Está en la página 1de 133

Prólogo

Recuerdo de Francisco Urondo

Por Angel Rama

Sabido es cuánto tardan las naciones en reconocer los


méritos de quienes combatieron en el bando de los derro-
tados. Sabido es que la historia la escriben los vencedores,
mientras conservan ese rango. Sabido es, sin embargo, que
existe la eventualidad de una verdad que desdeña esos
exclusivismos y tiende a la virtud y al valor e incluso a la
autenticidad y la pasión que se ha puesto al tablero de la
vida. Fue necesario un siglo para que el pueblo venezolano
volviera a apropiarse de Boves; ha pasado un siglo sin que
los argentinos lleguen a un acuerdo para repatriar los res-
tos de Rosas.

Todo eso es sabido. Y es aceptado sin rebeldía. Es la vida,


decimos, levantando los hombros. Más difícil me es aceptar
el silencio que desde hace meses viene rodeando la muerte
en la Argentina de Francisco Urondo. Silencio cargado de la
incomodidad de unos, de la culpabilidad de otros y que alguien debe romper. Porque Francisco Urondo
no fue asesinado por las bandas fascistas, ni desapareció de su casa, ni fue ilegalmente torturado; no, en
su caso no concurre ninguna de las coartadas del espíritu liberal. Su muerte nos pone desnudamente
frente a la realidad de la guerra civil, cuya existencia hay que aceptar, gusten o no los bandos enfrenta-
dos: es el reconocimiento de una contienda fraticida con la carga suma de odio y de dolor de esos en-
frentamientos.

Como dicen los partes militares, Francisco Urondo murió en el campo de batalla. Murió en acción,
como integrante del ejército montonero y con él, en la misma línea de fuego, su mujer. Eso dijo el co-
municado de los derrotados; los vencedores no han dicho palabra. Sé que él no es distinto de tantos
otros, especialmente jóvenes, que han muerto en idénticas circunstancias últimamente; así esa abru-
madora sucesión de los hijos de los intelectuales y artistas más importantes del país, inmolados unos
tras otros en un modo sobrecogedor. Si hablo de él no es por prejuicio mandarinista. Por ser un escritor,
él fue capaz de desarrollar un pensamiento, mostrar en vilo una sensibilidad, permitirnos comprender
algo de su destino. No me gusta la aclaratoria de que no compartía su línea política y en especial sus
métodos, porque eso es también una coartada. Quien lo sepa bien, y quien no lo sepa, bien también.

Una ficha diría: Tenía 46 años, había nacido en Santa Fe. Era poeta, narrador, había incursionado en el
ensayo y el teatro, pero con fervor había sido siempre periodista. Ya con Breves, su tercer libro de 1959,
está el poeta formado, pero sólo en la década del sesenta, con Nombres, Del otro lado, Adolescer, perci-
bimos el acento propio dentro de esa antipoesía áspera, tanguera, sentimental, que también cultivaron
Gelman y Fernández Moreno entre otros. Esa sí que fue una década espléndida: dos libros de narrativa,
un exitoso estreno teatral (Sainete con variaciones), un ensayo beligerante (Veinte años de poesía ar-
gentina), pero más que la escritura, el furor de vivir, el descubrimiento de la revolución cubana, la in-
corporación tumultuosa al peronismo de izquierda, el gran “amok” que lo llevó a la cárcel de donde el
pueblo alzado lo sacó para llevarlo dirigir los estudios literarios de la Universidad. Por entonces, el jura-
do del concurso La Opinión-Sudamericana recomendó publicación de su novela Los pasos previos, que
definió así Rodolfo Walsh: “Una crónica tierna, capaz que dramática, de las perplejidades de nuestra
intelligentzia ante el surgimiento de las primeras luchas populares”. Parece que estuviéramos contando
el modelo intelectual de los sesenta en toda América.

La novela se publicó en 1974 pero recién ahora la leí. Quizás por el estéril esfuerzo de dialogar con
alguien que conocí, que vi arder, y con quien no hablaré ya. La concluí y sin detenerme comencé a leerla
otra vez. No pienso que sea una gran obra, pero es un documento sobre nuestras vidas que desde esta
orilla resulta alucinante. Es simplemente la historia—fiel, sumisa, leal, cotidiana— de la incorporación
del equipo intelectual latinoamericano a la lucha revolucionaria en la década anterior. Su tema central
es un incesante debate, a través de cafés, teatros, conferencias, camas, garitos clandestinos, de las ra-
zones y sinrazones del alzamiento armado. Demasiada gente y de la mejor que teníamos se perdió en
esa lucha como para que pueda pasar indiferente por esta historia: está excluido el torpe desdén, pero
también la exaltación romántica del héroe (salvo para los muy adolescentes, sea cual fuere su edad
física) y por momentos, cuando uno se abandona emocionalmente a esta evocación, puede sentirse que
el solo hecho de seguir viviendo es indecente.

Leída desde la perspectiva de la derrota de esta batalla (no de esta guerra) se altera todo su sistema
de significación: se lee como el diagrama de una gran equivocación, como el comportamiento extravia-
do de una razón que no atinó a medir la realidad, como el pecado hijo del irrealismo cuando no del
idealismo. Pero todo eso, los pro y los contra, las prevenciones del realismo y las exaltaciones de un
idealismo que desciende directamente de la educación tradicional, está previsto en las páginas mal-
rauxianas de la novela. Los diálogos del protagonista Mateo con el viejo militante Rinaldi se adelantan a
nuestros argumentos. Ese joven, que es un intelectual promedio, que quiere la justicia de inmediato,
que poco sabe del pueblo y menos de las teorías marxistas, que es arrastrado por su idealismo sin poder
conmover a la burguesía de la cual procede, ese hombre que duda y quiere y tiene miedo, de pronto se
trasmuta en el alzado en armas sin saber cómo ni dónde, en medio de paisajes de pesadilla, y es sin
duda el justo y es también el cordero del sacrificio que avanza hacia la fatalidad. Si no se le puede
acompañar, tampoco se le puede combatir. En estos “pasos previos” muchos podrán avizorar los “pasos
últimos”, sin necesidad de apelar a la “crítica de las armas” que Debray opuso a su anterior “revolución
en la revolución”.

Pero la emoción de esa figura que avanza o es arrastrada al sacrificio quizá no sea un rezago romántico
sino un anticipo de una nueva solidaridad humana, lo que, como el paradigma fáustico de Goethe, hasta
en el error contribuye al futuro.

(“El Nacional”, Caracas, 4-1-77).


LOS PASOS PREVIOS

Introducción

Durante algunos minutos seguiría escuchando la frenada que clavó el patrullero frente al cordón de la
mano opuesta alcanzó a ver a tres policías que bajaban con urgencia del automóvil descarrilado y a
algunos vecinos que se acercaban imprudentemente a curiosear. Durante algunos segundos estaría
esperando el ruido de una ráfaga o, en el mejor de los casos, algunos disparos aislados; con alivio vería
diluir esa posibilidad, al doblar por Lima, alejándose de la esquina peligrosa donde un siglo y medio atrás
funcionó la Jabonería de Vieytes.
Luego, reaparecieron los edificios modernos, los lugares comunes, los ruidos normales, la gente sin
apuros: sin proponérselo, seguiría reteniendo la imagen de los hombres bajando precipitadamente del
coche, las paredes enfermas de esa esquina y los ruidos primordiales, aunque uno de ellos fuera iluso-
rio: la frenada y la ráfaga.
“Andate con Marcos en el subte”, dijo Palenque al llegar a Plaza Italia; Juan asintió. Mateo tomaría el
39 hasta Chacarita y dejaría el coche por ahí, antes de ir a una comisaría a denunciar que se lo habían
robado. Marcos no lo escuchaba, ni siquiera recordaba ya los dos sonidos fundamentales; miraba fija-
mente el suelo: las baldosas ocultaban la verdad, la luz evidente. Con respeto, cuidadoso de su fragilidad
de iluminado, Mateo tocó levemente el brazo de Marcos: era imperioso salir de allí, dispersarse, no
perder tiempo; pero Marcos, desdeñando todo apremio, señalándose el pecho lentamente, dijo: “De
aquí, de esta porquería asustada, va a salir algún día el Hombre Nuevo”.
Cuando iba a repetir la frase por tercera vez, Manuel perdió la paciencia y lo tomó esta vez con firmeza
de un brazo. Marcos se dejó llevar, todavía imbuido por su presagio, hasta que se perdieron de vista en
la boca del subterráneo. Mateo tomó de inmediato el 39, mientras Palenque desaparecía en un taxi,
dejando su coche abandonado allí mismo.
La marcha casi lenta del colectivo actuó como sedante. “Una buena batata, ayuda”, solía decir Lucas;
para él era como comer bien o “estar” con una mujer, según decía con recato uruguayo. Pero era cierto,
“la batata”, el susto, era bueno para el relax y ahora quisiera estar en una cama; “tendrían que venir
colectivos con camarotes”, pensó sonriendo, como quien se va a quedar dormido.
Pero no se durmió porque él sí todavía escuchaba, lejanos y perdidos, la frenada y la ráfaga. Y el re-
cuerdo de estos dos ruidos capitales se mezclaba con los golpes de mar, cerca del Gran Faro, en El Leja-
no Egipto; alguien, antes de despertar, le decía: “Usted ha cometido el pecado de Alejandría”. Y el enig-
ma no tendría explicación, hasta ahora.
No era el sentido de la pesadilla, lo que suele llamarse uno de Los Siete Pecados Capitales, tampoco la
Sabiduría Incendiada, la Biblioteca Incinerada. Podía ser la ambigüedad ante Marco Antonio, según pro-
nosticó Gaspar; el sueño podía ciertamente describir la ambigüedad genérica de los dualistas o de los
desclasados y Mateo, si algo no podía negar, era esta doble condición. Sí, era posible: en la ambigüedad,
en la escisión, en la diversidad, en la esquizofrenia, podía estar la clave.

CAPITULO PRIMERO

I Estado de asamblea

Coexistente”, le gritó Palenque en plena oreja. El Monje arqueó un poco el lomo, como si fuera a darle
un cachetazo, pero vio que lo rodeaban y esto no lo sorprendió: había estado acorralado desde que
empezó la asamblea que, esa noche, no podía controlar. Se encogió de hombros y siguió de largo sin
contestar a Palenque que seguía vociferando, hasta que se calmó.
“¿Sabés cómo le dicen los muchachos de El Partido?”; Rinaldi no lo sabía: “El Monje”, aclaró triunfal
Palenque. En tanto El Monje, el “secretario saliente”, trataba de impugnar primero las elecciones y des-
pués la asamblea. “La asamblea es soberana”, le contestó tranquilamente Rinaldi y luego empezó leerle
una chorrera de artículos del estatuto para demostrárselo: “por lo tanto la asamblea tiene facultades
para determinar si las elecciones son válidas o no; llamar a nuevas elecciones, incluso fijar fecha y me-
canismo electoral, o sencillamente aprobar los comicios realizados”.
La asamblea votó tres veces; dos, para terminar rechazando dos mociones de orden que el “secretario
saliente” interpuso con el objeto evidente de ganar tiempo. La última, para aprobar las elecciones. Ga-
narles a ellos no era meramente derrotar una lista adversaria, sino “romperle el culo a El Partido”, como
dijo ilustrativamente Marcos, sin advertir que había damas, es decir, compañeras, por los alrededores.
Sin embargo ninguna se ofendió por estas alusiones y, es más, justamente una de ellas subrayó: “era
hora”; y santas pascuas.
Después se fue disipando la algazara que provocó la derrota de las chicanas de El Monje y dejó paso a
las expectativas.
En pocos segundos había un silencio absoluto, comenzaba el último recuento de votos. Rinaldi se hab-
ía subido a la mesa desde la que presidía la asamblea, para poder ver mejor las manos levantadas. A
medida que la suma comenzó a sobrepasar la cantidad que se estimaba como la mitad de los presentes,
la gente comenzó a reírse y a regodearse en su poderío; Rinaldi gritaba como diciendo “quién da más”:
“Ciento treinta y ocho, ciento treinta y nueve, ciento cuarenta, ciento cuarenta y uno”. Rinaldi iba sub-
rayando el final de cada cifra con el dedo, contando en el centro del ring. “Ciento setenta y dos, ciento
setenta y tres, ciento setenta y cuatro, ciento setenta y cinco”. Consagrando el knock out. “Trescientos
veintiséis, trescientos veintisiete”. Nada de bandera verde, de finales reñidos de esos que no se vuelven
a ver. En realidad no había dudas, la votación se ganaba por varios cuerpos, la toalla planeaba sobre el
cuadrilátero y los hombres del “secretario saliente” empezaron a salir del recinto. Rinaldi gritó una últi-
ma cifra y comenzó a saltar abrazando a la gente que tenía a mano, como si se hubiera ganado la gran-
de.
Le duró poco; alguien se le acercó para prevenirlo: había que estar atentos porque la gente del “secre-
tario saliente” había prometido copar a tiros la asamblea. “El sindicato es nuestro”, solían decir los más
fanáticos y, los más decididos, podían tomar al pie de la letra la consigna. “Hay que cubrir la puerta” dijo
Rinaldi muy serio. Ya estaba cerrada y se habían apostado El Cabezón y Margulis; Manuel estaba en el
balcón de arriba.
Era uno de esos viejos caserones del barrio Sur; generalmente se iban convirtiendo en hoteluchos
donde se Hacinaban prostitutas y provincianos. Eximido de ese destino, tenía habitaciones vacías y con-
servaba esplendores pretéritos, arañas imponentes, roñosas escalinatas de mármol.
La portera vivía en el último piso de la casa y, como había tenido diferencias con El Monje —vaya a
saberse por qué recóndita pelea doméstica—, estaba en el bando de “los muchachos”, como ella los
llamaba. Cuando se escuchó el primer tiro, la portera estaba dándole una cucharada de sémola con
leche a su hijito menor. Un momento antes había interrumpido para atender a “los muchachos”, darles
“esas cosas” —un par de revólveres y una browning chica— que ella guardaba celosamente en el cajón
de los cubiertos. Con la cuchara al borde de la boquita la mujer dijo: “Dios mío”; pero enseguida tuvo
que responder a su hija mayor: “es un petardo querida” y se interrumpió al escuchar varios estampidos
más que sonaron casi a la vez.
Los hijos de la portera se pusieron a llorar estruendosamente, mientras entre la gente que quedaba en
la asamblea se producía un respetuoso silencio; se oyeron gritos insultos, un par de automóviles que se
alejaban hasta que los tiros cesaron. Después antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar, antes de
que se iniciaran los primeros comentarios, una sirena avanzó y se detuvo frente al edificio.
Buenamente le explicaron al oficial que no podían dejarlo entrar porque no traía orden del juez: la
gente que estaba en la asamblea, si entraban así, de prepo, se los iban a comer crudos, a ellos y “a noso-
tros que los dejamos entrar”. No había que “irritar al soberano”, explicó Palenque parafraseando a Pa-
ladino, mientras ligaba un codazo soterrado.
Accedieron, eso sí, a hacer una relación de hechos: cómo fueron agredidos aunque no conocían ni
tenían la menor idea de quién podía haber sido. Ellos, por supuesto, no habían tirado, “aquí no hay
armas, esto es un sindicato, no es un aguantadero”, comentó Palenque, a quien ya no acobardaban los
codazos.
Después de ese día hubo algunos meses de paz. Hasta que estalló la huelga de uno de los matutinos
más importantes de la ciudad. “Arrastraremos a los gráficos”, prometió Rinaldi y, en efecto, “la federa-
ción” se plegaría horas después y por tiempo indeterminado. Una noche Marcos llegó contento: el ge-
rente y el subgerente del diario y “toda esa manga de alcahuetes —ejecutivos, jefes de sección, conta-
dores, personal de vigilancia— bajaron a expedición y se pusieron a hacerlos paquetes”. Los hacían mal;
la mitad de los fardos se abrían y los diarios se desparramaban.
“Los distribuidores puteaban desde los camiones y los muchachos de expedición —unos setenta, de
brazos cruzados— se les reían en la jeta”. La huelga duró cuatro días, con amplio triunfo de los rebeldes;
no hubo represalias posteriores: despidos, suspensiones. “No se atrevieron”, se jactaba Rinaldi; pero
cuatro meses después, a los treinta días del golpe de Estado, el sindicato sería intervenido y los setenta
muchachos de expedición echados a la calle. Marcos renunciaría a su cargo de redactor.
II La Paz

Un día Mateo se quejó —entre mates y lloviznas— de que se hubieran metido con su hijo; el chico
estudiaba en un colegio parapartidario. Habían visitado a la maestra: “Hay que tener cuidado con ese
chico, su padre es un borracho y está separado de la madre”. Después no habló más del asunto, aunque
Palenque trató de sacarle el tema en más de una oportunidad; Mateo lo eludía siempre, con el mismo
gesto de asco.
Al poco tiempo se encontró con El Monje, en el subterráneo que venía de Chacarita. El hombre no lo
vio hasta que levantó la vista del libro; recién allí se dio cuenta de que Mateo estaba sentado delante
suyo. “¿Cómo le va, Aguirre?”, le dijo con esa cordialidad fría que suelen tenerlos intelectuales de la
vieja izquierda; ese equilibrio helado y monacal.
“Como le va, Aguirre”, y Mateo se limitó a mirar la mano que le era tendida: “Yo no saludo a alcahue-
tes”.
“¡Aguirre!”, exclamó consternado El Monje, pero retirando simultáneamente la mano. Y perdonando,
con una cierta humedad ovina en la mirada que el brillo de los anteojos no pudo ocultar; sin embargo,
no hubo caso de seguir en su buena acción, porque había llegado, tenía que bajarse.
Era la estación “Carlos Pellegrini” ,una de las dos que en esa linea tienen andenes centrales y esto no
lo ignora ningún pasajero de la ciudad de Buenos Aires; salvo El Monje; conturbado seguramente por la
violencia del desprecio —injusto, para él-, se había plantado frente a la puerta que nunca iría a abrirse
salvo dos estaciones más allá, ignorando las otras puertas que se abrían de par en par a sus espaldas.
Mateo sonrió frente a la situación y a la metáfora, hasta el punto de conmiserarse: “por la otra puerta,
Boludo”.
Y esto terminó de desubicar a El Monje, a medias recompuesto de la sorpresa y el desdén, pero derro-
tado ahora en su propia madriguera, la cueva de la comprensión, de las buenas maneras. “Como si lo
hubiese pescado haciéndose la paja”, comentó Mateo mientras Palenque se doblaba de risa, imaginan-
do cómo El Monje se escabullía justo en el momento en que la puerta se cerraba y tenía que retenerla
en un esfuerzo supremo; salió como salen por entre las cuerdas los boxeadores mediocres, después del
knock out técnico.
Salvo esto, reinó la paz. Salvo la policía que lo anduvo buscando; llegaron a ir a casa de la madre de
Mateo. La señora los atendió muy bien hasta que pusieron una Halcón sobre la mesa: “saque eso, no ve
que me arruga toda la carpetita”; al rato se fueron. “Son batidores, te digo que son batidores”, decía
Marcos enrojecido y apoyando su tesis en algunos elementos razonables; coincidencias, detalles. Pero
todo esto era muy difícil de precisar entonces, porque era una época en que la policía buscaba a la gen-
te, en que todo el mundo andaba desapareciendo.
Onganía había desenvainado y ninguna vieja estrategia pudo aguantar su atropellada; “a la mierda,
que quedamos pocos”, como pudo haber dicho el bisabuelo de Manuel; o “cagamos los de levita”, como
a lo mejor exclamó quejosamente el abuelo de Mateo. Sin embargo, aunque todos tuvieron la sensación
de que el horizonte comenzaba a cerrarse, que la clausura se instalaba, habría mucho que agradecer a la
polarización —y a la atropellada—, a pesar de los desgarramientos.
Poco a poco, dolorosamente, comenzó a verse más claro: muy pocos quedaban en las filas que pres-
cindían de las antiguas estrategias. A su vez, desmembradas, quedaban también las viejas organizacio-
nes, los viejos partidos que alguna vez hablaron de revolución: se había producido el vacío para unos y
para otros. Ya no se trataba de discernir si estaban o no dadas las condiciones para soltar amarras; o si,
por el contrario, esas condiciones debían ser precipitadas. El abismo rodeaba a todos; estaban unos en
pleno salto, otros observando el espacio por donde se trazaba la parábola. Había que empezar de nuevo
u olvidar.
Lo inquietante era que alguien se estaba equivocando. Y sólo el tiempo haría evidentes los errores,
sólo el fracaso demostraría algo convincente.
Lo que era seguro, es que ellos iban en ese auto aquella noche. Subían al Fiat 1100 de Palenque, cuan-
do pasó el Peugeot 403, color negro; había arrancado unos metros más allá —Manuel lo vio— y, al pa-
sar, tiraron desde adentro. Ellos salían de una reunión con Rinaldi: se habían juntado para ver si era
posible mantener una cierta estructura sindical paralela que diera lugar a alguna posible maniobra.
Defender, defenderse; defender a la gente, cubrir las espaldas de los cesantes. Rinaldi era optimista,
pero ellos pensaban que era inútil, que la pelea había que darla en otros terrenos, de otra manera. Fi-
nalmente no se llegó a ningún acuerdo; se despidieron fríamente y, al salir, pasó el automóvil color ne-
gro y alguien, desde adentro, tiró.
“Seguilos” —gritó Marcos y Palenque saltó al volante; en dos cuadras estaban encima del Peugeot,
pero bajaron la velocidad porque habían llegado a las inmediaciones de la Comisaría 23. Pasaron correc-
tamente frente a la guardia y el Peugeot dobló con la intención de dar una vuelta a la manzana: “no ves
que son unos cabrones, no ves que quieren llamarle la atención a la cana”, pero no siguió hablando
porque los entró a seguir un patrullero de “la 23” y Palenque pisó el acelerador.
“Este cochecito anda que es una maravilla”, comentó orgulloso Palenque cuando pudo perderse por el
Mercado de Abasto y bajó por Cangallo, doblando por la 9 de Julio, hasta México. De allí a la jabonería
de Vieytes, mientras Marcos comentaba que “van a renovar a todos los patrulleros: los que tienen están
reventados”, y fue interrumpido por segunda vez en pocos minutos: casi chocan con otro de la Radio
Patrulla que se estrella contra la pared sin ocasionar víctimas, pero escupiendo a tres policías que bajan
con urgencia torpe, a lo mejor dispuestos a todo.
Salvo este incidente, todo era paz a bordo del colectivo 39 en el que Mateo llegaba a Chacarita.
Compró “la sexta”, bajó las escaleras y tomó el subte. Quince minutos después, estaba en el centro de la
ciudad.

III Interferencias

Marcos llegó al departamento de Albertina a eso de la medianoche; un momento después Palenque


llegaba acompañado de Ismael; se sentaron en silencio. Luego le preguntaron a Albertina cómo estaba.
—Cansada.
Media hora después llegó Sara y recién se enteró de todo a través de Albertina, que habló con preci-
sión, como si no estuviera muerta de miedo. La amenaza había sido contra Marcos y “éstos son capaces
de avisar a la policía”. Marcos debería desaparecer cuanto antes por un tiempo y también había que
limpiar su departamento.
Albertina cruzó sus piernas delgadas y opulentas; y prendió un cigarrillo como pudiera haberlo hecho
Marlene Dietrich en una de esas películas de guerra en que cruza las piernas antes de ser asediada por
implacables militares de origen alemán. Sus bellas piernas mitológicas, más delgadas aún que las de
Albertina, especialmente en los tobillos.
Nadie hablaba y Palenque se distrajo pensando que el sexo de Albertina debía empezar en la parte
posterior de la cintura y terminar en el ombligo, por eso era desarmable, una muñeca, con aptitudes
supremas para el erotismo: ¿alguien —ay — las aprovecharía?; ¿al menos ella? Sara se enjugó la nariz y,
recién entonces, los demás se dieron cuenta de que había estado llorando; silenciosamente, sin desplie-
gues, para que ella sola se diera por enterada de su dolor. Cuando advirtió que había trascendido a los
otros se recompuso y averiguó si Marcos saldría de la ciudad esa misma noche.
—Sí.
—¿A dónde vas?
—Al norte.
—Yo lo llevo.
Después de decir esto, Ismael le sonrió; ella también; sin convicción, casi con odio. Palenque le explicó
que Mateo se iría preventivamente a la quinta de Schneider, pero Sara no lo estaba escuchando.
A Albertina no le gustaban estas situaciones; entonces propuso acompañar a Ismael a cargar nafta;
revisar aceite, gomas, toda la liturgia de un viaje. “De paso me llevan”, agregó Palenque poniéndose de
pie; le dio un beso a Sara, abrazó a Marcos y salió, franqueándoles la puerta a Albertina e Ismael. Una
vez en la calle dijo, como si lo estuviera pensando:
—Vamos a limpiar el departamento de Marcos.
—Puede estar la policía.
—Difícil.
—O ellos.
—Eso es más probable.
Dieron varias vueltas a la manzana. Recién después se detuvieron frente al edificio de departamentos
en el que Marcos tenía el suyo. Sin decir una palabra, Palenque sacó su pistola de la cintura, la montó, le
colocó el seguro y, después de guardarla en el bolsillo exterior del saco, salió del automóvil: lo sintió
arrancar a sus espaldas. Ismael seguiría dando vueltas a la manzana aunque no observaron, hasta ese
momento, ningún movimiento raro. Palenque llamó al ascensor y esperó.
Al día siguiente tendría que ir a la fábrica y estar bien lúcido desde temprano porque venía una parte
brava del montaje de la caldera; después, discutir con algunos proveedores que había citado para última
hora de la mañana. Almorzar con Paladino y pedirle prestado el coche; no, mejor pedírselo a Baltiérrez.
El Ruso, con tal de dejarla sin auto a la mujer, se lo prestaría por unas semanas, lo suficiente para recu-
perar su coche.
El ascensor llegó de improviso; no había un alma por los alrededores. Al ponerlo en marcha sintió un
cierto cosquilleo, casi un temblor: mañana vería cómo se las arreglaba para pedir un auto, pero ahora,
en ese preciso momento, si se encontraba con alguien en el octavo, lo sentaba de un tiro. Si estaba
uniformado, no; o también lo sentaba y luego se vería. En el momento se toman las mejores decisiones;
“tengo miedo”, pensó y no se engañaba.
Cuando el ascensor llegó al octavo piso, esperó un instante antes de abrir, no escuchó ningún ruido
raro, el pasillo estaba desierto. Caminó hasta otro pasillo y tampoco encontró a nadie; se detuvo frente
a la puerta del departamento “B”, y escuchó: silencio completo. Tocó el timbre un par de veces, y nada.
Entonces, sin quitar la mano derecha del bolsillo donde empuñaba su pistola, sacó con la izquierda las
llaves y abrió. Adentro no sintió el menor movimiento; quiso prender la luz de una lámpara que recor-
daba por allí nomás, sobre la mesita de la derecha, y se la llevó por delante antes de prenderla: “Marcos
de mierda”, dijo en voz baja y aterrado por el ruido que él mismo produjo.
Se había quedado con la pistola apuntando algo indefinido; se calmó, encontró otra luz y la prendió. Ya
recorría abiertamente los dos ambientes del departamento: no había nadie. Entonces se dirigió hacia el
placard del baño, para levantar un falso piso de madera —que apenas se advertía— y sacar de adentro
dos o tres cassettes envueltas en una bolsita transparente e inofensiva de polietileno. La metió en el
bolsillo y luego fue hasta el dormitorio; recuperó un par de sobres de un cajón de la mesa de luz y se
dispuso a salir. Apagó las luces, se pegó a la puerta de entrada y escuchó voces: un hombre y dos muje-
res discutían.
—Vos nunca te ponés en mi lugar —decía una.
—Vos tampoco te ponés en el lugar de él —decía la otra.
—Vos no te metás —decía él.
Los oyó entrar al departamento vecino; pusieron música y las voces quedaron relegadas. Ningún otro
ruido; abrió la puerta y salió al pasillo. Caminó rápidamente hasta el ascensor, pero habían puesto un
cartel que decía: “No funciona”. No podía ser, recién no estaba: era una trampa. Quiso hacerlo andar,
pero, en efecto, estaba descompuesto. Salió otra vez al pasillo desierto, vio la puerta de la escalera y la
abrió con sigilo. Se asomó y espió: nadie. Se lanzó por la escalera y abrió la puerta del piso de abajo con
infinito cuidado: tampoco había nadie. Revisé los pasillos de acceso y llamó al ascensor de los pisos im-
pares.
Tardó en llegar, pero finalmente entró lentamente en el cuadro de la puerta exterior; estaba vacío. Al
llegar a la planta baja, tres hombres lo esperaban. Abrió la puerta, le hicieron lugar y luego subieron.
Afuera estaban Albertina e Ismael; subió y arrancaron a toda velocidad.
—¿Viste esos tres tipos que entraron recién?
—Los vi.
—¿Viste qué pinta?
El domingo iría a la cancha; hacía como tres meses que no veía un solo partido, salvo la final de la
copa, por televisión. Era lindo ir al fútbol y ver los papelitos que tiran las hinchadas cuando sale su equi-
po; y los gritos. Era como el apocalipsis, o mejor, como si hubiera triunfado la revolución. Le iba a decir a
El Ruso Baltiérrez que lo acompañara el próximo domingo, así, de paso, también con eso hacía estrilar a
su mujer.
Tres años que no iba con El Ruso al fútbol. La última vez fue cuando Navarro lo quebró al pibe Bieyra
que estaba jugando que era una maravilla. Cuando la hinchada se dio cuenta de lo que estaba ocurrien-
do —el referí ni mus—, empezaron a tirar de todo, hasta que la policía entró con los gases. Pero siguie-
ron tirando piedras, botellas. Al lado de El Ruso había un tipo que se abría la camisa y gritaba señalándo-
se el pecho: “tiren, tiren, hijos de mil putas”; parecía la revolución. Así debía ser la polenta que se nece-
sitaba para tomar el poder. El arquero se había sentado junto a uno de los postes y dejaba que le hicie-
ran los goles que quisieran; si erraban, la propia defensa de San Lorenzo pateaba al arco desguarnecido
y marcaba el tanto. Terminó como catorce a cero; no fue un partido, pero fue lindo. El fútbol siempre
era lindo por eso, porque no hay tanta discusión, se juega o no se juega. Mañana mismo le hablaría a
Baltiérrez; le iba a pedir el coche prestado y le iba a proponer que fueran a la cancha.
Antes de acostarse, todavía seguía pensando en el pibe Bieyra. Su mujer dormía como un lactante.
Apenas se despertó y lo abrazó, colocándole una pierna tibia sobre la suya; él la abrazó y le besó la fren-
te. Ella dijo algo, un sonido intimo, de protección.
IV Los cómicos y el dinero

Cuando llegó al teatro, el ensayo recién terminaba o todavía no había empezado; tenían todos una
palidez extrema que se acentuaba con la luz de ensayo recortando el cuadrado del escenario al fondo de
la sala vacía. Y las caras lívidas eran evidentes sobre las ropas comunes de calle: “estamos probando el
maquillaje blanco —le comentó Cachito—, ¿qué te parece?”. A Mateo le pareció obviamente espectral:
“Es lo que queremos”. Cuando Emma lo descubrió al fondo de la sala conversando con Cachito, la cruzó
de inmediato y lo puso al tanto de lo que pasaba. Simón les había traído una obra que ellos ya habían
leído y que ahora estaban discutiendo. Mientras le contaba ya medida que se iban arrimando al escena-
rio, Mateo iba tomando conciencia de que era toda una discusión; es más, que esas sombras invertidas
inopinadamente llegaban a levantar la voz y gritar.
Cuando se calmaron un poco, Emma aprovechó para decir: “si hacemos esa obra nos cierran el teatro
al día siguiente”, y se sentó al lado de Mateo en una de las primeras butacas. Cándido arrugó su cara de
payaso para ver quién estaba sentado en la platea al lado de Emma; cuando reconoció a Mateo, agitó su
mano con alegría vital, aunque falsa, pero no bajó a saludarlo: Cachito alegaba, en ese momento, que
él—al contrario de Emma— no tenía inconveniente en hacer esa obra; así cerraran el teatro al día si-
guiente. Pero les pedía a todos —y especialmente a Simón— que evaluaran bien el momento; si las
cosas que querían decirse eran tan importantes como para que justificaran la liquidación de tantos años
de esfuerzos como venía realizando el grupo. Y si todos coincidían en que sí, en que ese era el precio
que se pagaba por decir algo, en que a esas cosas había que decirlas ineludiblemente, que la obra se
hiciera, pasara lo que pasara.
“Con este planteo nunca vas a poder decir nada que valga la pena”, dijo Simón enfurruñado: él y
Schneider eran los únicos que no tenían la cara pintada de blanco. Estaba más gordo y, consecuente-
mente, más bajo; casi tan ancho como alto. Los pelos ralos de la tonsura estaban erizados y largos; la
piel roja, los ademanes irritados; pasaba un mal momento.
“Un cura —cuenta Emma a Mateo—, hermano de un general, se enamora de su cuñada quien, a su
vez, es madre de un chico homosexual; en tanto el papá del chico es un poco impotente, pero tiene dos
amantes: una tía de él, hermana de su madre, y una compañerita de su hija, que ella sí cursa el cuarto
año del colegio de las Hermanas Adoratrices; la sirvienta de la casa también es normal, aunque peronis-
ta y, a cada rato, habla de los pobres”. Este era el argumento, según Emma, de la pieza de Simón.
Emma siempre elegía a Mateo como cómplice; así no tenía empacho en contarle cómo había dejado a
Severo —por quien suspiraban más de la mitad de las mujeres del país— por Simón y a éste por Cándi-
do, en el término de dos años. También otras travesuras, como —por ejemplo- hablarle por teléfono a
Chiqui, haciéndole decir pestes de Longhi, mientras grababa la conversación para que éste, luego, pu-
diera escucharla cómodamente, dentro de la incomodidad natural que siempre la maledicencia propina.
Su rostro blanco y anguloso resaltaba en la oscuridad y sus dientes parecían amarillos, ensangrentados.
Sin amilanarse, Mateo le pedía que contara seriamente el argumento de la obra de Simón.
—Es así.
—¿Sin exageraciones?
—No exagero.
En ese momento Simón decía que, según ellos, había que conformarse con escribir y representar
híbridos; que había que decir las cosas a medias. “Qué necesidad habrá —comentó simultáneamente
Emma— de decir las cosas con todas las palabras?” Y Simón sorprendió el cuchicheo:
—Che, Emma, si tenés algo que decir, ¿por qué no se lo decís a todos?
—Le estaba preguntando a Mateo qué opinaba del realismo; perdoname no quería diversificar la con-
versación.
La perdonó, ya que había quedado en claro que no iban a andar murmurando a sus espaldas, y menos
Emma, a quien conocía muy bien a Dios gracias. Luego siguió: había que definirse, era una cuestión
ideológica, era simple.
—Te equivocás, Simón —intervino Cachito, ya que Schneider no abría el pico—, no es una cuestión ide-
ológica; es una cuestión de capacidad de maniobra. Nosotros estamos en una tarea a largo plazo y te-
nemos como grupo una responsabilidad frente al público y frente al teatro nacional.
—No me vengas con eso, Cachito; ustedes son una empresa; integrada por hombres cultos, ilustrados,
pero comerciantes.
¿Qué quería decir con eso de comerciantes?, gritaron varias voces a la vez; ¿acaso él no hacía vender
sus libros? ¿O vender libros era acaso menos mercantil que vender teatro? Severo no podía hablar de
rabia; Emma se divertía. Cachito, contemporizador, pudo finalmente decir algo: si él, Simón, tuviera la
imposibilidad de tocar ciertos temas en sus libros, ¿dejaría de escribir, perdería a sus lectores?
—Eso no tiene importancia para mí. Perder los lectores es lamentable pero no fundamental; yo no es-
cribo para tener éxito, sino para decir lo que siento que debe decirse.
—¿Y si no te dejan publicar el libro?
—No lo publico.
—¿Y si no te lo dejan escribir?
—No lo escribo.
—¿Pero esta sería una situación extrema?
—Claro.
—¿Antes hubieras buscado la manera de evitar esa catástrofe?
—Por supuesto.
—Eso es lo que estamos haciendo nosotros; buscando la manera de decir la mayor cantidad de cosas
posible, dentro de los límites de nuestra realidad.
Simón no esperaba este argumento; fue sorprendido y adujo que la conversación se estaba desorde-
nando, que se oponían fenómenos inconfrontables, que una cosa era el libro y otra el teatro. Cachito
sostuvo que desde cierta óptica ambos problemas eran comparables y en eso estaban cuando Severo
saltó intempestivamente.
—Yo te quiero preguntar una cosa: no entiendo a qué viene el asunto del exitismo.
Y sus palabras tuvieron tal violencia que nadie se atrevió a decir nada; ni siquiera Severo. Schneider,
por otra parte, no vio que ésta fuera una oportunidad para arbitrar y Simón miraba a unos y a otros
mientras Severo se paseaba asediado por el rencor; de pronto miró a Emma a los ojos: nunca le había
perdonado que lo dejara, como a Simón tampoco le perdonaba que le hubiese vareado la potranca; se
acercó hasta él, lo miró de arriba abajo.
—Salí afuera que te voy a romper el alma.
Entonces sí, pudo intervenir Schneider. Pidió que se dejaran de chiquilinadas, que no estaban en el
colegio, que ya no tenían siete años y otra serie de argumentos realmente incontrovertibles. Cachito en
tanto retiraba del ring al púgil nonato, al gladiador congelado y lo llevaba a los camarines donde se puso
a conversar largamente con él. Schneider, una vez despejado el peligro, retomó la palabra.
—Tenemos que pensarlo unos días más, Simón.
—Piensen todo lo que quieran.
—¿Creés que no vamos a hacer la obra?
—Así es.
—No estamos ganando tiempo, necesitamos estudiar bien el problema, eso es todo.
—Mirá, viejo, si ustedes quieren mantener la imagen de tipos de izquierda, yo no les convengo. Tienen
que hacer obras de izquierda, pero extranjeras, es menos peligroso. Ahora, si quieren convertirse, como
dicen, en verdaderos renovadores del teatro argentino, tendrán que plantarse frente a los grandes te-
mas nacionales.
—Eso queremos, Simón, pero hay una realidad, y esa realidad tiene sus límites, además de sus reglas de
juego.
—Sí, claro que hay que estar en la realidad, pero no para adaptarse a ella, sino para modificarla. Yo no
soy un escritor reformista, soy un escritor revolucionario.
—¿Y qué hiciste vos por la revolución? —interrumpió sorprendido Cándido. Ya todos se habían levanta-
do y algunos habían bajado del escenario, poco a poco se encaminaban a la salida por los pasillos latera-
les de la platea; Emma había tomado a Simón fraternalmente del brazo conjurando la intervención de
Cándido; Simón, divertido, dejaba hacer.
—Todos se la agarran con Simón hoy; vení, Simoncito, contame, ¿por qué no te escribís una linda obrita
donde se vea bien, pero bien en detalles, cómo se aburre la clase media?
—Ya lo hice; si no, lo haría.
—Entonces hacé otra que sea de barrio, llena de personajes tipo: ¿qué te parecen los personajes tipo
Mateo?
—Incomparables.
—Te pregunto en serio.
Enriqueta estaba juntando sus cosas que había desparramado en una butaca; recién en el foyer se
dieron cuenta que seguían maquillados de blanco. Se quitaron la crema como pudieron; nadie tenía
ganas de volver a los camarines. Schneider había defendido a los personajes tipo, pero Mateo no estaba
de acuerdo: “Ninguna obra importante, por más realista que sea, ha sido hecha por personajes tipo. Y si
hay algún ejemplo en contra, es porque generalmente estos personajes están viviendo situaciones atípi-
cas”. Sin embargo Simón sostenía que debíamos conocernos, saber cómo somos el común de la gente,
buscar soluciones comunes.
—Si llegamos a darnos cuenta de lo que somos, se nos va el alma a los pies y hacemos cualquier cosa,
menos buscar una solución: no valdría la pena.
—¿Y vos sos el que querés hacer la revolución?
—Me gustaría.
—¿Y para qué?
—Para escribir; para escribir poemas.
—Y por el hombre y la injusticia, ¿no?
—Sí, por supuesto. Pero también para escribir poemas.
—No sabía que escribías poemas.
—No escribo, voy a escribir, cuando se haga la revolución.

V Gauchos y lagunas

Le gustaba viajar en automóvil, como a los chicos. Tres horas pusieron hasta Rosario, y, al amanecer,
llegaban a Santa Fe. Durmieron hasta las tres de la tarde, en Santo Tomé, en casa de unos amigos de
Ismael. Reiniciaron el viaje cuando entraba la noche y, un momento después, una cortina de agua no
dejaba ver nada. Marcos debía asomar la cabeza afuera de la ventanilla, para irle marcando el rumbo a
Ismael, tomando como referencia la banquina. En pocos minutos estaba totalmente empapado.
Tuvieron que esperar una hora para tomar la balsa y cruzar a Goya. Haciendo tiempo pidieron un poco
de ginebra en un boliche del atracadero y dormitaron en el auto mientras hacían cola. Finalmente ingre-
saron a la embarcación; ya no llovía, pero una llovizna, helada para la época, aliviaba el calor bochorno-
so de la víspera. El aire estaba fresco y aprovechándolo se asomaron ala borda para mirar un poco el
Paraná. Así se quedaron un buen rato recordando o pensando.
—Este río es trágico. No me olvido de una creciente muy grande que hubo: inundaba varias provincias.
Venían camalotes en bandadas y, en los camalotes, víboras; podíamos caminar por encima de los islotes
que se iban formando con el enredo de juncos, basuras. Entre tanta porquería, un día vi flotando una
cunita, cuando la vi me acordé de “El Ciudadano”, de la película.
Llegaron a la otra orilla y, hasta que pudieron salir a la ruta asfaltada, anduvieron patinando en la
tierra arcillosa de ese camino de acceso al atracadero. Era jabón, como decían los paisanos del lugar; un
jabón que se escapa de las manos resbalando por los bordes interiores de la bañadera, en pleno derra-
paje.
“Lo estás acelerando mucho”, le decía Marcos para ponerlo nervioso, pero Ismael ni siquiera lo mira-
ba, absorbido por los coletazos y resbalones del coche, por los huellones rojizos del camino; cuando
salieron al asfalto, recién lo miró y Marcos reparó en la vena de su frente, hinchada como una vela.
“Manejá vos, ahora es fácil”.
Marcos sonrió ante la venganza; empuñó el volante, puso el automóvil a ciento veinte y observó cómo
Ismael se iba quedando dormido. Tres horas después, cuando estaba anocheciendo, llegaban a Salada.
El lugar era bueno para quedarse y escribir una serie de notas, que podría vender fácilmente en Buenos
Aires y también en Europa.
Cerca de allí empezaba la Laguna Iberá; era un bañado habitado por nutrieros y delincuentes de toda
calaña que habían constituido una población regida por leyes propias, con fronteras que la policía no se
animaba a cruzar; todo muy folklórico, sociológicamente insólito, en suma un tema que podía estreme-
cer a franceses y porteños. Aramís seguramente conocía gente que lo ayudaría a meterse en los baña-
dos interminables; leguas y leguas, hasta llegar a sus confines inhóspitos, protectores, hermosos como
adolescentes.
Guardaron el coche, se lavaron un poco y se instalaron en el comedor del hotel: tenían hambre pero la
carne era grasosa y dura; la mandioca, pasable.
-¿No come más? —preguntó el chico que servía la mesa.
—No, gracias —y cuando ya se retiraba con los platos, Ismael lo retuvo—. Decime, ¿por qué usás esa
cintita colorada; qué es, una corbata?
—No, es una insignia.
—¿De Independiente?
—No.
—¿Federal?
—No, los que somos del Gaucho Lega, usamos la cinta colorada, como la usaba él.
—¿Quién es el Gaucho Lega? —preguntó Ismael cuando el chico se fue con los platos.
—Creo que es un gaucho.
—Eso es evidente. Pero ¿qué tenía de particular?
—Hacía milagros. Señora, por favor —dijo, haciéndole una seña a la patrona, que se acercó sonriente y
secándose las manos en el delantal.
—Mande.
—¿No anduvo por aquí Aramís Ocampo?
—Días que no viene, señor.
—¿Estará en el campo?
—Puede ser; o en Mburucuyá.
—¿En Mburucuyá?
—Y sí, parece que frecuenta.
-…¿a quién?
—A Mburucuyá.
—¿Y en Mburucuyá, a quién?
—Este don Aramís es terrible, créame.
La hilaridad de la mujer estaba en todo su apogeo. Mezclaba exclamaciones con risas ahogadas en
tanto Marcos le prestaba una cara sonriente y cómplice, mientras pensaba que esa noche dormirían en
Salada y que, a la mañana siguiente, tempranito convenía salir para Mburucuyá; si Aramís no estaba allí,
seguir enseguida a su casa en el campo, casi al borde, en las primeras estribaciones de la Laguna.

VI Las buenas maneras

Esa mañana no tuvo tiempo de acordarse ni de Marcos, ni de Mateo; tampoco pudo hablar con El Ruso
Baltiérrez, así que no arregló nada para ir a la cancha ni para que le prestaran el auto. En la caldera hab-
ía tenido problemas y se pasó la mañana lidiando entre los fierros. Tanto fue así que mandó decirle a un
par de proveedores que tenía citados, que volvieran la semana que viene —“como decía el gobernador
Iriondo”—; el empleado que recibió la orden no entendió el chiste y no tenía la menor referencia sobre
el ex gobernador
—“santafesino, conservador y buen mozo”—; antes del almuerzo se encontró con Paladino, que tam-
bién estaba lavándose las manos.
—Lo anduve buscando toda la mañana.
—La caldera nueva me tuvo mal; me tuvo “entre la espalda y la pared”, como diría usted.
—Yo nunca he dicho semejante cosa.
—Me pareció habérselo escuchado decir. ¿Para qué me buscaba?
—En realidad el que lo buscaba era el señor Midas.
—¿Y qué quería?
—Presentarle a los alemanes.
—¿Llegaron?
—Esta mañana.
Al salir del baño, vio de lejos a Midas que entraba a su despacho con sus alemanes; haciéndose el
distraído intentó seguir de largo, pero Midas lo interceptó con su manera tan especial de decir: “Inge-
niero Palenque”. No tuvo más remedio que darse por aludido; se volvió, encontrándose con la cara
sonriente de los alemanes que lo miraban: “Venga Palenque, salude”, y Palenque saludó muy circuns-
pecto.
Paladino no podía entender de qué se reía cuando contaba lo ocurrido y Baltiérrez, consternado, opi-
naba que Midas podría haber dicho: “Venga Palenque, quisiera presentarle a unos industriales alema-
nes”. Si no, al menos él, de haber estado en el lugar de Palenque, “no hubiese ido a saludar”, aunque
reconociera que el episodio —la guarangada— estaba dentro del estilo de Midas.
Estas cavilaciones provocaban cada vez más hilaridad en Palenque y se siguió riendo durante toda la
comida. En momentos de calma, reproducía la frase “salude, Palenque” y volvía a reírse de manera
incontenible. A última hora de la tarde se metió en el despacho de Midas.
—Quiero preguntarte dos cosas.
—Adelante.
—¿Por qué me tratás de usted delante de los alemanes?
—Pienso que es más serio.
—¿La imagen, digamos?
—Correcto.
—¿Vos te creés que esos tipos pueden tener por nosotros, meros nativos, casi indios, otro sentimiento
que no sea el de desprecio?
—No creas, esta gente ha empezado a respetarnos, a tomarnos en serio.
—Se hacen los respetuosos porque nos quieren afanar.
—Nos quieren vender, que es distinto.
Y explicó paternalmente, con su comprensividad, cómo se evitaría el riesgo de ser robados y despre-
ciados; seguramente no sería comprando sin ton ni son, como hacían la mayoría de las otras fábricas:
silos roban es porque se dejan robar. Pero, con un criterio equilibrado, ese peligro desaparecía y él co-
nocía muy bien el paño, sabía hacerse respetar.
Habló largamente de su personalidad, de su origen, de cómo había podido surgir de tan abajo como
surgió. Que uno hace su porvenir porque sin su fuerza de voluntad otro hubiese seguido siendo un em-
pleadito. Pero no, él saltó de ese puesto miserable a la presidencia del directorio de una fábrica, su
fábrica. Es que cuando se tiene la formación que él tenía no se le teme al extranjero, ni a nadie, ni se
alientan falsos nacionalismos, etcétera.
“Lástima que no sea negro —decía muchas veces Albertina—, porque si no llegaría a la presidencia de
la República; siendo blanco como es, el asunto no tiene gracia para él”. Antes de salir se acordó de ella y
le habló por teléfono:
_¿Qué dice la monja blanca de la familia?
—¿Paladino?
—No: le están hablando a la manera de Paladino.
—Palenque.
—El mesmo.
_¿Qué dice, ingeniero?
—Aquí andamos, arquitecto. ¿Cómo anda la familia?
—La familia soy yo.
—Bueno, ¿cómo anda usted?
—Un poco cansada.
—Descanse.
—No puedo, tengo mucho que hacer.
—¿Cómo una chica tan linda va a tener mucho que hacer?
—Injusticias de este mundo. Pero dígame, ¿qué lo trae por aquí?
—¿Qué sabe de nuestros amigos?
—Todavía es muy pronto para que den señales de vida. Yo pienso que llamarán más tarde o mañana.
—“Correcto”, como diría tu hermano.
—¿Cómo está él?
—¿Sabés cuál es la última hazaña de la criatura?
—Cuente, cuente.
—Delante de industriales alemanes, me trata de usted y me hace saludar.

VII “Sombrero negro y chalina”

-¿No van al baile? —preguntó la dueña del hotel y, realmente, era toda una idea. ¿Por qué no iban a ir al
baile, si no tenían nada que hacer, salvo aburrirse y esperar que, en una de esas, apareciera Aramís? Ya
la música se escuchaba desde todas las esquinas del pueblo; la noche era diáfana, acústica.
Cuando entramos, un hombre cantaba con voz estrangulada y aguda, secundado por una acordeona y
un guitarrón. “Ay, mírelo qué lindo que hay de ser / che patrón, don José, / que aurá, aurá llegó y se jué
/ la gurí, la gurisa del compadre don Zenón, / que le hay de gustar bailar / el tanguito Montielero y el
amor”.
Ismael salió a bailar cuando estuvo bien poblada la pista de tierra; Marcos también se acercó a una
mujer para sacarla; detrás de él, un flaco se había dirigido al mismo lugar con iguales intenciones y,
cuando advirtió que le ganaban de mano, se quedó paralizado de rabia. Alguien, que indudablemente
lo conocía y advirtió la situación, trató de hacerle una broma inocente que el flaco neutralizó con una
mirada furiosa de carancho.
Al rato, cuando los músicos hicieron una pausa para descansar, Ismael lo vio apoyado en el mostrador.
Un momento después comenzaba a pasearse delante de ellos, iniciando un desafío sordo: “Parece gua-
po el mozo”, comentó Marcos y el otro a lo mejor no lo escuchó, pero sin duda sintió que sus empeños
no pasaban desapercibidos: se calzó más el sombrero sobre la frente y, al pasar de nuevo, revoleó la
chalina dándosela casi en los ojos a Marcos, que tuvo que echar la cabeza atrás para esquivarla.
Ismael lo retuvo y se lo llevó para adentro, la música recomenzaba y todo el tropel de hombres entra-
ba nuevamente al baile. Desde el baño pudieron observar que en la esquina no quedaba nadie, salvo el
sujeto ese, el flaco rodeado por cinco o seis incondicionales, que se paseaba como un yaguareté, olien-
do la presa con su pico.
—Saltemos por aquí —propuso Ismael.
—¿Por ese flaco? —protestó Marcos.
—Sí, por ese flaco y por sus amiguitos, son cinco, o seis.
Saltaron y nadie se dio cuenta de que se escapaban por retaguardia.
Al entrar al hotel encontraron al chico que les había servido la comida; “¿todavía estás levantado, no
te vas a dormir?”
—Los estaba esperando.
—¿Y para qué nos estabas esperando?
—Por si necesitaban algo.
—Pero no, m’hijo, ¿qué vamos a necesitar?
—Y, no sé.
— “¿Qué andás ofreciendo, Gaucho Lega?”, le requirió Marcos, que había advertido en el chico menos
inocencia de la que Ismael le estaba atribuyendo: “Lo que usted mande”.
—¿Sabés dónde se pueden conseguir unas chicas?
—Conozco.
—¿Hay que ir muy lejos?
—Ellas pueden venir aquí.
—¿Y la patrona?
—Se hace la chancha renga.
—Entonces, si estás seguro de que no hay inconvenientes, andá a buscarlas.
—Mejor vamos con él. ¿Podemos ir con vos?: no es desconfianza, pero siempre es bueno ver para creer.
—Yo te llevo donde usted quiera.
Caminaron por las calles vacías y húmedas; se había levantado mucha niebla y no se veía muy bien.
Llegaron hasta las afueras, deteniéndose en un potrero en el que se recortaban vagamente las siluetas
de tres ranchos amontonados sin ningún criterio. El chico silbó, pero nadie pareció escucharle; insistió y
nada. Sin embargo, a las cansadas, se prendió una luz, pero como tampoco nadie salía, se internó vol-
viendo un momento después con una de las chicas prometidas.
A medida que se acercaba se podía distinguir su cintura amplia y, cuando ya estuvo cerca, una sonrisa
agobiada de sueño en un rostro con menos años que desgaste. Marcos, sin decir palabra, le colocó un
billete de quinientos pesos en la mano, mientras Ismael le daba cien al pequeño Gaucho Lega, como
para que no protestara. Sin embargo reaccionó sombríamente; estaba preocupado, aunque no lo dijera.
Recién, antes de llegar al hotel, habló:
—¿No le gustó?
—Era muy linda, pero tenía mucho sueño.
—Ella podía dormir después.
—Pero a mí no me gustan cuando tienen sueño; se les llenan los ojos de lagañas.
—Usted le hace lavar la cara, y ella obedece.
—Sí, pero les queda la cara fría con el agua. Y no me gustan las caras frías, me hacen acordar a mi abue-
lita, cuando estaba muerta.
—¿Estaba muy fría?
—Muy fría.
—Igual que la Dora.
—¿Quién era la Dora?
—Mi hermana menor.
—¿Se murió?
—De pasmo
—¿Tenés más hermanos?
—Seis.
—Ya la Dora, ¿la extrañás?
—Imagínese, yo la quería mucho.
—Ya tus otros hermanos, ¿los querés?
—Claro, pero menos, están todos vivos.

VIII Luz y sombra

No estaba muy bien desde hacía varios días; al principio no le daba mucha importancia, pero comenzó
a tener algunos mareos y un cierto frío que no le gustó mucho; finalmente se acostó y, desde la cama, la
llamó a Albertina por teléfono. Albertina le aconsejó que se hiciera ver por un médico esa misma tarde;
ella se ocuparía de llamarlo y pedir hora. Al rato, Albertina la pasaba a buscar.
El médico la revisó, pero no pudo diagnosticar nada definitivo; tal vez una angina o una gripe fuerte. A
lo mejor una laringitis, aunque bien podía ser una intoxicación. En suma, había que esperar y tomar
antibióticos.
Esa noche tuvo fiebre alta y sintió el gusto aquel que paladeara a disgusto, cuando era muy chica y se
enfermó de difteria. Entonces no sintió dolores, como cuando tuvo la otitis y el mercurio corría por el
interior de los oídos, un aceite hirviente y metálico. Lo que era intolerable era el sabor de la difteria;
agrio y moroso, como las pastas crudas. Una protocebada, un pólipo al que había que recurrir a pesar
del rechazo. Una atracción maligna, una seducción sin placer.
El dolor era también distinto; los tímpanos reventaban, hasta convertirse en un objeto subiendo desde
la raíz: todo se había convertido en la raíz del dolor y la vida misma terminó sustentándose de raíces de
sufrimiento, de martillazos. Pero el dolor se fue yendo, en cambio el gusto había quedado instalado para
siempre.
No era fácil recordarlo porque aparecía cuando menos se lo esperaba. El dolor fue casi un accidente,
en cambio el gusto de la enfermedad se incorporó como un tumor dentro del cuerpo, una existencia, un
objeto con identidad distinta a la suya, pero a partir de su cuerpo.
“El cáncer debe ser así”, penso más tarde, cuando advirtió que volvía a sentir aquel gusto; es que
aquel sabor era el agente de la muerte y no la muerte misma; era una muerte sin vitalidad. Ahora tenía
fiebre y había sentido el gusto consabido.
Felizmente la fiebre protege y no se preocupó demasiado por estos resabios, sino que sintió como si
alguien la tratara con afecto. La fiebre era la madre y el útero de los mortales. No era el dolor que redu-
ce la existencia a sus células básicas; no era el gusto que crece dentro de uno con características de
intruso o de amenaza. La fiebre es la caricia, la sonrisa en medio de la malignidad.
Sara está sola; Albertina se ha ido a dormir y le ha dejado el teléfono sobre la mesa de luz por si nece-
sitara algo. “Quedate tranquila”, promete Sara pensando que, realmente, si necesita algo la llamará sin
falta, aunque está convencida de que nada de esto va a ocurrir. Piensa que la fiebre la hará dormir y
que, si llegara a necesitar algo, difícilmente podría llegarlo a advertir. Sara se va quedando dormida.
Maneja el coche de Albertina y, al cruzar el paso a nivel—cercano a la casa en la que vivió cuando era
una chica—, debe detener la marcha porque todo se va oscureciendo de manera lenta, pero inevitable.
Ante la noche inesperada, inclina la cabeza sobre el volante como quien se deja morir; mira sin énfasis
las vías en penumbra, apenas perceptibles, hasta que las sombras cubren rieles y galpones, envuelven
su cabeza. Son las sombras de la muerte que llegan sin compulsión, fluidamente. La muerte era la sere-
nidad, empezar a vivir con sosiego.
Se despertó sobresaltada y quiso prender la luz del velador, pero la perilla no respondía; se levantó
entonces para encender las otras luces del cuarto, pero la oscuridad era tanta y tal la magnitud, que
tropezaba con objetos interminables—mesita, zapato, almohadones, prenda interior— que, seguramen-
te ella misma, había dejado desparramados antes de acostarse, antes del estado de gracia.
Sin embargo llegó hasta la llave y la accionó con sentimientos triunfales, pero la luz siguió ausente.
Sólo las sombras la rodeaban y así debería sin duda vivir el resto de su tiempo. No había otra alternativa
que no fuese la clausura. Se irguió forzada por una especie de resignación, dándose ánimos, y fue en ese
preciso momento, cuando ya había admitido la condena, que una claridad se filtró a sus espaldas, avan-
zando sobre ella.
Ninguna persona la portaba, no había nadie salvo la luz y ella; una luz que la envolvía y parecía ilumi-
nar todos los alrededores del lugar en que estaba parada. Trató de verificar con mayor precisión de
dónde venía, pero no pudo determinarlo y esto no la impacientó: sabía que llegaría a saberlo. Y lo supo.
No venía esa luz desde atrás, envolviéndola, como había supuesto en un principio, sino que salía de
adentro de ella; subía desde las mismas raíces a donde suele bajar el dolor, limpiaba los sabores agria-
dos; allí estaba surgiendo toda su vida, los perfiles de su identidad. La luz se abría paso empujando las
sombras, corriendo la vida hacia adelante, hacia afuera, hacia la muerte, tanto como el dolor arrastra las
ganas, instaura el desaliento, hunde, lleva hacia abajo, hacia ese mismo lugar donde todo se reduce a
surgir y se origina. Estaba viva entonces, había quebrado la clausura, podía iluminarse con su propia luz;
la única con la que contaba. Pero era suficiente, porque la luz era la alegría.
Comenzó a bailar pegando saltos que derrotaban la gravedad; brincos de astronauta, de fantasías, de
premoniciones, de Julio Verne. Sara volaba por el aire y su risa no molestaba a ninguno y sólo intensifi-
caba la luz que saltaba con ella, yendo a parar a las paredes a las otras personas que entrarían a la habi-
tación de un momento a otro, a los objetos venturosos, a los límites del cuarto, a la bondad.
Cuando la alegría llegó a la cumbre, se despertó. Prendió la luz y, todavía dichosa, se arrellanó en la
cama. Tenía ganas de hacer pis, pero no se decidía a levantarse de bien que se sentía, de calentito y
cómodo que era todo: en orden, evidente. Finalmente se decidió, incorporándose sobre sus brazos.
Perezosamente arrastró las piernas en círculo hasta el borde de la cama, tocó la madera del piso, se
puso de pie en un impulso y cayó simultáneamente de boca.
Todavía atónita, comprobó que las piernas no le respondían; que apenas podía sentirlas. Intentó pa-
rarse varias veces, pero infructuosamente. Se dejó caer en el suelo, vencida por el esfuerzo; pensó pero
no lograba discernir qué pasaba. Cuando retomó fuerzas, atiné a reptar hasta la cama; no sentía mareos
sino que, por el contrario, su cabeza estaba terriblemente despejada.
Apoyándose con los brazos, trepé dejando caer medio cuerpo sobre el colchón; volvió a reptar hasta
que sus piernas inertes quedaron dentro de la cama. Se tapó hasta las orejas y se quedó un momento
aterida. Después reaccionó y llamó por teléfono. Albertina la atendió completamente dormida y, cuando
Sara trató de hablarle, se dio cuenta de que tenía la lengua enorme y torpe; que le resultaba imposible
articular una palabra. En un esfuerzo supremo alcanzó a decir “Sara” o algo por el estilo, era todo lo que
podía lograr.
Colgó con resignación escuchando la voz de Albertina que preguntaba con ansiedad quién la llamaba.
La voz finalmente desapareció; estaba sola en el mundo. Viva, pero sola; luminosa, pero sola. Y algo
impedida.
Media hora después, Albertina estaba a su lado: le había conocido la voz. Dos horas más tarde la in-
ternaban. Tenía meningitis; con un tratamiento severo, aseguraban los médicos, saldría adelante, se
recuperaría totalmente. “Justo ahora—le explicaba a Albertina días después, en una media lengua tor-
pe, ebria— que podía empezar a ocuparme de mi ; ahora que no tenía que andar trotando detrás de
Marcos. Justo ahora que empezaba a salir la luz de adentro, que no tenía que esperar que la luz saliera
de los otros. Ahora que estaba viva le pasaba esto. Después de haber muerto y resucitado en un sueño,
para poder reconocer la vida, “me pasa esto: es como si mi cuerpo me estuviera traicionando”.
—A lo mejor fuiste vos la que lo traicionaste, y ahora el tipo se está tomando la revancha.
—Ya le pedí perdón, le juré que nunca más lo iba a hacer.
Tenía ganas de hablar con Mateo; siempre él andaba con el tema del dualismo, que es mucho mejor
que la esquizofrenia; aunque sea necesario morir para saber que la vida existe, quedarnos paralíticos
para reconocer la existencia del cuerpo, pegarnos un susto de la madona para descubrir la insustanciali-
dad del alma, su inexistencia. Si fuéramos nada más que esquizofrénicos, el asunto se arreglaría llevan-
do una buena doble vida. Llegó a la conclusión de que el espíritu había muerto y se sentía una persona
grande, con pulmones adultos: podía tomar todo el aire y respirar como nunca.

IX Fábulas, cariños

A la entrada de Mburucuyá le preguntaron a un viejo zaparrastroso cubierto por hilachas, si no lo


había visto a don Aramís Ocampo. El viejo hablaba nada más que guaraní así que no entendió nada;
unos metros más allá encontraron una chica que no tenía un solo diente en la boca, pero tampoco
hablaba el español. Recién en el correo pudieron hacerse entender: Aramís estaba “en lo de la Flores”.
Cuando llegaron, la viuda de Flores le andaba sonriendo, y Aramís colmado no advirtió que sus amigos
lo observaban desde la puerta. Estaba sentado, dándole la espalda a la entrada, sólo atento a los dientes
blancos de la mujer, a sus piernas blancas, a sus ojos encendidos, a sus treinta años florecientes. Cuando
sintió que lo llamaban por su nombre, pegó un brinco saltando como un gato montés a los brazos de
Marcos. Tomaron una botella de vino, comieron chicharrones hasta media mañana: “en todo Corrientes
no hay quien los prepare como ella”.
—¿Estás de novio?
—No. Vengo a mirarla nomás.
Regresaron antes del mediodía. La casa de Aramís quedaba a unas seis leguas de Mburucuyá; era la
última propiedad de los Ocampo. A las manos de su padre habían alcanzado a llegar unas diez mil hectá-
reas que el hombre fue convirtiendo en centenares de litros de ginebra Llave, de caña Legui. Antes,
cuando su bisabuelo había dejado de andar guerreando, más de media provincia era de la familia.
De todo aquel predominio, quedaba la casa de Aramís, prácticamente una tapera. De lo que debió ser
un rancho donde pudo caber un puestero y toda la familia, ahora sólo estaban en pie dos piezas habita-
bles.
En una de ellas dormía Aramís con su mujer y su hijita; en la otra, instaló a sus amigos. “Antes aquí era
lindo, porque a la mañana, cuando uno se levantaba y abría la puerta, se encontraba con dos o tres
yacarés que querían entrar”.
El rancho estaba ubicado en una suerte de istmo que penetraba en los esteros; el agua rodeaba la
casa, era posible que se cruzaran por allí toda clase de alimañas.
Esa tarde, cuando ensillaron para dar una vuelta por los alrededores, los caballos se resistían a meter-
se en el bañado, “por los bichos”. Con el monte los animales no tenían inconvenientes; ellos sí: había
zonas muy tupidas que los obligaban a andar pegados al cogote para no arañarse la cara.
Los monos protestaban ante los intrusos, con ese grito monocorde y ronco que es todo lo que atinan a
decir los monos en caso de inquietud extrema. Aramís explicaba que había que andar con cuidado, por-
que son de temperamento susceptible y, cuando ven gente, se asustan, “y cuando se asustan se cagan
los desgraciados, y manotean la mierda mientras se están cagando y te la tiran con semejante puntería
que si no te dan en un ojo, te la dan en el otro”.
Felizmente, antes de que los monos se alteraran del todo y comenzaran a reaccionar, el monte se
despejó y salieron a un palmar. Había que andar al paso, porque una palmera estaba prácticamente al
lado de la otra y Aramís también tenía sus teorías en esta materia: esos palmares arrancaban en el norte
del Brasil y desde allí vienen bajando para terminar en Reconquista; este circuito inmenso marca el iti-
nerario seguido por los dinosaurios, en su éxodo final, cuando la tierra comenzó a enfriarse. Comieron
muchos cocos antes de partir, pertrechándose para la larga marcha. Luego los fueron cagando, o semi-
cagando, a lo largo del camino.
Cuando regresaban, después de haberse dado un chapuzón en la laguna Carmen de aguas transparen-
tes —rara en esta zona de aguas fangosas y aluvionales— y nadar durante un buen rato entre los mano-
jos de juncos, Aramís comentó casi con displicencia y señalando un lagunón: “Allí había un yacaré viejo y
grandote: no dejaba dormir la siesta a nadie con sus ronquidos”.
— ¡Yo tenía entendido que los yacarés no roncaban!
—Este sí.
Ya era de noche, cuando pararon en el primer boliche. Adentro se apretaban, sin hablarse, cuatro o
cinco paisanos. Algunos estaban vestidos con un largo tirador de carpincho; debajo, alpargatas, y los
más ricos, una polaina de lona para protegerse de las víboras. Apenas saludaron y cada uno siguió en lo
suyo, reabriendo un silencio que impresionó a Ismael. Pidieron algo y Aramís convidó a los parroquia-
nos; agradecieron, retribuyendo al rato. De esta manera, se tomaron varias vueltas de vasos enormes de
caña.
Al salir, estaban pesados para montar, pero después el galope y algunos gritos los fueron reanimando.
Cuando llegaron, la mujer estaba medio enojada por la tardanza; la comida se estaba pasando y ella
tenía sueño. Comieron rápido y se acostaron enseguida.
Desde el otro cuarto escuchaban la historia que Aramís le contaba a su mujer, a quien terminó quitán-
dole el enojo y haciéndola reír. Eran dos tribus de monos antagónicos; unos eran siempre derrotados, a
pesar de ser el grupo con mejor disciplina: cada vez que los otros —los desordenados— se encontraban
en situación difícil, salían del aprieto poniéndose a deponer copiosamente. Con este recurso hacían
retroceder al enemigo: “Guarda, que se viene la soretada”, gritaban los monos disciplinados, mientras
huían desordenadamente.
La mujer de Aramís se reía, y también Aramís al verla finalmente contenta. “¿Tu amigo siempre fue así,
medio escatológico?” No, Aramís no siempre era así; a veces un poco más, a veces un poco menos. Y se
fueron quedando dormidos, recordando a sus mujeres, la vida doméstica que había quedado atrás.
X Mala suerte

Era casi la noche cuando Marcos llegó al boliche; Ismael se había ido la noche anterior, después de
quedarse un par de días en lo de Aramís, que llegó al rato, y se puso a comentar con Marcos que era una
lástima que Ismael se hubiese ido tan pronto; de ahí pasaron a recordar una cacería de patos que hicie-
ron algunos años atrás, en otro viaje de Marcos. Se habían quedado sin comida y se largaron a los este-
ros buscando patos o cualquier cosa para comer.
Hacía uno de esos calores y, al sopor, se sumaban los mosquitos. Venía tormenta y los insectos la es-
peraban con impaciencia, vengándose de antemano porque el cambio de tiempo los barrería. Era impo-
sible sacárselos de encima y también dejarlos que siguieran atormentando de esa manera; así, al pasar
la mano por un brazo, se hacía una especie de pasta negra. Pero era inútil, enseguida venía otra nube a
reemplazar a los caídos.
Hasta que amaneció y empezaron a cruzar las primeras bandadas que venían huyendo de la tormenta;
cuando finalmente llovió, ya habían cazado unos cuantos patos. Volvieron al galope, contentos, revole-
ando las presas como sí fueran los pabellones de la victoria. La mujer los esperaba protegida por el ale-
ro; al verlos empezó a reírse, con las manos juntas; una virgencita frente al milagro.
Irían de nuevo a cazar y volverían revoleando patos y ella sería nuevamente dichosa; mal no le vendría
a la pobre, ya que las cosas no andaban del todo bien: el tabaco no andaba, “el rinde es poco en un
campo tan chico”. Marcos sintió que había llegado el momento de las confidencias y que todavía no le
había contado a su amigo por qué andaba por allí; no valía la pena decirle la verdad, O sí; según como se
presentaran las cosas, pero sin apresurarse, para no preocuparlo inútilmente.
—¿Y no te conviene dedicarte a otra cosa?
—Le tengo cariño a este campo, es lo último que me queda y, no sé si será estúpido, pero me cuesta
desprenderme de lo único que tengo. Además qué puedo hacer, no me voy a ir a trabajar al pueblo y
mucho menos a la ciudad: de qué voy a trabajar allí, si no sé hacer nada fuera de aquí. Y arrendar o
vender, no vale la pena, no me darían nada.
“Cómo anda la diversión?”, dijo un policía algo raído que en ese momento entraba acompañado por
dos o tres más, también precariamente uniformados. Las caras achinadas y las cataduras llamaban la
atención; sin embargo nadie contestó y el silencio fue insultante. Dando un talerazo, el que comandaba
el grupo reiteró: “he preguntado ‘cómo anda la diversión’, carajo”. “Está borracho”, alertó Aramís, y
enseguida le salió al cruce.
—¿Qué cuenta de bueno, Ortiz?
El hombre se paró en seco, miró fijo y finalmente lo reconoció.
—Buenas noches, don Ocampo, no lo había visto; discúlpeme.
—¿Qué anda haciendo por acá, tan perdido?
—Qué quiere que haga: lidiando con borrachos.
—No molestan.
—No molestarán, pero tengo orden del comisario de combatir el alcoholismo.
El hombre tenía su teoría. Pidió una caña y comenzó a desarrollarla: algunos dicen que es por la mise-
ria que se toma mucho; también le echan la culpa al calor. Pero él no creía en nada de eso: “es por la
costumbre nomás”. Uno de los parroquianos intentó irse, pero Ortiz lo paró en seco: “Vos te quedás
ahí” y luego aclaró que nadie podía moverse porque todo el mundo estaba preso, todos menos don
Ocampo.
Hubo algunas protestas yAramís intercedió por Marcos, pero Ortiz se disculpó: si hacía excepciones
con uno, tenía que hacerlas con todos.
—Pero conmigo hace la excepción.
—La única.
—¿Y por qué los lleva?
—Por no contestar cuando se los saluda.
Abandonando el mostrador, comenzó a dar órdenes: “vayan dejando las armas en ese rincón”, fue la
consigna, y la cumplieron. Una vez afuera todos montaron, menos Aramís y el bolichero, que no podía
salir de su asombro. Ortiz se hizo cargo de un manojo de riendas, su ayudante de otros. Luego al troteci-
to se fueron alejando y los jinetes, sin riendas, no sabían a dónde poner las manos.
CAPITULO SEGUNDO

En 1966, un inocente homenaje al “conquistador del Polo Sur”, coronel Leal, selló en el Sindicato de
Luz y Fuerza de Buenos Aires una alianza entre algunos militares y los dirigentes sindicales más vincula-
dos a los monopolios norteamericanos. Tres meses después el gobierno del doctor Tilia era derrocado y
la presencia en la Casa Rosada de Vandor, Taccone, Alonso, daba estado público al pacto.
El gabinete del general Onganía, compuesto en su mayor parte por abogados de empresas extranjeras,
mostró la otra cara del acuerdo. Naturalmente, un gobierno encadenado a los monopolios no podía
favorecer a los trabajadores. Debía en cambio “limpiar” el puerto, proseguir la aplicación del Plan Larkin
en los ferrocarriles, clausurar los ingenios tucumanos y racionalizar las empresas estatales. Cesantías,
éxodo, liquidación de conquistas laborales, eran el resultado inevitable.
Con la traición enquistada en sus propias filas, el movimiento obrero libró entre noviembre de 1966 y
marzo de 1967 una batalla condenada desde su comienzo. El gobierno, que ya había mostrado la mano
interviniendo a gremios chicos como prensa, canillitas, químicos, aplastó a portuarios, ferroviarios, azu-
careros tucumanos. El vandorismo, que dominaba la CGT, levantó el Plan de Lucha. El ministro y repre-
sentante de la National Lead, Krieger Vasena, aprovechó entonces para congelar salarios y abolir conve-
nios.
Estos episodios trajeron a primer plano el proceso de descomposición aguda iniciado años atrás por el
frondizismo en las capas dirigentes del movimiento obrero. Los jerarcas que ya empezaban a llamarse
colaboracionistas o participacionistas, según el mayor o menor disimulo con que se compraban o vend-
ían, actuaban como verdugos de sus representados, sin dejar de pronunciar las grandes frases que cons-
tituyen la retórica del sindicalismo.
Renunciante Prado, el secretario fantasma de la CGT, lo sustituyó una de las típicas Comisiones Delega-
das en que suelen diluirse colectivamente las responsabilidades de las grandes defecciones. Millares de
despidos, cárceles, desocupación, intervenciones, abolición de leyes previsionales, pasaron ante los ojos
impávidos de ese cuerpo, antecesor directo de la Comisión de los 20, y de la actual Comisión de los 23.
El gobierno pudo jactarse ante el mundo: en la Argentina reinaba una extraña paz social, sin huelgas ni
otras manifestaciones subversivas.
Debajo de esa apariencia, se gestaba una rebelión. La encabezaban los sindicatos intervenidos, pero se
sumaban a ellos numerosos gremios llamados chicos, como navales, calzado, jaboneros, viajantes y,
sobre todo, sanidad, que respondía a la prédica de Amado Olmos, trágicamente fallecido a comienzos
de 1968.
En noviembre de 1966, una lista peronista había triunfado, después de varios años de fracasos, en las
elecciones de gráficos. Este triunfo aportó a la rebelión un gremio relativamente poderoso y organizado
y un dirigente excepcional:
Raimundo Ongaro.
La Comisión Delegada tenía casi como única función la de “normalizar” la CGT, eligiendo sus autorida-
des definitivas; secretariado y consejo directivo. Estatutariamente, esto se realiza mediante un Congreso
al que asisten delegados de las federaciones y gremios adheridos.
El secretario de Trabajo San Sebastián y la Comisión vandorista hicieron todo lo posible por postergar
la convocatoria del Congreso Normalizador, pero al fin no tuvieron más remedio que citarlo para el 28
de marzo de 1968.
El gobierno, que, desde luego, no ignoraba la existencia de los rebeldes, creyó hasta último momento
que podría dominar el Congreso. A fines de febrero, Raimundo Ongaro entrevistó en Madrid al general
Perón. Unos pocos comentaristas interpretaron que allí había surgido el aval para su candidatura a se-
cretario general de la CGT. Ante la opinión pública, Ongaro era aún un desconocido.
Ya en la mañana del 28 de marzo, se hizo evidente que aquel desconocido encabezaba la corriente
rebelde y que ésta era mayoría. Los más duchos entre los colaboracionistas que se asomaron al teatro
Marconi, donde debía sesionar el Congreso, emprendieron la retirada tratando de dejarlo sin quorum.
La Comisión Delegada, que a su pesar presidía la asamblea, ensayó diversas chicanas. La más notable
consistió en excluir a los gremios intervenidos; pero como esta posición no podía mantenerse pública-
mente, invocaron un artículo del estatuto según el cual no podían participar aquellas organizaciones que
adeudaran sus cuotas a la caja confederal, “sin causa justificada”. Se les replicó que la intervención era
una causa de sobra justificada.
Por una de esas ironías, salvaron la situación los dirigentes de un gremio que, poco más tarde, iban a
pasarse al colaboracionismo. Los municipales pusieron al día su propia cuota; con la incorporación de
sus delegados, el Congreso tuvo quorum propio aun sin contar a los sindicatos intervenidos. Al elegirse
la Comisión de Poderes, la corriente opositora triunfó ampliamente. Era la primera derrota que sufría el
vandorismo en diez años de dominio abierto o solapado sobre el movimiento obrero. Esa modesta vota-
ción iba a cambiar el panorama sindical en el país, como lo cambió en 1957 la derrota del gorilismo al
elegirse la Comisión de Poderes en el congreso de la CGT convocado por Patrón Laplacette.
Algunos de los sindicatos vandoristas y colaboracionistas no se habían incorporado a la asamblea;
otros se retiraron en el primer cuarto intermedio. De ese modo estuvieron ausentes los metalúrgicos,
luz y fuerza, construcción, petroleros, comercio, vestido, gastronómicos, entre otros. Durante el día
circuló la versión de que el gobierno disolvería el Congreso que funcionaba ya bajo la advocación de
Amado Olmos. Esa noche habla por primera vez Raimundo Ongaro ante cuatrocientos delegados. La
traición de los dirigentes, la CGT paralela, la represión, incluso la cárcel y la clandestinidad fueron anun-
ciadas con singular precisión en aquel breve discurso:
“Todos los poderosos se van a unir, todos los que son poderosos o cómplices de los poderosos. Noso-
tros hemos dicho que preferimos honra sin sindicatos y no sindicatos sin honra, y mañana nos pueden
intervenir. No tenemos aquí ninguna prebenda personal que defender, para defender a nuestros com-
pañeros no hace falta ni el sillón ni el edificio. Lo hacemos porque lo llevamos en la sangre desde que
hemos nacido”.
El 29 de marzo de 1968, el Congreso Normalizador eligió autoridades de la CGT que luego pasaría a
llamarse CGT de los Argentinos, “opositora” o “rebelde”. Integraban el secretariado:
Raimundo Ongaro (gráfico), Amancio Pafundi (Unión Personal Civil de la Nación), Enrique Coronel (Fra-
ternidad), Pedro Avellaneda (ATE), Julio Guillán (telefónico), Benito Romano (FOTJA), Ricardo de Luca
(Navales), Antonio Scipione (Unión Ferroviaria). Completaban el Consejo Directivo los siguientes vocales:
Honorio Gutiérrez (Unión Tranviarios Automotor), Salvador Manganaro (Gas del Estado), Enrique Bellido
(ceramista), Hipólito Ciocco (Empleados Textiles), Jacinto Padín (Sindicato de Obreros y Empleados del
Ministerio de Educación, La Plata), Eduardo Arrausi (viajantes), Alfredo Lettis (marina mercante), Ma-
nuel Veiga (edificios de renta), Antonio Marchese (calzado), Floreal Lencinas (jaboneros), Félix Bonditti
(carboneros).
No todos estos gremios iban a permanecer hasta el fin en la nueva CGT, ni todos estos hombres iban a
cumplir el compromiso. Pero algunos de ellos lo hicieron; perdieron sus sindicatos, fueron encarcelados,
pasaron a la clandestinidad y prosiguen todavía la lucha iniciada.
La primera medida de la dictadura contra la CGT de los Argentinos fue un típico acto de gangsterismo.
Una banda de delincuentes asaltó por sorpresa el local de UTA en que había constituido su sede provi-
sional y lo entregó a un sector de la comisión directiva tranviaria complicado en la maniobra. El gobierno
aprovechó para intervenir. Era el primer atropello de una larga serie destinada a arrebatar a la CGT opo-
sitora sindicato por sindicato, mediante la violencia, el fraude, el soborno de dirigentes y —cuando todo
fallara— la intervención.
La CGT de los Argentinos se trasladó a la sede de la Federación Gráfica Bonaerense, en Paseo Colón,
donde permanecería hasta ser allanada en junio de 1969. Es superfluo señalar que en ningún momento
la dictadura le otorgó su reconocimiento.
La CGT planteó de entrada la necesidad de reanudar la lucha interrumpida en marzo de 1967. Formal-
mente, la nueva central nucleaba a la mitad de los sindicatos y afiliados, pero este no era el verdadero
meridiano de la lucha. Por un lado se descontaba la adhesión de las bases obreras aplastadas por la
represión y deseosas de sacudir el yugo. Por otro, las organizaciones que se habían separado eran las
más poderosas. Había que llevar la guerra a sus propias filas, alentando a las agrupaciones de base de
los sindicatos vandoristas y colaboracionistas. En abril de 1968 se realizó en Paseo Colón una reunión de
delegados de las bases. Ongaro les habló. Esto es lo que dijo:
“Aquí el 28 de junio con cuatro granadas de gases se tiró un gobierno que, si no representaba auténti-
camente a la mayoría del pueblo, por lo menos tenía una parte de consentimiento. Bastaron cuatro
granadas: y todo el pueblo argentino nos quedamos mirando.

