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Ese Chico - Kim Jones (1) Versión 1
Ese Chico - Kim Jones (1) Versión 1
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Ese chico
Kim Jones
Traducción de Cristina Riera Carro
Contenido
Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Epílogo
Sobre la autora
Página de créditos
Ese chico
ISBN: 978-84-17972-33-2
THEMA: FR
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de
los titulares, con excepción prevista por la ley.
Ese chico
Atractivo, rico, poderoso, enigmático y muy sexy… Jake Swagger es
ese chico
Nunca en la vida habría pensado que estaría corriendo por la acera con una
bolsa de caca de perro calentita en la mano mientras me pisaban los talones
un golden retriever muy lanzado y su dueño, fuera de sí.
La gente de Chicago se toma la mierda demasiado a pecho.
¿Quién demonios tuvo la genial idea de que todo el mundo recogiera el
zurullo caliente de un perro? El parque que hay aquí incluso tiene un
dispensador de esas bolsitas gratuitas con la imagen de un perro que lleva
una bolsita llena de su propia caca en la boca.
En el pueblecito en el que crecí, Mount Olive, en Misisipi, a nadie le
importa dónde caga tu perro. Si por casualidad pisas una mierda, restriegas el
zapato en la hierba hasta que consigues eliminar la mayor parte. Si entras en
una tienda y ves que la gente se pone a olisquear, como si pensara «huele a
mierda de perro», la reacción habitual es que todo el mundo compruebe sus
zapatos. Entonces, es de buena educación que la víctima diga «soy yo». Y
todo el mundo asiente y le indica dónde está la parcela de hierba más
cercana.
Sin embargo, ahora mismo me da la sensación de que estoy a miles de
kilómetros de casa.
Esquivo un parquímetro y casi arrollo a una mujer que lleva un
cochecito.
—¡Lo siento! —Levanto las manos y corro marcha atrás mientras me
disculpo. La mujer me fulmina con la mirada y se agacha para bajar la
cremallera y comprobar que su bebé está bien. Me siento fatal. Hasta que su
chihuahua minúsculo estira el cuello adornado con un pañuelo hacia mí.
«Joder…».
Me cago en Chicago.
Me cago en el perro.
Me cago en la mierda.
Me cago en Luke Duchanan.
Han pasado muchos años desde que hice el ridículo en unos grandes
almacenes y tuve que enrolarme en un curso de control de la ira. Sin
embargo, aún oigo la vocecita del instructor cada vez que me cabreo.
«A ver, Penelope, la única culpable de que estés en esta situación no es
nadie más que tú. Repasemos lo que has hecho para llegar a este punto».
Claro, venga. Repasémoslo.
Luke Duchanan le robó el corazón a mi mejor amiga cuando ella vino a
Chicago en un programa de prácticas de verano. Seis meses después, se lo
rompió cuando ella lo pilló con la polla metida en el culo de otra. Mi amiga
volvió a Misisipi. A mi apartamento. Y he tenido que ver cómo lloraba y
gimoteaba y se tragaba todo mi vino durante estas últimas dos semanas.
Así que cuando me contó que Luke tenía fobia a la caca de perro, supe
qué debía hacer: llegar al límite de la tarjeta de crédito para volar a Chicago
la víspera del peor tormentazo de nieve que ha asolado el estado de Illinois,
poner un poco de caca de perro en una bolsita, prenderle fuego en el porche
de casa de Luke y grabar cómo intentaba apagarla.
Luego, subo el vídeo, se vuelve viral y le arruino la vida a Luke. Hago
que mi mejor amiga, Emily, sonría. Nos vamos a un bar. Se lo explica a un
chico que está más bueno que Luke. Echan un polvo en el aparcamiento.
Emily supera su mal de amores. Y entonces, se muda a otra parte y me deja
vivir en paz, joder ya.
Sencillo, ¿verdad?
Pues no.
¿Por qué?
Porque es complicadísimo encontrar mierda de perro en Chicago,
Illinois.
Así, cuando me he acercado al montón de caca, con el brazo metido en
seis bolsas de plástico gratuitas, el amo del perro me ha preguntado que qué
hacía. Y yo se lo he dicho:
—Mira, hombre, de verdad que necesito la caca del perro, ¿vale?
Pero no creía que me fuera a perseguir por toda la ciudad, y en esas
estamos. Y ni de coña se puede decir que nada de esto sea culpa mía.
«Me cago en el control de la ira».
Los ladridos del perro suben de decibelios. Me arriesgo a volver la vista
atrás y veo que están cerca. Demasiado. Doblo enseguida la esquina a la
izquierda y me meto en una calle todavía más concurrida y llena de coches.
El aire abrasador me da de lleno en la cabeza y me acribillan ráfagas de
viento ártico tan heladas que de verdad que noto cómo la neumonía se
apodera de mis pulmones.
Sin resuello, muerta de frío, con las piernas ardiendo y un dolor en el
pecho, tomo una mala decisión. Abro la puerta trasera de una limusina negra
y me meto en el asiento del pasajero. En cuanto se cierra la puerta, amo y
perro pasan junto al coche. Suelto un suspiro de alivio.
Que dura solo dos segundos.
Estoy en el coche de otra persona.
Todo es de cuero negro lustroso y asientos suaves. Tapicería limpia y
ventanas tintadas. Hay una licorera cara llena de un líquido ambarino. La
mampara de cristal también está tintada. «¿Estará el conductor al otro
lado?». Pues claro.
—¿Señorita Sims? —La voz retumba por los altavoces y me deja
petrificada—. El señor Swagger me ha pedido que la lleve de vuelta a su
apartamento una vez haya terminado de comprar. ¿Le gustaría volver ya?
