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¿Qué debe cambiar en la vida religiosa actual para que pueda

hablar a los jóvenes?


¿Qué novedad aportan los jóvenes religiosos a la vida
religiosa?
Es clásico lamentarse de la juventud de hoy acusándola de
tantas cosas. Los sociólogos y psicólogos, educadores y
padres, maestros laicos y animadores vocacionales están
fundamentalmente de acuerdo en considerarla una
generación cansada y desmotivada, poco generosa y limitada
a proyectos de poco horizonte, preocupada por el “aquí y
ahora” y con escasa tendencia a apostar por el futuro y a
hacer opciones que sean para siempre. La crisis vocacional
sería la confirmación más evidente de ese juicio. Y a lo mejor
es verdad, pero se corre el peligro de olvidar
sistemáticamente que estos jóvenes son hijos de otra
generación que probablemente tiene también sus
responsabilidades hacia ellos, o han sido educados por
educadores que, como mínimo, no han sabido incidir
suficientemente en la formación de su personalidad, o se
hallan ante una institución veneranda como la vida
consagrada, que ya no logra ejercer sobre ellos la misma
fascinación.
En esta reflexión quisiéramos ponernos en esta perspectiva,
quizás poco frecuente y un tanto inusual en nuestro modo
normal (y autodefensivo) de reflexionar sobre jóvenes y
aledaños: quisiéramos comprender por qué la vida
consagrada hoy ya no atrae a los jóvenes como en otros
tiempos, y –de manera más propositiva– qué o en qué
tendría que cambiar la vida consagrada para volver a ejercer
una cierta atracción sobre el mundo juvenil, particularmente
sobre el de nuestros días. Una cosa es segura: hasta que un
instituto o la vida consagrada en general no se haga este tipo
de preguntas, no tendrá derecho a lamentarse de la crisis
vocacional. Más aún, si la vida consagrada es el “espíritu
perennemente juvenil de la Iglesia”1, podríamos decir que la
relación que una familia religiosa establece con el mundo
juvenil, o su capacidad de hacerse comprender por las
nuevas generaciones, así como la atención –ante todo– hacia
ellas, es uno de los índices más seguros de la fidelidad de vida
y de la calidad del testimonio de la misma familia religiosa.
O sea, justo para comprender la importancia de este tipo de
reflexión y afrontarla con espíritu constructivo, y no
solamente crítico.
He dividido el estudio en dos partes: en la primera
trataremos de ver qué debería cambiar en la vida consagrada
para que pueda dialogar eficazmente con el mundo de los
jóvenes; en la segunda, en cambio, preguntaremos a los
mismos jóvenes qué novedades pueden ofrecer a la vida
consagrada.
1. Los jóvenes como reto
No cabe duda que los jóvenes representan hoy un auténtico
reto para la vida consagrada o quizás, incluso, para toda la
Iglesia. Vale la pena escucharles y tratar de responder a
algunas exigencias suyas, aunque a veces ellos mismos no
son plenamente conscientes de ellas, o no saben expresarlas
con propiedad.