Nosotros nos emocionamos cuando se habla de libertades, cuando se habla de soberanía popular, nos
emocionamos cuando se apela a la solidaridad con los compañeros presos. Pero preguntamos: ¿cuántas
veces nos quedamos en el camino? Acá hay que golpearse la conciencia: en este país se ha fusilado, y
muchos nos callamos, y no quiero decir ni estos, ni nosotros: en plural. En ese país vino el señor Krieger
Vasena hace diez o doce años para ocupar el mismo ministerio que ocupa hoy, y estuvimos muchos
callados.
Por turno la fuimos sufriendo todos, por turno nos fuimos callando, por turno fuimos criticando un
golpe, pero dejando otro, y si el 28 de junio nos terminó de golpear a todos, también hubo golpes acá
que mataron la fe del pueblo argentino, y muchos también estuvimos callados: y digo muchos, no se
quiénes ni cuántos. Hay que aprender la lección, compañeros. Acá mismo hay agrupaciones opositoras
al colaboracionismo, opositoras al participacionismo, opositoras a la dictadura militar y nos tenemos
que sentir convocados todos, ahora, para este primer objetivo: hay agrupaciones que pertenecen a un
mismo gremio y la CGT —los compañeros que estamos acá, los diez o doce o veinte compañeros— ne-
cesitamos que esa apelación que nos hacen ustedes para reunificar al movimiento obrero y para unir al
pueblo argentino, empecemos desde esta noche a decir: compañeros, en este gremio hay tres agrupa-
ciones opositoras: que haya una. (Aplausos).
¿Cómo puede la CGT ir a apelar por las calles, por las fábricas, por los caminos, por las provincias, por
los ingenios cerrados, apelar a la unidad de los trabajadores y del pueblo argentino, si los mismos que
predicamos y levantamos esa bandera no empezamos por practicarla? Hay que encontrar las grandes
coincidencias. Muchas veces les decimos a los compañeros que vienen a esta casa: compañero, usted
viene con un libro, usted en el libro nos pide lo que está en la última página del último capítulo. Empe-
cemos a escribir la primera página.
Empecemos a hacer lo fundamental, empecemos a organizarnos, que estamos muy desorganizados.
Empecemos a crear los medios, empecemos a crear los recursos.
Acá el 1º de Mayo se había borrado. Hay una comisión que dice representar a muchos gremios muy
poderosos, que hace veinte días que está reunida para elaborar un documento... Fíjense a lo que hemos
llegado, frente al 1 de Mayo, frente a la congelación de los salarios, frente al drama de todo el país ocu-
pado e invadido en todas sus estructuras: están elaborando un documento. ¡A eso habíamos llegado!
Acá se mató la fe. Cuando nosotros, la juventud y las mujeres y los hombres maduros salimos a la calle,
enfrentamos muchas veces a la policía, fuimos a la cárcel, fuimos difamados e infamados, pasamos por
procesos electorales, unas y otras tácticas; unas y otras formas de lucha... Al final, después de años y de
experiencias, ¿qué es lo que queda en las fábricas, qué es lo que queda en el país? Una sensación de
amargura, de frustración, una sensación íntima de aislamiento, de falta de fe y yo quiero insistir: esta
gran tarea que tienen todos los compañeros que constituyen la CGT es volver a despertar esa fe, volver
a poder creer, que incluso nuestra lucha sirve, porque muchas veces acá han caído compañeros presos
por salir a cumplir un plan de lucha, hay muchachos que tienen procesos y tienen condenas, que se han
tragado cinco o seis años de cárcel.
Esta CGT, recapitulo ahora, va a hacer el acto en La Matanza y lo va a hacer en algunas ciudades del
interior. Nos gustaría haber llenado la ciudad de carteles, nos gustaría haberla llenado de volantes y de
mariposas y de manifiestos, nos gustaría haber organizado actos, nos gustaría, dijo el compañero, tener
los medios de movilidad. ¡Pero ojalá que nos falte todo! Porque cuando tuvimos algo para hacerlo, es
decir desde la otra casa, era muy fácil armar actos espectaculares qué al día de terminados se cortaban
y no había más continuidad: ¡preferimos que nos falte todo! ¡La vamos a tener que ganar bien peleando,
bien con sacrificio, bien con lucha!
A la plaza de La Matanza, a la plaza de San Justo, va a haber que llegar como se pueda va a haber que
pelear como se pueda, y nosotros al interior, en los lugares que vamos no sabemos si va a haber micró-
fonos, si va a haber carteles, si va a haber local. Pero vamos lo mismo. Tenemos que construirlo todo de
la nada, porque todo lo que nos venga un poco de arriba, prestado o negociado, lo único que va a servir
es para demorar esta lucha, el éxito y la comprensión de esta lucha.
¿Se dan cuenta, compañeros? La lucha no es fácil, la lucha es dura, la lucha de la liberación que aquí se
dijo y que yo les digo: la última página del último capítulo va a costar mucho. Incluso, creo que lo sabe-
mos bien, y sáquenle toda demagogia y toda espectacularidad va a costar algo más que palabras va a
costar algo más que movilización, y va a costar algo más que organización, porque los que manejan los
centenares de millones de pesos o de dólares, los que se han apropiado de la tierra desde antes o desde
ahora, los que son los dueños de las fábricas, los que son los dueños de la civilización tecnológica que va
a superexplotarnos mucho más de lo que estamos ahora y a reducirnos a un grado de coloniaje peor
que el que sufrimos, nos va a costar algo más que palabras, que organización, que movilización” •*

XI Noticias
Gaspar tenía una buena noche. Su pequeño —improvisado— concierto apagó los murmullos; eran
muy pocos los que cuchicheaban con discreción cuando hizo culminar su programa con Erik Satie, que
tanto, tanto le gustaba a Ega. Cuando terminó, corrió a abrazarlo, atropellando a medio mundo y a la
casi totalidad de ceniceros, floreros y demás adornos, con su silla de ruedas.
Mateo también era adicto a Satie, su feligrés, y, en ese momento, lo imaginaba tocando en un bar
miserable, con una copa de cerveza sobre el piano. Gaspar, por más que lo sintiera, por mejor que lo
interpretara, nunca llegaría a tener, le faltaría la valentía, el mundo de Satie. La beca, su próximo viaje
no suponía un riesgo, un salto en el vacío: todos esperaban de Gaspar una locura que nunca llegaba,
porque Gaspar era como tantos. Se acercó hasta el taburete donde sonreía como un joven monarca; le
palmeó el hombro con ternura pensando por qué le exigían a Gaspar cosas que no le exigen a otros: qué
había en él que despertaba expectativas impropias.
“Satie sigue siendo el gran brujo, es para nosotros lo que Dylan Thomas para Bob Dylan, o Jarry para
Cendrars”. Chiqui estaba menos inspirada que Ega; más remitida a cosas de este mundo. Por ejemplo, el
dinero; había un contrato—precisamente— que le convenía rescindir, porque Longhi le ofrecía mejor
papel —más lucimiento—, nada más que algunos miles —más de setenta—de pesos suplementarios.
Era duro romper un compromiso, pero ella estaba en un momento crucial de su carrera, o de su vida: ya
no era una criatura.
Perico la miraba seriamente, tal vez distraído. La mujer de Longhi lo observaba con suficiencia; corpu-
lenta, un poco más alta que su marido, infinitamente menos hermosa que Chiqui—aunque fuera más
joven le envidiaba su cuerpo sin celulitis que había exhibido esa tarde, cubierto apenas por una bikini
implacable. “la mala vida” pensaba con su mentalidad de cuáquera.
Mary Longhi no podía tolerar esa tersura armoniosa y ese pasado convulso; conocía muy bien los an-
tecedentes de Chiqui: al verla por primera vez la odió y, ese mismo día, ya estaba averiguando cómo
empezó, de qué manera fue a parar a los brazos de Perico, algo mayor que ella—que es decir algo— a
pesar de esos ojos de carnero degollado que no ven más allá de sus narices: “su mirada penetrante,
intrauterina” según decía Emma.
-Tenés que hablarlo directamente: “Mire, fulano, estoy muy enferma y no puedo hacerla película”.
-¿Estas loco, Longhi? ¿Y si me pregunta de qué estoy enferma, qué le digo?
-Qué sé yo, decile que estás enferma de cualquier enfermedad.
-Sí, de cualquiera, pero ¿de cuál? ¿Decime una?
-No se. Tifus, como tiene Sara.
-Sara no tiene tifus, tiene meningitis.
-Decile meningitis.
Albertina se enganchó a Mateo, que en ese momento pasaba junio al grupo; le pidió que la acompaña-
ra hasta el pueblo: quería hablar por teléfono. Ir hasta el pueblo, era un alivio; salir un poco de ese lu-
gar, tomar aire; ya era la segunda vez que se escapaba porque toda la tarde había estado con toda esa
gente y entre que iban al pueblo y volvían, seguramente ya los invitados se irían yendo y, finalmente, se
podría ir a dormir.
En el jardín Schneider conversaba animadamente con Cachito y Emma; al verla pasar —“por segunda
vez”, registró Cachito— dijeron chau y siguieron en lo suyo. Estaba aturdida y mucho peor se iba a sentir
si no salía rápido: Enriqueta se disponía a cantar, reemplazando a Gaspar en esa suerte de show que se
había organizado después de la cena. Chiqui tampoco la aguantaba y por eso le propuso a Ega que fue-
ran a dar una vuelta. Pero Ega ya había salido a dar una vuelta, además ahora quería oírla cantar a Enri-
queta; se quedaron.
Cachito ya la había visto salir a Albertina por primera vez empujando precisamente la silla de ruedas
de Ega. Vio cómo se perdían por las profundidades del parque, abriendo la puerta trasera y tomando —
tal vez— hacia el camino de eucaliptos, mientras Emma aseguraba que Simón era un miedoso —
Cándido sufre cuando Schneider aventura la hipótesis de que no vino para no encontrarse con Severo;
tampoco éste había venido. La cuestión era que ni uno ni otro apareció, por razones idénticas o por lo
que fuera.
Había un poco de brisa y se habían detenido a escuchar el ruido de las hojas, el perfume de los eucalip-
tos. “El olor de los primeros días de invierno —sentenció Albertina recordando su provincia natal, su
propia natalidad, su primera infancia, la colectividad remota, el pueblo suspendido—, el olor de los
primeros catarros, la difteria en cambio tiene sabor: me lo dijo Sara”. Recordando entonces enfermeda-
des arcaicas, sensaciones infantiles, inventaron un poco, y todo esto los enardecía, los envolvía como a
adolescentes en las turbulencias del lirismo.
Entusiasmados tejieron la trama de lo que pudo ser un pasado mágico, ya que estaban inhabilitados
para hacerse cargo del pasado, y por supuesto para recordar muchas de sus zonas oscuras o dolorosas.
Por eso se dejaron caer en las profundidades de una memoria aparente; en esa facilidad pletórica hasta
el deleite. Y como el deleite viene de la mano del rechazo, hablaron mal de algunos invitados, hasta que
se cansaron y se quedaron silenciosos; Ega mirando hacia el vacío impenetrable adivinando ramas y
vientos, olvidando su próximo viaje a Estados Unidos; Albertina escrutando, sin proponérselo, los mis-
mos rincones que Ega.
“Los actores me tienen harta”, comentó y Mateo la miró sorprendido. Sin embargo aprobó, funda-
mentando su posición: “estoy seguro de que ninguno sabía quién era Erik Satie”.
—¿Quién era?
—El antecesor de Debussy.
—¿Y qué importancia tiene saber eso?
—Ninguna.
—Mirá, Mateo: los actores me tienen harta, pero ¡os intelectuales también.
—¿Lo decís por mí?
—No, lo digo por mí.
—Si vos sos una intelectual, yo también.
—No, vos sos un poeta.
—Jamás escribí un verso, me gustaría.
—Sos un poeta de la vida, como los surrealistas.
—No veo por qué.
Ella sí, y los amaba. Eran poetas de la vida, a saber, los físicos nucleares, Gropius, Melanie Klein. Ega sin
mirarla le había dicho: “salí a pasear con un fin ulterior”. Albertina no dijo nada y empujó unos metros la
silla de ruedas; él tampoco siguió hablando. Al rato Albertina con un hilo de voz le había preguntado:
—¿Cuáles son los fines ulteriores?
—¿No sabés?
—Sí.
Se quedaron un rato en silencio porque el tráfico se había puesto pesado antes de llegar al pueblo.
Frente a un paso a nivel, Albertina tuvo que detener el coche; luego lo miró para preguntarle:
—Y a vos, ¿por qué te tienen hartos los actores?
—Son vanidosos.
—Todos somos vanidosos.
—Es distinto.
Explicó que los actores se acostumbran a vivir con sentimientos prestados, hasta con palabras presta-
das. Por eso cuando conversan carecen de vocabulario y tienen que usar tanto las manos; apelan enton-
ces a gestos que distintos personajes les han impuesto, y estos gestos se mezclan caprichosamente, sin
que ninguno de estos retazos corresponda a alguna de las ideas que quisieron —de existir— ser más o
menos expresadas.
—Por esta razón, al final de cada frase preguntan, dicen:
“¿verdad?”, porque saben que están mintiendo.
—Todos hacemos eso. No hay diferencia entre lo que hace Emma y lo que hago yo.
—No es un problema de diferencias, es un problema de exageraciones; es decir, de matices.
Emma advirtió el brillo de los celos en la mirada de Cándido. Era probable, se había mencionado a Seve-
ro; también a Simón. Lo tomó de la mano. Cándido dejó hacer —“me quiere a mí; a mí y a nadie más; a
mí solo”— y preguntó qué obra se había elegido finalmente. No se había elegido ninguna. “Si no hay
obras nacionales —dijo Cachito—, no las vamos a inventar: tendremos que hacer obras extranjeras
hasta que los autores argentinos se dignen escribir algo que podamos hacer”.
Schneider estuvo de acuerdo e incluso le pareció un buen razonamiento el de Cachito; un razonamien-
to que —insinuó— podía ser un buen argumento para explicar por qué no se estrenaban obras argenti-
nas cuando habían anunciado a toda la prensa especializada que no iban a hacer otra cosa. “No pode-
mos decir que no hay obras nacionales, porque las hay. Que no podamos hacerlas, o que no nos anime-
mos, no quiere decir que no existan”, dijo Emma y soltó la mano de Cándido.
Ega la había mirado sin decirle una palabra; ella se agachó entonces y lo besó. Él, sin levantarse de su
silla de ruedas, se había dejado besar primero y luego le había acariciado sus pantorrillas duras y hermo-
sas, plantadas a su lado como dos eucaliptos con todo el aroma del invierno, el trepidar del pasado. Ella
había concentrado todos sus instintos en esa mano que subía desde la silla de inválido recorriendo otros
campos, perdiéndose por allí entre los muslos. Él la sintió temblar y luego contener un jadeo; parecía
una mujer, “soy una mujer”. Y había dicho esto después de reponerse, como quien ha salido de un des-
mayo.
Bajó del automóvil y entró en la farmacia; al fondo estaba el teléfono público. Era muy difícil conseguir
un teléfono por allí, en esa zona suburbana de fábricas y quintas; pero ella quería saber cómo seguía
Sara. Caminó con sus piernas macizas, revoleando las llaves, y Mateo luego la vio hablar por teléfono;
después se distrajo mirando las calles mal iluminadas del Gran Buenos Aires. Pasó una pareja con aspec-
to de empleados públicos llevando un recién nacido en un cochecito de ruedas altas, como usan los
ingleses: viven como poderosos —los dueños de un imperio— y no tienen donde caer- se muertos. Pa-
san por esos arrabales infames, como la princesa de Kent por los jardines de Buckingham. Dan ganas de
reventar de risa, morirse de rabia.
Regresaban dejando atrás los eucaliptos, los olores pretéritos. No hablaban, taciturno él, digna ella,
casi santificada por su misión de empujar al oficiante inválido, al prodigio recién nacido. Recordaba sin
pensar, recordaba sin imaginar recordar. Venían del cumpleaños de su prima Estela, en Mendoza, y
Federico la había llevado a un cuarto lleno de quesos y jamones colgados y le había gustado tanto como
hacía un rato: sola nunca le había sabido descubrir la gracia y después —además— se sentía culpable y
no afluían las aguas, no se volcaban los líquidos y le rezaba (aunque todavía no fuera católica) a la vir-
gencita de Guadalupe, para que volviera su primo Federico, porque si no ella se iba a morir y no iba a ir
al cielo, culpa del pecado mortal.
Desde lejos se escuchaba la voz de Enriqueta. Ega observó que Enriqueta tenía las tetas en forma de
pera, un “busto Erik Satie”. Albertina le sonrió festejando el ingenio, pero Ega se apresuró a aclararle
que no viera ingenio donde había mera asociación de ideas: habían estado escuchando las “Canciones
en forma de pera” y esto le había recordado una novela que se llamaba “María Magdalena, suéltate la
trenza”, donde Se decía que una mujer tenía los senos en forma de pera. De allí siguió hablando de lite-
ratura especializada y citó de memoria la descripción de una fellatio en la novela de Catule Mendés:
“violación glotona, frenética, silenciosamente devoradora de un largo beso infame”. Albertina no pudo
contener una risita y pensó, sin tener la certeza, que Ega era un erudito.
Emma besaba la mano de Cándido, que disipando los celos distendía su cara de payaso; Longhi venía a
comunicar a Chiqui que era necesario firmar contrato cuanto antes. Enriqueta cantaba y Mateo pensó,
viendo ahora desfilar ante sus ojos a una pareja de novios acompañados por sus padres: “¿Dónde se
habrá metido la clase obrera en esta ciudad?”. Albertina seguía hablando por teléfono y él podía verla
desde el auto; cuando volviera se lo preguntaría: “Albertina, decime una cosa, en este país, ¿dónde
carajo se metió la clase obrera que ni siquiera en los barrios se la ve?” Hay otros barrios, Mateo.
Todos empezaron a lamentar lo que le había pasado a Chiqui y que no pudiera hacer la película; Longhi
se reía y ella pidió que se dejaran de bromas porque si el asunto trascendía, estaba perdida: “no trabajo
más”, dijo, y Emma agregó por lo bajo: “qué pérdida!”, pero nadie la escuchó.
Era curioso verlos así, de lejos, paulatinamente, a medida que se iban acercando; conversaban anima-
dos, como seres humanos a través de los vidrios, pero no se escuchaba nada—Enriqueta había dejado
de cantar— y todo parecía milagroso: la casa, una gran pantalla de televisión, sin audio.
—¿Viste?, parece un televisor.
—Sí, parece un televisor.
Parecía la transmisión de un programa que muchas de esas mismas caras solían protagonizar en la vida
real, es decir, en los programas de televisión: “¿de qué tratará?”: vea el próximo capítulo de esta apa-
sionante novela de: “Se dice el pecado, pero no el pecador”.
“Hablando de pecadores, había dicho Ega, me parece que Schneider es el peor de todos”. Albertina no
estuvo de acuerdo, la peor era Enriqueta: “mirá cómo la mira” dijo refiriéndose a Gaspar, que realmente
miraba a Enriqueta con incorruptible atención. “¿Por qué Schneider es el peor?” Y Ega le había explicado
cuando ya estaban por entrar a la casa y después había abierto la puerta; súbitamente, se escucharon
todas las conversaciones y los ruidos y los cantos que recomenzaban.
Albertina terminó de hablar por teléfono, cruzó la farmacia, salió a la calle y se agachó frente a la ven-
tanilla, alcanzándole las llaves: “¿Querés manejar vos?, yo estoy muy cansada”. Mateo se corrió y puso
el coche en marcha, mientras ella se sentaba en el lugar que él acababa de abandonar. Cuando arranca-
ron, le dijo:
—Detuvieron a Marcos.

XII Las cosas se complican


Lo llevaron en el jeep sin darle ningún tipo de explicaciones; no hablaron, pero tampoco lo golpearon:
lo trataban con una especie de respetuoso recelo. En la jefatura de Goya estaban despertándose cuando
llegaron; dos muchachos de bombachas más bien angostas y botas altas, se estaban lavando la cara; los
cuidaba un policía armado con un fusil. Era evidente que habían pasado mala noche y que, antes, habían
tomado mucho vino. Otro preso baldeaba el patio, pero nadie aparentemente los vigilaba; el oficial de
guardia, en mangas de camisa, tomaba mate al borde de la galería.
—¿Ese es el periodista?
—Sí; mi principal.
—Metelo en el calabozo de los Varela.
Al parecer, la jefatura estaba concurrida. El hombre que lo acompañó al calabozo era el mismo que lo
había ido a buscar a la comisaría de Saladas con otros dos hombres. Ortiz quiso acompañarlos, pero no
lo dejaron y esto lo resintió un poco, ya que tal vez hubiera pasado a la notoriedad con ese preso tan
importante.
Al rato, los Varela volvieron al calabozo: eran los que estaban en el patio lavándose la cara; se dejaron
caer en un rincón, desolados. Preguntaron: “¿Usted es de Goya?” y Marcos negó con un movimiento de
cabeza: “¿De Buenos Aires?”, entonces asintió. Despacio se iba haciendo de noche y los Varela no habla-
ron más hasta que pidieron ir al baño. Parecían siameses. Cuando el cabo lo vio solo en la celda, se
arrimó a decirle:
—No les tenga miedo, no son malos muchachos.
—No les tengo miedo, ¿qué hicieron?
—Mataron a un viejo, pero estaban borrachos, los pobres. Cuando toman se ponen bravos, si no, son
como ovejitas.
—Sí, parecen buenos muchachos.
—Claro, por eso yo le dije al principal: “al periodista, mejor lo metemos con los Varela”. Si no me lo iban
a mandar a otro calabozo que hay atrás y que parece una cucha: es para los castigados.
—¿No sabe por qué me trasladaron aquí?
—Nos llegó la orden.
—¿De quién?
—No sé, se la dieron al principal por teléfono.
—¿Sería el comisario?
—No, porque el principal después le habló al comisario para comunicarle. Sería una orden de arriba.
Los Varela volvieron, entraron juntos, juntos se dejaron caer en un rincón del calabozo, contra la pa-
red, sin decir una sola palabra. Media hora después, uno de los Varela se tiró un pedo, pero el asunto no
arrancó ningún comentario; tampoco el olor que acarreaba. Más tarde hubo un movimiento en la guar-
dia, un soldado había traído unos paquetes envueltos en servilletas, también algunas botellas: comen-
zaba la cena. Una hora después se escuchaban las primeras risas que fueron subiendo de tono, a medida
que pasaba el tiempo, hasta alcanzar los cielos de la jarana. A Marcos, incluso, le pareció escuchar una
voz de mujer; pero no, era el cabo que tenía esas voces atipladas de los criollos, como de pito. Más tar-
de los movimientos indicaron que la comida se había terminado y que ahora se digería pesadamente.
Marcos sintió hambre, pero, cuando llegó, los presos ya habían comido y no había rancho suplementa-
rio; se resignó a quedarse sin comer. El oficial de servicio salió al patio mondando y miró hacia las cel-
das; al rato tuvo una idea y la transformó en una orden al sargento: había que sacar los presos al patio.
Salieron y los hicieron formar; el oficial pasó revista y luego comenzó a ordenarles posiciones de firme
y descanso, hasta que se harté. Entonces volvió a pasearse apesadumbrado y comenzó a hablarles; al
principio muy despacito, casi un murmullo que fue acrecentándose hasta que se hizo perceptible. Quer-
ía saber una sola cosa, que le explicaran para qué habían andado haciendo lo que hicieron si sabían que
iban a terminar en la cárcel, ya que la justicia siempre llega. Estaba convencido de que ninguno había
pensado en sus padres, o en sus hijos; si fueron a la escuela, de qué les había servido, qué habían
aprendido allí de útil y de bueno.
—Yo no fui a la escuela.
Era uno de los Varela; el oficial al oírlo se consideró víctima de un agravio y se le arrimó de un salto
clavándole unos ojos de Bela Lugosi. Estaba enfurecido, pero como el otro no transmitió el menor te-
mor, el principal comenzó a darle órdenes: carrera, mar, cuerpo a tierra, salto de rana empezar, etcéte-
ra. Al descubrir al otro Varela, le hizo seña de que se acercara. El otro, atemorizado, sin moverse de su
lugar le contestó:
—Yo fui a la escuela, señor.
—¿Así que sos hermano de éste, y vos fuiste a la escuela y él no? Aquí no hay privilegiados, nadie tiene
coronita: anda a correr con tu hermano.
—No somos hermanos, señor; los dos nos llamamos Varela, nomás, pero no somos hermanos. Son fami-
lias distintas.
Marcos no pudo contener la risa, y el oficial lo miró. Cuando ya estaba por abalanzarse sobre él, un
soldado lo interrumpió. Lo llamaban por teléfono; era todo un acontecimiento que lo hizo olvidar total-
mente y para siempre que se habían mofado de él. Desde el patio se escuchaba la conversación: “No
señor”. “Sí señor”; recién cuando dijo “sí, llegó esta tarde”, pensó que estaban hablando de él. Esa no-
che, cuando ya los Varela se habían quedado dormidos, Marcos recordó una conversación que había
tenido con Roque Dalton el año anterior, a bordo de un avión que los llevaba hasta Praga; habían toma-
do unos tragos, y se le había soltado la lengua.
La policía de El Salvador lo buscó hasta que lo encontró y se lo llevaron para la cárcel. Pocos días des-
pués lo había sacado un tipo de la CIA que lo llevó a un chalet muy confortable, con bebidas finas y co-
mida buena. Lentamente comenzó el interrogatorio pero fue sistemático y progresivo. Como no daba
resultados, comenzaron las amenazas: lo devolvería a la policía local si no hablaba y ellos, seguramente
se encargarían de matarlo. Y lo devolvió y estaban por matarlo efectivamente de un momento al otro,
hasta que pudo fugarse. No podía andar contando esa fuga, porque era muy increíble: muchos podían
pensar que estaba mintiendo. Después se durmió y se pasó toda la noche soñando con la viuda de Mbu-
rucuyá, la amiga de Aramís.
A la mañana siguiente los sacaron temprano de los calabozos. Les hicieron lavar la cara, tomar el mate
cocido. Marcos se sentía como afiebrado. Cuando regresó a la celda el cabo le hizo señas de que se
acercara. Marcos lo siguió a la guardia y allí lo dejaron sin darle explicaciones. Dos horas después llegó el
jefe con un hombre vestido de civil; se pusieron a conversar sin prestarle atención. Apenas un desliz del
comisario, que lo miró de reojo un instante, le dio la pauta de que la prescindencia no era tan espontá-
nea sino toda una técnica de ablande. Sorpresivamente el de civil se dirigió a él.
—Así que usted es el famoso Polettí —Marcos asintió sin levantarse—. Yo he leído su libro y me re-
sultó un poco parcial, le diría panfletario, aunque muy serio, quiero decir bien documentado. Es un libro
valiente, pese a que defiende una causa que, me va a permitir, no comparto. Es una causa inexistente
pero que reviste peligro.
—Si reviste peligro, existe.
El hombre sonrió: tenía razón y él, benévolo, admitía; sabía perder persuasivamente.
—A Felipe Vallese no lo mató la policía; es más: no fue torturado. Felipe Vallese se suicidó.
—Ese dato no lo conocía: ¿por qué no escribe un libro y establecemos la controversia?
—No se burle: usted sabe que yo no soy un escritor.

XIII La conversación

Cuando iban saliendo de la ciudad, le preguntó si se podía saber para dónde iban. “A descansar”, fue la
respuesta afable, ¿o acaso no estaba cansado después de tantas horas en ese calabozo donde ni siquie-
ra había un jergón decente donde echarse a dormir? Ahora era necesario un lugar confortable, acorde
con las costumbres de gente civilizada como ellos.
— ¿Y después de descansar?
—Vamos a conversar.
— ¿Y si me escapo?
Le hizo notar con amabilidad que muy lejos no iba a llegar. Si bien, en efecto, no contaba con muchos
hombres, tampoco él conocía suficientemente el terreno. Sus hombres, en cambio, sí. De todas formas,
no iba a ser necesario que intervinieran, porque él era un hombre inteligente.
_¿Usted es salvadoreño?
—No, soy portorriqueño.
-¿Cómo se llama?
—¿Me está interrogando?
—Sí.
—Me llamo Cabrera.
—Cabrera. No suena a portorriqueño parece más bien un apellido rioplatense.
—¿Piensa que es un nombre falso?
—No me interesa que sea falso o no. Quería tener un nombre para poder llamarlo de alguna manera.
Imagínese: chistarlo no queda muy bien: uno chista a las gallinas. O decirle señor. Es tan incómoda una
cosa como la otra.
—Me llamo Cabrera y soy portorriqueño, criado en Nueva York.
—Usted es agente de la CIA.
—No empecemos con esas cosas: ustedes ven agentes de la CIA por todas partes.
— ¿Es o no es?
Entraron en una casa enorme y moderna, en las afueras de la ciudad. Tenía grandes ventanales por los
que entraba todo el paisaje y la luz; el hombre abrió la puerta e ingresaron a un hall reluciente. Cabrera,
al entrar, fue directamente a poner en funcionamiento el aparato de refrigeración y luego hasta el bar,
donde comenzó a disponer vasos, hielo y bebidas.
—¿Un cocktail?
—Un whisky con mucha soda.
—¿No supondrá que tengo la intención de emborracharlo? ¿Que ese es mi método?
—No, claro.
—Digo por lo de la soda.
—Es que tengo el estómago vacío y me suele caer mal.
—Enseguida vamos a comer —dijo, alcanzándole el whisky con mucha soda.
De inmediato desapareció por una puerta que debía dar, sin duda, a la cocina, para reaparecer ense-
guida anunciando que, en cinco minutos, la comida estaría lista. Se comportaba como un buen anfitrión,
casi como una buena ama de casa. Después del almuerzo, durmió una larga siesta; cuando se despertó
tenía su ropa lavada y planchada. Incluso su valija estaba allí, perfectamente ordenada, sin el menor
desaliño. Se dio una larga ducha y comenzó a escuchar, mientras se secaba, buena música de jazz; se
vistió y, cuando salió al hall, se encontró con Cabrera. Lo esperaba sonriente, con un whisky en la mano
izquierda y otro en la derecha que adelantaba ofreciéndoselo.
—¿Supongo que ha llegado el momento de hablar de negocios?
—Ha llegado, si usted quiere.
—¿Puedo saber por qué estoy detenido?
—¿Otra vez es usted el que me interroga?
—¿Le molesta que le quiten la exclusividad?
—No.
—Entonces, ¿por qué no me contesta?
—Lamentablemente no puedo: su detención corre por cuenta de la policía.
—Y usted aprovecha la situación.
—No la aprovecho; si quiere me beneficio con una situación dada.
—Y la policía facilita ese beneficio.
—Somos buenos amigos. Siempre hubo entre nosotros una colaboración cordial y útil, aunque usted se
burle.
—¿Qué quiere saber, Cabrera?
—Quiero saber todo lo que usted sepa.
—Bueno, no es mucho, soy autodidacta y mi cultura es desordenada y dispersa.
_-¿Usted ha viajado a Cuba?
—No es ningún secreto.
—Usted debe saber muchas cosas. Al menos debió escuchar algo de interés, inferir.
—Puede ser, no hay cosa más fácil que inferir.
—En efecto: por eso queremos conversar con usted.
—¿Y si yo no quiero conversar con ustedes?
—Usted sabe cómo es este negocio. Y si no lo conoce, habrá oído hablar de él.
—¿Y si tuviera poco que decir?
_Veamos.
—Viajé a Cuba invitado por la Unión de Escritores para participar como jurado de un concurso...
-…¿tiene algún amigo que haya viajado a Berlín Oriental?
_Escúcheme esto parece una novela de espías.
—Lo es.
_ ¡Qué sé yo si conozco a alguien que viajó a Berlín Oriental!
—No se irrite, no le conviene ni a usted ni a mí.
-No me irrito, pero la situación me parece ridícula.
—No perdamos tiempo. Usted primero utilizó la ironía, es natural; luego la burla y ahora se ha puesto
temperamental. Yo entiendo que quiere ganar tiempo, pero aquí estamos por alguna razón, por más
vueltas que le demos. Además tenemos todo el tiempo por delante.
—Esperemos entonces, hagamos tiempo.
—Quiero aclararle que, si bien dispongo de todo el tiempo necesario, no hay por qué derrocharlo.
—Es atinado.
—Tengo armas contra usted.
—Salute.
—Puedo organizarle una linda campaña de difamación a nivel internacional.
—No se la van a creer.
—Convincente. Me refiero a sus compañeros.
—Esto si que está bonito. ¿Cómo es la cosa?
—Sencillita, mi viejo. Tenemos información, tú sabes, secretísima: le damos difusión y decimos que tú
has sido el que la pasó.
—¿Y es muy importante?
—Importantísima.
—¿Mucha?
—Cantidad.
—¿Para qué quieren saber tanto? Si ya tienen eso, ¿para qué tú quieres saber más: se van a volver lo-
cos?
—Más que hacer chistes, hágase cargo de que estamos en condiciones de hacerlo aparecer proporcio-
nando esa información.
—Hágame quedar mal si quiere: me importa un pito mi prestigio. “Me cago en la posteridad”, como dice
un amigo mío.
—No es tan fácil: usted tiene una responsabilidad como intelectual. Usted es un ejemplo para mucha
gente. O puede serlo; tanto en un sentido, como en otro.
—Hagan lo que quieran: ellos tendrán que aprender a decepcionarse. Tendrán que foguearse en la des-
esperanza, para esperar algo. Para tener derecho a esperar.
—Linda frase.
—Ahora el que se burla es usted.
—Sabemos que hay diversos grupos que están trabajando. Es gente que no está esperando precisamen-
te, sino que va a salir.
—Esa es la segunda etapa: la espera, la esperanza, siempre está antes.
—¿Qué sabe usted de esos grupos?
—Nada. Pero me alegro de que existan.
—Esos grupos están por comenzar a operar. Y llegan con novedades: más que moverse en el campo, van
a actuar en las zonas urbanas. Esto ya se da en el Brasil y en el Uruguay; parece que han llegado a esta
conclusión.
—¿Y en el campo, no piensan hacer nada?
—Por el momento parece que no. Se lo plantean como una segunda etapa, el foco rural ha caído en
desgracia.
—¿Pero en Venezuela y en Colombia siguen peleando; siguen en la montaña?
—Son grupos cristalizados.
—¿Y en Bolivia?
—Fracasaron: justamente después del fracaso de Bolivia, ha surgido el replanteo. Parece que la orto-
doxia inicial se está flexibilizando.
_¡Ojalá!
—¿Pero usted no sabía todo esto?
—No tenía la menor idea, siga contando.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Es todo lo que sé. Conocemos algunos detalles más, pero un poco desconectados, por eso necesita-
mos cualquier tipo de datos.
—Claro.
—Necesitamos adelantarnos a los acontecimientos.
—Más vale prevenir que curar.
—Exactamente, por eso estamos hablando.
—Me parece que se están equivocando; suponiendo que yo sepa algo, poco o mucho, es inútil.
—¿Por qué?
—Porque ustedes se están apurando, para ganarle mano a la historia, y eso es imposible.
—No es la primera vez que estamos en éstas y no sé si hemos detenido a la historia, pero hemos logra-
do prórrogas, demoras.
—Entretenerla.
—Como le guste más, pero diga lo que sepa. Usted debe de saber algo.
—Lo siento, pero lo que le he dicho, es todo lo que sé.
—No quiero su respuesta ahora, una respuesta definitiva. Pero a usted le conviene arreglar conmigo, si
no voy a tener que devolverlo a la policía, ellos pueden hacerme el trabajo gratis.
—¿A qué se refiere?
—A métodos menos civilizados que los míos.
—Le recuerdo que soy una persona bastante conocida en muchas partes del mundo.
—Digamos en el mundo occidental, donde la prensa y los medios de difusión están en nuestras manos, y
en algunos países socialistas de Europa; más precisamente en algunos círculos pequeños de esos luga-
res.
—Los suficientes para mover opinión.
—¿Y eso qué nos puede importar? La guerra está a punto de comenzar. Una guerra subrepticia, por el
momento, pero una guerra. Una guerra impalpable. ¿Qué nos puede importar entonces estos asuntos
menores? Póngase en nuestro lugar: que en algunos lugares se escriban encendidas notas necrológicas,
que algún comando de alguna organización firme con su nombre, ¿usted cree que puede afectarnos?
—Sí. Estas cosas son bombas de tiempo para ustedes, y ustedes lo saben.
—Puede ser: de todas formas, yo puedo garantizarle que esto no va a pasar. Tenemos medios para cu-
brir, y discúlpeme, de mierda su memoria. Hacerlo aparecer, por ejemplo, como a un perfecto delator.
—Mala suerte.
—En cambio, si llegamos a un acuerdo, usted puede salvar su vida y su prestigio.
—Le dije que la posteridad no me importa.
—Entonces escuchemos un poco de música.
Esta vez era música brasileña. Algo muy popular, seguramente una batucada: daban ganas de bailar,
pero no sabía. Nunca aprendió del todo —sin gracia en el cuerpo, “pata dura”— y por eso le convenía ir
a los bailes con muchas personas, podía conversarse a las chicas y mantener un poco el ritmo con los
pies, “caminar”.

No habría más de cien personas en el patio. El dueño de casa, con estos bailes, suponía matar dos
pájaros de un tiro. Tenía unas cuantas hijas jovencitas que, inevitablemente, llenarían la casa con mu-
chachos de su edad que se irían quedando por las tardes, como ocurría en tantas casas de la ciudad. Y
había que atenderlos y darles de comer. Y gratis. Organizando estos bailes familiares, en vez de pagar él,
tenían que pagar los invitados; incluso quedaba un margencito. Otra variante sería que las chicas fueran
a otras casas donde otros padres tuvieran que pagar los sándwiches y la cerveza. Pero allí, ¿quién las
controlaba?
Las parejas empezaron a mermar; y el padre de las chicas calculó que dentro de poco se podría ir a
dormir, su mujer ya lo hacía desde, por lo menos, una hora atrás, pero los discos eran buenos y la gente
remoloneaba viendo despumar con los acordes propiciatorios —Di Sarli, Bing Crosby cantando “White
Christmas”— romances o travesuras. Teresita no quería quitarse la careta; era flaquita, pero ardiente y
se pegaba a su cuerpo, hablándole con voz ronca de mujer adulta; no parecía una chica.
Bailaba muy bien: “¿quién te enseñó?”; los hermanos mayores, que eran unos bailarines eximios.
“¿Por que no te sacas la careta?” Porque estamos en carnaval. “¿No tenes calor con todos esos trapos
encima?” Los gitanos usan más trapos y no tienen calor, “pero no usan mangas largas y guantes”. Las
gitanas ricas, sí, y anillos en los dedos enguantados.
La música oscilaba entre el intimismo y el fragor, de Glenn Miller a la conga, escurriéndose por los
boleros intermedios
—“no, Gregorio Barrios no me gusta”— o esos híbridos como la nova danza / que malanca / mais no
cansa / a nova danza / que falace apolitica / de boa vecinanza.
Había que irse yendo porque Teresita, alarmada, se había dado cuenta de la hora que era; además, las
amigas con que había venido, se habían ido hacía rato; él podía acompañarla “¿si querés?”. Sí, quería.
Caminaron unas cuadras, “¿no te sacás la careta?”. No. Llegaron a la casa. “¿Puedo entrar?” Del zaguán
para adentro no estaba permitido; se abrazan, él arranca la careta, se besan y él retrocede: al tocar la
piel, había sentido que tocaba los trapos de su vestido; los pechos eran osarios y la saliva agria. Da un
salto hacia atrás en el preciso momento en que un auto, al pasar, los ilumina con los faros. Y entonces
ve la cara de Teresita Funes, la vieja demente que no quería envejecer y saludaba a los jovencitos con
sonrisas insinuantes; ellos fomentaban su delirio con piropos que la estremecían, que la hacían sentir
codiciada, paladeada. Desde la oscuridad del zaguán tendió sus manos secas como cáscaras de calabaza,
pero pudo dar un nuevo salto hacia atrás y escapar.
—¿En qué piensas si no es indiscreción?
—Me estaba acordando de una novia que tuve hace muchos años. Una de mis primeras novias.
—Son las mejores. A veces recuerdo alguna, o un detalle sin importancia que no viene al caso.
—¿Usted no me cree?
—Sí le creo: ¿por qué me iba a mentir, para qué?
Era desconfiado y debía reprochárselo: él le decía que se acordaba de una de sus primeras novias. Qué
sentido tenía estar pensando en otra cosa y decirle que pensaba en esa novia; era absurdo: si él podía
alegar que era asunto suyo, que no se le daba la gana decirle en qué estaba pensando; ellos ya se habían
quitado la careta de encima para andar con esas cosas.
La conversación, o el monólogo, languideció y se quedó encerrado en sus recuerdos; apenas lo miró
cuando Cabrera habló de una careta, pero no pudo descifrar lo que quería decirle. Cabrera se dio cuenta
de que no le prestaban atención y se puso a organizar un solitario. Después escucharon música sin decir
una sola palabra. Cuando terminó el disco, Cabrera lo cambió anunciando que se iba a dormir, no tenía
ganas de comer.
Cuando desapareció en una de las habitaciones, se sirvió otro whisky y se quedó escuchando música
hasta muy tarde. No pensaba en nada, ni siquiera recordaba. Tampoco comió.
Al día siguiente se levantaron a eso de las once. Cabrera no volvió a tocarle el tema conversado esa
arde. Durante días no se habló del asunto. La cosa era resistir la tensión. Al quinto día una pregunta al
pasar, “¿lo pensó?”, y enseguida una sonrisa frente a la ausencia de una respuesta. Dos días después,
tomó la iniciativa: “Lo he pensado bien, he tratado de recordar, pero todo lo que tenía que decirle ya se
lo dije”. Al día siguiente Cabrera, consternado, le anunció que tenían que separarse; debía volver a la
policía. Era la muerte, Teresita Funes.
—¿Lo ha pensado bien?
—Sí.
—¿Va a decirme algo?
—Nada.
Lo despidió en la puerta de la casa, agitando la mano y con una expresión que podía significar: “lo
siento por usted”, o algo parecido.

XIV Nueve de cada diez

Cuando se fueron los fotógrafos, respiró. Hacía más de una hora que le estaban haciendo preguntas y
fotocolor. Junto al aljibe, en el parque del casco, apoyada en el árbol de corcho, rodeada de ponies; y
siempre modosa, resignada a su cruz provisoria, es decir, a esa ortopedia —un cuello de plástico—, tan
similar a los arneses que usan los caballos de tiro.
Perico le había hecho precisamente esa comparación cuando le ayudaba a abrocharse el aparato. A
ella no le gustó nada, aunque salió con una sonrisa a saludar a los periodistas que la esperaban en la
galería de la casa.
“Chicos, no vayan a escribir por ahí que me caí del catre”; risas. Saludos, primeras fotografías. “Bueno,
pero ¿cómo fue?” Ella explica, baño de inmersión, resbalada —referencias al famoso dibujito; “no, vos
te referís a mi papá buscando el jabón, no a mí: faltarían algunos detalles”—, risas. Ahora en serio. Y
cuenta que Perico no estaba en la casa porque había ido al taller a ver el coche que ya lo estaban prepa-
rando para La Vuelta de Rufino; no, es para La Vuelta de Bragado, o para otra carrera, no importa; el
asunto es que Perico había salido y también la mucama que se queda por la tarde —“yo no soporto
mucha gente en la casa por la tarde”—; no, la cocinera viene por la mañana, mientras en la casa se
duerme, y deja preparadas todas las comidas del día. La otra chica sí estaba, pero no me oyó porque
miraba la televisión en su cuarto, “sí, se lo regalamos para Reyes”.
“Mirá, te voy a ser franca: yo no le tengo mucho miedo a los autos, porque me gustan tanto como a
Perico. No, no sé manejar: una mujer no puede estar nunca celosa de un automóvil, ‘por más lindo que
sea’. Eso les puede pasar a las mujeres que no les gusta acompañar a sus maridos, pero yo, desgracia-
damente, tengo algo que dicen que no es muy común en el ambiente: soy buena esposa. No, de la pelí-
cula con Longhi no hay nada; no quiero pensar en trabajo hasta que esté curada; sí, la otra tampoco,
tuve que rescindir el contrato. Justo, ¿se da cuenta? Una semana después del accidente tenía que em-
pezar a filmar”.
Claro que eran malos con ella; si no, “¿a qué venía esa pregunta de la película con Longhi, y enseguida
preguntarme de la otra película, y con esa vocecita de bruja? Son los mismos que dicen que no me gusta
bañarme, los que dicen que soy ‘la décima estrella’, la que no usa jabón Sunlight, como las otras nueve.
Los que andan contando por ahí que mamá me saca toda la plata, cuando la pobre vive con chirolitas; o
que Emma me hace decir por teléfono barbaridades que graba y después le hace escuchar a Longhi. Y
todo porque yo le robé a Severo, pobre estúpida que no sé qué se cree, francamente, todo el día
haciéndose la Eleonora Duce, mirando sobradoramente a todos”.
Cuando se fueron, respiró. Les tenía un miedo pánico, especialmente a ese de la barbita, el que sacó el
tema de las películas: seguro que se olía algo, que no lo convencía el asunto de la fractura. Sirvieron el
té en el jardín: había un sol realmente lindo esa tarde, aunque Perico no abriera el pico; era preferible a
que se pusiera a hablar del taller —ahora estaba obsesionado con la carrera y había abandonado el
tema predilecto: los petisos de polo— de la válvula o de como se llame. Si lo hacía le tiraba una tostada
por la jeta. Por suerte no se le ocurrió, media hora después llegó Cachito, por suerte; porque ella no
aguantaba más la situación con Perico. Perico tan bueno, pero sin nada de malicia, transparente como
un vidrio.
Hola, Cachito, querido de mi corazón, no querés que juguemos a lo que vos quieras; un ratito nomás.
Al doctor, a las muñecas, a las visitas, a las figuritas, al yo-yo, a la rayuela, al balero, a la embopa subida,
a la tocada, a las estatuas. Podemos armar un avioncito de madera balsa. Tres platos de trigo; a la pal-
ma, a la esquinita, al arroz con leche me quiero casar, al Martín Pescador, a la ronda catonga, a la es-
condida, a los carozos, a la inocencia te valga, al tochi. Cachito querido de mi corazón, ¿a qué querés
jugar? A los comboi, a los indios, a los piratas, a los ladrones, a ponerse el turbante, los zapatos grandes
de mamá, la ropa de los grandes, ¿eh?
_¿Qué tal, Chiqui?
—Aquí ando con este cuello que no doy más.
—¿Y por qué no te sacás el aparato?
—Perico no me deja; dice que las sirvientas pueden comentar afuera. Perico, ¿no querés que demos una
vuelta?
Fueron hasta la cochera y eligieron un carruaje más o menos antiguo; una americana, o un breack,
Cachito no los distinguía bien. Por eso le había tentado la idea de dar una vuelta en esa diligencia incon-
fundible, pero muy grande.
Pasearon por la calle principal del parque, por el montecito de talas y rodearon los pinares hasta des-
embocar en el casco viejo. Chiqui cabalgaba feliz al lado del carruaje y Cachito le preguntaba a Perico,
como para ponerlo un poco nervioso.
—Mirá si la ven así, a todo galope, y con el cogote fracturado.
—Claro que la pueden ver, ¿pero quién le mete en la cabeza? Dejala que la vean, que se corra la bola,
que haga el papelón del año. No será el primero.
Estaba aterrado. Cuando fue la hora de comer, Chiqui se sentó triunfalmente en la cabecera de la
mesa, mientras en la antecocina el mucamo se calzaba los guantes y el saco blanco. Luego irrumpió en el
comedor y empezó a servir. Ya estaban comiendo el segundo plato, cuando la conversación fue inte-
rrumpida por los ruidos del motor de una F-100 que, evidentemente, se detenía junto ala casa. Chiqui y
su marido se miraron y casi gritan asustados al reconocer la voz del hermano mayor de Perico.
Cuando vio que su cuñada se había sentado en el lugar que le correspondía a él, le clavé los ojos. Ella
con voz quebrada dijo, mientras se levantaba de su asiento, “ya te dejo el lugar”, él dibujó una sonrisa
de suficiencia, antes de decirle:“no, está bien, quedate” mientras todos adivinaban que en realidad le
estaba queriendo decir: “Quedate, pedazo de partiquina”.

XV Rabelais

Esa mañana no tenía ganas de levantarse: había dormido mal, había tomado ese whisky nacional que
le caía como la mona. Sin saludar a nadie, fue directamente al baño a lavarse los dientes, a mojarse un
poco la cara. Su mujer ya se había levantado y el nene había empezado a llorar como hacía todas las
mañanas; “empezó el plan de lucha”, dijo en voz baja, sonriendo con un poco de amargura, mientras se
sentaba pacientemente en el inodoro a esperar que se organizara la casa. Además tenía que mover el
vientre; el día anterior no había podido y esto lo ponía de muy mal humor y le desencadenaba un terri-
ble dolor de cabeza.
Quiso leer el diario, pero no encontró ninguna noticia que le atrajera demasiado; las que parecían más
interesantes, al comenzar la lectura se iban diluyendo y ya estaba otra vez distraído: “Parece que tuviera
mierda en la cabeza”, pensó dando vuelta la página. En ese momento oyó gritar a su mujer y los llantos
del chico, “este nene debe estar enfermo”. Ahora al llanto se sumaban los gritos de su mujer que lo
estaba retando. Su voz le recordó a la de la señora, la última se entiende; ya había pasado tanto tiempo
de su visita y de la movida de piso que le habían armado: primero en el hotel y después en la sede del
sindicato donde ella se alojó, creyendo que así se iban a calmar las cosas.
Patente se acordaba cómo había asomado esa mano anónima empuñando, desde la puerta grande del
edificio, una pistola niquelada; al primer tiro, esos gorilas jovencitos, cachorros gritando “muera Perón”,
se dispersaron y empezó el baile con la policía.
Cuando, desde el automóvil, vio el carácter que estaban tomando las cosas, le dijo al chofer que salie-
ran de allí; no había bajado enseguida del coche porque olió algo y, en efecto, algo pasó. Con quien se
había engañado era con la señora: pensó que la iba a acobardar con facilidad, pero si debía reconocer
una cosa, era que la mujer tenía sus agallas.
“El viejo las elige bien. O las educa bien”. Vaya uno a saber; no podía determinar con claridad qué
había adentro de ese hombre que conocía desde tantos años atrás. Siempre con la misma sonrisa para
recibir a la gente, para despedirla.
Como una ráfaga, recordó el espectro de Felipe Vallese; fue un instante y las facciones fúnebres se
habían fundido con la velocidad de la visión. Quiso hundir ese fantasma, evitar su regreso, recordando la
imagen de su amigo muerto, tirado sobre las baldosas del bar, en un charco de sangre. Pero no pudo
evocarla; la otra imagen regresaría de todas formas. Siempre pasaba eso.
El nene había dejado de llorar; ya podía salir del baño, porque del otro trámite, ni noticias. Cada vez
que llegaba a Bahía Blanca —cuando todavía viajaba— era lo mismo, el agua del sur lo ponía seco de
vientre. Pero ahora no estaba en el sur: “voy a tener que tomar un buen laxante”.
Claro que él no se dejaba llevar por una sonrisa más o menos; sabía muy bien a dónde quería llegar el
viejo, aunque pudiera sorprenderlo de vez en cuando con maniobras imprevistas. Había que dejarlo;
ahora dividía la CGT y lo dejaba pagando; mañana lo necesitaría y lo mandaría a buscar; sin él, el viejo se
quedaba sin torre; y la torre puede comer la dama.
El problema ahora era que él necesitaba del viejo. Por experiencia —se consideraba a su vez un políti-
co realista—, lo sabía; había aprendido que cuando quería cortarse solo, las cosas le salían para el lado
del diablo: “somos un solo corazón”. Se había equivocado feo con él; pero había aprendido mucho;
antes creía que la elección en un gremio era lo mismo que las elecciones en una provincia. “Me engru-
pieron”, y después, desensillar hasta que aclare, meter el rabo entre las piernas, y tomarse el avión.
Lo había recibido con la sonrisa, como si nada hubiese pasado y todo volvió a ordenarse, eran amigos,
aunque no quisiera acompañarlo en la última patriada, obligándolo a retroceder. “Se ha quedado en el
medio”, le dijo, pero él no estaba en el medio de nada, estaba a su lado y que los yanquis pensaran lo
que quisieran. Cuando viniera Rockefeller, tendría oportunidad de aclararle todo. Por qué había retro-
cedido el viejo.
Su mujer lo llamó desde su habitación; de un momento a otro se acercaría a la puerta del baño para
preguntarle: “¿te falta mucho?”. No, realmente no valía la pena seguir sentado allí, sin poder leer, ni
nada. Mejor salía y se tomaba un café en la cocina, algo que lo despabilara un poco. Además ya estarían
por venirlo a buscar y le esperaba una jornada bastante dura; había que preparar la entrevista con el
secretario y discutir con los delegados, para que después no empiecen a jorobar con las comisiones
internas y los consabidos argumentos de estos caraduras: “ya voy, ya voy”...
El nene estaría entretenido jugando con algo; o se habría dormido de nuevo porque no se lo escucha-
ba; “también a mí, ¿quién me manda tener hijos a esta altura de la vida?”. Cuando la gente ya empieza a
esperar nietos, a él se le ocurría tener hijos; en realidad se le había ocurrido a ella y él no tenía mayores
motivos para oponerse; además, a veces, hay que saber conceder: un político realista, es un político que
sabe hacer buenas alianzas. Las alianzas van atando la realidad, impiden que “uno termine meando
fuera del tarro”. El dolor de cabeza no se ablandaba, nada se ablanda: había que quedarse con toda la
porquería adentro: “Calentá el café, que ya salgo”.

XVI La cucha
Lo llevaron a empujones hasta la celda; “la cucha”, como había dicho el cabo. Al rato entró el principal
para anticiparle que tenía orden de tratarlo muy mal, y ahí no más le cruzó la cara de un rebencazo:
había bebido. Después de eso no apareció en varios días en que lo dejaron como olvidado, sin sacarlo
siquiera a tomar un poco de sol o estirar las piernas.
Se sentía con fiebre y había perdido la noción de los días. El único signo de vida real que le llegaba era
a través del cabo. Secreteaba con él dos o tres palabras en los pocos momentos en que le daba de co-
mer o lo acompañaba al escusado. “Lindo reloj” dijo, cuando ya había tomado un poco de confianza.
No sabía bien por qué se lo había ofrecido por cien pesos. Después, cuando se quedó solo, reflexionó y
no encontró razones para explicarse por qué le había vendido el reloj. Si bien no lo necesitaba, tampoco
la plata podía serle útil. Tocando el billete en su bolsillo, pensó que se estaba volviendo loco; y esto
tampoco tenía mucha importancia.
A partir de entonces, dejó de recordar —no hacía otra cosa hasta ese momento— y, en el espacio que
ocupaba su memoria, se fueron originando las fantasías, los planes cada vez más concretos. Esa misma
noche se apoderó —no la devolvió con el plato— de la cuchara; el cabo no se dio cuenta de que faltaba,
porque estaba borracho.
Verificó que todos dormían, que el silencio era absoluto. Los pocos movimientos perceptibles estaban
aplacados por el sueño. Roque Dalton comenzó a raspar la pared con su cuchara; el revoque y el polvo
que iba sacando era guardado prolijamente dentro del colchón. “Como un avaro”, pensó risueñamente
por primera vez en tantos días.
En pocas noches, el colchón fue colmándose de tierra y tuvo que empezar a desparramarla debajo de
la cama. El boquete que había abierto permitía pasar la cabeza, es decir, todo el cuerpo, pero el proble-
ma era que la profundidad, siendo considerable, nunca llegaba del otro lado.
Siguió así cuatro o cinco días, y nada. Algo raro pasaba: la pared daba a la parte exterior del edificio,
según había podido observar cuando lo traían. Sin embargo nunca se llegaba al aire libre, al exterior.
Desconocía los motivos del fracaso, pero era evidente. Había que empezar de nuevo, intentar por otro
lado. Cuando tomó la decisión fue interrumpido por la inesperada visita del cabo, que, con voz atiplada,
le comunicó que el jefe quería verlo. Lo esperó con ojos vidriosos —tampoco estaba sobrio— y le al-
canzó una planilla; allí estaba consignado que había sido trasladado hacia la capital: “Vos ya no estás
más aquí, te podemos liquidar cuando se nos dé la gana”.

*ONGARO, Raimundo “Sólo el pueblo salvará al pueblo” Edición “Las Bases”. 1974. Los textos acla-
ratorios del mismo pertenecen a Rodolfo Walsh.

CAPITULO TERCERO

Antes de la siniestra noche del 29 de agosto de 1962, Felipe Vallese era un joven y destacado dirigente
gremial de la fábrica TEA, conductor de la juventud era también —por qué no decirlo?— un auténtico
muchacho de la barriada de Caballito. De nuestro porteño barrio Caballito, donde nació hace 22 años,
allá por Seguí y Galicia, a pocas cuadras de Plaza Irlanda. Caballito es desde entonces testigo insoborna-
ble de todos y cada uno de los actos de este muchacho, aunque no pudo prever, sin embargo, el infierno
en vida que tendría que soportar más tarde. Por sus reacciones como purrete, por sus rebeldías juveni-
les, por su liderazgo nato y espontáneamente cedido en los juegos y en los deportes primero, en la barra
después; por su relevancia en todos los terrenos en que actuaba, sus vecinos, sus amigos pueden decir
ahora, sin temor a caer en formales homenajes circunstanciales, que Felipe llevaba intrínsecamente las
condiciones naturales de un auténtico jefe.

En el asilo

Los que, como yo, no conocen a aquel que hoy está prisionero de los torturadores, pensarán, se cre-
arán fantasías sobre su imagen. La mayoría creará fantasías sobre su imagen. La mayoría creará quizás
una imagen ideal; los más débiles, siempre propicios a dejarse ganar por la deformación de los hechos,
por los dueños del poder, por los que dominan los aparatos de prensa y difusión, se lo imaginarán como
un “terrible terrorista” según los hábiles “trascendidos” oficiales.
Por lo que a mí respecta, sin compromisos contraídos con nadie, excepto con la verdad, y con numero-
sas veladas acumuladas en busca de todos los antecedentes del “caso” Felipe Vallese, descarto la ver-
sión oficial por absurda o por idiota.
La imagen “ideal”, desde luego tampoco es real. Felipe Vallese, en el momento de su desaparición era
solamente un HOMBRE prematuro. Un hombre a pesar de sus escasos 22 años, que había empezado a
serlo casi a los 13, cuando se fue del asilo, o a los 16, cuando se fue a Corrientes en busca de trabajo. Su
madre tuvo que ser recluida repentinamente en un sanatorio a consecuencias de no haber cumplido con
la advertencia médica que le prohibió tener más de dos hijos: tuvo cinco (hasta el día de hoy sigue in-
ternada). A Felipe le tocó entonces recorrer el triste camino del internado contando solamente 9 años,
en la localidad bonaerense de Mercedes; aunque felizmente los dos primeros años los pudo pasar con el
hermano mayor, Ítalo, que le lleva dos de diferencia. Ahí cursó hasta el sexto grado, donde si bien no fue
un dechado de virtudes, en lo que a conducta se refiere (un niño triste no tiene “buena conducta” nun-
ca), se destacaba en cambio como brillante por aplicación y por su rapidez mental, especialmente en las
matemáticas. Al finalizar el 6 grado, mereció figurar en el cuadro de honor. Como clausura de año tuvo
otra recompensa inesperada: el director reunió a todo el colegio para anunciar que en una revista que
había caído en sus manos accidentalmente se le otorgaba el primer premio al alumno Felipe Vallese por
su poema sobre “El ahorro”, escrito en su primer grado.
Luego, Felipe vuelve a su barrio y continúa sus estudios secundarios en el Hipólito Vieytes, en el que
participa de las luchas estudiantiles. Pero por poco tiempo, porque en segundo año debe abandonar el
curso para dedicarse a trabajar.
En su casa son cinco hermanos y pocas las entradas. A Ítalo y Felipe, hoy 12-2-63 de 24 y 22 años, res-
pectivamente, le siguen Nélida Luisa, de 19; Juan Luis, de 17, y Ricardo Gabriel, de 15. El padre, un ro-
busto italiano que llegó al país durante la crisis del 29 o 30 aproximadamente, trabaja primero como
capataz de estancia y poco después pone un puesto de verduras, trabajo que conserva en la actualidad,
en Morelos 654, a pocas cuadras de su casa.
Felipe, que comienza a los 14 años como cadete de una editorial, tiene otras experiencias de trabajo:
oficia primero de pintor y luego de obrero en una tintorería, hasta que por fin a los 18 años, el 6 de
marzo de 1959, entra en la fábrica metalúrgica TEA (Caracas 940), ubicada a pocas cuadras de su casa y
del trágico asalto policial.
Este adolescente maduro de 18 años empieza enseguida su experiencia sindical que poco tiempo des-
pués lo convertiría en popular e intransigente dirigente metalúrgico. A los cuatro meses de su ingreso es
elegido delegado de la comisión interna, cargo que ocupaba hasta el 23 de agosto...
De tez blanca, cabello castaño oscuro, de cuerpo morrudo y bien fornido, 1,78 de estatura, ese joven
obrero que lee toda clase de libros sin tabúes ni prejuicios ideológicos; ese pibe que jugó al fútbol a los
13 años en la Plaza Irlanda con su amigo Rearte, no sabe que ese ascenso a dirigente gremial, ese as-
cendiente que posee sobre sus compañeros le costaría muy caro. Nunca sospechó tampoco que el haber
conocido desde la infancia a Rearte sería motivo de “crimen” para la policía; motivo para que desde los
organismos del gobierno se le destroce a golpes...
Esta es la historia de FELIPE VALLESE. Pero puede ser la de cualquiera, la de cada uno de los dirigentes
de los cuadros sindicales medios, puede ser la historia de todos y en cualquier momento... Es la historia
del asco…, la historia de la náusea..., la historia de un sistema que agoniza pero que sigue haciendo
daño.
La represión contra el pueblo y el asesinato de sus dirigentes obreros —Mendoza por ejemplo— son la
muestra clásica de los métodos que oligarquía e imperialismo aplican cuando sus intereses comienzan a
peligrar. Pero también son una etapa más en la lucha del pueblo y ¿quién duda cuál será el vencedor
final?
***
Conviene recordar esto para dejar en claro que FELIPE VALLESE no está secuestrado, ni brutalmente
golpeado, en estado comatoso —o muerto quizá— simplemente por “casualidad”. FELIPE VALLESE es...
dirigente metalúrgico insobornable, de los que no transaron con el régimen implantado desde setiem-
bre de 1955 ni con los posteriores corruptores de turno. FELIPE VALLESE ES PATRIA O MUERTE. En esto
reside la clave, para entender lo demás. Y lo “demás” es monstruoso: simultáneamente a su “misterio-
sa” desaparición en la noche del 23 de agosto —que resultaría trágica—, también son secuestrados
familiares, parientes, amigos y otras personas ajenas por completo a toda militancia política o gremial.
El objetivo fundamental es, entre otros, “atrapar” a REARTE. A éste y a otros se los trata de vincular
hasta hoy con los episodios de la calle Gascón. La casa de Vallese es allanada esa noche y todos sus habi-
tantes detenidos: mujeres en su gran mayoría. Quedan solamente en el departamento tres niños, uno
de los cuales es Eduardo Felipe, de tres años, hijo de Vallese.
Todos —o casi todos— son trasladados a “la primera” de San Martín (provincia de Buenos Aires), sec-
cional policial célebre. Allí son maltratados, golpeados, algunos no pueden escapar al “aparato”: la pica-
na eléctrica. 39 días dura la prisión de la mayoría de ellos; algunos salen antes por razones todavía poco
claras. En este ínterin, los tres niños que habían quedado solos en la casa, también fueron secuestrados
y todavía hasta el día de hoy no se puede hacer que los “jueces” ordenen su devolución, aun cuando
tienen conocimiento cabal de su paradero. Mientras tanto, FELIPE VALLESE todavía no ha aparecido...
Esta nota que comenzamos hoy es la primera de la serie con que trataremos de descorrer el velo sobre
el destino de FELIPE VALLESE, a quien no conocí personalmente. Continuaré la investigación pese a cual-
quier amenaza o intimidación y hasta sus últimas consecuencias, ya que es poco todavía lo que se ha
hecho por Vallese. “18 de Marzo” me ofreció sus páginas decididamente ante el silencio cómplice de
todos los diarios, y la deformación u omisión de hechos fundamentales que rodean todo el proceso. Este
proceso que el gobierno “no puede” esclarecer a 133 días de la desaparición del dirigente… Será una
tarea difícil; peligrosa quizá; no importa (“Operación Masacre” de Rodolfo Walsh marcó el camino a
seguir).
***
En el “caso” VALLESE —diría mejor en EL INFIERNO DE FELIPE VALLESE (como titularé esta serie) —
están implicados directa e indirectamente desde la policía y servicios de informaciones del Estado hasta
los jueces y funcionarios del gobierno. Esta será entonces también la historia de todos ELLOS, el desen-
mascaramiento de la falacia de la “independencia” de los tres poderes, la historia de los siniestros per-
sonajes que hoy gobiernan, sentados sobre sus vocablos preferidos: “DEMOCRACIA, LIBERTAD, PACIFI-
CACIÓN”.
Simultáneamente a la “misteriosa” desaparición de Felipe Vallese producida la noche del 23 de agosto
del año pasado, cuando se dirigía a trabajar, son secuestrados también familiares, parientes, amigos y
otras personas ajenas por completo a toda militancia política o gremial. El objetivo fundamental es,
entre otros, atrapar a ALBERTO REARTE, que tiene desde 1958 “captura recomendada”, por militar en el
movimiento mayoritario proscripto. Y como los ficheros subdesarrollados de la SIDE dan para todo, la
“razzia” es general e indiscriminada, como siempre. A Rearte, Vallese y a los otros se los trata de vincu-
lar caprichosamente con los episodios de la “calle Gascón”, allí donde la policía dijo descubrir activida-
des terroristas en el año 1961.