¿Señor Swagger? ¿En serio se llama Señor Arrogante?
Clavo los ojos en el interfono. Luego miro a la puerta. Luego al
interfono.
—Sí, por favor.
«¿Por qué demonios he dicho eso? ¿Y encima poniendo acento? Si no
soy de otro país. No estoy segura ni de dónde era el acento que he puesto.
Siempre me lío…».
—De acuerdo, señorita. Enseguida llegaremos.
El coche se incorpora a la carretera y me da un ataque que me dura tres
segundos:
«¿Qué acabo de hacer?».
«Soy idiota».
«Qué calentita se está en este coche».
«No me vendría mal beber algo».
A la mierda.
La bolsita de caca de perro está en el suelo y me agacho entre bamboleos
en los asientos que tengo enfrente. La licorera pesa y me cuesta agarrarla.
Me la meto entre las piernas y tiro con fuerza del corcho. Cuando la succión
cede, se me escapa la mano y me doy un manotazo en la cara.
—¡Joder! —Me aclaro la garganta—. ¡Joder! —Repito, intentando poner
el mismo acento que antes.
El whisky es tan fuerte que me escuecen los pelillos de la nariz cuando lo
olisqueo con ganas. No estoy segura de si es buena o mala idea, pero me
sirvo un vaso. O un dedo. Como sea que lo llamen. Me planteo añadirle
hielo, sin saber cómo se supone que debería servirse.
«Ojalá hubiera cerveza».
Esta gasolina, que hay quien la llama licor, me quema de pies a cabeza.
Pero tiene un sabor agradable y ahumado que perdura en la lengua. Muerta
de ganas de dar el siguiente sorbo, me termino el vaso y, cuando se vacía, ya
noto una sensación cálida que me invade el cuerpo entero. Y también me
siento un poco más segura de las malas decisiones que me han llevado hasta
aquí.
A ver, ¿qué es lo peor que puede pasar? Voy en un coche. No hay
ninguna ley que impida subirse a un coche para escapar de un frío que pela.
Si me pillan, pondré una carita triste y les diré que soy pobre.
Y no es mentira.
Soy pobre.
Razón de más por la que he hecho este viaje, aunque nunca lo admitiré
ante Emily.
Además de mi plan de búsqueda y captura, espero encontrar mi musa
perfecta para escribir al fin esa novela erótica y romántica que hace meses
que tengo en la cabeza. La típica novela romántica con un protagonista al
que he bautizado como ese chico.
Ya sabes, el típico director ejecutivo, poderoso y muy rico que además es
sexy a rabiar. Vive en un ático de lujo. Es sensacional en la cama. Tiene
chófer. La polla grande. Es un tanto imbécil, pero en realidad no lo es porque
esconde un secreto inconfesable que descubres pasada la mitad de la novela,
algo que explica todos sus demonios del pasado y revela por qué es como es
y así, se redime por completo y hace que todos los lectores que lo detestaban
lo adoren.
El coche se detiene.
—¿Señorita Sims? —Se oye por el interfono—. ¿Le gustaría que la
acompañara arriba?
—N… no. No será necesario.
«¿Por qué sigo poniéndole acento?».
—Si no se siente cómoda con el conserje…
—No me importa el conserje. Gracias.
En ese momento, la puerta se abre y me encuentro con una mano
enguantada. Acepto la mano que se me ofrece, agarro la bolsita de caca y
salgo del coche.
La repentina ráfaga de viento glacial hace que se me salten las lágrimas.
Me duelen los dedos y echo un vistazo de reojo al hombre que tengo al lado.
Me brinda una sonrisa educada y asiente. Levanto la vista, cada vez más
arriba, para contemplar el enorme edificio y lo vuelvo a mirar.
—¿Qué tipo de edificios tienen conserje? —El viento se lleva mi voz
cuando el hombre me conduce hasta el vestíbulo. Me detengo al otro lado de
la puerta y observo. La nieve y el hielo que hay en mis destrozadas Uggs se
están deshaciendo sobre la alfombra oscura mientras asimilo dónde estoy.
Con la mandíbula colgando como si fuera idiota, recorro con los ojos la
entrada y toda su opulencia.
Los muebles lisos de color crema están colocados en un semicírculo
alrededor de una chimenea de piedra gris que se alarga hasta el extremo del
alto techo. Las llamas anaranjadas y rojas dentro del hogar bailan y oscilan
acompañadas de la tenue música clásica que envuelve la estancia. Me entran
ganas de meter las manos y el culo, que los tengo helados, en el fuego, y
luego tumbarme despatarrada como un gato sobre la alfombra gruesa que
hay delante.
—Por aquí, señorita Sims.
Sigo al hombre por la estancia. Las botas chirrían sobre el suelo de
mármol y voy dejando una estela de agua sucia. Giro la cabeza a ambos
lados y la levanto para contemplar el techo. Todo es de cristal y dorado,
acentuado con toques de amarillo y gris. Desde los jarrones hasta las
lámparas colgadas, las esculturas y los cuadros, todo irradia una
magnificencia superior a cualquier cosa que una chica de pueblo como yo
haya visto nunca.
—Si necesita cualquier cosa, no dude en llamarme. —Alfred (juro que
eso es lo que pone en su placa) se detiene delante de una enorme puerta de
ascensor. El color sólido y apagado contrasta soberanamente con las demás
cuatro puertas de ascensor, que son de cristal con efecto espejo tintado
dorado. Cuando el hombre pasa una tarjeta por un lector pequeño y negro
que hay junto a la puerta con una gran Á inscrita, aprovecho para mirarme en
uno de los espejos.
