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«Aunque el mundo caiga a tu alrededor y el futuro sea oscuro, hay espacio al

amor, hay hueco para el placer… y hay tiempo para la perversión».

Nueva York, 1929


Hubo un momento en que el mundo se paró para Cecily, todo se derrumbó a
su alrededor; en su mente solo duró unos segundos, un doloroso instante.
Supo que tenía que continuar, aunque el dolor le estrujase el corazón, aunque
le costara respirar; no podía parar, pues, si lo hacía, se hundiría en un pozo sin
fondo.
«Acude a tu abuela» fueron las palabras de su padre. «Ella te ayudará».
Y, si el presente no era benévolo, el futuro no le regalaría nada.
El destino le deparaba grandes sorpresas… y no eran buenas.
Pero, por amor, puedes hacer cualquier cosa…
Hasta llegar a la perversión.

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Tania Sexton

Perversión
Mas allá del deseo
Perversión - 1

ePub r1.0
Titivillus 29.09.2023

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Título original: PERVERSIÓN: Más allá del deseo
Tania Sexton, 2023

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta

Perversión

Dedicatoria

En algún lugar del sur de Inglaterra

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

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Sobre la autora

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Para ti.

Espero que esta historia que comienzas te provoque más de una


sonrisa, te enfade de vez en cuando, te sorprenda muchas veces
y, sobre todo, te llene de placer.

Siempre agradecida.

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En algún lugar del sur de
Inglaterra

No le importó sentir las rodillas despellejadas ni encontrarse en esa situación


tan humillante, a pesar de no tener el control, de no saber qué pasaría ni
conocer qué objetivo tenían. Le había parecido oír un llanto, o tal vez había
sido su propio llanto, pues en el lugar que estaba los sonidos vibraban en el
aire.
No lo vio venir.
El tortazo sonó hueco, pues se lo dio con la palma ahuecada y casi se
quedó con ganas de gritarle, de preguntarle:
«¿Así pega un hombre?».
Pero no lo hizo, solo fue su pensamiento, había que ser prudente, intentar
controlar la situación.
—Todo ha sido por tu culpa. Por tu puta culpa. Si él no te hubiera visto, si
no te habríamos conocido… —Arrugó la expresión de su rostro,
convirtiéndolo en una mascara amarga—. Todo habría sido diferente. ¡Todo!
Ella intentó ganar tiempo, deseando que no fuera a más, que solo tratara
de asustarla.
Él adivinó su pensamiento.
—La mujer de hielo, como decía él. —Pareció hundirse en sus
pensamientos.
—Por favor… —imploró la mujer.
El hombre la miró fijamente, desplazando la mirada por el rostro para
seguir por los pechos y el resto del cuerpo desnudo.
—Mírate, y nos creímos ese cuento, pensábamos que eras una… —No
terminó la frase, disfrutando al ver el rictus de su boca, sabiendo que, debajo
de la venda que tapaban sus ojos, estos reflejarían terror.
—Por favor, déjeme marchar. Se lo suplico —susurró.

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—Sí, lo haré, todo a su tiempo. Pero, ahora, quiero que hagas lo que sabes
hacer también, nada más. Después, te dejaré ir. Y no dirás nada, porque será
peor, mucho peor, ¿me oyes? Él no te podrá proteger, no es un Dios que
pueda velar por ti en cada momento… Además, a él también le puede pasar
cualquier desgracia… Y en la próxima no tendrá tanta suerte…
Si sus ojos no estuvieran tapados, la mujer lo habría mirado y en su gesto
se habrían mostrado muchos sentimientos, en especial, sorpresa o, más bien,
estupor. Su mente voló como una cometa, viajó al pasado y ciertos hechos se
colocaron en orden, como si se tratase de las piezas de un puzle abandonado.
Estaba desnuda, atada de manos, por delante de su cuerpo, y de pies, con
una soga gruesa.
Los ojos tapados con un pañuelo de seda negra.
El siguiente golpe fue más fuerte y le hizo girar la cabeza con violencia.
—Sí quiero, puedo acabar con él… ¡¿Me oyes?! ¡Con todos vosotros!
Ella tembló, de miedo, de pavor…
Sería posible…
—¡Contéstame cuando te pregunto, zorra del demonio! —gritó
interrumpiendo sus pensamientos.
—Sí, sí… Por favor… —rogó, aguantando el dolor de cabeza que
imperaba desde que había despertado.
En ese momento, se abrió una puerta.
Al momento, una voz grave, le gritó.
—¡Ponte de espaldas!
Ella obedeció al instante, girándose, actuando por intuición.
Dos hombres, pensó, sería más difícil intentar algo.
Difícil, no.
Imposible.
—¡De rodillas! —volvió a gritar la voz.
Ella creyó reconocer esa voz, algo que le pareció increíble; tal vez le falló
el oído, tal vez era imaginaciones, pero no dijo nada.
—Hay que aflojar la cuerda de los pies —murmuró el hombre que
acababa de aparecer—. Quiero meterme entre sus piernas, eso me incordia.
—De acuerdo. No hay problema. Haz lo que quieras con ella, después
seré yo el último en regodearme, y luego…
—¿Estás seguro de que no le irá con…?.
—Como se le ocurra abrir la boca, lo lamentará toda la vida.
La agarró del pelo y tiró hacia atrás.
—¿Verdad que sí, zorra apestosa?.

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—No diré nada, nada —añadió la mujer entre sollozos.
Los hombres se miraron entre sí y se dispusieron a continuar.
—¿Vas a mirar todo el tiempo? —preguntó el hombre que había hecho
acto de presencia.
—Es lo que mejor se me da —contestó con gravedad.
Entre los dos aflojaron la cuerda, sin soltarla, pero que le diera movilidad,
y así, uno de ellos, el último en entrar, le dio un azote en la nalga.
Iba a decir algo, pero el otro lo acució.
—Venga, déjate de palabrearías, no tenemos todo el tiempo.
El aludido afirmó en silencio, tocándose por encima del pantalón.
La mujer pensó que ese hombre, el que había entrado, llevaba algo para
distorsionar la voz, para que ella no lo reconociera.
Tal vez un pañuelo cubría su boca…
Pero tenía buen oído y…
Dos más dos siempre eran cuatro.

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Capítulo 1

Cómo puede cambiar la vida tanto en tan poco tiempo, casi en un suspiro, se
preguntó la joven mientras contemplaba el verde paisaje a través de la
ventanilla del compartimento. Sus oídos se llenaron con los ronquidos de la
señora que dormía enfrente, con su grueso cuerpo apoyado en el del esposo,
con la cabeza llena de rizos oscuros que asomaban descaradamente y que
circundaban ese minúsculo casquete tocado de terciopelo granate. La
muchacha pensó que resultaba más que ridículo ese sombrerito en esa cabeza
grande, y también pensó si no le resultaría molesto al marido, que aguantaba
firme como si de un soldado se tratara, el conjunto del peso en total, sobre el
lateral y el hombro derecho. El revisor había pasado una media hora antes y,
desde entonces, la señora dormía plácidamente. El esposo leía el periódico y
le daba un ligero codazo cada poco tiempo, que no despertaba a la mujer,
pero, al menos, reducía en algo el ronquido, dejaba de resoplar sobre la
redecilla que cubría su boca y, con un poco de suerte, lo hacía desaparecer al
menos durante dos o tres minutos, si cambiaba ligeramente la posición, si
ladeaba la cabeza para el lado contrario.
La joven se arrebujó dentro del abrigo de paño que la acompañaba en las
últimas semanas y, disimuladamente, se limpió una lágrima traicionera
mientras pensaba en su soledad, en la situación tan drástica que estaba
viviendo, en la pena tan grande que sufría su joven corazón.
Sus grandes ojos se clavaron en los tonos amarillos, verdes, anaranjados y
rojizos del paisaje, que en momentos pasaba más rápido y otros más lento, y
recordó todas las veces que había viajado en trenes como este, y mucho más
lujosos, en compartimentos privados en coche cama, sus padres en uno y ella
y la doncella en otro. Qué emocionante era, qué divertido, desde el momento
en el que llegaban a la estación, cuando el chófer de papá sacaba las maletas
para que otros se encargaran de ellas, para introducirse en el gran vestíbulo
mientras aguantaba la respiración ante esa escalinata principal digna de un
palacio y elevaba la mirada para embobarse con esa inmensa y hermosa

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bóveda celeste con más de 2 000 estrellas. Y el Ball Clock, ese reloj de cuatro
caras, sobre la caseta de información, en el centro del vestíbulo, que ella
siempre deseaba rodear una y otra vez, como si alguien le estuviese
persiguiendo, algo que solo ocurría en su mente, pues mamá no lo habría
permitido. Cuando fue algo mayor, ocho o nueve años, su madre le dijo que
todos los relojes de la estación estaban adelantados un minuto para que los
viajeros no se confiaran y no perdieran el tren.
Y se emocionaba oyendo los ruidos, sonidos y algarabías de todas las
personas que se encontraban en Grand Central, que discurrían por los
múltiples corredores para llegar a su destino, dejándose abrazar de un lujo
sofisticado que recordaba a las estaciones europeas, con sus paredes de
mármol de Tennessee, relojes de Tiffany’s e impresionantes bóvedas
pintadas.
Todo era felicidad en aquellos años. Podía enumerar todos esos viajes,
desde que tenía recuerdos. Y todos los había realizado con sus padres. Viajes
que se disfrutaron, en familia, con amor.
«No pienses en papá, no pienses, no te derrumbes…».
«Y no lloriquees», se dijo al tiempo que se mordió el labio, hasta
provocarse dolor, enfadándose consigo misma: «No eres tú sola. Muchos
están como tú, o peor… Sí, peor. Los tiempos han cambiado de golpe,
bruscamente, para la mayoría, tal vez para todos en menor o mayor medida,
así que, afróntalos; no queda otra».
«Piensa en otras cosas», se dijo.
Y eso hizo.
Observó el abrigo de piel de la mujer y pensó que seguramente ya no se
compraría otro, al menos, de esa categoría; y, si engordaba más, lo llevaría a
la modista, a ver si se podía sacar de las costuras. Sí, las modistas y costureras
aumentarían su trabajo, pero no cosiendo prendas nuevas, trabajando sobre
telas lujosas dispuestas a cortar patrones fabulosos, o simplemente básicos y
discretos. No, los tiempos venideros serían diferentes. Habría que arreglar las
prendas, con modista o sin ella, y utilizarlas hasta que se rompieran; incluso
rotas, más de uno y una tendrían que llevarlas, pues no habría elección, si no
tenías ni para un remiendo.
Sin dejar de mirar el abrigo de astracán de la oronda señora, palpó el
compartimento secreto, debajo del forro de su amplio y discreto abrigo, nada
comparado a lo que había llevado en tiempos pasados.
Nada era comparable a tiempos pasados.

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Pero, en esos momentos, ese abrigo era el ideal para la finalidad que
llevaba a cabo.
Lo hizo de manera discreta, no quería llamar la atención de ese hombre, el
marido de la dormilona, del que, aunque parecía de buena cuna, no se podía
fiar, nunca se sabía dónde podía estar el malo de la película.
Si la robaban…
No quería pensar algo así.
No, por Dios; más desgracias no.
Le entraron unas ganas enormes de rascarse, pues al llevar varias capas de
ropas sobre su cuerpo, estaba incómoda y le daban unas ganas atroces de
frotarse contra el respaldo del asiento, como si fuese un gran oso rascándose
contra la corteza de un árbol.
Volvió a palpar el abrigo, disimuladamente, de manera que pareció que se
sacudía una pelusa invisible, recordando cuando cosió esa parte, asegurándose
de que el forro estuviera bien rematado, tanto al principio como al final, todo
bien asegurado, pues por nada en el mundo quería perder algo tan valioso,
algo que podría servirle más pronto que tarde.
Sin querer, los pensamientos viajaron al pasado reciente, a las trágicas
circunstancias y, con ello, se le hizo un nudo en la garganta y le entraron unas
ganas horribles de llorar. Era entonces, cuando ponía a trabajar su
imaginación, cuando pensaba en todo lo bueno y bonito que había vivido, y
cuando eso no funcionaba, multiplicaba a partir del seis en alemán o en
noruego, que eran idiomas menos dulces que el francés, hasta que se
recomponía.
Iba por la tabla del nueve cuando elevó la mirada al estante superior,
donde se dejaba el equipaje, donde se encontraba su maleta, que muy
amablemente el señor del periódico se la había colocado, pues ella, con las
ropas que ceñían su cuerpo, difícilmente podría haberla elevado, a no ser que
hubiera descosido o rajado más de una costura. Era una maleta que perteneció
a su padre, y antes a su abuelo, procedente de Alemania, que tenía muchos
años, estaba muy ajada, pero era de muy buena calidad, resistente y, además,
grande, algo que, por otra parte, hacía que le costara más trabajo llevarla; en
especial, levantarla.
En circunstancias normales, no habría necesitado ayuda, no era una
enclenque, pero ahora…
Se entretuvo con el hermoso paisaje otoñal, con las tablas de multiplicar
y, cuando se cansó, volvió a mirar a la señora de manera disimulada hasta que

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el marido la miró a ella y entonces volvía a mirar por la ventana, deseando
llegar a destino y, al mismo tiempo, temiéndolo.
Pasados 200 kilómetros, comenzó a ponerse nerviosa, más de lo que
estaba, sintiendo un hormigueo por todo el cuerpo, aguantando el calor que le
invadía por dentro y por fuera, pues ya llegaba a su destino, a Albany.
Un poco más…
«¡Contrólate, no pasa nada!», pensó la muchacha, «Gerda no es mala».
Se levantó y le pidió muy amablemente al hombre si le podía bajar la
maleta.
—Claro, preciosa —contestó en tono bajo para no despertar a la esposa, al
tiempo que le mostró una sonrisa de dientes amarillentos por el tabaco.
Se levantó con cuidado para que la oronda señora no se balanceara y
quedase tumbada en el asiento, elevó los brazos hasta el compartimento, bajó
la maleta y la dejó al lado de la chica.
—¿Quieres que te ayude? ¿Te la llevo fuera? No vaya a ser que tropieces.
Pesa mucho y es muy grande para ti —le preguntó y añadió sin dejar de
observarla, al tiempo que le puso una mano sobre el hombro y apretó
ligeramente.
La chica lo miró con sus grandes ojos.
—No, gracias, señor. Es muy amable, pero puedo con ella.
—Es muy grande para ti, pequeña. No me cuesta trabajo. De verdad que
no —añadió, arrastrando las palabras, presionando el hombro con algo más de
fuerza.
La joven se movió ligeramente y se soltó de ese apretón que la estaba
poniendo más nerviosa de lo que estaba.
—Muchas gracias por su ayuda, pero no es necesario —contestó
mostrando una luminosa sonrisa—. Puedo con ella.
La mirada del hombre, que se acercaba a los cincuenta, no se despegó del
rostro de la chica y se clavó en esos labios, en esos dientes tan blancos. Si su
esposa no hubiera viajado con él, habría intentado algo más con esa hermosa
muchacha. Parecía un poco rellenita, claro que ya quisiera su esposa estar así,
y esa cara… ¡por Dios, era tan bonita que quitaba el aliento!
—¿Estás segura, cariño? No me cuesta nada —añadió, arrastrando la
última palabra.
La chica no contestó, solo volvió a sonreír sin enseñar los dientes y negó
con la cabeza, al tiempo que el hombre deslizaba la puerta del compartimento
para que saliera llevando la maleta de mala manera.

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Bajó del tren sintiendo que el corazón le saltaba como una pelota,
agarrando con fuerza la pesada maleta, evitando dar un golpe a algún
pasajero, sin percatarse de que ese hombre que le ofreció ayuda la seguía con
la mirada desde la ventanilla del compartimento mientras encendía un
cigarrillo.
Controlando los pasos y el peso que llevaba, dando gracias a su sentido
común por haberse puesto un calzado cómodo y práctico, mezclándose con el
resto de los viajeros, nada comparado con Grand Central Terminal, arrugando
la nariz ante los olores de la locomotora, haciendo oídos sordos del ruido que
generaba la llegada del tren, se dirigió al exterior sin hacer caso de un mozo
de estación que le ofreció sus servicios, pues no estaba la cosa como para dar
propinas. Esos tiempos habían acabado. Ya no existían.
Con la mirada buscó un taxi, pero le costó lo suyo, pues eso no era Nueva
York, la Gran Manzana, donde pululaban a manta. Su padre le había dicho
poco antes de la catástrofe que en la ciudad había cerca de 30 000 taxistas,
pero, lo dicho, estaba en Albany. Dejó de pensar en sus cosas y prestó
atención alrededor, enseguida vio uno libre, pero otros pasajeros se
adelantaron. Permaneció alerta y, al momento, vio el siguiente, al que le hizo
una señal, por si acaso, no se percataba.
Preguntó al conductor si la podía llevar a Menands, en el Condado de
Albany, especificó.
—No conozco otro Menands —soltó de manera abrupta un tipo flaco, de
edad madura y con una calva incipiente.
Ella mostró una tímida sonrisa.
El hombre metió la maleta en el maletero y, a pesar de que estaba fuerte,
pues, esa flaqueza engañaba y las mangas de la camisa escondían sus brazos
nervudos, hizo una mueca, más que nada para que la chica supiera y
entendiera lo que dijo a continuación:
—Por la maleta cobro un extra.
La chica no dijo nada, solo afirmó y subió al taxi.
Se acomodó lo mejor que pudo y soltó un pequeño suspiro que no llegó a
los oídos de ese hombre tan antipático, pensando que ya quedaba menos, que
la seguridad de otro hogar la esperaba. Que no le importaba no tener los lujos
de antaño, pues podía pasar sin la mayoría de los caprichos, de todos los
caprichos, añadió su mente; solo quería paz, estabilidad y, sobre todo, una
familia, por pequeña que fuese.
Lo peor, ya había pasado, pensó.
Y lo bueno…

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No estaba por venir.
Pero ella no lo sabía.
Cuando se encontrara con su abuela y esta le contara, le abriera la mente,
la pusiera en antecedentes…
Cuando le contara la cruda verdad…
Pensaría que el diablo se estaba regodeando con ella, que las desgracias
no venían solas, que donde pensaba encontrar consuelo…

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Capítulo 2

Finales de noviembre
1929

Menands, una villa fundada en 1842, era el lugar donde su abuela paterna se
había trasladado tres años atrás, justo después de quedarse viuda y vender su
lujosa mansión de la Quinta Avenida. Vivía en una casa no muy grande, de
dos plantas, de estilo victoriano, construida en 1895, acogedora y en óptimas
condiciones, que compartía con una vieja amiga.
Su abuela, había vendido una casa —un edificio— de estilo neoclásico
francés, construida en 1900, de ocho plantas y más de 1 800 metros
cuadrados. Suelos de mármol, otros de madera que contrastaban con las
paredes pintadas en colores intensos, como el verde esmeralda, burdeos o azul
Prusia, y otras cubiertas con papel pintado con motivos egipcios o romanos…
Molduras de escayola adornando enormes lámparas estilo imperial…
Enormes camas barco llenaban varias habitaciones de los diez dormitorios
que había en la mansión, dando la sensación de estar en el interior de un
castillo francés.
Había dejado de disfrutar de la opulenta Nueva York, de los excesos de la
Gran Manzana, de una mansión que provocaba exclamaciones a quien la
visitaba, por una casita en una aldea del estado de Nueva York.
Un lujo al que todos estaban acostumbrados y que, cuando Cornelius, el
hijo, se independizó y se casó, opto por uno más moderno; y cuando se puso
de moda el Art déco, mandó redecorar todas sus casas de nuevo. Era lo que
ocurría cuando el dinero corría como el agua, cuando todo lujo se convertía
en necesidad, cuando tenías que mostrar al mundo, tu poder, tu gloria, tu
enorme ego.
La joven no se molestó en mirar el exterior de la casa, como habría hecho
en otras circunstancias, valorando con un vistazo, lo grande o pequeña que
era, lo bonita o acogedora que pudiera ser, lo poco o mucho que podrían

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haber pagado por ella su abuela y su amiga Agnes, y si en algún momento
echaba de menos el lujo de la gran mansión neoyorkina.
No, nada de eso llenó la mente de la joven, pues su mirada se clavó en el
llamador de latón que adornaba la puerta pintada de negro. Tocó con timidez
para, seguidamente, llamar con fuerza, por si no se encontraban en la planta
baja y no llegaba el «toc toc» hasta arriba.
Esperó un largo minuto y, cuando iba a tocar de nuevo, se quedó con la
mano en el aire al escuchar pisadas y algo más, que en ese momento le
pareció un bastón o algo por el estilo. La puerta se abrió con un leve chirrido
y vio a su abuela haciendo malabarismos con una muleta y un bastón, al
tiempo que gruñía por lo bajo.
—Hay que echar aceite en estas viejas bisagras —dijo entre dientes, antes
de mirar al exterior.
Esos ojos azules, como un océano tranquilo, como un remanso de paz,
como un cielo de verano; esos ojos azules que, cada vez que pensaba en su
abuela le venían a la mente, se quedaron mirándola fijamente, como si su
nieta fuese una extraña, o peor, una invitada no deseada, no esperada.
Su voz era potente, poderosa, con mucha autoestima, esa voz que más de
una vez la había reñido a lo largo de su infancia, algo menos en la
adolescencia, mostró lo que era y, por supuesto… de remanso de paz, nada de
nada.
—¿Qué haces aquí? —el gesto hosco, la voz cortante, la mirada
penetrante, todo muy típico de su carácter.
La muchacha, más que sorprendida ante ese frío recibimiento, y teniendo
en cuenta las circunstancias, que no se veían desde las últimas Navidades; o
sea, once meses, no contestó, solo esperó.
Gerda Frank, antes Hansen, nacida en Noruega, pero traída a los Estados
Unidos siendo un bebé, una mujer de 65 años, cabello blanco, metro ochenta
y casi cien kilos, vestida con un jersey de lana y una falda de tweed que le
llegaba por debajo de las rodillas, miró a su nieta con gesto serio, sin moverse
de la puerta, tapando todo el acceso, apoyando la mayor parte de su recio
cuerpo en la muleta, y el resto en el bastón.
Pareció pensarlo durante unos segundos, al tiempo que escuchó la voz de
Agnes.
—¿Quién es, Gerda? —La mujer poseedora de esa voz dulce y agradable
se acercó a la entrada.
—Una visita inesperada —gruñó la aludida, sin dejar de mirar a su nieta.
Agnes asomó la cabeza y vio a la muchacha.

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—¡Sissy! ¡Cariño! ¡Quita Gerda, deja pasar a la niña! —Hizo hueco de
manera delicada, de manera que Gerda no sufriera ningún movimiento brusco
para que su nieta pudiera entrar en la casa.
Agnes era una mujer mucho más joven que su abuela, no llegaba a los 50,
y más delgada, y más simpática, y llevaba el cabello teñido de rubio claro
ceniza, lo más parecido a su color natural, el color que tuvo de joven.
Un rato después de recibir el caluroso abrazo de Agnes y un seco beso de
su abuela, Sissy se había quitado el abrigo y tomaba un té muy caliente
sentada en un viejo, pero confortable sofá enfrente de la chimenea, mientras
su abuela y Agnes escuchaban el relato de los acontecimientos, de los
últimos, los más recientes.
—¿Estás más gorda? —preguntó sin delicadeza la abuela, fijándose
detenidamente en la chica. Gerda era de esas mujeres que opinaban que la
edad marcaba la pauta para unas cosas u otras: las buenas y las malas. Si ya
tenías una edad y estabas gorda, era algo que entraba en la pauta, ya tenías un
montón de cosas malas por las que preocuparte; pero si eras joven, algo así no
entraba en ninguna pauta. La juventud requería delgadez, pues, ya que no
podías elegir la cara que te había tocado en herencia, sí podías hacer que tu
cuerpo, si no era hermoso, al menos fuese delgado.
—No, abuela. Cuando hice la maleta, me puse todo lo que pude y añadí
encima un vestido de mamá.
Las dos mujeres se miraron entre ellas; fue Agnes la que habló.
—Muy bien pensado, cariño. Muy bien pensado —repitió, mostrando una
espléndida sonrisa.
—Por eso la cara no la tienes gorda, porque todo es falso. Pareces algo
extraño… Esa cara de gatito escaldado y ese cuerpo a punto de reventar —
añadió Gerda, de manera seca, sin molestarse en pensar si sus palabras hacían
daño a su única nieta—. Pasa al baño, anda —dijo de mala manera, al tiempo
que señaló con un movimiento ligero de mano—. Quítate toda la ropa, que no
es necesaria. No hace falta que estés así, con esa pinta. Por el amor de Dios.
La joven se levantó sin sentirse ofendida por los comentarios, por el tono
brusco de su abuela, y se dirigió al cuarto de baño; al rato salió con el mismo
vestido, que, al quedarse libre de apreturas, bailaba sobre su delgado cuerpo,
y con los brazos llenos de ropa doblada.
—¿Dónde puedo dejar esto? —preguntó con la dulzura que le
caracterizaba.
Antes de que Gerda contestara con una palabrota, Agnes se levantó de un
salto y, sonriendo a la joven, mostró sus brazos.

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—Déjamelo, cariño. Los dejaré en esta habitación —apuntó, al tiempo
que colocó las prendas encima de la cama de la habitación más cercana,
viendo por el rabillo del ojo cómo Gerda se mordía el labio inferior
conteniendo la lengua.
—Muchas gracias, Agnes.
—De nada, cielo.
Una vez que las tres volvieron a estar en la misma posición, sentadas en el
confortable sofá la nieta y Agnes, y Gerda en su sillón, esta observó con ojo
crítico a la nieta.
—¿Ese vestido era de Adele? —preguntó entrecerrando los ojos.
Sissy se miró la delantera del vestido de seda, hecho a medida por la
modista particular de mamá, que, obedeciendo ordenes explicitas de la
misma, debía dejarlos sueltos para que resultasen cómodos, aunque no fueran
tan elegantes como los que llevó antaño. Ya vendrían tiempos mejores, decía,
ya habrá tiempo para adelgazar, continuaba; además, siempre se puede
adornar o ceñir con un bonito cinturón o un delicado fajín, terminaba,
sabiendo que le costaría mucho volver a tener el cuerpo de su juventud.
—Sí, era de mamá. Engordó bastante en los últimos meses y pensé que
me vendría muy bien para llevar mi ropa debajo.
—¡Qué lista eres, Sissy! Muy bien pensado —volvió a repetir Agnes, que
no se cansaba de alabar a la joven, no solo porque lo sentía, sino para
compensar la frialdad y el mal carácter de Gerda, que, según se hacía mayor,
era cada vez peor.
Gerda no estaba por la labor de alabar a su nieta, pero sí se quedó mirando
a su amante, viendo cómo se atusaba esa preciosa melenita corta, cómo se
colocaba el rubio cabello detrás de la oreja…
Volvió a la realidad y dejó de admirar a su amor.
—Aquí no te puedes quedar, Sissy. Porque has venido a eso, ¿no? Esa es
tu intención, ¿no es así? —soltó sin miramiento, con dureza, clavando esa
hermosa y penetrante mirada azul.
Olía los problemas a la legua y este, precisamente, lo tenía delante de sus
narices.
Sissy le devolvió la mirada con cautela.
Pero, lo peor de todo fue que Agnes no dijo nada.
—Abuela —el vocativo sonó como un lamento—. ¿Por qué? Os puedo
ayudar en todo lo que haga falta y buscaré un trabajo; si no hay aquí, pues en
Albany. No seré una carga, te lo prometo.
La abuela la miró fijamente, traspasándola con su mirada azul glacial.

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—¿Aquí? ¿Qué piensas encontrar aquí? Esto no es más que una aldea…
Y, en Albany —volvió a hacer una pausa—. En Albany tampoco habrá nada
para ti. Los trabajos hoy en día escasean y una chica como tú… ¡Por todos los
dioses del Universo! No. Lo mejor es que te vayas. Que te vayas del país, sí,
es lo mejor que puedes hacer. —No se dejó engatusar por esa mirada que
tenía su nieta, esos ojos grandes, dulces, hermosos, que la miraban como si no
la conociera, como si le estuviera diciendo que tenía que irse al infierno y
quedarse en ese horrible lugar, si no de por vida, sí durante una larga
temporada.
»Y el mejor lugar en el que puedes estar en este momento, o sea, cuando
te vayas —continuó sin prisa, pero sin pausa— es Europa. Sí, allí podrás
rehacer tu vida. Lo más lejos posible de aquí. Es lo mejor, lo más sensato, lo
más prudente. Lejos de Estados Unidos —soltó la mujer, al tiempo que hacía
un gesto de dolor, mientras acomodaba la pierna en el reposapies que hacía
juego con el sillón Chester en el que estaba sentada y que mantenía su espalda
derecha, como fue el deseo de un antiguo vizconde de Chesterfield, al
encargar a un prestigioso ebanista el sofá en cuestión, que debía tener un
diseño específico para sentarse recto y no estropear su elegante atuendo.
Gerda había llevado algunos muebles —pocos, teniendo en cuenta todo lo
que hubo en su gran mansión— y unos pocos adornos —algunos de gran
valor económico, que no sentimental— de su vida anterior a esa casa que
compartía con Agnes, y el sillón fue uno de ellos; su atuendo era lo de menos,
pero su espalda lo agradecía, aunque su cuello no.
En fin, nada era perfecto, como ella siempre decía y bien sabía.
Sissy abrió desmesuradamente sus ojos verdes, un verde dorado tan claro
que llamaba la atención, y, si los tenías cerca, podías vislumbrar pequeñas,
minúsculas pintitas verdes más oscuras, incluso alguna gris.
Agnes miró a Gerda, mostrando un gesto amable, un gesto que quería
decir que fuese más cariñosa con su única nieta. Pero la noruega no estaba por
la labor.
La joven iba a decir algo, pero la abuela se lo impidió.
—Mira que se lo dije a tu padre. Mira que le advertí después de que
muriera Axel —hablaba como si le estuviese riñendo a alguien, recordando
esa imagen del arrogante de su hijo, pagado de sí mismo, creyendo que el
mundo le pertenecía—. Ten cuidado, le dije, que pisas un terreno movedizo,
que hoy tienes veinte y mañana no tienes nada. Y el muy cretino se reía, y aún
tuvo la cara dura de pedirme el dinero que me tocó por la venta de la casa,
prometiéndome que me lo doblaría, incluso triplicaría, que él solo se quedaría

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con un 10 por ciento y que el resto sería para mí. Menos mal que no me dejé
embaucar, que me mantuve en mis trece, que me largué de Nueva York y me
vine aquí —terminó soltando el aire, casi bufando y dando un palmetazo en el
reposabrazos.
Enfadada con el mundo, enfadada con su hijo y, ahora, enfadada con su
nieta por hacer acto de presencia y complicarle la vida.
¡Ah, no! Eso sí que no.
—Mi padre no era un cretino —susurró, sin dejar de mirar a su abuela.
—No, no lo era. Pero a veces se comportaba como tal, mostrando su
arrogancia, creyendo que era el rey Midas, pensando que lo sabía todo,
comportándose como un necio.
Sissy no iba a permitir que ofendiese a su padre.
—Se equivocó, como tantos otros. Ni más ni menos —siguió defendiendo
a su padre, pues le dolía enormemente que su abuela, que la madre de su
difunto padre, fuese tan cruel con él.
Gerda clavó la mirada azul sobre la muchacha, sin pestañear, dispuesta a
soltar todo lo que se había estado guardando, sin valorar de qué modo la
miraba su nieta, que, desde que tuvo uso de razón, había amado esos ojos tan
deslumbrantes, ese azul tan celeste, ese azul envidiado.
Pero Gerda no estaba por la labor, jamás se ablandaría con su nieta,
porque lo que le iba a contar no admitía blanduras, porque un oscuro secreto
estaba a punto de salir a la luz.
—Solo tienes diecinueve años, pero ya no eres una niña; es más, eres una
mujer, pero, aun así, disfrutaste de los Felices Años 20, no los viviste como
un adulto; por lo tanto, no tiene comparación, pero tu padre sí. Ya lo creo que
los vivió. Disfrutó de la vida al máximo, porque, aparte de trabajar más horas
que tenía el día para ganar mucho dinero, sabía cómo gastarlo, cómo sacarle
el jugo a cada centavo, ya lo creo. Fiestas, coches, casas, ropa, más fiestas…
—Hizo una pausa—. Las fiestas le gustaban, para eso estaban los fines de
semana, salvo excepciones. Y a muchas de esas fiestas, donde rebosaba el
alcohol, no aparecía la Policía —explicó, haciendo alusión a la Ley Seca— y
no faltaban hermosas y jóvenes hembras, dispuestas a satisfacer los deseos de
cualquier hombre, porque sabían que siempre sacarían algo a cambio. Ya lo
creo, a esas fiestas, no iba con Adele, no… —Volvió a callar y las miradas de
Gerda y Agnes se cruzaron. Y Gerda vio la advertencia en los ojos de su
compañera—. Pero el trabajo era lo más, porque, gracias a ello, se podía
permitir todo lo demás. ¿Sabes lo que era tu padre, Sissy? ¿Lo sabes? —
preguntó enfadada, clavando esa mirada tan hermosa como fría, sobre ella.

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—Sí, claro que lo sé. Era inversor. Inversor en bolsa —contestó muy
seria, provocando con esas palabras que su abuela soltase una falsa carcajada,
mientras Agnes permanecía en segundo plano, pero sin perder detalle alguno.
Cuando dejó de reír, su rostro volvió a ser una máscara.
Sissy pensó que parecía que hablaba de otra persona, de un enemigo, en
lugar de un hijo fallecido en tan trágicas circunstancias.
—Tu padre era un especulador. Eso es lo que era. Tu padre, como otros
muchos más, son los responsables de lo que está ocurriendo y de lo que falta
por venir. Y ten en cuenta que lo que está por venir no va a ser nada
comparado con lo que ya ha ocurrido.
La muchacha, acalorada, asustada, le sostuvo la mirada, pero no replicó,
pues algo sabía de todo el lío que se había armado.
—¿Sabes cuándo comienza todo esto? ¿Cuándo comenzó el principio del
fin? —le preguntó sin suavizar el tono.
Sissy, a pesar de haber sido hija única, a pesar de haber sido una niña
mimada y consentida, siempre les había tenido mucho respeto a sus mayores
y, aunque a su abuela, una vez que murió el abuelo Axel, apenas la vio, la
respetaba igual que siempre; no obstante, en esos momentos, no solo era
respeto, era un poco de miedo, pues sus palabras, su tono hiriente, sus gestos,
parecían anunciar el fin del mundo; en especial, cuando se llevaba sus grandes
manos a la cabeza y arrastraba el corto y rizado cabello blanco hacia atrás,
haciendo que los hermosos ojos fuesen los protagonistas y la boca grande y
con una dentadura completa recordaban la belleza que fue.
Y esos ojos se dirigieron hacia la asustada nieta.
Y, para ella, el fin del mundo, o al menos el suyo, ya había ocurrido, a
pesar de los gestos de su abuela, a pesar de las palabras hirientes.
—Sí, abuela. Lo sé. Todo comenzó el jueves 24 de octubre —contestó con
prudencia.
—Exactamente, el 24 de octubre. Pero, a pesar de la hecatombe, a pesar
de que ese día se transfieren más de 12 millones de participaciones, tu padre y
otros como él, que estaban acojonados, todo hay que decirlo… —Agnes miró
a Gerda, haciéndole entender con esa mirada, que no emplease ese
vocabulario delante de su nieta—. No pasa nada, Agnes. A mi nieta no se le
van a caer los anillos por escuchar ciertas palabras: primero, porque no los
lleva; segundo, porque ya no es una niña; y tercero, porque llamo a las cosas
por su nombre, vamos a dejar de lado los eufemismos, llamemos a cada cosa
por su puto…, por su nombre. —Volvió a mirar a su nieta y siguió con la
explicación—. Pero tu padre y la mayoría de los especuladores todavía eran

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tan ingenuos, o peor, se creían tan listos como para creer que la cosa se podía
solucionar. Esperan que se tranquilice el asunto, quieren tener esa falsa
esperanza, se lo quieren creer. Están tan pagados de sí mismos que piensan
que todo va a quedar en un susto de nada o, como mucho, en unas pocas
pérdidas que más tarde o más temprano van a recuperar con creces. Tal vez,
en ciertos momentos, momentos de lucidez o de pesimismo, piensan que están
teniendo una horrible pesadilla y que más tarde o más temprano van a
despertar y las cosas se van a normalizar. Fatuos ignorantes. —Seguía con la
mirada clavada en su nieta, pero parecía traspasarla, como si estuviese viendo
el pasado.
»¡Ellos! ¿Ellos? —repitió cambiando la entonación, de exclamación a
pregunta, continuando de manera furibunda—. ¿Ellos van a perder sus
grandes fortunas? ¡Imposible! No, jamás de los jamases. ¡Ja! —suelta de
golpe, haciendo que Sissy se encoja, asustada, por unos segundos—. ¿Y qué
ocurre entonces?, que llega el martes, el martes 29, el «Martes Negro».
«Jueves Negro y Martes Negro», nombres que pasaran a la historia, a la
historia negra —repitió con ironía— de los Estados Unidos —en ese
momento bajó el tono de voz, llevó la mirada al fuego que ardía en la
chimenea y añadió con gravedad—. Justo ese día, ese martes negro, me caigo
y me rompo la pierna… A veces pienso que fue como una premonición —
terminó, casi susurrando, mirando al vacío.
Calló durante unos segundos y, mientras, aprovechó para coger una vara
fina y larga que tenía en el sillón y la introdujo por la escayola para frotarse la
pierna, levantando la falda de tweed y dejando ver sus blancos, lechosos más
bien, y gruesos muslos, mientras Agnes y su nieta la observaban y esperaban.
—Me quedará una cojera, qué le vamos a hacer, y el recuerdo de la
muerte de mi hijo. De mi único hijo. Yo me rompo la pierna por la mañana y
tu padre se tira por la ventana de un rascacielos unas horas más tarde… —No
repara en el gesto de sufrimiento de su nieta, en la contención de las lágrimas,
pues está inmersa en su recuerdo, en su voz, en su discurso—. Cuando se da
cuenta de que el derrumbe total de la Bolsa de Nueva York, el mercado de
valores más importante del mundo, se ha ido a la mierda. Sí, a la mierda —
repitió, para hacer una pausa y volver a hablar—. Cuando se da cuenta,
cuando ya tiene la certeza de que no tiene nada. Nada —repitió, recalcando
las silabas—. Cuando da por hecho que, aunque tarde cuatro días o cuatro
semanas en desplomarse por completo, ya no tiene arreglo. Todo se ha
derrumbado como un gigantesco castillo de naipes. —Endureció el gesto,
clavando la mirada en su nieta—. Por lo menos, podría haber tenido los

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arrestos de seguir adelante…, por su hija, por la sangre de su sangre, aunque
solo hubiese sido por unas semanas. Solo unas semanas, maldita sea.
Sissy se limpió una lágrima solitaria.
—No es fácil tenerlo todo y perderlo todo… Quedarte en la completa
ruina —se atrevió a decir la joven.
—¡Encima lo defiendes! ¿Y tú, qué? —preguntó la abuela—. Has pasado
de vivir como una princesita a ponerte todas las ropas que has podido sobre tu
flaco cuerpo y escabullirte como una ladrona… y no te has tirado desde la
ventana de un rascacielos.
La joven no quitaba la mirada de su abuela.
—Yo quiero seguir viviendo y, además, no puedo sentir la vergüenza que
padeció papá al ver la magnitud del desastre, el no haber guardado algo, haber
salvado…, algo… —añadió muy seria.
—Exactamente. La parte que le correspondió de la venta de mi casa, por
ejemplo. Con eso habría tenido de sobra para salir adelante. Haber sido más
inteligente y menos engreído. Eso es la calificación que hay que darle. Me
parece muy bien que tú quieras seguir adelante, que seas fuerte para todo lo
que se avecina. Hay que seguir adelante, tienes que seguir adelante… pero
aquí no.
—Gerda —susurró Agnes, mirándola con sus grandes ojos.
Gerda clavó la mirada azul, en esos momentos fría como un témpano de
hielo, hermosa como un cielo de montaña, en su compañera, en su amante.
—Vamos a ver, es mejor hablar con claridad, con claridad meridiana. Ni
aquí ni en Nueva York debes vivir. Es más, ni en los Estados Unidos, ya te lo
he dicho. Lo mejor para ti es comenzar de nuevo en otro país. Eres joven, lo
tendrás más fácil que otros.
—Gerda —pareció rogar la dulce Agnes, viendo la expresión de la joven
—. No tienes por qué ser tan ruda.
La joven miraba a una y luego a otra, sabía quién ganaría, pero no se
imaginaba lo que se avecinaba.
—No soy ruda, Agnes; soy clara y sincera. Y, ya que estamos hablando
entre adultas, ya que estamos hablando de cómo están las cosas, es mejor
contarlo todo. Así, de esta manera, «todo» quedará más claro. Y lo que le voy
a contar se lo debería de haber dicho mi hijo hace tiempo… Mucho tiempo.
—El interés de la joven aumentó, de la misma forma que el nerviosísimo,
pues esa manera de expresarse, esas palabras, anunciaban secretos y, sin
moverse ni un milímetro de su asiento, llevando ese vestido enorme sobre su
delgado cuerpo, sin despegar la mirada de su abuela, apenas un segundo para

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ver la expresión de Agnes, entre dolorida y paciente, se atrevió a expresar su
opinión.
—No sé qué quieres decir, abuela. Y no sé por qué me tratas así, con tanta
antipatía. Pareces un general del Ejército. Nunca has sido un pastel de
merengue, pero tampoco es necesario que te cebes conmigo. Mi madre ha
muerto, mi padre también, lo hemos perdido todo… —Gerda levantó una
mano, sin molestarse lo más mínimo por la alusión a su falta de dulzura, ni
por compararla con un coronel del Ejército, algo que, en otro momento, le
habría provocado una carcajada.
Sissy clavó sus bellos ojos en esa mano grande que pareció vibrar en el
aire.
—Tu madre murió de un ataque al corazón a finales de septiembre, a
saber si todo venía por lo que se rumoreaba meses atrás, y tú padre se tiró por
una ventana del lujoso y gran apartamento donde vivíais. También se podría
haber tirado desde el otro, donde estaban las oficinas. Lo pierde todo,
absolutamente todo, pues era dinero en el aire, ya lo he dicho y lo repito de
nuevo: era un enorme castillo de naipes: préstamos y préstamos, hipotecas y
más hipotecas. Una burbuja enorme y tan delicada como su nombre. ¿Te
acuerdas cuando eras pequeñita y hacías esas pompas de jabón en la bañera?
—era una pregunta retórica, que no necesitaba contestación—. Pues eso. ¡Puf!
Te deja con una mano delante y otra atrás, prácticamente. ¿Has podido salvar
algo? Aparte de esas ropas que te has puesto una encima de otra… ¿O has
estado pensando en las musarañas?
—Tengo algunas joyas de mamá y algo de dinero —contestó limpiando
una lágrima, al tiempo que Agnes le pasaba una mano por la espalda.
—¿Los diamantes? ¿O también se deshizo del collar? —preguntó entre
dientes, sin dejar de observarla, sin pestañear ni un segundo.
La chica afirmó con la cabeza y añadió, después de tragarse las lágrimas.
—Tengo el collar y alguna cosa más.
Gerda hizo un ruido con la garganta, algo así como un «ajá».
—Menos mal que has sido lista, que no has estado pensando en que iba a
llegar un príncipe azul. De todos modos, el collar de diamantes, guárdalo,
resérvalo para una emergencia. O, mejor, véndelo cuando llegue el momento,
cuando te puedan dar lo que realmente vale o la aproximación más cercana.
Es una pérdida de tiempo, un desperdicio total, vender joyas por una décima
parte de su valor.
—Lo sé, abuela. Te lo puedes quedar tú… si quieres.
Gerda mostró su asombro, pero al momento negó con la cabeza.

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—Tengo dinero de sobra. No quiero el collar.
—Pero yo te lo doy. —Iba a levantarse para ir a por el abrigo, pero Gerda
se lo impidió.
—He dicho que no quiero el maldito collar. Ese collar lo compró tu padre
para regalárselo a su amante después de tu nacimiento… —La joven volvió a
su posición, sintiendo toda la energía negativa que salía por la boca de su
abuela, sintiendo dolor porque esos ojos tan bellos la mirasen de esa forma.
Las palabras de su abuela siguieron aflorando—. Pero, como la amante murió,
decidió dárselo a Adele. Ahora que lo pienso, no se lo vi puesto muchas
veces… En las cenas de Navidad, poco más. Creo que no estaba cómoda
llevando ese dineral en el cuello. Y creo que sabía que no lo había comprado
pensando en ella.
Hizo una pausa con la mirada clavada en el fuego de la chimenea,
mientras la nieta permanecía en silencio, a la espera.
Su padre…
¿Tenía una amante?
¿Tuvo una amante?
¿Después de su nacimiento?
—Te puedo dar el dinero para el pasaje de barco a Europa y algo más. Es
mucho más barato que el avión. Además, ese tiempo te vendrá bien para
hacerte a tu nueva situación. Agnes tiene una hermana trabajando en Gran
Bretaña, en una mansión de aristócratas o algo por el estilo. Podrá lograrte un
trabajo como criada o doncella, o algo por el estilo —repitió otra vez.
Sissy miró a su abuela como si se hubiera vuelto loca.
¿Habían hablado de ella? ¿Habían dado por hecho que aparecería por casa
y habían decidido su futuro?
—Pero… pero yo no quiero trabajar como criada.
—¿No? ¿Qué carrera tienes? ¿De qué quieres trabajar? —preguntó sin
pestañear, acribillándola con la mirada.
—No tengo carrera, no me ha dado tiempo, pero habló varios idiomas y
toco el piano, y…
—Y-y-y-y-y-y-y —repitió malhumorada.
—Gerda —susurró Agnes, molesta y dolida del comportamiento de su
pareja.
—Puedo dar clases de piano o de danza —insistió la joven—. Sabes que
llevó desde los cuatro años…
—¿Y quién va a querer clases de piano o estar dando saltitos con la que
está cayendo?

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Sissy la miró con esos ojos de gato.
—Bueno, la vida sigue. Aún quedará gente con recursos.
—Sí, recursos que empleará en otras cosas. Cosas más importantes, más
necesarias.
Se hizo el silencio, pero la gélida mirada seguía sobre la nieta.
Y, entonces, decidió soltar la bomba.
—No eres hija de Adele —añadió de golpe, sin dar preámbulo a algo más,
sin delicadeza alguna, sin consideración hacia su nieta o hacia los muertos.
La muchacha se quedó en silencio, con la vista clavada en Gerda, para
deslizarla hasta Agnes como buscando algo, pero no sabía qué.
¿Acaso su abuela había perdido la cabeza?
Pero, ante el silencio de Agnes y, sobre todo, viendo esa mirada tan dulce
y, al tiempo, tan triste, supo que en esa habitación nadie había perdido la
cabeza, que su abuela tenía la mente tan lúcida e inteligente como siempre.
La noruega movió la cabeza, como si toda esta conversación le estuviera
provocando un fuerte dolor de cabeza.
—Mira, ya es hora de que lo sepas —dijo con cierto desprecio, no por su
nieta, sino por lo que tenía que contar, en especial, por el comportamiento de
su difunto hijo—. Tal y como están las circunstancias, la verdad de las cosas
es lo que nos queda. Tienes diecinueve años, ya eres una mujer y ahora que
no tienes a tu padre consintiéndote de todas las maneras posibles; lo mejor es
que sepas quién eres y de dónde procedes.
Sissy no dijo nada, pues nada tenía qué decir, tan solo escuchar las
palabras de su abuela y ver la expresión bondadosa y bastante triste de Agnes.
Si cuando bajó del tren sintió el corazón botando como una pelota, ahora creía
que le estallaría en mil pedazos.
¿Qué era eso de que Adele no era su madre…?
Su mamá querida, esa que siempre estuvo ahí, que la protegió, que la amó
sin reservas, que le enseñó todo lo que sabía, que siempre se preocupó por
ella.
Una especie de temblor recorrió su cuerpo y, como acto reflejo, apretó los
esfínteres para que no se le escapase la orina.
—Cuando mi hijo se casó con Adele, se puede decir que estaba
enamorado; ella más. —Hizo un gesto, entre despectivo y desagradable—.
Siempre uno ama más que otro, pero él también la quería; por lo menos no
fue un matrimonio concertado como el mío. Con el paso de los años, Adele
tuvo varios abortos, los embarazos no llegaban a buen puerto y la relación
entre ellos se fue deteriorando, poco a poco, despacio, como para no darte

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cuenta, pero pasaba. Yo, sin embargo, tuve un hijo, tu padre, y le dije a Axel
que no quería seguir compartiendo su cama, que no quería tener más hijos,
pues lo nuestro nunca estuvo deteriorado, lo nuestro, jamás debió existir. —
La mirada se fijó en el fuego de la chimenea, perdida, ausente, recordando
tiempos muy lejanos. Un ligero carraspeo de Agnes la devolvió a la realidad y
sus ojos se dirigieron de nuevo hasta su nieta.
»¿Te das cuenta? Si yo no me hubiera casado con tu abuelo, tu padre no
habría existido y tú tampoco. Y ahora estaría tranquilamente, calentándome
enfrente de mi chimenea y disfrutando de una vida tranquila en compañía de
mi Agnes. —Se quedó unos segundos en silencio y, ante el carraspeo de su
compañera, volvió al presente—. A finales de septiembre de 1910, tu padre se
presentó ante Adele, con un bebé en brazos: tú. —La señaló con el índice,
como para dar más sentido a esa afirmación—. Su amante había muerto pocos
días después de parir, y él, ante la duda de dejar a la criatura con la familia de
su amante o llevarla a su propia casa, optó por lo segundo.
Hizo un inciso y aprovechó para dar un sorbo al té, que ya se había
enfriado, pero no le importó; lo hizo sin quitar la mirada de su nieta, que
permanecía inmóvil y mirándola con esos extraordinarios ojos. Porque a la
joven no se le pasó en momento alguno que su abuela estuviera mintiendo.
—Adele sabía que mi hijo la engañaba, que tenía amantes, pero no
esperaba algo así, pues algo así daba a entender que tenía una amante, una
especial, y que la relación era seria, o había sido seria, pues la otra murió.
Según me contó tiempo después, dijo que enfocó el asunto de la manera más
pragmática: la amante estaba muerta y ella tenía una hija. Algo tan deseado le
vino de la manera más inesperada y, teniendo en cuenta que esa bebé era la
más preciosa que ella hubiese visto, al final lo vio como un regalo de los
cielos. Todo el mundo lo creyó, pues el último aborto había sido meses atrás y
ella no había contado nada y, además, sumida en la tristeza por la pérdida y
por las infidelidades del esposo, no salió de casa. —Los ojos de la muchacha
no se despegaron del rostro de su abuela, pues parecía que le estaba contando
la historia de otra persona—. Los criados no eran problema, pues siempre
fueron fieles y cobraban un sueldo más que aceptable, de manera que eran
más fieles y serviles todavía.
Hizo una pequeña pausa y continuó.
—No voy a contarte cómo era Adele, pues lo sabes de sobra. Pero Axel,
tu abuelo, estaba con la mosca detrás de la oreja y puso los medios necesarios
para averiguar quién fue la amante de su hijo. En un principio pensó que era
la hija de su socio alemán, su socio en el bufete de abogados, ese pensamiento

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casi lo dio por cierto, porque la chica no era rubia como el resto de la familia,
pero pronto supo que entre ellos solo hubo un tonteo que no llegó a mayores.
Cuando lo descubrió, cuando descubrió la verdad, tu abuelo cogió un enfado
de mil demonios, pero, aún así, no quiso dar crédito y citó a Cornelius para
que le contara hasta el mínimo detalle.
Sissy estaba blanca como el papel, sin saber qué iba a escuchar, cuál sería
el desenlace de semejante historia, su historia. Pero, por el semblante de su
abuela, no ya por la rudeza, pues Gerda Frank nunca se caracterizó por su
simpatía, no esperaba nada… agradable de oír.
—Cada vez que recuerdo la expresión de Axel, el enfado, la impotencia
ante los hechos consumados… —Soltó un amago de risa—. A mí no me
importó, al menos no tanto como le jodió a Axel; de hecho, creo que por ese
motivo no le di tanta relevancia al asunto de la maternidad, de tu sangre. De la
mitad de tu sangre. Porque Cornelius ya te había entregado a Adele; si no
hubiera sido así, Axel se habría encargado de ti. Ya lo creo que lo habría
hecho.
Se quedó unos segundos en silencio, mientras la nieta esperaba con
inquietud.
—Con el paso del tiempo, tu abuelo se enamoró de su preciosa nieta y sé
que pensó más de una vez, que, si se hubiese desprendido de ti, no habría
conocido esa experiencia maravillosa. Sí, para él resultó una sorpresa, unos
lazos que se fueron estrechando de manera consistente; y si no hubiera
muerto, estoy segura de que en estos momentos no te encontrarías en esta
situación. ¡Cómo es el destino!, ¿no crees? Si te hubiera cogido antes de que
Adele te hubiera visto, habrías acabado en un orfanato; y si él estuviera vivo,
ahora estoy segura de que serías su heredera universal y no te faltaría de nada.
Porque eso sí, todo hay que decirlo, Axel era precavido con el dinero, era
mucho más frío y controlador que tu padre, que se dejaba llevar por la euforia
y siempre que invertía en algo; siempre que compraba lo que fuera, lo hacía
con sumo cuidado y sin hipotecarse. Siempre he creído que Cornelius salió a
Axel el viejo, mi suegro, que fue un jugador empedernido y un mujeriego
insaciable.
Calló de nuevo, contempló el fuego durante unos instantes, como
hipnotizada, como viendo antiguos fantasmas.
Sissy no se puedo aguantar.
—¿Quién fue mi verdadera madre, abuela?
Gerda giró la cabeza y dirigió esa intensa y subyugante mirada azul hacia
su nieta. El tono de voz se había suavizado ligeramente, recordando el lejano

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pasado, pero en ese momento volvió su brusquedad, a su manera antipática de
afrontar las cosas que no le gustaban, o los problemas que no quería a su lado.
—Tu madre fue una mestiza, hija de una cuarterona y de un blanco. —
Hizo una pausa para ver cómo su nieta movía la cabeza despacio, negando, no
creyendo lo que sus oídos estaban escuchando. Gerda continuó con el relato
sin mostrar ni un asomo de bondad o de cariño hacia su nieta, teniendo en
cuenta lo que estaba contando—. Una belleza con la piel de color caramelo,
incluso algo más clara, que trabajaba como criada en la casa del socio alemán.
Cornelius iba mucho por ahí, era amigo del hijo y por eso pensamos que
podía haber tenido una aventura con la hermana, que por aquel entonces
estaba comprometida y más tarde se largó con otro. Parece ser que, cuando
ella, la criada, tu madre, le dijo que estaba en estado, tu padre alquiló un
pequeño apartamento, ella se despidió y siguieron con su affaire en su nidito
de amor.
Agnes volvió a pasar la mano por la espalda de la joven, en una sutil
caricia.
—No te preocupes, cariño. Nadie lo tiene por qué saber.
Pero Gerda volvió al ataque.
—¡Oh! Claro que no, igual que nadie sabe, ni tiene por qué saber que tú y
yo somos amantes. No seamos ingenuas, por Dios —añadió con fiereza—.
Pero lo somos. Y en Nueva York más de uno lo sabe.
—Gerda, no es necesario —comenzó Agnes, pero Gerda la interrumpió.
—Y cuando uno lo sabe, aunque solo sea uno —elevó un grueso dedo de
la mano derecha—, ya estás corriendo el riesgo de que lo sepan dos, y luego
cuatro, y luego ocho, y luego… ¡Todo el mundo!
—Gerda… —volvió a repetir Agnes.
—Es necesario, Agnes. Sissy es adulta y tiene que saber las cosas. ¿Tú lo
sabías? —preguntó taladrando con la mirada a su nieta— ¿Eh? ¿Sabías que
me gustan las mujeres? ¿Sabías que el abuelo Axel se murió con la duda?
¡Contesta!
La joven enrojeció ligeramente y bajó la mirada.
—Algo me dijo mamá.
—¡Ah! Mamá Adele te dijo algo. ¿Qué te dijo? ¡Y levanta la mirada
cuando te hablo!
La chica obedeció en el acto.
—Fue unos meses antes de morir. Dijo que… al morir el abuelo eras libre
para hacer lo que te diera la gana. Y que tu deseo, tu gana, era… Agnes.
Gerda afirmó varias veces en silencio.

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—Pues sí. Mi deseo, mi gana, mi amor, siempre ha sido Agnes. Por eso
puedo entender que mi hijo se encaprichara primero, y se enamorara después,
de una criada de color, de una belleza que podía competir con cualquier mujer
blanca, que superaba a muchas blancas, pero que no era de raza blanca.
Mestiza, eso es lo que era. Lo mismo que tú.
Se hizo el silencio.
Sissy no dejó de mirar a su abuela, Gerda le devolvió la mirada y la dulce
Agnes miró a nieta y abuela.
—Te digo que tienes que irte a Europa, porque está lo bastante alejado.
Porque, estando aquí, tarde o temprano alguien abrirá la boca, alguien dirá
algo y entonces… Estarás marcada para siempre. Ya no tienes protección, la
protección del dinero, la protección de tu padre o de un esposo poderoso.
Sissy sintió el pálpito de su sangre, sintió que la cabeza le comenzaba a
doler. Tenía ganas de gritar, de echarse a llorar, de llamar a su abuela:
embustera…
¡Mentirosa!
Pero no hizo nada de eso, porque, aparte de la exquisita educación que
había recibido de Adele, de su niñera y de los colegios elitistas a los que había
acudido, su carácter era dulce y tranquilo.
Tosió ligeramente para que la voz no se le quedará escondida en la
garganta.
—¿Tanta gente lo sabe? —preguntó como si algo así fuese imposible.
Gerda no contestó al momento.
—Más de la que te puedas imaginar. A tu abuelo no le costó mucho
averiguar de dónde procedía su nieta. A veces, cuando pasan los años, la
gente piensa que los secretos están más ocultos, pues el tiempo dará lugar a
ello, pero no es verdad. Puede pasar todo lo contrario: que algo o alguien los
resucite de forma inesperada, que salten como cuando se abre una botella de
champán y todas las burbujas se dispersen por todos los lados… hasta el
último recoveco. Axel decía: «Tiene la piel blanca, no tanto como nosotros,
pero sí como Adele. Nadie tiene por qué descubrirlo. Nadie tiene que saber la
verdad». Te quería tanto que eso era lo que deseaba que pasara, pero de sobra
sabía que no era así. Que muchos lo sabían.
Hizo una pausa mientras la joven esperaba.
—Es más, ¿no tenías un prometido antes de que todo esto se fuera a la
mierda? ¿Dónde está ese príncipe azul? —Agnes enfadó el gesto al oír esa
expresión soez, pero se abstuvo de replicar.
—No era ningún príncipe azul, solo era… Tom Stevenson.

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—¿Y qué pasó con Tom? ¿Por qué no estás con él? ¿Por qué no te
protege? ¿Su papaíto le abrió los ojos?
A la joven se le humedecieron los ojos, pero solo fue un momento.
—Estuve en la casa de sus padres; bueno, de sus abuelos, cuando me tuve
que ir del apartamento. Pero… me dijo que era mejor romper el compromiso,
que las cosas habían cambiado tanto que ya no era factible. Que él tenía que
buscarse la vida y lo mejor para eso era estar solo, no tener cargas de ningún
tipo.
—Ya. Menudo cabrón —Gerda ya no se contenía, ya estaban todas las
cartas boca arriba, no había necesidad de delicadezas—. Stevenson padre sabe
de tu procedencia. Cuando todo iba sobre ruedas, los Stevenson se estaban
haciendo más ricos gracias a mi hijo, pero cuando todo cayó —hizo un gesto
con las manos, como emulando el vuelo de un ave—, adiós. ¿Quién quiere
cargar con una muchacha que puede darte hijos negros, o mulatos, o piel de
caramelo? Da lo mismo. Ya no hay grandes fortunas, ya no corremos el
riesgo.
La joven tragó saliva, no terminaba de creer todo lo dicho por su abuela.
Era algo que le resultaba inconcebible, que parecía una broma de mal gusto,
pero sabía que su abuela no mentía.
Ocultar, sí.
Mentir, no.
—Lo raro es… que no te pidiera los diamantes o el resto de las joyas.
Sissy no dejó de mirar a su abuela, no perdió detalle de todo lo que dijo y
decía. Sabía que era dura como una piedra, pero franca y clara como un
prístino arroyo de montaña.
—Me preguntó dónde estaban, pero le contesté que no los pude sacar, que
fue todo muy rápido y no pude coger las joyas, que los acreedores llegaron
tan pronto, y yo, que estaba como en otro mundo. Me miró con una cara…
Solo le faltó llamarme tonta. Cuando le dije eso, ya las tenía escondidas en el
forro del abrigo —añadió, señalando con la mano el abrigo que perteneció a
Adele.
—Chica lista. Eso quiere decir que no te fiabas de él, de todos ellos; si no,
no habrías actuado así —alabó la mujer, amusgando los ojos y sin dejar de
mirar a su nieta.
La joven bajó la mirada hasta el regazo, donde sus manos permanecían
enlazadas.
—No, la verdad es que no. A fin de cuentas, ellos también lo perdieron
casi todo; por eso estaban en la casa de los abuelos. —Elevó la mirada de

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nuevo—. Pero su forma de preguntar y de insistir… Hasta se enfadó conmigo
porque le enseñé mis sencillos anillos y colgantes de plata y de oro, y le dije
que era todo lo que tenía.
Gerda elevó las cejas y la miró sin pestañear.
—Si le llegas a dar los diamantes, te habrías quedado sin ellos y, aun así,
te habrían echado a la calle, tarde o temprano.
—Lo más seguro —añadió Sissy, cada vez más entristecida.
—Tu abuelo supo, tiempo después, que Cornelius compró ese collar en
Tiffany una semana antes de tu nacimiento. Y mi hijo seguro que se lo
comentó a Stevenson en alguna de sus borracheras, cuando festejaban el éxito
de alguna operación financiera.
La joven no dijo nada.
Permaneció con la mirada fija en su abuela, esperando que dijera algo
más.
—Menos mal que no te comportaste como una boba jovencita en apuros
—inquirió con desdén y al momento preguntó sin cortarse un pelo—. ¿Eres
virgen? —con brusquedad, elevando el tono, provocando que la nieta
enrojeciera—. ¿O has sido tan tonta de dejar que el joven Stevenson te
metiera mano y todo lo demás?
Sissy negó con la cabeza, al tiempo que se soltó un grueso rizo oscuro del
recogido.
—No, ¿qué?
—Que no le dejé.
—Entonces, ¿eres virgen?
—Sí —afirmó, sintiendo cómo sus mejillas enrojecían al máximo.
Gerda resopló.
—Menos mal… Aunque, pensándolo bien…, ¿qué más da? Lo mejor es
que no tengas relación con ningún hombre. En el momento que algo así
ocurra, estarás perdida… Serás carne de cañón. Con lo cabrones que son casi
todos los hombres, le pares un mestizo a cualquier tipejo y te estará dando
palizas hasta que te hagas vieja o hasta que te mueras —sentenció, volviendo
a coger la vara para rascarse, sin querer ver las lágrimas que se escapaban de
esos llamativos ojos verdes.
Agnes resopló enfadada, pero a Gerda le dio igual.
—¿Mamá lo supo? —preguntó, al tiempo que cogía el pañuelo que Agnes
le dio.
—No hay mejor ciego que el que no quiere ver. Adele no lo supo nunca,
ni lo sospechó. Aunque creo que ocultaba más de lo que parecía. Cierto era

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que le llamaba mucho la atención tu cuerpo, pues a tu rostro ya estaba
acostumbrada. Pero, según te fuiste desarrollando, en una ocasión quiso saber
si yo estaba al tanto de quién fue tu madre, le dije que no y le pregunté el
motivo de esa pregunta, a esas alturas. Y ella contestó: «Por nada, por nada».
—No te entiendo, abuela —añadió, aguantando el llanto.
Ambas mujeres miraban a la muchacha, pero cada una de una forma:
Gerda lo hacía fijamente para que de esa manera le entraran todas y cada una
de las palabras que salían por su boca, y Agnes, con su mirada dulce, teñida
de tristeza.
—Tus curvas, niña, tus curvas. Eres muy delgada y, sin embargo, tienes
pechos ligeramente grandes para esa constitución tan delicada, y un trasero
respingón, relleno… Un culo de negra, igual que tu verdadera madre —esa
expresión, esas palabras, «culo de negra», hicieron que las mejillas de Sissy
se coloreasen, otra vez y que se tragara las lágrimas de una, sin saber cómo
debería afectarla, pues era todo tan surrealista, tan escandaloso.
—Eso fue una de las cosas que más llamaba la atención, lo que hizo que
Cornelius se fijase en ella, que babease como un perrito con un hueso, aparte
de tener un rostro hermoso; que fuese delgada como un junco, con una cintura
que parecía apretada por un corsé, pero, nada más lejos de la realidad, y que
tuviera la carne justo donde debía estar. Creo recordar que, por aquel
entonces, ella tendría dieciocho o diecinueve años… tu edad. Al poco la
embarazó y murió a los veinte, mes arriba, mes abajo. Tal vez… tal vez pensó
que la amante pudo ser una italiana o hispana —hizo un gesto con la boca,
apretando los labios y frunciéndolos—, pero eso solo son imaginaciones mías.
Sissy se azoró más todavía, sin saber qué decir, sin querer asimilar toda
esa historia, y Agnes se levantó de su asiento, un tanto incómoda ante la
situación.
—Voy a preparar la habitación de invitados para que pases la noche.
Gerda elevó la cabeza y miró a su amante, para después dirigirla hasta la
nieta.
—Sí. Pasarás la noche y mañana volverás a Nueva York y sacarás un
pasaje para Londres.
Los pasos de Agnes se fueron alejando mientras subía las escaleras.
—Dormirás arriba. Agnes y yo dormimos en esta planta. Con mi pierna
no puedo estar subiendo y bajando.
—¿Dormís juntas? —preguntó inocentemente, provocando que la mujer
soltara una carcajada.

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—Pues claro. Agnes es mi amor, es mi amante, es como si fuese mi
esposa.
—¿Ella es tu esposa y tú el marido?
Gerda la observó muy seria y en cuestión de unos segundos, volvió a reír.
—Sí, Sissy. Me gustan las mujeres, siempre me han gustado. Y, teniendo
en cuenta el carácter de mi dulce Agnes y el mío, se puede decir que yo soy
más masculina. Sí. Además, desde que murió Axel, he podido mostrarme
como soy, al menos en la intimidad. De hecho, si las cosas hubieran ido por
otro camino, tú no estarías aquí. Eso seguro. Ya te lo he dicho.
—Quieres decir… que te obligaron… te obligaron a casarte.
Gerda habló como si no hubiera escuchado las palabras de su nieta.
—Si mi padre no me hubiera obligado a casarme con tu abuelo, yo no
habría tenido a tu padre y tú no estarías aquí. Ya te lo he dicho antes.
—¿No? ¿Y dónde estaría? ¿Sería hija de otras personas? —preguntó
ingenuamente.
—No seas ingenua. No existirías, tontuela. Tú has nacido de tu padre y de
esa mestiza, y tu padre salió de mi vientre y de la simiente de Axel. Cuando
eliminas un elemento de la ecuación, el resultado es diferente. —Con el
tiempo, Sissy recordaría todo lo dicho por Gerda.
Palabra por palabra.
La joven se quedó en silencio unos segundos, sin dejar de mirar a su
abuela.
—¿Te avergüenzas de mí, abuela?
La mujer la miró detenidamente y, por un momento, esos hermosos ojos
azules parecieron dulcificarse.
—Por supuesto que no. No soy racista, entiendo que tiene que haber
clases, es lógico, porque ni todos somos igual de inteligentes o igual de ricos,
o igual de atractivos. Las clases siempre están presentes, pero el hecho de
estar arriba no quiere decir que tengas que ser un hijo de mala madre con los
que están más abajo.
La nieta no dijo nada, solo esperó.
Algo más.
—Siempre pensé que eras una niña encantadora y te cogí cariño desde que
te tomé por primera vez en mis brazos. Y, cuando Axel me contó lo que ya te
he relatado, no sentí ni frío, ni calor. Lo asimilé como algo que ocurre y que
no se puede evitar. Para mí, seguías siendo mi nieta, sin importarme quiénes
eran tus otros abuelos. Pero siempre supe que esto tendría consecuencias, y
hete aquí.

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La chica siguió en silencio y, antes de que se le escapara otra lágrima, la
restregó con sus dedos.
—Seguramente soy así, más libre, más amplia de miras, por mi condición
sexual. Pero no te quiero en mi casa por tu ascendencia, ya te he dicho que no
me importa, si no porque estarás mejor… lejos, lejos de aquí. Para que puedas
comenzar otra vida.
Sissy movió la cabeza de manera liviana, comprendiendo a su abuela.
Tragó saliva y preguntó:
—¿Te hubiera gustado ser hombre? —no pensó si esa pregunta podría
ofenderla. Pero nada más lejos de la realidad.
La noruega elevó sus cejas oscuras, que contrastaban con el blanco
cabello.
—Pues sí. Me hubiera gustado. No te puedes imaginar la alegría que sentí
cuando dejé de menstruar… Casi salto de la emoción, aunque me hubiera
gustado que hubiera ocurrido mucho antes, pero, en fin, más vale tarde que
nunca —contestó categóricamente.
La muchacha movió de manera perceptible la cabeza, entendiendo a su
abuela o, al menos, queriendo entenderla.
—¿Y por qué Gran Bretaña? —preguntó cambiando de tema.
—Primero a Londres y luego tienes que ir a Edimburgo. En Londres
todavía hay posibilidades de encontrarte con alguien que sepa, pero en esa
ciudad escocesa ya sería mucha casualidad, sobre todo al no codearte con
gente de alto nivel. Será muy difícil que te encuentres con amigos o
conocidos de tu padre. O conocidos de conocidos de tu padre o de sus socios,
en los pasados años. Segundo, porque aquí lo peor está por llegar y en Gran
Bretaña lo más seguro es que todo este desbarajuste no les afecte de la misma
forma. Los británicos todavía están recuperándose de la crisis del 21 y de la
Gran Guerra. Y ellos no han sido tan tontos como nosotros dando lugar a
engordar la economía interior y a olvidarse de la exterior.
Sissy estaba sorprendida de todo lo escuchado y, salvando la brutal
realidad de su existencia, le llamaba la atención todo lo que su abuela sabía.
Es más, escuchándola, tenía la sensación de oír las palabras de un hombre no
las de una abuelita de cabello blanco.
Bueno, lo de abuelita… quedaba fuera de lugar.
Y preguntó.
—¿Por qué sabes tanto, abuela?
La mujer la observó atentamente y le gustó que le hiciese esa pregunta.

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—Porque soy inteligente, porque pienso las cosas, al menos, dos veces
antes de actuar, porque quise estudiar Económicas y Ciencias políticas, pero
mi padre me lo impidió.
—¿Y por qué dejaste que tu padre te organizase la vida?
Gerda la miró intensamente.
—Porque, aunque ahora me veas así, no fui siempre así. Porque cuando
me di cuenta de que los chicos no me gustaban, lo escondí dentro, muy dentro
de mí, para que no saliera, para que nadie se diese cuenta, ni tan siquiera lo
sospechase. Porque cuando quise estudiar una carrera, mi madre me dijo que
debía casarme y tener hijos, que ese era mi deber, mi obligación, y obedecí.
Porque al final, si no tienes el apoyo de tus padres y el dinero para poder
lograrlo, ¿qué te queda…? Obedecer. Pero, ¿sabes qué, pequeña Sissy? Al
final llegas a la conclusión de que todo pasa por algo. Todo lo que me ha
sucedido me ha llevado hasta Agnes, que es lo que más quiero en este mundo.
—La joven se puso colorada, de nuevo, ante esa afirmación, pero a Gerda no
le importó—. Sí, como lo oyes. Agnes es más importante que mi hijo, que tú,
más importante que todo el dinero del mundo, más importante que ese collar
de diamantes.
Se hizo un silencio mientras abuela y nieta se miraron sin decir nada.
—Y a ti te pasará lo mismo. Todo lo sucedido te llevará a tu destino; solo
espero que ese destino sea tan bueno como el mío, pero que te llegue antes
que me llegó a mí.
Antes esas palabras, ese deseo bienintencionado, la joven ahogo un leve
suspiro.
—No lo sé, abuela. Después de todo lo que me has dicho… Siento que
todo se ha ido por el desagüe.
Gerda observó a su nieta y se permitió un punto de dulzura. Quiso ponerse
en su pellejo y verse en unas circunstancias traumáticas, de perderlo todo, de
perder a sus padres, de estar prácticamente en la ruina y, encima, de oír que tu
madre no era tu madre, que desciendes de cruces de blancos y negras desde
que llegaron de África y que, a pesar de tu sangre nórdica y germana, llevas
un buen reguero de mestiza.
No, no era una situación nada fácil.
—Claro que se ha ido todo por el desagüe. Algo así, todo lo que has
pasado, más lo que te he contado hoy, sobre tu procedencia, no es ninguna
frivolidad. Ahora te toca remontar, te toca madurar y, sobre todo, utilizar la
cabeza; pensar antes de decidir, pensar antes de contestar, pensar antes de
actuar.

