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A.

Arnauld:
Su crítica a la demostración cartesiana de
la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia

por
Antonio García Ninet

Como ya se ha dicho, Descartes consideró en principio que la claridad y distinción


con que se le había presentado la verdad de la propia existencia mientras pensaba en ella
podía ser la clave para distinguir los auténticos conocimientos de aquellos que no
ofrecían garantías suficientes de serlo; pero pensó también que debía justificar esta regla
antes de aplicarla de forma generalizada a los demás conocimientos para asegurarse de
su verdad, pues en las Meditaciones metafísicas, llevando su afán crítico a un extremo
hiperbólico –como el propio Descartes lo calificó-, se había planteado la posibilidad de
que el mismo “Dios” le hubiera hecho ver como evidentes “conocimientos” que en
realidad fueran simples ilusiones1 y, de este modo, la duda acerca de la existencia de un
mundo externo o acerca de los conocimientos matemáticos quedaba afianzada con
mucho mayor motivo, hasta el punto de que, siendo coherente con tal supuesto, el
pensador francés no hubiera podido escapar de un solipsismo escéptico2.
Esta duda –al igual que la hipótesis del genio maligno o la de un dios malvado y
mentiroso-, que impedía avanzar un solo paso en el conocimiento, sólo era superada por
la verdad del cogito y, en consecuencia, sólo demostrando la existencia de un dios que
no fuera engañador y que, en consecuencia, excluyese la posibilidad de la existencia del
genio maligno y la del dios engañador, confirmaría el valor de la regla de la evidencia y

1
MM, I; AT IX 16. La cursiva es mía. La hipótesis en favor de la existencia de un dios inauténtico pero
suficientemente poderoso como para provocar ese mismo engaño absoluto aparece también en la
meditación tercera, donde escribe: “…se me ocurría que quizá un Dios podía haberme dado una natura-
leza tal que yo me equivocara incluso con respecto a las cosas que me parecían más claras. Pero siempre
que se presenta a mi pensamiento esta opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia
de un Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe
aun en las cosas que creo conocer con una evidencia muy grande”.
2
La hipótesis acerca de la existencia de un dios engañador había sido planteada en el siglo XIV por
Ockham y por Jean de Mirecourt, pero éste apenas le concedió valor, y consideró por ello que la
“evidentia naturalis”, relacionada con la experiencia, aunque no tenía un valor tan absoluto como el
derivado del principio de contradicción, que era el fundamento de las verdades matemáticas, tenía fuerza
suficiente como para justificar el valor de los conocimientos de la experiencia.
de todos los conocimientos que se ajustasen a ella. Así lo indicó el pensador francés en
el Discurso del método al escribir:
“Esto mismo que antes he tomado como una regla, a saber, que las cosas que
concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas, sólo es segura porque
Dios es o existe y que es un ser perfecto y que todo lo que está en nosotros procede
de él”3.
A la vez, el “teólogo” francés defendió la doctrina de que la práctica totalidad de
las verdades dependía de ese dios en el sentido de que no eran verdades por su propia
consistencia sino sólo como resultado de una libre decisión divina, tal como lo afirmó
en su correspondencia con el padre Mersenne, en la que dijo:
-“las verdades matemáticas, que usted llama eternas, han sido establecidas por
Dios y dependen enteramente de él, lo mismo que todo el resto de las criaturas”4, y
-“la existencia de Dios es la primera y la más eterna de todas las verdades que
puede haber y la única de que proceden todas las demás”5.
En consecuencia, Descartes juzgó que las verdades aparentemente evidentes no se
justificaban por su propia evidencia sino que se sustentaban en el propio dios del
cristianismo, cuya existencia creyó poder demostrar.
Sin embargo, en contradicción con esta doctrina, en otros momentos defendió
igualmente la existencia de verdades evidentes que eran verdaderas por sí mismas, no
estando subordinadas a “Dios”. Y fue precisamente esta tesis la que utilizó para res-
ponder a la objeción acertada de A. Arnauld, a pesar de que la doctrina cartesiana
dominante era, como se acaba de mostrar, aquella según la cual todas las verdades
procedían de “Dios”. Y, por ello, tal como le criticó Arnauld y como se verá a conti-
nuación, Descartes fracasó en su intento de demostrar la existencia de ese dios veraz.
b) En efecto, A. Arnauld (1612 – 1694) consideró que los intentos cartesianos por
demostrar la existencia de “Dios” a partir de la regla de la evidencia implicaban un
círculo vicioso, pues tal pretensión, unida a la de fundamentar a continuación la regla de
la evidencia a partir de “Dios”, era precisamente eso.
En este sentido, en sus objeciones a las Meditaciones Metafísicas, Arnauld había
dicho con total claridad y coherencia:
“Sólo un escrúpulo me resta, y es saber cómo [el señor Descartes] puede pretender
no haber cometido círculo vicioso cuando dice que sólo estamos seguros de que
son verdaderas las cosas que concebimos clara y distintamente, en virtud de que
Dios existe. Pues no podemos estar seguros de que existe Dios, si no concebimos
eso con toda claridad y distinción; por consiguiente, antes de estar seguros de la
existencia de Dios, debemos estarlo de que es verdadero todo lo que concebimos
con claridad y distinción”6.
La respuesta de Descartes a esta objeción fue decepcionante, como no podía ser de
otra manera, pues en lugar de aceptar el valor de esta crítica, se defendió de ella

3
DM, IV; AT VI 38: “…cela même que j’ai tantôt pris pour une règle, à savoir que les choses que nous
concevons très clairement et très distinctement sont toutes vraies, n’est assuré qu’à cause que Dieu est ou
existe, et qu’il est un être parfait, et que tout ce qui est en nous vient de lui”.
4
Carta a Mersenne, 18 de marzo de 1630. La cursiva es mía.
5
Carta a Mersenne, 6 de mayo de 1630. La cursiva es mía.
6
A. Arnauld: Cuartas objeciones; incluidas en las Meditaciones Metafísicas.
mediante una burda artimaña, diciendo que, por lo que se refería al valor de la
evidencia, había
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Contradicción: En su respuesta a Arnauld Descartes defiende que las proposiciones que conocemos de
manera evidente son verdaderas sin necesidad de que “Dios” sea la garantía de su verdad. Sin embargo,
en múltiples ocasiones defendió de modo contradictorio que todas las verdades -con las únicas
excepciones de la verdad del cogito y de la que lo que ha sucedido no haya sucedido- dependían de la
libre omnipotencia divina, tal como proclama cuando escribe: “la existencia de Dios es […] la única
[verdad] de que proceden todas las demás” (Carta a Mersenne, 6 de mayo de 1630. La cursiva es mía).
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hecho una distinción
“entre las cosas que concebimos […] muy claramente, y aquellas que recordamos
haber concebido muy claramente en otro tiempo. En efecto, en primer lugar,
estamos seguros de que Dios existe, porque atendemos a las razones que nos
prueban su existencia; mas, tras esto, basta con que nos acordemos de haber
concebido claramente una cosa para estar seguros de que es cierta: y no bastaría
con esto si no supiésemos que Dios existe y no puede engañarnos”7,
de manera que las verdades actualmente evidentes no requerirían de la garantía divina,
mientras que las últimas sí.
Esta respuesta a la objeción de Arnauld estaba en contradicción con la mayoría de
los textos en que Descartes se refería a esta misma cuestión, en los que –aunque no
siempre- defendió la subordinación a “Dios” de las proposiciones evidentes, de manera
que éstas eran verdaderas en cuanto el propio “Dios” era la garantía de que su evidencia
se correspondía con la verdad.
El argumento de Descartes para defenderse de la crítica de Arnauld era tan absurdo
que todo aquel proceso relacionado con la duda metódica -por el que tanto los
conocimientos referidos al mundo sensible como los de carácter matemático habían
quedado puestos en suspenso mientras su verdad no quedase garantizada por la
existencia de un dios veraz- habría sido una simple comedia -al margen de que, por
otros motivos, parece que lo fue-, si el papel de “Dios” en este problema sólo hubiera
sido el de garantizar la verdad de las proposiciones evidentes cuya explicación se
hubiera olvidado.
¿Qué sentido tenía la afirmación cartesiana de la autosuficiencia de evidencias
como las de las Matemáticas cuando en el Discurso del método había puesto en duda su
valor y cuando además había afirmado que los radios de una circunferencia eran iguales
porque “Dios” así lo había querido y no por tratarse de una verdad evidente por sí
misma? Conviene insistir por ello en que, como le criticó Arnauld, si Descartes podía
dudar del valor de la evidencia mientras no demostrase la existencia de “Dios”, no podía
contar con ninguna base sólida a partir de la cual demostrar la existencia de ese “Dios”,
pues por muy evidente que fuera tal demostración, siempre podría tratarse de una “falsa
evidencia” provocada por el genio maligno o por un dios engañador o por un simple
error en su forma de razonar.
Además, como puede comprobarse mediante la lectura de las obras del pensador
francés y como se mostrará a continuación, aunque en las Reglas para la dirección del
espíritu había defendido el carácter de verdad absoluta de algunas evidencias, como las

