sus
compañeros): admirador de Joyce y de Faulkner, su producción se caracteriza
por reconstruir la historia a partir de la memoria fragmentaria de un individuo y
por intentar reproducir narrativamente ese proceso de la conciencia, lo que hace
de su producción una obra eminentemente fragmentarista y descriptiva. Su
novela más lograda y compleja es La ruta de Flandes (La route des Flandres,
1960), donde podemos comprobar la deuda de Simon con el cine: el «flash-
back», la sobreimpresión y los continuos y repentinos cambios de secuencia son
las técnicas más usadas junto con una puntuación peculiar y caótica y el uso del
monólogo interior.

c) Los jóvenes renovadores

Entre las últimas promociones de narradores franceses también han


abundado las tentativas de renovación. Qué duda cabe de que el más
sobresaliente de ellos ha sido Georges Pérec (1936-1982), cuya novela La vida
instrucciones de uso (La vie mode d’emploi, 1978) merece un lugar destacado en
la narrativa actual como sabroso fruto de la renovación del género. Como
heredero del espíritu del OuLiPo —según él mismo se declaró—, toda la
producción de Pérec está concebida como un ambicioso juego matemático; el
autor habla en este sentido de la novela como un rompecabezas que, lejos de
constituir un mero pasatiempo formal y estructural, constituye una visión total,
aunque fragmentada, de la realidad (recordemos que la novela es la historia
detallada de la vida de los habitantes de un inmueble). En definitiva, La vida
instrucciones de uso practica una forma hiperrealista de novela por la cual sus
elementos más simples, aparentemente inconexos y anárquicos, invitan al lector
a la re-creación, a compartir la autoría de la materia narrativa disponiéndola con
un sentido total. Con anterioridad a La vida instrucciones de uso Pérec había
publicado Las cosas (Les choses, 1965), fervorosamente acogida por la crítica,
así como otra serie de relatos que más tarde fueron agrupados bajo el
significativo título de Creaciones, re-creaciones, recreaciones (1973).
Junto a Pérec debemos citar a Philippe Sollers (n. 1936) —su verdadero
apellido era Joyaux—, que se dio a conocer como animador del grupo Tel Quel,
algo así como un taller a caballo de los estudios lingüísticos y de la creación
literaria cuyos integrantes constituyeron una interesante avanzadilla durante los
sesenta. Los mejores frutos de la actividad del grupo los encontramos, no
obstante, una vez que éste entró en crisis —su disolución data de 1982—; en ésta
posiblemente tuvo mucho que ver Sollers, que en la última década no sólo dejó
morir al grupo, sino que él mismo pasó de comunista y autor exigente y
minoritario —recordemos Leyes (Lois, 1972), donde el autor procura hacer
confluir géneros y técnicas diversas a fin de demostrar la transversalidad de la
escritura— a un peculiar anarquismo espiritualista que nos ha dejado como
curiosidad dos obras muy conseguidas, Paraíso (Paradis, 1981) y Mujeres
(Femmes, 1983) —un éxito editorial escandaloso por su erotismo machista—,
ambas compuestas por lo que aparentan ser retazos de realidad tratados muy
diversamente.
También el sentido del realismo de Jean-Marie-Gustave Le Clézio (n. 1940)
nace de una visión fragmentada de la realidad. Quizá por ello pueda parecernos
el más originalmente vanguardista de los actuales narradores franceses, pero
también el más «romántico» por su evolución, que ha ido primando
paulatinamente la intuición y la sensibilidad como instrumento de acercamiento
entre talento creador y esencia del mundo. De ahí el peso que en la obra de Le
Clézio tienen sus propias experiencias y su autobiografía personal: la naturaleza
y el primitivismo en Haï (1971), la aventura y el viaje en Viajes del otro lado
(Voyages de l’autre côté, 1975), su infancia en Mondo y otras historias (1978),
los recuerdos de Nigeria —donde se crió— en Sirandannes (1990) y Onitsha
(1991), etc.

7. Teatro francés actual

Lo más destacable de la producción dramática francesa de posguerra es su


radical renovación, que afecta al conjunto del teatro en tanto que espectáculo y
no sólo a la pieza literaria, que pierde progresivamente su importancia. Es cierto
que esta profunda renovación convive con la fidelidad más o menos servil a las
formas tradicionales; pero tampoco lo es menos que la nueva concepción del
teatro tiene una mayor trascendencia para el desarrollo del género, entre otras
cosas porque llegó a influirles poderosamente incluso a los dramaturgos
seguidores de los moldes tradicionales (los más importantes desarrollaron su
labor tanto antes como después de la guerra, y de ellos ya se ha tratado en el
Volumen 8, Epígrafe 7 del Capítulo 2).
Como muestras inequívocas de la profunda transformación del teatro francés
de posguerra tenemos, por una parte, la novedad de la puesta en escena,
propiciada por una nueva sensibilidad que tiene su mejor reflejo en la aparición
del Festival de Aviñón y en la creación del Teatro Nacional Popular; y, por otra,
la descentralización, gracias fundamentalmente a la labor de importantes
compañías provinciales que han aportado savia nueva al teatro nacional.
También tuvo gran trascendencia el eco de las ideas de Antonin Artaud
(1896-1948), que, si bien no podemos decir que sobresaliese como creador, con
la fundación en 1932 del Teatro de la crueldad animó a una creación dramática
extrema, instintiva y liberadora; y con su ensayo El teatro y su doble (Le théâtre
et son double, 1938) puso las bases de un teatro que subrayaba la importancia de
la materialidad de un espectáculo eminentemente sensorial.