Años difíciles

Habíamos dicho que la infancia de Felipe fue triste, muy triste. La madre tuvo que ser internada al
nacer el quinto hijo, porque según los médicos sus resistencias no daban más que para dos partos. En-
tonces Felipe fue a parar al asilo con sus escasos nueve años.
A los 13 vuelve a la casa, aunque su madre sigue internada, y continúa sus estudios secundarios en el
Colegio Hipólito Vieytes. Un año más tarde debe abandonarlos: una movilización estudiantil contra la
política educacional de Dell’ Oro Maini le cuesta el año: tiene que optar por irse o que “lo vayan”. Como
él no tiene una recomendación de “arriba” tiene que abandonar el colegio. Se pone a trabajar en distin-
tos oficios y en busca de nuevos rumbos se traslada a la provincia de Corrientes, contando escasamente
16 años, un pequeño capital. Felipe quiere invertir su capital en algo productivo y alterna entonces con
toda clase de gente; gente “grande”, gente “seria”, que termina por estafarlo, naturalmente. No impor-
ta, Felipe regresa a Buenos Aires un año más tarde, pero esa experiencia vivida no la paga con nada. Así
se fue haciendo, se fue formando... Así se fue formando su recia personalidad. A fuerza de golpes. Esos
golpes que más tarde descargaron contra él, en carne propia, gratuitamente, las Brigadas Móviles de la
Regional Policial de San Martín.

Nace un dirigente

A mediados de 1958 Felipe consigue entrar a trabajar en la fábrica TEA, a pocas cuadras de la casa
paterna, y a los cuatro meses es elegido delegado gremial. ¡Tenía entonces 18 años!
Al poco tiempo consigue para sus compañeros numerosas conquistas que hoy les son arrebatadas.
Ropa de trabajo, riguroso cumplimiento del horario y pago de las horas extras, cofres para vestuario,
leche por trabajo insalubre, etc. Hasta el momento de su desaparición siguió siendo delegado, cuatro
años fue reelegido por unanimidad. Era una garantía. Era un aguerrido antídoto contra el soborno pa-
tronal. Cuando la empresa consideró que ya se estaba poniendo demasiado pesado le ofreció 50.000
pesos de coima para que no moleste. Felipe los dejó con la mano extendida. Como se creían que se
trataba de una diferencia de “precio” al tiempo duplicaron la “oferta”: 100.000 pesos para que renuncie
y se vaya. No entendían: miden a todos con su propia vara. ¡Jamás entenderían a Felipe Vallese! Los que
algo saben de acción sindical, los de abajo, los que conocen “fábrica”, una empresa de señores anóni-
mos asesorados por expertos abogados —expertos en fraudes a las leyes laborales— comprenden lo
que quiero decir. Porque la lucha contra la burocracia en sus propias filas la están librando día a día,
contra la venalidad y contra los dirigentes proclives al “entendimiento”. Felipe tenía cabal conciencia de
que ya no se pertenecía; que él se debía a los de su clase; los que tarde o temprano terminarán por
imponer la fuerza de sus derechos. Y en esto reside la clave quizá para explicar por qué la conducción de
su gremio no movilizó sus cuadros para hacerlo aparecer.

Morelos 628... Caballito

Caballito, dijimos también, era el barrio de Felipe Valiese. En él había nacido, crecido, había dado sus
primeros pasos y estudiado las primeras letras.
Ahí nació su amistad con Alberto —Pocho— Rearte con el que integraba el “equipo de fútbol” del
barrio, que pateaba pelotas de trapo en Plaza Irlanda. Cuando no se imaginaba que por esa amistad
tendría que ofrecer la vida, tal vez, para que su amigo no sufriera lo que él tuvo que sufrir.
En Caballito Felipe desarrollaba su principal actividad política y gremial; la barriada lo conocía desde
pibe y — ¡cosa curiosa!— amigos más grandes que él lo reconocían como su dirigente. Es que Felipe fue
maduro prematuramente; el 14 de abril cumplía recién 23 años.
Cuando se mudó de su domicilio paterno, en la calle Torrado al 600, a la casa de unos vecinos que casi
lo habían visto nacer, no fue más que cumplir un acto formal de independencia real que se manejaba
desde los 15 años.
En su nuevo domicilio —Morelos 628— tiene una pieza para él solo; queda a cuatro cuadras de la casa
del padre, lo que le permite visitarlo asiduamente y también a pocas cuadras de TEA, la fábrica donde
trabajaba.
Hasta la fecha de su desaparición, Morelos 628 era solamente el departamento en cuya planta baja
vivían Elbia de la Peña y su madre, la viuda Cristina Ojeda de de la Peña, una anciana de 73 años que
vive postrada desde hace algún tiempo, muy enferma y semiparalítica; con ellas vivía un matrimonio del
que eran muy amigos desde hace muchos años: Agustín Adaro y Mercedes Cerviño de Adaro y sus dos
hijas, Olga y Monina, de 13 y 11 años respectivamente. Por desaveniencias matrimoniales Agustín y
Mercedes se habían separado formalmente desde hacía cuatro años y habitaban en dormitorios distin-
tos.
Una piecita más chica del departamento servía de habitación para Felipe y su hijito.
Después del 23 de agosto de 1962, Morelos 628 se convierte en un infierno, en el que sus habitantes
fueron presa de la más despiadada saña policial.

23 de agosto... 22 horas... 10 minutos...

Para Felipe “esa” noche era como cualquier otra, sólo que se le había hecho un poco tarde, conver-
sando de política con su hermano Ítalo. Mientras terminaba de vestirse apresuradamente, le decía:
—Mirá, Ítalo, los que emplean la violencia contra el pueblo son ellos. No nos dejan votar y cuando ga-
namos las elecciones después de siete años de proscripción anulan el comicio. Vamos... la seguimos otro
día. —Antes de salir Felipe echó un vistazo a Eduardito, que dormía plácidamente. Eran las 23. Los her-
manos Vallese se separaron en Morelos y Canalejas y tomaron caminos opuestos: Ítalo se dirigió a Plaza
Irlanda para encontrarse con una amiga, Rosa Salas, y Felipe dobló por Canalejas, hacia Donato Alvarez,
rumbo al trabajo.
En el café de Donato Alvarez y Canalejas dos muchachos, Alfredo Coronel y Gabriel Brenna, de 19 y 20
años respectivamente, charlan de “bueyes perdidos”. Gritos de desesperación y pedidos de socorro
interrumpen la conversación y salen a la calle a ver qué pasa: “Debe ser un asalto…, andan a la orden del
día...”. Efectivamente, en Canalejas, entre Donato Alvarez y Trelles, varios individuos armados tratan de
someter a un hombre, que se abraza a un árbol desesperadamente, como si estuviera clavado a él con
las uñas.
Alfredo reconoce a ese hombre:
—¡Pero si es Felipe...!
—No hablés macanas, a Felipe qué le van a robar... ¡Además Felipe ya hace por lo menos media hora
que está en TEA...!
—No seas idiota, ese es Felipe.
Pero, ya el hombre abrazado al árbol estaba medio tambaleante. Un culatazo en la cabeza termina con
sus últimas resistencias.
Cuando se acercan los muchachos para intervenir, uno de los individuos les dice: “Rajen, muchachos,
esto no es para ustedes”.
Felipe es introducido en una camioneta que parte velozmente con las puertas abiertas, ante los ojos
atónitos del vecindario que en grupo numeroso había presenciado el procedimiento. Manchas de sangre
en el árbol del delito que pueden constatarse hasta dos o tres días después, prueban la brutalidad de los
golpes recibidos. Los pistoleros en cuestión no son otros que elementos de las Brigadas Móviles de la
Policía Regional de San Martín y “el hombre del árbol” es, efectivamente, Felipe Valiese.

Operación simultánea

Mientras tanto, una operación idéntica se realizaba en Plaza Irlanda. Tres autos, un Chevrolet 1947, un
Fiat 1100 y otro no identificado, se acercan sigilosamente hasta la altura donde está una pareja.
Tres hombres bajan empuñando fusil, ametralladora y revólveres, disfrazados con gorras y anteojos
que evidentemente no les encajan bien. Atropellan a Ítalo y a Rosa, su amiga.
—Vos sos Rearte, vos sos Mercedes... Levantá las manos, pibe, y entregá las armas.
—Yo no tengo ningún arma... ¿Quiénes son ustedes?
—Somos de la Policía...!
—Muéstrenme las credenciales...
—Nosotros no tenemos por qué mostrarte ninguna credencial. ¡Vamos Rearte, subí al coche!
—Yo no soy Rearte...
Pero la negativa de Ítalo no vale de nada. A trompadas le colocan las esposas y lo suben al Chevrolet.
Su amiga Rosa es introducida en el Fiat; Ítalo pide socorro, los personajes intentan “tranquilizarlo”:
“Quedate tranquilo pibe —le dicen—, que estamos buscando un asaltante, si vos no sos te vamos a
largar...”

Los torturadores de la noche

Luego de dar unas vueltas a la redonda, seguramente para averiguar cómo había andado la “otra ope-
ración”, los coches enfilan hacia la casa de donde los hermanos Valiese habían salido rato antes.
Casi todos habían ido a dormir, con excepción de Agustín Adaro que —casualmente— se quedó viendo
televisión.
Fuertes golpes, como si estuvieran por echar la puerta abajo, retumban en la casa en el silencio de la
noche.
Agustín Adaro va a abrir. Detrás de él va su hijita Olguita que se vuelve corriendo a la cocina donde
estaba Elbia terminando de lavar los platos. Con ojos aterrorizados alcanza a balbucear: —¡Madrina...
Madrina…, hombres con revólveres!
“Los sabuesos” requisaron todo, no dejaron títere con cabeza ni rincón por revisar. Revolvieron arma-
rios, tiraron colchones al suelo (claro, para mirar debajo de la cama sin agacharse), abrieron todos los
cajones desparramando por el suelo cualquier cosa que les viniera a mano. Los “modales” dejaban mu-
cho que desear. El que parecía llevar la batuta, enfiló para la cocina preguntando con insolencia:
—¿Dónde está la Mercedes...? ¿Dónde está Felipe? (Lo de Felipe sería para asegurarse que había ido a
trabajar y que los otros pudieran realizar la otra “operación”).
El que parecía jefe o algo así, les apuntaba a Elbia y a Olguita con una ametralladora, ordenándoles
ponerse cara contra la pared y brazos en alto.
Uno de los tiras, que se había metido como Juan por su casa en el dormitorio de Mercedes Adaro,
gritó:
—¡Acá está la Mercedes!... ¡Acá está la Mercedes! El “comandante” en jefe se corrió entonces hasta allí
y en tono cínico del “oficio”, le dijo a modo de saludo y amenaza:
—Ahhh... con que vos sos Merceditas ¿eh?
Mientras, tres o cuatro individuos continuaban a fondo el revoltorio. En total, sumaban siete u ocho.
Aquello era más bien un ejército de ocupación en operaciones que un procedimiento policial, por más
que en este país ambas cosas se asemejan siempre.
El cuadro no podía ser más patético: los tipos seguían corriendo muebles, mientras preguntaban con
rabia:
—¿Dónde están las armas? ¿Qué hicieron de los uniformes? ¡Será mejor que entreguen los disfraces!
Las chicas, Olguita y Monina, llorisqueaban, implorando que no maltrataran a Elbia:
¡A la madrina no le hagan nada, es enferma del corazón!...
Eduardito Felipe, con sus tres años recién cumplidos, intuía la maldad de esos tipos, berreando des-
consoladamente.
Lo infructuoso del trabajo los irritaba más y más, hasta descomponerlos de furia.
—¿Y...? ¿Encontraron algo? —preguntó el “jefe” desde la pieza de Mercedes, a la que continuaba ato-
sigándola con preguntas, insultos y bravuconadas.
—¡Acá no hay nada! — vociferaron desde las otras piezas—. ¿Para qué m... vinimos...?
Dos de ellos se llevaron a Agustín Adaro a los fondos y mantuvieron con él una conversación en tono
imperceptible, cuchicheos que nadie pudo oír.
La anciana madre de Elbia sufrió un desmayo que lejos de conmover a los asaltantes les provocó risa, y
dirigiéndose a Elbia, que corrió a socorrerla, la apuraron:
—Che, gorda, cambiate que vos también sos de la partida...
Mercedes se vistió sólo cuando consiguió que la dejaran sola. Rato después, el trance de partir era
inminente. No hubo forma de que las dejaran hablar por teléfono ni avisar a nadie para que viniera a
quedarse con la viejita enferma y los tres chicos ¡Para eso eran policías! ¿O habían ido allí para andar
con contemplaciones?
—Vamos, vamos, que allá van a cantar hasta “La cumparsita”!
Y las dos mujeres fueron sacadas a punta de ametralladoras. Agustín Adaro, no se sabía bien por qué,
pero era tratado en forma un tanto indiferente. Elbia y Mercedes tenían ya un nudo en la garganta.
Partían rumbo a lo desconocido y ahí quedaban una anciana paralítica y tres niños llorando.
Justo en la puerta de la casa está detenida una camioneta color crema. Mercedes se hace la desenten-
dida y cruza hasta el medio de la calle y entonces puede leer en el rodado: POLICÍA REGIONAL DE SAN
MARTÍN. Ítalo, desde el Chevrolet donde lo tenían esposado, había observado todo el procedimiento
desarrollado en la casa donde rato antes había cenado con Felipe.
Mercedes, Elbia y Agustín fueron desparramados en tres coches distintos. Mercedes iba sentada entre el
chofer y el “jefe”, un tipo alto, rubio y fornido, según las descripciones.
—¿Dónde vamos? —preguntó.
—Al “Departamento”...
—Por aquí no vamos al “Departamento”.
—Vos sabés muy bien adónde vamos... Decime dónde está Rearte... ¿Me vas a decir que no lo conocés a
Rearte...?
—Claro que lo conozco.
—Sí, ya sé que lo conocés..., si visitás a la madre y te tratás con toda la parentela... ¿Qué sabés de la
calle Gascón?
—Lo que leí en los diarios, y baje el tono…, o no hable más.
—Ya te vas a acordar cuando te hagamos “lavado de cabeza”. Te voy a encajar unas inyecciones que te
van a hacer decir las cosas que ahora no querés decir. Te vamos a matar.
Como Mercedes no les contesta, los policías (o lo que fueran) optan por callar, y un pesado silencio
rodea todo el viaje hasta llegar a “la PRIMERA” de la REGIONAL DE POLICÍA DE SAN MARTÍN.
Cuando llegaron Elbia y Agustín Adaro, un “jeep” se encontraba en los fondos de la comisaría. Los
hacen poner espalda contra espalda. Elbia mirando hacia el lado de la calle “para que no vea”. ¿Por qué
Agustín Adaro “puede” mirar? Del “jeep” están bajando a “alguien”, y Elbia puede percibir entonces una
repentina rigidez en Agustín, que le resbala por todo el cuerpo. Ese “alguien” podría estar herido y gol-
peado brutalmente...
Uno a uno van ingresando en calabozos separados una vez que son despojados de los “efectos persona-
les”. Los calabozos de “la PRIMERA” de San Martín están en semiconstrucción, son húmedos e inhóspi-
tos; no hay colchones ni frazadas. La madrugada del 24 de agosto es muy fría y para ellos está llena de
acechanzas. La noche ha sido muy movida y estaban fuera de sus casas sin saber por qué ni para qué. El
frío entonces era lo peor.
Ítalo 0pta por cantar, canta operetas durante un rato largo. Para tranquilizarse, seguramente, porque
él sigue creyendo que todo se trata de “una ofuscación”. Mercedes, que está calabozo por medio, le
reconoce la voz y lo llama. Se ponen a conversar y entonces se sienten menos solos. Ella le explica sus
temores. Luego callan. Había pasado poco más de una hora que estaban allí, pero el tiempo se les quin-
tuplicaba. Los minutos eran mucho más largos.
El silencio es quebrado por una voz que parecía venir de lejos. Sin embargo, es un gemido que estaba
muy cerca.
—Agua... agua...
Ítalo, por la mirilla de su calabozo, ve cómo dos sujetos arrastran a un muchacho que tiene la cabeza
vendada, semihundida en una campera negra. ¡Esa campera la conocía!
A halo le tiembla la voz:
—Felipe... Felipe... ¿sos vos?
—Ítalo... ¿Estás ahí? ¿Estás bien?
—Sí, Felipe... pero no nos pueden hacer nada, nosotros no hicimos nada... (dirigiéndose al cabo de
guardia): ¡No ve que le está pidiendo agua! (El cabo de guardia les grita que se callen). ¡Felipe... Felipe!
¿Cómo estás? ¿Qué te hicieron...?
Felipe (casi no puede hablar): —Me han reventado... ¿Por qué? Yo no sé nada... yo no sé nada... yo no
sé nada.
Mercedes: —Ítalo, ¿con quién estás hablando?
Ítalo: —Con Felipe.
Felipe: —¿Con quién hablás, Ítalo?
Ítalo: —Con Mercedes.
Felipe: —¿También la trajeron...?
Ítalo: —Sí, Felipe... Estamos todos... Elbia también...
Con desesperación halo pudo ver cómo se llevaban al hermano, sin que él pudiera hacer absolutamen-
te nada.
—. . .Mercedes... Mercedes... ¡Se lo llevan a Felipe! ¡Canallas, canallas, asesinos! ¡No tienen perdón de
Dios...! ¡No tienen corazón! ¡Dejen a mi hermano!
Víctima de un ataque de nervios no puede más gritar y sollozar golpeando los barrotes de su calabozo.
Mercedes también les grita desde su celda:
— ¡Déjenlo! ¿No ven que está herido...?
Pero nada hace cambiar los planes de los uniformados.
Tres días pasaron desde entonces. El 27 de agosto a la madrugada, los mismos individuos que allana-
ron Morelos 628 se hicieron presentes en la celda de Mercedes Adaro. La iban a buscar. Al salir de la
comisaría le advierten.
—Subí a ese coche, pero tené cuidado que hay un loco. No te va a hacer nada porque está bien atado.
Mercedes cree reconocer a Ìtalo.
—Este no es ningún loco —dice.
Acostado en el coche, con la cara semicubierta, maniatado con un saco a la manera de chaleco de
fuerza yace un cuerpo de hombre en estado de semiasfixia pidiendo que lo destapen. La voz no es otra
que la de Osvaldo Abdala, un amigo de Felipe.
Mercedes consiguió destaparlo un poco sin hacer caso de las amenazas pero al salir a la calle le venda-
ron los ojos. ¿Dónde la llevaban? Cuando otro coche se cruza le bajan la cabeza. El viaje dura escasa-
mente veinte minutos. Cuando el coche se detiene luego de atravesar una barrera los policías bajan
primero para sondear el ambiente y asegurarse que “no hay moros en la costa”.
Mercedes es introducida en una casa por un pasillo angosto que da a una habitación y al sacarle el
vendaje de los ojos le avisan que van a aplicarle la picana. Puede observar las camillas, las sogas y las
gomas. Todo eso que forma parte del ritual.
—Ves todo esto —le dicen nervioso—. Es la picana. Con esto vas a hablar. —Ella reconoce la voz del que
la llamaba “Merceditas”.
Nuevamente vendada la obligan a desvestirse, pero Mercedes sólo se saca el tapado... el resto de la
ropa se la arrancan a jirones.
Entre dos la sientan en una camilla sujeta al piso, le colocan las bandas elásticas, la atan de pies y ma-
nos y le untan el cuerpo con un pincel empapado en vaselina.
—Mirá esta hija de p... Dieciséis años que vengo haciendo este trabajo y jamás he visto tanta sereni-
dad...
La corriente eléctrica corre entonces por todo el cuerpo de Mercedes. Su cuerpo es quemado por el
aparato infernal, mientras le preguntan:
—¿Dónde está Rearte? ¿Qué sabés de la calle Gascón? ¿Dónde están los uniformes? —La quieren con-
vencer—: en tu casa había un bolsón con armas.
Mercedes, con el cuerpo electrizado repetía: —En mi casa había un bolsón con armas...
—¿Por qué lo decís? ¿Por tu propia convicción o porque te lo decimos nosotros?
—Porque lo dicen ustedes... —contesta Mercedes.
Como lo que le están haciendo no da resultado, aumentaron las torturas. Entonces le pasan dos pica-
nas. Mercedes soporta todo en silencio; nadie más que ella sabe cuán pesado fue soportar esa cruz,
pero sabía también que el silencio es el mejor antídoto contra esos anormales.
—Son duros ustedes... mueren por la causa, no hablan... Pero te vamos a matar. Primero te vamos a
aplicar la picana todas las noches. No vas a poder aguantar estas sesiones. Después te vamos a tirar al
mar...
Inventar cualquier cosa hubiera significado su perdición, porque entonces creerían que sabía algo y no
hubieran parado de aplicarle el aparato, tratando de sacarle más. Cuando Mercedes se desvanecía, el
que la llamaba “Merceditas”, de cuclillas sobre la camilla, le daba trompadas en la cara para “hacerla
reaccionar”. Y vuelta a empezar. Las aplicaciones iban desde la cabeza a los pies. En la cabeza, para que
se le “refresque la memoria” y en los pies, “porque es muy bueno para los callos”, le decían. Cuando
gritaba le ponían picana en la boca y luego por todo el cuerpo. En los lugares más sensibles. La corriente
aumentaba y declinaba según convenía para lograr un “shock” mayor. Por ser la primera sesión, dos
horas y media bastaba: la visten, le devuelven el reloj (qué delicadeza!) y la tiran a una colchoneta con
las manos y pies atados hasta el momento de partir. Varios individuos le preguntan qué hace allí y por
qué la llevaron. Otro, que dijo llamarse García, ella no lo pudo ver, le contó que lo habían llevado por lo
de la calle Gascón pero que no se iba a dejar pegar. Lo único que tratan es de confundirla. Pocos minu-
tos después la desatan y la llevan a la rastra hasta el coche.
Mercedes se siente deshecha...
Nuevamente en la 1 de San Martín. La tiran otra vez en el calabozo; Mercedes vuela de fiebre, la sed le
quema la garganta. El guardiacárcel le alcanza una taza de mate cocido y aprovecha para preguntarle
dónde la llevaron y qué le hicieron. Le aconseja no moverse ni hacer ningún esfuerzo por varias horas;
tiene experiencia en el asunto. Pero el mate cocido le hace subir más fiebre; Mercedes está bañada en
sudor; grita, está aterrada, en estado de psicosis.
Un médico se hace presente en la celda de mujeres: es el doctor Medone, el del policlínico de San
Martín.
Le pregunta qué le pasó, mientras le toma el pulso, y Mercedes le explica que le pusieron la picana.
—¿Qué picana?
—Usted sabe bien qué picana —contesta Mercedes.
—Bueno —dice el doctor Medone—, quédese tranquila que eso no va a pasar más. Yo voy a hablar con
el comisario para que no permita que se la vuelvan a llevar, pero de cualquier manera, si usted sabe
algo, dígalo. Yo tengo madre y esposa... Eso está bien que se la apliquen a los hombres, pero no a las
mujeres... —El médico ordena que le pongan frazadas y le prescribe un régimen de puré y caldo, reco-
mendándole que coma para reponerse. Las 48 horas subsiguientes Mercedes las pasa en estado de
inconsciencia, presa de terror, con continuas crisis nerviosas... Dos días después, de la “primera sesión”,
el 29, se la vuelven a llevar...”

XVII Esas casualidades

Cuando lo devolvieron a la celda, se dejó caer sobre un catre en ruinas; se despertó dos horas después
y, de inmediato, empuñó la cuchara. Se puso a raspar la base de los barrotes de una ventana que daba
sobre un patio interior. De allí pensaba saltar a ese patio, una vez arrancados los barrotes, y luego trepar
por el muro y pasar al otro lado y huir como fuera.
Lo había pensado bien: la fuga era la única salida que le quedaba, porque el hecho de que ya lo consi-
deraran trasladado, les allanaba el camino; podían confundir su paradero, darlo por perdido o evadido;
matarlo sin que nadie cargara con esa responsabilidad.
Trabajó hasta la madrugada y logró aflojar los barrotes que no sacó del todo porque ya se filtraban las
primeras luces; escondió la cuchara y se hizo el dormido. Al día siguiente hubo fiesta: sería Navidad, un
buen momento, adecuado, conociendo las inclinaciones por el trago del personal del destacamento.
Más tarde se enteró que, en efecto, esa noche estaban de banquete, que las monjitas habían hecho,
como era costumbre, platos especiales. Y las comilonas no vienen solas.
Antes de empezar la sobremesa, la conversación y las risas se animaron. Arrancó los barrotes y sacó
primero la cabeza y luego el resto del cuerpo; se sentó en el vano de la ventana, dejándose caer al suelo
sin que se le escapara el menor ruido. Un soldado pasó, sin verlo, por el pasillo del costado. En el confín
de ese pasillo estaba la guardia. De allí también podían verlo perfectamente, si a alguien se le ocurría
asomarse.
Pero no se asomó nadie, según pudo constatar desde el lugar en que había caído, en cuclillas, como un
gato. Arrimó al tapial una puerta vieja que habían dejado arrumbada en el traspatio, junto a la puerta de
la celda; serviría de rampa. Tomó impulso y trepó hasta la cumbre del muro; estaba demasiado alta, no
llegó. Miró hacia el otro extremo del pasillo: nadie se había asomado; seguían llegando las risas, las
palabrotas. Volvió a tomar impulso, corrió y esta vez pudo llegar hasta arriba.
Caminó por las veredas desiertas y no tropezó con ningún vecino: estaban todos durmiendo ya. Desde
lo alto del muro se había dejado deslizar por una especie de talud que le reforzaba y que le había impe-
dido pasar al otro lado con el primer túnel; la cárcel estaba rodeada por un inmenso baldío y, de allí, sin
inconveniente había desembocado a una calle. Recién cuando salía de la pequeña ciudad, sintió un
escándalo de perros y motores que se ponían en marcha: evidentemente habían advertido la fuga.
Entonces corrió hacia la oscuridad en dirección al campo, dejando atrás las últimas luces de las últimas
calles. Corrió sin rumbo, manteniendo primero una cierta compostura, desarmando luego los brazos y
abriendo la boca seca para que entrara más aire en los pulmones cerrados como un puño. Comenzó a
tropezar y a enderezarse en plena carrera, como hacen los opas. Cuando no pudo más se dejó caer bajo
un árbol.
Durante una hora alcanzó a tener un sueño sin sobresaltos, concentrado, hasta que lo despertó el
ruido de un motor. Levantó la cabeza, miró y pegó un respingo al advertir que estaba a pocos metros de
la ruta; durante toda la noche había estado corriendo paralelamente al camino principal de la zona,
mientras creía alejarse de los lugares de mayor circulación.
Ya estaba amaneciendo y se quedó quietito en su puesto. Un coche policial se detenía junto a un gru-
po de campesinos que, seguramente, esperaban un ómnibus que los llevara hasta la ciudad. Justamente
en ese momento uno se arrimaba doblando penosamente en la primera curva que aparecía en el cami-
no por el lado opuesto.
Los policías, después de preguntar algo, siguieron su camino, antes de que llegara el ómnibus. Cuando
llegó, esperó que todos subieran y, cuando ya estaba por arrancar, corrió y se trepó al estribo que ya se
había puesto en movimiento. El boleto hasta El Salvador costaba pocos centavos, menos que la suma
que había obtenido con la venta del reloj.
La ruta estaba muy vigilada, pero en ningún momento hicieron detener ese ómnibus para controlarlo;
a otros sí, pero pocos: paraban más bien automóviles particulares; tal vez calculando que había tenido
algún apoyo exterior para la fuga; que la cosa estaba planificada de antemano. Finalmente comenzó a
desinteresarse por las patrullas, a dejarse ganar por el sueño, a quedarse dormido entre las gallinas, las
bolsas, el parloteo de los pasajeros.
Cuando despertó el ómnibus se había detenido; estaban en las puertas de la ciudad. Allí la revisión era
estricta para todos los vehículos que venían de afuera o salían de la ciudad. También para los ómnibus
que llegaban hasta el límite urbano, aunque en estos casos la revisión era más somera.
Uno se detuvo al lado del suyo. De un salto pasó de ómnibus; se sentó y recién recapacitó que no tenía
dinero para pagar el boleto; estaba barbudo, difícil de reconocer: parecía un campesino. Dio vuelta cau-
telosamente la cabeza para mirar por la ventanilla; su compañero de asiento lo miró y pudo reconocer-
lo. Era un ex condiscípulo que terminó pagándole el boleto, subiéndolo a un taxi después de hacer un
trecho prudente en el ómnibus y lo pondría en contacto con gente amiga que le arreglaría todo, primero
para esconderse, después para salir del país.

XVIII Linda sorpresa

“Así que también escribías canciones”, le dijo Ega a Enriqueta, cuando ésta lo recibió sonriente al pie
de la escalera que descendía hasta el salón. La rodeaban amigos y conocidos; Gaspar estaba muy cerca,
como un Consorte, recibiendo a los invitados, radiante como si fuera él quien estrenaba una canción con
tanto boato. Cachito conversaba con Perico, Chiqui con Ega que con su sillón de ruedas estorbaba a todo
el mundo, especialmente a los fotógrafos, que no daban abasto para sacar tantas caras conocidas.
Era Schneider el que conversaba ahora con Enriqueta; es decir, estaba a su lado mientras las cámaras
registraban todo: es que el lanzamiento de su nuevo long-play estaba resultando un suceso. Los mozos
de la boite —cerrada en estos casos para el público corriente—, sirvieron los primeros whiskies y, al
rato, empezaban a soltarse un poco las lenguas ya parecer hermosas las canciones que todavía no hab-
ían sido escuchadas. Las cantaría toda la ciudad —Gardel se vestiría de músico por verla, es decir oírla—,
más precisamente, alguna gente de ciertos barrios de la ciudad benévola.
Felizmente, ningún periodista advirtió que Emma y Cándido habían llegado por separado. Tampoco los
amigos notaron la ausencia de Mateo, y a los que preguntaban por él se les informaba que estaba en-
gripado; algunos sabían de la detención de Marcos, pero nadie preguntó nada concreto: “todos prefie-
ren seguir en babia”; sostenía Emma refiriéndose a sus allegados.
En un rincón conversaban animadamente Simón y Ega. Seguramente Simón —que no salió de los rin-
cones para ignorar a Severo— le estaba reprochando que hubiese aceptado esa beca; Ega hacía poco
había regresado de los Estados Unidos y estaba vestido como un dandy norteamericano: con grandes
cuellos, pantalones a rayas y una serie de innovaciones todavía no generalizadas y que le daban un cier-
to aspecto de payaso.
Un pequeño revuelo anunció el comienzo de la fiesta; Schneider aplaudió, Gaspar se puso nervioso, las
luces se atenuaron y Enriqueta subió al pequeño estrado de la boite, seguida por un par de músicos.
Cantó dos canciones que gustaron, hecho que se daba por descontado. Pero la canción que realmente
ocasionó una estampida de efusiones, fue la última, que escribiera la misma Enriqueta —tal vez aseso-
rada por Gaspar—; cuando bajó, Albertina la tomó en sus brazos, Schneider la palmeó con cierta recie-
dumbre germánica y luego se prendieron las luces y Chiqui advirtió la presencia de Sara.
“Viste que no quedó nada bizca”, comentó con falso asombro. “Está muy linda”, admitió Severo, que
se acercó a saludarla; Albertina y Gaspar también se acercaron y después Palenque; se alegró tanto de
verla, que no podía hablar y se limitaba a retenerle las manos y a sonreír mientras la miraba afectuosa-
mente a los ojos.
Sara estaba radiante; no sólo parecía repuesta sino contenta. Ega se enteró de que había estado en-
ferma, se lamentó y de inmediato se puso a contar sus últimas dos semanas vividas entre pacifistas,
fusiles con flores, beat, un poco de marihuana. Era tanto su fervor, que todos cayeron atrapados por la
curiosidad: era un erudito. Palenque le preguntó por los Black Panther, pero realmente Ega no encontró
manera de explicar cabalmente este fenómeno y no aportó mayores novedades.
Ya se iba yendo mucha gente y comenzaba la parte más linda de la reunión, con los íntimos. Se empe-
zaría a hablar mal de los demás, salvo de los presentes que se parecen tanto a cada uno. Severo se había
sentado por allí evitando a Simón; cuando vio que Sara se acercaba sonriendo le confesó: “qué bien te
sientan las enfermedades”. Sin contestarle, se dejó caer sobre sus rodillas y recién después aclaró: “no
creas, estoy muy triste; sana, pero triste”. Severo le preguntó por Marcos y ella mintió que seguía sin
noticias; precisamente esa misma tarde le avisaron que había salido —no le aclararon en qué condicio-
nes— de la comisaría de Goya.
“Largala”, dijo Ega arrimándose con animación. “Severo hoy es mi papá —aclaró Sara— porque la nena
hoy está muy triste”. Ega advirtió que no la veía nada triste; un momento después todos —menos Ega—
se ponían de pie y, sin excepción, se iban a comer cosas ricas a uno de los lugares más lindos de Buenos
Aires.

XIX Mamá

A nadie se le iba a ocurrir ir a buscarlo allí en la casa de esas viejas, medio chifladas y con fama de
espiritistas. Descendían de una de las familias más antiguas del país y esto les daba una cierta respetabi-
lidad—el linaje vence— aunque fueran dos pobres mujeres sin mayor destino, aferradas al caserón en el
que vivían, suspendidas por una renta estrecha que evitaba el descenso a los infiernos.
Madre e hija reunían casi siglo y medio de vida y no leían diarios ni estaban enteradas de las menu-
dencias políticas. De esta manera no les llegó la noticia de la fuga, que ya comenzaba a comentarse por
todas partes; tampoco tenían la menor idea de quién era ese mozo, cuyo apellido reconocían vagamen-
te. De todas formas juraron no decir nada a nadie de su presencia en la casa.
Ese día almorzó como un rey, pero después sintió escalofríos y mareos, las viejitas diagnosticaron que
tenía fiebre. Se acostó a dormir y soñó con un gato enorme que le mostraba los dientes sin hacer ruido.
Cuando se despertó, eran las once de la noche; tenía ganas de seguir durmiendo, pero se despabiló
intrigado por algunos ruidos extraños, movimientos raros en el interior de la casa. Saltó de la cama y,
sigilosamente, recorrió los cuartos oscuros, hasta llegar a una puerta iluminada. Detrás de esa puerta
estaban los ruidos.
Eran risas que llegaban distorsionadas a través de la puerta de la cocina. La abrió y se encontró con las
dos mujeres en plena jarana frente a una botella de aguardiente. Cuando lo vieron entrar, saltaron solí-
citas sobre él. Una lo arrastró a la cama, la otra sirvió la comida y atravesó los cuartos con tal rapidez,
que llegó cuando recién estaban por acostarse. Había cierta euforia alcohólica en todo esto, pero tam-
bién una afectividad torpe, arrumbada. Rodearon el lecho de comida, bolsas de agua caliente, termóme-
tro, limonadas. La fiebre no había cedido, pero tampoco el hambre, y las mujeres se sentaron a su alre-
dedor, satisfechas de verlo comer como un cachorro, de que le hiciera honor a la comida.
Cuando terminó, ellas se dispusieron a retirarse discretamente, pero las detuvo proponiéndoles que se
quedaran un rato más, insinuándoles que trajeran la botella de aguardiente que habían abandonado
sobre la mesa de la cocina
Recibieron la propuesta con alborozo recatado. Retiraron los restos y, casi de inmediato, estuvieron de
vuelta con la botella y las copas. La menor sirvió la primera vuelta, y luego se fueron alternando desor-
denadamente, pero sin descuidar que las copas quedaran vacías. Estaban contentos, y ellas reían co-
mo locas o como borrachas.
La mayor comenzó a contar la historia de un vecino o familiar —nunca se aclaró del todo— descen-
diente, como ellas, de una familia patricia. Se llamaba Baltazar, que “era más sordo que una araña”.
Baltazar tenía un amigo que estaba medio enfermo y al que, durante meses, iba a visitar puntualmente.
Una tarde cuando llegó, el hombre acababa de morir. La viuda lo hizo pasar y Batazar se quedó como
dos horas junto al cadáver, que era el tiempo mismo que duraban sus visitas cuando el hombre tenía
vida. Al verlo salir, la mujer se le echó encima preguntándole cómo lo encontraba, por esas cosas que
tienen las viudas, “se piensan que la muerte les va a cambiar a los maridos; y ellos siguen iguales. Muer-
tos, pero iguales. Algunos conservan hasta las mañas, que son inmortales”. Por todo esto es que la mu-
jer se abalanzó sobre Baltazar y le preguntó: “¿Cómo lo nota, don Baltazar?” Y el hombre, que de sordo
no se había enterado demasiado de lo ocurrido un momento antes de que llegara, le contestó calmán-
dola un poco, pero reconociendo que las cosas no andaban del todo bien: “Lo noto medio tristón”.
Después de esta historia, contaron otras. Ya se abrazaban en plena camaradería alcohólica, ellas des-
cuidaban las polleras que volaban en cada despatarro ocasionado por la risa. “Qué contento estoy”, dijo
de pronto, y las mujeres lo miraron, casi condolidas, hasta que la mayor le acarició la mejilla mientras le
decía “por qué no va a estar contento; es joven, tiene una buena botella a su disposición, dos chicas a su
disposición: qué más puede pedir”.
No pedía más. Se fueron quedando dormidos, hasta que despertaron todos arriba de la cama, la ma-
yor casi cubriéndolo con el cuerpo. Con las primeras luces y los primeros pájaros, saltaron del lecho.
Recompusieron sus ropas muy serias y comenzaron enseguida a desplazarse por la casa, a limpiar, a
preparar el desayuno. Lo atendían como siempre, pero no era necesario porque había desaparecido
todo vestigio de fiebre. La mujer de Aramís lo estaba mirando.

XX La gaviota

Tuvieron lluvia durante gran parte del viaje y, al entrar al camino de tierra, se notaron los efectos del
agua. Tanto él como su hijo al despertar vieron el camino incierto por donde se desplazaba el ómnibus
patinando peligrosamente; esto divertía al chico y también a Mateo, que comenzó a despabilarse con
esos deslizamientos.
Ayudaron a salir a otro ómnibus que se había quedado; luego un tractor debió auxiliarlos, hasta que
dejó escapar una rueda sobre la cuneta y fueron necesarios caballos para sacarlo.
Llegaron al pueblo con dos horas de atraso y, antes de buscar hotel, tomaron un buen desayuno. Lue-
go eligieron uno que quedaba a menos de cien metros del mar.
Dejaron las cosas en el hotel y caminaron por la orilla, corriendo a veces porque el frío era intenso y el
viento soplaba con mucha fuerza. Esto los estimuló para juguetear un poco, correrse, tirar algunos gol-
pes reír. Un cardumen de toninas comenzó a saltar a menos de trescientos metros de la orilla, y la gracia
del salto se perdía entre el siniestro golpe del agua y los colores plomizos del mar y del cielo.
Un chico camina por la playa; se le caían fuegos, otros pedazos dulces desde el hombro, o eran ape-
nas las gaviotas su blancor como un astro de plumas inmóvil, duro, duro. El chico amaba al mar, sus
entrañas violentas, su corazón amargo.
Volvieron con hambre y fueron a comer a una fonda donde el patrón los trató con deferencia porque
eran pocos los forasteros que caían al pueblo en esas épocas tan inhóspitas del año. Antes de pedir los
postres se largó una lluvia que rápidamente anegó todas las calles. Cuando fue aflojando corriendo ya
los saltos llegaron al hotel en momentos en que el chaparrón volvió a arreciar, después de la tregua.
Desde la ventana del cuarto miraron la lluvia, el mar.
Como viejos ahogados girando en sus naufragios todavía, el chico iba bebiéndolos; así viajaba luego
entre las rocas envueltas por el sol, viajes interminables, huesos que iban al Japón, ahora volteando
lentos, buscando su memoria en lucha con el mar.
Se acostaron a dormir la siesta. Dos horas después, cuando se despertaron, ya estaba atardeciendo.
Fueron a un salón de juegos casi desierto por la época y jugaron al “metegoles”, al billar; cuando volvían
a comer, su hijo le contó que hasta hacía muy poco tiempo vivía obsesionado por la muerte: tenía miedo
de morirse y, prácticamente, no pensaba nada más que en eso. Pero ahora había reaccionado, quería
gozar de las cosas como se presentaran, tenerlas aunque después desaparecieran o murieran. En la
habitación jugaron un rato a las cartas como dos viejos camaradas y el chico se durmió con una sonrisa,
feliz de estar así, mano a mano con su padre. Se había divertido, gozado de la vida, aun hablando de la
muerte.
A la mañana seguía la borrasca, pero salieron lo mismo a la playa y algunos muchachos de alrededor
de veinte años daban de comer a unos pingüinos. Tal vez habían recalado en la zona por el frío, ya que
no era lugar de pingüinos. Los animales no sabían comer de la mano del hombre y había que lanzarlos al
mar, atados de una pata. Había un pingüino malo y un pingüino manso que se dejaba agarrar, sin dar
picotazos; se quedaron una hora larga entretenidos con los animales, y, cuando se quisieron acordar, la
mañana se había ido.
Sus disparos de fósforo debajo de la noche, como las mordeduras del amor sorpresivo; bocas inmen-
sas para el mar, depósito de brazos. El chico esperaba una voz, una mirada impura, es decir, viva aun
en el oleaje.
Después del almuerzo salieron con el rifle y caminaron hasta unos médanos alejados del pueblo. Allí le
tiraron a unos teros, a un par de liebres que pasaron corriendo y brincando por las lomas. Pero sólo
lograron desplumar a unas cotorras que desaparecieron entre los matorrales.
Al volver tropezaron con los cuerpos de los pingüinos: habían muerto un par de horas antes. Uno de
los muchachos que vieron esa mañana, les explicó que no sabían por qué se habían muerto; a lo mejor
había sido el alquitrán de los barcos que les deja las plumas sin respiración; podía ser, pero no pasaban
tantos barcos por allí como para producir semejante desastre. A lo mejor los animales habían pasado en
su migración por Mar del Plata, donde sí había algún movimiento de barcos pesqueros eso podía ser. El
chico estaba consternado y sólo se limitó a decir “pobrecitos” cuando los vio muertos, pero luego no
hizo ningún otro comentario.
Cuando llegaron al hotel, ya era de noche. Estaban extenuados por la caminata y se tiraron un mo-
mento, pero al rato se levantaron a jugar al billar, antes de ir a comer. Y luego, la partida de truco y
después a dormir. Mateo se quedó leyendo, pero advirtió que el chico no podía conciliar el sueño; en-
tonces le acarició la cabeza y le hizo recordar sus propias consignas: gozar las cosas como fueran vinien-
do; por más pingüinos muertos que hubiera. Por más que al día siguiente debieran regresar a la ciudad.
—Cuando vuelvas de tu viaje, ¿vamos a venir aquí otra vez?
—Espero que sí, a mí me gustaría.
—A mí también.
Un momento después se quedaba dormido. Mateo se durmió más tarde y soñó con los cuerpos de una
infinidad de ponies ahogados, que el mar arrastraba hasta esas playas.
O eran los ecos de hombres y mujeres acosando el amor, los perseguidos, sitiados, solos, bellos, ilu-
minados, sangres. La tarde salpicaba como una gran madre. El chico se inclinaba hacia el mar, a disol-
ver su rostro, como tantos destinos.
A la mañana siguiente, no esperó que su padre estuviera listo para salir, ni siquiera para tomar el des-
ayuno; no desayunó. Mateo lo encontró más tarde en la playa rodeado de una serie de perros vagabun-
dos que lo seguían a todos lados. Antes de partir, se despidió de ellos, uno por uno, y luego subió al
ómnibus que los traería de vuelta.
Durante la primera parte del trayecto, no habló. Como a las dos horas admitió que le dolía la cabeza.
Después pudieron conversar; Mateo le contó cómo sería su viaje, por qué países andaría. Su hijo lo mi-
raba en silencio, con los ojos grandes y serenos de las primeras tristezas, del dolor.
XXI En el aire

Figuraba como pasajero a Montevideo, pero de allí seguiría viaje a Europa socialista. Recordó los tiem-
pos en que cruzar el Río de la Plata era tomado como la gran aventura, por el solo hecho de que conspi-
raban allí políticos como Rodríguez Araya, o porque se exhibieran películas como “El Gran Dictador”.
Marcos, para esa época, era medio nacionalista, y solía sostener que los gérmenes de las posiciones
revolucionarias de hoy estaban prefiguradas en el nacionalismo de ayer, olvidando todos los componen-
tes fascistas de ese nacionalismo, la exasperación que consecuentemente provocaba de los contenidos
burgueses más profundos, inconciliables con toda propuesta de revolución. Mateo se explicaba el
fenómeno a la inversa: sostenía que Marcos era el que había tenido prefiguraciones revolucionarias, a
pesar de las ideas que había profesado, las zonas donde había movilizado su militancia. Pero Marcos
rechazaba esa tesis, no podía reconocer pasos en falso y, mucho menos, falta de claridad política. Era
tozudo y arrogante, como un gato; cuando se quedaba sin argumento, también se quedaba mudo, en-
caprichado.
La última vez que estuvo en Montevideo fue, justamente, para entrevistar a un nacionalista que había
participado en el asalto a un Policlínico. Luego la gente se iría acostumbrando a este tipo de hechos;
resultarían cada vez más familiares, pero entonces fue algo desacostumbrado, importante.
Lo habían agarrado dos años después en plena avenida 18 de Julio y, ahora, estaba incomunicado, no
dejaban verlo. De todas formas lo hicieron pasar a unas dependencias interiores y una serie de policías
de civil se dedicaron a observarlo silenciosamente. Habían entrado de a poco a la habitación, y se iban
acomodando por allí, en los rincones, hasta que fueron muchos. Sus cartucheras emergían de las boca-
mangas de los chalecos, a veces vacías, otras enfundando. Nadie hablaba, aunque alguno sonreía, como
adelantando una complicidad, un secreto común, a punto de ser develado.
De pronto alguien le dijo que se parecía a un conocido dirigente, otro nacionalista, que también había
participado en ese asalto al Policlínico. Mateo pidió fotos; se las mostraron: el parecido era dudoso.
La guerra de nervios se prolongó un poco más y había que irse porque las posibilidades de ver al dete-
nido eran inviolables. Se puso de pie, convencido de que no lo dejarían salir, pero se despidió y, en po-
cos minutos, estaba en la calle, sin que nadie hubiera intentado interceptarlo.
Vio a Sara entrar a la sala de espera del aeropuerto. Traía un regalo para Marcos; ella calculaba que ya
hacía dos días que Marcos andaría por La Habana. Estaba bonita, observó los abrigos de riguroso invier-
no que Mateo llevaba en la mano: “no tenés pinta de viajar a Montevideo”. Rieron; realmente no sabían
de qué hablar: ella estaba como ansiosa, resignada a no ser pasajera de ese avión. Mateo quería ser
llamado cuanto antes y acomodarse de una vez en su asiento. La situación era, en síntesis, embarazosa,
hasta que fue quebrada por la irrupción de Gaspar que llegaba agitado y colmado de paquetes, justo en
el momento en que anunciaban el embarque. Se despidieron de Sara, e ingresaron a la pista.
Se ajustaron los cinturones de seguridad, no fumaron; se soltaron los cinturones de seguridad, fuma-
ron. Se ajustaron los cinturones de seguridad, no fumaron; habían llegado a Montevideo. Tomando un
café en Carrasco se acordaron de Lucas: no, seguramente ya no estaba en Montevideo, sino también en
La Habana con Marcos. Al rato se remontaban rumbo a Río de Janeiro y, tres horas después, comenza-
ban a cruzar el Atlántico.
Mateo pidió un whisky y Gaspar no quiso acompañarlo—abstinencia, economías—, se puso a escribir
una carta y más tarde le explicaría vagamente que estaba dirigida a su representante en Madrid. A su
regreso de Cuba, daría algunos conciertos en España y, tal vez, en Alemania. Mateo pensó en escribirle a
Albertina, pero una carta suya la haría llorar; le escribiría a Palenque. Pero, no; mejor que no, se pondría
muy triste, porque él estaba muy triste. Por eso ni siquiera consideró la posibilidad de escribirle a su
hijo.
Gaspar escribió hasta que prácticamente le sirvieron la comida. No quiso pedir vino y comieron en
silencio. Después Mateo se dispuso a dormir y, en esas andaba, cuando recordó el campamento con el
que había soñado: él y su hijo eran sorprendidos por el enemigo; había un tiroteo intenso, pero lograban
escapar. Semanas después, cuando vio las fotos del primer campamento descubierto en Bolivia, pegó un
salto; era el mismo del sueño. Un sueño premonitorio como tantos, pensó restándole importancia a una
experiencia que lo estremecía.
—¿Te acordás cuando Simón estuvo con el Che?
Gaspar no tenía noticias de que lo hubiera conocido. Sin embargo habían estado conversando un rato
largo. El Che lo escuchó atentamente y Simón siguió explicando que él escribía para favorecer, en la
modesta medida de sus posibilidades, el proceso revolucionario. Cuando terminó, el Che le admitió que
él también antes pensaba igual que Simón; que desarrollando una medicina social en todos los planos,
favorecia al proceso. Que sólo bastaba hacer las cosas de la manera mejor posible. Pero esto era par-
cialmente cierto, porque luego se fue dando cuenta que, de la única manera en que se podía realmente
aportar al proceso revolucionario, era haciendo la revolución.
—¿Y Simón qué dijo?
—No sé.

XXII Un cafecito

Cuando el avión se perdió entre las nubes, bajó lentamente las escaleras; había quedado melancólica,
como si la hubieran olvidado. Tomó un colectivo para volverse a la ciudad. Media hora después estaba
tan triste que decidió bajar en pleno campo, tomar el colectivo y regresar a Ezeiza.
El aeropuerto había quedado sin sol; tomó un té en la confitería, subió otra vez a la terraza, se entre-
tuvo con la llegada de otro avión y se divirtió tratando de encontrar caras conocidas entre los pasajeros
que iban saliendo de la aduana. Pero no, ni siquiera había caras parecidas. Finalmente llamó un taxi, y
volvió a su casa. Allí tomó unas pastillas y se durmió.
Durante toda una semana, no se acordó de los viajeros, ni de los ausentes. Un llamado de Emma la
devolvió a esos recuerdos; le contó que Cándido se estaba por casar con Enriqueta: “ha sido un ave de
paso para mí”, dijo con sorna y Sara prefirió no imaginar la vida que podía esperarle a Enriqueta habién-
dose echado un enemigo como Emma: “Estás equivocada, no sabía cómo sacármelo de encima” y habló
del narcisismo infantil de Cándido, de su vanidad grosera, de su vedetismo evidente, de su falta de suti-
leza: “Enriqueta es justo para él”, porque hablaba poco, porque necesitaba dar un salto en su carrera; y
Cándido era muy conocido, más que ella. Además podía aprovechar también sus dotes de gran mimo,
refinar en algo esos gestos groseros que se le escapaban, cuando cantando lograba soltarse.
Cuando terminó con ambos le propuso que la acompañara a un cocktail, con música beat. Invitaba
Ismael, que era uno de los socios; el otro era un locutor de radio que andaba vestido con una camisa con
gorguera y un medallón enorme, que caía sobre un saco oscuro de pana, color salmón. Ismael tenía
aspecto más discreto; apenas se había dejado la barba.
Emma estaba radiante; le sacaban fotografias y era la atracción máxima, salvo dos vedettes opulentas
del Maipo que eran una curiosidad mayor que los posters en el salón sucio: tipo hincado en el inodoro,
desnudo, leyendo el diario; Frank Sinatra, Camilo Torres, Brigitte Bardot. “Cambalache, siglo veinte”,
pensó divertida Sara. Pero Emma la sustrajo de biblias y calefones, y le presentó a dos muchachos, indi-
ferenciados, vestidos, peinados de manera semejante.
Un conjunto empezó a tocar a todo volumen, y Sara no tuvo oportunidad de preguntar quiénes eran
esos pibes: tenían algunos años menos que ella. A lo mejor no tanto, aunque ése parecía hijo suyo. Se
puso colorada y empezó a marcar el ritmo con el pie para distraerse. La música aturdía y finalmente
decidieron salir a comer algo por allí. Mientras ellos corrían un taxi, pudo averiguar que eran alumnos de
Gaspar. Cuando estuvieron sentados a una mesa, Sara preguntó:
—¿Cómo te llamás?
—Tomás.
—¿Y a qué colegio vas?
—El año pasado terminé la facultad.
—Un niño prodigio.
—A lo mejor usted conoce a mi padre.
—¿Y quién es tu papá?
—El gerente de Gas del Estado.
—Jamás supe quién era el gerente de Gas del Estado.
—Está haciendo un trabajo muy bueno allí.
—Y yo que todavía no pagué el gas, ¿le podés decir a tu papá que no me lo corte?
Volvieron caminando por la calle Corrientes. Sara le preguntó si no le daba vergüenza andar luciéndose
con una vieja. Él no la veía nada vieja. Caminaron dos cuadras en silencio, hasta que Sara declaró que
tomaría un taxi porque estaba cansada; él quiso acompañarla y ella no encontró inconvenientes.
Durante el viaje le contó que era amigo de Ega; lo había conocido en Nueva York. Llegaron, pagó y
despachó al taxi. Ella no había previsto que se quedara, sino que siguiera viaje. Tomás le preguntó si no
quería invitarlo a tomar un café; bueno, pero breve: al día siguiente tenía que madrugar. Cuando entró
con las tazas, advirtió que estaba mirando los discos; cuando volvió con el café, le preguntó mientras le
servía y como quien no quiere la cosa:
—Decime una cosa, ¿vos viniste realmente a tomar un café?

XXIII Funerales

Orly estaba tibio, aunque del otro lado de los vidrios el cielo gris, anunciaba todo el frío de Europa.
Estaban en Francia, el país de los quesos y el racionalismo, de la irritación y los olores, como decía siem-
pre Marcos para provocar a Gaspar.
Se alojaron en un hotel próximo al bulevar Saint Michel, de aspecto estrafalario gracias a la clientela
rioplatense que circulaba con pavas y mates por las escaleras. O la voz de Carlitos Gardel que, arrancan-
do de una habitación, invadía el resto de la casa. Poco tenía que ver todo esto, a simple vista, con el
mucamo chino, con la dueña malhumorada, con la Sorbonne o el Clunny con los que se tropezaba, al
salir a la calle.
Dejaron las valijas y corrieron a comprar algunas cosas para comer. Discutieron un poco porque Gas-
par se resistía a comprar beaujolais, sino un vino más barato. Mateo se resistía a su vez alegando que el
vino común francés era una porquería y que, después de todo, el beaujolais no era tan caro. Luego
compraron paté, cammembert —como buenos argentinos—, una baguette. Gaspar regateó precios
haciendo gala de su buen francés, de hombre que ya ha vivido en París, aunque fuera estudiando.
Después de comer, durmieron un rato: el viaje había sido largo. Por la noche fueron al cine y, a la tarde
siguientes Gaspar se dedicó a comprar cosas en las galerías Lafayette. Por la noche estaban invitados a
una reunión en la Embajada de Cuba y, al día siguiente partían alegremente para La Habana.
“La madre patria” dijo Mateo cuando volaban sobre Londres y Gaspar lo miró medio dormido ya.
Cuando se despertaron descendían sobre una suerte de crepúsculo boreal sobre los pantanos que rode-
an el aeropuerto aséptico y estúpido de Gander, en la isla de Terranova. Ocho horas después sobrevola-
ban La Habana.
Cuando la divisaron, los cubanos que viajaban —incluida la tripulación— estallaron en gritos y adema-
nes abiertos; eran fuegos artificiales parecidos a los manojos de luces que iluminaban abajo la ciudad y
el puerto. Un enjambre de fotógrafos esperaban a los viajeros; tanto Gaspar como Mateo recién se
dieron cuenta que habían volado con gente importante; trataron de reconocer rostros, pero fue inútil.
En el hall del aeropuerto esperaba Marcos. Se abrazaron, se rieron como criaturas, mientras unas
guitarras y unos cantantes ponían música a todo el jolgorio y la confusión de la llegada.
Cuando iban hacia el centro de la ciudad, Marcos se puso a hablar de Fidel Castro; lo había escuchado
veinticuatro horas antes y a su juicio, había cambiado: de la pasión juvenil de hacía unos años, de los
impulsos, había pasado a ser un hombre que maneja información; un estadista. De la muerte del Che,
no se decía una palabra, salvo el duelo y la tristeza en todas partes. Nunca había visto una consternación
parecida, y menos en todo un pueblo.
—¿Hablaste con Federico?
—Todavía no he podido. Lo he visto, pero nunca pudimos conversar tranquilos: esto es un loquero.
—Si la muerte del Che trae cambios en la política cubana, él estará al tanto.
—¿Pensás que puede haber cambios?
Con lo ocurrido en Bolivia era posible, casi inevitable. “¿Un cambio estratégico?”, preguntó desconfia-
do Marcos; llegaban al hotel. Se instalaron en la habitación de Marcos, pidíeron un ron —“Carta Blanca,
en la roca”— y hablaron específicamente del Congreso.
Quinientos delegados —“muchos europeos”— vinculados a la cultura, comenzarían a sesionar al día
siguiente. Sartre no había podido venir y Mateo pensó, con alguna tristeza, que Sartre ya era un hombre
con achaques, un viejo. Había otras primeras figuras que lo sustituían, era un congreso que no podía
pasarse por alto, ni en los Estados Unidos. “En nuestro país lo van a ignorar”.
El problema, según Marcos, se iba a presentar con los países socialistas europeos. Seguramente iban a
tratar de imponer, en el plano cultural, sus viejos criterios de coexistencia pacífica; “toda esa lata refor-
mista”, puntualizó.
—¿Hay muchos periodistas?
—Más de doscientos.
Entre ellos estaba la francesa autora de la nota que publicara “Paris-Match” reconstruyendo los últi-
mos momentos del Che. No la había visto nadie, pero estaba. Aunque algunos sostenían que todavía no
había llegado.
—¿La línea de los intelectuales latinoamericanos, cuál será?
—No hay una línea; hay dos. Una, encuadrarlos dentro de la lucha revolucionaria.
—¿De qué manera, como combatientes?
—Eso es cosa de cada uno.
—Entonces ¿cómo va a ser ese encuadre?
—Pensamos que se puede proponer la creación de un secretariado permanente del Congreso, que, a su
vez, se integre a la OSPAAL. La OSPAAL tiene prevista una acción en el campo cultural, pero nunca fue
atendida.
—¿Y qué piensan los cubanos de esto?
—Eso es lo que no sé.
—¿Cuál es la otra línea?
—Declaracionista. Manifestarse revolucionarios, pero defender ideas como libertad de expresión, el
sagrado derecho de la negatividad. El deber de la crítica.
—No simplifiques.
—Dejame de jorobar, todos estos tipos parecen intelectuales europeos que ven el peligro del estalinis-
mo por todos lados.
—Con Lucas pensamos...
—…¿Cuándo llegó Lucas?
Tres días, ahora estaba en Oriente, pero regresaba mañana. Había prometido estar para la apertura.
Tomaron otro trago; la conversación derivó. Marcos sacó libros, revistas, hablaban del Che, su muerte,
su vida. Mateo seleccionó varias publicaciones y se las llevó a su habitación. Comenzó a hojearlas tirado
en la cama.
Más de un millón de personas se agolpaban en la Plaza de la Revolución; la enorme figura de piedra de
José Martí no era menos silenciosa que la muchedumbre. “Metía miedo: no volaba una mosca. Era de
pinga”, le comentaría luego Federico. Era muy raro imaginar a todo ese pueblo conversador, jaranero,
mantenerse en silencio durante tanto tiempo.
Habló Fidel y nadie aplaudió, por primera vez en diez años. Luego otra vez el silencio y la música fúnebre
de Pérez Prado: la fiesta había terminado. Lo velaron durante toda la noche.
Mateo, leyendo, tropezó con aquella frase donde el Che decía que, cuando lo cotidiano se convierte en
algo maravilloso, es porque se está viviendo una revolución; la frase lo dejó sin dormir hasta la madru-
gada. Se levantó con las primeras luces. Abrió los ventanales de su habitación y salió a ver las aguas
azules del Caribe. Respiró con devoción. Enseguida se lavó la cara y pidió un café grande, solo y un jugo
de toronja.

XXIV Técnicas

—Existe un método por el cual el actor que posee cierta experiencia, puede adquirir lo que se llama un
arsenal técnico, es decir, una determinada cantidad de comportamientos, de trucos, de artimañas que le
permitan, al combinarlos de distintas maneras para cada papel, lograr un alto grado de expresividad
para complacer al público; este arsenal de medios técnicos puede no ser otra cosa que un montón de
clisés.
—Claro —dijo Albertina que estaba abiertamente fascinada con la prédica de Ega—, por eso yo nunca
hice teatro.
—¿Realmente querés hacer teatro? —preguntó Sara con más indiferencia que malicia.
—Me gustaría mucho.
—Esta clase de trabajo —continuó Ega sin perder el hilo de su exposición— es inseparable del concepto
de prostitución; la diferencia entre técnica del actor prostituido y la del actor santo, es prácticamente la
misma que la que existe entre el conocimiento del oficio de una buena prostituta y la entrega, la acep-
tación, que nacen de un amor verdadero, es decir de la ofrenda de sí mismo. En este último caso, lo que
importa es saber eliminar lo que obstaculiza para ir más allá de toda frontera imaginable. En el primer
caso se trata de acrecentar su habilidad, en el segundo de suprimir la resistencia y las fronteras. En el
primer caso se busca la existencia del cuerpo, en el segundo hasta cierto punto su no existencia.
—Me tengo que ir —dijo Sara mirando a Albertina que se había olvidado completamente de la hora
que era: antes de encontrarse con Ega habían acordado estar media hora y salir porque Albertina quería
hablar algo con Sara. Y no podían dejar la charla para más tarde porque luego, ambas, tenían que hacer.
Tomasito no abrió el pico ni siquiera para despedirse de Sara, pero tampoco hizo ademán de acompa-
ñarla: le había prevenido de antemano que tenía que hablar a solas con Albertina.
—Estoy cansada —dijo Albertina una vez que estuvieron solas, caminando rumbo al automóvil.
—¿Pensás estudiar teatro? —le preguntó Sara por toda respuesta.
—No, pero escuchar a Ega hablar de teatro es como estudiarlo.
—O como ir.
—Sabe mucho
— ¿No usa más el sillón de ruedas?
—Hoy no.
Subieron al auto.
— ¿Tuviste algún lío con tu hermano?
—A Midas felizmente no lo veo hace mucho.
Y siguió manejando en silencio. Llegaron a la Costanera Sur; estaba lluvioso y el Río de la Plata se había
tragado los barcos que a esa hora suelen andar por allí, listos para remontar el Paraná, o salir a mar
abierto.
“Tengo miedo” terminó admitiendo Albertina, después de haber detenido el coche frente a la fuente
de Lola Mora. “Se le caen los mechones” observó Sara al ver que, en efecto, el pelo renegrido y lacio de
Albertina le caía sobre los ojos, molestándola, provocándole un gesto, casi un tick, “síntoma de conflic-
to”.
Le habían propuesto hacer unos trabajos para la CGT de Paseo Colón. Necesitaban remodelar algunos
servicios y buscaban una persona que supiera algo de planeamiento. A Sara le pareció estupendo, y lo
era: hacía rato que quería trabajar en una cosa así, darle un sentido a su profesión, dejar de proyectar
en serie propiedades horizontales.
— ¿Entonces por qué tenés esa cara?
—Porque tengo miedo, Sara.
Había comenzado a lloviznar; la tarde iba cayendo y las sombras ganaban las glorietas absolutamente
vacías, el esplendor de otras épocas. Príncipes y reinas, hábiles diplomáticos husmeaban en esos espa-
cios —levantados para halagarlos— el olor del campo y de los animales.
Albertina era un ribete de ese perfume; su hermano no, se había ido muy chico de la casa cuando
consiguió ese empleo de mala muerte en Buenos Aires. Después había muerto papá, lo que iba quedan-
do del campo se fue vendiendo, ella se recibió de arquitecta, murió mamá y ahora, junto a la fuente, el
pasado es una alegoría, un macetero enorme sin plantas, sin ganado, sin extranjeros. Un horizonte ce-
rrado, una cerrazón en la que había que internarse a tientas para salir, volver la espalda a las aguas trai-
doras y subir sumisamente por Paseo Colón, donde van los que tienen perdida la fe, o el pasado.
Estuvieron un rato largo sin hablar, hasta que Sara la miró y haciéndole girar la cabeza la obligó a que
la mirara. Sus ojos estaban compungidos; enternecida le acaricié el pelo. “¿Qué vas a hacer cuando seas
grande?” y Albertina mezcló su llanto con una especie de risa infantil, agradecida.

XXV Testigos

El recinto estaba pendiente de la palabra del ecuatoriano Alberto Hadad, que había puesto contra las
cuerdas al delegado soviético. Cuando terminó, el hombre, que sobre una guayabera flamante exhibía
una serie de condecoraciones, se defendió, diciendo, con rudo acento extranjero, que era mentira que
su país mantuviera relaciones comerciales con gobiernos gorilas de América Latina. Hadad entonces lo
abrumé con datos precisos: productos comprados y vendidos, montos de inversión, fechas de operacio-
nes, etcétera.
Una rumana —con menos acento— pidió la palabra para quejarse de que los europeos fueran tratados
de semejante manera. Todos olvidaban que los soviéticos habían instaurado, antes que nadie, el socia-
lismo en el mundo. Que lo habían preservado, protegiendo de paso a toda la humanidad, cuando se
batieron contra el nazismo.
La lucha en Europa había sido cruenta y se había necesitado mucho renunciamiento, mucho sacrificio
para llevarla adelante. Hadad pidió nuevamente la palabra, pero Mateo no pudo prestar atención a su
réplica: alguien le tocó el hombro. Era Federico y, detrás de él, Lucas. Se abrazaron cálidamente, sin
decir una palabra, emocionados y alegres. Como fondo se escuchaban las risas que, seguramente, pro-
vocaba la intervención del delegado ecuatoriano; sin duda estaba en un momento feliz de la discusión,
poniendo nuevamente en retirada a los “camaradas adversarios”, como dijo en algún momento de su
intervención.
Se retiraron de la sala de sesiones, para poder hablar. Federico estaba de acuerdo con proponer la
creación de un secretariado permanente del Congreso; también la anexión de ese secretariado a la OS-
PAAL. Pero adelantó que, si bien el proyecto era en principio atractivo, podía ser inoportuno. Se hablaba
de una importante reunión del Comité Central que se produciría una vez terminado el Congreso. Se
pronosticaban, incluso, algunos cambios tácticos. En suma no se sabía muy bien qué pasaría con la OS-
PAAL y con todas las organizaciones surgidas de la Tricontinental.
Ese mediodía, cuando levantaron la sesión para almorzar, todo el mundo se fue un momento a la pis-
cina, a despabilarse un poco. Algunas personalidades eran filmadas por periodistas de los cuatro extre-
mos del mundo. Manuel prefirió ir a descansar a su habitación, antes de almorzar; se había encontrado
con Mateo un momento antes. La gente se reencontraba, se saludaba, se reconocía. Marcos conversaba
en inglés con una mujer no demasiado joven, pero muy atractiva.
Cuando Mateo se acercó, Isolda se puso a hablar con él en un español que mezclaba el acento inglés,
con el francés, vocablos castellanos, con italianos. Luego se fue a cambiar con la intención de almorzar
alguna cosa. Marcos y Mateo se tiraron al agua.
En el comedor no vio a Marcos, pero tropezó con Federico. Un momento después se sentó con ellos
un brasileño a quien Federico llamaba Juan. También para Juan la muerte del Che significaba algunos
replanteos en la política cubana. Pero no había que descuidar la incidencia que podía tener el petróleo
soviético, especialmente ahora que había fracasado una tentativa a la que, precisamente, los soviéticos
se habían opuesto tácitamente. Y no era sólo la derrota de Bolivia, sino la cristalización de la guerrilla
venezolana, el desbaratamiento dilusivo de la guatemalteca. La política cubana había sido necesaria
pero también sería difícil ahora llevarla adelante con las mismas características y, sobre todo, frente al
fenómeno global de América Latina.
—Sin embargo, el futuro de Cuba está ligado al destino del continente.
—Es cierto, pero tendrá que esperar: el proceso continental ha empezado, pero es largo.
—¿Y qué pueden hacer los cubanos en tanto?
—Dedicarse a consolidar su país, su revolución; empezar a salir del subdesarrollo. Esto es importante
para ellos, pero también para todos.
— ¿Eso los obligará a abandonar la línea de apoyo a la lucha armada?
—No tiene por qué. Lo que no podrán hacer es planificarla y además costearla. La Revolución Latinoa-
mericana es muy grande para un país tan chiquito.
Además era hora de romper el cordón umbilical de una buena vez. Era absurdo que un país tan pobre
y aislado, aportara dinero y hombres para todo un continente enorme y rico. En cada banco de cada
ciudad importante debe haber más dinero que en toda la isla junta. Y el dinero allí es producto de la
usura capitalista y aquí del trabajo. Además la gente: nosotros somos 200 millones y aquí faltan brazos.
La situación era desequilibrada, desproporcionada, y a esto se sumaba la inexperiencia, el desconoci-
miento del terreno —el caso concreto de cubanos moviéndose en otros países— que agrandaba las
dificultades. No era posible seguir ciegamente mandando contingentes a lugares remotos; era cierto
que todo es América, pero también es cierto que América es diversa, y si esto no se aceptaba se corría el
riesgo de eliminar toda dialéctica, confundir método con estrategia y entrar en callejones sin salida; no
sortear peligros salvables, recaer en desastres.
Así la guerrilla urbana se había desechado y Uruguay fue considerado un país donde era imposible
operar, ya fuera en el campo o en la ciudad. Sin embargo ahora los tupamaros estaban demostrando
que la lucha en la ciudad era eficaz y que la pelea en su país era posible. Y su estilo de trabajo era pecu-
liar, porque había nacido en el terreno. Era propio. Lenin había llegado al poder de manera muy diferen-
te a Mao. Vietnam era otra cosa distinta y así sucesivamente.
“Es cierto”, dijo bromeando Lucas que en ese momento pasaba junto a la mesa y había pescado la cola
de la conversación. Lo invitaron a sentarse, pero ya había comido y ahora tenía que hacer. Los dejó y
alcanzó a escuchar a Mateo sosteniendo que, si bien esta etapa podía favorecer al desarrollo continental
de la revolución y aliviar de paso a Cuba de una carga poderosa, por otro lado, establecía el peligro de
que Cuba, en virtud de sus apremios económicos, entrara en la égida soviética, como un satélite más,
con todo el sometimiento que esto suponía.
A Federico le parecía difícil que ocurriera una cosa semejante. Los cubanos se habían peleado dema-
siado con los soviéticos como para dar marcha atrás. Lo que sí podía ocurrir es que, con tanta pelea,
hubieran creado una base de entendimiento distinto; la posibilidad de una autonomía basada en el
propio respeto, y éste en la amenaza del rompimiento: Rusia abandona a Cuba; ésta es invadida y derro-
tada. Pero en ese caso, también sería derrotada la Unión Soviética, descompensado su equilibrio de
fuerzas.
Juan miró a una mujer de pelo castaño, no demasiado joven, pero atractiva, que entraba por donde
había desaparecido Lucas. En ese preciso momento, Lucas subía a un automóvil que lo estaba esperan-
do, uno de esos viejos Cadillacs de las épocas de Fulgencio Batista. Al llegar al aeropuerto averiguó entre
la gente de seguridad si sabían algo de la periodista francesa que venía de Bolivia. No sabían nada o “se
hacen los burros”. Era inútil haber ido, así llegara. Antes de hablar con nadie, la pondrían en contacto
con Fidel, ella, o sus informantes, habían estado con gente que había visto y hablado con el Che un mo-
mento antes de su muerte. A lo mejor con gente que lo había matado.
Sin embargo, se quedó. Por curiosidad. Un momento después, un avión estaba carreteando. No bajó
ningún pasajero y un Cadillac negro —otro— se arrimó —cosa inusual— hasta el avión, metiéndose
directamente en la pista. Por la escalerilla bajaron una mujer alta y rubia y un hombre moreno de poca
estatura. Subieron al auto que, de inmediato, se puso en marcha y desapareció. Recién después, co-
menzó a descender el resto del pasaje.
XXVI Picardía y peligros
Albertina no estaba cansada esa noche, sino por el contrario, un poco eufórica. Toda la tarde había
estado tratando de resolver la planta de un edificio, hasta que, al final, había encontrado la solución,
estaba casi orgullosa de su desempeño. Saludó a todos y se puso a charlar animadamente con Severo,
mientras los otros se abalanzaban sobre el puchero mixto en los salones legendarios —maderas y espe-
jos— del viejo “Tropezón”.
Debajo de los pelos lacios, los ojos de Albertina reían alertas e inteligentes, lanzados a una seducción
global e indiscriminada: estaba de buen humor y, en ella, la alegría segregaba inmediatamente los resor-
tes de la conquista. Era hija del dinero y, más que para la batalla, estaba condicionada para el embeleso.
Severo no era insensible a estas inclinaciones, especialmente de algunas mujeres; incluso se dejó en-
redar en una serie de elogios, aparentemente objetivos y sagaces, que Albertina hacía de su trabajo, en
la última película. Todavía no tenía fecha de estreno, pero venían de ver una privada, la primera, “para
los amigos”.
Sin saber cómo, Severo se lanzó a contar anécdotas de su infancia. Albertina lo escuchaba aparente-
mente fascinada por esas historias. La vanidad de Severo no salió ilesa de la artimaña. Sin embargo la
confidencia provocó alguna complicidad y, de esa situación, se puede pasar al lecho o a la amistad; o a
ambas cosas, según calculó ambiciosamente Albertina. De todas formas la complicidad, en el peor de los
casos, era divertida, hasta gratificante.
Así descubrieron que, a los dos, les gustaba contar mentiras delante de gente que los conocía y, segu-
ramente —a menos que fueran idiotas—, llegaría a descubrir que estaban mintiendo. Además, qué
maravilla era cruzar una calle haciéndose el rengo o el tartamudo o el loco, preguntándole cosas inve-
rosímiles a la gente. Sin embargo, Severo había tenido que resignar estas diversiones porque, en la calle,
lo conocían: prácticamente todo el mundo.
Había tenido que suplir aquellos placeres por otros nuevos y adecuados a su celebridad, como besar
en la boca a las mujeres conocidas que le ofrecían inocentemente la mejilla a manera de saludo.
—¿Y ellas qué dicen?
—Casi todas se quedan atónitas.
—¿Y los demás no se dan cuenta?
—No; ahí está la gracia: no me ha pescado un solo marido, un solo novio, el menor simpatizante; el
amante, el encarnizado, el distraído, el celoso; nadie.
—No te puedo creer.
—¿No me crees? Te voy a hacer una demostración.
—¿Una demostración?
—Sí; te voy a tocar una teta y nadie se va a dar cuenta.
—Dejate de jorobar.
—¿No querés jugar?
No contestó, pero reía para adentro y con picardía; miró hacia todos lados hasta que sintió en el pecho
la mano fulminante de Severo que ya se había replegado.
—Me parece que Schneider se dio cuenta.
En realidad Schneider estaba escuchando a Ega que le hablaba de Artemidoro Daldanios, más preci-
samente de su época, es decir la de Antonino el Piadoso. Severo los observó un instante y luego con-
cluyó:
—Ni por broma.
—¿Cómo sabés?
—Si me hubiese sorprendido, cuando lo miré se hubiera puesto colorado.
—¿Es vergonzoso?
—No sé. Reprimido, más bien. Puritano.
En realidad, era más simple: le faltaba fogueo, quilombo, según reza la sabiduría de barrio. Emma no
había venido; Cándido tampoco. Enriqueta empezaba a despedirse y Albertina le pidió que la llevara.
Severo le dijo que él podía llevarla en media hora, pero Albertina estaba muy cansada.
Esta vez mentía; en realidad esperaba en su casa un llamado importante. “Habla Víctor”, dijo una voz.
“Podemos pasar por allí dentro de media hora”. No había inconvenientes. Media hora después llegaba
Víctor con unos paquetes; los dejó y se fue. Antes le dio algunas explicaciones someras, como que no los
dejara en lugares húmedos o calurosos. Un medio inadecuado podía alterar las sustancias y no era con-
veniente que esto ocurriera.