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—Es fácil decirlo, abuela.
—Lo difícil es hacerlo. Pero no te queda otra.
—Ya, me lo has dejado muy claro —susurró bajando la mirada y
entristeciendo la expresión.
Pero Gerda no se ablandó, volvió a ser la de siempre.
—Por supuesto, y más claro te lo voy a dejar: aunque tu piel sea tan
blanca como la mía, o casi, tu madre era mestiza. Y algo así, hoy en día, en el
mundo que vivimos, pasa factura. Si los negros lo supieran, no te querrían,
pues, a fin de cuentas, es probable que tengas más sangre blanca que negra; y
si los blancos lo saben, no les va importar una mierda la cantidad de sangre
blanca que tengas, te lo puedo asegurar. Te mirarán con desprecio, te tratarán
como si fueses basura, serás para ellos… Algo sucio.
La joven la miraba asustada, incluso horrorizada por esas palabras.
—¿Algo sucio? —preguntó con dolor.
—Sí. Sucio. Todo lo que no es normal para la mayoría, lo que no es
natural, es sucio. No hay más.
La joven tragó saliva y se atrevió a preguntar.
—Entonces, ¿lo tuyo con Agnes también es sucio?
Gerda no se molestó ante esa pregunta; es más, sonrió.
—¿Acaso lo dudas? Estamos en el mismo nivel, Cecily Frank Davies,
pero tenemos algo a nuestro favor.
—¿Qué? —La expresión de la joven, mostraba su incredulidad.
¿Qué podía tener ella a su favor, en esos momentos, con todo lo que había
descubierto?
—Que solo lo sabemos nosotras. Por eso debes irte.
—Yo nunca he tenido ese sentimiento hacia la gente de color —replicó
molesta—. Nunca he pensado que sean… algo… sucio.
—¿Con cuántos negros te has codeado? Y no valen los criados.
La chica se encogió de hombros.
—Tú no tienes maldad y eso está bien. Has tenido relación con gente de
color que ha trabajado en tu casa, o en las casas de otros. Te has cruzado con
empleados de ferrocarril, mozos de equipaje, con limpiabotas negros y,
seguramente, ni has reparado en ellos, porque lo has visto desde pequeña y
entraba en la normalidad. Pero se acabó la historia. ¿Cuántos amigos negros
has tenido? Ninguno. ¿Cuántos socios negros tuvo tu padre? Ninguno. —La
mirada de Gerda no pestañeaba, esos impresionantes ojos no se despegaban
del rostro de su nieta—. Si publicas tu origen, si dejas que alguien lo haga,

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estarás en tierra de nadie. Porque el problema no es ser negro, es haber nacido
de un blanco y una mestiza. Eso es peor. Mucho peor.
Gerda dejó de mirar a su nieta, volvió a coger la vara y la introdujo
despacio entre la escayola y su pierna para, después, moverla con agilidad y
dejar que su rostro mostrara placer a raudales, mientras la mirada de su nieta
era de completa tristeza.
Y, como colofón, añadió:
—Y te he mentido; ser negro también es un problema.
Esa noche, en el inmenso silencio, recordó el año que murió su abuela
materna, la mamá de Adele. Ella se fue a Nueva Orleans y Sissy, que tenía
unos diez años, se quedó con su padre y el servicio en la casa de la playa.
Cuando Adele se fue, la madre estaba enferma, pero no parecía que fuese
el final. Cornelius le preguntó si se iban con ella o, al menos, él explicó que
no le gustaba la idea de que se fuera sola.
—No es necesario. Vosotros quedaos aquí, seguramente es uno de esos
ataques que le dan de tarde en tarde.
Diez días más tarde volvió. La madre murió a las pocas horas de llegar
ella a Nueva Orleans. Podía haber llamado por teléfono para que Cornelius
cogiera un avión y estuviera con ella, pero no lo hizo. El entierro fue rápido y
no le importó los chismorreos que se dieron por estar sola; en los días
siguientes gestionó los trámites de la herencia…
Herencia que voló con la caída de la bolsa, como todo lo demás.
Antes de emprender el viaje de vuelta, se lo comunicó por teléfono.
Cornelius se enfadó y expuso todo lo habido y por haber, criticando ese
comportamiento, pero a él no le duraban mucho los enfados, de manera que,
cuando ella estuvo de vuelta, todo fueron buenas palabras y demás cariños.
Cuando Adele vio a la niña, se llevó las manos a la cabeza. Había estado tanto
tiempo al aire libre, al sol, que su piel se mostraba igual de bronceada que los
hijos de los jornaleros que trabajaban en el campo. Tuvo unas palabras con el
esposo, exponiéndole las quejas y, ante la risa del hombre, aún se enfadó más.
La siguiente semana, con la excusa de que había que repasar los deberes y
otras lecciones y, en especial las clases de piano, no salió al sol ni un
segundo, pues Adele lo prohibió y le explicó los motivos.
—¿No te gustan los negros, mami? —preguntó en francés, dejando el
lápiz en el aire, y contemplando a su madre fijamente.
Adele la miró sorprendida.
—¿Por qué preguntas eso?

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La niña se contempló los delgados bracitos, que aún conservaban un
precioso dorado.
—Porque te has enfadado mucho por lo que ha hecho el sol en mi piel. Y
yo he visto a personas que son de este color siempre, no solo en verano, y
más… más oscuras —añadió con énfasis—, sin que les dé el sol.
Adele se movió incomoda en su asiento, pero rápido le explicó las cosas a
la niña.
—Dime una cosa, Sissy: ¿tú crees que tienes una piel de repuesto?
La niña la miró con esos ojazos, que aun llamaban más la atención en esa
carita bronceada.
—No, solo tenemos esta. Las serpientes si tienen más —contestó muy
seria, pues sentía verdadera atracción por esos reptiles.
—Las serpientes no nos interesan en estos momentos, Sissy.
—Vale, mami.
—El sol —hizo una pausa, para que su hija pusiera toda la atención en sus
palabras, para que la explicación fuese eso, una explicación, no una orden—
… el sol estropea la piel. Si no la cuidas, cuando tengas veinte años,
aparentarás el doble. ¿Cuánto es el doble de veinte?
La niña no lo pensó.
—Cuarenta.
—Exactamente. El sol irá apagando tu piel, arrugándola, hasta ponerla
como un cartón. Te saldrán manchas, pecas, lunares grandes, oscuros… Y
esas mujeres de cuarenta años que sí hayan cuidado su piel, que no la hayan
expuesto al sol, aparentarán menos edad.
—¿Tú cuántos tienes, mami? —preguntó curiosa.
—Cuarenta y dos.
—Y no tienes arrugas —afirmó, como si hubiese descubierto algo grande,
al tiempo que le pasó la punta del dedito por el contorno de un ojo.
—Porque me he cuidado la piel. Y no olvides que donde yo nací hay
mucho sol durante muchos meses.
—En Nueva Orleans.
—Exactamente.
—Pero, mami, no has contestado a la pregunta —se quejó la niña mientras
jugueteaba con una de sus largas y oscuras trenzas.
Adele sabía muy bien a qué se refería.
—La gente de color no me disgusta, ni me molesta, ni me provoca
rechazo. Si fuese así, en casa no trabajarían, ¿no crees? —preguntó, pasando

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al inglés, mientras tomó las trenzas oscuras en sus manos y las colocó en su
lugar.
—Sí —afirmó la niña, contenta de que su madre colocara y recolocara sus
trenzas, pues era una muestra de cariño y ella lo sabía.
—Solo quiero que mi preciosa hija sepa valorar y cuidar lo que tiene.
Igual que cuidamos nuestras mejores y más valiosas pertenencias, tenemos
que cuidar nuestro cuerpo, y por supuesto… —dejó la frase sin terminar.
—Nuestra mente —añadió la niña mostrando una reluciente sonrisa y
abrazando a su madre.
Sissy se limpió una lágrima traicionera, solo una. Había tenido la mejor
madre, le había dado mucho amor, educación, ejemplo… No fue una madre
empalagosa ni besucona, pero nunca fue lejana, siempre correspondía a sus
besos y a sus abrazos, pues Sissy fue una niña muy zalamera.
Sí, Adele siempre estuvo ahí, siempre.
Sus consejos, su ejemplo, la acompañarían siempre.

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Capítulo 3

En un principio iba a ir sola, pero la buena de Agnes la acompañó de vuelta a


Nueva York, esperaron dos días en un hotel de poca monta y, cuando la vio
instalada en el pequeño camarote del barco que la llevaría a Londres, volvió a
su casa. Volvió con Gerda.
Durante esos dos días que estuvieron en Nueva York, vendieron un
broche que perteneció a Adele; no sacaron lo que realmente valían, pero ya
contaban con ello y la cuestión era aumentar en algo el pequeño capital por lo
que pudiera acontecer. Cambiaron parte del dinero en libras esterlinas,
dejando algunos dólares para tener ambas monedas.
—Siempre habrá tiempo para cambiarlo, si lo necesitas. Pero es bueno
que conserves dólares, nunca está de más —dijo Agnes, tan atenta y cariñosa,
siempre pendiente de ella.
Le dio un par de cientos de dólares, algo que la joven Sissy no quiso
aceptar, pero que después de mucha insistencia por parte de Agnes, los
guardó en la maleta que perteneció a su abuelo, mientras pensaba que tendría
que haberle dicho que llevaba los cuatro fajos que le dio su padre.
Pero no lo dijo.
Eso, eso no estuvo bien, pareció oír las palabras de su madre.
—No tengas todo el dinero en el mismo sitio —le advirtió Agnes—.
Viajas en primera, pero, si te roban, ya puedes llorar y patalear todo lo que
quieras, pues no podrás probar que tenías ese dinero.
—La gente que viaja en segunda y en tercera… ¿suben aquí?
—No es lo habitual, pero alguno se puede colar. Pero no te equivoques,
no tiene por qué ser los que viajen en las clases inferiores, a veces el
enemigo… lo tienes al lado.
La joven, atenta a todo lo que le decía la mujer, afirmó enérgicamente.
—La maleta tiene un fondo falso. Mira —le dijo enseñándole el escondite
—. Esta maleta era de mi padre, y antes de su abuelo, y papá me enseñó cómo
se abre. Por eso la cogí cuando tuve que abandonar el apartamento. También

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utilizo el forro del abrigo, y mira. —Se levantó la blusa y le enseñó el interior
de la cintura de la falda, donde llevaba una pequeña bolsita de algodón
agarrada con un imperdible—. ¿Ves? Aquí también guardo algunos billetes.
Y, cuando llevo vestido, entonces la coloco por debajo, en la combinación,
cerca de la axila.
—Muy bien. Así me gusta, tienes que ser precavida —añadió la mujer,
haciéndole una caricia en el rostro—. Una mujer sola ha de tener mil ojos.
La joven afirmó en silencio, para luego añadir:
—Sí. Lo tengo muy en cuenta —dijo con tristeza.
—Y no pierdas la carta que te he dado —recalcó de nuevo.
—No. No te preocupes.
—Mi hermana hará lo posible por ayudarte, ya lo verás.
—¿Y qué hace allí? Quiero decir, ¿por qué vive en Escocia?
—Se fue hace quince años. Comenzó a cartearse con un escocés, se casó
por poderes y, cuando llegó a Escocia, se encontró con que era viuda.
—¡Vaya! —exclamó abriendo esos ojos tan exóticos, mientras Agnes los
observaba y se preguntaba qué destino le depararía a la nieta de su pareja.
—Sí, cariño. El destino es así. Parece ser que bebía más de la cuenta y
después de salir de una taberna tropezó, o le golpearon para robarle, vete a
saber; el caso es que se lo encontraron muerto al día siguiente a pocos metros
de la taberna, en un callejón. Parece ser que en esa ciudad hay muchos
callejones. El hombre tenía algunas cosas, que las heredó mi hermana, pues él
no tenía hijos, y que vendió cuando se enteró de cómo estaba la situación.
—¿Y por qué no volvió a los Estados Unidos?
Agnes encogió sus delgados hombros.
—Pues… no lo sé con certeza. Porque en la primera carta que recibí de
ella ya contaba que era viuda, que se había puesto a trabajar en una mansión y
que estaba muy contenta. Ahora es la gobernanta, o la ama de llaves, como
dicen por ahí, desde hace varios años.
—¿Es más joven que tú?
—No, es mayor. Tiene cinco años más.
—¿Se parece a ti? ¿Físicamente?
—No mucho, la verdad —contestó con una pequeña sonrisa.
Hubo un momento de silencio y Agnes siguió hablando.
—Ya sé que no te resulta agradable pensar en ser criada de nadie, pero lo
importante es que tengas un lugar donde estar, donde cobijarte. Luego, una
vez ahí, siempre te puede salir otra cosa. O, quién sabe, igual un buen hombre
se enamora de ti y…

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Sissy hizo un gesto despectivo.
—Agnes, no digas eso. Ya sabes lo que soy. No puedo engañar a un
hombre y que luego…
—Es muy difícil que tengas un bebé de color.
Sissy la observó sorprendida ante esa afirmación.
—¿Y eso por qué?
—Piensa, preciosa Sissy. Parece ser que tus antepasadas por parte de
madre se han estado cruzando con blancos y la piel cada vez ha salido más
clara. Tú naces de un padre rubio, de bebé tenía el pelo platino, casi blanco, y
la piel tan lechosa que había que protegerlo del sol para evitar que enrojeciera
como un tomate y se quemara; y, al hacerse mayor, el cabello apenas se le
oscureció y la piel siguió tan delicada como de bebé. Desciendes por parte de
padre de alemanes y noruegos, y mira cómo eres. Y Gerda, porque ahora tiene
el cabello blanco y las cejas se le han oscurecido, pero de joven era rubia,
muy rubia. Una vikinga auténtica. —Sissy notó la admiración en esas
palabras—. Todos tus antepasados por parte paterna son nórdicos o de
Centroeuropa; a cualquiera que te vea por primera vez ni se le pasará por la
mente que lleves sangre negra. Tu piel es tan blanca como la mía, no tanto
como la de Gerda o la de tu difunto padre, porque ellos son, o han sido, más
blancos que la leche recién ordeñada —explicó con una sonrisa, intentando
sacar otra de esa hermosa boca, algo que casi consiguió—. Tus ojos son muy
claros, llamativos, preciosos, tu boca ni pequeña, ni grande; sí, tienes los
labios un poquito gruesos, pero como otras muchas mujeres latinas, italianas,
incluso francesas, y tu cabello castaño oscuro; sí, es rizado, pero de rizo
grueso, que cuando lo cepillas se queda ondulado, como muchas francesas,
italianas, o españolas… Nada te puede relacionar con la raza negra. Si te
casas con un rubio, como mucho saldrá castaño oscuro, como tú; y si te casas
con un moreno, como mucho saldrá moreno, como el padre.
La joven escuchaba embelesada, queriéndose creer todo lo que estaba
diciendo, queriendo olvidar todo lo que dijo su abuela.
—¿No crees… que tengo los dientes demasiado blancos?
Agnes la miró fijamente.
—Tus dientes son preciosos, la envidia de cualquiera. Sí, son muy
blancos, pero los de tu padre también lo eran…
—No, no tanto. Además, fumaba mucho, sobre todo los últimos años, y se
le habían puesto amarillentos.
—Pero eso fue por el tabaco. El tabaco no es bueno.

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—Entonces… Tú crees… ¿Realmente lo crees así? —preguntó, deseando
que se lo confirmase.
—Claro que sí. Lo que tienes que hacer es mantener el secreto. No se lo
cuentes a nadie. —La joven afirmó en silencio—. Y nadie es nadie. Ya sabes
que secreto entre dos no es secreto.
La joven, sin retirar la mirada de Agnes, preguntó casi en susurros.
—¿Crees que lo sabrá mucha gente? ¿Aquí en Nueva york?
—No sé cuántos, pero que lo sabe más de uno, sí. Ten en cuenta que,
cuando tu padre comenzó la relación con… tu verdadera madre, los otros
criados y la gente de la casa lo sabían seguro. Y ya sabes lo que ocurre con
ese tipo de cosas: pasan de boca en boca. Y lo mismo ocurriría en el sitio
donde la llevó, el apartamento que le buscó. Y, cómo no, algún amigo, socio o
conocido lo sabría. Y luego, cuando naciste… —dejó la frase sin terminar.
—¿Y por qué crees que no me quiso la familia de mi verdadera madre?
—No lo sé exactamente, pero imagino que Cornelius daría dinero a la
madre de tu madre y, por otra parte, ¿qué podría hacer esa mujer con una bebé
blanca? Todo eso, suponiendo que hubiera una madre, porque no lo sabemos.
Tal vez era huérfana.
—Claro. Y siguiendo con las suposiciones… —añadió Sissy sin retirar la
mirada de la amante de su abuela—. Si el bebé hubiese sido negro… o
mulato, mi padre le habría dado dinero igualmente, pero para que se quedara
con el bebé. O se lo habría dado a…
Agnes movió una mano con delicadeza, como queriendo quitarle
importancia.
—Lo más seguro. Eso, si no queremos pensar males mayores. Ya sabes,
los bebés mueren… con mucha frecuencia… —dejó la frase sin acabar—.
Pero en tu caso no sucedió así. En el momento en que esa mujer pierde la
vida, y teniendo en cuenta que Cornelius y Adele llevaban años queriendo
tener hijos, tu padre, aun a riesgo de hacer peligrar su matrimonio, cree que la
mejor opción es confesarlo todo o casi todo, llevarte ante Adele y, bueno, lo
que sucedió. Adele deseaba ser madre, lo anhelaba de manera desesperada y,
viendo que no podía conseguirlo… Tú fuiste como un regalo del cielo.
Los enormes ojos verdes se llenaron de agua, mirando a la dulce Agnes.
—¿Te das cuenta, Agnes? Mi vida es una mentira. Una gran mentira.
—No, cariño. No lo enfoques así. Es más, ante la ley eres hija de Adele y
de Cornelius, eso es lo que cuenta. Lo que dicen los papeles. Nada más.
La joven se llevó un mechón de cabello detrás de la oreja.

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—Si al menos fuese rubia —expresó bajando la mirada hasta sus manos
—. Cuando me fui haciendo mayor, siempre deseé ser rubia como papá y
tener los ojos azules… Unos ojos azules como los de la abuela —las palabras
salieron con admiración y Agnes no dijo nada, solo sonrió—. Las niñas que
conocía no eran tan morenas como yo. Las había rubias como el oro o
castañas doradas, o pelirrojas. —Se quedó en silencio y elevó la mirada para
fijarla en el rostro de Agnes—. Ser pelirroja habría sido mejor.
—No es necesario que seas rubia ni pelirroja; eres preciosa, tal y como
eres.
La joven deslizó esa mirada tan exótica por el pequeño camarote.
—No hay mestizos rubios, ¿verdad?
Agnes llevó una mano a su pelo y se atusó esa melenita que se había
cortado semanas atrás, y que a Gerda le gustaba tanto.
—A lo largo de mi vida he conocido bastante gente de color, y los que
tenían la piel más clara, muy clara incluso, su cabello era oscuro y rizado. No,
nunca he visto un mestizo rubio… Albino sí, pero rubio no. Y pobrecitos los
albinos, eso sí es nacer en desgracia. Piensan que son hijos del diablo y que
traerán el mal, el castigo a la familia. En muchos sitios de África los matan
para utilizar partes de su cuerpo y hacer hechizos, conjuros y esas cosas. —
Hizo una pausa viendo la cara de susto de la joven, y, seguidamente, para
quitar un poco de hierro al tema, hizo una pregunta—. ¿Habrás estudiado las
leyes de Mendel?
—Sí. Hay características que se pierden, que son recesivas, y otras son
dominantes.
—Eso es. Los genes varían, cambian y, cuando distintas razas se mezclan,
las variantes son más llamativas y los genes predominantes son los que
marcan la pauta.
Sissy dirigió la mirada al papel pintado que adornaba las paredes del
camarote.
—Jamás se me pasó por la cabeza que… los guisantes iban a estar
relacionados con mi origen.
Agnes sonrió y acarició una mano de Sissy.
—Es para todos, cariño. En mi familia, tenía un primo segundo que no
llegó al metro sesenta y cinco, y su padre rozaba el metro noventa y la madre
era diez centímetros más alta que el hijo. Y no solo eso, toda la familia era
rubia menos él, que era pelirrojo.
—Tal vez su padre era otro —sentenció muy seria.

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—No, nada de eso. Los pelirrojos venían por la parte de la madre, ella fue
la única rubia entre sus hermanos pelirrojos.
Sissy se encogió de hombros, al tiempo que agarró un mechón de su
cabello.
—Debería haberme cortado el cabello como tú, sería más práctico en
estos momentos —dijo molesta.
Agnes le pasó una mano por el pelo.
—No, cariño. Es mejor que no lo hagas.
—¿Por qué?
—Primero, y lo más importante, porque tienes un cabello precioso, y
segundo, y no menos importante, porque, si te lo cortas, es posible que se te
rice más, porque pesará menos; aparte, el llevar el cabello corto exige más
cuidados, porque no lo puedes recoger en un moño y tienes que estar
cuidando el corte y lavándolo más a menudo.
—Ya, pero es que lo llevó demasiado largo, me llega casi por media
espalda y, si estiro el rizo, mucho más.
—Mira, tenemos tiempo. ¿Quieres que te lo corte un poco, para que te
quede por debajo de los hombros, más o menos?
—Sí, por favor —contestó, mirando el liso cabello de Agnes.
Sissy fue hasta el tocador y cogió unas tijeras de su neceser.
Agnes las agarró y se puso manos a la obra.
Poco después, Sissy lucía su preciosa melena suelta y se la sujetó con
unos pasadores de plata, detrás de las orejas para que no le molestase.
—Muchas gracias, Agnes. Muchas gracias por todo.
Agnes admiró esos ojos tan bonitos y abrió sus brazos para anticipar el
despido.
—No tienes que agradecerme nada. Ojalá, pudiera hacer más. Sabes que,
por mi parte, te podrías haber quedado con nosotras, pero… siento decirlo,
Gerda tiene razón, tienes que hacerte un porvenir, tienes que comenzar de
nuevo. Tienes que vivir tu vida. Para qué sufrir más, para qué seguir en un
lugar donde puedes tener más malo que bueno. Abrir horizontes, buscar otros
lugares donde encontrar la felicidad. Y eso, sin contar con los acreedores, que
más de uno conoce la existencia del collar.
La joven afirmó en silencio y bajó la mirada hasta su regazo.
Con un hilo de voz preguntó:
—¿Crees… crees que Gerda no quería a mi padre ni a mí?
Agnes elevó sus cejas claras y finas.

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—¡No digas eso! No es así, tesoro. Gerda lloró con una furia salvaje
cuando supo que su hijo se había suicidado. De rabia, de dolor, de impotencia.
Se puso en contacto con el abogado de tu padre y preguntó por ti; cuando él le
dijo que habías abandonado la ciudad, pensó, y después me lo dijo, que tarde
o temprano aparecerías por casa. —Hizo una pequeña pausa y emitió un
atenuado suspiro—. Pero siempre tuvo claro que no quería que te quedaras
y… puede que no esté tan equivocada. Es mejor que te labres un futuro fuera
de aquí. Si más adelante las cosas no te van bien, siempre puedes volver. Yo
te ayudaré, buscaremos otras opciones. No tienes que preocuparte por eso.
Las puertas de casa estarán abiertas si vuelves. Te lo prometo.
—No prometas algo que no puedas cumplir, Agnes —añadió con tristeza.
—Ten por seguro que, si vuelves, tendrás cobijo en casa mientras lo
necesites. Aunque tenga que enfadarme con tu abuela.
La joven afirmó con un ligero movimiento de cabeza, pero sin terminar de
creerse las últimas palabras, al tiempo que se limpió una lágrima y escucharon
el primer aviso para que los parientes o amigos de los pasajeros abandonasen
el buque.
Sissy la acompañó hasta la pasarela y Agnes dijo que esperaría en el
muelle hasta que el barco zarpase.
—No, Agnes. No es necesario. Ya has hecho mucho por mí. Vete ya, por
favor.
Agnes la contempló con cariño, guardándose la pena.
—De acuerdo, cariño. Y no te olvides de escribir largas cartas. Ya sabes
cómo es tu abuela, cada año que pasa se vuelve más gruñona, pero, si ella no
contesta, yo sí. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, Agnes.
Volvieron a darse un abrazo y Agnes se dirigió a la salida sin volver la
vista atrás. No quería que la chica viera sus lágrimas.
Sissy miró por última vez a la amiga de su abuela bajando la larga
pasarela hasta que pisó suelo firme. Solo entonces volvió sobre sus pasos para
recluirse en el pequeño camarote, sin dejarse impresionar por ese inmenso
transatlántico, poseedor de cuatro gigantescas chimeneas, de las cuales tres
eran reales y una ficticia, pero que los pasajeros ni lo sabían, ni se lo
imaginaban, ni les importaba. Y, cuando se quedaban observando el inmenso
buque, normalmente estaba en el puerto y, una vez en marcha, había tantas
cosas por ver y hacer en las diversas cubiertas, que lo menos importante era
contemplar las chimeneas expulsando el humo de las salas de máquinas. Pero,

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que un buque tuviera cuatro chimeneas, soltando humo o no, marcaba la
diferencia con el resto.
Imaginó que iba a viajar en segunda, incluso en tercera, pero Agnes dijo
que de eso nada. Que, ya puestos, un camarote standard en primera clase, no
iba a ser la ruina de nadie y, como tenía amistades en el puerto, logró
conseguir un pasaje por un precio inferior; después de todo, las navieras ya
sabían que se avecinaban malos tiempos, aunque no imaginaran hasta qué
punto y, como todo el pasaje de primera no estaba vendido y ya no se iba a
vender, se hicieron con ese pequeño camarote interior.
Años atrás, su padre le había prometido llevarla a Europa, a ella y a su
madre Adele, pero ese viaje no llegó nunca, pues su padre solo estaba
pendiente de ganar y ganar más dinero; un dinero casi ficticio, como pensaría
Sissy más de una vez, pues era algo así como tener una gran cantidad de
dinero y, con eso, pedir prestamos a los bancos para tener más dinero y… al
mismo tiempo más deudas. Pero en aquella época, a la pequeña heredera de
Cornelius Frank ni se le pasaba por la cabeza esos pensamientos, pues lo
único que veía a su alrededor era lujo y más lujo. No les faltaba de nada; al
contrario, tenían más de lo que podían gastar, vivían en un apartamento de
lujo muy cerca de Central Park, con cocinera, doncella y dos criados más. Su
padre tenía coche, un Ford Modelo A que adquirió en 1927, con los clásicos
guardabarros pintados de negro. Antes de ese, tuvo el Modelo T, que compró
en 1910, gracias a un negocio que le dio muchos beneficios, pero no le
gustaba conducir, solo de vez en cuando, para presumir ante los amigos o con
ciertas damas. Era mucho más cómodo y práctico tener chófer, que le
permitía ir leyendo documentos o haciendo cualquier otra cosa, como besar y
tocar a la amante de turno, o fumarse un puro habano, hecho solo de hojas de
tabaco, sin adulterar y traído exprofeso de Cuba para hombres como él,
mientras contemplaba el paso de las calles de Nueva York.
Las oficinas se encontraban en uno de los rascacielos más altos de la
ciudad y una casa de campo en Montauk, en el Condado de Suffolk, en el
Estado de Nueva York. Pero todo era un castillo en el aire, castillo que
tardaría unos años en desmoronarse, pero que lo haría de la manera más
escandalosa y dolorosa.
Su madre murió a finales de septiembre, dos días antes de su décimo
noveno cumpleaños, de un ataque al corazón y no fue testigo de la debacle
que se cernía sobre ellos, sobre muchos como ellos y muchísimos más que
estaban por debajo de su escala social; o tal vez sí, tal vez fue más consciente
que su esposo, aunque ciertos conceptos se le escapasen a su comprensión y

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en las semanas previas a su muerte fue testigo de los nervios de Cornelius, no
porque este imaginase lo que ocurriría, sino porque acumulaba mucha
tensión, debido a la cantidad de dinero que debía, algo que cuando tomaba
tres o cuatro whiskys parecía desaparecer, y fomentaba más y más negocios
con sus socios.
A primeros de abril del 29, Sissy fue testigo de una conversación de su
madre con una amiga, mientras tomaban un té en la coqueta y preciosa salita
de Adele y ella ojeaba una revista de moda con la hija de la amiga, que
contaba con doce años.
Mientras pasaban las hojas y comentaban los preciosos vestidos o las
imágenes de las campañas publicitarias, Sissy escuchaba cada palabra que
salía por la boca de su madre y de la amiga, aunque pareciese que toda la
atención estaba puesta en las fotografías del Harper’s Bazaar. Nada más lejos
de la realidad.
—No sé, no lo puedo entender. Cómo puede ser que ahora todo el mundo
invierta en bolsa. Cómo puede ser que la gente… la gente corriente —enfatizó
ese adjetivo— pida préstamos para luego invertirlo en bolsa, como si fuese un
juego. Y, sobre todo, cómo puede ser que los bancos le den préstamos a ese
tipo de personas —se quejó Adele, entre dolida, preocupada, y suspicaz.
—Bueno, querida, ya sabes lo que pasa cuando se corre la voz, cuando
alguien dice, comenta, que se puede conseguir dinero sin trabajar, solo por
invertir. En realidad, si lo piensas, es el sueño de cualquier hombre: invertir
dinero en empresas para que te den más dinero y, eso, sin mover un dedo. Un
sueño —repitió abriendo los ojos y mostrando una amplia sonrisa—. Si yo
supiera manejarme en ese mundillo, ten por seguro que también invertiría —
agitó la mano con despreocupación—, pero, mejor que lo hagan nuestros
maridos.
—Sí, todo eso está muy bien, pero también se puede perder. Además,
sabes que eso no es tan sencillo… hay que saber dónde, cómo, hay que saber
en qué invertir, no puedes ir sin ton ni son, y luego perder… perder todo lo
que tienes.
—No pierden todo lo que tienen, eso no es así. Estás confundida, Adele.
Las pérdidas son mínimas. Si inviertes 100 dólares y pierdes veinte, y luego
ganas treinta… Es de lo que se trata, ¿no? Lo que hacen nuestros maridos,
que a final de año han invertido un millón y, sumando perdidas y beneficios,
han ganado dos. Los beneficios siempre son mayores.
—Sí, claro. Pero esas personas que invierten sus ahorros o que piden
préstamos para jugarse el dinero…

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La amiga agitó de nuevo la mano, haciendo sonar sus dos brazaletes de
oro comprados en Tiffany hacía escasos días.
—Adele, estás exagerando; primero, porque esas personas que hacen algo
así es porque quieren, nadie les obliga. Vivimos en un país libre, cada cual
puede hacer lo que se le antoje, siempre que sea legal y, aun así, lo ilegal se
hace. Anoche mismo estuvimos en ese lugar escondido en la Quinta con la 62
y el alcohol corría a raudales, ¿y qué pasó? Nada. Por Dios, si no creo haber
bebido más alcohol en mi vida, que en estos años…
—Pues no deberías. No es bueno y lo sabes.
—Tampoco es bueno comer ciertas cosas y lo hacemos —añadió mirando
el redondo rostro de Adele y no queriendo ser más explícita.
—Engordo por los nervios —quiso justificarse.
—Pues no te pongas tan nerviosa, porque no va a pasar nada, nada malo.
Dentro de unas semanas, nuestros maridos serán mucho mas ricos, y nosotras
también.
—Me gustaría tener tu certeza.
—Cambia de mentalidad y ya está.
—No puedo. ¿No te has dado cuenta de que cada vez piden prestamos
más grandes?
La amiga se tocó uno de los brazaletes de oro y diamantes que lucía en la
muñeca derecha, un poco harta de oír tantas quejas, tan a menudo, y en ese
tono tan lastimero o dudoso.
—Es así como funciona el mercado, Adele. No deberías preocuparte por
esas cosas —sonrió con aires de suficiencia—, déjaselo a ellos, que trabajen,
que se calienten la cabeza, que ganen dinero, millones de dólares, y nosotras
ya nos ocuparemos de gastarlo —añadió mostrando una gran sonrisa.
Adele cogió la taza de té y le dio un sorbo, pero su gesto seguía siendo
taciturno, a pesar de las alegres palabras de su invitada. En otros tiempos,
habría admirado las últimas adquisiciones de su amiga, las joyas, las pieles,
ese bolso de piel de cocodrilo… Ahora no reparaba en ello, viéndolo, pero sin
ver. Incluso ni pensó en lo que siempre pensaba cuando la veía: cómo podía
estar tan delgada después de haber tenido tres hijos.
No, en esos momentos, todo eso le pareció superficial.
—El otro día escuché a Cornelius hablando por teléfono y mencionó que
ya eran muchos los que pensaban que la bolsa está muy sobrevalorada; y no
solo eso —añadió, bajando la voz—, dijo que el Consejo de la Reserva
Federal se está reuniendo casi a diario. Y, a raíz de eso, se desencadenó la
venta masiva del lunes 25.

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La amiga agitó su mano, haciendo sonar, por enésima vez, los brazaletes,
disfrutando con ese sonido, encantada de ser una mujer privilegiada, que,
gracias a su marido, vivía en el lujo más selecto.
—Siempre hay gente que le interesa que se mueva el mercado de manera
convulsa, que se alborote. Ya sabes: a río revuelto, ganancia de pescadores.
Incluso los propios bancos y algunos particulares. No es nada nuevo, Adele.
Y lo sabes de sobra —añadió, mientras cogió una deliciosa pasta en el
pequeño surtido de la bandeja, habiendo otra idéntica donde estaba Sissy con
la hija de la invitada.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Adele mientras era testigo de cómo la
invitada cerraba los ojos de puro placer al pegarle el primer bocadito a una
galletita de canela y almendras, llamada zimtsterne, y que hacía la cocinera
alemana.
Sí, un bocado minúsculo, pues estaba delgadísima y no era por obra y
gracia del Espíritu Santo.
—Mmm, qué delicia. Tienes la mejor repostera de Nueva York. —Adele
esperó a que esta terminara de masticar y se limpiara discretamente con la
servilleta de lino. También dirigió la mirada hasta su hija, que le decía no sé
qué a la pequeña, mientras pasaban las hojas de la revista y la más joven se
metía en la boca un dominosteine, unos cubitos o bloques de gelatina de
albaricoque, manzana, y mazapán, todo recubierto de chocolate—. ¿Conoces
a Joe Kennedy?
—Sí, claro.
La invitada dirigió la mirada hasta su hija, y le llamó la atención.
—Lizzie, no comas tanto dulce o te arrepentirás. Luego te dolerá la
barriga.
—Es que están muy ricos —contestó la aludida, limpiándose con la
servilleta.
La invitada agitó la cabeza, en señal de impotencia, sin que se le moviera
un cabello.
—¿Por dónde íbamos? Sí, Kennedy, él fue uno de los muchos que
vendieron sus acciones. Mi marido me ha contado que el limpiabotas de
Kennedy le recomendó comprar acciones de ferrocarril y de petroleras, y Joe
Kennedy dijo que, si cualquiera podía invertir en bolsa y un limpiabotas
predecía lo que iba a pasar, eso solo podía significar que el mercado estaba
sobrevalorado. Pero, mira, después de todas esas ventas, de las pérdidas que
hubo, gracias en parte a Kennedy, luego el National City compró y aquí no ha
pasado nada.

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—¿Tú crees? —preguntó Adele, abriendo los ojos al máximo, queriendo
creer, admirando que su amiga estuviese tan tranquila, y encima disfrutando
de las exquisiteces que hacía su cocinera, pero al tiempo…
La amiga volvió a coger otra pasta, esta vez imitó a su hija y agarró un
bloque de chocolate, y sonrió con frescura.
—Pues claro, mujer. Además, dicen que Kennedy tiene otros intereses,
que ya ha ganado mucho dinero en inversiones y seguramente le ha venido
muy bien todo esto para coger una gran cantidad… Y, a otra cosa. Ya sabes,
al final cada uno va a lo suyo.
Adele se pasó una mano por el cabello castaño claro y metió la punta de
un dedo dentro de un rizo de su permanente hecha días atrás.
—No sé, a veces tengo la sensación de que vivimos una fantasía —
añadió, mirando a su invitada fijamente, taladrándola con sus ojos grises,
antaño vivaces y alegres.
—Querida, qué cosas dices —intervino la invitada, sintiéndose un poco
molesta por la negatividad que mostraba Adele y deseando dar por terminada
la visita.
Tenía muchas cosas que hacer, entre ellas ir a gastar dinero a Macy’s, y
dejar que su hija disfrutara subiendo y bajando por las escaleras mecánicas.
Las quejas de Adele volvieron a llenar sus oídos.
—Mira mi suegra; Cornelius intentó convencerla para que invirtiera
cuando vendió su casa y ella no quiso. Ni tan siquiera una parte. Nada.
—Gerda es desconfiada por naturaleza. Además, estaba deseando irse a
esa —la mujer intentó buscar la palabra más adecuada— …, aldea o lo que
sea, con… su amiga —añadió, bajando la voz.
Al poco, la invitada cambió de tema.
—¿Y para cuándo la boda de Sissy? —preguntó cuando, en ese momento,
la aludida y la pequeña salían de la salita para dirigirse a uno de los baños.
—Aún es pronto, solo tiene dieciocho años.
—Bueno, este año cumple los diecinueve y una boda no se planea de la
noche a la mañana. El ajuar, el banquete, los invitados, las fiestas anteriores y,
sobre todo, el traje de novia…
Adele la interrumpió. No deseaba pensar en bodas, pues tenía ese mal
presentimiento, que era más que suficiente para que no cupiera nada más.
En ese momento, lo único que le apetecía era hincharse a dulces, algo que
haría cuando sus invitadas se fueran.
—El verano del año que viene, o tal vez al otro, no es necesario correr.
Hay tiempo de sobra. Aunque me gustaría que estudiase algo antes de casarse.

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—¿Estudiar? Pero si ha estado en el colegio hasta hace nada.
—Tendría que ir a la universidad. A Columbia.
La invitada la miró como si hubiese dicho: «Tiene que ir a la luna».
—Lo que tiene que hacer… es una buena boda.
Fue lo último que escuchó Sissy de aquella conversación.
La joven se encerró en el pequeño camarote cuando el transatlántico zarpó
del puerto de Nueva York y no salió hasta el día siguiente.
Durante todo ese tiempo, durante las horas que no ocuparon el sueño, que
fueron mayoría, pudo pensar en todo, en especial, en sus nuevas
circunstancias y en desear que nadie, pero nadie, supiera en el futuro sus
orígenes. Tuvo tiempo de llorar, algo que no hizo la noche que durmió en la
casa de su abuela, mientras escuchaba el silencio de la noche, mientras ese
silencio dejaba paso al viento que siseó durante horas, queriéndose meter por
las rendijas de las maderas de la vieja casa, pero que no consiguió por mucho
que azotó y que persistió, que lo único que provocó es que se le hiciera un
nudo en la garganta, que su congoja aumentara en unos ojos secos como el
desierto.
Pero en esa primera noche en el barco lloró hasta quedarse sin lágrimas,
por su mestizaje, por el trato áspero de su abuela, por el abandono de las
personas que pensaba que la ayudarían —como su prometido y la familia del
mismo— y, en especial, por la soledad que sentía con cada respiración, con
cada parpadeo de sus ojos.
Su madre quería que estudiase Derecho o Literatura Inglesa, o lo que más
le gustase, y ella sonrió ante ese futuro, incluso se lo comentó al padre.
—Cariño, lo mejor es que te centres en tu próxima boda. No tienes
necesidad de hacer nada de eso.
—Pero, papá, si no hay fecha, si no hemos hablado nada de nada.
—Dentro de poco, antes de que empiece el otoño, ya elegiremos el día. En
la primavera, sí, la primavera del año que viene.
—¿Y qué voy a hacer hasta entonces?
—Planificar, cariño. Comprar el ajuar, ya sabes, hay que amueblar una
casa, vestirla; en fin, muchas cosas. Tu madre y tú os encargaréis de esas
cosas, aunque… —añadió, mostrando una sonrisa contenida— tu futura
suegra seguro que también querrá dar su opinión.
Sissy agitó su espectacular melena, mostrando la sorpresa.
—¿Una casa?
—Sí. Tu prometido quiere vivir en West Village. Pero no digas nada, es
una sorpresa. Habrá que reformarla y tú te encargarás de ello. Ya verás cómo

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te gusta.
Llegó a ver la casa unos días antes de que su madre muriese. Necesitaba
una reforma de arriba abajo, no solo pintura y demás, pero su prometido
estaba en otra cosa.
—Ya verás, Sissy. Cuando se lija y se pula la madera del suelo, estará
perfecto, mejor que nuevo, las paredes pintadas, las puertas nuevecitas y
relucientes… —susurraba mientras sus manos se deslizaban por encima del
vestido de la joven, mientras le tocaba los pechos y le besaba el cuello,
excitándose hasta lo máximo.
Sissy también ardía en deseo, no tanto como él, pues era de otra manera.
Quería quitarse el vestido y que esas manos grandes le fuesen quitando la
ropa interior. Quería que la tocase entre los muslos y que le chupase los
pezones, como le hizo en una ocasión. Pero las palabras de su madre
rebotaban en su cerebro como si fuesen una pelota de tenis.
—Ni se te ocurra dejarte toquetear y, por supuesto, nada de llegar hasta el
final. Si te quedases embarazada, serías la comidilla de todos, sería una
vergüenza. Mantente firme y, hasta la noche de bodas, no le dejes hacer.
Y, a pesar de sentir un deseo un tanto desmesurado por lo desconocido, a
pesar de querer descubrir el sexo, hizo caso de las palabras de su madre y,
cuando las manos de Tom se colocaron en sus rodillas para subir el vestido e
ir a por todas, ella lo rechazó.
—No, Tom. No sigas por ese camino. No hasta que estemos casados.
El recuerdo de Tom se desdibujó al momento, como un recuerdo lejano,
muy lejano, para suspirar ante la imagen de Adele y Cornelius.
Más de una vez pensaba que ya se había acostumbrado a la falta de sus
padres, pero no era cierto. Los echaba muchísimo de menos. Adele, su madre,
porque para ella seguiría siendo siempre su madre, daba igual que la hubiera
parido otra mujer, que su padre se hubiera presentado con la hija de su amante
mestiza daba igual. Adele la había criado, la había mimado, la había
aconsejado y, sobre todo, la había querido. Y eso era inamovible.
El suicidio de su padre fue la gota que colmó el vaso.
Ella se encontraba en el apartamento cuando ocurrió. Su padre, unas horas
antes, le había dicho con toda la calma del mundo:
—Cariño, quiero que cojas las joyas que están en la caja fuerte y las
escondas lo mejor posible. Van a venir los acreedores y no van a dejar títere
con cabeza.
Sissy observó a su padre atentamente, queriendo esconder el miedo que
sentía.

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Los ojos azules del padre no dejaron traslucir lo que se disponía a hacer.
No reflejaron la debacle que se cernía sobre él, y que arrastraría a su
adorada hija.
—Haz una maleta, con lo básico, lo necesario, lo que quepa en ella, y
esconde muy bien las joyas; el collar de diamantes vale una fortuna, ya lo
sabes. —Se pasó una mano por el pelo rubio con mechones casi blancos y
continuó—. Cuando lo hagas, vete a casa de la abuela.
—¿Y tú? —preguntó con un hilo de voz, haciendo un esfuerzo por no
llorar.
—No te preocupes por mí. De ahora en adelante, tu prioridad eres tú. Ya
no eres una niña, Sissy. Tienes que ponerte a salvo y en casa de mi madre
estarás segura… hasta que decidas lo que quieras hacer.
—Pero…
—No hay peros que valga. —La cogió de la mano y fueron al despacho,
donde la caja fuerte estaba abierta. Agarró una bolsa de tela que estaba
encima de la mesa y metió el collar, otras joyas y varios fajos de billetes—.
Toma, cariño mío. Haz lo que te he dicho.
La joven estaba desconcertada, pero no quería ser una carga para el padre,
quería ser un apoyo, una ayuda en cualquier emergencia.
—Puedo guardar las joyas en el forro de un abrigo de mamá.
—Sí, está bien. Procura separarlas para repartir el peso, y coserlas.
Cóselas muy bien.
—Sí, como los pesos que les ponen a las chaquetas para que sienten bien.
El padre afirmó en silencio, aguantando la emoción, sintiéndose culpable
por lo que iba a hacer, por dejarla sola en el mundo, pues era hijo de Gerda y
sabía de sobra lo egoísta y fría que era su madre.
—Eso es, cariño. Venga, ponte manos a la obra. No perdamos tiempo. —
Dirigió su gélida mirada al sofá, donde se hallaba la vieja maleta—. Utilízala,
es grande, pero la puedes manejar.
—¿Y tú? ¿Cuál vas a llevar?
—No te preocupes por mí. ¡Venga! —Con esa orden, el padre vio cómo
su hija cogía la bolsa y la maleta y salía del lujoso despacho.
Dos horas más tarde, ya tenía organizada la maleta, había cosido las joyas
al bajo del abrigo y dejado otros huecos para los cuatro fajos de billetes. Tan
entretenida estaba con la labor, que no fue consciente cuando su padre salió
del despacho, se acercó a su alcoba, lanzó un beso al aire y regresó de nuevo.
El padre clavó la mirada sobre la carta que acababa de dejar encima de la
mesa.

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Se dirigió a la ventana, la abrió y, al sentir el fuerte viento, amusgó los
ojos, deglutió con esfuerzo y dudó unos segundos, pero solo fueron eso, unos
pocos segundos; se subió al alfeizar y, mirando al cielo, se tiró al vacío.
Sissy terminó de hacer la maleta y se dirigió al despacho.
Al abrir la puerta, una fuerte corriente de aire lo invadió todo; no hubo
lugar a confusión, a desconcierto, no. Supo al momento lo que su padre había
hecho.
Corrió y cerró la ventana de golpe, respirando con violencia. Sus ojos,
grandes de por sí, ahora se veían inmensos, por la adrenalina, por los nervios,
por el shock traumático que estaba sufriendo, aunque no fuera consciente.
La carta dirigida a ella, había volado por los aires, quedando a los pies del
sofá de dos plazas en tono tostado, que había encargado su padre hacía un par
de años y que costó más traerlo desde Inglaterra que el mismo sofá.
«A mi amada y querida hija».
Salió al pasillo, se dirigió a su alcoba y, agarrando la maleta y el abrigo,
fue hasta la cocina. En ese apartamento de lujo todo era grande, todo
respiraba poder y riqueza, y la cocina no iba a ser menos. El armario donde se
guardaban escobas, cepillos, un aspirador nuevecito, etc., etc., se abría
presionando sobre una de las maderas que forraban una de las paredes en las
que no había muebles de cocina. Sissy presionó, sintiendo el temblor de la
mano, el aceleramiento del corazón, y la puerta se abrió. Escondió la maleta,
metió la carta en el profundo bolsillo del abrigo y lo colocó encima de la
maleta, debajo de una leja de obra, detrás de cajas de jabones y bayetas.
Después, volvió a su habitación y fue sacando todos los vestidos que se
pondría sobre su cuerpo.
Antes de salir, llamó al abogado de su padre, conteniendo la emoción,
como si lo ocurrido no tuviera que ver con ella. Le dijo lo que había pasado y
le preguntó si podía hacerse cargo de todo, de enterrarlo en el panteón que la
familia poseía en Woodlawn.
—No te preocupes, querida. Me encargaré de ello, puedes estar tranquila.
Ahora vete, no pierdas tiempo. Ya sabes que si pudiera… —dejó la frase sin
acabar.
—Lo sé, señor Robertson. Adiós.
—Adiós, Sissy.
La joven fue de nuevo a la cocina, sacó sus cosas del armario y se fue, no
sin antes cerrar la puerta con llave.
Recordando esos momentos tan duros, lloró de nuevo. Resultaba todo tan
doloroso, tan extremo, que cada vez que lo revivía, sentía un enorme vacío,

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una sensación de ahogo, de falta de aire… como en esos momentos que, con
los ojos inundados, con las lágrimas cayendo a borbotones, se tumbó en la
estrecha cama y respiró despacio, intentando calmarse.
Cuando eso ocurrió, se levantó de nuevo y cogió el abrigo.
Sacó la carta de su padre, miró la hermosa caligrafía y se quedó quieta,
mirando esas palabras durante un largo minuto.
No podía abrirla.
No estaba preparada.
La tiró sobre la cama y se limpió las lágrimas que cayeron a borbotones.
Pasaron unos minutos, volvió a limpiarse los ojos y, secándose las manos
sobre el camisón, cogió la carta y la guardó en el fondo de la maleta con las
fotos que había sacado de los marcos de plata que llenaban el apartamento.
La leería cuando estuviese preparada.
Rebuscó en el bolso de mano, sacó las llaves del apartamento y las dejó
junto a la carta.
Esas llaves no servían para nada, pues solo era un recuerdo.
Un triste recuerdo.
Suspiró, se mordió el labio inferior y volvió a suspirar.
—Deja de llorar, maldita sea. Las lágrimas no sirven para nada —se dijo
para darse ánimos—. Lamentarse no sirve de nada, pensar en lo que podría
haber sido no sirve de nada. Lo hecho, hecho está. Lo pasado, pasado está.
Y fue a colocarse delante del espejo para mirarse con ojo crítico,
intentando ponerse en la piel de alguien imaginario, alguien que la observara
atentamente, que intentara descubrir algo más allá de su físico.
Ojos de un verde dorado, muy claros, grandes, de oscuras y largas
pestañas, y unas cejas algo más claras que el cabello color chocolate,
abundante, con un rizo grueso. Frunció el entrecejo, pues ahí estaba la
contestación a sus dudas. Ella siempre pensó que no era rubia, porque Adele
era castaña, pero también pensó que, de un rubio nórdico y de una francesa de
cabello castaño claro, bien podía haber nacido con el cabello rubio oscuro o
un castaño más claro que el de Adele.
Tenía la nariz pequeña, recta, sus labios eran generosos, y su boca
pequeña, y los dientes eran tan blancos que deslumbraban. Sus amiguitas en
el colegio siempre le decían lo mismo:
—No nos engañas, Sissy. Te das algo en los dientes. Ese blanco no es
normal.
Un día, ya harta de que cada dos por tres estuvieran con los mismo, les
dijo:

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—Vale, os lo diré. Me los lavó con una pasta que utiliza la doncella de mi
madre, que está hecha con talco y conchas marinas trituradas, y todo eso
mezclado con aceite de eucalipto —era mentira, pero surgió el efecto
deseado, pues las amigas pusieron cara de asco y no volvieron a sacar el tema.
Sus amigas.
Una vez que comenzó la hecatombe, las familias de sus tres mejores
amigas se vieron envueltas en la zozobra y rápido se pusieron en movimiento;
de hecho, dos de ellas, las hermanas Clare y Mauren, fueron enviadas a
California con la familia de la madre, y la pelirroja Abby, a Nueva Orleans
con sus abuelos paternos. Era una cosa temporal, dijeron, en cuanto se
tranquilizase todo, cuando las aguas volvieran a su cauce, estarían de regreso
en Nueva York, a la rutina de todos los días.
Nada de eso ocurrió.
Apretó los labios, volvió a fruncir el ceño y, alejándose del espejo,
murmuró:
—Tienes la piel blanca como el alabastro… O casi. Eso es lo que cuenta.
Nadie imaginará que eres mestiza. Nadie. No lo olvides.
Era tan blanca como sus amigas, y eso que las hermanas eran rubias
doradas, y la pelirroja, llena de pecas, pero en aquella época tan cercana, era
algo que no le preocupaba, no podía pensar o sufrir por algo que desconocía;
además, era consciente de la envidia que producía en el genero femenino por
ese cabello tan abundante y un poco salvaje, esos ojos tan claros, tan
hermosos, esos dientes blancos como la nieve recién caída y esa boca
demasiado sugerente, por no mencionar otras partes de su cuerpo.
Se restregó los ojos, dejó de pensar en sus amigas para dejarse inundar por
la imagen de Tom, de su prometido, el joven con el que tendría que haberse
casado. ¿Él supo la verdad de su nacimiento? Si el padre lo sabía…
seguramente, —como dijo su abuela— cuando todo se desmoronó, cuando la
ruina fue patente, se descubrieron las cartas y el hijo fue informado.
No iba desencaminada la joven, ni Gerda, pues Stevenson, el socio de su
padre, estaba al tanto del asunto, pero el dinero mandaba y, si su hijo se
casaba con Sissy y en el futuro tenían hijos más oscuros de lo normal, siempre
se podrían deshacer de ellos. Pero también pensaba que, teniendo en cuenta la
piel tan clara de la chica, tampoco iba a tener la mala suerte de que la
descendencia saliera oscura. Pero, al ocurrir la catástrofe, ya no había vuelta
atrás ni tiempo para experimentos, ni nada que ganar y, teniendo en cuenta
que la muchacha había estado tan atontada dando lugar a no coger las joyas,
en especial ese collar de diamantes que Cornelius le regaló a Adele después

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del nacimiento de la niña, y que valía una fortuna, sería mejor que se buscase
la vida por otro lado. Que la acogiera su abuela, si es que la pillaba con la
guardia baja o se había vuelto chocha debido a la edad y al fallecimiento del
hijo, algo muy improbable por otra parte, pensó el hombre, habiéndola tratado
en los tiempos que vivió en Nueva York y sabiendo de su áspero carácter.
De todos modos, no era asunto suyo.
Que cada cual se solucionase la vida, pero su Tom ya no se casaría con
una mestiza.
¿Quién se habría quedado con el collar? Fue el pensamiento del exsocio
de Cornelius.

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Capítulo 4

La suntuosidad de los transatlánticos solo era comparable a un hotel de lujo,


si viajabas en primera clase, por descontado. Aunque el camarote de Sissy era
de los más sencillos, con una pequeña cama, tocador, un armario, papel
floreado adornando las paredes y un pequeño baño, tenía acceso a cualquier
sala, salón, comedor o cubierta de paseo. En el momento en que se
encontraba, no poseía mucha ropa, pero tuvo la astucia de guardar en su
maleta, antes de abandonar el apartamento, antes de que llegaran los
acreedores, tres vestidos de noche y una pequeña estola de visón que
perteneció a su madre, más las joyas y una más que mínima parte de su ropa,
y era más que mínima porque el guardarropa de una heredera ocupaba varios
armarios y vestidores, en los cuales había todo tipo de trajes, vestidos, ropa de
noche, ropa de día, ropa de tarde, ropa de paseo, ropa deportiva —hípica,
tenis, natación…— y todo a juego con sus respectivos complementos y, por
supuesto, todo separado por temporadas: de invierno, de verano y de
entretiempo. Todo lo que cupo en la maleta fue lo que metió y lo que pudo
apilar sobre su cuerpo, debajo de uno de los vestidos de su madre y del abrigo
más simple y holgado que encontró. Si hubiera viajado en circunstancias
anteriores a la debacle, ahora estaríamos hablando de varios lujosos baúles de
viaje, maletas y más de una sombrerera, pero en esos momentos tenía la
maleta de su padre, otra que le dio Agnes para guardar las ropas que llevó
encima y que terminó de llenar con algunas prendas que compraron en Nueva
York mientras esperaban.
Al día siguiente, cuando salió de su corto exilio, llevaba un sencillo
vestido de algodón en tonos amarillos y una gruesa y larga chaqueta de lana
gris oscuro, que ella y Agnes habían comprado en una tienda de segunda
mano y que podía pasar por un abrigo. Unos zapatos negros de cordones y
tacón bajo y unos calcetines cortos, de un tono gris muy parecido a la
chaqueta que llevaba. La vestimenta era sencilla, tal vez, demasiado sencilla

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para ir en primera clase, pero ella era tan bonita y joven que cualquier cosa
que se pusiera la hacía interesante.
Como se levantó temprano, cuando fue a desayunar apenas se encontró
con gente, pero se fijó en que las mujeres llevaban sombrero y estuvo a punto
de volver al camerino para ponerse el suyo, pero lo pensó de nuevo y lo dejó
estar.
Qué importaba un sombrero más o menos.
«¡Bah!», pensó la joven, que en esos momentos su estado de ánimo no
estaba para pensar en conjuntos, y demás historias.
A pesar de sus circunstancias, Sissy no se encontraba fuera de lugar, pues
la educación que había recibido y el haber estado acostumbrada a tener de
todo, no daba lugar a que se quedase mirando a un lado y otro como una
boba; de esa forma, cuando el camarero se acercó hasta su mesa no titubeó ni
un segundo y pidió lo habitualmente desayunaba: café con leche, zumo de
frutas y unas tostadas con mantequilla. Muchos días también tomaba huevos
revueltos, pero en ese momento no sintió tanta apetencia.
Cuando estaba terminando con su refrigerio, una mujer llamó su atención.
De reojo, se fijó en ella. Le pareció que podía tener la edad de su abuela,
pero no tal alta y algo más delgada, pero, aun así, estaba gruesa. Tenía los
aires de gran señora, de las que están acostumbradas a que se lo hagan todo, y
se dirigía a los camareros con educación, pero con autoridad.
Y parecía estar sola.
Como ella.
O podía ser que el marido todavía estuviera durmiendo.
Sissy terminó su desayuno, al tiempo que su mente no dejaba de pensar,
sonrió a uno de los camareros cuando este le hizo un saludo con la cabeza y
tomó el camino de salida, pero, cuando pasó cerca de la mesa donde estaba la
mujer, la voz que escuchó la hizo parar.
—Joven —llamó la mujer, pero Sissy no miró hacía ella, pues ese «joven»
podría ser para un camarero.
»Jovencita —volvió a sonar esa voz, con acento británico.
—¿Es a mí? —preguntó girando la cabeza y mirando a la mujer, que
cubría su vestido de seda estampada con una gran estola de fino visón
negro…
Y tampoco llevaba sombrero, luciendo un cabello oscuro, en un recogido
muy tirante, a la vez que brillante.
—No veo por aquí más jovencitas que usted.
Sissy se quedó quieta, sin saber qué hacer.

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—¿Viaja sola? —preguntó sin dejar de observarla.
—Sí, señora —contestó educadamente.
—¿Ha desayunado? —quiso seguir averiguando, a pesar de que ya sabía
la respuesta, pues su penetrante mirada la localizó nada más entrar al salón.
—Acabo de hacerlo.
—Es igual —soltó, al tiempo que movió la mano e hizo bailar los dedos
llenos de anillos, como si tuviese comezón—. Siéntate a mi lado y hazme
compañía —lo que comenzó con el trato de usted, pasó al tuteo en la sexta
frase.
La joven pareció pensarlo durante cinco segundos y, al momento, se
acercó y se sentó al lado de la mujer.
Los camareros fueron trayendo las bandejas, tazas y demás, mientras
Sissy miraba cómo la mujer iba dando cuenta de los alimentos. Cuando
pasaron cinco o seis minutos, la señora fue ralentizando los tiempos y
comenzó a hablar.
—Me llamó Lewis, Teodora Lewis. ¿Y tú? —La intensa mirada no perdía
detalle de la belleza que tenía enfrente.
—Sissy, Sissy Frank.
—Sissy, qué nombre tan adorable. Como la emperatriz —añadió
entrecerrando la mirada.
—La segunda y… es griega y la emperatriz se llamaba Isabel —aclaró la
chica, sin querer ser petulante.
—¡Cierto, cierto! —inquirió mientras mordía una rosquilla Bretzel, de
manera que la joven añadiera algo más.
—El mío es variante o diminutivo de Cecily —añadió la chica.
—Del apellido romano Caecilius, del latín caecus, «ciego» —añadió la
mujer, mientras cogía otra rosquilla.
Sissy tardó unos segundos en pronunciar palabra, pues se había
sorprendido de la sapiencia de esa mujer.
—Eso es.
—¿Sabías que santa Cecilia fue una noble romana convertida al
cristianismo y que fue martirizada por su fe?
—Sí, señora. En el siglo II.
La mujer miró a la muchacha mientras terminaba la rosquilla horneada y
retorcida en forma de lazo, con un sabor ligeramente salado.
—¿Te gustan los bretzels?
—Sí, me gustan mucho.
—¿Quieres? —preguntó la mujer señalando la bandeja.

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Sissy sonrió con prudencia.
—No, gracias. Estoy satisfecha.
—¿No quieres un café o un vaso de leche?
—Se lo agradezco, pero he desayunado muy bien.
La mujer hizo un ligero movimiento con sus anchos hombros.
—¿Sabes de dónde proviene el nombre de estas rosquillas? —preguntó, al
tiempo que movía lo que quedaba de rosquilla.
—Del alemán. Brazo pequeño. Su forma se parece a dos brazos
entrelazados —contestó Sissy, mostrando una sonrisa más amplia que la
anterior, provocando que la mujer mirase esos dientes perfectos y blancos.
Blanquísimos.
La muchacha, al darse cuenta, dejó de sonreír.
—Cierto, cierto —confirmó la mujer, como si lo dicho por la chica,
necesitara confirmación.
Sissy añadió información de su cuenta…
O hablaba o se levantaría de golpe y se largaría a cualquier otro lugar del
buque.
—Proceden de Baviera, y allí es un tipo de pan salado con una forma
similar. Con el de pan, se puede hacer de muchos sabores: almendra, nuez,
ajo… De lo que se quiera, de lo que le guste.
La mujer movió ligeramente la cabeza y elevó sus oscuras cejas, que Sissy
dio por hecho que recibían el mismo tiente que el cabello.
—Veo que sabes mucho.
Sissy se encogió de hombros.
—En casa tuvimos una cocinera alemana. Los hacía muy ricos.
Deliciosos.
Teodora siguió tomando su desayuno y no volvió a abrir la boca, algo que
impacientó a Sissy, pues no sabía si levantarse e irse, siendo un
comportamiento inadecuado, o seguir ahí como una estatua, viendo cómo
comía la mujer o dejando llevar la mirada por el gran salón, que ya
comenzaba a llenarse.
Cuando estaba a punto de disculparse y levantarse, la mujer le preguntó de
sopetón.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve —contestó sin pérdida de tiempo.
—Diecinueve —repitió Teodora—. Creía que tenías menos. Puedes pasar
por quince o dieciséis.

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—¿En serio? ¿Usted cree? Jamás me habían dicho algo así —expuso muy
seria, al tiempo que abría esos ojazos mirando sin pestañear a la mujer.
Esta soltó una carcajada.
—Es broma. En realidad, podrías pasar por veinte o veintiuno. Ahora no
importa, hasta te puede gustar, pero, cuando tengas cuarenta y aparentes ocho
más, no te hará ninguna gracia. Te lo puedo asegurar —bromeó la mujer a
costa de la edad.
Sissy no sonrió, no le preocupaba aparentar más o menos.
—Bueno, eso es algo que en estos momentos no me preocupa en absoluto.
La mujer movió la cabeza, al tiempo que su boca se curvó en una gran
sonrisa.
—¿Y cuáles son tus preocupaciones en estos momentos?
—Tener una buena travesía —contestó sin comprometerse.
La risa de la mujer se volvió a oír.
«Una chica lista», pensó la mujer.
—¿Has estado en la biblioteca?
—¿En la biblioteca del barco? —Teodora movió ligeramente la cabeza—.
No, señora.
—Teodora, querida, llámame Teodora. Pues vamos para allá. Ya es hora
de que deje de comer o lo lamentaré todo el día —añadió al tiempo que se
levantaba de la mesa y Sissy hacía lo propio.
Teodora Lewis le ofreció el brazo y ella la agarró con delicadeza,
comenzando una amistad que duraría el mismo tiempo que el viaje.
El transatlántico era casi una réplica del Titanic, algo que no sabía Sissy y
de lo que Teodora le informó. La escalera principal, en la sección de proa,
entre las chimeneas 1 y 2, y la segunda, entra las chimeneas 3 y 4, ambas
dando acceso a la primera clase, como tenía que ser; piscina interior, cancha
de squash, baños turcos, biblioteca, sala de fumar, gimnasio, peluquería…
Todo era un muestrario de lujo y poder para que el trayecto por el frío y
desapacible Atlántico Norte se hiciese más agradable y llevadero.
—Agradable y lujoso, para los que viajamos en primera, porque los de
segunda, y no digamos los de tercera, esos no se lo pasan tan bien como
nosotras —añadió Teodora, dejando la novela de Julio Verne sobre su regazo
de seda verde agua, entre otras tonalidades.
—Me lo imagino —añadió la joven, levantando la mirada del libro que
había cogido momentos antes, mientras Teodora elegía el suyo.
—¿Seguro? —preguntó la mujer, analizando el rostro de la joven, en
especial esos ojos tan claros y esa boca pequeña de labios sensuales.

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—Más o menos.
—¿Es la primera vez que viajas en un transatlántico?
—Sí. Unos amigos de mis abuelos fallecieron en el Titanic.
—¿No viajarían en las tripas del barco?
—No, qué va. En primera clase.
—Una lástima, ciertamente.
—Sí. Planearon un viaje a Europa para hacer el trayecto de vuelta en el
Titanic. El Indestructible, como se le llamó —añadió de manera solemne.
—Una tragedia, ciertamente. Algo así te quita las ganas de viajar en barco
durante años. A mí, los aviones no me gustan demasiado, aunque de vez en
cuando subo en alguno. Pero en un avión, como la cosa se ponga fea, no se
salva ni uno.
Sissy afirmó en silencio.
—A mí me gustan los trenes —añadió, volviendo a mostrar esa
esplendorosa sonrisa.
—Siempre que sea en un compartimento donde no te moleste nadie… Lo
mejor, el Orient Express. —Elevó los ojos al techo y soltó un suspiro—. Qué
recuerdos.
Sissy volvió a sonreír.
—¿Usted viaja sola?
—Si no contamos a mi doncella, sí —soltó con una enorme sonrisa, que
mostró los huecos que dejaron la falta de un par de muelas en su dentadura.
Solo pasaron unos segundos, cuando la mujer retomó la palabra.
—Sabes que, gracias a toda la gente que viaja en las clases inferiores,
nosotras viajamos mucho mejor. Quiero decir, que lo que ganan y, sobre todo,
lo que han ganado las navieras con la venta de los pasajes inferiores da lugar a
los lujos que se prodigan en primera. Ahora, con todo lo que está pasando,
puede que cambien las cosas, pero antes, cuando los europeos viajaban en
masa hacia los Estados Unidos y viceversa, entonces las navieras se ponían la
botas a ganar dinero. Ya lo creo. De hecho, mi esposo, que en paz descanse,
fue uno de ellos. Tenía intereses en la White Star Line, aparte de otras cosas,
y se hizo más rico de lo que ya era.
Sissy, que había cogido un libro de Jean Austen, Persuasión, lo dejó sobre
la pequeña mesa de caoba que tenían enfrente y que, anclada al suelo como el
resto del mobiliario, daba una sensación de seguridad y tranquilidad, para
mirar fijamente a Teodora.
—Seguro que tus antepasados son de Europa.

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—Sí. De Noruega, Alemania —añadió la ascendencia de Adele— y de
Francia.
—Claro, por eso sabes tanto de bretzels —dijo a modo de broma—.
¿Hablas alguno de esos idiomas?
—Sí.
—¿Todos? —La mujer no perdía detalle de la joven y, en especial, de
esos ojos tan deslumbrantes.
Jamás había visto color semejante, un verde tan claro y adornado con
motitas de verde más oscuro y gris.
—Todos.
Teodora apenas movió la cabeza, tampoco pestañearon sus ojos, pero esa
información le llamó la atención. Ella hablaba dos idiomas y se defendía
malamente con el francés; eso sí, con un acento horrible, pero cuatro, incluido
el propio… eran muchos.
—¿Los hablas correctamente?
—Sí, señora. Mi madre se encargó de ello. Siempre decía que las cosas, o
se hacen bien o no se hacen. —Sonrió con timidez—. Cuando comencé a
hablar, mi madre me hablaba en inglés y en francés. Mi padre en alemán y
noruego. A los seis años de hablarlos, escribirlos formaba parte de mi
educación.
Teodora Lewis observó con atención a esa muchacha que viajaba sola y
que tenía una educación de alto nivel.
«Dónde estaría su familia», se preguntó.
—¿Tienes familia en Inglaterra?
—No.
La negación fue contundente y la falta de ampliación, sospechosa.
—¿Y a qué vas? Si no es una indiscreción —preguntó sin molestarse en
mostrar su curiosidad y molestándose un poco porque la chica fuese tan parca
en palabras en cuanto a nivel personal.
—A comenzar de nuevo.
La mujer observó atentamente ese rostro y muchas cosas se le pasaron por
la mente.
—Yo nací en Bulgaria. Con pocos años nos instalamos en Londres, por
eso mi acento es británico al cien por cien. A ti se te nota que eres
estadounidense, pero imagino que, dominando tantos idiomas, pronto hablarás
con acento británico.
—Es algo que no me preocupa.

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A la mujer le llamaba la atención la seguridad que mostraba la chica, pero
al mismo tiempo pensaba que podía ser algo impostado, pues notaba un sesgo
de timidez acusado. Algo así como dos laminas superpuestas.
—¿Qué vas a hacer en Londres?
Sissy no contestó al momento, pues antes volvió a coger el libro y
jugueteó con las páginas.
—No me quedo en Londres. Me esperan en Edimburgo.
Me esperan, quién, quienes…
La curiosidad de la mujer iba en aumento.
—Edimburgo… una ciudad preciosa para los que les guste la lluvia y los
días grises, y la piedra… Oscura, muy oscura. Y todo muy apretado —contó,
al tiempo que hacía un gesto con el cuerpo y los brazos, como si quisiera
estrujarse—, muy apretado. Y una casa encima de la otra, y de la otra… —
añadió con una sonrisa, sin dejar de mirar esos ojos que le devolvían la
mirada con mucha curiosidad—. ¿Sabes lo que dijo Daniel Dafoe de esa
ciudad?
—No.
—«No existe otro lugar en el mundo en el que la gente esté tan apretada
como en Edimburgo».
—¿En serio? ¿Y por qué dijo eso? —preguntó, llena de curiosidad.
—Porque Edimburgo es una ciudad… ¿cómo te diría…? Especial. La
parte más antigua, la ciudad medieval, dentro de la muralla defensiva, tuvo
durante el siglo XVIII muchísimos habitantes, algo así como 80 mil,
imagínate… y todos querían vivir ahí y, como no había espacio para construir
más, pues optaron por elevar lo que ya estaba construido, de manera que los
edificios fueran más altos. Se podría decir que Edimburgo fue el preámbulo
de los rascacielos.
—¿Tiene rascacielos? —preguntó inocentemente, pues no recordaba
mucho de lo leído sobre esa ciudad.
—Bueno, no como los que tú conoces de Nueva York. —Rio con ganas,
al comparar ambas ciudades—. De todos modos, muchos de ellos
desaparecieron en el incendio de 1824 o 25, no lo recuerdo bien, y a partir de
la reconstrucción de la zona devastada, se crearon muchos pasadizos y
bóvedas bajo la ciudad vieja, que cruzan de lado a lado una calle y los llaman:
close.
—Qué interesante.
—Sí, sobre todo si crees en fantasmas y esas cosas.
—¿Fantasmas?