a) Los maestros: Ionesco y Beckett

Como hemos visto, no se puede negar el carácter radical y originariamente


vanguardista del nuevo teatro francés, y de hecho los precursores y maestros de
este nuevo estilo dramático son herederos directos del espíritu de la Vanguardia
europea. Recordemos que ésta tiene en Francia su mejor semillero, en tanto que
lugar de paso obligado y de confluencia de prácticamente todos los mejores
artistas vanguardistas, especialmente europeos. Y precisamente a dos de ellos,
ninguno nacido en Francia, les correspondió el honor de ser los maestros de la
renovación teatral francesa y occidental: al rumano Ionesco y al irlandés Beckett.
Pero recordemos antes a un dramaturgo cuyo papel no siempre ha sido
valorado ni su obra recordada. Y es que Roger Vitrac (1901-1952) fue en
realidad, en calidad de autor surrealista, un precursor y maestro del teatro
contemporáneo francés que sirvió de puente entre la producción vanguardista de
un Jarry (véase en el Volumen 8 el Epígrafe 6.a.I. del Capítulo 1) y el posterior
«teatro del absurdo», de tanta trascendencia para la historia de la actual
dramaturgia. Aunque las fechas en que desarrolló su obra no fueran las idóneas
para su divulgación, la producción dramática de Vitrac fue bien conocida y
valorada por los grandes autores del momento. Destacan Víctor o los niños al
poder (Victor ou les enfants au pouvoir, 1928), quizá su obra maestra, donde,
con una inusitada intuición de las nuevas técnicas dramáticas, disgrega en el
sinsentido los valores burgueses; y El golpe de Trafalgar (Le coup de Trafalgar,
1938), ambientada también en el período de entreguerras, y en la que lógica y
dislocación se suceden y confunden en imágenes de deuda surrealista e intención
absurda.

I. IONESCO. Eugène Ionesco nació en Rumanía en 1912, aunque su madre era


francesa. Hasta 1940 vivió entre Francia, donde pasó su infancia, y su país natal,
desde el que atacó al fascismo, siendo más tarde perseguido por ello. Después de
la guerra, Ionesco ha fijado su residencia en Francia, donde trabajó como
corrector de imprenta y donde se ha consagrado por fin al teatro.
Sus obras más tempranas —que fueron un rotundo fracaso en su momento—
intentaron provocar intencionada y conscientemente a los círculos del teatro
consagrado, ya fuera mediante la parodia de las convenciones burguesas del
género, ya mediante una estética cercana al Surrealismo con la que intentaba,
mediante el onirismo, analizar el mundo inconsciente. De esta época es digna de
mencionar su primera obra, La cantante calva (La cantatrice chauve, 1950),
concebida —según reza el subtítulo— como una «anti-pieza», como un remedo
burlesco e irónico del drama burgués: diálogos anodinos, lugares comunes,
personajes inconsistentes, sintaxis y léxico arquetípicos y situaciones tópicas se
suceden en esta historia de un matrimonio conformista que ya nada tiene que
decirse y en el que hombre y mujer casi no se reconocen. La sorpresa llega
cuando son visitados por otro matrimonio que reproduce casi al detalle sus
propias vidas; a partir de entonces, el ambiente se enrarece, el diálogo se
disgrega y el lenguaje pierde su coherencia hasta sobrevenir el silencio. El
segundo matrimonio queda entonces solo en escena para finalizar la obra con las
mismas palabras y en la situación con que se había iniciado con el primero.
Pero son las piezas de su segunda época las que constituyen lo mejor de
Ionesco. Rinoceronte (Rhinocéros) le ganó el éxito y el reconocimiento cuando
fue representada por vez primera en 1960 —el autor la había escrito dos años
antes—, y a partir de ella Ionesco inauguró un teatro de vena vanguardista,
plagado de extraños símbolos con fuerte sabor de modernidad y de tono
angustiadamente existencialista. En el caso de Rinoceronte, nos hallamos ante
una sucesión de imágenes escénicas de alcance simbólico: las calles de una
pequeña ciudad están siendo aterrorizadas por un rinoceronte que en realidad es
un hombre transformado en bestia; la metamorfosis —de evidente deuda
kafkiana— alcanza progresivamente a todas las personas del lugar, ganadas por
el egoísmo, la hipocresía, el afán de dominio y por la violencia, salvo a una —
Bérenger— cuya humanidad lo deja a salvo, aunque solo y tentado de seguir a
los demás. Y es que, en buena medida, la obra de Ionesco participa de la vena
comprometida de gran parte de la literatura francesa contemporánea, a pesar de
la tergiversación que haya podido sufrir su producción a causa del calificativo de
«teatro del absurdo» con que se la conoce —y que la emparente con la del
italiano Pirandello (Volumen 8, Epígrafe 4.c. del Capítulo 11)—. Gracias a la
confluencia de géneros diversos —dramáticos y no dramáticos— aprendidos de
la Vanguardia, a la utilización de un «lenguaje automático» surrealista y a la
«violencia» que propugnara Artaud, Ionesco le proporciona al teatro actual un
sentido del realismo en todo diferente del tradicional.
Entre el resto de las obras de Ionesco podemos citar aún Las sillas (Les
chaises, 1952), perteneciente a la primera época de su producción. En ella, dos
personajes —el Viejo y la Vieja— invitan a quien quiera acudir a su cita a
escuchar un importante mensaje que no quieren dejar de transmitir antes de
morir. Pero no acude nadie y, por no anunciárselo a unas sillas vacías, se lo
confían a un Orador que resulta ser sordomudo. Recordemos también de su
época de madurez El rey se muere (Le roi se meurt, 1962), obra aparentemente
más clásica en la que el rey Bérenger I experimenta los diversos sentimientos y
reacciones humanas ante la inminencia de la muerte: desesperanza, resignación,
incredulidad, rebelión ante lo inevitable…; en torno a él, sus esposas —amante,
solícita y consoladora la segunda, despechada la primera—, el médico
indiferente en quien siempre ha confiado, el pueblo esperando un nuevo rey…