7
MM, Respuestas a las cuartas objeciones.
de carácter matemático, posteriormente defendió de modo claro la subordinación de
toda evidencia y de toda verdad a “Dios”, hasta el punto de llegar a considerar que el
mismo principio de contradicción dependía de su omnipotencia8.
Por otra parte y en relación con esta cuestión, resulta francamente sorprendente que
una objeción tan fundamental como la presentada por Arnauld sólo diera lugar a una
respuesta tan escueta y alejada de sus planteamientos anteriores. Parece que el motivo
de tal brevedad se relaciona con la intención del pensador francés de minimizar la
importancia de la seria objeción a la que se enfrentaba, tratando de que pasara lo más
desapercibida posible, precisamente porque debió de ser consciente de que, en cuanto la
objeción era acertada y no tenía ninguna respuesta que contrarrestase su valor, su
sistema deductivo quedaba privado de fundamento.
Como prueba en favor de la crítica de Arnauld respecto al valor condicionado y,
por ello mismo, relativo de las diversas evidencias y de la consiguiente imposibilidad
lógica de que pudieran servir para demostrar la existencia de “Dios”, tiene interés
mostrar algunos textos en los que Descartes proclama la subordinación a “Dios” de
cualquier verdad, de manera que en definitiva las supuestas verdades evidentes sólo
tuvieron un valor independiente de “Dios” en las Reglas y en algún otro momento, pero
sin ser la doctrina dominante en los textos del pensador francés:
c1) Así puede comprobarse en el Discurso del método, donde Descartes había
hecho referencia con absoluta claridad a “Dios” como garantía de toda evidencia y, por
lo tanto, de toda verdad, y no sólo de aquellas cuyas razones habían dejado de estar
presentes en la conciencia, escribiendo en este sentido:
“si no supiéramos que todo lo que en nosotros es real y verdadero proviene de un
ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas no
tendríamos ninguna razón que nos asegurase que tienen la perfección de ser
verdaderas”9.
Y así puede verse también cuando escribe:
“la existencia de Dios es […] la única [verdad] de que proceden todas las
demás”10.
Es decir, que la claridad y distinción, o sea, la evidencia por sí misma sería
radicalmente insuficiente para estar seguros de nada mientras no se dispusiera del
conocimiento de la existencia de ese dios del que, según Descartes, dependía la verdad
de todas las evidencias.
A partir de esta consideración Arnauld le planteó la objeción anterior, según la cual
había un círculo vicioso en el planteamiento cartesiano en cuanto utilizaba las
8
Para hablar con mayor exactitud, hay que reconocer que, como luego se verá, existe algún texto en las
Meditaciones metafísicas cuya ambigüedad podría dar pie a que se interpretase en un sentido similar al de
la respuesta cartesiana a Arnauld. Por ello luego se analizará con cierto detalle dicho texto a fin de
clarificar su sentido.
9
DM, IV; AT VI 39. Versión original en la nota 233. El subrayado es mío. Hablar de la perfección de
“ser verdaderas” no parece muy acertado, pues los juicios son verdaderos o falsos, correctos o
incorrectos, pero decir que son perfectos o imperfectos es lo mismo que decir que son verdes o azules.
Por otra parte, al igual que Kant dijo que la existencia no era un predicado real sino la posición absoluta
de una cosa, de un sujeto junto con sus cualidades, por un motivo similar hay que decir que las ideas son
lo que son, pero no más o menos perfectas porque en la realidad trascendente exista o no algo que se
corresponda con ellas.
10
Carta a Mersenne, 6 de mayo de 1630. La cursiva es mía.
“proposiciones evidentes” para demostrar la existencia de “Dios”, pero a continuación
proclamaba que sólo “Dios” garantizaba la verdad de tales proposiciones. En
consecuencia, no podía utilizarlas para demostrar la existencia de “Dios” en cuanto su
verdad se había hecho depender de la existencia de ese supuesto dios y, por ello, el
planteamiento cartesiano constituía un círculo vicioso.
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Círculo vicioso: Como indicó Arnauld, Descartes utilizó las “proposiciones evidentes” para demostrar la
existencia de “Dios”, pero a continuación proclamó que sólo “Dios” garantizaba la verdad de las
“proposiciones evidentes”; en consecuencia, mientras no conociese la verdad de la existencia de “Dios”
no podía garantizar la verdad de dichas proposiciones, y, por ello, no podía utilizarlas para demostrar la
existencia de “Dios” sin incurrir en un círculo vicioso.
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c2) Este círculo vicioso siguió apareciendo en diversos lugares de las Meditaciones
Metafísicas, obra en la que se encontraba la objeción de Arnauld y donde el “teólogo”
francés, no tuvo reparos en contradecirse nuevamente respecto a la respuesta que había
dado a dicha objeción, llegando al extremo absurdo de proclamar:
a) “la certeza misma de las demostraciones geométricas depende del conocimiento
de un Dios”11
b) “no niego que un ateo pueda conocer con claridad que los ángulos de un
triángulo valen dos rectos; sólo sostengo que no lo conoce mediante una ciencia
verdadera y cierta, pues ningún conocimiento que pueda de algún modo ponerse en
duda puede ser llamado ciencia; y, supuesto que se trata de un ateo, no puede estar
seguro de no engañarse en aquello que le parece evidentísimo […] y no estará
nunca libre del peligro de dudar, si no reconoce previamente que hay Dios”12.
En estas consideraciones existen diversos atentados contra la Lógica que conviene
comentar, pues ambos textos se encuentran en contradicción con lo siguiente:
1) No existe incompatibilidad alguna en ser ateo e intuir como evidentes las
verdades matemáticas a partir del principio de contradicción. Pero, además, lo más
sorprendente del caso es que en esta misma obra el propio autor francés consideró de
manera asombrosa y contradictoria que las evidencias matemáticas eran verdaderas
por encima incluso del capricho de un dios que se empeñase en engañarle. En efecto,
en este sentido escribió:
“engáñeme quien pueda, que jamás logrará hacer que […] dos y tres reunidos
hacen más o menos que cinco o cosas parecidas, que veo claramente que no
pueden ser de otro modo que como las concibo”13.
2) Igualmente en estos pasajes Descartes se contradijo con su propia respuesta a
Arnauld, en la que le decía que las verdades evidentes valían por sí mismas y que, por
ello, podían utilizarse para demostrar la existencia de “Dios”, a pesar de que el pensador
francés había proclamado que la regla de la evidencia, por la que podían aceptarse
como verdaderos aquellos contenidos que se mostrasen como evidentes, sólo era válida
en cuanto su valor venía garantizado por la existencia de “Dios”14.