1.1. Una propuesta de identidad más clara


Imaginémonos un joven que está decidiendo sobre su propia
vida, joven creyente y potencialmente abierto a una
perspectiva de consagración. Quien está decidiendo sobre la
propia vida se encuentra en un paso fundamental de la
propia existencia: no está simplemente eligiendo una
profesión u otra, sino que está tratando de definir el misterio
del propio yo, lo que está llamado a ser. Está tratando de
clarificarse consigo mismo, y por tanto necesita indicaciones
claras, ideales, sí, pero comprensibles, que respondan a sus
exigencias.
El carisma de un instituto religioso puede jugar un papel
importante en ese sentido, puede ofrecer al joven en
búsqueda las indicaciones que está buscando. ¿Acaso no es
la vocación una manera de ser y de definirse, no presenta en
realidad un ideal por el que gastar la vida, no ofrece un punto
de referencia definitivo y positivo a la identidad del llamado,
un status y un contexto de vida y de relaciones igualmente
estables y ricas de sentido? Es inevitable un interés del joven,
al menos a nivel cognoscitivo y teórico, por el ideal
vocacional. Que a su vez podrá concretarse y profundizarse.
Pero a una condición imprescindible: que ese ideal sea claro
y preciso, en la teoría y en la práctica, y que no necesite
intérpretes especiales, o sea, que el joven lo sienta como
significativo, pueda aferrar inmediatamente su sentido
positivo y prometedor, y leer en él la posibilidad de dar un
sentido pleno a su propia vida, la certeza de haber hallado
algo seguro y fuerte, convincente y provocador, por lo que
vale la pena hacer una opción para siempre.
Más en concreto, esto podría significar una propuesta
carismática con las siguientes características:
a) Precisa, original y completa
No solamente clara, como ya hemos dicho, sino también
específica, bien definida sobre todo por lo que se refiere a los
tres elementos que constituyen el carisma, o sea, la
experiencia mística, el camino ascético y la misión apostólica.
Al instituto le interesa delinear con precisión todo esto,
porque estas cosas son los elementos que formarán el
sentido de identidad del joven, en los que él lee una
respuesta a la propia búsqueda de un sentido estable y
positivo del yo, o sea, la relación con Dios (= experiencia
mística), el estilo de vida en general (= camino ascético) y la
relación interpersonal o el don de sí a los demás (= misión
apostólica). Es igualmente importante que quede
suficientemente claro el lazo de unión entre estos tres
elementos, aquella intuición originaria que hace
inconfundible todo carisma.
Las ofertas aproximativas, o esas proclamaciones de ideales
carismáticos que son la repetición de siempre de las cosas de
siempre con la vaga tensión espiritual de siempre, que
podrían ir bien para todos, no pueden resultar invitantes
para uno que está tratando de dar forma a su yo como
realidad única-singular-irrepetible. Todo carisma es
originalísimo; si se quiere que tenga algún poder de
atracción, tiene que ser presentado en términos igualmente
originales.
b) Vivido y coherente
Obviamente, no basta con afirmar que el instituto, por
ejemplo, está llamado a servir a los pobres y a los más
pobres; al joven en búsqueda tiene que resultarle evidente
que esto es lo que hacen los miembros de ese instituto. El
joven se da cuenta inmediatamente de las contradicciones
entre el ideal y la práctica de vida; mientras que, por otra
parte, se siente inmediata y fuertemente atraído por una
vida en la que se vive concretamente un ideal, con
coherencia y valentía.
Los institutos que tienen vocaciones son aquellos que no
necesitan referirse a textos escritos para presentar el propio
carisma, sino que simplemente lo muestran con su vida, lo
presentan al joven con su testimonio claro, que indica que
servir al pobre, para mantenernos en el ejemplo, no
solamente es posible, sino que es bello, da sentido a la vida,
puede convertirse en una pasión que hace hermosos todos
los días de la vida y por la cual vale la pena gastarlos todos.

c) Kerigmática y esencial
Finalmente, esta propuesta carismática tendrá que ser sobre
todo kerigmática, o sea, esencial, fundada sobre el Evangelio,
expresión de la voluntad de salvación que constituye el
sentido más profundo de la vida consagrada en el momento
presente de la historia (de salvación), sin tantas contorsiones
intelectuales o espirituales, sin desequilibrios ni excesos en
el hacer o en la atención a las economías internas. Debe
aparecer clarísimamente que el instituto no está interesado
en sí mismo, ni siquiera al bienestar psicológico y espiritual
de sus miembros, ni a la propia afirmación y tampoco al
propio crecimiento, sino solamente al cumplimiento de la
voluntad salvífica del Padre, de la cual el instituto no es más
que una expresión pequeña, pero veraz. Nos consagramos
para la Iglesia, para el mundo, para que se cumpla el designio
de la redención. Y, por tanto, la familia religiosa halla todo su
significado en ese misterio de muerte y resurrección, del que
procede la salvación y que ahora ella anuncia y revive, sobre
todo en sí misma. Puede parecer reductivo, pero si la vida
consagrada vuelve a anunciar con fuerza el kerigma,
Jesucristo muerto y resucitado, y a ser ella misma más
kerigmática, sin duda será más escuchada y creíble.