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—Sí —afirmó entre risas—. Si andas por Mary King’s Close, igual te
encuentras con el fantasma de Annie, la niña abandonada allá por el 1644,
cuando supieron que tenía la peste.
La joven aguantó una risilla.
—No creo en fantasmas, pero me gustan las leyendas. Seguro que
disfrutaré con esas historias.
—Seguro que sí.
—Sabe mucho sobre Edimburgo. ¿Ha vivido allí?
—No, no. He ido de visita tres o cuatro veces. Pero a mi esposo, que Dios
lo tenga en su gloria, le gustaba mucho la historia y la arquitectura, y siempre
encontró fascinante esa ciudad —remarcó la última frase, dándole un
sonsonete especial.
—¿Y dónde vive usted?
—Habitualmente en Londres.
—Londres también es húmedo, ¿no? Y la famosa niebla.
—¿Has estado alguna vez?
Sissy bajó la mirada y contestó.
—No. Era un viaje prometido por mi padre, pero no pudo ser.
La mujer movió la cabeza, sin retirar la mirada de esa criatura tan
interesante.
Justo cuando iba a preguntar por el padre, una voz masculina llegó a sus
oídos y movió la cabeza para ver como ese gentleman se acercaba hasta ellas.
—Querida Teodora, he imaginado que se escondería entre libros y más
libros, al no verla en el restaurante. —Sissy se quedó mirando a ese hombre
rubio como la paja y de ojos gris azulado, o azul grisáceo, dependiendo de la
luz, igual que el hombre la miraba a ella.
Sin pestañear.
Sin retirar la mirada.
Analizando cada ángulo de ese rostro y cada plano de ese cuerpo.
—Adam, querido, no debería estar aquí. Solo en la sala de squash o de
musculación, que es donde puede mantener ese cuerpo en plena forma. —
Sissy enrojeció ligeramente al oír la palabra «cuerpo» utilizada de esa forma
tan frívola.
El hombre sonrió ante ese comentario.
—Me cuesta acostumbrarme a ese juego procedente de las cárceles. —
Sonrió más ampliamente, al hacer mención al squash, creado en las cárceles
londinenses en el siglo XVIII—. Y, en cuanto a la musculación, querida
Teodora, cualquier lugar es bueno, hasta la alcoba más sencilla.

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—Es usted incorregible, señor Cameron —añadió la mujer, considerando
que ese comentario estaba fuera de lugar, y más, habiendo delante una mujer
tan joven.
—Las he visto salir del comedor y me he dicho: no puedes ir a ninguna
parte sin saber quién es la preciosa señorita que acompaña a Teodora.
—¿Has visto, Sissy? Ya tienes tu primer admirador. Adam Cameron, la
señorita Sissy Frank.
Adam Cameron cogió una mano de la joven, se la llevó a los labios y,
mirándola de una forma seductora, le dijo:
—Señorita Frank, es un placer conocerla. Espero y deseo tener el honor
de que comparta mesa con nosotros —soltó la mano con delicadeza, y miró a
Teodora—, doy por hecho… que estará invitada a nuestra mesa.
—Por supuesto, Adam. La señorita Frank viaja sola, de manera que ya la
he acogido bajo mi ala protectora.
Cameron soltó una carcajada, dejando ver su blanca y perfecta dentadura,
y fijándose en cómo la joven clavó la mirada en su boca.
—¡Cómo no! Mi querida Teodora, siempre tan servicial.
—No se trata de ser servicial, se trata de que las mujeres tenemos que
apoyarnos ante la magnitud y el abuso del sexo masculino.
Adam volvió a reír, mirando más a la joven que a la dama de más edad.
—No se preocupe por mí, Teodora. Cuidaré y velaré por la señorita Frank
como si fuese usted, hasta que finalice el viaje.
La mujer soltó una risa, que sonó a todas luces falsa a más no poder.
—Ya he informado a la señorita Frank de que en este viaje debe tener
cuidado con los seductores, los hombres frívolos y vividores, que hay unos
cuantos; entre ellos, usted.
—Pero, ¿es que hay más? —preguntó soltando una risa—. Creía que el
único seductor en este maravilloso buque era yo.
—El más peligroso, sí. Sin duda. Y, tal vez, el más atractivo —añadió la
mujer, entre la ironía y el sarcasmo, viendo cómo la chica miraba al hombre y
viceversa.
—¿Solo tal vez? —preguntó sin dejar de reír.
Cameron dejó que la risa se convirtiera en sonrisa y cogió de nuevo la
mano de la joven.
—Señorita Frank, será un placer para mí acompañarla para cualquier cosa
que necesite o desee, desde hacerle compañía durante un paseo por cubierta
hasta aconsejarle sobre los platos más deliciosos que debe tomar en las
comidas, bailar hasta que la orquesta se agote de tanto tocar, hasta

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contemplarla mientras lee un libro de los que se encuentran entre estas
paredes.
Sissy contempló al hombre, el hombre a ella, y Teodora a ambos.
—Es usted muy amable, señor Cameron. Pero no creo que sea necesaria
tanta atención —replicó la joven ante la efusividad del hombre.
Sissy le mostró una hermosa sonrisa, algo que provocó que él clavase la
mirada sobre esa boca, esos labios, más tiempo del correcto.
Teodora decidió intervenir, cuando Cameron iba a replicar, siendo más
veloz que él.
—Adam, ¿va a quedarse con nosotras para leer algún libro? Porque, si ese
es su deseo, le puedo aconsejar unos cuantos.
El hombre dejó de mirar a la joven y, con mucho esfuerzo, dirigió la
mirada hacia la mujer para mostrar una sonrisa seductora, sin imaginar que la
joven estaba pensando en esos momentos en dientes y que ese hombre tan
atractivo tenía un blancor resplandeciente.
Casi tanto como los suyos, o sin el casi.
—Querida Teodora, sabe usted que lo mío no son los libros. Las dejo para
que sigan martirizando sus ojos, pero les aconsejo que no lo hagan durante
mucho tiempo; esas maravillas —añadió mirando los ojos verdes— no deben
forzarse con la lectura de multitud de letras negras sobre fondo blanco.
Se levantó, hizo una inclinación de cabeza y se fue por donde había
venido.
Al quedarse solas, Teodora no tardó ni un segundo en ponerla en
antecedentes.
—Es usted toda una mujer, pero muy joven y, tal vez, un poco inexperta.
No se lo digo con idea de meterme donde no me importa, pero le diré que
Adam Cameron es un seductor de los pies a la cabeza y, si quiere tontear con
él, él estará encantado, pero, si es usted lista, nunca, bajo ningún concepto, le
deje llegar al final. Aunque fuese su prometido, nada hasta la noche de bodas.
He conocido tantas mujeres engañadas y abandonadas, que… —dejó la frase
sin acabar.
A Sissy le llamó la atención que, después de tutearla durante toda la
conversación, en esos momentos se dirigiera a ella de usted. Supuso que era
por el comentario en cuestión, por la advertencia sobre ese hombre. Por el
formalismo de algo tan delicado.
—¿Tan bien lo conoce?
—Lo suficiente, querida. Conoces a uno y los conoces a todos —contestó,
al tiempo que soltaba una risa falsa.

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—Parece un poco pretencioso —añadió casi en susurros.
—¿Solo un poco? —preguntó de manera retórica.
—¿Está soltero?
La curiosidad de Sissy hizo su aparición.
—Si no estoy equivocada, y él no miente, sí, está soltero y sin
compromiso. Está dilapidando la fortuna heredada de su madre o padre, ¡o de
los dos! —exclamó abriendo las manos—. Y supongo que no tardará en
casarse con una rica heredera; de hecho, no me extrañaría que el viaje a los
Estados Unidos haya sido para eso, y para ver a amigos y familiares, pero, tal
y como está el panorama, seguramente se acomodará con lo que surja en la
madre patria. Sus aficiones son las mujeres, el juego y la buena vida, no por
ese orden especialmente.
—Ya. Un don Juan —añadió la joven, haciendo alusión a la obra de José
Zorrilla, Don Juan Tenorio.
—Sí, se puede llamar así —afirmó Teodora, que en esos momentos
recordaba el título del libro, pero no al escritor.
—Bueno, a mí no me interesa ese tipo de hombre.
Teodora la observó atentamente y se preguntó si esa afirmación sería
cierta.
—Me alegro. Pero este hombre es muy guapo, ¿verdad? Con ese cabello
como el oro y esos ojos entre azules y grises —preguntó intentando
profundizar más en los pensamientos de la joven.
—Pues… sí. La verdad es que sí. No vamos a negar la evidencia —
afirmó, mostrando una sonrisa y dejando ver esa dentadura esplendorosa,
cegadora.
—¡Por Dios, fille! —exclamó en francés—. ¡Qué sonrisa tienes! Como la
muestres muy a menudo, todos los hombres se rendirán a tus pies. —La niña,
como ella la había llamado en francés, se ruborizó ligeramente y se mordió el
labio inferior, para evitar la risa—. ¿Y dime, quién te espera en Londres? —
volvió a tutearla.
La muchacha contestó al momento.
—Nadie. Me esperan en Edimburgo. Cogeré un tren. —Clavó esos
inmensos ojos en la mujer y preguntó con curiosidad—. Hay trenes que vayan
a esa ciudad, ¿no?
Agnes le había explicado más o menos el itinerario, pero no estaba de más
cerciorarse con esta dama, que era del país.
—Claro, querida. Por supuesto, qué cosas tienes. El ferrocarril en Gran
Bretaña es el más antiguo del mundo —añadió como una autentica británica

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—. El más antiguo y el mejor, te lo puedo asegurar. Tengo acciones en el
Great Western Railway y utilizo el tren cada vez que me apetece —apostilló
sin titubear.
A la joven le había quedado claro como el agua que Teodora Lewis era
muy rica.
—Estupendo —añadió la joven, al tiempo que volvió a coger el libro y lo
abrió por las primeras páginas, siendo muy consciente de cómo la observaba
la señora Lewis y deseando que no le hiciera más preguntas.

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Capítulo 5

Esa noche quedó claro que Adam Cameron quería seducir a la joven y estaba
dispuesto a lo que hiciese falta.
Sissy compartió mesa con Teodora, Adam y otros dos caballeros, amigos
de este, más un matrimonio y sus dos hijas, más jóvenes que Sissy.
La joven habló poco, tan solo cuando le hicieron preguntas; por lo demás,
se dedicó a degustar los ricos manjares, pero sin exceso, pues no era comilona
y la única comida que hacía más abundante era el desayuno —y no siempre—
y, sobre todo, observó a los viajeros y asimiló información.
Y no pudo obviar las miradas que Adam y sus amigos le dirigieron con
mayor o menor disimulo.
No estaba dispuesta a contar su vida, y menos sus desgracias, a cualquier
persona que se encontrara y que le preguntara y, teniendo en cuenta sus
circunstancias, menos. De manera que, cuando la mujer y madre de dos hijas
mellizas, de quince años, poco agraciadas y con unos modales que dejaban
mucho que desear, le preguntó a qué iba a Inglaterra, ella contestó muy
cortésmente.
—Voy a pasar una temporada con unos familiares.
—¿En Londres? —preguntó de nuevo, pues esa información le pareció
insuficiente.
—Primero estaré en esa ciudad; luego, seguramente, iré a otros lugares —
contestó sin mirar a Teodora y notando su mirada oscura y penetrante.
—¡Ah! ¡Qué bien! ¿Va a aprovechar para viajar y conocer el país? —
siguió la mujer dale que te pego, provocando que Sissy apretara los dientes y
forzara una sonrisa sin despegar los labios.
—En la medida que pueda, sí.
Todos estaban pendientes de sus palabras, pero las miradas que más le
molestaban eran las de Adam Cameron y sus amigos, que no perdían detalle,
que la observaban como si fuese el último entretenimiento del barco.

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Entonces intervino el esposo, el padre de las mellizas, mientras Teodora
se preocupaba de comer y, mirando a unos y a otros, pensaba en sus cosas, o
eso parecía.
—¿Frank? ¿Frank? —repitió y se preguntó a sí mismo, pero con idea de
que todos escucharan y le prestaran atención—. Me suena mucho ese
apellido, pero ahora mismo no lo relaciono con un rostro, con una familia en
concreto —dijo el hombre, al tiempo que se atusaba el fino bigote.
—Es un apellido común —añadió ella, deseando que se cambiara de tema,
que la dejasen tranquila.
—¿A qué se dedica su padre? —preguntó bajando la cabeza y
entrecerrando los ojos, sin dejar de observarla.
La joven tragó saliva, tosió ligeramente y, dirigiéndole la vista pero sin
soltar los cubiertos, le contestó.
—Mi padre murió el año pasado.
Se hizo el silencio durante dos segundos.
—¡Oh! ¡Cuánto lo siento, señorita Frank! No era mi deseo entristecerla —
se lamentó y disculpó el hombre, mientras pensaba que no le había dicho a
qué se dedicó el padre antes de morir.
—Gracias, es usted muy amable, y no se preocupe, no pasa nada. Estaba
muy enfermo, una larga y penosa enfermedad —añadió bajando la mirada al
plato para seguir quitando hábilmente las espinas al lenguado, con el cuchillo
y el tenedor.
—Qué pena —añadió la esposa con rostro compungido.
Fue entonces cuando intervino Teodora.
—Sissy, querida, ya sabe que las puertas de mi casa están abiertas para
usted. La de Londres y la que tengo en Bath, por si le apetece tomar las aguas.
—Muchas gracias, señora Lewis. Lo tendré en cuenta.
Entonces, la voz grave y sensual de Cameron se dejó oír.
—Mi casa también está disponible para usted, señorita Frank. Puede
disponer de ella como le plazca, cuando lo desee y el tiempo que quiera. —
Ante esa invitación, todos clavaron la mirada en él, menos sus amigos, que,
con una sonrisa camuflada, miraron el contenido de sus platos. Cameron se
vio obligado a ampliar la información—. Como estoy moviéndome de un sitio
a otro, la mayor parte del tiempo, no piso mi casa de Londres. Y si prefiere la
de Leeds, también será bien recibida. Los criados de mis casas están deseando
servir y agradar a mis invitados. —Mostró una sonrisa blanca como el nácar
—. Al menos eso creo —añadió con sorna y guiñando un ojo a los presentes,

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provocando las risas de las mujeres, menos la de Sissy, que solo mostró una
contenida sonrisa.
Los amigos de Adam afirmaron y atestiguaron que la servidumbre de
Cameron era lo mejor de lo mejor y que, si la señorita Frank se alojaba en
dichas casas, quedaría de lo más satisfecha. Ante esas circunstancias, Adam
se vio obligado a ampliar la invitación a la familia americana, esperando que
no se lo tomaran al pie de la letra, pues, para la buena verdad, el servicio era
itinerante y no permanente, a excepción de la de Leeds, ya que le parecía un
despilfarro pagar sueldos para atender una casa que disfrutaba cuando estaba
en la ciudad, que servía principalmente para sus citas sentimentales y, de vez
en cuando, para unas partidas de cartas.
De esa manera, la conversación derivó por otros derroteros, provocando el
alivio de Sissy, que siguió con su comportamiento correcto y ligeramente
distante, cosa que produjo más interés en los ingleses.
Después de cenar, los amigos de Cameron se fueron a la sala de cartas a
seguir bebiendo, Teodora se retiró a su camarote y el matrimonio y las dos
hijas se dirigieron a la sala de música. Adam Cameron pidió a la joven, muy
cortésmente, si le apetecía dar un paseo por cubierta, y ella aceptó sin saber
muy bien por qué.
Como la noche era fría a más no poder, le ofreció su abrigo, pues la
preciosa estola de visón poco podía hacer, y la condujo a la zona resguardada,
y ahí, sin más preámbulo, intentó besarla. Pero en eso se quedó, porque la
bofetada que le propinó la muchacha casi lo dejó tambaleando.
Se llevó una mano a la mejilla y la miró sorprendido. Había recibido más
de un sopapo por la mano de una mujer —pocos, siendo sinceros—, y aparte
de la sorpresa, pues no se le pasó por la mente algo así, pues no lo vio venir,
el bofetón fue fuerte. Más que fuerte.
Realmente no se lo esperó.
Y le molestó.
Su orgullo se sintió ofendido.
Y su hombría, más.
Pero, por dentro, algo insano y demoledor se le despertó con furia.
Aun así, lo controló.
—Vaya, para ser una chica, y encima tan flaca, pegas… fuerte —dijo
frotándose la mejilla enrojecida, y más que molesto, rozando el enfado—.
Seguro estoy de que te has hecho daño en esa manita de largos y delgados
deditos —añadió con ironía, enseñando los dientes, en un simulacro de
sonrisa.

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Ella se quitó el abrigo y se lo dio.
—Y usted, para ser un caballero, no se comporta como tal, señor…
Cameron —soltó con petulancia, y más que molesta por el comportamiento
de ese tipo.
En ese momento, lo único que deseaba era… largarse de ahí, desaparecer,
no permanecer a su lado, pues no ya no se fiaba de él.
Él se dio cuenta al momento.
La enganchó del brazo y la arrimó contra él.
Sissy se revolvió y, sintiendo la opresión de esos brazos alrededor de su
cuerpo, sabiendo que él no quería frenar lo que estaba haciendo, que deseaba
más, que estaba molesto por el bofetón recibido, sintiendo el olor a alcohol
sobre su cara, no se lo pensó: dobló la rodilla, la levantó de una y le propinó
un golpe en el muslo, aunque su intención había sido ir más arriba, pero el
estrecho vestido se lo impidió, a pesar de sentir y escuchar el ruido que hizo
la costura al rasgarse por ese lateral.
Cameron la soltó al momento y llevó la mano a la parte interna del muslo,
a escasos centímetros de sus partes.
Un poco más y le habría machacado los huevos.
Maldita zorra.
—¡Pero…! ¡Qué demonios…! —soltó entre dientes, sintiendo dolor en
esa zona, deseoso de darle su merecido a esa…
Perra hija de la grandísima…
Ella no perdió tiempo, no se molestó en disculparse, no tenía por qué. Él
era el que se había mostrado de una forma indecorosa, abusando de su fuerza.
Dio media vuelta y, a paso ligero, casi corriendo, arrastrando la estola,
oyéndose el repiqueteo de sus tacones sobre el suelo de madera, se dirigió al
interior, esquivando las zonas comunes, y no paró hasta llegar a su camarote y
cerrar a cal y canto.
Respiró acelerada, con la espalda pegada a la puerta; poco a poco, fue
controlando su ritmo, sintiendo que su corazón se calmaba, recorriendo con la
mirada la decoración bonita y sencilla del pequeño dormitorio, mientras
pasaban los minutos. Mientras revivía lo ocurrido.
Estuvo así durante tres o cuatro minutos. Pasado ese tiempo, tiró la estola
encima de la cama, se dirigió hasta la cómoda tocador y se sentó en el
taburete, que, atornillado al suelo, se mantenía más firme que ella. Agachó la
cabeza y clavó los ojos en el rasgón del vestido de noche. Se levantó y con
mucho cuidado se lo quitó por la cabeza y lo extendió encima de la cama,
haciendo a un lado la estola; luego se ocuparía de limpiarla y guardarla.

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Sus ojos se deslizaron por el precioso vestido de raso, en un tono crema
dorado, cerrado al cuello y con un pequeño escote en la espalda. Como había
perdido peso, unos tres o cuatro kilos en los últimos meses, la ropa en general
y ese vestido en especial, le bailaba ligeramente sobre el cuerpo; aun así, en la
zona del pecho y las caderas seguían siendo insinuantes. Era largo, hasta los
tobillos, y se había permitido hacer ese movimiento brusco y rápido con la
pierna doblada, casi alcanzando las partes pudendas de ese Don Juan, porque
el corte no se estrechaba, sino que se mantenía en la misma línea que la
cadera; aun así, lo había rajado más de treinta centímetros.
—¡Qué fastidio! —murmuró, mientras miraba la tela, comprobando si se
había rasgado o solo era descosido.
Un poco de las dos cosas.
—Imbécil —volvió a murmurar, lanzando el insulto al aire, queriendo
llegar hasta ese inglés engreído y abusón, y poniéndose en movimiento.
No tardó en ponerse manos a la obra. Cogió su pequeño, pero completo
costurero, y agarró varios alfileres para entallar la falda y poder arreglar el
desperfecto. Primero lo hizo en el lateral dañado y después en el otro. Una
vez hilvanado, se dispuso a coserlo pulcramente, mientras recordaba cuando
su madre (para ella, Adele siempre sería su madre) le enseñó a coser, a la
temprana edad de ocho años.
—Nunca sabes en qué situación o dilema te puedes ver, y no está de más.
Nunca está de más saber todo lo que puedas asimilar —repetía, mientras
observaba a esa niña que no era su hija, pero que la quería más que a su vida
—. No importa el dinero que tengas, la posición que ocupes. Cuando tienes
conocimientos, de lo que sea, aunque esos menesteres te lo hagan otros,
tendrás sabiduría y aptitudes para valorar, rectificar o pedir lo que quieres que
te hagan.
—Sí, mamá. Como cuando vamos a la modista y le dices lo que quieres y
cómo lo quieres. Y la modista te mira de una forma que casi no se atreve a
decir palabra, porque teme lo que tú le puedas decir.
Adele la observó atentamente y pasó del inglés al francés.
—Eso es, cherie. De esa forma, no te engañarán, porque tú serás la
primera en saber lo mucho o lo poco que cuesta el trabajo que van a hacer.
—Pero no es más importante —añadió la niña, ahora en francés, hasta que
su madre volviera al inglés, y ella hiciera lo propio—, saber idiomas o música
o… mucha cultura…
Adele sonrió ante ese comentario, porque en esos momentos, más que una
niña de ocho años, parecía una adulta en miniatura.

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—Lo uno no tiene que ver con lo otro. Todo es importante, todo puede ser
importante en un momento dado. Cuanto más sepas, mejor. Ya sabes, el
saber…
—No ocupa lugar.
—Eso es.
—Eso también lo dice la mamá de papá.
—Claro que sí. Tu abuela Gerda es una mujer inteligente. Muy
inteligente. Todo lo que te diga siempre será por tu bien.
—Igual que el abuelo Axel —añadió la pequeña, mostrando una sonrisa al
mencionar a su querido abuelito.
—Por supuesto que sí.
De manera que la costura no entrañaba duda alguna para ella y podía
hacer un arreglo como el que tenía entre manos, hacer un ojal, bordar una
inicial, subir un bajo, entallar un vestido o blusa, poner una cremallera, añadir
un forro…
No era algo que le gustase en exceso, pero todo lo que aprendió de
pequeña y de adolescente, procediera de su madre, padre, abuelos, o
educadores, todo era aplicable tarde o temprano; y, si no, para muestra un
botón.
Mientras hacía la costura, despacio y con puntadas perfectas, pensó en lo
sucedido. No le gustó que ese hombre la avasallase de esa forma y con esa
falta de respeto; ¿acaso ella le había mandado señales de algún tipo?, pues no.
Él se había tomado todas las libertades y se mereció los resultados. No tuvo
bastante con el bofetón que tuvo que dar lugar a cogerla como si fuese una
cualquiera y besuquearla dejándole babas por la cara.
Tal vez le había dado demasiado fuerte… el tortazo por supuesto, todavía
le molestaba la muñeca, y lo otro… Sí, sin duda, pero estaba segura de que no
le había dado de lleno, pues falló por poco; bueno, falló porque el vestido
frenó la subida, a pesar de rasgarse, que si no… Si hubiese llevado una falda
más amplia, es probable que ahora lo estuviera lamentando y que los amigos
y el resto de los conocidos fueran testigos del bochorno de Cameron, incluso
pudiendo acabar en la enfermería del buque, eso sin contar con que todos los
ojos se fijarían en ella. Bueno, dentro de lo malo, podía decirse que todo se
había quedado en una advertencia para ese hombre creído y petulante.
No era la primera vez que hacía eso, y con resultados óptimos (o
desastrosos) que el ocurrido esa noche. Con quince años dio el primer y único
rodillazo a un chico que le dijo que tenía los labios gruesos, ideales para

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chupar pollas. Ella, en un principio no entendió, pero, al momento, le mostró
una preciosa sonrisa y él chico creyó que algo así era buena señal.
Se acercó a ella y le acarició la mejilla.
—Se lo oí decir a mi padre la otra noche, que había bebido más de la
cuenta y estaba jugando al billar con unos amigos. Yo estaba en la habitación
de al lado, escuchándolos. Me gusta escuchar a los hombres cuando están
solos, jugando y bebiendo, se aprende mucho, porque dicen lo que piensan, lo
que sienten y no tienen que medir sus palabras como cuando hay mujeres o
niños delante.
—Ajá —dijo la jovencita.
Le pasó un dedo por el borde de los labios y entonces ella abrió la boca y
preguntó:
—¿Y qué fue lo que dijo? —las palabras salieron suaves, incluso tímidas.
El chico, que solo era un par de meses mayor que ella, mantenía la mirada
sobre esos labios llenos y de un color oscuro, atractivo, excitante.
—Dijo: «¿Habéis visto a la hija de Frank? Qué bonita se está poniendo, si
aparenta más edad de la que tiene». Y añadió: «¿Y la boca? ¡Qué boca tiene
la condenada! Ideal para meter la polla y que te la chupe sin parar» —El chico
hizo una pausa, mientras seguía bordeando la boca. Pero esa boquita estaba
cerrada y él quería que la abriese para meter el dedo—. Cuando dijo eso,
todos rieron y añadieron más guarradas.
Sissy abrió la boca para formular una pregunta, queriendo saber las
guarradas que los adultos dijeron, pero, al mismo tiempo, temiendo oírlas.
—¿No te la han chupado nunca? —al preguntar algo así, los ojos del
muchacho parecieron alumbrarse como un árbol de Navidad.
Y, cuando iba a contestar, cuando iba a decir que no, mientras seguía con
el dedo pegado en el labio inferior, intentando abrirlo para meter el dedo,
Sissy le dio un rodillazo en la entrepierna, el chico se tiró al suelo agarrándose
sus partes, cerrando con fuerza los ojos y aguantando los lamentos dolorosos
hasta que no pudo más y soltó un alarido que sonó como el lamento de un
lobo en lo profundo del bosque, mientras la chica salió corriendo y
desapareció de su vista.
El jovencito no quiso más cuentas con esa salvaje, incluso pensó en hablar
mal de ella a sus amigos, pero se lo pensó mejor y decidió olvidarse del tema;
no era necesario pregonar a los cuatro vientos que una chica lo había dejado
espatarrado en el suelo, casi llorando como un bebé, y por descontado, no
quería que llegara a oídos de los adultos; si el padre de Sissy se enteraba de
algo así…

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En ese caso, su padre le daría una tunda de campeonato, pues tenía
negocios con el señor Frank.
La joven terminó la tarea y admiró el trabajo bien hecho. El resultado fue
que la falda a la altura de las piernas, de la rodilla hasta los tobillos, se había
estrechado unos cuantos centímetros, dando lugar a andar cómodamente, pero
sin zancada larga y, mucho menos, doblar rodilla y levantarla hasta los
genitales de un hombre, de manera violenta, ni de ninguna otra forma.
Guardó el vestido en el armario, sintiéndose satisfecha del trabajo bien
hecho, sabiendo que su madre le habría dicho alguna alabanza ante la visión
de esas puntadas pulcras y diminutas. Deslizó los dedos por la brillante y
suave piel de la estola, recordando cuando su madre se la ponía para ir de
cena con Cornelius y cuando ella, con ocho o nueve años, se la colocaba
sobre sus huesudos hombros y hacía posturas delante del gran espejo de la
lujosa alcoba de sus padres. Soltó un profundo suspiro ante el recuerdo de
mamá Adele y de su padre querido, mientras guardó la prenda con sumo
cuidado. Se dirigió al pequeño baño, se lavó la cara y la secó al momento,
contemplándose en el pequeño espejo. Se aplicó unas gotitas de aceite de
almendras en el rostro y después frotó las manos con los restos, mientras
pensaba en la condición masculina.
Tenía diecinueve años, no era ninguna niña, y menos ingenua, pero, a
pesar de ello, no comprendía el porqué de ese comportamiento. En realidad,
los hombres eran unos hipócritas, falsos, que mostraban una cara, pero, luego,
sus pensamientos nada tenían que ver con ello, y para muestra los actos que
daban fe a su teoría. Todos, absolutamente todos, se movían por lo mismo: los
bajos instintos, el sexo. Daba lo mismo que fuese más vulgar o más elegante;
al final, era lo mismo. Su padre, por ejemplo, seguro que cuando se fijó en esa
mujer, en su madre, lo único que quiso fue hacérselo, usarla, utilizarla hasta
que apareciese otra que le gustase más, pero tuvo la suerte o la desgracia, vete
a saber, que se enamoró, suponiendo que ocurriese así. Pero, por otro lado, la
relación fue tan corta, que tampoco se podía valorar en su justa medida;
porque, ¿qué habría pasado si ella no hubiese muerto después del parto? ¿Qué
habría ocurrido, si pasando los años, él (su padre) se hubiese cansado de ella?
¿La habría dejado, abandonado? Tal vez bien instalada, incluso con una
mensualidad para vivir dignamente ella y su hija. Porque, en ese supuesto,
ella no se habría criado con mamá Adele, ni con su padre, ni con sus
abuelos…
Se quitó la enagua, el sostén y se dejó el corto calzón de seda, que se
pegaba a un trasero lleno y respingón; se puso un camisón de manga larga y

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cerró los pequeños botoncitos de la parte delantera hasta el cuello, mientras
seguía con sus pensamientos, con el destino que le había tocado en suerte y el
que podría haber tenido si su verdadera madre no hubiese muerto.
Quiso dormirse, lo intentó, pero el sueño tardó en llegar y, mientras sentía
el movimiento del barco, apenas imperceptible, mientras la oscuridad la
engullía, pues ese camarote era interior y la pequeña claraboya solo dejaba
ver oscuridad… los últimos acontecimientos pasaron por su mente, los
importantes, no el intento de besuqueo baboso y toqueteo de ese estúpido
inglés.
La muerte de Adele, la ruina financiera, las miradas, los silencios, las
miradas perdidas y las falsas palabras que retumbaban en sus oídos como una
hilera de tambores.
—No te preocupes, cariño —casi siempre la llamaba así, otras veces:
pequeña—. No pasa nada, todo se solucionará. Tal vez nos quiten algunas
posesiones… la casa de la playa, por ejemplo. Pero ¿qué importa?, ¿quién
necesita una casa en la playa? —añadía, intentando formar una sonrisa con
sus finos labios.
—Yo no. No necesito ninguna casa en la playa —contestaba ella para que
su padre mostrara una sonrisa torcida. Para que todo se solucionase con la
pérdida de la casa de la playa, que realmente le importaba un pepino.
De verdad…
Pero, por favor, Dios, que las cosas no se compliquen más, que no se
desmorone todo. Que, si no tenemos casa en la playa, ni el barco, da lo
mismo, de verdad… Incluso si papá tiene que vender el lujoso apartamento y
nos compramos uno más pequeño, no me importa, de verdad, aunque
tengamos que dejar Manhattan e irnos a Brooklyn, o cualquier otro lugar;
pero que esto se pare, por favor, que pare, que pare, que pare…
—Es cosa de unas semanas, ya lo verás —explicaba, mientras le
acariciaba la mejilla, como cuando era una cría—. Todo el sistema necesita
un tiempo para estabilizarse, para recuperarse, para que el engranaje vuelva al
ritmo de antes, no tiene otra, es así. La bolsa y las inversiones forman parte
del presente, del futuro, de los negocios… Tardará algo más, porque…,
bueno, esta vez ha sido más fuerte que otras. —Tragó saliva, pues la boca se
le quedaba seca y, para disimular, formó una sonrisa e intentó que no se
notara la falsedad que lo inundaba todo, que le ahogaba por dentro como si
fuese un pez fuera del agua—. Pero, al final, todo vuelve a su cauce y
recordaremos esto, como un mal sueño. Para la primavera que viene,
celebraremos tu boda por todo lo alto. Ya lo verás. Serás la envidia de la

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ciudad, ¿qué digo de la ciudad?, del país entero —clamó sin levantar la voz,
queriéndoselo creer y que ella lo creyese.
Me importa poco o nada mi boda; es más, no quiero casarme, no quiero
separarme de ti…
Ella no replicaba, no lo agobiaba, ni tan siquiera una lágrima perdida, ni
una mirada anhelante, no decía nada, ni una pregunta, por muy simple que
fuera. Solo pensaba, solo movía ligeramente la cabeza, como dándole la razón
y mostrando una pequeña sonrisa, mientras miraba a su padre y veía la
preocupación en esos ojos tan azules, tan hermosos, herencia de Gerda.
Mientras seguía con la mirada unas venitas rojas que se habían instalado en
las blancas, pálidas mejillas, y que no las disimulaba ni una barba de varios
días, pues, a fin de cuentas, una piel tan blanca, casi traslúcida, una barba
rubia y unas venas rojas, ya se sabía quién sería el vencedor.
Y ella sufrió, y mucho, no por verse en la ruina, sino por ver a su padre
así, en ese estado, queriendo disimular delante de ella, queriendo hacer creer
que todo se iba a solucionar, pero sabiendo que no sería así. Que la catástrofe
ya estaba en marcha, igual que aquella vez, unas Navidades que pasaron en
una cabaña en Las Rocosas, años atrás, y su padre le dejó unos prismáticos
para ver cómo se formó un alud de nieve y cómo iba aumentando,
arrastrando, acumulando, avasallando, cubriendo y arrasando todo lo que
tocaba, hasta que se paró, hasta que llegó al valle y se calmó, pero, si echabas
la vista atrás, ya no veías abetos, solo veías nieve y más nieve, que ocultaba la
destrucción dejada.
Ella quería decirle que no se preocupase, que, si lo perdían todo, volverían
a resurgir, que él era todavía joven y, sobre todo, inteligente, valiente… Y ella
estaba dispuesta a ayudarle en todo lo necesario; trabajaría de lo que fuera, las
horas que hiciesen falta, de sol a sol si era necesario, que no era ninguna niña
consentida. Y que no pasaba nada si no volvían a recuperar lo perdido, que lo
importante era estar juntos, luchar juntos y volver a vivir con tranquilidad,
aunque no volvieran a ser ricos.
Y sí, ella fue una niña consentida, pues así la habían criado, pero, al
mismo tiempo, había recibido una educación admirable y Adele le había
inculcado una escala de valores, que, aunque a veces se la saltara, procuraba
respetar. Recordó que en una ocasión se quejó mansamente.
—No es fácil, mamá.
—Lo fácil no tiene mérito, cariño.
Adele le había recitado con voz cantarina: respeto, justicia, equidad,
libertad, integridad, orden, tolerancia, solidaridad, responsabilidad, lealtad,

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verdad y moralidad. Y había más: templanza, modestia, prudencia,
honestidad…
—Ya, pero… creo que el respeto es lo más fácil; bueno, siempre y cuando
te respeten, creo… La lealtad… depende, lealtad a vosotros, a mi familia sí,
pero… ¿Y la tolerancia…? ¿Y… y la moralidad…?
—Entiendes de sobra lo que es moral y lo que no.
—Lo que entiendo es que para unos es una cosa y para otros, otra.
Adele abrió al máximo sus ojos grises y esperó a que su hija continuara.
—Quiero decir que…
Por aquella época, Sissy tendría unos trece años y sus pensamientos
comenzaban a dispararse, ayudados por las conversaciones entre amigas.
—Los padres de una chica del colegio, no te voy a decir quién, no estaría
bien; bueno, pues ella contó que, cuando sus padres están en el dormitorio, ya
sabes, gritan y gimen, y el cabecero de la cama se mueve como un barco a la
deriva. ¿Eso es inmoral?
Adele no contestó al momento, pero no pensó en evadir la pregunta.
—Cada pareja tiene su forma de hacer y sentir las emociones. Es algo
privado. Lo que no debería de hacer tu amiga es ir contándolo por ahí.
—Ya, pero todo esto son experiencias, ¿no crees?
—Bueno, no exactamente.
—Pero, si esa pareja tuviera otras relaciones, eso sí sería inmoral, ¿no?
Adele suspiró suavemente.
—Si ambos consienten ese comportamiento… sería una inmoralidad
compartida. Mira, cariño, en las relaciones de todo tipo, eso incluye las
matrimoniales, puede haber de todo, pero, cuanto más tóxica sea la relación,
cuantas más personas intervengan, al final, eso explotará por algún lado.
—De todos modos, la mayoría de la gente se salta la escala de valores —
replicó un poco molesta por tener que ser tan perfecta, mientras jugaba con el
pasador del pelo.
—Claro, somo humanos y fallamos, pecamos… pero debemos intentarlo.
Y no olvides lo más importante: no hagas a los demás lo que no quieras que te
hagan a ti —le dijo, al tiempo que le daba la vuelta y le agarraba esa mata de
pelo en una coleta alta.
—Sí, mamá. Tienes mucha razón, pero a veces hay que defenderse —
añadió, haciendo una mueca cuando su madre le dio un pequeño tirón de pelo.
—Por supuesto, mi pequeña. En situaciones extremas, soluciones
extremas… Cuando no queda más remedio.

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La madre le dio la vuelta, le pasó las manos por la cabeza, alisando el
brillante cabello, besó la tersa frente, al tiempo que pensó en el futuro que le
esperaría a su hija.
Y en esos momentos, que Adele ya no estaba con ellos, que estaban solos,
la situación era extrema, en todos los conceptos y ella estaba dispuesta a
cualquier cosa que le pidiese su padre. Hasta limpiar letrinas, si era menester.
Pero sabía que su progenitor no deseaba oír esas palabras, porque él
siempre había vivido muy bien, y en los últimos años más que bien, pues de
joven no tienes los mismos caprichos que de adulto. Y cuando has tocado lo
más alto, no estás preparado para caer, no estás preparado para vivir como un
corriente asalariado, o incluso para arrastrarte y mendigar unas migajas a los
que hayan tenido más suerte que tú. Y, por descontado, no quería ver a su
preciosa niña trabajando como una joven corriente, como una chica de clase
baja.
Eso…
Jamás.
Esa noche fatídica…
Los criados ya no estaban, los había despedido, prometiéndoles que,
cuando las cosas se calmaran, cuando las aguas volvieran a su cauce, los
llamaría de nuevo, los contrataría con un salario mayor.
No supo cómo ni por qué, pero la joven sintió en el fondo de su ser que
algo horrible iba a pasar. Cuando su padre le dio las órdenes oportunas y le
dijo que cogiera la maleta que perteneció a su abuelo, y que cosiera las joyas
en el interior del abrigo, tuvo el pensamiento de que él se reuniría con ella en
la casa de la abuela y que comenzarían de nuevo, porque su abuela, a pesar de
ser un hueso duro de roer, a pesar de ser una mujer fría y arisca, los ayudaría.
Y, además, tenían el collar, ese collar era muy valioso, en una ocasión su
padre le dijo a Adele, que, si se veían en circunstancias extremas, siempre lo
podían vender. Estaba valorado en un millón de dólares, daba por hecho que
no encontraría quién pagase ese dineral, pero sí medio millón.
—Y con medio millón, Adele, con medio millón me como el mundo.
—Tal y cómo están las cosas, es difícil que alguien te dé medio millón,
Cornelius.
—Claro que sí, querida mía. Conozco a todo el mundo, a todos los que
tienen dinero, y sé de dos o tres a los que les gustaría tener ese collar en su
poder. Ya lo podría haber vendido tiempo atrás.
Sissy los escuchó, pero no los vio y, aun así, imaginó la cara de Adele, su
expresión triste y rendida, sabiendo que ya no podría esperar más de ese

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hombre que era su esposo, que había tocado el cielo con los dedos y se había
creído un dios, y en esos momentos, Dios, el verdadero, el omnipresente, los
había abandonado.
Y al mismo tiempo que se imaginaba a su padre y a ella, en la casa de la
abuela y de Agnes; tenía una comezón de que eso no llegaría a ocurrir, de que
su padre no estaba preparado para lo que ya había comenzado, que la
vergüenza era mayor que la fortaleza, que él…
Él no quería ser el siervo de Dios.
Quería ser Dios.
La joven sentía mucho remordimiento por no haber estado en el
levantamiento del cadáver, por habérselo encomendado al abogado. Pero, si
hubiese presenciado algo así, si hubiese sido testigo de cómo quedó el cuerpo
de su padre aplastado contra el asfalto, se habría derrumbado y, seguramente,
en ese momento no estaría camino de Europa, ni tendría el collar. Además,
sabía que los acreedores, una vez que hicieran acto de presencia, estarían
pendientes, ojo avizor, de manera que tampoco se le ocurrió ir al entierro,
pues daba por hecho que habría buitres por la zona. Incluso cuando fue a la
casa de los abuelos de su prometido, en la que solo pasó unas horas y, viendo
la cara que puso Tom al ver el aspecto que presentaba con esas múltiples
capas de ropa sobre su cuerpo y lo poco que tardaron padre e hijo en
preguntarle por el collar de diamantes, supo que tenía que salir de ahí cuanto
antes. Hacerse la tonta, aguantar las miradas de los dos hombres, cuando les
contó que las joyas habían desaparecido y que lo único que le quedaba fue lo
que llevaba encima. Al escuchar cómo se deshacía el compromiso, dadas las
circunstancias tan extremas que estaban viviendo y aconsejarla que se fuese a
casa de su abuela, casi sintió alivio, pues fue consciente de que Tom nunca la
quiso, no de la manera que se debe querer, y que esa familia se movía por el
interés. El resto del tiempo lo pasó en una casa de huéspedes a las afueras de
Nueva York, hasta que reunió fuerzas para ir a Albany.
Dando vueltas en la cama, pensando en el pasado y en cómo afrontar el
futuro, le vino a la mente la carta de su padre.
No, todavía no estaba preparada para leerla.

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Capítulo 6

Al día siguiente, por la tarde, le pidió disculpas.


Se acercó hasta ella, mientras daba un paseo por cubierta, dejándose
acariciar por un sol cálido y hermoso, pero engañoso, consiguiendo por unos
momentos que el viento desapareciera.
Plantado delante de ella, vestido de manera elegante, cuidando hasta el
último detalle, la miró altivo y las palabras que dijo chocaron entre sí, como
dos trenes de mercancías.
—Siento mucho lo ocurrido, señorita Frank. Le ruego disculpe mi
comportamiento. No volverá a suceder. Le prometo que no volverá a suceder
—a pesar de que la voz del hombre sonó compungida y sus ojos claros, en
esos momentos más azules que grises, la miraron con devoción, el tono y el
rictus de la boca parecían decir otra cosa.
«No seas mal pensada», se dijo.
La joven miró detenidamente a ese rubio, a ese tipo atlético, atractivo, con
clase y con posibles, un hombre que cualquier joven estaría encantada en
tener como pretendiente, incluso, como prometido y como esposo.
Ella, por ejemplo, pero antes de que pasara todo, antes de que se
desmoronase su mundo.
Antes de encontrarse sola, abandonada por sus seres queridos, y de
saber…
Ojalá y su abuela no le hubiera contado nada.
Hay ciertas cosas que es mejor no saber, ¿o sí?
No, es mejor no saber.
Mamá decía que el saber es poder, pero lo que no le dijo era que el saber
te puede hacer infeliz.
Volvió al presente, siendo consciente de cómo la miraba ese inglés.
Cuántos años tendría, se preguntó.
Alrededor de treinta, dedujo, observando su atractivo aspecto. Podría
pasar por hijo de su padre, por el blanco de la piel, el cabello rubio… Los ojos

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no eran tan azules como los de Cornelius, ni tampoco grises, pues variaban y
cambiaban de tono con la luz, más claros en el exterior y más oscuros en el
interior. Más azulados con la luz del sol, más grisáceos con los días nublados.
Sí, podría haber pasado por hijo de Cornelius Frank.
—Acepto sus disculpas, señor Cameron. Yo también le pido perdón por…
por mi comportamiento. No debería haberlo hecho, pero usted no debería
haber hecho lo que hizo.
Adam Cameron suavizó el gesto, pues creyó las palabras de la chica.
—Tiene toda la razón, Sissy. ¿La puedo llamar así cuando estemos solos?
Ella pareció pensarlo.
—Sí, claro —contestó, con un amago de sonrisa, pero sin confiarse
demasiado.
La mirada del hombre no se retiró del rostro de la chica, no quería retirar
el contacto visual para que ella se diese cuenta de sus buenas intenciones,
para que confiase en él.
—Fue un acto deplorable… Me dejé llevar por… por el deseo —bajó la
voz, casi lo convirtió en un susurro, pero, al ver la expresión de la joven, entre
desconfiada y molesta, cambió el tono y volvió a mostrarse serio y, para ello,
carraspeó ligeramente y añadió—. Eso fue lo que pasó, perdóneme. No es una
disculpa, pues lo que hice no tiene perdón, pero… en fin, usted es muy joven,
pero los hombres… A veces… —dejó la frase sin acabar y llevó la mirada al
horizonte.
Se pasó una mano por la mejilla perfectamente rasurada, mostrando el oro
que brillaba en uno de sus dedos.
Volvió la mirada hacia ella y la observó atentamente.
—Todo tiene su explicación, Sissy. Es usted tan bonita, tan delicada y
femenina, que creo que me he enamorado.
La joven lo calibró durante unos segundos, taladrándolo con su verde
mirada, muy seria, pensando que tal vez, solo tal vez, la estaba tomando por
tonta.
—No sé si está hablando en serio, señor Cameron —añadió en tono bajo.
—Adam, por favor, llámeme Adam. Y por supuesto que estoy hablando
en serio, muy en serio.
La traspasó con la mirada, sin pestañear, sin quitar la vista de esos ojos
que lo encandilaban.
—Uno no se enamora de la belleza, se enamora de la persona, y
permítame decirle que usted no me conoce. En realidad, no nos conocemos
para nada.

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Cameron pensó que o era dura de roer o se estaba haciendo la estrecha.
—No es necesario, se ve a legua cómo es usted. Usted es la mujer que
todo hombre desearía tener por esposa. No solo es belleza lo que proclama, lo
que deslumbra a cualquiera que la mire durante un segundo, es lo que muestra
a los cuatro vientos: es clase, elegancia, cultura, saber estar. Usted lo tiene
todo, Sissy. Y, cuando sea una ancianita, lo seguirá teniendo. ¿Quiere casarse
conmigo?
La chica estaba un tanto perpleja con lo escuchado, pero lo último…
Qué barbaridad.
No quería semejante atención, no deseaba ser objeto de semejante
petición.
No deseaba los halagos de ese hombre.
—No, señor Cameron, por supuesto que no quiero casarme con usted —
contestó muy seria.
Él pareció sentirse ofendido.
—¿Está comprometida? No lleva anillo —añadió mirando las manos que
agarraban el abrigo por los hombros.
—Creo que esta conversación está de más, señor Cameron. Le agradecería
enormemente que, si va a seguir por ese camino, me deje sola.
Cameron elevó las manos ligeramente, como pidiendo clemencia.
—No, por favor, no se ofenda, señorita Frank. Solo deseo que usted sepa
mis sentimientos, que no piense que mis intenciones son deshonrosas, nada
más lejos de mi pensamiento, de mi más hondo sentir. Le juro que no quiero
molestarla. No volveré a decir nada semejante. Se lo prometo. Paseemos, por
favor.
Ella no añadió palabra, pero dudó y no se movió.
—Se lo suplico, Sissy. Deme una oportunidad —pidió, llevando una mano
al pecho.
La joven afirmó con un ligero movimiento de barbilla y se puso en
movimiento. Anduvieron por cubierta, sin prisa, disfrutando del tibio sol y
saludando a unos y a otros.
—Lo de ofrecerle mi casa iba muy en serio. La de Londres y la de Leeds;
la que desee, están a su disposición. Las dos casas tienen servicio, de modo
que todas sus necesidades estarían cubiertas, no le faltaría de nada. La de
Londres es más pequeña, pero muy acogedora, y está en todo el centro, donde
tendrá todo a mano. Y si quiere más espacio, la de Leeds es una gran mansión
—explicó orgulloso.
Sissy se preguntó dónde estaría Leeds.

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—Gracias, Adam. Pero no es necesario.
Adam se mordió la mejilla, mientras pensaba si es que era tan dura de roer
o se creía por encima de él. Tenía diecinueve años, lo sabía por Teodora; era
casi una cría, y él, un hombre de casi treinta años que le daba vueltas con
honda.
Seguramente recibió una educación estricta y estaba mentalizada para
llegar virgen al matrimonio, pero él, a él le gustaba probarlas antes, eso, y que
todavía no estaba preparado para casarse.
—Y… ¿Cómo puedo comunicarme con usted? Cuando dejemos el barco,
quiero decir. —La miró de manera anhelante—. Por lo más sagrado, no
quisiera perderle la pista; se lo digo desde el fondo de mi corazón.
Sissy ya se estaba hartando de ese acoso camuflado en galantería, de esa
manera de exagerar las cosas, de manera que optó por mentir. Sería lo mejor.
—¡Oh! —exclamó, haciéndose la sorprendida, parándose y mirándolo a
los ojos, sin percatarse de cómo, de qué manera la observaba el hombre o,
más bien, interpretando esa mirada de forma distinta—. Le puedo dar una
dirección, el lugar donde recibiré la correspondencia.
—¿En Londres? —preguntó, sin molestarse en disimular su interés.
—Sí.
—Estará en casa de familiares, de amigos, supongo.
—Supone bien. Unos familiares de una hermana de mi madre —volvió a
mentir, sintiéndose mal, pero al mismo tiempo molesta por el acoso al que se
veía sometida.
Es que no se daba cuenta del comportamiento tan avasallador que estaba
teniendo; claro que, tal vez, él no lo viera así; tal vez creyera que ella se tenía
que sentir alagada de que un hombre como él la apremiara de esa forma.
—Estupendo. Podemos decir, que ese lugar será el centro neurálgico, el
lugar donde volver de los viajes o excursiones que haga, ¿no es así?
Ella agitó la cabeza, dándole la razón.
—Sí, se puede decir así.
Cameron la observó con mucha atención y se le pasó por la cabeza que
esa belleza le estuviera tomando el pelo.
—¿Y qué lugar es?
Ella dudo unos segundos, moviendo esos esplendorosos ojos, apretando
los labios, haciendo que el hombre no perdiera detalle.
—¡Ah! Ahí me ha pillado. No estoy muy segura, tendré que mirarlo y
luego se lo digo, pero creo recordar que es una calle cercana a Trafalgar
Square.

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—En el centro de Londres. Muy bien. La mía no está lejos, en Orange St.,
ahí tiene su casa para lo que desee.
—Muchas gracias, es usted muy amable. De todos modos, no se lo digo
seguro. Tendré que mirarlo… No estoy familiarizada con la ciudad, y… En
fin, no le voy a decir una cosa por otra.
—No, tranquila, no se preocupe. Tenemos unos días por delante antes de
llegar a Londres.
Siguieron paseando durante unos minutos, espacio en el que se levantó
viento y el sol desapareció entre las nubes, haciendo que la temperatura bajase
por momentos y la joven dejara de llevar el abrigo encima de los hombros y
se lo pusiera. Adam fue rápido y la ayudó al instante, y aprovechó para rozar
con los nudillos de sus manos el cuello de la muchacha, apenas dos o tres
segundos, tiempo suficiente para que ella sintiera ese contacto y el frío metal
del oro sobre su piel.
—Abríguese bien. Este tiempo es cruel y, por lo que veo —sus ojos
miraron las nubes que se cernían sobre ellos y otras más oscuras que se
acercaban a lo lejos—, se avecina tormenta.
Ella miró en la misma dirección durante un instante, mientras él
contemplaba el elegante perfil: una frente ligeramente redondeada, las
pestañas negras como el carbón y espesas como un zarzal, una nariz afilada,
pequeña, pómulos altos, y esos labios llenos, sensuales… sexuales. Sintió que
su miembro se endurecía y metió las manos en los bolsillos del abrigo para
acariciarse con disimulo.
—Sí, tiene mala pinta. Creo que amenaza tormenta —sonó esa voz dulce
como la miel, mientras contemplaba el nuboso cielo, y sin imaginar, ni por lo
más remoto, lo que él estaba haciendo debajo de su abrigo de cachemira.
—Ya lo creo. Nos tendremos que preparar para una buena. Si tiene
miedo… puede venir a mi camarote —terminó bajando la voz y acercando la
cabeza a la de ella.
Ella elevó el rostro y enfocó sus ojos gatunos en el blanco rostro, y antes
de que pudiera decir algo fuera de lugar, de lo que luego tal vez se
arrepentiría, las voces de los amigos de Cameron llenaron sus oídos.
Los dos iban vestidos muy similares, traje oscuro, abrigo y sombrero, todo
ello de primera calidad, igual que los zapatos y guantes de piel, que uno ya se
había puesto y el otro comenzaba a hacerlo.
Ben Taylor era moreno, castaño oscuro y ojos marrones, no era feo,
tampoco demasiado atractivo como pasaba con Cameron; el otro, Lion
Hearst, que presumía cada vez que surgía la ocasión del parentesco (lejano)

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que le unía con los Hearst de Estados Unidos, era rubio oscuro y con los ojos
azules, rostro pícaro y seductor, en especial para las mujeres que se dejaban
engatusar con bonitas palabras y sus manos habilidosas, porque igual que
jugaba a las cartas, jugaba con las mujeres en la cama, y era algo de lo que se
vanagloriaba cuando estaba con sus amigos.
—Te estábamos buscando, Cameron. Tenemos una partida —dijo Lion,
dando un barrido con sus ojos azules a la joven, mientras el otro la miraba a la
boca y sonreía.
—¿Lo habías olvidado? —preguntó el moreno, sin dejar de sonreír y sin
dejar de mirar esa boca tan provocadora.
—Claro que no. Voy a acompañar a la señorita Frank al interior y me
reúno con vosotros en un momento.
—Si la señorita Frank quiere jugar, también puede venir —añadió Lion,
mostrando en sus facciones algo más que una invitación.
Cameron los miró de mala gana y soltó de una:
—He dicho… que ya voy.
Los otros no añadieron palabra, sabiendo cuándo callar y retirarse.
—Perdone a mis amigos, Sissy. Ven a una joven hermosa y se
descontrolan.
La joven no añadió palabra, con gesto serio y ante el lejano sonido de los
inminentes truenos, se dirigieron al interior del buque.

—Como lo estás oyendo. ¡Joder! Nos quedamos sin palabras, o casi. —


Golpeó con fuerza la mesa al dejar una carta—. ¡La hostia! Me dieron ganas
de coger al tipo por las solapas de la chaqueta y decirle que repitiera palabra
por palabra. Pero no hizo falta, el pícaro de Lion se encargó de hacerlo.
Cameron estaba paralizado.
Dejó lentamente las cartas boca abajo y paró el juego.
—No me creo ni una puta palabra —dijo con brusquedad.
—¿Y por qué iba a decir semejante barbaridad? Esas cosas no se inventan,
joder, o son o no son. Menuda imaginación hay que tener para… ¿No te lo
crees? —preguntó Ben, que también había dejado sus cartas; a fin de cuentas,
la partida en serio aún no había comenzado, no hasta que llegaran los otros,
los que serían desplumados en unas horas.
—No lo sé, no tengo ni idea —levantó la voz sin dejar de mirar a uno y
luego al otro—. Pero ¿os vais a creer semejante… —no encontraba la palabra

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adecuada y volvió a repetir la que había pronunciado Ben Taylor—
barbaridad?
En ese momento intervino Lion, que, viendo de la forma que se excitaba
su amigo, decidió darle todo tipo de explicaciones; es más, se lo contaría tal y
como sucedió.
—Salió de la forma más natural. Vino… como el arroyo que comienza a
aumentar de caudal, despacio, pero sin pausa, mientras la tormenta toma
virulencia y en poco tiempo se convierte en río, y luego el río se desborda,
inundándolo todo, provocando el caos. —Cameron no criticó su forma de
hablar, como hacía habitualmente, miró cómo la mano de Lion se movía
imitando el movimiento de las aguas, mientras simulaba un arroyo, y luego lo
convertía en río, y después, en un río virulento. Estaba tan atónito ante lo que
le habían dicho sus amigos, que, en lugar de darle un manotazo a esa mano
blanca y llena de pecas, clavó la mirada en Lion, mientras apuraba el pitillo
—. Nos invitó a unas copas y pronto nos metimos en conversación. Nos dijo
que su esposa había heredado una granja en el sur de Inglaterra y que iban a
comenzar una nueva vida, que era del Estado de Nueva York y que se había
salvado de la hecatombe… de puro milagro. Después de hablarnos de la
bolsa, y de subidas y bajadas, ventas y demás historias, y cuando íbamos por
la segunda copa y Ben y yo estábamos a punto de poner una excusa y
largarnos con viento fresco, entonces, va y dice que el padre de la chica que
se sienta en nuestra mesa, sí, que tuvo mala suerte, pero que podría haberle
echado huevos y no tirarse de un rascacielos dejándola sola. Pero que, por
otra parte, no fue el único que se tiró o que se suicidó de esa o de otra forma.
Que tenerlo todo y perderlo todo tiene que ser lo peor de lo peor. Y que
pobrecita la muchacha.
Hizo una pausa, mientras Cameron no le quitaba la vista de encima y
Taylor miraba a uno y a otro.
—Sigue —ordenó, sin levantar la voz, al tiempo que encendía otro
cigarrillo.
—Imagino que va a Inglaterra porque allí no la conoce nadie, continúa
diciendo el tipo, y, mientras, nosotros, con la atención puesta en cada palabra.
Y añade, dándole suspense a la historia… «Pero los secretos… Al final…» —
Hace una mínima pausa, pero para que su amigo no se altere, continúa con
rapidez—. Se estaba haciendo el interesante, ¿verdad Ben?
—Ya lo creo, pero estaba deseando contar lo que sabía. Y no estaba
mintiendo, no señor. Me jugaría cien libras a que no mentía —contestó el
aludido.

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—Sí, muy cierto. Lo estaba deseando, ya lo creo, pero quería darle más
emoción al tema. Quería sentirse importante. Y no me extraña, con un secreto
de ese calibre.
Cameron miró a uno, luego al otro y apretó los dientes.
—¿Y qué cojones sabe, además de que su padre se suicidó y que ella está
en la ruina? —preguntó, arrastrando las palabras, mostrando un gesto serio.
Los amigos de Cameron se miraron entre sí, apretaron los labios y
dirigieron los ojos a Cameron para resoplar ligeramente, ambos, como si se
hubieran puesto de acuerdo.
—Pues eso, lo que te hemos contado, que la chica tiene sangre negra. Que
papá follaba con una mulata muy muy guapa, la preñó, la mulata murió poco
después de parir y, como la niña salió blanquita como el papel, decidió
llevarla a casa y contárselo a su esposa. La esposa tragó, porque no tenían
hijos y colorín colorado…
Cameron dio una fuerte calada al cigarrillo y, soltando el humo, se levantó
y se dirigió hacia la vitrina donde había una buena colección de bebidas. Se
sirvió un whisky, olvidándose del que tenía encima de la mesa, que todavía
estaba a medio.
—Puede ser que ese tipo esté confundido —expresó con el pitillo entre los
labios, al tiempo que miró fijamente a los otros—. Puede que eso, sea…
una… una puta y asquerosa mentira —escupió las palabras con rabia, con
asco.
—Puede ser —repitió Lion—. ¿Quién sabe? No te digo que no. Igual es
cierto que el tal Cornelius Frank se acostaba con una negra y puede ser que en
ese tiempo preñase a las dos, a la esposa y a la negra. Y que la negra muriese
y el crío también… y las habladurías… Ya sabes lo que pasa cuando los
chismes van de boca en boca, de unos a otros: que la mitad de la mitad es
inventado. Que la verdad es mentira, que la mentira es verdad… Cualquiera
sabe. Puede que ni la chica lo sepa.
Cameron volvió a la mesa apagó el cigarrillo en el cenicero y cogió otro,
mientras Ben acercaba su mechero para encendérselo de manera, casi servil.
—¿Cómo va a tener sangre negra con esos ojos tan claros, tan verdes…?
Si son dorados con pintitas de otros tonos… Si son preciosos, joder, los más
bonitos que he visto en mi vida… Y esa piel tan blanca… ¡¿Cómo cojones
van a ser negra?! —preguntó, enfadado, casi rabioso, mientras soltaba el
humo por la boca y la nariz.
—Eso mismo dije yo —añadió Lion moviendo la cabeza—. Pero, en
realidad, negra negra… no es. Ese tipo nos aclaró las cosas. Nos dijo que los

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ingleses no estamos acostumbrados a ver a negros americanos, que estamos
más acostumbrados a ver indios de la India. Que, desde que llegaron los
primeros esclavos, los terratenientes comenzaron a follar con las negras más
bonitas, con esas que, a pesar de tener la piel como la madera de ébano, eran
tan lustrosas, tan atléticas y tan sensuales que todo lo que no hacían con la
esposa lo hacían con las negras. Así que la sangre comienza a mezclarse
durante generaciones —comenzó a mover la mano, como si fuese una
batidora—, pero siempre de la misma forma: blanco con negra. En las
siguientes generaciones, las niñas fruto de esas uniones crecían y eran un
dulce manjar para el siguiente terrateniente, pues cada vez eran más claras,
pero conservando la esencia de la raza negra, y así sucesivamente. De manera
que, en Estados Unidos, ves montones de mestizos con los ojos verdes, o
grises, o miel, o todas las variantes de esos colores. —Miró a Ben, y le
preguntó—. ¿Cómo dijo que se llaman a esas negras que descienden de
blancos?
—Cuarteronas y ochavonas. Algo así. Una cuarta parte de sangre blanca,
una octava parte, algo por el estilo.
Cameron dio una fuerte calada y soltó el humo con ruido, moviendo la
cabeza, entrecerrando los ojos, mirando los rostros de sus amigos, el de Lion
tan risueño y el de Ben tan serio, mirándolo sin pestañear, siempre pendiente
de cualquier cosa que Adam necesitara, pidiese.
—En el tiempo que hemos estado en Nueva York y Boston —añadió—,
los hemos visto. Gente de color con ojos claros. Pero eran de color, joder…,
el pelo, la boca, la piel ¡Hostia! Más claros o menos, pero se notaba que eran
mestizos.
—Para nuestros ojos, sí. Pero no podemos saber el árbol genealógico de
cada persona —consideró Lion.
—Así es. La chica tiene la piel como tú o como nosotros, más o menos.
Pero el cabello es rizado y oscuro, y los labios… Mmm, qué boca tiene la
condenada. Si no la cruzamos por una calle de Nueva York, ninguno de
nosotros diría que es mestiza. Vamos, ni se nos pasaría por la mente —añadió
Ben, encantado de apaciguar a Cameron.
Este siguió rumiando todo lo oído, todo lo hablado.
—¿Y qué? Puede tener sangre italiana o francesa por parte de madre. La
madre era francesa, creo.
—El apellido Davies no es francés —añadió Ben.
—La madre francesa se casó con un americano y ya está —solucionó en
un momento Cameron, que no quería creer semejante cosa.

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En esos momentos tocaron a la puerta.
Un criado salió a abrir.
Los invitados fueron entrando al amplio y lujoso camarote, y la partida
dio comienzo.
Pero Cameron no pudo quitarse del pensamiento la historia que sus
amigos le habían contado. Le resultaba tan rocambolesca que había momentos
que se reía de sus pensamientos, que estaba convencido de que les habían
tomado el pelo a sus amigos. A fin de cuentas, en estos viajes tratabas con
personas, que, por muy buena educación o apariencia que tuvieran, podían ser
unos farsantes y contar cualquier mentira. Pero, por otra parte, ¿por qué
alguien iba a inventar algo así…?, tan rebuscado, tan… tan sucio. «Debería
conocer a ese tipo», pensó el inglés.

El resto de la travesía discurrió sin contratiempos.


Sissy pasó la mayor parte del tiempo con la señora Lewis y amigas de
esta, y solo se vio con Adam Cameron y sus amigos en el gran comedor, en
las comidas y cenas, pues los desayunos ellas los hacían muy temprano y
ellos muy tarde.
Las mañanas las pasaban en la sala de lectura, paseando por cubierta o
descansando en las hamacas, si el tiempo no era demasiado malo. A Teodora
le encantaba visitar los diversos cafés que disfrutaban en primera clase, como
el Café Varsovia, y también iban a la cubierta privada de paseo, de una dama
muy rica, que había hecho amistad con Teodora. Por la tarde, la siesta era
sagrada y, después, una frugal merienda y unos cuantos paseos, otra visita al
Café Varsovia hasta la hora de la cena.
Sissy dio gracias de que el viaje duraría cinco o seis días, pues más de una
vez se sentía en una cárcel, lujosa, pero una cárcel.
Después de la cena, la orquesta del barco tocaba durante unas horas para
que los pasajeros disfrutasen del baile y los que no, movieran los pies al ritmo
de la música, mientras sus ojos se entretenían viendo bailar a los otros, al
tiempo que sus mentes criticaban o alababan ciertos movimientos o
comportamientos o cómo iban vestidos, o simplemente se deleitaban con la
escena que se mostraba ante sus ojos.
Sissy bailó con Adam en varias ocasiones, sintiendo que la miraba de
manera distinta, que no era tan, cómo decirlo, tan adulador o acosador como
al principio, pues apenas cruzaba palabra, solo sonreía y la miraba.

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Y esa mirada la ponía nerviosa, la incitaba a pensar qué pensamientos
pasarían por la mente del hombre, qué tramaba, pues era la sensación que
tenía: que él tramaba algo, pero no preguntó, no demostró su desconfianza y,
al tiempo, no le dio confianzas, manteniéndolo a raya, ya que no coqueteó con
él; no lo hizo en el pasado, menos lo iba a hacer en esos momentos, y apenas
le devolvió las sonrisas.
La contención prevaleció por encima de todo.
En especial, la del hombre.
La última noche, cuando acabaron el baile y él la acompañó hasta la mesa,
le susurró cerca del oído.
—Me gustaría follarte hasta que gritaras de placer.
Ella lo miró como si hubiese perdido la cabeza y se aguantó las ganas de
darle una bofetada.
Se soltó de su brazo y se sentó al lado de Teodora para no moverse hasta
que llegó la hora de retirarse.
Todas las noches hacía lo mismo.
Acompañaba a Teodora hasta su camarote, que se encontraba en el pasillo
central, y después seguía por otros pasillos, igual de lujosos, con las paredes y
techos empanelados de lujosas maderas y el suelo cubierto de gruesas
alfombras, hasta llegar a los camarotes interiores. Estos eran algo más
sencillos y más pequeños, pues las paredes estaban empapeladas, en lugar de
mostrar nobles maderas de arriba abajo, pero los lujosos muebles de caoba no
envidiaban nada a los que había en el de Teodora. Y aunque eran interiores,
recibían algo de luz natural por un pequeño tragaluz o claraboya, que, a su
vez, la recibía de una de las cúpulas de cristal de la cubierta superior.
Seguramente, si en lugar de comprar un pasaje de primera, lo hubieran
sacado de segunda, no se habría codeado con Teodora y los ingleses y podría
haber pasado sin la intromisión del inglés, pero la compañía de la dama le
resultó muy reconfortante.
Cuando llegó a su camarote, él la estaba esperando.
Sissy se asustó, pero no lo demostró.
—No sé qué está haciendo aquí, señor Cameron. Pero más vale que se
largue.
Adam era un hombre muy guapo y él lo sabía, no necesitaba que se lo
recordaran, aunque tampoco le importaba. Era un caballero, al menos, por
educación, y podía haber desplegado todo su encanto, su saber estar y su
clase, para que esa preciosidad cayera rendida a sus pies. Tal vez, solo tal vez,

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si hubiera empleado otra táctica, habría conseguido a la joven, embaucándola,
engatusándola, para terminar, enamorándola y hacerse con ella.
Pero, antes de saber lo que le contaron sus amigos, ya comenzó mal y en
esos momentos estaba caliente como el león que huele a una hembra en la
sabana, y está dispuesto a matar a los cachorros que la acompañan con tal de
que vuelva a estar en celo.
—¿Por qué quieres que me vaya? Si lo estás deseando igual que yo… A
pesar de tus palabras, a pesar de ese gesto de princesa altiva o a pesar de que
quieres ir de mojigata. De esa niña de papá que no ha roto un plato en su corta
vida.
La joven estaba asustada, pero estaba ofendida, tanto o más.
—Tal vez las mujeres con las que usted se codea sean así, señor Cameron.
Pero no se equivoque conmigo.
Se miraron a los ojos.
A Cameron casi le hizo gracia esa prepotencia, esa chulería.
—Haga el favor de irse. Y se lo pido por las buenas.
—¿O qué? —preguntó, mostrando una sonrisa blanca y hermosa.
—O se oirán mis gritos por todo el barco, le marcaré la cara con mis uñas
y le golpearé donde pueda y con toda la fuerza que pueda. ¿Le queda claro,
señor Cameron?
Él se acercó despacio.
Ella no se movió.
Él bajo la cabeza y le dijo al oído.
—Sé lo que eres.
Ella se separó de una y lo miró a los ojos.
—Y yo sé lo que es usted. Sus falsos modales de caballero no engañan.
—Puta —la insultó sin levantar la voz, al tiempo que se enfadaba consigo
mismo, pues era consciente de que esa mujer no era como pensaba, no era a lo
que estaba acostumbrado.
Si no hubieran estado en un puto barco, se iba a enterar con quién estaba
jugando.
—Lo que usted diga, señor Cameron.
Abrió la puerta del camarote, entró y cerró despacio.
Arrimó el cuerpo a la madera de roble, mientras cerraba despacio el
pestillo.
Su cuerpo tembló cuando, a través de la puerta, volvió a escuchar esa voz,
amortiguada por el grosor de la puerta.
—Sé lo que eres, pedazo de puta.

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Se quedó inmóvil, temblando, temiendo que forzara la puerta y que ella
no pudiera impedirlo.
Esperando oír los pasos que se alejaran de su camarote.
Pero eso no pasó, pues volvió a escuchar la voz…
Rasposa, vil, hiriente…
—Aun estás a tiempo de tener a un hombre que te proteja; si no es así, no
te auguro una bonita estancia en mi país.
Ella se mantuvo pegada a la puerta, conteniendo la respiración.
Aguantando las ganas de gritar.
—Los niños, las mujeres… siempre necesitan protección. Y tú… tú más
que nadie.
Lo sentía tan cerca que tuvo deseos de ir al otro extremo del camarote,
pero esas palabras viajaron tan rápido hasta sus oídos que hicieron que sus
pies no se movieran ni un milímetro.
—Tienes poco tiempo de cambiar de idea… Hasta que lleguemos.
Se hizo el silencio, pero él no se movió y ella tampoco.
—Fíjate si soy generoso, que estoy dispuesto a cuidar de ti. —Hizo una
pausa, pues sabía que sus palabras la asustaban y quería que el miedo anidase
en ella, que supiera lo que le esperaba en el futuro próximo.
»Cuidaré de ti… aunque seas… una puta malparida —murmuró con el
tono suficiente para que ella lo oyera.
Pasaron unos segundos y entonces las lentas pisadas masculinas se
alejaron de la puerta.
Cuando eso ocurrió, Sissy se llevó la mano al pecho, para notar su
corazón latiendo de manera desaforada.
Solo deseó que llegara el nuevo día.
Que llegara el desembarco y tomar rumbo a Escocia.
No deseaba volver a ver a ese hombre, nunca.
Nunca.
Con el cuerpo temblando, se acercó a la estufa para calentarse durante
unos minutos, pero el temblor que tenía no era de frío, precisamente.
Se desnudó y se cobijó al calor de las mantas.
Intentó dormir, pero no lo consiguió.

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Capítulo 7

El primer encuentro con la mujer que tendría que cuidar fue… muy
clarificador para la joven, pues enseguida se dio cuenta de cuáles eran las
circunstancias, aunque ya le habían informado en Edimburgo. Pero no era lo
mismo lo que le contaron, o lo que ella se imaginó, que lo que se encontró.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la anciana, sentada en un lado de la
cama, vestida como si fuese una jovencita, tocándose sin parar los blancos
encajes que adornaban la costura de la cadera baja de ese vestido pasado de
moda, al tiempo que inclinaba la cabeza de forma extraña.
—Sissy.
—Sissy —repitió, mirándola fijamente, como si fuese un bicho raro—.
¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve —contestó, sonriendo ligeramente, tanteando la situación y,
sobre todo, estudiando a la mujer de una manera similar a como lo hacía la
anciana.
—¡Anda! Igual que yo —añadió contenta y extrañada.
—¿En serio? —preguntó Sissy, mostrando una hermosa sonrisa e
intentando llevarle la corriente—. Qué bien. ¿Cuándo los has cumplido?
La mujer, con la vista clavada en el rostro de Sissy, en la boca
principalmente, no pestañeó, quedando quieta, como pensándolo, como
perdida pero sin dejar de tocar el encaje.
—No me acuerdo muy bien —contestó con cierto pesar.
—Bueno, no importa. No te preocupes —añadió la joven con dulzura.
Ambas mujeres se miraron a los ojos; la joven, calibrando la mente de la
anciana; esta, valorando si podría confiar en esa chica tan bonita, pero, sobre
todo, mirándola como si fuese un ente extraño, algo que deseaba, pero que tal
vez, no le gustase.
—¿Tienes novio? —preguntó la anciana, con voz de jovencita e
inclinando la cabeza hacia un lado.

