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URGE CREAR UNA CULTURA DE LA FORMACIÓN PERMANENTE.

El tema de la formación permanente es hoy tan importante y central que hay que
pensar algo estructural y sistemático como estructura estable, tanto para los sacerdotes
como para los consagrados y consagradas. No nos podemos contentar con iniciativas
esporádicas y ocasionales.

Como dice Vita Consecrata, la meta de la formación permanente es la plena


conformación del sacerdote y del consagrado con los sentimientos del Hijo. Si éste es el
objetivo es claro que sólo el Padre Dios puede ser el sujeto, el agente de este proceso
formativo. En este sentido la formación permanente es gracia y gracia continua. Nos es
ofrecida como don en todo instante de nuestra vida, de mil modos, a través de las
circunstancias ordinarias y extraordinarias, en cada edad de la vida, aun con
mediaciones que parecerían impropias.

Elementos que integran la cultura de la formación permanente.

Los elementos más significativos que integran la cultura de la formación permanente los
podríamos sintetizar de la manera siguiente:

La formación permanente abarca en extensión e intensidad toda la vida de la


persona, precisamente porque es un proceso que toca en profundidad su
totalidad.

La formación permanente podría convertirse en un modo teológico de pensar la


misma vida consagrada.

La misma vida consagrada es en sí misma formación. Un largo itinerario de


gestación del hombre nuevo en nosotros.

No se puede olvidar que ese camino pasa por las situaciones críticas de la vida y
por la capacidad de crecer a través de ellas.

Y que encuentra en la comunidad de pertenencia de cada sacerdote o


consagrado el espacio más natural de crecimiento y que tiene en la capacidad de
relación con la alteridad la condición que la hace posible.

La formación permanente no pude quedarse en el plano exterior de los


comportamientos y apariencias, sino que debe llegar hasta los sentimientos, las
motivaciones, las sensaciones, e incluso los impulsos instintivos. De tal manera que si
la formación permanente no toca la arquitectura interna de la persona no es verdadera.
Por eso tiene que ser permanente.
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Las inconsistencias personales más frecuentes.

Estas inconsistencias las podríamos resumir en tres áreas:

La primera se refiere a la necesidad de tener una identidad sustancial y establemente


positiva, que remite a una exigencia todavía más profunda de la verdad. En muchos
casos, esta identidad es frustrada o vivida sin coherencia, con los consiguientes
problemas de desorientación general, de pérdida de sentido de la vida y de la historia
personal y, en consecuencia de escasa significatividad de la propia fe, de búsqueda de
sí mismo en ámbitos que no son centrales pero sí rentables para la propia imagen
pública (tener éxito, hacer carrera, ser apreciados por los demás…). La falta de
identidad provoca serios problemas en cuanto al sentido de pertenencia, provocando
que la gente huya no sólo de la comunidad, sino de sí mismos, con la esperanza de
llenar el vacío.

La segunda área, y quizás la más clásica, se refiere y desarrolla en torno a la


problemática afectiva y afectivo-sexual. Hoy los sacerdotes o consagrados, no sólo
jóvenes, son más bien débiles desde este punto de vista. Muestran, a veces, un
escasísimo nivel de integración de los recursos afectivo-sexuales con el propio proyecto
de consagración. Con la necesidad afectiva no se juega; si no se vive y se gratifica
principalmente en la relación de intensa intimidad con Dios y en las relaciones
constructivas dentro de la comunidad, aunque no sólo es de esperar una sensación de
frustración con salidas peligrosas, con la manía de multiplicar relaciones que serán, sin
embargo, fragmentarias e incapaces de sostener opciones fuertes y definitivas.

La tercera es la de la crisis de tenor vocacional, o bien, la incapacidad de mantener viva


la pasión del seguimiento en medio de la fatiga de las opciones cotidianas,
especialmente en circunstancias difíciles. De ahí las situaciones de fragilidad
vocacional, la mediocridad general como estilo de vida, la huída hacia compromisos
compensatorios de toda clase, la ineficacia testimonial, la insatisfacción tristemente
contagiosa, el abandono verdadero y la acomodación “vividora” en la estructura.

Personas que viven tranquilas y que deberían estar en crisis.

Se trata de la categoría de crisis que estábamos describiendo: personas perfectamente


insertas en nuestras comunidades que han encontrado el modo de gratificar sus
pretensiones, más o menos infantiles-adolescentes, sin sentirse a disgusto en absoluto.
Estas personas no cometen grandes transgresiones; sencillamente han canonizado la
mediocridad, asumiéndola como estilo muy normal de vida. Logran apagar cualquier
tentación hacia la santidad como si atañese a los otros.
Son individuos que no se complican la vida y se sitúan a nivel existencial muy bajo, es
decir, viven muy poca tensión tanto en el plano psicológico como en el espiritual.
Tendrán pocas tentaciones (o al menos no las viven como tales), pero también pocas
aspiraciones.