11
MM, Síntesis de las seis meditaciones; AT IX 11.
12
MM, Respuestas a las segundas objeciones. La cursiva es mía.
13
MM, III; AT IX 28. La cursiva es mía.
14
DM, 4ª parte; AT, VI, 39. Versión original en nota 233.
En el texto b, antes citado, el “teólogo” francés sorprende nuevamente por la
inconsistencia de sus planteamientos, ya que, si deseaba mantener la tesis de que la
evidencia tenía un valor absoluto e independiente, no podía afirmar que el ateo “no
puede estar seguro de no engañarse en aquello que le parece evidentísimo”, pues tal
afirmación es contradictoria con la defensa simultánea de la verdad independiente de
las proposiciones matemáticas.
No obstante, esta precaución por asegurar la verdad de las proposiciones evidentes
a partir de la existencia de “Dios” puede verse como una señal de que Descartes era
consciente de que la evidencia era sólo una impresión, y, por ello, algo subjetivo, por lo
que no bastaba con ella para estar seguro de la verdad de cualquier proposición.
Recordemos, además, que aquellas “falsas evidencias”, que él reconoció haber tenido,
no reforzaban precisamente el valor de la evidencia como criterio de verdad.
Este último texto tiene además la particularidad –que apare-ce también en otros
momentos- de que en él se defiende el prejuicio según el cual “ningún conocimiento que
pueda de algún modo ponerse en duda puede ser llamado ciencia”, es decir que sólo
puede considerarse científico el conocimiento que sea absolutamente seguro. Este punto
de vista era erróneo, aunque el pensador francés pudo haberlo defendido porque
consideró, como muchos otros en aquel tiempo, que el concepto de ciencia tenía que
referirse a conocimientos necesarios –Aristóteles había definido la ciencia como
“conocimiento de lo necesario”- y porque la dedicación de Descartes a una ciencia
formal como las Matemáticas, cuyos conocimientos son efectivamente necesarios por
ser tautológicos, pudo haberle llevado a creer que esa misma necesidad era igualmente
exigible y podía obtenerse en toda clase de ciencias, viendo en “Dios” la única garantía
de la verdad objetiva y necesaria de aquellas evidencias en que debía consistir tal
conocimiento.
En la actualidad, sin embargo, nadie duda de que los conocimientos científicos de
carácter empírico sólo tienen un valor meramente probable, y que no por ello dejan de
ser conocimientos científicos.
3) Además, hay que decir que Descartes, llevado de su frivolidad tan habitual,
incurre en una nueva contradicción en los términos en el último texto citado al afirmar
que “un ateo [puede] conocer con claridad que los ángulos de un triángulo valen dos
rectos”, declarando a continuación que “no lo conoce mediante una ciencia verdadera y
cierta” o que “no puede estar seguro de no engañarse”. Ahora bien, en cuanto
Descartes parte del supuesto de que el ateo conoce con claridad, en tal caso y desde sus
propios planteamientos el conocimiento del ateo debería haberlo calificado como
verdadero y cierto y, por ello mismo, como científico, e igualmente debería haber
aceptado que la “claridad” con que conoce el ateo se corresponde precisamente con
“la seguridad de no engañarse” que le niega.
No obstante, parece que lo que Descartes pretende decir es que, como toda verdad
depende de “Dios”, la seguridad del ateo podría quedar siempre cuestionada en tanto
desconociese o negase la existencia del ser de quien a su parecer procede toda verdad.
Sin embargo, por mucha seguridad que el creyente pudiera tener acerca de la verdad de
sus evidencias, eso no tenía por qué repercutir en la verdad objetiva de las evidencias a
que hubiese llegado el ateo. En caso contrario, ¿qué explicación tenían las falsas
evidencias que el propio Descartes, tan católico él, reconoció haber tenido?
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Contradicción: Dice Descartes que el ateo no puede estar seguro de la verdad de lo que conoce con
claridad [= evidencia, en este contexto] porque sólo “Dios” puede garantizar que tal conocimiento,
además de claro [evidente en este contexto], sea verdadero. Sin embargo, en su réplica a la objeción de
Arnauld dice que puede demostrar la existencia de “Dios” porque los conocimientos evidentes son
verdaderos sin necesidad de que “Dios” los garantice.
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Esta respuesta de carácter teológico tiene el interés de servir para mostrar, una vez
más, la contradicción existente entre este punto de vista y el expresado en la respuesta a
Arnauld, a quien había replicado que los conocimientos evidentes eran verdaderos con
independencia de la divinidad y que precisamente por eso a partir de ellos podía
demostrarse la existencia de “Dios”.
Sin embargo y en contradicción con lo anterior, en muchos otros momentos
Descartes defiende que toda verdad depende de Dios y, de hecho, con la excepción de
la verdad del cogito, la duda metódica le lleva a dudar de todo, por lo que, de acuerdo
con Arnauld, aquí nos encontraríamos con ese círculo vicioso que éste planteó, ya que
para demostrar la existencia de “Dios” debía partir de proposiciones que fueran
verdaderas de forma incondicional, pero –entre otros motivos- la hipótesis del genio
maligno o la del dios engañador impedían que este requisito se cumpliera.
c3) En un sentido muy similar el “teólogo” francés escribió más adelante:
“dije que los escépticos no habrían dudado acerca de las verdades geométricas si
hubiesen conocido a Dios como se debe, porque como estas verdades de la
geometría son sumamente claras, no habrían tenido ninguna ocasión de dudar de
ellas si hubiesen sabido que todas las que se entienden claramente son verdaderas;
pero esto está contenido en el conocimiento suficiente de Dios y esto mismo es un
medio que no estaba a su alcance”15.
Descartes defiende aquí que “todas las [proposiciones de la Geometría] que se
entienden claramente son verdaderas” y sitúa nuevamente a “Dios” como garante de su
verdad y de la verdad de cualquier otra evidencia, de forma que sin el previo conoci-
miento de “Dios” cualquier otro conocimiento sería siempre dudoso. Por ello, incurre de
nuevo en la contradicción de defenderse de la crítica de Arnauld al afirmar a un tiempo
la existencia de verdades evidentes con independencia de “Dios” y al negar la
posibilidad de tales verdades si no estuvieran garantizadas por “Dios”, que era el punto
de vista que Arnauld le había objetado en cuanto la pretensión de demostrar la
existencia de “Dios” a partir de premisas cuyo valor estaba condicionado al hecho de
que ese “Dios” existiera previamente era un círculo vicioso.
c4) Finalmente en los Principios de la Filosofía comentó:
“cuando después [la mente] recuerda que aún no sabe si […] ha sido creada de tal
naturaleza que se engañe aun en aquellas cosas que le parecen muy evidentes, ve
que duda justificadamente de ellas y que no puede tener ninguna ciencia cierta
antes de haber conocido al autor de su origen”16.
En este último texto Descartes insiste en que la única forma de conseguir una
“ciencia cierta” es mediante el previo conocimiento de “Dios”, en cuanto éste sería la
única garantía de la verdad absoluta de lo que pudiera intuir como evidente, pues, si el