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—No —le contestó con la mirada anclada en el rostro de la mujer,
observando el movimiento de los ojos, de la cabeza, de la boca, los caminos
de las profundas arrugas que surcaban un rostro que antaño fue bonito.
—Yo sí —afirmó con una sonrisa traviesa, dejando ver los múltiples
huecos de su dentadura.
—¡Ah! ¡Qué bien! Me alegro —añadió la joven, intentando empatizar con
esa anciana demente, pero costándole manejar la conversación, pues nunca se
había visto en semejante situación.
—Es muy atractivo. ¿Sabes? Mucho… ¡Muchísimoooooo! —gritó
utilizando el superlativo y quedándose con la «o» en la boca, mientras que la
voz se volvió un susurro y jugueteó de nuevo con el encaje que adornaba el
puño de la manga de su vestido.
—¡Qué bien! Me alegro por ti —repitió Sissy, en busca de otras palabras
que no llegaban a su boca, pues no sabía muy bien cómo tratarla.
«Síguele la corriente, será lo mejor», pensó.
La anciana dejó la manga de golpe y arrugó el entrecejo, mirándola sin
pestañear.
—Ni se te ocurra quitármelo o te sacaré los ojos —la amenaza no fue
dicha en broma, pues la expresión de su ajado rostro cambió igual que el tono
de la frase.
Casi se hizo diabólico.
Sissy intentó no mostrar sorpresa ante ese cambio brusco y esa amenaza, y
aumentando su reserva, pues en ese momento pensó hasta qué punto podía ser
peligrosa. Una cosa era una ancianita demente, y otra una vieja loca y con
malos instintos.
—No, no te preocupes, de verdad. Yo no quiero, ni necesito novio —
añadió con suavidad, con ese tono dulce y femenino que provocaba
sensaciones diferentes según quien escuchara.
La anciana entrecerró los ojos, sin dejar de mirar a esa mujer tan joven,
tan guapa, con esa voz… ¿cómo era su voz?, ¿melosa, o empalagosa?, pensó
la anciana; tanto de una forma como de otra, era muy interesante, era como un
poco turbadora y acogedora, y por ese motivo y por el resto, una competencia
para su frágil mente.
—Ah, ¿no? ¿No querrás quitarme el novio? ¿Y por qué, si se puede saber?
—preguntó suspicaz, pues no creía semejante afirmación.
Los pensamientos de la anciana iban por libre y, en su trastornada mente,
las mujeres, en cuanto podían, se quitaban los novios unas a otras.

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—Puedes estar tranquila, no quiero novio. No necesito ningún novio, ni
prometido y, menos, marido —explicó con una sonrisa contenida, intentando
que sonara como un juego o, al menos, como algo banal.
Lily la miró extrañada.
O era tonta o estaba loca.
Optó por lo primero.
—¡Qué tonta! —exclamó sin dejar de observarla y arrastrando las
palabras.
Sissy no pudo evitar la sonrisa ante ese insulto tan infantil y la anciana
clavó la acuosa mirada en la blanca dentadura.
—Tienes unos dientes muy blancos —admiró sin pestañear, al tiempo que
se acercó más y quiso tocarle la boca, pero Sissy se retiró con tacto—. Y los
tienes todos —afirmó sorprendida.
—Por el momento, sí.
La mujer siguió observándola, mostrando curiosidad y desconfianza, a
partes iguales.
—¡No te acerques a mi prometido! ¡Te lo advierto! —le amenazó con el
índice de su mano artrítica.
—Ya te he dicho —dijo de manera lenta y dulce— que no quiero novio,
ni prometido, ni marido. Puedes estar tranquila.
La anciana valoró de nuevo esa información, pero no se fiaba ni un pelo.
—Entonces, si no quieres novio, no quieres esposo… ¿Tampoco quieres
tener niños? ¿No quieres ser mamá? —preguntó en tono bajo, al tiempo que
entrecerró los ojos, moviendo la cabeza a un lado y a otro, pero sin retirar la
mirada de ella.
«Uf, qué tema de conversación con una anciana perturbada de ochenta y
tantos años, que parecía estar más cerca del otro mundo que de este», pensó
antes de contestar.
—Tampoco. No es el momento. Muchas mujeres se casan demasiado
pronto, es mejor esperar.
Debería haber sido más explícita, hablarle como si fuese…
¿Como si fuese qué, Sissy?
—Esperar, ¿qué? —preguntó Lily, que no le gustaba las explicaciones a
medias.
—Verás, en la vida hay cosas que pueden hacer las mujeres, aparte de
casarse.
—¿El qué?
«Madre mía», pensó Sissy y contestó algo banal y simple.

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—Viajar, por ejemplo.
La mujer la miró con los labios apretados y los ojos amusgados.
—¡Qué tonta! —volvió a repetir, manteniendo los ojos entrecerrados,
mirándola de mala manera—. Yo me iré de viaje con mi esposo, como tiene
que ser.
—Me parece bien. Muy bien.
—¿Y no quieres tener niños? —insistió, sin dejar de observarla. A fin de
cuentas, hacía mucho tiempo que no veía a gente nueva, forastera, como esa
chica.
«Y, ¿qué chica en su sano juicio no quiere tener niños?», pensó la
anciana.
«Ninguna», se contestó a sí misma.
—No me gustan mucho los niños —mintió, Sissy—. Dan mucho trabajo,
¿no crees?
La anciana la miró como si estuviese loca.
—No importa —contestó, arrastrando las palabras, mirándola como si
fuese tonta de remate—, para eso están las niñeras. ¿No piensas o en qué
mundo vives…? Pareces tonta, niña —volvió a insultarla.
Sissy sonrió sin enseñar los dientes.
—Sí, tienes mucha razón. Las niñeras lo solucionan todo. Se encargan de
los bebés y, cuando crecen, también.
—Cuando crecen están las institutrices —soltó de manera brusca y
molesta de tener que explicarle cómo eran las cosas.
—Es verdad. Las institutrices.
La anciana quería saber más.
—Yo he tenido institutriz, ¿y tú? —le preguntó mirándola fijamente.
—Tuve niñera y luego fui al colegio.
—¿A qué colegio? —preguntó curiosa.
—A uno de Nueva York.
Con esa contestación, la anciana no dijo nada durante unos segundos y,
cuando Sissy iba a decir algo, ella se adelantó.
—Claro que sí —añadió sin venir a cuento.
La joven movió las manos y, con ese gesto, provocó que la anciana
clavara la mirada en esos dedos delgados, largos, de piel tersa y joven.
—Pues claro que sí —repitió, como si hubiera retomado el hilo de la
conversación—. Mi prometido y yo, cuando nos casemos, vamos a tener por
lo menos… —pareció pensarlo durante un momento, mientras contemplaba
los dedos de Sissy— cuatro niños: dos y dos —explicó, recalcando el cuatro.

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—Dos niñas y dos niños —repitió la joven.
—Claaaaaaro, tonta.
Sissy se quedó sin palabras, pensando que este trabajo que le había tocado
no iba a ser tan sencillo como imaginó en un principio; sobre todo, si la
temática iba a ser de ese tipo.
La anciana comenzó un movimiento que parecía ser un paso de baile, pero
seguía sentada en la cama; por lo tanto, era de cintura para arriba.
—Es moreno —dijo canturreando y balanceando su flaco cuerpo.
—¿Quién? —la pregunta salió sin pensar, de sobra sabía que seguía
hablando de ese prometido. Algún recuerdo de su juventud, seguramente.
—Mi… pro-me-ti-do —respondió separando las silabas, clavando la vista
en ella.
La mirada vidriosa de la anciana la traspasó.
—¿Y cómo se llama tu prometido? ¿Lo puedo saber? —preguntó con
dulzura.
La anciana agitó la cabeza lentamente, pareció dudar y habló en escocés.
Al ver la expresión de la americana, preguntó muy seria.
—¿No entiendes el escocés? —preguntó moviendo la cabeza a derecha e
izquierda.
«¿Cómo no sabía escocés?, todo el mundo sabía escocés», pensó Lily y, al
momento, lo verbalizó.
—¿Cómo puede ser que no sepas escocés?
—No hablo escocés ni tampoco lo entiendo, lo siento.
Ante esa disculpa, la mujer se quedó callada.
Sissy, al ver que estaba… como dudosa, se atrevió a preguntar de nuevo.
—¿Me vas a decir el nombre de tu prometido?
—¿Para qué lo quieres saber? No te lo pienso decir. Y, si te encuentras
con él, no le hablas así. Ni se te ocurra —recalcó las palabras finales.
Sissy tuvo que aguantar una sonrisa y no supo si era divertida o nerviosa.
—¿Cómo quieres que le hable? —intentó que su voz sonara más
impersonal, pero no lo consiguió.
—Le hablas normal. —Hizo una pausa, sin dejar de mirarla—. Le hablas
como si fueses una criada, que es lo que eres, no como si fueses su amante…
porque no lo vas a ser nunca.
Sissy tuvo que morderse el interior de la boca para no reír ante ese
comentario.
Era tan extraño para ella ver y escuchar a una anciana comportándose
como si fuese una jovencita… y, encima, celosa.

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—De acuerdo. Me parece perfecto. Haré lo que tú dices. Tienes toda la
razón.
Con ese comentario, la anciana pareció calmarse y, al ver que la chica
deslizaba la mirada por una de las paredes de la habitación, ella siguió el
mismo rumbo. Ambas miradas contemplaron un pequeño estante, donde unos
cuantos libros, diez para ser exactos, se apoyaban unos sobre otros.
—¿Te gusta leer? —preguntó Sissy, volviendo la mirada al arrugado
rostro.
La anciana clavó la mirada en ella y la contempló durante unos segundos,
como si le hubiese preguntado si sabía la raíz cuadrada de un número infinito
y desconocido.
—Antes sí, ahora no. No veo muy bien, ¿sabes?
La joven sintió pena por ella, por su vejez, por su demencia, por su
dependencia.
¿Qué era mejor?, ¿morir joven o llegar a una vejez así…?
La vejez, sin duda; ella habría cuidado de sus padres si hubieran tenido la
oportunidad de llegar a la ancianidad.
Se limpió una lágrima disimuladamente y le mostró una sonrisa.
—No te preocupes, eso no será un problema. ¿Quieres que te lea un
ratito? ¿Te parece bien?
La mujer no contestó, la observó durante unos segundos, se levantó al
instante, algo que llamó la atención de Sissy y, con paso balanceante, fue a la
repisa a coger un libro.
—Este —dijo, poniéndoselo en las manos.
Sissy lo tomó con delicadeza y vio que era una primera edición de
Cumbres borrascosas; se preguntó si esa lectura no alteraría la mente de la
anciana, más de lo que ya estaba.
—Tienes unos cuantos, ¿eh? Ya lo creo. A cuál más interesante y bonito.
¿Qué te parece si lo echamos a suerte? —La anciana mantuvo la mirada, sin
saber qué decir, sin saber qué es lo que quería esa muchacha tan guapa—. Tú
dices un número del uno al diez y el número que elijas será el libro que te
leeré. ¿Quieres?
La anciana afirmó en silencio, tal vez pensando que esto se ponía
interesante, que con esta chica no se aburriría. Bueno, mientras no le quitase
el novio, todo iría bien.
Sissy se levantó y fue a colocar el libro en el estante, sabiéndose
observada cada segundo por esa pobre mujer.

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«Claro, que peor sería si fuese pobre, pobre de verdad, y no tuviera a
nadie que la cuidase. O que estuviera en algún lugar de esos donde abandonan
a los ancianos que ya no sirven para nada, en algún manicomio», pensó la
muchacha.
—No mires, ¿eh? Voy a cambiar el orden de los libros, para que sea más
divertido. Porque seguro que te sabes de memoria cómo están colocados —al
decir esas palabras, la anciana soltó una risita traviesa entre dientes—. ¿De
acuerdo? —La anciana, al momento, se tapó los ojos con una mano y luego
puso la otra encima.
—Vale. No miro.
—No hagas trampa, ¿eh? No mires entre los dedos, que me doy cuenta.
La anciana volvió a reír entre dientes.
—No. No hago trampa —contestó cerrando los ojos con fuerza, por si
acaso le daba la tentación de abrirlos, mientras sus manos enfermas
presionaban con fuerza, o eso creía.
—Venga, ya está, Lily. Di un número.
La anciana fue bajando las manos despacio, hasta que dejó los ojos libres;
los abrió como si los párpados le pesaran mucho y, una vez que lo consiguió,
pestañeó varias veces hasta lograr que su visión fuese aceptable.
Sissy la observó con atención y no mostró impaciencia en momento
alguno.
Solo se dedicó a contemplar unos ojos, que en su juventud seguramente
fueron de un azul hermoso, y ahora se veían acuosos, casi sin color.
Con ímpetu y mostrando una enorme sonrisa, contestó:
—El cuatro, que son los hijos que voy a tener.
Sissy no pudo evitar una sonrisa ante esa contestación.
—De acuerdo. Vamos a ello. —Hizo una pausa, un poco de teatro, como
decía su padre, y comenzó a contar—. Uno, dos, tres… ¡Y cuatro! —cogió
Little Women, también una primera edición.
—¿Cuál nos ha tocado? —preguntó batiendo palmas, con ansia, sin
moverse de su sitio.
Sissy se acercó.
—Mira: Mujercitas. ¿Qué te parece?
Lo miró, pero sin tocarlo. Y, después, desplazó la mirada hasta los ojos
verdes.
—Me parece bien, siempre y cuando… lo leas tú. ¿De acuerdo?
—Claro que sí. Te leeré hasta que tú quieras —añadió con una radiante
sonrisa, que provocó que la anciana se quedará embobada, mirándole de

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nuevo la boca—. ¿Comenzamos? —preguntó sin dejar de sonreír.
La contestación de la mujer fue un movimiento afirmativo de cabeza, al
tiempo que colocó los almohadones de la cama, se acomodó sobre ellos y se
quedó mirando el techo.
—Venga, comienza.
Quince minutos más tarde, Lily Jones estaba dormida.

Duncan había pasado primero por la destilería, encerrándose dos horas en su


despacho, recibiendo a los empleados para después recorrer las instalaciones,
como hacía siempre. Elaboraban una ginebra artesanal con más de quince
especies botánicas: desde flores de tojo, enebro, manzanilla dulce, cilantro,
lima, clavo, entre otros. Una vez que se puso al día, que probó la nueva
ginebra que estaban creando, con más graduación que las anteriores, pues
llegaba a los 38º y que, con sus toques ahumados, la hacía diferente a las
otras, pero tan apetecible o más, dio por concluida su visita.
Estaba más que satisfecho con lo conseguido en los últimos años,
teniendo en cuenta que desde hacía casi dos años servían a la Casa Real, y
daba por hecho que esta nueva ginebra le iba a dar más de una alegría.
Se despidió del encargado, subió a su automóvil y se dirigió a Dubh
House para pasar seis o siete días.
Cuando entró con el Rolls en el garaje, la tormenta procedente del Mar del
Norte, entrando por el Fiordo de Moray, se dejó caer sobre la mansión,
oyéndose los truenos, a cuál más estridente, y alumbrando el cielo oscuro con
el resplandor de los relámpagos. Saludó al jardinero, que se ponía el
impermeable, intentando luchar contra el viento para dirigirse a su casa y
hablaron durante un par de minutos, pues Duncan tenía prisa y, por
descontado, el jardinero estaba deseando cobijarse en su hogar, que, por
suerte, estaba a pocos metros de la mansión.
El edificio de planta baja, donde se aparcaban los automóviles y daba
cobijo a otras salas de mantenimiento de las instalaciones exteriores de la
finca, se hallaba adosado a la gran mansión, por una de sus entradas, justo la
del norte.
Se dirigió a la puerta que daba acceso a un pequeño distribuidor y subió
por una de las escaleras de servicio, sin importarle que fueran más estrechas e
incomodas que la principal.
Dubh House, desde siempre, fue una gran mansión, construida a finales
del siglo XVII, con añadidos y remodelaciones en el XVIII, y las últimas, en la

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construcción interior principalmente, a principios del siglo XX, antes de la
Gran Guerra, de manera que te encontrabas con una arquitectura entre barroca
y gótica, tanto en exterior como en interior, combinando líneas curvas y
rectas, mostrando dinamismo y continuidad, con sus arcos ojivales dando
sensación de más altura por su forma apuntada, mostrando volutas y
frontones, al tiempo que abundaban las filigranas, bóvedas tanto de piedra
como de madera, entre otras extravagancias. Pero no era un palacio ni un
castillo y, en ciertos momentos, resultaba excesivo y, si a ello le añadías la
piedra escocesa oscurecida por los siglos y por las inclemencias del tiempo en
esas tierras…
Hacía honor a su nombre, pues dubh en gaélico escocés significaba: negro
o negra.
Duncan Murray Jones era un hombre grande, esa era la primera impresión
que uno se llevaba al verlo por primera vez. Rebasando el metro noventa,
poseedor de unos hombros anchos, caderas estrechas, un cuerpo delgado pero
fuerte, producía en los ojos de quien lo viera respeto, curiosidad y algo más.
Su rostro era anguloso, viril, con una mirada azul oscura, como la pizarra de
Gales, cabello negro como la noche y las cejas haciendo honor al mismo
color. Era joven, pues apenas superaba los treinta, pero parecía algo mayor,
principalmente por su expresión más bien taciturna, habitualmente, seria,
incluso seca, hosca, diría más de uno, pero, cuando sonreía, su rostro
rejuvenecía como si volviera a los veinte; las mujeres lo miraban y lo
admiraban, pero, si la sonrisa se convertía en carcajada, estas jóvenes
muchachas o mujeres rondando la madurez se embobaban, mirándolo más de
lo correcto, admirándolo a escondidas, hablando de él cuando nadie las oía,
incluso fantaseando con ser…
Con tener…
La habitación de Lily estaba en el ala oeste, en la primera planta, y la de
Sissy se encontraba un poco más alejada, teniendo que andar por estrechos y,
a veces, laberinticos pasillos, subir y bajar pequeños tramos de escaleras, que
a un invitado podía dar lugar a confusión, pensando que subía o bajaba a otra
planta, pero nada más lejos de la realidad.
Había ido a buscar una chaqueta más gruesa y se había quedado durante
unos instantes mirando por las estrechas ventanas dobles de arcos ojivales —
como todas las ventanas de las zonas nobles de la mansión, dejando los arcos
únicos para el resto— cómo hacía acto de presencia una tormenta en
condiciones; sus ojos se dejaron deslumbrar por los relámpagos que
iluminaban el oscuro cielo y desaparecían en el mar, igual de negro. No le

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daban miedo las tormentas, pero sí le impresionaban, le llamaban la atención
y, aun sabiendo que Lily la esperaba, se demoró todo lo que quiso,
arrebujándose dentro de la calidez de su chaqueta y contemplando esa
fastuosidad.
Tenía que reconocerlo: se encontraba segura en esa mansión, a pesar de
que no llevaba mucho tiempo, a pesar de trabajar como empleada, algo que en
esos momentos no le importaba, pues era como si tuviese un hogar, y las
personas que habitaban entre esas paredes, su nueva familia.
Sintió un escalofrío y se arrebujó en la cálida lana de su chaqueta,
mientras recordó el pasado reciente.
A lo largo de la travesía por el Atlántico, olvidándose de Cameron y
quedándose con las experiencias vividas al lado de Teodora; después, estando
en Inglaterra, y más tarde cuando llegó a Edimburgo y se entrevistó con la
hermana de Agnes, imaginó muchas cosas, muchas situaciones, para que lo
que le pudiera ocurrir no le pillara demasiado desprevenida. Imaginó cómo
sería llevarse con el personal de servicio y cómo debería comportarse, cómo
formar parte del mismo… pero, por muchas vueltas que le dio, no llegó a
imaginarse una situación real.
La hermana de Agnes, la señora Bowie, la recibió en un pequeño
despacho de la zona de servicio, de la casa Murray de Victoria Street, en
Edimburgo. Tenía los ojos oscuros y el cabello gris, y lo primero que pensó la
joven es que esa mujer no se parecía en nada a Agnes; habría jurado y vuelto
a jurar que no eran hermanas, que nadie apostaría por ello, pues más
diferentes no podían ser.
Se presentó, le entregó la carta y, cuando la mujer la leyó, la miró
intensamente con esos ojos oscuros, casi negros, una mirada fría y penetrante;
mirada que le recordó a la de su abuela, a pesar de lucir distinto color y no
tener ni un ápice de la hermosura de los ojos de Gerda.
La chica no había abierto el sobre, ni se le pasó por la cabeza, pues la
carta iba precintada y así se mantuvo hasta que la señora Bowie rompió la
solapa; pero, ante esa inspección de la que fue objeto… por enésima vez, no
pudo evitar preguntarse qué habría escrito Agnes en esa carta para que la
mujer la observase de esa forma.
O, tal vez, esa era su forma de mirar a todos los desconocidos, a todas las
empleadas o futuras empleadas de la casa Murray.
—Me temo, señorita Frank —comenzó a decir la mujer, con voz
monótona y sin emoción, cosa que ya le dio mala espina a Sissy—, que en

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estos momentos no tenemos necesidad de contratar a más empleadas. En este
momento, siento decirlo, está todo cubierto.
Sissy no dijo nada, solo pensó… que la señora Bowie no tenía acento
estadounidense, pues no quiso pensar qué iba a hacer si la hermana de Agnes
no le daba lo que Agnes le había prometido.
Se mantuvo sentada en el borde de la silla y esperó unos segundos, por si
la mujer quería añadir algo más; y así fue.
—Claro que… tal vez, en Dubh House… —dejó la frase sin acabar,
manteniendo la vista sobre esa joven neoyorkina, que la miraba con esos ojos
tan claros, tan llamativos, sin ocultar su incertidumbre.
—¿Tiene usted —hizo una pausa, sin retirar la mirada, sin pestañear—
algún inconveniente en cuidar de una anciana?
—No, en absoluto —la contestación fue rápida, ni se lo pensó.
Estaba tan lejos de su país, del hogar que conoció, que perdió, que solo
pensar en quedarse en esos momentos sin un lugar donde cobijarse, en un país
extranjero, le producía náuseas.
—Imagino que no tendrá experiencia.
Podría haber mentido, pero optó por la sinceridad.
—No, señora. Ninguna.
La mujer movió ligeramente la cabeza.
—Me gusta su franqueza.
—Creo que, con la mentira no se va muy lejos —añadió la joven, con esa
voz dulce y melodiosa que poseía.
—Cierto. Bien, expondré el trabajo que hará y, si le interesa, mañana
partirá al norte.
«¿Al norte?», se preguntó la joven.
Creía que ya estaba en el norte.
Sissy escuchó la explicación de la ama de llaves de la casa Murray y la
pregunta final.
—¿Le interesa, señorita Frank?
—Sí, señora Bowie. Me interesa.
Ni se molestó en preguntar qué tan al norte estaba ese lugar.
Un trueno explosivo la sobresaltó y la devolvió al presente. Dejó de mirar
por la ventana, apagó las luces y salió de su pequeña, pero acogedora
habitación. Aligeró el paso, deseando llegar a la habitación de la anciana para
acomodarse enfrente de la chimenea y leerle durante un rato.
Había comenzado El maravilloso mago de Oz y Lily estaba entusiasmada
con Dorothy Gale; tanto, que estaba pensando en cambiarse de nombre. Ante

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ese pensamiento, Sissy sonrió y pensó en lo que le dijo para convencerla de
que su nombre era mucho más bonito que el de Dorothy.
—¿Qué dirá tu prometido si te cambias de nombre?
La anciana la miró fijamente, sin pestañear y, al momento, añadió:
—Creo que no le gustará.
—Exactamente —concluyó Sissy.
La expresión de la anciana se había quedado extática y, al cabo de un rato,
mientras Sissy seguía esperando, contemplándola, añadió:
—Además, mi prometido tiene muy mal genio y es mejor no enfadarlo —
explicó mirando al vacío.
—Sabia decisión —añadió la americana, y siguió leyendo.
Tan ligera iba, y tan sumida en sus pensamientos, bajando peldaños,
doblando esquinas y volviendo a subir más escalones, al tiempo que pensaba
si el arquitecto de esa mansión tan extraordinaria habría sido un niño, para
estar jugando todo el día y la noche al escondite. Sonrió ante esa idea y
aceleró para llegar lo antes posible, para que Bonnie, la doncella que se había
quedado al cuidado y que dormía en una preciosa cama de madera de ébano,
escondida en un armario, como una especie de camarote, en la misma
habitación que Lilly, se fuera a cenar y disfrutara de un rato de tranquilidad,
cotilleando con el resto de las doncellas y criados.
La verdad era que Lily podía ser agobiante y acabar con la paciencia de
una en cualquier momento, pero, al mismo tiempo, cuando mostraba ese lado
inocente y perdido, te daba ganas de protegerla, de abrazarla, para que supiera
que nada malo le pasaría.
Justo cuando iba a doblar una redondeada esquina del pasillo, justo
cuando sus pasos se habían convertido en el comienzo de una carrera, chocó
de manera brusca y violenta con un cuerpo masculino, porque no le cupo
duda alguna de que era masculino, aplastándose la cara contra un torso duro
como una piedra, al tiempo que una agradable fragancia a jabón le llenó las
fosas nasales.
Unas manos grandes la agarraron de los brazos para que no cayera hacia
atrás y se abriera la cabeza, pues así habría sido del impacto tan contundente
que se dio contra ese hombre.
En un principio pensó que se había chocado con alguno de los criados,
pero estos no solían andar por los pasillos de las plantas superiores, que eran
territorio de las doncellas y criadas, y menos a esas horas. Y con el señor
Alastar, tampoco, pues él, digamos que era más… blandito.
Y conocía a todos los hombres de la casa.

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Y no eran tan grandes.
Y ese aroma a jabón…
La luz del pasillo no era nada del otro mundo, justo lo necesario para ver
por dónde pisabas y poco más. Esas manos seguían rodeando el perímetro de
sus delgados brazos, cerca de los hombros, que, gracias a las capas de ropa y
lana, abultaban algo más.
Elevó la mirada, conteniendo la respiración, y se quedó mirando un rostro
masculino…
Que la dejó sin aliento.
Que le doblaron las rodillas.
Literal.
Él la agarró para evitar que volviera a caerse.
—Cuidado —la voz grave y seductora inundó sus oídos.
Supo que era él, el dueño de Dubh House, el dueño de la casa Murray, el
sobrino de Lily, ese que ella, en su enfermedad, creía su prometido.
El papá del pequeño Dunc.
Había visto el retrato de él y de sus antepasados en el pasillo principal de
la planta baja, pasillo ancho, tan ancho, que podían salir cuatro pasillos de los
de arriba, como en el que se encontraban en ese momento.
Por todos los santos, qué manera de presentarse ante el dueño de Dubh
House.
—¿Está usted bien? —preguntó esa voz viril, produciendo cositas en la
barriga de Sissy.
—Sí, señor. Lo siento mucho, señor. Mis disculpas —logró murmurar,
escondiendo la vergüenza y sintiendo una intensa y oscura mirada sobre ella.
El hombre la observó sin pestañear, recorriendo las delicadas facciones de
ese rostro tan bonito.
—¿Se ha hecho daño? ¿Se encuentra bien? —preguntó de manera cordial,
a pesar de que su voz sonó grave y dura, pero igual de seductora que al
principio, sin dejar de mirar esa carita tan preciosa.
Quitó las manos de los brazos de la joven, despacio, sin prisa, pero sin
romper el contacto visual.
—No…, no. Estoy bien, gracias. El susto, nada más —contestó queriendo
sonreír, pero sin llegar a hacerlo.
Si ese hombre no la hubiese agarrado, habría acabado en el suelo,
espatarrada o algo peor…
Y si no la hubiera agarrado de nuevo, se habría quedado de rodillas ante
él, como si fuese su súbdita, o, más bien, una tonta de capirote.

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Recordó que no debía correr por esos pasillos laberinticos, mientras su
corazón seguía corriendo al galope, mirando descaradamente a ese hombre.
Sintiéndose observada por ese hombre.
—Tiene la nariz colorada —añadió con esa voz profunda, sin dejar de
mirarla, con la curiosidad reflejada en sus ojos color pizarra, que ella sintió
oscuros como la noche.
Lo miró como una tonta, sintiéndose temblorosa como una gelatina.
«No lo mires así», se reprendió mentalmente.
«Bueno, él también me está mirando», se contestó a sí misma.
Se llevó una mano a la punta de la nariz, que efectivamente estaba
ligeramente rosada y la notaba algo caliente y extraña, debido al trompazo.
Vaya, si no estuviera hablando con el señor de la casa, pensaría que se
había golpeado contra la pared.
Bajó la cabeza y dejó de tocarse la maltrecha nariz.
—No tiene importancia. Se pasará —logró decir, casi para si misma,
echando la cabeza hacia atrás para volver a mirar a ese hombre tan grande, y
pensando si debía dar uno o dos pasos hacia atrás, si sería lo más acertado.
No estaba muy cerca, pero ella lo sentía así.
A pesar de estar en el pasillo, de no tener ventanas al exterior, el ruido de
la tormenta llegaba hasta ellos y Sissy sintió que sus mejillas se calentaban
igual que la punta de la nariz, debido a la inspección del señor de Dubh
House.
Él metió las manos en los bolsillos del pantalón, mirándola todo lo que
quiso.
—Es nueva aquí. ¿No es así? —continuó sin esperar contestación—. No
creo haberla visto antes. Lo recordaría —añadió sin ocultar el interés, sin
retirar la mirada ni un segundo, abarcando todo el rostro femenino, y algo
más.
La joven tosió ligeramente, solo para que le saliera la voz.
—Sí, señor. Soy nueva, llevo poco tiempo. Me llamo Sissy Frank y estoy
al cuidado de la señorita Lily.
«Uf, eso de estoy al cuidado, sonó muy pretencioso, más bien tendría que
haber dicho que era su dama de compañía», pensó, pero eso de dama de
compañía parecía de novela de siglos pasados…
«Uf, déjalo ya, Sissy».
En ese momento dio un paso atrás, pues pareció faltarle el aire al sentir
que sus mejillas ardían como una chimenea llena de troncos en pleno
invierno, y su nariz también.

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Al decir su nombre, pensó que no tendría que haber utilizado el
diminutivo, que tendría que haberse presentado de manera correcta, nombre y
los dos apellidos, pero ya era un poco tarde para arreglarlo, además, estaba
algo nerviosa.
¿Algo?
El hombre elevó sus cejas oscuras y ella se fijó en la cicatriz.
—Así que usted es la nueva amiga de Lily —constató sin mostrar
simpatía, sin dejar de observarla con atención—. Vaya, vaya.
La joven logró esbozar una sonrisa nerviosa, escuchando esa voz grave,
hermosa, una voz que le produjo (otra vez) cositas en la barriga.
Y, ese «vaya, vaya», ¿qué significaba?, se preguntó.
Tragó saliva, pero no dijo nada, solo afirmó con la cabeza, como si la
lengua le hubiera desaparecido de golpe.
«¿Se te ha comido la lengua el gato, señorita Cecily?», le preguntaba
mamá Adele, cuando se quedaba muda ante una visita.
El hombre no sonreía, no mostraba simpatía, ni lo contrario, pero su voz
era envolvente, era tan atrayente, que, en ese marco gótico, de ligera
penumbra, de espacios estrechos, él parecía abarcarlo todo, impedirle el
movimiento hasta quitarle el oxígeno que a ella le correspondía, y eso hizo
que se pusiera nerviosa.
Más.
Sí, más.
La voz masculina surgió de nuevo y ella no se percató de la mirada oscura
y penetrante que le lanzó.
—Acabo de estar con ella y, según me ha dicho, está muy contenta con
usted. De hecho, hace tiempo que no la veo tan risueña.
La joven sintió que sus mejillas se calentaban, que el sofoco era más que
notable para que ese hombre lo contemplara a sus anchas, para que esas
rojeces desmejorasen su rostro y él pensara cualquier cosa de ella, y todas
nefastas.
Y, a pesar de ello, miró el rostro del hombre a sus anchas.
Era un rostro viril, muy atractivo, a pesar de esa cicatriz en la sien
izquierda, una línea estrecha y casi recta, que salía del cuero cabelludo, por
encima de la sien y acababa donde comenzaba el pómulo, muy cerca del ojo.
O al revés. Comenzaba cerca del ojo y desaparecía en el cuero
cabelludo…
Pensó que esa cicatriz provocaba una especie de curiosidad malsana, que
le daba un aspecto ligeramente maléfico y que no le restaba atractivo, al

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contrario.
«No seas tonta», se dijo, «no estás leyendo una novela de piratas».
—Gracias, señor Murray. Yo también estoy muy contenta con ella. Es una
anciana adorable, encantadora —no quería dar más explicaciones sobre la
anciana, pues no sabía si metería la pata, pero con lo de encantadora creía que
se había excedido. Pero ya era demasiado tarde.
El hombre aguantó una sonrisa, oyendo ese acento neoyorkino y esa dulce
y acariciadora voz.
—Eso está bien, aunque creo que es más gruñona, caprichosa y dada al
enfado que encantadora. Creo que la está esperando, me ha dicho no sé qué…
del mago de Oz.
La joven no pudo evitar una amplia sonrisa, mostrando ese esplendor, y el
hombre clavó la mirada en esa boca durante el tiempo que duró la sonrisa.
—Sí, señor —afirmó moviendo la cabeza, luciendo el brillante cabello
atado en una trenza, mordiéndose el labio inferior para evitar sonreír como
una tonta, mientras recordaba las palabras maléficas de Lily sobre el robo de
prometidos—. Voy ahora mismo para allá. La doncella tiene que cenar. Si me
permite… —pidió, agachando la cabeza.
El pasillo pareció estrecharse más todavía ante los ojos de la joven, ante la
inmensa presencia masculina y si ese hombre no se movía, sería imposible
pasar.
—Adelante, señorita Frank, no la entretengo.
Duncan Murray se hizo a un lado, sin dejar de mirarla, con el gesto serio y
a la vez curioso.
—Encantada de conocerle, señor Murray. Y perdone mi comportamiento.
La mirada del hombre no pestañeó, no se retiró de esa cara y de ese
cuerpo oculto en gruesa lana, que se puso de lado, que pareció pegarse a la
pared para no rozarse con él.
—No hay nada que perdonar, señorita Frank. Pero tenga cuidado: en esta
casa hay muchos escalones y esquinas cerradas —advirtió de manera
divertida.
La joven ya desaparecía por la siguiente esquina.
—Sí señor, soy consciente, muy consciente. Gracias. Es usted muy
amable.
Cuando llegó a la habitación de Lily, estaba acalorada, todavía sofocada
por el encuentro con el señor, y con las fosas nasales llenas de ese olor tan
agradable.

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—¡Llegas tarde, Sissy! —le gritó la anciana, malhumorada, sentada en un
confortable sillón orejero, y echando el cuerpo hacia adelante, agarrándose
con las manos a los apoya brazos, como diciendo: «Como me levante, te vas a
enterar».
—Sí, cariño, perdóname, ya estoy aquí —contestó, mordiéndose los labios
para que las palabras que bailaban en su mente no salieran como una bala de
cañón.
Acabo de conocer a tu prometido.
Y es tan interesante, y tan atractivo, que casi me quedo sin habla.
Y se me han doblado las rodillas, ¿te lo puedes creer? Sí, como lo oyes, y
si él no me hubiera sujetado con fuerza los brazos, habría caído rendida a
sus pies.
¿Te lo puedes creer, Lily?
—Bueno, te perdono —añadió la anciana con voz atona, pero, al
momento, surgió el genio y la voz se volvió chillona—. Pero, que no vuelva a
ocurrir, ¿eh? Que no vuelva a ocurrir.
—Por supuesto que no, Lily. No volverá a ocurrir.
Bonnie, la doncella, aguantó una sonrisa y, con la mirada, se despidió de
Sissy.

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Capítulo 8

Las primeras Navidades sin su familia fueron… cómo decirlo, extrañas.


La señorita Spencer se fue con el pequeño a Edimburgo para que el hijo
pasara esos días con el padre y otros familiares, entre ellos los abuelos
maternos. Ella celebró la comida de Navidad con algunos de los criados que
permanecían en la casa, entre ellos Alastar y la cocinera, y el resto del tiempo
lo pasó con Lily, o en su habitación, o paseando por los alrededores.
La amable cocinera la invitó a los servicios religiosos que se sucedieron
esos días y ella, a pesar de que no le apetecían, no los rechazó.
El día anterior a Navidad recibió una llamada de Agnes y de su abuela. No
estuvieron mucho tiempo hablando, solo dos o tres minutos, para felicitarse
las fiestas y para saber que todas estaban bien.
Ese tiempo de soledad le vino bien para recordar todo lo bueno que vivió
con sus padres, para agradecer la maravillosa vida que tuvo hasta que todo se
derrumbó y, por último, para aceptar por completo su nuevo estatus, su nueva
vida.
Cuando al día siguiente de año nuevo llegaron el niño y la señorita
Spencer, se sintió más renovada, con ganas de ver al pequeño y sintiendo que
todo volvía a la rutina de siempre…
Y, que tal vez, 1930 le traería cosas buenas.
No podía dormir, no tenía sueño. Como le pasaba la mayoría de las
noches, cuando todos los pensamientos la invadían mostrando el dolor más
descarnado, cuando el sufrimiento hacía acto de presencia y provocaba que
llorase como una tonta; pero no, no lo conseguía, pues ella no lo permitía la
mayoría de las veces. ¿Qué ganaba con llorar?, nada. No podía evitar pensar,
no podía evitar recordar, pero podía controlar el llanto…
La mayoría de las veces.
Ya lo creo que sí.
No había mejor terapia que el autocontrol y últimamente era una experta
en la materia.

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Últimamente, solo lloraba una de cada tres o cuatro veces.
Se levantó y fue hasta el tocador. Cogió el libro entre sus manos y lo
movió con pereza. Ya lo había leído, debería haberlo llevado a la biblioteca.
Si Lily le hubiera dejado un rato libre, es lo que habría hecho. Bueno, sí se lo
dejó, el rato de la siesta, que ella aprovechó para ir a ver al pequeño mientras
su niñera e institutriz le daba clase.
Le encantaba ese niño, se podría decir que se enamoró de él desde el
momento que posó sus ojos sobre esa carita preciosa. Solo tenía tres años y, a
pesar de su condición, era un niño listo…
Era un amor.
Era un dulce muñequito.
—El señor Murray quiere que le enseñe de todo, fueron sus palabras
cuando me contrató —le contó la señorita Spencer—. Me preguntó si tenía
paciencia, porque, si no era así, no sería la adecuada para este trabajo.
Mientras Spencer le contaba, Sissy afirmaba ligeramente y de vez en
cuando miraba al pequeño, que pintarrajeaba en una libreta.
—Por supuesto le dije que sí. Tengo mucha paciencia, es mi trabajo y,
además, este pequeño es muy agradecido.
Dunc levantó la cabeza, cogió la libreta y se la enseñó a su nueva amiga.
—Oma —dijo el niño con una enorme sonrisa.
—¡Qué bonito, Dunc! —alabó la joven, mirando los rayajos que
atravesaban la hoja de un lado a otro.
—Ora tú —exclamó, comiéndose letras y vocalizando con torpeza, al
tiempo que le dio un lápiz.
—¿Yo? —preguntó la joven, recibiendo esa mirada inocente y cariñosa
del pequeño.
—Chi —afirmó con la mirada luminosa y una gran sonrisa.
—Bueno, como quieras. Mira, voy a escribir tu nombre en esta esquina,
¿de acuerdo? —El niño miró atentamente cómo la joven escribía unas letras
pequeñas en la esquina de la hoja y daba palmitas con sus pequeñas manos.
—Chi, chi, chi —Rio a carcajadas.
Entonces le quitó la libreta, la dejó encima de la mesa y la abrazó.
A la joven se le llenaron los ojos de lágrimas y correspondió al abrazo,
mientras la niñera no le retiraba la mirada.
Un rato después, el pequeño seguía con sus pinturas abstractas, mientras
las dos empleadas hablaron durante unos minutos.
—¿El niño siempre está aquí? —preguntó con un hilo de voz.
—Casi siempre. Vive aquí, de hecho.

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—¿Y su madre? —preguntó bajando la voz al máximo, provocando que
Agatha afinase el oído y creyendo que estaba siendo demasiado curiosa, que
debería mantenerse al margen de la vida privada de los señores de la mansión.
Pero algo así era imposible, quería saber.
Agatha Spencer la miró en silencio durante unos segundos y también bajó
la voz al máximo para contestar la pregunta en cuestión.
—La madre murió —casi susurró.
Sissy observó con sus grandes ojos a la señorita Spencer, una mujer que
rebasaba los treinta, con el pelo castaño, ojos marrones, delgada, muy
delgada… «Una mujer que no era fea, pero tampoco nada del otro mundo»,
pensó la americana, al tiempo que iba almacenando los datos que escuchaba.
—¡Oh! Qué pena.
La institutriz pareció querer continuar y la neoyorquina no preguntó,
esperó.
—Al poco de nacer —señaló con la mirada al niño, que seguía rayando
otra hoja, queriendo traspasar el papel, y también la mesa, y que las palabras
que llegaban a sus oídos eran como una sintonía de fondo—… se suicidó.
Hubo un momento de silencio, mientras la institutriz contempló el gesto
de sorpresa de esa joven tan llamativa, que entretenía a la vieja loca.
Agatha Spencer se consideraba por encima del resto de los criados; es
más, ella no era una criada, era institutriz y niñera, con estudios, nacida y
criada en Glasgow. Una vez que trató a la joven estadounidense, se dio cuenta
en el acto de lo culta que era y de su clase social y que, por avatares del
destino, se había visto obligada a aceptar un trabajo por debajo de sus
aptitudes, sin ninguna duda.
Y, de esa forma, se entabló una especie de amistad y de confianza.
Por lo tanto, la puso al corriente contestando a las preguntas que la joven
le hacía.
—Una noche, cuando el señor se encontraba en Glasgow, ella salió de la
casa, de aquí, de la mansión, se dirigió a la playa y se internó en el mar. Días
más tarde, las olas devolvieron el cuerpo.
Sissy no retiró la mirada del rostro de la institutriz y casi se quedó sin
palabras.
—¡Qué horror! —logró decir la joven, mostrando la sorpresa, pero con el
tono bajo para que el niño siguiera con su entretenimiento.
—Sí, señorita Frank. Así es. Fue horroroso. Una tragedia de principio a
fin. Dicen que no aceptó al niño, y… que todo se desbordó. Ya sabe, la mente

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es muy complicada y, cuando uno se ofusca, se entristece y no ve nada
positivo, creyendo que algo así provocará que toda tu vida sea un infierno…
—¿Eso creía ella? —preguntó con sorpresa, imaginando lo que Spencer le
contaba.
—Bueno, fue lo que se escuchó por aquí. Ya sabe, una doncella, otra…
hablan, comentan. Todo fue tan triste y tan decepcionante. —Hizo una pausa
—. Todo lo contrario a lo que tiene que ser un nacimiento. No sé si me
entiende…
—Entiendo, claro que sí. Todas las personas no tienen la misma capacidad
de aceptación y, más, cuando son cosas que les atañe a un nivel tan íntimo y
les resulta imposible gestionar el dolor y asimilar la dureza de lo que le ha
tocado en suerte —constató con el semblante serio y la mirada triste.
—Exactamente. Así es, señorita Frank.
Hubo una pausa, en la que solo se escuchó el «ris ras» del lápiz sobre el
papel.
La señorita Spencer, sin dejar de mirar a la americana, continuó.
—Al principio decían que el señor estaba decepcionado. Las malas
lenguas comentaron que fue más por el señor que por el niño. Pero… ¿quién
sabe? Son situaciones tan delicadas, tan complicadas… Todo se pone al
límite. Es normal que un padre se lleve cierta impresión al ver a su hijo,
porque, a fin de cuentas, todos los padres quieren lo mismo, unos hijos
fuertes, sanos… Lo normal.
—Claro —añadió Sissy, pensando en lo que era normal, y lo que no.
—En fin, una tragedia —concluyó la niñera, sacudiéndose una minúscula
lámina de madera que había quedado en su regazo después de sacar punta a
los lápices de colores.
—¿Usted ya estaba aquí cuando pasó todo lo que me ha contado? —
preguntó Sissy, impresionada por lo que estaba escuchando y sintiéndose muy
cercana en todo lo relacionado con la muerte y, en especial, con el suicidio.
—No, yo llevo año y medio al cargo de Dunc.
Sissy observó a la mujer, viendo un rostro anodino, sin mucho atractivo,
pero una mente inteligente.
—Ya. Y…, ¿realmente fue así? ¿El señor estaba decepcionado? —
preguntó de manera sutil, pero con mucha curiosidad y, sobre todo, con
mucha diplomacia o, al menos, eso pensó, pero, al ver la duda en la mujer, se
atrevió a decir—. A fin de cuentas, un hijo es de los dos. Para lo bueno y para
lo malo es de los dos.

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Agatha miró si le quedaban más trocitos de madera y, como no era así,
sacudió unas pelusas de la falda de la bata blanca que utilizaba diariamente;
nadie le dijo la ropa que debía llevar, era cosa suya. Consideraba que la hacía
más profesional y, además, era más práctico, pues salvaba su ropa de
cualquier mancha de pintura o cualquier otra cosa.
—Claro, claro que sí. Yo opino igual que usted: los hijos son de los
padres, de los dos, aunque a veces, por no decir todas las veces, cuando las
cosas salen mal, entonces son de la madre. Ya me entiende —continuó sin
esperar ningún comentario por parte de Sissy—. En este caso… puede que al
principio fuese así. Cuando viene un niño en camino, siempre se piensa que
será sano, fuerte y todas esas cosas. Es lo lógico, lo normal. —Sissy afirmó en
silencio, mirando fijamente a la mujer—. Imagino que el señor Murray sufrió
una fuerte impresión cuando vio los rasgos del bebé. Es probable que fuese un
shock o algo similar. Bueno, realmente no lo imagino. He oído al personal. En
una ocasión que la cocinera y yo tomábamos un té en la pequeña salita que
tiene al lado de la cocina, y yo le había alabado hasta las últimas
consecuencias el delicioso pastel de moras, me contó que el señor se llevó un
disgusto enorme y que esa noche, cuando todo el mundo dormía, incluido el
pequeño Dunc, se emborrachó en la biblioteca. El mayordomo, Alastar,
ayudante de cámara cuando él está aquí, fue testigo y sufrió en su persona las
maneras bruscas que utilizó para echarlo de la biblioteca, diciendo que no
necesitaba de sus servicios, con un vocabulario que… en fin, ya sabe cómo
son los hombres, incluso los de buena familia… cuando pierden los
estribos… —Sissy afirmó en silencio, pues claro que sabía cómo hablaban los
hombres cuando se les disparaba el genio o cuándo bebían más de la cuenta, o
cuándo estaban de parranda con otros hombres. Era joven, pero observadora.
Continuó escuchando las palabras de la niñera.
—Y hasta la mañana siguiente, el señor no salió de la biblioteca y el señor
Alastar se quedó toda la noche, sentado en una silla en el pasillo principal,
cerca de la puerta por si acaso el señor lo necesitaba.
—¿Vivían aquí? —preguntó muy intrigada, y en tono bajo, como toda la
conversación, como si los oídos del pequeño pudieran entender lo que decían
o por si alguien podía escuchar a través de las paredes o de las rejillas de los
conductos.
—No. Vivían en la casa de Edimburgo. Pero ella lo acompañaba a todos
los lados y el parto se adelantó… como dos semanas o algo más y les pilló
aquí. De hecho, pensaron que el bebé moriría.

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—Vaya —susurró la joven, que dejó de mirar a la mujer para deslizarla
sobre la rubia cabecita que se movía al compás de los movimientos de la
manita garabateando.
Y la voz de la niñera institutriz se dejó oír de nuevo.
—Pero el bebé resistió, aun siendo muy pequeño, se agarró a la vida con
fuerza, con ahínco. Y ella no lo quería, no lo aceptaba —bajó el tono, casi
hasta un susurro—. No quiso alimentarlo, hubo que buscar una nodriza. No es
que sea algo extraño, por otra parte, pues muchas mujeres de alto nivel, la
mayoría diría yo, por mi experiencia con las clases altas, no quieren
amamantar a sus hijos, pero la señora había dicho antes de que naciese el niño
que sí, que lo iba a hacer. En fin, las cosas estaban de esa manera y, según
pasaban los días, ella se cerraba más y más; y, sin embargo, él…
Hizo una pausa y deslizó la mirada hasta el pequeño, y después volvió a
mirar a la americana, fijándose de nuevo en el sencillo vestido que llevaba y
en esa gruesa chaqueta de lana que la acompañaba casi siempre. La
indumentaria que llevaba no la iba a encumbrar en lo más alto de la elegancia,
pero era tan guapa que lo de menos era el vestido anodino o la gruesa
chaqueta, porque ese rostro captaba todas las miradas y ese cabello espeso,
oscuro y recogido en una trenza unas veces, en un moño otras, lograba lo
mismo que la cara.
A Sissy no le importaba que le pasaran una inspección más o menos
descarada de lo que llevaba puesto, ya que iba limpia y lo demás sobraba,
pero no ocurría lo mismo cuando la miraban a la cara, pues, entonces, sus
pensamientos se desbordaban y su mente le decía que la miraban demasiado,
que tal vez su piel se veía más oscura o sus labios se veían demasiado
gruesos, o…
La voz de Spencer se dejó oír de nuevo y Sissy se olvidó de sus malos
pensamientos.
—Él aceptó a su hijo. Lo aceptó tal y como era, tal y como es. Y, cuanto
más decía y hacía él para que ella comprendiera que ese bebé, a pesar de las
circunstancias, era una bendición… ella se hundió en una tristeza enorme…
en un pozo sin fondo. —Soltó un suspiro ahogado y continuó—. Y,
tristemente, acabó como acabó —terminó, al tiempo que soltó otro suspiro,
pero este fue más hondo, más profundo.
Sissy volvió a clavar la mirada en ese cabecita, en ese cabello rubio casi
blanco, mientras la manita seguía dale que te pego al rayajo y con la otra
sujetaba el papel.

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—¿La madre era rubia? —preguntó, al tiempo que pensaba en su historia
personal.
—Rubia como el oro. Muy guapa. Bellísima —casi susurró, al tiempo que
alababa a la difunta como si fuera algo suyo—. Y muy elegante.
Sissy estaba más que intrigada, la curiosidad que tenía por esa historia era
desbordante.
¿Tendría algo que ver el hecho de haber conocido al padre del niño y
protagonista de esa historia de amor y desgracia?
—¿Usted la conoció?
—Sí, de pasada. Antes de venir aquí, trabajé con una familia de
Edimburgo, que tiempo después se trasladó a Londres y, a pesar de querer
llevarme con ellos, yo no quise. Mi patrona de entonces era amiga de la
señora Murray y la vi en alguna de sus visitas. Era guapísima y, como le he
dicho antes, muy elegante, con mucha clase. Sí, llamaba la atención. —Se
quedó callada, mirando al infinito, para volver la mirada a la joven americana
—. No sé si me entiende, tenía esa clase especial que parece que has nacido
con ella, que no todas las mujeres de su posición la tienen.
—Sí, la entiendo. Algo innato.
Agatha llevó una mano hacia delante, en señal de aceptación.
—El señor, después del suicidio, mandó retirar todas las fotografías.
—¿En serio?
Spencer afirmó en silencio.
—Todas. Hasta el retrato que mandó hacer antes de quedar embarazada y
que se iba a colocar en el corredor principal.
—Vaya —fue lo único que dijo la neoyorkina.
—Así es. Según sé, mandó guardarlas en un baúl en la casa de Victoria
Street.
—Tiene que haber mucho dolor en un gesto así.
—Ciertamente. De poco sirvió lo enamoradísima que estaba de su marido.
Sissy estaba en plena ebullición y quería saber más, quería saber todo lo
relacionado con ese hombre.
—¿Y cómo puede saber ese detalle? —la curiosidad la podía y estaba un
poco sorprendida, porque ella no era así; al menos, habitualmente.
—Lo sé por la cocinara —añadió, como si ese detalle fuese esencial.
—Ya —dijo la joven, imaginando cuchicheos y demás chismes, al lado de
una mesa redonda, llena de dulces y un sabroso té inglés, traído de la India o
de China, pensó la joven.

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—Aunque nosotras no nos encontremos en el mismo escalafón que el
resto de los criados, siempre hay que tener un nexo de unión con alguien del
grupo. No sé si me entiende…
Sissy movió la cabeza.
—La cocinera es una mujer agradable, no demasiado inculta y, además,
cocina de maravilla; y tantas veces alabo sus platos, en especial los dulces,
que al final acabo sabiendo muchas cosas.
La joven volvió a darle la razón sin articular palabra, para preguntar al
segundo.
—Y entonces, dice usted que… él aceptó al bebé.
La institutriz y niñera tardó unos segundos en contestar.
—Bueno, si soy franca, creo que en los años que llevó en esta profesión,
no he visto un padre más cariñoso con su hijo como el señor Murray.
—Y… —no se atrevía a preguntar algo tan privado, pero al final, le pudo
la curiosidad— ¿sabe usted cómo se hizo esa cicatriz?
La mujer se quedó un poco confusa.
Sissy intervino de nuevo, un tanto avergonzada.
—Perdone, Agatha. Soy una maleducada mostrándome tan curiosa.
—No, no se disculpe, Cecily. Es normal. Es un hombre tan impresionante
que no es de extrañar su curiosidad. Cuando lleve más tiempo aquí, ya no se
mostrará tan susceptible ante él.
Sissy intentó controlar la situación, pues no quería que Agatha pensara
que llevaba intenciones de otro tipo, al querer saber tanto de Duncan Murray.
—Es que… es todo tan… tan extraordinario.
—Sí, es cierto —afirmó la de Glasgow, llevándose las manos al moño
bajo que recogía su fino cabello castaño—. Y, respecto a esa cicatriz, no lo sé
exactamente. Pero creo que fue en la Gran Guerra. Según he oído por ahí, se
alistó antes de cumplir los dieciocho, con gran enfado por parte de la familia,
y no volvió hasta… casi un año después… cuando estaba a punto de acabar la
guerra, en noviembre del 18, si no recuerdo mal.
El pequeño dejó de rayar el papel, que solo las esquinas mostraban un
pequeño reducto blanco, y le entregó la libreta a Sissy.
—¡Ma Isy! —exclamó, mirándola con esos ojitos almendrados.
La joven lo miró con adoración.
—Sabe mi nombre —susurró emocionada y sorprendida.
—Es un niño muy listo y aprende rápido —añadió Agatha Spencer.
—¿Quieres que ponga tu nombre, cariño?
—Chi.

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La joven alborotó el rubio y fino cabello del niño y se dispuso a escribir el
nombre.
Recordando esa imagen, ese rostro angelical, ese cabello rubio casi blanco
y esos ojos grises que en algunos momentos se aproximaban al azul, se fijó en
la carta que había terminado de escribir y la metió en el sobre, donde figuraba
la dirección de su abuela…
Ya era la segunda carta que escribía, y no era precisamente larga, pues lo
más que contaba, era que todo iba bien, que estaba en un lugar hermoso, que
la trataban bien y que, por el momento, si no salía algo más interesante,
seguiría en ese lugar apartado, al cargo de una ancianita… «adorable». Total,
para qué iba a entrar en detalles, para qué iba a contar que la ancianita no era
tan adorable y que la mayoría de las veces la miraba de forma suspicaz,
pensando que le podía quitar ese prometido que ella creía tener, y que ese
hombre que ella creía su prometido era en realidad su sobrino, el dueño de
Dubh House, viudo y con un hijo de tres años, que padecía síndrome de
Down y que era una criatura tan cariñosa, y dulce que se había ganado su
corazón desde la primera vez que lo vio y, evidentemente, no iba a contar que,
cada vez que veía de refilón o escuchaba la voz de ese papá, sentía temblor en
las piernas… y en otros lugares de su cuerpo.
No, jamás contaría nada de eso.
Había visto a ese hombre en contadas ocasiones, dos de ellas cuando
estaba con Lily, y mantuvo la mirada alejada de él en todo momento; además,
él no se dirigió a ella para nada y en otras dos ocasiones sus ojos lo devoraron
mirándolo por una de las ventanas de la sala de juegos, cuando hablaba con
Alastar antes de meterse en su automóvil; y otra, cuando entró en la mansión
por el acceso más cercano a la biblioteca y no dudó en esconderse detrás de
una esquina para que él no la viera.
«Qué tonta», como le decía más de una vez Lily, ¿por qué ese temor?,
¿por qué esa vergüenza…?
La próxima vez que lo viera no se escondería como si fuese un ratoncito
asustado.
No, señor.
Soltó un suspiro y pensó durante unos segundos si bajaba a la biblioteca, a
pesar de lo tarde que era.
Decidió bajar, dejar el libro que había terminado y coger otro.
Se propuso, por centésima vez, no pensar más en ese hombre…
O, al menos, no tanto.

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Eran casi las doce, debería estar durmiendo desde hacía rato, pues a las
seis de la mañana estaría levantada, pero el sueño no la complacía como
antes; en especial, desde que su padre la abandonó y desde que su abuela
decidió abrir la caja de Pandora.
En fin, había que llenar el tiempo que pasaba sola y qué mejor que un
libro para ello; además, a esas horas no se encontraría con nadie. Los criados
estaban todos en sus habitaciones, la señorita Lily durmiendo plácidamente y
la señorita Spencer y el pequeñín, seguramente lo mismo.
El silencio era total y ahí estaba ella, con un quinqué en la mano y el libro
en la otra. Ni por asomo encendería una luz, que daría lugar a que alguien
pudiera reparar en su vagabundeo por la vieja mansión.
Recorrió pasillos, bajó tramos cortos de escaleras, que la seguían
manteniendo en el piso donde estaba su pequeña alcoba, y otros más largos,
que la llevaron hasta la planta baja, dirigiendo sus pasos hasta el gran pasillo,
hasta la oscura biblioteca, sintiendo el crujir de las viejas maderas,
encogiéndose de hombros y parándose en seco, cuando tenía la sensación de
que el fuerte sonido viajaría por toda la casa, recorriendo las paredes de
piedra como si fuesen finos nervios del cuerpo humano; no obstante, en lugar
de llegar al cerebro, llegaría hasta los oídos de los habitantes dormidos,
despertándolos sin miramientos.
Solo llevaba dos o tres minutos, tiempo en el que había dejado el libro de
Cumbres borrascosas en su sitio correspondiente, libro que había quitado de
la estantería de Lily y vuelto a releer para satisfacción propia, y en esos
momentos, lo colocó al lado del poemario de las hermanas Brontë, donde
había estado siempre, pues así se lo dijo la doncella de la señorita Lily.
Dudaba entre: Los Miserables de Victor Hugo o Rob Roy de Walter Scott,
ambos los había leído cuando era adolescente, pero no le importaba, pues con
la lectura de un libro, y si era bueno mejor, se evadía de sus pensamientos,
dejaba de pensar en sus desgracias y, sobre todo, en el provenir que le
deparaba.
Con la punta del índice señalando uno y otro, jugueteando más que
tomando una decisión, el ruido de un automóvil y las luces de los faros que
destellaron contra los cristales le provocaron un sobresalto, haciendo que se
llevara la mano a la boca y ahogara un gemido.
¿Qué estaba pasando?, no eran horas de visitas…
¿Quién era ese conductor…?
La mansión tenía varios accesos de entrada, aparte de la principal. La
biblioteca se hallaba en el lado este, donde había una pequeña puerta de

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madera con arco superior y pequeños cuarterones adornando la única hoja que
daba acceso a un pequeño distribuidor, que se encontraba a pocos metros de
donde ella se hallaba.
Miró por una de las ventanas y observó con sigilo, y por qué no decirlo,
con cierto temor, pues sintió las pulsaciones del corazón en varias zonas de su
cuerpo: en el cuello, en los oídos y en el propio pecho.
«¿Era el automóvil del señor Murray?»
A pesar de la oscuridad, y con el resplandor de los faros, dedujo que sí.
Porque, ¿quién iba a ser si no…?
Pensar en él, y se le aceleró el pulso.
Quiso coger el quinqué, salir ligera de la biblioteca y no parar hasta llegar
a su habitación. Pero no lo hizo. Al contrario, pegó la nariz al cristal y
observó con atención.
El ruido del motor se paró, las luces se desvanecieron y el señor Murray
salió del coche tambaleándose. No podía confundirlo, pues ese hombre era
grande, de los más grandes que ella había conocido y, con oscuridad o sin
ella, esa envergadura era inconfundible. Debería haber ido a la parte de atrás,
a la zona norte, donde el edificio de las cocheras se unía a la mansión, pero
no. No había hecho eso. Lo había dejado ahí, en medio.
Qué extraño.
Tal vez no quería perder tiempo, por las horas que eran; al día siguiente,
se lo encontraría en el mismo lugar. Nadie lo iba a tocar.
De repente, se llevó la mano a la boca al ver cómo el hombre se dejaba
caer encima del capó, como a cámara lenta.
No se lo pensó ni un segundo.
Llevando consigo la lámpara, pasó a la habitación de al lado, que era el
despacho del señor, y de ahí salió al pequeño hall de esa entrada, dejó la
lámpara encima de un mueble auxiliar y salió al exterior.
Sintió la húmeda neblina, el frío en el rostro, por todo su cuerpo,
traspasando la gruesa bata que llevaba y que le llegaba hasta los tobillos, pero
no le importó, como no le importó clavarse la gravilla del camino en las
plantas de los pies que traspasaban sus finas y delicadas zapatillas de raso.
Se movió ligera hasta llegar a él, que seguía encima del capó y parecía
farfullar algo que no entendió.
Sintió el palpitar de su corazón, los nervios que la atenazaban, pero, al
mismo tiempo, siguió adelante, queriendo saber, queriendo ayudar…
No podía dejarlo ahí y, si volvía al interior de la casa, a despertar a los
criados…

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También podría acercarse a la casa del jardinero, pero sería más de lo
mismo, porque entre ir, llamar, despertar al hombre y, a su vez, a la esposa y
volver al lugar donde se encontraba el señor, si es que se encontraba en el
mismo lugar y no se había caído de bruces contra la grava…
Mejor lo haría sola, decidió llegando al lugar donde Murray seguía en la
misma posición.
«Santo Dios, ¿qué le pasaría?», pensó la joven, acercándose con
prudencia, incluso con miedo.
—Señor Murray, señor Murray —susurró y repitió—. ¿Se encuentra bien?
No levantó la voz en momento alguno, era como si ese episodio que
estaba ocurriendo fuese algo vergonzoso y que nadie debería descubrirlo, ni
tan siquiera el señor Alastar, el que estaba acostumbrado al mal talante del
señor y no se asombraba de nada.
Se acercó más y decidió que le ayudaría a incorporarse.
«¿Debería llamar a alguien? ¿A estas horas? ¿Alastar?».
—Vamos, señor Murray. Incorpórese. Venga —dijo, al tiempo que
intentaba agarrarlo por la cintura y notando el calor del motor.
—Ho… Holaaaaa —fue lo que dijo la voz grave, ronca y ligeramente
arrastrada.
Ese «hola» no indicaba que estuviera enfermo o herido.
«Más bien, parecía borracho como una cuba», pensó la joven.
«Por todos los santos, los hombres no tenían remedio», siguió pensando
sin quitar la vista del papá de Dunc.
Debería darle vergüenza, menos mal que no había testigos.
—Venga, señor. Haga un esfuerzo. Vamos. No se puede quedar aquí
tirado. Se va a congelar. Nos vamos a congelar —añadió, mordiéndose el
labio para evitar que le castañeasen los dientes.
El hombre se incorporó lentamente y dejó caer un brazo sobre los
hombros de la chica, que ella sintió como un látigo de nueve colas e hizo que
tensara la espalda.
—¿Quién…?, ¿quién eres tú? —su voz sonó balbuceante, lenta, perezosa.
—Venga, vamos. Le llevaré a su habitación. Realmente está mal, señor
Murray. Muy mal.
Sissy hubiera querido decir más cosas, y ninguna bonita, pero, por si
acaso al día siguiente se acordaba, prefirió morderse la lengua.
—Me llamo… Duncan… dulzura… Dun… can.
«Realmente estaba mal», pensó la joven.
Menuda cogorza llevaba.

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Pero ese «dulzura» le llegó al alma.
—Dun… can —volvió a repetir entre risas contenidas.
Ella escuchó esa voz grave, más ronca de lo habitual, recordando que la
señorita Spencer le había dicho que el señor estaba con un fuerte enfriamiento
y que no había ido a visitar al pequeño en los últimos días para no
contagiarlo.
—Sí, lo sé. Sé de sobra cómo se llama. Duncan Murray Jones —añadió
con paciencia.
—Chica lis… ta —soltó entre risas el hombre.
Sissy tenía vista de águila, como le gustaba decir a su padre, y de cerca
tanto o más, y ese camino corto y seguro en circunstancias normales podía dar
lugar a desviarse, tropezar y caer en el césped, o encima de algún macetero, o
en la zona de gravilla donde había dejado el coche, siendo una noche cerrada
como esa.
Pero el señor Murray estaba en buenas manos y no ocurrió ningún
percance.
Entraron en el hall y, cargando con parte del peso del hombre, logró cerrar
la puerta.
—Madre mía. ¡Cómo pesa! —murmuró la chica, pero él la escuchó
perfectamente.
—Soy un tipooo grande… y tú…, tú… eres pequeña… adorablemente…
pequeña. Demasiado delgada… No sé si vas a poder… con… conmigo —
advirtió, medio canturreando.
La joven soltó un abrupto.
—Maldita sea.
—¿Qué… has dicho, dulzura?
La chica agarró con fuerza al hombre, al tiempo que apretó los dientes.
Tal vez debería dejarlo en el suelo y llamar al mayordomo, o a varios
criados, para que lo llevaran en volandas…
Sería lo más prudente.
Pero, no, no eran horas.
—Nada, señor Murray, no he dicho nada. Estoy delgada, pero soy fuerte,
no se engañe. Vamos, venga, ponga un poquito de su parte. No quiero que nos
caigamos por la escalera. Vamos, agárrase a la barandilla —le ordenó con
suavidad, pero con firmeza, logrando que él reparase en ella.
De nuevo.
Como si la viese por primera vez.

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—¿Quién…?, ¿quién eres? —preguntó el hombre, haciendo esfuerzos por
enfocar la vista sobre ese pedacito de muchacha.
—Soy Sissy, señor. Sissy Frank —contestó con sonsonete.
—¿Sissy? —preguntó con la mente obnubilada, la vista vidriosa y la voz
pastosa—. Tienes nombre… de gatita… Sissyyyy…
—Lo que me faltaba —añadió entre dientes—. Sissy, la señorita Frank, la
que cuida de su tía Lily —recitó con intención de refrescarle la memoria.
—La tía… Lily —repitió, como queriendo situarse mentalmente—. Lily,
Lilyan…
—Sí. Venga, agarrase a la barandilla, por favor. O nos caeremos los dos
rodando por la escalera como una bola de nieve deslizándose por una ladera
—le riñó como si fuese un niño.
—Valeee… muchacha. No te enfades… Bolita de nieve. —Rio el hombre,
sintiendo la cabeza como una peonza.
La joven chisteó con fuerza.
—Silencio, no haga ruido o despertaremos a todos los durmientes.
El hombre sonrió ante ese comentario, pero obedeció ante la orden de esa
criaturita tan extraña que lo agarraba con fuerza.
Y, de esa forma, con medio cuerpo dejado caer sobre el hombro y el
cuerpo de la chica, que apenas pasaba de los cincuenta kilos, y agarrado a la
baranda, llegaron a la primera planta. Por suerte, esa escalera lateral tenía
tantos descansos o más que las otras y, a pesar de estar entre paredes, a ambos
lados una fuerte y sencilla barandilla de hierro forjado, se anclaba en las
vetustas paredes de piedra, dando más seguridad a los usuarios y, de esa
manera, poco a poco, fueron subiendo.
La lámpara quedó abandonada en el hall, pues no se iba a arriesgar
llevándola, bastante era cargar con el peso de ese hombre y, por otra parte,
tampoco se la dio a él, pues en las condiciones en las que se encontraba, lo
más seguro es que se le cayera y acabaran quemando la casa.
En esa escalera había unos pequeños tragaluces en la parte alta de la pared
que daban al exterior, pues estaban en un lateral de la mansión y, con la poca
luz que entraba, se apañó lo mejor que pudo, a excepción de un pequeño
tropezón que dio el hombre y que casi los llevó al suelo, a no ser porque ella
se abrazó a él y lo sujetó con todas sus fuerzas.
La bata que llevaba no impidió sentir el cuerpo grande y cálido de ese
hombre, y notar cómo sus pechos se aplastaron contra el estómago plano y
duro, aun llevando un abrigo de tweed.
«Jesús, menos mal que está borracho como una cuba», pensó la chica.

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Sissy siguió dándole vueltas a la cabeza, y decidió que era una suerte que
en ese pasillo donde se encontraban dos alcobas con sus respectivas salas,
solo estaba ocupada la del señor, pues la otra perteneció a la esposa. Y más de
una vez la joven se preguntó por qué una pareja recién casada, o casi,
necesitaba dormitorios separados.
Cuando llegaron a la puerta, no se entretuvo en admirar las filigranas que
adornaban la hermosa y antigua madera de roble, ni el arco elaborado de
piedra que la magnificaba, ni el corto pasillo que daba a otro pasillo, que
comunicaba con la escalera principal; en otras circunstancias lo habría hecho,
con una buena luz, algo que no tenían en esos momentos y, por descontado,
no cargando con parte del peso de ese hombre, que parecía pesar una
tonelada, dispuesta a desfallecer de un momento a otro.
Sissy abrió la puerta, tocó el interruptor que encendía la luz principal de la
alcoba, mientras daba gracias por lo bajini, porque estaba convencida de que
no podría aguantar ni un segundo más con el peso del señor Murray.
—Llegamos, ya llegamos, por fin —resopló la joven, mientras la risa del
hombre sonó en la habitación.
—Llegaaaamos —repitió, mientras ella lo dejó caer encima de la gran
cama.
Sissy clavó la mirada sobre ese cuerpo grande, tirado de cualquier forma.
—Shhh, no haga ruido o despertará a todo el mundo —le riñó de nuevo,
pues estaba nerviosa y con una sensación extraña.
—Shhh —repitió el hombre, intentando incorporarse.
«Vete ya, Sissy», pensó.
«Sal de aquí», siguió rumiando.
Y él, todo risueño, atravesado en la cama, con los codos apoyados y
mirando a la muchacha o, más bien, intentando enfocarla, mientras su mente
ahogada por el alcohol, intentaba dilucidar si esa cosita tan blanca y tan
bonita era de verdad.
—¿Qué ha bebido, señor Murray? —preguntó muy seria—. Tal vez haya
sido esa ginebra que producen en su destilería y que dicen que cuando bebes
unos tragos te crees que estás en el paraíso —apuntó, mostrando una sonrisa
traviesa, pero sabiendo que ese hombre no estaba en condiciones óptimas para
escuchar el tono bajo que empleó.
Murray no atendió a esas palabras, pues siguió con su intentó de fijar la
mirada en esa figura de mujer, embutida en un vestido blanco, o una túnica
blanca… o lo que fuera blanco.
¿Sería un ángel?