1.2. Mensaje más “joven”


No solamente y no tanto en el sentido de que se exprese en
términos más comprensibles, con formas comunicativas
modernas, sino que sepa salir al encuentro de ciertas
exigencias y esperanzas particularmente vivas, repetimos, en
quien está tratando de dar un nombre preciso a su yo ideal.
a) Esperanza de radicalidad
Hay sobre todo una esperanza que condiciona
absolutamente todo: la exigencia de dar a la propia vida un
sentido elevado, una gran visión, un ideal por el que valga la
pena vivir y morir. También esto podrá parecer insólito a más
de uno, acostumbrado a ciertos estereotipos juveniles, pero
el joven de hoy –más allá de las apariencias– necesita
radicalidad, no le sirven para nada las propuestas que, ya
desde el principio, saben a sí pero no, medias tintas; no le
interesan estilos de vida que parecen canonizar la
mediocridad y la búsqueda de la comodidad.
Y también aquí tenemos la demostración vocacional: las
congregaciones con mayor respuesta vocacional son las que
miran muy en alto, las que no tienen miedo de pedir a los
jóvenes el máximo. Donde están naciendo nuevas formas de
vida consagrada, sobre todo si se caracterizan por un
compromiso radical, ya se sabe que los jóvenes las prefieren
a las formas tradicionales. El fenómeno presenta aspectos
que necesitan una clarificación, así como, a veces, hay que
corregir la mirada, pero es indudable el significado de la
esperanza juvenil de la calidad de vida y del testimonio de
todo instituto religioso. No seamos ingenuos, pues a nadie le
atraen las medias tintas ni la mediocridad. La crisis vocacional
es siempre y sobre todo crisis de la calidad de la vida
consagrada misma.
b) Búsqueda de la alegría
Esta esperanza es absolutamente comprensible e incluso
obvia. Pero ponemos el acento sobre ella porque con
frecuencia parece ignorada, cuando no contradicha por el
testimonio de vida de tantos consagrados y consagradas, que
a veces son “tristes observantes” (oprimidos por una
malentendida idealización de la renuncia), y otras veces son
simplemente indiferentes, incapaces de gozar a causa de la
ausencia de una educación de los afectos y de la sensibilidad.
El sheol no atrae a nadie, y si por casualidad atrajera a
alguien, como ha sucedido en nuestra historia, no se trataría
de una verdadera vocación, sino de una torpe interpretación
del ideal de perfección, e incluso una manifestación de una
cierta forma perversa de masoquismo.
El testimonio de la alegría va unido, particularmente, a la vida
fraterna, y así no depende solamente de una persona (entre
otras cosas porque es difícil y sospechoso estar contento
solo), sino de toda la fraternidad; y como tal, produce un
extraordinario impacto sobre el joven que busca felicidad,
frecuentemente sin encontrarla.

1.3. Testimonio más comunitario


El joven no busca una felicidad cualquiera y venga de donde
venga; sino que busca aquella felicidad que se hace visible en
una comunidad de personas; se siente impresionado por el
hecho de que unas personas que no se han elegido
mutuamente puedan dar vida a una fraternidad más fuerte
que la natural y de sangre. En unos tiempos en los que el otro
es rechazado y marginado, en los que se ha llegado a acuñar
una curiosa expresión (“extra-comunitario”) para indicar al
extranjero como algo que está “extra”, fuera del propio
círculo, el joven tiene que sentirse necesariamente tocado
por el testimonio histórico de la fraternidad de la vida
consagrada, siempre que sea verdadera fraternidad, en una
comunidad que no se preocupe solamente de hacer el bien,
sino sobre todo de “quererse”.
Desde este punto de vista, la vida consagrada, si quiere decir
algo interesante al joven, tiene que recuperar absolutamente
su propia raíz fraterna, pero también tiene que atreverse a
proponerla nuevamente con términos y formas originales.
Hay, por ejemplo, formas tradicionales de compartir la
experiencia del pecado y de la debilidad personal (como el
capítulo de culpas), que, con las oportunas modificaciones y
actualizaciones, pueden ayudar enormemente a la
fraternidad a integrar el mal, y a hacer verdaderamente de la
experiencia de la propia fragilidad un momento de gracia y
de crecimiento comunitario2.
Por no hablar de la propuesta de la santidad comunitaria,
verdadera inversión de tendencia sea de la idea de santidad,
ya no entendida como un asunto del todo privado, sea de la
idea de fraternidad, que implica la libertad y la seriedad de
asumir el peso del otro, de sentirse responsable de su camino
de crecimiento.