15
“Respuesta a Hyperaspistes”, agosto de 1641; AT III 433. La cursiva es mía.
16
PF, I; AT VIII 9-10.
ser humano fuera una simple obra de la Naturaleza, sus evidencias podrían ser ilusiones
caprichosas forjadas por dicha Naturaleza y no podría estar seguro de su
correspondencia con auténticas verdades, mientras que el conocimiento de que su
creador era “Dios” –un dios veraz- este conocimiento le serviría para asegurarse de la
verdad de sus evidencias.
Aquí Descartes comete varios errores, pues, en primer lugar, ni ha dado ni dará en
ningún momento, sino todo lo contrario, una demostración de que su dios sea un dios
veraz, por lo que pretender asegurar la verdad de las proposiciones evidentes a partir de
este dios es totalmente inadecuado. Pero, además, el mismo Descartes reconoce en otros
momentos que “Dios” permite que se equivoque, por lo que este dios, el dios cristiano,
no podría ser garantía de nada.
Además, el pensador francés parte del supuesto de que su dios es veraz, indicando
que la mentira sería una señal de debilidad o de maldad, pero esta afirmación implica
considerar que la omnipotencia divina debía estar regida –y por lo tanto limitada- por
supuestos valores absolutos, olvidando que, de acuerdo con Ockam, el pensador francés
había defendido que todos los valores dependían de la omnipotencia de Dios, mientras
que él no estaba subordinado a ninguno, ya que en tal caso no sería omnipotente. Por
ello, siendo consecuente con la supuesta omnipotencia divina, no tenía sentido afirmar
que la veracidad fuera un valor al que tal omnipotencia estuviera sometida.
En segundo lugar, Descartes se equivoca al considerar la ciencia como un
conocimiento necesario, para lo cual debía estar avalada por “Dios”. Pero eso es
radicalmente falso, pues el científico no pretende que los resultados de sus
investigaciones sean necesariamente verdaderos sino que es consciente de su carácter
meramente aproximado o probable.
En tercer lugar, el científico, sea ateo o creyente, cuando investiga, deja a un lado
sus creencias o incredulidades religiosas y se guía por el método experimental, que es el
que le servirá para comprobar hasta qué punto sus teorías se corresponden con los
hechos.
Parece que solo teniendo en cuenta la frivolidad de sus razonamientos puede
comprenderse que Descartes incurriera en este círculo vicioso, pues, desde las mismas
premisas de que parte, quien ignore si “Dios” existe en ningún momento podrá dejar de
ignorarlo en cuanto la verdad de las premisas para llegar al conocimiento de la
existencia de “Dios” –según el pensador francés defiende- sólo podrían estar
garantizadas por ese dios cuya existencia está por demostrar, por lo que tal
demostración no podría darse sin incurrir en un círculo vicioso.
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Contradicción: Descartes afirma que “Dios” es la garantía de la verdad de las propias evidencias,
olvidando que por su omnipotencia Dios –tal como el pensador francés reconoce en otros momentos-
podría ser infinitamente más engañador que el genio maligno. Es cierto, por otra parte, que Descartes
rechaza que su dios sea engañador, pero también lo es que afirma en varias ocasiones que podría serlo si
quisiera. Por ello, la supuesta existencia de “Dios” no serviría para garantizar la verdad de ninguna
evidencia.
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Por otra parte, parece que la obsesión cartesiana por situar a “Dios” como garantía
de la verdad de cualquier evidencia provenía de los siguientes motivos:
-En primer lugar, Descartes pudo haber considerado que la regla de la evidencia no
era un criterio seguro para la obtención del conocimiento en cuanto era sólo una
impresión, y por lo mismo, algo subjetivo.
- En segundo lugar, en las Meditaciones Metafísicas Descartes había reconocido la
existencia de “falsas evidencias”, escribiendo en este sentido:
“me puedo convencer de haber sido hecho de tal modo por la naturaleza que me
pueda engañar fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con la mayor
evidencia y certeza, dado principalmente que me acuerdo de haber estimado a
menudo muchas cosas como verdaderas y ciertas, a las que después otras razones
me han llevado a juzgar como absolutamente falsas”17.
Sin embargo, a pesar de la sensatez de esta reflexión Descartes no renunció a
considerar la regla de la evidencia como talismán del conocimiento sino que trató de
encontrarle una garantía para su aplicación segura más allá de la propia subjetividad, y
pretendió haberla encontrado en el dios veraz del cristianismo, olvidando que aquellas
“falsas evidencias” que había tenido eran por sí mismas una demostración irrefutable de
la falta de valor de la evidencia como criterio de verdad, al margen de que ese dios
existiera o no.
d) Junto a los textos que demuestran que Arnauld había interpretado acertadamente
la “demostración” cartesiana de la existencia de “Dios” haciendo referencia al círculo
vicioso en que Descartes había incurrido, en las Meditaciones metafísicas aparecen
otros textos en los que el pensador francés plantea esta cuestión de un modo
contradictorio y que requieren, por ello mismo, de algún comentario.
El primero de estos textos afirma la verdad absoluta del cogito, de que es imposible
que lo que ha sucedido no haya sucedido y la verdad de las evidencias de carácter
matemático –“o cosas parecidas”- con absoluta independencia de su dios, mientras que
en los dos siguientes afirma la subordinación de las verdades matemáticas y cualquier
otra al dios cristiano, con la única excepción de la verdad “pienso, luego existo” y la de
que lo que ha sucedido no haya sucedido:
d1) Dice en el primer texto:
“…siempre que reparo en las cosas que creo concebir muy claramente, me
persuaden hasta el punto de que prorrumpo en palabras como éstas: engáñeme
quien pueda, que jamás logrará hacer que no sea nada mientras pienso que soy algo
o que algún día será verdad que no he sido nunca, siendo verdad ahora que soy, o
bien que dos y tres reunidos hacen más o menos que cinco o cosas parecidas, que
veo claramente que no pueden ser de otro modo que como las concibo”18.
Considerado de forma aislada este pasaje, podría verse al menos como una prueba
de que la defensa cartesiana frente a la objeción de Arnauld se correspondía al menos
con lo afirmado aquí, en las Meditaciones. Sin embargo, además del texto, hay que tener
en cuenta el contexto en el que estas consideraciones aparecen, y para ello, conviene
atender a lo que el autor dice antes y después de este pasaje. Así, unas líneas antes
expone la hipótesis del dios engañador:

17
MM, V; AT IX 55. La cursiva es mía.
18
MM, III; AT IX 28.
“…siempre que se presenta a mi pensamiento esta opinión preconcebida del
soberano poder de un Dios me veo obligado a confesar que le es fácil, si quiere,
hacer de modo que yo me equivoque incluso en las cosas que creo conocer con una
evidencia muy grande”19.
Esta página de las Meditaciones resulta especialmente llamativa porque en ella
Descartes parece estar pensando en voz alta y reflejando los pensamientos
contradictorios que le venían a la mente, tanto los que se relacionaban con la idea de
que cualquier verdad estaría subordinada a “Dios” como los que se relacionaban con la
idea de que había verdades absolutas e independientes de su omnipotencia.
Pero, a continuación presenta una aparente solución a tal contradicción:
“puesto que no tengo ninguna razón para creer que existe algún Dios engañador, e
incluso que no he considerado aún las que prueban que existe un Dios, la razón
para dudar [de la verdad de las evidencias antes afirmadas] es bien ligera […] Pero
para poder eliminarla por completo debo examinar […] si existe un Dios; y si
encuentro que existe uno, debo examinar también si puede ser engañador 20; pues,
sin el conocimiento de esas dos verdades, no veo que pueda estar jamás seguro de
cosa alguna”21.
Es decir, que a pesar de haber afirmado en el primer texto como verdaderas las
evidencias de carácter matemático, ahora, al reconocer que debe “examinar […] si
existe un Dios” y “examinar también si puede ser engañador”, eso le lleva finalmente a
negar que tales intuiciones tengan un valor absoluto, supeditando éste al de la existencia
de un dios veraz. Por ello, de forma inevitable Descartes incurre en el círculo vicioso
que le había objetado Arnauld, pues, si era verdad que “sin el conocimiento de esas dos
verdades [entre ellas, la de la existencia de un Dios veraz]” no podía estar jamás seguro
de cosa alguna, por lo mismo no podía contar con ninguna premisa segura para
demostrar tal existencia.
d2) A continuación hay otros textos en los que Descartes se plantea nuevamente la
misma cuestión con cierta ambigüedad, pero que finalmente, como en el caso anterior,
se resuelven en favor de la subordinación de la verdad de cualquier evidencia a la
omnipotencia y a la veracidad de “Dios”. Se dice en el primero:
“aunque sea de tal naturaleza que, tan pronto comprenda alguna cosa muy clara y
distintamente, no puedo dejar de creerla verdadera, sin embargo, puesto que soy
también de tal naturaleza que no puedo mantener el espíritu siempre fijo en una
misma cosa y que a menudo me acuerdo de haber juzgado una cosa como
verdadera, cuando dejo de considerar las razones que me han obligado a juzgarla
así, puede suceder en el intervalo que se me presenten otras razones que me hagan
cambiar fácilmente de opinión, si ignorara que hay un Dios22. Y así jamás poseería

19
MM, V; AT IX 28. La cursiva es mía.
20
MM, V; AT IX 28-29. Descartes afirma, sin demostración de ninguna clase, “que existe un Dios” y
“que no es engañador”. ¿Cómo llegó a enterarse, teniendo en cuenta que en otro momento había
defendido que “Dios” podía ser engañador? Igualmente, Descartes se deshace del genio maligno sin dar
ninguna explicación clara ni distinta, aunque diga ahora que “la razón para dudar […] es bien ligera”.
Simplemente sucede que no le interesa su presencia y no sabe cómo hacerlo desaparecer.
21
MM, V; AT IX 28-29. La cursiva es mía.
22
Podría suceder –y de hecho sucede- que se me presentasen otras razones que me hicieran cambiar de
opinión acertando en este cambio y al margen de que ignorase si había un dios o no.
una ciencia verdadera y cierta de nada, sino solamente opiniones vagas e
inconstantes”23.
Conviene llamar la atención acerca de que en este texto Descartes no afirma que en
cuanto comprenda alguna cosa muy clara y distintamente sea verdadera, sino sólo que
no puede dejar de creerla verdadera, pero que sólo el conocimiento de la existencia de
un dios veraz puede proporcionarle la seguridad de que lo es, pues, según indica en otro
pasaje, si hubiera sido producido por la naturaleza y no por un dios veraz, no podría
estar seguro acerca de la correspondencia de las propias evidencias con la verdad. Sin
embargo, Descartes olvida aquí las ocasiones en que había reconocido que en el
pasado había tenido evidencias que posteriormente comprendió que eran falsas y de
que la supuesta existencia de “Dios” no le había servido de garantía –ni a él ni a
nadie- respecto a la verdad de aquellas “falsas evidencias”. Y así, lo que implicaban
aquellas “falsas evidencias” era que la existencia o no existencia de “Dios” no había
sido garantía de nada, pues tanto el hombre corriente como el científico más meticuloso,
y tanto el ateo como el creyente pueden equivocarse en cualquier momento como
consecuencia de la complejidad de la mente humana y de la naturaleza, considerando
unas razones y dejando de lado otras, de manera que “Dios” -suponiendo que existiera-
no intervenía en ningún momento para asegurar la verdad de ciertas evidencias y la
falsedad de otras. En definitiva y como ya se ha dicho, “Dios” no figura como parte
esencial ni accidental de ningún método científico y, por ello, los científicos
contribuyen al progreso de la ciencia, al margen de que sean ateos o creyentes, mediante
la utilización rigurosa del método experimental, que pueden aplicar en cualquier
momento, incluso para la comprobación de aquellas “evidencias olvidadas” de que
habló Descartes para responder a la crítica de Arnauld.
Por otra parte, tiene especial interés señalar que la respuesta cartesiana a la
objeción de Arnauld se basó en una consideración de este tipo: Para salir del apuro que
suponía dicha objeción, a Descartes no se le ocurrió otra cosa que decir que las
evidencias actuales eran independientes de “Dios” y que “Dios” era sólo la garantía de
la verdad de las evidencias olvidadas, es decir, de aquéllas cuyo proceso deductivo no
se encontraba actualmente presente en la propia mente, de manera que tal garantía
serviría para no tener que estar demostrando continuamente las evidencias cuyo proceso
deductivo por el que se habían obtenido se hubiera olvidado, en cuanto su afirmación
como verdad podía ser un espejismo si no se contaba con la garantía de un dios veraz
que legitimase la correspondencia entre tales evidencias olvidadas y la verdad. Pero esta
respuesta fue una simple artimaña que Descartes urdió en cuanto su egolatría era
incompatible con la admisión de un error tan frívolo como el señalado por Arnauld.
En el texto que sigue Descartes incurre en los mismos errores, afirmando de modo
explícito que sabe que los ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos mientras está
atento a la demostración, pero que nuevamente necesita saber que “Dios” existe para
estar seguro de aquella verdad en cuanto, si hubiera sido creado por la Naturaleza, no
podría estar seguro de que sus “evidencias olvidadas” fueran verdaderas:
“cuando considero la naturaleza del triángulo, sé con evidencia, puesto que estoy
versado en geometría, que sus tres ángulos valen dos rectos, y no puedo por menos
de creerlo, mientras está atento mi pensamiento a la demostración; pero tan pronto

23
MM, V; AT IX 29. La cursiva es mía.
como esa atención se desvía, aunque me acuerde de haberla entendido claramente,
no es difícil que dude de la verdad de aquella demostración, si no sé que hay Dios.
Pues puedo convencerme de que la naturaleza me ha hecho de tal manera que yo
pueda engañarme fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con más
evidencia y certeza, dado principalmente que me acuerdo de haber estimado a
menudo muchas cosas como verdaderas y ciertas, a las que después otras razones
me han llevado a juzgar como absolutamente falsas”24.
Sin embargo, la consideración de “Dios” como garante de las “evidencias
olvidadas” no tenía ningún sentido porque, al margen de la verdad del cogito, que era
independiente de la existencia de “Dios”, el propio Descartes afirma que no podía
existir ninguna otra evidencia, ni presente ni olvidada, a partir de la cual demostrar la
existencia de ese dios en cuanto aquellas primeras evidencias sólo tenían un valor
condicional, por lo que pensador francés no podía utilizarlas, quedando atrapado en un
solipsismo escéptico.
Además, al considerar que un genio maligno, un dios engañador o incluso su
propio dios podrían ser causas de evidencias engañosas, la situación se le complicaba
todavía más en cuanto luego no había forma de eliminar tales hipótesis.
Igualmente, aun en el caso de que hubiera podido demostrar la existencia de
“Dios”, dicha demostración no hubiera servido de nada en cuanto no podía asegurar
que ese dios tuviese que ser veraz –como el propio autor reconoce en otros momentos- y
que, por ello mismo, sirviera de garantía de la verdad de cualquier evidencia, ni de las
olvidadas ni de las actuales.
Además, aunque se tenga la impresión de que Descartes fue algo perezoso al
recurrir a “Dios” como garantía de la verdad de sus “evidencias olvidadas” sin reparar
en que podía recuperarlas repasando el proceso deductivo qu le había llevado hasta
ellas, parece que el motivo de que asignase a su dios este papel no fue otro que el de
encontrar una defensa ante la objeción de Arnauld: En lugar de aceptar que había
subordinado a su dios el valor de cualquier evidencia –a excepción de la del cogito y
otra-, ahora le convenía afirmar que las proposiciones evidentes eran verdades
independientes de “Dios”, pues sólo así podía servirse de algunas de ellas como
premisas para intentar demostrar la exis-tencia de ese dios25.
En definitiva, la objeción de Arnauld seguía siendo válida: Descartes no podía
demostrar la existencia de “Dios” a partir de evidencias cuya verdad sólo podía estar
garantizada por ese mismo “Dios” cuya existencia y veracidad estaba por demostrar.
Por ello, Descartes incurrió no sólo en un círculo vicioso sino también en una
nueva incoherencia cuando consideró que “Dios” debía ser veraz, olvidando que por su