El cabello rizado y castaño me brota de la cabeza como si llevara ramitas
rotas y me cae por los hombros hasta media espalda. Mi chaqueta
«impermeable» que sirve para todo en Misisipi no es más que un simple
chubasquero en Chicago. Y mis tejanos, que parecían tan modernos, ahora
me cuelgan empapados y pesados de la cadera. Están tan estirados y
holgados de llevarlos tantas horas que cualquiera pensaría que una nidada de
codornices me acaba de salir volando del culo de los pantalones.
Las puertas del ascensor se abren suavemente y Alfred me indica con un
gesto que entre. Vuelvo a la realidad.
—Alfred… —Alargo la mano y lo agarro del brazo.
Las comisuras de los labios se contraen en una mueca y abre mucho los
ojos.
—Tengo que confesar algo.
Me da unas palmaditas en la mano y su preocupación desaparece y da
paso a una sonrisa cálida.
—No diga más. Ya lo sé.
—¿De verdad?
—Por supuesto. Y no se preocupe… señorita Sims. —Se inclina hacia
delante y susurra—: Su secreto está a salvo conmigo. —Se yergue y me
guiña el ojo—. El señor Swagger no volverá hasta mañana al mediodía.
Tiene la casa para usted. Disfrute.
«¿Puede haberse enterado de que no soy la señorita Sims?».
«¿Suele dejar que desconocidos entren en casa de este hombre sin
preguntar?».
«¿Qué tipo de persona es este tal Alfred?».
Entro en el ascensor. Las puertas se cierran y sube disparado hasta la
cima del edificio a tal velocidad que tengo que apoyarme en la barandilla
para no caerme.
Detesto los ascensores. Tiene un no sé qué aterrador estar en un espacio
cerrado, colgando sobre el suelo en una caja de metal suspendida en el aire
solo mediante cables y poleas… ¿y si se va la luz?
Engancho la nariz a la pared. Cierro los ojos y me agarro fuerte mientras
tarareo mi canción favorita para evitar desmayarme. Por fin, se oye el ¡din!
informativo y las puertas se abren. Salgo a un vestíbulo pequeño con una
mesa decorada con el jarrón más grandioso que he visto en la vida. Hay una
puerta de madera maciza con un pomo dorado y brillante detrás de la mesa.
Sin la presión de un chófer ni de un conserje ni de un amo con su perro,
tengo tiempo de pararme a pensar en todo este marrón.
Si abro la puerta, podría acabar en prisión. Y aunque sé que la cárcel
también es una probabilidad si Luke Duchanan me pilla en su propiedad, la
invasión de la propiedad privada no es tan grave como un delito de
allanamiento de morada.
Llamo a Emily.
—¿Sí?
Joder. No suena nada bien.
—Hola, Em. ¿Cómo lo llevas?
Sorbe por la nariz varias veces y oigo un ruido que podría ser el de un
portátil que se cierra.
—Luke acaba de colgar un foto en la que sale con su nueva putilla en
Facebook.
—¿Sí? Bueno, pues es fea.
—No, no lo es.
—¿Quieres que le pegue un puñetazo? ¿Que la vuelva fea?
Emily suspira y se suena los mocos.
—No. Están en una cita. Parece que nuestra broma no va a funcionar.
Seguramente estarán fuera toda la noche. —Se le rompe la voz en la última
palabra.
—Puedo hacerlo mañana también. —Mi tono esperanzador no ayuda a
calmarla. Quiere que lo deje estar. Que vuelva a casa para que podamos
beber vino y comer chocolate. Pero no me puedo ir. Mi curiosidad me exige
que descubra qué hay al otro lado de la puerta. La investigación me lo pide.
Dios Nuestro Señor me lo pide.
Clavo los ojos en el pomo dorado de la puerta. Refulge como la aureola
de un ángel.
Este tipo de cosas no ocurren sin un poco de intervención divina. Quizá
este es su plan para mí. Quizá el perro estaba en ese parque por una razón.
Quizá el amo era un ángel que me ha perseguido hasta llegar al lugar donde
yo debía estar. ¿Ese coche? No estaba esperando a la señorita Sims. Me
estaba esperando a mí. ¿Alfred? También podría ser un ángel. ¿Y si el señor
Swagger es ese chico?
De pronto lo entiendo todo.
He recibido un regalo del cielo.
Se lo explicaría a Emily, pero no lo entendería. Me diría que no puedo
seguir dejándome llevar por la imaginación. «¿Por qué la he llamado
siquiera?». Está demasiado susceptible como para ser de ayuda.
He tomado una decisión.
—Tengo que colgar, Em. Estoy en mi habitación.
—¿Tienes una habitación? ¿Desde cuándo? ¿Por qué? ¿Cómo?
Pongo los ojos en blanco al oír estas preguntas.
A Emily le gusta ceñirse al plan. Es una de esas personas que usa el
calendario. Nunca se desvía de lo que tiene apuntado. Si Jesús se le aparece
el mismo jueves que tiene cita en el dentista, no tengo la menor duda de que
le dirá que deberá esperarse: «Lo siento, Jesús. No estás apuntado en el
calendario».
Yo no tengo calendario. Mis planes cambian en función de las
circunstancias. Se supone que tengo que esperar a mi vuelo en un aeropuerto
lleno de gente. Pero la Fortuna ha decidido que me quede en un apartamento
de lujo. Las circunstancias han cambiado a mi favor y me niego a ignorarlas
y negarme esta oportunidad.
—Penelope…
—¿Qué?