XXVII La ausente

Con algún mal humor, Lucas llegó al hotel donde ya las sesiones habían comenzado en algunos salo-
nes. Mateo estaba terminando en ese momento su moción; no se le escapaba que, tanto la mesa que
presidía el debate, como los cien delegados que integraban esa comisión, recibían con cierta frialdad la
propuesta.
Se trataba de la creación del secretariado permanente del Congreso, y de su anexión a la OSPAAL. Una
intervención disparatada de una de las delegadas, desvió el tema, produciendo una explosión de hilari-
dad. Cuando amainó, Mateo hizo notar a la mesa que “mi intervención tiene carácter de ponencia”.
Correspondía entonces votar, para que se determinara si se incluía o no en el informe final que la comi-
sión elevaría a la sesión plenaria.
“No hay clima”, comentó Federico; “no”, confirmó Lucas. No obstante la moción fue aprobada; cabía
esperar ahora la importancia que se fuera a dar al informe de la comisión y qué lugar ocuparía en la
declaración final: recomendación o resolución. Marcos fue hasta el bar a tomar un trago y, mientras
pedía un daiquiri, alguien lo abrazó: era Carlos. Luego de un momento de silencio, se saludaron a la
cubana, como quien cumple con una consigna.
—¿Y qué?
—Aquí.
Carlos, sin su uniforme verde oliva, parecía desnudo; o llevarlo puesto. Con esa misma camisa de man-
gas cortas que tenía ahora, lo había despedido hacía ya más de un año en el hall principal de ese mismo
hotel, diciéndole “te quiero”, que es lo que dicen en el Caribe cuando alguien quiere a alguien.
Tácitamente se sabía que la guerra comenzaba; que el Che andaría por allí, en algún paraje de Améri-
ca. Concertaron que alguien lo buscaría en Buenos Aires —“vengo de parte de Carlos, del bar ‘Las Anti-
llas”— y él se pondría a disposición de esa persona para la tarea y en el lugar que le encomendara.
Cuando los diarios dieron la noticia de que un grupo guerrillero había comenzado a operar en Bolivia,
Marcos inició los aprestos, veló las armas. Pero pasaron los días y los meses. La ansiedad fue creciendo y
la espera y la soledad —no tener nadie con quien hablar ni poder hacerlo— convirtió la expectativa en
desesperación. Especialmente cuando llegaron las malas noticias después de las pequeñas victorias
iniciales; hasta que la noticia llegó a ser la muerte del Che, y todavía nadie había acudido a la cita, tam-
poco después. Nunca.
—Esperé alguna noticia de ustedes.
—No pudimos comunicarnos.
—¿Ni una carta?
—La persona que tenía que verte, quedó, viejo.
—¿Dónde?
—En Bolivia.
Tomaron un trago en silencio —“vengo de parte de Carlos, del bar ‘Las Antillas”— aunque hubiese
gritado la contraseña, estaba demasiado lejos aquel vado; la emboscada. La voz de Ana se ahogó, con
tanta distancia. Él contaría la historia hasta que regresara su voz de aquellos precipicios, a esos oídos
que, como los suyos, no habían escuchado las palabras claves de aquel cuerpo rendido y victorioso.
Quiso saber cómo había sido lo del Che, pero mucho más de lo que se conocía no pudo o no quiso
decirle. Errores y traiciones. También mala suerte, porque “un revolucionario pelea para ganar o morir y
cualquiera puede ser muerto en cualquier momento”.
—Pero este no era un cuadro común.
—El Che, viejo, sabía lo que hacía. Lo más importante para él era poner en marcha la revolución en el
continente, costara lo que costara.
Isolda pasó cerca de allí pero Marcos no la vio. Tampoco vio a Gaspar que se sentaba a una mesa y se
ponía a leer unas cartas, cuyas hojas iba dejando a un costado como si las desechara.
—El asunto es saber si no tenía otros caminos.
—Los había agotado, él era un hombre muy prolijo.
—No sé, pero pienso que además de las traiciones y de la mala suerte, habría que analizar básicamente
los errores.
—Es lo que estamos haciendo, compañero.
—Ver si no hubo un mal planteo inicial.
—Puede ser, pero todo planteo inicial tiene que ser deficiente. Para perfeccionarlo, hay que probarlo en
la práctica.
—Ya se probó, ya fracasó.
—No del todo. El fracaso ha sido militar, no político.
—¿En qué reside el éxito político?
—Tú me vas a decir.
—¿Hay que esperar los resultados?
—No mucho.
Tomaron un nuevo trago en silencio. Marcos volvió a quejarse: bien, nadie lo fue a buscar porque la
persona destinada para hacerlo había sido muerta antes de que cumpliera esa —como seguramente
otras— misión. Pero una carta: ¿por qué no mandaron al menos una carta por cualquiera de las vías
convenidas? “Es que estos meses han sido del carajo”. Y de esta explicación no salió.

XXVIII Baldazo de agua fría

Lucas vio al pasar algunas caras conocidas en las mesas y en la barra, pero prefirió seguir de largo,
porque quería dejar algunos papeles en su habitación. No había nadie esperando ascensores, salvo una
mujer delgada y elegante. Había visto esa cara.
Cuando entraron al ascensor, esperó que la mujer indicara el piso y, preventivamente, indicó el piso
anterior. Hizo memoria y ese rostro figuraba para él en dos planos distintos de tiempo; también en dos
calidades, pero no podía descubrir de dónde esos rasgos hacían señales que él registraba.
Bajó, sin poder resolver el enigma y, siempre por instinto, trepó las escaleras hacia el piso superior. Se
encontró cara a cara con la mujer; lo miraba inquisitivamente, con mezcla de fastidio y cansancio, hasta
que en un acento bastante penoso y en un español con evidente tonada francesa, le propuso que le
dijera directamente qué quería de ella, en vez de andar jugando al agente 007. Era la periodista que
recién había visto—de lejos— desembarcar de un avión y, antes, sonreír desde las páginas de la revista
“Paris-Match”.
Se arregló la garganta, salió de su desconcierto y, recompuesto, le confesó sin rodeos que estaba es-
cribiendo un libro sobre el Che. Su ayuda podía resultarle muy valiosa, por ejemplo si le adelantaba más
datos sobre la circunstancia de su muerte; cosas que no hubiese podido publicar en su nota, él por su-
puesto aclararía que esos datos habían sido suministrados por ella.
Al entrar al bar, Mateo se encontró, prácticamente cara a cara, con Gaspar que seguía leyendo sus
cartas. “¿De Enriqueta?”; sí, de Enriqueta. La persona que estaba con Marcos se despidió y se fue; Mar-
cos se arrimó a la mesa. Gaspar le contó que, justamente, Enriqueta se había encontrado con Sara. Fue
un vernissage; “estaba con Emma y con dos pibes que fueron alumnos míos.
“Lamentablemente”, dijo ella con una sinceridad de la que nadie podía dudar, había publicado todo lo
que sabía. Es más, sospechaba que su informante hubiese contado más cosas de las que realmente
habían ocurrido; en este sentido —lo reconoció— había sido un poco incauta o apresurada. También
Lucas le explicó que, otra cosa que le interesaba, era conseguir contactos en Bolivia. Tampoco era posi-
ble: su único contacto era el periodista que le había vendido la información publicada y que ni siquiera
estaba en Bolivia, sino que había viajado con ella: juntos habían llegado hacía un momento.
Lucas la invitó a tomar una copa en su cuarto; sirvió dos tragos de Añejo sin hielo y conversaron del
viaje, de algunos detalles, como la desaparición de la escuela —la habían demolido— en la que fue eje-
cutado y de la maestra que había hablado con él poco antes de que lo mataran: también había desapa-
recido del mapa. Lucas comenzaba a entusiasmarse con la conversación y con su “colega” —así la llama-
ba—, pero ella se puso sorpresivamente de pie y le rogó que la disculpara: quería irse a descansar un
rato. Y era razonable; hacía aproximadamente una semana que estaba viajando y, por lo tanto, dur-
miendo en los asientos de diversos aviones.
Un momento después, llegaron Juan y Federico que se pusieron a charlar animadamente con Mateo.
Esto le permitió a Marcos aislarse un poco; se sentía como mareado; también le dolía terriblemente la
nuca y tenía ganas de tomarse una botella de ron, o partírsela en la cabeza al primer desgraciado que
pasara.

* Estos textos pertenecen a la serie de ocho notas del periodista Pedro Leopoldo Barraza, aparecida la
primera de ellas en la revista “18 de Marzo” y las restantes en la revista “Compañero” en el año 1963,
bajo los títulos: “39 días de terror”, “S.O.S. a Vandor”, “Buscado: Alberto Rearte” y “Reconocen a los
criminales”.

CAPITULO CUARTO

El 1 de mayo de 1968 la CGT de los Argentinos lanzó un “Mensaje a los Trabajadores y al Pueblo”, que
inmediatamente alcanzó fuerza programática y empezó a llamarse, en efecto, Programa 1 de Mayo.
Este programa iba a presidir en 1968 y 1969 no sólo las luchas propias del movimiento obrero, sino las
acciones de amplios sectores convocados para enfrentar a la dictadura, la oligarquía y el imperialismo.
Este es su texto que apareció firmado por el Consejo Directivo de la CGT de los Argentinos:
La situación del país no puede ser otra cosa que un espejo de la nuestra. El índice de la mortalidad
infantil es cuatro veces superior al de los países desarrollados, veinte veces superior en zonas de Jujuy
donde un niño de cada tres muere antes de cumplir un año de vida. Más de la mitad de la población está
parasitada por la anquilostomiasis en el litoral norteño; el cuarenta por ciento de los chicos padecen de
bocio en Neuquén; la tuberculosis y el mal de Chagas causan estragos por doquier. La deserción escolar
en el ciclo primario llega al sesenta por ciento; al ochenta y tres por ciento en Corrientes, Santiago del
Estero y el Chaco; las puertas de los colegios secundarios están entornadas para los hijos de los trabaja-
dores y definitivamente cerradas las de la Universidad.
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
No queda ciudad en la República sin su cortejo de villas miseria donde el consumo de agua y energía
eléctrica es comparable al de las regiones interiores del África. Un millón de personas se apiñan alrede-
dor de Buenos Aires en condiciones infrahumanas, sometidas a un tratamiento de gueto y a las razzias
nocturnas que nunca afectan las zonas residenciales donde algunos “correctos” funcionarios ultiman la
venta del país y donde jueces “impecables” exigen coimas de cuarenta millones de pesos.
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
La CGT de los Argentinos no se limitó el 1 de mayo de 1968 a proponer un programa. Ese mismo día
apareció en cuarenta mil ejemplares el número 1 del periódico CGT. Pero lo más importante fue la deci-
sión de ganar la calle en una serie de actos públicos que no se realizaban desde junio de 1966. Los luga-
res elegidos revelaban ya cuáles eran, a juicio de la nueva conducción, los puntos débiles del régimen:
Tucumán, Rosario y Córdoba. En el Gran Buenos Aires, el acto se hizo en San Justo, contando con la
regional de La Matanza.
El acto que Ongaro presidió en Córdoba resultó el más pacífico de todos. Cinco mil espectadores
aplaudieron su discurso en el Sport Club. Antes habían ovacionado a Agustín Tosco de Luz y Fuerza, que
junto con las bases de SMATA sería un año después la espina dorsal de los acontecimientos que sacudie-
ron a la ciudad.
En las afueras de Tucumán, los obreros de FOTIA hicieron barricadas con troncos, respondieron con
piedras a las cargas policiales. En Bella Vista la procesión de San José Obrero fue disuelta a palos y a
bayonetazos. Ni la imagen del santo, ni la iglesia se salvaron de las granadas de gases. El padre Amado
Dip fue apaleado. Un manifestante cayó herido por una granada en la cabeza.
En Rosario la represión fue brutal. Hubo doscientos detenidos y decenas de golpeados, entre ellos un
periodista.
En San Justo seiscientos policías batallaron durante tres horas con diez mil manifestantes que respon-
dieron con piedras a las granadas. A las seis de la tarde había trescientos detenidos.
El gobierno y los diarios del régimen trataron de minimizar estos episodios en que participaron más de
treinta mil personas y dejaron setecientos detenidos. Pero el “congelamiento” de que hablaba Ongaro
estaba quebrado. Los actos del 1 de mayo de 1968 fueron el primer eslabón del proceso que no han
querido ver los que hablan del “cordobazo” como un estallido imprevisto y espontáneo.
Entre tanto el vandorismo se movía, después de impugnar el Congreso Amado Olmos, en perfecto
acuerdo con San Sebastián. El 4 de abril reunió en Azopardo a su propio Comité Central Confederal don-
de dialoguistas y colaboracionistas coincidieron en convocar un nuevo Congreso para el 30 de mayo.
Cinco días más tarde y con el fin de presentar un plan de labor, crearon una comisión de 17 integrada
por los dialoguistas Vandor, Castillo, Cavalli, Izetta, March, Carrasco, Pomares, Pucciano, Rachini, Alon-
so, Juan Rodríguez, y los colaboracionistas Coria, Peralta, Félix Pérez, Rosales y Zorila. Esta Comisión
designó a su vez una especie de secretariado en que se mezclaban Vandor, Alonso y March, con Félix
Pérez y Peralta.
Entre todos elaboraron un documento dado a conocer el 19 de abril en que se afirma: “Existe una sola
CGT, la que tradicionalmente respetuosa de las normas orgánicas se vio impedida de realizar un Congre-
so normalizador en los días 28, 29 y 30 de marzo”. Calificaba de “tendencia minoritaria” a la que se hab-
ía expresado en el Congreso “Amado Olmos” y con lenguaje policial alertaba contra “los extremismos”
que allí se habían desatado al mismo tiempo que denunciaba una “conspiración liberal”.
Curiosamente los diarios liberales coincidían en esos ataques. El 3 de abril “La Prensa” había calificado
de “fracaso total” el Congreso “Amado Olmos”; el 29 “La Nación” tildaba de “subversivo” el Programa
del l de Mayo que aún no se había dado a conocer, y el 29 de mayo “Clarín” acusaba a Ongaro de acau-
dillar un contubernio en que figuraban “nacionalistas reaccionarios, socialistas de Coral, comunistas de
la línea Codovilla, radicales del pueblo, extremistas castristas, chinoístas, etc.”.
Esta línea burdamente macartista, esgrimida por el vocero del frigerismo y la Standard Oil, coincidía
con las intenciones de Vandor de transformar la división de la CGT en un pleito partidario. La maniobra
fue momentáneamente desbaratada por Perón, quien ordenó a su delegado Jerónimo Remorino disol-
ver el instrumento político del vandorismo: las 62 Organizaciones. Remorino cumplió la orden el 20 de
mayo, pero el intento resurgiría después con renovada fuerza y mejor éxito.
El “congreso” de Azopardo resultó una farsa completa, con quorum rejuntado a último momento. Los
delegados no representaban ni a una quinta parte de los trabajadores sindicalizados, ya que ni siquiera
asistieron los colaboracionistas declarados, como Coria. El secretariado quedó constituido por ocho
figuras menores que presidía el molinero Vicente Roqué. En segunda fila, como simples vocales se ali-
nearon los “elefantes blancos” Vandor, March, Alonso, Fernández, Rosales, Castillo, Cardozo, Norese y
Elorza.
Predominaron los vandoristas, pero había un colaboracionista notorio, el aceitero Estanislao Rosales, y
otro que no tardaría en pasarse: José Alonso. El frondizismo estaba representado por Eleuterio Cardozo,
traidor en 1959 de la huelga de los frigoríficos, y Liberato Fernández, autor en febrero de 1967 de la
famosa tesis del “repliegue táctico” que sirvió para levantar el Plan de Lucha de la CGT y dejar abando-
nados a los portuarios y ferroviarios.
Maximiano Castillo, del Vidrio, compartía con Vandor el dudoso privilegio de haber integrado el grupo
atacante en el tiroteo de “La Real” de Avellaneda (mayo de 1966) donde fueron asesinados Rosendo
García, Domingo Blajaquis y Juan Salazar. Armando March era ya célebre por sus perros de caza y su
colección de cuadros, pero no había alcanzado la apoteosis de la fama que le dio la estafa del Banco
Sindical. No faltaba siquiera un representante patronal: Elorza, propietario de “La Posta del Mangrullo”.
La exclusión de Coria y otros le permitió a Azopardo renunciar al incómodo mote de colaboracionista y
pasar a llamarse “legalista”, lo que teniendo en cuenta la absoluta ilegalidad del congreso era por lo
menos una ironía.
La postura que asumió la nueva conducción pretendía ser intermedia entre el colaboracionismo y la
oposición. Se atacaba la política económica de Krieger Vasena, dejando a salvo el gobierno de Onganía.
“Yo tengo fe en su honradez y buenas intenciones”, declaraba el ventrílocuo del frigerismo Liberato
Fernández.
El gobierno no tenía nada que temer de esta CGT paralela. Los trabajadores, sí. De ella surgieron la
Comisión de los 20 y la actual Comisión de los 23.
Entretanto, la rebelión de las bases, impulsada por la CGT de los Argentinos avanzaba rápidamente,
sobre todo en el interior. Aún antes del 1 de Mayo se habían adherido a ella las regionales de Salta,
Tucumán, Villa Mercedes de San Luis, Santa Fe, Rosario, Rufino, La Matanza, La Plata y Tres Arroyos. El
29 de abril Adolfo Cavalli perdía en elecciones diez de las veintidós filiales de SUPE: tres de ellas prota-
gonizarían más tarde la huelga petrolera. El 11 de mayo, 37 de los 50 gremios cordobeses se pronuncia-
ron por la nueva CGT y constituyeron la regional. Ongaro, presente en el acto, anunció: “Desde Córdoba
iniciaremos en profundidad la gran revolución del pueblo”.
Días más tarde se pronunciaban Mar del Plata y San Juan. En Buenos Aires, la 53 Asamblea de Delega-
dos de La Fraternidad, se colocaba “del único lado que cabe a una organización gremial... del lado del
pueblo”, según la declaración de Cesáreo Melgarejo que traicionaría después.
El 3 de junio se normalizaba la regional de Olavarría, el 12 San Martín, el 14 Cañada de Gómez, el 16
Carhué, poco más tarde Villa María. No hubo un sindicato colaboracionista que no sufriera algún desga-
jamiento en todos los rincones del país.
Con estas sumas de fuerzas, la CGT de los Argentinos se aprestó a librar una segunda batalla. La fecha
elegida fue el 28 de junio, segundo aniversario del golpe de Onganía.
Por esos días sesionaba en Suiza la 52’ Asamblea de la Organización Internacional del Trabajo. Ongaro
tenía en el bolsillo una invitación y un pasaje. En vez de ir a Ginebra fue a alentar la chispa de la rebelión
en los ingenios tucumanos.
La última semana de junio bajó a Córdoba, coordinó con los dirigentes de la regional el acto del 28. En
la colonia de vacaciones de los gráficos recibió a los líderes de 14 fracciones estudiantiles. De esa reu-
nión surgió un protagonista importante en las acciones que se avecinaban: El Frente Estudiantil en Lu-
cha. Un periodista del diario “Córdoba” lo entrevistó:
Pregunta: ¿Cómo explica el acercamiento a la CGT de sectores políticos tan disímiles como el peronis-
mo, el radicalismo, la democracia cristiana o los grupos de izquierda?
Ongaro: En 1806 y 1807 sufrimos invasiones y ello convocó a los hombres de nuestro pueblo para
enfrentar esa invasión sin diferencias de credos, razas o ideologías. Hoy Argentina es un país invadido y
ocupado, y nos hemos convocado nuevamente para desinvadirlo y desintervenir esta tierra.
***
—¿Dónde está Ongaro?
Cuando el general Lanusse pronunció estas palabras en el oscurecido Barrio Clínicas de Córdoba, era
un hombre menos importante que hoy y tal vez más asustado. Las balas picaban en las inmediaciones y
se lo veía pálido en su uniforme de fajina y traje de combate a la luz de las bengalas.
El 28 de junio de 1968, estudiantes y obreros ocuparon treinta manzanas de la ciudad, emplazaron
francotiradores y rechazaron a la policía desde las nueve de la noche hasta las tres de la madrugada.
En los alrededores de la CGT cordobesa los choques fueron violentísimos. Nuevamente se vio a la
policía retroceder, con fuertes bajas, frente a las piedras de los manifestantes. La cifra de los detenidos
—más de ochocientos— probaba el carácter masivo de las demostraciones. Un estudiante resultó heri-
do de bala en la cabeza.
Un año después, cuando de todas las casas llovían piedras sobre las tropas de represión, el general
Carcagno también se acordaría de las invasiones inglesas que intencionalmente evocó Ongaro.
Rosario hizo igualmente un ensayo general para los episodios de mayo y setiembre de 1969. Por pri-
mera vez desde setiembre de 1955 aparecieron barricadas en las calles y los manifestantes respondie-
ron con bombas Molotov a las balas policiales.
En Buenos Aires, un discurso terrorista pronunciado a última hora del 27 de junio por el ministro Borda
precedió a la mayor concentración represiva que se haya visto en la ciudad. Diez mil policías en un perí-
metro de cuatrocientas cuadras con centro en Plaza Once impidieron manifestaciones masivas. Medio
centenar de escaramuzas produjeron 512 detenidos.
Violentos choques en La Plata y Mendoza complementaron el cuadro de este segundo desafío a la
dictadura. La huelga estudiantil fue total en el país. El número de detenidos sobrepasó los mil quinien-
tos.
Cuando estas cosas ocurren el régimen tiene dos alternativas: silenciarlas o culpar a los extremistas. El
primer cordobazo fue relativamente silenciado. En mayo y setiembre de 1969 ya no habrá lugar para el
silencio.
Los sectores del gobierno más ligados al imperialismo advirtieron, sin embargo, el peligro de las movi-
lizaciones populares. El 1° de julio un editorial de “La Prensa” censuraba “los desórdenes, desmanes,
atentados y agresiones producidos el 28 de junio”, reconocía “la alianza de estudiantes y obreros” y
culpaba al gobierno por denunciar solamente al “comunismo” y no al peronismo. Poco después la Voz
de la CIA, Juan José Taccone, clamaba contra “el aventurerismo tremendista” de Ongaro, y aprovechaba
para señalar desde la revista “Dinamis” que “la de Azopardo sigue siendo la única central obrera”.
Entretanto, la maniobra de convertir el proceso de la CGT en un pleito interno del peronismo obtenía
su primer triunfo gracias a la acción del delegado Jerónimo Remorino, que cuarenta y ocho horas antes
de los actos del 28 de junio, programados en común como parte de un amplio frente político, les retira-
ba su apoyo argumentando que “agitar extremas banderas revolucionarias sólo servirá para alejar el
tiempo de las soluciones”. Esta declaración del político vinculado a los monopolios norteamericanos y
franceses le valió la felicitación simultánea de Augusto Vandor y Rogelio Frigerio, según la revista oficial
“Confirmado” del 15 de agosto.
En combinación con esta maniobra, el vandorismo arrebataba dos gremios: Municipales y Sanidad. La
defección de Municipales, encabezada por Néstor Mazza, coincidió con la colocación de la piedra fun-
damental de un edificio de catorce pisos financiado por la central amarilla norteamericana, AFLCIO y por
el IADSL, Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre. El caso de Sanidad era más grave,
ya que la escisión promovida por los dirigentes Buezas y Calace afectaba al gremio de Amado Olmos,
que había sido vanguardia ideológica en la lucha que precedió al Congreso Normalizador.
A esta ofensiva combinada contra la CGT de los Argentinos, se sumaron una serie de procesos judicia-
les. Los demandantes eran el jefe de la SIDE, general Seflorans, el dirigente José Alonso y el fiscal Silvano
Becerra; los cargos iban desde el desacato hasta la instigación a la rebelión.
La CGT de los Argentinos respondió profundizando la lucha en el interior. En estos meses Ongaro y
otros dirigentes recorrieron prácticamente todo el país. El 11 de julio se normalizaba la regional La Plata;
el 30, Mendoza.
El 13 de agosto estalla en Córdoba un nuevo anticipo de las luchas de 1969. Tres mil mecánicos de IKA
Renault, brutalmente agredidos por la policía cuando pretendían entrar al trabajo en la planta de Santa
Isabel, reaccionaron alzando barricadas y rechazaron con piedras los ataques hasta que cayó sobre ellos
una lluvia de balas que dejó seis heridos, uno grave.
El 16 de agosto se reúne en Buenos Aires el primer Comité Central Confederal de la CGT opositora.
Tiene una característica que en ese momento pasa casi inadvertida, pero que abre una nueva etapa en
la historia del parlamento obrero: además de las treinta y siete organizaciones adheridas, participan con
voz y voto los delegados de cuarenta y nueve regionales del interior, ya normalizadas o en proceso de
normalizarse.
Junto con las primeras críticas a la conducción, asoma el señuelo de la “unidad” que ya entonces agita
vigorosamente al vandorismo. A ambos temas se refiere Ongaro en la primera parte del discurso que
pronunció esa noche para fundamentar el nuevo plan de acción propuesto por el Consejo Directivo:
“El 27 de marzo, compañeros, estábamos todos jurídica y legalmente en una sola CGT. Estábamos en
un edificio, había una comisión delegada, pero no éramos capaces de poner en marcha los reclamos de
los trabajadores. Estaban unidos aparentemente los dirigentes, pero allí estaba la 17.224 y no pasaba
nada; y estaba la 17.310, y la 17.401, las congelaciones y las prohibiciones, la falta de libertad y la des-
trucción de la soberanía popular. Quiere decir que, aunque aparentemente no teníamos eso que hoy se
llama división, no éramos capaces de congregarnos cincuenta trabajadores para realizar un acto público.
El último que se intentó fue el 19 de diciembre de 1967, y ustedes recuerdan que ni oradores se pudo
conseguir, ni siquiera un dirigente que tuviera la buena voluntad de poner el nombre. Es cierto que
tenemos problemas, pero ¿qué había el 27 de marzo, cuando teníamos esa aparente unidad en un edifi-
cio, una comisión delegada, un estatuto? A partir del 28 de marzo tuvimos que improvisar una casa para
que se retinan los trabajadores que quieren pelear por los viejos ideales y los viejos principios; no ten-
íamos ni una hoja de papel, no teníamos ni el sello ese que dice CGT. Nosotros nunca hemos sido profe-
sionales del sindicalismo. El 28 de marzo nosotros y ustedes tuvimos el coraje y la dignidad de poner la
cara. Sabíamos lo que íbamos a enfrentar, todos los poderes del país contra nosotros. Lo dijimos en el
Congreso normalizador: de entrada íbamos a ser comunistas, extremistas, partidarios de ideologías
extrañas; después íbamos a tener connivencia con todos los golpes que ha habido y que hay por allí;
conspiración que haya, aunque sea esa de los cafés, ahí estamos nosotros; cualquier clase de asociación
que pueda irritar al sentimiento argentino, ahí estamos nosotros. ¿Vamos a pasar el tiempo desmintien-
do, corrigiendo? No. Esta CGT no tiene medio año de vida todavía. Hemos avanzado a marchas forzadas,
superando la inacción y la complicidad de los que todavía siguen implorando entrevistas para pedir
derechos, para exigir que nos devuelvan lo que nos han quitado. Nosotros, que salimos de la nada, lógi-
camente tenemos un montón de dificultades. No podemos ofrecerles resultados brillantes, cuando todo
en el país está prohibido y clausurado.
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
Esta es la lucha del pueblo argentino. El sindicalismo solo no puede arreglar el problema nacional. La
liberación es una tarea que no la puede hacer solo el sindicato, que muchas veces de buena fe ha creído
que la exclusiva defensa del interés sindical le garantizaba el bienestar. ¿Cuántos años hace que estamos
en eso y adónde hemos llegado con eso? El sindicato tiene que estar al lado de todos los demás sectores
nacionales, de todas las organizaciones populares para rescatar a la nación. Si el barco en que vamos
está agujereado, no hay primera ni segunda ni sala de máquinas. La CGT pone primero y sobre todas las
cosas al país. A nosotros no nos duele sólo el desempleo, el salario congelado, las fábricas que se clausu-
ran; nos duelen también los desalojos, la entrega de la industria y los estudiantes apaleados. Por eso
hemos llamado a todos los sectores con vocación nacional y que expresan corrientes populares —no a
las minorías entregadoras—. Esto es lo que debe analizar esta noche el Confederal. Esta es una hora de
hacedores, una hora de acción. Las recetas, los catálogos y los programas están todos hechos. La libera-
ción nacional y la revolución social, que son sagradas para los trabajadores, también han sido escritas en
algunos casos con testimonios de sangre, pero falta hacerlas. Cómo hacerlas, es el problema que se nos
plantea a todos”.*

XXIX El discurso del método

En el ascensor Lucas se encontró con Marcos y le propuso que fueran juntos a la habitación de Hadad,
el delegado ecuatoriano. Cuando entraron, hablaban de mujeres. “Cuando tú te enamoras —aseguraba
Hadad— no tendrías por qué estar obligado a prometer que eso va a durar toda la vida”. Gaspar le re-
cordó que ya nadie se planteaba las cosas de semejante manera: “Ellas sí, aunque no lo digan; por eso
uno tiene un cierto pánico, hasta de enamorarse. Imagínate, después te condenan a hacer el papel de
enamorado por el resto de tu vida, como le pasó al pobre príncipe de Gales”.
Para Gaspar, Hadad confundía enamoramiento con amor:
“¿Y qué diferencia hay entre una cosa y la otra?” Gaspar le explicó que el enamoramiento era “el nar-
cisismo, el espejo”, con algunos síntomas de entusiasmo y hasta de calentura. El amor, en cambio, era lo
que se va construyendo día a día; el afecto que se elabora y que, por tanto, puede crecer.
Hadad no entendía y pidió que le explicaran qué diferencia existe entre el amor de Gaspar y el cariño
que surge entre dos amigos: “es como un incesto compadrito”. Faltaban los elementos pasionales que
siempre terminan despatarrando toda tarea ordenada de construcción: “por eso las parejas se encuen-
tran, se aman y después estallan, o se aburren; o se soportan”.
Para Manuel el criterio de Hadad estaba impregnado de ideología burguesa: Claro —replico Hadad—,
somos burgueses”, y había que dejar pasar muchos años antes de pretender la desaparición de los dis-
tintos estigmas de clase. Sin embargo, para Manuel, algo se podía ir haciendo.
_¿Qué cosas? ¿Quién puede profetizar qué destino tendrá el matrimonio?
—No hablo del matrimonio.
—Bueno, la pareja o como quieras llamarle. ¿Quién puede profetizar qué será de ella?
—Negás toda posibilidad de cambio; eso no es muy revolucionario que digamos.
—Que uno sea revolucionario, no quiere decir que tenga que ser tonto. Yo no niego los cambios; sola-
mente dudo de que algunos cambios me toquen.
—Sin embargo hay algo que existe; si querés, una forma precaria de amor, pero existe: es una realidad.
—Es lo que vengo diciendo desde el principio, Mateo. Pero si el amor es nada más que eso, yo propongo
que se lo tome como lo que es, no como lo que tendría que ser. Y silo admitimos, habrá que empezar a
llamar a las cosas por su nombre; a esa larva de amor, enamoramiento, si quiere Gaspar. Y al otro, al
duradero, al de los afectos estables y sin sobresaltos, pragmatismo.
—Escepticismo.
—No, Marcos. Todavía no sabemos concertar todas nuestras partes y ponerlas al servicio de ese senti-
miento global y enorme que llamamos amor. Y eso es todo, y además me ha salido como un bolero:
falta la Burke.
—¿Y por qué vos preferís el enamoramiento al pragmatismo?
—Porque me hace sentir el gusto de lo que debe ser el amor; es como la naturaleza, el instinto de algo
más completo.
—¿Y de las pequeñas cosas de la vida de relación, no surge ese gusto?
—No conozco a nadie que lo haya paladeado.
—Eso no es cierto.
—¿Vos lo has sentido? Puede ser: pero cuánto tiempo te lleva tener unos pedacitos, digamos agrada-
bles. La empresa te puede tragar toda la vida de uno, que será una cosa muy insignificante, una “vidita”,
pero es la única que tenemos.
Gaspar se sintió casi derrotado y miró desafiante a los demás. Se detuvo en Marcos y le preguntó su
opinión: “Yo estoy de acuerdo con Hadad”. Lucas saltó divertido del sillón en el que se había estirado
con atención oriental, y miró a Manuel. Gaspar de inmediato le reprochó a Marcos que, teniendo una
mujer como la que tenía, estuviera de acuerdo con Hadad: “con Sara se ha dado un problema de afini-
dades desencontradas”. Para Hadad era lo peor, lo más difícil de resolver. Era un problema análogo al
de las naturalezas compartimentadas, a las inteligencias dispersas.
—¿Y vos qué opinás de todo esto?
Mateo miró a Manuel.
—Me interesa.
—¿Qué te interesa?
—Este problema.
—Bueno, pero ¿qué opinás?
—No sé, no lo tengo claro.
—Es una costumbre: cuando hay que poner las cartas sobre la mesa, ustedes se van al mazo.
—¿Quiénes son “ustedes”: Lucas, Mateo y yo? Yo he dado mi opinión; Mateo duda.
—Y Lucas no ha dicho ni mus.
—Es que nosotros somos hombres de acción, Gaspar, de pocas palabras.
—Yo también, y para no olvidarlo, cada vez que me acuesto, recuerdo esta frase...
Hadad se puso de pie para decirla.
—“Desde que tengo un techo sobre mi cabeza, me parece que cada noche mi cama lanza un llamado
hacia un cuerpo de mujer.”
—¿De quién es esa frase?
—De Pietro Aretino.
—Literatura.
Manuel también se había puesto de pie con alguna violencia. Todos lo miraron, casi con curiosidad.
—Viven a través de las cosas leídas, escritas. Ustedes no son hombres de acción.
Fue hacia el ventanal y miró largamente la ciudad iluminada.
—Por eso la mujer sigue siendo un adorno, el famoso objeto de placer y nada más. No quiero ni pensar
lo que sienten en el fondo de su corazón por la clase obrera.
—Más o menos como vos: no somos tipos tan distintos.
—Yo me he sacado de encima muchas cosas en las cuales ustedes se regodean.
—¿El señor es vanguardia?
—Ojalá. Pero con respecto a ustedes sí.
—Me permito recordarte que quienes van a hacer la revolución son ellos, por más buena letra que no-
sotros hagamos.
—Tampoco es cuestión de hacer ex profeso mala letra.
—Estamos en vías de caer en algo así como el puritanismo, si no me equivoco. Por casualidad, ¿no te
parece un despilfarro este Congreso?
—Sí.
—¿Que es una frivolidad que estemos tomando tragos y conversando?
—Sí.
—¿No te has puesto a pensar que seguramente muchos de nosotros en sus países viven en permanente
tensión?
—Sí.
—¿Que ésta es una forma de tomarse unas vacaciones? Pasando a otra cosa: ¿no has pensado que
nuestros límites, además de las taras de origen, de clases, son taras generales de una época, marcadas
por la clase dominante si querés, pero taras de las que no se escapan los obreros, por ejemplo?
—Para un obrero la Revolución es una cosa de vida o muerte. En cambio ustedes están jugando.
—¿Vos también?
—Creo que no.
—¿Porque te portás bien?
Manuel lo miró con indignación. Iba a contestarle o a pegarle. Pero se fue sin saludar. Hadad se sirvió
otra copa.
—Los gérmenes del estalinismo surgen donde uno menos se lo espera.
—Lo que dice Manolo no tiene nada que ver con estalinismo, Gaspar.
—¿Y con el puritanismo?
—Puede ser. Hay momentos en que el puritanismo es necesario.
—Pienso que no. Que nunca es necesario.
—Además, el planteo de Manuel no era puritano. Hablaba de la posibilidad de cambio de la gente, en
este caso nosotros. Y tiene razón: yo no sé si nosotros hacemos todo lo necesario para ser otros. Manuel
tiene razón.
—Sí, pero yo también.

XXX Pena mulata

Al rato bajaron a tomarse un trago en el bar: la botella que tenían se les había terminado. Estaba can-
tando Elena Burke—“Luna en la Habana, miliciana”— y todos escucharon sacramentalmente la voz ron-
ca y magnífica de la diva; observaban extasiados el cuerpo voluminoso y lleno de gracia, como el Ave
María, como el cuerpo también enorme de Ella Fitzgerald, la otra guardiana de oráculos parecidos y no
tan lejanos de ese lugar en el que estaban; Delfos dividido o disperso.
Marcos advirtió que una mulata menuda y espléndida lo miraba; un momento después cambiaban un
par de sonrisas. Al rato, juntos tomaban una copa en la barra. La invitó a que fueran al “Gato Tuerto”;
ella aceptó. Cuando entraron una mujer cantaba “ponme la mano aquí, Macurina”, y después leyó un
cuento de Julio Cortázar. Los ojos de ella brillaban en la oscuridad; se besaron: “es una ardillita”, pensó
él entusiasmado con la primera mulata de su vida.
Después del “Gato Tuerto”, fueron al departamento que ella tenía cerca de allí. Se tumbaron en la
cama, pero ella se resistía diciendo que no, como un gato de ojos abiertos. Marcos terminó cansándose
ante tanta negativa. “Oye, ven aquí”, dijo Ingrid todavía tirada en la cama, pero ya Marcos había salido
del departamento.
Unos días después la encontró en una reunión que se hacía en casa de unos cubanos amigos. Había
muchos delegados que partían pocas horas después, cuando Fidel clausurara el Congreso; entonces,
cada cual a su casa. Los europeos, especialmente los franceses, estaban eufóricos con la Revolución
Cubana y con el Tercer Mundo; despertaban como niños que comienzan a hablar o caminar. Idealizaban;
por supuesto, había reticentes, desconfiados. Pero todo se diluía en la emoción de la partida, en los
afectos encontrados y tristemente efímeros.
Ingrid llegó acompañada por un italiano. En un aparte le preguntó a Marcos por qué se había enojado.
Marcos le explicó que ya no estaba en edad de andar en esos tironeos. “Pero si era una broma, chico, yo
no pensé que tú te ibas a poner tan bravo”.
Ya no estaba enojado y ella le sonreía. “¿Qué te parece si nos fugamos?” Se reía escandalizada por las
cosas que se le ocurrían a este Marcos: “Yo he venido con ese señor italiano, ¿cómo tú quieres que lo
deje embarcado al pobre caballero?” Sin embargo la convenció, o ella estaba decidida de antemano.
Planearon la fuga y se divirtieron apelando a ascensores de servicio, salidas que daban a las cocheras.
Cuando entraban al departamento de ella, todavía se estaban riendo, felices con la travesura. Un mo-
mento después se desprendió de sus brazos y se metió en el baño diciendo con recato: “me voy a cam-
biar”.
Marcos aprovechó para desvestirse y meterse en la cama. Allí esperó. La sentía abrir canillas y mover
frasquitos; la imaginaba vistiéndose con camisones vaporosos, empavesada con plumas fluorescentes,
preparando los filtros. Vendría con el cuerpo desnudo, atravesado por signos luminosos que se prenden
y se apagan de manera intermitente. De sus labios volarían frutos espumosos como el mamey, de las
nalgas aflorarían las llamas, convirtiéndola en un delicioso dragón invertido.
Ya estaban a punto de arrancar los bailes, de reventar los tambores, con los óleos y los vinos que en-
juagan los alimentos. Había apagado la luz del baño y una paloma negra—o un tordo— se posaba sobre
el picaporte de la habitación. La puerta se abría lentamente.
De la sombra emergió Ingrid, enfundada desde el nacimiento del cuello hasta la arista del tobillo, en
un camisón de bombasí. Era de un virginal color celeste y estaba abotonado con pudicia sobre la gargan-
ta. Modosamente se deslizó en la cama, apagó las luces y esperó muy quieta, con los ojos abiertos hacia
el cielo de Ochum.
Marcos, a su lado, también inmóvil, la miraba decepcionado, divirtiéndose a medias, a medida que
caía de los techos de su dudosa imaginación. Simultáneamente se sentía tocado por algo que desconoc-
ía, pero que lo inclinaba a proteger ese cuerpo tímido y agraviado por codicias desnaturalizadas como la
suya.
Cuidadosamente se acercó a ella, temeroso por esa fragilidad; ella dejó hacer, casi sin intervenir. Y las
cosas transcurrieron así, sin demasiados lujos eróticos; cuando terminó todo, seguía quietecita, como
para no incomodar a nadie. Entonces Marcos quiso mirar su cuerpo desnudo: prendió la luz y retiró las
sábanas.
Intentó taparse, pero Marcos puso las sábanas fuera de su alcance. Ella se cubrió con las manos y con
la almohada, mientras comenzaba a repetir como una letanía: “Apaga esa luz por lo que más tú quie-
ras”. “Te lo pido grandiosamente”. “No te hagas el argentino malo, y apaga esa luz”. Marcos la escucha-
ba sonriente, casi fascinado. Riendo se levantó, envolviéndose con una sábana, mientras le tiraba el
camisón celeste de bombasí y le proponía que fueran al otro cuarto a tomar un trago como buenos
amigos.
Silenciosamente los sirvió. Luego de un momento ella le preguntó si estaba enojado. El negó con un
movimiento de cabeza y la atrajo a su lado; se sentaron, uno muy cerca del otro, abrazándose como si
tuvieran frío. Con voz queda, ella comenzó a contarle una historia trivial, con esperanzas y abandonos,
amores contrariados, tristezas habituales. Marcos comenzó a acariciarla, buscando disculpas a sus fan-
tasías groseras de hombre y de blanco. Ella ganó confianza, tomó algunas iniciativas, se ofreció, deján-
dose llevar por los signos del Santo, coronada con el bronce de la diosa.
A la mañana siguiente se levantaron muy tarde. Ninguno de los dos tenía nada que hacer hasta las
tres. Caminaron por el malecón y se quedaron mirando el mar extremadamente azul, como el cuerpo de
las mujeres serenas; evidentes como el aire que respiraban, como el tiempo difícil y rico y distante que
les tocaba vivir. Ella puso fraternalmente una mano sobre el hombro de Marcos y le dijo: “te quiero”.
Luego le explicó por qué lo quería.
Lo quería porque era un hombre grande, seguro. “A Seguro lo llevaron preso”, le dijo sonriendo Mar-
cos. Y ella no entendió la broma, pero pidió que se la explicara; Marcos no tenía muchas ganas de hacer-
lo y ella le dijo: “te estás burlando de mí”, pero sabiendo que él no se burlaba porque la estaba mirando
y tenía la mirada muy triste.
Volvió a decirlo: “te quiero”, y Marcos no contestó nada, pero la siguió mirando tan fijo que ella al rato
tuvo la necesidad de agregar, “ven aquí mi niñito”, o algo que Marcos no alcanzó a entender bien, por-
que escondía la cabeza en su pecho y ella comenzaba a acariciarlo, casi, como si fuera una criatura muy
chiquita; más que enferma, azotada.

XXXI El método

Durante la comida comentaron largamente el discurso de la víspera con el que Fidel había clausurado
el Congreso. Había anunciado, para quien supiese escucharlo, la imposibilidad de cambios en la estrate-
gia revolucionaria. La lucha seguiría siendo armada, aunque sobrevinieran cambios tácticos.
Era suicida para Cuba seguir abarcando ahora la responsabilidad global de aplicación de su teoría. Por
lo menos era innecesario: cada país partirá de su propio terreno, con su gente, con su dinero, con sus
armas. Sería necesario nacionalizar cada lucha, para que la gente pudiera identificarla con cada forma
de acción política, con cada manera de acción militar.
La Revolución Cubana había barrido con las viejas consignas bolcheviques que, aplicadas mecánica-
mente, habían producido la cristalización o la parálisis del proceso revolucionario en el continente; era
mentira, no había un solo método para formar el partido conductor. Podía hablarse ya de mentalidades
prefoquistas.
Pero ahora también aparecerían los foquistas ortodoxos, que del mismo modo serían sobrepasados
por los hechos. Como serían rebasadas las instituciones que habían servido al momento de pasaje es-
tratégico de la vieja concepción bolchevique —más precisamente codovilista, haciendo justicia a los
héroes soviéticos de 1917—, al foquismo. La OSPAAL, por ejemplo; de allí que el proyecto de Mateo de
incorporar el Congreso a esa organización había resultado inoportuna y no había cuajado.
En ese momento se tendería a atenuar la preponderancia de estas organizaciones. Seguramente serían
reemplazadas por otras menos continentales, más localizadas. Secretas, no tan institucionales, emergi-
das de las necesidades reales de la lucha en cada lugar.
Así la determinación de un objetivo militar sería una opción política. Esto conjuraba la desconexión
con la clase. Favorecería la coincidencia o la descubriría, ya fuera en el campo, en la ciudad o en la com-
binación de ambas alternativas. Podrían también así ser superadas las diversas tendencias al ideologis-
mo. Al encorsetamiento de realidades que deben adecuarse a ciertas ideas, previamente concebidas,
hijas de otras realidades y circunstancias.
Una vez consolidada esta lucha, podía seguramente pensarse en la posibilidad de expansión, de inter-
nacionalización. Al día siguiente comenzaba la esperada reunión del Comité Central, después podría
verse si estas conjeturas tenían alguna validez. “Para qué lado van a disparar los cubanos”.
No habían visto a Marcos. Tampoco a Gaspar; Lucas recordó que esa noche daría un concierto y salió
corriendo a escucharlo, porque le había prometido asistir. Federico también salió, tenía que arreglar
algunas cosas en la redacción. Juan acompañó a Lucas. Mateo prefirió quedarse y fumar un cigarrillo de
sobremesa antes de ir a dormir. Cuando estaba por tirarlo vio a Isolda que le sonreía y se acercaba con
seguridad, avanzando directamente hacia su mesa.

XXXII Primera vista

Al día siguiente, un contingente pequeño de invitados que se había quedado unos días más que la
mayoría de los invitados, partió hacia la Isla de Pinos. Isolda estaba en el grupo, entusiasmada por visitar
lo que fue La Isla del Tesoro. A Mateo también le hubiese gustado ir, pero, lamentablemente, debía
quedarse allí.
Cuando regresara, partiría en pocos días hacia Europa; Mateo en cambio se quedaría dos meses más.
Sí, de regreso pasaría por París; iría a visitarla. Había terminado de comer y Mateo le propuso ir al cine.
Aceptado. A la salida se encontraron con algunos conocidos que venían del concierto de Gaspar. Les
había gustado mucho, aunque no siguieron hablando del tema: todos estaban cansados y, después de
tomar un café, se fueron a dormir. Mateo también.
Al día siguiente se levantó temprano, pero ya todo el mundo se había ido; desayunó solo y después
tomó una guagua que debía dejarlo en pleno barrio de La Víbora. Hizo a pie el recorrido previsto y se
detuvo frente a la plaza del Capitolio, que resultaba extraña, vista así, a la luz del so1.
Del otro lado de la calle, sentada en un banco, estaba la persona que tenía que contactar; se levantó
luego de haber permanecido pocos minutos metiendo su libro de tapas rojas bajo el brazo. Lo siguió,
perdiéndose por las calles estrechas y pasando muy cerca del Sloppy Joe; el bar estaba vacío, de Errol
Flynn sólo quedaban algunas fotografías.
Se acercó a una vidriera donde el otro lo esperaba; ni se miraron, pero pudo advertir que era un mu-
chacho de unos veintitantos años, algo mulato, bajo y fornido. Cruzó y se entretuvo poniendo una carta;
allí se dieron las contraseñas y caminaron juntos mientras Mateo transmitía un mensaje convencional.
Cuando terminó de decirlo se separaron: el ejercicio había terminado.
Se alejó bamboleándose un poco. Mateo pensó que seguramente no volverían a verse en la vida. Pero
lo recordaría. Alguna vez podría aplicar esta enseñanza suya, compañero; a lo mejor servía para salvar
una vida, conjurar una situación. Gracias, no olvidaré esa mano, esta hermandad. Gracias, compañero,
muchas gracias. Ya había desaparecido en la primera esquina, y el pensamiento de Mateo volaba con-
movido en el aire pesado del mediodía.
Por la tarde temprano siguió trabajando, pero esta vez era en una casa situada cerca de La Puntilla.
Desde una ventana vecina, unas viejitas lo espiaban con curiosidad; debió cerrar las persianas, porque la
ciudad estaba impregnada de agentes; claro que con esas viejitas, pensó, se exageraba. Para hacer
tiempo encendió el televisor; pasaban una película de Libertad Lamarque. Ya se estaba adormeciendo
entre las madreselvas en flor, cuando llegó una mulata sonriente y de inmediato se pusieron a trabajar.
A última hora llegó Carlos, quien preguntó si ya había terminado. Sí, la jornada estaba cumplida. “Va-
mos, los llevo en el carro”.
Dejaron primero a la mulata. Cuando iban hacia el hotel, escuchando la orquesta de Benny Moré a
todo volumen, en una emisión de radio Cordón de la Habana, Mateo le preguntó: “Mañana, domingo,
¿trabajamos?”“Sólo trabajo voluntario”. “Entonces lo voy a hacer en la Isla de Pinos”. Carlos le preguntó
qué tenía que hacer allí, y Mateo no supo explicar muy bien: tenía ganas. Durante unas cuadras no
hablaron mucho; luego Mateo le preguntó si sabía algo de la reunión del Comité Central. No se sabía
una palabra de lo que allí se estaba tratando.
Tempranito partió para Isla de Pinos: era un domingo radiante y el avioncito jineteaba entre las rachas
de viento; volaban sobre un archipiélago de cayos. Al llegar, le mostraron la cárcel y la celda donde hab-
ía estado preso Fidel, después del 26 de julio. Apenas habían pasado quince años, no era tanto. Luego lo
llevaron al hotel.
Gaspar le contó que todas las noches tocaba alguna cosa para la gente que se quedaba merodeando
por los salones, después de la comida. Isolda estaba almorzando cuando entró al comedor y la saludó
desde lejos: en su mesa no había lugares disponibles. Después durmió una siesta; y dos horas más tarde
se encontró con ella en el hall principal.
Salieron a dar un paseo y caminaron hasta la orilla del mar, sereno y rosado, del crepúsculo. Para ayu-
darla a caminar por la arena, la tomó de un brazo; ella se dejó conducir, mientras animadamente hacía
la crónica de los días que estaban pasando en la isla, los lugares que habían conocido, las cosas que
habían hecho. Esa mañana, por ejemplo, anduvieron haciendo trabajo voluntario —Mateo, que final-
mente no lo hizo, se sintió ligeramente culpable.
Miró hacia atrás y se encontró con una serie de palmeras recortadas sobre la luna clara que caía sobre
un mar preparado para Li-Po: “una tarjeta postal” y en ese momento saltaron de entre los árboles una
serie de hombres uniformados: eran guardacostas. Habían olvidado que estaban en un país práctica-
mente en guerra, con un enemigo poderoso a pocas millas que lo más inofensivo que hacía era meterle
gente, hombres ranas que se filtraban por la costa y luego entre la población; espiones, saboteadores. A
pesar de las palmeras, de la cartulina del cielo, estaban en guerra.
Después de comer los invitaron a dar una vuelta por el mar abierto en una lancha de pesca. AL aban-
donar la bahía, la embarcación comenzó a moverse y Hadad descorchó una botella de Bacardi. “Para el
mareo”, dijo con picardía y pasó la botella a Gaspar, que no quiso probar porque estaba realmente ma-
reado.
Todos tenían que aferrarse con firmeza a cualquier cosa, ya que corrían el riesgo de salir despedidos
como jabón, corriendo la suerte de los piratas condenados a la tabla primero, a los tiburones después.
Mateo se acordó de su hijo; pero un momento, porque Isolda se agarraba fuertemente a su brazo y reía
feliz. Mateo también estaba contento con esa mujer protegiéndose con su brazo.
Enseguida regresaron al puerto, para alivio de muchos; otros se burlaban del machismo cubano, ame-
drentado por el primer “norte” que sacudía las aguas; “nuestro machismo no llega a la estupidez de que
se nos caiga al agua un invitado”, dijo riéndose uno de los responsables.
Llegaron a puerto y, cuando la lancha estuvo amarrada, una chica puso un disco en un aparato que
había colocado sobre cubierta. Gaspar la observó del otro lado de la botavara; ella le tendió los brazos:
“Oye, ven aquí: vamos a bailar, mi viejo”. Gaspar, obnubilado por el éxito y medio guarachando, se aba-
lanzó sobre la muchacha, sin ver la botavara que, precisamente, los separaba justo a la altura de la fren-
te.
Golpeó contra la madera y cayó fulminado; todos se burlaron de su atolondramiento, hasta que advir-
tieron que estaba desmayado y corrieron a auxiliarlo. Al rato reaccionó y, enseguida, lo llevaron al hotel,
donde prácticamente lo acostaron entre todos, lo mimaron y, de alguna manera, lo acunaron, hasta que
se durmió.
Luego Hadad comenzó a contar chistes. El del judío que sube a la guagua; el del león que se abalanza
sobre el coronel inglés; el del ratoncito que ve al murciélago; el del lama y las aguas que fluyen; el del
ratoncito que estuvo muy enfermo. De elefantes, de ostras, de nombres de películas, de semejanzas. El
del vasco que caza el zorro, el del cubano liberal que acusa de comunistas a los Estados Unidos. De gu-
sanos, del argentino que pide anestesia, del chino que lleva una bomba en épocas de la guerra, de Jaimi-
to, del tipo guarango con las mujeres. De psicoanalistas, de leones, de obsesos.
Mateo contó historias de Paladino y recordó la más sublime tergiversación de refranes que Palenque
le había contado la noche antes de salir de Buenos Aires; Paladino había dicho que a alguien “le salió el
culo por la tiranta”. Isolda no entendió y Hadad pacientemente le explicó que era una mezcla de un
refrán que decía “le salió el tiro por la culata” y otro que afirmaba que “salió como rata por tirante”.
Tampoco entendió y hubo que explicarle palabra por palabra, pero ella misma suspendió las aclaracio-
nes: tenía sueño, ignoraba el idioma.
Días después, le confesaría que, más que sueño, había tenido miedo. Cuando esa tarde la había toma-
do del brazo para caminar por la arena, ya había sentido algo que la asustó. Una corriente de vida, un
estremecimiento de muerte, inevitable.

XXXIII Changó

Lo llevó Ingrid. Marcos no conocía Guanabacoa. Se detuvieron frente a una casa humilde y los atendió
un negro joven y esmirriado, vestido con una camiseta muy blanca; sonreía en silencio. Los hizo pasar a
un dormitorio anegado de velas y muebles: un toilette, sillas, una mesa, una cama blanca. El muchacho
desapareció haciéndoles una seña de que lo esperaran.
Ingrid, bajando la voz respetuosameflte le explicó que la persona que iba a entrar de un momento a
otro en la habitación era un tatanganga.
Un momento después apareció haciendo tímidas inclinaciones y sonriendo. Llevaba puesta una camisa
amplia para su osamenta reducida y frágil; vestía pobremente y se movía con una agilidad inadecuada
para sus años. Después de los saludos, los hizo pasar a un cuarto contiguo casi vacío; sólo estaban allí los
elementos para el ritual.
Comenzó a fumar y a cantar. Se detuvo y dibujó los signos en el piso de tierra, luego pasó una botella
con un brebaje que arrasó con las entrañas de Marcos, desde la garganta hasta el estómago. “Tiene
pólvora” explicó el obispo yoruba; de todas formas la bebida era muy buena para limpiar todo. Fumó el
tabaco al revés —con la brasa adentro de la boca—, echó el humo en la botella, y bebió. Espió entonces
el porvenir y luego bailó y cantó frente al altar, bordeando los signos que había dibujado.
Siguió con rituales que Marcos no entendía. Aunque no fuera prescindente lo sentía como algo un
poco alejado; palabras ahogadas que no alcanzaba a descifrar por la distancia. Recordó las sombras más
arcaicas, junto a la cuna; las llamas que recalentaban los barrotes de bronce, el fuego propagándose por
los doseles, amenazando con el fragor del infierno al niño, a la estampa del Sagrado Corazón de Jesús,
hasta que alguien entraba casualmente, apagaba el conato de incendio, después de rescatar al niño, a
él, como a Moisés de las aguas, como a Cristo Redentor, de los fariseos.
El tatanganga se aquietó, dejó bailes y cantos, para sumergir en el agua de una palangana, hierbas
ceremoniales. Con esas aguas, Ingrid debía lavarse. Mientras esperaba que lo hiciera en la habitación
contigua, el sacerdote dijo a Marcos que su virgen era yemanyá y que él le prepararía un amuleto del
cual nunca le convendría separarse; es más, debía impregnarlo con humo todos los viernes.
Marcos le preguntó por qué nunca debía separarse del amuleto: “Lo va a necesitar”, y no pudo seguir
explicando porque entraba Ingríd purificada por las aguas. Incorporaron a la ceremonia una paloma
blanca, que el ayudante había traído desde el fondo de la casa para “limpiar el mal”. Los hizo poner de
pie, uno por vez. Pasó la paloma por cuerpos y cabezas— “después mueren porque las pobrecicas se
llevan el mal que uno les deja, las mata”— mientras cantaba sus oraciones, bailaba la conjuración.
Cuando regresaban hacia La Habana, Marcos le preguntó a Ingrid si entendía yoruba. “Un poco” dijo
ella. Quería saber qué había dicho mientras lo limpiaba con la paloma. Ingrid aclaró que era muy difícil
determinarlo, porque ellos mezclan palabras yorubas y españolas, “hasta musulmanas”. Sin embargo
había dicho algo en español, entre una maraña de palabras y cantos. Sí, dijo “cuidalo de las balas”.

XXXIV Los latidos

Federico ese mediodía llegó con algunas novedades de la reunión del Comité Central. Ya estaba por
terminar y redactaba un documento que harían público. Cuando lo dieron a conocer, todos quedaron
bastante sorprendidos, casi insatisfechos, y esto era así aunque se siguiera atacando a la Unión Soviética
a través de una antigua querella con un viejo dirigente del PCC que había sido reactualizada. El hombre,
al parecer, había llegado a los bordes de la traición, envuelto por agentes de la Unión Soviética, país que
era finalmente acusado de espionaje. Cuba no caía bajo la órbita de dominio soviético.
Pero al día siguiente trascendió el primer coletazo de la prolongada reunión del Comité Central; al
menos algo que la conectaba con la muerte del Che, y con el fracaso en Bolivia: una reunión entre Fidel
y el responsable de la comisión de Relaciones Exteriores del Partido. Después de más de diez horas de
conversación, el hombre salió destinado a una nueva tarea; en los hechos había sido relevado de su
cargo.
Su función había estado ligada de manera directa con la política exterior llevada adelante por el go-
bierno. Y esa política se identificaba con la aplicación ortodoxa de la estrategia sostenida por Guevara.
Gaspar se enteró casi casualmente de estos detalles, por estar presente en una conversación. Protestó
airadamente, defendiendo la tesis de que estos hechos debían ser ventilados públicamente.
Juan le explicó que el asunto era muy delicado y Gaspar rechazó esto diciendo que siempre el silencio
y la previa cautela para manejar la información, terminaban desvirtuando todo como con Stalin. Cuando
terminó de hablar, Juan trató nuevamente de hacerle entender: el asunto exigía moverse en el mayor
secreto: había gente escondida en Bolivia —los hombres del Che todavía andaban por allí—, se com-
prometían vidas humanas.
Cuando Gaspar se quedó sin argumentos y un poco malhumorado, todos aprovecharon para convenir
que el relevo de ese hombre, clave en la política exterior cubana, era el primer síntoma de los cambios
que venían comentando desde varios días atrás. “Este país no resiste un conflicto más”, habría dicho
Fidel. Y era cierto, después de la política que había zozobrado en Higueras; los choques con la Unión
Soviética, el consecuente problema económico que estas desavenencias traían aparejado.
En un par de días, Carlos trajo nuevos detalles: no se retiraba el apoyo a los revolucionarios de Améri-
ca Latina. “Nosotros les daremos todo lo que necesiten —había dicho—, tendrán que planificar y solven-
tar su trabajo, llevarlo adelante ustedes”. Juan no se había equivocado, tenía razón: empezaba una nue-
va etapa revolucionaria. Un mes después, Fidel, en la localidad de Sagua la Grande, reivindicaba las
posibilidades de la lucha urbana.
Y era esto un nuevo síntoma de reajuste: la ortodoxia foquista que desechaba este tipo de lucha, abría
paso a una variable. Infinitos intentos y reacomodaciones se irían dando en un proceso largo como este,
difícil y penoso. La cosa se iba aclarando, buscaba un nuevo orden, su forma; hasta que alcanzara carac-
terísticas propias y definitivas. Para Juan, con la muerte del Che, la revolución había sufrido una suerte
de paro cardíaco; o los ahogos del parto. Pero ahora se escuchaban otra vez las pulsaciones, la cadencia
de una respiración.
Caminaron por el malecón y la noche era tibia y equilibrada. Juan partía hacia Brasil a fines de la
próxima semana. Antes pasaría por Europa arreglando algunos asuntos de publicaciones; mujer e hijo
quedaban allí, a buen recaudo; él entraría con documentación falsa, clandestinamente. Tenía ganas de
volver, aunque no era fácil el destino que lo esperaba. Estaba un poco cansado de andar de aquí para
allá, siempre lejos de su gente; sin embargo ya no podría cambiar de vida. Y, aunque pudiera, nunca
elegiría otra cosa.

XXXV El último amor

Recién se enteró de que los invitados habían regresado de Isla de Pinos, cuando entró al comedor y los
vio. Gaspar—que había regresado antes— quiso hacerle lugar en su mesa, pero Mateo le agradeció,
ocupando una de las pocas que habían quedado libres; antes de hacerlo tuvo que ir, prácticamente
mesa por mesa, saludando a todos. Un momento después de haberse sentado entró Isolda vestida de
blanco. Se detuvo, sonrió a todos y miró como si buscara a alguien; cuando divisó a Mateo, se encaminó
directamente hacia donde él estaba.
Comieron juntos, luego se acercó Hadad proponiendo ir al cine. Después del cine tomarían algo en “El
Gato Tuerto”. Con el ruido que había en el lugar no se oía nada y ella le debía acercar su boca para
hablarle. A Mateo le gustaba que se dirigiese especialmente a él, sentir el calor de su aliento. Cuando
regresaron al hotel, Hadad invitó a tomar un café en su cuarto, pero ella se disculpó; también Mateo.
Hadad se quedó charlando con unos amigos que se habían sumado, primero en el cine, luego en el bar
y, finalmente, en la puerta del hotel.
Estaban llegando a su piso y Mateo le propuso tomar un trago en su cuarto. Aceptó. Isolda estaba
sentada a su lado en un sillón amplio; él llenaba las copas. Hablaban poco; movieron el hielo, miraron la
bebida apenas amarilla, hasta que se vieron. Isolda bajó los ojos y mirándolas le dijo: “tienes lindas ma-
nos”; las tocó apenas. Un momento después habían comenzado a besarse.
Hicieron el amor, con la serenidad y la armonía de los viejos amantes. Esta confluencia inicial, los sor-
prendería y terminaría conmoviéndolos. También surgieron los primeros problemas: ella regresaba en
pocos días; habían estado juntos una cantidad de semanas y, recién ahora, cuando tenían que separarse
—ella no podía postergar ese viaje ni él adelantarlo—, se encontraban. Las cosas eran así, pensó ella;
otra vez la escisión, pensó Mateo.
Se verían en París, claro; a lo mejor podían estar juntos un par de semanas y después se iría viendo.
Era prematuro hacer planes, aunque cada uno tenía la sensación de nunca haber amado tanto. Se con-
taron sus vidas; trataban de no omitir defectos, de mostrarse sin artificios; harían todo eso aunque no
supieran bien para qué lo hacían, a dónde podían llegar: vivían en países lejanos que, por una razón o
por otra, no estaban en condiciones de abandonar.
“Sos el último amor de mi vida”, dijo Mateo y ella le preguntó por qué decía semejante cosa; “porque lo
dijo Hemingway”, aclaró riendo. Isolda insistió un poco insatisfecha con la explicación y él entonces no
supo qué decirle. Es que a lo mejor ella era el primer amor de su vida, y por eso le parecía el último.
Pero esta interpretación le sonó excesivamente romántica, y no se animó a comentarla.
Esa mañana caminaron por el malecón; por la tarde Mateo tuvo instrucción y, cuando volvió al hotel,
ella corrió a sus brazos. Por la noche anduvieron por La Habana Vieja y se sentaron a tomar un trago
frente al Capitolio. Mateo recordó al muchacho que lo esperaba sentado en un banco con un libro rojo,
durante un ejercicio. Pero el paisaje estaba totalmente cambiado con la noche; los bares pegados, uno
al lado del otro, habían entrado en acción y los boleros de cada orquesta se mezclaban con el bolero de
la orquesta vecina; también las voces agudas de los cantantes.
Isolda estaba hechizada con esos restos de bajo fondo que iban quedando en la ciudad que se transfi-
guraba: hilachas de un garito en reversión, de un prostíbulo en desuso, en el que se va quedando la
última clientela. A la mañana siguiente, todos salieron hacia Trinidad, Santa Clara, Playa Girón y otros
lugares del interior de la isla. Mateo se unió al grupo aunque volvería con ella antes que los demás:
Isolda tomaba su avión en tres días y Mateo no podía dejar por más tiempo sus obligaciones en La
Habana.
Esa mañana cuando se despertaron, ya todo el mundo estaba en pie; Mateo debió hacer malabares
para salir de la habitación de Isolda sin que nadie los viera. Pero los vieron. Durante el viaje siguieron los
papelones, porque disimulaban mal y se quedaban mirándose a los ojos, o Isolda lo besaba sin advertir
que estaban con otras personas. La cosa fue tomando un paulatino estado público, sin escandalizar a
nadie. Sin embargo Isolda sostenía divertida que “nos van a casar”, burlándose un poco del puritanismo
socialista.
La noche que regresaron de Trinidad, pasando por Santa Clara, la ciudad heroica, durmieron en la
habitación de él. Al día siguiente, se quedaron en la cama toda la mañana; Mateo había abierto las
grandes ventanas que daban sobre e1 mar. Toda la luz del trópico cayó sobre su cuerpo desnudo. Esa
noche era la última.
Se reunieron a la tardecita en la “Bodeguita del medio”, después de los ejercicios. Juan Puebla cantó
temas que les parecieron muy tristes. Esa noche él la ayudó a hacer las maletas, ya la mañana siguiente
la acompañó hasta el automóvil que la llevaría a Rancho Boyeros.
Gaspar subió al mismo vehículo; viajarían juntos. Ella bajó el vidrio de la ventanilla y asomó la cabeza:
“te espero en París”. Sí, en París. Se quedó solo un largo rato en la puerta del hotel, viendo cómo el
automóvil se alejaba por Rampa, incluso no se movió hasta mucho después de que hubiese desapareci-
do. El resto de invitados que iban quedando, incluido Hadad, se marcharían en menos de una semana.

XXXVI Fellini

Cachito empezó a sentir la sensación de estar molestando. Los mecánicos en ningún momento se lo
dieron a entender, pero resultaba obvio que tenían que andar sorteando a cada rato su persona —“su
bulto biológico”, como llamaba Emma al cuerpo humano. En ese momento le estaban sacando las rue-
das porque el Gran Maestro Mecánico quería ver un detalle en el tren delantero; lo observó agachado,
hizo rotar una pieza mínima y, con un gesto, dio la orden de armar de nuevo.
Perico miraba la tarea silenciosa de los hombres, como si entendiera algo del asunto; pero, a pesar de
su ignorancia técnica, era conveniente estar allí: por un lado era el ojo del amo, por el otro, al mostrarse
solidario con su gente, levantaba la moral del equipo, consecuentemente el rendimiento. “Es un pro-
blema de utilidades”, había aprendido a decir de su hermano.
Chiqui preguntó, primero a Perico, luego a Cachito, si no se aburrían. Ninguno le contestó y ella siguió
sentada en la banqueta de los cronometristas, mirando con aire distraído hacia la pista vacía, las tribu-
nas atestadas de gente. Estaba de mal humor, la enervaba una carrera tan larga
Duraba exactamente 24 horas. La primera vez que se hizo había sido ganada de punta a punta preci-
samente por Perico. Claro que su victoria fue “a la argentina”, es decir moral: llegó de cola porque la
marcha atrás era la única que le funcionaba; y lo descalificaron. Ya no quedaban corredores de aquella
primera carnada; todos fueron dejando (eran mayores que él) y él quedó solo (el único), rodeado por los
representantes de las nuevas promociones; “los muchachos”.
“La lucha en estas carreras —explicaba con aire doctoral Perico— es contra el sueño”. Y no solamente
el de los corredores, sino también el sueño de los mecánicos: una tuerca mal ajustada podía ser fatal. Y
era absolutamente cierto aunque nadie, con seriedad, pudiera tomar en serio estas afirmaciones. En ese
momento lo iban a reportear para la radio; decían cosas como que era el hombre que más prometía en
las pistas europeas, el sucesor de Fangio: Y aquí tenemos a Perico Pereyra, que no está solo porque lo
acompaña como siempre su encantadora mujercita: Chiqui, ¿se pone muy nerviosa cuando corre su
marido?” Le iba a contestar que lo que la ponía nerviosa eran las largas esperas, pero prefirió inventar
que estaba nerviosa hasta la largada. Y era cierto.
Y Perico, ¿cómo se sentía Perico ante la perspectiva de andar metiendo pata durante veinticuatro
horas seguidas? ¿Feliz, verdad? Bueno, mire, el coche anda bien, Ricordi, usted lo vio; ayer lo estuvimos
probando y respondió, así que yo pienso que todo va a caminar, si Dios quiere. Cómo anda con la nueva
tapa del carburador. No se imagina, Ricordi. Ahora nos gustaría, antes de terminar, que Perico cuente
para nuestros radioescuchas, cómo es su estado físico después del accidente en la “Vuelta de Bragado”.
Óptimo.
Media hora después montaba a su máquina saludando con un gesto lento de astronauta. Chiqui, sen-
tada siempre en la butaca del cronometrista, sonríe y le tira un besito; incluso piensa: “cuidate querido”,
pero sin mayor énfasis. Largan y sube acompañada por Cachito a la terraza de los controles; los coches
ya andan lejos y toman infinitas curvas, como si enhebraran una aguja. Chiqui distingue con alborozo el
coche amarillo de Perico, pero el alborozo se convierte en grito cuando la máquina hace un doble trom-
po y los que vienen detrás la esquivan a duras penas.
“Perico, Perico”, grita Chiqui y todos se dan vuelta a mirarla. Alentada por el éxito —el peligro real ya
ha pasado— sigue haciendo aspavientos. Cachito no sabe dónde meterse. “Vamos a tomar algo”, balbu-
cea, y cuando están bajando las escaleras todo el mundo corre contra las alambradas opuestas al palco
central.
Una columna de humo se eleva a los lejos. “¿Es Perico, es Perico?”, pregunta gritando otra vez Chiqui;
no es Perico, aclara un experto vestido de mameluco que escucha la radio, y agrega: “el fuego es malo”.
Las ambulancias y los bomberos corren de un lado a otro, sin ningún sentido aparente. Las primeras
noticias eran en cambio precisas, pero siniestras: el piloto se había quemado piernas y genitales, el
acompañante estaba muerto. “Ojalá que Perico no se entere: son muy amigos”. Una ambulancia venía
del lugar del accidente, pero siguió de largo: llevaba el cuerpo —“el bulto biológico”— del acompañan-
te. Luego pasó otro, con el piloto.
Los corredores que se habían detenido a arreglar algún problema, se fueron juntando con los mecáni-
cos formando un grupo numeroso que cuchicheaba, la carrera se había suspendido momentáneamente
y recomenzaría enseguida. Los murmullos se diluyeron, el silencio era impresionante, hasta que uno de
los corredores no pudo contener el llanto que saltó como una clarinada. El silencio fue inmediatamente
recobrado.
“Vamos, esto es patético”. Sí, lo era; ella quería dar una vuelta. Prefería salir de allí, reparar los ner-
vios. La carrera había recomenzado. Subieron al auto de Cachito y dieron una vuelta; luego se detuvie-
ron por allí, por la avenida General Paz y ella lo besó: “¿te parece que es vida ésta que yo hago?”. Un
rato después estaban en una hostería.
Ella ahora se disfraza con una sábana y se pinta los ojos con lápiz de labios color salmón; se enreda el
pelo como una egipcia: “¿a vos no te gustaba disfrazarte cuando eras chico?”. Sí, le gustaba. Por qué no
jugaban entonces a que él era un viajante y estaba por dormirse en un hotel del interior del país. Debía
sorprenderse con su entrada y preguntar quién era.
—¿Quién eres?
—Ya lo sabrás, forastero.
—¿Has venido a matarme?
—Yo no hago la guerra, hago el amor.
—Habías sido una prostituta y yo que pensé que eras una diosa.
—Ermanesa, la cortesana de Corintia, consideraba a la prostitución como una profesión sagrada.
— (¿De dónde sacaste eso?)
—(Me lo contó un pajarito).
—(¿Cómo se llama?)
—(Ega).
—Como puta, has consagrado tu vida a la divinidad.
—Algo así.
—Demuéstramelo.
—Haré milagros.
—Ven aquí.
—Antes deposita cinco mil pesos.
Cachito se levantó, buscó su billetera y sacó un papel de cinco mil pesos; los dejó sobre la mesa de luz.
Ella lo guardó en su cartera y dijo: ‘Ahora verás”, desapareciendo por la puerta del baño. Al rato entró
sigilosamente: había emblanquecido todo su cuerpo con talco y llevaba la sábana envuelta en la cabeza
como un descomunal turbante. Sus cabellos le cubrían la totalidad del rostro yen su vientre había pinta-
do un feto, con anteojos de corredor. Cada rodilla se había convertido en la máscara de la tragedia y la
comedia y su sexo estaba rodeado de flores carnívoras y aves de rapiña, de allí dentro emanaba una
chalina de seda, arrastrándose como una larga cola. Su cuerpo era hermoso todavía; segura de su im-
pacto, levantó un brazo marcando el abismo por el cual rodaba una piedra de fuego, como un sol: su
seno. El otro era azul como la bóveda celeste, pero un balazo le hacía manar sangre por un orificio dibu-
jado con perfección.
“Pintás bien”, elogió Cachito y ella confesó que era lo que mejor hacía.
—Ahora tenés que pintarte vos, porque si no, la nena no juega más.
—¿Cómo se llama este juego?
—Fellini.
¿Quién te lo enseñó?
-Ega.
Cuando regresaron, todavía faltaban cuatro horas para que terminaran las carreras; recién comenzaba
a amanecer. El Gran Maestro Mecánico dormía.

