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revela lo que vivieron varios pueblos de América Latina después de los años 60, la opresión y
el miedo infundidos por gobiernos dictatoriales que a fuerza de balas impusieron el silencio.
La condición de taciturnos de los habitantes del pueblo de San Jerónimo no fue elegida, fue
impuesta y aceptada al mejor estilo de Gabriel García Márquez en sus Cien Años de Soledad,
con una “peste de olvido” como la que llegó a azotar a Macondo; y no es solo este detalle la
semejanza, San jerónimo, al igual que aquel, era un pueblo perdido en su soledad, en la
Es así como la autora logra mezclar realidad y fantasía a través de dos seres
especiales, uno por ser el único que se atrevió a recordar y el otro, el único que se atrevió a
indolentes; pero ¿era indolencia en realidad?, pues no, era temor lo que les llevaba a tener
una memoria selectiva, el pueblo entero prefirió olvidar para salvar sus propias vidas; pero
¿en qué se habían convertido? En seres temerosos, silentes, apagados, sin ninguna
esperanza, con una culpa en el alma por dejarse dominar y haber olvidado a sus seres
muerto en vida y ese es el mensaje de la historia: de qué sirve vivir si no se lucha por lo que
se quiere y no se defiende en lo que uno cree. Ciertamente el final del comandante fue la
muerte y, aunque no lo dice el cuento, quizá San Jerónimo corrió con la misma suerte de
Santa María de la Piedad pues quedó un testigo de la historia y todo el pueblo “comenzó a
recordar”. Quizá, al siguiente día, todos fueron muertos y condenados al olvido, pero la voz
delirante de un hombre que gritó la verdad reivindicó la memoria de los ancianos, hombres,
mujeres y niños que sin temerle a la muerte, prefirieron morir antes de faltar a sus principios.