—No puedes permitirte una habitación.
—Claro que sí.
—¿Cómo?
—He hecho una llamada y he aumentado el límite de la tarjeta. —Qué
mentirosa. Pero la verdad conllevaría preguntas que no quiero responder. Y
eso, a su vez, comportaría más mentiras.
—Pero… ¿cómo?
—No cuestiones lo inexplicable, Em. Acéptalo, ¿vale? Tengo que hacer
el check-in. Te llamo mañana. Que den por culo a Luke Duchanan.
Se produce una pausa y luego suspira.
—Que den por culo a Luke Duchanan.
Cuelgo.
Coloco la mano en la puerta.
Elevo al cielo una plegaria de agradecimiento, una disculpa por todo lo
malo que he hecho y la promesa de no soltar tantas palabrotas en el futuro
como muestra de agradecimiento por lo que estoy a punto de recibir.
Entonces, giro el pomo y entro.
—Me cago en la puta.
Capítulo 2
Te podría decir que solo de verlo se me han puesto los pezones duros.
Se me han contraído los muslos.
El corazón se me ha partido.
Y ahí abajo estoy empapada.
Sin embargo, no hay ninguna necesidad.
Porque en cuanto ves a este hombre, te pasa lo mismo seguro.
«Ahora es cuando suena una música de retirada». Quizá algo de The
Weekend. O la banda sonora de Tiburón.
Y aquí, con un metro ochenta y ocho centímetros, ciento cuatro kilos,
vestido con traje de Armani y una mirada que me mataría si fuera letal,
tenemos a…
«Mierda».
—¿Eres el señor Swagger?
Se pone las manos en las caderas.
—Sí. Soy Jake Swagger. ¿Quién cojones eres tú? ¿Y qué demonios haces
en mi casa?
—Un momentito. —Levanto el dedo y me dejo caer de nuevo en el sofá,
sin aliento.
«Jake, Jake Swagger».
Más sexy ya no puede ser.
—¿Perdona? —«La madre, si es que es incluso más sexy cuando está
confundido».
—Solo… Solo necesito un momentito para la cabeza. Es algo que
hacemos los escritores. No lo entenderías.
Hago caso omiso de su incredulidad. Paso por alto su enfado. Ignoro toda
lógica. ¿Cómo no lo iba a hacer en un momento así?
Ante mí se alza un hombre con el pelo despeinado y del color del carbón.
Ya sabes, de ese tipo de pelo por el que se pasa la mano. El tipo de pelo que
agarras con fuerza cuando él te chupa ahí abajo.
Sus mandíbulas tienen todas esas características para las que los
escritores usan expresiones como marcadas, fuertes, cuadradas, salpicadas
de pelos como si llevara una barba de tres días, para describirlas.
Tiene los mismos labios que Tom Hardy.
Tiene una nariz indescriptible porque ¿cómo diantres se describe una
nariz sexy?
¿Y esos ojos? Azules como el océano, tal vez. No los veo bien. Y los
tiene entrecerrados debido a… ¿La curiosidad? ¿El deseo? Seguramente sea
la ira…
Bajo los ojos. Me fijo en el hoyuelo que tiene en la barbilla. Sigo por la
nuez, que sobresale levemente cuando traga. Sigo por el poco pecho que
queda al descubierto en la abertura del cuello de la camisa blanca.
El traje oscuro le abraza los largos brazos. Resigo con los ojos sus
hombros hasta las muñecas. «Qué cabrón, lleva gemelos». Y un cinturón.
Por encima, se adivina una barriga plana y musculosa. Por debajo, se adivina
un buen paquete.
Tiene las piernas largas.
Los muslos definidos.
Las zapatos brillantes.
Te lo puedes imaginar. Pero, por si acaso, te diré que Jake Swagger está
buenísimo de cojones.
Y cabreado de lo lindo.
—¿Quién coño eres?
Me saco la tontería de encima y me pongo de pie enseguida. La caja de
pizza a medias me resbala del regazo y cae al suelo boca arriba, junto a las
servilletas sucias y la botella de dos litros de Dr. Pepper.
Estoy de pie ante él y un escalofrío de miedo ante la ira silenciosa que
irradia me recorre la columna. Quiero desaparecer dentro de mi cerebro de
escritora. Salir corriendo de la realidad y construir el mundo de ficción
perfecto en el que se convierte en ese chico y yo, en la protagonista de su
vida. Pero es imposible escapar de su escrutinio.
Vestida solo con su camisa, puede verme las piernas enteras. La
clavícula. La parte superior de los pechos. Y Jake Swagger no se limita a
pasar los ojos por encima de mi cuerpo. Repasa con fruición cada centímetro
de piel desnuda. Puede que esté enfadado, pero no hay ninguna duda de que
es un hombre a quien le gusta lo que ve.
Como debería ser.
Me he estado matando en el gimnasio. Ya era hora que alguien lo
apreciara. ¿Y quién mejor para hacerlo que ese chico?
Centra su atención en mi rostro.
—¿Te conozco? —Trata de evocarme en algún recuerdo. Como si me
hubiera visto antes. «Solo puede haber una explicación razonable».
—Quizá me conoces de Para siempre tuya. Es un libro que escribí hace
años. Se podría decir que soy una autora conocida. A ver, no he escrito nada
desde hace un tiempo, pero todavía tengo fans y un montón de seguidores en
las redes sociales. Y grabé un podcast también. Allá por 2014.
—No, no te conozco. ¿Llevas mi camisa?
Miro con una mueca la salsa de pizza que mancha su camisa. Me chupo
el dedo y restriego la mancha. «Me cago en la película de terror, que me ha
hecho tirarlo todo».
