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Introducción

La idea de la colección nace de mis recuerdos de cómo pasábamos la Nochevieja


cuando era pequeña. En Rusia es una de las fiestas favoritas y más esperadas, con la
celebración que dura casi dos semanas culminando con la Navidad ortodoxa el 7 de
enero. Las navidades las asocio, sobre todo, con el abeto decorado con los adornos
que pasaban de generación en generación. En nuestra familia eran los de mi abuela, de
la época de la Unión Soviética, un poco desgastados, pero con un encanto especial y
todo un abanico de formas. Es a esos adornos a los que les dedico el diseño de esta
colección, y los sabores representan los aromas de mi infancia. Son mis historias a
través de las que podéis conocerme y entender mejor el concepto de mi producto en
general y de esta colección en concreto. Espero que la idea de sumergirse en el sabor
resuene en vosotros y os ayude a recordar historias de vuestra infancia.

El hallazgo
Mi madre y yo acabábamos de mudarnos solas a una casa que estaba cerca de un
bosque. Estudiaba en una escuela de música y mi mamá trabajaba como cocinera en
una guardería infantil. Era invierno, justo antes de las navidades, y se hacía de noche
muy pronto. Cada día, después de trabajar, mi madre pasaba por la escuela a
recogerme y caminábamos a casa cruzando un viaducto, con mucho frío y nevasca.
Vivíamos de forma muy humilde y no podíamos permitirnos los caprichos, como los
dulces y la carne. Mi madre intentaba criar conejos en casa y a menudo recogíamos las
cajas que tiraban en las tiendas para usarlas en las jaulas. Una tarde mi mamá me
recogió de la escuela como siempre. Las farolas estaban encendidas y desprendían una
luz cálida. La nieve caía sin parar y, al aterrizar suavemente, brillaba en el suelo. Por el
camino vimos unas cajas vacías, las cogimos y nos dirigimos a casa. Siempre tenía
curiosidad de qué habrían guardado allí, pero la mía estaba vacía y no daba pista
alguna. La de mi madre llevaba unos envoltorios de espuma de plástico, con los que
normalmente vendían manzanas o naranjas. Miramos dentro y de repente vimos algo
de color que se parecía a la luz de las farolas… ¡Era una mandarina! No me lo podía
creer y lo primero que pensé era que se había estropeado y por eso la habían tirado.
¡Pero estaba perfecta! Fue el mejor camino a casa en mucho tiempo. Nos sentíamos
muy felices compartiendo y disfrutando de esa fruta dulce y aromática. Creo que fue la
primera mandarina que comí aquel invierno. Un recuerdo totalmente mágico.

La tradición y el amor
Creo que cada familia tiene sus tradiciones navideñas. En Rusia mucha gente va a la
sauna rusa, en España se compran los décimos de la lotería, en los países europeos
más nórdicos se toma el vino caliente. En mi familia la Nochevieja es la fiesta favorita y
más esperada del año, por lo tanto, tenemos muchas tradiciones. Por ejemplo,
siempre cocinamos mucho. Junto con mi madre y mi hermana nos pasamos horas y
horas creando diferentes platos. Mi padre y mis hermanos hacen limpieza a fondo,
cuelgan las guirnaldas, instalan el árbol de Navidad y también nos echan una mano en
la cocina. La casa se llena de olores deliciosos que van cambiando dependiendo del
plato que estamos preparando. Uno de los postres que no puede faltar lo he inventado
yo, son unos gofres crujientes con crema de mantequilla. Los preparamos cada
Navidad desde hace más de 20 años. A mi marido también le encanta esta época del
año y ahora ya compartimos nuestra tradición con él y hacemos los gofres juntos. Se
encarga de la masa y yo, del relleno. ¡Pero no se pueden comer en la Nochevieja! El
truco está en que los comemos siempre a la mañana siguiente, el 1 de enero. La casa
se llena con el aroma de los gofres que se mezcla con el olor del árbol de Navidad y
nosotros, abrazados y con una manta calentita, vemos nuestras películas favoritas. La
tradición y el amor.

