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La acción que le impulsa a escribir es curiosa. Pablo proyecta un gran viaje misionero a España
(cf Rom 15,23-24). Para dirigirse a España pasará por Roma. Así tendrá ocasión de conocer
personalmente a esta comunidad, de la que tanto oye hablar. Y con aquella espontaneidad y
confianza recíproca que unía entre sí a todos los cristianos en una única familia de hermanos aun
antes de conocerse, Pablo siente a propósito de la comunidad cristiana de Roma que tiene algo que
decir y que aprender. La carta representa, pues, el comienzo de un intercambio de fe (cf Rom
1,11-12), que se continuará y completará luego, cuando Pablo esté presente en persona en Roma.
En este intercambio Pablo no olvida la vocación de fondo de anunciador del evangelio, que le
hace deudor de todos (cf Rom 11,14). Aunque al escribir a los romanos no les lleva el primer
anuncio del evangelio, Pablo hace de él objeto de una reflexión atenta y profunda, no
condicionada, como ocurre en general, por problemas contingentes que resolver. Reflexiona sobre
el evangelio como tal. Esto le lleva a una profundidad y a una amplitud que no tiene paralelo en
sus otros escritos; la carta a los Romanos es la más teológica de las cartas paulinas, en el sentido
preciso de una reflexión extensa y profunda. No sorprende que haya tenido un influjo cada vez
más decisivo en el desarrollo de la teología de la Iglesia: desde san Agustín, que recibió de la
lectura de la carta a los Romanos el último impulso a la conversión, hasta nuestros días "las
grandes horas de la historia de la Iglesia han sido las grandes horas de la carta a los Romanos"
(Althaus). Aunque dedicado a una reflexión sobre el evangelio, en este diálogo ideal con la
comunidad de Roma no olvida Pablo los aspectos prácticos. En la segunda parte de la carta, como
veremos al hablar de la estructura, el discurso se hace concreto, hasta afrontar, aunque sin entrar
en detalles minuciosos, problemas de comportamiento como la relación entre "fuertes" y "débiles"
—prácticamente, los cristianos maduros y los que se encuentran, en cambio, en los comienzos—
en lo que se refiere a las prescripciones de la ley judía (cf Rom 14,1-15,23).
¿Quién componía la comunidad cristiana de Roma? Debía de haber un porcentaje de origen judío.
Nos lo dice la presencia documentada en Roma en tiempo de Pablo de una colonia judía numerosa
y activa —al menos 50.000 miembros con hasta 13 sinagogas— y el hecho de que justamente el
anuncio del evangelio desencadenó inquietudes y contrastes entre los judíos romanos, hasta el
punto de que Claudio, ya en el año 49, los expulsó de la ciudad. Aunque no se puede presumir que
el anuncio cristiano fuera acogido por los judíos como una conversión en masa, ciertamente hizo
presa en ellos, y un cierto número, que por lo demás no se puede precisar, debió adherirse a él.
Teniendo presente este componente judeo-cristiano en el ámbito de la comunidad de Roma, se
explica, ya sea la prolongada insistencia por parte de Pablo en el caso de los "fuertes" y de los
"débiles" en el sentido indicado, ya el espacio dedicado a la reflexión de carácter teológico sobre
la actividad de los judíos (cf Rom 9-11).
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Aunque presente, y quizá en proporción considerable, el elemento cristiano judío no debía de
constituir la mayoría. El discurso de Pablo supone en general cristianos provenientes del
paganismo. Estos dos orígenes diversos entrañaban tensiones y planteaban también problemas
específicos de comportamiento; pero, lejos de dividir a la comunidad en dos facciones, hacía de
ella una Iglesia viva, en la cual había que vivir y gustar juntos la novedad, para unos y para otros,
del evangelio de Cristo.
Las indicaciones cronológicas que el mismo Pablo nos proporciona en el cuerpo de la carta nos
permiten situarla en el tiempo con una cierta precisión.
Pablo se encuentra en el final de su tercer viaje misionero, en Corinto; está a punto de partir para
Jerusalén (cf Rom 15,25). Estamos, pues, con toda probabilidad en el invierno del año 57/58.
También del texto de la carta obtenemos un detalle interesante. Pablo confía la carta para que la
lleve a Roma a Febe, conocida por su actividad de "diaconisa" ejercida en la iglesia de Cencreas,
uno de los dos puertos de la Corinto de entonces.
Echando una mirada a la carta en su conjunto, destacan dos bloques literarios, que constituyen las
dos grandes partes en que se divide la carta. Después del saludo (1,1-7) y la acción de gracias
(1,8-15), se enuncia el gran tema de fondo: el "evangelio...", fuerza de Dios, que lleva a la
salvación, en el cual "se manifiesta la justicia de Dios"(1,16-17).