24
MM, V; AT IX 55. La cursiva es mía.
25
Insistiendo en este punto, conviene tener en cuenta la serie de ocasiones en que a propósito de las
verdades matemáticas, a propósito de la verdad del principio de contradicción y a propósito de toda
verdad en general, Descartes proclama que todas ellas son verdades no por su propia consistencia sino
sólo porque “Dios” así lo ha querido, pues la omnipotencia y la voluntad divina son el fundamento
absoluto de todo valor y de toda verdad, de manera que, como consecuencia de tal omnipotencia, el
creyente tendría mayores motivos que el ateo para desconfiar de la verdad de sus evidencias, en cuanto
fuera consciente de que su dios omnipotente podría sugerirle evidencias a las que no les correspondiera
verdad alguna, mientras que el ateo cuenta con principios lógicos, como el de contradicción, para
confirmar o rechazar las proposiciones de las Matemáticas, y con la experiencia para mantener o falsar
sus diversas hipótesis y teorías relacionadas con la realidad empírica.
omnipotencia su dios podía ser más mentiroso que el genio maligno y no asumiendo
que el conocimiento científico deriva de la aplicación de la metodología científica, clave
para el establecimiento, el mantenimiento o la sustitución de cualquier hipótesis o teoría
en cuanto sea o no coherente con los hechos, sin necesidad de atender para nada a
“criterios teológicos” que aseguren la verdad de las doctrinas científicas. Igualmente,
hubiera podido recordar que la aplicación de la cuarta regla de su método le habría
podido servir para conseguir que los resultados obtenidos en una investigación fueran
más seguros, sin necesidad de recurrir al argumento mágico relacionado con una
divinidad necesariamente veraz. En cualquier caso hay que insistir en que la mayor o
menor seguridad de un científico acerca del valor de sus teorías no tiene nada que ver
con sus creencias o incredulidades religiosas, sino con el uso correcto de una
metodología adecuada que le permita confirmar o desmentir en todo momento cualquier
teoría. Y, en este sentido, tiene interés recordar que no han sido las creencias religiosas
las que abrieron el camino de la ciencia, sino que, por el contrario, fue precisamente la
creencia en el dios católico y en las “verdades bíblicas” lo que condujo a la defensa a
sangre y fuego de teorías erróneas, como el geocentrismo, y a la condena de pensadores
y científicos como Bruno y Galileo por haber defendido el heliocentrismo, y que fueron
también las creencias religiosas las que de manera asombrosa han seguido siendo un
obstáculo absurdo para la aceptación del evolucionismo defendido por Darwin por su
propio valor científico.
En resumidas cuentas, la tesis cartesiana según la cual el ateo no podría tener más
que opiniones en cuanto no contase con la garantía de “Dios” en apoyo de sus eviden-
cias además de ser absurda, parece un intento más del “teólogo” francés por ganarse los
favores de la jerarquía católica por haber situado al dios católico como elemento
esencial y garantía última de la verdad de cualquier supuesto conocimiento y en la
cúspide de su “ciencia universal”. Una visión tan teocéntrica de la realidad debía de ser
bien vista por la jerarquía católica y, por ello mismo, debía potenciar su apoyo a
Descartes como fiel adalid del catolicismo.
Pero lo más lamentable de todo no fue la absurda utilización que Descartes hizo del
dios católico, considerándolo como garante de la verdad de las evidencias olvidadas y
afirmando que las evidencias actuales eran verdaderas por sí mismas, sino que mintiera
o pasara por alto la serie de textos en que había insistido en la idea de que “Dios” era
la garantía de la verdad de las proposiciones evidentes y la fuente de toda verdad, tal
como manifestó a su amigo Mersenne. El hecho de que Descartes hubiese criticado la
objeción de Arnauld diciendo que las evidencias eran verdaderas sin necesidad de ser
sustentadas por “Dios” y que este dios sólo era la garantía de la verdad de las evidencias
cuya demostración se hubiera olvidado en un momento dado sólo era un subterfugio
ridículo. Arnauld había criticado acertadamente el argumento cartesiano, pero el
pensador francés, como consecuencia de su orgullo, aparentó haber olvidado su doctrina
esencial acerca de las proposiciones evidentes, según la cual sólo un dios veraz podía
garantizar su verdad, y además dejó de lado, sin explicación de ninguna clase, sus
hipótesis según las cuales la existencia de un genio maligno, de una divinidad
embaucadora o del propio dios cristiano podrían impedir que sus evidencias fueran
verdaderas.
Parece que, si dejó de lado tales hipótesis, fue porque le impedían demostrar la
existencia del “Dios” veraz, ya que cualquier evidencia que utilizase para tal objetivo
podía haber sido un espejismo provocado por aquellos hipotéticos seres poderosos pero
engañadores.
En cualquier caso, incluso dejando de lado las hipótesis relacionadas con el genio
maligno o con el dios engañador, el camino para demostrar la existencia del “Dios
auténtico y veraz” estaba igualmente cerrado desde el momento en que Descartes había
defendido que la única garantía del valor de cualquier evidencia se encontraba en ese
mismo dios cuya existencia debía demostrar previamente, situación que debía dejarle
absolutamente paralizado sin poder avanzar un solo paso en su intento de recuperación
de los conocimientos puestos en duda, a pesar de que, de manera asombrosamente
frívola y contradictoria Descartes, olvidando su doctrina de la subordinación de la
verdad de las proposiciones evidentes a “Dios”, pretendió defenderse de la objeción de
Arnauld proclamando que las evidencias eran verdaderas por sí mismas y que Arnauld
se había equivocado en la comprensión de esta cuestión.
Resulta lamentable que, para defenderse de una crítica justa, Descartes fuera
incapaz de aceptar que, aunque en aquel momento había restringido el papel de “Dios”
al de mero avalista de las “evidencias olvidadas”, el papel que en general le había
atribuido había sido el de ser la garantía de la verdad de cualquier evidencia.
Suponiendo que las verdades evidentes no necesitasen de la garantía divina, parecía
que aquel círculo vicioso que le impedía demostrar la existencia del dios católico
quedaba superado, en cuanto desde evidencias válidas por sí mismas Descartes podía al
menos intentar demostrar dicha existencia, dejando para el mismo “Dios” el papel
secundario de garantizar a posteriori el valor de las evidencias olvidadas, papel
innecesario, por cierto, en cuanto, como el propio pensador ya había tenido en cuenta en
su cuarta regla, siempre era posible realizar nuevas revisiones de las razones que
confirmaban el valor de aquellos conocimientos cuya evidencia no fuera patente en un
determinado momento, o siempre era posible realizar un nuevo experimento que
confirmase –o desmintiese- el valor de las evidencias olvidadas en relación con
determinada teoría científica, del mismo modo que se puede repasar varias veces una
suma para asegurarnos de la verdad del resultado sin necesidad de contar con la garantía
del maestro que nos enseñó a sumar.
Arnauld hubiera podido replicar a Descartes con estas consideraciones, pero es
posible que juzgase más prudente no entrar en discusiones con una persona tan
dogmática y pendenciera. Además, en el año 1641, en el que se publicaron las
Meditaciones metafísicas, Descartes cumplía 45 años, mientras que Arnauld tenía 29, de
manera que el respeto al prestigio de Descartes, así como su orgullo y la extraña
amabilidad con que éste le había tratado en su respuesta incluida en las Meditaciones
metafísicas pudieron influir en que Arnauld prefiriese no replicarle nuevamente.
En definitiva y por todo lo expuesto, la respuesta de Descartes a la objeción de
Arnauld representó un falseamiento de su propia doctrina en cuanto mientras no se
descartase la posibilidad de la existencia de un genio maligno o de una divinidad
engañosa que provocase la aparición de “falsas evidencias”, y mientras no se
demostrase la existencia de un dios –y de un dios veraz-, que sirviera como garantía de
la verdad de cualquier evidencia, más allá de la verdad del cogito no podía avanzar un
sólo paso en el conocimiento.
Y, por cierto, el hecho de que en los Principios de la Filosofía, síntesis última de su
pensamiento, el genio maligno dejase de aparecer, sin que el pensador francés se
hubiese tomado la molestia de explicar los motivos de su mágica ausencia, resulta
especialmente sintomático de que Descartes llegó a ser consciente del callejón sin salida
en que se había metido con aquel caprichoso genio maligno, al margen de que
cualquiera puede sospe-char, con muchas probabilidades de acertar, que el “teólogo”
francés había comprendido que aquella hipótesis convertía en imposible la tarea de es-
capar del solipsismo y que por ello lo mejor que podía hacer era olvidarla sin dar otra
explicación que la de decir que tal hipótesis era algo muy improbable.
g) Finalmente y como ya se ha comentado, Descartes fue incoherente consigo
mismo en cuanto en otros momentos había aceptado que su dios podía ser tan
engañador como el genio maligno, por lo que no tenía sentido tratar de fundamentar en
él la regla de la evidencia ni confiar en que la verdad de cualquier evidencia dependiera
de él.
Por lo que se refiere a ese “Dios”, en el pensamiento teológico tradicional parecía
haber una contradicción interna que en apariencia podía servir para negar que pudiera
ser engañador, pero que en realidad sólo servía para afirmarlo: Por su omnipotencia,
podía ser engañador; pero por su veracidad y bondad, parecía que no. Si no se tenía en
cuenta su omnipotencia, entonces se podía llegar a juzgar que la idea de que “Dios”
fuera la causa de falsas evidencias o de cualquier mentira era un sacrilegio, y de esto fue
de lo que Voetius, rector de la universidad de Utrecht, J. Trigland, profesor de teología
de Leyden, y otros teó-logos protestantes acusaron a Descartes. Él negó haber defendido
tal idea quizá por el temor a las represalias de la jerarquía católica ante una herejía tan
grave, pero también porque necesitaba contar con un dios veraz para conseguir que su
sistema pudiera tener alguna coherencia. Sin embargo, no hay duda de que Descartes
admitió la posibilidad de que “Dios” pudiera ser causa de los propios errores o al
menos permitir que se produjeran, como puede comprobarse en un texto citado antes,
que se incluye de nuevo por su interés:
“¿quién me podría asegurar que este Dios no ha hecho que no exista tierra
ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso, ninguna figura, ninguna magnitud,
ningún lugar y que, sin embargo, yo tenga las sensaciones de todas estas cosas y
que todo esto no me parezca existir sino como lo veo? E igualmente, como a veces
juzgo que los demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber con
mayor certi-dumbre, puede ser que él [“Dios”] haya querido que yo me equivoque
siempre que hago la suma de dos y tres, o que cuento los lados de un cuadrado, o
que juzgo acerca de algo aún más fácil que esto. Pero puede ser que Dios no haya
querido que fuese engañado de esta manera, pues es soberanamente bueno. Con
todo, si repugnara a su bondad el haberme hecho tal que yo me engañara siempre,
parecería también ser contrario a él permitir que me engañe a veces y, sin
embargo, no puedo dudar de que lo permite”26.