XXXVII “Seco y enfermo”

Esa tarde el dirigente no tuvo mayores razones para quejarse: había ganado. No mucho, pero había
ganado. Iba a cobrar a la ventanilla, para después jugarse otros boletitos, a lo mejor toda la ganancia:
era la última carrera. Más allá, bramaban, gritan los chicos de la popular; de la “perrera”. Conocía eso,
después de todo había sido suboficial. Todavía no era obrero, y mucho menos dirigente.
No supo por qué, en ese momento, se le cruzó la frase de Gardel: “No hay que avivar a la gilada”.
Cobró los boletos, y se distrajo pensando en la entrevista que tenía que programar con el Presidente
de la República. Había conocido a varios, por lo menos a cinco. Finalmente, el más divertido fue el vieji-
to, como le decían. Pobrecito: le atribuían cada historia que eran de novela, algunas ciertas: el Presiden-
te, de espaldas, mirando por la ventana que daba al puerto.
Ellos entran y él siente los pasos que se acercan, pero calcula que es un ordenanza. Mira hacia el puer-
to, los guinches que dificultosamente enganchan los fardos, metiéndolos en la bodega para que se los
lleven. A ellos no iban a llevárselos por delante como al viejito, porque finalmente tenían el apoyo de los
militares.
Nosotros no somos ni caudillos, ni tenientes. Somos la clase trabajadora. A su lado pasó una chica que
le vio cara conocida y lo miró. A su vez miró a una chica que también tenía cara conocida: alguna revista
de esas que compra su mujer. “Enriqueta”, es el nombre; y si no es ése será otro parecido.
El Presidente está de espaldas y sigue pendiente, mirando por la ventana que da al puerto; ellos en-
tran y él escucha pasos del presunto ordenanza. “Lo enganchó” comenta refiriéndose al guinche, sin
pensar en la delegación que se le acerca, atento a la maniobra más que a los asuntos de Estado. Cuando
advierte que son ellos, se recompone.
Qué hubiese sido del sindicalismo sin él. El Presidente no tenía idea de todo esto. Pero sin él se los
hubiesen tragado los gorilas; o los bolches, como quisieron hacer con el MUCS. Contó el dinero, y se fue
a la ventanilla dos: me gusta el nombre, “Providencia”.
Pelear en dos frentes: contra los extremistas y contra los gorilas: siempre en el medio, equilibrando,
evitando que todo se vaya al carajo. Y todavía salen con eso de que yo lo maté; cómo lo voy a matar si
era como un hermano. A lo mejor se cruzó, pero quién puede saberlo; a veces sueña con esa noche, con
la confitería. El revuelo, los tiros; uno, dos cuerpos que se vienen abajo. No puede olvidar esas calles de
Avellaneda, cuando viajaban llevando al herido, olvidando al muerto —de los otros— que había queda-
do allí.
Compró los boletos, pensando en la cara que pusieron los tipos cuando lo vieron entrar con el cuerpo;
y ese velorio tan desgraciado, con la mujer del viejo mandando coronas. ¿Quién sería el que las volvía a
poner, cuando nosotros las mandábamos sacar? Mala vida le dio esa mujer; pensar en ella, dan ganas de
ahorcarla.
No sé qué manía es esa de meter a las mujeres en estos líos: uno no sabe cómo manejarse con ellas.
Lo que ganaron es la división del movimiento: romper la unidad. Y unidad es flexibilidad: dos centrales
son más peligrosas que una: sin unidad no hay paz social.
El caballo era igualito a Felipe Valiese. Lo miró, eran realmente parecidos.
Mañana: “Señor Presidente”. Sería prudente “Mi general”: hay que meterle en la cabeza que ya no se
aguanta más. ¿Qué pueden hacer los dirigentes? Si organizan otra Resistencia van a tener problemas. El
problema es inculcar la paciencia, si no la alternativa será la guerra civil.
Es muy difícil para un general ponerse en el lugar de un obrero: largaron. Que entiendan los riesgos
que están corriendo. De ancas parece el mejor, aunque tenga ese parecido y resulte absurdo que un
hombre se parezca a un caballo.

XXXVIII Memoria

Ingrid fue al aeropuerto, estaba desconsolada. Marcos no quiso seguir mirándola así y se hundió en el
asiento sin decir una palabra: recién cuando pasaron dos horas de vuelo comenzó a dar señales de vida.
Mateo se había quedado toda la noche charlando con Federico, así que también dormía en los primeros
tramos del viaje.
Durante la tarde había estado con Carlos, y a las cinco de la mañana, cuando llegó el momento de
hacer las valijas, Federico tuvo que ayudarlo porque no sabía por dónde empezar. Tenía ganas de ver a
Isolda, de volver a su país, pero no se decidía a hacer las valijas. Tenía la sensación de ir dejando soles no
constituidos, universos en gestación. Con Federico quedaron en verse aunque no supieran precisar en
qué momento, en qué lugar. En pocas semanas Federico se instalaría en Argel y esta ciudad “queda un
poco a trasmano”, dijo Marcos.
Abrió los ojos: no sabía cuánto tiempo había estado así, como aletargado. Muchos pasajeros dormita-
ban; prendió su luz y sacó otra vez de su bolsillo la carta de Sara. Encontró o buscó el párrafo donde le
hablaba del chico que habría sido alumno de Gaspar. Explicitaba lo que Gaspar había insinuado y sintió
otra vez un swing de derecha que golpeaba la arista de su pómulo izquierdo. Por instinto, eludió una
nueva derecha y cerró los ojos, no quiso ver más mientras caía sobre él una lluvia de golpes, básicamen-
te en los riñones; se encogió cubriendo la cara y el estómago, intentando todavía algún juego de cintura,
aprovechar cuerdas, hasta que suene el gong y abra los ojos y se pueda ir al rincón.
Retomó la carta, saltando párrafos confidentes; sinceridades. Buscó noticias de los amigos: Albertina
trabajando para la CGT de Paseo Colón. Se la veía con un tal Víctor que nadie sabía bien de qué jugaba.
Sara hablaba también de su enfermedad, de su convalecencia: ahora se sentía muy bien. De Palenque
nada nuevo —bondades, disposiciones—; travesuras de Emma, impiedades. Ega, sillón de ruedas. Midas
y Cachito. Ismael, Simón: impotencias. Amigos lejanos.
Se habían levantado a tomar algo en el bar del avión, y en eso Mateo lo mencionó; se hizo un silencio
breve en el que todos se miraron y se arrimaron, formando un pequeño círculo a partir del lugar en que
estaba sentado Mateo. El propósito era conocer “la verdad de las cosas”. Y terminado el revuelo que
hicieron para acomodarse, Mateo miró a Marcos, a Pablo ya Lucas, recordando a Juan. Y Mateo habló. Y
dijo que había estado en la isla antes de partir hacia Bolivia; y que estaba alegre de partir, rodeado por
sus amigos más íntimos. Y sonreía, como era su costumbre, con su sonrisa, para que no lo confundieran:
algunos apenas pudieron reconocerlo, así como estaba: calvo, con los rasgos disimulados para el enemi-
go. Uno de sus compañeros no pudo verlo de esta manera, tan extraño de aspecto, y tuvo que irse.
Luego se despidieron de él, sin pensar en la posibilidad de que nunca más volverían a verlo. Después,
recordó Mateo, a partir de ese momento se llegarían “a él todos”, para abrir “el sentido, para que en-
tendiesen”.
Volaban sobre el Atlántico Norte; el agua seguramente estaría muy fría. Pero dentro de unas horas
llegarían a Europa, donde también hacía mucho frío.

*ONGARO, Raimundo “Sólo el pueblo salvará al pueblo” . Edición “Las Bases”. 1974. Los textos aclarato-
rios del mismo pertenecen a Rodolfo Walsh.

CAPITULO QUINTO

La necesidad de una lucha conjunta de los distintos sectores del pueblo estaba clara para los dirigentes
de la CGT de los Argentinos. La forma que debía asumir esa alianza, no aparecía sin embargo con sufi-
ciente nitidez. Algunas direcciones políticas, por ejemplo, saboteaban abiertamente los planes de lucha.
No faltaban quienes querían instrumentarlas con fines golpistas o electorales. Otros, por último, entend-
ían erróneamente el pasaje relativo a los empresarios en el Programa del l de Mayo. Ongaro aclaró estas
equivocaciones en los siguientes términos:
………………………………………………………………………………………………
“Porque es posible que nos vengan acá a decir que defienden el interés nacional aquellos que empie-
zan por olvidar que en la Nación el capital humano es el más sagrado de todos. No tenemos inconve-
nientes en dialogar. Ya les digo: cuando ellos se presentan orgánicamente no vamos a tener ninguna
dificultad en dialogar con todos los argentinos. Pero no queremos hacerlo en la oscuridad y queremos
saber quiénes son los hombres y los nombres, porque vamos a mirar muy bien si son empresarios na-
cionales. No se olviden que el semanario de la CGT, durante sus dieciséis números, ha estado señalando
a muchos responsables de la entrega; a muchos de los responsables de los despidos de los compañeros
militantes en los talleres; a muchos de los responsables que sostienen a la dictadura. Y si vamos a jugar-
nos, nos vamos a jugar con todos aquellos que salgan a la calle. No es cuestión tampoco que nos vengan
más con papelitos de buenas intenciones. Vamos a defender con los estudiantes, porque salen a la calle;
con los trabajadores, con los hombres de los más diversos pensamientos, porque salen a la calle. No es
cuestión que los trabajadores sigamos poniendo el pecho, los primero de mayo y los veintiocho de junio,
y muchos de los que se quedan en sus casas a ver cómo va el partido, después nos digan también que
tienen vocación nacional, que se quieren asociar con nosotros. Pero se asocian cuando se define el par-
tido y mientras van cayendo nuestros compañeros presos, despedidos, sancionados, represaliados, no
levantan su voz”.
…………………………………………………………………………………………….
El Confederal de agosto de 1968 decretó un plan de acción que preveía actos en zonas industriales y
villas miseria, acciones conjuntas con el movimiento estudiantil y una Semana de Lucha por la libertad
de Eustaquio Tolosa y otros presos sociales.
En las primeras semanas de setiembre la agitación universitaria sacudió a las principales ciudades del
país. En Córdoba resultó gravemente herido de bala el estudiante Carlos Aravena. Pero en general los
hechos tomaron un rumbo diferente del previsto.
El apresamiento de una guerrilla peronista en Taco Ralo permitió al gobierno montar una gran campa-
ña de intimidación pública. Mientras la policía torturaba a los detenidos y la prensa en general los califi-
caba de “delincuentes comunes”, la CGT de los Argentinos tuvo el coraje de solidarizarse con ellos, ofre-
ciéndoles ayuda legal. Al mismo tiempo denunciaba la presencia en el país de un destacamento de “boi-
nas verdes”, célebre por sus crímenes en Vietnam.
Raimundo Ongaro abordó estos episodios al reunirse por segunda vez el Comité Central Confederal, el
4 de octubre de 1968. Pero el tema que pesaba en el ánimo de todos era la gran huelga petrolera inicia-
da el 25 de setiembre en la destilería de Ensenada, Taller Naval y Flota.
La ampliación del horario en la destilería fue el detonante del conflicto, cuyas causas profundas fueron
señaladas por el comité de huelga: ley de hidrocarburos, cesión de áreas descubiertas y exploradas por
YPF, contratos de entrega y traspaso de servicios a empresas extranjeras.
Dijo Ongaro en el Confederal:
…………………………………………………………………………………………….
“La penetración de los monopolios asume en la Argentina una forma que, si alguna vez pudo ser sutil,
hoy es descarada. Ayer, la CGT reclamaba en un comunicado que se retiren inmediatamente del país
quienes lo han penetrado militarmente a través de ese jocoso nombre de ‘boinas verdes’. Como si fuera
poca la represión que sufrimos, como si ya no alcanzara con importar tanques y granadas, ahora tam-
bién importan tropas para que vengan a golpear a los muchachos que de una o de otra manera quieren
dar testimonio para salvar a nuestro pueblo.
…………………………………………………………………………………………….
Tampoco va a haber arreglo, ni entendimiento, ni pacto de ninguna clase con la dictadura ni los inter-
eses que la dictadura representa. Que sigan escribiendo las revistas y los diarios lo que quieran; que
sigan inventando algunos canales lo que quieran; que sigan fabricando divisiones internas y uniones
externas. Eso será imposible. Primero nos tendrán que matar y sacar del camino.
………………………………………………………………………………………….....
Sabemos que hay miles de argentinos dispuestos a jugárselo todo en una acción heroica. Pero necesi-
tan, para lanzarse a la lucha, la conducta de todos nosotros: tienen miedo de que sea una burla más,
tienen miedo de que mañana mismo cambiemos lo que dijimos el 28 de marzo y aquello que criticamos
y aquello que repudiamos y aquello que rechazamos para siempre pudiéramos aceptarlo otra vez en
raros e increíbles concubinatos. Cuesta ir ganando una fe que fue engañada, una moral que fue destrui-
da. Pero esta es una lucha en la que hay que seguir golpeando, permanentemente, diversificadamente,
y eso es lo que conducirá en definitiva a la acción final que nos permita alcanzar los objetivos fijados”.
…………………………………………………………………………………………….
El Confederal de octubre aprobó por aclamación el plan de apoyo a los petroleros en huelga propuesto
por el Consejo Directivo. Hubo, sin embargo, una solitaria excepción. El representante de La Fraternidad,
Cesáreo Melgarejo, calificó de “simpático” el plan enunciado por Ongaro, pero señaló que en caso de
llegarse a una huelga general, su gremio no la cumpliría. Anticipaba de ese modo Melgarejo la traición
descarada en que incurriría nueve meses más tarde, cuando, ya presidente de La Fraternidad, apro-
vechó la intervención de la CGT de los Argentinos y la prisión de sus dirigentes para pasarse con armas y
bagajes al colaboracionismo. Abucheado por la asamblea, alcanzó Melgarejo a resumir su posición con
estas palabras:
—Compañeros del SUPE, estamos con ustedes, pero no les podemos prometer lo que no estamos segu-
ros si vamos a cumplir.
Según la tesis de Melgarejo, había que “esperar”. Respondió Ongaro:
………………………………………………………………………………………….....
“El primero de mayo la CGT de los Argentinos, aunque no estaban dadas las condiciones de organiza-
ción porque recién nacíamos, realizó un acto de lucha que la dictadura sintió. El 28 de junio seguíamos
faltos de medios y recursos, pero ellos tuvieron que desplegar todo su poderío como si estuviéramos en
guerra, y eso los puso en evidencia ante e1 país. Si nosotros creemos que la lucha la vamos a dar cuando
tengamos toda la fuerza que garantice el éxito, no va a llegar nunca ese momento. Porque necesitaría-
mos tantos tanques como ellos, tantas ametralladoras como ellos. Pero ¿cómo salieron los mártires de
Chicago y los mártires de junio y cómo salió Felipe Valiese, y Santiago Pampillón, Hilda Guerrero y tantos
otros? Si nadie quiere sembrar de sangre el camino, no va a llegar la liberación. Los mártires de Latino-
américa, ¿cómo salieron a pelear? Con su fusil, solos. ¿Y los chicos de Tucumán? ¿O es que vamos a
tener miedo o alergia y decir que no son argentinos, que no son valientes, que no son dignos? Se cansa-
ron de otro tipo de lucha, creyeron en ésa, y salieron a pelear.
…………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
Si mañana —no lo queremos ni lo deseamos—, pero si mañana nos matan un hombre, si cometen uno
de esos atropellos que exceden a los que estamos padeciendo, ¿qué vamos a esperar? ¿A ver si está la
unidad con todos los trabajadores? Tendremos que salir a expresar la protesta, no podemos esperar.
…………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
El 28 de marzo nos aseguraban diez días de vida, pero todo el interior salió en manifestaciones, en
actos públicos multitudinarios, fervientes, calurosos. Y nos vamos a llevar una sorpresa. Que avance un
poco más esta actitud de resistencia ejemplar que tienen los petroleros, que se le contagie alguna filial,
que llamemos a movilización, y tengan la seguridad de que nos vamos a llevar una sorpresa que no la
podríamos creer. Que va a parar el pueblo argentino; porque al pueblo argentino, ¿qué es lo que falta
quitarle? Le quitaron lo que quiere con su corazón, le quitaron lo que piensa en su cabeza, le quitaron
sus manos, le rompieron la familia, le quitaron los gremios, los centros de estudiantes, el derecho a
comer, a educarse, el derecho a cantar, a expresarse, le quitaron todo. El pueblo argentino, ese hombre
que encontramos solo, en el tren a la noche, en la calle nos dice: ‘¿Cuándo sale un Hombre?’ A veces no
dice ‘Cuándo sale un Hombre’, a veces, por esa tradición que hay acá, dice: ‘¿No habrá algún Militar por
ahí? ¿No habrá algún Coronel?’ Esa es la verdad. ‘¿Y no habrá a lo mejor un Barbudo?’ Porque eso es lo
que dicen en su intimidad.
Nosotros sabemos que esto tiene que ser la lucha y la organización de todo el pueblo. Pero no tenga
nadie dudas de que a pesar de esas reservas, de esa responsabilidad de dirigentes—que la felicitamos,
un dirigente debe ser un hombre responsable—, pero hay momentos en que el dirigente tiene que pen-
sar que aunque pierda la organización y aunque pierda el trabajo y aunque pierda la cabeza, no tiene
otra cosa que jugar. (Ovación).
La alternativa que surge desde el 28 de marzo es ésa. A nosotros nos toca hacer de montoneros, como
dicen unos, de guerrilleros, como dicen otros, y no hay otra salida. Y si no, nos vamos todos a Azopardo
y se terminó.
¿Qué vamos a esperar, la apertura del tiempo social, o del tiempo político? Para los pueblos, queridos
compañeros, no quedan más posibilidades. ¿Qué creen que es esta reunión de los Comandos en Jefe? Es
anudarnos definitivamente para toda la historia. Estos golpes militares que atenazan a toda América
Latina con uniformes importados, nos están demostrando que toda una clase militar, una clase que
sostiene el viejo sistema, el sistema capitalista, una clase que defiende la explotación del hombre por el
hombre —éstos no son slogans, ésta es la terrible realidad— todos éstos han venido a cuidar las cajas
fuertes, no nos van a dejar mover. Y, claro, nos toca salir a pelear. ¿Y qué le vamos a hacer? Podría
habernos tocado una época más feliz, y no nos toca; no podemos escuchar música y nos gusta; no po-
demos pintar, y nos gusta; no podemos escribir, y nos gusta. Quisiéramos estar con nuestra mujer, con
nuestros hijos, con nuestros cariños. No nos dejan, nos quitan todo, todo está prohibido, prohibido,
prohibido. Y entonces nosotros decimos: no acatar, no obedecer.
No es que seamos fatalistas, no nos queda otro deber que ése. La patria, el pueblo, la familia, la per-
sona, todo está acá aplastado. Y no sólo acá. Pasa en Bolivia, pasa en todos lados. Los compañeros uru-
guayos nos preguntan: ‘Cuándo salen ustedes?’ Al señor Pacheco Areco, el señor Onganía le prometió
que le va a mandar cuatro mil soldados. Y si nosotros no nos movemos, le mandará soldados, le man-
dará vehículos, le mandará todas las formas de represión.
De lo que ustedes no deben tener ninguna duda es que esta vez somos los hijos de los pobres, los
explotados de todos los tiempos. No estamos sintiendo nuestro propio dolor, nos han engendrado con
los dolores de todos, como si fuéramos cada uno de los que ellos han asesinado y perseguido.
Pero si salimos con fe, si salimos con decisión, miren ustedes qué cosa fácil. Hay cuarenta regionales
en todo el país. Si cada regional hace bien este trabajo en estos cuatro, cinco, seis días: reunión en el
sindicato, conferencia de prensa, convocamos a todo el pueblo de Paraná, a todo el pueblo de Córdoba,
a todo el pueblo de Santa Fe, a todo el pueblo de Salta. Vengan acá los estudiantes, los sectores cívicos,
los jubilados, las cooperativas, las amas de casa. Bueno, acá pasa esto. ¿Están dispuestos ustedes a ir a
la movilización, en apoyo de los petroleros, en defensa de los bienes de la Nación, por todos los dere-
chos perdidos, por el cuarenta por ciento, por las villas de emergencia? ¿Quieren ustedes que aquí se
cumpla la voluntad del pueblo argentino? ¿Es cierto lo que han dicho tantas veces, escrito tantas veces,
cantado tantas veces? Bueno, acá está la oportunidad. Vamos a salir las mujeres, los jóvenes, los traba-
jadores, los viejos. ¿Cómo puede la policía parar a toda esta gente?
¡Es decir que el quince de octubre vamos todos a la plaza del pueblo donde vivimos! ¡Yo me pongo a la
cabeza, se van a poner todos los compañeros! Y que nos maten a todos, que nos pongan presos. ¡Sa-
quemos el último cacho de miedo que hay! No nos van a poder reprimir”.
……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………..
El destino de la huelga petrolera estaba ligado a un proceso de lucha que es preciso mencionar. For-
malmente la CGT de los Argentinos aspiraba a colocarse por encima de las divisiones de partido, pero no
era ajena a la crisis que sacudía al sector mayoritario del movimiento obrero: el peronismo.
El Congreso Normalizador había contado con el apoyo del general Perón, que el 27 de junio de 1968
escribía a Ongaro una carta donde, tras señalar “el cambio radical” producido por la aparición de la CGT
de los Argentinos, lo estimulaba a seguir el camino iniciado. Y agregaba: “En 1945 la situación era similar
a la que hoy les toca vivir a los trabajadores argentinos, pero teníamos una juventud entusiasta y decidi-
da que fue capaz de realizar un 17 de octubre... Usted es el primer dirigente contemporáneo que puede
conseguir movilizar la masa hasta hoy inactiva y perezosa... Persista en ello y logrará lo que los peronis-
tas venimos anhelando desde hace ya más de doce anos
Esta valoración personal de Perón no se modificó, pero la conducción local del peronismo siguió un
rumbo distinto. A mediados de 1968 era un hecho la alianza Vandor-Remorino, que procuraba imponer
un “pacto” triangular con el gobierno y el frigerismo. Onganía prefirió negociar con el sector netamente
colaboracionista de Coria y Peralta, a quienes recibiría el 3 de setiembre en la Gasa Rosada. Vandor-
Remoríno lanzaron entonces una campaña de gran envergadura por la unidad “de las dos CGT”. Viajaron
a España en agosto y consiguieron imponer ese punto de vista. Resucitaron las 62 Organizaciones, el
tradicional instrumento de Vandor. Frente a ellas se alineó el peronismo revolucionario, estrechamente
vinculado a la CGT opositora.
La posición de la CGT de los Argentinos quedó fijada el 19 de setiembre en el editorial del periódico
titulado “Condiciones para la unidad”, que fijaba cuatro requisitos básicos: 1) Unidad en la lucha; 2)
Unidad con las bases; 3) Unidad con el programa; 4) Unidad sin traidores y delincuentes. La primera
excluía a los colaboracionistas; la última a numerosos dirigentes de Azopardo, que eran ladrones cono-
cidos como Armando March, o traidores declarados como Adolfo Cavalli. La presión a favor de la unidad
era sin embargo muy grande, sobre todo a nivel de dirigentes. El propio Eustaquio Tolosa, en carta en-
viada desde la cárcel el 3 de setiembre, exigía “renunciamientos”, argumentando que “nada justifica ni
aprueba la división en estas circunstancias”. El 16 de setiembre Ongaro viajó a Madrid para exponer sus
propios puntos de vista. Cuando regresó diez días más tarde había estallado la huelga petrolera, que en
todo su transcurso resultó jaqueada y finalmente condenada a la derrota por la maniobra divisionista
del vandorismo.
En el Confederal de octubre le tocó a Melgarejo expresar el punto de vista “unitario”. La huelga petro-
lera, dijo, era inoportuna: “Necesitamos que se den algunas condiciones previas... Esto nos está indican-
do una vez más la necesidad de la unidad. Acá se trata de que todos los dirigentes de una y otra central,
declinando posiciones los dos... logremos la convocatoria de un congreso extraordinario y nos demos
nuevas autoridades”.
¿Para qué servía la unidad? El propio Melgarejo lo explicó: para dejar abandonada a la “inoportuna”
huelga petrolera.
Ongaro replicó con uno de sus más brillantes y hermosos discursos, que en varios pasajes fue aplaudi-
do por toda la asamblea puesta de pie. Esto fue lo que dijo:
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
“Hay hombres que en estos momentos están abandonando a sus compañeros. Hay dirigentes que
están traicionando la huelga petrolera. ¿Cómo podemos hacer la unidad con ellos? ¿Cómo hacemos?
¿Cómo hacemos, que alguien dé la fórmula, para hablar con los que van a cenar a Olivos? Los conoce
todo el mundo. ¿Cómo hacemos para ir a hablar con el secretario de la Construcción? Fue el propio San
Sebastián el que dijo: ‘Esta gente no va a hacer temblar el edificio del gobierno, ni el edificio de los em-
presarios’. ¿Cómo hacemos para hablar con esa gente? ¿Cómo vamos a hablar con los que van a reunir-
se en la embajada norteamericana? ¿O es que a esta altura de la vida no conocemos bien todo lo que
jugamos? ¿Cómo hacemos para ir a hablar con aquellos que se reúnen con Osiris Villegas, con Julio Also-
garay? ¿Nos van a venir a usar? ¿Nos van a decir ‘Vayamos a Olivos’, otra vez? ¿Nos van a decir, ‘Hay
que darles tiempo’?
……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………….
¿Cuándo vamos a clarificarnos y a clarificar al pueblo, que acá hay que luchar para que el pueblo sea
dueño de su destino? Los grandes dirigentes no tienen ese problema, ellos son propietarios. ¿Cómo
vamos a hacer la unidad con los que son los patrones? ¿Vamos a unir sindicatos y patrones? ¿Cómo
vamos a hacer la unidad con los que son agentes de los grandes organismos financieros? ¿Cómo vamos
a hacer la unidad con los que van a recibir directivas en los Estados Unidos? ¿Cómo vamos a hacer la
unidad con esos dirigentes que intervienen las filiales rebeldes y les congelan los fondos? Actúan como
si fueran un San Sebastián más. Se han contagiado del secretario de Trabajo.
Ahí están, entre cena y cena, llenos de corrupción, llenos de porquería. Entonces, ¿cómo podemos
hacer la unidad con esa gente?
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………..
Entonces no podemos, nosotros somos representantes de trabajadores, de oprimidos, de explotados,
de desposeídos de todos los derechos. Somos los representantes de las ollas populares de Tucumán, de
los mineros de Pan de Azúcar, los viñateros de Cafayate, de esa gente de San Luís, que no sabe lo que es
la civilización, esos chicos que están a los costados de la vía pidiendo limosna. ¡Con ellos tenemos que ir
a hacer la unidad! ¡Tenemos que desvestirnos, ir a llorar con ellos, a pelear con ellos!
¡Cómo vamos a ir a quedar bien con los dirigentes, para que digan que somos buenos muchachos, que
somos chicos disciplinados! ¿Cuándo hacemos la liberación del pueblo? ¿Somos hijos del pueblo, o so-
mos hijos de... de qué?
Entonces estas cosas hay que entenderlas. Los pueblos son maravillosos, los pueblos pelean, los pue-
blos han hecho sus guerras de independencia y de liberación. Pero con dirigentes dignos a su cabeza.
Nosotros lo hemos visto en el interior, hemos hablado con gente que dice: ‘Nos han quitado esto, nos
han quitado lo otro, pero si los dirigentes no cambian, aun a la hora del paro, no vamos. Pero con gente
como ustedes, si nos convocan, vamos a salir a pelear’. ¿Cómo vamos a defraudar a todos esos compa-
ñeros? Para que digan: ‘Mírenlos’.
……………………………………………………………………………………………………………………………………………………….……...
Primero decían que había que darle tiempo al gobierno; después, esperar que lo sacaran a Salimei;
más tarde, que los nacionalistas desalojaran a los liberales; y ahora un poquito más hasta que lo saquen
a Lanusse, y después de eso todo arreglado (risas). ¿Se dan cuenta, compañeros, todo ese engaño, toda
esa farsa?
Porque nosotros no podemos esperar nada de este gobierno, de este sistema. Lo que no nos ganemos
por nuestras propias manos, con nuestra propia reacción, no va a durar. La lucha de liberación es larga y
es dura: no la podemos emprender con los que están en otra cosa, con los que están en la traición, por-
que nos van a engañar, como nos engañaron tantas veces».*

XXXIX Frías comunicaciones

Durante más de veinte minutos trató de hacerse entender por la telefonista del hotel; hasta en alemán
trató de decir alguna palabra, pero se dio cuenta de que no sabía más que dos. Finalmente cortó por lo
sano: anotó prolijamente el nombre y el número de teléfono de Isolda y abajo agregó, subrayada, la
palabra “París”.
Se metió en la cabina de la telefonista, diciéndole, mientras señalaba con vehemencia el papelito: “S’il
vous plait”. La mujer, cuando lo vio entrar, condenó el atrevimiento con una mirada, pero —esta vez—
rápidamente entendió qué pasaba; perdonó la invasión y sonrió ante la serie de morisquetas que hacía
Mateo, tratando de representar la acción de hablar por teléfono. Terminado el acto, le hizo señas de
que esperase un momento; pidió la comunicación. Casi inmediatamente conectaron, pero había alguna
dificultad, a juzgar por la cara que ponía la mujer. Mateo le arrebató el auricular, con presurosa cortesía,
y alcanzó a escuchar algo de lo que estaba diciendo la operadora francesa: no contestaban, seguramen-
te no había nadie en esa casa. Habrían salido o estaría mal el teléfono. Cortó y, por señas, le hizo enten-
der a la telefonista checoslovaca que más tarde insistiría.
En la calle nevaba y no había mucho viento, cosa que disimulaba el frío; tomó un tranvía y se bajó en el
centro de la ciudad, en la Plaza Wenceslao.
Trigo lo recibió con cordialidad, aunque dándose un poco de importancia; hablaba en un francés
horrendo con sus empleadas; pedía comunicaciones, reservaba pasajes y se comunicaba con hoteles.
Finalmente lo atendió: era imposible viajar a París antes del miércoles, y era domingo. En tanto volvió a
insistir con el teléfono —seguían sin contestar—; Trigo reservó alojamiento en París en “un hotel de
confianza en pleno quartier”. Luego, como resignado frente a una fatalidad, se ofreció para cambiar
dinero en la bolsa negra; quedaron también en almorzar juntos al día siguiente, “en el mejor restaurante
chino de Europa”, y le indicó cómo llegar.
Caminó sin mayor precisión; se quedó un largo rato observando los angelotes del reloj de la municipa-
lidad; hizo tiempo, cruzó hasta la catedral, desembocando más tarde sobre la avenida Paristka. Dobló
por la sinagoga vieja y, luego, entró al viejo cementerio judío. Se detuvo frente a la tumba del Rabbi
Lów. Pensó en Sara despidiéndolos en el aeropuerto de Ezeiza; su tristeza se agrandó hasta convertirse
en un suspiro profundo que tomó la forma de un vaho helado que, de inmediato, se incorporó a la
atmósfera y a los colores grises. Hacía mucho frío y los pies empezaron a dolerle; se sacudió las manos
enguantadas, saltó, primero sobre un pie y luego sobre otro. Salió a la calle y caminó un par de cuadras,
metiéndose en la primera vinarna que encontró. Pidió un vodka; tres cuadras más allá entraba en otra
de techo abovedado y mesas de tablones muy gruesos. Esta vez tomó dos slivobitzka. Ahora se sentía un
poco mejor.
Cuando salió a la calle, ya estaban encendiendo l os primeros faroles; no le llamó la atención que la
iluminación fuera a gas, allí, en el barrio viejo. Más allá de la Mala Strana, brillaban las luces eléctricas de
la ciudad recortando los campanarios; se paseó como Kafka lo habría hecho años atrás, con su sobreto-
do liviano, por esas callecitas que parecían corralones franqueados por puertas inútiles, rozando la
muerte de manera empecinada y metódica como sus laberintos de palabras, sus redobles, sus recove-
cos, su luz incierta y vieja. Tomó un taxi y, al pasar frente al Castillo, saludó con un gesto que registró el
chofer sin comprender su significado. En el hotel pidió la llave de su habitación y pasó entre un grupo de
moscovitas, enfundados en espléndidos gorros de piel, que calzaban como coronas. Subió a su habita-
ción, llenó la bañadera con agua caliente, se desnudó —la calefacción era intolerable— y pidió nueva-
mente su llamada.
Ahora el trámite con la telefonista resultaba simple, pero en París seguían sin contestar. Se bañó, se
afeitó y bajó al comedor. Allí se reunió con Lucas y Marcos. Gaspar ya no estaba: había sido el único en
lograr, casi de inmediato, el empalme con un vuelo a París, el último que quedaba. Marcos sugirió ir al
“Viola” a tomar un trago, después de cenar; podían escuchar un poco de jazz. Lucas, en cambio, propuso
el “Uflekus”. Fueron a ambos.
En “Uflekus” un checo joven y enorme los miraba desafiante, con un diminuto chupete en la boca.
Como eso era lo más atractivo que pasaba en el lugar, se trasladaron al “viola”; estaba colmado de gen-
te joven. Todos los movimientos del local eran controlados desde la puerta de entrada por la mirada
amable y eficaz de un enérgico homosexual.
Marcos se puso a conversar con un escandinavo que hablaba un inglés pedante, con acento copiado
grotescamente de Oxford. Un poco más allá, a dos mesas de distancia, Mateo conversaba con un
francés, estudiante de cine en Barrandov.
Había pasado menos de media hora, cuando un ruso de no más de veinte años —que había estado
hasta ese momento tirando desde lo alto el contenido de sucesivas copas, directamente a las profundi-
dades de su garganta— discutió con otro francés y éste, a la francesa, le dio un par de reveses que enfu-
recieron al oso de las estepas: quiso matarlo, pero intercedió el dueño, que se había abierto paso en
medio del tumulto. Cuando estuvo a su lado, lo tomó de los fundillos y lo tiró al medio de la calle, en el
viejo estilo de las películas mudas, y antes de que pudiera articular una palabra.
El dueño retomó su puesto y sus maneras afeminadas. La paz reinó en Varsovia, es decir, en ese ates-
tado rinconcito de Praga.
Cuando regresaron al hotel, lo primero que hizo Mateo fue reclamar su llamada con París; siguió insis-
tiendo infructuosamente hasta las cuatro de la mañana. Finalmente se durmió; al día siguiente se le-
vantó temprano, tomó un taxi y se fue a Barrandov a encontrarse con sus amigos de la víspera. No los
encontró, pero pudo pasearse por los decorados vacíos de una película.
Era un pueblo del lejano Oeste fielmente reproducido. Al final de la calle, divisó el saloon y entró
acodándose en el mostrador, luego miró a su alrededor buscando caras amigas, pero el juego se dis-
gregó: las mesas estaban vacías, mudo el teclado, las puertas se golpeaban con el viento y la nieve.
Al regresar, pasó por el Puente de Carlos y, sobre la margen norte del Moldava, vio a Lucas y a Marcos
sacando fotografías. Se reunió con ellos un momento antes de encontrarse con Trigo en su restaurante
chino. Al día siguiente, en cambio, almorzaría con ellos, apurando el postre porque ya había que meter
las valijas en el ómnibus que pasaba a recogerlos por allí, dejándolos directamente en el aeropuerto.
Después de decolar, escucharían un ruido sorprendente y verían pasar a la azafata, pálida como las
sábanas. Se había abierto la puerta y el aparato ya no podría descender; a medida que cobraban altura,
la descompresión aumentaba y terminarían viniéndose abajo irremediablemente. Nadie dijo nada, nadie
gritó, apenas habían transcurrido instantes; hasta que irrumpió un checoslovaco, sólido como los cam-
panarios de su país. Se aferró a un costado del hueco abierto al espacio, manoteó la puerta y la cerró
con un golpe preciso. Lucas, Marcos y Mateo se miraron aliviados; fumaron el primer cigarrillo del vuelo
y, dos horas después, caminaban por los corredores de Orly. Desde el aeropuerto volvió a llamar por
teléfono, pero seguían sin contestar.

XL Pasado y futuro

Se hospedaron en el hotel que Trigo les había reservado desde Praga; quedaba en un lugar bastante
cómodo, es decir, en el Barrio Latino —“en pleno quartier”—; lo único que no andaba bien era la dueña,
siempre sucia y malhumorada.
Lucas se había hospedado otras veces allí, siempre aconsejado por Trigo. Mientras esperaba que la
dueña despachara a un proveedor, observó unas refacciones que se hacían en el establecimiento y que
lo colocarían seguramente en una categoría mejor; “¿de dónde sacará la plata esta vieja?”
Se instalaron en una misma habitación, sacaron las ropas de la valija, se bañaron, se cambiaron y salie-
ron a encontrarse con Hadad que los esperaba en “La Coupole”, según habían combinado por teléfono.
Isolda, en cambio, seguía sin contestar.
Conversaron animadamente. Hadad reflotó —pese al entusiasmo— un poco su escepticismo, añoran-
do el sol del Caribe, su alegría; reprochando el frío de París, sus colores encapsulados.
Mateo se levantó y fue a hablar por teléfono; lo atendió Isolda: había estado en e1 campo, en la villa
de unos amigos, por eso no contestaba nadie el teléfono. Hubo un momento de duda y, finalmente, se
atrevió a preguntar, con algo de pudor, de inseguridad, si no había terminado ya el enamoramiento.
Mateo sintió que su sangre subía desde el centro de la tierra.
Media hora después llegó en un taxi; de allí fueron a un atelier que tenía un grupo de pintores lati-
noamericanos. Lástima que no estuviera Gaspar —había partido ya para Burdeos— que le gustaban
tanto estas reuniones de mundo, donde se hablaban varios idiomas: los pintores eran personas integra-
das a los medios europeos y había en la reunión no solamente franceses, sino algunos austríacos y hasta
un matrimonio yugoslavo, pero que hablaban correctamente el español.
Ella había llegado envuelta en una amplia capa de tweed y, durante la comida, lo miró a los ojos, hasta
que tímidamente deslizó una mano buscando la suya por debajo de la mesa; todo ocurría como en las
novelas del siglo pasado: o ellos estaban muy atrasados, o esas novelas se adelantaron a su época. Hab-
ía que irse lo antes posible y abandonar ese juego de la dama enamorada y el caballero intrépido; antes
de empezar con los papelones, o a ponerse en ridículo.
El dueño de casa, uno de los pintores, sonrió enigmáticamente cuando escuchó los pretextos que ella
dio para justificar una partida tan prematura; Isolda advirtió la sonrisa y se puso colorada. Mateo adujo
cansancio, porque un vuelo, por corto que fuera, para él resultaba agotador. Una risita socarrona fue
toda la respuesta: adiós, después de todo no había por qué andar justificándose tanto. Media hora más
tarde ella corría a sus brazos, desnuda, con los cabellos sueltos.
A la mañana siguiente, cuando él se levantó, Isolda ya había salido. Se puso el sobretodo sobre el
cuerpo desnudo y se asomó a la ventana que daba sobre el bulevar Saint-Germain. Sintió una melancolía
antelada, sin sujeto; para distraerse pensó en Sartre, que vivía por allí, en ese edificio medio escondido
por la Chapelle; ¿sería cierto que seguía viviendo con su madre, como Borges? Literatura.
Se dejó caer en un sillón; tuvo frío y metió las manos en los bolsillos. Allí estaba, sin abrir, la carta de
Palenque que había recibido en el domicilio de Hadad: hablaba burlonamente de Midas; reproducía el
último refrán malversado por Paladino, insinuaba que Albertina estaba misteriosa, saliendo con un tipo
con aspecto de conspirador; de Sara no decía nada. Contaba que la situación en el país estaba enrareci-
da, bochornosa: nadie sabía para dónde disparar. Aquellos tiempos de la política sindical habían sido
casi aplastados. Los gremios y la universidad, noqueados; algunos proponían salir a luchar con las armas,
pero hablaban tanto del asunto que debían tener detrás un policía por cabeza. Podía ser que hubiera
otros que estuvieran realmente trabajando en eso, pero eran —de ser— tan reservados, que nadie es-
taba enterado de su existencia.
Palenque se parecía a Aramís; qué lindo sería quedarse a vivir allí si ellos también pudieran venir. Qué
hermoso sería traer a su hijo, no sentirse responsable por una patria que siempre lo había tratado como
a un extranjero.
Sin embargo, no podía hacer otra cosa. Tarde o temprano, habría que despedirse de Isolda. Le escribir-
ía una carta para que leyera si a él le llegaba a pasar algo; tenía que explicarle alguna vez, cuando ya
todo se hubiese consumado, cuáles fueron las razones por las cuales no pudo quedarse allí, con ella.
Comenzó a pasearse: era un lindo lugar ese departamento, pero lo sintió reducido y tuvo necesidad de
salir al aire libre. Si no era el pasado, el futuro se encargaba de empañar las pobres alegrías presentes: a
caminar y olvidar.
Bajó las escaleras de madera sólida, algo gastadas por el paso de casi tres siglos de fieras acorraladas,
de mosqueteros y arcabuceros; de los herederos de batallas, como él. Entró en un bar y pidió un café
chico y una croissant.

XLI Un americano en París

Marcos salió a la calle un poco desilusionado, porque le gustaba hablar con la dueña del hotel, aunque
fuera una vieja roñosa y cascarrabias; aunque tuviera un parecido siniestro con Teresita Funes. En reali-
dad la provocaba sutilmente, hasta que la mujer estallaba, y esto era lo único que lo divertía.
Mateo había desaparecido. Seguramente estaría en casa de Isolda, pero él no quería ser indiscreto.
Hadad trabajaba mucho, Lucas se había ido a España; en suma, lo habían abandonado. Por eso lo de-
fraudó encontrarla durmiendo, mejor dicho, roncando como era su costumbre.
Se quedó un rato largo observándola, con la cabeza medio ladeada, erguida en su asiento, detrás de
esa especie de pupitre en el que enchufaba cables, atendía llamadas, se impacientaba con los latinoa-
mericanos que le preguntaban cosas tan elementales como el camino más directo para llegar hasta el
Louvre. Y los amigos de los inquilinos que no sólo hablaban por teléfono, sino que también preguntaban
si el amigo que allí se alojaba no había dejado por casualidad un mensaje para él. O, cómo pudo haberse
ido, sin dejar nada dicho, y esto ya le hacía estallar en gritos de todo tipo —“je m’enerve”, era lo más
discreto— y en las gesticulaciones de todo francés.
En la calle se dio cuenta de que hacía mucho frío. París era una ciudad que le daba mucho frío: por lo
menos tenía más frío que en Buenos Aires y que en Praga, donde hace más frío que en cualquier parte
del mundo; pero allí está el vodka, que todo lo arregla. Al menos estos asuntos, estos fríos. Aquí en
París, lo sentía especialmente en los pies, sobre todo en los dedos de los pies. Quiso comprar cigarrillos
aunque le quedaban algunos todavía; en verdad su secreta idea era la de hablar con alguien, ya que la
dueña del hotel se había quedado dormida y Mateo había sido devorado por las altas pasiones. Pidió
“Gitanes” en su más correcto francés, que era precario, pero inteligible.
La mujer que atendía el “tabac” estaba muy ocupada y no le contestó; se retiró un poco abatido y se
puso a caminar sin rumbo por los jardines de Luxemburgo. Pidió fuego a alguien que pasaba pero la
persona siguió de largo, como si no lo hubiese escuchado. O como sí, sencillamente, no hubiera querido
darle fuego. Se atribuyó cierta paranoia: ¿por qué se la iban a agarrar justamente con él todos los fran-
ceses del mundo, es decir, de París?
Para probarse que las cosas no eran como suponía, le dio conversación a una niñera que pasaba a su
lado: ni lo vio, o al menos no dio señales de que algo de esto hubiese ocurrido. Se metió entonces por
las callecitas del barrio —“pleno quartier”— y fue advirtiendo, con inquietud, que, en varias oportuni-
dades, estaban a punto de llevarlo por delante y que, si esto no ocurría, era porque él saltaba a un cos-
tado esquivando a la gente.
Caminó así hasta la rue de la Montaigne du Saínte Geneviéve, bajó por la rue Descartes y alcanzó la
Place de la Contraescarpe; vio turistas, bohemios en esos hermosos lugares de la hermosa ciudad y, por
un momento, olvidó la prescindencia de la que era víctima. Siguió caminando y, sin saber cómo, se en-
contró de pronto recorriendo los mostradores de Masperó, donde los afiches y los libros arreciaban.
Alguien en español dijo: “una cosa es la teoría y otra es...”. Pero la última palabra no se pronunció; la
frase no se había diluido, se había cortado bruscamente; Marcos miró a su alrededor, pero no pudo
detectar quién la había pronunciado.
Tomó el metro y fue directamente a la Unesco, con la intención de hablar con Hadad. Frente a la plaza,
en la parte posterior del edificio, vio a un grupo de franceses jugando con unas bochas que no eran de
madera, sino de metal. Tal vez de acero, como las municiones de los piratas: “el sol del Caribe, qué lejos;
Sara, qué lejos”.
Un día le había dicho a Lucas: “esto se demora, y en una de esas la muerte nos llega antes que la revo-
lución”. Y Lucas lo había mirado, sonriéndole antes de contestar: “Peor es no morirse a tiempo”. Los
franceses que jugaban con esas bochas raras, eran como jubilados argentinos, o italianos: emigrantes;
se acercó, pero nadie pareció advertir su presencia. Dijo algo, y no lo escucharon; cansado de pasar
desapercibido, se dispuso a cruzar la calle para visitarlo a Hadad; en ese momento vio que se alejaba en
un taxi.
Le gritó, lo corrió, pero el vehículo fue tragado por el tráfico. Volvió sobre sus pasos y tuvo miedo. Un
miedo que lo obligó a sentarse en un banco de la plazoleta y olvidar a los jubilados. Un miedo pánico,
enclenque.

XLII El espejo

Cuando Simón entró, la sala de conferencias estaba colmada y Borges ya había empezado a hablar.
Simón miró el techo, los ribetes dorados, los angelitos celestes; «el rastacuerismo”, pensó con suficien-
cia. En la primera fila estaban sentadas algunas personalidades ignotas; al menos esto podía inferirse en
virtud de las poses moderadamente circunspectas y los sillones de felpa que les habían destinado; al-
guien lo saludó desde las butacas comunes: era Albertina. A su lado estaba Sara, pero no lo había visto.
Simón saludó—las había invitado— y se sentó sobre el pasillo, en las filas centrales.
Borges decía algo sobre Evaristo Carriego; mejor dicho, lo aprovechaba para recordar a un caudillo que
también vivía en la calle Honduras; había conocido a ambos, a través de su padre. Hablaba como un
gaucho asmático, o como una señora pituca, pero varonil. Su mirada se perdía por allí, en el infinito de la
sala, con esa perplejidad que tienen los ciegos.Los objetos eran imprevisibles para sus ojos clausurados;
su voz gruesa y temblona, transmitía alguna vulnerabilidad conmovedora. Simón lo escuchó largo rato;
recién antes de que entrara en tema, se decidió.
—Discúlpeme, Borges.
Todo el mundo se dio vuelta para localizar al atrevido, y Borges lo apuntó con sus ojos vacíos.
—Usted es un gran escritor y muchos argentinos estamos orgullosos de que usted sea nuestro compa-
triota.
Un murmullo de desconcierto se hizo escuchar, aprovechando la pausa.
—Por eso pensamos que no tiene necesidad de andar chupándole las medias a los norteamericanos,
como suele hacerlo.
Los rumores de asentimiento dieron media vuelta hacia retaguardia y atacaron sordamente: se trata-
ba, nomás, de un impertinente.
—Y usted discúlpeme, pero se pone obsecuente y uno siente vergüenza ajena.
—¿Quién es que me está hablando?
—No me conoce, no tiene importancia.
Alguien le cuchicheó el nombre de Simón; Borges asintió, fingiendo conocerlo.
—Lo que tiene importancia es que usted, con sus excesivas consideraciones para con los norteamerica-
nos está convalidando el juego siniestro que ellos hacen en Vietnam y en tantos países del mundo.
—Los norteamericanos son dueños de hacer lo que quieran, y por otra parte yo no les estoy convalidan-
do nada.
—Sí: con su prestigio está dando piedra libre a estos o a otros señores.
—Estados Unidos no necesita de mi prestigio, discúlpeme.
—En Vietnam no, pero aquí, sí.
—Esto no es Vietnam, aquí hay muy pocos norteamericanos.
—Hay.
—No molestan.
—A usted, pero se están apropiando del país, de sus valores, de su literatura, de sus escritores.
—¿Usted sugiere que me están raptando?
Algunos se rieron, otros sostuvieron que Simón era un mal educado. Pero ninguno intentó agredirlo
físicamente, porque eran en su mayoría personas mayores y tal vez estaban neutralizadas por la eviden-
te buena fe de Simón. Alguien había tomado a Borges delicadamente de un brazo, sacándolo de la sala
de conferencias. La disertación se daba por terminada y alguna autoridad prometió que continuaría en
otro momento, disculpándose por el incidente. Todos se fueron indignados y nadie se acercó a conver-
sar con el revoltoso, que esperó de pie que la sala quedara vacía.
Algo abatido, como un predicador que no ha logrado insuflar toda la fe a sus feligreses, se acercó a
Sara y Albertina que esperaban en la puerta de entrada: francamente ellas no entendían muy bien qué
sentido tenía haber provocado esa situación. Simón explicó que no se podía seguir indiferente ante la
complacencia de tipos como Borges. Que estas cosas no lo enriquecían, que lo colocaban del lado del
imperialismo.
—Está de su lado.
Borges no sabía de qué lado estaba, no entendía nada de política.
—No entendía, pero sabía perfectamente de qué lado debía estar; y no se equivocaba.
—¿Estás de acuerdo con él?
—No: él es el que está de acuerdo consigo mismo. Además se divierte como un loco provocando a la
gente de izquierda.
Cuando se fue, Albertina reflexionó: “Simón está tratando de ganarse una buena conciencia’. Sara no
rechazó la posibilidad; pero, aunque así fuera, detrás de esa búsqueda había algo doloroso. Desespera-
ción, impotencia. Pasaron frente a la “Jabonería Vieytes”. Albertina dijo: “iTe acordás?”. Sara asintió.
Albertina retomó el tema: se podían hacer muchas cosas para salir de la impotencia, el que estaba en
eso era porque quería. Podía ser.
Sara no respondió a la insinuación, pero temía que media palabra sirviera para que Albertina la engan-
chara en algo. Y ese algo sería una cosa muy peligrosa; además ella sabía que había gente muy poco
seria que andaba en ésas, había de todo. Cuando Marcos volviera, podría orientarla; no quería equivo-
carse de entrada. Además, tenía miedo.
Estaba frente a un espejo y se miró: “¿Y si me matan?”. No tenía pasta de héroe. Marcos decía siem-
pre, un poco en broma: “Hay que hacer lo que hay que hacer”. Pero ella no sabía bien qué era lo que
había que hacer. “Es fácil decirlo”, pensó en voz alta. Muy fácil, pero ¿si me matan? La decisión tal vez
fuera fácil, pero cómo será morir; no quería morir tan joven, voy a tener frío. “Tengo miedo” repitió en
voz alta, y se metió en la cama; se tapó la cabeza con las sábanas y se durmió con la luz prendida.

XLIII Austerlitz

A la mañana temprano salieron para Burdeos; Isolda sacó los pasajes y luego se sentaron en un reser-
vado a leer revistas y diarios que habían comprado en la Gare d’Austerlitz. Estaban muy juntos y, de
tanto en tanto, quedaban suspendidos como si los únicos elementos que compusieran el universo fue-
ran esos dos ojos en los que se miraban; no el espejo en que nos miramos, “sino aquel que nos mira”.
Una mujer voluminosa se sentó frente a ellos y comenzó a observarlos como si fueran realmente los
portadores del pecado mortal. Y lo eran; y la mujer lo había advertido y ahora estaba paralizada por el
terror. Bajó algunas estaciones más allá.
Gaspar, cuando les abrió la puerta de su nuevo departamento francés, casi se cae de espaldas. Nunca
hubiese sospechado que Mateo fuera a visitarlo, y mucho menos acompañado por esa mujer que había
visto fugazmente en La Habana. Estaba solícito, desconcertado y alegre. Dejaron los equipajes y bajaron
a hacer compras para la comida.
A Gaspar le gustaba comprar comida, cocinar, cuando estaba de buen humor. Y esa tarde estaba de
buen humor. O se había encontrado con ese estado de ánimo inmediatamente después de la sorpresa.
Contento como estaba, no le importaba derrochar unos pesitos. Estaba tan solo, con sus clases de piano
y sus propios estudios en el conservatorio, que el exceso lo regocijaba.
Alegremente compró quesos, vino y algunas especias. Después carne y un paté, que tenía realmente
muy buen aspecto. También verduras y condimentos; cocinaron entre todos. Después de comer y de
contar todas sus actividades en Burdeos, le dio sueño. Dijo hasta mañana y desapareció en su habita-
ción. Isolda y Mateo fueron a la suya; Isolda se desnudó y se metió en la cama. Mateo se puso a escribir
una carta; ella preguntó para quién era: para su hijo, pero podía terminarla después. No, ella no quería
que la interrumpiera, y entonces Mateo siguió escribiendo mientras ella no dejaba de mirarlo.
Puso primero la fecha y luego “Querida Isolda. Cuando leas estas líneas, seguramente ya no estaré
vivo. A todos nos toca morir, pero una cosa es morir porque sí, y otra elegir la vida con todos sus riesgos;
la vida y no la sobrevida. Una muerte decente, en suma, digna de mí, de un hombre.
Comprenderás ahora por qué nunca te pedí que vinieras conmigo. Por qué no sugerí quedarme con
vos, para construir juntos una vida a lo mejor hermosa, pero deficiente: porque la vida que yo tengo no
me pertenece, se la debo a muchos. Y la conciencia de esa vida es producto de sacrificios y martirios que
no quiero traicionar.
‘Osar, morir, da vida’. Leímos juntos esta frase de Martí; la recuerdo y por eso nunca me quejaré por
mi suerte, ni tendré la menor sospecha de arrepentimiento, porque, precisamente —y era cierto—, la
vida ‘es más grande que el destino’. Y hablo de mi vida, como Martí y Rilke —a quien también leímos—
hablaban de la suya. ‘Mi vidita’, como diría el Gran Hadad, el escéptico por amor.
Porque estamos profundamente enamorados. Por eso nosotros pudimos encontrarnos; mis amigos
entre ellos, todos o algunos y una clase de hombres, la clase creadora del futuro, la que también trabaja
y libra sus batallas por amor. Por eso es dueña del tiempo; de la historia”.
Dejó de escribir y la miró. Ella también lo miraba —no había dejado de hacerlo—, y era tal la tristeza
de esa mirada que resultaba imposible concebir que de esos ojos pudiera salir alguna lágrima. Porque
era una tristeza que sobrepasaba todo arranque animal: era la tristeza de una época tremenda la que
había caído sobre ella.
Al día siguiente puso la carta en un sobre y la llevó al departamento de música de la Universidad. Gas-
par se desconcertó nuevamente. Mateo le reiteró que si llegaba a pasar algo, se la entregara a Isolda.
—¿Qué cosa te tiene que pasar?
—Nada.
Pero Gaspar había descubierto el tipo de cosas que le podían pasar a Mateo y pensó que estaba exage-
rando o fanfarroneando un poco; se le había subido el heroísmo ajeno —cubano— a la cabeza y jugaba
ahora al conspirador, al hombre que arriesga su vida: chiquilinadas.
Toda esta conjetura no era disimulada por la expresión de sus ojos; Mateo pensó que lo único que le
faltaba era decir:
“¿Qué te hacés, el Che Guevara, dejándole cartas a tus futuros deudos?” Y Mateo le contestó imagina-
riamente: “Yo no soy el Che Guevara, pero a mí también me pueden matar”.
No dijo nada; la consigna era el silencio, la soledad. Además era imposible explicarle a Gaspar estas
cosas que todavía le resultaban inaguantables; el peso de la realidad era excesivo.
Con el tiempo, todos se irían acostumbrando de una manera o de otra. Por eso Mateo no lo descali-
ficó; es más, tenía confianza en él. Sabía que, llegado el caso, entregaría la carta y este acto sería tam-
bién un acto de amor, a pesar de las reticencias actuales. Y los actos de amor nunca son más o menos
importantes aunque sean distintos, aunque parezcan diversos y con diferentes rangos.
Esa misma tarde Gaspar los despidió en la estación; quedaron en encontrarse en París, el próximo fin
de semana: no hubo despedidas dolorosas. Llegaron de noche, comieron algo con los chicos y, luego, se
fueron a dormir: “parecemos un viejo matrimonio”, comento Isolda risueña antes de acostarse; Mateo
se acercó, le quitó el camisón de hilo extremadamente blanco y retiró la gran colcha de felpa color azul.
La cargó en brazos y la llevó hasta el borde de la cama, como quien pasea por la orilla de un mar sin
peligros.

XLIV La última cena

Ese fin de semana, Gaspar siguió mirándolo con desconfianza, casi burlonamente. Marcos andaba por
allí, taciturno y desganado. Era la contrafigura de Hadad que estaba radiante, con los amigos cercanos.
“Tengo impaciencia por irme, explicó Marcos, pienso que no debería quedarme aquí un minuto más”.
Pero no podía irse, tenía que esperar a alguien que debía llegar con una carta con instrucciones y datos;
pero esto no lo explicó y tampoco nadie llegó a preguntárselo. La consigna era el silencio, la soledad.
Mateo se ocupaba de andar sirviendo los vinos, como un verdadero dueño de casa. Isolda daba los
últimos toques a la comida; vestía unos pantalones anchos y una casaca china; sonreía a todos, estaba
feliz, como Hadad. Había olvidado totalmente la carta misteriosa que escribiera Mateo en casa de Gas-
par, en Burdeos. No quedaban rastros de aquel dolor, marcas de la tristeza.
Hadad comenzó a contar historias de su país; corrupciones, familias reinantes. Y los encontronazos, a
medida que pasa el tiempo, con ex compañeros de ideas, allá en Quito, “la ciudad más bella del mundo,
lástima que esté habitada”. Devolver, qué podía hacer él en su país; cómo vivir “la vidita” de uno, dar
algo, escribir algo como la gente en un medio lleno de mezquindades.
La última vez que había estado dio una charla y, al terminar, un muchachito le impugnó que viviera en
París: “Y yo le dije, usted a mí lo único que me puede exigir como escritor es que escriba bien; como
hombre podrá exigirme otras cosas, pero vamos a ver lo que hace usted en ese sentido, por más que
viva en Quito, aunque no salga nunca de su país”.
Marcos recordó a Juan y lo dijo; debía estar por Argel con Federico, según las últimas noticias que
habían llegado. Luego contó su encuentro —dos años atrás— con Juan en Bolivia; había sido de casuali-
dad, en un suburbio de La Paz al que habían llegado caminando sin rumbo fijo, un poco para estirar las
piernas; y no siguió explicando, porque no había mucho que explicar.
Se hizo un silencio breve en el que todos se miraron y se arrimaron, formando un pequeño círculo a
partir del lugar en el que estaba sentado Marcos. El propósito era conocer “la verdad de las cosas”. Y,
terminado el momentáneo revuelo que hicieran para acomodarse, Marcos miró a Mateo, recordando a
Lucas y a Juan, y habló. Y dijo que había leído el diario del Pombo en Bolivia y que allí, el lugarteniente
del Che contaba que el día de Nochebuena habían organizado un acto cultural y que el comandante
había leído un poema “que él había inventado”. Y estas serían las últimas navidades que él pasaría con
vida; y después, recordó Marcos, a partir de ese momento se llegarían “a él todos”, para abrir “el senti-
do, para que se entendieran”. Y pasando por la mañana, vieran que la higuera se había secado desde las
raíces”.
Después todos se fueron a dormir. Hadad tomó un taxi y dejó a Marcos en el hotel. Gaspar los acom-
pañaba y también siguió porque dormiría en el departamento de Hadad. Marcos subió de un trote los
cuatro pisos y abrió la puerta de su cuarto sin prender la luz. Entró y atravesó la habitación para mirar
por la ventana los techos de París. Finalmente eran bastante atractivos; sintió un ruido y dejó de mirar-
los, sin volver la cabeza. Quedó un momento acechante; luego adelantó un paso para salir del marco de
luz y manotear la pistola que siempre dejaba bajo la almohada; pero alguien cerró a sus espaldas los
visillos, dejándolo paralizado por segunda vez. Pero se repuso y tanteó buscando el arma: había desapa-
recido.
Alguien prendió la luz; un poco encandilado pudo distinguir perfectamente a cuatro hombres que lo
apuntaban en silencio; uno de ellos le dijo con afabilidad: “El mundo es chico, Poletti”. Era Cabrera y
Marcos lo reconoció enseguida, luego de un momento de duda.

XLV Yunta

Isolda había estado tratando de leer, pero Mateo la venía fastidiando hasta que tiró la revista a un
costado de la cama y montó sobre él, que estaba boca abajo, como un gladiador que se decide a escar-
mentar, antes de vencer. Mateo no opuso resistencia e Isolda se tendió sobre él y comenzó a morderle
amorosamente el cuello, como si dispusiera de todo el tiempo.
Simultáneamente oprimía con sus pechos la espalda de Mateo, que se arqueaba como una canoa que
acaba de soltar amarras sin todavía haber hundido los remos. Descendió apenas, lo necesario como para
alcanzar con su lengua la comisura de las axilas y saltar después al centro de la espalda. Sus pechos aca-
riciaban omóplatos y nalgas, antes de ayudarlo a levantar la cintura y dejar la cabeza en lo profundo de
la ladera que había formado con su cuerpo.
Por un momento miró la cumbre de esa pirámide y luego la recorrió con sus pezones, con la lengua
que crecía como la serpiente de Venus; la mano, en tanto, se deslizaba hacia adelante, acariciando y
apresando.
Retiró finalmente la boca embravecida y aventuró allí los dedos con una exclamación de triunfo: no
era el macho profanado, sino la diversidad, el cuerpo paradisíaco de Adán, antes de Eva; fascinado por el
espectáculo de la trasmutación de los sexos (que son —es sabido— las almas primitivas) no abandonó la
actividad de sus manos, trepó dejando caer su cuerpo a lo largo del otro.
Y armonizó los movimientos, dejando crecer el súbito sexo que había crecido en las profundidades del
suyo. Sin quitarlo, colocó al otro ahora suavemente de espaldas, para engolosinarse, convirtiendo su
boca en un pequeño claustro materno.
Lamió de abajo hacia arriba, como si pintara; recorrió el cuello en redondo, mordiendo quedamente la
cornisa, hasta llegar al otro cráter y explorarlo ahora con su lengua milagrosamente reducida. Llenándo-
se la boca, inició el último tercio de la fiesta. Mordía con su paladar, llegando hasta el confín de la gar-
ganta; hasta que su boca se anegó y un gusto tibio y almendrado golpeó sus dientes que había cerrado
para que no pudieran escapar los filtros.
Luego la paz y dos manos que la llevaban hacia arriba para besarla, intercambiando los últimos jugos
de la fiesta. Después ella se sentó sobre su sexo, para que él pudiera penetrarla. Y comenzó a moverse
como si la brisa la empujara a bailar la oscura danza de Ishtar; el movimiento la obligaba a sonreír, a
mover la cabeza siguiendo un poco los compases del baile; hasta que, tocada por el demonio babilónico,
juntó los brazos y los levantó, haciendo saltar los pechos hacia adelante; cerró los ojos, y sonrió desde
los perfiles del éxtasis, liberando la suerte de sus hermanas.
Era una diosa lunar, emancipadora, alzando el vuelo. Al volver de su viaje, se acurrucó contra el pecho
del hombre; sin soltarla, él se incorporó dejándose ella caer ahora de espaldas. Y otra vez fueron el
hombre y la mujer, pero renacidos de la conjunción, hablando ya lenguajes que no podían resultarles
desconocidos.

XLVI La carta

Por el intercomunicador, la voz de Midas: esa mañana ya había dado suficientes razones como para
que nadie tuviese dudas de que estaba insoportable. Paladino ya se lo había anunciado al llegar, “esta
neurológico”, dijo; mis tarde se quejó amargamente: “hay días que merecen palos”. Palenque no tuvo
tiempo de anotar la nueva versión del refrán, ni del neologismo inventado por Paladino; trataría de
memorizarlo, para poder contárselo a su mujer esa noche. El trabajo había sido enorme durante la ma-
ñana.
Midas lo esperaba como un Agamenón fenicio, es decir, con la cara demudada. Palenque pronosticó
que era improbable salvarse de alguna confesión emotiva. Mirándolo, sintió alguna pena por él y pensó
que era muy difícil de sostener una sensibilidad proclamada como la de Midas.
“Recibí carta de tu amiga”, dijo consternado. Cada vez que se escribían era porque tenían cosas terri-
bles que decirse. “Leela”, agrego alcanzandole el sobre abierto. Palenque no aceptó el sobre y Midas se
quedó con el papel en la mano extendida.
—¿Para qué querés que la lea?
—Para que te des cuenta de cómo me trata tu amiga.
—“Mi” amiga, es “tu” hermana. Y éste es un problema entre ustedes.
—Correcto.
Se puso de pie, como para irse. Midas dejó caer la carta sobre la mesa: “Lo que me duele es que no me
tenga ninguna consideración como persona”. Palenque no le contestó. Seguramente su desdén venía
por el hecho de haberse pasado la vida entre universitarios, mientras él tenía que vérselas con comer-
ciantes;seguramente sería eso. Palenque tampoco contestó. “Yo creo que he hecho bastante por la
familia, los he sacado de la indigencia; lo menos que merezco es un poco de respeto.”
Como Palenque seguía sin contestar, hizo un bollo con la carta y la tiró al canasto; luego lo miró a los
ojos: “Mirá, Palenque”. Quería saber en qué andaba; porque él no se chupaba el dedo y la veía misterio-
sa, saliendo con el coso ese que tenía una pinta de conspirador menesteroso que ni te cuento; quería
saberlo por su bien.
—Preguntale.
—Correcto. Es lo que pienso hacer. Pero además vos podés ayudarme.
—Ni lo pienses.
Sabía que el tipo era un agitador textil —“ya hice averiguar”—; pienso que la puede empaquetar
fácilmente, porque la pobre no tiene mucha experiencia en estas cosas. Es una chica que no ha vivido.
Yo le digo: “Qué querés, terminar como Felipe Vallese? Correcto. ¿Para qué? Para que venga después
Marcos, el amigo de Palenque, y te escriba un librito como escribió sobre ValIese. Mirá, m’hija, le dije,
pero no quiere entender razones”.
Ahora creo que está en Tucumán; posiblemente la metan en cana, porque turismo no fue a hacer. Yo,
vos sabés, no me meto en política, pero sé de política. Yo he levantado todo esto, y hace quince años
era empleado de correo; sé lo que es la vida, lo que es la lucha.
Albertina, en cambio, siempre tuvo la cucharita de plata en la boca, la cunita de oro, ¿te das cuenta?
Sí, se daba cuenta, pero además tenía que ir a trabajar; estaba harto de escuchar esa misma historia.
No quería perder toda la mañana y se lo dijo: “Correcto”. En el comedor almorzaban Paladino con el
ruso Baltiérrez; evidentemente ya estaban enterados del incidente. Incluso Paladino tenía la certeza de
que todo lo ocurrido podía servirle a Midas para preparar una campaña que le permitiera un dominio
del paquete accionario que compartía con su hermana: allí podía estar “la madre de Dorrego”, decía
poniendo cara de astuto.
Luego habló del padre de Midas. En realidad ese era el que había hecho la fortuna. Porque era mentira
que Midas hubiera, por las suyas, saltado del empleito en el correo, a las grandes fábricas. Había saltado
cuando pudo cobrar la herencia del padre. Le cabía un mérito: consolidar y expandir la fortuna. Y por
eso los hermanos no se ponen de acuerdo y parecen “perro y gato, sirios y troyanos”. Y Midas tenía la
culpa, porque si Albertina era “la abeja negra de la familia, había que apechugar”.
Cuando terminaron de comer, Palenque anotó todos los aportes lingüísticos de Paladino; pasó luego
frente al escritorio de Midas. Estaba abierto y no había nadie; tampoco por las inmediaciones. Entonces
se atrevió a entrar, picado por la curiosidad: buscó la carta para ver finalmente qué le había dicho Alber-
tina, de qué manera se había encarnizado con su pobre hermano. Pero la carta no estaba; quiere decir
que la había hecho un bollo y la había tirado a la basura para impresionarlo; había sido un gesto teatral,
ya que después pensaba rescatarla. Correcto.