Mientras estoy frotando, ese chico gira sobre los talones y desaparece por
las escaleras sin mediar palabra.
Miro a la puerta principal, que está abierta de par en par. Sería el
momento perfecto para salir corriendo. Pero, en realidad, me muero por
olerlo y ver si puedo descubrir a qué huele. Mi investigación ya ha llegado
hasta aquí. No tiene sentido abandonar ahora. Además, si realmente es ese
chico, le daré lástima y nos enamoraremos perdidamente antes de que pueda
enterarse de todo lo que he hecho.
He doblado la manta y la estoy colocando sobre el respaldo del sofá
cuando baja las escaleras.
—¿Has revisado mi casa entera?
—¿Qué? —Suelto una risa por la nariz, algo que siempre hago cuando
necesito ganar tiempo para pensar una respuesta—. Em… No. —Me enrollo
los dedos con el dobladillo de la camisa y evito mirarlo a los ojos—. A ver,
quiero decir, no mucho. Una cosa… —Inclino la cabeza y me encuentro con
su mirada—. ¿Qué hay detrás de esa puerta cerrada? ¿Eres un dominante?
No lo admite, pero cuando se pone derecho y deja caer las manos de las
caderas para apretarlas en un puño a ambos lados del cuerpo, lo sé.
Y me muero de la excitación.
—¿Cómo has entrado en mi casa? —No es una pregunta. Lo dice de un
modo con el que me informa de que me estrangularía hasta matarme si no se
lo digo.
—Bueno, todo ha empezado cuando me he metido sin querer en el coche
equivocado.
—¡Me cago en la puta!
Explota y me quedo quieta en silencio mientras él saca el móvil. Se pone
a chillarle a alguien que suba ahora mismo, cuelga y llama a otra persona.
Debe de saltarle el contestador, porque le dice que lo llame.
Se mete el teléfono en el bolsillo y entonces se fija en la bolsita.
La que he dejado en la barra.
Va a agarrarla.
—Yo de ti no…
Me lanza una mirada que dice «cállate la boca». Creo que tiene los ojos
más bien gris oscuro. O verdes. Debería acercarme más. O mantener las
distancias, puesto que ahora mismo está agarrando la bolsita.
Y se la acerca a la cara.
La huele…
—¿Es…?
—Es caca de perro.
Suelta la bolsita como si fuera veneno. Recobra la compostura, se aclara
la garganta y se limpia las manos en un paño que saca de un cajón.
—¿Hay alguna razón por la que tengas una bolsa de mierda de perro en
mi barra? ¿La barra donde como, joder?
—Uau —suspiro mientras sacudo la cabeza, maravillada—. Tienes una
voz preciosa, de verdad. Muy controlada y grave. Deberías ser locutor.
—¿Por qué cojones has puesto una bolsa de mierda en mi barra? ¿Estás
mal de la cabeza o qué?
«Pues vaya con el control».
—Eh, chaval. —Levanto las manos—. Solo es caca de perro. No tienes
que ser tan imbécil. Hay quien recorrería todo Chicago en plena tormenta de
nieve por esa misma bolsa de caca de perro.
Puede que vuelva a explotar.
¿Sabes cómo en las novelas románticas la protagonista siempre «sabe»
que el protagonista nunca le haría daño? ¿Como si pudiera percibirlo o algo
parecido? Pues lo estoy buscando en este hombre. Y no estoy nada segura de
que lo perciba.
La puerta se abre y los dos nos volvemos para descubrir a un hombre de
mediana edad con un traje y un sombrero como los que llevan los chóferes
de limusina.
—¿Quería verme, señor Swagger?
«Señor Arrogante». De verdad que el nombre le viene que ni pintado.
Extiende un dedo largo, con la uña arreglada y posiblemente muy diestro,
y me señala.
—Ross, ¿quién demonios es esta?
Ross me mira y vuelve a mirar al señor Swagger.
—¿La señorita Sims, señor?
—¿De veras crees que esta «pueblerina cateta, palurda y provinciana»
podría ser la señorita Sims? No se parece a la señorita Sims. No habla como
la señorita Sims.
Me ofendería su intento de sonar como una pueblerina cateta, palurda y
provinciana si no hiciera tanta gracia. O si no me sintiera obligada a defender
a Ross, quien ahora sé que es el chófer.
—No me ha visto. Y le he hablado con acento. —Ambos me miran—.
Bueno, a ver, las probabilidades de haber acertado su acento son ínfimas. Y
ni siquiera soy buena imitando acentos. No sé ni cuál he puesto. Por cierto,
¿quién es esa tal señorita Sims? Quiero decir, ¿no tiene otro nombre?
Me miran como si yo fuera la chiflada cuando Alfred entra en la estancia.
—Señor Swagger, le aseguro que se trata de un terrible malentendido. —
Alfred me fulmina con la mirada. La decepción que veo reflejada en sus ojos
me hace sentir culpable de verdad por primera vez desde que he llegado aquí
—. Nunca he visto a la señorita Sims. —«Pero ¿qué puñetas? ¿En serio nadie
sabe cómo es esa mujer?»—. Cuando el coche ha llegado, he supuesto que la
señorita que había dentro era ella. Y ha tratado de…
—He tratado de convencerlo para que me diera la llave, pero no lo ha
hecho —tercio. Si mis suposiciones sobre que Jake es ese chico son
correctas, también es el típico imbécil que va a despedir a Alfred. Claro que
lo volverá a contratar cuando descubra que se ha equivocado y que Alfred
solo ha hecho su trabajo. Pero no quiero que este señor mayor se quede sin
trabajo hasta que Jake entre en razón.