26
MM, I ; AT IX 16. Por lo que se refiere a la expresión según la cual “ “Dios” permite que yo me
equivoque” podría interpretarse en el sentido de que “Dios” quiere algo distinto de lo que yo quiero, pero
consiente o permite que yo haga lo que quiera. Sin embargo, hay que puntualizar que ningún acon-
tecimiento o acción humana puede producirse en contra de su voluntad, pues el dios cristiano es la causa
de todo lo que sucede, incluso de las decisiones y las acciones humanas, y, en consecuencia, “Dios” no
permite otra cosa sino que las cosas sucedan como él quiere que sucedan.
Sin embargo, más adelante y de forma categórica, aunque sin argumentar ni decir
nada en contra de sus anteriores reflexiones y llegando en otro momento a recriminar a
Voetius por haberle acusado de defender que el dios cristiano podía engañar, rechazó tal
acusación proclamando de manera contradictoria que la veracidad era un aspecto de la
perfección divina.
Efectivamente, cuando Descartes afirma que la bondad de “Dios” es incompatible
con el engaño, incurre en una nueva contradicción tanto con el texto en el que dice
“puede ser que Dios haya querido que yo me equivoque…”, como también con su
anterior defensa de la omnipotencia divina, según la cual no existen valores absolutos
por encima de su voluntad, de manera que el hecho de que “Dios” fuera veraz o no, no
dependería de que la veracidad fuera valiosa en sí misma de forma que “Dios” debiera
someter su actuación a ella sino de que el propio “Dios” hubiera decidido conceder a la
veracidad un valor positivo, pues, en cuanto la acción de “Dios” quedase sometida a
supuestos valores independientes de su voluntad, no sería omnipotente, tal como ya
había indicado Ockham anteriormente y tal como reconoció con absoluta claridad el
“teólogo” francés en las Meditaciones metafísicas al escribir:
“Cuando se considera con atención la inmensidad de Dios, se ve con evidencia que
no puede haber nada que no dependa de Él; y no sólo todo lo que subsiste, sino
todo orden, ley o criterio de bondad y verdad, de Él dependen […] Pues si algún
criterio de bondad hubiera precedido a su preordenación, le hubiese determinado,
entonces, a hacer lo mejor. Mas sucede al contrario: que, como se ha determinado
a hacer las cosas que hay en el mundo, por esa razón […] son muy buenas: es decir,
que la razón de que sean buenas depende de que las ha querido así”27.
En consecuencia y en líneas generales, hay que insistir en que la doctrina cartesiana
acerca de cualquier valor es la de que todos dependen de “Dios”, hasta el punto de que,
desde la consideración de su omnipotencia “Dios” podría ser engañador y, por ello, su
existencia no representaría ninguna garantía en favor de la verdad de nuestras
evidencias, sino que, por el contrario, ese dios hubiera podido ser causa de los errores
humanos sin que tal actitud implicase defecto alguno en su ser, al igual que hubiera
podido establecer otros valores morales. Sin embargo, a pesar de que en diversas
ocasiones Descartes acepta este punto de vista, declarando explícitamente que
“la razón de que [las cosas] sean buenas depende de que [Dios] las ha querido
así”28,
______________________________________________________________
Contradicción: Afirma Descartes que “la razón de que [las cosas] sean buenas depende de que [“Dios”]
las ha querido así”, pero de manera contradictoria afirma igualmente que “la luz natural nos enseña que el
engaño depende necesariamente de algún defecto” (MM, III), y, por ello, su valor negativo no depende de
la voluntad divina.
______________________________________________________________

