Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
El Perro
El Perro
El correo se entregó a tiempo, a pesar de que la nieve caída había vuelto casi
impracticables los caminos. Aperto estaba fatigado, pero era una fatiga grata,
satisfactoria, la que viene tras cumplir hasta el final con el deber. Miró a sus
compañeros: también estaban agotados, tumbados sobre el suelo, ya sin pensar nada.
Bueno, no todos, a decir verdad. Cálculos, el perro jefe, solo estaba sentado sobre
los cuartos traseros; no querría rendirse aún al cansancio, quizás porque temiese que
otro golpe del destino les obligase a tirar del trineo, por un mensaje urgente, a pesar
de que –a ojos de Aperto– la puesta de sol teñía ya de un precioso violeta el
horizonte y en breve oscurecería.
Y poco a poco, el sol fue clareando el pueblo. La nieve, endurecida por el frío de la
oscuridad, ahora comenzaba a volverse esponjosa. Los cuerpos de los perros
entraban en calor. El hombre saldría en breve de la oficina con los paquetes para
entregar, pero ¡qué dulce sería que ese momento se dilatase un poco!, pensó Aperto.
Por su parte, Cálculos ya estaba moviéndose alrededor, siempre serio; se detenía de
vez en cuando para valorar el tiempo que les esperaba; seguramente, también estaba
estimando las distintas rutas que les convenían según el plan que él mismo se
trazaba si el correo por entregar se ajustaba a sus previsiones. Para Aperto esta
actividad matinal era una pérdida de tiempo pues, casi a diario, el plan de Cálculos
se desbarataba por distintas razones. Sin embargo, ya no se molestaba en decírselo.
Y partió el trineo, cargado como pocas veces. La ruta parecía despejada y el camino
se hacía llevadero, excepto por un frío intenso que tensaba sus músculos y hacía
tiritar al hombre. Además, las nubes negras que se estaban formando no presagiaban
una jornada agradable.
—Ese pueblo está demasiado lejos y no creo que el hombre pueda aguantar tanto
tiempo con este frío. Además, ya ves cómo está cayendo ahora la nieve; sabes tan
bien como yo que esa ruta queda impracticable en cuanto caen unos copos. En estas
condiciones no tenemos ninguna posibilidad.
—¡Qué sabrás tú! –ladró Cálculos–. ¿Acaso te corresponde a ti tomar esa decisión?
Como en todos los trineos de perros haremos lo que indique el líder, que soy yo.
—No te obstines. Te pasas el día calculando el tiempo de las rutas y no ves más allá
de tu hocico. ¡Es un hombre! Necesita calor ya, comer algo para aguantar y recibir
atención de los humanos en menos de una hora, como mucho dos.
—¿Crees que no lo sé? Pero aquí estamos en mitad del bosque y no tenemos nada de
eso. Nuestra única opción es seguir hasta el pueblo y confiar en romper el bloqueo
de la nieve. Quizás él aguante ese tiempo.
—Tal vez lo que necesita no está tan lejos. ¿Aceptarás un plan alternativo si consigo
al menos que en veinte minutos recupere el calor?
—¿Cómo?
—Tú déjame. Confía en mí. Son sólo veinte minutos. Si no lo logro correremos al
pueblo.
Cálculos miró a Aperto, sin decir nada. Este, con un suave gruñido, le explicó:
—Noté algo de calor en la piel al pasar antes por aquí; fue como una oleada.
Además, me pareció curioso ver que ese lado de los árboles estuviera menos
cubierto de nieve y que las plantas aún mantuvieran algo de verdor justo por aquí.
Por eso lo pensé.
—No. No lo estaba.
—Lo traeremos de unos cepos que deben de estar a unos diez minutos de aquí.
—No, pero he oído un extraño aullido de un zorro. No era normal. Era de dolor.
—Muy bien. Pero ahora, ¿no es mejor que vayamos ya hacia el pueblo? ¿Quién le
va a curar aquí?
—No. Mejor no: el camino ya debe de estar completamente bloqueado. Tengo una
intuición.
—Si estuvieres un poco más abierto a lo que ves, oyes y hueles entenderías que las
intuiciones son naturales. Bueno... Dejémoslo. ¿No vas a confiar otra vez en mí?
—Hacia allí. Hacia el mismo centro del bosque. Sí. Y no empieces a ladrarme que
es una locura, que nos alejamos del camino, etcétera, etcétera. Sígueme y ya está.
No solo el resto de los perros, también el hombre parecía dejar su suerte confiado en
las decisiones de Aperto. Empezaron a internarse más y más. Pasó una angustiosa
media hora pero, de pronto, los perros supieron que lo habían conseguido: a sus
hocicos llegó el olor del fuego y de la comida que se calentaba en las brasas. Unos
humanos estaban a menos de un cuarto de hora. El hombre aún tardó un rato en ver
la columna de humo, pero notó, por el paso de su trineo, que los animales ya lo
distinguían desde antes. Estaba salvado.