Se muestran felices y contentos, pero en realidad están tristes y desilusionados, sin


pasión por el Reino de Dios ni compasión por los sufrimientos de la humanidad.
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La formación permanente el único verdadero problema de la vida consagrada.

No quiero decir que no existan oros problemas.. La perspectiva de la formación


permanente, por su propia naturaleza, incluye todos los demás problemas. Es el
problema más radical porque implica una determinada percepción e interpretación de
todas las otras situaciones más o menos críticas (desde la crisis vocacional hasta la
dificultad de diálogo con la cultura actual) positiva o negativa, dramática o providencial,
creyente o pagana y dispone para reaccionar en consecuencia.

En el fondo, la formación permanente es precisamente un modo de crecer cada día


aprovechando los problemas de la vida cotidiana, no huyendo de ellos.

Si aprendemos a descubrir la mano de Dios que nos forma a través de las crisis –
personales y colectivas – que estamos viviendo, puede decirse que la formación
permanente es el único problema de la vida sacerdotal y religiosa.

Sabiduría para vivir el tiempo y habitar en el tiempo.

En el plano de los contenidos se aprende a través de la convicción experiencial de que


el tiempo no es una sucesión mecánica de instantes neutros y vacíos, o caóticos y
extraños, sino el lugar y el modo como el Padre cincela la imagen del Hijo en cada
sacerdote o consagrado.

En el plano del método, el tiempo se vive con sabiduría cuando captamos las
dimensiones esenciales. El tiempo concentrado es el tiempo intensamente vivido en la
tensión, interna o también externa, hacia el centro, o en la celebración (en sentido
amplio) del misterio; se trata de un tiempo fuerte.

Viene después el tiempo distendido, que nace del tiempo concentrado y revive su
sentido, extendiéndolo al resto de la jornada, a todas las acciones y proyectos, palabras
y deseos; se trata de un tiempo que va del centro a la periferia y narra el misterio en la
vida y en las actividades del creyente.

Otra cosa es el tiempo cumplido, fruto de la relación armónica entre el tiempo


concentrado y el distendido; es el que da cumplimiento y plenitud a cada fragmento de
tiempo, lo hace denso de potencialidad formativa, lugar y oferta de formación continua,
como un tiempo de plenitud y cumplimiento progresivo del misterio del Hijo en la vida de
la persona consagrada.

La vida cotidiana como el sacramento de la acción de Dios que forma.

Este es precisamente el principio fundamental sobre el cual se apoya la lógica de la


formación permanente, su principio inspirador. Pero todo esto no es automático.

No todos advierten esta acción divina ni se hacen disponibles en relación con ella. La
vida habla sólo si hay un corazón que escucha; Dios actúa en todos los instantes de
nuestra vida y nos forma si encuentra una actitud inteligentemente disponible; es decir
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una persona dócil que se deja educar-formar-transformar por el Espíritu en la vida


cotidiana y a través de todos los acontecimientos de la misma, por la vida y para toda la
vida.

Una consecuencia de esto es que si Dios me forma en todo instante y a través de toda
situación vital, eso significa que todos los instantes y situaciones contienen una
“densidad formativa”; son propuestas eficaces de crecimiento, son gracia.

Por eso es muy difícil que sepamos vivir con tal consciencia y disponibilidad formativa
todo momento. Por eso es necesario recuperar continuamente nuestra historia para
descubrir la riqueza de gracia que el Señor nos ha ofrecido en ella y, de alguna manera,
recuperar, impedir que se pierda, revivirla en positivo.

A manera de conclusión.

Algo que preocupa especialmente sobre la vida religiosa actual es la falta de una
cultura real de formación permanente, de una mentalidad y sensibilidad en tal sentido,
de una espiritualidad de formación permanente.

Se habla mucho de este tema, pero se termina por reducirlo a algún curso de
actualización, de renovación espiritual o de recuperación psicológica.
Desgraciadamente se sigue pensando en la formación permanente como una manera
de adaptación-inserción progresiva de los jóvenes en la realidad pastoral ministerial. Se
olvida que cada edad de la vida tiene necesidad de ser acompañada y sostenida, sobre
todo la última etapa, la que nos preparará para el encuentro definitivo y que significará
la conformación plena, a través de la muerte, con la vida del Hijo, con sus sentimientos.

(Entresacado de una entrevista a Amadeo Cencini)

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