II. BECKETT. El irlandés Samuel Beckett (1906-1989) escribió su obra tanto en


inglés como en francés, cultivando sin demasiada fortuna la novela y
consiguiendo el reconocimiento internacional —y el Nobel en 1969— por su
teatro, del que puede decirse que ha sido referente inexcusable para los nuevos
dramaturgos de todo el mundo.
Su producción se sitúa en la línea del «anti-teatro» que intentaba una ruptura
con las técnicas tradicionales: acción mínima, potenciación de la gestualidad,
diálogos apenas esbozados, personajes esquemáticos, decorados desnudos de
carácter abstracto y simbólico, etc.; todo ello al servicio de una idea básica: la
insignificancia de la vida humana, cuyo nulo interés o trascendencia revela la
acusada angustia existencial que embarga al hombre contemporáneo. Entre lo
vanguardista y lo existencial, el teatro de Beckett se ha convertido, de este modo,
en una producción emblemática de la literatura actual.
Esperando a Godot (En attendant Godot, 1952; escrita en 1948) es sin duda
la mejor obra de Beckett y una de las piezas más sintomáticas de la producción
dramática del siglo XX. En medio de una carretera rural con la sola presencia de
un árbol, dos vagabundos, Vladimir y Estragón, esperan un día tras otro a un tal
Godot con el que, creen, han concertado una cita, y del que esperan no se sabe
exactamente qué. Durante la espera dialogan interminablemente sobre múltiples
cuestiones, aunque sin centrarse en ninguna y no pocas veces con grados de
comunicación muy deficientes. Es de reseñar también la aparición de otros dos
personajes: Pozzo, hombre arrogante y cruel, y Lucky, una especie de esclavo a
quien aquél le obliga a realizar todos sus caprichos. También es digna de
destacar su obra Oh, los buenos tiempos… (Oh les beaux jours, 1963), escrita
originalmente en inglés en 1961 con el título Happy days y sobresaliente por su
original puesta en escena: la cincuentona Winnie se halla enterrada
prácticamente hasta el busto en una especie de promontorio; habla y habla
continuamente mientras su marido Willie, siempre cerca pero ausente, se limita a
emitir de vez en vez, como réplica o asentimiento, un gruñido. Todos los días
Winnie repite los mismos actos, recuenta las pertenencias de su bolso, siempre
idénticas; y, sobre todo, recuerda las mismas cosas, triviales e intrascendentes,
pero que integran —irónicamente— sus «buenos tiempos».

b) Jean Genet

Entre el resto de los dramaturgos que contribuyeron a la renovación del


panorama teatral francés destaca Jean Genet (1910-1986), muy admirado en su
país y cuya vida y obra se están difundiendo ampliamente por otros países. Ha
contribuido poderosamente a ello el aura de su vida maldita y amoral: de padre

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