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—¡Señor Murray! —exclamó apretándose el cinturón de su bata blanca.
—Me llamo… Dunnnnncannnn, cosita preciosa —aclaró con una sonrisa,
arrastrando las letras, costándole vocalizar, provocando que ella mirase esa
boca tan atractiva y que se pusiera sonrosada al oír el piropo.
Todo él era demasiado atractivo.
Demasiado masculino.
Virilidad en su máxima potencia.
A pesar de estar borracho.
—Vale, Duncan. ¿Qué ha bebido? ¿Ginebra? O, mejor dicho, ¿cuánto ha
bebido? —preguntó, intentando que las palabras sonaran naturales, como si
ella tuviese derecho a saber la vida íntima de su jefe.
«Vete, Sissy», se dijo de nuevo.
«Ya está a salvo, deja que duerma la borrachera y largo de aquí».
Pero esas palabras eran como si las dijese su otro yo, un yo lejano, muy
lejano, que no quiso escuchar.
El hombre se incorporó tambaleándose hasta quedar sentado y clavó la
mirada brillante sobre ella.
—¿Me ayudas… a quitarme la… esto? —preguntó, al tiempo que se tiró
de las mangas.
Y farfulló no sé qué de molestia y dormir.
La joven se quedó inmóvil, contemplado ese rostro varonil, esa mandíbula
cuadrada, esa barba negra que comenzaba a oscurecer su rostro, ese cabello
revuelto, esa boca entreabierta, esos dientes fuertes, blancos, esa mirada
vidriosa, esa cicatriz llamativa.
¿Ayudar a desnudarlo?
¿Ella?
¿Había oído bien?
Bueno, ¿qué importaba?, si estaba borracho, borracho como una cuba,
seguramente mañana no se acordaría.
—Venga. Le ayudo… y se duerme. ¿De acuerdo? —preguntó moviendo
las manos, sin ocultar lo nerviosa que estaba, al tiempo que lo azuzaba a él.
—Sí, pequeña. Eso… Dormir… Eso es… lo que necesito… lo que…
quiero, preciosa niña. Dormir durante horas. Muuuuchas horas —añadió con
una sonrisa.
Preciosa niña, le había llamado.
La joven se mordió el labio inferior y fue quitándole el abrigo, con algo de
esfuerzo, la chaqueta, eso fue más sencillo, los zapatos y los calcetines apenas

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le costaron trabajo y, mientras, pensando en esas cosas tan bonitas que él le
decía.
¿Sería verdad esos cotilleos que se decían de él?
Comentarios como que ese hombre acudía a fiestas privadas, fiestas donde
hombres y mujeres compartían algo más que conversación y tragos…
Igual venía de uno de esos lugares…
Igual venía de revolcarse con…
«Calla, Sissy, no pienses esas cosas», se dijo así misma, terminando con
la tarea.
—Bueno, con esto ya vale, ya está más cómodo. ¡Ale! ¡A dormir!
El hombre intentó ponerse de pie, pero no lo consiguió, cayendo como el
plomo encima de la cama.
—No… No estoyyyy cómodo, pequeña… mandona. ¡Desnúdame! —fue
una orden y ella se asustó un poco.
Más que un poco.
Tragó saliva y movió la cabeza.
—Muy bien, acabemos con esto, señor Murray. Así podrá dormir la mona.
—La muchacha lanzó su mano hacia él—. Venga, incorpórese un poquito,
que podamos continuar.
El hombre obedeció con algo de esfuerzo, pues por momentos tenía la
sensación de que se encontraba en un barco a la deriva.
Sissy le aflojó la corbata y se la quitó, desabrochó el chaleco e hizo lo
propio, sin mucho esfuerzo pues él ponía de su parte, aunque se balanceaba
ligeramente. Siguió con la blanca camisa, desabotonando uno a uno los
pequeños botones, mientras oía cómo el hombre canturreaba algo que no
logró entender, porque, aparte de farfullar, lo hacía en gaélico escocés.
Cuando arrastró la camisa hacia atrás, dejando los hombros al descubierto,
contemplando ese torso fuerte, musculado, sin un ápice de grasa… tragó
saliva, al tiempo que intentaba sacar los brazos de las mangas y se peleaba
con los gemelos, mientras los ojos se le iban en todas las direcciones, a cuál
más imprudente. Tuvo ganas de arrancar de una los gemelos de oro, tirarlos al
suelo y deslizar las manos por toda esa superficie de piel, palpar esos
músculos y calibrar por ella misma lo fuerte, duros, y suaves que serían.
¡Sissy!
¡Qué te ocurre!
¡¿Estás loca?!
Madre mía, este hombre es un Adonis.

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Volvió a tragar saliva mientras dejó los gemelos en la mesita de noche,
terminó de quitar las mangas, y escuchó el incomprensible canturreo del señor
de la mansión.
—El… el pantalón… dulzura. No quiero dormir con esto —pidió,
arrastrando las palabras, con voz de borracho, haciendo que la chica lo mirase
a los ojos.
Esos ojos azul oscuro, que brillaban como un metal precioso y
desconocido debido a los efectos de las luces, esos ojos que la traspasaban,
como si ella no estuviera ahí, que hacían esfuerzos por mantenerse abiertos y
parecía que no lo conseguirían, la dejaron tocada y más confusa de lo que
estaba.
La joven soltó un suspiro.
Madre mía.
—Venga, el pantalón y a dormir —se dijo a si misma, deseando salir de
esa habitación y, al mismo tiempo…
Deseando quedarse.
Cecily Frank Davies, contrólate…
¿Qué te está pasando?
El borracho es él, no tú.
Sal de la habitación, no le quites el pantalón.
Túmbalo y se quedará dormido en un minuto.
Está como una cuba.
Pero no obedeció a su pensamiento, que habría sido lo más sensato, lo
más prudente, pues el hombre, en su inmensa borrachera, no habría tardado ni
dos minutos en caer dormido al no tener distracción de ningún tipo.
Pero no.
Cecily se quedó.
Y siguió.
Y el hombre hizo esfuerzos por mantenerse despierto, por no cerrar los
ojos, pues la visión de esa criatura provocaba que no la perdiese de vista.
Desabrochó el cinturón y, cuando sus dedos tocaron la bragueta para
soltar el primer botón, sintió la dureza, vio cómo toda esa zona se abultaba,
levantando la tela de suave lana virgen de ese pantalón hecho a medida. Pensó
que sería por efecto del alcohol, de todo lo que habría bebido.
Claro que, también había oído lo contrario, que borracho no se…
Vete, Cecily…
Pensó que él no se daba cuenta e hizo como que la cosa no iba con ella.
Mentira.

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Los nervios la consumían.
Y la curiosidad, la mataba.
Vete, Cecily…
Desabrochó los botones de la bragueta, sin levantar la mirada, tragando
saliva, sintiendo movimiento tras movimiento, mirando esa elevación,
queriendo esquivar esa dureza, no queriendo chocar con ella, pero sin poder
evitarlo. Nunca había visto un hombre desnudo y el miembro viril solo en los
bebés y en unos dibujos que le enseñó una amiga del colegio, cuando tenía
catorce o quince años.
Y, de repente, sin saber cómo ni por qué, se excitó.
Algo la inundó, algo extraño, desconocido, algo pecaminoso y también
obsceno.
Algo que comenzó cuando le ayudó a subir la escalera, pero que no quiso
reconocer.
Y, en ese momento, el deseo la invadió por completo y no quiso reparar
en ello, obviando lo que era decente o indecente, olvidándose del decoro
adquirido durante toda su joven vida, desde que tenía uso de razón.
Olvidándose de las palabras de su madre.
Y amparada en el misterio de la noche, en el silencio de la mansión, en el
pálpito de su corazón o, más bien de su cerebro, apagó la lámpara que se
hallaba en la mesita de noche, quedando las otras encendidas, que evitaban
que tropezaras y que daban un ambiente más que acogedor a esa alcoba
masculina. Y, amparada en la noche, y sobre todo en la borrachera que ese
hombre tenía, que no la reconocía, que al día siguiente no recordaría…
Quiso ver.
Quiso tocar.
Quiso ser mala.
En silencio total, pues él ya no canturreaba, solo la miraba, tal vez
sintiendo más de lo que ella imaginaba, le quitó el pantalón y clavó los ojos
sobre el calzoncillo, absorta en ese bulto tan llamativo.
Despacio, tragando saliva, sin mirar el rostro del hombre, sabiendo que no
estaba bien lo que estaba haciendo, llevó sus manos a la cinturilla del
calzoncillo y lo bajó despacio, ahogando la respiración al dejar libre la
erección.
El hombre, medio tumbado, medio incorporado, apoyado en los codos,
pues teniendo un punto de apoyo aun podía controlar el movimiento de la
cabeza, la observó a través de su gran nube etílica.

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—Eres muy bonita —susurró, arrastrando las palabras, sin dejar espacios,
y añadió—. Una preciosa mujer.
Ella sintió como aumentaba su respiración, al tiempo que un calor
desconocido la inundó por dentro, dándole ganas de quitarse la bata, y el
camisón.
Se mordió el labio y dirigió la mirada hasta el rostro masculino, pero no
dijo nada.
Era como si se hubiese quedado muda.
¿Se te ha comido la lengua el gato, Cecily?
—Mi cuerpo… está libre de ropa —añadió con la voz cada vez más ronca,
sin moverse, sin dejar de mirarla, pero haciendo esfuerzos para que sus
párpados no se cerrasen.
Sissy tragó saliva, al tiempo que tembló al escuchar esa voz, sabiendo que
debería salir de esa habitación. Desaparecer y dejar que ese hombre durmiera
la mona.
Parecía que sus labios estaban pegados, sellados, y toda ella, convertida
en estatua, a excepción de los ojos que no dejaban de mirar al hombre, de
admirarlo, de desear ese cuerpo. Ese mástil que tenía entre los muslos…
Que no bajaba, que no disminuía de tamaño.
Que parecía seguir creciendo.
Que parecía llamarla.
Madre mía.
Jamás imaginó que eso pudiera ser tan grande, que aumentara de esa
manera, aunque, pensó que, en estado natural, no debería ser pequeño.
«Pero, ¿qué me está pasando?», pensó la joven.
«¿Te estás oyendo?», se reprendió.
«¡Lárgate! No te metas en líos», gritó su mente, mientras sus ojos miraban
ese apéndice que parecía gritar: «¡Tócame! ¡Acaríciame!».
Y la voz del hombre inundó su cerebro.
—Enséñame tu cuerpo, dulzura —pidió, haciendo un esfuerzo para que
las palabras no se enredaran, que no farfullaran.
Sissy seguía excitada, más que cuando comenzó esa sensación, y lo que
era peor: el hecho de que estuviera bebido aun la excitaba más. Porque,
además de bebido, se le notaba agotado y lo sentía…
Vulnerable.
Y, aun así, quería…
Quería abusar de él.
Sí, esa era la palabra.

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Quería aprovecharse de él, de esas circunstancias. Como cuando era
pequeña, y no tanto, y aprovechaba los descuidos de la cocinera y se llevaba
dulces a su dormitorio.
Bueno, no era lo mismo, pero fue lo primero que le vino a la mente.
Y él…
Él no lo recordaría.
Seguro que no.
Si tenía una cogorza como un general, no recordaría nada.
Más de una vez había oído decir a su madre, quejándose a Cornelius,
después de alguna borrachera:
—Es inadmisible, Cornelius. ¿Cómo se puede beber tanto y no recordar lo
que has hecho?
Y, con ese recuerdo, Sissy se tiró al agua.
Sin pensar en las consecuencias.
Sin valorar las circunstancias.
Y, sin más preámbulos, sin dar cabida a más lucubraciones, sin perder ni
un segundo, se quitó la gruesa bata que llevaba, enseñando un camisón de lo
más calentito y de lo más recatado.
Se agachó, se agarró el ruedo y se lo sacó por la cabeza, dejando su
cuerpo desnudo.
El hombre se incorporó despacio, para no sentir esa sensación de mareo,
pero sin dejar de mirar ese cuerpo, en especial los pechos, que eran redondos
en su base para convertirse en puntiagudos coronados con unos gruesos
pezones.
¿Eran de verdad?
¿Realmente serían tan hermosos?
O todo era producto de su gran borrachera.
Abrió y entrecerró los ojos varias veces, como queriendo hacer realidad lo
que creía estar viendo.
—Acércate, ángel mío… —pidió con gravedad, arrastrando las palabras,
haciendo un esfuerzo para que la voz surgiera, mojándose los labios con la
lengua, pues los sintió resecos, deseando tocar esa alucinación que inundaba
su retina, esa maravilla que explotaba en su mente.
Porque realmente era así, así lo sentía, como una visión, como algo irreal
que él no podía controlar, igual que un sueño, pero que podía intentar que
durase un poco más.
Un poco más, hasta que sus ojos se cerrasen de golpe.

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Hasta que el sueño y el cansancio lo tumbase, pero, mientras tanto, quería
disfrutar de la visión de esa preciosa ninfa.
Y deseaba tocarla.
Deseaba comérsela.
—Acércate… Un poco más.
La voz seguía arrastrándose y cada vez más ronca, pero ya no hacía largas
pausas como antes.
Ella obedeció.
«Ángel mío» la había llamado.
Y, con ese pensamiento, se colocó entre las piernas del hombre,
apuntándolo con sus pechos, mirando esa potente erección que le pareció más
grande que antes.
Deseando tocar ese trozo de carne.
Acariciar.
Abarcarla con sus manos.
Tal vez…
Tomarlo en su boca.
Pero no se atrevió a tanto.
La voz del hombre la sacó se sus pensamientos lujuriosos.
—Eres… —comenzó a decir, mientras colocaba las manos en la diminuta
cintura y acercaba la boca hasta un pezón— eres una preciosidad… Un dulce
pastel provocando el paladar más goloso.
Oh, Dios, esa voz era como un fuerte elixir y esas palabras penetraron en
su mente con tal intensidad que, si alguien la hubiese agarrado para salir de
ahí, habría luchado con uñas y dientes.
Al sentir las grandes manos sobre su cintura, se encogió ligeramente, pues
abarcaron casi toda la circunferencia, haciéndola sentir muy vulnerable y, al
mismo tiempo, muy femenina.
Pero cuando esa boca, esos labios, rodearon un pezón y succionaron su
pecho, ahogó un hondo suspiro y colocó las manos sobre los anchos hombros,
agarrándose con fuerza, proyectando el talle hacia delante, provocando que él
lamiera el otro pezón, restregando los pechos por la cara del hombre,
oyéndolo resoplar y oyéndose a sí misma…
La respiración, los gemidos, los suspiros…
De ambos.
En un rincón de su mente pensó en dos animales en celo.
Pero no, era más, mucho más.
Era algo escandalosamente erótico…

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Excesivamente peligroso…
Retorcidamente pervertido.
No era la primera vez que se excitaba, pero jamás había estado con un
hombre así, solos, desnudos, en una habitación. La habían besado en la boca,
le habían tocado los pechos por encima de la ropa y alguna vez, por debajo,
pero esto no.
Esto era otra dimensión.
Esto era…
Un pecado.
El hombre dejó de chupar, dejó de jugar con esos pechos plenos y, con
una rapidez que a ella le sorprendió, la volvió de espaldas a él para sentarla en
su regazo, para aplastarla contra su erección, para lamerle y besarle el cuello,
para amasarle los pechos, para apretarla con fuerza contra su cuerpo, pero,
sobre todo, contra su miembro.
Ella oía sus propios jadeos como si no le pertenecieran.
Ella sentía que su cuerpo ardía, como si estuviera en el infierno.
Ella notaba los brazos del hombre como si la engulleran, las manos como
si le quitara trozos de su cuerpo y esos labios, que le besaban el cuello, como
hierros candentes.
Él era el borracho, él era el que no se tenía en pie, pero era ella la
embriagada, era ella la que sentía girar su cabeza como si fuese una noria
gigante, era ella la que tenía deseos de gemir, gritar y dar rienda suelta a su
vorágine de deseo, y…
Perversión.
Y en cuestión de unos segundos, una mano enorme fue a colocarse entre
sus muslos, esa mano, que en un principio le pareció violenta, que se
acomodó encima de su sexo abarcándolo por completo, comenzó a acariciar,
con una suavidad enloquecedora, con un ritmo continuado y en aumento, que
fue provocando un crescendo, que provocó que abriera los muslos al máximo
para que esa mano siguiera, que no parase, que le hiciera lo que le diera la
gana para creer que, si alguien no lo impedía, ella moriría de placer.
Con las piernas abiertas, con la espalda y el trasero pegados al cuerpo del
hombre, aguantó la respiración al sentir cómo uno de los dedos entró en la
vagina, haciendo que se encogiera por un segundo, solo un segundo, porque
sintió que la lastimó, que ese dedo quiso entrar con demasiada violencia y ella
no estaba preparada. Pero no le importó, pues la excitación estaba por encima
de cualquier roce o rasguño y el dedo entró y salió las veces que quiso y, al

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oír los ruiditos que surgieron una vez que su vagina se lubricó, abrió los
muslos al máximo, otra vez, dejando que esa mano la enloqueciera.
Estaba borracho, por el amor de Dios, ¿cómo podía sujetarla de esa
manera con el brazo izquierdo?, sintiendo la presión del reloj de pulsera —
que no le había quitado— sobre su estómago, mientras con la otra mano la
tocaba, la frotaba, la penetraba de una manera bestial, queriendo gritar de
puro gozo, queriendo decirle que no parase, que estaba sintiendo unas cosas
extrañas, jamás imaginadas…
Y, entonces, cuando sintió que le faltaba el aire, cuando pensó en cómo
iba a acabar aquello, esos brazos poderosos la levantaron ligeramente, le
hicieron que se apoyase con las manos en el suelo alfombrado y la penetró
por detrás.
Ella ahogó un gemido, por el susto y la sorpresa, pero no se movió, no se
le ocurrió hacer algo que él no quisiera.
Ese miembro entró en su vagina con violencia, pero a ella no le importó,
pues estaba tan dilatada que lo acogió como si fuese el mejor de los regalos,
mientras sentía esas manos grandes agarrándola por las caderas, mientras
sentía embestida tras embestida y ella se agarraba a la lana de la alfombra
para no caer espatarrada.
Excitada y sorprendida de estar en esa postura, de que ese hombre la
penetrase de esa forma, sintiéndose inundada, gozosa…
Pero, un pensamiento rápido, una pregunta muy importante, llenó su
mente:
«¿Dónde estaba su virginidad?».
«¿Había desaparecido de golpe?».
«¿Se la había llevado por delante y no se había enterado?».
Todo eso no llegó a un par de minutos, que fue el tiempo que tardó en
sentir un calambre recorrer su cuerpo, un leve mareo y algo parecido a una
descarga eléctrica de fuerte y gozoso placer, que inundó su cuerpo y su mente.
Las manos de él aflojaron, como si se quedasen flácidas, sin fuerza, y ella
se dejó caer sobre la alfombra, sintiendo un calor desmesurado, una sensación
de pérdida de la consciencia, una sensación de ingravidez.
Pasaron unos minutos, o tal vez unos segundos, donde las respiraciones de
ambos jugaron a enlazarse en una sintonía de placer, mientras Sissy calibraba
su propio cuerpo, en especial de la cintura para abajo. Estaba rara, extraña,
escocida, mojada, pero rebosando placer por todos los poros de su piel.
Cuando ella pensó que debía levantarse, ponerse su ropa y largarse de ese
lugar de pecado, pues fácilmente el hombre se habría dormido, sintió de

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nuevo las poderosas manos que la cogieron por la cintura y la levantaron
como si fuese una muñequita, mientras ella ahogó un gritito en su garganta.
La dejó encima de la cama con cierta brusquedad, algo que ella ni notó.
Los ojos verdes lo miraron embobada, excitada.
Ese cuerpo desnudo, perfecto, tan grande, tan masculino que producía
delirio contemplarlo.
El reloj de pulsera parecía desentonar con esa piel desnuda, con ese
muestrario de músculos, y eso, eso estaba igual de grande que al principio.
Lo deseó, a pesar de estar irritada, a pesar de estar ligeramente aturdida.
Había estado dentro de ella y había perdido la virginidad, pero no se había
enterado.
Y ahora…
Los ojos de la chica lo observaron sin pestañear.
Esperando lo que se aproximaba.
Temiéndolo, por si no podía controlar lo que estaba sucediendo o lo que
tenía que pasar, pero deseándolo de una manera desconocida y descontrolada.
Él se acopló encima y, despacio, la penetró.
Esta vez no fue violento, era como si se hubiese apaciguado y quisiera
disfrutar del momento.
Ahogó un lamento cuando llegó hasta el fondo, sin dejar de mirarla.
Sissy se preguntó si realmente la miraba, si realmente la veía, o
simplemente la traspasaba.
«No sabes si realmente te ve, Sissy, pero que te traspasa…».
«Ya lo creo que me traspasa», pensó, mordiéndose los labios, sintiendo
las embestidas, una tras otra.
Y lo recibió gozosa o, tal vez, más que eso, a pesar de sentir los efluvios
del alcohol que salían de su boca, de su respiración agitada, de sus roncos
gemidos; devolviéndole la mirada, mordiéndose los labios para aguantar las
ganas que tenía de gritar, de soltar toda la adrenalina, la euforia contenida,
sintiendo esas embestidas cada vez más violentas, que la movían como si
fuese un juguete, sintiendo el roce de ese tórax duro, fuerte y suave, todo al
mismo tiempo, que le aplastaba los pechos de la manera más delicada, más
sensual.
Deseó probar su boca, sentir a qué sabían sus besos, pero no lo pidió ni
tampoco se ofreció.
Y él…
Él no se lo dio.
Él parecía estar en otro mundo.

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No pareció darse cuenta ni de que era virgen, ni que deseaba ser besada
por un borracho, ni nada de nada.
Solo quería dar rienda suelta a su miembro, que necesitaba vaciarse como
una botella de champán que han agitado y vuelto a agitar, pero no le han
quitado el corcho.
Y no paró, no disminuyó los envites, pues estaba tan excitado como ella,
tan deseoso como ella o, tal vez más, o tal vez de distinta forma, pues, a fin de
cuentas, era un hombre borracho, sin control y follando como un loco, sin
percatarse de lo que estaba haciendo, sin valorar las consecuencias y sin tener
en cuenta a la mujer.
Esa era la realidad, aunque a ella le importó un comino.
Entró, salió, volvió a entrar, moviéndose rítmicamente, provocando que
ella moviera sus caderas, elevándolas para encontrarse con él de la manera
más íntima, dando lugar a que, con cada vaivén, le llegaran múltiples oleadas
de placer.
Siendo consciente de que en ese momento la mirada del hombre estaba
clavada en sus pechos, que se movían al ritmo de los vaivenes que él
provocaba, y que ella, en su excitación y, por qué no decirlo, en su perversión,
hizo que se movieran más.
«¿Lo quieres volver loco, chica mala?», preguntó una vocecita dentro de
ella.
Sí, eso quiero.
Los elevó para que los pezones gritaran su posición, para que el hombre,
con su mirada brillante y febril, no dejase de comérselos con la mirada al
principio, para deslizar la punta de la lengua después y lamerlos con avaricia.
Y, cuando comenzó a sentir el comienzo del orgasmo, cuando supo que
todo llegaba a su fin, que no podía aguantar más, la voz del hombre se dejó
oír.
—¡Oh, ángel mío! ¡Por todos los putos diablos! —masculló con aspereza,
con la voz oscura como la noche, pero ella lo entendió a la perfección,
incluida esa palabrota.
Estiró su cuerpo, presionó la pelvis contra ella y, con algo parecido a un
aullido, se vació en su interior, al tiempo que perdió el conocimiento.
Fueron sus únicas palabras en todo lo que duró la sesión de sexo, dando
lugar a que eyaculara de golpe y se dejara caer sobre ella. Un peso de más de
90 kilos sobre un pedacito de mujer que apenas rebasaba los cincuenta.
Sissy esperó durante unos instantes, no mucho, el tiempo preciso para no
morir aplastada. Mientras sentía ese miembro en su interior, deslizó sus

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manos por la largura de los brazos, por la dureza de los músculos, deseando
tocar más, deseando que ese mástil volviera a moverse dentro de ella.
Pero llegó un momento en que no pudo aguantar tanto peso. O se lo
quitaba de encima o moriría aplastada, asfixiada o lo que fuera. Lo movió con
toda la fuerza que surgió de sus delgados brazos, hundiendo la cadera contra
el colchón para que el miembro saliera de su vagina, al tiempo que movió el
torso y empujó con los brazos.
Resopló, repitió los movimientos y, por fin, desplazó la parte más pesada
y pudo salir.
El hombre quedó boca abajo y roncando suavemente.
Estaba grogui.
Ella se quedó contemplándolo durante un instante.
«Vaya», pensó, «realmente está noqueado, como si le hubieran dado un
gancho de derecha, o de izquierda, en un cuadrilátero».
A Cornelius Frank le había gustado el boxeo y en un par de ocasiones
llevó a Sissy cuando contaba doce o trece años, pero no lo volvió a hacer,
pues Adele se enteró y puso el grito en el cielo. Pero a Sissy se le quedaron
grabadas en la mente ciertas expresiones de ese mundillo. Pues así estaba
Duncan Murray, KO.
Volvió a aplicar toda su fuerza, pues ese cuerpo era como un tronco tirado
en una carretera, y lo movió para dejarlo boca arriba. Sus ojos dibujaron el
contorno del cuerpo masculino, evaluándolo, devorándolo.
Madre mía, era una maravilla.
Desde los pies, hasta esa cabeza morena.
Incluida esa cicatriz…
Se relamió.
De puro placer.
Seguía excitada, si él no hubiese caído grogui, habría seguido, le habría
pedido…
«¿Qué le habrías pedido?», se preguntó.
Más, más.
Iba a taparlo, pero antes llevó una mano temblorosa hasta el pene, que,
aunque ya no estaba como al principio, seguía viéndolo grande. Deslizó los
dedos por esa carne de pecado, tocando la viscosidad del semen, dando cuenta
de la largura y, cuando este hizo un movimiento de elevación, retiró la mano
de golpe, asustada, pensado que, a pesar estar dormido, «eso» tenía vida
propia.

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Quedó extática durante un largo minuto, sin dejar de mirarlo, y entonces,
llevó —otra vez— la mano hasta el miembro y lo acarició, sin dejar de
observarlo, lo manipuló deslizando las manos hasta los testículos y los
acarició por encima, para ver cómo ese mástil se envaraba por completo.
Ella escuchó su propia respiración, el gemido que se tragó, nerviosa,
alterada, como si estuviera haciendo la peor de las barbaries, mientras el
suave ronquido del hombre llegaba a sus oídos.
Sabía lo que quería hacer y quería hacerlo.
Esos ronquidos la alentaron a seguir.
La verde mirada recorrió ese cuerpo y se fijó de nuevo en la erección.
«No lo hagas», gritó su conciencia.
Pero ella no estaba por la labor.
No quería ser buena.
Se subió encima, con cuidado, con miedo por si despertaba y la golpeaba,
pero eso no ocurrió. Y despacio, sujetando el miembro, que casi chocaba con
esa placa de músculos que adornaban el abdomen, llevándolo a su sitio para
que entrara por el orificio correcto, colocó las palmas de las manos sobre esos
pectorales y galopó encima de ese cuerpo grande y duro, a pesar de sentir un
ligero escozor en la vagina.
El deseo de lo prohibido era mucho más fuerte.
¿Qué podía pasar si por el efecto del deseo despertaba…?
Que seguirían haciéndolo, porque él no sería consciente de haberse
dormido; es más, no sería consciente de nada que tuviera sentido.
Tenía tal borrachera que, como escuchó aquella vez a su madre, al día
siguiente no se acordaría de nada.
Desplazó sus manos por las elevaciones y hendiduras de un estómago, que
parecía una tabla de lavar ropa, por los anchos y duros pectorales, y al mismo
tiempo sueves, que apenas tenían vello, tocándolos, evaluándolos,
acariciándolos, jugueteó con las tetillas, mientras se mordía los labios y
cabalgó como si estuviera en una de sus antiguas clases de equitación, como
si ese hombre fuese su montura, y así, sin movimientos bruscos, de manera
tranquila, flexible, armoniosa, cabalgó sobre él, sintiendo cómo el miembro se
deslizaba en su cueva, sintiendo que su cuerpo volvía a vibrar con la sumisión
de ese cuerpo, con el grosor de ese miembro…
Sintió cómo la inundaba el placer, cómo su cuerpo temblaba de puro
éxtasis…
Se mordió con fuerza el labio para no gritar de gozo.
Controló sus manos para no arañar el torso del hombre…

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No supo si lo consiguió, pues su mente no reparó en esas menudencias.
Y, cuando su cuerpo fue perdiendo fuerza, cuando el orgasmo fue a
menos, sintió el chorro de semen dentro de su vagina…
Asustándose.
Y, como si de golpe volviera al mundo real, dándose cuenta de que podía
quedar embarazada, de que por tres veces ese hombre la había inundado con
su simiente…
Se quitó de encima, mientras el liquido seminal se deslizaba por el interior
de sus muslos, mientras salía de su estado de locura, excitación y perversión.
Él no se había despertado.
Roncaba con fuerza.
Dormía como un…
Como un borracho.
Rápidamente tapó el cuerpo, justo hasta la mandíbula, que ya oscurecía
con el comienzo de la barba, dándole un aspecto diabólico, y se quedó
contemplando ese rostro durante unos segundos.
Segundos que le sirvieron para tocar los labios con la punta de sus dedos y
deslizar el índice por la cicatriz de la sien, para echar hacia atrás un mechón
de negro cabello…
Para contemplarlo como si nunca hubiera visto un hombre.
Como si fuese un ser extraordinario.
Se retiró de la cama, sin dejar de observarlo y se puso con rapidez el
camisón, lo colocó entre los muslos para limpiarse y, al momento, se cobijó
en la gruesa bata, atándola con fuerza.
Apagó las luces, salió con celeridad, cerró con suavidad, volvió al
vestíbulo a recoger el quinqué y, de paso, coger un libro de la biblioteca.
El que fuera, daba lo mismo.
Era algo así como querer pensar que no había ocurrido nada. Que ella bajó
a dejar un libro y coger otro, y tranquilamente volver a su pequeña habitación.
Eso es lo que había pasado.
Nada más.
«¿Está claro, Sissy?».

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Capítulo 9

Abrió los ojos antes de que dieran las seis y media de la mañana o, al menos,
lo intentó. Por Dios qué lo intentó y, al momento de hacerlo, se llevó las
manos a la cabeza, queriendo sujetarla, deseando que no se moviera, que lo
que hubiera dentro de su cráneo, no se desplazara de un lado a otro, como si
fuese el sonajero de un bebé.
—¡Joder! Qué cojones… —Retiró de una patada las mantas que tapaban
su cuerpo y de una intentó levantarse, pero no llegó a poner los pies sobre la
mullida alfombra de lana escocesa—. Maldita sea, pero ¿cómo…? —maldijo,
acostándose de nuevo, despacio, para que la cabeza no le diera más vueltas.
Se quedó así durante un par de minutos, y lo volvió a intentar, pero esta
vez lentamente. Muy, muy lento. Controlando ese movimiento inoportuno y
fastidioso que le provocó su condolida cabeza.
La gran cama del siglo XVIII, pegada a la pared por un lateral y el
cabecero, rodeada por los dos lados restantes por cortinas de terciopelo
granate, recogidas a los postes del lateral para dejar la entrada y salida libre a
la hora de acostarse o levantarse, habían permanecido así toda la noche. Él no
solía cerrarlas, pero, si las noches eran muy frías y cuando su difunta esposa
le obsequiaba con una visita nocturna, más de una vez cerraban el cubículo
del descanso para convertirlo en el cubículo del placer.
No supo por qué le vino ese pensamiento a la cabeza, pues su esposa ya
no estaba, y tampoco fue muy ardiente; es más, era él el que visitaba el
dormitorio contiguo, el que intentaba que su vida conyugal fuese algo más
que un par de visitas a la semana.
Sentado en la cama, miró a su alrededor lentamente, porque hasta el
movimiento de los ojos le provocó sensaciones extrañas. Se fijó en la ropa
colocada sobre la silla más cercana y en los gemelos de oro encima de la
mesita de noche.

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Clavó la mirada en el reloj de pulsera, un Rolex Oyster, hermético al
polvo y al agua, que seguía puesto en su muñeca izquierda.
Se quitó los gemelos y… ¿no se quitó el reloj?
Dejó de lado esa pregunta y se llevó las manos a la cabeza.
Por todos los santos, parecía que le iba a estallar de un momento a otro.
—¿Cómo puede ser que tenga esta resaca de mil demonios y este puto
dolor de cabeza, si solo me tomé cuatro copas? —se preguntó murmurando, al
tiempo que se levantó despacio para evitar que la cabeza se agitara como si
fuese una coctelera, y se dirigió al cuarto de baño.
Una vez dentro, orinó durante un rato más que largo, apoyando una mano
en la pared y con la mirada perdida, dándose por satisfecho al liberar su vejiga
de todo lo acumulado.
Se la sacudió y miró hacia abajo.
Mientras su mano derecha sujetaba el pene, sus ojos se quedaron clavados
en el mismo. Todo lo largo que era estaba manchado de rosa, de rojo,
pegajoso…
¡Qué cojones!
«¿Es que había follado y no lo recordaba?», se preguntó mientras
manipuló el miembro, tocándolo, mirándolo y oliéndose las manos.
El olor a semen era inconfundible, pero olió algo más: el olor de la sangre,
y otro más, un olor almizcleño…
Se dirigió a la habitación y clavó la mirada en la cama, en la sábana, en la
pequeña mancha de sangre. Palpó, notando que todavía estaba húmeda,
seguramente por el calor de su cuerpo. Volvió a mirarse el miembro, a olerse
las manos, a tocarse los testículos y volver a olerse, mientras sus ojos no se
retiraron de esa mancha roja y casi se olvidó del fuerte dolor de cabeza.
—Pero… ¿qué diablos ha pasado aquí? —murmuró—. ¿Qué cojones has
hecho, Murray? —se preguntó con el ceño fruncido, maldiciendo el dolor de
cabeza y sin dejar de mirar esa mancha.
Maldiciendo una y otra vez, volvió al baño.
Cuando llegó Alastar, se estaba afeitando y su cuerpo estaba cubierto con
una bata de seda.
—Buenos días, señor. No he querido venir antes para no molestarlo. Al
ver el Rolls fuera de la cochera, he pensado que llegó tarde y que querría
dormir un poco más.
Duncan observó al mayordomo y ayuda de cámara, mientras terminaba de
afeitarse.

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—Has hecho bien, Alastar. Creo que anoche bebí más de la cuenta, pero,
si te digo la verdad, no me acuerdo ni cuándo llegué —explicó con voz ronca.
—Me han dicho que esa ginebra que están elaborando es para tumbar un
elefante —bromeó el mayordomo, sabiendo que la tarde anterior había estado
en la destilería—. No debería haber bebido, señor. Con ese medicamento que
le recetó el doctor para el resfriado y la fiebre… creo que no era
recomendable el alcohol. Menos mal que es un experto conductor y no le
ocurrió nada malo en el trayecto a casa.
Duncan se limpió los restos con la toalla que rodeaba su cuello, mientras
esa mirada penetrante se clavaba en la imagen que le devolvía el espejo.
—No bebí tanto, te lo puedo asegurar; al menos, no más que otras veces,
pero sí, la nueva ginebra va a tumbar a más de uno. —Dejó pasar unos
segundos, y añadió—. Después de salir de la destilería, estuve en casa de un
amigo y tomé otro par de copas, creo recordar…
«Casa de un amigo», pensó Alastar, habría vuelto el señor a las andadas…
—La medicación, señor. A su padre, que en paz descanse, también le pasó
en alguna ocasión. Son mala combinación. Medicamentos, que vaya usted a
saber qué demonios llevarán, y alcohol, que sí sabemos lo que lleva.
—Seguramente fue eso, Alastar, seguramente —añadió, más para sí
mismo que para los oídos del mayordomo.
El bueno de Alastar se puso en movimiento.
—Enseguida le preparo el baño, señor.
—No es necesario, me daré una ducha. Tengo prisa.
—Sí, señor. Como desee.
—Quiero acercarme a las cuadras.
—¿Traje de montar, señor?
—No, solo quiero echar un vistazo y hablar con los muchachos.
—Sí, señor.
Alastar ya estaba acostumbrado a la ducha, pues Duncan la mandó instalar
años atrás, en la misma bañera, pero seguía pensando que era más cómodo el
baño tradicional y, sobre todo, más relajante, sin tener que estar de pie y
rodeado de esas cortinas para que el agua quedase contenida en el pequeño
recinto. Pero, claro, el señor Murray ni era tradicional ni le gustaba relajarse,
sobre todo, después de lo sucedido tres años atrás.
En fin, la vida…
La vida no era fácil ni para los ricos.
Alastar Coby fue a recoger las prendas de ropa para sacudirlas unas y
llevarlas a la lavandería otras, cuando sus ojos repararon en la mancha de

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sangre, dando lugar a que su cuerpo se quedara estático, con el pantalón del
señor en una mano y el chaleco en la otra y la mirada clavada en ese punto
rojo.
Por todos los santos, si parecía…
No, no podía ser.
¿Aquí?
No, imposible.
Volvió a dejar las prendas en la silla y se pasó una mano por la blanca
cabellera, mientras escuchó el ruido que hicieron las cañerías cuando el agua
comenzó a circular por las tuberías que abastecían la bañera y la ducha.
Escuchó cómo el señor comenzó su aseo general, los ruidos típicos de las
botellas que contenían jabón para el cuerpo y otro para el cabello…
Volvió a moverse, recogió la ropa, guardó los gemelos en su sitio, no tocó
el reloj de pulsera, pues el señor se lo volvería a poner, preparó otra muda,
eligió pantalones, camisa, chaleco, corbata y demás, todo sport.
Volvió a mirar la sábana.
Las cambiaban dos o tres veces por semana, cuando él se encontraba en la
mansión. Más, si era necesario, y en ese momento era necesario. Echó la ropa
de cama hacia atrás y sacó la bajera, esto no era trabajo suyo, lo hacían las
criadas, pero no supo por qué necesitaba esconder esa sábana.
¿Habría traído alguna mujer?
¿De casa de algún amigo?
¿De esas mansiones?
Pero, si así hubiese sido, ella estaría ahí, con él.
Claro que, ahora… algunas mujeres conducían, podía haber traído su
coche y haberse ido en la madrugada.
No, todo eso le sonaba demasiado rebuscado.
¿Una criada, tal vez?
Imposible, ninguna era tan atractiva como para que el señor se pudiera
sentir atraído; además, en todo el tiempo que lo conocía, más de veinte años,
él no había tenido contacto sexual con las criadas o doncellas. No era su
estilo, ni tan siquiera cuando era adolescente, ni cuando volvió de la guerra,
que anduvo un poco extraviado.
No, altamente improbable.
Además, ya tenía otros lugares para esparcir su ímpetu, según se
rumoreaba.
Duncan Murray era un hombre serio, cabal, sus líos amorosos no
formaban parte de la vida de la mansión, de esta casa, ni de la de Victoria

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Street.
Y, entonces, un rostro le vino a la mente: la estadounidense.
Era una preciosidad, muy bonita y, además, de Nueva York; y se le notaba
que era de clase alta, que, por las circunstancias que fueran, habían dado lugar
a verse en esa situación.
No, no podía ser.
Esa joven tenía mucha clase, no creía que…
Apenas había cruzado cinco palabras con el señor, al menos que él supiera
y, por otra parte, el señor estaba fuera y cuando se encontraba en la mansión,
pasaba la mayor parte del tiempo en su despacho, en los establos, en la
destilería y, de vez en cuando, jugando al golf; y con el pequeño Dunc, por
supuesto. Además, la chica parecía muy seria, no dada a confianzas; sí, era
simpática, pero no en exceso, como imperando la prudencia ante el momento
que vivía y el trabajo que tenía.
Sí, pero el señor iba a visitar diariamente a la señorita Lily y la americana
hacía un trabajo entre dama de compañía y cuidadora de la anciana, y la
mayor parte del tiempo estaba con ella.
No, no podía ser.
Esa joven se la veía muy seria y formal.
¿Y la señorita Agatha?
¡Qué tontería!
Imposible.
No es que fuera fea, pero tampoco era guapa y estaba flaca, más que la
americana; bueno, más que flaca, lisa… la mirase por donde la mirase. Claro
que cosas más raras había visto y, además, tenía la misma edad que el señor.
No, imposible.
Además, el señor Murray estaba a punto de prometerse con la señorita
McKenzie, o eso se rumoreaba, pero también decían que el señor no estaba
muy decidido, que todavía estaba dolido con el suicidio de la esposa y no le
apetecía encadenarse de nuevo. Y, por otro lado, más de uno comentaba que
la señorita McKenzie se parecía mucho a la difunta señora, y no en el físico,
sino en el carácter un tanto delicado. Bueno, eso era lo que le había llegado a
sus oídos, pero, claro, uno no se podía fiar de todos los chismes, dimes y
diretes.
En esos momentos salió el señor del cuarto de baño con una toalla
rodeando las estrechas caderas, interrumpiendo sus abruptos pensamientos.
—¿Te llevas las sábanas, Alastar? —preguntó curioso.

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El criado carraspeó ligeramente, un tanto violento, como si lo hubiese
cogido in fraganti y por ver al señor así, en paños menores, después de todo
lo que estaba pensando.
—Está manchada, señor… —añadió el hombre, sin dirigirle la mirada,
sujetando con fuerza el lienzo que había quitado.
Duncan agitó una mano grande, elegante, bien cuidada, no dándole
importancia al hecho insignificante de una mancha de sangre en su cama.
—Sí, sí, ya lo sé. Debí de cortarme con algo anoche. —Se frotó
ligeramente un dedo, como dando a entender que ahí estaba el mal—. Ni lo
recuerdo… sería al salir del coche. —Miró el colchón y arrugó el ceño—.
Que limpien el colchón. O que traigan otro.
—Sí, señor.
—Y deja la sábana en el suelo, por el amor de Dios, Alastar. Ya se la
llevaran las criadas, para eso están —ordenó al tiempo que se quitaba la toalla
y comenzó a vestirse—. Y tráeme algo para el dolor de cabeza… ¡Por lo más
sagrado! Tengo la sensación de que me va a estallar de un momento a otro —
replicó de mal humor.
—Sí, señor. Ahora mismo.
—Y recuérdame que no tome más medicamentos en lo que me quede de
vida.
Alastar afirmó en silencio, aguantando un amago de sonrisa, para salir de
la alcoba y traerle un calmante, dejando la sábana en el suelo y pensando que
tenía una imaginación desbordada.
Pues claro, la mayor parte de las cuestiones, tienen las contestaciones más
simples y, a la vez, naturales: se cortó, se hizo una herida en la mano, en el
dedo, al salir del coche, seguramente, teniendo en cuenta en el estado en que
llegó, o al acostarse…
Llegando en un estado tan lamentable, lo raro es que no se hubiera abierto
la cabeza, pensó recordando cómo habían muerto sus progenitores.
«Santo Dios, estos jóvenes de hoy en día», siguió barruntando el bueno de
Alastar, al tiempo que recordó las palabras que tuvo con la cocinera, pocos
días atrás, sin saber que la americana estaba cerca oyendo todo lo que dijeron.
—¿Tú crees que sigue yendo a esos lugares? —preguntó la cocinera.
—Vete a saber y, si me dan a elegir, prefiero no saberlo.
—¿Crees que lleva a la señorita McKenzie?
—¿Cómo lo voy a saber? Pero… sí sé que hay hombres que llevan a sus
mujeres.
—¡Válgame Dios! —exclamó la mujer.

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—Así funciona el mundo moderno —añadió, sin dejar de mover la cabeza
plateada.
—El diablo acecha en cada esquina —sentenció la cocinera, mientras
Alastar siguió moviendo lentamente la cabeza.
Alastar volvió al presente para hacerse una pregunta.
¿Y esos arañazos en la parte superior izquierda de su torso?
Ayer no estaban, podía poner la mano en el fuego.
Era como la marca de un gato.
O de una gata.
Alastar no quiso seguir dándole vueltas al asunto, el señor ya era
mayorcito para saber lo que hacía, y él no era quién para especular, criticar o
cotillear.
Oír, ver y callar.
En cuanto estuvo vestido, desayunó y se fue a las caballerizas, donde se
encontraban las yeguas de cría, y que se hallaban a cinco kilómetros de la
mansión. Después de hablar con los muchachos que se encargaban del trabajo
que ocasionaban diez yeguas y media docena de potros, montó en su
automóvil y se dirigió a la destilería.
No dejó de darle vueltas a la cabeza, durante toda la mañana y, según se
fue aclarando la mente, no mucho, pero algo, le vinieron varios fogonazos de
imágenes borrosas.
Borrosas, pero delatoras.
Dejó de mirar los datos que tenía delante, varias facturas pendientes de
pago, un alambique que había que arreglar… para entrecerrar los ojos y
vislumbrar unos pechos plenos, que llenaron sus manos, y unos pezones que
sus labios saborearon, que su boca succionó. Sintió el sabor, el tacto y la
rugosidad, pues estaban erectos.
«Joder, ¿qué demonios he hecho?», se preguntó por enésima vez.
Estaba más que intrigado, sí, porque algo así se le iba de las manos y,
pensando en manos, llevó una hasta su camisa y metió dos dedos entre los
botones para deslizarlos por encima de dos arañazos que se había visto esa
mañana en el baño.
No cabía duda alguna de que había pasado la noche con una mujer o, al
menos, al comienzo.
Justo en ese momento, sonó el teléfono y pareció despertar de un sueño
entre erótico y de suspense.
Lo cogió y escuchó la voz de la secretaria.

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—¿Qué acaba de decir? —preguntó sin estar del todo en las palabras de la
empleada.
—Que la señorita Spencer ha sufrido un accidente. Ha llamado su
mayordomo, por lo visto se ha caído por la escalera y parece ser que se ha
roto la pierna.
Duncan colgó el teléfono y salió de su despacho, dirigiéndose hasta la
mesa de la secretaria.
—¿Ha mencionado a mi hijo?
—No, señor —contestó la joven, sintiendo que se ponía colorada con solo
ver al que era su jefe.
Cogió la pelliza y salió del edificio.
Cuando llegó a la mansión, ya se la habían llevado al hospital más
cercano.
En el hall principal esperaba el mayordomo para darle explicaciones, pues
la secretaria, que era su sobrina, había llamado a la mansión para decirle que
el señor iba para allá.
—¿Cómo ha ocurrido, Alastar? —preguntó, quitándose la prenda de
abrigo y dándosela al mayordomo.
—Parece ser que resbaló, señor.
Murray arrugó el ceño.
—¿En la escalera principal?
La pregunta fue hecha con extrañeza, pues esa escalera era ancha,
cómoda, y bien construida, de forma que, si te encontrabas en la planta
primera, te llevaba a las salas que se hallaban en la planta baja, donde estaba
la biblioteca y el despacho, diversos comedores de desayuno, de almuerzo y
de cena, salas de recibir, además de los salones principales cuando había
invitados y celebraciones de toda índole.
Alastar movió su blanca y espesa cabellera, afirmando con ahínco.
—Sí, señor. Se disponía a bajar para ir a desayunar cuando resbaló
prácticamente en el primer escalón; dos criadas estaban limpiando las
paredes, los cuadros y presenciaron la caída, casi desde el principio, pues,
nada más perder el equilibrio, emitió un pequeño grito y rodó por las
escaleras. Llevaba un libro entre las manos y es fácil que se confiase, que no
mirase.
—¿Había algo en el suelo? ¿Tropezó con la alfombra? —preguntó
ligeramente enojado.
—No, señor. Nada. Nada de nada. La alfombra está como corresponde,
para eso se revisa todos los días, y las varillas, al igual que los soportes, están

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en perfectas condiciones. Seguramente apoyó mal el pie, no calculó bien…
No quiso añadir que si iba distraída con el libro que llevaba entre
manos…
—Mala suerte, entonces. Iré a verla esta tarde o mañana. ¿Y mi hijo?
¿Con quién está?
—Con la señorita Frank, señor.
Duncan elevó las cejas en señal de sorpresa.
—¿No estará con la tía Lily? —la pregunta fue hecha con cierto enfado.
Alastar negó al momento, de todos era sabido la inquina que la señorita
Lily le tenía al pequeño.
—No, no. Están en la habitación de juegos. La señorita Lily está con su
doncella.
Duncan no dijo nada más y se dirigió a las escaleras mencionadas para
dejarlas al llegar a la primera planta e introducirse en el laberinto de pasillos y
pequeños tramos de escaleras en que se convertía la mansión, como si se
tratase de otro lugar más antiguo, más fantástico, hasta llegar a la habitación
de juegos, que se hallaba en la zona oeste.
Sus pasos eran amortiguados por la alfombra que cubría el pasillo, pero,
aún así, disminuyó la zancada antes de llegar a la habitación. Las risas de su
hijo llegaron hasta él, pues la puerta estaba abierta. Esas risas le alegraron la
mañana y, al oír la voz de la americana, se paró para escuchar lo que decían,
para no delatar su presencia.
—Muy bien, Dunc. Muy bien.
—Chi, chi —añadió contento el niño.
—Ahora vamos a pintar con el color amarillo. ¿De acuerdo?
—Chííííííí —afirmaba, disfrutando de lo lindo.
—Venga.
—Sissy, tú —pidió el niño.
El padre se sorprendió de que su hijo supiera el nombre de la joven y que
lo pronunciara correctamente.
—¿Quieres que pinte yo? —preguntó con esa voz dulce como la miel.
—Chííííííí —soltó sonriendo de oreja a oreja.
—Muy bien. Mira, voy a dibujar una flor… Una margarita. —El hombre
escuchó el sonido del lápiz deslizándose por el papel—. ¿Ves?
—Chííííííí.
—Y ahora la pintaremos de amarillo en el centro. Sin salirnos fuera del
círculo —dijo de manera precisa y pausada.
Hubo un silencio y siguió.

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—Ya está. ¿Te gusta, cariño?
—Chííííííí.
Murray escuchó las palmitas que dio su hijo.
—¿Y cómo se llama esta flor? —Calló durante un instante para ver si el
niño decía algo, pero, al ver su rostro expectante, esa mirada que la
enamoraba, comenzó—. Mar…
—¡Arita! —gritó haciendo un movimiento ondulante con su cuerpecito.
—Muy bien. ¡Bravo por Dunc!
Las palmitas del pequeño se dejaron oír de nuevo.
—Ora pon —pidió el peque, tartamudeando y moviendo su rubia
cabecita.
—¿Qué quieres que ponga?
—Tú. Sissy —pronunció con fuerza.
—¿Quieres que ponga mi nombre?
—Chííííííí.
La chica hizo un gesto, como pensando lo que iba a hacer, aguantando la
risa al ver cómo la miraba el niño.
—¿Quieres que ponga los dos nombres? ¿El tuyo y el mío?
—¡Chííííííí! —gritó eufórico y dando palmas.
—Muy bien. Dunc —nombró mientras escribía—, y… Sissy. Ya está.
El niño volvió a dar palmas, sin poder ocultar su gozo.
Cuando el hombre iba a entrar, vio cómo su hijo se abrazaba a la
neoyorkina y, seguidamente, le daba un sonoro y húmedo beso en la mejilla.
Fue en ese momento, cuando ella, entre risas y devolviéndole el abrazo al
niño, elevó los ojos y vio a ese hombre en el umbral de la puerta, que la
miraba con suma atención. Sintió enrojecer las mejillas, el cuello, hasta las
orejas, al recordar todo lo sucedido la noche anterior y, al llevar el cabello
recogido, supo que él estaba viendo toda esa rojez inapropiada.
Se preguntó si él recordaría… y casi se arrepintió de lo hecho.
Casi.
El pequeño dejó de abrazar y besuquear a la joven, notando la presencia
de alguien. Se giró y, al ver a su padre, emitió un gritito y se lanzó a sus
brazos. Murray lo elevó a las alturas, lo zarandeó, lo agitó, para abrazarlo y
ser correspondido.
—Pa, pa, pa, pa —repitió como un lorito, nervioso como siempre que
veía a su padre.
El hombre mantuvo durante unos instantes el envolvente abrazo, viendo
cómo lo miraba la joven.

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—¿Qué estás dibujando, mi precioso niño? —le preguntó dejándolo en el
suelo—. A ver, enséñamelo.
—Mira… mira —señaló con un dedito—. Flo —explicó.
—Una flor, muy bien. ¿Y cómo se llama esta flor tan bonita? —preguntó
con esa voz grave, que seguía ronca, pero que mostraba ternura hacia su hijo
y que provocaba revoloteo de mariposas en el estómago de la joven.
El niño miró a su padre, después a Sissy y luego al papel.
Elevó los inocentes y preciosos ojos en forma de almendra rasgada hacia
arriba y mostró una sonrisa.
—Aaaarita —contestó con una sonrisa, dándole fuerza a la última «a».
—Margarita, muy bien pequeño, muy bien —alabó el padre, dejando que
el pequeño se metiera entre sus piernas pidiendo un abrazo, mientras la
mirada del hombre se clavó en la joven, en esos pómulos sonrosados.
En esos ojos gatunos.
En esa boca…
Por Dios, qué boca.
—¿Qué te parece si ahora pintas tú solo?
—Chi —contestó alegre, cogiendo la libreta que le daba su padre para
ponerla en su pequeña mesa, donde había multitud de lápices de colores.
El niño se puso a garabatear y se olvidó de los mayores.
Pero los mayores no dejaron de observarse y, ante esa mirada masculina,
los pómulos de Sissy se calentaron al máximo.
Por fin, el hombre habló y ella estuvo a punto de soltar el aire retenido.
—Le agradezco que se haya ocupado del niño.
Sissy estuvo a punto de tragar saliva, de lo nerviosa que estaba, pero, por
suerte, controló la situación, aun sintiendo el calor en las mejillas, esas
coloraciones estúpidas que le salían últimamente, y siempre relacionadas con
ese hombre… Cuando pensaba en él, cuando oía su voz, cuando oía hablar de
él, cuando lo miraba a hurtadillas por una ventana, si iba o venía.
Cuando pensaba en lo ocurrido la noche pasada.
¡Oh, Dios del cielo!
La noche pasada…
No podía controlarlo, no podía dejar de pensar en ello y, para su
vergüenza, dio por hecho que estaría colorada como una fresa.
—No por favor, para mí es un placer, señor. Lamento mucho el accidente
de la señorita Spencer, pero estar con el pequeño es muy gratificante —soltó
casi de corrido, y al momento su mente le dijo: Tranquila, Sissy, tranquila.

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Después de todo lo que te ha pasado, de todo lo que has sufrido, puedes
controlar cualquier situación.
Duncan tardó unos segundos en preguntar, pues estaba encandilado con
esos ojos verdes, y deseó llevar las manos a esas mejillas enrojecidas y
bajarles la temperatura con su contacto.
—¿No tendrá fiebre, señorita Frank?
Ella se mostró confusa y, al momento, imaginó el motivo de la pregunta.
—¿Fiebre? No, no señor. Estoy perfectamente.
Llevó sus delicadas manos a las mejillas y mostró una tímida sonrisa.
—Hemos estado jugando un rato, antes de pintar, y… y creo que me he
excedido. —La sonrisa se hizo más grande, mostrando todo su esplendor,
iluminando sus ojos, pero, al ver, al ser consciente de cómo ese hombre clavó
la intensa mirada en su boca…
La cerró de golpe.
Y ese hombre, a pesar de que le hubiera gustado reír ante la timidez de esa
preciosidad, no lo hizo, pues estaba tan confuso y tan desconfiado, que no
había tiempo para sonrisas.
—¿Le gustan los niños, señorita Frank? —preguntó gravemente.
La joven sintió la tensión en el ambiente, incluso pensaba que él podía
estar atando cabos. Bueno, daba lo mismo; que atase los cabos que le diese la
gana, porque ella…
Ella sería una tumba.
—Sí. Me gustan —contestó con un tono meloso, aunque no lo hizo a
propósito.
La mirada del hombre no se desprendió de su rostro.
Calibrando el mínimo gesto.
Sintiendo la alteración de la joven.
Sabiendo que intentaba esconder su nerviosísimo.
—¿Aunque sean así?
Ella volvió a enrojecer ante esa pregunta.
—Creo que es muy injusto que a los niños que son… diferentes se les
trate de manera discriminada.
Ella calló.
Él no dijo nada.
No dejó de mirarla.
Observándola como una mantis religiosa antes de comerse un insecto.
Ante ese escrutinio, ella volvió a hablar.

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—Dunc es un niño muy cariñoso, muy simpático, deseoso de aprender…
—Volvió a callar, sintiendo esa intensa mirada sobre su rostro—. Además, es
un niño precioso.
Duncan siguió sin decir nada.
Mirándola, sabiendo que la estaba poniendo nerviosa.
Muy nerviosa.
El hombre deseó acariciar esos pómulos sonrosados para sentir cuánto
calor tenían, pero, sobre todo, para ver si otros recuerdos volvían a su mente.
—¿Quiere ser su educadora? —soltó a bocajarro.
La pregunta la dejó descolocada.
—¿Yo? —preguntó abriendo los ojos al máximo y quedando con la boca
entreabierta, que cerró al momento, al ser consciente de cómo esa mirada se
desplazó en menos de un segundo, de sus ojos a la boca.
—Sí, usted.
Ella se removió en su asiento al sentirse observada por esa mirada intensa
y misteriosa, ese color de ojos que su madre llamaba azul pizarra. Con la
claridad que entraba por las ventanas del aula, esa luz blanca propia de los
días nublados, esos ojos se veían de un azul oscuro, hermoso y la noche
pasada, con la poca luz de la alcoba, le parecieron de un gris oscuro, metálico,
y de un modo o de otro, eran tan enigmáticos, tan profundos, que resultaba
difícil mantenerle la mirada, pero ello lo hizo, y también dejó de removerse en
la silla.
—¿Hasta que la señorita Spencer se recupere, quiere decir? —preguntó
muy seria.
—Eso es. Hasta que esté en condiciones de volver a su puesto.
La joven no lo pudo evitar y mostró una deslumbrante sonrisa, al tiempo
que soltó un pequeño suspiro, que hizo que la mirada del hombre se clavase,
otra vez, en esa preciosa boca.
—Me encantaría, señor Murray. Me gustaría muchísimo. Muchísimo —
repitió y, haciendo acopio para contenerse, para esconder su nerviosismo y,
sobre todo, para no sentarse en el regazo de ese hombre.
A él le sorprendió esa contestación, esa franqueza, ese suspirito que salió
antes de hablar, un sonido que casi le puso cachondo. Ese brillo que vio en
esos ojos tan deslumbrantes de por sí, y esos labios tan sensuales, al hablar, al
estar sellados, al sonreír, como fuera. Pero, a pesar de ese físico deslumbrante,
de ese suspiro entrecortado, Duncan no perdía el norte, al menos estando en
condiciones normales, es decir: sobrio.
—¿No está contenta con la señorita Lily?

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Ella agitó esa melena recogida con unos preciosos pasadores de plata
detrás de las orejas y mostró seriedad en su hermoso rostro.
—¡Oh!, no es eso, señor. No tiene nada que ver. La señorita Lily está
enferma, pobrecita, y con constantes cambios de humor, y… ella… no es
consciente de su estado. Y lo entiendo. Aunque, si le soy sincera, nunca había
estado con una persona así. —Hizo una pequeña pausa y se lamió el labio
inferior, para arrepentirse en el acto al sentir la mirada del hombre y, de forma
pueril, bajó la cabeza, llevó los dedos a los labios, como queriendo sacarlos, y
al momento elevó el rostro y continuó—. Quiero decir… que nunca había
tratado a personas tan mayores y en condiciones tan particulares. Pero, bueno,
hay un dicho que dice que la música amansa a las fieras; pues en el caso de la
señorita Lily, la lectura amansa sus nervios. —Acabó mostrando una discreta
sonrisa y evitando morderse el labio o deslizar la lengua por ambos, aunque
se le secase la boca durante siete años.
El hombre sonrió sin enseñar los dientes, torciendo la boca, provocando
con ello que la chica mirase esos labios y, al momento, se le fueron los ojos
hasta la cicatriz de la sien, para volver a hablar y concentrarse en ese
momento, fijar la mirada en los ojos azul pizarra, que la evaluaban como si
fuese una presa.
—De todos modos —se atrevió a decir, manteniendo el contacto visual
con ese hombre que le quitaba la respiración, que la excitaba como si fuese un
animal en celo—, si a usted le parece bien, cuando Dunc esté dormido,
haciendo alguna de sus siestas diurnas, se puede quedar una doncella con él y
yo puedo ir a leerle a la señorita Lily para que no le cause ningún malestar.
Él no contestó.
Sus ojos se deslizaron por el vestido que llevaba. Recto, sin formas.
Haciendo que ella se pusiera nerviosa y se cerrase la chaqueta de punto que se
había puesto esa mañana, y que no se había quitado en momento alguno, pues
tardaba unas horas en entrar en calor. Pero, al hacer ese movimiento, apretó
sus pechos y la mirada del hombre se quedó durante un instante ahí.
Entonces dejó oír su voz.
—Me parece bien. Siempre y cuando no sea excesivo para usted.
Ella elevó sus delgados hombros para ver cómo la mirada de ese hombre
no dejaba de observar cada movimiento que hacía.
—En absoluto, señor. No me resultará excesivo. Para nada —añadió,
viendo cómo Murray se levantaba y, haciendo ella lo mismo, echando unos
pasos hacia atrás, para no sentirse empequeñecida por la estatura y
corpulencia del papá de Dunc.

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Ese cuerpo desnudo no se le iba de la mente, ese…
Ese miembro entre los musculosos muslos…
Murray iba a despedirse, pero, antes, soltó las palabras.
Las palabras que la dejaron helada.
—Dentro de media hora la espero en mi despacho.
Se quedó muda, quieta, con los ojos clavados en la imponente figura
masculina, mientras el pequeño seguía llenando el papel de garabatos.
En esos momentos, era lo único que se escuchó: el ruido agitado y torpe
del lápiz que estaba martirizando el pequeño.
—Supongo que sabe dónde está, señorita Frank.
La voz se había endurecido, su gesto se volvió taciturno y ella sintió un
escalofrío.
Como si de una niña pequeña se tratara, movió la cabeza en señal de
afirmación y dejó de hacerlo cuando contestó con un escueto:
—Sí, señor.
Duncan retiró la mirada, se acercó hasta su hijo, posó un beso en la
coronilla y dio media vuelta, mientras la joven tembló como un pajarillo
recién nacido.

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Capítulo 10

Pensó:
«Estaba borracho como una cuba llena de ron, no podía acordarse de
nada»; estaba segura de las palabras que había escuchado por boca de Adele,
cuando Cornelius se pasaba con la bebida.
¡¿Por qué este hombre iba a ser diferente?!
A pesar de sus pensamientos, a pesar de darse ánimos, sentía los nervios a
flor de piel.
«Respira», se dijo, «toma aire, respira profundamente…».
«No funciona», se dijo entre dientes, mientras cerraba las puertas del
armario.
Pensó en cambiarse de vestido, luego decidió que no.
Se daría cuenta y tal vez lo interpretase de forma errónea.
Ella no llevaba uniforme, nadie le dijo que tuviera que hacerlo, así que se
ponía las ropas más sencillas y recurría constantemente a su vieja chaqueta de
lana. Una chaqueta que le tejió su madre Adele cuando tenía catorce años y
que con el paso del tiempo y del uso había cedido bastante, pero era
sumamente calentita y mantenía el esplendor de la buena lana.
Decidió que no llevaría esa chaqueta, seguramente le daba un aspecto un
tanto desaliñado. Cogió otra más ajustada y corta, azul marino, de suave
cachemira, que con el vestido en tono crema, iba perfecta. Dudó en llevarla
sobre los hombros… Al final, optó por meter los brazos y dejarla suelta, sin
abotonar.
Se tomó el tiempo que quiso, pues mientras se dirigió al despacho, oyendo
el repiqueteo contra la madera de sus austeros zapatos de tacón bajo, pensó,
otra vez, en todo lo sucedido, en lo que había hecho.
En el comportamiento tan mezquino y deshonroso que había tenido.
Sí, esa es la realidad, Cecily Frank Davies.
Si algo así se lo hubieran hecho a ella, se subiría por las paredes, desearía
matar a ese hombre, lo odiaría de por vida…

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Su mente se fue a la noche pasada y ralentizó los pasos por los
laberinticos pasillos, parándose unos segundos en las esquinas redondeadas,
subiendo y bajando con lentitud los pequeños tramos de escalones, mientras
sentía el hormigueo en el estómago, los nervios que se iban acumulando, uno
encima de otro.
Cuando llegó a su habitación, todavía sintiendo el olor de ese hombre, el
placer provocado por esas manos, por esa boca… sintiendo el escozor en la
vagina, acordándose de cómo la inundó ese miembro grande, grueso, duro y,
al mismo tiempo, suave como un papel de seda, notando el interior de los
muslos pegajosos, manchados…
El libro que llevaba entre las manos lo dejó encima de la cómoda, y ahí se
quedó. Olvidado. No podía dejar de pensar en todo lo sucedido, en todo lo
que ella había provocado, había hecho. No se arrepentía, por el placer sentido,
pero en frío y, sobre todo, visto desde otra perspectiva, se podía decir que
había cometido una violación. Abusando de un hombre que estaba en un
estado lamentable y que, no por ser hombre y no por ser ella mujer, daba por
hecho que él hubiera deseado tener relaciones consentidas, consciente o
inconscientemente. Cuanto más lo pensaba, peor le parecía todo. ¿Y si se
quedaba embarazada? No podía poner a ese hombre en un compromiso
semejante, pues él no fue consciente, y de tal manera, era un engaño, una…
Una violación.
Dios, qué mal sonaba esa palabra.
Antes de meterse en la cama, se pasó un paño húmedo entre los muslos,
por su sexo, y vio la muestra de su virginidad, pues hilos rosados manchaban
el trapo. Se quedó pensativa durante unos segundos. Debería ir al cuarto de
baño y lavarse esa zona a conciencia, pero haría ruido; por la noche todos los
sonidos se amplificaban, y los de las cañerías en especial.
Tomó la palangana que se hallaba en un precioso mueble tocador y la
puso en el suelo, echó algo de agua, y acuclillada encima, se limpió lo mejor
que pudo.
«Oh, Dios mío, ¿qué he hecho?», lamentó una y otra vez…
Pero, al mismo tiempo…
La palabra «violación» se mantuvo toda la noche en su cabeza, pues,
cuando entraba en el sueño, al poco tiempo se despertaba sintiendo ese placer
supremo o escuchando las palabras arrastradas del hombre, o viendo ese
cuerpo de pecado que disfrutó, tocó y montó cuando estaba profundamente
dormido.

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Esa noche fue larga, durmiendo poco y despertándose temblorosa, sin
saber si era por placer o por miedo.
El despacho se comunicaba con la biblioteca y con el hall de una de las
entradas laterales; la entrada que utilizó para ayudar al señor.
Optó por la escalera secundaria, la que habían utilizado la noche pasada,
en lugar de ir por la principal y recorrer la zona más lujosa y menos caótica de
la mansión. Sintió cómo los nervios se desbocaban cuando evitó el trayecto
que iba al pasillo privado de las habitaciones del señor y dirigió sus pasos por
el pasillo común, que también le llevaría a la escalera en cuestión.
Tembló entera al pensar en él y deseó saber qué le diría ese hombre, por
qué la había citado en el despacho. Bueno, no tardaría en saberlo.
Deslizando la mano por la barandilla anclada a la pared de piedra,
pensando en esa subida que hicieron, en que podían haber salido muy mal
parados si ambos se hubieran caído… llegó al pequeño hall y se paró en seco,
durante un instante.
Tragó saliva.
¿Y si de golpe y porrazo había recordado lo ocurrido?
Agitó la oscura melena.
No, imposible.
No podía ser con la cogorza que llevaba…
¿O sí?
Tal vez deberías salir corriendo, Sissy, correr hasta que las piernas se te
doblaran como palitos de regaliz y no volver a Dubh House…
Tonterías, seguro que no se acuerda de nada.
Respiró profundamente, volvió a tragar saliva, deslizó la mirada por esas
oscuras maderas que adornaban paredes y techo, contrastando con la del
suelo, más clara y ajada por las pisadas de varias generaciones, carraspeó
ligeramente y tocó con los nudillos en la puerta.
Lo negaría, eso haría; lo negaría absolutamente todo.
—¡Adelante! —Escuchó esa voz potente, sintiendo los nervios en el
estómago.
Y en las piernas, y en las manos…
Se mojó los labios, se los mordió hasta hacerse daño y abrió.
Asomó la cabeza y no se atrevió a entrar, quedando con la cabeza dentro y
el cuerpo fuera.
—Adelante, señorita Frank —la apremió con un tono más suave, pero
que, al seguir con esa ronquera, provocó sentimientos de todo tipo en la
joven.

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La señorita Frank obedeció.
Entró y se plantó enfrente del gran escritorio de caoba oscura y brillante,
que ocupaba el señor Murray.
—Por favor. —Una de esas manos, grandes, fuertes, viriles, manos que la
noche de antes la habían tocado todos los lugares prohibidos de su cuerpo,
manos que la habían colocado a cuatro patas para embestirla con fuerza, con
mucha fuerza por detrás, dedos que habían entrado en su vagina, manos que la
habían elevado y movido como si fuese una muñequita…
Una de esas manos señaló un confortable sillón de cuero y nogal, que,
junto con su gemelo, se hallaba enfrente de la mesa.
—Tome asiento, señorita Frank.
—Gracias, señor.
El hombre apartó lo que estaba leyendo, enlazó los dedos de sus manos
para apoyar los antebrazos sobre los papeles, sin importar si los arrugaba, y la
miró fijamente.
Soltó la pregunta sin miramientos, sin preámbulos, sabiendo que la dejaría
fuera de juego y, de paso, ver qué reacción tendría.
—¿La forcé, señorita Frank? —la pregunta fue dicha en un tono suave,
falsamente suave.
Ella enrojeció como una fresa por esa pregunta tan fuera de lugar, por esa
voz que seguía más ronca de lo habitual, debido al enfriamiento, por ese tono
que no sabía cómo interpretar, por esa mirada profunda, analítica, que parecía
traspasarla, indagar en las profundidades de su cerebro.
¿Qué recordaba ese hombre?
¿Qué sabía?
Tragó saliva y preguntó, haciéndose la tonta.
—¿Perdón? ¿Cómo dice? —Abrió esos ojos verdes de par en par,
intentando parecer desconcertada y, tal vez, hacer que ese hombre creyera que
era una inocente chica que no había roto un plato en su vida.
Y era cierto, hasta la pasada noche no había roto un plato.
Esa noche había roto la vajilla entera, pero…
Nunca había sido pecaminosa, al menos no de esa manera.
No había deseado el cuerpo de un hombre, de ese hombre, de una forma
indecorosa, vergonzosa…
Hasta la pasada noche.
Nunca imaginó que el miembro viril fuese así: potente, bestial, lascivo, y
que sintiera unas ganas locas de tocarlo, de sentirlo dentro de ella…
¡No!