XLVII Diálogo

Lo subieron a un automóvil y lo marearon dando vueltas por ahí. Entraron a tres casas distintas y de
tres casas salieron para retornar finalmente a la primera. Cuando abandonaban la segunda, se zafó de
un tirón y pudo correr unos metros, pero lo pararon de un balazo en la pierna, cerca de la ingle; no obs-
tante quiso seguir, pero le hicieron un tackle cinco metros más allá: estaban bien entrenados. Después
le abrieron cinco veces la cabeza con otros tantos golpes de culata, en el auto comenzó a vomitar, des-
pués que le pegaron la primera patada en el hígado y la segunda en los riñones. Además perdía mucha
sangre por la herida de la pierna.
Cuando reaccionó lo estaban curando en un hospital; le dio al médico su nombre y el teléfono de
Hadad en la Unesco, pero el hombre se limitó a mirarlo con extrañeza, sin contestarle una palabra; un
momento después lo sacaban por una puerta lateral, donde vio a algunos policías franceses; ya iba a
gritarles cuando sintió que el enfermero le decía a uno de los hombres de Cabrera “Le voici; si vous
voulez, vous pouvez l’emporter avec brancard et tout”. Los flics comenzaron a reírse con las palabras del
hombre y, algunos, se acercaron por curiosidad a mirarle la cara; ya estaba por decirles algo, pero el
policía que estaba más cerca lo cortó sin mayor énfasis, adivinando sus intenciones: “silence”, dijo,
llevándose un dedo a los labios.
En la casa lo ataron a una silla y Cabrera se acercó para decirle que realmente sentía mucho todo lo
ocurrido, “pero usted por la buenas no entiende, Poletti”. Era como con Roque Dalton, peor. Marcos
recordó a Ingrid, a Guanabacoa; al tatangana diciendo: “cuidalo de las balas”. El amuleto había quedado
en el hotel.
—¿Buscándome se vino tan lejos?
—Nuestra profesión es así: tenemos que andar de aquí para allá. Como el de ustedes, es un apostolado.
—Se supone que nosotros tenemos que decir la verdad, en cambio ustedes tratan de ocultarla, o descu-
brirla para que sea eliminada o ahogada.
—Es muy interesante charlar con usted. Fíjense que está lastimado y sin embargo, aquí lo tienen, con-
versando como si nada.
Y siguió explicándole a su gente, peculiaridades de la personalidad de Marcos; luego se hizo un extre-
mado silencio. Cabrera prendió un cigarrillo y avanzó hacia el lugar en que se encontraba Marcos.
Quedó a sus espaldas y Marcos no hizo el menor movimiento para averiguar qué estaba por pasar; esto
seguramente irritó a Cabrera, quien, defraudado, apagó el cigarrillo en su nuca. Marcos sintió el olor a
quemado y el dolor, pero no dijo una sola palabra.
—Este camino no es agradable para nadie, Poletti.
—No lo elegí yo.
—Necesito averiguar algunas cositas.
—¿Por ejemplo?
—Dónde está Manuel.
—No tengo la menor idea.
—Estuvieron juntos en Cuba.
—Lo perdí de vista.
—¿Y Mateo Giménez?
—También lo perdí de vista.
—Estaban juntos en el hotel.
—Sí, el primer día: después creo que conoció a una chica y desapareció.
—¿Y dónde vive esa señorita?
—No la conozco.
—¿Qué se hizo de Aguirre?
—Lucas debe estar en Montevideo, supongo.
—¿Y un tal Joao da Silva?
—No sé quién es.
—Se pasó días enteros, en La Habana, hablando con ese brasileño.
—¿Usted se refiere a Juan?: no sabía que se llamaba así. Debe estar en Brasil.
—¿De qué hablaron tanto?
—De muchas cosas, de mujeres.
—¿Qué planes tienen?
—¿Planes?
—Mire, Poletti, usted sabe mucho. Cuanto más pronto hable, será mejor para todos.
—No tengo nada que contarles.
—Es su última palabra.
Marcos asintió. Cabrera se quedó mirándolo largo rato, luego hizo una seña casi imperceptible a sus
hombres. Éstos se abalanzaron y con pocos movimientos lo trasladaron a un cuarto contiguo. Allí lo
tendieron sobre una mesa de portland, como esas que suelen tener en las morgues; lo desnudaron,
atándole las muñecas y los tobillos con trapos húmedos. Marcos lo miró a los ojos y le dijo: “Cabrera,
usted debe tener familia, y estas cosas, a la larga, se pagan”. El hombre le dio un cachetazo y luego son-
rió con gesto teatral: “No tengo familia, soy soltero”.
De inmediato chasqueó los dedos y Marcos sintió la primera descarga en los tobillos que lo hizo saltar
con el vientre hacia adelante. Después sintió un acercamiento casi sensual a la altura de las tetillas y,
enseguida, una descarga que le encogió el sexo. Como si hubiesen observado esta reacción, se dedica-
ron largamente a repasar testículos, pene, ingles, muy cerca de la herida.
Recordó que la electricidad, en un cuerpo herido, produce gangrena: sí, sí, ya lo sabían; que no se
preocupara y volvieron a la carga: todo se puso muy confuso entonces; no tenía noción, por ejemplo, si
se había cagado o no. Pero no le importaba; escuchó algunas palabras sueltas, insulsas; o frases nítidas,
pero aisladas: “¿no le parece que jugaron bastante con este asunto de la revolución?”.
Marcos solamente contaba con algo para hacer pie: su odio. A esto se aferraba con desesperación;
pero ni siquiera insultó o gritó: una palabra trae la otra, uno abre la boca y no sabe si va a gritar o va a
contar todo. Cuando no pudo más, empezó a mentir: dijo que en La Habana lo habían tratado de engan-
char en una tarea menor, de contacto, pero que él la había rechazado porque le pareció poco serio el
procedimiento.
“¿Contacto para qué?” Para servir de puente en la información. “¿Quién manejaba la información?” No
alcanzaron a decirme, porque no acepté de entrada. “¿Cómo era la persona que lo habló?”, y describió
físicamente a Cachito, cuya imagen se le presentó inesperadamente. “¿Cómo se llama?” Jorge. “¿Cuál
era el procedimiento?” No lo recordaba bien en ese momento, pero le resultó endeble. Hubo un mo-
mento de expectativa hasta que Cabrera dijo “miente”, y recomenzó todo con más furia.
Pero duró poco tiempo: Marcos había perdido el sentido. Cuando lo fue recuperando se encontró en
el fondo de un sótano; pero no era eso. Poco a poco fue tomando conciencia del lugar en que estaba: el
piso de un automóvil, con los pies de ellos sobre su cuerpo. Le dolía la espalda terriblemente, pero era
de todas formas un dolor distante, como si su cuerpo estuviera en otro lado. La cabeza también le dolía
mucho; ella sí está dentro del cuerpo: seguramente se había golpeado como la vez en que se cayó desde
lo alto de la mesa y tuvo conmoción cerebral.
Había caído de espaldas y no le dio importancia; salió con su padre y, ya en la calle, esperándolo en el
coche, comenzó a notar un brillo extraño, un deslumbramiento, hasta que se desmayó. Cuando volvió a
despertar habían pasado tres días y sentía un gusto espantoso en la boca —como ahora, casi treinta
años después— y vomitó un liquido negro. Los médicos dijeron que el vómito lo había salvado. Vomitó
de nuevo, como si todavía tuviera ocho años y pudiera salvarse, pero sintió que le decían asqueroso, y le
pateaban la cabeza.
En la nueva casa, lo ataron a un elástico; no sabía bien si era una de las casas en las que había estado,
o una nueva; tampoco le importaba demasiado. Esta vez le ataron las manos y los tobillos con gomas;
sintió que le conectaban un cable al dedo gordo del pie derecho y alcanzó a ver que alguien prendía la
radio, a todo volumen; un minuto antes Cabrera se le había acercado:
“¿Vas a hablar, o no?” Marcos lo había mirado y, sin pensarlo mucho, le contestó: “Para qué, si igual
me van a matar”.
Qué otra cosa podían hacer, de todas formas; ya deberían afrontar el pequeño escándalo internacional
que se iba a organizar cuando trascendiera la noticia del rapto. Y después de eso, no lo iban a dejar
reaparecer en el mundo de los vivos, para que él viniera, cómodamente, y señalara a los responsables.
Más cómodo era liquidarlo y santas pascuas. “Se equivoca, si habla le podemos salvar la vida; y ¿qué
vale más, su vida o la de los otros?” Marcos juntó saliva y le escupió la cara.
Pusieron la radio a todo volumen y empezaron de nuevo. Una música absurda y los gritos con los que
ellos se daban ánimos —se azuzaban, se enardecían entre sí—, pero todo esto vivido cada vez a mayor
distancia, guarecido siempre en su odio. Miraba como un espectador su propio sufrimiento, pero sentía
que la vida se le iba y esto le daba todavía más rabia.
Sintió como si lo estuvieran cuereando; hasta dejarle el cuerpo en carne viva, como una antorcha. Una
frase: “ya no está en la facultad para andar metido en estas pendejadas” y al rato “ya es hora de que
empecés a portarte como una persona adulta”, lo colocaron al borde del vacío; incluso la última frase
fue tapada por su propio grito que inundó la habitación y salió corriendo por plena calle, cruzando el
mar, llegando hasta las orillas de su país; algunos pescadores se alarmaron con esa presencia inusitada y
corrieron a recoger su grito exhausto en la playa, como un bonito, transido y gallardo aún, varado en un
puerto seguro.
La oscuridad comenzó a envolverlo. Cuando despertó, pudo sentir claramente que una jauría le anda-
ba mordiendo los hombros, las nalgas, una pantorrilla; prácticamente no quedaba un lugar en todo el
cuerpo que no mordieran estos animales empecinados, que ni siquiera perdían el tiempo gruñendo.
Abrió los ojos para sacárselos de encima y se encontró con la cara solitaria y beatífica de Cabrera. “¿No
le da vergüenza andar en esto?”, alcanzó a decirle, pero Cabrera fue chupado hacia atrás por una espe-
cie de enorme extractor que se lo llevaba muy lejos, flotando en el espacio abierto y sin referencias.
Un latigazo lo hizo saltar y sintió que la espalda se le había partido. “Esperen un momento, se quedó
sin pulso”, escuchó claramente que alguien decía; abrió los ojos y los vio a todos, que también estaban
mirando. No se escuchaba ningún ruido y estaban quietos como estatuas; un momento después empe-
zaron a moverse; lo desataron, lo pusieron de pie y, cuando lo soltaron, cayó de boca; “debo tener una
vértebra rota”, alcanzó a decir porque no sentía las piernas y no podía enderezar el tronco; Sara corrió a
su lado: había estado acostada con alguien y, cuando vio que él estaba durmiendo en la pieza contigua,
corrió a su lado y lo acarició; siempre iba a estar al lado de él, juntos, pasara lo que pasara; ahora lo
arrastraban y Sara había desaparecido: que no vayan a torturarla; a lo mejor intentaban vejarla, pasar
ese aparato infame por esos pechos que amaba y había besado tantas veces: “No te voy a traicionar,
Sara; podés estar tranquila. Vos también, Mateo; Aramís, amigos: confianza”.
—¿Qué dice este imbécil?
Lo arrastraron y sintió el piso sobre el cuerpo llagado y distante; lo dejaron en algún rincón, la escoba
detrás de la puerta (para que se vayan las visitas); las visitas vuelven, pero ha pasado muchísimo tiempo;
he dormido como una bestia, pero todavía estoy cansado. Cabrera lo agarró de los testículos y le dijo:
“te los voy a cortar” y pasaba un cuchillo de contrafilo por el nacimiento del escroto.
Marcos lo miró con ojos vacíos y la boca yerta; Cabrera tuvo que retirar la mano, porque comenzó a
orinarse, sin ver nada, sin importarle nada, aparentemente. Le dio una tremenda patada en los testícu-
los y apenas lo movió, sin arrancar la menor expresión en su rostro: sin embargo vivía.
“Un poco de agua” pidió, y Cabrera dio orden de que le dieran agua con sal. Estaba descartado que no
hablaría; o se estaba muriendo, o se había vuelto loco. Tal vez ambas cosas, muchas veces pasaba: “lo
que diga ahora no tiene mucho valor”, comentó con despecho. Además, era fuerte como un toro, por
eso no había podido doblegarlo. Otro cualquiera ya estaría muerto. Lo metieron en un coche y lo tiraron
sobre el piso de atrás.
Marcos sintió otra vez el peso de los pies y miró hacia arriba por la ventanilla trasera. Era de día; era
un día de sol, sin duda. El cielo tenía un color azul intenso, como el mar:
“¿a dónde me llevan?”, preguntó y Cabrera le puso un pie en la cara; luego lo retiró. Otra vez el cielo, el
mar azul, algunas ramas, árboles; pajaritos, tal vez: era el Paraíso.
Le pareció reconocer algo que pasó fugazmente por el marco de la ventanilla; algo familiar, conocido.
Pudo haber sido un trozo del Arco de Triunfo. Pudo haber sido, pero no era.

XLVIII Dom Perignon

“Hace dos días que no lo veo”, dijo la francesa, que estaba increiblemente amable. Pero, cuando Ma-
teo insistió en que subieran a la habitación, comenzó a perder afabilidad. Arriba, varios ceniceros reple-
tos le dieron la pauta de que había estado con varias personas; no, ella no vio subir a nadie.
Era evidente que había salido precipitadamente de la habitación: no había tenido tiempo de tirar los
puchos y Marcos dormiría de cualquier manera, pero menos con olor a puchos. Dedujo, mientras la
dueña del hotel perdía la paciencia, que había salido la misma noche en que habían cenado juntos por
última vez: la camisa —inconfundible— que tenía puesta esa noche, no estaba allí; y sí había otras cami-
sas que había usado antes, como una a cuadros que era la única que Marcos tenía con esas característi-
cas.
Miró a la mujer, y ésta pasó de la irritación al furor. Desistió de su empeño: sacar de ella algo más de lo
que había sacado era imposible; sí, sabía más, pero no lo diría. Salió de allí y habló con Hadad: a través
de la Unesco trató de localizarlo oficiosamente; también hablaron con la embajada de Cuba. Pero, ¿en
carácter de qué los cubanos podían reclamar a un ciudadano argentino? ¿En su carácter de revoluciona-
rio?
Cuando pudieron salir de la obsesión de la búsqueda, concluyeron que Marcos había sido raptado,
seguramente por la CIA. Lo que era más angustioso es que nada podían hacer por su rescate. A la Emba-
jada Argentina, no podían acudir. Tampoco se podía hacer pública la desaparición, podían comprometer
inútilmente a más gente: no se podía hacer nada.
Además, era prudente que Mateo abandonara París: podía correr la misma suerte que Marcos. Quiso
volver para apretar a la hotelera; le preguntaron si estaba loco. Furioso se puso a caminar por las Tuller-
ías: había tomado unas copas y, cuando se hizo de noche, empezó a gritar que ahí estaba, que lo vinie-
ran a buscar, que le devolvieran a su amigo que valía cien veces más que él. Increpó a un “flic” que no
entendió bien lo que le decía y aceptó las explicaciones de Hadad, quien, con Isolda, a duras penas lo-
graron ir convenciendo a Mateo que fueran a una casa.
Se pasó la noche aullando sordamente como un perro, mientras ella lloraba y Hadad trataba de cal-
marlos: la partida de Mateo estaba prevista para dentro de dos días. Viajaría a Argel, donde se encon-
traría con Federico; a lo mejor con Juan; allí iría viendo qué pasaba. El día antes, Isolda llegó al departa-
mento con una botella de Dom Perignon. Se sentaron en el suelo para tomarla, pero uno de sus hijos se
acurrucó en los brazos de Mateo; al verlos así, ella los abrazó en silencio, para que no les hicieran daño,
para que no se los robaran. No podía rugir como hacían las leonas, ni soplar su cólera, como las onzas;
por eso se mantuvo en silencio, predestinada.
Bebieron los primeros sorbos, cuando el chico se fue a dormir. Se abrazaron entonces, acunándose el
uno en el otro durante mucho rato. Cubrían con su tristeza el tiempo que los rodeaba; su queja era lenta
y monocorde. Sin arranques, resignada al sacrificio. Sabían que allí terminaba todo, que era difícil, impo-
sible, el reencuentro: ninguno de los dos quiso hacer el amor, así, como estaban, desgastados por la
tristeza, por la muerte que apretaba esas horas y apenas los dejaba respirar. Toda la noche pasaron de
esta manera, aliviándose el dolor con caricias, que, a su vez, volvían a desencadenar la tristeza.
Hadad había preparado un pequeño banquete de despedida y almorzaron en silencio, hasta que fue la
hora de subir al auto y partir rumbo a Orly. No dejaron de mirarse durante todo el trayecto; ella, de vez
en cuando, negaba con la cabeza, como hacen las desdichadas en los novelones del cine mexicano,
cuando algo trágico les parece mentira.
El vuelo a Argel se había atrasado y debieron esperar en el aeropuerto más de dos horas. Tomaron
café sin hablar: todo estaba dicho. Finalmente el avión partió: los hombres se abrazaron en silencio;
enseguida la tomó por los hombros y la miró a distancia, como para no olvidar los rasgos. Ella tenía los
ojos anegados y rojos, como la piel ahora manchada y maltratada por el dolor.
La soltó con energía, alejándose entre los molinetes de la aduana. Dos horas después caminaba por los
jardines del aeropuerto de Dar-el-beida.

*ONGARO, Raimundo “Sólo el pueblo salvará al pueblo” Edición “Las Bases”. 1974. Los textos aclarato-
rios del mismo pertenecen a Rodolfo Walsh.

CAPITULO SEXTO

Después de la primera sesión de picana con Mercedes, los criminales estaban “entusiasmados” y pro-
baron con Ítalo Valiese y Rosa Salas.
Aquello era un “juego de niños”; jugaban con los shocks emocionales que produce el aparato eléctrico
en el cuerpo humano y por otra parte tenían todo el “apoyo moral” de los resortes oficiales. ¿Quién les
iba a hacer nada?
A Rosa Salas, en la misma camilla que pusieron a Mercedes le quemaron también las partes más sensi-
bles del cuerpo. Ellos sabían que Rosa era una chica humilde, que no sabía nada de los andares políticos
ni gremiales y que su vida era trabajar como doméstica en una casa de familia, pero de todas maneras,
como “conejito de la India” no dejaba de ser una experiencia interesante. Las resistencias de Rosa son-
mucho menores que las de Mercedes y la corriente le produce un desmayo muy largo, del que no consi-
guen hacerla reaccionar. A Ítalo se conforman entonces con golpearlo a trompadas y patadas. Al fin de
cuentas para ellos eso también tenía su gracia:
—¿Cómo te llamás? le preguntaban.
—Ítalo Vallese... —Cuando Ítalo respondía, entre dos o tres le pegaban trompadas en el estómago y en
la cara; cuando caía al suelo, las reemplazaban por pateaduras. La operación se repitió varias veces. Lo
levantaban y lo tiraban haciéndole la misma pregunta.
Todo ensangrentado Ítalo les preguntó, con voz jadeante, casi en un gemido:
—¿Qué tengo que decirles para que no me peguen, un nombre falso?
Los dos fueron sacados de la “Casa de las Torturas” y devueltos a la 1º de San Martín pero Rosa, que
seguía en estado de inconsciencia, fue llevada primero a la residencia particular del facultativo “amigo
de la policía”. El doctor Medone le aplicó una de sus famosas “inyecciones” y a los pocos minutos Rosa
volvió en sí y escuchó como en sueños la voz del médico:
—Si no reacciona con la inyección habrá que hacerle un “lavado de cabeza”...
Al día siguiente que torturaron a Ítalo y Rosa, Mercedes fue sacada por segunda vez de su celda; to-
davía no estaba repuesta de la primera sesión. Al reconocer los pasos que se acercaban a su calabozo
estalló en un ataque de histeria:
— ¡Asesinos...! ¡Asesinos...! Me llevan para matarme... ¡Son siempre los mismos...!
El guardiacárcel se anima a interceder por ella:
—Cómo se la van a llevar en estas condiciones...?
—No... Si “Merceditas” está bien —dice socarronamente el jefe de la banda.
— ¿No es cierto, “Merceditas”, que nosotros te tratamos bien? La llevamos únicamente para “pregun-
tar” las últimas cositas...
Cuando llegan a la famosa “Casa de las Torturas” Mercedes está agotada. Pretende ir al baño pero no
sabe cómo llegar porque tiene los ojos vendados. Ellos se encargan de llevarla a la rastra y sentarla en el
inodoro, permaneciendo a su lado constantemente.
Acostada en un rincón de la habitación Mercedes puede oír los gritos de Osvaldo Abdala que es tortu-
rado en la otra pieza con “el aparato”. Algunos merodeaban de un lado a1 otro tomando mate, otros
cerca de ella, tocaban la guitarra y le preguntaban qué canción le gustaba; la radio también estaba pues-
ta a toda potencia. Había que “tapar” a Osvaldo Abdala, que gritaba muy fuerte. Uno se sentó al lado y
le dijo que quería ayudarla.
—Lo único que quiero es que dejen de tocar la guitarra porque me siento muy mal y me duele la cabeza.
—Si me decís la verdad yo te voy a ayudar. ¿Querés saber quiénes te torturan?
— ¿Para qué quiero saber, si son tantos? ¿Qué puedo hacer yo?
—A mí no me gusta que torturen a las mujeres. Los que te torturan son militares. Estamos en un cuartel
rodeados de soldados. Son militares de los gordos... Si me decís dónde está Rearte te voy a ayudar.
Todo era guerra de nervios (ahora le llaman “acción psicológica”) y el que la “cuidaba”, efectivamente
la “ayudó”... pero a “sacarse” la ropa a jirones, para torturarla por segunda vez.
Mientras le quemaban el cuerpo Mercedes les gritaba:
— ¿Qué hicieron con Felipe... qué hicieron con Felipe...?
— ¿Qué sabés vos de Felipe?
—Que ustedes lo golpearon... Yo hablé con Felipe...
—Dejate de hinchar con ese hijo de...!
Mercedes ya no puede más. La fiebre sigue en aumento. Uno de los torturadores que recién entraba
comentó:
—Qué resistencia tiene...!
—Esto no es nada —le dice el otro—, ¡la hubieras visto la primera vez!
—Bueno, basta ya —ordena el que se había asombrado.
Y semivestida, con las manos atadas y los ojos vendados, es llevada nuevamente en coche hasta la
célebre seccional policial.
Al otro día Medone la visita otra vez en su celda. El estado de Mercedes era realmente calamitoso.
Totalmente destrozada, con los nervios en tensión, reacciona únicamente cuando escucha ruido de
pasos. Cada vez que cree que alguien se acerca grita aterrorizada: ¡Asesinos, asesinos, déjenme, vienen
a llevarme...! El doctor Medone le aplica una inyección y le da unas pastillas calmantes. Otros presos
políticos, que están cerca de su celda, le hacen llegar sedantes para aplacar los nervios.
Todo aquello fue terrible; cuando los protagonistas lo narran se preguntan cómo pudieron resistir
tanta crueldad.
Siete días habían transcurrido desde que fueron sacados de su casa y la opinión pública ya estaba en
conocimiento de los hechos generales: el secuestro de Felipe Valiese y sus familiares. La Unión Obrera
Metalúrgica había comenzado a movilizarse.
El 25 de agosto de 1962 —la fecha tiene suma importancia— el diario “El Mundo” publicaba un artícu-
lo titulado “Como en Chicago”, dando cuenta de las detenciones producidas.
No se sabía sin embargo que en esos mismos momentos los detenidos eran brutalmente torturados.
La nota de la sección policiales de “El Mundo” decía textualmente:
“Rarísimo suceso en Flores Norte, que la policía dice ignorar. Frente al 1776 de Canalejas, a las 23,30
del jueves, un hombre fue secuestrado. Desde hacía varios días había autos ‘sospechosos’ en las inme-
diaciones. Una estanciera gris frente a aquel número; un Chevrolet verde en Canalejas y Donato Alvarez;
y un Fiat 1100, color claro, en Trelles y Canalejas. Dentro de ellos, varios hombres. Y otros en las inme-
diaciones de los coches. A la hora citada, el automóvil de Donato Alvarez hizo guiño con los focos seña-
lando el avance del ‘hombre’. Le respondieron y todos convergieron sobre él. Se le echaron encima y lo
golpearon. Y, pese a que se aferró con manos y uñas al árbol que está frente al número señalado, lo
llevaron a la estanciera gris, que partió velozmente con las puertas abiertas. Los gritos de desesperación
del secuestrado, que habían comenzado con la agresión, poblaban la noche y atrajeron a todos los veci-
nos, que alarmados dieron otro tono a la cuadra. Todos corrieron. Algunos quisieron acercarse. Un
hombre armado —pistola 45 en la mano— los detuvo. ‘Esto no es para ustedes. Píquenselas si no quie-
ren ligarla’. Y se tuvieron que ir, viendo inermes cómo, en plena ciudad, se raptaba a un hombre. Luego
avisaron a la policía. Una hora después llegó un oficial. Recogió información. Advirtió los rastros de san-
gre. No dijo nada. Cuando ayer preguntamos en la 50 por el suceso, nos respondieron: ‘Es la primera
noticia que tenemos’. Pero no era...”.
Evidentemente “El Mundo” informó bien. Lástima que no se siguió ocupando del caso porque es un
tema que le hubiera dado tela para cortar. Claro, un poco peligroso, quizás... Porque los asesinos no son
otros que la misma policía, viene al caso por lo que ocurrió después...
El 1° de setiembre, siete días después de la nota periodística a la que hacemos referencia, los presos
son distribuidos por distintas comisarías pertenecientes a la REGIONAL DE POLICÍA DE SAN MARTÍN.
Mercedes Cervíño de Adaro y Rosa Salas van a parar a la localidad de Caseros; Elbia de la Peña, a Villa
Lynch; Italo, a Santos Lugares; Raúl Sánchez —que también fue quemado con la picana (de él nos ocupa-
remos más tarde)—, a Sáenz Peña, y Osvaldo Abdala queda en la “1º”.
¿Por qué esta “Operación desparramo”? Para FRAGUAR EL SUMARIO. En las distintas comisarías son
asentados como si hubieran sido detenidos ese día, 1 de setiembre. La novela policial sobre cómo fue-
ron detenidos es harto repetida; porque usan la misma para todos estos casos: “Los ciudadanos presos
portaban armas y volantes peronistas y comunistas”. Le agregan algo sabroso: Tenían algunos uniformes
(no se sabe si puestos o envueltos) y se encontraban en Ciudadela.
Pero la mentira tiene patas cortas. Si fueron detenidos el 1° de setiembre, como la policía hizo constar
en el sumario, hay que pensar entonces que “El Mundo” tiene poderes de pitonisa, porque dio a cono-
cer la detención, como transcribimos más arriba, seis días antes: e1 25 de agosto.
“La Razón” de dos o tres días después también “adivinó” la noticia de la “Operación Vallese”.
El 8 de setiembre vuelven a verse todas las caras: Elbia, Mercedes, Ítalo y Osvaldo Abdala (el amigo de
Felipe) se encuentran en el Juzgado Federal del doctor Jorge Luque, de San Martín, para ser interroga-
dos. Fueron llevados por el expediente Felipe Valiese.
Fernando Torres, abogado del gremio metalúrgico y de las 62 Organizaciones Gremiales (actualmente
también lo es de la CGT), había presentado días atrás un recurso de habeas corpus por la desaparición
del dirigente gremial. En el Juzgado conocen a Raúl Sánchez, al que ninguno de ellos había visto jamás.
El cuerpo de Raúl Sánchez muestra evidentes huellas de quemaduras: él también había sufrido los efec-
tos del “aparato”.
Sin embargo, para el juez eso es “lo de menos”; más importante era averiguar, en cambio, pormenores
de la vida de Felipe, como buscando encontrar alguna justificación del vandálico proceso policial. No era
cuestión de andar con “sensiblerías” por algunos torturados y un desaparecido. El juez Luque los bom-
bardea a preguntas: dónde vivía Felipe, cuándo lo habían visto por última vez, de qué trabajaba... Algu-
nas preguntas son un tanto significativas, otras bastante extrañas: “¿qué carácter tenía?, ¿qué leía?, ¿de
qué filiación política era?, ¿militaba sindicalmente?, ¿era activista?, ¿era amigo de Alberto Rearte?, ¿iba
Rearte a la casa?, ¿se encontraban Rearte y Felipe a menudo?”
Para Elbia, Mercedes e Ítalo, las preguntas fueron fáciles de contestar: Felipe leía bastante, cualquier
libro que él considerara interesante, sin hacer discriminación de la posición política del autor; Felipe era
P…… ; sí, era delegado de fábrica, se descartaba que tenía que actuar sindicalmente y ser activista; de
Alberto Rearte era muy amigo desde niño; Rearte no iba a la casa desde 1960 para no comprometerlos
(tenía la “captura recomendada” por el frondizismo por razones políticas) y si se encontraban o no fuera
de la casa, era cuestión de ellos, que Felipe no comentaba.
¿Pero no era más importante encontrar a Felipe, movilizando todos los resortes oficiales —que son
muchos, por cierto— hasta dar con él, que “entrar” en la variante de interminables interrogatorios judi-
ciales, suspendidos y vueltos a empezar, con los que se conseguía únicamente perder tiempo y darles
tiempo a los secuestradores? El juez Luque no lo entendió así, desgraciadamente; quizá porque vivía
demasiado cerca de ellos y de su sede de operaciones. Tampoco parecieron importarle mucho los cuer-
pos quemados que tenía delante de él. Las preguntas de cómo habían sido torturados, las hizo en forma
extraoficial, al solo efecto de informarse personalmente, pero sin hacerlas constar en el sumario. Ni para
darles estado público, como hubiera correspondido, si se pensara seriamente terminar con ellas. Porque
nuestra justicia es así, occidental, cristiana, burocrática y encubridora del sistema, por sobre todas las
cosas.
Elbia de la Peña, Mercedes de Adaro, Ítalo Vallese, Rosa Salas, Osvaldo Abdala y Raúl Sánchez fueron
llevados nuevamente a sus respectivas comisarías de la Regional San Martín. Allí vivían las horas, los
minutos y los segundos víctimas del pánico, esperando que de un momento a otro vinieran a buscarlos
para torturarlos como lo habían hecho antes. El bondadoso comisario de la localidad de Caseros llegó a
decirle a Mercedes que no se explicaba cómo la habían quemado tanto. “Yo de una sola aplicación te
hubiera hecho cantar todo”.
El martes 11 de setiembre son llevados otra vez ante el juez Luque, que entonces sí cree conveniente
interrogarlos sobre cómo y por qué razón fueron detenidos. Ese día decreta, sin mayor trámite, la liber-
tad de Osvaldo Abdala. Osvaldo Abdala no quiso más complicaciones de las que ya había tenido gratui-
tamente (incluyendo la picana eléctrica) y negó en el sumario que hubiera sido torturado. Mercedes
había viajado con él hasta la “Casa de las Torturas”, desde la 1º de San Martín; había escuchado su voz,
sus gritos, mientras lo picaneaban, todos lo habían visto quemado, pero esas quemaduras ya habían
desaparecido ahora, y Osvaldo Abdala negaba todo. Estaba atemorizado. La familia también, y hay quien
le escuchó decir a un familiar que ellos conseguirían la libertad de Osvaldo, “como se hace en estos
casos, arreglando al juez”. Y con cigarrillos “Chesterfield” y whisky importado bastaba.
Dos días después, el jueves 13, el doctor Luque continuó con sus caprichosos interrogatorios, que se
prolongaron hasta el día siguiente. Le hizo distintas preguntas a cada uno. Elbia, Mercedes, Ítalo, Rosa y
Raúl vieron estimulada su imaginación: desfilaron ante su estupor armas, chaquetillas y panfletos de
distinta índole. El examen era individual y, en general, se les preguntaba lo mismo, pero con variantes,
como tratando de que “se pisen”. Unos volantes decían “Por una Patria Libre, Justa y Soberana”, y los
firmaba la “Juventud P...”; otros, con distintos slogans, tenían inscripciones del Partido Comunista. Todo
aquello parecía una gran novela policial, aunque muy mal escrita porque los personajes estaban inverti-
dos: los “reos” eran inocentes y las “fuerzas del orden” eran los culpables, los asesinos, los torturadores.
Era imposible acusar a ninguno de ellos con nada, ni mezclarlos capciosamente en ningún hecho políti-
co. Saltaba a la vista que los vejámenes de la policía habían sido gratuitos. Y como la cosa ya se estaba
poniendo demasiado seria, el doctor Luque decide “sacarse el fardo de encima”, y el viernes 14, después
de otra audiencia judicial con los “reos”, decide decretar su libertad. Pero al llegar cada uno a su comi-
saría para buscar sus “efectos personales”, quedan retenidos por orden del juez Néstor Cáceres. ¿Qué
habían hecho ahora para seguir detenidos? ¿Qué nuevo delito se les había “descubierto”? ¿De qué se
los acusaba? PORTACION DE LIBROS, dice la papeleta judicial. Aquello hubiera resultado gracioso, si no
fuera que el ánimo de ellos los invitaba a llorar. El juez Cáceres les inicia un nuevo proceso. Pero en él
quedan al descubierto las torturas a Mercedes Cerviño de Adaro y Raúl Sánchez. Las marcas físicas en
sus cuerpos seguían acusando a las hordas policiales de San Martín. En el servicio médico de los Tribuna-
les de La Plata son revisados Raúl Sánchez y Mercedes, y los profesionales no tienen ninguna duda; am-
bos habían sido salvajemente picaneados. El relato de todo el proceso criminal que hace Mercedes, es
presenciado y escuchado por el director del diario “El Día” de La Plata. El 28 de setiembre —39 días duró
esa pesadilla— fueron dejados todos en libertad.
Mientras tanto, Felipe Vallese, obrero de la fábrica metalúrgica TEA y dirigente de la Unión Obrera
Metalúrgica, seguía secuestrado. Se estaba demostrando que en nuestro país un hombre puede desapa-
recer, pueden conocerse sus secuestradores, con nombres y apellidos, y no pasar absolutamente nada.
El Poder Ejecutivo, el ministro del Interior, los innumerables organismos de “inteligencia” de las fuerzas
armadas (SIE, SIDE, SIA, SIN), la Justicia y, por descontado, el alto comando de la Policía Federal, perma-
necieron, y permanecen imperturbables. Parece ocioso aclararlo, a esta altura de las cosas, pero no está
de más señalar para los ingenuos que, además de los criminales que pusieron la “mano de obra”, los
organismos que nombramos recién son los principales responsables, directos o indirectos, de este
horroroso crimen policial. El 28 de agosto, es decir, antes de la “operación desparramo”, en la que fue-
ron distribuidos por distintas comisarías, Ítalo, Rosa, Mercedes, Raúl Sánchez y Osvaldo Abdala, Felipe
“pasa” por la comisaría de Villa Lynch, a la que días después es llevada Elbia. Lo llevaron a las cuatro de
la madrugada y lo sacaron a la misma hora del día siguiente. Veinticuatro horas apenas duró su estadía
en esa comisaría, la última en que el dirigente sindical pudo ser reconocido en plena facultad de sus
poderes mentales, o quizá la última de su vida. Después, nadie supo más de él.
Solamente Felipe pudo saber cuánto significaron para él esas 24 horas, las primeras en que puede
intercambiar una conversación, después de 96 horas continuadas en poder de esos seres anormales. Por
eso se sentía bien a pesar del estado en que se encontraba; porque pudo hablar con otros presos políti-
cos y contarles de su situación. Mostraba las muñecas llagadas en carne viva y los pies dijo tenerlos
igual; la cabeza llena de hematomas, la sentía como si le estuviera a punto de estallar; el pantalón roto
de la pierna izquierda hacía ver su rodilla amoratada, muy hinchada y sanguinolenta. Sin embargo, con-
versaba animadamente y expresó tener un hambre atroz. Hacía cuatro días que no probaba bocado. La
última vez que había comido era la noche del secuestro, con su hermano, Elbia, Mercedes y los chicos...
La oportunidad de estar con otros presos le abre enormes esperanzas de que su sindicato se ocupe de
él y pueda rescatarlo. En un papelito sacado de una etiqueta de cigarrillos, Felipe le manda un mensaje
al dirigente gremial Augusto Vandor, secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica, le dice dónde
está y que movilice al gremio para sacarlo. Un S.O.S. a la vida. Ese mensaje fue entregado en propias
manos por el compañero de cárcel de Felipe. Pero el papelito, muy chico, se perdió por algún resquicio
del traje; el que usaba e1 señor Augusto Vandor en ese momento. Felipe, mientras tanto, sigue espe-
rando que lo vayan a sacar.
¡Mala suerte la de Felipe! Todo lo que le hicieron (les dijo a los compañeros circunstanciales de Villa
Lynch) fue para que delatara dónde estaba su amigo Rearte. El no lo sabía y, aunque lo hubiera sabido,
tampoco lo hubiera entregado.
Pero. .. ¿Quién es Rearte?
El 8 de julio de 1962, una noticia de carácter policial, pero de consecuencias netamente políticas, se
extendió por todo el país: en la calle Gascón 257, de esta capital, se había producido un tiroteo entre
una brigada de la Regional Policial de San Martín y personas no identificadas, del que resultaron muer-
tos los sargentos José Lezcano y José Ignacio Sagasti. En grandes titulares, a tres columnas, “La Razón”
decía que, “pese al hermetismo que mantuvieron las autoridades policiales sobre el particular, ha tras-
cendido en esos círculos que se estaría frente a una organización ‘extremista’ que financia sus campañas
mediante la venta de armas a bandas delictivas” (“El tiroteo de la calle Gascón”, 8/7/62). Durante varias
semanas los “grandes
diarios” jugaron una carrera competitiva simulando descubrir mayores detalles de los sucesos ocurridos,
pero “La Razón” fue, sin lugar a dudas, quien llevó la delantera: una semana correlativa —8, 9, 10, 11,
12, 13, 15 de julio— se pasó “informando” sobre el asunto y dedicándole cada vez mayor espacio. Pero,
para ser más exactos con “La Razón”, digamos también que fue el diario que cargó con mayores contra-
dicciones inclusive con su propia información en lo que iba de un día al otro. Seguramente porque los
cronistas de “policiales” son siempre más policiales que cronistas.
………………………………………………………………………………………….....
La primera información de “La Razón” sobre el hecho (8! 7/1962) consignó que una comisión policial
compuesta por cinco hombres vestidos de civil llegó a la finca de la calle Gascón 257 siguiendo la pista
de una banda de delincuentes que se presumía se reunían en ese lugar. En razón de que nadie respondía
a los llamados (dice “La Razón”), los representantes del orden optaron por introducirse en el local (era
una fábrica de separadores para baterías, en cuyo frente rezaba la inscripción “Masilbyrena S.R.L.”) por
los techos de un depósito de madera lindero, ubicado en Gascón 251.
Una vez en el local de la fábrica fueron recibidos a balazos por cuatro ocupantes, que anteriormente se
habían negado a responder al llamado policial. Fue así como se entabló el abundante cambio de proyec-
tiles. El sargento José Lezcano fue el primero en resultar blanco de las balas. Cuatro proyectiles se in-
crustaron en su cuerpo y falleció. Otro sargento, José Sagasti, que junto con su colega fueron los dos
únicos policías que lograron introducirse en la fábrica, se escudó detrás de un tacho de basura, pero
igualmente varios proyectiles atravesaron el metal y se alojaron en su cuerpo. Los maleantes se dieron a
la fuga aprovechando la tregua forzada. Un vecino que oyó los pedidos de auxilio del sargento Sagasti
violentó la puerta de la fábrica y condujo al policía al Hospital Italiano, donde falleció poco más tarde. La
seccional policial 9”, en cuya jurisdicción ocurrió el hecho, desconocía el procedimiento que realizaba la
unidad de San Martín. Los delincuentes —agregaba “La Razón”— habrían entrado a la fábrica por los
fondos al tener conocimiento de que una comisión policial vestida de civil los esperaba en la puerta del
establecimiento. Cabe señalar finalmente que en fuentes p... se dijo que el tiroteo se produjo al inten-
tarse la detención de José María Aponte y René Bertelli. Esas fuentes manifestaron que los nombrados
se hallaban detenidos en la brigada policial de San Martín.
Las autoridades de la comisaría 9” y de la unidad regional de San Martín registraron el local, donde
encontraron 47 kilogramos de gelinita y material de propaganda comunista.
Esta fue la primera información textual de “La Razón”, las posteriores serán las novelas más absurdas
salidas de la imaginación y conveniencia policial, con la unánime complicidad periodística. Por ejemplo:
los 47 kilos de gelinita y el material de propaganda comunista se convirtieron en montones de armas y
numerosas “células operativas” que desarrollaban “actividades subversivas” en todo el país. La trama
policial fue más allá: “La Razón” del 12 de julio (tres días después que publicara su primera información)
decía: “Cuando la célula de la calle Gascón —cuyo jefe era Marino Massi— lograba reunir un grupo de
aspirantes a guerrilleros, se los hacía viajar a Montevideo y en la república hermana se entrevistaban
con un abogado (cuyo nombre no se dio a conocer) que se encargaba de conseguir pasaportes fragua-
dos...”. Por último se llegó a decir que la célula de la calle Gascón tenía ramificaciones hasta en el Uru-
guay.
Por nuestra parte, señalamos algunas contradicciones elementales que surgen a primera vista (¡lásti-
ma que no nos podamos extender por falta de espacio!). Si fueron cinco (5) los policías de San Martín
que hicieron el procedimiento en la calle Gascón, ¿qué hicieron los tres que quedaron afuera cuando se
entabló el tiroteo entre los “maleantes” y los dos sargentos Sagasti y Lezcano?¿Por qué no acudieron en
su ayuda? ¿Cómo fue que el vecino Francisco Raúl Sánchez escuchó los pedidos de auxilio de Sagasti y
no los escucharon los tres que aparentemente quedaron afuera? ¿Por qué se dice que los delincuentes
aprovecharon la “tregua forzosa” (la muerte de los dos policías) para fugarse (en la mitad de la nota de
“La Razón” del 8/7/1962) y en la misma información, al finalizar la crónica, se afirma que Aponte y Ber-
telli fueron detenidos? ¿Cuándo cómo y por quién (o quiénes) fueron detenidos? ¿Desde cuándo “male-
antes o terroristas”, sabiendo que policías se encuentran en su madriguera, toman la iniciativa de en-
frentarlos (sin saber cuántos pueden ser), en vez de fugarse, como es harto común en todos estos ca-
sos? El vecino que concurrió a ayudar al policía herido —Francisco Raúl Sánchez, repetimos—y estuvo
varios días detenido porque se consideraba que podía ser cómplice. En ese lapso, “La Razón”, que lo
daba primero como un bondadoso vecino, lo hace aparecer como complicado. Luego la policía lo declara
limpio de culpa y cargo y “La Razón” también lo absuelve. ¿Por qué entonces se lo secuestra la misma
noche que a Felipe Vallese —dos meses y medio después—, queriéndolo mezclar nuevamente con los
sucesos de la calle Gascón y se le quema todo el cuerpo con la picana...?
¿Por qué “La Razón” le cambia el nombre alternativamente a José María Aponte y lo nombra a veces
por su nombre real y otras como “Ricardo Daponte”? (el que siguió diariamente la información se da
cuenta que se trata del mismo). ¿No sería para ayudar a la policía a despistar las denuncias que se hac-
ían de que Aponte era torturado con la picana y pateado salvajemente por los policías de San Martín?
¿De dónde sacan la policía y “La Razón” que Alberto Rearte podía estar metido en el asunto de la calle
Gascón? ¿Qué elementos de juicio tienen? Jamás los dieron. Ni la policía ni “La Razón”. Aunque para el
caso es lo mismo. Sin embargo cinco días después del suceso, “La Razón” publicaba en su edición del
12/7/1962: “Ahora se ha podido determinar que después que la policía allanó el establecimiento de los
hermanos Massi (en la calle Gascón) y detuvo a Mario Massi y Aponte dejando en el lugar a los sargen-
tos Sagasti y Lezcano, dos individuos que serían Marino Massi y Alberto Rearte pasaron frente a la fábri-
ca en compañía de otro sujeto, que fueron informados, al parecer por Sánchez, sobre el allanamiento y
la presencia de la policía en el lugar”. Como dijimos antes, posteriormente Sánchez fue absuelto por la
policía, pero “La Razón” insistía en acusarlo.
Mientras tanto, Alberto Rearte sigue prófugo hasta el día de hoy. Su nombre está estrechamente vin-
culado al crimen de Felipe Vallese. Integrante o no, Felipe Vallese fue asesinado únicamente por ser
amigo de él.
Rearte quiere aclarar su situación y algunos aspectos ligados al “Caso Valiese”. El se arriesgó a venir
hasta nosotros y nosotros publicamos sus palabras, afrontando todas las circunstancias. Según Alberto
Rearte, la orden que tienen los elementos de Coordinación Federal con respecto a él es: TIRAR A MA-
TAR.
—¿Cuá1 es el motivo por el que se lo mezcla a usted con los sucesos de la calle Gascón?
—No sé. Para mí todavía constituye un misterio. Me enteré del asunto por los diarios.
—¿Por qué no se presentó a aclarar su situación ante las autoridades?
—Porque el régimen no ofrece ningún tipo de garantías.
—¿Usted no conocía a las personas acusadas de participar en aquellos hechos?
—No las conozco. Yo milito en la juventud p...
—Concretamente: ¿cuáles son los cargos específicos contra usted con referencia a aquellos sucesos?
—Haber matado a dos funcionarios policiales. Desde luego, se trata de un invento completo.
—¿Frecuentaba usted a Felipe Valiese antes de su desaparición?
—Era amigo de él.
—¿Miiitaba Felipe Vallese en la J. P.?
—Sí.
—¿Tuvo algo que ver con “la calle Gascón”?
—Absolutamente, ¡no!
—¿Por qué cree que fue secuestrado?
—Por ser amigo mío.
—¿Por ninguna razón más?
—Para mí este atentado es de lo más misterioso.
—¿Misterioso...?
—Bueno... hay cosas no aclaradas todavía, aunque yo tengo hecha mi composición de lugar... Pero seña-
lo un hecho de suma importancia: la libertad casi inmediata de Agustín Adaro...
—¿Usted cree que Agustín Adaro tuvo complicidad con la policía?
—Evidentemente algo tuvo que ver...
—Perdón por el carácter íntimo de la pregunta que le voy a formular, pero es muy valiosa como infor-
mación. Relaciono su última respuesta con la pregunta que le hacían constantemente los torturadores a
Mercedes mientras la picaneaban: “¿Dónde está Rearte?”... ¿Qué relación existía entre usted y Merce-
des Cerviño de Adaro?
—Es íntima amiga de toda mi familia desde hace muchos años.
— ¿Qué cree que pasó con Felipe a esta altura de las cosas?
—. . . Que lo mataron...
— ¿Puede individualizar a algún o algunos responsables?
—De eso se encargó la Unión Obrera Metalúrgica. Ellos los denunciaron públicamente y de eso me in-
teresa conversar.
—¿...?
—A veces me detengo a pensar cuál es el destino que tiene reservado cada hombre de nuestro Movi-
miento...
— ¿Por qué?
—Porque pienso que los “dirigentes” (“dirigentes” quiero que vaya entre comillas) no han hecho lo que
tenían que hacer dadas las posibilidades que tiene dicha organización sindical...
— ¿Por ejemplo?
—Porque Vandor no cumplió...
— ¿En qué?
—Bueno, en una conferencia de prensa se comprometió a movilizar al gremio para que aparezca Felipe
Vallese. Todavía el pueblo y sus familiares esperan...
— ¿Usted cree que era posible?
—Desde luego. Teniendo en cuenta por encima de todo la combatividad del glorioso gremio metalúrgico
y el prestigio de que gozaba Felipe Vallese.
— ¿Qué hubiera hecho usted en lugar de Vandor?
—¡Pero señor!... ¿Usted nunca vio movilizar un gremio? ¿Usted cree que con pegar murales se recupe-
rará a Felipe Vallese?... ¡Esto es un crimen! Y el que calla otorga y se convierte en CÓMPLICE...
— ¿Cuál es su situación personal en la actualidad...?
—La de todo el Movimiento P...; salvo que a mí me quieren pegar un tiro y al resto del país se lo quiere
matar por hambre...
…………………………………………………………………………………………….
De acuerdo con versiones que hemos recogido de diversas fuentes los sucesos de la calle Gascón se
habrían desarrollado así:
Descubierta la “célula subversiva” de la calle Gascón por parte de los policías de la unidad de San
Martín, fueron dejados los sargentos Lezcano y Sagasti de guardia, esperando que “cayeran” los supues-
tos terroristas. La Policía Federal se entera del suceso y manda algunos de sus hombres de urgencia para
no quedar relegada como organización. Es muy común en la institución este sentido de competencia,
sobre todo cuando de “cazar” p... se trata.
Cuando llegan al local los miembros de la Policía Federal balean a los dos sargentos de San Martín
creyendo que se trataba de los “terroristas”...
Esta sería la verdadera historia. Pero cuando estas paradojas se producen en los aparatos represivos
del sistema, ellos buscan un chivo emisario (sic) a quien echarle la culpa... Y en este caso nadie mejor
que ALBERTO REARTE, con captura recomendada desde 1959...
…………………………………………………………………………………………….
El miércoles 10 del corriente, cuando nuestra edición anterior ya había entrado en máquina, el juez en
lo penal de La Plata, doctor Arturo Madina, disponía la detención de 33 policías —entre oficiales y tro-
pa— de San Martín, acusados de tener responsabilidad directa en los secuestros y torturas de Mercedes
de Adaro, Elbia de la Peña, Ítalo Vallese, Osvaldo Abdala, Rosa Salas y Raúl Sánchez. Por descontado que
estos elementos son también los responsables de la desaparición y presunto crimen del dirigente me-
talúrgico FELIPE VALLESE, producida la noche del 23 de agosto de 1962.
El juez Madina confirmaba así la exactitud de las denuncias que venimos publicando y despejaba el
camino para que nadie pueda negar ahora los vandálicos actos criminales protagonizados por personal
de la Policía Federal. Pero simultáneamente con su decreto de arresto, el doctor Madina se excusa de
continuar la causa “por razones de fecha” y pasa los antecedentes del caso al juez doctor Celso Rodrí-
guez Lagares, también de La Plata, quien se encontraba de turno cuando ocurrieron los hechos. Este
magistrado, como su antecesor, dispuso el secreto del sumario, por lo que nos fue imposible conseguir
ninguna información oficial.
La denuncia de nombres y responsabilidades que publicamos en esta última nota de la serie, son en-
tonces producto de nuestra propia investigación, para descorrer ante la opinión pública el velo con que
se trata de tapar este monstruoso “affaire” policial. Contribuiremos también —así lo esperamos— a
empujar y dar ánimo a jueces que quieren romper la complicidad general de la “Justicia” y continuar,
como es obligación, las investigaciones hasta el final. El pueblo y sus familiares exigen una reparación:
VALLESE O SUS ASESINOS.
En las siete notas anteriores insistimos hasta el cansancio sobre la participación directa de la REGIO-
NAL POLICIAL DE SAN MARTÍN en los sucesos que denominamos sintéticamente “Caso Vallese”. Las
pruebas sobre su culpabilidad son más que evidentes y entonces se hace más claro y más indignante el
silencio cómplice de la “Justicia” a casi un año del secuestro del delegado metalúrgico. Los torturadores
y asesinos policiales se ampararon y se amparan siempre en la impunidad y la complicidad de la “Justi-
cia” —corrupta y encubridora de todo este sistema— que permitió en este caso la consumación del
crimen y la fuga de algunos de los principales responsables. La valiosa decisión de último momento del
juez Madina, que lo honra a él personalmente, aunque no alcanza a descargar la responsabilidad del
aparato judicial, nos allana el camino en nuestra investigación. Quiere decir esto que nos hace sentir con
un mínimo respaldo, ante la soledad absoluta con que “Compañero” y el responsable de estas notas
tomamos esta empresa.
Treinta y tres fueron los policías arrestados, muchos de los cuales ya están en libertad. Dos de ellos
son comisarios: Indalecio López y Alberto Colacilli, de la comisaría 1º y Villa Lynch, respectivamente,
ambos dependientes de la Regional San Martín. Los dos son absolutamente culpables, aunque ambos,
conjuntamente con los otros policías, se nieguen al careo y a reconocer a las víctimas torturadas.
A la 1º de San Martín llevaron a Felipe e Ítalo Vallese, Mercedes de Adaro, Elbia Raquel de la Peña, y
Rosa Salas en la trágica noche del 23 de agosto del año pasado. Al día siguiente se le agregaron Osvaldo
Abdala (Raúl Sánchez fue llevado a la comisaría de Caseros, también dependiente de la unidad regional
de San Martín).
De la 1º llevaban y traían a los que torturaban, con el beneplácito y el visto bueno del comisario Inda-
lecio López.
Por la comisaria de Villa Lynch pasó Felipe el 28 de agosto, que estuvo en ella 24 horas, y días más
tarde, el 3 de setiembre, fue trasladada allí desde la 1º Elbia Raquel de la Peña. El entonces comisario de
Villa Lynch, Alberto Colacilli, actualmente a cargo de la 1º de San Isidro, no podrá negar entonces su
participación.
El doctor Medone y el oficial Juan Fiorillo fueron también detenidos por orden del juez Madina. Me-
done está en libertad bajo juramento. Fiorillo permanece incomunicado. En el careo realizado el sábado
13 con Ítalo, Mercedes y Elbia, el doctor Medone negaba conocerlos, con la vista al suelo. Cualquier
comentario sobre la responsabilidad del doctor Medone es obvio. Ya relatamos cómo este canalla con
título de médico, que tiene como trabajo permanente reanimar a las víctimas de turno —¡y vaya si las
hay en la Regional San Martín y sus seccionales!—, atendió a Mercedes y Rosa Salas, para “reacondicio-
narlas” y entregarlas nuevamente a nuevas sesiones de torturas. Es fácil suponer que también lo habrá
atendido a Felipe cuando los criminales se dieron cuenta que se les había ido la mano, ya para tratar de
curarlo o para terminar de liquidarlo, cuando el miedo se apoderó de todos ellos.
En cuanto al oficial Juan Fiorillo, jefe de la Brigada de Servicios Externos de la Regional Policial de San
Martín, se lo sindica, de acuerdo con múltiples datos, descripciones y testimonios, como la mano ejecu-
tora de la picana y de los golpes asesinos. Mercedes de Adaro, Rosa Salas, Osvaldo Abdala, Ítalo Vallese
y Raúl Sánchez pasaron por sus manos y por descontado también que el propio Felipe Vallese. Fiorillo
fue el jefe de la banda en las “Operaciones Secuestro” la siniestra noche del 23 de agosto: fue él quien
realizó y dirigió personalmente el allanamiento a Morelos 628 —el domicilio de Vallese— y el mismo
que cuando se dirigía a Mercedes lo hacía en tono cínico y amenazante, llamándola “Merceditas”. “Mer-
ceditas” le decía cuando la sacó de la cama para llevarla a la 1º, y así la llamaba constantemente durante
las sesiones de tortura. La participación de Fiorilio es múltiple y de primerísimo orden:
1) Como jefe de las Brigadas Móviles; 2) por haber secuestrado un sinnúmero de personas; 3) allana-
miento de domicilios sin orden judicial; 4) fraguar (con otros) un sumario; 5) instigación al delito; 6) por
torturador; 7) por ASESINO... Sobre él debe caer la ley con todo su rigor...
Tenemos conocimiento también que algunos cabecillas no se presentaron ante el juez Madina, a pesar
de haber sido citados para declarar; en estos momentos son considerados “prófugos de la justicia”,
aunque la alcahuetería consuetudinaria de los diarios haya dicho que no fueron a declarar porque “se
encuentran de licencia”. Los prófugos no son otros que ARMANDOO SARLENGA, subjefe de la Regional
Policial de San Martín; HORACIO NARDONE, subjefe de las Brigadas Móviles (segundón de Fiorillo), y los
oficiales SANABRIA PEREDO Y PATA. La situación de Horacio Nardone estaría agravada por tener en su
haber tres procesos anteriores (también por torturas). La última vez tuvo que pagar 10.000 pesos en
efectivo como fianza.
El oficial sumariante PEDRO NOGUEIRA no figura en la nómina de los que fueron detenidos ni entre los
que se encuentran prófugos. Sin embargo, PEDRO NOGUEIRA es el responsable de haber fraguado el
sumario en el que se hace aparecer a Mercedes de Adaro, Ítalo Vallese, Rosa Salas, Osvaldo Abdala,
Elbia Raquel de la Peña y Raúl Sánchez como detenidos en la localidad de José Ingenieros, portando
armas y volantes p... (4161) y uniformes militares, el 1 de setiembre del año pasado, cuando la verdad
es —según informamos en nuestras notas anteriores y como pudo comprobarlo el juez Madina— que
fueron secuestrados la misma noche que FELIPE VALLESE, el 23 de agosto de 1962, es decir, 7 días antes.
La impunidad de PEDRO NOGUEIRA estaría respaldada, según versión llevada a nosotros, en la vincula-
ción que tendría el mencionado policía con el actual Ministro del Interior general OSIRIS VILLEGAS. Con-
viene insistir asimismo que el inspector mayor CARLOS ALBERTO JARAMILLO, jefe de la REGIONAL POLI-
CIAL DE SAN MARTÍN cuando los secuestros del 23 de agosto y MÁXIMO RESPONSABLE de los crímenes
policiales, no ha sido detenido ni citado judicialmente y por el contrario ejerce como comisario en la
localidad bonaerense de Junín. CARLOS ALBERTO JARAMILLO ES UN CRIMINAL y como tal debe ser juz-
gado. Su comisariato actual pone en peligro la tranquilidad y la vida de los habitantes de Junín. ¿Quién
ordenó su traslado allí? ¿Con qué fines? ¿Para salvarlo?
Pero que la REGIONAL POLICIAL DE SAN MARTÍN haya sido alma y motor de la desaparición de Felipe
Vallese, de sus familiares, amigos y de otras personas ajenas por completo al militante metalúrgico, no
excluye que otras organizaciones de la Institución Policial hayan participado también directamente.
El comisario de la sección 9 de la Capital Federal, Carlos Vergez, es otro policía que está estrechamente
vinculado al “Crimen Vallese”. Numerosas averiguaciones oficiales y extraoficiales —que actualmente
obran en poder de la justicia— permiten afirmar el decidido apoyo que dicho funcionario policial prestó
a la Brigada de la Regional de San Martín la noche del secuestro de Felipe y de las demás personas.
El rodado chapa 345.457 en el que fuera secuestrado Felipe Vallese, según declaración de los testigos
presenciales, estaba en poder de la seccional 9” de la Policía Federal, de acuerdo también con el testi-
monio prestado por el dueño del vehículo, señor Carlos Osvaldo Ibáñez.
Efectivamente, Ibáñez declaró ante las autoridades que en agosto de 1962 había sido detenido, acusa-
do de contrabando por las autoridades de la seccional 9, y las mismas habían secuestrado el coche.
Ibáñez manifestó asimismo que, según había podido comprobar, su automóvil había sido usado abusi-
vamente por el personal de la comisaría 9”. Además de los coches robados que el comisario Vergez puso
a disposición de la Policía de San Martín para perpetrar la “Operación Valiese”, ese funcionario habría
facilitado una comisión policial de la seccional 9” al oficial Fiorillo para la realización de los secuestros
que, como ya explicamos, se produjeron en forma casi simultánea.
El comisario inspector ANÍBAL ALFARO, actualmente jefe de la División Delitos Federales, de la POLICÍA
FEDERAL, es otro funcionario que también sería protagonista principalísimo del Caso Valiese, según
diversos testimonios.
Hemos dado ya una larga nómina de altísimos funcionarios policiales, a quienes ACUSAMOS de estar
COMPLICADOS, directa e indirectamente, en la “OPERACIÓN Felipe Valiese”. Si agregamos los emplea-
dos de menor jerarquía, la lista queda integrada así: CARLOS ALBERTO JARAMILLO, ARMANDO SARLEN-
GA, JUAN FIORILLO, HORACIO NARDONE, RICARDO LACHIMIA, INDALECIO LÓPEZ, ANÍBAL ALFARO, CAR-
LOS VERGEZ, DOCTOR MEDONE, SANABRIA, PEREDO, OFICIAL FERNÁNDEZ, CABO SÁNCHEZ y AGENTES
PATA, BUSTAMANTE y RUEDA.
Esta investigación quiso tener como objetivo fundamental la acción inmediata de las autoridades y de
la justicia, si es que todavía algo queda de ella. La damos, pues, por terminada, aunque no por ello deja-
remos de seguir paso a paso los movimientos de la investigación oficial y de insistir incansablemente
para que TODOS Y CADA UNO DE LOS CULPABLES SEAN CONDENADOS CON EL MÁXIMO RIGOR Y para
que FELIPE VALLESE, VIVO O MUERTO, SEA RESTITUIDO A SUS FAMILIARES.
Hemos conseguido quebrar —¡por fin!— el silencio oficial sobre el monstruoso “Caso Vallese”. Hace
pocos días un juez de La Plata tuvo la osadía de decretar el arresto de 33 policías de la Unidad Regional
de San Martín, implicados en los criminales sucesos que se iniciaron la noche del 23 de agosto de 1962,
con el secuestro del delegado metalúrgico y dirigente de la J. P. Felipe Valiese, sus familiares, parientes y
amigos y otras personas que nada tenían que ver con la militancia política y gremial. Esas detenciones
de los policías no tuvieron otra intención que la de interrogarlos, pero a once meses de su desaparición
es el primer acto realmente de alguna trascendencia que adopta la justicia.
Desde “18 de marzo” primero y desde “Compañero” después, denunciamos las torturas de que fueron
objeto las personas detenidas y el ataque brutal —tal vez asesinato— de FELIPE VALLESE, por el único
delito de ser amigo de Alberto Rearte.
…………………………………………………………………………………………….
Dimos nombres y apellidos de muchos de los responsables; mencionamos los organismos policiales
complicados directamente en el crimen; soportamos toda clase de intimidaciones, de críticas, sobre la
“innecesaria” insistencia de ocuparnos del asunto, en fin solos, absolutamente solos, emprendimos esta
investigación sin medir las posibles consecuencias que se nos “insinuaban” constantemente. En esta
última nota de la serie “El Infierno de Felipe Valiese” damos la nómina de los principales delincuentes
policiales implicados. De ninguna manera quiere decir que no volvamos sobre el asunto cuando nuevos
elementos de juicio nos obliguen a retomar el tema.
Dos son las teorías que se esbozan sobre la posible suerte que corre el compañero desaparecido: 1) Si
estuviera vivo, estaría en estado de parálisis (según lo denunció reiteradamente un grupo de oficiales
jóvenes —no comprometidos— de la policía bonaerense); 2) De lo contrario, silos funcionarios policiales
hubieran consumado el asesinato, habrían cremado su cuerpo para no dejar rastro del crimen. Por nues-
tra parte no nos aventuramos a hacernos eco de ninguna de las dos posibilidades hasta no tener mayo-
res datos y continuar las investigaciones que seguiremos realizando.
…………………………………………………………………………………………….
Sin jactancia pero con orgullo afirmamos que fuimos factor desencadenante de la investigación que
obligó a la justicia a que comience a destapar el “Crimen Valiese”; que también tuvimos algo que ver con
la renuncia recientemente presentada por el subjefe de Policía de Buenos Aires, inspector Arturo Zaba-
leta, uno de los funcionarios que mayores trabas puso a la presente investigación. Y esto nos confirma
que solamente una poderosa movilización popular podrá vencer a los aparatos represivos del SISTEMA,
que cuanto más próximo intuye su derrumbe con más saña persigue y asesina a los dirigentes obreros
que representan el sentir revolucionario de los pueblos. Y esta enseñanza es válida también para la
burocracia sindical que supo callar ante la desaparición del inolvidable Felipe Valiese. *

XLIX Pianíssimo

Era su primer concierto en Europa. Había estudiado empecinadamente las últimas semanas, incluso
había ensayado los saludos delante de espejos que lo mostraban de cuerpo entero o permitían observar
el detalle de la sonrisa discreta y agradecida. Había grabado y regrabado las distintas obras que compon-
ían el recital; había incluso hecho modificaciones de último momento, reemplazando unas por otras, o
cambiado el orden. Pero cuando llegó a Burdeos esa mañana (debió, para colmo, viajar a París por dos
días y sobre la fecha del concierto) vio que algunos profesores del Departamento de Música lo espera-
ban en la estación con un gesto de cordialidad que consideró más bien ceremonioso. Entonces sintió
francamente una cierta inquietud.
Los profesores lo arrastraron hasta la casa de uno de ellos, donde le tenían preparado un cocktail; se
resistió vanamente, pero tuvo que ir, aunque logró que lo dejaran regresar temprano a su casa, para
descansar, cambiar de ropa, a lo mejor ablandar un poco los dedos y, finalmente, partir hacia la sala de
conciertos.
Había comido frugalmente y, apenas, había bebido una copa de cocktail; sin embargo, tuvo el presagio
de que algo le había caído mal. De inmediato comenzó a eructar de una manera incontrolable e irritan-
te. Contuvo la respiración, tomó un vaso de agua tapándose la nariz, y nada. Optó por meterse en la
cama; no pudo dormir. Se levantó y salió a caminar: tuvo frío y volvió. Quiso ensayar algunas escalas en
el piano: tenía los dedos paralizados.
Finalmente se dejó caer en un sillón y pensó en Erik Satie para serenarse; se quedó dormido con sen-
timiento de desdicha, de incomprensión.
Se despertó sobresaltado y se vistió apresuradamente; aún no había terminado, cuando lo pasó a
buscar un colega que venía con su automóvil; lo acompañaba su mujer, vestida con un traje deslum-
brante que lo empequeñeció; se sintió una poca cosa y recomenzó su hipo que lo ponía evidentemente
en ridículo.
El profesor y su mujer trataron de reanimarlo durante el viaje, logrando que se sintiera un poco más
seguro. No dijo nada, había enmudecido durante todo el trayecto. Al llegar, cuando vio a la gente que
entraba a la sala de conciertos, sintió que se desvanecía; pero reaccionó como un estoico, a su debido
tiempo.
Lo hicieron pasar a una salita contigua al pequeño escenario. Allí lo saludaron con circunspección cam-
pechana personas que apenas conocía; “notables de provincia”, pensó para refirmarse y, sin saber por
qué, recordó al hermano de Albertina. ¿Qué hacía ese hombre ahí?: había visto a Midas cuatro veces en
su vida. ¿Por qué se acordaba ahora de ese tipo?
Este recuerdo lo conturbó más de lo que estaba: ¿qué tenía que ver él con todo esto? ¿su concierto,
esta circunstancia difícil y angustiosa, con la de ese hombre casi desconocido?
Borró el fantasma y sonrió con afabilidad; conversó con buen ánimo y, los notables, fueron rápida-
mente ganados por su simpatía. Miró el reloj, advirtiendo que ya era hora de empezar; le pidieron que
esperara la llegada de M. Coty Cuando sintió ese nombre, quiso que se lo tragara la tierra, pero sonrió.
M. Coty era uno de los más temibles maestros de la Francia toda; debía tener actualmente cerca de
noventa años, pero su autoridad era aún incorruptible. Se había arrimado a Toulouse a dar una clase
magistral, y luego había decidido llegar hasta Burdeos, donde tenía amigos. Enterado de que había un
concierto, decidió concurrir, como era su costumbre. Cuando supo que el concertista era un argentino,
se animó más su interés, su irónica curiosidad.
M. Coty entró prácticamente transportado por los profesores que lo movían con las precauciones que
merecen los recién operados. Estaba muy viejito, pero se mantenía dicharachero, cáustico; saludó al
indiano, sin darle mucha importancia. Minutos después, uno de los organizadores sugirió que fueran
pasando a la sala para poder comenzar; Gaspar quedó solo.
Cuando ingresó al escenario y agradeció los aplausos, lo primero que vio, en cuanto pudo acostum-
brarse a las luces, fue el rostro sonriente y cadavérico de M. Coty.
Se sentó en su butaca, la acomodó bien y sintió un malestar: “gases”, pensó, pero trató rápidamente
de olvidarse de todo, para concentrar toda su atención en el Mozart del que debía hacerse cargo en
pocos instantes; no obstante una frase pasó por su cabeza: “qué hago aquí”: era el único concertista de
izquierda de todo el mundo occidental y había recaído en esas convencionalidades de los conciertos:
“qué hago” y se lanzó sobre los primeros acordes, olvidándolo todo.
Cuando terminó, sin mirar, escuchó los aplausos: había gustado. Entonces se levantó y saludó: M. Coty
aplaudía. Nuevamente al banquillo: Bach, mientras sentía un creciente y ostensible ruido en sus tripas;
luego una puntada que le obligó a esperar. Sin embargo pudo arrancar con los primeros acordes y seguir
adelante hasta el final.
Nuevos aplausos, aunque advirtió una sonrisa más que beatífica, socarrona en M. Coty. Los composi-
tores románticos, que siguieron en orden las distintas etapas del programa, fueron acompañados por
una seguidilla de retortijones que casi le obligan a interrumpir un adagio de Schumann. Luego el gong, el
intervalo salvador.
Lo dejaron discretamente solo, previo entusiasmo de uno de los organizadores que le ratificó que el
concierto era un éxito, dándole ánimos; tembloroso reingresó al escenario y fue recibido con un aplauso
cerrado; no se animó a mirar a M. Coty. Lo hizo entre las piezas de Béla Bartok y notó un gesto raro en el
viejo. Tanto fue así que, durante la ejecución de una sinfonía breve de Weber, lo volvió a mirar y notó
que M. Coty negaba rotundamente con la cabeza, mientras sonreía con su maldito gesto diabólico. Gas-
par inició su agonía.
Sintió ahogados los sonidos que pudo ir obteniendo; ajenos los aplausos. Avasallantes los aprontes
dolorosos de una incontenible diarrea. ¿Por qué tenía que habérsele ocurrido venir? ¿Para burlarse
abiertamente de él? ¿Para darle vuelta el público, que casi no aplaudía o lo hacía por mera conmisera-
ción?
Derrotado como Midas por la competencia desleal del extranjero (Albertina le había hablado de esto
en su última carta). Gaspar apenas podía mover las piernas, evitando dolores y una deposición infausta.
Ultrajado, malévolamente recibido, volvería a su país del que nunca debió haber salido; aceptaría su
fracaso, se dedicaría a otra cosa.
Al comercio, a mercar con los más bastos productos: fiambrero. O cualquier otra cosa, en algún puebli-
to de Santiago del Estero, donde nadie pudiera reconocerlo, ni pedirle explicaciones por su fracaso.
“¿Por qué habría venido de ultramar tan desprovisto ante estos aguerridos concertistas que me toleran
para escarnecerme?”
Saludó por última vez, sin acceder al bis que le pedían: un nuevo coletazo de sus tripas le anunció que
estaba al borde del desastre. Vinieron a felicitarle calurosamente, pero él trataba de escurrirse a un
baño o a su casa; alguien se excusó en nombre de M. Coty que le dejaba sus congratulaciones: farsante.
Quisieron pagarle los honorarios y él los contuvo: “en otro momento, en otro momento”, para poder
escurrirse cuanto antes entre el pequeño tumulto. Tomó un taxi que lo llevó a su casa.
Luego el alivio y la soledad, el vacío; salió del baño, pero debió volver a entrar inmediatamente. Cuan-
do lo hacía por cuarta vez comenzó a sonar el teléfono: seguramente lo reclamaban para la cena que
estaba lista para después del concierto. La sola idea de comer en el estado gástrico en que se encontra-
ba, lo hizo entrar con más premura que nunca al baño.
Cuando salió llamó por teléfono: en efecto, lo estaban esperando. El concierto había sido el mayor
éxito de los últimos dos años. Hasta M. Coty había quedado impactado:
“lo que escuchó le había parecido maravilloso, según sus propias palabras”. No sabía que se hubiera ido
antes de que terminara: no se había ido antes, se había quedado dormido: estaba un poco viejo ya. Por
esa razón hacía así con la cabeza, como si negara. Era un tic.
Cuando colgó, comenzó a recomponer su ropa y su peinado; se lavó la cara; se frotó con agua de colo-
nia. Había sido un estúpido; siempre le pasaba lo mismo y no siempre los otros estaban contra él. Se
miró al espejo y sonrió radiante; sin embargo la diarrea le duró tres días.