—Fuera de mi casa. Ahora mismo.
Los hombres me dirigen una mirada fría. Parecen enfadados. Conmigo.
Con la persona que les acaba de salvar el culo.
Yo también me tendría que ir. Pero necesito la bolsita de caca que reposa
a los pies de Jake. Avanzo para agarrarla y me hace parar en seco levantando
un dedo.
—Tú no. Tú no te vas hasta que no sepa exactamente qué ha ocurrido.
—Vale, pero primero tienes que dejar de hablar en este tono. De verdad,
es que…
—Que te expliques —me espeta.
Su tono me intimida.
—¡De acuerdo! Vale… Bueno, pues mi mejor amiga estaba haciendo
unas prácticas aquí. Conoció a un chico y salieron juntos durante todo el
verano y cuando se acabaron las prácticas, ella volvió a casa, pero
mantuvieron la relación a distancia. Pero todos sabemos que eso nunca sale
bien. —Hago una pausa para que asienta o algo. Sin embargo, se muestra
impertérrito.
Me aclaro la garganta.
—Vino a verle y descubrió que la estaba engañando con una chavala que
él había tenido en Chicago durante toda la relación. Así que como soy muy
buena amiga, he venido a vengarme de su pobre corazón roto.
Señalo la bolsita que hay en el suelo.
—He robado esta caca de perro para poder prenderle fuego delante de su
casa. Porque, verás, resulta que él tiene una fobia muy rara, a la caca de
perros. Sea como sea, el perro y su amo me han perseguido por toda la
ciudad. Y cuando he torcido la esquina y he visto el coche ahí aparcado,
esperando, me he metido dentro para esconderme. Estaba a punto de bajar,
pero entonces Ross le ha ofrecido a la misteriosa señorita Sims que nadie ha
visto traerla hasta aquí y he aceptado, porque necesitaba alejarme de ese tipo
chiflado y de su perro tanto como pudiera.
»Cuando he llegado aquí, me iba a marchar. Pero es que justo estoy
escribiendo un libro sobre un ejecutivo millonario que tiene un apartamento
como este. Me está costando mucho encontrar la inspiración y… ¡Es que
mira qué casa! ¿Has visto qué ventanales?
Señalo los ventanales y Jake Swagger se limita a observarme con esa
mirada, ya sabes cuál.
—Eh, vale, bueno, sí, claro que los has visto. Bueno, ¿puedes culparme
por quedarme aquí para investigar? Creo que no. Sobre todo porque me iba a
marchar antes de que volvieras, que se suponía que tenía que ser mañana al
mediodía. Pero has vuelto antes de tiempo. Así que me temo que si todo esto
es culpa de alguien, es tuya, señor Swagger.
Me mira de hito en hito. Un tanto atónito, creo. No soy buena
interpretando las reacciones de la gente. Pero le tiembla la mandíbula. Y
tiene el cuello rojo. Le ha aparecido una venita en la frente, justo encima del
ojo derecho.
Vale. Quizá no está sorprendido. Quizá está furioso.
—Vete.
¿No es extraño que tenga una voz tan tranquila cuando está temblando
literalmente de la rabia?
O del deseo.
No, qué va. Es rabia.
—¿Sabes? No me importaría quedarme a cenar —me ofrezco, aunque
son las tres de la madrugada.
Se pone rígido. Me mira boquiabierto, como si estuviera loca. No lo
estoy, de verdad. Solo soy oportunista. Hablando de oportunidades, he
conseguido acercarme unos pasos a él con la esperanza de descubrir de qué
color tiene los ojos. Ahora que estoy a un metro o así, veo que sus ojos son
de un gris verde azulado.
—Tienes suerte de que no llame a la policía.
Escucho en silencio cómo se pone a despotricar mientras inspiro
profundamente para olerlo. En las novelas parece tan fácil. Es mentira. A
poco más de medio metro, no huelo nada.
Doy un paso más. Él se aleja otro.
—¿Qué haces?
—Me encantaría decírtelo, pero casi que mejor que no. Estoy segura de
que te pondrías como loco, porque eres ese chico, ¿sabes?
—¿Ese chico?
—¡Sí, hombre, ese chico! —Lo señalo. Él en todo su esplendor. Justo
como lo describen en los libros. E intimida que te cagas. Incluso tiene el pelo
como toca. La postura. La altura. La anchura. La amplitud de la espalda. Es
tan perfecto. Como si acabara de salir de una de esas…
—Sal de mi casa. Y asegúrate de que no te vuelva a ver jamás.
Regreso a la realidad con ese gruñido enfadado y asiento rápidamente.
—Lo entiendo, de verdad. ¿Y si te doy un abrazo? —«Así seguro que lo
huelo», ¿sabes? Para mi investigación. Quizá sea la única oportunidad que
tengo.
Con los brazos abiertos, doy otro paso hacia adelante. Él retrocede otro.
—¡Que salgas de mi casa, joder! —«¡Pero qué genio!».
—Por Dios. Vale. —«Y cómo me pone. Puaj. ¿Por qué me gustan los
tipos difíciles?».
—¡Y llévate tu caca de perro!
—¡Eso hago! —Le dirijo una mirada asesina y agarro la bolsa de caca de
perro.
Me alejo pisando fuerte. Descalza. Medio desnuda. Cachonda…
Mi mala cara se convierte en una mueca. Abro los ojos, hago que me
tiemble el labio y le ofrezco mi mejor cara de pena.