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Él no la había forzado…
Fue ella la que…
Y el hombre disfrutó de esa visión, de esos ojos tan grandes, tan bonitos y
de esa boca enrojecida, sensual, de esa expresión de sorpresa, de estupor, pero
el camino ya estaba trazado. Se había trazado la noche pasada. Y por mucha
carita de tonta que pusiera esa preciosidad, él…
Él no tenía un pelo de tonto.
—Usted me ayudó anoche, cuando llegué en pésimas condiciones. Me
condujo hasta mi habitación, lo recuerdo muy vagamente, teniendo en cuenta
en el lamentable estado en el que me encontraba —mintió, pues no tenía la
certeza, aún le parecía imposible que esa cosita tan delgada hubiera podido
con él, pero creía creer que sí, que fue ella y, viendo esas rojeces, estaba
convencido de dar en la diana.
La sintió titubear, notó cómo le faltaban las palabras.
—Sea franca, señorita Frank. Es lo adecuado. Arreglaré esto… de la
mejor manera posible.
Ella se preguntó a qué se refería con esas palabras.
¿Qué tenía que arreglar y de qué manera?
Sissy movió la cabeza con gracia, con soltura, mostrando un comienzo de
sonrisa, que enseguida desapareció, al sentir esa mirada sobre ella, que
parecía engullirla.
—No hay nada que arreglar, señor. Es cierto, le ayudé, sí. —Soltó un
suspiro que no pudo controlar y que le salió de la boca del estómago—. Es
cierto, pero, nada más. En realidad, todo fue fruto de la casualidad, pues en
ese momento —medio giró el cuerpo para indicar la biblioteca— estaba en la
biblioteca dejando un libro y me sorprendieron los faros de su automóvil, y…
y el ruido del motor. Podía haber llamado a… a alguien, al señor Coby —
nombrando el apellido de Alastar—, por ejemplo, pero teniendo en cuenta las
horas, y… y su estado…
Hizo una pausa, esperando que él le preguntase algo en particular, pero
nada de eso ocurrió, pues él no quitaba los ojos de su cara, no pestañeaba,
incluso parecía no respirar.
No pierdas la calma, Sissy.
Controla los nervios.
No te dejes impresionar por esa mirada, por ese físico abrumador.
No se acuerda de nada.
—No cabe duda —continuó— de que, si usted se hubiera caído, no habría
podido hacer nada y entonces sí que tendría que haber pedido ayuda, pero no

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fue el caso. Usted estaba mal, sí, muy mal, pero puso de su parte; si no, no
habría podido con usted. —Sissy era muy consciente de esa miraba penetrante
y también pensó que estaba dando demasiadas explicaciones, y lo que era
peor, que él no la interrumpía, solo la miraba de esa forma que la ponía
nerviosa—. Y, mejor o peor, llegamos a su alcoba y, como ya no había
peligro, como consideré que estaba a buen recaudo, ahí lo dejé. Eso fue todo
—terminó de manera atropellada, diciéndose a sí misma que debía mantener
el control, no mostrarse nerviosa, ni temerosa y, sobre todo, no hablar más de
la cuenta.
—¿Nada? ¿No pasó nada? ¿No le falté en momento alguno? —preguntó
sin mostrar la sorpresa que le produjeron las palabras de la joven, taladrando
con su mirada esos ojos verdes, con idea de ponerla nerviosa o, por lo menos,
de leer entre líneas.
«Pero ¿es qué no ha oído todo lo que he dicho, señor Murray?».
—No, señor. Nada en absoluto —contestó muy seria y remarcando las
palabras.
Tuvo ganas de humedecerse los labios, pues notaba la boca seca, pero se
contuvo.
Y él volvió a la carga.
—¿Está segura, señorita Frank? No me tenga miedo, no le pasará nada.
Sissy no tardó ni medio segundo en contestar.
—Por supuesto que estoy segura, señor Murray. Y, por supuesto que no le
tengo miedo. Respeto sí, por descontado, pero miedo no. No es de recibo —
contestó con ímpetu.
«Al contrario», pensó la joven, «no me faltó en absoluto».
«Todo lo que me hizo me gustó, señor Murray».
«Mucho».
«Demasiado».
«Tanto, que todavía estoy sorprendida de mí misma, de mis actos».
Tal vez, si él supiera lo que ella le hizo…
Las siguientes palabras que pronunció el señor de Dubh House la
avergonzaron.
—Usted no me dejó y se fue. Usted me desnudó. Lo recuerdo —mintió
para ponerla en un brete—… antes de caer dormido.
La estaba enredando, incluso manipulando, sin que ella fuera consciente.
La joven tragó saliva y sintió como si se moviera el suelo.
Tuvo ganas de tocarse las mejillas para refrescarlas con sus manos, para
rebajar el sofoco.

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El rostro del hombre permanecía serio, con la mirada clavada en esa
belleza, siendo consciente de todos los movimientos, por pequeños e
imperceptibles que pareciesen, como esas pequeñas y delgadas manos unidas
sobre su regazo, que se movían y cambiaban de posición, ahora con los dedos
enlazados, ahora con los dedos de una mano tocándose los otros, como si
movieran anillos inexistentes. Y, sobre todo, de ese delicado rubor que no
desaparecía del precioso rostro.
—Bueno… ¡Por Dios! —exclamó por lo bajo—. Sí. No quería entrar en
esos detalles, un tanto violentos. No violentos en sí, entiéndame, ¿eh?, quiero
decir… que sí, lo hice. De acuerdo, no quería avergonzarlo con esos detalles;
en fin, es un poco… ¿Cómo decirlo…? Incómodo para mí —casi protestó,
mirando más al suelo que al rostro de ese hombre—. Usted me lo pidió. Dijo
que… que estaba molesto —hablaba al tiempo que gesticulaba con sus
manos, estirando los dedos, acercándolos a los labios—. Yo… yo tuve algo de
temor de que se pusiera a gritar o algo por el estilo; a fin de cuentas, no sé
cómo reacciona una persona en circunstancias similares, pues nunca me he
visto en una situación así… Y tampoco sabía cómo lo iba a hacer usted;
entonces obedecí, le quité parte de la ropa y usted… usted cayó redondo sobre
la cama y se durmió antes de contar tres. Y yo, yo di gracias de no tener que
llamar al señor Coby, pues me habría visto en una situación difícil de
explicar, la verdad. Eso fue lo que pasó, señor Murray —terminó, dejando de
mover sus manos.
Hubo unos momentos de silencio, en los cuales las miradas no se
despegaron.
—Parte de la ropa —repitió él.
Ella movió varias veces la cabeza en señal de sentimiento.
—¿Cuánta ropa me quitó, señorita Frank?
Sissy tragó saliva y soltó un suspiro, que más pareció un soplido, y se
humedeció los labios. La mirada del hombre contempló ese gesto y deseó ser
él quien que mordiera esa boca, el que lamiera esos labios.
Quiso sonreír.
Sí, la preciosa señorita Frank estaba muy nerviosa.
—A ver… Pues… los zapatos, la chaqueta y el chaleco… y… y la
corbata. Bueno, primero el abrigo, porque llevaba su abrigo, y la camisa
también. —Hizo una pequeña pausa mientras sentía esa mirada perturbadora
sobre ella, mientras con el dedo índice de la mano izquierda se daba suaves
golpecitos sobre el labio superior, y añadió de golpe—. ¡Ah!… casi me olvido
de los gemelos. Le quité los gemelos y los dejé en una de las mesitas, sí, en la

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mesita al lado de la cama, no en la cómoda de enfrente, para que no se
perdiesen. —Dejó de hacer ese gesto sobre su boca, sintiendo que su voz
había sonado con naturalidad, como si desnudar a un hombre borracho fuese
lo más normal y, si encima ese hombre era tu patrón… Pues nada, lo mismo
daba.
El hombre hizo un movimiento casi imperceptible.
—Espero que los gemelos estuvieran donde los dejé —añadió,
preocupada.
—Sí, señorita Frank. Ahí estaban.
El hombre se humedeció los labios, de manera lenta, ligeramente, para ver
cómo ella clavaba la mirada en su boca durante unos segundos, igual que
había hecho él un momento antes, pero ella no aguantó la mirada, pues al
momento la bajó para contemplar su regazo.
—¿Y ya? ¿No pasó nada más? —insistió Murray.
La joven sentía la cara caliente como un horno y, por cómo la miraba él,
sabía que estaría colorada como un tomate.
Decidió dar más ímpetu a sus palabras y acabar de una vez por todas.
—Señor Murray, de verdad, no sé cómo se lo tengo que decir: no, por
supuesto que no. No quiero ser grosera ni es mi intención faltarle al respeto,
pero usted estaba… tenía una borrachera monumental. Cuando —soltó un
pequeño suspiro, pues necesitaba coger aire—… cuando salí de la habitación
usted estaba roncan… Dormía como un tronco.
Y eso era una verdad como un templo.
Dos verdades, para ser exactos, las dos verdades que había dicho en toda
la conversación: que estaba borracho y que lo dejó roncando.
Duncan Murray no dejó de observar a la chica ni un segundo.
No bajó la mirada ni un momento.
La joven, ante ese escrutinio tan profundo, ante ese silencio incómodo, se
atrevió a decir más.
—No es de mi incumbencia, por supuesto. No quiero… no quiero que
piense que me meto donde no me llaman, pero… vino en unas condiciones…
lamentables, señor Murray. Realmente lamentables. Me las vi y me las deseé
para subir las escaleras con usted al hombro; bueno, puso bastante de su parte,
todo hay que decirlo, se agarró con fuerza a la barandilla; si no, no habría
podido yo sola… No sé cuánto bebería, y no es de mi incumbencia, ya se lo
he dicho, pero… me dio la sensación de que fue mucho.
Él no dijo nada en ese momento, solo siguió observándola y sintiendo el
nerviosísimo de la joven, a pesar de esa reprimenda que le soltó, como si ella

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fuese una madre echando una bronca a su díscolo hijo.
La joven bajó la mirada al suelo y se disculpó.
—Perdón. No debería haber dicho esto. Lo siento, señor. Usted puede
beber lo que quiera, lo que considere oportuno, faltaría más, y yo no soy
quién para decir nada al respecto.
Él tuvo que hacer un esfuerzo para no reír.
Tuvo que hacer un esfuerzo para no levantarse e ir a por ella.
Pero optó por ser un caballero y dar una explicación.
—En realidad, no fue mucho, señorita Frank. De verdad que no. El
problema fue la medicación que estuve tomando y, que al mezclarse con el
alcohol… —dejó la frase sin acabar, recreándose con esos pómulos
calenturientos.
—¡Ah! Entiendo. —Abrió ligeramente la boca y él miró todo lo que pudo
—. Alcohol y medicamentos, mala combinación.
—Así es.
Sissy movió la cabeza en silencio.
—¿Por qué no avisó al servicio? Habría sido más fácil, menos complicado
para usted. Nos habríamos evitado todo esto —añadió de la manera más
natural, para que ella se confiara.
La joven resopló con suavidad.
—Sí, en frío habría sido lo más acertado, pero teniendo en cuenta las
horas que eran… —dejó la frase sin terminar, para continuar al momento—.
Ya le he dicho que pensé en llamar al señor Coby. Si usted hubiera estado
tirado en el suelo, claro que lo habría hecho, pero, teniendo en cuenta de que
no era el caso, y que, dadas las horas, todos estaban dormidos, lo más seguro.
Ya se lo he dicho. El silencio de la noche era sepulcral. Creí que hacía lo
correcto. Aunque… —hizo una pausa y continuó, sin dirigirle la mirada—
cuando faltaba poco para terminar de subir la escalera y llegar al descansillo,
creí que podríamos acabar rodando y entonces sí que vendría todo el servicio,
sí que se enteraría toda la casa del estado en que se encontraba… Pero, bueno,
nada de eso pasó. Lo llevé sano y salvo. Es lo que importa, ¿no? No creo que
tenga más relevancia. No lo he comentado con nadie, porque no viene a
cuento, y… Pues eso, lo importante es que no pasó ninguna desgracia —
terminó con un amago de sonrisa.
—¿Le preocupaba el estado en que me encontraba?
La joven afirmó en silencio.
—Creo que fueron por las horas, y porque me tocó a mí presenciarlo.
Pensé que no debía de enterarse nadie —dijo con cierto temor.

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—Como si fuese algo deshonroso —aseveró Murray, dando lugar a que
ella se encogiera de hombros como un pajarillo.
El silencio les rodeó, haciéndose pesado, cortante, mientras él la miraba,
la analizaba.
—¿Cuántos años tiene, Sissy?
Al llamarla por su nombre de pila, por su diminutivo, la chica no supo si
ponerse más nerviosa o calmarse.
—Diecinueve, señor.
El hombre se mantuvo en silencio unos segundos y añadió:
—Solo tiene… diecinueve años.
Ella agitó esas exuberantes pestañas.
Y él contempló ese aleteo.
—No puedo decir más, ni menos; son los que tengo, señor Murray.
—Es usted muy joven —casi lo susurró.
—No tanto —añadió ella, y entonces…
Temió lo peor.
—¿No estará pensando que soy muy joven para cuidar de su hijo?
Él no dijo nada, pues estaba sorprendido ante esa pregunta.
Murray pensaba en una cosa, y ella en otra.
Precipitadamente se dispuso a explicar que ella era muy apta para ese
trabajo.
—Le puedo asegurar que estoy capacitada para enseñar al pequeño
Duncan. He recibido una educación selecta, incluso podría haber hecho una
carrera si no me hubiera… —dejó de hablar, sintiendo esa mirada masculina
constantemente fija en su rostro, en su persona.
¿Se había dado cuenta de algo?
¿Por qué la observaba de esa forma?
¿Vería su cabello demasiado oscuro y muy rizado?
¿Sus labios demasiado gruesos?
¿Se daría cuenta de su origen…?
—Si no hubiera… ¿qué, señorita Frank? —quiso saber el hombre.
Ella elevó los hombros y los volvió a bajar.
—Bueno, mi madre sí quería, sí le hacía ilusión… pero al final dijo que
no era lo más oportuno, pues —se hizo la remolona, no quería hablar de su
vida privada, de su pasado reciente, pero, si con eso el hombre dejaba de dar
la tabarra con lo de antes…—… estaba comprometida. Y después pasó todo
lo que pasó… La vida te cambia los planes en cuestión de segundos —
susurró.

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—¿Qué pasó?
Cada momento que transcurría, sentía más y más curiosidad por esa joven.
La chica se mordió los labios, cogió aire…
—La quiebra de la Bolsa de Nueva York, señor Murray. Eso fue lo que
pasó —contestó con tristeza.
—¿Su padre invertía en bolsa? —ligeramente sorprendido ante lo que
escondía esta chica.
—Sí. Mucho. Se dedicaba a ello.
Concisa, sin ampliar información.
—¿Se arruinaron?
—Sí, señor. Por completo. Mi padre se olvidó de ese dicho que dice: «No
pongas todos los huevos en la misma cesta» —declaró con pesar.
—¿Y dónde están sus padres ahora? —preguntó con cierta brusquedad.
El hombre vio cómo volvía a tragar saliva, sabiendo que estaba nerviosa y
haciéndole preguntas personales, delicadas, tal vez, demasiado íntimas.
—Muertos —contestó para, en el momento siguiente, coger aire y seguir
hablando—. Mi madre murió a finales de septiembre de un ataque al corazón,
antes de mi decimo noveno cumpleaños; no fue testigo del derrumbe, aunque
desde hacía meses estuvo intranquila, intuyendo que las cosas no iban por
buen camino. —Hizo una mínima pausa, mirando los ojos del hombre para
deslizar la mirada por los rincones del despacho, para volver a mirarlo y,
seguidamente, bajar la mirada—. Bueno, más que intranquila, estuvo muy
preocupada, a pesar de las palabras de mi padre, que quitaba importancia a los
rumores —soltó un pequeño suspiro— y decía que no pasaba nada, que no iba
a suceder nada malo. Que solo era una mala racha, pero nada más. Mi
madre… creo que nunca creyó esas palabras… Creo que vio venir la ruina
mucho antes que mi padre.
Se hizo el silencio, mientras la joven seguía jugando con sus dedos y con
la mirada sobre ellos.
—¿Y su padre? —preguntó mientras miraba esos párpados, esas pestañas
moviéndose ligeramente, esos pómulos sonrosados, esa piel sin mácula.
—Se suicidó —contestó sin demora, sin mirarlo, sin elevar la voz,
conteniendo la pena.
No levantó la mirada, pero escuchó la respiración del hombre,
seguramente, acordándose de otro suicidio más cercano a él.
Fue como una respiración profunda, fue como un dolor.
—Lo siento mucho. —Ella agradeció las palabras, pero, sobre todo,
agradeció el tono, la franqueza de esa condolencia.

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—Se tiró desde un rascacielos. Abrió la ventana… —amplió, sin mirarlo,
permaneciendo con la cabeza gacha, sintiendo un ahogo en el pecho.
El hombre se levantó, ella escuchó el sonido del sillón giratorio.
Y fue hasta ella.
Se acuclilló y le cogió una mano.
—Lo lamento muchísimo, Sissy —añadió roncamente, sin dejar de
observarla.
Ella apretó los labios, intentando contener el llanto.
—Por la ventana de su despacho, del apartamento donde vivíamos —
añadió, aguantando el dolor, aguantando las lágrimas.
Sissy no supo si por dar lastima o porque quería contestar a algunas de sus
preguntas con absoluta franqueza.
—¡Dios del cielo! Pobrecilla —añadió, acariciando la delgada mano—.
¿Estaba usted ahí?
—Sí. En mi habitación, haciendo la maleta que él me había ordenado.
Murray se quedó inmóvil, recordando su pérdida, esa esposa que se
internó en el mar… y el mismo mar la devolvió.
—Lo siento muchísimo. De verdad.
Ella hizo un pequeño movimiento de cabeza para agradecerle las palabras,
para disfrutar de esa caricia de sus grandes manos y, con ese movimiento que
hizo, una ligera fragancia a lavanda se desprendió de ese espeso cabello y
llegó hasta él.
El hombre cerró los ojos por un segundo, y en ese momento tuvo la
certeza de que ella había estado en su habitación, en su cama.
Que esa delicada fragancia había impregnado las sábanas.
Tuvo la certeza de que había acariciado ese cuerpo.
De que lo había tocado.
De que había tenido en su boca unos gruesos y deliciosos pezones,
pertenecientes a esa preciosa mujer.
Fue una certeza absoluta.
Sin fisuras.
Sissy hizo un ruidito con la nariz.
—Gracias, señor. Es usted muy amable. Son cosas que pasan. ¿Qué le
vamos a hacer? Así es la vida, como se suele decir —añadió sacando los
dedos del interior de la mano masculina, despacio, tímidamente, sin mirarlo,
pero sabiendo que él no dejaba de hacerlo.
El hombre se levantó y apoyó las estrechas caderas en la mesa, cruzando
los brazos sobre el pecho.

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—¿Y su prometido? ¿Por qué no se casó con él?
Ahora sí levantó la cara, la mirada.
Recorrió ese cuerpo grande, fuerte, alto, pasando de largo la estrecha zona
de las caderas, recordando cuando tocó esa parte mientras él dormía.
Cómo lo montó, mientras él dormía.
¡Madre mía, como él lo supiera!
¡Como él recordara!
Se le iba a caer el pelo, pensó la joven.
—Bueno, la situación no era la indicada. Los tiempos habían cambiado,
bruscamente y, al no estar en las mismas condiciones, decidimos que lo mejor
era romper.
El hombre entrecerró los ojos, arrugando el ceño.
—Me está diciendo que su prometido, el que iba a ser su futuro esposo,
¿la abandonó en esas lamentables condiciones? ¿Sin familia? ¿En la ruina?
El hombre contempló los ojos verdes, que se mantenían firmes, que no se
humedecieron en momento alguno, a pesar de lo que estaba contando, pero
también se fijó en esos labios, en cómo vocalizaba, en cómo se mordió el
inferior, tal vez para evitar un temblor o tal vez para provocarse cierto dolor,
para que las palabras siguieran sonando en un tono monocorde, como si
hablase de otra persona, para no provocar un impacto emocional.
—Fue mutuo —contestó con una sonrisa temblorosa—. No fue culpa de
nadie. Son cosas que pasan. Él y su familia también perdieron mucho, de
manera que yo no quería ser una carga para ellos. Fue lo más acertado.
Cuando la vida de muchos —suspiró y continuó— cambia de forma tan
radical, no puedes esperar que todo siga igual. Nada seguirá igual.
Volvió a bajar la mirada, dejando que esas asombrosas pestañas rozaran la
piel y deseando que él terminara con las preguntas.
Pero su deseo no se iba a cumplir.
—¿No tiene más familia? —siguió interrogando.
Ella no quería seguir hablando de sus problemas, no quería que él siguiera
preguntando.
Pero, mansamente, contestó.
—Me queda mi abuela paterna, pero ella me aconsejó que emprendiera
una nueva vida, que viniese aquí. Una amiga de ella es hermana de la ama de
llaves de su casa de Edimburgo. Y muy amablemente, la señora Bowie me
ofreció cuidar de la señorita Lily —soltó de corrido.
El hombre asimiló toda esa información en menos de un segundo.

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—¿No habría sido más lógico que su abuela la hubiese acogido? Al
menos por un tiempo. Para guardar el duelo.
Ella no contestó al momento, pareció pensarlo.
—Mi abuela es muy especial. Tiene mucho carácter. —Se hizo el silencio
y continuó—. No es la clásica abuelita… ¿Me entiende?
—La entiendo.
El dueño de Dubh House entrecerró los ojos, sin retirar la mirada de la
chica, y se preguntó por qué no se aprovechaba de la situación, por qué no
decía que él la tocó, que la forzó, incluso violó; podría sacarle dinero, él se lo
daría… ¿O no?
—Dígame, con franqueza, ¿está contenta aquí?
Levantó el rostro, alzando la mirada, clavándola en los ojos del hombre,
decidiendo que no la bajaría más, que mantendría el pulso visual.
—Sí, sí señor. Muy contenta.
—¿O solo lo acepta porque no tiene otra cosa mejor?
—Estoy satisfecha, señor. No puedo decir que esté contenta y feliz,
porque todo lo que me ha pasado está muy reciente. Todavía duele. Siempre
dolerá, pero imaginó que con el paso del tiempo… el dolor se atenuará. Se irá
diluyendo en un triste recuerdo. No lo sé, exactamente. Pero imagino que será
algo así.
Calló y él se mantuvo a la espera, observándose uno a otro.
—Cuando… antes de que las cosas comenzaran a complicarse, mi padre
nos había prometido un viaje a Londres. Dijo que visitaríamos las ciudades
más importantes, que iríamos a la campiña inglesa y, por supuesto a Escocia;
y ya puestos, nos trasladaríamos al continente hasta llegar a París; y una vez
puestos, pues iríamos a Italia, también.
Sissy mostró una hermosa y triste sonrisa, sin darse cuenta del efecto que
estaba causando en el hombre, sin valorar y, por supuesto, sin imaginar que
ese hombre tuviera unos pensamientos claros y concisos, mucho más que los
recuerdos, de lo ocurrido entre ellos.
—Pero mi madre sabía que eso no iba a ocurrir, que un viaje de ese tipo
no era para nosotros, por la sencilla razón de que papá estaba obsesionado con
trabajar, con los negocios, con el dinero. No podría estar tanto tiempo sin
controlar o hacer el trabajo para el que vivía. Antes nos habría embarcado en
un avión o en un barco, para hacer el viaje solas o en compañía de otros.
El hombre añadió a sus palabras.
—No trabajaba para vivir.

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—No. Vivía para trabajar. Ese es mi recuerdo desde niña. Pero para mí
era normal, era lo que siempre vi —añadió con una triste sonrisa.
Duncan afirmó en silencio y volvió a su sillón.
Una vez sentado, volvió a preguntar.
—¿Qué piensa de mi hijo, señorita Frank?
«Cambio de tema», pensó la chica.
Mejor.
Cuanto antes se olvide de la pasada noche, mejor.
Ella soltó un suspiro que le salió del alma.
—Que es un niño precioso. —Dejó pasar dos o tres segundos—. Es un
ángel.
—Un ángel —repitió el hombre—. ¿No le molesta su deficiencia?
Ella hizo un gesto de sorpresa ante esa pregunta.
—¿Por qué me iba a molestar? Creo que es un niño cariñoso, simpático,
deseoso de aprender. Creo que es un hermoso niño.
La intensa mirada del hombre no la amilanó, y él deseó saber si de verdad
creía a su pequeño y amado hijo, un ángel.
—Mañana nos vamos a Edimburgo. Prepare el equipaje del niño para una
estancia de una semana, y, por supuesto, el suyo.
—Sí, señor —contestó con rapidez, sin molestarse en preguntar nada de
nada.
Permanecieron en silencio, mirándose.
—¿Me puedo retirar? —preguntó, al tiempo que se levantaba.
—Si no tiene nada más qué decir o aclarar…
«Maldita sea», pensó la joven, pues sentía la cara ardiendo.
—No, señor.
La joven se dirigió hasta la puerta, abrió y salió, casi sin respirar.
Los ojos de Duncan Murray contemplaron durante un tiempo esa puerta
cerrada, mientras pensaba en todo lo dicho entre esas paredes.
Había reconocido que le ayudó, que lo llevó hasta la habitación, algo que
le llamaba mucho la atención, teniendo en cuenta su gran corpulencia y la
delgadez de la chica; había reconocido que lo desnudó, en parte, y que lo dejó
roncando.
Había dicho verdades a medias.
Había dicho más mentiras que verdades.
Pero ¿por qué?
Si los recuerdos iban saliendo, al final tendría una noción clara de lo
ocurrido. Tal vez tenía miedo de las consecuencias, de que él la acusara de

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algo, de que la tratara como una golfa…
Se humedeció los labios y sintió la textura y el sabor de esos pezones; si
fuerzas a una mujer, no te recreas con algo así. Jamás había forzado o violado
a ninguna, ni tan siquiera en época de guerra, tampoco en los lugares que
visitaba de vez en cuando… Jamás había tenido esa necesidad, jamás se había
considerado tan vil. Cada minuto que pasaba estaba más convencido de que lo
ocurrido la noche pasada no había sido un acto violento y sí un acto
voluntario promovido y consentido por las dos partes.
Claro que él estaba borracho, como jamás había estado en su vida.
Pero, si habían consumado la relación, si ella…
Tendrían que mantener otra conversación más adelante.
Esto no podía quedar así.

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Capítulo 11

Por la noche, todo estaba listo. Las cosas del niño y las suyas.
Hacía solo unos minutos, una doncella le había traído una nota del señor.

Saldremos a las siete de la mañana.


Tenga todo preparado.
D. M.

Se quedó mirando esa cuartilla con el borde dorado y el emblema de la


casa Murray en el centro, y debajo, en letra muy pequeña, el lema que decía:
«Adelanta la fortuna y llena los grilletes». Había visto ese emblema en las
botellas de ginebra que había en la licorera de uno de los salones de la planta
baja: un escudo con los colores del tartán de los Murray como fondo y,
encima, una serpiente enredada en el filo de una espada claymore.
Dejó de lado los emblemas, lemas legendarios y espadas que había que
sujetar con las dos manos para poder manejarla y se fijó en la caligrafía
preciosa, precisa, marcada, elegante. Firmado con sus iniciales, en lugar de
utilizar su firma habitual.
No supo qué sintió, pero algo extraño le estaba pasando.
Despacio, dobló la nota por la misma doblez y la guardó en su cartera.
«Solo por la bella escritura, merecía la pena conservar esa misiva», se dijo,
queriendo esconder todo lo que había detrás.
No podía negar lo evidente, sentía algo por ese hombre, algo que la
desbordaba, que la hacía comportarse como jamás lo había hecho.
¿Sería solo un fuerte deseo sexual o se estaba enamorando del papá de
Dunc?
Echó la mirada atrás, recordando cuando comenzó a sentir atracción por
los chicos; fue alrededor de los catorce años. Antes de eso, lo único que
quería era competir con ellos, en lo que fuera, y ganarles. Había sido muy
chicote y nunca le importó mancharse o romperse los primorosos vestidos que

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su madre le compraba o le hacían, y que le ponían las doncellas. Era de esas
niñas que salía primorosa y preciosa de casa con su maravilloso vestido y, al
rato, se metía en un charco o se enganchaba con lo que fuera, haciéndole un
roto en la parte más visible. Como el dinero sobraba, parecía que no
importaba, pero no era así, pues la madre se subía por las paredes cada vez
que venía manchada o con un descosido; o peor, un roto. Adele no era dada a
complacer a la niña, ni por ser ricos, ni por ser hija única, y no logró
amansarla hasta que entró de lleno en la adolescencia.
La mayor parte del verano lo pasaban en la casa de la playa, y con nueve
años le dijo que quería llevar pantalones, cortos o largos, según el tiempo que
hiciera; si no era así, no podía jugar con sus amigos. Cuando su madre intentó
convencerla de que tenía que jugar más con chicas y juegos femeninos, y no
estar tanto tiempo expuesta al sol, ella siguió subiéndose a los árboles,
cruzando arroyos, echando carreras en la playa o jugando con las olas… y
dejando que su piel tomara un precioso tono dorado. Sus amigas eran más
calmadas y, al verla haciendo esas cosas, se asombraban y terminaban por
dejarla con los chicos hasta que se cansaba.
La primera menstruación le vino faltando poco para cumplir los catorce y,
a raíz de ello, frenó bastante la relación con el sexo opuesto. Los admiraba, le
gustaban y los observaba cuando se tiraban al lago desde una considerable
altura, balanceándose como si fuesen monos, agarrados a una gruesa soga
atada a un gran roble americano, compitiendo entre ellos y mostrándose
gallitos para que las chicas los mirasen; evaluaba esa joven y larga
musculatura, viéndolos nadar contracorriente en las aguas del Atlántico, y sus
hermosos ojos pasaban de largo cuando el chico estaba relleno o demasiado
flaco, pues no merecían su atención, pero no dejaba que ninguno la tocase y
aceptaba los piropos de mala gana.
El primer beso lo recibió del que sería su prometido, pero no pudo decir
que le gustase, ni tampoco que no. Aunque con el paso del tiempo, y sin tener
otra referencia, otro con quien comparar, pensaba que todos esos besos fueron
insípidos e incomodos y, encima, estropeados por unos manoseos que ella
cortaba más pronto que tarde.
Le vino al pensamiento la imagen del rubio Adam Cameron. A pesar de
ser muy atractivo, cuasi perfecto, de evaluarlo fríamente, de compartir con él,
y en compañía de otras personas, tiempo en el barco, no sintió deseos hacia
él; y después de lo ocurrido…
Se dispuso a acostarse, a dejar de pensar en ese rubio adonis y en las
palabras que pronunció, las maldiciones y todo lo demás. Dejó que su mente

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fuese por libre para recordar la noche pasada con Duncan Murray, para
recordar su cuerpo, esa boca chupando, lamiendo sus pezones, de una
forma… ¿Cómo diría? Lenta, perezosa, al principio, y después querer
atragantarse con ellos para sentir de nuevo esas manos poderosas cogiéndola
de las caderas y ponerla a cuatro patas, para sentirlo dentro de una manera
brusca pero gustosa, sentir cómo su cuerpo era inundado por ese miembro,
mientras sus manos la agarraban con fuerza para que no cayera al suelo todo
lo larga que era.
Y, sobre todo, ese pene grande que tanto llamó su atención, que tuvo que
tocarlo cuando él estaba dormido, que lo sintió dentro de ella, comportándose
de la peor manera…
Sonrió ante ese pensamiento, una sonrisa como cuando se tomaba un
helado de crema cuando era pequeña, y no tan pequeña.
Dejó de sonreír, pues lo que hizo no estaba bien…
No, no estuvo nada bien.
Pero…
¡Le gustó tanto!
Se tocó, mientras sus ojos permanecieron cerrados, con fuerza, mientras
su mente recordó cada movimiento, cada vaivén, volviendo a sentir esas
manos sobre su cintura para tumbarla en la cama y penetrarla. Otra vez.
Volvió a sentir el escozor que ese miembro le produjo la primera vez, cuando
fue desvirgada y no se enteró, o tal vez fue en varias veces, pues, cuando la
tumbó en la cama y volvió a penetrarla, también sintió… algo, no sabría
definirlo, pues la excitación era tanta que el dolor dejaba de existir, que todo
se volvía oscuro, que su mente giraba como una noria de feria y el deseo era
lo único que importaba.
Fue como si no se conociese, como si otra persona malévola y desbocada
ocupara su cuerpo y su mente. No se trataba de una disculpa, no lo pretendía,
pues no había nadie delante para disculparse, solamente fue un estado
incontrolable, como si ella hubiera estado borracha igual que él, como si los
dos hubieran actuado bajo los efectos de estimulantes.
Ella nunca se había embriagado, nunca había tomado alcohol.
¿Cómo se comportaría si bebiera dos o tres copas de lo que fuese?
Perdería el norte, como una veleta mecida por el viento, dando vueltas sin
parar.
Si su mente no hubiera cambiado de dirección, casi habría logrado algo de
placer, pero eso no ocurrió, porque, de golpe y porrazo, recordó lo que era, de
dónde procedía, al menos una mitad…

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Y dejó de tocarse.
Y cerró las piernas.
Y grandes nubarrones se cernieron sobre ella.
Jamás podría tener algo con ese hombre. Lo ocurrido había sido un
accidente… Bueno, un accidente no, fue un abuso en toda regla por parte de
ella. Se aprovechó de su situación, abusó de ese hombre, de ese cuerpo. Si él,
en algún momento recordaba lo ocurrido…
Dios del cielo, no se arrepentía de todo lo que sintió, de todo lo que
descubrió, pero, al mismo tiempo, sabía que no había actuado correctamente.
Ojalá y no hubiera consecuencias. Solamente pensar en que pudiera estar
embarazada… le daban los siete males.
«No, no lo estaba», se dijo una y otra vez. Fue solo…
«Tres veces, tres veces», se repitió.
Seguro que no dio tiempo a nada, pues, en cuanto llegó a la habitación, se
lavó a conciencia, hasta se metió los dedos por si acaso servía de algo.
Resopló como un potrillo y se levantó de la cama derecha a coger su
cartera. No se entretuvo mirando las fotografías de sus amados padres, fue
directa al pequeño calendario, donde marcaba el día del comienzo y el final
de la menstruación, otra de las muchas cosas que le inculcó Adele. Debería
aparecer de nuevo, dentro de cuatro o cinco días. Seguramente, mañana o
pasado, comenzaría con las molestias típicas, hinchazón de barriga y un
rumorcillo de dolor.
Esperaba que así fuera.
Tembló de frío, y algo más.
Volvió a la cama y apagó la luz.
Dormir, eso era otro tema.
Duncan Murray terminó de escribir en uno de sus libros de contabilidad,
miró la columna de números, repasó de nuevo todo lo hecho y, frotándose los
ojos, dio por terminada la tarea y cerró el escritorio de su alcoba.
Se quitó la bata de seda que llevaba puesta y su cuerpo quedó expuesto.
Desnudo, sin sentir el frescor de la habitación, pues la chimenea no estaba
encendida —orden expresa de él—, se paseó por la habitación sin dejar de
pensar en esa preciosa mujer. En cosa de pocos segundos, se empalmó como
si la estuviera viendo, desnuda, tocándose.
Movió la cabeza despacio, no iba a masturbarse.
Se acostó y apagó la luz.
Pasó el tiempo y su miembro seguía erecto, y su mente despierta.

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De repente, sintió que los recuerdos emergían de lo más profundo; el
ruido del motor del Rolls le llenó los oídos, el movimiento de cabeza, leve
pero continuo que le producía esa borrachera que llevaba, lo sintió como si
estuviera de nuevo ahí, como si hubiera retrocedido en el corto tiempo
pasado. Su mano se dirigió a la llave y apagó el motor y las luces, de manera
mecánica, volviendo a colocar las manos en el volante y la cabeza encima de
estas, como si ese acto lo mantuviera quieto, le evitara ese movimiento
continuo y agotador. Movió ligeramente la mirada, intentando enfocar a su
izquierda para ver el sombrero dejado encima del asiento, que debería estar
encima del abrigo, algo que él hacía habitualmente: quitarse el abrigo para
conducir con más comodidad, pero esta vez ni reparó en ello, pues su mente
estaba en todas partes y en ninguna. No se molestó en coger el sombrero y el
abrigo lo sintió encima de su cuerpo. Salió del coche tambaleándose, mientras
sus fosas nasales se llenaban con el olor dejado por el tubo de escape, y cómo,
a cámara lenta, se dejó caer sobre el capó, sintiendo el calor del motor; no
supo exactamente por qué o para qué, tal vez pensando que en esa posición se
restablecería su mente y su cuerpo, o simplemente lo necesitó.
Por Dios Santo, jamás había estado tan borracho; ni la cogorza que pilló
antes de ir al frente fue tan exagerada, ni cuando nació su pequeño y vio que
era un niño especial. En su mente obstruida, nebulosa y obtusa, quería
encontrar un punto de lucidez y, cuando sintió unas manos que lo agarraban,
que lo ayudaban, una voz femenina que le hablaba, creyó mostrar una mueca,
algo parecido a una sonrisa, mientras todo le daba vueltas, mientras sus ojos
querían cerrarse, pero su mente se lo impedía.
Entraron en la casa por un lateral.
La antigua puerta ojival, de una sola hoja y gruesa madera envejecida por
los siglos, que contrastaba con la grandiosidad de la principal y que daba
acceso al pequeño hall y a su despacho, se materializó en su mente.
Volvió a pasar por ella, dejándose llevar por esa cosita de mujer.
Era un hombre grande y la mayoría de las mujeres eran, para él, delicadas,
femeninas…
La mayoría.
Pero en las condiciones en las que se encontraba, no supo discernir en ese
momento qué clase de mujer era o quién era esa mujer.
Sintió un tejido mullido al agarrarse a esa chica, el tejido grueso de una
bata, aunque también se le pasó por la cabeza que fuese un abrigo. Fue
consciente del ascenso por las escaleras, igual que percibió la fuerza del brazo
que lo sujetaba, incluso notó una mano, que, metida por debajo del abrigo, lo

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agarró del cinturón por la parte trasera, para amarrar, para controlar, como si
fuese un bebé que comienza a andar. Rodeó con su brazo unos hombros
estrechos y se agarró con fuerza, sin pensar en la delicadeza de dicho anclaje,
pues para él solo eran un punto de apoyo, eran como un pilar para no caer
redondo, o rodando; y le vino el aroma a lavanda, un suave y delicado olor
procedente de esa mujer, de su cabello…
O de toda ella.
No podría decir con exactitud las palabras que escuchó, las palabras que
pronunció esa dulce y bonita voz, pero sí recordaba el mensaje que transmitía:
de ánimo, de fuerza, de aliento, incluso… de genio, de enfado.
Esa muchacha, grácil y delicada, había cargado con él, un tipo con una
envergadura como la suya, llevándolo desde el exterior hasta su alcoba en la
primera planta y, encima, subiendo por una de las escaleras secundarias, que
no eran igual de cómodas y anchas que la principal, aunque, como todas, tenía
descansillos cada poco tramo de escaleras y una firme y sólida baranda,
anclada a la pared.
Pero ahora venía lo bueno…
Cerró con fuerza los ojos para que todos los recuerdos fluyeran, para que
no se quedase nada en el olvido, y recordó ese cuerpo, esa maravilla de
feminidad, esos pechos firmes, puntiagudos, esos pezones erectos. Sacó la
punta de la lengua, se mordió el labio y recordó el sabor, el grosor; recordó
cómo los lamió primero y luego succionó como si estuviera sediento,
necesitado, y sacase el néctar más sabroso, delicioso y exquisito, que lo
saciaría, lo calmaría.
Pero no fue así, porque lo que logró fue todo lo contrario: lo enardeció, lo
enloqueció, lo perturbó de una forma no conocida.
Y en algo así no lo podían engañar, no lo podían manipular, pues era un
hombre experto en el sexo, sabía de qué hablaba, conocía más que
desconocía.
Bueno, no desconocía nada.
Y fue recordando, como si un túnel se iluminase poco a poco, para dar luz
a sus pasos.
Recordó cómo la sentó encima de él, de espaldas a él, cómo pegó ese
trasero a su polla, con ganas, con ahínco, con necesidad, cómo llevó la mano
a los lozanos muslos para después tocar el sexo y notarlo cálido, húmedo y
receptivo.
Cómo la masturbó, cómo abrió los muslos al máximo, gozando de sus
manos, gozando de su maestría, mientras ese culo macizo apretaba con

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fuerza, martirizaba con delirio, su miembro a punto de reventar.
Hizo una pausa, movió la cabeza, como queriendo recolocar los
recuerdos, como…
Como si lo pasado, lo que brotaba de golpe en su mente, no fuese cierto.
La agarró de las caderas y la puso de rodillas para penetrarla por detrás…
¡Por todos los putos infiernos! No recordaba si había seguido el camino
correcto o…
Tuvo que ser el correcto, porque revivió cada embestida y ella no se
quejó, no gritó…
Si hubiera querido separarse, lo habría conseguido; sí, era cierto que la
agarraba con fuerza para embestirla a placer, para que no cayera, de manera
que, si ella hubiese querido parar, con tirarse sobre la alfombra…
O darle un puto empujón…
Joder, estaba como una cuba, no le habría costado trabajo hacerse con
él…
O deshacerse de él.
Se pasó las manos por el cabello, echándolo hacia atrás, que
prácticamente era una manera de llevarse las manos a la cabeza por lo que
había hecho.
Y recordó cómo la agarró por esa cinturita, levantándola como si fuese
una muñeca y tumbándola en la cama, para colocarse encima y entrar en ella.
Otra vez.
Estaba claro que se había corrido, pero ¿las dos veces?
¿La forzó? ¿La obligó?
¡Dos putas veces!
Creía estar seguro de que no hizo nada de eso, pues, cuando la sentó sobre
él, ella no se resistió, y luego…
¡Por los clavos de Cristo! De acuerdo que no era un ejemplo a seguir, que
tenía muchos defectos, pero…
Hacer algo así…
No recordaba gritos, ni forcejeos; ella podría haberse ido cuando hubiese
querido.
¿Estás seguro?
Era consciente de la fuerza que tenía. Había tumbado a más de un tipo de
su tamaño, y hacerse con ese cuerpo tierno y delicioso no le costaría ni dos
segundos…
¿Se había resistido?
Juraría que no; si así hubiera sido, tendría más arañazos en su cuerpo…

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Seguro, al cien por cien, no estaba.
Pero…
No, él no hizo nada que ella no quisiera.
Resopló ante la marabunta de recuerdos, ante lo que había hecho.
No podía quedarse así y comenzó a tocarse, pues el miembro le estallaría
en mil pedazos con esa multitud de imágenes que se agolpaban en la mente.
Rodeó con su mano el hinchado miembro, imaginando que entraba en ese
cálido y estrecho nido; no era lo mismo, pero tenía que valer, pues no había
otra cosa.
Intentó recordar cuando rompió la barrera, cuando se llevó la virginidad,
pero no lo consiguió, pues desde el primer momento era tan estrecha que,
cuando estuvo dentro, sintió la misma presión que al comienzo: una tensión
tan placentera, tan enloquecedora que provocó la eyaculación, o las
eyaculaciones, sin contemplaciones.
Igual que en ese momento, recordando todas las sensaciones que
bombardeaban su cerebro, sintiendo esa experiencia nublada por el alcohol y
los medicamentos, pero reviviéndola como si la disfrutara de nuevo…
Y, así, de esa manera, se corrió contra el pañuelo que abrazó la punta del
miembro.
Se mantuvo despierto un buen rato, sin dejar de pensar en ella.
¿Cómo había ocurrido…?
No era necesaria la pregunta.
Había ocurrido porque esa preciosa morena se había metido en su cama,
se había dejado seducir… ¿Seducir por un borracho? Santo Dios, qué cosas
estaba pensando.
Pero, ¿por qué no se aprovechaba de la situación?, ¿por qué no le pedía
restituir su honor?, o ya puestos, dinero, o incluso casarse con ella, como
cualquier mujer mancillada.
No, nada de eso había sucedido, ella se había hecho la tonta, ¿por qué?
¿Por vergüenza? ¿Por temor a ser despedida y quedarse en la calle? ¿Para no
quedarse sola?
No lograba entenderlo.
Cerró los ojos y la imagen de una pelirroja de ojos verdes como la hierba
se dejó caer para colocarse al lado de la morena de ojos verdes dorados, tan
claros y llamativos como los de un gato.
Ayla McKenzie era la mujer con la que pensaba casarse, aunque aún no se
lo había pedido, y ella esperaba con ansia. Era una preciosa pelirroja de
veintisiete años, que tiempo atrás estuvo comprometida con un lord inglés y,

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poco antes de la boda, este murió de una extraña enfermedad. Ayla quedó
tocada, en todos los aspectos, pero más por quedarse sin futuro marido que
por la muerte del hombre. Habían estado tres años saliendo, pues él era viudo,
con dos hijos, y no estaba dispuesto a correr, y ella demostró paciencia,
esperó, pues daba por hecho que todo saldría bien. Cuando enfermó, aguantó
estoicamente pensando que se curaría; cuando supo que eso no tenía arreglo,
esperó que hicieran un matrimonio in extremis, pues él estuvo consciente casi
hasta el final. Pero no fue así. Él no se lo pidió y ella no se atrevió, le dio
vergüenza rebajarse a esos extremos. Había interés, por supuesto; tendría que
cargar con sus hijos, pero también administraría la herencia mientras ellos
fuesen menores y daba por hecho que algo más cogería. Pero nada de eso
sucedió. El lord murió, los hijos fueron con la familia más cercana y ella se
quedó compuesta y sin prometido.
Ayla era de Glasgow, pero siendo adolescente se fue al sur de Inglaterra a
vivir con una hermana de su madre que se había quedado viuda. Conoció al
lord en Londres, con veintiún años, pero no pasó nada: el hombre no reparó
más allá de la cortesía; a fin de cuentas, llevaba viudo cuatro o cinco meses y
no estaba por la labor. Casi un año después, volvieron a coincidir, pero el
hombre aun tardó como seis meses en pedirle salir. Ella se podría haber
casado a los dieciocho, o a los veinte… pero no quiso, pues los pretendientes
que le salieron eran comerciantes o contables, un militar, pero suboficial…
No, ella quería más, aspiraba a más, no quería conformarse con «eso» y
arrepentirse toda su vida.
Conoció a Duncan Murray en Edimburgo, en una cena organizada por un
amigo del lord fallecido, que, a su vez, era amigo y abogado de Duncan, y
que, a raíz del fallecimiento, había ofrecido a la pelirroja un trabajo en su
despacho de abogados, pues todo hay que decirlo, él estuvo apoyándola en
esos tristes momentos y ella le pagó con unas cuantas sesiones de cama, y él,
a su vez, se lo devolvió con ese puesto bien remunerado y con poco que
hacer, de manera que todos quedaran contentos y que la esposa del abogado
no se enterase de la relación extramarital.
Ella le echó el ojo al momento, como para no hacerlo, como para no
verlo: un hombretón de casi dos metros, rebosando virilidad por todos los
lados. Sus ojos verdes hicieron chiribitas y, cuando el anfitrión los presentó,
ella se encargó de mandar todas las señales necesarias para que él supiera
todo lo que había que saber. Cierto fue, que cuando le dijeron que era viudo,
pensó: no, por favor, otro viudo no. Y cuando le cuchichearon que tenía un
hijo, casi un bebé, y que ese niño tenía síndrome de Down, pensó: «Tierra,

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trágame». Pero no necesito mucho tiempo para recapacitar; de hecho, fue el
tiempo que duró la cena para decidir que quería a ese hombre con «regalo
incluido», y que tal vez esa cuestión sería relegada a un segundo plano
cuando ella le diera un hijo sano y hermoso, el primero de muchos; bueno, de
varios, tampoco era cuestión de parir como una coneja.
De esa cena había pasado casi un año y ella esperaba con anhelo el día
que él se presentara con un anillo de brillantes. ¿Sabía Ayla que Duncan no
estaba enamorado de ella? ¿Sabía que nunca había estado enamorado? ¿Ni tan
siquiera de su esposa? No, no lo sabía. De hecho, de la esposa muerta sabía lo
justo: que era una hermosa rubia y que todo lo que tenía de bella lo tenía de
gélida. Que habían pasado tres semanas en la Riviera francesa de luna de miel
y que se suicidó porque no pudo superar el haber tenido un hijo así; punto
final.
Pero lo que sí tenía muy claro eran las posesiones del escocés, pues el
bufete donde ella trabajaba le llevaba varias cosas y, según sus conclusiones,
daba por hecho que tenía más, mucho más, que el lord muerto. Su examante,
el abogado, había comentado en una ocasión que posiblemente estaba en el
testamento de un familiar sin herederos propios. Vamos, que era el hombre
ideal, el partido adecuado para vivir la mejor vida. Y era joven, mucho más
que el lord, aunque ella ya tenía una edad… Bueno, por lo menos no era de la
misma edad, Duncan andaba por los treinta y ella siempre se quitaba algún
año.
Por otra parte, la vida íntima era sublime, pero con un inconveniente: que
el muy cabrón utilizaba siempre preservativo, algo que muchos de los
hombres que había conocido ni sabían que existían, y menos dónde
conseguirlos, y que algo así impedía un matrimonio deprisa y corriendo.
En eso mismo pensaba Duncan, pues el sueño no llegaba.
Nunca practicaba sexo sin protección.
Nunca, ni en las…
Hasta la noche pasada.
Cuando iba de putas, que eran pocas veces, no follaba; pedía una felación
y nada más; ni besos ni tocamientos, aunque la mujer tuviera un cuerpo de
infarto; no, prefería que fuese algo rápido y sin complicaciones. Cuando
estaba con una mujer, soltera, casada o viuda, siempre se protegía. No quería
hijos no deseados, no quería atarse a una mujer por el vinculo de un hijo.
Estando saliendo con la pelirroja, había tenido un par de escarceos con dos
mujeres del círculo de Edimburgo, las dos casadas. En momento alguno tuvo

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remordimientos hacia su pareja; además, estaba al corriente del lío que ella
tuvo con el abogado, porque él mismo se lo contó.
En las fiestas…
En esas fiestas siempre se protegía, no solo por posibles embarazos, pues,
si algo así ocurría, en la mayoría de los casos, por no decir en todos, el aborto
era la solución más idónea, y si la mujer estaba casada y no quería abortar, el
hijo era del marido y no se hablaba más, lo supiera el interesado o no. No
obstante, había que ser precavido si no te querías complicar la vida y acabar
con una venérea, pues, aunque todo fuese de lo más selecto…
En fin, dejó ese pensamiento de lado, que en ese momento era
innecesario.
Deseaba volver a casarse, quería más hijos, pero ni estaba enamorado de
Ayla ni lo había estado de su esposa. Tal vez se debía a que instintivamente
rechazaba el enamoramiento, viéndolo como una debilidad, pues eso era lo
que le había pasado a su padre.
El declive del matrimonio de sus padres comenzó con la muerte de un
bebé.
Duncan era el mayor y, tres años más tarde, después de varios abortos,
nació Meghan. Era una niña preciosa, rubia como su madre, tranquila y
comilona. Murió a los cuatro meses, aplastada por Lily. Fue fortuito, fue
producto de la mala suerte.
Fue una desgracia.
Lily era la mayor de las tres hermanas y la única soltera. Por deseo de
Chloe, la madre de Duncan, vivía con ellos en la casa de Edimburgo. Cuidaba
de sus sobrinos, aunque cada uno tenía su nany; ese día, esa tarde aciaga,
quedó al cuidado de la bebé, mientras la nany se ausentaba durante unos
minutos para ir al baño, pues andaba con el cuerpo descompuesto. Lily se
hallaba de pie, con la niña en brazos, y de repente sintió un mareo, pensó que
le daba tiempo a dejar a la niña en la cuna y ella sentarse en el sillón, pero el
último recuerdo que tuvo fue acercarse a dicho sillón, y después… la nada.
Cuando comenzó a recuperar la consciencia, todo el mundo gritaba, todo
el mundo lloraba; había caído en el sillón y la bebé estaba debajo. La aplastó,
la asfixió. Su cuñado jamás la perdonó y después del entierro la mandó al
norte, a Dubh House, y no quiso saber nada más de ella. Las discusiones entre
el matrimonio iban por temporadas, una temporada tenían muchas, otra
temporada casi no se hablaban. Duncan padre estaba locamente enamorado de
su mujer, pero no sabía manejar las situaciones extremas, de manera que
comenzó a beber, y ella, a tener aventuras. Hubo abortos, varios, unos

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naturales y otros provocados, algunos de los amantes y algunos del marido.
Cuando Duncan, con dieciocho años recién cumplidos, se fue a la guerra, la
madre había muerto unos meses antes en accidente de coche, el tipo que
conducía también. El joven pensó en quedarse para estar al lado del padre,
pero su tío le aconsejó que siguiera su camino, que el padre debía encontrarse
a sí mismo.
Poco antes de acabar la guerra, volvió con un permiso y con la cicatriz
que mostraba en la sien izquierda; su padre era un alcohólico en toda regla y
los negocios peligraban de manera alarmante, siendo motivo más que
suficiente para licenciarse. Tomó el mando, con ayuda de su tío, hermano del
padre —el que había evitado la ruina total de la familia— y se sumergió hasta
el fondo en todos los resquicios, descubriendo y arreglando todos, o casi
todos, los agujeros que el padre fue dejando. Tiró de su herencia para mitigar
daños con la ayuda inestimable del hermano mayor de su padre, y en cuestión
de año y medio, había reflotado todo lo que estuvo a disposición de hundirse,
y volvió a la universidad, siempre con el apoyo de su tío.
En el momento actual era muy rico, pero, como Harpagón, trataba su
riqueza con discreción, ya que no podía esconderla, pero en momento alguno
hacía ostentación, tampoco mostraba avaricia, pero no derrochaba sin ton ni
son, aunque se permitía ciertos caprichos, como el Rolls, el máximo confort
en sus casas y alguna cosa más. Se consideraba un trabajador incansable y
con una inteligencia privilegiada, astuto para los negocios, hábil para negociar
e intuitivo para oler el dinero.
Su padre murió poco antes de que naciera el pequeño Duncan: estrelló su
coche contra un árbol en el trayecto de Glasgow a Edimburgo. Iba borracho,
pues así lo afirmaron varias personas que lo vieron salir de una cantina, subir
al automóvil y salir de la ciudad. Aunque, borracho o no, Duncan tenía la
certeza de que quiso morir como había muerto su amada esposa.
Volvió al presente, invadido por la oscuridad, sintiéndose solo.
Y, sin dejar de pensar en esa preciosa morena, intentó dormir.

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Capítulo 12

Llevaban media hora en el tren y el pequeño se había dormido. Dicho así,


parecía algo fácil y llevadero, pero, vivido en los momentos previos, no lo
fue.
Una vez que subieron al coche para llevarlos a la estación, el pequeño
Dunc ya estaba nervioso, nervioso y contento, o más bien, la palabra correcta
sería excitado; solo el hecho de estar con su padre ya lo volvía loco de
felicidad. La mirada de la americana no perdió detalle de nada, absolutamente
de nada, y los ojos del niño, esos ojos de forma almendrada y rasgados
brillaron de emoción, se abrieron de par en par cuando vieron la figura del
padre y, al hacerlo, corrió hacia él con movimientos balanceantes para que lo
cogiera en sus brazos, para que lo elevara y le hiciera el avión, para soltarlo
en el aire y volverlo a coger, mientras se oían las carcajadas del crío. Eso
había sido en la habitación, estando el pequeño dispuesto para emprender el
viaje. La chica estuvo a punto de llamar la atención al señor Murray para
decirle que no debía voltearlo de ese modo, que el pequeño podría vomitar el
desayuno, pero no abrió la boca, pues las miradas que él le lanzó en más de
una ocasión y, sobre todo, la seriedad con que las hizo, no le dieron buena
espina.
Cuando subieron al coche, ella y el niño detrás, él conduciendo y un
criado de copiloto, que se llevaría el coche de vuelta, las miradas de ambos se
cruzaron por el espejo retrovisor, mientras el pequeño reproducía el ruido del
motor, o algo parecido. No cruzaron palabra en el tiempo que duró el trayecto
hasta la estación, solo la conversación que mantuvieron la americana y el
niño, pues, cuando se cansaba de imitar el ruido que hacía el coche, miraba
por su lado y le preguntaba cosas muy escuetamente para que ella le
respondiera de manera rápida, pues la velocidad del automóvil motivaba que
el pequeño fuese más ligero o que se pusiera más nervioso.
—¿Eto? —preguntaba señalando con su dedito, tocando el frío cristal.
—Un árbol.

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—¿Eto? —volvía a la carga.
—Flores —contestaba, viendo lo que era un matorral de nombre
desconocido para ella.
—¿Y eto?
—Otro árbol.
—¿Eto?
—Agua.
Y así, durante unos minutos. Cuando se cansó, se subió en el regazo de la
joven, llevó sus bracitos alrededor del cuello y le dio un húmedo beso en la
mejilla.
—Apa.
—Guapo tú —replicó ella, mirando esos ojos grises y ese fino cabello
rubio.
—Apa tú —soltó elevando la voz y mostrando una sonrisilla traviesa.
La joven dio un sonoro beso en la mejilla del niño y otros seguidos en el
lateral del cuello, lo que produjo una carcajada al producirle cosquillas y una
contenida sonrisa del padre, que, con un ojo en la carretera y otro en el espejo,
no los perdía de vista.
Solo tuvieron que esperar diez minutos en la estación de Inverness,
tiempo más que suficiente para que el pequeño se revolucionara más todavía,
se moviera inquieto y quisiera soltarse más de una vez de la mano de Sissy,
pasando a los brazos del padre, que le compró varias golosinas en una
pequeña tienda y recibir con una sonrisa las cariñosas palabras de la
dependienta.
Cuando escuchó el silbido del tren, se hallaba en los brazos del padre, se
agarró con fuerza a su cuello y, con los ojos abiertos al máximo y un poco
asustados, murmuró:
—Chu-chu-chu-chu… —Sin dejar de contemplar esa enorme locomotora
de vapor, esa nube blanca, unas veces, y un poco más oscura otras, como un
algodón gigante que soltaba por la chimenea; ese ruido que hacían las bielas y
los pistones para mover todo el engranaje; y, mientras el niño seguía los
movimientos de la locomotora y del resto de los vagones, Sissy miraba a ese
hombre, tan grande, tan masculino, llevando a su hijito en brazos,
protegiéndolo, y al tiempo mirándolo con adoración, con amor… Sintió un
nudo en el estómago y, cuando él dirigió la mirada hasta ella, bajó los ojos y
se contempló las puntas de sus zapatos.
Una vez en el compartimento del tren, con las maletas colocadas en la
parte superior, y siendo ellos los únicos ocupantes, el pequeño se dejó sentar

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donde la joven lo puso, al lado de ella. El señor Murray, una vez que se quitó
el abrigo y el sombrero, y colocó los periódicos en la bandeja abatible que se
hallaba debajo de la ventanilla, se sentó enfrente de su hijo y de la mujer que
había deshonrado y que ella, no acaba de entender por qué, ocultaba.
Solo pasaron dos o tres minutos desde que el tren se puso en marcha,
cuando el pequeño se bajó del asiento y se cobijó en los brazos del padre; este
lo abrazó, le dio un beso en la frente y, a los pocos minutos, el pequeño
dormía plácidamente mientras los ojos del hombre permanecían clavados en
el rostro de la joven, y ella, un tanto acalorada, dejaba que su mirada siguiera
el movimiento del paisaje.
Duncan observó el vestido que llevaba: algo grande para su delgado
cuerpo, sencillo y simple, de color marrón parduzco; era un color feo y nada
favorecedor. ¿Se lo habría puesto a propósito para que él la viera poco
atractiva?, ¿para que la viera como una empleada sin nada que ofrecer, nada
más que su trabajo? Daba igual, por poco atractiva que fuera su ropa, esa cara
preciosa no podía ocultarla; esos ojos, esa boca, los pómulos, era una carita de
las más lindas que había visto desde que comenzó a fijarse en las chicas.
Su esposa había sido una mujer bellísima, pero esta chica tenía una cara
que provocaba mirarla de una forma… ¿y qué decir del resto que ocultaba tan
hábilmente?
Cuando se levantó con el niño en brazos, ella se sobresaltó y se levantó
también, apoyando la mano en el cristal de la ventanilla para no caerse con el
movimiento del tren, que unas veces era más que acusado. Al ver que el
hombre acostaba al pequeño en el asiento y le hacía un nido con su abrigo,
ella simplemente observó hasta que terminó, mientras pensaba que nunca
había conocido a un padre tan cariñoso. Pero algo así, en un hombre de esa
envergadura, con esa elegancia y tanta masculinidad, producía en ella algo
que se le escapaba de las manos, de su control.
Lo encontraba tan excitante…
Tan erótico…
Déjate de tonterías, Cecily Frank, lo que te provoca este hombre es un
morbo que nunca habrías imaginado y un deseo descontrolado por todo lo
que no es decente. En unas pocas palabras: te provoca comportarte como
una fulana.
Él se giró cuando terminó de acomodar al niño y se topó con ella. La
chica dio un paso atrás y se vio sujeta de los brazos, como cuando se
conocieron.
Duncan no dijo nada, ella tampoco.

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Solo se miraron, mientras esas manos rodeaban los delgados brazos.
—¿No se caerá con los movimientos? —preguntó tontamente.
Él no contestó.
La soltó y acomodó su largo cuerpo en su asiento, esperando que ella
hiciera lo mismo. Y así fue, la joven se sentó enfrente, al lado de la ventanilla,
y se dispuso a contemplar el hermoso y salvaje paisaje de las Tierras Altas.
La voz del hombre la sobresaltó, y la pregunta, más.
—¿Cuándo piensa decirme todo lo ocurrido entre nosotros?
Los ojos verdes, al darles la luz del día que inundaba el compartimento, se
vieron más claros, más luminosos, comparados con el paisaje, con el correr de
los páramos cubiertos de brezo y musgo, de bancos de bruma que escondían a
medias lagos y pueblecitos austeros, de un paisaje majestuoso que en esos
momentos no podía apreciar, ni disfrutar, debido a la presencia de ese
hombre.
—¿Perdón? —Duncan se quedó mirando esa boca, obviando esa
expresión que tenía en esos momentos de no entender la pregunta, de no
haber roto un plato en su vida.
—¿De dónde procede Sissy? ¿Elizabeth? —Ella negó—. ¿Cecily? —Ella
afirmó.
Él no dejó de mirarla, mientras el ruido del tren les envolvía, mientras la
respiración infantil se oía de fondo.
—Recuerdo cada momento, cada minuto —añadió bajando la voz,
dándole un tono intimo; hizo una pequeña pausa, mientras la joven esperaba
aguantando la respiración—… cada segundo, de lo que pasó esa noche.
La joven tragó saliva, bajó la mirada y la volvió a subir, enfrentando la de
él.
Ya no podía seguir con la farsa.
—Lo siento, señor Murray —susurró, bajando la cabeza.
—¿Cómo dice? —había oído de sobra, pero le sorprendió esa disculpa.
Es más, no esperó nada semejante.
Ella pareció deglutir, como si se hubiese tragado un hueso de cereza.
—Que… siento mucho lo que pasó. No fue mi intención, de verdad que
no —replicó, mordiéndose el labio inferior durante varios segundos.
—No fue su intención —repitió el hombre sin comprender muy bien qué
estaba pasando. No recordaba cada segundo, como le hizo creer, pero… más
o menos, sí sabía lo que había hecho con ella.
—Sí, señor. Le pido disculpas. Debería haberme ido, una vez que usted
estaba sano y salvo en su alcoba… Debería haberme ido… Pero no lo hice —

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confesó, mirándolo sin pestañear, pero con miedo en los ojos.
«Vaya, vaya», pensó el escocés.
Esto se ponía interesante.
—No lo hizo, no —añadió con voz grave, sin retirar la escrutadora mirada
y siguiéndole la conversación, sin entender qué estaba tramando o
expresando, qué enfoque estaba dando a lo ocurrido entre ellos.
—Lo lamento, de verdad. Le juro que, si pudiera retroceder… —dejó la
frase inacabada, dejando con ganas al hombre de saber más.
Duncan llevó la mirada al brillante cabello oscuro, recogido en un sencillo
moño, mostrando unas ondas, que le parecieron naturales, y le recordó las que
le hacían a su esposa las doncellas, tardando un tiempo considerable hasta que
la onda quedaba perfecta, y el recogido también.
—Lo lamenta. Lo jura —repitió las palabras, volviendo la atención a esos
ojos, al ligero movimiento de las pestañas.
—No debió ocurrir… Nada de lo que pasó. Lo siento muchísimo.
¡Oh, qué mentirosa eres, Cecily Frank!
Murray dejó pasar unos segundos, mirándola intensamente.
¿Qué cojones estaba pasando aquí?, ¿qué demonios tramaba esta preciosa
mujer?
—¿Y qué es lo que no debió ocurrir, Cecily?
Ella, sonrojada como una fresa al oír su nombre completo en boca de ese
hombre, al oír esa pregunta que entrañaba tantas cosas y todas indecorosas, se
mordió el labio, arrugó la naricilla, respiró con fuerza y contestó.
—Ha dicho que lo recuerda todo, no me haga quedar en evidencia. Por
favor, se lo ruego.
—No es fácil olvidar algo así, señorita Frank. Nada fácil.
Ella afirmó con un ligero movimiento de cabeza y él volvió a fijar la
mirada en esas preciosas ondas que brillaban como un espejo de plata.
—Lo sé muy bien, señor. De verdad que lo sé.
Murray, con la mirada clavada en ella, no dijo nada, parecía esperar.
Y ella se vio en la obligación de hacer una confesión para dejar las cosas
claras y que, si él lo consideraba oportuno, necesario, tomase las medidas
correspondientes.
«Eso te pasa, por actuar sin pensar», se dijo la joven, intentando controlar
el bochorno que la embargaba.
—Lo siento mucho, señor Murray, de verdad. Le pido disculpas por lo
que hice, por… —la joven mostraba un sofoco considerable, una vergüenza
absoluta y, en esos momentos, realmente se arrepentía de sus actos pasados

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—. Por abusar de —no encontraba la palabra adecuada—… de su
vulnerabilidad.
Duncan Murray no dijo nada, no mostró nada, tan solo una expresión
seria. Se aguantó las ganas de abrir la boca como un pasmarote, de abrir la
boca y soltar una carcajada, pero, al segundo, pensó si la muchacha le estaba
tomando el pelo, si se estaba riendo de él.
¿Vulnerable?
¿Él?
¿Porque estaba borracho?
¿Estaba diciendo esa preciosa mujer que ella había abusado de él?
¡Por todos los santos!
—Señorita Frank, ¿estoy oyendo bien?, o, tal vez, he perdido facultades.
Ella se encogió de hombros, al tiempo que agitó esas largas pestañas, que
parecieron marearlo.
—Por favor, señor Murray, dejémoslo correr. No me incomode más.
Hacía mucho tiempo que Murray no disfrutaba tanto, que gozaba mirando
a una mujer, que se divertía con un coloquio que él controlaba, que solo él
sabía a dónde se dirigía, que se excitaba con el apuro de la joven belleza…
Porque, realmente estaba apurada, abochornada…
Estaba seguro de que era así. Que esos colores rosados no salían por una
orden dada mentalmente, que ese brillo en los ojos denotaba un nerviosismo
que no podía controlar.
Pero él quería llegar hasta el fondo.
Quería más.
—¿Que lo dejemos correr? ¿Que no la incomode más, señorita Frank? —
repitió, al tiempo que dobló su cuerpo y apoyó los antebrazos encima de los
muslos para acortar la distancia—. Señorita Frank, usted y yo tuvimos
relaciones íntimas esa noche. Usted dejó la muestra en mi cama y en mi…
cuerpo. Usted —repitió de nuevo, admirando esos ojos asustados, esos
pómulos sonrosados y esos labios apretados— puede estar embarazada en
estos momentos.
Sissy tragó saliva y se llevó las manos hasta las mejillas, tocándose con
esos largos dedos, como para refrescarlas, calmarlas.
—No… no se preocupe. Eso tiene que ser muy difícil. —Él no dejó de
observarla, hasta el mínimo gesto, miraba cómo esos labios vocalizaban,
cómo asomaba la punta de la lengua para humedecerlos, mordiéndose el
inferior durante un segundo, y no cambió de postura a pesar de lo que escuchó
—. Solo fue una vez, nada más —mintió, dando por hecho que él no podía

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recordar todas las veces, ni cuando ella… Seguro que se estaba marcando un
farol—. Es muy difícil que eso ocurra —afirmó como si fuese una mujer
experimentada, que podía esquivar un embarazo como quien esquiva una
pelota que se aproxima hacia a ti—. No debe preocuparse, eso nunca. No seré
un problema para usted. De verdad. No quiero complicar su vida… Palabra de
honor —sentenció, bajando la voz, hasta convertirlo en un susurro, como si en
ese compartimento de primera clase hubiera más gente o como si ese niño que
dormía plácidamente pudiera escuchar y entender esas complicadas palabras.
El hombre cambió de postura, se incorporó en su asiento, pegando la
espalda contra el respaldo, mientras llevó las manos al cabello y lo peinó con
los dedos, hacia atrás, por hacer algo, para no decir una vulgaridad.
—¿Realmente cree lo que acaba de decir?
Ella no contestó.
No quería tener miedo, no quería mostrar temor ante él, pero le estaba
costando un mundo.
Él intensificó la mirada, contemplando ese rubor, esos espectaculares
ojos, esa cara tan bonita, esa boca tan provocadora, tan deseable.
¿Estaba asustada?
«Lo parecía», pensó el hombre. Tal voz un poco. Aunque, más que
asustada, la veía nerviosa, incomoda, incluso… a la expectativa.
Cualquier hombre en su situación tendría a la mujer en ese momento de
dos maneras, solo dos; primera: lloriqueando, temiendo un posible embarazo,
siendo soltera; y segunda: histérica, pidiendo, exigiendo una compensación,
de un tipo u otro: matrimonial, la más lógica, práctica y honrosa, o económica
y planificando un embarazo escondido, o un aborto.
—Una sola vez, señorita Frank —puntualizó—, solo una vez basta para
hacer un hijo. No sea ingenua. Creo que, con diecinueve años, se saben esas
cosas.
Ella cogió aire y lo soltó despacio. Se mordió la punta de la lengua para
que no afloraran sentimientos escondidos, dolorosos, para no dejarse llevar
por las emociones de los tiempos pasados, pero, sobre todo, para no dejarse
llevar por su soledad, o la futura soledad que pudiera aparecer en el futuro
más cercano, provocado por esa noche de placer.
No quería estar sola, no lo deseaba, quiso gritarle al hombre que la
devoraba con su intensa mirada.
—Le aseguro que no va a pasar nada de eso. Vuelvo a decirle que no se
preocupe.
El hombre movió la cabeza, enfadado, molesto.

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—¿Está con el mes? ¿En estos momentos? ¿Por eso me lo asegura con
tanta avidez? —Ella bajó la vista y jugueteó con sus dedos, deseando que la
tierra se la tragara.
—No, señor —susurró.
—Entonces, aún hay posibilidades. O, acaso, cuando me iba a —omitió la
palabra para no ser grosero—… ¿usted me quitó de encima y evitó que mi
simiente anidara?
«¡Por Dios! ¡Qué cosas estaba preguntando!», pensó la joven.
¿No podía dejarlo correr… y ya está?
—No, señor. No hice tal cosa y, si fuese así, usted lo recordaría —
contestó molesta, deseando acabar con esa conversación.
Volvió a morderse los labios, los dos, mojándolos, dejando ver algo más
que la punta de la lengua, sin percatarse de la mirada de deseo del hombre.
—¿Entonces? ¿Qué piensa que va a ocurrir?
Ella tragó saliva.
—Si así fuera, si pasara lo peor, le aseguro que me iré y no le incomodaré
para nada. Se lo aseguro. Se lo prometo. No me vea como un problema, señor
Murray, porque no lo soy. Lo que ocurrió… estuvo muy mal por mi parte.
Abusar de usted en las condiciones que se encontraba estuvo muy mal.
Pero… no sé lo que me pasó… No lo sé… No lo puedo explicar. —La joven
giró la cabeza y contempló el bello paisaje, la lluvia que volvía a caer.
Se hizo el silencio, mientras el hombre no retiró la mirada de ella y, antes
de que él pronunciase palabra, ella soltó lo que le vino a la boca, sin dejar de
mirar el paisaje.
—Me encendí, me excité muchísimo y… se me fue la cabeza.
El hombre quedó en silencio, observándola con todo detalle, masticando
las palabras que acababa de pronunciar, notando cómo su miembro se
endurecía ligeramente, deseando follarla.
¡Joder!, había dicho que se excitó, que perdió la cabeza…
¡Hostia!
Estaba convencida de que había abusado de él.
¡Por Dios Santo!
—Señorita Frank, ¿me está tomando el pelo? —la voz grave y dura raspó
el aire, provocando que ella dejara de mirar por la ventana, que sus ojos se
posaran en él.
Negó en silencio.
Estaba asustada.
Ahora sí estaba asustada.

