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El hallazgo
Mi madre y yo acabábamos de mudarnos solas a una casa que estaba cerca de un
bosque. Estudiaba en una escuela de música y mi mamá trabajaba como cocinera en
una guardería infantil. Era invierno, justo antes de las navidades, y se hacía de noche
muy pronto. Cada día, después de trabajar, mi madre pasaba por la escuela a
recogerme y caminábamos a casa cruzando un viaducto, con mucho frío y nevasca.
Vivíamos de forma muy humilde y no podíamos permitirnos los caprichos, como los
dulces y la carne. Mi madre intentaba criar conejos en casa y a menudo recogíamos las
cajas que tiraban en las tiendas para usarlas en las jaulas. Una tarde mi mamá me
recogió de la escuela como siempre. Las farolas estaban encendidas y desprendían una
luz cálida. La nieve caía sin parar y, al aterrizar suavemente, brillaba en el suelo. Por el
camino vimos unas cajas vacías, las cogimos y nos dirigimos a casa. Siempre tenía
curiosidad de qué habrían guardado allí, pero la mía estaba vacía y no daba pista
alguna. La de mi madre llevaba unos envoltorios de espuma de plástico, con los que
normalmente vendían manzanas o naranjas. Miramos dentro y de repente vimos algo
de color que se parecía a la luz de las farolas… ¡Era una mandarina! No me lo podía
creer y lo primero que pensé era que se había estropeado y por eso la habían tirado.
¡Pero estaba perfecta! Fue el mejor camino a casa en mucho tiempo. Nos sentíamos
muy felices compartiendo y disfrutando de esa fruta dulce y aromática. Creo que fue la
primera mandarina que comí aquel invierno. Un recuerdo totalmente mágico.
La tradición y el amor
Creo que cada familia tiene sus tradiciones navideñas. En Rusia mucha gente va a la
sauna rusa, en España se compran los décimos de la lotería, en los países europeos
más nórdicos se toma el vino caliente. En mi familia la Nochevieja es la fiesta favorita y
más esperada del año, por lo tanto, tenemos muchas tradiciones. Por ejemplo,
siempre cocinamos mucho. Junto con mi madre y mi hermana nos pasamos horas y
horas creando diferentes platos. Mi padre y mis hermanos hacen limpieza a fondo,
cuelgan las guirnaldas, instalan el árbol de Navidad y también nos echan una mano en
la cocina. La casa se llena de olores deliciosos que van cambiando dependiendo del
plato que estamos preparando. Uno de los postres que no puede faltar lo he inventado
yo, son unos gofres crujientes con crema de mantequilla. Los preparamos cada
Navidad desde hace más de 20 años. A mi marido también le encanta esta época del
año y ahora ya compartimos nuestra tradición con él y hacemos los gofres juntos. Se
encarga de la masa y yo, del relleno. ¡Pero no se pueden comer en la Nochevieja! El
truco está en que los comemos siempre a la mañana siguiente, el 1 de enero. La casa
se llena con el aroma de los gofres que se mezcla con el olor del árbol de Navidad y
nosotros, abrazados y con una manta calentita, vemos nuestras películas favoritas. La
tradición y el amor.
La película
Aquellas navidades eran de las más especiales. Tenía 11 años. Creo que fue la única
vez que celebramos la Nochevieja en familia, solo mis padres, mi hermano mayor y mi
hermano menor, mi hermana mayor y yo. Lo que más me gustaba del fin de año es la
mañana del 1 de enero. Dormía hasta mediodía, en la nevera había un montón de
comida y dulces, no tenía que ir al cole. Además, ¡siempre ponían dibujos por la tele!
Cuando me despertaba, cogía un plato con todo lo que sobró de la celebración, me
hacía un té caliente para tomarlo con el postre e iba al salón. Fuera hacía mucho viento
y nevaba, pero yo estaba calentita en el sofá disfrutando de la comida y viendo la tele.
Era mi momento en el que nadie intervenía, ¡lo más importante! Aquel año ponían la
película checoslovaca «Tres avellanas para Cenicienta». También hicimos por primera
vez una tarta que se llama «El Hormiguero», con base de galleta, dulce de leche y
semillas de amapola. Los montones de la nieve en la calle eran más grandes que yo, en
el piso hacía un poco de frío, pero me sentía tan cómoda y protegida al lado del árbol
de navidad, con la tarta y el té caliente. Aunque había muchos momentos tristes: mis
padres discutían, vivíamos muy humilde y a veces nos costaba llegar al fin del mes,
falleció mi abuelo… La magia de aquella mañana se llevó todo lo malo y todavía me
acuerdo del sabor de la tarta y el té.