1.4. Vida consagrada más extrovertida y “espiritual”


La actitud juvenil pide también a la vida consagrada que deje
de pensar la relación con el mundo y la historia, con los laicos
y hasta con la Iglesia, por lo menos en ciertos casos, en
términos defensivos, como si la vida consagrada tuviera que
defenderse de quién sabe qué contaminación; o como una
relación unidireccional, como si la vida consagrada fuese la
benefactora que solamente tiene que dar; o como una
simple relación de intercambio material, como si la vida
consagrada dispusiera sencillamente de una serie de
servicios que tiene que ofrecer en beneficio de esos
diferentes sujetos. No. El primer y más importante don que
la vida consagrada puede y debe hacer al mundo y a la
historia, a los laicos y a la Iglesia, es exactamente el de su
espiritualidad, de esa sabiduría que viene de lo alto y que la
vida consagrada ha recibido solamente para poderla donar a
todo hombre y mujer. El primer pan que hay que partir es el
que sacia el hambre espiritual, que hoy sigue estando
presente, aunque a veces de manera escondida, y que
precisamente el consagrado debería saber reconocer y al que
debería saber responder. Poniéndose humildemente al lado
de quien busca a Dios, aun sin saberlo. Como el servus
lampadarius de los antiguos romanos, que tenía una tarea
particular: preceder a su señor iluminándole el camino con
una antorcha bien alta. No iluminaba todo el camino, sino
solamente el tramo que estaba recorriendo. Caminaba junto
a su señor, pero ligeramente delante de él. Así tiene que ser
la vida consagrada en relación al mundo, llamada a llevar la
luz sobre todo al corazón del hombre y en sus verdaderos
deseos, y a iluminar ese poco de camino suficiente para
caminar cada día hacia la verdad. Con la misma discreción y
disponibilidad del servus lampadarius, que ofrece luz, pero
no es él la luz3.

1.5. A nivel institucional-comunitario


Existen también posibles y oportunos cambios a nivel
institucional, en la concepción y estructura de la comunidad.
Los jóvenes de hoy, por ejemplo, aceptan con dificultad vivir
en grandes estructuras, donde todo es gris y anónimo, todo
se ve en función de la obra (“el ídolo de las obras”) y el
individuo particular corre el peligro de sentirse solo como un
pequeño engranaje del todo. A los jóvenes de hoy,
acostumbrados a la comunicación inmediata, les cuesta
soportar situaciones de vida donde se hace difícil y
complicado relacionarse, donde hay que seguir, por fuerza,
una serie infinita de pasos y respetar todas las pequeñas y
grandes jerarquías. La forma de vivir preferida por los
jóvenes es la que se parece a la de una familia, donde las
relaciones no están demasiado determinadas por las
funciones o las tareas, donde puede darse la relación y el
intercambio con el exterior, para recuperar cada vez más las
dimensiones normales de la cotidianidad: desde las tareas
domésticas hasta el cuidado de la casa, para que esté bonita
y ordenada, desde la capacidad de sobriedad y discreción
hasta el uso responsable de las cosas que son de todos, desde
el ritmo humano en la organización de la jornada hasta una
cierta elasticidad en el intercambio de los papeles y las
tareas. Algunas casas de comunidades religiosas masculinas
son, desde este punto de vista, un verdadero antitestimonio,
parece una casa de vecinos, habitada por inquilinos que se
ignoran, y cuyos espacios comunes dan una idea de incuria y
descuido, que no animaría a nadie a acercarse y menos aún
a pensar en vivir en ellos4.