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Había hablado más de la cuenta.
Una mujer decente no debería decir semejantes palabras.
Mirando a ese hombre que la observaba sin pestañear, oyendo esa voz
grave, suave unas veces, intrigada otras y ella diría enfadada, o más bien
conteniendo el enfado, como en esa última pregunta.
—¿Me está diciendo que le gustó lo que le hice? —preguntó intrigado.
La verde mirada se clavó en la del hombre, sin pestañear, sin dejar de
mirarlo.
¿Debería mentir?
¿Ahora?
¿Después de todo lo dicho?
Ella afirmó con un ligero movimiento de barbilla, sin bajar la mirada.
El silencio se hizo entre ellos, pero sería por poco tiempo, pues la voz
grave surgió de nuevo, caliente, queriendo saber, queriendo conocerla.
—¿Que le gustó cuando mi lengua lamió y mis labios chuparon sus
pezones? —la pregunta fue hecha en el tono más bajo posible, casi en susurro,
pero suficiente para que las palabras llegaran una a una.
Ella tragó saliva, pestañeó varias veces y volvió a afirmar.
—¿Que disfrutó cuando la tuve sentada en mi regazo, apretada contra mi
cuerpo y acaricié, incluso, violenté su sexo?
El rostro de la chica estaba caliente como un horno antes de acoger el pan,
pero a estas alturas no iba a mentir.
Afirmó lentamente.
El hombre se la comió con los ojos, y si hubieran estado solos…
—¿Que gozó cuando la agarré por las caderas, le hice que apoyará sus
manos en la alfombra para no caerse y la penetré de manera violenta? —la
voz se volvió oscura, casi tanto como una noche sin luna, y la joven volvió a
sentir el deseo, pero de otra forma: con las palabras, con las miradas, incluso
con los silencios.
A la luz del día, estando con ese hombre y con su pequeño, en el vagón de
un tren, volvió a sentir virulencia, desenfreno.
Volvió a sentirse perversa.
El temor estaba ahí, el miedo a lo desconocido, a las consecuencias que
pudieran derivar de lo que había hecho, a verse en la calle, en tierra de nadie
y, a pesar de todo ello, sintió un deseo desesperado hacia ese hombre.
Sissy sacó la lengua y se humedeció los labios; primero el superior, luego
el inferior, para terminar mordiéndolo suavemente.

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No estaba bien lo que acababa de hacer, era algo incorrecto, y más viendo
cómo esa mirada intensa y tan hermosa no pestañeaba, no dejaba de
observarla, controlando todos sus gestos, sus palabras, sus movimientos.
Esa mirada que, al recibir la luz del exterior, deslumbraba de manera
brillante, mostrando el verdadero color, ese tono azul oscuro de la pizarra
galesa mojada por la lluvia.
Pero lo que ella no veía, lo que no sabía, eran los pensamientos del
hombre, el deseo imperioso de comerse esa boca, de lamer esos labios, chupar
su lengua, tragársela entera…
Por todos los santos, si hubieran estado solos, le habría subido la falda de
ese horrendo vestido, le habría arrancado la ropa interior y la habría clavado
encima de su polla hasta reventar de placer.
Esa preciosa voz penetró en sus oídos, mientras sintió palpitar la sien
izquierda, el recuerdo que se trajo de la guerra, la cicatriz que partía cerca del
ojo y desaparecía en el cuero cabelludo. Pues ese fue el movimiento que hizo
la bayoneta del alemán que le atacó. De abajo arriba.
Sus ojos se clavaron en esa boquita de labios gruesos y sus palabras
fueron como mil bayonetas, una detrás de otra, pero ninguna dolorosa.
—Fue… fue algo violento… Bastante violento, pues he pensado muchas
veces en ello y no tengo duda, pero no me importó, pues lo sentí como algo
maravilloso. Pude irme en cualquier momento, porque usted no… no podría
haberme retenido. Estoy segura, pues necesitaba un punto de apoyo, un lugar
donde mantenerse estable. No quise irme, a pesar de que mi mente, mi
conciencia, me decía lo contrario. Sentía tanta curiosidad… Fue… como si
estuviera incompleta, y cuando entró en mí. —En ese momento soltó un
suspiro, para continuar de corrido sin atreverse a mirarlo, pues la vergüenza,
el temor a que se riera de ella o que pensara que todo era una excusa banal
para disculpar un comportamiento vulgar—. Cuando entró en mí, me hizo la
mujer más perfecta del mundo.
Él entrecerró los ojos, sin retirar la mirada, analizando esos movimientos
imperceptibles, pero nerviosos.
—Eres perfecta —murmuró.
Ella lo miró como si fuese un ser supremo, sintiendo su corazón
desbocado, agradeciendo que no se riera de ella, que no la mirase mal.
Y, cuando efectuó la pregunta, casi se deshizo de puro placer.
—¿Quieres que lo repitamos?
Sissy se contrajo ante esa pregunta, ante ese tuteo, ante esa voz grave y
seductora, apretando los labios, mirándolo sin pestañear.

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Afirmó con la cabeza, pero su boca dijo otra cosa.
—¿Podríamos? —preguntó con cierto jadeo.
—Sí, podríamos —susurró.
Sissy tragó saliva.
—No… no se enfadaría conmigo —no era una pregunta, pero tampoco
una afirmación, pues se sentía como si estuviera caminando por una fina
lamina de hilo, que más pronto que tarde se rompería en miles de pedacitos y
la llevaría hasta el fondo oscuro y gélido.
—Si así fuera, no te lo pediría —añadió el hombre, que permaneció sin
moverse, sin dejar de mirarla, deseándola con los ojos, con el pensamiento…
—¿Y nadie lo sabrá? —Casi no le salió la voz, elevando la mirada y
taladrándolo con ese verde dorado.
—Solo nosotros dos.
La chica apretó los labios.
Y los entreabrió.
—No sería correcto, no es correcto —añadió muy seria, casi en susurros
—. Pero, ¿cómo se me ocurre decir semejante tontería después de lo que he
hecho con usted? Sí, me gustaría mucho. Mucho.
¡Joder!
La mente del hombre bullía como un caldero de agua hirviendo y esas
palabras, que sonaron como un ronroneo, provocaron que la erección que
tenía chocara contra la bragueta del pantalón.
—¿Te gustaría que te enseñara todo lo que sé? ¿Todo lo que me gusta?
¿Todo lo que podrás disfrutar?
—Sí —afirmó sin pensar, sin dudar.
—¿Me dejarías hacerte lo que quisiera?
La joven pareció pensar la respuesta, mientras aguantaba la mirada de ese
hombre, mientras mantenían esa conversación fuera de cualquier decoro.
—¿Me haría sufrir?
Él pestañeó ligeramente y la cicatriz de la sien pareció palpitar.
—Nunca —contestó con suavidad.
—Entonces, sí.
Duncan esperaba que en cualquier momento le diera un bofetón o se
echara a llorar, ofendiéndose ante esa conversación, pero, a estas alturas, ya
sabía que la tenía en su mano.
—¿Has estado con otros hombres? ¿Te han tocado? ¿Te han besado?
—Sí, con mi prometido —contestó con rapidez.
—¿Te masturbó?

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El rubor aumentó un tono.
—No. Nunca. Nadie.
—¿Te tocó los pechos? ¿Los lamió? ¿Los chupó?
Sissy tragó saliva, sin saber cómo sentirse: excitada, asombrada de su
comportamiento verbal ante el hombre que era su patrón, o tal vez, un poco
asustada de lo que estas palabras iban a traer.
—Me tocó por encima de la ropa alguna vez, mientras me besaba… Un
par de veces le dejé que me tocara los pechos.
El silencio se hizo entre ellos.
La respiración del pequeño se escuchó de fondo.
—¿Te gustó?
—No me dio tiempo a pensarlo. Las palabras de mi madre siempre
surgían en mi cabeza: «No te dejes tocar, no dejes que un hombre te haga
nada hasta la noche de bodas».
Duncan mostró una sonrisa torcida y ella creyó ver al diablo dentro de ese
hombre tan diferente a lo que había conocido.
—Has seguido el consejo hasta ahora.
—Sí.
—No te importó que estuviera borracho.
Ella agitó lentamente la cabeza.
—Ya lo he dicho antes: abusé de su vulnerabilidad, me excité, me
aproveché de la situación… No tengo excusa.
—Los borrachos se muestran obscenos, bruscos, salvajes…
—No sé cómo se muestran los… borrachos. Solo sé cómo se mostró
usted.
—¿No te ofendí en momento alguno?.
—No. Yo fui la que lo ofendió, la que abusé de sus condiciones.
—¿Estás convencida de eso?
Sissy agitó la cabeza con brío, pensó el hombre, como un potrillo salvaje.
—Por supuesto que sí. Si yo hubiese estado en su lugar y usted me
hubiera tocado, me habría hecho —bajó la voz hasta convertirla en un susurro
—… lo que yo le hice o lo que dejé que me hiciera, sin usted saber, sin estar
en condiciones de raciocinio…
Él no dijo nada durante un momento.
Momento que a ella se le hizo eterno.
—No habrá matrimonio entre nosotros —aclaró de manera seca, pues
deseaba ver qué decía, por dónde se encaminaba.
—No deseo matrimonio —contestó sin dudarlo.

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—Y yo no te lo ofrezco. Si estuvieras en estado, te llevaría para que te
hicieran un aborto. No deseo más hijos —agregó con dureza, mintió
descaradamente, pues de esa manera dejaba las cosas claras y no daba lugar a
que esa preciosidad se imaginara cosas que no serían.
Ella lo contempló sin pestañear, escuchando esas palabras, esos términos
que él iba poniendo y que ella aceptaría sin rechistar.
—No creo que sea necesario llegar a esos extremos. Hoy tengo las típicas
molestias de aviso. No… no tardará en bajarme. Estoy segura.
Duncan se demoró en hablar, disfrutando de esa preciosidad.
—Bien. Entonces, esperaremos.
Ella no dejó de observarlo.
—¿Quieres que juguemos?
La joven no comprendió exactamente o, más bien, no quiso comprender,
pues su respiración y la suave rojez la delataban.
—¿Quieres que juguemos en las mismas condiciones?
—Sí —soltó con un pequeño suspiro.
Dios, qué nerviosa estaba, qué comportamiento más inapropiado estaban
teniendo.
—¿Ebrios o sobrios? —Mostró una seductora sonrisa, mientras la mirada
se deslizó por toda ella.
—Yo no bebo alcohol —contestó inocentemente, pues no captó la ironía
de la pregunta.
—Sobrios, para ser conscientes de todo lo que nos hagamos… Para no
olvidarnos de cada caricia, de cada beso, de cada roce… —La mirada del
hombre era abrasadora y las palabras producían en ella un nerviosismo nunca
antes conocido, al tiempo que pensaba si se había precipitado con su
comportamiento, con sus palabras, con tanta sinceridad, mostrándose tal y
como era; si todo esto no sería malo para ella, si ofrecerse a ese juego no sería
peligroso o, peor todavía, doloroso.
—Y, ¿por qué no ebrios? Para llevarnos hasta las puertas del infierno,
para probar todos los pecados de la Tierra, para que goces del placer del
mismo modo que yo lo gocé.
En el momento que ella se tragó el aire, que un suspiro contenido salió
entre sus labios, sintiendo la mirada de él sobre su boca, el tren disminuyó la
velocidad provocando un ligero vaivén, el silbido procedente de la
locomotora de vapor inundó sus oídos y, pocos minutos después, paró en una
estación.
El niño se despertó de golpe y lo primero que dijo fue:

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—Pito, pito, pito, pito, pito —repitió sin cesar, removiéndose en el
asiento, frotándose los ojos y queriéndose levantar.
Duncan tuvo que dejar de mirar a esa deliciosa mujer, dejar de comérsela
con los ojos, para coger al niño y evitar que cayera al suelo. Pero, en cuanto lo
tuvo en sus brazos, volvió a devorarla mientras acariciaba el rubio cabello de
su hijo, mientras escuchaban el sonido del martillo golpeando las ruedas con
objeto de descubrir roturas o fisuras, provocando que el pequeño abriera los
ojos, ligeramente asustado, y se abrazara al padre para sentirse seguro y
protegido.
Cuando se dejó de oír los golpes de martillo, la locomotora comenzó a
lanzar vapor y los silbidos volvieron a su máximo esplendor, mientras el
pequeño, ya relajado, daba palmas e imitaba el sonido del tren:
—Chu-chu, pi-pi, chu-cu-chu, chu-cu-chu, pi-pi… —repetía, mientras su
lengua se enredaba y sus ojitos sonreían de felicidad.
Ella sonrió ante la vocecita del pequeño para elevar la mirada y ver esos
ojos que se oscurecían como las nubes de una tormenta, clavados en ella,
sintiendo que el tren se ponía en marcha de nuevo, sintiendo que su corazón
se aceleraba, haciendo suyos esos potentes pitidos. Porque su corazón quería
lanzar esa sinfonía de silbidos para sentirse fuerte y poderosa como esa
locomotora, o como el maquinista que manejaba esa máquina abrumadora, a
la que había que respetar, incluso temer, que te podía llevar muy lejos si te
encontrabas en su cobijo, o muy lejos también si te hallabas fuera, si arrasaba
contigo o te arrastraba con ella.
¿Ese hombre podría ser así?
¿Como una potente locomotora?
¿Podría cobijarla entre sus brazos, como al pequeño Dunc?
¿O arrasarla como un pajarillo que osara cruzarse en su camino?
No, ella no necesitaba nada de eso; podía valerse sola.
Pero lo deseaba; sí, lo deseaba.
Y lo tendría.
Nada se lo impedía, y él…
Él se lo acababa de ofrecer.
No era necesario nada más.
No al matrimonio, sí al aborto, había confirmado.
Ella no deseaba lo primero, y lo segundo no sería necesario.
Las voces de mamá Adele y de su abuela quisieron hacerse un hueco en
su mente, pero ella, ella no las dejó entrar.

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Capítulo 13

Viajar en primera siempre era un placer, y en un viaje largo, más todavía.


Comieron en el vagón restaurante y, a pesar de que el pequeño volvía a
tener sueño, se portó bien. Duncan saludó a varios conocidos antes de llegar a
la mesa y, una vez acomodado, se levantó y volvió a saludar a otros más,
mientras ella y el pequeño permanecían en la mesa, esperando el almuerzo.
Fue consciente de las miradas de unos y de otros, y siendo así, mantuvo la
mirada baja para no dejarse llevar por su deseo, que era contemplar a ese
hombre, cómo se movía, cómo hablaba con los otros viajeros, cómo
demostraba una seguridad apabullante y una elegancia innata. Volvió a pensar
en Adam Cameron y, aunque era muy atractivo, no era tan masculino como
Murray, ni tan grande.
«Contrólate, Sissy, controla esas ganas que tienes de él», se dijo una y
otra vez, mientras escuchaba al pequeño decir algo de la comida.
También fue consciente del lujo de las ropas y demás complementos de
las damas, y de cómo la miraron, pues la ropa que llevaba indicaba
perfectamente su estatus actual, pero también pensó en lo que podrían pensar
esas personas de clase adinerada, de ella y… de él.
Claro que el pequeño Duncan no se libró del escrutinio: se llevó miradas
disimuladas y otras no tanto, pues más de uno se sorprendió de que ese
hombre viajara con el niño, o incluso, de que ese hijo discapacitado no
estuviera en alguna institución, en algún centro privado, donde le darían la
atención necesaria y no sería un estorbo para el padre. Pues, todo el mundo, o
casi, estaba al corriente de la vida de Duncan Murray, del suicidio de la
esposa y del posible compromiso con una señorita de Edimburgo.
Un niño así era un estorbo, pensaba la mayoría, pero, claro, por otra parte,
lo podía dejar donde estaba, en el norte, en el condado de Moray, no muy
lejos de Inverness, más cerca de Elgin, algo más lejos de Aberdeen, donde
Murray también tenía intereses, pues era sabido por muchos. Donde las
tormentas entraban por el Mar del Norte, por ese fiordo donde antaño hicieron

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incursiones los vikingos y parecías estar en el fin del mundo, pues los truenos
asustaban a los dioses y los relámpagos iluminaban las almas de los difuntos
que descansaban en los cementerios. Pero, los que sabían, los que habían
estado por el lugar, decían que Dubh House era una mansión extravagante,
hasta algunos podrían catalogarla de siniestra, una mezcla de estilos
predominando el gótico, agradable para vivir, pues tenía las comodidades
necesarias para que un niño de esas… «características», cuidado por sus
niñeras y criadas, fuese feliz y no incordiase demasiado. Para que él, Duncan
Murray, pudiera instalarse definitivamente en Edimburgo con su futura
esposa, tener más hijos y no estar de un lado para otro.
Pero ¿quién era esa joven que parecía cuidar del pequeño?, ¿esa exótica
belleza que, a pesar de llevar ropas anodinas, nada favorecedoras, provocaba
las miradas de todos los que estaban en el vagón restaurante? Si hubiera
llevado pieles y joyas, habrían pensado que era la amante de Murray o la
futura esposa. Pero, como no era así, todo se volvía más oscuro, más
perverso, pues esos labios carnosos provocaban que las miradas se centrasen
en la boca, en los pómulos marcados, en los ojos felinos. No importaba que el
exterior fuese discreto, incluso simple, desde el vestido marrón hasta el
calzado, la ausencia de joyas o cualquier otro aderezo. El oscuro cabello con
un sencillo recogido mostraba un brillo deslumbrante, provocando que esas
ondas al agua fuesen la envida de las señoras, pues se mostraban tal cual, ya
que el sombrerito que se puso para el viaje se había quedado en el asiento
junto a su abrigo. Si esa joven era la nany del niño, era muy probable que
fuese el juguete de Murray.
Y eso era lo que estaba haciendo Murray en esos momentos: admirar ese
cabello, que, según movía la cabeza, relucía con tonos más claros; ligeras
mechas, muy finas, que, al darle ciertas luces directamente, como la luz solar
o la luz eléctrica, mostraban un castaño más claro, al tiempo que observó la
textura y el tacto que tendría, pues era algo que no recordaba de esa noche: no
recordaba haber tocado ese cabello, que le pareció rizado, a pesar de esas
ondas tan bonitas.
Recordó cómo se quitó la gruesa bata y el camisón, pero, si la memoria no
le fallaba, el cabello se mantuvo recogido todo el tiempo, algo que en esos
momentos ni reparó en ello, pues contemplar el cuerpo desnudo era más de lo
que podía abarcar su mente obnubilada.
La joven, sabiéndose observada por Murray, apenas levantó la mirada del
plato o del niño, que lo tenía sentado a su lado, al lado de la ventanilla,
ayudándole a comer, diciéndole cosas por lo bajo, haciéndole sonreír,

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mientras el hombre cortaba la carne, se llevaba el trozo a la boca y no dejaba
de observarlos, sabiendo que más de uno de los presentes y más cercanos a
ellos en el vagón restaurante haría lo mismo con él, su hijo y esa preciosa
mujer.
Tanto el uno como la otra no dejaron de pensar en lo dicho y, mientras eso
ocurría, daban cuenta del almuerzo sin mediar palabra. Cuando llegaron los
postres, comenzó a llover y la manita del pequeño señaló la ventana.
—Aba, aba, aba —repitió contento, mirando a su padre y seguidamente a
Sissy—. Aba, Sissy.
Duncan estaba más que sorprendido del cariño que su hijo le había cogido
a esa chica y, sobre todo, de la dulzura que ella desprendía cada vez que
miraba al niño y le hablaba.
—Sí, cariño. Agua, lluvia. Está lloviendo.
—Ta oendo —repitió con su media lengua y mostrando una enorme
sonrisa.
—Está lloviendo —repitió despacio la joven, sin dejar de mirar al niño,
pero siendo consciente de la mirada del padre.
—Esss-tá llo-viendo —repitió el niño.
—Muy bien, Dunc. Muy bien.
El niño lució esa sonrisa de oreja a oreja que mostraba cada vez que Sissy
le decía «muy bien» y miró a la joven con esos ojitos luminosos, inocentes y
bellos, moviendo la cabecita como si fuese un lorito.
Dio unas palmitas y Sissy no se pudo contener, cogiéndole la cara entre
las manos y dándole un sonoro beso en la mejilla, provocando que el pequeño
la abrazara por la cintura y dijese:
—Sissy… Sissy.
Y Sissy se tuvo que limpiar una lágrima traicionera y, para disimular ante
el padre o cualquiera curioso que estuviera mirando, le habló al pequeño.
—Venga, Dunc. Hay que acabar el postre.
—Chi, poste… Mmm, qué ico.
Ese niño rubio, de piel blanca casi traslúcida y ojos gris azulado, se comió
el postre en un periquete, unas veces solo y otras ayudado por Sissy, mientras
Duncan miró a la joven sin descanso, sintiéndose extraño al ser testigo de
cómo su hijo y ella habían estrechado la relación.
No le molestaba, en absoluto, pues su hijo era su vida, pero le daba qué
pensar. Sería franca con sus sentimientos o lo hacía para mantener un puesto
de trabajo… o tal vez algo más. Pecaba de desconfianza, no lo disimulaba,
pues le molestaba enormemente el comportamiento de la mayoría de la gente

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en lo relacionado con estos niños, que, como poco, deberían estar guardados
en sus casas para que los demás no los vieran, para que no supieran de su
desgracia; y precisamente, Duncan hacía todo lo contrario: llevaba a su hijo,
siempre que podía, a todos los lados, mostrándose orgulloso de él, de cada
progreso, de cada sonrisa. Era una satisfacción tremenda ver que el pequeño
iba aprendiendo de una forma tranquila, sin causarle traumas ni dolor, pues él
quería que su hijo aprendiera lo máximo, pero no para competir, no para
imitar a nadie, no para compararse con un niño normal, simplemente para
desarrollar todo el potencial que tenía y que, con la ayuda adecuada, iba e iría
saliendo.
Le gustó mucho cuando la americana le corrigió: «Está lloviendo» y Dunc
pronunció esas dos palabras casi a la perfección. Era lo que él deseaba para el
pequeño: aprender con sapiencia, paciencia y mucha dulzura. Esa dulzura que
desprendía esa mujer que él había desvirgado, sin proponérselo, sin ser
consciente de algo así. Pues, aunque ahora la desease con apremio, si nada de
lo acontecido hubiera sucedido, él no…
«¿No qué, Murray?».
¿Cuánto tiempo habría tardado en fijarse en esa boca, en esos ojos, en ese
cuerpo, pero, sobre todo, en esa dulzura, en esa feminidad?
No quiso seguir pensando en ello. No tenía muy claro lo que le producía
esa mujer, aparte de un deseo desbordado en unas circunstancias tan
anómalas, tan disparatadas.
Si alguien de su entorno llegara a saber que esta joven de diecinueve años
lo había…
Por favor, era tan… tan…
Tan… ¿qué?
¿Descabellado?
¿Ridículo?, ¿cómico…?
Duncan se frotó la mandíbula y desvió la mirada hacia la ventanilla para
seguir con sus pensamientos, para evitar comérsela con los ojos.
Deseó encender un cigarrillo, aspirar el humo hasta que le llegase a lo más
profundo, pero nunca lo hacía estando su hijo delante.
Siguió con sus pensamientos.
Lo más normal sería pensar que ella se había aprovechado de la situación
para cazarlo, para casarse con él ante semejante situación.
Pero, a no ser que ella llevara otras ideas, que su juego fuese diferente, no
entendía cómo una mujer criada en un nivel de lo más alto, con una educación

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exquisita, obligada a estar en las condiciones actuales por la ruina y la muerte
de los progenitores, cómo podía haber actuado de esa manera.
¿Deseo?
¿Lujuria?
Es lo que había expresado, pero ¿debería creerla?
Las mujeres, las de su clase, controlaban su sexualidad, no se
comportaban como cualquier…
«¡Bah!, no digas tonterías, Murray, sabes de sobra que el deseo está en
cualquier rincón de la mente, que no hace falta que la mujer sea de clase alta o
media. Que la que quiere, quiere, y la que no…».
Terminaron el almuerzo y abandonaron el vagón restaurante, con varios
pares de ojos fijados en ellos. Al llegar al compartimento, Dunc dijo que tenía
pipí y la joven, en un abrir y cerrar de ojos, abrió una de las maletas, colocó
un cobertor sobre el asiento, sacó un pañal limpio y Dunc se dejó hacer bajo
la atenta mirada de su padre. Cuando estuvo limpito y seco, mostró esa
sonrisita a Sissy, como queriendo darle las gracias y, cerrando los ojos de
sueño, se acomodó en los fuertes brazos del padre. Este lo abrazó, lo envolvió
en sus brazos y, en cuestión de dos o tres minutos, se durmió.
Sissy guardó el pañal en una bolsa especial, recogió todo y dejó la maleta
en su lugar, sabiéndose observada por ese hombre.
Se acomodó en su asiento, evitando la intensa mirada.
Pasados unos segundos, sacó un libro de su bolso y se dispuso a leer, pero
lo único que hizo fue deslizar la mirada de un lado a otro de la página, siendo
observada por el hombre que se le había metido en la piel y, lo que era peor,
en el corazón.
—Déjalo, Sissy.
Ella se sobresaltó al oír la voz y levantó la mirada.
Deseando dejar el libro, deseando contemplar a ese hombre.
—Sé que no estás leyendo —la voz sonó grave, pero acariciadora, en tono
bajo, para no despertar al niño—. Sé que no te puedes concentrar, porque
estás pensando lo mismo que yo.
Ella no dijo nada, pero cerró el libro y enlazó la mirada con él.
—No sabes lo qué te haría si estuviésemos solos.
Ella tragó saliva y humedeció ligeramente los labios.
—Me comería esa boca… despacio, muy lentamente. Para saborear un
labio y luego el otro. Para lamerlos, para abrirlos, para acariciar el interior de
tu boca con mi lengua —explicó de manera lenta, para dar énfasis a sus
palabras, para que entraran y se quedaran grabadas en la mente de ella.

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Se hizo un silencio, mientras sus miradas seguían enganchadas, mientras
la respiración de la chica se hizo más profunda, mientras la erección del
hombre se mantenía a raya por el peso de su hijo.
—Te haría el amor con la lengua, provocaría que tú hicieras lo mismo,
que me dieras lo mismo que yo. Bailaríamos la danza de la pasión, del deseo,
comiéndonos las bocas con ansia, con hambre… Para saborear tus jugos, y tú
los míos.
Volvió el silencio.
Sin dejar de mirarse.
—Puedes ser el capricho de cualquier hombre, puedes ser el antojo de un
momento, o de muchos momentos. No me importaría tenerte a mi lado.
Sissy no supo cómo interpretar las últimas palabras, pero ya imaginaba lo
que sería unir sus bocas, dejarse engullir por la boca del hombre y que su
lengua le hiciera esas cosas.
—No nos besamos, ¿verdad, Sissy? Si algo así hubiera sucedido, estoy
seguro de que lo recordaría.
Ella negó con un pequeño movimiento.
—¿Qué ocurrió? Me dejaste tambaleando más de lo que estaba al ver tu
cuerpo… Me mostraste esos maravillosos pechos y me los ofreciste… y los
tomé en mi boca, para mi deleite. —Sacó la punta de la lengua y se
humedeció los labios—. Guardo el sabor en mi mente, siento el grosor en mi
boca. Jamás he probado unos pezones tan exquisitos como los tuyos. —En
esos momentos, la neoyorquina estaba colorada como una fresa, pero la
mirada seguía clavada en la del hombre, en su boca, de nuevo en sus ojos, sin
apenas pestañear—. ¿Me restregaste los pechos por la cara, Sissy? ¿Los
moviste delante de mis ojos brillantes de borracho para calentarme hasta el
tuétano de los huesos?
La chica lo miró sin mover un musculo y, al escuchar esa pregunta, movió
la cabeza afirmativamente, algo que provocó una media sonrisa en el rostro
del hombre.
—Necesito tenerte, necesito tomarte en plenas facultades. Quiero saborear
cada momento, quiero disfrutar más de lo que hemos vivido. —Hizo una
pausa y añadió—. Quiero que tú disfrutes lo mismo que yo. ¿Lo deseas,
Sissy?
—Sí —contestó, apenas audible, pues la voz casi no le salió.
Murray soltó el aire contenido, sintiendo el deseo en su mente y en su
miembro.

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—Pero tendremos que esperar. Este no es el lugar más adecuado, estando
el pequeño con nosotros.
Ella le dio la razón en silencio.
—Esta noche la pasaremos en Edimburgo. Me gustaría visitarte cuando
todos duerman. Pero tampoco será adecuado. La casa no es tan grande como
Dubh House, las maderas crujen con el más leve paso y los sonidos se
dispersan en la noche como el murmullo de un arroyo. Despertaríamos a mi
hijo, lo asustaríamos con nuestros gemidos, con nuestros movimientos.
Sissy estaba temblando, estaba excitada, estaba asustada, oyendo esa voz
profunda, a veces erótica, y otras oscura…
Y no sabía qué pesaba más.
Duncan siguió hablando, pero su tono cambió, se volvió frío, serio.
—Mañana iremos al médico. Para la revisión de Duncan y luego
volveremos al tren.
Ella, con la respiración marcada, intentó mantenerse inmóvil, intentó que
no se le notara lo nerviosa que estaba.
—¿Crees que, cuando lleguemos a Moray, seguirás teniendo el deseo que
muestras ahora? ¿Crees que estarás dispuesta a dármelo todo? —preguntó
ocultando el anhelo que sentía, la necesidad que se había apoderado de él por
tener de nuevo a esa mujer, por gozarla plenamente sin que el alcohol le
nublara la mente.
Sissy tragó saliva y contestó con toda franqueza.
—Sí, estoy muy segura. ¿Y usted? Tal vez, cuando estemos de vuelta en
Dubh House, ya no le interese, ya no le parezca interesante. Ya no sienta
deseos de hacerme todas esas cosas que ha dicho.
El hombre mostró una mueca, algo parecido a una sonrisa.
—Lo siento ahora y lo sentiré después. No tengas la menor duda.
Se hizo el silencio entre ellos durante unos segundos.
—Me gustaría estar en el lugar de Dunc —se atrevió a decir, sintiendo esa
mirada abrasadora.
El hombre no contestó al momento, hundiéndose en esa mirada.
—Me gustaría tenerte en mi regazo para acariciar el interior de tus
muslos, despacio, muy despacio, para que los abrieras para mí, para llegar al
centro de tu feminidad. Acariciarte lentamente, obligando a mis dedos a ir
despacio. Obligando a mi mente a controlarme para no salir loco ante la
visión de tu sexo, para recorrer cada pliegue, cada rincón, hasta humedecerlo.
Para que te frotaras contra mí, como hiciste esa noche, para introducir los

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dedos y lograr que te corrieras, y volver a lograrlo cuando te sentara encima y
te inundara con…
En esos momentos se oyeron pasos en el pasillo, el revisor abrió
ligeramente la puerta corredera y asomó la cabeza, viendo a esa primorosa
joven con el rostro arrebolado y al hombre con el pequeño en sus brazos.
—Cinco minutos para llegar a Edimburgo, señor Murray.
—Gracias —contestó el aludido, mostrando una ligera sonrisa.
El revisor cerró la puerta y le mostró una sonrisa a la señorita, a través del
cristal.
Las palabras dejaron de fluir, pero las miradas siguieron enlazadas.
El pequeño Duncan se despertó sobresaltado con los silbidos del tren y los
adultos conectaron los pies y las mentes con la Tierra.
Bajaron del tren en la estación Waverley, entre la parte antigua y moderna
de la ciudad, junto a Princess Street y el castillo, mientras Sissy seguía a
Duncan y el pequeño Dunc, agarrado al cuello de su padre, desplazaba sus
ojitos mirando el gran techo abovedado con enormes cantidades de hierro y
figuras de querubines. De vez en cuando, bajaba la cabecita, la apoyaba en el
hombro del padre para mirar a Sissy, como si no la conociera, y al mozo de
estación que llevaba el equipaje.
Un coche los estaba esperando.
Sissy se sorprendió cuando Duncan subió atrás con ella y el pequeño. El
niño quedó en medio de los dos, con los ojos soñolientos, sin saber qué hacer,
si subirse en el regazo del padre o en el de Sissy y seguir durmiendo, o mirar
esas calles estrechas y esa multitud de gente moviéndose de un sitio a otro.
Optó por trepar encima de la joven, acomodarse encima de su pecho y
cerrar los ojos.
Entre el ruido exterior, de cláxones y voces, Duncan bajó la cabeza, la
acercó al oído de la joven y le murmuró:
—Quién fuese niño.
Esa noche le asignaron la misma alcoba que pertenecía al pequeño, con
una cuna grande y una cama donde dormía la niñera o criada que se quedaba
con él. Cama en la que había dormido Agatha Spencer en un par de ocasiones,
para sendas visitas al médico.
Sissy tuvo ocasión de hablar con la señora Bowie, cuando estaba
poniendo el pijama al pequeño después de bañarlo.
—¡Qué sorpresa, señorita Frank! La veo bien.
—Muchas gracias, señora Bowie. A usted también la veo bien —dijo la
joven, mostrando una comedida sonrisa a la gobernanta.

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—No me puedo quejar.
El pequeño soltó unas risitas, que obtuvieron la mirada escrutadora de la
ama de llaves.
—Y cuidando del pequeño Dunc, por lo que veo —agregó, elevando las
cejas como si estuviera sorprendida, como si no estuviera al tanto de todo lo
que sucedía en Dubh House.
—Así es. Cuidando de este pequeñín —añadió, al tiempo que le hizo
cosquillas en la barriga, provocando más risas y retorcimientos del pequeño.
—¿Qué tal está la señorita Spencer? Menudo disgusto me llevé al
enterarme.
Sissy terminó de poner el pijama al pequeño y le dio un peluche.
—Está bastante fastidiada, la verdad. Se rompió la pierna por dos sitios.
—¡Válgame el Señor! ¿La operaron, según tengo entendido?
—Sí, una operación larga. Pero se dio bien. Ahora es cuestión de tiempo y
ver cómo se desarrolla todo.
—Ya. Esperemos que todo vaya bien. ¿Y la señorita Lily?
La señora Bowie estaba al corriente de todo lo que ocurría en Dubh
House, pues hablaba por teléfono una o dos veces por semana con el
mayordomo o la cocinera, pero sentía curiosidad por escuchar las palabras de
la joven amiga de su hermana.
—Bien, dentro de lo que cabe —contestó, al tiempo que añadía otro
peluche en la cuna del pequeño.
—Ya. Imagino que tendrá cuidado de no llevar al pequeño por las
mediaciones de ella.
—Por supuesto. La casa es grande, cada uno está en un extremo. Y la
señorita Lily no sale casi nunca al exterior, de manera que no hay problema.
—Nunca está de más prevenir. Es mejor estar alerta.
—Claro que sí.
El pequeño, que jugaba con un peluche, lo dejaba y cogía el otro, se quedó
mirando con una enorme sonrisa a la señora Bowie y esta le acarició el suave
cabello.
Suspiró y murmuró:
—¡Ay, qué pena!
—¿Pena? —repitió Sissy, preguntando molesta, pues sabía de sobra el
significado de esa exclamación, el significado de esa mirada, de esa caricia—.
¿Por qué, señora Bowie?
La mencionada clavó la mirada en esa joven procedente del mismo país
que ella y no le gustó para nada el tono que le dio a la pregunta.

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—Descanse, señorita Frank. Al señor le gusta madrugar.
Diciendo esto, dio media vuelta y salió de la habitación.

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Capítulo 14

Al día siguiente se levantaron temprano y a las nueve de la mañana estaban en


la consulta del doctor.
La revisión siempre era la misma, concienzuda, pero sin causar malestar
al niño. De todos modos, a Dunc le gustaba el viejo doctor, con su cabello
rizado y plateado, y unas gafitas redondas que le daban un aspecto adorable;
además, su voz era muy agradable y sus manos calientes y suaves, de manera
que, para el pequeño, la visita al médico era como un juego, pues el doctor le
hacía reír de un modo o de otro. Era un juego con un adulto que no conocía,
pues no se acordaba de las veces anteriores, y que le decía las cosas que tenía
que hacer para ganar un premio.
—Muy bien, muchacho, ahora tienes que coger mucho aire y soltarlo,
como hago yo.
Y el niño, mirándolo sin pestañear, prestando toda la atención posible,
repetía lo que el doctor hacía.
—Y ahora, tose como hago yo.
Y él tosía.
—Muy bien. Otra vez.
Después de un exhaustivo reconocimiento médico y de preguntarle a
Sissy sobre los juegos de aprendizaje y los meramente divertidos que
practicaba con el niño, y otra serie de temas de la vida cotidiana, concerniente
a su alimentación, al sueño, al interés por aprender cosas nuevas y mucho
más, la joven y el pequeño, con el juguete que le había regalado ese viejito tan
simpático, salieron a la sala de espera dejando solos a los hombres; y el buen
doctor concluyó con estas palabras:
—Su hijo está perfectamente, señor Murray. Y tengo que decirle que
estoy gratamente sorprendido de sus avances. Ya sabe, se lo dije desde el
principio, desde que acudió a mí, que, trabajando, no dejándolo de lado,
motivándolo con juegos, empleando la astucia y la dulzura, se puede

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conseguir mucho. Y Duncan lo está consiguiendo, y solo tiene tres años. Me
alegra enormemente que haya seguido mis consejos.
—Por eso acudí a usted, doctor. Y por eso seguimos viniendo, porque me
gusta lo que veo y lo que oigo.
—Siempre es agradable que tengan confianza en uno. Pero veo que no
viene con la misma cuidadora.
—No, la señorita Spencer tuvo una caída y, por desgracia, se rompió una
pierna.
—¡Vaya! ¡Qué noticia más lamentable! —repuso el hombre, sin dejar de
observar a Murray con su astuta mirada.
—Así es. Esperemos que se recupere de manera favorable.
—Esperemos. —El doctor se recolocó las gafitas y preguntó amusgando
los ojos—. Y esta señorita tan… interesante, ¿es la nueva institutriz?
Duncan contestó en el acto.
—Así es. La señorita Frank es de Nueva York; por circunstancias
familiares que no vienen al caso, se instaló en mi casa de Moray como dama
de compañía de mi tía Lily. Al estar la señorita Spencer imposibilitada para
ejercer su trabajo, y teniendo en cuenta que buscar otra persona no sería cosa
de días, probé con la señorita Frank y, por el momento, no tengo quejas.
—No, desde luego. Se ve a la legua su educación, se nota la alcurnia,
pero, sobre todo, he visto algo que es sumamente importante para estar y
cuidar de su hijo: el amor y la dulzura con los que lo trata. Imagino que se ha
dado cuenta.
—Soy consciente, sí.
La voz de Murray sonó fría y distante, pero eso al doctor no le importó.
—Eso es algo primordial, porque, cuanto más feliz sea su hijo, más
aprenderá, más será la estimulación para confiar, para subir otro peldaño. Ya
le dije que estos niños, cuando llegan a adultos, es probable que puedan
ejercer un oficio, siempre y cuando desde pequeños sean llevados por el
camino correcto. El cerebro hay que estimularlo constantemente, todos
debemos hacerlo, y estos niños también. Encerrarlos en una institución, o en
una casa, no es nada provechoso. Acabaría con ellos.
—Estoy de acuerdo.
—El amor que su hijo le tiene es, ni más ni menos, el reflejo de lo que
usted le da. Tengo que decir, sin ánimo de ofenderle con mis palabras, que he
conocido pocos padres que demuestren un amor semejante a sus hijos, sean de
un modo o de otro.
El aludido no cambió la postura, ni el gesto.

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—No puedo ni quiero esconderlo, doctor. Cuando nació, cuando lo vi por
primera vez, sentí muchas cosas… y todas negativas: ira, dolor, rabia, incluso
lastima y tristeza, mucha tristeza. Me molesta decirlo, me avergüenza lo que
pensé, pero estaba convencido de que lo mejor para él, para todos, sería la
muerte. Pero, días más tarde, a pesar de que mi esposa no quería verlo, yo
acudía por la mañana, al mediodía, a la tarde, a la noche… y un lazo invisible
se estrechaba cada vez más. Cuando mi esposa se suicidó… creo que no me
sorprendió, creo que lo vi venir y lo dejé pasar, pues, si Coria viviese, estoy
convencido de que mi pequeño sería infeliz.
Se hizo un frío silencio, que el buen doctor suavizó con un ligero
carraspeo.
—Nunca se sabe. Pero si es cierto que, si la madre repudia a un hijo, no le
va a hacer ningún bien.
El hombre dio unas palmadas, como si tuviera las manos llenas de polvo,
y añadió:
—Bueno, su precioso hijo tiene amor a raudales, eso es patente, y sé que
no le va a faltar estando usted; y menos, con esa preciosa joven que lo cuida y
le enseña.
Duncan Murray no dijo nada.
Se levantaron, estrecharon sus manos y quedaron para la próxima cita.
Pensaba que iban a tomar el tren de vuelta a Moray, con lo cual, al ver que
se dirigían a Leeds, ella preguntó sin animo de queja, pero sí de sorpresa.
—No llevo suficiente ropa para el pequeño —se lamentó abriendo los
hermosos ojos, provocando que los del hombre se quedaran unos segundos
prendados de ese color.
—No te preocupes. Compraremos lo que haga falta. —La miró
atentamente—. Para ti también.
—Si lo hubiese sabido, podría haber… —Él colocó un dedo sobre los
labios de la joven, provocando que el niño mirase a su padre y luego a Sissy.
—No te preocupes.
Retiró el dedo despacio y se sentó enfrente para ver cómo el pequeño se
subía al regazo de la joven y colocaba su dedito sobre los gruesos labios,
imitando lo que había hecho su padre. Pero cuando la chica entreabrió la boca
e hizo el gesto de querer morder el dedito, Dunc rompió a carcajadas, lo que
provocó que repitiera una, dos, tres y cuatro veces. Lo que provocó que el
padre no retirase la mirada de ellos ni un segundo.
No llegaron hasta la noche y Duncan no mostró familiaridad con ella en
momento alguno. Durante todo el viaje, tuvieron compañía: un matrimonio

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que subió en la estación de Edimburgo y bajó en Durham, y un caballero que
subió en esa estación y bajó en Leeds.
A pesar de la indiferencia que mostró el hombre, se fijó en el rostro de la
chica, en las suaves ojeras que mostraban esos ojos. Y en el momento en que
el tren paró en Durham y el matrimonio desapareció, él le preguntó:
—¿Estás indispuesta?
Ella no contestó al momento, mirando al hombre entre avergonzada y
sorprendida.
Afirmó en silencio y él añadió:
—Mejor así.
Solo fueron esas palabras, pues al momento volvieron a tener compañía.
En el poco tiempo que llevaba en el norte de Escocia, había oído hablar un
par de veces de la fabrica de tejidos de Leeds, pero Sissy no sabía nada más.
En la estación les esperaba un coche y el chófer, y de la misma forma que
ocurrió en el trayecto hasta Inverness, Duncan se puso al volante y el chófer
al lado. Sissy atrás con el pequeño, que cada vez estaba más nervioso y con
ganas de llegar a un sitio que no se moviese. Dejaron atrás la ciudad y, a
pocos kilómetros, los ojos de la joven vislumbraron una hermosa mansión.
Poco tiempo después, ella y el pequeño estaban acomodados en una
acogedora alcoba.
Las palabras de Duncan Murray, al encontrarse con el mayordomo de la
casa, fueron escuetas:
—Estaremos cuatro o cinco días, como siempre.
—Sí, señor.
Tres días más tarde, Sissy no había visto a Duncan ni una sola vez.
Según pudo deducir por lo poco que escuchó, el señor administraba la
fábrica de tejidos y aparecía por la mansión solo para dormir. El trabajo era
abundante y él supervisaba hasta el último detalle. Desde cualquier
contratiempo con las máquinas (mantenimiento, sustitución, o arreglo) hasta
la compra de mercancía.
El proceso textil se dividía en varias fases: lavado, cardado, hilatura,
tejeduría, blanqueado, tintura y acabados, y aparte de mano de obra, se
requería de maquinaria concreta, desde telares de distintos tipos, hasta
máquinas de tintura y otras varias para modificar la superficie del tejido, el
tacto etc.
La fábrica de Leeds se fundó a principios de 1800, cuando trabajaban
principalmente el lino, y poco después el algodón. Siempre fue un negocio
floreciente. La mecanización de la misma fue continua, algo que le permitió

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estar a la cabeza del sector y que todos los Jones se comportaran como uno
solo, y siguieran la misma estela. Pero, después de generaciones, la fábrica la
heredaron las hermanas Jones: Chloe, Darleen y Lily; Chloe, la madre de
Duncan, se casó con Edom Duncan Murray Sinclair, Darleen también se casó
con otro escocés y Lily se quedó soltera. Darleen y su esposo murieron en un
viaje por Egipto, haciendo una travesía por el Nilo: la embarcación naufragó y
los treinta ocupantes, contando la tripulación, perecieron. Cuando ocurrió la
tragedia, los padres de Duncan todavía vivían, y Edom Duncan —en mayor o
menor medida— se ocupaba de la administración.
El amante de su esposa Chloe fue un administrador de la fábrica y, cuando
ocurrió el accidente mortal, se descubrió ante los ojos de Edom, y poco a
poco fue elaborando su fin.
Cuando Duncan tomó el mando, la fábrica no estaba muy mal, pero no
rendía lo suficiente, pues el dinero desaparecía por muchos conductos, o más
bien, se debería decir que acababa en bolsillos que no correspondía.
En unos años la hizo florecer al máximo y dar dividendos a destajo, y su
idea era que, antes de que él cumpliera los cuarenta, tendría que estar vendida
al mejor postor. Aun faltaban unos años para eso, pero, si salía una
oportunidad antes de tiempo, no la dejaría escapar; a fin de cuentas, no le
tenía un apego especial.
Estando en el despacho del gerente, mientras miraba un muestrario de
telas, a cual más hermosa, escuchó cierto revuelo y supo por las risas
femeninas de las secretarias de quién se trataba.
La puerta se abrió de una, de golpe, pues su primo hermano no esperaba a
que le dieran permiso para entrar; a fin de cuentas, la fábrica era suya
también.
—¡Qué placer verte, Duncan! Siempre de un lado para otro, no paras. El
trabajo va a ser tu perdición —bromeó el hombre, que era un año más joven,
mostrando una sonrisa de oreja a oreja.
Duncan cerró el muestrario y lo dejó a un lado. Su mirada intensa, y en
ese momento suspicaz, recorrió la alta y gallarda figura de su primo.
—No me digas que me has seguido hasta aquí —replicó Duncan,
mostrando una sonrisa torcida—. Tu asignación no llegará hasta la fecha
prevista. Si necesitas dinero, tendrás que pedir prestado. Ya sabes… que no
hay adelantos.
—Serías capaz de dejarme en la miseria con tal de no adelantarme ni un
penique.
—Sabes que eso no pasaría.

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Adam Cameron mostró de nuevo su deslumbrante sonrisa, al tiempo que
sus ojos azules hicieron chiribitas.
—No te preocupes, Duncan. Tengo efectivo de sobra. Sabes que tengo un
don, y ese don no me ha abandonado.
Murray se levantó y fue hasta él. Enlazaron las manos y el primo mayor
palmeó la espalda de Adam. El escocés había nacido en Edimburgo, era más
alto que el inglés, y Cameron era londinense, y a pesar de ser hijo de un
escocés, solo pasaba cortas temporadas en Edimburgo y, de vez en cuando, en
Glasgow, sobre todo si había partidas y alguna cosa más… tórrida, y para
nada pisaba las Tierras Altas. No se le había perdido nada por esos lugares
remotos.
Se acomodaron en los sillones de cuero que estaban en un pequeño rincón
de la oficina y Murray puso dos chupitos de whisky. Hablaron de varios temas
y, después de quince o veinte minutos, la conversación dio un giro radical.
El contraste entre los primos era muy llamativo y, a no ser por cierto
parecido en los ojos, siendo los de Duncan más oscuros, más misteriosos,
poco más se podía comparar. El escocés, moreno, y el inglés, rubio como la
paja. El cabello de Duncan era espeso, fuerte, no se llegaba a ondular, pero
tampoco era liso como el de Adam, que, además, era fino y no muy
abundante.
Duncan podría haber sido un highlander en otra época; Adam, en otra o
en esta, siempre sería un gentleman.
—Duncan —dijo el rubio, mirando fijamente a su primo—, ¿es probable
que lo que he oído sea cierto?
Murray arrugó el entrecejo, observándolo minuciosamente; más o menos,
ambos se miraban de la misma forma, pero uno sabía más que el otro.
—Como no te expliques, no tengo ni idea de qué estás hablando.
Adam dejó el vaso encima de la mesita y volvió sus ojos azules al rostro
de su primo.
—¿Es cierto que una tal señorita Frank está cuidando de tu hijo?
Duncan se puso en guardia, aunque Adam no se dio cuenta, como le
ocurría casi siempre.
—Sí. Así es.
El silencio se hizo entre ellos, mientras los dos se miraron fijamente y
Duncan esperó una explicación.
—¿Me quieres decir por qué me miras así?
Adam tenía cruzadas las piernas y, ante la pregunta, se sacudió una pelusa
del elegante pantalón, descruzó las piernas y volvió a cruzarlas al lado

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contrario.
No es que le tuviera miedo a su primo, pero… le guardaba el bulto, pues
sabía que tenía un carácter bastante temperamental.
—No, no es nada. Es que… Bueno, oí que esa mujer estaba en Dubh
House y me sorprendió. Me sorprendió enormemente. —Se frotó la
mandíbula, dando cuenta de un pulcro afeitado y luciendo en el dedo meñique
un sello de oro que perteneció a su padre, y antes al padre de este.
—¿Y se puede saber por qué?
—Bueno… —Se levantó de una y fue a ponerse otro trago.
Con la mirada le preguntó si quería otro, pero Murray negó en silencio.
Le dio un pequeño sorbo al añejo elixir y volvió a sentarse. Sabía de sobra
que su primo era paciente, hasta… que dejaba de serlo.
—Tengo mucho que hacer, Adam. Yo no vivo de las rentas como tú.
—Porque no quieres —añadió sonriendo, pero, al ver la expresión de
Duncan, optó por explicarse, o más bien preguntar, antes de hablar—. ¿La
señorita Frank es una hermosa morena de ojos verdes, de un verde dorado tan
claro y deslumbrante que te deja anonadado?
No era necesario contestar a esa pregunta; estaba claro que Adam conocía
a la aludida.
—¿De qué conoces a la señorita Frank? —En el tono de esa pregunta se
podía interpretar diversas connotaciones: curiosidad y malestar.
—Cecily Frank —añadió Adam, de manera natural, incluso mostrando
una confianza que a Duncan aún le molestó más—. La conocí en el viaje de
vuelta de Estados Unidos. Las casualidades, porque en un principio íbamos a
hacer el viaje de vuelta en avión, pero Lion comentó maravillas de ese barco y
decidimos embarcar.
Duncan no dijo nada, solo esperó.
Adam permaneció de pie, con el vaso en la mano, con la cadera apoyada
en el mueble donde estaban los licores, mirando a su primo con ese mirar que
tanto gustaba a las mujeres, incluso al resto de la gente, pues era una mirada
seductora, pero también simpática, incluso bonachona en ciertos momentos.
—Ni por lo más remoto hubiera imaginado que acabaría en tu casa y
cuidando del pequeño Dunc. De verdad que no. Ni por lo más remoto —
repitió, elevando ligeramente el tono, mostrando una expresión de asombro
con la elevación de sus doradas cejas, y sin dar más explicaciones.
Duncan siguió esperando.
No le gustaba malgastar palabras.
Y menos, que le viniera su primo con acertijos.

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—Verás —añadió, al tiempo que volvía al sillón, sin dejar de observar a
Duncan—, ella dijo que estaba de viaje de placer y que unos amigos o
familiares la esperaban. Entonces… comprenderás mi sorpresa y estupor,
pues para todos los que la conocimos en el viaje, ella viajaba por puro
entretenimiento.
Hizo una pausa, al tiempo que se encogió de hombros, sintiendo esa
mirada intensa sobre él, sabiendo que la mente de Duncan iría a mil por hora,
atando cabos e imaginando más de la cuenta.
Cuando la voz grave y seductora de Duncan llenó los oídos de Adam,
supo que algo se le escapaba.
—Bueno, no creo que ni la señorita Frank, ni otra persona, tenga que
contar su vida o sus proyectos a unos desconocidos con los que coincide en
un viaje marítimo. ¿No te parece? Si su viaje era por motivos de trabajo, o de
cualquier otra índole, no tenía por qué pregonarlo a los cuatro vientos para
satisfacer la curiosidad del resto de viajeros.
Adam movió la cabeza a derecha e izquierda, dando a entender que
estaban hablando de un tema interesante y que se podría poner más
interesante todavía.
—Por supuesto, no te lo discuto. —Hizo una pausa, titubeó ligeramente,
haciéndose el interesante y captando la atención de Duncan más todavía—.
Eso es privado, no cabe duda, pero… En fin, no sé…
Ante el silencio que provocó Cameron, dejando esa frase sin terminar,
Duncan comenzó a sentir una mezcla de impaciencia y malestar importante,
que ocultó a la perfección.
—¿Qué no sabes? —inquirió el escocés.
—Bueno, es algo muy… —Soltó un suspiro y, despacio, llevó el vaso a
los labios—. Algo delicado, diría yo…
Volvió a hacer otra pausa.
Duncan estaba esperando a ver las vueltas que daría su primo para contar
lo que sabía, y se podía decir que se estaba impacientando, teniendo en cuenta
lo sucedido con esa mujer, pero, al mismo tiempo, algo llamado curiosidad,
algo que él no solía mostrar a menudo, se hizo patente.
—En fin… Quiero decir… que no conoces su vida… Su pasado. Doy por
hecho.
Los hermosos ojos azules de Adam mostraron algo así como sorpresa,
mientras Duncan pensaba a dónde quería llegar.
—¿Qué tengo que conocer, Adam? No sé de qué cojones estás hablando
—soltó impaciente, molesto y sin ganas de perder más tiempo, gastándolo con

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el vago de su primo.
Adam pasó una mano por su liso cabello, peinado y engominado hacia
atrás, pero solo por encima, para no estropearlo, y sabiendo que, cuando su
primo utilizaba palabras malsonantes, estaba perdiendo la paciencia.
—Pues… que su padre se arruinó con la quiebra de la Bolsa de Nueva
York y después se suicidó.
¿Eso era lo que le quería contar?
«No», pensó Duncan, «esto es el comienzo».
—¿Y?
Adam se revolvió en el asiento, nervioso, incómodo, o al menos, eso fue
lo que aparentó.
—¿Sabes de su procedencia?
—Lo acabas de mencionar ahora mismo, Adam. ¿Quieres decir de una
maldita vez lo que tienes en la lengua?
—Está bien. Te lo diré, porque veo que no sabes nada de nada. O lo poco
que sabes no es lo esencialmente importante, más que importante, diría yo. —
Resopló y continuó—. Sí, su padre se suicidó, su madre legal murió un poco
antes, y su madre biológica… Prepárate… —La pausa se hizo más larga,
Adam pensaba que la ocasión lo requería—. Prepárate que ahora viene lo
bueno: su madre biológica era negra —soltó de corrido y mirando a su primo
para no perderse la cara que pondría ante esa realidad.
Duncan lo miró sin pestañear y, en cuestión de segundos, soltó una
carcajada.
Esa risa, potente, masculina, hizo que Adam lo mirase con cara
circunspecta.
Bueno, era lo lógico. Solo había dos maneras de comportarse ante esa
afirmación: o como lo hizo él, cuando se lo dijeron sus amigos, o como estaba
haciendo Duncan.
—Estás loco. Hija de una negra… ¿De dónde cojones has sacado
semejante información? ¡Qué digo información!, semejante majadería —
repuso molesto.
En ese momento ya no había carcajadas, ni tan siquiera sonrisas, pues el
escocés lo miraba sin pestañear, esperando explicaciones.
—De buena fuente. Te lo puedo asegurar. Cuando la conocí, me atrajo al
instante. ¿Y a quién no?, por lo más sagrado, qué criatura más bonita. Me
paso algo parecido a ti, que no me lo creí, pero yo no reí a carcajadas, más
bien me quedé con cara de tonto. Ni por lo más absurdo, o loco, podría pensar
que esa preciosidad tenía sangre negra como me estaban contando mis

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amigos. —En cuestión de unos minutos, le contó cómo Ben y Lion se
enteraron de todo y lo pusieron al corriente, hasta el más mínimo detalle,
dentro de lo que esa persona sabía de los Frank—. Una vez enterado de
semejante… secreto familiar, deduje que iba a Gran Bretaña para evitar a
gente conocida. Es lógico que en Nueva York y los alrededores lo sepa más
de uno y, una vez que cae en desgracia, que sus padres no viven y ya no hay
dinero… Ya no tendría a nadie para protegerla para que todo siguiera como
antes. Para que pudiera hacer una buena boda y continuar como si nada
hubiera pasado. En fin —terminó Adam, moviendo la cabeza y apretando los
labios—… ser mestizo no es un regalo. Desde luego que no.
Duncan quedó en silencio durante un instante.
—¿La sedujiste? —preguntó sin mostrar ningún tipo de emoción.
Adam no esperó esa pregunta tan pronto, pero, claro, su primo siempre iba
al grano, no le gustaba perder el tiempo.
—Bueno, no te voy a engañar, ya me conoces, Lo intenté, antes de saber
—hizo un gesto con la mano, como abarcando algo inexistente— todo eso. La
cosa iba bien, ella era receptiva. Besos, caricias, ya sabes, incluso… —Adam
resopló ligeramente y se metió los dedos en el cuello de la camisa, como
queriendo aflojar el nudo—. ¡Joder! Me la chupó una noche que la acompañé
hasta su camarote y me invitó a pasar. Pensé que íbamos a follar, pero me dijo
que no, que ella se reservaba para el matrimonio, y cuando llevó sus deditos a
mi bragueta… ¡Hostia puta! Creo que si no me llego a enterar de eso, antes de
que acabase el viaje, le habría propuesto matrimonio. Y creo que es lo que se
proponía, si te soy sincero. Sí, estoy seguro. Habría hecho negocio redondo,
antes de bajar del barco, prometida con un inglés rico. Ya lo creo. Joder,
menos mal que las cosas no salieron así.
Duncan se mantuvo en silencio, sin dejar de observar a su primo,
midiendo los gestos, las miradas… y Adam continuó.
—No sé lo que la habrás tratado, pero es tan dulce y prudente, tan
femenina y atrayente, que no te puedes imaginar que tenga una faceta tan…
sexual, tan… caliente —arrastró la última palabra, dándole más ímpetu, más
energía—. Sí, esa es la palabra adecuada a su comportamiento íntimo.
Caliente. —Hizo una pausa sin imaginar que en el pensamiento de su primo
estaban los recuerdos de la noche de su borrachera—. Bueno, más que
caliente, yo diría… diría perversa. —Resopló, se pasó la mano por la
mandíbula y continuó—. No sé si me entiendes… Me dejó tocado y hundido,
y es así como la califico. Tal vez te parezca excesivo, pero nosotros
conocemos lo que es eso, lo hemos vivido, pero, claro, en otros ambientes, no

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en el día a día, en lo cotidiano. Sí, creo que es el adjetivo más acertado para
esa mujer. Imagino que le vendrá por ser mestiza, no lo sé. —Hizo una
mínima pausa y, sin perder el contacto visual con su primo, continuó—.
Pero… al enterarme de que podía estar en tu casa… ¡Joder! Me dije, tienes
que avisar a Duncan.
—¿Por si se ponía o pone perversa conmigo? —preguntó el aludido,
dando lugar a que Adam no supiera si iba en serio o en broma.
—No bromeo, Duncan.
—Yo tampoco, Adam.
Adam se removió en su asiento.
—Esa mujer va a pillar marido. Está más claro que el agua. Ha sido una
niña rica, consentida por sus padres en todo, y de la noche a la mañana se
queda en la calle, y lo más acertado es largarse a un lugar donde va a ser más
difícil que la conozcan y pillar al hombre más rico que encuentre. Lo intentó
conmigo, pero le salió el tiro por la culata, y ahora…
—Podría haber esperado a llegar al país. Para conocer más… candidatos
—apuntó el escocés, sin dejar de mirar al primo, al tiempo que se llevaba el
vaso a los labios.
—Bueno, seguramente no esperaba encontrar en el barco a un caballero
como yo —añadió, volviendo a mostrar su sonrisa de conquistador, sabiendo
de sobra que con su primo no funcionaba como con el resto de la gente, en
especial las mujeres.
Duncan le devolvió la sonrisa, pero esa mueca no llegó a sus ojos.
—¿Quién te lo dijo?
—Ya te lo he dicho. Mis amigos, y a ellos… —Duncan lo interrumpió
bruscamente.
—No, ¿quién te ha dicho que ella está en mi casa?
—¡Ah! Antes de venir aquí, me encontré con un compañero de juego que
te vio en el tren con tu hijo y con una joven que cuidaba del pequeño. Cuando
describió a la mujer, lo hizo de tal manera que di por sentado que era ella. Me
dio el pálpito, no sé si me entiendes. No conozco ninguna morena con los ojos
verdes claros dorados. Y cuando añadió que el pequeño la llamó Sissy, ya no
tuve duda alguna.
La forma de ser de Duncan Murray no era cercana, pues en un principio te
topabas contra un muro, física y emocionalmente. Las muertes de sus padres,
la guerra, el nacimiento de su hijo y el suicidio de la esposa no habían hecho
más que cerrarlo a cal y canto. Esconder y guardar sus emociones para el
resto de la gente, en la situación que fuera, en cualquier ambiente, aunque se

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encontrara disfrutando de un momento de placer, no mostraba más de lo
necesario, y lo que él creía necesario era una mínima parte. Solo su hijo se
llevaba lo que le correspondía, solo con ese pequeño se mostraba amoroso y
protector. Para los demás, era el señor Murray, en un futuro lord Murray.
—Has venido para que la despida —no preguntó, no afirmó.
Adam elevó sus cuidadas manos.
—No, no me malinterpretes, no llevo esa idea. No tengo intención de
meterme en tu vida doméstica. Además, no creo que ella esté aquí para ser
una cuidadora de por vida.
—Lo has dejado claro, sí. Crees que está aquí porque busca un marido y
yo estoy viudo, igual que tú estás soltero.
—Sí, por supuesto. Tú estás en su punto de mira, no lo dudes, igual que
yo estuve en su momento. Y, mírate, si se casa contigo, habría pillado a uno
de los mejores partidos de todo el reino.
—Como tú, por ejemplo.
—Pues sí, Duncan. ¿Para qué nos vamos a engañar? Estoy seguro de que,
si no me entero de su oscuro secreto, bajo del barco comprometido con ella.
Segurísimo. O hasta casado, pues se me pasó por la cabeza casarme durante la
travesía. Menos mal que no ocurrió nada de eso. ¿Te imaginas que hubiese
tenido un hijo mulato? Por Dios, pensar algo así me da escalofríos.
Duncan apuró el contenido del vaso y se quedó callado.
Serio, sin dejar de observar a su primo.
Adam volvió a intervenir.
—Es muy hermosa, es… llamativa, preciosa… Cuesta trabajo creer que
lleve sangre negra. Entiendo que te hayas quedado sin palabras. No, no es de
extrañar. Es algo tan… raro.
Duncan se levantó, queriendo estirar las piernas.
—Sí, la verdad. Cuesta creerlo.
Adam elevó la mirada, admirando a su primo y sabiendo que a las mujeres
les gustaba mucho ese aspecto de tipo duro, frío…
—¿No te habrás enamorado de ella? —peguntó alzando las cejas rubias,
algo más claras que el cabello.
Duncan lo miró como si le hubieran salido cuernos.
—Somos primos, Adam. Pero ahí se acaba el parecido entre nosotros.
El rubio soltó una risilla de complicidad.
—Ya, ya sé que no eres tan enamoradizo como yo… Pero con esa mujer,
¡joder!, todo es posible.
—Tú no eres enamoradizo, Adam. Eres caprichoso, picaflor, vividor…

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Adam elevó los hombros en señal de conformidad.
—Bueno, tú también eres vividor.
—Sí, pero de otra forma.
—Si tú lo dices —añadió, mientras movía el sello de oro.
Duncan sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a su primo.
—Después de tener una mujer que se adentró en el mar para acabar con su
vida, creo que ya tengo mi tanto por ciento de tragedia. No necesito más.
«Sin contar con ese pequeño que muestras sin pudor», pensó el inglés.
—Me alegra oírlo, Dunc —dijo, nombrándolo con el diminutivo que solía
utilizar cuando eran pequeños y que ahora se asociaba con el hijo de Murray
—. Sabes que no te deseo mal, que eres mi salvación económica y que lo que
hagas, bien hecho está. Pero, por lo menos, que sepas las cartas que llevas en
la mano. Que sepas quién anda a tu alrededor. No quiero que te engañen. No
quiero que más tarde me digas, me grites: «¿Por qué no me avisaste?».
—Tranquilo primo, no llegaremos a eso.
Duncan observó a su primo mientras daba una fuerte calada al cigarrillo,
al tiempo que aguantó la sonrisa ante esas palabras protectoras.
¿De verdad se lo creía?
¿De verdad pensaba que Adam Cameron Jones protegía a Duncan Murray
Jones de las mujeres como Cecily Frank?
—Bueno, pues me voy. Tengo una partida de cartas en la mansión
Rochester, y después… —Mostró una resplandeciente sonrisa, que decía
mucho—. ¿Te apuntas? Me han dicho que acudirá la esposa de… —Y
mencionó el nombre de un lord inglés.
Duncan sonrió ante la mención de esos nombres.
—Tal vez me acerque.
—De acuerdo, nosotros no necesitamos invitación.
Adam se levantó y acomodó su cuerpo al traje, y el traje al cuerpo, estiró
el cuello, movió el nudo de la corbata y, antes de irse, preguntó:
—¿Está en casa? —refiriéndose a la mansión de la familia Cameron.
—Mi hijo está en tu casa, y ella también. ¿La quieres ver? —preguntó con
sarcasmo.
—No, en absoluto. Solamente me ha venido a la mente que, cuando
estábamos en el barco, le ofrecí muy amablemente mis casas, la de Londres y
la de Leeds, y mira por dónde…
Duncan no dijo nada, simplemente esperó.
Se dieron un apretón de manos y se despidieron hasta la noche.

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Duncan dejó de pensar en su primo en cuanto salió del despacho y volvió
a lo que estaba haciendo cuando llegó, pero entre brillantes sedas, entre
terciopelos y encajes, entre algodones y batistas, la imagen de unos ojos
verdes y un cabello oscuro y brillante no se le fue de la cabeza.

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Capítulo 15

A los cinco días de estar en Leeds, una doncella se acercó a Sissy, que estaba
con Dunc en uno de los jardines interiores de la mansión.
—Buenos días, señorita Frank —saludó la doncella, mirando brevemente
a la joven americana.
—Buenos días.
—Me ha dicho el mayordomo, que a su vez se lo ha comunicado el señor
Murray, que tenga todo preparado para mañana. Que un coche los recogerá a
las nueve de la mañana para llevarlos a Moray.
Sissy no hizo preguntas, simplemente le dio las gracias y vio desaparecer
a la criada por una de las muchas puertas que daban al jardín.
Durante los días que llevaba en esa mansión, no vio al hombre ni una sola
vez. En un principio pensó que, con el trabajo y teniendo en cuenta que él
sabía que ella estaba con el mes, pues lo mejor era estar distanciados y, por
otra parte, estaban en esa mansión desconocida; además, ella y el pequeño
dormían en la misma habitación, así que no le dio más importancia.
Claro que también tuvo tiempo para pensar, para poner los pies sobre la
tierra y no ser una fantasiosa, pues, si él daba el paso a lo que había dicho,
ella aceptaría, y algo así no podría acabar en nada bueno, por la sencilla razón
de que «todo eso» solo sería vicio, deseo…
Pero, por otro lado, ¿por qué no…?
¿Por qué no podía disfrutar del sexo igual que un hombre?, ¿por qué ellos
no ensuciaban su nombre haciendo esas cosas y ellas sí…?
Últimamente pensaba mucho en su padre, y también en esa mujer… en su
verdadera madre, y llegó a la conclusión de que ese deseo que sentía, esas
ganas de estar con ese hombre, tal vez se debía a que lo llevaba en la sangre,
que ella era así, promiscua, excesiva.
Sin dejar de observar al niño que cogía piedrecitas de diversos tamaños y
colores para llevarlas a las manos de ella y jugar, pensó si él viajaría con
ellos. Colocando piedrecitas encima del banco, una al lado de otra, para hacer

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un dibujo y causar la euforia de Dunc, reflexionó sobre los sentimientos que
la embargaban, el hormigueo en el estómago cada vez que pensaba en él, el
deseo que la acompañaba a todas horas, por sentir sobre ella esas manos, para
probar su boca, para que él le hiciera todas esas cosas, todo lo que le dijo en el
tren.
No solo era que le gustase mucho ese físico tan poderoso, ese rostro
enigmático, esa personalidad un tanto oscura y hermética; era algo más y no
sabía definirlo. Creía que era un hombre cabal, un hombre fuerte, protector y,
ante todo, honrado. Daba por hecho que tendría defectos, como cualquiera,
pero eso no le quitaba el sueño, pues la balanza se inclinaba hacia lo que ella
quería, lo que deseaba. Pensó que había tenido mala suerte con la esposa que
eligió, pero no pensó que tuvo mala suerte con tener ese hijo, no; ella no lo
veía de ese modo, pero sabía de sobra que la gente de alrededor sí lo creía,
incluso lo decía, como la señora Bowie. Y, si no era con palabras, era con la
mirada, y él no escondía a su hijo; al contrario, lo llevaba en un viaje en tren,
donde las personas, conocidas o no, lo verían sin tapujos y a él le importaría
poco o nada lo que pudieran pensar o decir, y tal vez por ese motivo, tuvo la
fantasía de creer que, si él descubría la verdad de su origen, no le molestaría.
Tal vez al principio le sorprendería, como es lógico, pero, una vez asimilado y
valorándola a ella, no le importaría un mestizaje que ni se notaba, ni tenían
por qué pregonarlo al mundo.
Se vio casada con él, criando al pequeño Dunc como si fuese suyo y, por
qué no, teniendo otros hijos, que como bien dijo Agnes, sería muy difícil que
salieran oscuros.
Su mente volvió al pasado, cuando ella, al escuchar una conversación que
un niño no debía oír, y menos una niña de doce años, le hizo querer saber
más, pero sin tener ni idea de a quién preguntar. Al final, optó por su madre.
—¿Qué es el Ku Klux Klan?
—¿Dónde has escuchado eso? —le preguntó Adele, sorprendida de que su
pequeña hiciera ese tipo de preguntas.
Ella le contó que fue de manera accidental, en la visita que hicieron a la
casa de la playa de unos amigos, mientras ella estaba con las amiguitas, su
madre tomando un refresco con las otras invitadas, los hombres, incluido su
padre, se entretenían en la sala de billar y hablaban de algo horrendo para sus
oídos.
—¿Qué hacías merodeando por la sala de billar?
La niña se encogió de hombros.

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—Fui al baño, y cuando pasaba por ahí… me llamaron la atención las
voces y pegué el oído a la puerta.
—Eso está muy feo, Sissy. Te lo he dicho mil veces —la recriminó muy
seria.
—Lo sé, mami —añadió la pequeña de forma zalamera.
—Eres muy joven para preguntar por esos temas, cariño.
—¿Por qué? Son temas de mayores, ¿es eso? ¿A que sí?
Adele se toco el brazalete de oro que lucía en su muñeca izquierda,
mientras pensaba en cómo contestar de manera que no fuese violento para la
pequeña.
—Sí, son temas de mayores, y temas delicados. Muy delicados.
La niña abrió los ojos al máximo, señal de que su curiosidad aumentaba
por momentos.
—¿Un tema delicado es matar a personas negras?
Adele la miró con atención y decidió contarle algo para que su curiosidad
quedara, hasta cierto punto, saciada.
—Los Estados Unidos es un gran país, pero, como todos los países tiene
su lado —iba a decir oscuro, pero optó por otro calificativo—… más
denigrante.
Le contó que el Klan fue fundado por seis veteranos confederados de
clase media y baja, después de la Guerra de Secesión, y dos años después, un
general confederado —famoso entre otras cosas por liderar la batalla de Fort
Pillow y masacrar a cientos de hombres, soldados negros y sureños blancos
leales a la Unión, que ya se habían rendido— tomó las riendas de la
organización.
—¿Y por qué ese nombre tan extraño?
—Es una deformación de una palabra griega: kyklós, que quiere decir
círculo. Y Klan, por hermandad, de los clanes escoceses.
—¡Qué tontería, ¿no?!
—No, cariño. De tontería tiene poco, y lo de menos es el nombre; es todo
lo que ello implica.
Sissy, que por aquel entonces tenía doce años, no tuvo muy claro que
implicaba todo eso.
—¿Círculo porque es cerrado y una hermandad también, a no ser que te
dejen entrar?.
—Se podría explicar así —contestó Adele, deseando que no le hiciera más
preguntas.