L La Transfiguración

El teléfono volvió a sonar, y esta vez se dedicó a atenderlo; la tarde caía y el cuarto se iba oscureciendo
lentamente. Era Tomasito: hacía semanas que no lo veía, que no daba señales de vida. Había desapare-
cido de golpe y, cuando Sara tomó conciencia, también advirtió que no se había hecho demasiados pro-
blemas con esta ausencia. “Los jóvenes son así”, conjeturó, olvidándose del asunto.
En verdad fue un alivio, porque le daba mucha vergüenza lucirse por la calle con ese chico; debía pare-
cer, en el mejor de los casos, una especie de sobrino. Ahora reaparecía misterioso, casi conspirativo,
averiguando si podía pasar un momento: quería verla.
Media hora después tocaba el timbre de la casa; se besaron en la mejilla —“madre e hijo”— y, luego
de algunos merodeos, él empezó a explicar los motivos de la visita; el asunto era que un amigo había
llegado de México con una marihuana macanuda. Después de un momento de silencio en el que Sara
no le decía nada, porque sencillamente no entendía nada, Tomasito le aclaró que habían estado pen-
sando con Ega en venir a fumar con ella, si no tenía inconvenientes.
Podían avisar a alguien más, a Enriqueta, por ejemplo. Imposible, había viajado a Mar del Plata. ¿Y
Emma? Estaba en España. A las diez de la noche llegó Ega y, diez minutos después, Tomasito que había
salido en busca del “producto”. Mientras armaban los cigarrillos, ella abría algunas latas de berberechos
y cortaba una torta de chocolate, bañada con una crema espumosa y blanca: nada de bebidas alcohóli-
cas.
Pasaron el primer cigarrillo y pusieron un disco de Johnny Rivers; estaban sentados en el suelo, for-
mando un pequeño círculo. Casi sigilosamente, Ega prendió unas velas especiales que Tomasito había
traído para ambientar. Los diablos comenzaron a salir, tomando formas reales y un poco estúpidas:
perfiles claros que se iban abriendo sobre la pantalla de una lámpara, sobre la luz roja del tocadiscos;
lenguas diabólicas e inofensivas que subían por la comisura de las paredes y caían derrotadas como
blasones. Tizonas rotas, sin vuelo: las imágenes no saben volar.
“Quiero perderme”, había gritado Ega diez años —cien años— atrás, mientras entraba borracho a un
cabaret infame de la calle Viamonte; quisieron echarlo, pero él esgrimió un manojo de billetes que había
ganado a los dados; no era mucho, pero lo suficiente como para que dos o tres señoras lo rodearan.
“Mamá”, gritó Ega, lanzándose al redoble de los pechos para caer después en una banqueta, gritando
entre polleras abiertas: “y ustedes son las que ofrecen la perdición”; y ese nido de grillos se abría para
dejar paso a la imagen de su madre dormida y él sonámbulo, a punto de orinarle la cara. Se despertaba
a tiempo, corría a vomitar, pero allí estaba el charco de sangre, también de su madre que había mens-
truado a deshora.
El aire se va asomando como los dátiles y llena los paladares de espuma rabiosa. ¿Por qué no me deja-
ron ser como Dios y gobernar la paz eterna desde la silla alta? Estoy comiendo y desarmo a la vez las
piezas de un enorme mecano.
Ay qué melancolía furiosa salta con la música —Johnny Rivers— y el ocaso; nos caemos en el medio
del campo con las estrellas de la noche; no esas blancas, fornicaciones del amanecer. Pasó otro cigarri-
llo, y todos dijeron estar bien para fumar un tercero; porque en el trópico es así.
Ega quiere ir a las Antillas para su cumpleaños, pero no alcanza a ver nada del mar venidero, sino la
arpillera de su cumpleaños: “Vos cada vez estás más joven, cada vez entendés menos”, le había dicho el
último amigo con el que se había peleado. No había sido Ismael. Había sido Palenque y él quiso reaccio-
nar, pero no pudo por esas cosas del cariño que le tenía a la gente, o del miedo a la destrucción total; su
trompada podía ser un golpe nuclear, y toda persona es desarmable, como un mecano. Y así era él, igual
que una flor; una inteligencia desarmada y gruesa que vuela con esa llamita indemne de la vela roja y
blanca, como los campos del dolor.
No puede soportar la urdimbre y se pone de pie y abre el balcón y allí se queda largamente esperando
que alguien lo vaya a rescatar. Sara advierte que está rodeada de hombres; los hombres la flanquean y
justamente a ella le viene a pasar, ella que siempre ha sido tan esquemática, como una monja saludable
que arregla las camas, que maneja el arado y cubre de rocío los aires de La Huerta de Nuestro Señor;
estoy arrepentida porque no supe que era Cristo, mi hijo, porque no supe sacarlo de la cruz, me com-
porté como una judía silvestre, sin ninguna proyección. Pero ahora la llama —roja y blanca— ilumina mi
horizonte y nada puedo blandir sino la luz en estas tinieblas. No hay nada, sólo la clausura otra vez y
quiero prender las velas, pero no hay fósforos, ni lámparas y, cuando me dispongo a morir con los ojos
cerrados, salta una estrella, estalla en colores verdes como las amapolas desconocidas.
Y los cristales vuelven a juntarse para dar la imagen del caleidoscopio de la noche del baile, esa mame
que no pudo volar: mamá, dame la mano y volemos juntas como los arpegios inexpresables que saltan
del fuego; rompamos esta oscuridad sagrada, veamos cómo viene el viento del tiempo. Mamá, mamita,
estoy sola en medio de la habitación y ya es todo sombra como la muerte, ese espanto que no me gusta.
Y no puedo dar luz y tropiezo con los objetos más reconocibles, como Tomasito, el almohadón.
De pie, la luz me sale por la boca: estoy viva como los arcángeles: cuánta vergüenza agitada, mamá,
papá querido: Marcos, estoy desnuda y voy a reírme y bailar de alegría, porque ocurre una cosa tan
sencilla como las arvejas que la abuela pelaba sobre la lápida triste: estoy viva como las vociferaciones:
Tomasito, escuchá este largo soplo matrizador y arrinconado que empuja por saltar y volar; nadie ha
oído el vuelo de una mujer, no lo han visto; las plumas se erizan, las alas se mueven, Tomasito. Ya está
todo el espacio a su disposición, es cuestión de tragarlo para refrescarse, para saltar. Tomasito, es-
cuchá este largo soplo que no podés entender, pedacito de carne, cielito de mi corazón que sueña con la
bolsa de agua caliente, con los pezones de la hermana mayor, rosados como las vacas.
Se los muestra un poquito no más, hasta que un día consiga rodearlo con su boca, como si la hermani-
ta fuera realmente la mamá. Pero la hermanita se escandaliza y dice que le va a contar, que una cosa es
mostrar y otra tocar, que se toca y no se muerde. Los pezones eran salados como caramelos todavía con
vida; como Ega suelto por los balcones, abandonándose también a la buena de Dios: tiene ocho años y
se disfraza para hacer una función de teatro.
Cobra un peso la entrada a los chicos vecinos de esa cuadra, de los alrededores. A ninguno le gustará
la función, pero todos se quedan porque ya han apagado las velas —roja y blanca— que se han apagado
con el aire que entra por los balcones abiertos.
Todos reaccionan y lo miran y vuelven a sentarse en un circulo pequeño: “He llegado a la conclusión
de que soy una inteligencia desarmada”. Sara recordó que alguien había dicho algo parecido en Cuba o
en París; Marcos se lo había contado por carta y todos se rieron sin hablar; había sido un tal Hadad, pero
nadie la escuchaba.
De la risa pasaron a la sonrisa y a las inclinaciones de cabeza, maneras cortesanas, rigodón. Se reco-
nocían como si estuviesen en una fiesta en Palacio. Apenas llegaban a saludarse al bajar de los carruajes
y a darse las manos, a entrelazarlas y formar con los dedos bonitos ramos de flores con pétalos que
sobrevolaban, deslizándose por el brazo de uno y de otro, porque la sensualidad es equívoca y envol-
vente.
Se besaban las manos y sonreían para el saludo, de transatlántico a transatlántico. Las familias estaban
muy bien de salud, cambiaban el disco —“muy bien, gracias”— y comenzaba a girar el trópico a todo
volumen: libertad, libertad, libertad.
Los tambores son para bailar, y bailaron. Hasta agotarse bailaron. Y el baile es calor; sudaban, pero segu-
ían bailando, entrelazándose con los brazos y piernas en la maraña. Sara se reía como si la estuvieran
vistiendo; la tocaban levemente y ella también los reconocía con la punta de sus dedos: había nuevos
elementos de curiosidad y prevención. Se rozaban porque la sensualidad es equívoca; hasta que terminó
el disco.
Ega se dejó caer exhausto en un diván y a su lado se desplomó Tomás; Sara en tanto cambiaba el disco y
un saxo atronaba las velas: los comienzos de la tormenta. Luego ella también se dejó caer entre ellos,
cansada y feliz. Ambos apoyaron amorosamente sus cabezas y luego, con el tiempo, fueron resbalando
por los hombros de la loba que los iría alimentando. Y cada mano de ella voló, como pétalos de flores
carnívoras. Y la boca en cada tallo, y la sangre y la miel en cada reino. En cada riesgo aparente.
Luego se envolvieron en las sábanas y comenzaron a comer, hundiendo los dedos en la crema, aven-
turándolos en los pliegues. “Sus ojos —leyó Ega— son negros y rasgados como una noche de voluptuo-
sidad; pero yo amo, sobre todo, el perfume de sus axilas. Nada hay tan carnoso y fragante como la
pulpa de sus labios, pero yo prefiero, sobre todas las cosas, el perfume de sus axilas. Sus cabellos son la
estela de su andar majestuoso y el tupido velo de sus rubores, de tan negros como son ofuscan con sus
relumbres de azul metálico; pero yo prefiero el perfume de sus axilas. Una vez me fue dado desunir sus
muslos febriles y aspirar el aroma escondido de sus más secretas intimidades, pero a despecho de esa
nostalgia sin nombre, me enerva el perfume de sus axilas”.
Las velas se desplegaron como sábanas y otra vez esos hombres rondaban dentro de ella por todas
partes con las aguas que flotan. Su cuerpo temblaba como los barcos y se perdía ahora entre ellos ma-
ternal como las abejas, uniéndolos en un solo cáliz. Sin nombre, sin rasgos. A la mañana siguiente se
levantó alegre: la urdimbre había desaparecido.
Ega no estaba: se habría ido con su silla de ruedas; Tomasito dormía el sueño de los zánganos justos,
desnudo y joven. No lo despertó. Arregló un poco el cuarto contiguo y no sintió ninguna culpa; ni siquie-
ra se vio en ridículo. “Qué lindo”, dijo en voz alta, y salió.
Tomó un taxi, pero se bajó antes de llegar a lo de Albertina porque tenía ganas de caminar. El día era
espléndido y ella sentía una paz inevitable. Albertina la recibió circunspecta, y con las llaves del auto-
móvil en la mano. Bajaron de inmediato y la dejó en un café, sin darle mayores explicaciones; adentro
estaba Víctor tomando un vaso de leche.
Sara pidió un café y no supieron de qué hablar, apenas se habían visto una vez y era engorroso expli-
carle por qué se había finalmente decidido. Un momento después salieron juntos y caminaron hasta un
rastrojero; luego cruzaron la ciudad en dirección a la Boca. Entraron a un conventillo y una señora sa-
ludó: “¿Cómo le va, Víctor?”
— ¿Parece que lo conocen?
—Sí, pero no saben quién soy.
—Conocen su nombre.
—Mi nombre no es Víctor.
Abrió un cajón de la cómoda y sacó una pistola calibre 22. La puso sobre la mesa y, de inmediato, em-
pezó su explicación. Una vez terminada la hizo poner de pie y, con el arma descargada, le recomendó:
“Apóyese bien, extienda bien el brazo. Esté cómoda y apunte”. Su sombra voló, el soplo era su aire y su
cuerpo; había sido finalmente liberada la mujer en el parto: tendría un hombre, un hijo sin privilegios de
hembra, sin condenas.

LI Camus

Los trámites fueron lentos y corteses en el aeropuerto. Finalmente tomó un taxi que lo acercó a un
hotel de la calle Smail Kerrar, dejándolo a pocos metros, sobre la avenida Che Guevara. Mientras el
chofer abría el baúl para sacar la valija, una musulmana pasó a su lado, rodeada de chiquitos, cubierta
con su hábito blanco, media cara tapada.
Subió por el ascensor lento y abierto y descendió en un pasillo ancho que daba sobre el patio central,
flanqueado de pórticos: parecía una mezquita. Entró en su habitación y un musulmán, de ojos pícaros, le
agradeció la propina. En el cuarto había un sobrecama de color lila con cortinas de la misma tela y del
mismo color; miró un poco, dejó las cosas y llamó por teléfono a Federico.
Pasaría enseguida por su oficina; previamente se daría un baño; hacía calor. Abrió las ventanas y, fren-
te a él, del otro lado de la calle angosta, una muchacha sentada sobre una manta daba de mamar a su
hijito. Después de bañarse, salió a la calle estrecha, cruzando enseguida la plaza colmada de musulma-
nes cubiertos con hábitos blancos. Un taxi lo llevó a la rue Claude Debussy.
Federico lo esperaba en la puerta y entraron en un enorme caserón que también parecía una mezqui-
ta. El tema inmediato fue Marcos, aunque no llegaron a ninguna conclusión y luego se quedaron un rato
en silencio, impotentes: era ya demasiado tarde; cuando actúan de esa manera siempre es demasiado
tarde.
A la mañana siguiente caminando desembocó en la calle Ben M’hidi, encontrándose cara a cara con
Juan; se abrazaron en silencio: también estaba enterado de todo. Tomaron un café y, un rato después,
se encontraban con Federico.
Esa noche fueron a lo de un angolés; al rato estaban discutiendo sobre Boumedienne. Nadie hablaba
de Ben Bella y, mucho menos, de los nueve históricos; la discusión se diluyó: Mateo se puso a conversar
con una mulata de la Isla de Cabo Verde; se llamaba Louisitte y le atraía extrañamente. Federico se lo
aclaró: “es igual a Isolda”. A la mañana siguiente le hablaría, pero no consiguió la comunicación en toda
la mañana.
Durmió un poco la siesta y lo despertó el teléfono: era Federico que quería encontrarse con él esa
noche. Antes pasaría por el correo para despachar un cable: el servicio estaba cerrado. Ante su conster-
nación, un hombre se acercó explicándole que los domingos el correo estaba cerrado; habría que espe-
rar hasta el lunes. Lo invitó a tomar una cerveza. Cuando terminaron la primera botella Mateo intentó
despedirse, pero el hombre lo invitó a recorrer la Casbah; pagó y salieron.
Seguramente había nacido en el barrio porque alguna gente lo saludaba; cuando llegaron a lo alto,
entraron a un bar prácticamente colgado sobre la ladera de casas abigarradas; de ahí podían verse los
torreones de los templos, la ciudad entera y más allá el mar. Del otro lado, a menos de dos horas de
vuelo, estaba Isolda.
Caminaron por las calles más altas y, finalmente, se deslizaron por la puerta custodiada por una mu-
sulmana gorda y cubierta hasta las narices; adentro, en el patio cuadrangular y también ceñido por los
pórticos, una veintena de hombres esperaban apoyados contra la pared; algunos bajaban acompañados
por las mujeres que descendían de los cuartos por escaleras suspendidas en el aire.
Bajaban volando envueltas en gasas de colores lilas pálidos que transparentaban sus cuerpos feos y
sus caras extremadamente blancas. Se iría de allí cuanto antes, no tenía nada que hacer en esa ciudad,
en este país; no esperaría comunicaciones remotas, con quedarse no garantizaba nada, por más precau-
ciones que se tomaran. Marcos también se había demorado en París, esperando el momento oportuno
para regresar.
Los amigos no se opusieron a su decisión; tampoco la aprobaron: nadie podía asegurar nada y las in-
tuiciones —en momentos como estos— podían contar más que el análisis de una situación. No existían,
por otra parte, posibilidades de decidir de otra manera. Luego Juan contó cómo lo habían matado.
Se hizo un breve silencio y todos se arrimaron formando un pequeño círculo, a partir del lugar en que
estaba Juan; la intención era conocer la verdad de las cosas . Terminado el momentáneo revuelo que
hicieron para acomodarse, miró Juan a Mateo, pensó en Lucas y recordó a Marcos.
Recién entonces Juan habló y dijo que últimamente descuidaba toda medida de seguridad, cosa que
sus compañeros le reprochaban; así bajó solo de su Volkswagen, con un portafolio en la mano, enca-
minándose hacia un baldío que estaba frente a una obra en construcción.
Cuando llegó le gritaron: “levanta las manos, estás rodeado, sabemos quién eres”. Y él levantó las
manos dejando caer su portafolio. Instintivamente se agachó a recogerlo y, entonces, le tiraron de todos
los ángulos; tanto fue así, que se hirieron entre ellos.
Pero él también murió en el acto y luego pudieron determinar quién lo había matado de todos los que
tiraron: más adelante el asesino sería castrado por una ráfaga de ametralladora, muriendo también en
el acto. Y esto era todo lo que sabía, aunque después recordó Juan que, a partir de ese momento, se
llegarían “a él todos”, para abrir “el sentido, para que entendieran”. Porque, “aunque a mí no me creáis,
creed a las obras”.
Juan también quería regresar a su país y lo haría, aunque todos lo consideraran un disparate; al día
siguiente tenía un vuelo y ya había reservado los pasajes. Mateo en cambio podría conseguir recién en
un par de días, en la semana seguramente; cuando llegó al cuarto de su hotel, se tiró en una cama y se
durmió.
A la mañana siguiente lo despertó el teléfono: parecía que finalmente le iban a dar la llamada. La voz
de Isolda se escuchó desdibujada en la línea. Protestó, pidió con la telefonista, pero fue imposible mejo-
rar la comunicación, imposible hablar.
No pudo dormir en toda la noche y esperó el alba: Federico lo vendría a buscar temprano para acom-
pañar a Juan hasta el aeropuerto. Para entretenerse, comenzó a jugar con su grabador. “Es a tu costado
que recuerdo”, dijo y volvió atrás la cinta y escuchó: “es a tu costado que recuerdo”. Luego siguió gra-
bando.
No sé si estoy aquí o en otra parte. Parece que Marcos está muerto y que yo estoy solo, tirado sobre
un cubrecama color lila, grabando algo, como aquella vez en La Habana cuando recordé en voz alta —
también con un grabador— otros recuerdos, otras palabras de amor, otras sombras de carne calcinada.
Aquel día, en La Habana, pasé revista a todas las mujeres que había amado: Fulana un paso al frente y
aquella frase o gesto o cualquier otra cosa que la identificara. Grabé en este mismo aparato, como hago
ahora, tirado sobre otra cama, en Argel. Más tarde vino Federico a visitarme con dos botellas de ron: era
mi cumpleaños y nos emborrachamos un poco, creo.
Lo que ahora no sé bien, lo que no recuerdo bien, es si aquella noche en La Habana es lo mismo que
este amanecer en Argel, porque también vendrá Federico a buscarme y también habré borrado esto que
ahora estoy grabando; el tiempo es distinto para estas cosas de la memoria, lo engloba todo indiscrimi-
nadamente, como en los sueños.
Aquella vez no te mencioné, porque todavía no te conocía; hoy quiero reparar ese daño. Todo empezó
anoche, cuando vine a dormir; eran las dos de la mañana y en Buenos Aires, desde un patrullero tiraron
sobre un automóvil: no hubo víctimas. Si hubiese pasado un minuto antes, una bala fatal, en una de
ésas, me impedía recordarte.
No pienso dar detalles de tu presencia en mi memoria, apenas voy a decir que veo algunas pecas en tus
piernas y el sol anegando con su barro perecedero esos poros que miro de cerca. La conversación giraba
—como en una novela de Lezama Lima— sobre la escuela austríaca de equitación; estamos juntos, cerca
de la piscina, y la noche en que te había omitido en mi retrospectiva, no era en Argel.
En Argel quisimos hablar por teléfono y no pudimos, tan cerca como estábamos, apenas el Mediterrá-
neo de por medio y sin sentir tu voz, sólo las letanías de un cantante beduino, los visajes de una musul-
mana muy joven que amamanta del otro lado de la calle Smail Kerrar; pero no es mi hijo el que está
prendido al pecho.
La musulmana se había quitado el velo y luego se asomó al balcón y al verme, casi cara a cara, se es-
condió porque yo sólo tenía recuerdos que te pertenecían: no estaba en África, sino en el Caribe, olien-
do tu piel de naranja; individualizo una peca, hago puntería y disparo. No hice centro, no me acerco al
blanco: no vale la pena. Arranco el magazine de mi pistola, soplo el caño y me retiro avergonzado, dolo-
rido, dejándome caer en la cama, esperando no soñar más con muertas o lejanas.
Por teléfono el anunciaron que Federico lo estaba esperando abajo. Borró la grabación y bajó. Viajaron
en silencio hasta el aeropuerto; sabían de alguna manera que era difícil que volvieran a verse, al menos
con Juan: en Brasil la represión era implacable y minuciosa; además la derecha había ganado esa etapa
de la guerra.
Cuando volvieron días después al mismo aeropuerto, Federico comentó: “Bueno, esto se está ponien-
do cada vez peor, nos iremos quedando sin amigos”. Se abrazaron; durante el vuelo se adormeció para
recién despertarse cuando sobrevolaban Palma de Mallorca.
Un par de horas después ingresaba a un hotel de la Gran Vía. De ahí era difícil que lo raptaran como a
Marcos, si es que lo andaban buscando. Dejó sus valijas y luego salió a caminar unas cuadras hasta que
tropezó con “La Batela”; se quedó un rato en el mostrador tomando chacolí bien fresco y comiendo
angulas fritas. “Me gusta comer, me gustaría estar aquí con Isolda, con Marcos, tomando un chacolí”.
Pagó y se fue a dormir la siesta.

LII Siguen las casualidades

Después de dar algunas vueltas por diversas compañías aéreas —desde Argel no había podido hacerla
reserva—, terminó recalando en Aerolíneas Argentinas. Ya estaban marcando su pasaje, cuando entró
Lucas; viajarían obviamente juntos y Lucas se quedaría en Buenos Aires: no podía entrar a Montevideo
abiertamente, según le habían alertado algunos amigos.
En Madrid le había ido bien; había trabajado mucho y, por supuesto, había entrevistado a Perón: “me
dijo muchas cosas y después me dirá que no las dijo, es un viejo zorro”.
—¿Está muy viejo?
—Está mejor que nunca.
—Cuando muera, con él morirá una política, una historia.
—Una historia que ha retardado bastante.
—O que ha preservado.
—¿Vos no eras antiperonista?
—Era.
Y no siguieron hablando del tema: todavía era irritante. Hablaron de trivialidades, de amigos; justa-
mente, Lucas se había encontrado con Emma que andaba por allí, de paso para San Sebastián: una pelí-
cula en la que trabajaban iba al festival cinematográfico. Traía noticias buenas, pero insustanciales, de
los amigos que habían quedado. Emma había preguntado por él, por Marcos, Lucas le había dicho que
todos estaban bien.
— ¿Lo torturaron?
—No lo sabemos, no sabemos nada.
—Seguramente lo han torturado.
—Seguramente.
Caminaban por la Gran Vía y no hablaron hasta llegar al hotel de Mateo. En el avión tampoco hablaron
mucho, salvo de un vago proyecto que Lucas tenía de viajar a Bolivia. Ya había andado por allí, antes de
ir a La Habana, pero ahora quería completar algunos datos sobre la columna guerrillera que había ope-
rado con el Che.
No siguieron hablando del asunto, por discreción —la consigna era el silencio, la soledad—y porque
comenzaron a proyectar una película con Omar Sharif que los fue adormeciendo. Sin dificultades pasa-
ron la aduana de Buenos Aires; cuando aterrizaron, dispuestos al aterrizaje final, se habían puesto de
acuerdo en que entrarían por puertas distintas: si uno caía, el otro avisaba.
Al bajar del avión, miró hacia la terraza por si distinguía a algún amigo; no distinguió a nadie y pensó
que era difícil que hubiesen podido correrse hasta el aeropuerto. Sin embargo, no lo conformó la expli-
cación y empezó a sentirse triste.
A medida que avanzaba y distinguía más a la gente, más se iba convenciendo de que no conocía a
nadie. Un chico bailoteaba del otro lado de la baranda, sobre el alero de la terraza. Era su hijo; se mira-
ron al borde del grito o del salto: “no te tires”, le recomendó con la garganta trabada; el chico le hizo
señas de que no, de que no se iba a tirar, pero sin hablar, porque no podía.
Adentro, una vez pasada la aduana, se abrazaron. El chico había venido con Palenque; nadie hablaba,
se limitaban a mirarse. Recién en el auto, después de un rato comenzaron las primeras preguntas, los
comentarios. “¿Vas a hablar con Sara?” Hoy no, mañana.
Palenque les tenía habitaciones preparadas en su casa, pero Lucas fue a lo de unos amigos y Mateo
instaló a su hijo en la cama que habían destinado a Lucas: quería quedarse esa noche con él. Tardó en
dormirse. Cuando lo vio bien dormido, se puso a escribir una carta para Isolda; al terminarla la releyó
minuciosamente, corrigió algunos errores y, luego, la metió en un sobre. Allí escribió su nombre, su
dirección y, cuando todo estaba en orden, estrujó el papel en su puño y tiró el bollo por una ventana. Su
hijo seguía durmiendo; se sentó al borde de la cama y lo miró largamente, durante muchas horas.

LIII Danubio Azul

Como sabía conducir automóviles, aprendió enseguida el manejo de la lancha; además Perico domina-
ba el tema y fue un buen maestro; además el día era espléndido y esto facilita las cosas; además todos
estaban hermosos y reunidos.
“Parece un Corot”, pensó Cachito mirando el paisaje y sin atender a la luminosidad de la mañana: esa
zona del Tigre, lejos de recreos y aglomeraciones, era realmente hermosa. Reunía el equilibrio y el im-
previsto, era como la naturaleza.
Chiqui se había sentado en la popa, junto a Cachito, en toda la primera parte del viaje, dejando que
Perico se entretuviera esquivando troncos y otras suciedades, del primer tramo del trayecto, como tam-
bién canoas, botes de paseo y hasta algunos nadadores. Cachito miró la barriguita de Chiqui y no pudo
dejar de paladearla, jugosa como estaba, a pesar de los años. Sin advertirlo Chiqui le preguntó distraí-
damente qué era de la vida de ese amigo suyo que había conocido el verano anterior en la quinta de
Schneider.
—¿Mateo?
—No sé cómo se llamaba.
—Está de viaje.
—¿Vuelve?
—¿Lo querés enganchar?
—No seas grosero.
—Hablando de eso, recién te estaba mirando la pancita.
—Perico, miralo a Cachito.
—No te oye.
—Para una chica de mi edad, no está mal, ¿verdad?
—Para una chica de tu edad, no.
—Guarango: tenés que decir “¿cómo de tu edad, si sos una piba?”
—Chiqui, ¿qué vas a ser cuando seas grande?
—Puta.
—Te pregunto en serio.
—Ya soy grande, Cachito.
—¿Cuántos años tenés?
—Me preguntás en serio?
—En serio.
—Eso no se pregunta.
—¿Cuántos cumplís?
—Es una crueldad.
—Dale, decime.
—Perico, Cachito me molesta. Cuarenta.
—La mejor edad.
—Sí, la mejor, pero la última.
—¿Por eso te la quitás?
—Sí.
—¿Tenés miedo de que sea la última?
—¿Vos querés hacerme llorar?
—¿Cuándo vamos a salir solos otra vez?
—¿Para qué?
—¿Ya no te gusta más jugar al Fellini?
—No.
—¿Por qué?
—Por Perico.
—Mirá que estás en la mejor edad, en la última.
—Cachito, me tenés podrida.
Perico lo miró; estaba deteniendo la marcha y le hizo señas de que se acercara. Cachito se sentó a su
lado y entonces Perico le enseñó el manejo. Luego se calzó los esquíes con la ayuda de Chiqui y saltó al
agua. Cachito puso en marcha el motor y Chiqui volvió a la popa; luego se acercó y se sentó al lado de
Cachito, pero mirando hacia atrás; cada vez que Perico se caía, Chiqui pegaba el grito y Cachito amino-
raba la marcha y volvía sobre sus pasos. Perico entonces se erguía y recomenzaba.
—¿Emma sigue en Madrid?
—Recién debe haber llegado.
—Me hubiese gustado ir con ella.
—No me llama la atención.
—¿Por qué?
—Porque cada vez que uno de nosotros hace algo, todos quieren hacer lo mismo.
—No es cierto.
—Sí es cierto. Yo creo que si alguna vez alguien nos juntara a todos, haría con todos nosotros una per-
sona. O un hombre y una mujer.
—Perico es un hombre íntegro.
—Perico es igual que todos. Todos somos cachos del otro, cachitos: si hasta hablamos iguales, como en
las malas novelas.
—Eso no sé, yo leo y me olvido. Se cayó.
Cachito aminoró la marcha y dio la vuelta. Sonreía aunque estaba harto de andar recogiendo toda la
tarde a este zanguango que se caía y había que andar buscando. Le sonrió a Chiqui, apuntó con sus ojos
miopes hacia el puntito al que había quedado reducido Perico y volvió la cabeza hacia Chiqui que le
decía algo que no había entendido bien.
—No digas nada de eso que te dije.
—¿Qué es eso?
—Vos sabés.
—No sé: hablamos de muchas cosas.
—De la edad.
La siguió mirando casi embelesado: era impecable con su pequeño temperamento, su mentalidad
nonata, su vientrecito, sus labios gruesos, sus primeras arrugas tardías. Por mirarla, no vio la derivación
que había tomado su rumbo, el muelle, la lancha de pasajeros que se desplazaba de costado, tratando
de atracar colmada de gente. No vio nada y Chiqui tampoco, porque seguía de espaldas, como un mas-
carón de popa. Sólo sintió el ruido. Despertó dos días después en la cama de un hospital. Había tenido
una “conmoción cerebral benigna”, según él mismo explicaba con jovialidad. Sin embargo no le debía
hacer tanta gracia el episodio porque no volvió más por esos parajes. Le tomó aprensión a esas aguas
aluvionales, esa metáfora del tiempo y del río. Todo un espectro de tierras huidizas, de material incon-
sistente.

LIV Cachondeo

Cuando Enriqueta se enteró de que Emma estaba en Madrid, no supo por qué, pero no descansó hasta
encontrarla. Ella también iba al festival de cine, pero no tenía la menor idea de que Emma también via-
jaría, cuando salió de Buenos Aires. Estaba excitada porque era la primera vez que viajaba a Europa.
Finalmente la encontró en el preciso momento en que Emma salía de su hotel, rumbo a una juerga.
Emma se extrañó pero aceptó el encuentro. Entonces le contó que irían un par de empresarios, sus
mujeres, algún escritor, dos pintores, un intelectual que tocaba la guitarra como si no lo fuera.
Se fueron reuniendo en el salón de adelante de “Los Garbieles” y, cuando estuvieron todos, bajaron al
reservado “de Manolete”. Allí pidieron la primera ronda de “vino de quinta” y en eso estaban, palade-
ando, cuando entró el rengo seguido de un muchacho morrudo que resulté ser el cantaor.
Empezó muy alto y, cuando todos pensaron que iba a quebrarse, subió más todavía el tono que
arrancó un “olé” ronco, de barriles, de la garganta del rengo, que así coronó la copla. Cuando terminó
comenzó a bailar sobre la misma siguiriya. Apenas movía las manos, apoyándose, de tanto en tanto, en
un redoble: un taconeo escueto como su figura.
La renguera había desaparecido y la dignidad era tal que parecía volar, más que andar entreverado en
esos negocios del baile. Dos palmas, como dos latigazos, lo cerraron y recomenzó el morrudo a cantar
una copla, según Perico el del Lunar, y luego aquella otra que habla de la portuguesa que usa “el pelito
p’atrás”. Una copla tan maja, según decían las mujeres.
Emma y Enriqueta estaban deslumbradas. Enriqueta lo demostraba más y lo sentía menos. Un hombre
muy delgado y con ostensible aspecto de torturado —de pintor—, les empezó a explicar esas cosas de
Perico el del Lunar, y cómo el baile del rengo era lo más grande que había en España: apenas levantaba
las manos y no hacía los remolinos que se hacen por ahí ahora con tanta galería y jiripoya; era como
comparar El Viti con El Cordobés.
Irían a verlos, justamente al día siguiente tenían un mano a mano en Toledo y él podía conseguir loca-
lidades. Todos hablaban y el pintor comenzó a describir sus visiones, sus “fantasmas”, decía, y Emma
comenté por lo bajo, “parece Sábato”, pero Enriqueta no sabía quién era Sábato.
Siguió una segunda ronda y alguien dijo que el vino era curioso; lo paladearon y, en efecto, lo era. La
guitarra retomé un tema y el clima renacía. El morrudo saltó como una luz de bengala, que los faraones
y los parecitos de las cárceles conservan en relicarios como esas voces impensadas. Cantó grande, de-
jando unos silencios abiertos como los templos, que cerraban un par de taconeos del rengo, subiendo
las manos —excepcionalmente— hasta la cabeza.
La voz se partía como un proyectil en pleno vuelo y Emma quería que eso no terminara nunca, mien-
tras Enriqueta comenzaba a aburrirse. Luego de la juerga, fueron a comer. El morrudo desapareció: lo
esperaban en Zambra. El rengo se quedó y habló acaloradamente con el guitarrista durante toda la co-
mida. El pintor se instaló entre las dos argentinas; insinuante, les hablaba, mirándolas al fondo de los
ojos. Después de la comida quiso comprometerlas a tomar una copa, pero ellas se negaron.
Las acompañó hasta el hotel y quiso subir a las habitaciones, pero ni ellas ni los ascensoristas lo autori-
zaron. Enriqueta se quedó a dormir con Emma; “es simpático”, comentó Enriqueta. “Majo”, agregó
Emma burlándose, y prometió vengarse de todos los españoles que no saben hacer otra cosa. Que no
saben cantar o bailar, o ser rengos como Dios manda. Enriqueta se acostó sin entender.
A la mañana siguiente vino temprano y fresco como un canario. Almorzaron en Toledo y, luego, fueron
a la plaza. Llegaron pocos minutos antes de que empezara la fiesta. El pintor consiguió almohadones
que no pudieron usar demasiado porque la plaza era chica y estaba colmada.
Cuando comenzó la corrida, les explicó discretamente las alternativas: no quería pasar como guía de
turistas, pero también trataba de evitar que esas pobres mujeres se aburrieran como niñeras. Así les
hizo notar cómo El Viti había parado de entrada al toro de dos capotazos y, luego, El Cordobés no podía
dominarlo por más capotazos que diera. Tenía coraje, pero carecía de destreza, de arte.
La plaza se había dividido en detractores y fanáticos, de uno y otro torero. Sin embargo El Viti mató
con una maestría y un orgullo que pudieron ver hasta los ciegos. Cuando terminó El Viti con el primer
toro, Emma dijo sibilinamente: “Qué suerte venir a ver toros con una persona que sepa tanto”. El pintor
estaba gozoso, a duras penas podía contener su vanidad.
Se habían sentado un momento para esperar el segundo toro también de pie. Después de ese comen-
tario breve y zalamero, Emma dejó caer su mano sobre la bragueta del hombre, que tuvo la sensación
de sufrir un paro cardíaco. Después de unos instantes angustiosos su corazón penosamente reanudó la
marcha. Emma seguía sonriendo en dirección a la arena, como si nada pasara; en tanto, el pintor no
sabía qué hacer.
Emma comenzó a apretar y soltar, como si accionara un aparato para medir la presión arterial: el co-
eficiente entre la alta y la baja, tenía márgenes alarmantes. No obstante el pintor pudo mirar con deses-
peración hacia todos lados; la gente no se había dado cuenta o disimulaba. Finalmente tomó una deci-
sión y, en un improntus, tapó la mano de Emma con el almohadón. Púdicamente, ella la retiró.
Enriqueta había observado la maniobra y, al principio, también estaba atónita, aunque tratara de sos-
tener cierta naturalidad. Luego tuvo ganas de reírse, nerviosamente, sin fijar límites, morir riendo.
Cuando Emma retiró su mano, el hombre respiró, pero no tuvo ya talentos para explicar las peculiari-
dades de la fiesta. Es más: poco fue lo que vio a partir de ese momento. “¿Después de la corrida tiene
algo que hacer?”, preguntó distraídamente Emma. Nada, sólo una llamada telefónica.
Fueron al hotel “a tomar el té”, según precisó Emma. Ya en las habitaciones de la suite, Enriqueta se
retiró, dejándolos solos. El hombre se acercó como un villano y Emma rió como una libertina.
Sin embargo, no pudo darle caza, perdiendo en la agitación compostura y aliento. Enriqueta llamó a
Emma desde un cuarto contiguo. Acudió y, luego de unos minutos, salió circunspecta y completamente
desnuda. Dijo que iba a tener que disculparla: Enriqueta estaba un poco descompuesta. Los toros, sin
duda, la habían impresionado; era muy sensible. Si él quería esperar, ella se lo agradecería; si no, sabría
entenderlo. El pintor estaba dispuesto a esperar.
Dijo todo esto rápidamente, al pasar y sin detener la marcha; hasta que desapareció en el baño. Mas
no bien hubo cerrado la puerta, comenzó a desnudarse precipitadamente. Cuando ya estaba también él
completamente desnudo, Emma salió envuelta en una recatada salida de baño de toalla blanca. Al pasar
le dijo, restándole importancia: “Vístase, puede tomar frío”. El hombre se vistió.
Emma desapareció nuevamente de la habitación y, después de un momento, el pintor advirtió que la
puerta del cuarto estaba semiabierta. Superados algunos titubeos, decidió espiar. Por la rendija vio a
Enriqueta sentada en una escupidera; estaba desnuda, pero totalmente cubierta con una manta. Emma
le hacía masajes en el vientre y, de tanto en tanto, Enriqueta lanzaba pedorretas con la boca.
Finalmente la hizo poner de pie, cortó un larguísimo trozo de papel higiénico, la ayudó a incorporarse
primero y agacharse después y comenzó a limpiarla. Cuando terminó, con toda naturalidad le alcanzó la
escupidera al pintor: “vaya y enjuáguela”.
El pintor fue al baño y la enjuagó. Cuando regresó a la habitación se encontró con la puerta cerrada
con llave. No se atrevió a golpear. Recién media hora después salió Emma y lo besó lascivamente; pero
se deshizo de él con el pretexto de que enseguida venía. Esperó cerca de una hora y salió pidiendo nue-
va prórroga: el pintor volvió a aceptar y Emma esta vez no permitió que la besara.
Ya había pasado más de una hora y, cuando el pintor se estaba quedando dormido, se abrieron violen-
tamente las puertas del cuarto, pero nadie salió de allí. Avanzó unos pasos sigilosamente para desentra-
ñar ese misterio: no había nadie.
LV No ocurrirá

Dos semanas después Mateo empezó a trabajar en una agencia de noticias. Había conseguido el em-
pleo a través de Rinaldi; le interesó reencontrarlo, ver en qué andaba la gente. Palenque ya le había
criticado toda la política llevada adelante en el sindicato: “hacer un paro simbólico, era hacer la revolu-
ción”, dijo sin resentimiento. Todo era ingenuo, juvenil, en el peor sentido de la palabra. Se había hecho
lo que se había podido, o lo que se podía hacer.
Palenque se reía de todo esto; no era cinismo, pero no quería saber nada con volver a vivir ese tipo de
experiencias. Rinaldi también las consideraba superadas, aunque sus razones fueron diversas. Política —
al menos como se la entendía antes— ya no se podía hacer; todos los caminos de acercamiento estaban
copados. Los sindicatos que no habían sido neutralizados por dirigentes amarillos, fueron intervenidos.
Los partidos políticos, suponiendo que hubiesen servido para algo, habían sido disueltos.
“En este país se acabó el meloneo”, sentenció Rinaldi, que no vislumbraba alternativas. Discutieron
largamente; Rinaldi no aceptaba la actividad militar como una nueva forma de acción política; “por ese
camino la desconexión con la clase es inevitable”; primero había que dar una base política a esa acción,
evitar el aislamiento. “Depende de los objetivos militares que se elijan”. Para Rinaldi era muy improba-
ble que esos objetivos coincidieran siempre con los intereses populares. Podía darse, pero aleatoria-
mente.
—¿Tenés otra alternativa?
—No.
—¿Y si fuera la única?
—Nunca hay un solo camino.
—Si no aparece otro, es el único.
—En política hay que saber esperar; lo dicen los radicales, pero esta vez tienen razón.
No se pusieron de acuerdo, la nueva política aún estaba desdibujada. Rinaldi caía en la conjeturación
tal vez por su experiencia; los que no la tenían, en la irracionalidad o en algo muy parecido. Cuando
Mateo llegó a su casa —ya había alquilado un departamento—, se encontró con una carta de Isolda:
había llegado a casa de Albertina y ésta, seguramente, la había tirado debajo de la puerta.
Mateo miró la carta, la olió. Acarició el sobre y, sin abrirlo, lo quemó con el encendedor. Al rato llamó
Albertina: sí, había recibido la carta. Sí, buenas noticias. No, no le había hablado todavía a Sara. Todos
los intelectuales eran iguales. Mateo le pidió que no esquematizara; además, ella también era una inte-
lectual. Ya no.
—¿En qué andas?
No andaba en nada; le tiró la lengua cinco minutos. Al rato estaba en el departamento contándole
todo: Víctor. Luego nuevamente atacó a los intelectuales, como si ella fuera una flor del proletariado:
“Han engañado a mucha gente, son desconfiables”. Algunos sí, otros no. Otros, todo lo contrario; otros
fueron engañados: “ellos estaban en condiciones de no dejarse engañar”. La clase obrera es también la
llamada a hacer la revolución y, después de todo, todavía no la hizo.
En los próximos días se verían con Víctor. También en los próximos días Lucas viajaba a Bolivia. Miró
las cenizas del sobre, miró a Albertina: estaba cansada. El tiempo del amor, o de los enamoramientos,
había pasado. Otro fervor más seco volaba por el aire, dispersándose; el humo que cubre el cielo. Fue
hasta el teléfono y habló con Sara.

LVI Adiós

No reprochó nada. Él tampoco explicó por qué no había ido antes. Se sentaron y ella sirvió una taza de
café. Después de un silencio, Mateo contó todo lo que sabía. Ella estaba al tanto de casi todo, pero des-
conocía algunos detalles, menudencias.
Cuando no hubo más nada que agregar, ella dejó la taza de café sobre la mesa ratona; se tapó la cara
con las manos y, recién entonces, se puso a llorar. Durante largo rato lo hizo silenciosamente; Mateo
sólo atinaba a acariciarle la cabeza, mientras miraba las paredes del cuarto, unas velas a medio prender,
la biblioteca desordenada, el tocadiscos. No quería pensar en el sujeto del llanto.
Yo te daré paz en la tierra, yo he de encontrar sepultura para tu dolor todavía sin respuestas. No que-
dará impune tu cuerpo en pena, por más que me impidan encontrarlo.
Antígona crece en mi sangre y arrasa las fortificaciones, las orillas del temor; porque tu esperanza alzará
vuelo: brilla como la espada del sol en el confín de la tierra, en sus profundidades más agudas donde te
sepultaremos para que la fertilices.
Guardo el aire de tu corazón desplomado que ya no escucharé: porque serás el sonido que a todos
acompaña, la rabia silenciosa que derrota la muerte, que empuja al tiempo sin que nadie lo sepa.
Tampoco podrán verte los otros: solamente yo reconoceré tu perfil cabalgando anónimamente por la
historia; tomando aire, con la humildad de los héroes, de los revolucionarios. Con esa grandeza que
todo lo acaricia, sin buscar gratitudes. Que es para todos, menos para él, fundido como está en el aire
de su tiempo.
Yo te reconoceré en esos renunciamientos que no especulan con la eternidad, ni con el dominio, ni
con la gloria, ni siquiera con el deslumbramiento de los otros: sabías que no hay amor, porque el amor
ha sido convertido en una parodia monstruosa donde nadie puede identificarse, porque el amor es para
nosotros una necesidad carente, un bien perdido.
Por eso yo te doy mi bendición, cierro tus ojos y te deseo que descanses en paz, querido mío.
Retiró las manos de la cara, se secó los ojos y guardó un largo silencio. Dijo después que debían escri-
birle a Aramís y a partir de ese momento no habló más.

* Estos textos pertenecen a la serie de ocho notas del periodista Pedro Leopoldo Barraza, aparecida la
primera de ellas en la revista “18 de Marzo” y las restantes en la revista “Compañero” en el año 1963,
bajo los títulos: “39 días de terror”, “S.O.S. a Vandor”, “Buscado: Alberto Rearte” y “Reconocen a los
criminales”.

CAPITULO SEPTIMO

En octubre de 1968, la huelga petrolera estuvo a punto de ser detonante de la gran explosión popular
que sólo estalló siete meses más tarde. Casi simultáneamente se desataba en la provincia de Santa Fe el
largo y virulento conflicto de Electrocolor, que empezó con el despido de 450 obreros y terminó con
tiroteos en que varios trabajadores cayeron heridos por la policía.
La dictadura movilizó todas sus fuerzas en este mes crítico. El 10, un acto en apoyo de los jubilados fue
violentamente reprimido por la policía de la Capital; hubo cien detenidos. La Jornada en Defensa del
Petróleo, realizada el 15, provocó actos- relámpago en Capital, La Plata y Rosario, con treinta detenidos.
El 17 de octubre Jerónimo Remorino decidió a último momento suspender los actos programados, que
la CGT rebelde realizó de todos modos en Plaza Once, La Plata, Rosario y Tucumán; hubo más de un
centenar de detenidos.
Entretanto el secretario general de la Federación del SUPE, Adolfo Cavalli, elegía al “Reporter Esso”
para exhortar a los petroleros en huelga a que volvieran al trabajo, y el 22 de octubre publicaba una
solicitada que ha quedado como el paradigma de la traición sindical. En ella califica a los huelguistas de
“caprichosos”, “irresponsables” y, finalmente, de “comunistas”.
El mismo Raimundo Ongaro asistía en Mendoza a la reunión del secretariado del SUPE que declaró la
huelga en apoyo de los trabajadores de Ensenada. Apenas Ongaro emprendió viaje a Comodoro Rivada-
via, el paro fue levantado a cambio de un plan de viviendas por 680 millones de pesos apresuradamente
adjudicado al gremio por el gobierno provincial. Puede afirmarse que en ese momento se perdió la
huelga petrolera y el responsable de aquella defección, Juan Carlos Zamora, tiene un lugar ganado junto
a Cavalli.
Comodoro cumplió su compromiso realizando el paro de 72 horas decretado en asamblea por tres mil
votos contra dos. Pero no bastó. La defección de Mendoza arrastró a los indecisos de otras seccionales y
la huelga petrolera entró en esa etapa heroica y desesperada en que sus hombres se mantuvieron sin
ninguna esperanza de vencer. Esto mismo, sin embargo, ya era un anticipo de lo que más tarde ocurriría
en otros lugares del país.
Por esos días el escritor Norberto Habegger publicó en la revista “Víspera” un reportaje en que Ongaro
expone su fe revolucionaria. Este es el texto, ligeramente resumido:
—¿Quiere decir que la CGT no plantea meramente un programa de reivindicaciones salariales?
—Así es. Hemos levantado un programa común a todos los hombres que luchan por la liberación.
Además, si nunca una organización sindical debió ser puramente profesional y limitarse a las necesida-
des del oficio o de las obras sociales, en momentos como éste, se hace más imperativo romper la vieja
estructura en que la quisieron encadenar los sindicalistas reformistas y conformistas y darle a la organi-
zación sindical su verdadero sentido: luchar por todos los problemas que afectan al hombre y al país y
no simplemente por aquellos que satisfacen a una parte del país.
…………………………………………………………………………………………….
—¿Hay que utilizar entonces todas las formas de lucha, incluso las ilegales?
—En estos momentos no hay lucha legal, pues la única manera de transformar todo el armazón en el
cual nos tienen sometidos, es utilizar todas las formas de lucha, sin que ninguna sea mejor ni peor; todas
son buenas, cuando son eficaces; es decir, nosotros no le damos en este momento una categoría de
mejor o peor a una u otra forma de acción, más bien todas son buenas, no hay que descartar ninguna,
prepararse para todas. Además no hay que engañarse, hace mucho que sufrimos la violencia en forma
sistemática. Los pueblos no son mansos ni pacíficos, aunque hoy no dispongan de los mismos medios
contundentes que usan las minorías, pero tarde o temprano, la ira y la indignación popular, contenidas
obligadamente de una u otra forma, van a estallar. De manera que el problema de la violencia o no
violencia no es un problema filosófico, sino la respuesta angustiada que hoy tienen las mayorías popula-
res.
—Su planteo evidentemente es claro. Sin embargo, la CGT de los Argentinos, aunque significa un hecho
político muy importante, en sí misma no es una organización revolucionaria. ¿Entonces...?
—Por cierto que no. Lo hemos repetido muchas veces y también en el periódico, que la CGT no preten-
de ser una organización revolucionaria, porque incluso las formas superiores de organización revolucio-
naria nunca pasaron por el sindicato y en estos momentos la más auténtica de las formas de lucha revo-
lucionaria no se está cumpliendo en ningún lugar de nuestro país, es decir, la existencia del brazo arma-
do. Además, sería una actitud un poco pedante que algunas de las organizaciones que tienen voluntad y
aspiraciones revolucionarias creyeran que por este simple hecho son revolucionarias. Asimismo, en la
presente etapa, las distintas instituciones son políticas, aunque puedan tender a lo otro... Tenemos que
tener claro, compañero, que la nuestra es una época de hacedores, sin despreciar a los teóricos. Es tam-
bién una época de búsqueda. La revolución hay que buscarla y hacerla. En esa tarea estamos nosotros,
llamando barrio por barrio, pueblo por pueblo, ciudad por ciudad, junto a la juventud, los sindicatos, los
estudiantes, los hombres de pensamiento, los artistas, los intelectuales, preparando las condiciones
para que surja entonces la forma argentina de hacer la revolución. Hay que superar para ello las parcia-
lidades y los sectarismos, buscar el encuentro de todos en la lucha.
…………………………………………………………………………………………….
—Según hemos charlado hasta ahora coincidimos en que es imperativo un cambio de estructuras. Pero
este proceso, ¿significa también nuevos valores, nueva cultura, el hombre nuevo, por ejemplo?
—No puede haber nada que merezca el nombre de revolución que no empiece por cambiar al hombre,
que ha sido educado para formas de apropiación de sus semejantes, para formas de egoísmo exclusivis-
ta, y ha sido injertado en una sociedad donde el mercado, la concentración, la acumulación de bienes, el
negocio de los mismos, en todos los niveles, incluso continentales, ha sido el objetivo fundamental. Por
eso pensamos que debemos cambiar al hombre, los bienes deben ser comunes, sobre todo los de pro-
ducción social; los hombres debemos ser administradores de los mismos, no propietarios, salvo de
aquellos bienes de uso personal y familiar. La creación de nuevas estructuras permitirá ir creando nue-
vas y más auténticas formas de relación, para que los hombres vivamos como hermanos.
…………………………………………………………………………………………….
Mientras la huelga petrolera se desgastaba sin apoyo, la secretaría de Trabajo y el vandorismo seguían
arrebatando gremios a la CGT.A fines de octubre el secretario general de la Unión Personal Civil de la
Nación, Saturnino Soto, hizo una última tentativa por salvar su sillón, retirando a su representante en
Paseo Colón. No le sirvió de nada, porque igual fue intervenido. Entre tanto un golpe interno desalojaba
al secretario general de Empleados Textiles y pasaba el gremio al colaboracionismo, cuando ya estaba
redactado e1 decreto de intervención.
El daño mayor, sin embargo, fue realizado por las 62 Organizaciones, que lejos de enfrentar al gobier-
no empleaban la totalidad de sus energías para diezmar y hostigar a los que luchaban. Ceramistas, Obras
Sanitarias, Calzado y Sanidad se alejaron invocando una disciplina partidaria cuyo verdadero sentido se
conoció un año más tarde, cuando sus dirigentes postrados a los pies de Onganía contribuyeron a levan-
tar el paro del 1 y 2 de octubre.
La consigna esgrimida era la famosa “unidad”. La CGT de los Argentinos realizó entonces un supremo
esfuerzo por orientar la resistencia contra la dictadura, aceptando conversaciones de unidad siempre
que comenzaran con un plan escalonado de lucha que desembocara en un paro general por tiempo
indeterminado. A los motivos existentes para ese plan de lucha, acababa de sumarse una nueva conge-
lación de salarios impuesta por Krieger Vasena. Pero no era esa la unidad que buscaba el vandorismo y
la propuesta no fue escuchada. A comienzos de diciembre, la heroica huelga petrolera estaba vencida.
La CGT de los Argentinos realizó todavía un esfuerzo para movilizar al pueblo decretando para el 10 de
diciembre un Día de Protesta, que no fue más allá de algunos actos—relámpago en el Gran Buenos Aires
y Rosario. El 19 de diciembre, admitía el periódico “CGT”: “El año 1968 termina con un país sepultado en
el silencio y la derrota”.
El 1 de Enero de 1969, Raimundo Ongaro y Ricardo De Luca suscribieron el siguiente texto:
……………………………………………………………………………………….........
El año que acaba de transcurrir deja en nosotros y en ustedes un sabor amargo. Durante 1968 el impe-
rialismo aumentó su penetración, la oligarquía consolidó su poder, las fuerzas armadas acentuaron su
papel de custodia de una minoría rapaz adueñada por la fuerza de las riquezas y los derechos.
…………………………………………………………………………………………….
Durante el año que termina, la CGT de los Argentinos llevó casi todo el peso de la lucha contra el régi-
men. Con mayor o menor fortuna, encabezó todas las movilizaciones populares, alentó la protesta estu-
diantil, convocó a su alrededor a las tendencias políticas revolucionarias, apoyó los conflictos de fábri-
cas, publicó el periódico del movimiento obrero.
El precio que pagamos por estas actividades ha sido duro. En teoría el gobierno no intervino la CGT,
pero en la práctica lo hizo. Nuestras organizaciones más numerosas están clausuradas: ferroviarios,
portuarios, personal civil, petroleros de Ensenada y Comodoro, más de quinientos mil trabajadores ca-
recen de sindicato. Otras se encuentran sometidas a un chantaje permanente, a la amenaza y la extor-
sión.
…………………………………………………………………………………………….
En medio de circunstancias tan adversas no pretendemos dirigirnos a los trabajadores para desearles
felicidad en el año nuevo. Esa felicidad es imposible mientras el sistema explotador capitalista no sea
destruido hasta sus cimientos.
…………………………………………………………………………………………….
A los cinco mil compañeros que cayeron detenidos en los actos gremiales organizados por la CGT, a los
que fueron golpeados, desalojados, humillados, a las víctimas de la Ley 17.401, a los que padecen tortu-
ras en los calabozos del régimen les decimos: el sacrificio no será en vano, ustedes encarnan la dignidad
nacional.
A los siete mil petroleros de Ensenada, a sus heroicos dirigentes, a los dos mil cesantes, a los que asu-
mieron el papel más ingrato y peligroso les decimos: sentimos como propia esa derrota, pero estamos
seguros que llegará la hora de convertirla en triunfo.
A los centenares de miles de desocupados, los millares de racionalizados y despedidos, a los que per-
ciben el salario del hambre o no perciben ninguno, los que ven morir a sus hijos por falta de asistencia
médica, los que no pueden mandarlos a la escuela, les recordamos: en este sufrimiento injusto se está
amasando la liberación.
………………………………………………………………………………………….
“El silencio y la derrota” con que había concluido 1968, eran más aparentes que reales. En enero de
ese año, un congreso de dirigentes políticos y gremiales peronistas reunido en Córdoba resolvía seguir
luchando contra el colaboracionismo y el dialoguismo, encaramados en la dirección de Paladino (Remo-
rino había fallecido) y en las 62. De Córdoba llegó Ongaro el día 14, rumbo a Bella Vista, donde debía
asistir a un acto popular contra el cierre del ingenio que se realizó el 16. Secuestrado en el camino por
policías tucumanos, fue depositado por avión en Bahía Blanca. Entre tanto el mismo 14 de enero empe-
zaba en Buenos Aires la más larga y sacrificada de las huelgas. Provocada por Fabril mediante el despido
de 47 trabajadores gráficos que luego serían centenares, su objetivo transparente era minar la propia
base de sustentación de la CGT de los Argentinos. La huelga fue derrotada al cabo de varios meses, pero
nunca se levantó. Ese extraordinario espíritu de lucha anunciaba lo que iba a producirse en todo el país
a partir de mayo.
La CGT rebelde creció en esos enfrentamientos. Del mismo modo creció la campaña de desprestigio
que se llevaba contra ella. El 28 de marzo, al cumplirse el primer aniversario del Congreso Normalizador,
Raimundo Ongaro dirigió a los trabajadores un mensaje que respondía a las campañas calumniosas y
constituía un paso adelante en el desarrollo del Programa del 1 de Mayo:
…………………………………………………………………………………………….
2. El gobierno del general Onganía es la expresión acabada de ese sistema explotador. Dictatorial en su
forma, gorila en su tradición, entreguista en su contenido, está más allá de las posibilidades de reden-
ción que algunos soñaron. Los trabajadores no olvidaremos ni perdonaremos el silencio a que ha queri-
do reducirnos, la humillación de nuestras cosas más queridas, el odio que nos profesó.
La facilidad con que algunos hombres cambian de posición, los juramentos traicionados, el tacticaje
funesto en que se diluyen indefinidamente las esperanzas del pueblo, obligan a repetir lo que ya debería
ser conocido por todos:
Entre el general Ongania y la clase trabajadora no habrá pacto, no habrá acuerdo, no habrá reconoci-
miento, porque semejante pacto sólo podría celebrarse traicionando el sentimiento unánime de las ma-
sas en olvido de nuestros ideales, de nuestros muertos y de los que aún padecen la cárcel.
……………………………………………………………………………………………………….............................................................
...
No habrá pactos con los señores Aramburu y Alsogaray, no habrá trabajadores a espaldas de ningún
cuartelazo de los que engañaron con bonos el hambre del pueblo y pusieron contra el paredón la digni-
dad nacional.
……………………………………………………………………………………………………….............................................................
...
Convocamos a la unión de todos los oprimidos para luchar contra la oligarquía, contra el imperialismo
por la liberación nacional.
……………………………………………………………………………………………………….............................................................
...
“En la medida exacta en que nuestros cuadros directivos parecían desintegrarse, en que vacilaban las
organizaciones visibles, en que huían los jerarcas notorios, recrudecían las luchas populares a que con-
vocábamos”, pudo sostener en agosto de 1969 el periódico “CGT”.
Esta verdad incomprensible para el periodismo del régimen era la Rebelión de las Bases, que cobraba
mayor vuelo a medida que la CGT de los Argentinos se desintegraba en su estructura formal. La ofensiva
de las 62 Organizaciones para restar sindicatos a la central rebelde tuvo éxito. Al éxodo de Ceramistas,
Calzado, Sanidad, Obras Sanitarias, Empleados Textiles, se sumó el de Portuarios, Telefónicos, ATE y La
Fraternidad. El 4 de marzo el telefónico Julio Guillán era separado de su cargo de secretario gremial. El
19 de marzo, el dirigente portuario Eustaquio Tolosa, oportunamente indultado por la dictadura, visita a
Ongaro en la CGT de los Argentinos, procurando una “unidad” que los hechos hacían imposible.
Entre tanto las bases obreras habían iniciado la formidable embestida que haría tambalear al régimen.
El 9 de abril, la policía tucumana ejercía una sangrienta represión contra los pobladores de Villa Quinte-
ros. Dos días más tarde, con la presencia de Ongaro, el pueblo de Villa Ocampo, en el Norte santafesino,
desafiaba las balas y tomaba la Municipalidad obligando al intendente a renunciar.
El 12 de Mayo hubo actos populares en Avellaneda, Salta, Tucumán, Córdoba, Rosario, Santa Fe y La
Plata. Ongaro habla en Paraná y a su regreso es detenido por dos días. La huelga de Fabril cumple cuatro
meses.
El 13 de mayo, en Resistencia, la policía disuelve con gases y palos una asamblea estudiantil. El mismo
día es ocupado en Tucumán el ingenio Amalia. El 14, en Córdoba, la policía ataca a los trabajadores de
SMATA: hay cinco heridos de bala. El 15 es asesinado en Corrientes el estudiante Juan José Cabral y se
desencadena la gloriosa insurrección popular que dura hasta hoy. El 17 cae en Rosario Adolfo Bello. El
país entra en un estado de convulsión: centenares de actos desgarran la famosa paz de Onganía. El 21,
setenta mil personas ocupan Rosario y derrotan a la policía. Interviene el Ejército implantando la ley
marcial. Un obrero de 15 años, Luis Alberto Blanco, es asesinado. Paro total en Rosario el 23. El 27 y 28
el pueblo de Tucumán se adueña de la ciudad: hay cuarenta heridos. El 30, paro general en todo el país.
El 29 y el 30 el pueblo de Córdoba derrota a la policía, incendia edificios y vehículos de los monopolios
extranjeros, resiste incluso al Ejército. Veinte muertos. Tribunales militares condenan a dirigentes obre-
ros, entre ellos Agustín Tosco, secretario general de Luz y Fuerza de Córdoba. En Buenos Aires, Raimun-
do Ongaro es detenido junto con otros miembros del secretariado de la CGT de los Argentinos. Luego se
lo pone en libertad.
La CGT de los Argentinos y las regionales del interior decretan un nuevo paro de 24 horas. Se procura
la adhesión de los dirigentes de Azopardo, y llega a crearse una comisión de enlace. Los jerarcas dialo-
guistas y colaboracionistas dilatan las tratativas enfriando el partido. De este modo salvan la dictadura
de Onganía, cuya caída era inminente a pesar de la liquidación de su gabinete. El 27 de junio cae asesi-
nado por la policía el secretario de la Federación de Trabajadores de Prensa, Emilio Jáuregui, en un acto
convocado en Plaza Once por la CGT de los Argentinos. El 30 muere Augusto Vandor, luchando contra el
paro hasta último momento en complicidad con la secretaría de Trabajo. Se decreta el estado de sitio.
Los últimos sindicatos de la CGT de los Argentinos son intervenidos y su sede es allanada. Raimundo
Ongaro, Jorge Di Pascuale, Enrique Coronel y centenares de dirigentes obreros y estudiantiles son en-
carcelados.
El paro del 1 de julio realizado contra las direcciones de los sindicatos azopardistas, se cumple masi-
vamente en el Gran Buenos Aires, así como en Córdoba y otras ciudades del interior, textiles, metalúrgi-
cos, obreros de la construcción y de la carne —entre otros— han parado contra las direcciones de sus
gremios, consolidando así la línea de Rebelión de las Bases, una de las principales banderas de la CGT
aparentemente disuelta.
Entre tanto Ongaro escribe desde la cárcel:
………………………………………………………………………………………….....
Tengo fe en que no durarán mucho las bofetadas, el cáliz amargo que llena de lágrimas la existencia de
mis compañeros y hermanos los pobres. Ellos son los primeros llamados a sostener una revolución de
amor, que lo será de cada hombre y de todos los hombres, la que nadie derrotará jamás.
…………………………………………………………………………………………….
La liberación es una semilla de larga gestación en los siglos. Pero sus plantas, que ya comienzan a cre-
cer, durarán muchos, muchos más centenios que los que tardaron para vencer las malezas.
—Por eso hay quienes estando muertos resplandecen en vida. Y también esos otros que han llegado
muy alto en sus vivezas y usurpaciones pero que están insalvablemente muertos en nuestro corazón.
…………………………………………………………………………………………….
—Estas cosas he querido decirles; pero todo lo que es mucho más importante falta. Porque si pongo
todos mis saludos no llegarían. Pero todo tiene su curso. A la historia no la para nadie.
—Lo que me sobra es fe. Ansias de estar, junto al sudor de la conciencia, hermanado con los humildes.
Ya fue dicho: los soberbios serán humillados y los humildes serán ensalzados.
…………………………………………………………………………………………….
—Lo que me hace llorar es saber que son muchos los que llegaron a mi casa con su voz de aliento y
viendo que faltaba el pan de cada día lo multiplicaron con su solidaridad. A todos ellos va mi criollo re-
conocimiento y a los que visitan el hogar de mis compañeras y hermanos presos.
………………………………………………………………………………………….....
El 2 de julio, el Consejo Directivo de Emergencia de la CGT de los Argentinos afirmaba a través de un
comunicado:
“Reafirmamos desde la clandestinidad nuestra decisión de continuar la lucha hasta lograr la ansiada
finalidad que persigue el pueblo: la liberación nacional”.
El periódico “CGT” afirmaba el 23 de julio:
“Libre de ataduras legales, la CGT de los Argentinos declara ante el país su decisión de ejercer hasta
sus últimas consecuencias esa clandestinidad; de fomentar, de promover y ejecutar todas las formas de
resistencia que aparezcan justificadas por el natural derecho de los pueblos a la libertad y la justicia: de
derrocar en fin junto con sus aliados naturales, a la dictadura rapaz y corrompida, como etapa necesaria
en la liquidación del régimen.”
“El gobierno ha declarado fuera de su ley el movimiento obrero. El movimiento obrero responde de-
clarando fuera de la ley al gobierno, pasibles de cárcel a los encarceladores, de represalia a los tortura-
dores, de ejecución a los ejecutores» de destrucción a los bienes del monopolio extranjero, auténtico
mandante de la dictadura”.
Mientras tanto los últimos traidores saltaban el cerco. Cesáreo Melgarejo, presidente de la Fraterni-
dad, alineaba a la dirección de su gremio en la Comisión de los 20 de Azopardo, primer paso para la CGT
domesticada y oficialista. Otros dirigentes, sin llegar a ese extremo, se retraían de la lucha y salvaban sus
sillones. Los límites del sindicalismo del régimen quedaban a la vista. Frente a eso la CGT de los Argenti-
nos enarbolaba un Sindicalismo de Liberación, integrado en las luchas revolucionarias del pueblo. Rai-
mundo Ongaro se refería al tema en este mensaje publicado por “Cristianismo y Revolución”.
………………………………………………………………………………………….
Yo creo que en la segunda etapa de la CGT, como lo manifestara anteriormente, se van a tener que
crear los cuadros militantes, donde lo mejor de cada pueblo, lo mejor de cada localidad» de cada fábri-
ca, de cada empresa, pueda tener la movilidad suficiente» la capacidad de acción suficiente» el enten-
dimiento suficiente como para poder operar en todos los terrenos porque hoy, cuando se está en época
de resistencia, cierto tipo de acciones de masa, cierto tipo de acciones de protesta y manifestación (con
la limitación que ello pudiera tener) se pueden hacer desde organizaciones como organizaciones sindica-
les, pero las organizaciones que puedan ser las capaces de tirar el sistema, que puedan ser las que dan
el knock-out, que no ganan la pelea por puntos, sino que debe ser total, no pueden estar dentro del
sindicalismo, porque si no prácticamente estaríamos encarcelando a las propias organizaciones. Por eso,
esta segunda etapa, creo yo, que todos estos grupos revolucionarios, y los hombres, porque esta es una
cosa de hombres, todos hombres revolucionarios, estén en el sindicalismo, en el estudiantado, en la
juventud, en agrupaciones, tendencias, tendrán que encontrarse zonalmente, para desde allí crear las
organizaciones de impacto, de respuesta, de acción, que puedan disponer de los medios y elementos
necesarios para lo que significa en definitiva la toma del poder.
…………………………………………………………………………………………….
El 8 de setiembre estalló en Rosario la huelga del ferrocarril Mitre, una de las más violentas en la histo-
ria del gremio. Provocada por el apercibimiento a un delegado, vengó de un solo golpe las humillaciones
experimentadas durante dos años y medio de intervención militar, los once mil despidos y decenas de
millares de sanciones y rebajas de categoría. A los huelguistas de la Unión Ferroviaria se sumaron todas
las seccionales de La Fraternidad desoyendo las intimidaciones de Melgarejo que resulté pisoteado por
las bases del gremio. Los trabajadores demostraron que eran los auténticos dueños del ferrocarril. Una
ola sin precedentes de atentados —sin víctimas— contribuyó a paralizar el servicio disuadiendo a los
funcionarios que pretendían correr algunos trenes.
Sobre esta huelga y respondiendo también a una provocación de Fiat Concord que pretendía despedir
a 109 trabajadores, las regionales de Rosario y Córdoba declararon un nuevo paro de 38 horas.
En Rosario el paro del 16 y 17 de setiembre igualó, y en muchos aspectos superó, a las jornadas más
combativas de mayo. Abandonando las fábricas en gruesas columnas los trabajadores ocuparon toda la
ciudad, alzaron barricadas y derrotaron por segunda vez a la policía en violentísimos choques que se
prolongaron tres días. El régimen estimé en cinco mil millones de pesos los daños sufridos por empresas
monopolistas extranjeras. Volvió a intervenir el Ejército como último recurso para mantener el “orden”
de la dictadura.
Desde una semana antes del “rosariazo” circulaba un nuevo mensaje de Raimundo Ongaro, dirigido a
quienes en ese momento encabezaban las luchas populares, los trabajadores del interior. Este es el
texto.
…………………………………………………………………………………………….
Pero la liberación nacional no se hace en el papel ni en los estrados. Desde adentro de la tierra y desde
abajo de las organizaciones, la está ganando el pueblo.
…………………………………………………………………………………………….
El formidable sacudimiento que recorre todo el país no podrá ser detenido por la astucia, por la trai-
ción ni por la fuerza. Sobre la sangre de los muertos de Corrientes, Rosario, Tucumán y Córdoba, sobre
la resistencia de petroleros, gráficos, ferroviarios, trabajadores de la carne, metalúrgicos, mecánicos del
interior, unidos con los estudiantes, los movimientos populares y la Iglesia de los pobres, con los argen-
tinos que sienten y viven el dolor de nuestra tierra se está constituyendo la unidad en la lucha.*

LVII Severo se confiesa

Estaba molesto, no porque no estuviese acostumbrado a los fotógrafos buscando siempre ángulos
novedosos o ambientaciones “distintas”; ni porque las preguntas fueran sorprendentes, sino porque
tenía ganas de hablar de otras cosas y con otra gente. “Bueno, no sé si usted querrá contestar a esta
pregunta, pero realmente se ha producido una verdadera polémica con respecto a su edad”.
—Año 1932, en Suipacha.
—¿Y no extraña el campo?
—No. Y no lo extraño por la sencilla razón de que yo no me he criado en el campo: Suipacha es una
ciudad chica, un pueblo grande si quiere. No es campo.
—Claro, yo me refería precisamente a eso: a si no extrañaba la vida de pueblo.
—Para nada: la vida de pueblo es una cosa atroz.
—¿Por qué?
—Imagínese; primero que no hay mucho que hacer, aparte de enriquecerse, jugar a las cartas, acostarse
con la mujer del prójimo, o que el prójimo se acueste con la mujer de uno.
—Es decir que nunca pasa nada.
—No, pasa; el problema es que pasa siempre lo mismo.
—¿Y aquí, en la Capital, sí pasa algo?
—Bueno, algo más. Mejor dicho, parece que pasa. En realidad tampoco pasa nada.
—Sin embargo, Buenos Aires es considerada una de las ciudades más grandes del mundo, un centro
importante: algo debería pasar.
—Debería.
—¿No es que seremos muy poco nacionalistas? ¿Que no sabemos apreciar las cosas que tenemos?
—Mire, yo soy nacionalista, pero eso no quiere decir que me tenga que engañar. Por ejemplo en mi
profesión ¿qué cosas se pueden hacer que no sean porquerías? Uno aquí está condenado al fracaso o a
la mediocridad, como en Suipacha.
—No obstante, usted ha triunfado y ahora está en condiciones de elegir lo que quiere hacer.
—Hasta cierto punto: lo que realmente habría que decir en este momento, no me lo dejarían decir ni a
mí, ni a nadie.
—¿Y qué es lo que quiere decir?
—Decime una cosa, ¿vos sos un periodista de “Radiolandia”, o sos sencillamente un periodista de la
cana?
—Si quiere, esto no lo publico.
—Entonces apagá el grabador. Ahora borrá desde el momento en que empezamos con el tema. ¿Real-
mente querés que te diga lo que hay que decir, vos no lo sabés?
—Sí.
—Entonces por qué querés que te lo repita.
—Porque me interesa su versión. Siempre se dijo que usted era un actor comprometido, un tipo lúcido.
Tenía incluso una trayectoria. Me parece lógico que la gente joven, como yo, tenga interés en saber qué
pasó, por qué cambió.
—Está bien. Es cierto, yo era un actor comprometido, pero me cansé. Me cansé de vivir como un muerto
de hambre, por eso empecé a hacer cualquier cosa por televisión. Porque mientras yo me moría de
hambre, cualquiera que tuviera una carita más o menos linda, se llenaba de guita.
—Yo lo conocí a usted en esa época y lo admiraba y ahora, discúlpeme.
—Cuando me admirabas, ¿se puede saber qué hacías?
—Quería escribir teatro.
—¿Y terminaste escribiendo para “Radiolandia”? Quien se vino abajo no he sido solamente yo; vos tam-
bién te has venido abajo, me parece, y en menos tiempo.
—Algo de eso hay. Pero yo con “Radiolandia” me gano la vida, mientras tanto sigo escribiendo.
—Cuando me moría de hambre, era sincero, creía en lo que estaba haciendo. Cuando me cansé, tam-
bién tuve la sinceridad conmigo mismo, de admitírmelo, ¿entendés?
—Entiendo.
—No entendés nada. Vos no podés entender lo que es cansarse; no quiero ofenderte, pero te quiero ver
cuando tengas unos años más. Y especialmente si tenés talento, y ves cómo una manga de mediocres
ocupan el lugar que te correspondería. Te quiero ver cuando empezás a sentir que los años te pasan por
encima; cuando lo que tenés ganas de hacer, tenés que metértelo donde vos sabés.
—Así que para usted los únicos caminos que quedan son la frustración o la...
—. . .dale, decílo. Te lo digo yo, entonces: el otro camino que queda es la adecuación, es decir la claudi-
cación, es decir, la alcahuetería.
Cuando se fue el periodista quedó muy nervioso; no entendía bien para qué se ponía a discutir esas
cosas con desconocidos. Incluso, al final se impacientó con el fotógrafo: “a ver si terminás con las foti-
tos”. Salió a caminar. Al rato andaba por Palermo, rodeado de gente; era domingo, además había un
lindo solcito. Pero el día hermoso, los chicos y sus parientes, lo hicieron sentir más molesto. Es más,
tenía frío; o ganas de hablar con alguien.
Cuando su padre cerraba el negocio, él se quedaba entre las paredes blancas, los azulejos brillosos de
la carnicería. Y todo estaba frío, como si se convirtiera en carne muerta. La sangre helada que él podía
palpar, comprobar su viscosidad sobre el mármol del mostrador; lo han limpiado mal, para irse a comer
de una buena vez y dormir la siesta, dejándolo solito entre los ganchos, mirando ese chivito desollado,
con aspecto de perro, que siempre dejaban afuera, olvidándose del pobrecito.
Tenía ganas de contarle todo esto a alguien; las épocas en que salía al campo; la bicicleta. Dios mío,
andar en bicicleta; alquilaría una ahora mismo. Llegó hasta la puerta de un garaje donde había bicicletas
amontonadas de todo tipo:
—¿Necesita algo señor?
—No, estaba mirando: gracias.
—¿Usted es e1 actor?
—No, soy parecido: siempre me confunden.
Se alejó; no tenían punto de comparación esas bicicletas mercenarias con las grandes bicicletas de la
infancia; una Raleight, que le había regalado ese estanciero que, con los años, vino a enterarse que era
pariente de Mateo. Y después la Bianchi —italiana, de media carrera—, con cambio de velocidad.
Hasta San Antonio de Areco se había ido con la Bianchi; antes había leído el libro de Güiraldes, pero lo
que había sido el casco de la estancia donde sucedía la novela, era un museo con gauchos de cera, aco-
dados por ahí, como en el teatro; tomando una ginebra, jugando al truco; un asco. “¿Qu’est que c’est ça,
mamá?”, había dicho don Ricardo Güiraldes cuando vino de Francia y vio la pampa por primera vez.
Era un chico y había vivido casi toda su infancia fuera del país aprendiendo a hablar en el extranjero.
Pero estas intimidades las supo después, cuando hacía sus incursiones en bicicleta. En Buenos Aires, se
había enterado, en Buenos Aires, la ciudad en donde todo empezó a cambiar para él; las bicicletas eran
distintas, ensayaban catorce horas diarias durante meses hasta estrenar y hacer unas pocas representa-
ciones, vivían prácticamente como monjes, hasta que todos terminaron hartos y dejaron de ilusionarse.
Tendría que volver al pago: era un extranjero en esa ciudad y, cuando volviera, a lo mejor ya sería dema-
siado tarde y en una de esas terminaba haciendo comentarios en otro idioma: “¿Qu’est que c’est ça,
mamá?”. Sí, se iba a mandar a mudar de allí, a Suipacha o cualquier otra ciudad: París, Madrid, total iba
a ser tan ajeno en cualquiera de ellas como en Buenos Aires. Entró a un bar y cambió monedas para
hablar por teléfono. Albertina no contestaba. Insistió, pero nada: seguramente había salido.