Cálculos miró de soslayo a Aperto. Este, no podía evitarlo, tenía dibujado en sus
fauces un pequeño rictus de satisfacción, cosa muy rara en los perros. Comenzó a
hablar, aunque no le había preguntado:
—No lo sé. Quizás olí el humo sin ser consciente realmente de él; o quizás oí, sin
distinguirlo, un crepitar, o tal vez que pequeños animales parecían escapar desde ese
punto. No voy juzgándolo todo. Tan solo voy disfrutando, cuando camino, con mis
sentidos, de lo que tenemos alrededor. Por cierto, te recomiendo que lo hagas tú
también, en vez de estar perdido en tanto cálculo de rutas y caminos posibles, verás
que es mucho más divertido trabajar así.
***
Cálculos era un buen perro de trineo; fuerte y enérgico, motivado y centrado en su
trabajo; pero, como refleja la historia, no muy práctico ante una situación realmente
inesperada. Aperto, en cambio, sería tachado por los jefes de muchas empresas de
soñador, distraído y, quizás, poco estimulado “para hacer carrera”. No obstante,
quién puede dudar de que su actitud de estar abierto a todo –a lo relevante y a lo
aparentemente irrelevante– resultó muy valiosa.
A veces creemos que en esta vida lo mejor es tratar de tenerlo todo controlado; que
si hacemos un análisis realmente exhaustivo y pormenorizado evitaremos las
dificultades. Sin embargo, esta actitud cuenta, al menos, con dos grandes
inconvenientes: primero, que nos obliga a estar permanentemente elucubrando e
imaginando problemas, lo que suele acarrear buenas dosis de ansiedad; y, segundo,
que, como es completamente imposible tener todo controlado y que no surja ningún
contratiempo, cuando aparecen nos sentimos particularmente frustrados. ¡Después
de tanto esfuerzo de planificación resulta que al final algo tiene que salir mal! No es
raro que Cálculos quedase desconcertado tras el desvanecimiento del hombre:
¿Quién podía prever algo semejante?
Cuando uno conduce por una carretera puede ir sumido en sus pensamientos o
atendiendo a lo que ve y oye, tanto lo interno del vehículo (en este caso, los sonidos
del coche, sus indicadores, o el sonido de la radio, la conversación, etc.) como lo
externo (por ejemplo, el paisaje, la luz, sus olores, sus sonidos, todo lo que ve a los
lados de la carretera, el tráfico, etc.). Ir excesivamente ensimismado en uno mismo
durante kilómetros y kilómetros puede volver el viaje terriblemente monótono, hacer
que el camino no aporte nada (pues no se recuerda ningún detalle de por dónde se ha
circulado) e, incluso, que se pase uno la salida o que se accidente, en el peor de los
casos. En cambio, hacer el viaje con los sentidos abiertos suele convertirlo en algo
más placentero y permite recoger una información que, quizás, pueda resultar útil.
Todo este proceso se facilita cuando, gracias a la atención plena, uno se “desenreda”
de sí mismo. Porque, se crea o no, llega un momento en que darles más vueltas a los
propios problemas y vivencias se convierte en una fuente permanente de malestar y,
sobre todo, es algo que aleja de la vida. Recordemos otra vez a Cálculos, enfrascado
siempre en su planificación de rutas y los problemas que podían surgir en el camino:
¿evitaba acaso mejor así los contratiempos? Solo hasta cierto punto, pues estos son
innumerables. ¿Era su conducta más adaptada a las circunstancias? Muy
parcialmente, ya que su ensimismamiento preocupado le impedía advertir todo lo
que tenía alrededor. Del mismo modo, si tras un episodio depresivo alguien no hace
sino dar vueltas y vueltas al porqué de sus pesares, pierde el contacto con el mundo
real, no resuelve por ello sus dilemas y se hunde progresivamente más y más.
Redirigirse hacia el exterior, hacia todos los estímulos posibles, tal y como son,
deshace ese nudo que ahoga y hunde.
Es posible que algunas personas piensen que cuando se está realmente deprimido es
una ingenuidad creer que se pueda adoptar por propia voluntad esa actitud de
atención plena, de apertura vital; que la depresión es una enfermedad y, por
consiguiente, un problema biológico ante el que solo cabe confiar en la medicación.
Sin embargo, la creencia de que la depresión es un trastorno causado por una
alteración orgánica, de la química neuronal o de determinadas estructuras cerebrales
está hoy en día puesta en cuestión. Es posible que permanecer en un estado
depresivo durante un largo tiempo sí afecte a determinados neurotrasmisores (por
ejemplo, la serotonina), pero aún así también es dudoso que un tratamiento
puramente farmacológico pueda ayudar a alguien con depresión, al menos a la larga.