El petrel, ave de las tempestades


Hubo una época en la que mi hermano, mi madre y yo vivimos en casa de mis abuelos,
Valentina y Vasiliy. Tengo unos recuerdos esporádicos de ellos, por ejemplo, sé que
eran bastante estrictos y que a mi abuelo le encantaba el pan de centeno, entonces
solo compraba esa variedad. En cambio, yo prefería el pan blanco de trigo.
Para uno de los cumpleaños de mi abuelo sus amigos le regalaron un reproductor de
video-casetes. Estuvo medio año sin usarlo, guardándolo en la misma caja de
embalaje. En algún momento mi madre preguntó a qué se esperaba y por qué no lo
usaba. Fue a mediados de los 90 en Rusia, los años de mucha inestabilidad y pobreza, y
la gente vivía con miedo e inseguridad, por eso lo guardaban todo «por si acaso». Al
final mi mamá decidió que había que aprovecharlo, lo conectó y prestó unos casetes
con dibujos animados. No podíamos comprarlos, porque eran muy caros. Acababan de
empezar las vacaciones en el cole, yo estudiaba en el primero y mi hermano estaba por
cumplir tres años. Aquella tarde la recuerdo muy bien. Mis abuelos fueron a casa de
unos amigos y nosotros, mientras tanto, sacamos el reproductor y ¡estuvimos viendo
los dibujos un buen rato! Después mi madre salió un momento a hablar con una
vecina. Mi hermano y yo, revolucionados por los videos, decidimos aprovechar la tarde
al máximo y nos pusimos a buscar los regalos de Navidad escondidos de nosotros.
Normalmente nos daban unos kits de bombones y otros dulces que solo se compraban
en las fiestas. A cabo de un rato lo conseguimos. Encontramos unas cajitas muy
bonitas y dedujimos rápidamente lo que eran. No se podían abrir, porque de esta
forma los adultos se enterarían de nuestra travesura, pero por casualidad encontré un
pequeño hueco en una de las cajas. Con mucho cuidado, saqué un bombón para mi
hermano. Luego otro para mí. Como bien sabéis, los niños a veces no saben parar.
Pasados 5 minutos ya estábamos allí de vuelta consiguiendo más chocolate. Y más. Al
final las cajas se notaban sospechosamente ligeras.
Estaba muy preocupada pensando en cómo se decepcionarían mi madre y mis abuelos
al ver que las cajas estaban vacías. ¡Y eso que era el regalo de Papá Noel! Además, no
podríamos convidarles con los dulces y por eso también me puse muy triste. Tenía que
arreglarlo de alguna forma. Entonces, al día siguiente, recogí todos los ahorros que
tenía y me fui a una tienda. Había que decidir qué bombones comprar, pues no me
gustaban los que llevaban el relleno de color marrón y el de galleta, en cambio, el
relleno blanco me encantaba. Allí vi unos bombones que se llamaban «El petrel, ave de
las tempestades» con un envoltorio blanco y azul. «¡Estos!», pensé y los compré con
todas las monedas que tenía. Después mi hermano y yo aprovechamos el momento
cuando estábamos solos en casa y metimos los bombones en las cajas. Fue difícil
aguantar y no comerlos, pero lo conseguimos. Recuerdo que mi madre y mi abuela se
enfadaron porque todos los bombones eran iguales, pero yo no podía estar más
contenta.

La película
Aquellas navidades eran de las más especiales. Tenía 11 años. Creo que fue la única
vez que celebramos la Nochevieja en familia, solo mis padres, mi hermano mayor y mi
hermano menor, mi hermana mayor y yo. Lo que más me gustaba del fin de año es la
mañana del 1 de enero. Dormía hasta mediodía, en la nevera había un montón de
comida y dulces, no tenía que ir al cole. Además, ¡siempre ponían dibujos por la tele!
Cuando me despertaba, cogía un plato con todo lo que sobró de la celebración, me
hacía un té caliente para tomarlo con el postre e iba al salón. Fuera hacía mucho viento
y nevaba, pero yo estaba calentita en el sofá disfrutando de la comida y viendo la tele.
Era mi momento en el que nadie intervenía, ¡lo más importante! Aquel año ponían la
película checoslovaca «Tres avellanas para Cenicienta». También hicimos por primera
vez una tarta que se llama «El Hormiguero», con base de galleta, dulce de leche y
semillas de amapola. Los montones de la nieve en la calle eran más grandes que yo, en
el piso hacía un poco de frío, pero me sentía tan cómoda y protegida al lado del árbol
de navidad, con la tarta y el té caliente. Aunque había muchos momentos tristes: mis
padres discutían, vivíamos muy humilde y a veces nos costaba llegar al fin del mes,
falleció mi abuelo… La magia de aquella mañana se llevó todo lo malo y todavía me
acuerdo del sabor de la tarta y el té.

Snegúrochka, la nieta del Papá Noel


Estaba estudiando en el cuarto. Acababa de pasar a un colegio nuevo que siempre me
provocaba un poco de estrés, aunque allí también trabajaba mi madre. Vivíamos en
casa de mi abuela y el colegio quedaba lejos, unos 50 minutos andando, pero, como
teníamos que ir las dos, nos lo pasábamos bien. Además, me gustaba vigilar a mi
mamá mientras trabajaba. En el cole hice amigos bastante rápido y los profesores me
cogieron cariño, entonces estaba contenta. En aquella época descubrí mi talento
artístico: me gustaba declarar poemas y no tenía miedo escénico. De ello se enteraron
los organizadores de las fiestas del cole y me ofrecieron el papel del personaje del
folclore ruso Snegúrochka, la nieta del Papá Noel, en un espectáculo navideño. ¡Estaba
muy feliz y orgullosa de mí misma! El espectáculo se hacía el último día antes de las
vacaciones, tuve un poco de tiempo para repasar el guion antes, y actuamos junto con
el «Papá Noel» del sexto ante los niños y sus familias. Les gustó mucho. Después de la
fiesta teníamos que ir a casa, pero mi madre me dijo que su amiga se había ido de
vacaciones y la pidió que le vigiláramos la casa mientras no estaba. ¡Íbamos a pasar
todas las vacaciones allí! Fue maravilloso. Primero, solo estábamos nosotras dos.
Segundo, había una chimenea de verdad y teníamos que echar leña para calentar la
casa, ya que fuera hacía 30 grados bajo cero. Era la primera vez que lo hacía y ¡me
encantó! Por las tardes veíamos competiciones de patinaje artístico por la tele y
disfrutábamos del olor de la leña. Para la Navidad no cocinamos mucho, pero mi mamá
compró una tarta de helado. ¡Fue increíble! Todavía me acuerdo del sabor de la
mermelada de grosella negra. Además, se cumplió otro sueño que tenía: me regaló
unos pendientes y, por fin, los podía llevar. Siempre atesoro estos momentos con mi
madre en la memoria.

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