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—Pero eso ocurrió hace mucho tiempo. ¿Por qué hay gente que sigue con
tanto odio? —preguntó con cara de lástima.
—Porque consideran que los blancos son superiores a la gente de color.
Porque los negros entraron a este país como esclavos, y a muchos les gustaría
que siguiera así.
La niña arrugó el ceño.
—¿Tú crees que somos más que los negros?
—No. Yo creo que somos diferentes por nuestra raza. Pero nada más. Los
blancos del norte de Europa no son iguales a los del sur, no tienes más que
vernos a tu padre o a tus abuelos, y a mí o a mis padres si vivieran. Somos
algo más oscuros de piel y abundan los ojos oscuros.
—Tú los tienes grises.
—Porque mi madre los tenía así, pero mi padre tenía los ojos oscuros, casi
negros.
—Sus antepasados eran franceses.
—Franceses, griegos y turcos —amplió la información.
—¿Y qué me quieres decir con eso?
—Que a esas personas que están en el Klan les da lo mismo una cosa que
otra, odian todo lo que no sea como ellos, y lo más cercano que tienen son las
personas de color y las ven como apestados, como algo que hay que erradicar.
—¿Y los matan?
—No siempre, pero en más de una ocasión…
—¿Y la justicia? ¿Dónde está?
Adele pensó que la curiosidad de su hija era insaciable.
—Digamos que, cuando no hay pruebas suficientes, no se puede culpar a
nadie. O que, si hay pruebas, pueden desaparecer si alguien así lo desea.
La niña se quedó pensativa.
—¡Eso está muy mal! —exclamó ofendida.
—Así es.
Sissy siguió rumiando sobre el tema.
—¿No hay negros ricos?
—Sí, los hay.
—¿En el sur?
—No lo sé, cariño.
Adele le contó la historia de Madame C. J. Walker, como era conocida
Sarah Breedlove, que se hizo rica con la fabricación de productos cosméticos
para el cabello de los afroamericanos. Incluso le habló de una fotografía
conduciendo su propio coche y llevando a unas amigas.

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—¿En serio? ¿Sin estudiar? —preguntó una incrédula Sissy.
—No tener carrera no quiere decir que no se pueda. Esa mujer ha sido una
trabajadora y emprendedora, hecha a sí misma. Y para eso, Sissy, hay que
trabajar mucho, aprender mucho más y ser más lista todavía, teniendo en
cuenta que era analfabeta.
De esa manera, dejaron de lado al Klan y Sissy quiso saber todo lo que su
madre sabía de esa mujer, que murió el año que ella nació, y de su hija
A’Leila, que fue la que tomó el mando.
Con esos recuerdos, Sissy volvió al presente.
Y bajó de las nubes de golpe.
Más le valdría no hacerse ilusiones y dejarse de fantasías.
Duncan Murray Jones no era para ella.
Y esa última noche en la zona oeste de la mansión de Leeds —pues el
resto permanecía cerrada desde la muerte de los padres de Cameron—,
mientras ella le cambiaba el pañal al pequeño, el padre se paseaba por las
salas de la mansión Rochester, con un vaso de whisky en la mano y la mirada
deslizándose por las mujeres que ahí se encontraban; y mientras Sissy le hacía
cosquillas y pedorretas en la barriguita al chiquitín, el señor Murray
disfrutaba con la visión de una orgía entre varios caballeros y varias damas; y
cuando Sissy arropó a Dunc, colocó uno de sus peluches preferidos a su lado
y se dispuso a contarle un cuento para ver cómo en cuestión de segundos
cerraba los ojitos y se dormía como un lirón, Duncan Murray manoseaba los
pechos de una mujer, mientras un travesti le hacía una felación.
A la mañana siguiente, teniendo todo preparado, vio cómo los criados se
llevaron el equipaje, lo que ella había traído, más lo que encargó que trajeran
para el pequeño, y algunas cosas para ella, y, cogiendo al niño en brazos, salió
por las mismas puertas que habían entrado días antes, donde un coche les
esperaba.
El chófer le abrió la puerta y, al introducir al niño y acomodarse ella, supo
que…
Él no vendría.

Todo volvió a la rutina, estar con el niño, pasar ratos con Lily leyéndole…
—Te he visto —dijo la anciana, interrumpiéndola de sopetón.
Sissy bajó el libro despacio, lo dejó descansar en el regazo y posó la
mirada en la mujer.
—¿Dónde me has visto? —preguntó con delicadeza.

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—En el jardín —contestó enfadada.
—Ya.
La mirada clara de Lily, envejecida, acuosa, no pestañeó, no dejó de mirar
a su amiga Sissy, como la llamaba.
—Con ese niño —susurró, como si no quisiera que algo así se oyera más
lejos de esas paredes.
Sissy no sabía muy bien a dónde quería llegar la mujer, pero, teniendo en
cuenta el gesto adusto y frunciendo el ceño a más no poder, se lo podía
imaginar.
—Es un niño precioso, ¿verdad que sí? —añadió y preguntó la joven.
Lily puso cara de asco y la miró como si estuviera loca.
—¡Precioso!, qué tontería.
Movió con ahínco la cabeza y soltó las palabras, como si fuesen veneno.
—Es horrible. ¿Cómo dices algo así? Además, no deberías estar con él. Es
el crío más feo que he visto en mi vida —murmuró, arrastrando las frases.
Sissy pensó que era mejor cambiar de tema.
Tosió ligeramente y la miró, como si esos comentarios no se hubieran
dicho.
—¿No te gusta el libro que te estoy leyendo, mi preciosa Lily?
Pero Lily, a pesar de ese apelativo cariñoso, no escuchó la pregunta y
siguió con su pensamiento.
—Es de esa mujer horrible como él. ¿Sabes? Se metió en el mar y no
salió. No salió nunca. Nunca, porque era mala…
La joven no dijo nada, pues no le gustó la expresión de la anciana; sobre
todo, esa forma de hablar.
Iba a intervenir, pero la voz de Lily surgió de nuevo.
—Esa mujer nunca me quiso. Nunca. Nunca vino a leerme, como haces
tú. Ni tan siquiera vino a hacerme una visita de cortesía… Pero… —soltó una
risita por lo bajo—, a mí no me engañaba y yo tampoco la quise. —Hizo una
pausa, al tiempo que se miró los pequeños volantes de suave gasa que
adornaban sus muñecas y, antes de que Sissy abriera la boca, continuó,
bajando mucho la voz, convirtiéndola en un susurro casi inaudible—. Mi
prometido se casó con ella, porque yo era demasiado joven y él no quiso
esperar. Y mira de qué le sirvió. Ella se fue y le dejó… Le dejó ese niño.
Sissy pensó que la mente de la anciana estaba muy mal.
—Son cosas que pasan. No debes preocuparte, Lily.
La anciana agitó su corta melena blanca como la plata.

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—No me preocupo. Pero tú no deberías estar con ese crío. Cuando nos
casemos, lo mandaremos lejos, muy lejos. ¡Y a ti también! Y no importará
que seas mi amiga, no, ya te aviso, para que no digas en el futuro que no te lo
dije. El niño se irá, y tú con él —soltó con rotundidad.
«Era mejor estar con el pequeño Dunc que con esta mujer», pensó la
joven.
—¿Quieres descansar, Lily? Ya es un poquito tarde.
La anciana giró la cabeza y, entrecerrando los ojos, miró hacia la ventana.
—Está oscuro —dijo, sin dejar de mirar hacia la ventana.
Sissy se levantó y le colocó bien las almohadas para que se acostara por
completo.
—Venga, Lily. A descansar un ratito antes de cenar. ¿De acuerdo?
—Sí —añadió cerrando los ojos—. A descansar un ratito.
Sissy se despidió de la doncella con un gesto y salió de la habitación.
Al día siguiente, se encontraron.
Sissy y Dunc estaban en la habitación de juegos, llovía a cantaros y, cada
dos por tres, el pequeño se acercaba a una de las ventanas ojivales y tocaba el
cristal.
—A… aba.
—Sí, cariño. Está lloviendo.
—Ooo… oviendo —susurró, al tiempo que daba palmitas.
Entonces dejó las manos quietas, movió la cabecita hacia la puerta, igual
que un pajarillo al sentir un leve sonido, y salió corriendo al oír las pisadas de
su padre. Este lo agarró y lo lanzó al aire, causando las carcajadas del
pequeño. Durante unos instantes, el padre estuvo agasajando al hijo con
abrazos, con palabras cariñosas y con saltos en sus poderosos brazos.
Por fin, lo dejó en el suelo.
Y ellos se miraron.
Él vio adoración en esos ojos verdes.
Y no le gustó.
Se sentó en una silla y el pequeño se acomodó entre sus piernas.
—¿Todo bien? —preguntó con voz gélida, sin soltar a su hijo, sin decirle
que se fuese a la mesita que utilizaba para pintar sin necesidad de estar
sentado.
Ella lo notó al momento.
Algo pasaba.
—Sí. Todo bien —contestó con prudencia.

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Murray no se dejó seducir por esa preciosa voz y la observó
minuciosamente, sabiendo que la pondría nerviosa, como así sucedió.
—¿Cuándo me lo ibas a decir?
Ella se quedó sin palabras.
Solo acertó a decir:
—No sé… no sé qué quiere decir.
Duncan no perdió detalle, empachándose con esa belleza, sintiendo cierto
placer al ponerla entre las cuerdas.
—Yo creo que sí lo sabes. Pero optaste por el silencio o, más bien, debería
decir ocultación; y con algún propósito, seguramente.
Ella no abrió la boca, pues no sabía qué pensar.
¿Podría saber su secreto?
—En cuanto Spencer se recupere por completo, se encargará de Dunc. Si
quieres seguir hasta entonces, puedes hacerlo. Cuando eso ocurra, decide lo
que quieras hacer… seguir con Lily o marcharte. Es tu elección.
Ella se quedó estupefacta, sin palabras, ante esa frialdad, ante esa
sentencia.
No la estaba echando, pero la ponía en su sitio, la mandaba al trabajo para
el que fue contratada y la excluía de estar con el pequeño.
—Pero… —balbuceó la joven.
Él no la dejó seguir.
—Escocia no es Estados Unidos, Escocia e Inglaterra son pequeños
comparados con tu país. Aquí, más pronto que tarde, todo se sabe. En cuanto
alguien lo comente, correrá como la pólvora.
Se hizo el silencio, mientras se miraban, mientras la verde mirada brillaba
peligrosamente.
Se había enterado, sabía de su procedencia, pensó la chica.
Y no la quería, ni tan siquiera la deseaba.
—Lo siento —añadió sumisa.
Murray no despegó la mirada de esa cara tan bonita, haciendo esfuerzos
para no cogerla entre sus manos, para no acercar su boca a esos labios
provocadores. Pero no era tan tonto ni tan imbécil como para dar lugar a que
una buscavidas lo liase como si fuese un principiante. No deseaba putas a su
lado, no quería follarse a una tipa que se la había chupado a su primo, que
había intentado pescarlo y que seguramente lo habría conseguido si Adam no
se hubiese enterado de que era una mestiza.
—¿Qué sientes? ¿Haber mentido? ¿Haber ocultado información?
¿Haberte comportado como… una fulana?

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Sissy estaba avergonzada y en ese momento las palabras no surgieron,
pues el bochorno era tal que tenía que hacer esfuerzos para no romper a llorar.
—Si soy sincero, no me agrada que sigas en mi casa, pero, teniendo en
cuenta el cariño que te tiene mi hijo, estoy dispuesto a hacer una excepción.
Se levantó, cogió al niño en brazos y este soltó grititos para que fuera
hasta la ventana y contemplar la lluvia.
—Eta oviendo, papi —dijo el niño, mirando a su padre, y seguidamente la
lluvia—. ¡Issy! —gritó, girando la cabeza, buscando a la joven—. Eta
oviendo —repitió entre sonrisas.
Duncan Murray besó a su hijo en la frente, lo bajó al suelo y le dijo:
—Vete con Sissy, cariño.
El niño corrió hasta los brazos de la joven y Duncan vio cómo se limpiaba
los ojos antes de que el pequeño llegará hasta ella.
«Lágrimas de cocodrilo», pensó el escocés, mientras salió de la habitación
y desapareció. Sissy escuchó las largas zancadas, amortiguadas por las
alfombras que cubrían los pasillos y deseó poder volver atrás, poder hacer las
cosas de otra forma. Pero había algo que no podía cambiar, y él ya sabía lo
que era, y eso… eso no se podía cambiar y, peor todavía, no se podía ocultar.
El pequeño contempló a la joven sin pestañear y, al ver cómo resbalaba
una lágrima por la mejilla, la apretó con un dedito para que no siguiera su
curso.
—Sissy llora…, llora —repitió muy serio, pronunciando perfectamente.
—No, cariño. No lloro —soltó entre risa y llanto—. Venga, vamos a
pintar, ¿vale?
—¡Chí! —gritó, dando palmitas—. Issy no llora y amos a pinta…

Los días pasaron, las semanas, y la señorita Spencer se incorporó al trabajo.


—Cuánto me alegro de que todo haya ido bien, Agatha —declaró Sissy
cuando la vio y se dieron la mano.
—Gracias, querida. La verdad, es que he tenido suerte, mucha suerte. Ni
una leve cojera.
—Mejor, mucho mejor.
Agatha sonrió de manera discreta, observando a la americana.
—Le agradezco que se haya quedado al cuidado de Dunc. El señor
Murray me dijo desde el principio que no me preocupase, que mi puesto no lo
ocuparía nadie de manera definitiva, algo de agradecer, sinceramente, tal y
como están los tiempos.

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Sissy afirmó ligeramente, mostrando una pequeña sonrisa.
La penetrante mirada de Spencer estaba clavada en esos ojos verdes.
—¿Usted sigue con la señorita Lily? —preguntó con prudencia.
—Sí, sigo con ella.
—Bien, eso está bien. Se nota que tiene un don especial para los niños y
los ancianos. Y los niños, bueno…, todos sabemos cómo son los niños, pero
la señorita Lily, pobrecita. Cuando se pierde la cabeza…
—Sí, es una lástima. —La joven no estaba por la labor, no estaba
comunicativa, pues desde que tuvo la última conversación con Murray,
andaba con el ánimo bajo y valorando un futuro alejado de todo lo
relacionado con ese hombre.
Creía, casi había tomado la decisión, de que cuando Agatha Spencer
volviese, ella regresaría a los Estados Unidos: total, qué importaba ya si su
secreto ya estaba en boca de gente inglesa o escocesa…
—Lo de la señorita Lily es una pena. Fíjese que ella adoraba a sus
sobrinos y, sin embargo, a raíz de la demencia, al señor Cameron no lo puede
ni ver —terminó bajando la voz, al tiempo que Sissy, al oír ese apellido, todos
sus sentidos se pusieron alerta.
—¿El señor Cameron? —preguntó, casi tragando saliva.
Miró a Spencer con esos ojos exóticos e intentó que no se notara la
curiosidad que sintió en esos momentos.
—Sí, el señor Cameron es el primo hermano del señor Murray. Las
madres eran hermanas… De las tres, la señorita Lily, la mayor, se quedó
soltera.
—Ah, no lo sabía —replicó Sissy, cogiendo un lápiz amarillo que se había
caído y dándoselo al pequeño.
—Sí. El señor Cameron es un hombre al que le gusta viajar, y esas cosas.
La fabrica de tejidos de Leeds la administra el señor Murray, era herencia de
las madres y de la señorita Lily. Y la mansión de Leeds, que es donde se aloja
el señor Murray cuando va por asuntos de la fábrica, es de los Cameron. Lo
que ocurre es que parte de la misma está cerrada. Es muy grande… y ya sabe,
el mantenimiento de esas mansiones es carísimo, y como el señor Cameron
está de un sitio para otro…
Sissy escuchó con mucha atención.
—¿El señor Cameron no trabaja?
La señorita Spencer aguantó la sonrisa.
—No lo necesita —murmuró.
Sissy no dejó de mirar a la institutriz.

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—¿Y el señor Murray sí lo necesita?
Spencer movió la cabeza ligeramente, se atusó el recogido y se dispuso a
ampliar la información.
—Creo que tampoco, pero ya sabe lo que pasa con las personas… Cada
uno es como es. Además, si los de la familia no se ocupan de los diversos
negocios, lo tienen que hacer otros en su lugar, y esas personas puede que lo
hagan bien, o mal; me refiero a los administradores y abogados… El caso es
que el señor Murray está muy capacitado para todo ello y… se podría decir
que no es tan… Cómo decirlo sin que parezca… —Spencer pensó que se
había metido en un zarzal y no sabía cómo salir.
—La entiendo, Agatha. Lo he visto en mi familia. Hay personas que,
aunque no necesiten trabajar, les gusta preocuparse por sus negocios, y otros,
como el señor Cameron, le gusta vivir la vida.
—Exactamente. Lo ha descrito de manera sencilla y real. Tal cual.
La norteamericana mostró una sonrisa de labios apretados.
—Bueno, no la molesto más. Me alegro mucho de que esté bien, de
corazón.
Agatha afirmó en silencio, mostrando una sonrisa contenida.
Sissy se acercó hasta el pequeño y le dio un beso en la cabeza para
alborotarle el cabello y sacarle unas risas.
—Hasta luego, Dunc.
—Ata logo, Issy —contestó el niño, mientras colocaba unos cubos encima
de otros.
Murray siguió con su rutina de siempre.
Cuando estaba en la mansión, aparte de pasar tiempo en la destilería,
aprovechaba para poner papeleo al día en el despacho. Tenía intereses en
diversos negocios y en esos momentos habían aumentado, debido a que el
hermano mayor de su padre, sin hijos, le había nombrado heredero universal,
y ya había tomado el mando en algunos quehaceres.
Pasaba ratos con su hijo, llevándolo a los establos, pues le gustaban
mucho los caballos y no les tenía miedo. Le había comprado un poni y de vez
en cuando lo llevaba consigo cuando montaba alguno de los sementales, pero
solo un pequeño trayecto, pues sentía el palpitar del corazón del niño, que por
un lado se sentía seguro entre los brazos del padre, pero, al mismo tiempo, ese
animal tan grande le provocaba cierto temor.
Antes de cenar se acercaba hasta la alcoba de la tía Lily, aunque tenía que
reconocer que últimamente no le apetecía demasiado, pues no deseaba ver a la
norteamericana. Sentía un deseo desmesurado por ella, pero, al mismo tiempo

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también sentía repelencia, pues no dejaba de pensar en lo ocurrido esa noche
y, al mismo tiempo, se la imaginaba arrodillada entre las piernas de su primo.
Tenía claro lo que era: una buscavidas, una golfilla dispuesta a pillar un tipo
rico para poder volver a tener lo que había perdido con la ruina de su padre en
la bolsa.
Esa noche, la tía Lily estaba con su doncella que le leía un rato. Al entrar,
escuchó cómo la anciana se quejaba.
—¿Dónde está mi amiga? Ella lo hace mejor que tú —protestó como si
fuese una cría pequeña.
—¿Qué es eso de quejarte, Lily? —le riñó el hombre, pero con gesto
alegre al invadir con su presencia la habitación—. Ya sabes que no me gusta
que te quejes por capricho.
La anciana lo miró con adoración y soltó una risilla.
—No me quejo. Bonnie lo hace muy bien.
—Así me gusta. ¿Qué tal has pasado el día?
—Aburrida —se quejó, haciendo un puchero.
—¿Y eso por qué? —preguntó con una sonrisa.
Lily se quedó mirando esa boca, esos dientes, esa cara y… se sonrojó.
—Porque quiero ir a Edimburgo y a Londres… A fiestas, a bailes… Aquí
me aburro. Me aburro mucho, muchísimo.
Duncan la acarició la mejilla.
—Bueno, más adelante. ¿De acuerdo? Aún no ha comenzado la
temporada.
Lily encogió el cuello ante esa mano grande que tocó su cara.
—De acuerdo —repuso tímidamente.
Un poco más tarde se encontraba en el despacho, al lado de la biblioteca,
y el sonido de llamada en la puerta que daba al pasillo interrumpió la lectura
de las escrituras de unas viviendas de su tío en Edimburgo.
Pensó que era Alastar y su voz sonó potente.
—Adelante.
La puerta se abrió y una cabeza morena asomó tímidamente.
—¿Puedo hablar con usted? —preguntó la joven.
Duncan no esperaba verla, no esperaba tenerla tan cerca.
No deseaba verla.
—Adelante —repitió de mala gana, sin retirar la mirada de la mujer.
Sissy entró y se acercó hasta los sillones, pero no hizo intención de
sentarse.
El hombre no le ofreció asiento.

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Sé dedicó a contemplarla.
Llevaba un vestido claro, cortado a la cadera. Se le entallaba en los pechos
de una manera sutil, pues le quedaba ligeramente grande.
—¿Me puedo sentar? —preguntó con esa voz dulce y femenina.
Él no contestó, simplemente hizo un gesto elegante con la mano para que
ella hiciera lo propio.
—¿Qué desea, señorita Frank?
La voz sonó áspera, dura, y ella sintió dolor y miedo.
—Le comunico que me voy mañana. Vuelvo a Nueva York —dijo
controlando su nerviosismo.
El hombre no mostró sorpresa y, aunque pensara que le importaba poco o
nada lo que hiciera esa mujer con su vida, no era verdad.
—Lo entiendo. Aguantar a la señorita Lily no es lo más apetecible.
Ella agitó la cabeza y él se deslumbró con esa belleza.
Conteniéndose ante el deseo.
Deseando que desapareciera el sentimiento que afloraba cada vez que
pensaba en ella.
«Y ahora, ¿ahora, qué?», se preguntó.
Ahora la tienes enfrente, tan cerca, que con solo levantarte estarías a su
lado.
Sin dejar de mirarla, pensó que, si la mezcla de razas había dado lugar a
semejante hermosura, a él no le importaba.
—¡Oh! No, no es eso, señor Murray.
Él contempló esa boquita cuando pronunció esa «o» y esos ojos inmensos,
y ese cabello oscuro, ondulado, que lo llevaba suelto, pero sujeto con los
pasadores de plata que siempre llevaba, detrás de las orejas.
—Ah, ¿no? —preguntó con ironía.
«Mostrarse como si nada hubiera pasado entre ellos era sumamente
difícil», pensó la joven, pero ante la frialdad del hombre, se colocó su coraza,
esa que había ido formando desde que él la insultó y la humilló, y ahora solo
era cuestión de pensar en él como un hombre que la odiaba o, como poco, que
nada le importaba.
—No, señor. No es ese el motivo. Esta mañana he recibido una carta de…
de una amiga de la familia y me comunica que mi abuela no se encuentra
bien. Y que sería mejor que vuelva por lo que pueda pasar —todo fue dicho
de carrerilla, como si tuviese prisa por notificar su salida de Dubh House de
manera correcta y salir de ese despacho al instante.
Se hizo el silencio durante unos segundos, mientras ambos se miraron.

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—Siento lo de su abuela. Supongo que hará el viaje en avión.
—Sí. Ese es mi deseo. Es lo más rápido.
No añadió más, no dijo que su abuela estaba grave y que cualquier cosa
podía suceder; no deseaba decir más de lo necesario.
Esa mirada oscura como el comienzo de una noche de invierno la observó
minuciosamente y consideró que podía ser algo más benévolo con ella.
—No se preocupe. Haré unas llamadas y, cuando llegue al aeropuerto,
tendrá el billete.
Sissy mantuvo el contacto visual, al tiempo que se retorció los dedos de
manera imperceptible o, al menos, eso creyó ella.
—No es necesario. Ya me las apañaré. Gracias de todos modos.
Él no dijo nada, sola la observó levantarse, contempló sus movimientos,
esa elegancia innata que tenía, deslizando la mirada por cada parte de su
cuerpo.
Deseando verla desnuda.
Deseando tenerla entre sus piernas.
Sissy se quedó quieta y clavó la mirada en el hombre.
—Solo quería decirle que…
La voz se le cortó y Duncan se impacientó.
—¿Qué? —preguntó imperioso, intentando controlar su enfado, que no se
le notase lo mucho que la deseaba.
Que solo sintiera su enfado, su rudeza.
—No sé qué le habrá contado el señor Cameron, si es que… —dejó de
hablar, pero no dejó de mirar al hombre.
Murray se levantó y ella, instintivamente, echó un pie hacia atrás, y luego
el otro.
—Adam Cameron es mi primo —añadió un tanto molesto de sentir el
miedo de la joven.
—Lo sé.
—¿Desde cuando lo sabes? —volvió al tuteo, a la confianza, pero con
total frialdad.
—Lo he sabido hoy, por la señorita Spencer, de manera fortuita.
«¡Joder!», pensó Duncan sin dejar de mirarla.
Tenía esa voz tan dulce, tan seductora, que solo oírla ya se ponía
cachondo.
Deseaba levantarle el vestido, arrancarle…
—¿Y?

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—Pues no sé lo que le habrá contado el señor Cameron. Entiendo que le
haya molestado… —dejó de hablar y soltó un suspiro, sin imaginar que todo
eso estaba excitando al hombre, que esos suspiros eran como trampas
mortales para él.
—Que me haya molestado, ¿el qué?
Ella dudó ante ese interrogante, pero, en especial, ante esa dureza, ante
esa mirada que la traspasaba y la asustaba.
—Que mis orígenes por parte de madre sean mestizos —susurró, pero
Duncan escuchó cada palabra.
El hombre la observó y deseó acariciar ese rostro.
Deseó deslizar los dedos por esos labios.
Deseó meter los dedos en su boca.
Deseó besar esa boca.
Saborear su lengua…
Pero no hizo nada de eso, solo contestó con total franqueza.
—Eso es algo que no me importa, que no me perturba, que no me molesta.
Que me es indiferente por completo, señorita Frank.
La respiración de Sissy se hizo más profunda.
Le costaba tanto trabajo hablar de ello.
—Yo… Creía… Creía que usted… —no le salían las palabras, pues aún
no estaba hecha a la idea de su situación personal.
—No me escandaliza que tu madre fuese una mujer negra, o mulata. Me
es indiferente, ya te lo he dicho.
La presencia de ese hombre era abrumadora, tan grande, tan masculina; y
su forma de hablar tan fría, tan distante…
Y encima, encima estaba diciendo que no le importaba su mestizaje.
¿Entonces?
Volvió a echar un paso atrás, pues se sentía abrumada y, sobre todo, triste.
—¿Entonces? —verbalizó la pregunta que estallaba en su mente, y las
siguientes también—. ¿Por qué se enfadó conmigo de esa manera? ¿Por qué
se mostró como si yo fuese una apestada? —preguntó con dolor, ahogando un
suspiro, pero sin conseguirlo.
Excitando al hombre, pero sin ser consciente de ello.
Murray se acercó hasta ella y esta vez no dio más pasos atrás, pero siguió
viendo el miedo en sus ojos.
—¿Estás jugando conmigo? —preguntó ligeramente irascible,
conteniéndose.
Sissy tardó en contestar, mirándolo a los ojos, intentando no tener miedo.

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—No. No lo hago —casi no le salió la voz.
Quiso controlar la respiración, que no fuera tan evidente el miedo que le
tenía. Miedo a lo desconocido, miedo a lo que él le pudiera decir. No temía
que le fuera a pegar ni nada de eso, pero…
Las palabras podían hacer más daño que un golpe o que la indiferencia.
¿O no?
Murray la aniquiló con su fría mirada, queriendo asustarla —más de lo
que estaba—, deseando que dijera la verdad, que mostrara su verdadera
personalidad, que aflorara lo que había debajo de ese envoltorio tan seductor,
de esa preciosa feminidad…
—¿Qué hubo entre Adam y tú? —preguntó rayando el susurro, con un
tono grave, oscuro.
Ella abrió al máximo sus hermosos ojos y comprendió.
Ese malnacido había ensuciado su nombre de todas las maneras posibles.
Sissy negó en silencio, sin dejar de mirar al hombre, que parecía engullirla
con los ojos.
—No hubo nada. No sé qué le habrá contado, pero él me cortejó poco
después de que nos presentaran y yo le paré los pies, pues «su cortejo» fue
más allá de lo correcto. —Hizo una mínima pausa y, sin dejar de mirarse,
siguió hablando—. Él pareció aceptarlo y se disculpó. Pero días más tarde,
alguien debió de reconocer mi apellido, puede que supiera quién era yo, que
me hubiera visto por Nueva York con mis padres, no lo sé, pero… el señor
Cameron descubrió o le contaron mi secreto.
La joven tragó saliva, al tiempo que esperaba que ese hombre, que la
empequeñecía con su sola presencia, que la apabullaba con ese impresionante
físico, dijese algo.
Sissy se fijó en el movimiento que hizo la cicatriz y, aguantando un
temblor, enfocó la mirada en los ojos azul oscuro.
—¿Y qué ocurrió? ¿Te ofreciste a él para que no contara tu… «secreto»?
—preguntó mostrándose incrédulo, irónico, mordaz.
Sissy enrojeció como una fresa, negando con energía, logrando que los
pasadores se aflojaran debido al movimiento, al volumen de esa melena, y
resbalaran ligeramente.
—No, jamás hice algo así. Fue él el que quiso tomarse libertades. Y yo no
lo consentí. Lo desprecié, lo enfadé.
No gritó, pero sus palabras mostraron el dolor.
Murray no dejó de mirar esos ojos.
Quería creer esas palabras, pero…

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—Si protegiste con tanto ímpetu tu honor, ¿por qué te metiste en mi
cama?
Los pómulos de la joven enrojecieron, sin poder evitarlo.
No quería llorar, no quería mostrarse débil ante él.
Así que fue franca.
—Lo deseaba. Esa es la verdad. Tal vez debería avergonzarme y, en algún
momento, después de lo que pasó, de lo que hice… me avergoncé, sí. Pero
solo por un momento. Casi me… casi me arrepentí. Pero, al final, llegué a la
conclusión de que lo volvería a hacer. Porque lo que comenzó de la manera
más inocente se convirtió en un deseo nunca conocido. Porque… porque
usted estaba borracho, y yo… Yo deseé aprovecharme de usted, de su cuerpo,
deseé gozar y que nadie lo supiera.
Duncan asimiló cada palabra, disfrutó de esa carita sonrojada, de las
palabras entrecortadas, sofocadas, pero…
—¿Y por qué no gozar con Adam? Es un tipo atractivo que tiene mucho
éxito con las mujeres. ¿Por qué no caíste rendida a sus encantos? ¿O es
necesario estar borracho para ello?
Sissy no hizo caso de la última pregunta.
Estiró su cuerpo para hacerse más alta, arrugó el ceño y contestó.
—Porque Adam Cameron no me gustó. Nunca me gustó —dijo
lentamente para que cada palabra, cada sílaba, quedara patente, clara y
diáfana.
Y continuó:
—Porque, a pesar de sus modales de caballero, es un sinvergüenza,
porque me dio mala espina, y punto. Y, si me quiere creer, pues bien; y si no,
pues allá usted —soltó molesta, enfadada.
Se hizo el silencio, mientras sus ojos no dejaron de mirarse.
Sissy se iba a ir, se quería ir, salir de esa habitación, pero sus pies eran
como dos pesados adoquines agarrados con cemento al suelo.
Y al ver esa mano…
Esa mano que se elevó, despacio, y que se colocó en su nuca…
El hombre hizo ese gesto lento, dando tiempo a que ella se alejara, si ese
era su deseo. Pero nada de eso ocurrió, pues esa hermosa boca se entreabrió y
él bajó la cabeza para capturar esa boca, para saborearla despacio, haciendo
que ese momento fuera sublime, único.
Llevó la otra mano a la espalda y la pegó a su cuerpo mientras se deleitó
con esa deliciosa boca; sin avasallar, pero sin aflojar. Agarró un labio, lamió,

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chupó, recorrió con la lengua el interior de esa boca, se tragó los suspiros que
ella soltó, uno tras otro, sintiendo sus pechos aplastados contra su cuerpo.
El beso fue profundo, lento, pues probar esa boca ocupaba su pensamiento
desde que comenzó a recordar esa noche de borrachera, porque no dejaba de
pensar en ella, porque el deseo que sentía no desaparecía.
Los suspiros se hicieron más profundos y él se los tragó, uno tras otro, sin
dejar de besarla, agarrándola para que no cayera hacia atrás, pegándola contra
su cuerpo sin importarle que su miembro reventase de tanto placer.
Consideró que tenía que parar, porque tal vez ella hubiese llegado a un
estado de paroxismo con sus besos, pero él no deseaba correrse como si fuese
un tonto principiante.
Con una última lamida de labios, se separó.
La miró, escuchando su respiración agitada, satisfecho de que le gustaran
sus besos, contento de que fuera receptiva, pero sin que sus facciones lo
demostraran, sin que palabras salieran por su boca.
Bajó la mirada y contempló cómo se marcaban los pezones a través de la
tela del vestido y, sin pensarlo más, se agachó, llevó las manos hacia abajo y
le acarició las piernas, tocando el final de las medias, las ligas y el comienzo
de la tersa piel de los muslos, viendo la sorpresa en esos ojos de muñeca,
disfrutando de ese acaloramiento que inundaba su bonito rostro.
Fue subiendo, deslizando las manos, y a la velocidad de sus brazos el
vestido iba ascendiendo hasta que se lo sacó de una, pues bailaba sobre su
cuerpo y no era necesario enredarse con pequeños botoncitos.
Tiró el vestido sobre uno de los sillones y contempló la enagua que apenas
cubría ese espectáculo de cuerpo. Era de seda, de un tono beige, y daba arropo
a los pechos firmes y turgentes, que no llevaban más sujeción. Las manos del
hombre fueron a ese lugar para jugar con los finos tirantes, para moverlos,
pero no bajarlos, pues estaba prendado con esas elevaciones y no quería
correr, no quería acelerar lo que tanto tiempo llevaba deseando.
Hacía poco que había estado con una mujer, con la que tendría que ser su
prometida, con la que esperaba las palabras anheladas y no pronunciadas, y el
anillo necesario para sellar el compromiso. Pero para él solo había sido un
polvo, controlado desde el principio hasta el fin. Y, cuando acabó, se sintió
igual que siempre: solo, vacío y… asqueado de todo.
Y sin dejar de pensar en esa mujer que lo consumía por dentro.
Ahora, con esta preciosa criatura, su sangre comenzaba a hervir como si el
mismo infierno estuviera dentro de él, como si el puto demonio le estuviera
pinchando con su tridente para que terminara de culminar sus obscenos

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deseos. Con esta mujer sentía la necesidad de poseer, quería hacerla suya,
quería gozar con ella hasta la última consecuencia.
Con esa idea, la tomó de la mano para sentarse en un sillón y colocarla
entre sus piernas. Para disfrutar de esa visión, para que su altura no impidiera
contemplar toda esa belleza desde todos los ángulos. Esa noche de tremenda
borrachera solo le había dejado recuerdos difusos; ahora, ahora quería que se
quedaran grabados en su memoria.
Para siempre.
Por si no volvía.
Por si se olvidaba de él.
Le bajó los tirantes de la enagua y vio cómo se deslizó hasta las caderas,
frenándose ligeramente al rozarse con unos calzones cortos, del mismo color
y tejido que la combinación, y continuar el camino hasta el suelo.
Esos pechos eran magníficos, hermosos, en su justa medida.
Podría contemplarlos durante horas, aguantando las ganas de tocarlos, de
acariciarlos, de chuparlos, de mamar de ellos como si fuese un pervertido en
una orgía desenfrenada…
Y sabía de lo que hablaba.
Contempló el plano estómago, la deliciosa curvatura del vientre, que
estaba tapado con la seda de la ropa interior. Quiso verlo todo y le bajó ese
precioso calzón, despacio, para recrearse con el pequeño ombligo y con el
monte de venus.
Los rizos negros cubrían el sexo, pero no en exceso.
Le quitó el calzón y ella cooperó para salir del circulo de satén y dejar a
un lado esas prendas, que momentos antes había cubierto ese cuerpo, firme,
tenso y esbelto, que mostró al natural. Solo las medias claras cubrían sus
piernas hasta por encima de las rodillas.
Con las dos lámparas que daban luz al despacho, la de la mesa y otra en
un rincón, Sissy pensó que su piel no se veía tan blanca como creía, pero no le
importó.
«Soy lo que soy, germen de la unión de mi padre y mi madre. Si a él le
gusta…».
¿Que si le gustaba?
Duncan estaba prendado de esa criatura.
Deslizó los ojos por la largura de los muslos, por la redondez de las
caderas, por la pequeña cintura, por los turgentes pechos y esos deliciosos
pezones, que eran como cerezas en crecimiento. Colocó sus grandes manos en

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la cintura y llevó la boca hasta uno, para lamerlo despacio, una, dos, tres
veces. Muy lentamente.
El suspiro llegó a sus oídos, el ligero temblor de ese cuerpo traspasó sus
manos, provocando su deleite, gozando con el gozo de ella, disfrutando de ese
cuerpo provocador, sintiéndose más vivo que nunca.
Posó la boca sobre el cálido vientre y dejó caer delicados besos, al tiempo
que llevó las manos al interior de los muslos y una de ellas fue a tocar el sexo.
La respiración de la chica lo excitó, pues se hizo más profunda, y los suspiros,
casi gemidos, más llamativos, pero mordiéndose los labios para evitar gritar.
Se levantó al momento y, ante la sorpresa de ella, la sentó donde él había
estado.
Se arrodilló, se postró ante ella y, mirándola a los ojos, colocó las manos
en las rodillas y le abrió las piernas para que ese sexo se mostrara ante sus
ojos.
Sissy no opuso resistencia y dejó ver el interior de sus muslos, sin mostrar
pudor, deseando saber cuál sería el siguiente movimiento de él.
Ahora fue él el que respiró con ahínco, contemplando esa carne que se iba
a comer.
Bajó la cabeza y se acercó hasta esa flor que lo llamaba como una sirena a
un marino.
Él quiso llevar la cadera al extremo del sillón, pero sintió la reticencia de
la joven y la incertidumbre en esos hermosos ojos verdes.
—No te haré daño —susurró la voz grave y excitada.
Ella no añadió nada y obedeció.
Llevó las nalgas hasta el borde, sintiendo esas manos agarrándolas, y vio
cómo la cabeza morena desaparecía entre sus muslos.
En cuestión de segundos, sintió esa boca en su sexo, sintió el placer
recorrer todas las fibras de su ser, sintió deseos de retorcerse, de gritar, de
agarrarlo del cabello y tirar con fuerza, pero no para apartarlo, sino para
sujetarlo en esa posición, para que no dejara de chupar y lamer, para que no
dejara de meterle la lengua, para que no dejara de mover un punto diabólico
que la enloquecía.
Y en el momento que sucedió, cuando sintió un espasmo abrumador, un
ahogamiento de puro placer, soltó un pequeño gritito y llevó sus manos al
caballo del hombre, agarrándolo, acariciándolo, mientras esa espiral seguía y
seguía de manera violenta.
Sissy apretó los muslos contra la cabeza del hombre y echó la cadera
hacia atrás para pedirle que parase, que ya no podía más, aunque no salieron

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palabras de su boca. Duncan se dio cuenta de todo, del orgasmo, u orgasmos,
que había tenido y de que necesitaba un descanso.
Salió de entre sus muslos, viendo su rostro arrebolado como una puesta de
sol.
Se puso de pie y fue abriendo la bragueta del pantalón.
—Tócate los pechos —le pidió mientras metía las manos dentro de la
bragueta y sacaba el miembro erecto, doloroso, necesitado…
Ella obedeció en el acto.
Se tocó de manera delicada mientras sus ojos miraban las manos del
hombre maniobrar su bragueta.
Cuando esa verga grande, con venas marcadas que recorrían el tallo, se
mostró en todo su esplendor, ella la miró sin disimulo, mientras se acariciaba
los pezones, mientras apretaba los pechos y los juntaba, mientras asomaba la
punta de la lengua y se lamia los labios…
Queriendo…
Él se acercó despacio, sujetando el miembro con la mano para controlarlo
y lo llevó hasta ella, embrujado con esos labios y la puntita de la lengua…
Ella entreabrió la boca.
Y lamió la punta.
Una, dos, tres veces.
Quiso metérsela en la boca, pero él se lo impidió.
Sería el final.
La levantó del sillón y se sentó él, ante el desconcierto de la joven, pero,
al ver cómo la agarró de la mano y la sentó encima de su erección, ella
contuvo una sonrisa. Y cuando eso ocurrió, cuando ella se deslizó sobre su
polla, cuando sus manos la agarraron por las nalgas, cuando ella se agarró a
su cuello, cuando la aupó, para volverla a clavar, para que brincara sin salirse,
aunque se destrozase la polla, aunque se la despellejara a tiras, si era
necesario, pues no le importaría lo más mínimo, solo entonces…
Abrazando ese cuerpo que lo excitaba de manera desconocida…
Solo entonces, su mente volvió al presente y, antes de correrse, la aupó e
hizo que su polla quedara fuera de esa celda embriagadora. La abrazó y se
corrió contra el vientre de la joven, mientras recorrió el lateral del cuello con
su boca, dejando tenues besos en la delicada piel.
El tictac del reloj de pared se dejó oír mientras pasaron unos segundos,
mientras las respiraciones volvían a su ser, mientas el hombre dejó de
acariciar con su boca el cuello femenino, y se incorporó.
Se miraron a los ojos y él volvió a disfrutar del sonrojo de esa carita.

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La levantó sin dejar de mirarla.
Ella iba a coger sus ropas, pero él se lo impidió.
Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y lo deslizó por el vientre,
limpiando los restos de semen.
Cuando acabó, se levantó y la miró a los ojos.
—Cuando pase el tiempo, si tu abuela está mejor, o si por desgraciada
fallece, te estaré esperando. Si quieres volver, dímelo. Y si no es tu deseo,
dímelo también para que no espere por nada.
Se guardó el pañuelo en el bolsillo, se cerró la bragueta, posó un casto
beso sobre su frente y salió del despacho dejándola sola.
Ni un «te quiero».
«No hizo falta», pensó la joven.
Esas palabras pronunciadas después de lo ocurrido entre ellos eran más
que suficientes, pero…

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Capítulo 16

El tiempo pasó y a primeros de septiembre llegó una carta.


Hacía dos semanas que habían enterrado a Gerda, y Sissy, que no quería
dejar sola a Agnes, tenía unas ganas horribles de volver a Escocia, y esa carta
alumbró su camino.
Era una mañana fresca, después de varios días de sofocante calor, cuando
Agnes llegó de la oficina de correos. Sissy estaba terminando de limpiar la
cocina y, al escuchar la puerta, dejó lo que estaba haciendo, se lavó las
manos, las secó en un periquete y salió al salón.
Agnes se quitó la ligera chaqueta, y seguidamente el pequeño sombrerito,
sin dejar de mirar a la joven, ya que, aunque hacía casi dos semanas —dos
días después de enterrar a Gerda— que se había teñido el cabello rubio
platino; todavía le parecía estar con una extraña.
La verdad es que le quedaba muy bien, pues teniendo esa piel blanca y
esos ojos tan extraordinarios, resultaba muy llamativo y parecía una estrella
de cine.
—No me mires así, Agnes. Que parece que estás viendo un bicho raro —
dijo la joven, mostrando esa blanca sonrisa.
—Estás preciosa y lo sabes, pero te has buscado una esclavitud. Si lo
sabré yo, que tengo que teñirme cada tres o cuatro semanas. Y ya se empieza
a mostrar tu color.
Sissy se encogió de hombros de forma despreocupada.
—No pasa nada. Dentro de unos días me daré un retoque y, cuando me
canse, me lo quito.
—¡Ah! Si eso fuese tan fácil. Ya te lo dije, estropearás tu cabello y
tendrás que cortarlo.
—El cabello crece, Agnes. Eso tiene fácil solución.
Se dio una sacudida de manos contra el delantal para quitar la humedad
que aún le quedaba y miró los sobres que había traído.
Agnes también los contempló antes de hablar.

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—Hay carta de Escocia —comunicó con semblante serio y un ligero
suspiro.
Sissy no dijo nada, mientras su corazón palpitó de manera desconcertante.
Esperó.
—Es de mi hermana —amplió, dándole vueltas al sobre—. Vamos a
leerla, Sissy.
Se sentaron en el viejo y confortable sofá, Agnes se colocó las gafas de
leer y abrió la carta con cierta lentitud, algo que puso nerviosa a Sissy, pero se
abstuvo de hacer comentarios.
La suave voz, se escuchó en el pequeño y acogedor salón.
—«Querida hermana, espero que al recibo de estas letras estes bien. Por
aquí… bien, lo que se dice bien…». —Hizo una pausa y siguió leyendo en
voz alta—. «Las cosas se complican por momentos. El señor Murray ha
tenido un accidente de coche y los médicos dicen que tiene una, ¿cómo se
dice?, ¡ah! sí, una conmoción cerebral, y está en coma. Qué palabra más
extraña para decir que está como dormido, que no despierta, que dicen que, en
la Gran Guerra, muchos soldados se quedaron así, y unos murieron y otros
tardaron años en morir, pero no despertaron nunca. Parece ser que los que
despiertan son pocos y no saben lo que pasará con el señor».
Agnes hizo una pausa y miró por encima de las gafas de pasta a Sissy; su
expresión, sus esplendorosos ojos mostrando la sorpresa, el dolor, estaban a la
expectativa.
—Sigue, sigue leyendo, por favor —le apremió con un susurro.
—«El señor Cameron, el primo del señor Murray, ha tomado las riendas
de todo; bueno, de todo lo que le permiten el administrador y los abogados de
la familia. La pobre señorita Lily se cayó por las escaleras y dos días después
murió. Creo que intuyó, o tal vez escuchó algo sobre el accidente, y esa noche
salió de su habitación sin que la doncella se despertara, tal vez para buscar al
señor».
Agnes volvió a hacer una pausa y miró de nuevo a Sissy.
—¡Cuántas desgracias!
Sissy, que parecía haberse quedado sin palabras, afirmó en silencio.
—Sigue, Agnes. Lee hasta el final, por favor —la instó para que volviera
la mirada a la carta y continuara leyendo, pues, si no era así, ella se la quitaría
de las manos.
—Sí, sí —afirmó con vehemencia y llevó la mirada a los renglones
ligeramente torcidos—. «Pero no acaban aquí las malas noticias, pues me han
llegado rumores de que el señor Cameron quiere ingresar al pequeño Dunc en

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un sitio de esos. Sinceramente, no soy la más indicada para hablar del tema,
tal vez sea un sitio para hijos de ricos que tienen deficiencias y están muy
bien atendidos, pero no sé… No me da buena espina. Siento tristeza por ese
pequeño, pensando que pueda acabar en algún lugar lúgubre y sin cariño.
Ojalá y el señor despierte de ese coma, aunque se quede cojo, pues por lo
visto también tiene una pierna rota. La señorita Spencer (la niñera del hijo del
señor Murray) se rompió una pierna, y después de mucha convalecencia
quedó estupendamente. Esperemos que se arregle la fractura y que no se le
infecten las heridas, porque, si no, igual se la tienen que cortar. ¡Cuánto dolor,
Agnes! A mí todo me llega por unos y por otros. Por ejemplo, Alastar, el
mayordomo de la mansión de Moray, me dijo que el señor tuvo el accidente
antes de llegar a Edimburgo y que iba a tomar un avión para ir a Nueva York.
Todos dimos por hecho que iba a buscar a la señorita Frank. Si sigue en tu
casa, o tienes contacto con ella, deberías comunicarle todo lo que te cuento
para que lo sepa, y tal vez, si vuelve a Escocia, pueda hacer algo por el
pequeño; y quién sabe, a lo mejor, si va a ver al señor Murray y le habla,
quién sabe, a lo mejor está dormido, pero escucha lo que le dicen. En fin,
querida Agnes, igual nuestras cartas se cruzan por el camino, pero espero que
Gerda esté mejor y, si no es así, que Dios la tenga en su gloria. Por lo demás,
yo estoy contenta con mi trabajo, siempre y cuando al señor Cameron no le dé
por bajarnos los sueldos… ¡O despedirnos! Cualquiera sabe. Y con relación a
mi vida personal, estoy viendo a un hombre, pero nada importante por el
momento. Ya te iré contando. Recibe un fuerte abrazo de tu hermana que no
te olvida».
Las dos mujeres se miraron sin decir nada.
Fue Agnes la que rompió el silencio.
—Tienes que volver, cariño.
La joven afirmó en silencio, al tiempo que se limpiaba los ojos.
—Sí. No puedo dejar al pequeño Dunc.
—Tal vez, si hablas con el señor Cameron…
—Adam Cameron es el que conocí en el barco —le recordó, pues la había
puesto al corriente de todo lo que le había sucedido.
—Lo sé, cariño. Los hombres… no todos, pero muchos, son de lo peor.
Pero puedes intentar hablar con los abogados de la familia y hacer lo posible
para que no ingresen a ese pequeñín en algún lugar horrible y abandonado de
la mano de Dios.
Sissy deslizó la mirada por el salón, ese salón que habían decorado con
tanto gusto y amor su abuela y la querida Agnes.

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Juntó sus manos como si fuese a rezar y, dándose golpecitos en la barbilla,
se mordió el labio inferior.
—Sí. Tengo que hacer algo, por lo menos intentarlo. No me puedo quedar
de brazos cruzados, no pararía de pensar en ello, no me lo perdonaría nunca.
—Es lo correcto, Sissy.
Cogió las manos de Agnes y sus ojos reflejaron tristeza.
—Me da mucha pena dejarte sola, Agnes.
La aludida le palmeó la mano con cariño.
—No te preocupes por mí. Tengo mi trabajo, mi casa, mis recuerdos, y
pocos, pero buenos amigos. Además, el duelo hay que pasarlo. Ya hemos
hablado de ello, sabes lo que pienso de la muerte, es algo que nos llega a
todos, que tenemos que estar preparados para ello. Me hubiera gustado tener
mucho más tiempo a Gerda conmigo, pero todos tenemos un destino y no hay
más que decir.
Sissy movió la cabeza con energía.
—¿Por qué no te vienes conmigo?
Agnes sonrió con tristeza, al ver ese ímpetu juvenil, esa fuerza
desbordante que tenía la preciosa nieta de su amor.
—No, cariño. No se me ha perdido nada en Escocia. Me gusta vivir aquí,
estoy muy bien aquí y, además, tengo un trabajo, no lo olvides.
—Podrías tomar unas vacaciones y aprovechar para ver a tu hermana. Tú
misma me has dicho más de una vez que llevas sin verla desde que se fue. Y
eso es mucho tiempo.
Agnes acarició la mejilla de la joven.
—No tengo ganas, Sissy. No tengo ganas de viajar y no necesito ver a mi
hermana. Con las cartas nos sobra. Somos muy diferentes y ella es muy
gruñona. Además, toleraba mi relación con Gerda, pero nunca la aprobó.
—¿Lo sabía? —preguntó intentando esconder la curiosidad.
—No por mí. Alguien le fue con el cuento y poco después de eso me
escribió una corta pero concisa carta, explicando todos los males que caerían
sobre mí.
El rostro de Sissy mostró expresión de sorpresa.
—Ya sabes: el demonio, el infierno, el purgatorio…
La joven hizo un gesto, un leve movimiento de cabeza.
—Ya, me imagino.
—Vete a Escocia e intenta hacer algo por ese pequeño.
—De acuerdo. Pero necesito saber que estarás bien —agregó Sissy.

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—Estaré bien. No te preocupes por mí —añadió, mostrando una pequeña
sonrisa.
Se levantó de una y añadió:
—Venga, tienes mucho que preparar. No perdamos tiempo.

Tres días más tarde, volaba a Londres. Hizo noche en la ciudad y a la mañana
siguiente cogió un tren para Edimburgo. Lo primero que hizo fue ir a ver a la
hermana de Agnes, que le dijo en qué hospital estaba el señor Murray y que
todo seguía igual.
Para su sorpresa, le impidieron ver a Duncan.
«Órdenes expresas de la familia», le dijeron en la recepción del hospital.
—¿Qué familia? —preguntó ella.
No añadieron nada más, y con las mismas se fue.
Volvió a la casa de Victoria Street con idea de hablar otra vez con la
gobernanta y, en el momento que su mano iba a tocar el timbre, escuchó una
voz a su espalda.
—¿Me permite, señorita? —preguntó Adam Cameron.
Sissy se volvió y clavó la mirada en esos ojos azules.
Cameron se había quedado con la llave en la mano y, en un principio, no
la reconoció, pues el cabello rubio recogido en un moño bajo que dejaba ver
el sombrero le despistó. Pero, cuando su mirada se posó en los ojos verdes,
tan claros y hermosos como no había visto otros, se quedó sin habla por unos
segundos, por unos instantes.
—¡Vaya, vaya! La señorita Frank ha vuelto a Edimburgo. ¡Qué sorpresa!
—Una vez que el asombro se fue diluyendo, su mente se puso a trabajar,
mientras contemplaba esa cara sin pestañear ni un segundo.
—Así es —añadió, seria, sin mostrar ni un ápice de sonrisa.
El hombre la observó atentamente, desplazando la mirada por la ligera
gabardina que cubría su cuerpo, llegando a unos preciosos zapatos de tacón
rojos tirando a granate.
—¿Y qué haces aquí, si se puede saber? ¿Tanto te gusta Escocia o los
escoceses que no puedes pasar sin verlos? —el sarcasmo era patente, y la
sonrisa de suficiencia también.
La joven no hizo caso, ya sabía cómo era, lo comparaba con una serpiente
venenosa, con la diferencia de que él era peor que cualquier bicho.
—He venido a ver a Duncan Murray.
Adam elevó sus rubias cejas y torció la boca para preguntar:

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—¿Has vuelto de los Estados Unidos para ver a un moribundo?
—Sí.
El hombre hizo un ruidito, chasqueando la lengua, al tiempo que mostró
una sonrisa de labios cerrados.
—Qué detalle por tu parte. Pero no va a poder ser, querida. Las visitas
solo están permitidas a la familia… Y, que yo sepa, tú no eres de la familia.
Sissy se humedeció los labios, que los llevaba pintados de rojo, y Adam
clavó la mirada en esa boca.
—¿Me vas a tener en la puerta? ¿No me invitas a entrar? —preguntó de
una manera seductora, algo que desconcertó al hombre.
Cameron estaba más que sorprendido. No parecía la misma mujer que
conoció en el barco. Sí, eran los mismos ojos, la misma boca, pero ese color
de pelo la hacía mayor, más mundana, más sofisticada; era como si hubiese
perdido esa inocencia, ese punto débil y perturbador.
Antes se excitaba con solo mirarla.
Ahora, quería follarla.
Una y mil veces.
—Por supuesto, querida.
Abrió la puerta y le cedió el paso; al momento, el mayordomo apareció
como por encanto y se encargó del abrigo del hombre y la gabardina de Sissy.
La señora Bowie pronto sería informada.
Pasaron a una sala y Adam dio un repaso a la figura de la mujer. Llevaba
un vestido de seda con la falda plisada y el cuerpo entallado, en tono gris
perla, estampado con pequeñas florecitas rojas. El bolso, los zapatos, guantes
y el delicado sombrero hacían juego con esas minúsculas florecitas.
Estaba elegante y, al mismo tiempo, cautivadora, pues ese vestido se
pegaba a los pechos y remarcaba la pequeña cintura.
Adam le dijo al mayordomo que no les molestaran y, al quedarse solos,
fue a ponerse un trago y, sin preguntar, puso otro para ella. Cuando se lo
ofreció, ella no lo rechazó.
Señaló un coqueto y cómodo sillón para que ella se sentara, él hizo lo
mismo y se acomodó enfrente.
—Bueno, tú dirás qué es lo qué quieres —comenzó, llevando lentamente
el vaso a los labios, humedecerlos con el licor, sin dejar de observarla.
—Me gustaría ver al señor Murray. Ya te lo he dicho.
El hombre mostró una sonrisa, que pareció más una mueca, y dejó el vaso
en la mesita.

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—El señor Murray no puede recibir visitas, querida. Ya te lo he dicho —
repitió, sintiéndose poderoso, sabiendo que era él el que manejaba la
conversación.
—¿Por qué?
Sissy se llevó el vaso a los labios e hizo igual que él, mojárselos, sabiendo
que todos sus gestos eran observados, calibrados…
—No está en condiciones. No sé si sabrás que está en coma. ¿Sabes lo que
es eso?
—Sí. Lo sé.
—Bien. Pues los médicos aconsejan que no reciba visitas. A fin de
cuentas, está… como dormido. Bueno, peor que eso, pues ni siente, ni padece.
Una desgracia, la verdad. Y, seguramente no salga de esta, o tal vez, esté
tiempo indefinido… Según dicen los médicos, quién sabe cómo estará su
cerebro si algún día despierta. Lamentable, la verdad. Eso sin contar con que
tiene una pierna rota y no saben cómo discurrirá todo. Pero es lo que hay —
terminó soltando algo parecido a un suspiro, para añadir, de manera falsa y
satisfactoria…
»Es una pena —susurró, llevándose el vaso a la boca otra vez y
mojándose los labios.
La mirada del hombre la miraba descaradamente.
Ella correspondía del mismo modo.
—¿Te habías hecho ilusiones, querida Cecily?
—No sé de qué me hablas —contestó, inclinando el cuerpo y dejando el
vaso en la mesita de palisandro, muy cerca del vaso de Adam.
—Llegaste a Inglaterra, ya sabemos de qué manera, y acabaste en Escocia
trabajando para mi primo.
—No tenía por qué dar explicaciones. Ni a ti, ni a nadie —replicó muy
ufana.
—En tu caso es mejor no darlas, ciertamente —soltó con aspereza, de
forma petulante y comiéndosela con la mirada.
—¿Vamos a estar hablando de mí? —preguntó la joven, al tiempo que
cruzaba las piernas y provocaba que esa hermosa mirada azul se clavase en
ese movimiento.
—Es un tema muy interesante… hablar de ti. Y más ahora, que vas tan
mundana, tan… sofisticada. Tengo que reconocerlo: me has impresionado,
pareces una estrella de cine —la alabó, mientras su mirada se deslizó por las
esbeltas piernas que lucían el tenue brillo de las medias, y que deseaba tocar,
acariciar, abrir…

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—No sé si lo dices como algo bueno o como una crítica.
«Pero me es indiferente», pensó la joven.
—Bueno, hay estrellas vulgares, otras elegantes, unas que hablan, otras
que están mejor mudas, otras…, mejor no verlas. Por lo poco que te conozco,
creo que te voy a dar el beneficio de la duda.
Se hizo el silencio durante unos segundos, mientras ambos se medían de
diferente forma.
—Quisiera pedirte algo.
Cameron volvió a elevar las cejas.
—Me muero de curiosidad. ¿Qué deseas, preciosa Sissy?
Ella no aguantaba ese tono pretencioso, pero ya sabía cómo era, o creía
saberlo, y algo le decía que podía esperar lo peor de ese hombre.
Que su faceta más oscura aún no se había mostrado.
—¿Puedo ver al pequeño Dunc?
Ante esa pregunta, ante ese tono dulce como la miel, algo oscuro y
perverso se activó en la mente de Cameron.
—¿Qué es lo que quieres, Sissy? Habla claro y podremos negociar.
—Me gustaría estar con el pequeño.
Camerón soltó una pequeña carcajada.
Se pasó la mano por la mandíbula, que siempre llevaba pulcramente
rasurada, sin dejar de mirar a esa mujer.
—¿Has venido hasta aquí para volver a trabajar de niñera? ¿Con ese
aspecto? ¿Hacerte cargo de su educación? No, querida. Creo que estará mejor
en un colegio.
Sissy no perdió tiempo, no quería parecer indecisa, ni frágil.
—¿Sigue la señorita Spencer con el pequeño?
Cameron elevó las cejas, analizando la situación, queriendo saber a dónde
quería llegar y qué beneficio podría sacar de todo esto.
—Por el momento —contestó muy serio.
—¿Eres su tutor?
—Así es. ¿Por qué no hablas claro, señorita Frank? Y te dejas de tanto
interrogatorio.
Sissy no cambió de postura, no dejó de mirar al hombre.
—Me gustaría que no mandaras a Dunc a ningún colegio. Es demasiado
pequeño, y sus condiciones…
La carcajada del hombre llenó la pequeña sala e interrumpió sus palabras.
—¿Quién te has creído que eres? —preguntó de manera hostil.

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Ella movió sus manos y sus delgados dedos, mientras el hombre clavó la
mirada en las uñas pintadas de rojo granate, haciendo juego con su boca, esa
boca…
—No quiero ofenderte, Adam, pero creo que al padre del pequeño no le
gustaría que su hijo acabase en un centro o institución, por muy buena que sea
—Sissy bajo el tono, pues no quería que él se enfadase, que la echase de la
casa como si fuese una intrusa que se ha colado sin permiso.
—Mi primo no está en condiciones de nada, ¿me oyes? De nada. Y yo
tengo que hacer lo posible para que todo siga su curso, para que los negocios
sigan generando dinero. De manera, que el pequeño Dunc no debe ser un
problema para mí. Pero —cogió de nuevo el vaso y lo vació de una para
dejarlo otra vez en la mesita, sobre el posavasos de cuero, para no dañar la
hermosa madera, sin retirar la mirada de ella—, pero, todo es negociable —
dijo alargando las palabras, y entonces mostró una gran sonrisa, enseñando su
blanca dentadura—. Y, si tanto empeño tienes en que mi primito no acabe en
un colegio, o algún otro centro acorde a sus necesidades, dime: ¿qué me
puedes ofrecer?
Sissy ya no era una inocente muchacha y se temía…
—¿Qué me pides? —preguntó sin dudar.
Los ojos azules brillaron de excitación.
La lengua del hombre salió de su cueva para humedecerse los labios y que
ella fuera consciente de ese acto que tanto entrañaba y que nada ocultaba.
—A ti.
Ella había pensado en esa posibilidad, pero al mismo tiempo, también la
descartó, pensando que él sintiera cierta repulsión por su mestizaje.
No tardó en contestar, pues había pensado en todas las posibilidades.
—De acuerdo.
Él no esperó esa contestación tan rápida, esa aceptación. Esperó, tal vez,
un pucherito, un llanto, un ruego lastimoso, pero ese «de acuerdo» lo dejó un
poco desconcertado.
El hombre miró su vaso vacío y deseó que le quedase algo de whisky. Sin
dejar de mirarla, se mantuvo en silencio durante un largo minuto.
Con la mirada clavada en ella, sus pensamientos eran cada vez más
oscuros.
Ya sabía lo que quería de ella.
—No deseo casarme contigo —aclaró, viendo cómo ella se encogía de
hombros.
—Yo tampoco.

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Esas palabras molestaron a Cameron.
—Quiero que cumplas mis deseos.
Sissy, que apenas había bebido el excelente whisky, y el vaso de grueso
cristal tallado se hallaba encima de la mesita que unía o separaba los sillones
donde estaban sentados, cogió el vaso y tomó un pequeño sorbo. Nada de
mojarse los labios.
—¿Y son?
Cameron mostró una sonrisa de suficiencia.
—Deseos sexuales. Por supuesto.
Pensó que pondría mala cara, que diría que no, que se levantaría y se iría
con la música a otra parte.
Pero nada de eso ocurrió.
—¿Y qué garantía tengo de que cumplas nuestro acuerdo?
—Tienes mi palabra. ¿No te vale?
—No lo sé. No me fío de ti.
Cameron hizo una mueca y un «ja» simulado surgió de su garganta.
—Podría decir lo mismo. Nos encontramos en igualdad de pensamiento.
Se hizo el silencio.
Adam sacó un paquete de cigarrillos de la americana y, con parsimonia,
encendió uno.
—Perdona, no te he ofrecido. ¿Fumas?
—No, gracias.
—Esto sería muy sencillo. El pequeño Dunc seguiría en Dubh House al
cuidado de Spencer y, en ese caso, no cerraría la casa y no despediría al resto
del personal. ¿Me comprendes? —Ella afirmó en silencio—. De esa manera,
no solo ayudarías a un pequeño e indefenso niño, sino que también le harías
un gran favor al resto del servicio. Si lo llegan a saber, te estarán eternamente
agradecidos.
—No es necesario que lo sepan.
Antes de añadir nada, Cameron mostró una radiante sonrisa.
—De acuerdo —vocalizó lentamente, mostrando una pequeña sonrisa.
Mantuvieron el pulso visual y Cameron, preguntó.
—¿Cuándo comenzamos?
—¿Podrías ponerme por escrito lo que acabas de decir?
Sissy se mostró fría, como si estuviera en una reunión de negocios, como
había visto más de una vez a su padre, mientras ella se escondía detrás de
algún sillón hasta que era descubierta y tenía que abandonar la estancia.
—¿Para qué?

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—Sería como un contrato privado entre los dos. Es lo más adecuado. ¿No
te parece?
Cameron la miró con suspicacia, pero estaba tan deseoso de tenerla en sus
manos, que no puso objeciones.
—De acuerdo. ¿Dónde te hospedas?
—Cerca —no quiso dar más explicaciones.
—Tal vez deberías quedarte aquí, como mi invitada. Una invitada
especial.
Ella sentía que el círculo se estrechaba, que se había metido en una
situación que tal vez se le escapara de las manos.
—Mañana vendré de nuevo.
—Muy bien. Mañana tendré el contrato.
Ella se iba a levantar, pero la voz del hombre la paralizó.
—Quiero una muestra de tu buen hacer.
Esas palabras desconcertaron a la mujer.
—No te entiendo.
—Yo creo que sí.
Se miraron, se observaron.
Él, con deseo.
Ella, con fiereza contenida.
Escondiendo el asco que le daba ese hombre.
—Desnúdate. Quiero ver lo que me ofreces.
Sissy controló los deseos de mandarlo a paseo.
Pensó en el pequeño Dunc, en los empleados de Dubh House y en el
hombre que ocupaba su pensamiento desde que lo conoció.
—Puede venir alguien —intentó que la voz sonará tímida, incluso
miedosa.
—Tranquila. Cuando ordeno que no se me moleste, no me molestan.
Sissy se levantó y fue desabrochando los pequeños botoncitos que
adornaban el talle del vestido. Los ojos del hombre no perdían detalle, el
pitillo se consumía entre sus dedos.
Al notar el calor, lo aplastó en el cenicero, antes de quemarse los dedos,
sin mirar, pues toda su atención estaba en esa mujer, en esos movimientos, en
esa sensualidad que desprendía, en las ganas que tenía de verla desnuda.
Sissy dejó que el vestido cayera al suelo y mostró una combinación de
seda color champán. La mirada azul la recorrió entera, viendo cómo esa
delicada prenda se pegaba a los pechos tiesos y redondos, cómo resbalaba de
maneral sutil por las caderas, acariciándolas, enmarcándolas…

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Jamás imaginó una escena semejante…
Quién se lo iba a decir cuando un rato antes llegó a la puerta de la casa de
su desgraciado primo.
Sissy dejó caer los tirantes para seguir bajando la prenda y mostrar el
sostén, una faldita pantalón de cintura alta y las medias que se sujetaban con
las ligas a medio muslo.
Ahí se paró.
La voz ronca por el deseo de ver la carne al desnudo, se dejó oír.
—Todo.
Sissy llevó sus manos hacia atrás y desabrochó el sujetador para dejarlo
caer sobre la alfombra que pisaba, siendo consciente de esa mirada lujuriosa,
sintiendo el deseo que invadía al hombre. Sabía que tenía unos pechos
hermosos, firmes, sin que la gravedad los tocara ni un milímetro, tersos y con
pezones más que llamativos, y sabía el efecto que provocaba en los hombres.
Recordaba muy bien, el efecto que provocó en Duncan Murray.
Se bajó esa coqueta faldita que escondía su sexo, su trasero, y mostró un
pubis oscuro, rizado, un triángulo pequeño; no retiró la mirada ni un segundo,
no se mostró tímida, ni débil; al contrario, sus ojos se clavaron en la bragueta
del hombre para comprobar cómo se puso en pleno apogeo.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó desafiante— ¿Es apto para que
mañana tengas el contrato y lo firmemos?
—Date la vuelta —ordenó Cameron, deseoso de verla desde todos los
ángulos.
Ella lo miró fijamente durante unos segundos y lentamente se dio la
vuelta, y así se quedó hasta que él volvió a pronunciar palabra.
Sissy era muy consciente del estado del hombre y, a pesar del
comportamiento que ella estaba teniendo, no se fiaba del que pudiera tener él.
Cameron estaba con los ojos fijos en ese culo redondo, prieto, perfecto, en
consonancia con la larga y tersa espalda…
Se apretó la erección que tenía, provocándose dolor.
—Déjame que te toque —murmuró con deseo.
Ella se volvió, pensando que ese hombre no iba a ser tan idiota como para
violarla en esa sala y que todo los que se encontraban en la casa fueran
testigos de sus gritos. Porque, si algo así ocurría, no solo gritaría como si se
hubiese vuelto loca, sino que pelearía como una fiera y marcaría esa cara de
por vida.
—Déjame que te toque —volvió a repetir, sin ocultar la erección que
abultaba sus pantalones.

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Ella elevó el rostro, adelantando la barbilla.
—No —negó con rotundidad—. Hasta que tenga el contrato en mi poder
—sentenció, mientras comenzó a vestirse.
Cameron se frotó la entrepierna durante unos segundos, en señal de
desprecio, vulgarizando el acto, tratándola como si fuese una cualquiera.
—Vístete —ordenó, como si hubiese sido idea suya. Como si ella no
acabara de ponerse la combinación y, seguidamente, el vestido.
En menos de un minuto, Sissy estaba como cuando entró en la preciosa
sala de recibir.
Todo ese tiempo, él no perdió ni un detalle, con la boca hecha agua y la
polla pidiendo clemencia.
Bueno, todo a su tiempo, ya habría tiempo, para tocarla, para follarla, si
ese era su deseo, pues esto, no había hecho más que comenzar.
Adam tocó el timbre para llamar al servicio y, en cuestión de unos
minutos, Sissy se encontró en la calle, refugiándose en su elegante gabardina,
pues no había llevado paraguas, y escuchando el golpeteo de sus tacones
contra los adoquines mojados, hasta que cuatro minutos después llegó a la
pensión.
Al día siguiente, todo quedó muy claro para ella.
Solo le hizo una petición, que no la llamara por su nombre cuando
estuvieran en esos lugares que pensaba llevarla.
—¿Y cómo quieres que te llame? —Sonrió el hombre, sin dejar de
mirarla.
—Me da igual.
Él pareció pensarlo, sin retirar los ojos de esa cara, mostrando esa sonrisa
petulante.
—¿Sabes que la esposa de Duncan se llamaba Coira? —preguntó,
mostrando esa sonrisa de dientes perfectos, esa sonrisa condescendiente, esa
sonrisa depredadora.
Ella no contestó.
Cameron se acercó a un rincón de sala de recibir y agarró un marco de
plata que permanecía en una zona oscura.
Se lo mostró y Sissy vio el rostro de una mujer rubia de ojos claros, que
mostraba una tímida sonrisa.
—Esta era Coira.
Sissy no dijo nada, simplemente miró la foto y volvió la vista hacia él.
—Duncan mandó quitar todas las fotos de ella después del suicidio, esta
se debió de quedar olvidada; como Duncan no pasaba tiempo en esta

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habitación, no se daría cuenta. —Volvió la mirada a la fotografía—. Era una
auténtica belleza… Una belleza clásica, atractiva, interesante, con mucha
clase.
Sissy siguió en silencio.
—Tu belleza es más… más salvaje, más arrolladora, más impetuosa,
totalmente distinta a la pobre Coira, que en paz descanse. A una mujer como
ella apetecía seducirla, enamorarla, tratarla como si fuese una porcelana china
de inmenso valor, así fue como la trató Duncan. —Hizo una pausa, y continuó
—. A una mujer como tú, desde el primer momento, apetece follarla. ¿Mi
primo ya te folló?
—¿Vas a estar dándome conversación hasta que me duerma de
aburrimiento? —preguntó Sissy.
Cameron apretó los labios y, al momento, mostró una sonrisa.
—Te llamaré Moira, Moira Flanagan. Sí, me gusta —decidió, al tiempo
que dejó de sonreír, pero no retiró la mirada de los ojos verdes.

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TANIA SEXTON (Huesca, España, 1960) María Antonia Ramos Ramos es
una de las autoras de novela romántica más estimulantes y experimentadas de
nuestro país, con más de once obras en su haber.
De origen gallego y nacida en un bonito pueblo del Pirineo Aragonés, Sallent
de Gállego (Huesca). Ahora vive en Albacete. Lleva muchos años en el
mundo de la estética, pero su verdadera pasión es leer y escribir.
Lo que comenzó como un simple hobby, ha acabado demostrándose cómo su
inmenso talento: la escritura.
Las obras de Sexton se caracterizan por narrar adictivas historias de romance,
cargadas de erotismo, intriga y suspense y por tener lugar en diferentes países
y épocas.

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