en esta misma obra, Meditaciones metafísicas, no tiene ningún reparo en contradecirse


frívolamente escribiendo:
“la luz natural [= la razón] nos enseña que el engaño depende necesariamente de
algún defecto”29,
27
MM, Respuestas a las sextas objeciones.
28
MM, Respuestas a las sextas objeciones.
29
MM, III; AT IX 41. Siguiendo esta misma línea contradictoria de pensamiento, en Principios de la
sin detenerse a pensar en la incompatibilidad entre este último texto y el anterior.
Por lo que se refiere a las pruebas cartesianas de la existencia de “Dios”, hay que
decir que todas son incoherentes desde el momento en que Descartes no había
solucionado el problema del círculo vicioso planteado por Arnauld ni el representado
por el genio maligno o el dios mentiroso y, en consecuencia, había quedado encerrado
en un solipsismo. No obstante, en el punto 3.1.1. analizaré las “pruebas” cartesianas a
fin de mostrar sus nuevas incoherencias.

2.6. Irracionalismo teológico


A pesar de que se considera a Descartes “padre del racionalismo” por su valoración
de la razón como instrumento fundamental para la obtención del conocimiento, el hecho
de que considerase a “Dios” –el dios cristiano- como garantía del valor de la regla de la
evidencia y del principio de contradicción y, en general, del conjunto de todas las
verdades, así como la pretensión de construir su sistema filosófico considerando a ese
dios como el principio a partir del cual provenía el resto de la realidad y considerando
igualmente que podía deducir el conocimiento de dicha realidad a partir de ese dios,
hacen que, junto a tal paternidad respecto al racionalismo, se pueda hablar con mayor
motivo de una paternidad similar respecto a un “irracionalismo teológico”, en cuanto
sus puntos de vista acerca de la realidad no provenían del empleo de una razón que le
hubiese conducido hasta “Dios” sino de unos prejuicios religiosos de carácter fideísta –
y por ello mismo irracionales- recibidos a lo largo de su infancia y de su juventud,
fomentados en su ámbito social ligado al clero católico, reforzados por su temor a la
jerarquía católica y por su interés en contar con sus favores, y asumidos por ello mismo
sin haber sido sometidos a la prueba de la duda metódica, al margen de que el pensador
francés intentase aportar a posteriori demostraciones en su apoyo y de que a partir de
dichas “demostracio-nes” pretendiera igualmente deducir el resto de la realidad.
Ninguno de estos intentos podía conducir al éxito, no sólo por la imposibilidad
intrínseca de conseguir tales demostraciones sino porque el propio Descartes se había
cerrado las puertas para lograrlo desde el momento en que, a pesar de que había
considerado que cualquier supuesto conocimiento sólo podía adquirir tal categoría en
cuanto se mostrase como evidente, añadió a esta condición la de disponer de una
garantía de la verdad de la propia evidencia, pues, mientras no se demostrase la no
existencia de un “genio maligno” o de un dios engañador, siempre podía dudarse del
valor de cualquier conocimiento por evidente que pareciera. Por ello, Descartes
consideró que sólo el dios cristiano, un dios veraz, era la única garantía de la verdad de
cualquier evidencia con la excepción de la verdad apodíctica del cogito y la verdad de
que lo que ha sucedido no es posible que no haya sucedido. Sin embargo, como ya se ha
señalado, Descartes no reparó en que se había cerrado las puertas para escapar al
solipsismo en cuanto cualquier intento por demostrar la existencia de ese dios sólo
podía basarse en evidencias subjetivas, que no contaban todavía con la garantía de ese
dios cuya existencia debía demostrar y en cuanto ni siquiera había superado el problema

Filosofía escribe: “el primero de sus atributos que parece que ha de ser considerado aquí consiste en que
[“Dios”] es veracísimo y la fuente de toda luz, de tal modo que repugna en absoluto que nos engañe”
(PF, I, XXIX; AT VIII 16).
de la existencia de aquel hipotético “genio maligno” o de aquel dios engañador que
podían engañarle con toda clase de falsas evidencias.
Por lo que se refiere a la construcción de su sistema filosófico, Descartes actuó
desde ese mismo planteamiento que, por una parte, pretendía que fuera racional y
deductivo, en cuanto a partir de su hipotético dios intentaba deducir el resto de la
realidad, y, por otra, era simplemente irracional y teológico, en cuanto, al margen de
que lo intentase, no podía encontrar justificación racional alguna que demostrase la
existencia de ese dios sin el cual ningún conocimiento quedaba justificado -con la
excepción de la proposición “pienso, luego existo” y otra antes mencionada-. Su sistema
fue irracional y teológico además porque, aunque no podía escapar del solipsismo una
vez introducida la hipótesis del “genio maligno”, pretendió haber demostrado la
existencia de “Dios” y a continuación defendió la tesis de que todo era tan
absolutamente dependiente de él que incluso el principio de contradicción estaba
sometido a su omnipotencia. Por ello, cuando consideró que las mismas verdades
matemáticas dependían de él, no estaba diciendo nada que no se dedujera de la tesis
anterior, y, en consecuencia, siendo en este punto más papista que el papa, defendió que
el hecho de que los radios de una circunferencia fueran iguales o desiguales, o que la
suma de los ángulos de un triángulo fuera o no fuera 180 grados, o que la multiplicación
de dos por cuatro fueran ocho o veintiocho, dependía del poder de Dios. En definitiva,
si el principio de contradicción no valía por sí mismo, podía por ello defender
igualmente, por absurdo que fuera, que verdades tautológicas como las indicadas no
valieran por sí mismas sino que dependían de la voluntad de ese dios. Tal actitud
representaba la inmolación más absoluta de la racionalidad ante el dogmatismo de las
doctrinas católicas. Así que, a partir de tales planteamientos, no parece especialmente
acertado considerar que el sistema cartesiano fuera un modelo de racionalismo
deductivo, sino más bien de irracionalismo teológico, en cuanto la razón no podía
avanzar con legitimidad un solo paso más allá del cogito, ya que, con la excepción de
esta evidencia, todas las demás podían ser falsas en cuanto la hipótesis del genio
maligno implicaba tal posibilidad, y en cuanto, si el principio de contradicción,
fundamento de la Lógica, estaba sometido a la voluntad divina, con mayor motivo lo
debían estar todas las reglas de la Lógica y todo razonamiento, en cuanto todos se rigen
por esta misma regla tan fundamental.
A la hora de plasmar su sistema filosófico Descartes comparó la Filosofía con un
árbol cuya raíz sería la Metafísica, el tronco la Física y las ramas el resto de las ciencias.
Pero, como este árbol estaba cortado precisamente de raíz, ni el tronco ni las ramas
podían sustentarse adecuadamente y, por ello, todo aquello que pretendió deducir a
partir de aquella raíz sólo hubiera podido considerarse como verdadero por accidente –o
por casualidad- pero no porque hubiese sido deducido apropiadamente a partir de una
verdad firme y segura como debía serlo la de la existencia del dios cristiano.
La parte más importante de la Metafísica era la que se relacionaba con las
reflexiones críticas acerca del método, con el intento de fundamentarlo, con el
descubrimiento y el análisis de la única verdad que había podido superar la prueba de la
duda metódica, con el análisis de la “res cogitans”, con los intentos por demostrar la
existencia de “Dios”, considerado como “sustancia infinita” (“res infinita”) de cuya
voluntad omnipotente procedería el resto de la realidad y sus leyes.

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