En el contexto de una institución educativa, me es solicitado atienda a
León, un niño de 7 años, a causa de frecuentes impases con sus compañeros y dificultades para seguir las reglas del salón. Entre los significantes que acompañaron la derivación se encuentra uno bastante llamativo: es insoportable. Me pregunto: ¿Para quién?
En el primer contacto con León, se abalanza hacia mí y me abraza
fuertemente, frotando su cuerpo contra el mío. En la oficina, lanza los juguetes al suelo y los golpea, acompaña sus golpes diciendo que ellos “han sido muy malos y deben ser castigados”. Le pregunto en varias ocasiones por aquello sin obtener respuesta. Para el Otro institucional León era insoportable, no había encontrado manera de hacerle soporte a su singularidad, y para León la relación con el Otro se había construido desde la increencia.
En siguientes sesiones, mi labor consistió en dejar de interrogar a León,
para más bien intentar nominar sus actos. La monotonía y agresividad acompañaban su juego en todo momento. En una ocasión, surge un nuevo elemento: lanza a la basura a uno los juguetes, enunciando que se lo merece por ser “el más malcriado”. Intento rescatar aquel juguete, pero León me detiene, enuncio “debe estar triste” con un tono muy suave, León me mira.
A partir de aquella intervención, usualmente los juguetes estaban muy
bravos, peleaban entre ellos y él determinaba que era imposible que se reconcilien. En uno de los juegos, añade una singularidad sobre la relación del protagonista con los otros: nadie lo quiere. Me aprovecho en remarcar “¿nadie?” y hacer un corte. A partir de ese momento, León me solicita que lo acompañe hasta el salón y en el camino me pregunta qué habían hecho los juguetes, si se habían portado bien o mal, si los castigaría o no, si los querría tal como son o si lo abandonarían por ser así.
Dentro del juego de León insistía un significante: abandono. Siendo
adoptado y teniendo él conocimiento de aquello, cada que sus padres se ausentan del hogar a causa de viajes, León se descompone. Aparecían uan serie de manifestaciones tales como: manipular sus secreciones, apegar su cuerpo fuertemente al de los otros, correr desenfrenadamente, reírse sin motivo aparente y mantener sus gestos faciales con una expresión bizarra.
En esos momentos sentía que mi labor se tornaba bastante compleja: no
tenía efecto nominar, prestar palabras ni interrogar por lo acontecido. La presencia de la voz lo enloquecía, por lo cual decidí quedarme en silencio durante las sesiones, asentir con una voz suave, esperar a que me convoque a algún juego y marcar el fin de la sesión. En ocasiones, cierto contacto con mi cuerpo, lo apaciguaba momentáneamente.
En reunión con docentes se descubre la fascinación de León por el arte,
su habilidad para las manualidades y el apaciguamiento que le trae la creación. Intencionalmente, empiezo a dejar colores, plastilinas y pinturas cerca de mi escritorio, objetos que León descubre y emplea para crear ropa para los juguetes, proceso en el cual acompaño, dejándome enseñar por él. En otras sesiones, León hace anillos para sus dedos y los míos, mancha mis manos de colores, al igual que las suyas; lo hace acercándose muy sutilmente, como si me invitase a ser parte de su mundo. El arte, funciona como un sutil arreglo de algo carente.
El lazo que construye León conmigo, no se vuelve exclusivo. A medida
que avanza el tratamiento le es posible relacionarse con otras figuras de la institución, cumplir con ciertas demandas y seguir algunas normas del salón. Relación que solo es posible con periódicas reuniones con el personal docente, en las cuales se despierta el deseo de alojar a León, dejando de serles insoportable, a ser “un artista, un encanto”.