LVIII Lagardere

Lucas llegó inesperadamente; en Bolivia supo cómo había muerto el Inti. Se hizo entonces un silencio
breve en el que se miraron y se arrimaron formando un pequeño círculo a partir del lugar en el que
estaba sentado Lucas; querían conocer “la verdad de las cosas”. Terminando el momentáneo revuelo
que hicieron al acomodarse, miró Lucas a Mateo mientras ambos recordaban a Juan y a Marcos; y Lucas
habló. Y dijo que no había muerto en combate, como hicieron creer, a consecuencia del estallido de una
granada que él mismo había lanzado. Que la granada había rebotado sobre la pared de la casa en la que
estaba escondido, explotando en el interior. Que todo eso era mentira, ya que la espoleta había sido
encontrada en la calle, a quince metros de la habitación.
Que, entonces, sólo cabía una posibilidad: el asesinato. En efecto, dijo Lucas que lo habían capturado y
que luego lo torturaron durante cinco días hasta que, al final, por impaciencia alguien le dio un culatazo,
hundiéndole la base del cráneo. Y que así había muerto.
Recordó Lucas que, a partir de ese momento, se llegarían “a él todos”, para abrir “el sentido, para que
se entendieran”. Y que así en vano no serían los martirios de “los que habían sido atormentados de
espíritus inmundos: y estaban curados”.
Rinaldi los encontró por casualidad una tarde en que tomaban una cerveza; pasaba, los vio y entró al
bar en que estaban. Quería saber de Bolivia, mejor dicho verificar que los grupos de lucha habían sido
desbaratados: “están mal”, se Iimitó a decir Lucas. Cuando Rinaldi iba a insistir, entró Víctor.
Mateo se puso de pie y conversaron cerca de la mesa. Se fue enseguida y volvió a la mesa. “¿De dónde
lo conocés?” preguntó Rinaldi, y Mateo le contó que se lo había presentado una amiga: Albertina, pero
no la nombró.
—Tené cuidado.
—¿Por qué? ¿Es cana?
—No, pero la cana lo va a utilizar en cualquier momento.
Según Rinaldi —y dio datos precisos— el tipo era un loco que estaba desesperado por ser líder de algo,
básicamente un jefe revolucionario: “Me pareció un tipo equilibrado”. Lo era, con una buena formación
política, incluso inteligente, pero loco. “Es un mitómano: se ha inventado una organización y hasta llega
a enganchar gente; luego tiene que desaparecer porque no da abasto: la organización es él solo”.
Mateo se sintió la persona más imbécil que haya producido la historia. Habló con Albertina: “Víctor
jefe y único miembro de un movimiento fantasma”, musitó. Sara, enterada, la miró con rabia. Todos
habían sido estafados, la versión de Rinaldi fue verificada; lo que convenía era quedarse tranquilos por
un tiempo, por si Víctor hubiese estado vigilando; luego buscar nuevas conexiones, pero más serias. “Las
dos personalidades del jorobado Enrique de Lagardere”, dijo Sara. “Folklore”, dijo Mateo.

LIX Invasiones inglesas

Ese mediodía Mateo se levantó tarde y, cuando llegó a la agencia, se encontró con las novedades. El
paro activo —con abandono de las fábricas— que se iba a realizar a partir de las diez, se había cumplido
totalmente. Los obreros, a quienes se habían plegado los estudiantes, avanzaron sobre el centro de la
ciudad de Córdoba y dominaron la situación; serían unos cincuenta mil hombres sobre una población de
un millón de habitantes. Pero actuaban con el casi total apoyo de esa población que tiraba cosas a la
policía, refugiaba gente, gritaba desde ventanas y balcones.
Se hablaba de una inminente intervención del ejército que iba a reemplazar a la policía impotente para
controlar a la ciudad. El centro o “casco chico” como le llamaban, había caído, literalmente, en manos
de los rebeldes que incendiaban un número elevado de negocios y oficinas, como así también automóvi-
les y vehículos de todo tipo. Por todas partes había francotiradores —“francojodedores” como ellos
mismos se autodenominaban—, provistos con resabios de los armamentos distribuidos en el año 1955,
cuando el alzamiento victorioso contra Perón; ahora esas armas eran usadas contra quienes las habían
repartido. También él había usado armas personales, de tiro o de caza. O simplemente piedras, escom-
bros.
Después de las diez de la mañana, los grupos se iban concentrando de manera, se diría, armoniosa;
como luciérnagas diurnas, atraídas por la luz que les proporcionaba cohesión. Tal vez el estallido de esa
luz fuera por la acción inminente, o por la rabia acumulada en tantos intentos frustrados, en tanta pasi-
vidad maltratada que había culminado en esos años con la mediocre arrogancia del general Onganía.
Alguien gritó algo precisamente sobre él y todos se rieron, aunque no prosperó la cosa de los gritos
porque todo venía de otra manera: venía de caminar juntos hacia el centro. De avanzar.
La columna tenía ya varios miles de personas; un taxi pasó al lado de ellos bastante rápido. Sin embargo,
algunos vieron en el interior del coche al secretario general. El vehículo se detuvo a unos doscientos
metros, y de inmediato bajó el hombre a conversar con la gente que estaba ubicada en la cabecera; la
columna también se detuvo. Discutían, hasta que, finalmente, el hombre pagó y despachó el taxi. La
columna se puso otra vez en movimiento.
“¿Quién es?”, preguntó uno y le explicaron quién era. Alguien agregó: “ese cabrón”, pero otro dijo que
no dijera eso: “Como no lo voy a decir si primero nos quiso parar a la salida de la fábrica y ahora de
nuevo”. Ahora marcha a la cabeza: “¿qué otro remedio le queda?”, y la discusión quedó allí.
Del otro lado de La Cañada, comenzaba prácticamente el centro de la ciudad; allí los esperaba la polic-
ía bien pertrechada. Pero no estaban solos: otras columnas convergían de otras calles engrosando la que
ya avanzaba sobre el puente. La policía, en cambio, retrocedía unos metros, abriéndose en abanico y
preparándose para el ataque.
Un oficial los detuvo y se adelantó a parlamentar con alguien de la cabecera. No hubo acuerdo tampo-
co esta vez, y la columna siguió avanzando; cuando sonaron los primeros disparos de armas largas, la
gente corrió hacia todos lados, pero avanzando y diseminándose por la ciudad. Algunos cortaron direc-
tamente la barrera policial; otros volvieron sobre sus pasos, para cruzar por otros puentes, rompiendo
cordones policiales, dando rodeos, como fuera.
El ingreso al centro de la ciudad fue así diverso, pero poco después del mediodía ya estaban todos
adentro. Distintos objetivos comenzaron a ser atacados; no se equivocaban en la elección, tampoco se
molestaban en la tarea, como si previamente se hubiesen puesto de acuerdo.
Algunos locales pertenecientes a empresas norteamericanas humeaban. También el casino de subofi-
ciales del ejército. Los automóviles eran volcados y convertidos en antorchas que, a su vez, entorpecían
el desplazamiento de patrulleros y carros de asalto de la policía.
Los amotinados no necesitaban vehículos, porque tenían las piernas para correr y para patear con
rabia esa bomba lacrimógena que cae justamente a los pies de quienes la lanzaron obligándolos a des-
plazarse un poco para no caer bajo sus efectos.
Dos cuadras más allá, un pelotón de la policía montada desenfunda sus pistolas y carga contra un gru-
po que los acosa a pedradas desde una esquina; al ver el avance, nadie defecciona; por el contrario,
llegan refuerzos —no muchos—, los suficientes como para no abandonar sus posiciones; arrecian las
pedradas y la carga de caballería va perdiendo impulso. Los caballos son finalmente frenados, algunos
vuelven sus grupas y huyen por primera vez en la historia represiva del país. Una muchacha que no tiene
más de veinte años, salta de alegría y su camisa se le sale de los pantalones y flamea y brilla a la luz
intensa de las primeras horas de la tarde.
En el casino de suboficiales, la fiesta declina. Ha sido invadida por la gente: la conduce alguien a quien
pocos conocen y que, en pocos minutos, gana el nombre de Capitán Banderas. Ha entrado a la cabeza
de su gente y, al rato, sale feliz, vestido con una chaquetilla grande para sus huesos mal alimentados
desde varias generaciones atrás.
El Capitán Banderas vuelve a entrar y sale nuevamente luciendo otro uniforme; otros le imitan. Ríen,
bailan hasta que la luz comienza a extinguirse. Los grupos se han ido enterando milagrosamente de las
acciones de los otros grupos; la gente de los balcones —señoras y señores— siguen tirando agua hir-
viendo como hace más de siglo y medio, cuando las invasiones inglesas. Cualquier cosa tiran, hasta col-
chones que se enredan en las patas de los caballos, incordian a la policía.
Pero esta vez la cosa no es como aquella con los ingleses, contra extranjeros: aunque se portan como
invasores, son compatriotas. Parecen extranjeros, eso es todo. Los bomberos, en tanto están sitiados en
su propio cuartel; no pueden apagar así los incendios que se multiplican en las calles. Como hace horas
que están encerrados, los estudiantes —fair play— les traen comida. Son masas muy finas y champagne
confiscado en “La Oriental”, la confitería más tradicional de la ciudad.
Hay un poco de pillaje, eso es cierto, pero no mucho y a nadie le importa y a casi todos les parece un
acto de justicia. Pero de ese presunto pillaje, también surge la solidaridad: alguien ha quemado todos
los pagarés archivados por una agencia de ventas de automóviles: han convertido a muchos deudores
en pequeños propietarios de un solo golpe.
Un señor grueso pasa cerca de una vidriera; tiene un aspecto de funcionario y advierte que la vidriera
está semidestruida, aunque todo un enorme trozo, merced a esos milagros del equilibrio, permanece
aún en pie. Sin dudar y casi sin cambiar de actitud, la toca apenas con el talón y todo se derrumba sin
que el hombre se inmute.
Las luces se aquietan y la ciudad entra en las penumbras; es el crepúsculo. El “angelus”, pero nadie
tañe hoy las campanas ni reza las oraciones en la ciudad originariamente clerical. Han aparecido los
francotiradores por todas partes, dispersando los restos policiales que todavía se atreven por las calles:
un hombre se parapeta correctamente y comienza a tirar contra las ventanas iluminadas de la Jefatura
de Policía; en el edificio se ven obligados a apagar las luces; el hombre se va, se ha quedado sin balas,
pero nadie se entera: toda la noche esperan que reaparezca.
En el comando del ejército, hay bastante indecisión. Su jefe se niega a actuar porque teme pasar a la
historia con una mala imagen —opinión de un estudiante de sociología—, pero no hay otro remedio. El
segundo jefe, con serenidad, como un torero, viste su uniforme de campaña y da las primeras órdenes:
básicamente hay que retomar el control de la ciudad, producir el menor número de víctimas posibles,
no irritar a la gente, reducirla sin escándalo.
Las primeras tropas ingresaron a la zona comprometida con las últimas horas de la tarde. Un par de
secretarios generales de los gremios más poderosos de la ciudad buscan refugio en alguna casa. Consi-
guen la más segura, donde no irán jamás a buscarlos: el prostíbulo de mejor rango. El dueño de casa se
porta como un verdadero anfitrión: ha desalojado previamente a las putas, sirve un trago, ofrece comi-
da.
La zona del centro se convierte en tarea relativamente fácil para el ejército: está vacía. Pero los franco-
tiradores —los “francojodedores”— tienen en jaque a los soldados que se sienten progresivamente
inermes y atemorizados. Algunos oficiales dan muestra de heroísmo y se pasean, garbosos como deida-
des, entre los tiros.
Y esto les da animo a “los muchachos” ,soldados accidentales, chicos que sólo cumplen con el servicio
militar; claro que una cosa es estar bajo bandera y otra es estar bajo los tiros imprevistos de algunos que
por allí andan, encaramados a las terrazas, y abren fuego sorpresivamente.
Algunos cuerpos caen entre los techos, otros se escurren con toda impunidad para reaparecer en otra
parte o irse tranquilamente a dormir. Un grupo llega hasta la terraza del prostíbulo y comienzan los
tiros; un hombre se asoma y sigilosamente les dice: “Macho, están locos” y les explica que tienen que
salir de allí porque en esa casa “los tengo a fulano y a mengano”. Lo dice con tal convicción que la gente
les cree; y realmente no miente; en realidad nunca miente, tiene fama de hombre derecho con sus pupi-
las, con sus amigos.
Después de las diez de la noche los tiros se van silenciando; “parece Vietnam” dice un periodista y
exagera un poco. Todavía se siguen quemando edificios y carbonizando automóviles. Las operaciones de
limpieza ya habían comenzado, aunque todavía quedaba normalizar el barrio “clínicas”, donde vive la
gran población estudiantil de la ciudad.
Han apagado las luces y todo el barrio es una boca de lobo; “Santiago Pampillón” grita una voz y de la
sombra acuden voces rindiéndole homenaje al mártir caído en la misma ciudad tres años antes.
Había que tomar el barrio casa por casa, y e1 tiroteo seguía siendo allí tupido; entonces no había más
remedio que entrar sin mayores escrúpulos. De esta manera una pareja de jubilados es arrancada de la
cama y también esos dos muchachos desnudos que juraban ser marido y mujer.
Se tapaban como podían delante de ese oficial evidentemente puritano. Pero eran marido y mujer,
además empleados civiles del comando de ejército. Amantes de la paz, conformes con el orden estable-
cido, hasta ese día.
LX Presumido

Mateo se quedó toda la noche trabajando; tampoco durmió Lucas, que apareció eufórico y barbudo a
las seis de la mañana en la agencia. Gritó algo desde la puerta y de inmediato comenzaron a intercam-
biar noticias o detalles que ya ambos conocían, pero que los regocijaban y les hacían reír y saltar como
adolescentes.
Para Lucas una vanguardia que en ese momento se lanzara a la lucha, tenía todas las posibilidades de
identificarse con el grueso de la clase obrera: “están en lo mismo”. Rinaldi más tarde desaprobaría esas
afirmaciones que Lucas no se cansaba de reiterar: tampoco había dormido y esto agudizaba su habitual
reticencia.
Rinaldi calificaba de espontaneísmo lo que había ocurrido en la víspera. Finalmente admitió que servía
al proceso, pero sostuvo que no tenía prosecución: cualquiera coyuntura que abriera la posibilidad de
repetir estos hechos, sería neutralizada. No importa, opinaba Lucas: cuando un pueblo sale, como salie-
ron en Córdoba, es irreversible. “Mientras nosotros discutíamos si era mejor formar primero el partido y
luego iniciar la lucha, o al revés, la cosa andaba solita por otro lado”.
—¿La cosa, es la clase, la clase obrera?
—Claro.
—Y la clase, como dice Rinaldi, resulta que estaba en una etapa de desarrollo mucho más avanzada de
lo que nosotros suponíamos.
—Nos olvidamos que la masa nunca se equivoca.
—Eso es populismo. La clase se equivoca; se han equivocado tantas veces como nosotros o más. Y se
seguirán equivocando y nos seguiremos equivocando, hasta que demos en el clavo. Por el momento
sería bueno que cometiéramos los mismos errores y, mucho mejor, los mismos aciertos.
—Falta claridad, siempre faltó claridad.
—Nadie tiene las cosas claras de entrada. Ni un hombre solo, ni toda una clase junta. La claridad viene
de a poco. El asunto es saber convertir los fracasos en victorias.
—Mirá: la clase, como vos decís, votó a Frondizi y eso no le sirvió para nada.
—Rinaldi, estamos hablando de cosas serias.
—Sirvió, Frondizi sirvió. Sin él estaríamos buscando todavía la salida integracionista, cagándonos en la
lucha de clases. Esta también fue una victoria que podemos unos y otros, el pueblo y nosotros, peque-
ños burgueses venidos de la izquierda, convertir en una victoria.
—Eso es ingenuo, es un optimismo ingenuo. Frondizi nos hizo perder muchos años, como ahora el fo-
quismo hace perder vidas inútiles.
—El foquismo también sirve. Pero ¿qué tiene que ver una cosa con la otra?
—¿Para qué nos ha servido hasta ahora el foquismo?
—Para constatar que la lucha armada era verosímil; que el régimen era vulnerable. Fue el motorcito.
—Eso lo hizo Cuba.
—Sí, Cuba: ¿te olvidas cuando todos decían que el triunfo de la lucha armada se podía haber dado sólo
en Cuba, porque Cuba era una excepción? Los foquistas diseminaron esa lucha.
—Y fracasaron.
—Perdieron batallas y luego crecieron; los foquistas iniciales se transformaron en otra cosa, van a una
etapa más desarrollada de la lucha.
—Son macanas. El desarrollo de la lucha se da a pesar de los foquistas. Con el foquismo vino a imperar
el reino de las improvisaciones, como si no fuera bastante con lo que teníamos: éramos muchos y parió
la abuela. Se ha llenado de tipos que lo único que saben hacer es jugar a la revolución y terminar en
cana o muertos, con la convicción de que son mártires o semidioses. Eso trajo.
—Respeto por los caídos.
—No hablo de Marcos.
—Hablés de quien hablés.
—Che, termínenla.
—¿Córdoba qué demuestra?
—Para vos qué demuestra?
—Que la gente estalla.
—Nada más. ¿No te parece que es un buen apronte?
—Ojalá.
—Y es más que un apronte: con lo de Córdoba comienza toda una nueva etapa.
—Puede ser.
—Vos no creés en nada.
—¿Es una cuestión de fe?
—No, de convicciones. Pero vos no tenés convicciones; hasta despreciás a los que han muerto.
—Eso no es cierto.
—Es lo que has dicho.
—¿La muerte de alguna gente, excluye el análisis de lo que hicieron?
Mateo se puso de pie y caminó hasta una pizarra que colgaba en la pared opuesta de la redacción.
Tomó una tiza y escribió: “El foquismo puede habilitar la vanguardia en el peronismo, en la clase traba-
jadora argentina”. Volvió a sentarse. Todos lo miraron.
—¿De dónde sacaste eso?
—Manolo me convenció: el peronismo, los trabajadores, necesitan de esa herramienta para pasar a otra
cosa.
—¿Desde cuándo sos peronista?
—Me parece que mucho antes de que yo mismo me lo imaginara.

LXI Prueba de fuego

Era muy raro que el famoso Schneider la hubiese llamado y mucho más raro que le hubiese dado una
cita. Generalmente a Schneider había que llamarlo primero y perseguirlo después: suerte que no soy
actriz, pensó Albertina. Las pobres tenían que trotar detrás de él o resignarse a no trabajar con él. Y
trabajar con él era importante, porque Schneider era un buen director y tenía éxito. Y el éxito hasta
nuevo aviso, es dinero.
Es simpático Schneider. Seductor, a pesar de que Severo le haga fama de puritano. Severo no conoce
bien a la gente, es como yo. Cuando Schneider pregunta, mirando a los ojos, amplia sonrisa: “¿como
estás?”, demuestra tal interés que uno realmente cree que Schneider está interesado. Es un seductor;
un poquito solemne si se quiere, observando al mundo a través de su prestigio cristalino de gran direc-
tor en un país donde no hay grandes directores.
De todas formas se pondría bien linda para deslumbrarlo. Le demostraría lo que es elegancia, pero no
ese relumbre de actriz elegante, sino ese equilibrio arquitectónico sobrio que hay que saber descubrir.
Se pondría ese traje sastre azul, con blusa blanca, como el uniforme del colegio de las Hermanas Adora-
trices. Ese conjunto que le daba aspecto de ingenua corrompida, como le había dicho alguna vez el po-
drido de Palenque.
Entró a la “Richmond” de Florida, segura y majestuosa. Se sintió más alta de lo que era, espigada. Des-
de una mesa Schneider sonreía. Como una dama que no tiene mayores expectativas por lo que le van a
decir, no averiguó de qué quería hablar Schneider con ella. Pidió té, sándwiches, mermelada, leche fría,
tostadas y nada más; no se olvidaba de nada.
Schneider se quejó un poco por el exceso de trabajo y ella lo escuchó con aire distraído. “Yo también
estoy muy cansada” concluyó. Schneider entonces habló de proyectos. No harían la obra de Simón,
harían una película. Justamente de eso quería hablarle, pero cambió de tema y teorizó un poco sobre la
responsabilidad que les cabía a ellos, como grupo: mantener la continuidad del trabajo iniciado por los
teatros independientes y, simultáneamente, ir creando las bases de un nuevo teatro nacional. “Reno-
var sobre las tradiciones” dijo, y Albertina no soportó más su curiosidad y le preguntó, abandonando su
táctica de dejarlo hablar primero, para qué la había llamado.
Se trataba nada menos que de la primera película del grupo: esperaban que fuera un éxito de público,
pero también un éxito artístico. Básicamente había que largarse a decir una serie de cosas: “¿cuáles?”
Ya le contaría, pero antes quería ofrecerle un papel en esa película, saber si ella estaría dispuesta a
aceptar.
—Pero yo no soy actriz.
—Y eso qué tiene que ver.
—Pero, ¿por qué me llamás a mí?
—Das el tipo exacto del personaje.
Albertina no supo qué decir: estaba totalmente desconcertada. Schneider, seguramente para entu-
siasmarla, empezó a contarle pormenores; todos habían elaborado el libro sobre la idea de Severo;
“Simón nos dio una manito”. La historia era la de un tipo que se va a vivir a Europa y allí le pasan una
serie de cosas, hasta que, finalmente, vuelve.
Se ha dado cuenta que la verdad está aquí: su gente, su idioma. El asunto es que regresa y quiere
hacer cosas, pero no lo dejan. Entonces comienza a frustrarse y decide volver a Europa, pero antes se
enferma. Lo cuida una vecina de la cual se enamora, pero no mucho, porque ha dejado un amor en
Londres —no quisimos París, porque está muy gastado—, el asunto es que se va... con la vecina, para
que, entre los tres decidan qué deben hacer, enfrentar juntos la realidad. A la inglesa la haría Vanesa
Redgrave, si no está muy cara; o Leslie Caron. Este personaje también es importante en la medida en
que un poco representaría la madre patria, como la vecina sería, de alguna manera, la Tierra Donde se
ha Nacido.
—Y el muchacho, ¿con cuál de las dos se queda?
—No se sabe, lo dejaríamos así: el hombre actual frente al gran dilema contemporáneo: la opción. Aquí
y ahora.
—El personaje es un poco como Mateo.
—Sí, un muchacho así, con conflictos. ¿Nunca oíste hablar de su teoría del dualismo y de la esquizofre-
nia?
—No, nunca.
—Es fantástica. A mí me parece un disparate, pero vale la pena hablar del asunto con él.
—Y la película.
—¿La película qué?
—¿Vale la pena, te gustó?
—Muchísimo.
—A mí me parece que puede ser muy importante. Pienso que hay que terminar con las películas que
tratan de imitar la línea Godard, y ver qué pasa con nosotros.
—Claro.
—Y terminar también con esas otras, las históricas.
—Que son tan aburridas.
—Correcto.
—Aburridísimas.
—Además la idea es hacer una experiencia nueva: que los actores improvisen y que los diálogos vayan
saliendo de esas improvisaciones. Fijamos el tema y que el actor hable, busque sus palabras, sus accio-
nes. Luego que el autor trabaje sobre ese material.
—Fantástico.
—Es fascinante.
—¿Y yo qué papel haría?
—Una vecina.
—¿La Tierra Donde se ha Nacido? Vos estás loco.
—No, no te asustes: otra vecina, que viviera con La Tierra, la que le da fuerzas para pelear. Pero hay un
problema que yo quería conversar con vos. Según el guión, o el esquema del film, la amiga de la vecina
tiene una escena erótica.
—¿Con un tipo?
—Sin tipos. La amiga de la vecina es la chica sola que se realiza a través de los otros.
—¿Y es una escena imprescindible?
—Absolutamente. Por lo menos hasta ahora. Si luego, una vez filmada la película, vemos que la escena
es innecesaria, por supuesto la volamos. Te quiero decir con esto, que la escena no fue incluida para
enganchar a la gente; es una necesidad de fondo, por lo que significa.
—¿Y cómo sería esa escena?
—Tendrías que aparecer completamente desnuda, excitada, luchando contra tus propios instintos.
Albertina tomó un sorbo de té, y sintió una especie de temblor que le corría por la espalda. Bueno, dijo
al rato tímidamente, mientras Schneider le sonreía comprensivo, paternal ante sus pudores y temores.
Pero había otro problemita: Schneider pensaba a “ojo de buen cubero” (sonrió, casi guiñando un ojo),
calculaba que, en fin. En suma, si ella no tenía inconvenientes necesitaba verla desnuda. No porque
dudara de las cualidades de su cuerpo, sino por el tipo de cualidades que específicamente se necesita-
ban.
Otro sorbo y se quedó mirando largamente la azucarera. Cuándo sería; cuando ella quisiera. Dónde.
Donde se sintiera más cómoda. “En casa”. Acordaron en encontrarse dos días después. Antes de irse,
sonrisa, palmotazo suave y fraterno en la mano de ella, para calmarla.
Esa noche no pudo dormir y al día siguiente pudo hacerlo, pastilla mediante. Pensó en hablar con Pa-
lenque, pero calculó que podía tomarle el pelo. Entonces se metió en un cine. Antes había tenido un
poco de diarrea y no pudo almorzar nada, ni siquiera desayunar.
Schneider, para colmo, llegó media hora tarde. Cuando escuchó e1 timbre, pensó que iba a desmayar-
se, pero le abrió la puerta con una serenidad de almirante. Calentó café, lo tomaron y, en un momento
dado, él le hizo un gesto —sonriendo— para averiguar cómo andaban las cosas, si no se había arrepen-
tido. Albertina hizo un gesto ambiguo.
Entonces Schneider habló con palabras amables y le propuso que, para terminar de una vez con tanta
ansiedad, si le parecía desnudarse de una buena vez, y chau. Albertina le pidió que la esperara un se-
gundo. Fue a la habitación contigua y comenzó a desnudarse mirándose con sentido crítico en un espe-
jo. Tan flaca, después de todo, no estaba. ¿Pechos muy caídos?, no. Lindos se diría, grandes, casi opu-
lentos, pero en escala. ¿Nalgas? correctas, como diría Midas; un poco sumidas, eso sí, pero nalgas. Los
muslos eran francamente flacos y los tobillos gruesos. Espalda tersa, “strawberry field”; partida al me-
dio, como toda gran espalda.
Se puso una bata de seda china y una bombacha nueva y discreta. Se arregló el pelo y, ya iba a salir,
cuando la detuvo un tremendo retortijón; se sentó al borde de la cama y esperó que pasara, acurrucada
como un nonato. Finalmente, cuando pasó, entró decididamente al living donde Schneider la esperaba
tranquilamente. ¿Listo? Listo.
Se dirigió a las persianas entornándolas: “así no se me ven los defectos”, dijo tratando de hacer un
chiste, pero con la voz tan estrangulada que el pretendido chiste se convirtió en algo lamentable.
Schneider se sentó y ella se colocó en el centro de la habitación; enseguida abandonó el lugar: “mejor
que haya luz” aclaró dirigiéndose hacia las ventanas. “Como quieras”, opinó Schneider.
Cumplido el trámite, Albertina retomó el centro de la habitación; descorrió el lazo de la bata que res-
baló hasta el suelo, quedando sostenido por una presilla ubicada en el flanco izquierdo. Desprendió los
dos botones que cerraban la prenda y se la quitó de un golpe, en un gesto de renunciamiento.
Schneider observó científicamente los pechos ampulosos, pero hermosamente modelados —tal vez
los pezones un poco erizados: el frío o los nervios—; vientre casi perfecto, creciendo lentamente des-
pués del esternón. Rodillas huesudas, piernas muy talladas, tobillos anchos. “¿Podés darte vuelta?”; se
dio vuelta. Espalda magnífica. “¿Podés sacarte todo?” Nalgas magras. “¿Podés darte vuelta?”, mejillas
sonrosadas como las de un adolescente.
Le pidió que se olvidara de él; luego que comenzara a tocarse el cuerpo, a acariciarlo. Ella cerró los
ojos y se abrazó: primero fueron los brazos, luego las caderas y, como Schneider no decía nada, siguió.
Comenzó a ablandarse, a olvidarlo. Se tocó los hombros y luego el pecho, hasta el borde de los pezones.
Dejó caer una mano sobre el vientre y saltó a la cintura y, de allí, hacia atrás, llegando casi a las nalgas,
sin presionar con sus dedos, sobrevolándose.
“Correcto”, sintió que le decía el rostro impenetrable de Schneider, que ahora no sonreía. Cuando se
fue, ella comenzó a reírse. Se tiraba en los sillones, abría las piernas, volaban las polleras. Sonó el teléfo-
no y no lo atendió —no podía—; finalmente se fue calmando y se quedó tirada de boca, con los últimos
estertores de la risa, como si fueran las primeras muecas del llanto. “Qué discreto”, dijo en voz alta.

LXII Guardaespaldas

Esa mañana el dirigente se levantó un poco tarde, así que tuvo que bañarse un poco rápido y no con
esa cachaza que a él le gustaba tanto, cuando se dedicaba a los aseos personales. Tomó el café bebido y
de pie, mientras su mujer le decía que se sentara, que le iba a caer mal, que no estaba bien que lo toma-
ra bebido, que jugaba con su salud, que tenía que darse un poco de tranquilidad si es que quería llegar a
viejo. “Está un poco gorda”, pensó, pero no tuvo siquiera tiempo de contestarle sus reproches, sus pala-
bras maternales: desde abajo, con un par de cornetazos le anunciaban que era tarde.
Se despidió de su mujer, y, mientras esperaba el ascensor, se dio cuenta de que estaba tremendamen-
te cansado. Una sombra cruzó a su lado y se diluyó en el vacío: era el rostro de Felipe Vallese; no, era el
flaco: ¿se parecían? Nunca lo hubiese supuesto; sin embargo, los dos rostros fueron uno que saltó, es-
condiéndose en el vacío, como los murciélagos.
Las reuniones no debían prolongarse tanto, especialmente cuando al otro día era necesario seguir
dándole. Y esa fue una semana agitada, sin contar todo lo que estaba pasando en el país; el murciélago
volvió a pasar en un vuelo rasante. Además necesitaba tiempo para pensar con tranquilidad lo que iba a
decir en su entrevista con Rockefeller.
Con el Presidente la cosa había ido bastante bien, aunque era mañero y desconfiado, piensa que uno
no conoce su negocio, que todo es cuestión de dar una orden, como en un desfile. El yanki no es idiota,
según dicen. Debe ser más político, seguramente. En fin, habrá que ver cómo se arreglan las cosas, de
todas formas el juego se empieza a dar en las altas esferas. “Los tres grandes”, pensó, sonriendo con
alguna satisfacción.
Con la misma sonrisa, saludó al compañero que estaba al volante. Era nuevo, “de confianza”, le habían
dicho los muchachos. Lo que no le previnieron, es que le gustaba conversar: todo el viaje hablándole de
un caballo que no podía perder ese domingo en Palermo. Pero él ya no andaba con la cabeza para esas
cosas, incluso era bastante improbable que pudiera ir ese domingo al hipódromo: ya no contaba siquie-
ra con su propio tiempo.
A veces extrañaba la soledad de aquellas guardias a bordo de la chatarra de turno. Todo había cam-
biado; para bien y para mal: se acabaron los momentos de soledad, pero, por otra parte, los Menéndez
Behety tienen que venir a conversar con él, de igual a igual, si se presenta. Y se presenta.
Hablando de entrevistas, tenía que volver a Madrid; seguramente la semana próxima: con todos estos
líos, era conveniente ver para qué lado disparaba el viejo: “se ha quedado en el medio”, había dicho la
última vez, “tenga cuidado”: se estaba poniendo viejo.
En la puerta lo esperaba Tito, como siempre; ah Tito si te habrás librado de años de cana por estar
cerca mío; timbero viejo, linda pasta para ir de cabeza a “la tierra” como decían los muchachos de antes.
“La tengo con la Patagonia”, pensó y abrió la puerta mirando al hombre que lo saludaba y, sin decir una
palabra, palmeándole dos veces el brazo a la altura del codo.
Adentro estaban los muchachos diseminados por allí; algunos charlando, otros sacándose de encima el
embotamiento de cigarrillos de la noche anterior y algunos pares de whiskies que, seguro, “estos ma-
landrines” —como los llamaba cariñosamente— se habrán zampado. Subió las escaleras y, sin cerrarla,
entornó la puerta blindada de su despacho; de inmediato se puso a revisar los apuntes tomados en la
noche anterior, antes de dormirse.
Pasó dos horas concentrado en el trabajo y, en las ideas que se le iban ocurriendo y de las que iba
tomando nota en papelitos sueltos. Integración normal del peronismo a la vida electoral del país; un
peronismo civilizado, se entiende, más institucional, menos clasista. Y, si no hay elecciones, que el presi-
dente termine con su unicato, que abra el juego a los que tenemos poder real: porque si bien él tiene
atrás al ejército—si lo tiene—, yo tengo a toda la clase productiva, como se dice. Y esto dicho con lindas
palabras, dando a entender, preguntando qué haría el Departamento de Estado, sin insinuar la menor
exigencia, por supuesto, pero recordándole cómo está la situación, que hay que aplacar los ánimos, si no
quieren que pasen cosas raras. Ni siquiera oyó el timbre.
Al sentirlo el hombre que estaba de guardia en la puerta, abrió la mirilla y preguntó quién era. “Gas del
Estado”, dijeron y les abrió; no pudo creer que, sin darle tiempo a nada, le hubieran puesto el revólver
—treinta y ocho largo, caño recortado— en la cabeza. Cuando reaccionó, pudo ver que dos hombres
corrían escaleras arriba y que, en un santiamén, se los traían a todos los muchachos arriados como cor-
deritos, con los ojos casi en blanco por el desconcierto, rígidos de estupor. Tuvieron que tirarse al suelo
con los brazos y las piernas estiradas, como si estuvieran saltando o dando las hurras. “Andá buscalo”,
dijo uno de ellos que parecía mayor que los otros, eran jóvenes aunque no tenían pinta de estudiantes.
El dirigente si bien no oyó el timbre, sintió vagamente ruidos y movimientos que lo fueron sacando de
su concentración; en principio lo pusieron de un súbito mal humor, como cuando llora el nene y la seño-
ra no sabe hacerlo callar. Se levantó irritado y fue a la puerta dispuesto a rajarles un par de puteadas
que pusiera las cosas en vereda, pero se encontró con un desconocido que lo apuntaba y, casi simultá-
neamente, le tiraba con una metralleta; quiso manotear el treinta y ocho que llevaba normalmente en la
cintura, pero, al llegar, lo había dejado en el cajón del escritorio.
Arrastraron el cuerpo hasta el despacho y le colocaron dos bombas precarias entre las piernas. Corrie-
ron escaleras abajo y uno se quedó cubriendo la retaguardia. Antes de salir les gritó: “Arriba van a ex-
plotar dos bombas, tienen el tiempo justo para salir”, y trepó a un auto. Antes de doblar en la esquina
inmediata, vio por la ventanilla de atrás cómo un grupo —“los muchachos”— salían atropellándose en la
puerta. Un momento después, Tito arrastrando el cadáver, pero el hombre no lo vio porque ya habían
tomado por la transversal. Sólo sintió la explosión.
La viuda lloró durante todo el torbellino que produjeron después los periodistas, dirigentes, pompas
fúnebres, saludos a personalidades. Ni veía a la gente concentrada en su dolor. A veces escuchaba pala-
bras sueltas, como “brutalidad” o “venganza” que la mujer no registraba. Dos hombres de bigotes con
aspecto de jerarcas sindicales, comentaban algo en cierto momento; uno dijo con cierto temblor ridícu-
lo, con algún patetismo cobarde: “cuándo nos tocará a nosotros, mengano”, pero la viuda felizmente no
escuchó eso.
Apenas vio a la mujer del flaco, que no veía desde hacía muchos meses. Se abrazaron y la mujer siguió
llorando como un murciélago junto a la otra viuda.
Cuando estaban por cerrar el cajón, desalojaron a todos y quedaron sólo ella, dos o tres dirigentes y
“los muchachos”; entonces dejó de llorar y comenzó a pasearse sin decir una palabra; luego se dio vuel-
ta, los miró y les preguntó a todos “y ustedes qué hicieron”. Y repitió la pregunta, mirando furiosamente
a los ojos, uno por uno, como un coronel que pasa revista, después de una derrota vergonzosa o inútil.

LXIII Dulce de leche

Paladino ratificó que a Rockefeller le estaba yendo efectivamente mal en su gira latinoamericana;
hasta llegó a sostener que, en Buenos Aires, nadie le llevaría el apunte: “lo mataremos con la displicen-
cia”, dijo. Midas no lo escuchaba porque estaba pensando obsesivamente en sus ejecutivos alemanes.
De ellos saltó a sus competidores norteamericanos, sus colegas máximos; aunque la gente los odiara,
como a Rockefeller.
Como si despertara, abiertamente provocador, sostuvo que si le hacían lío a Rockefeller, serían “grupi-
tos insignificantes”. Insignificantes, serían, pero “tanto va el tártaro a la fuente”. De qué se reía Palen-
que; de nada, de la salida de Paladino. Menos risita y contestá: son grupos insignificantes, sí o no. Por las
fotos, no.
—No hay cosa más fácil que trucar una foto.
—Las agencias norteamericanas trucando sus propias fotos para quedar mal delante de todo el mundo.
No se me ocurren cuáles pueden ser las razones para hacer semejante cosa.
—No ves más allá de tus narices: acaso no sabés que las agencias son todas demócratas y que Nixon es
republicano, ¿no? Convencete, son grupitos: en Lima, en Santiago; grupitos, los de siempre: esos iz-
quierdistas de mierda.
—En la izquierda hay de todo, como en todas partes: gente de mierda, gente macanuda, y entre una
cosa y la otra...
—. . .mierda. En la izquierda no hay nada más que gente de mierda.
—Muchas gracias.
—De nada.
—No vayas a decir que no lo decías por mí, porque no te lo voy a creer.
—Perdé cuidado.
—Mirá Midas, lo mejor que podrías hacer de vez en cuando, es callarte un poco la boca.
—¿No veo por qué?
—Porque sos un boca abierta, un charlatán.
—No te gusta que te critiquen a tu gente.
—Sabés muy bien que soy el primero en criticarlos, o criticarnos.
—¿Entonces?
—Entonces eso, que sos un charlatán. No reconocés que nadie pueda servir, despreciás a todo el mun-
do, porque no querés a nadie.
—No me levantés la voz.
—Y no querés a nadie, porque al primero que despreciás es a vos mismo. Sos un existencialista, todo el
día angustiado, pero cagando a media humanidad.
Midas se puso de pie mudo de ira; nadie de las otras mesas había escuchado la discusión porque ésta
había sido sostenida en un tono muy bajo, prácticamente sordo. Paladino estaba estupefacto y el Ruso
Baltiérrez no entendió nada, cuando un momento después le quiso explicar lo ocurrido y, consecuente-
mente, las razones de su cara demudada.
Al rato llamó Albertina por teléfono: Midas a su vez la había llamado pero ella se negó a interceder.
Ahora quería saber qué pensaba Palenque de todo esto, cuáles eran sus planes: “Tu hermano me tiene
podrido”. ¿Entonces? “si no me voy lo mato, mejor me voy”. Luego se sintió como vacío: “yo también
soy un existencialista”.
Pero no tanto; cuando iba para el centro, se fue reanimando; al pasar por la Jabonería de Vieytes,
sintió una nostalgia buena. “Eso era la vida”, pensó. ¿Por qué razón había dejado todo eso que tanto le
gustaba? Había que retornarlo, hacer algo que sirviera, algo humildemente útil. Tenía posibilidades con
las que Midas no podía contar, por existencialista.
Estaba entrando en pleno centro, parando cada dos metros en el tráfico saturado de esa hora. ¿Hacer
política?: era fácil decirlo; lo complicado resultaba recordar por qué había dejado de hacerla, reuniones
interminables, discusiones bizantinas. Inoperancia, parálisis. Y esa era la política que él sabía hacer;
ahora se necesitaban guerreros, samurais, y él ya no estaba en edad; aunque tal vez pudiera afilar la
espada del gladiador, lustrar el yelmo del combatiente.
Sonrió ante sus fantasías, estacionó el coche y entró al banco cinco minutos antes de que cerraran.
Desde ese momento no pensó más en el asunto: no tuvo tiempo. Llegó tarde esa noche y su mujer
dormía; se deslizó hasta la heladera y la abrió: tenía ganas de comer dulce de leche. Pero en la heladera
no estaba, tampoco en los estantes. Finalmente lo descubrió sobre la mesa de la cocina: estaba abierto
y raspado por las cucharitas de las nenas; con rabia empuñó el frasco y lo reventó contra la pared.
Cuando sintió el ruido, le dio vergüenza; luego comenzó a reírse de su estupidez, pero no se asusten
nenas, no es con ustedes la cosa, la cosa es con un hombre malo que se llama Midas. Un momento des-
pués su mujer apareció desgreñada y con los ojos cargados de sueño; estaba prácticamente dormida.
—¿Qué pasó?
—Nada, se me cayó un frasco. ¿Te desperté?
—Un poco. ¿Frasco de qué?
—De dulce de leche.

LXIV Grandes almacenes

El sentido de la operación era simple: con todo lo que había pasado en el interior del país —Corrientes,
Salta, especialmente Córdoba—, era intolerable que la Capital Federal no diera una respuesta satisfacto-
ria. Tampoco podía ser que el señor Nelson Rockefeller pasara impunemente por nuestra ciudad. Tiene
que producirse un operativo que coincida con su llegada y que, además de expresar nuestro rechazo, se
conecte con la actitud de otros movimientos del continente que ya han logrado convertir la gira del
imperialismo norteamericano en un fracaso.
—¿Cuál sería ese operativo?
Tenemos un objetivo perfecto en cuanto reúne todas las condiciones necesarias para cumplir con
nuestros fines: Minimax. Hay quince de estos supermercados en la Capital Federal y Gran Buenos Aires;
la empresa es propiedad de los Rockefeller, y todo el mundo lo sabe. Se trataría entonces de hacerlos
volar al filo de la medianoche, cuando comienza el día en que llega el enviado especial de Nixon. Esa
hora resultaría la más adecuada para no ocasionar heridos.
Los explosivos tendrán que ser colocados a última hora de la tarde, pocos minutos antes de que los
negocios cierren; de esta manera se producirá al máximo la posibilidad de que alguien se lleve por error
una carga embutida. Además los explosivos hay que colocarlos en lugares altos y muy atrás, lejos del
alcance de la mano de los clientes.
“Vamos a tener a los pequeños almaceneros de nuestra parte”, bromeé.
En cuanto a la carga hemos optado por utilizar un sistema de relojería embutido en objetos de uso
común: latas de aceite, dentífricos; para dejarlos hay que buscar lugares próximos a elementos inflama-
bles.
En cada supermercado intervendrán seis personas: dos parejas y dos compañeros de apoyo, hasta ese
momento, o hasta que las parejas se vayan, actuarán como maridos que esperan a sus esposas. Una vez
que las parejas se han retirado, subirán al coche más veloz; recién cuando hayan desaparecido, los otros
dos compañeros harán lo mismo: primero uno, luego el otro.
Los coches serán abandonados preferentemente cerca de estaciones ferroviarias; allí se tomarán di-
versos trenes que converjan hacia el centro de la ciudad. Antes se fijarán puntos, donde parejas de
enamorados se harán cargo del armamento.
Cuando se encontraron, todos advirtieron en los otros movimientos más lentos y cierta palidez en el
rostro: “debe ser el miedo”, pensaron sin comunicar a nadie la presunción. La entrega de armas se
había hecho en los lugares precisos, luego siguieron hasta estacionar frente al enorme local. En un coche
quedó un compañero de apoyo y el otro bajó para pararse en la puerta.
Las parejas pasaron entre dos policías armados de metralletas, que inesperadamente habían puesto
de guardia por esos días. Conversando, cada uno por su lado, se perdieron entre los estantes. Había
poca gente a esa hora, pero las parejas se movían con naturalidad; en un momento dado, las mujeres se
quitaron los tapados y de allí fueron sacando los productos que colocaban disimuladamente después de
revolver un poco los estantes.
Todo se estaba cumpliendo normalmente, hasta que el que estaba en la puerta vio que del auto salía
el otro, metiéndose en el edificio. Expectante, quitó el seguro de su pistola, y esperó. Un segundo des-
pués volvía a salir, diciéndole al pasar y entre dientes: “se olvidaron los fósforos”.
La caja grande de fósforos también contenía explosivos y se la habían dejado en el coche. El compañe-
ro se volvió a sentar en el automóvil, la tensión bajó. Al rato salieron las parejas, después de haber colo-
cado los embutidos en seis lugares estratégicos, y se retiraron tranquilamente. Seis horas después, vola-
ban trece supermercados de varios pisos cada uno.
Esa noche, a las dos de la mañana, se acercó al edificio en llamas. Mucha gente observaba el espectá-
culo con cierta distancia. Se quedó largo rato viendo cómo actuaban los bomberos, las fuerzas del or-
den; cómo se convertían en cenizas, estos nuevos palacios de estos nuevos imperios.

LXV Caída

Cuando salió del cine, Ismael advirtió enseguida que algo raro estaba pasando en la calle; no sólo hab-
ía mucha policía, sino que, al pasar cerca de un carro de asalto, escuchó algo referido a un incendio en la
calle Callao, por allí había un Minimax. La calle Corrientes se había deshabitado más rápido que de cos-
tumbre y ese síntoma de huida, le daba un aspecto extraño. Buenos Aires parecía una ciudad sitiada;
había miedo y los colectivos y ómnibus desaparecieron, quedando solamente en las calles, algunos taxis
y los patrulleros policiales. Todos esperaban lo peor, aunque nadie sabía en qué consistía lo peor.
Al día siguiente supieron de qué se trataba, pero esto no aflojó la tensión. Los homenajes a los caídos
en Córdoba y otras ciudades del interior del país no menguaron. Por otra parte, también había sido
enterrado el dirigente. Los distintos bandos —no había bajas policiales ni militares todavía— enterraban
a sus muertos y cada cortejo era una columna de lucha.
Ese día a la tarde se realizaba una concentración frente a la Facultad de Ciencias Económicas, en me-
moria de los caídos. Ismael buscó a Mateo durante toda esa tarde, pero no lo encontró: había estado en
el cine con su hijo. Vagamente comentaron los últimos acontecimientos, hasta que llegó Manuel que
tampoco habló mucho.
Ismael estaba impaciente por este laconismo, “¿no les interesa hablar del asunto?” Era tan poco lo que
se podía decir, tan vertiginosa la sucesión de hechos. “¿Qué mirás?” Nada, un auto; le había parecido
verlo esa mañana, cuando salía de su casa. Era uno de esos coches sin lujos que se venden a los taxistas,
pero que no son taxis; tripulados por tres hombres, dos adelante y uno atrás.
Los que estaban adentro del coche, ni los miraron; “anda medio paranoico” comentó Ismael cuando
Manolo desapareció en un taxi que tomó a la vuelta de la esquina regresando a su casa. Nadie lo siguió,
ni notó nada sospechoso.
En su casa leyó un rato, escuchó música, dormitó unos minutos. Luego tomó café bien cargado, un
“buchito” como dicen allá. Me gusta quedarme con la cabeza entre las piernas de Isolda; lejos, en el
horizonte, están los pechos saciados, la cabeza volcada hacia un costado. Me pierdo entre sus muslos y,
desde allí, la observo. No se me escapa ningún detalle: la cabeza inclinada, la botella de eaux minéraux,
el reloj, la pulsera de “tarro”, como dicen allá.
Nada pierdo desde mi posición; emboscado entre los juncos veo pasar el tiempo y el tiempo es dorado
como el sol de su sexo y los trigos trasparentes hacen una realidad, un soplo que no puedo dejar, agaza-
pado entre las matas perfumadas que todavía huelo a muchas millas de distancia, “cómo me hubiese
gustado vivir mundos sutiles” pensó Mateo, “soñar con la joven iluminada de Alejandría”. Había que
despabilarse, echarse un poco de agua en la cara, si no quería llegar tarde.
En la agencia trabajó hasta las siete y, a esa hora, salió para encontrarse con Ismael y Manuel; a Ismael
lo encontró, pero a Manuel no. Lo vio de lejos, en un grupo, pero no pudo acercarse. Mateo estaba
contento, tenía ganas de gambetear un poco a la policía, como cuando era estudiante secundario: los
caballos, las municiones, las rodadas, la alegría de pelear. Manuel se mezcló sin querer en un grupo que,
a su vez se había formado espontáneamente; cuando lo detectaron hubo un avance frontal que los arrió
hacia la otra esquina por donde avanzaba sorpresivamente —contramano— un carro de asalto a toda
velocidad. Todos cruzaron la esquina eludiendo los primeros bastonazos, menos él que dobló; corrió
unos metros hasta aflojar el ritmo, porque consideraba que ya había eludido la persecución.
Pero en ese momento vio que un auto se le venía encima, entonces reinició su carrera, cuando otro
coche entra también a contramano y avanza hacia él a toda velocidad. Trata de meterse en una casa de
departamentos; el portero, del otro lado del vidrio, niega despectivamente el acceso con un obvio mo-
vimiento de su mano. Sigue la carrera, pero un agente uniformado se abalanza sobre él, sacando su
pistola. Manuel manotea la suya y va a tirar, pero un latigazo en la espalda le hace dar media vuelta en
el aire y caer a tierra; el arma se le ha volado de las manos. Intenta pararse, pero las piernas no le res-
ponden, ve una luz fuerte y la cara de alguien que lo observa asustado. Mira hacia el otro lado y alcanza
a ver a dos hombres vestidos de civil que avanzan hacia él, ametralladora en mano; a corta distancia,
disparan sin cambiar la expresión.
“De este cuerpo de asco y rabia —pensaba Mateo- algún día saldrá un nuevo hombre”; luego salió del
velorio y llamó a Lucas a Bolivia. Lucas hizo un largo silencio después de conocer la noticia, hasta pidió
algunos detalles. “Hablaré con Juan, si vive”, dijo y luego agregó: “hay que contar su historia, porque de
la abundancia del corazón hablaba su boca”.
—¿Cómo decís?
—Nada, nada.
Más de cinco mil personas formaron el cortejo, flanqueado por la policía que vigilaba a distancia, sin
intervenir. En el cementerio Palenque e Ismael perdieron de vista a Sara y Albertina. Vieron en cambio
de lejos a Cachito y a Severo que andaban por allí, entre las tumbas. Mateo no vio a nadie, salvo a Rinal-
di y Aramís, que había bajado de su provincia. Nadie gritó nada, dentro del Campo Santo, pero cuando
terminó la ceremonia, Simón trepó al mausoleo de Federico Lacroze, arrancó su busto del pedestal y lo
tiró con rabia gritando algo que nadie pudo entender bien; de inmediato miró a todas partes, como si
estuviera a punto de ser acorralado y huyó entre las lápidas.
Afuera ya había comenzado el griterío y Palenque vio cómo la policía descendió apresuradamente de
los carros de asalto, antes de haber detenido la marcha; arremetieron contra los grupos. Ismael y Palen-
que han quedado del otro lado de la línea de fuego y no llegaron a tener problemas. Además, sus aspec-
tos no eran de jóvenes revoltosos; cuanto más, padres que tienen algún hijo metido en el lío y vienen a
cuidarlos. Al llegar a una esquina, Palenque le preguntó, después de un momento de silencio, qué pen-
saba hacer. Ismael le contestó que pensaba irse de su casa, sin entender, aparentemente, el sentido de
la pregunta.

LXVI Huida

Cuando Palenque llegó, su mujer andaba por allí lidiando con las nenas; no obstante alcanzó a decirle
que Simón estaba desde hacía más de una hora. Tendría que esperarlo un poquito porque quería salu-
dar y juguetear con sus hijas. Su mujer lo apuraba, alegando que era una desconsideración hacerlo espe-
rar todavía más tiempo.
Como en un canturreo, Palenque le replicó, aunque no se dirigiera directamente a ella, como si pensa-
ra en voz alta: “Los hombres de bien son impacientes, porque están apremiados por las falsas responsa-
bilidades”, dijo y le sonrió satisfecho del aforismo: “Las responsabilidades serias cuentan con todo el
tiempo, tienen toda la historia por delante”.
Los hombres de bien eran egoístas, y Simón no tenía por qué caer en eso. Se puso de pie y besó nue-
vamente a las nenas que le iban alzando las trompitas. Su mujer también lo besó aunque sabía que no
se movería de la casa. Cuando lo vio desaparecer por una puerta, pensó que era extraño que volviera
tan sereno del entierro de Manuel.
“Me voy”, dijo Simón cuando ingresaba en el living. “¿Adónde te vas?” A Europa, a Cuba; a cualquier
parte, menos quedarse aquí.
Simón siempre habló de compromiso y mal de los escritores que no vivían en su país. Palenque se
limitó a mirarlo; Simón no se conturbó: que dijeran de él lo que quisieran. ¿Por qué se iba?, “porque nos
van a matar a todos”.
Sabía que no se puede detener la historia y que nosotros estamos de su lado, pero a veces tocándola,
viéndola de cerca, la historia, o al menos “ese pedacito que podemos ver de la historia, parece una cosa
de locos, un imposible”, ¿te das cuenta?
Sí, se daba cuenta; también se daba cuenta de que todos ellos se habían acostumbrado a verla de
lejos, a ser espectadores, y ahora: “Decime una cosa, Simón: ¿a vos te gusta la gente?” No, así como
estaban, no. A él le pasaba lo mismo; a Mateo también. A Marcos, seguramente, quién sabe, al mismo
Che: “sin embargo se arriesgaron por esa gente, por esos hombres insatisfactorios; murieron por ellos”.
Y él no era muy distinto a esos “prototipos”; protohombres, Simón tampoco, por eso “no me aguan-
to”.
—¿Cuándo te vas?
—Pasado mañana sale mi barco, ya hice la reserva.
—Hacés bien en irte.
—¿Vos te irías también?
—Difícil. No, no me voy a ir. Pero vos sí, y hacés bien en irte. Aquí nadie te necesita; hasta hace pocos
días, sí eras necesario, hasta terminar esta última etapa; ella necesitaba víctimas, vociferaciones.
—Y yo era candidato a mártir.
—A vociferador. Ahora, la nueva época que acaba de empezar, necesitará de guerreros profesionales. O,
por lo menos, de cabezas serenas.
— ¿Pensás que yo no tengo una cabeza serena?
—Fuera del país, sí. Aquí, no.
—Y vos qué sos, cabeza serena o aspirante a guerrero profesional.
—Ninguna de las dos cosas.
—¿Y por qué te quedás entonces?
—No tengo nada que hacer afuera, en cambio vos sí.
—No tengo la menor idea de lo que voy a hacer.
—Contá: hacé lo que hacían Marcos y Juan, lo que hacen Lucas y Mateo: contá.
—¿Qué querés que cuente?
—Lo que pasa, lo que te pasa. Por qué te has ido de tu país, eso vas a saber hacerlo, y será necesario.

*ONGARO, Raimundo “Sólo el pueblo salvará al pueblo” Edición “Las Bases”. 1974. Los textos acla-
ratorios del mismo pertenecen a Rodolfo Walsh.

EPILOGO

Con desaliento se dejó caer en la litera del camarote; miró la valija un poco desfondada que todavía no
había abierto. Los amigos —Palenque— seguramente ya se han ido; ya deben haber retirado la plan-
chada. Y si todavía estaban, prefería no verlos. Sin embargo salta de la cama, trepa escaleras, da vuelta
por pasillos interminables, se mete en puertas indebidas, no da con la salida a cubierta, consulta a ca-
mareros —“¿hablarán en piamontés? “— hasta que, sorpresivamente, sale a cubierta.
La maniobra está mucho más adelantada de lo que suponía: la ciudad es ya una silueta y el muelle un
pequeño guión en el horizonte cubierto de humo. Seguramente se ha demorado mucho más tiempo del
imaginado, mirando su valija; los amigos ya han sido tragados por la distancia, pero se quedará un rato
tomando aire, viendo cómo el crepúsculo se convierte en una especie de agua que todo lo envuelve.
Cuando no hay más luz, baja al bar a tomarse una copa; le llama la atención que la gente esté conten-
ta, hablando de otros viajes, de miserias ajenas. Porque de eso se trata siempre, de los otros. Luego
come y se acuesta a dormir temprano porque quiere quebrar lo más pronto posible cualquier continui-
dad con la partida.
Al día siguiente se levanta tarde y ya hay mucha gente en la pileta del barco; vuelve a su camarote, a
colocarse el traje de baño. Cuando regresa, todo el mundo escucha atentamente las palabras que dice
un señor alto y barrigón, coronado con un sombrerito de marinero. No se trata de una arenga, como
sospechó al principio, sino de una explicación minuciosa de algo.
Cuando termina, se inicia lo que el señor del gorrito—luego será informado de que se trata del señor
Comisario de a Bordo— llamará “giocco di salone”.
Lo inicia una mujer de poco más de cuarenta años, vestida con un mediocre traje de baño. Deberá
trepar a toda velocidad por dos escaleras ascendentes y dos descendentes, moviendo inevitablemente
un poco las carnes. Cuando esté en el segundo puente, gritará “estoy libre”, mirando al cielo. Bajará otra
vez corriendo y, al llegar a la última cubierta, se tirará al suelo y comenzará a reptar, pasando penosa-
mente debajo de las sillas, mientras la gente comienza a untarla con diversas mermeladas donde luego
pega algodones.
Cuando dé la segunda vuelta le colgarán carteles, apenas obscenos pero, casi al final, alguien alcanzará
a escribirle una grosería enorme en el muslo derecho. Después de la tercera vuelta, la mujer comenzará
a comer un poco de mermelada con algodón, cosa que, si bien a ella le producirá poco regocijo, ocasio-
nará el deleite general.
Asqueado, se refugia en su camarote; horas después baja y ya todos han almorzado y se reinicia el
“giocco di salone”. Esta vez consiste en una carrera de caballos: los animales son de madera y los jinetes
pasajeros que, en su mayoría, han sobrepasado los setenta años de edad. Se trasladan de un casillero a
otro, empujados por los camareros y según los números que unos enormes dados van determinando.
Un anciano rueda peligrosamente, pero de inmediato un grupo de enfermeros, encabezado por un
estudiante adelantado de medicina, le brindan asistencia cubriéndolo con una piadosa carpa de oxígeno.
Lamentablemente, a pesar de todos los esfuerzos realizados, y previa extremaunción, el anciano mue-
re. Para evitar imprevistos de este tipo, el Comisario de a Bordo propone que se prescinda de las cabal-
gaduras. Así comienzan una serie de carreras mixtas en las cuales tanto hombres como mujeres correrán
en cuatro patas a lo largo del gran salón.
Siempre gana una mujer que se le importa un pito mostrar un poco los calzones rosados como nubes y
realmente limpios. Al pasar la línea del ecuador, será elegida reina. La ungirá, como es costumbre, un
fraile agustino, colocándole un largo palo empenachado entre las piernas, antes de suministrarle los
óleos.
Cuando entre en trance, lanzará dolorosos aullidos de despojada, hasta que sale de su boca el enorme
coágulo que se remonta por los aires abiertos de la alta mar.
Porque los dos ángeles están en el Paraíso Celestial y no pueden tocarse; se inclinan: eso sí. El uno
sobre el otro se inc1inan, sin aludirse, más bien ofreciéndose con la melosidad de los querubines. Nunca
logran tocarse, cosa que tampoco les preocupa mucho porque, seguramente, este desfasaje ya se ha
convertido en una rutina incontrovertida.
“El cielo terrenal —explicará uno de los querubines a quien quiera oírlo— y el terreno celestial, no son
otra cosa que el recuerdo del pasado, y el pasado no es tan interesante como muchos suponen; sino
algo más aburrido que marchito, más sonoro que opaco”.
Los violines arrancan a todo vapor y humean las maderas prolijamente alboradas y sensibles, precisa-
mente, a la sonoridad. Las mujeres visten de organdí blanco, a lo sumo rosado, y los hombres lucen
hermosos uniformes aunque algunos se atreven —muy pocos— con austeras levitas.
Hasta ese momento el único que viste de frac es el Comisario de a Bordo, que se pasea gozoso entre la
gente que conversa acodada en la borda. “Giocco di salone, giocco di salone”, dice a manera de saludo y
discreto calla, mira hacia otro lado, cuando advierte que algunos ya han tomado las manos trémulas de
las mujeres, mientras estas miran el vacío del mar.
Suspiran apenas para evitar que se arruguen sus cuellos de porcelana pálida. Una llegará a decir: “Lo
tengo todo: hijos, dinero, esposo adorable, enfermedades, amante joven, vicios y no sé qué hacer con
mi espíritu que me abandona; se esconde y se escurre y me paso todo el santo día buscando por allí”.
Su accidental enamorado, la mira con enternecimiento propio y deja correr alguna lágrima y rompe
finalmente la copa de champagne contra la baranda de cubierta. Todos lo miran sorprendidos y, en
pocos segundos, comienzan a imitarlo, mientras ríen discretamente.
En ese momento un publicano dice al oído del Comisario de a Bordo:
—Señor Comisario de a Bordo, me parece haber advertido alguna contradicción que descompensa sus
afirmaciones.
—¿Cuáles Son?
—Usted, durante el día, prohíbe que la gente se asome a la cubierta y durante la noche lo autoriza.
—Usted es un hombre de izquierda, no me lo niegue, porque se nota a la legua. De todas formas, le
contestaré.
—Gracias.
—No dejo que se asomen a la cubierta durante el día, por la luz: durante la noche no se ve demasiado
lejos.
—¿Y cuando hay luna?
—Bueno, usted sabe: se mira la luna. Además no se piensa, sino que se recuerdan finales de películas,
acuarelas.
—¿Y qué verían de no ser así, o siendo de día?
—El mar.
—¿Y qué tiene de malo el mar?
—Produce ansiedad, especialmente cuando es posible imaginar la totalidad de su tamaño. El mar em-
pequeñece y tiene movimiento, no es un “giocco di salone”, como usted podrá imaginar.
—Y qué tiene de malo que esté en movimiento, que sea más grande que un hombre.
—Estos izquierdistas; para ellos todo es fácil, natural. En la vida todo tiene que estar muy quietecito,
para evitar alarmas, sorpresas; las sorpresas son desagradables casi siempre.
—Sin embargo, por más que usted opine lo contrario o trate de evitarlo, las cosas se mueven como el
mar, como los sistemas solares sorprenden. Todo es un gran plato, señor Comisario de a Bordo, colma-
do de sopa azul.
—No me entiende, yo no pretendo detener esa armonía en movimiento, sino dar la sensación de que es
al revés, lograr que todos imaginen que solamente uno es el que se mueve, mientras lo demás perma-
nece en la más absoluta quietud. La gente no tiene capacidad para sentir la sensación de prisión, debe
evitar el sentido de la distancia. Si esto se logra, hemos entrado en el camino de la felicidad.
—Ese es un concepto desgastado.
—Podemos hablar de seguridad, si prefiere. De la quietud del movimiento, de la pasividad de los otros,
de la velocidad exclusivamente mía: de seguridad. Por eso hemos llenado el barco de automóviles de
carrera, de caballos árabes, de gamos, de galgos, de avestruces y lanchitas crif-craf, entre otros apara-
tos.
La conversación se diluye para dejar paso a Gardel. Ya sube majestuosamente las escaleras que lo
sustraen de las garras de la tercera clase donde ha estado cantando canzonettas italianas a los pobres
inmigrantes que son devueltos a sus países de origen, después de haber hecho la América. También ha
entonado jotas aragonesas —para no quedar mal con nadie— y no ha podido recordar una bella canción
de África meridional. En el puente de primera, saluda a todo el mundo y le besa la mano a una señorita
muy delgadita y ojerosa con la cabeza plagada de rulitos; ondulación permanente, croquignol, por lo
visto sabrosa, ya que Gardel comenzará a devorar los diminutos bucles con verdadero apetito. Cuando
ya no da más, siempre sonriente le dirá al Comisario de a Bordo, quitándose de una buena vez el cilindro
y el largo echarpe blanco de seda natural:
—Mire.
Y el Comisario de a Bordo, que está ahora distraído, lo mira complaciente y puede ver cómo Carlos
Gardel toma el aspecto de Arcadio Ivanovich Svidrigailoff. Enseguida extrae del bolsillo derecho de su
chaleco de piqué color crema, una pistolita con cachas de nácar del tamaño de un dedo tártaro, desce-
rrajándose un tiro en la zona augusta de la sien: sangra por el orificio un chorrito de agua cantarina
como su sonrisa que se irá extenuando después de la caída y de los funerales solemnes a los cuales
asistirán sus santidades, sus coroneles, algunos desnudos —desde luego—, por la brisa y las viudas de
Gardel, todas vestidas de un negro pálido, cubiertas con tules insanos —tirando a violeta—, enlutadas
hasta el sonrojo.
Cuando la sala del teatro se coima, la orquesta arranca con un preludio. Todos aplauden cuando finali-
za y Schneider sonríe entre bambalinas y el público comienza a reconocer los rostros maquillados de
Cachito y Chiqui, de Enriqueta, de Emma; Severo y Cándido han constituido un simpático caballito de
utilería, que retoza entre las plateas; las luces de sala se apagan, el telón asciende lentamente, descu-
briendo un escenario único que servirá para el desarrollo de toda la obra.

ACTO PRIMERO

Escena I

Una mujer se pasea con aires de pizpireta y un hombre la observa sensibilizado con su presencia: son
Cleopompo y Eliodemo.
Cleopompo:
Ah mi dulce cancerbera
la más tiple,
la del gusto aquilatado:
tu ventisca, tu costado
tu quejar
que como pienso se espuma.
Eliodemo:
No miréis el vado alado
el afeite rezagado
totoral
como trinar del ferviente
como la fétida cuenca
del dogal
no a la querella ataviada
no a la zarza imponderada
sí a deidades apaisadas
sí al Adán.

Escena II

Cleopompo:
A la trompa blanquecina
al almizcle de la espita
al parpadear de la clama
el jergón del mal verdián.
Eliodemo:
Testa sierpe, trota calas
bellón de felón de escamas
cisne, pluma, pecho, gama,
bautismal.

ACTO SEGUNDO

Escena III

Cleopompo:
Ave canora, detempladora
bendita fibra del albardear
ajamonada por la alcarría
abocarada por aburar.
Eliodemo:
Pecho, despecho, la belfa
izada, bendita rueca
ínclita, umbría, trupita
enteca, la del solar.
Cleopompo:
(Indignado) Harapiento menesteroso, temprano
alterca
vila de rueca de zinc.

Escena IV

Cleopompo:
A la vera del crespón
vaya clamando supino
su bidón.
Eliodemo:
Al arrebol, al giraldo
hipoteco del primor.

ACTO TERCERO

Escena V

Cleopompo:
¿Cómo habéis sabido ver
virando la veleidad?

Escena VI
Eliodemo:
Aplaudid, apostrofad
las peticiones de cal.

(En ese momento, todo se ilumina de dorado y entra un cóndor anunciando el advenimiento. La mujer se
mira el vientre extasiada; el vientre crece, hasta que revienta).

Escena VII

Cleopompo:
Abacería luciente
albo esquife encenagado
abantado del afeite
que cae sobre el mar vilente
aburado del Tirol.
Coro:
Cipientes
ovillados y ticosos
perca incierta
amado vilo de aire.
Aticoro:
Culantros de agorería
perdigones remoquetes
esmaltes de quiromancia
numen distancia imbuida.

Escena VIII

(Entran los faunos y las ninfas, encabezados por Dionisio; se confunden con el coro y los actores: corre el
whisky. Dionisio deberá ser representado por una señora de edad).

Eliodemo:
Garbado mango del prado
bifocada florecilla
del contrito despertar.
Oh campos de malta ciega.
Oh silicios oh doncellas
del tazar.
Cleopompo:
(antes del
trasquilado)
Adiós ventura del friso
corola de los pidientes
peristilos penitentes
nenúfares, entredientes
dinastías y ventiscas.
Adiós nidos, putas flores
espejos y fruslerías.

Eliodemo:
(sumergiendo)
Adiós albornoz de veda
señor de la tecla pía
estrías bien merendadas
pringosidades manías
desvelos y seriedades.
FIN DEL TERCERO Y ÚLTIMO ACTO

La gente abandona la sala discutiendo el sentido de la pieza; todos convienen en que ha faltado rema-
te y lo afirman airadamente. De todas formas la tensión ha crecido dejando a muchos silenciosos y cul-
pables. Los últimos comentarios se van desvaneciendo junto a las mesas esperando que el Comisario de
a Bordo comience a cantar los números de la descomunal lotería que se anota en cartones enormes
como los bostezos de los caballeros del ludo, que no se conforman con nada.
Un grupo de asaltantes, con medias en la cabeza a la manera de antifaces, hacen poner a todo el mun-
do contra la pared, aclarando previamente que esto es un asalto. Se trata de delincuentes comunes, y
uno de ellos, grita, sin que nadie se lo haya pedido, “yo quiero tener mi casita propia” y luego conturba-
do aclara que ellos son muchos de familia y no se pueden arreglar en un solo cuarto.
El vigía grita: “barco a la vista”, todos aplauden porque, en efecto, un barco se perfila en el horizonte;
cuando se coloca a tiro de espingarda, recién enarbola la bandera pirata. “Al abordaje” ordena el Comi-
sario de a Bordo y todos, prendidos de lianas, saltan sobre el barco enemigo, pasando a degüello a la
tripulación. Luego hunden la nave que desaparece entre gemidos.
A partir de ese momento, ninguno puede dormir porque los ahogados pasan el día golpeando el casco
de la nave, pero nadie les abre. El Comisario de a Bordo es nombrado virrey con poderes extraordinarios
y pasa revista a los heridos que colman los pequeños hospitales de campaña. También visita colegios,
maestras siamesas y las galerías vaciadas para la mudanza.
Luego hablará por la red de radios y televisión, anunciando que ha decidido levantar el estado de co-
sas, inaugurar el estilo de vida, lustrar las alégoras públicas, después de pasar un día de descanso en el
sur ominoso del país.
Al salir tropieza con una extraña pasajera que lo mira tornasoladamente. El Comisario de a Bordo se
quita la máscara descubriendo su verdadera identidad: El Monje. Luego la encara.
—¿Usted es la persona que quiere tener una aventura conmigo?
—E vero.
—No perdamos tiempo entonces: cuando una mujer ha llegado a cierto límite, es inútil negarse.

CONCLUSION

Palenque se quedó mucho tiempo en el muelle; ya hacía rato que el barco había desaparecido en el
horizonte y él seguía quedándose. Le llamó la atención que no se hubiera asomado ni una sola vez antes
de zarpar o de alejarse del muelle, pero supuso razones inconfortables, como “estaría muy triste, pro-
blemas con el equipaje”.
Sí, él sabía cómo era Simón, a quien difícilmente volvería a ver. Caminó por los muelles obsedido por
esta certeza y, caminando, llegó a Retiro como una hora después. Estaba cansado y tomó un taxi, pero
no volvió a buscar su coche: “mañana”, pensó, indicándole al chofer la dirección de su casa.
Un momento después pasaban por la Jabonería de Vieytes; saludó con un gesto casi imperceptible.
Luego se distrajo, divagó, se fue quedando dormido hasta despertar bruscamente treinta cuadras más
allá, cerca de Palermo.
Un coche había entrado de contramano y casi choca con el taxi en el que iba; detrás un patrullero con
el que también están a punto de estrellarse. De inmediato los automóviles desaparecen en la esquina
siguiente ante el estupor de los pocos vecinos. El chofer que alcanza a frenar a tiempo, comenta.
_¿Qué me dice?
_¿Qué quiere que le diga?
—O yo estoy completamente loco, o en este país están pasando cosas muy raras.
—Algo de eso debe ser.
—¿Serían ladrones?
—Serían.
—Lo que pasa es que en esta ciudad, todo el mundo le agarró el gustito.
—¿El gustito a qué?
—El gustito. Se pasan el día jugando y le agarraron el gustito.
—¿Y cuál es el asunto? ¿A qué juegan?
—Al Vigilante y al Ladrón. A la Guerra. ¿Sabe lo que pasa?
—No.
—La gente ve mucha película.
—¿Y qué quiere? ¿Qué otra cosa quiere que haga?
SUMARIO

Recuerdo de Francisco Urondo por Ángel Rama

Introducción

CAPÍTULO PRIMERO
I Estado de asamblea
II La Paz
III Interferencias
IV Los cómicos y el dinero
V Gauchos y lagunas
VI Las buenas maneras
VII “Sombrero negro y chalina”
VIII Luz y sombra
IX Fábulas, cariños
X Mala suerte

CAPÍTULO SEGUNDO
XI Noticias
XII Las cosas se complican
XIII La conversación
XIV Nueve de cada diez
XV Rabelais
XVI La cucha

CAPÍTULO TERCERO
XVII Esas casualidades
XVIII Linda sorpresa
XIX Mamá
XX La gaviota
XXI En el aire
XXII Un cafrcito
XXIII Funerales
XXIV Técnicas
XXV Testigos
XXVI Picardía y peligros
XXVII La ausente
XXVIII Baldazo de agua fría

CAPÍTULO CUARTO
XXIX El discurso del método
XXX Pena mulata
XXXI El método
XXXII Primera vista
XXXIII Changó
XXXIV Los latidos
XXXV El último amor
XXXVI Fellini
XXXVII “Seco y enfermo”
XXXVIII Memoria

CAPÍTULO QUINTO
XXXIX Frías comunicaciones
XL Pasado y futuro
XLI Un americano en París
XLII El espejo
XLIII Austerlitz
XLIV La última cena
XLV Yunta
XLVI La carta
XLVII Diálogo
XLVIII Dom Perignon

CAPÍTULO SEXTO
XLIX Pianissimo
L Transfiguración
LI Camus
LII Siguen las casualidades
LIII Danubio Azul
LIV Cachondeo
LV No ocurrirá
LVI Adiós

CAPÍTULO SÉPTIMO
LVII Severo se confiesa
LVIII Lagardere
LIX Invasiones inglesas
LX Presumido
LXI Prueba de fuego
LXII Guardaespaldas
LXIII Dulce de leche
LXIV Grandes almacenes
LXV Caída
LXVI Huida

Epílogo
Conclusión

También podría gustarte