Sigue un segundo bloque literario (12,1-15,13), en el cual prevalece el tono exhortativo. Pablo ve
el evangelio aplicado a los diversos aspectos de la vida.
Una mirada más de cerca a la estructura literaria de cada una de estas dos partes permite entrar
también en el mundo teológico de la carta.
Mientras que la estructura de la segunda parte exhortativa no parece suscitar problemas, ha sido y
sigue siendo objeto de disputa la estructura literaria de la primera. Y es que de las opciones que se
hagan al respecto depende la explicación exegética de muchos puntos importantes. Valorizando
algunos indicios literarios precisos que nos presenta el texto, podemos fijar en cuatro fases el
movimiento literario de la primera parte: 1,18-2,16; 2,17-5,11; 5,12-8,39; 9,1-11,36. En cada una
de estas fases se desarrolla el tema fundamental del evangelio que lleva a la salvación y a la
justificación mediante un esquema idéntico, y que podemos resumir así: situación de pecado del
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hombre, intervención de Dios mediante el evangelio, situación de justificación inicial que sigue.
Naturalmente, la vuelta reiterada sobre el esquema lleva a una profundización de sus tres
componentes, que es diverso en las fases indicadas. En la primera (1,18-2,16) tenemos una
exposición impresionante de la situación de pecado en que se encuentran los hombres de hecho.
Sólo al final se hace alusión a la justificación y al comportamiento, alusión que, de no tener el
resto de la carta, quedaría oscura y casi incomprensible. En la segunda fase (2,17-5,11) se reanuda
el discurso sobre la situación de pecado; pero se insiste sobre todo en el hecho de que la
justificación que lo supera es un don gratuito de Dios, don al cual el hombre se abre sólo con la
disponibilidad de la fe. Se hace una referencia sugestiva, pero todavía concentrada y sintética, al
nuevo tipo de vida que sigue a la justificación (Rom 5,1-11). En la tercera fase (5,12-8,39) se
parte de nuevo de la situación de pecado vista desde la óptica de una participación de todos en el
pecado de Adán; se insiste en la superación del pecado, consecuencia justamente de la
justificación, comenzando por el bautismo, y, finalmente, en todo el capítulo 8, se ilustra el
comportamiento típico del justificado bajo el influjo constante del Espíritu. En la última sección
(9,1-11,36) trata Pablo el problema del cierre de los judíos a Cristo bajo el mismo aspecto
temático: al no acoger aún el evangelio —aunque Pablo está seguro de que un día abandonarán
esta postura de rechazo—, los judíos permanecen encerrados en su pecaminosidad y prisioneros
de su justificación. Esto se expresa en un comportamiento que de hecho coloca al propio yo en el
vértice de la escala de valores. Resulta ya evidente la riqueza teológica, realmente sin precedentes,
de esta primera parte. Volveremos luego, al tratar específicamente de la teología de la carta, sobre
los principales temas aquí señalados.
En la parte final de la carta vuelve Pablo a hablar de sí mismo, de su actividad, de sus proyectos,
interpretando toda su vida como un servicio litúrgico hecho al evangelio (15, 14-33).
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III. EL MENSAJE TEOLÓGICO DE FONDO. Al examinar la estructura literaria de la carta,
hemos subrayado reiteradamente el empeño con que Pablo, haciendo objeto de una reflexión
atenta su experiencia judía y cristiana, afronta y profundiza una temática típicamente teológica.
El argumento de fondo es el evangelio. Para Pablo, el evangelio, según lo explica con detalle en la
carta a los Gálatas, es el anuncio de Cristo muerto y resucitado, el cual, como tal, se cruza en el
camino del hombre interpelándolo personalmente y poniéndolo ante una decisión. Si el hombre
acepta el evangelio mediante la apertura incondicional de la fe, se coloca en el camino de la
salvación. Si, en cambio, se cierra al anuncio y lo rechaza, se coloca por el hecho mismo en el
camino de la que Pablo llama "perdición". Pablo enuncia este argumento justamente al comienzo
de la carta (1,16-17).
De este argumento unitario se desarrolla un abanico teológico que toca muchos aspectos de los
más importantes del pensamiento de Pablo.
1. PARTE DOGMÁTICA. El tema del evangelio adopta, como hemos visto antes, una
articulación en tres partes, que aparece, aunque en proporción diversa, en cada una de las cuatro
secciones.