—¿Señor Swagger? —«Uau. Incluso me tiembla la voz. Pero qué buena
soy…»—. ¿Le importa si uso su secadora? Se me han mojado los tejanos
y…
Se acerca a mí con una intención clara. «¿Matarme?». Me niego a
arriesgar la vida por olerlo, así que salto por encima del sofá y salgo
corriendo hacia la puerta sin olvidarme de recoger mi ropa con las prisas.
Durante unos segundos, incluso me planteo fingir que me caigo solo para
ver si me ayudaría a levantarme. Lo descarto en cuanto me tiene a su
alcance.
—¡Espera! ¡El móvil! —grito, antes de que cierre de un portazo.
Él agarra mi móvil de la mesa a toda velocidad y me lo tira. Manoseo con
torpeza las botas y la chaqueta y me lanzo para alcanzar el cacharro. Lo
atrapo al vuelo porque soy una ninja, pero eso no quita que me cabree.
—¡De verdad que eres un imbécil!
Cierra de un portazo sin molestarse siquiera en mirarme a los ojos porque
está concentrado en su móvil. Lanzo las botas contra la puerta y me invade
cierta satisfacción al ver el barro seco que se esparce por doquier con el
golpe.
Observo la puerta mientras me pongo los tejanos mojados como puedo y
me calzo las botas húmedas. Solo debería llevarme unos segundos, pero lo
alargo. Una parte de mí espera que abra la puerta para ver si aún sigo aquí.
Incluso aunque lo haga para pegarme gritos, no me importaría volver a ver su
rostro una última vez antes de irme. Tal vez incluso podría sacarle una foto.
La puerta no se abre en ningún momento. Decepcionada, pero sin
sorprenderme, me meto en el ascensor y acerco la nariz a la esquina. Trato de
no pensar demasiado en lo que pasaría si los frenos de este trasto fallaran y
me centro en lo afortunada que soy.
No ha llamado a la policía.
Ha dejado que me vaya.
¿Qué habría pasado si yo hubiese vuelto a casa y me hubiese encontrado
con alguien en mi apartamento? Me habría dado un ataque. A menos, claro
está, que el intruso fuera alguien con el aspecto de Jake Swagger. Entonces,
lo habría obligado a acostarse conmigo a cambio de no llamar a la policía.
En el momento en que salgo como puedo de esa trampa mortal, me
recibe un Alfred que todavía está cabreado. Me mira con desdén y tengo que
morderme la mejilla para no decirle lo feo que es.
—El señor Swagger quiere que abandone el edificio enseguida. Así que
en vez de esperar un taxi, ha ordenado a Ross que la lleve a su hotel.
El enfado de Alfred me hace sentir como una mierda. Podría haber
perdido el trabajo por mi culpa. Todavía podría sufrir las consecuencias de
algo que he hecho yo.
—Lo siento mucho, Alfred. De verdad. No quería causarle problemas a
nadie.
Se le ablanda la mirada un poquitín. No demasiado, pero algo es algo.
Asiente una vez y gira sobre los talones. Lo sigo hasta el vestíbulo. Al otro
lado del cristal que se extiende por la fachada del edificio, todo es de color
blanco. La nieve sigue cayendo en diagonal y a montones.
«Vaya, así que esto es una tormenta de nieve».
Cualquier otra mujer quizá se pondría a llorar si estuviera en mi
situación.
Pero yo no lloro.
Nunca.
¿Estoy desanimada? ¿Me siento un tanto derrotada?
Sí.
Pero se necesita mucho más que un montón de nieve y un imbécil
buenorro para hacerme llorar.
Alfred me mira por encima del hombro. Su desaprobación es patente.
Desaparece por una puerta y regresa con un sombrero y una chaqueta.
—No es la última moda, pero es mejor que lo que tiene.
Acepto las prendas que me ofrece sin mirarlas mientras él descuelga el
teléfono que hay junto al estrado.
—¿Cómo se llama su hotel?
—No tengo hotel. Mi avión despega en tres horas.
Asiente.
—Ross, ¿te importaría llevar a… la señorita al aeropuerto, por favor? Sí.
De acuerdo. Gracias.
—No voy a ir al aeropuerto, Alfred.
De nuevo, me mira con aire de desaprobación. Pero su enfado se ha
disipado.
—¿No? Pues no le queda mucho tiempo para hacer otras cosas.
—Me da igual. Vine a Chicago por algo y es lo que pienso hacer.
—¿De verdad? ¿A qué vino?
Levanto la bolsita que llevo en la mano.
—A prenderle fuego a la caca.
Capítulo 4
Mi madre pasa por las cinco etapas del duelo cada vez que hablo con ella.
Primera etapa: negación.
—No puede ser que me estés llamando desde un ático de lujo en Chicago
para pedirme dinero y que puedas volver a casa. ¿De verdad, Penelope?
¿Cómo has llegado a este punto?
Segunda etapa: ira.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no te metas en los asuntos de los
demás, eh? ¿Ahora qué vas a hacer si Emily vuelve con este chico y se
acaban casando? No solo has quemado una bolsa de caca de perro, jovencita.
Has eliminado por completo cualquier posible futuro de tu mejor amiga con
su potencial marido.
Tercera etapa: negociación.
—Te mandaré el dinero para que vuelvas a casa solo si me prometes que
pararás de hacer todas estas trastadas.
Cuarta etapa: depresión.
—¿Tienes idea de lo que me pasaría si te ocurriera algo? Ya estoy
comiendo Oreos de la ansiedad mientras hablo contigo. Estaré tan gorda
como una casa para cuando vuelvas.
Quinta etapa: aceptación.