2. Los jóvenes como don


En esta segunda parte continuamos nuestra reflexión viendo
en concreto lo que los jóvenes podrían aportar a la vida
consagrada, aunque ya hemos encontrado implícitamente
algunas indicaciones en este sentido.

2.1. El sueño de los orígenes


Se ha dicho que la vida consagrada solamente es auténtica y
atrayente “en las fase naciente”, o sea, en los primeros años
de existencia de un instituto. Si esto es así, los jóvenes son,
de alguna manera, la expresión continua de esta “fase
naciente”, porque lo que están buscando y deseando,
aunque sea a tientas y confusamente, es precisamente el
entusiasmo y la radicalidad de los inicios: “… quieren volver
a vivir también ellos, en la Iglesia y en el mundo presente, lo
que vivieron los primeros hermanos y hermanas, en otros
tiempos, junto al fundador o la fundadora”5. Y si a veces
parece que alguno de ellos reniega esa identidad,
frecuentemente sucede a causa de una falta de acogida no
por parte de quien es anciano por haber vivido un cierto
número de años, sino de quien es viejo por haber
abandonado el propio ideal6. Por eso, como decía al inicio, la
relación que se establece con los jóvenes y sus expectativas,
muestra normalmente… la edad de una familia religiosa, o
sea su juventud psicológico-espiritual, o su capacidad de
ponerse en crisis, de buscar formas cada vez más auténticas
de testimonio y de servicio con fidelidad creativa. Puede
haber institutos antiguos que sean a la vez muy jóvenes y, al
contrario, instiutos nacidos hace poco y ya viejos.
2.2. El sueño del futuro
“Solamente han logrado cambiar el mundo aquellos que se
han atrevido a soñar”7. No se trata, ciertamente, de
idealizar, visto que nuestros jóvenes de hoy a veces también
tienen sueños sin consistencia, huyendo de la realidad,
flotando en el mundo ilusorio de lo virtual, pero no cabe duda
que solamente de los jóvenes puede venir esa peculiar
manera de mirar la vida que deja espacio a la novedad y a la
utopía, a la tensión hacia lo imposible, a la aspiración hacia el
nivel más elevado de posibilidades realizadoras. En este
sentido, la aportación de los jóvenes a la vida consagrada en
el momento presente de incertidumbre por lo que se refiere
al futuro, de dificultad a la hora de decidir las intervenciones
más necesarias, de constatación de la sonora desproporción
entre la pobreza de nuestras fuerzas y la vastedad de los
problemas…, podría ser muy significativa para superar la
“vieja” tentación que se presenta siempre en estos casos, o
sea, cerrarse, obstinarse en repetirse, dejarse dominar por el
temor de arriesgar, no fiarse ni de Dios ni de sí mismos,
resignarse (a tener, quizás… una buena muerte). Hay, por lo
general, una cierta reciprocidad entra las dos actitudes:
cuanto más nos fiamos de Dios, mayor es la capacidad de
escuchar a quienes, como los jóvenes, podrían disturbar una
cierta inercia y pereza. Para, a continuación, abrirse a la
imposible posibilidad de Dios.
2.3. Conjugar el “semper” y el “novum”
En todo caso, los jóvenes son los representantes de la cultura
del momento presente, exactamente la cultura con la que la
vida consagrada tiene que confrontarse, porque es
precisamente en esa lengua en la que debe aprender a decir
y repetir las riquezas de su espiritualidad, ofreciéndolas
como ricas de sentido para todos. A este respecto, los
jóvenes provocan a la vida consagrada en dos direcciones,
que corresponden a otras tantas tentaciones (unidas entre sí,
por lo demás) que hay que evitar: la de contentarse con
repetir y repetirse, utilizando siempre los mismos contenidos
e incluso el mismo lenguaje (religioso), y la de no saber captar
en la cultura circunstante un estímulo y una provocación a
profundizar el propio mensaje, a decirlo en esa lengua, a
descubrir aspectos nuevos. Es el reto de conjugar el
“semper” y el “novum”. Que probablemente representa el
verdadero secreto de la renovación de la vida consagrada
hoy.
La cultura juvenil viene a recordar a la vida consagrada que,
por una parte, el lenguaje que seguimos usando,
impertérritos, es un lenguaje muerto, que nadie entiende ya
fuera de nuestros ambientes cerrados, y menos que nadie los
más jóvenes. El lenguaje que hoy hablan naturalmente los
jóvenes es diferente, es el de la secularización, una especie
de lengua materna para ellos, que no está demostrado que
no pueda servir para trasmitir el mensaje cristiano. Y así la
vida consagrada se encuentra ante una alternativa decisiva:
“aprender” esa lengua, por lo menos lo que basta para decir
con estos términos el don recibido, o ignorarla (quizás
demonizándola) y pensar que sea una misión imposible. Pero
en este segundo caso, se acaba hablando un lenguaje
incomprensible y proponiendo un cristianismo de otros
tiempos.
En este sentido, el joven consagrado juega un papel
importantísimo, ya que, idealmente, reúne en sí las dos
dimensiones del mensaje cristiano: el “semper” del dato
revelado, de esa Palabra que es “estable como el cielo” (Sal
118, 89), y el “novum” de la historia de todos los días, en la
que esa Palabra se encarna misteriosamente. Pero esa unión
no es una operación sencilla ni automática; supone una
educación paciente, que el joven y el no tan joven solamente
podrán llevar a cabo juntos. Caminando juntos desde Cristo8
una y otra vez como si fuese la primera, porque en Él, Verbo
del Padre y de la vida, estos dos aspectos se funden
armónicamente y de manera siempre nueva. “Jesucristo es
el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb 13, 8) ¡y es también
nuevo e inédito cada día!
Por eso solamente juntos será posible llevar a cabo la
renovación de la vida consagrada hoy, con la colaboración de
todos los grupos de edades: de la sabiduría del anciano y el
entusiasmo del joven, del realismo de quien ha ofrecido a
Dios toda su existencia y el idealismo de quien se prepara a
hacer la misma ofrenda, de la prudencia calculada del adulto
y el valor arriesgado del joven.
Por eso hay que mirar con gran preocupación no solamente
el descenso del número de jóvenes, sino también el de su
calidad.
¡Hoy más que nunca necesitamos jóvenes consagrados que
sean verdaderamente “jóvenes”!