Pero ¿qué es propiamente el pecado del hombre? Pablo intenta descubrir su raíz: hay una
"verdad" (Rom 1,18), propia de Dios y comunicada al hombre, que éste tiende de hecho a
sofocar (cf Rom 1,18). A consecuencia de esta extraña actitud, que debilita en un primer
momento la relación con Dios y termina luego eliminándola del todo, el hombre no se
encuentra ya en su mundo propio. Confunde a Dios creador con sus criaturas, cayendo en la
idolatría; se desliza hacia una situación de comportamiento recíproco que Pablo no vacila en
calificar de vergonzosa (cf Rom 1,26-32).
Este discurso, válido en sentido pleno para los gentiles, tiene aplicación también en el
mundo judío. Los judíos viven en una situación de insuficiencia y son pecadores no menos
que los demás, porque, a pesar de tener una ley dada por Dios, de hecho no sólo no la
observan, sino que hacen incluso de ella un título de orgullo personal, como un trampolín de
lanzamiento del propio yo.
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espiritual, aquella especie de rigidez cadavérica moral que le impide al hombre realizar su
verdadera identidad ya sea en la relación con Dios o en la relación con los demás. El
hombre implicado en el pecado está en contradicción consigo mismo (cf Rom 7,1-24). Y la
ley de Dios, mientras es un hecho externo, en vez de ayudar, aumenta de hecho la entidad
del pecado, haciendo tomar conciencia de él (cf Rom 7,13).
Don gratuito de Dios, la justificación ha de ser aceptada por el hombre. Y la aceptación es,
en sentido afirmativo y exclusivo, la apertura de la fe, mediante la cual el hombre acepta el
evangelio sin condiciones. Lo que en el hombre precede a esta apertura carece de
importancia. La apertura de la fe —Pablo habla por extenso de ella en la carta a los Gálatas
— no es ciertamente fácil, de lo cual es una prueba dolorosa la actitud de los judíos, que no
aceptaron el evangelio encerrándose en su justicia; ella compromete al hombre en una
relación de confianza total, de vértigo, respecto a Dios, que es el único que posee el secreto
de la verdadera identidad, de la "justicia" de cada hombre. Pablo ilustra la fe en detalle
repensando la figura de Abrahán, "que creyó en el Dios que da la vida a los muertos y llama
a la existencia a las cosas que no existen" (Rom 4,17; cf todo el c. 4). [/ Evangelio II, 1;I Fe;
/ Justicia III, 2; / Pecado; / Redención IV; / Bautismo IV; / Espíritu II, 3-6].
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respecto al exigido en el AT; pero recupera, en un contexto nuevo determinado por el
Espíritu de Cristo, todos los elementos positivos: "Nosotros, que vivimos conforme al
Espíritu y no conforme a los bajos instintos, podemos practicar la justicia que ordena la ley"
(Rom 8,4). Pablo insiste entonces en la disponibilidad radical al influjo del Espíritu: "Los
que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rom 8,14); surge una
capacidad de amor, que sólo el Espíritu puede comunicar: "El amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom
5,5). En particular, hay una acción misteriosa del Espíritu que integra y corrige el contenido
de nuestra oración, encuadrándolo en lo absoluto del proyecto de Dios (cf Rom 8,26-27). La
presencia actual del Espíritu en la vida del cristiano con la carga de dinamismo que
comunica impulsa a mirar al futuro: "En la esperanza fuimos salvados" (Rom 8,18). Hay
una espera, una tendencia hacia la plenitud escatológica que, pasando a través del cristiano,
se derrama también en el ambiente físico: la plena libertad de los hijos de Dios se realizará
al final de los tiempos y tendrá su misterioso correlato también en el mundo físico, el cual,
superando el estado presente, será transformado en proporción directa con la nueva
condición del hombre (cf Rom 8,19-22).
Ante todo, Pablo se preocupa de establecer un punto firme, el pueblo de Dios continúa, dada
la infalibilidad de la palabra de Dios. Dios se ha comprometido y es coherente con su
compromiso. Procediendo según su lógica incomprensible de amor, Dios, en lugar del
pueblo judío, se ha elegido otro pueblo, el cristiano, constituido por gentiles y judíos que
han aceptado a Cristo y realizan la "justicia, la justicia de la fe, mientras que Israel,
persiguiendo la ley de la justicia, no llegó a conseguir esa meta" (Rom 9,30).
¿Ha sido, entonces, repudiado el pueblo de Dios? Pablo no quiere ni siquiera hacerse una
pregunta de esta clase; se lo impide el afecto que profesa a sus hermanos judíos y su
conocimiento del AT. Si la clausura de los judíos en cierto sentido ha favorecido a los
gentiles, habrá en el futuro una aceptación por su parte del mesías, lo cual contribuirá al
enriquecimiento de todos: "Todo Israel se salvará" (Rom 11,26). Los gentiles convertidos al
cristianismo deberán recordar siempre que han sido injertados en el olivo del antiguo pueblo
judío, el cual sigue siendo la "raíz santa" (Rom 11,16).
