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CASO 3: LEON

Miguel De la Rosa G.

En el contexto de una institución educativa, me es solicitado atienda a


León, un niño de 7 años, a causa de frecuentes impases con sus compañeros y
dificultades para seguir las reglas del salón. Entre los significantes que
acompañaron la derivación se encuentra uno bastante llamativo: es
insoportable. Me pregunto: ¿Para quién?

En el primer contacto con León, se abalanza hacia mí y me abraza


fuertemente, frotando su cuerpo contra el mío. En la oficina, lanza los juguetes
al suelo y los golpea, acompaña sus golpes diciendo que ellos “han sido muy
malos y deben ser castigados”. Le pregunto en varias ocasiones por aquello sin
obtener respuesta. Para el Otro institucional León era insoportable, no había
encontrado manera de hacerle soporte a su singularidad, y para León la
relación con el Otro se había construido desde la increencia.

En siguientes sesiones, mi labor consistió en dejar de interrogar a León,


para más bien intentar nominar sus actos. La monotonía y agresividad
acompañaban su juego en todo momento. En una ocasión, surge un nuevo
elemento: lanza a la basura a uno los juguetes, enunciando que se lo merece
por ser “el más malcriado”. Intento rescatar aquel juguete, pero León me
detiene, enuncio “debe estar triste” con un tono muy suave, León me mira.

A partir de aquella intervención, usualmente los juguetes estaban muy


bravos, peleaban entre ellos y él determinaba que era imposible que se
reconcilien. En uno de los juegos, añade una singularidad sobre la relación del
protagonista con los otros: nadie lo quiere. Me aprovecho en remarcar
“¿nadie?” y hacer un corte. A partir de ese momento, León me solicita que lo
acompañe hasta el salón y en el camino me pregunta qué habían hecho los
juguetes, si se habían portado bien o mal, si los castigaría o no, si los querría
tal como son o si lo abandonarían por ser así.

Dentro del juego de León insistía un significante: abandono. Siendo


adoptado y teniendo él conocimiento de aquello, cada que sus padres se
ausentan del hogar a causa de viajes, León se descompone. Aparecían uan
serie de manifestaciones tales como: manipular sus secreciones, apegar su
cuerpo fuertemente al de los otros, correr desenfrenadamente, reírse sin motivo
aparente y mantener sus gestos faciales con una expresión bizarra.

En esos momentos sentía que mi labor se tornaba bastante compleja: no


tenía efecto nominar, prestar palabras ni interrogar por lo acontecido. La
presencia de la voz lo enloquecía, por lo cual decidí quedarme en silencio
durante las sesiones, asentir con una voz suave, esperar a que me convoque a
algún juego y marcar el fin de la sesión. En ocasiones, cierto contacto con mi
cuerpo, lo apaciguaba momentáneamente.

En reunión con docentes se descubre la fascinación de León por el arte,


su habilidad para las manualidades y el apaciguamiento que le trae la creación.
Intencionalmente, empiezo a dejar colores, plastilinas y pinturas cerca de mi
escritorio, objetos que León descubre y emplea para crear ropa para los
juguetes, proceso en el cual acompaño, dejándome enseñar por él. En otras
sesiones, León hace anillos para sus dedos y los míos, mancha mis manos de
colores, al igual que las suyas; lo hace acercándose muy sutilmente, como si
me invitase a ser parte de su mundo. El arte, funciona como un sutil arreglo de
algo carente.

El lazo que construye León conmigo, no se vuelve exclusivo. A medida


que avanza el tratamiento le es posible relacionarse con otras figuras de la
institución, cumplir con ciertas demandas y seguir algunas normas del salón.
Relación que solo es posible con periódicas reuniones con el personal docente,
en las cuales se despierta el deseo de alojar a León, dejando de serles
insoportable, a ser “un artista, un encanto”.

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