1 Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Congreso


Internacional de religiosos y religiosas jóvenes, Roma, 30 de
septiembre 1997.
2 Me permito remitir, por lo que se refiere a la metodología
de la revisión de vida, así como de otros instrumentos de
integración del bien y del mal, a mi obra “Come olio
profumato”. Strumenti di integrazione comunitaria del bene
e del male, Milano 1999, pp. 306-351.
3 P. Louf llega a decir paradójicamente en este sentido:
“Somos verdaderamente esplendor de Dios sin saberlo, y, la
mayor parte del tiempo, sin haberlo pretendido. Puede
suceder que se camine a tientas en la oscuridad, pese a ser
fuente de luz para los demás” (cit. en Messa quotidiana.
Riflessioni di Fr. MichaelDavide, Bologna 2009, p. 261).
4 Cf. A. Cencini, “Guardate al futuro…”. Perché ha ancora
senso consacrarsi a Dio, Milano 2010, pp. 100-101.
5 V. De Couesnongle, Accoglienza e formazione dei giovani
nelle comunità religiose, Leumann 1977, p.9.
6 Decía el general McArthur: “los años trazan surcos en el
cuerpo y resecan la piel, pero la renuncia al ideal los traza en
el alma”.
7 M.A.Ogola, Il fiume e la sorgente, Cinisello Balsamo 1997.
8 Cf. Novo Millennio Ineunte, 29-41.

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