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En resumen: el hombre, rehecho por Dios que lo "justifica", no sólo ha superado el vacío
del pecado, sino que se encuentra inserto en un dinamismo nuevo, que alcanza su vértice en
la capacidad de amar a Dios con el amor mismo de Dios.
2. PARTE EXHORTATIVA. El dinamismo del amor del que es capaz el cristiano encuentra en la
parte exhortativa de la carta toda una serie de ejemplos aplicativos que merecen una atenta
consideración. El cuadro teológico de la vida según el Espíritu se ve enriquecido y precisado.
Seguimos el orden de la exposición.
Pablo exhorta ante todo, apelando directamente al amor de Dios que ha puesto en movimiento la
salvación, a "que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios;
éste es el culto que debéis ofrecer" (Rom 12,1).
La que en la experiencia del AT —y que Pablo había hecho suya con entusiasmo— era la
actividad litúrgica del templo y a él limitada, se extiende ahora a todo el conjunto de la vida. La
oferta sacrificial viva y continuada, constituida por el "cuerpo" —o sea, en el lenguaje típico de
Pablo, por todas las relaciones concretas de la persona que vive en el tiempo y en el espacio—, se
convierte ahora en una verdadera liturgia de toda la existencia. Justamente esta actitud permanente
de culto le da a la vida aquel sentido profundo, aquel valor de coherencia, aquella lógica que era
una aspiración constante en el ambiente griego, y que en el fondo se encuentra en cada hombre.
La vida adquiere sentido y valor en la medida en que es ofrecida a Dios.
Sobre este fundamento de una liturgia nueva, que abraza toda la existencia proyectándola en la
búsqueda incondicionada de la voluntad de Dios, adquieren relieve e interés las otras
puntualizaciones concretas que presenta Pablo.
La constante más importante —hasta el punto de constituir la plenitud de la nueva ley (cf Rom 13,
10)— de la voluntad de Dios respecto al cristiano es "un amor sincero" (Rom 12,9). Participación
y expresión del amor mismo de Dios, el amor del cristiano tendrá una apertura constante a todos,
una disponibilidad y una capacidad de acogida sin límites, una creatividad gozosa. Lo mismo que
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el de Dios, el amor del cristiano no retrocede ante el mal: "No te dejes vencer por el mal; al
contrario, vence el mal con el bien" (Rom 12,21).
Volviendo al tema del amor como síntesis de la ley —seguimos en el ámbito de la voluntad de
Dios respecto del hombre—, Pablo hace una aplicación articulada del mismo a la situación
eclesial de Roma a propósito de los "débiles" y de los "fuert°s" en la fe. El discurso tiene un
planteamiento teológico simple y lineal: "Nosotros, los fuertes, debemos sobrellevar las
deficiencias de los débiles y no buscar lo que nos agrada a nosotros mismos. Cada uno de nosotros
debe procurar agradar a su prójimo para su bien y su robustecimiento en la fe. Porque Cristo no
buscó lo que le agradaba" (Rom 15,1-3). El respeto del ritmo de crecimiento propio de la fe ajena
es encuadrado en una actitud global de amor, que desplaza hacia el otro el centro de gravedad del
interés: el otro es más importante que yo. El amor que se desposee de sí para hacerse don ha sido
el amor típico de Cristo. En el cristiano que ama al otro como otro, determinándose por él, revive
la opción fundamental de Cristo. En la búsqueda de la voluntad de Dios encuentra el cristiano en
su camino el ejemplo de Cristo.
Finalmente, merece una breve reflexión teológico-bíblica también el capítulo 16, que cierra la
carta en la forma que, al menos desde un cierto tiempo en adelante, adquirió y que mantuvo
constantemente.
Las recomendaciones de Febe (cf Rom 16,1-2), el elogio conmovido de Aquila y Prisca (16,3-4),
la larga lista de saludos que, lejos de ser una enumeración árida y formal, presenta en cada nombre
un rasgo de atención personal, todo esto nos muestra la amplitud del horizonte humano de Pablo.
La viva conciencia de la trascendencia del evangelio y de su misión, la solicitud constante por
todas las Iglesias, la reflexión teológica tan exigente y profunda como aparece en todas las cartas
no le hacen olvidar la amistad, la cual, por el contrario, fue un coeficiente que inspiró su actividad
y su vida. Pablo, incluso estimulante e incómodo, no fue nunca un misántropo aislado.
BIBLIOGRAFIA
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