—Me alegro de que estés bien. Eso es lo único que importa.
Cuando cuelgo, tengo una sonrisa en los labios. La preocupación de mi
madre suele tener ese efecto. Es agradable que alguien se preocupe por ti.
Quizá este es el problema que tiene Jake. No le dieron el amor suficiente
cuando era pequeño. No me voy a morir si soy un poco más empática. Al fin
y al cabo, desde que lo conozco, solo le he traído problemas.
«Uf. ¿Por qué hablar con mi madre siempre me hace ser más
comprensiva?».
«¿Y por qué Jake no puede parecérsele un poco más y quererme
incondicionalmente a pesar de todos los defectos que tengo?».
Como no lo hace, me aseguro de dejar un montón de huellas por toda la
madera pulida del escritorio. Y como soy depravada e infantil, me levanto la
toalla y meneo el culo desnudo sobre su silla.
Regreso al salón más animada. Me siento mejor. Pronto me despediré,
pero no estoy triste. Aunque nunca fue su intención, Jake me ha regalado
muchísimo mientras he estado aquí: material para mi libro, un viaje en
limusina, vistas de Chicago y de su cuerpazo medio desnudo, pizza, beicon y
un pase gratuito para salir de la cárcel.
Bueno, en realidad no me ha ofrecido nada de eso. Se lo he robado. Pero
los tecnicismos están sobrevalorados.
—Que no lo voy a hacer, joder, Cam. Olvídate.
Me quedo en el umbral del despacho con la esperanza de oír algo más.
Pero Jake me ve al instante.
«Siempre me frustra los sueños…».
Sonrío para indicarle que lo perdono. Estoy lista para anunciar que me
voy. Despedirme. Pero me mira con cara de pocos amigos, abandona el salón
y sube las escaleras furioso. Y así de fácil, vuelvo a estar cabreada. Y la
intención de irme desaparece. Prefiero quedarme hasta que me eche solo por
tener la satisfacción de que, por enésima vez, lo he sacado de quicio.
—No está enfadado contigo, reina. —Los labios de Cam se curvan un
poco en una sonrisilla de disculpa. Es mono y tal, pero sigo enfadada.
—¿Siempre lo estás disculpando? —Me dirijo al armario de la licorera.
Darme a la bebida no me parece mala idea ahora mismo.
—Cuando tengo que hacerlo.
Me sirvo un vaso y me bebo el líquido burdeos de sabor ahumado.
«Joder, cómo arde». Toso un par de veces. Entonces, me sirvo otro y me
siento delante de Cam.
—Eres un buen amigo. No sé por qué, pero lo eres.
Cam se encoge de hombros.
—Jake es como una cebolla. Tiene capas.
—Acabas de decir lo mismo que en Shrek.
Sonríe.
—Es una buena peli.
—Entonces, si no está enfadado conmigo, ¿con quién?
—Se ha cabreado por todo lo que ha pasado con la señorita Sims.
Además, su abuelo siempre lo pone de mala leche.
—Bueno, pues no tenía que pagarlo conmigo. —Tomo un sorbito. Me
sienta mejor. Seguramente porque es el tipo de alcohol que se supone que
debes saborear. No engullir.
—A ver, guapa, te colaste en su casa. —La sonrisa brilla en los ojos de
Cam. Me reiría con él si estuviera más animada.
Me cruzo de piernas y los ojos de Cam bajan hasta mis rodillas desnudas
antes de volver a centrarse en mi rostro. Se le ensancha la sonrisa.
Tomo otro sorbo de whisky. O de coñac. O de lo que sea esta puñetera
bebida carísima. No puede ser que me haya emborrachado con tan solo dos
vasos. Pero sí que me siento más relajada. Tengo menos frío. Y de pronto,
todo esto me importa menos.
—Mira… —Inspiro hondo. Las extremidades me pesan más cuando las
relajo—. Lo que hice estuvo mal. Lo reconozco. ¿Pero que esté aquí hoy?
Eso no ha sido culpa mía. Le podría haber dicho a su secretaria que era la
señorita Sims. Pero no lo he hecho. Le podría haber pedido que me pagara la
fianza. Pero tampoco lo he hecho.
Tengo hipo. Suena exactamente igual que el rebuzno de un asno. Me
tomo dos sorbos más para espantar el hipo.
—He colgado el teléfono, Cam. He colgado. —Hipo—. ¿Sabías que he
escogido la muerte a involucrar a Jake en mis problemas? Mi compañera de
celda iba a matarme si volvía adentro. Y tendría que haber… —Hipo—,
vuelto ahí dentro si no hubieses venido, porque no me dejaban ir a no ser que
viniera alguien a buscarme.
Me termino el vaso.
Vuelvo a hipar.
—Creo que voy un poco borracha.
—Es que te estás pimplando un whisky de malta de ciento ochenta
grados, reina. La gente suele tomarse dos dedos durante un buen rato. El
primer vaso que te has tomado eran unos cuatro dedos. —Señala el vaso
vacío que sostengo en la mano—. Y este otro han sido cinco, al menos.
—Oh. —Hipo. Observo el vaso de cristal. «No debería habérmelo
llenado hasta los topes»—. ¿Sabes? Si fuera al revés y Jake estuviera en mi
casa, en vez de así, que soy yo la que está en su casa, las cosas no estarían
como están.
Cam suelta una risita.
—No te entiendo.
Hipo.
—Bueno, pues para empezar, no tendría que servirse la bebida él mismo.
Después, yo le habría ofrecido parte de mi desayuno. Además, él no tendría
que —bajo la voz e imito lo mejor que puedo a Jake— «pasearse como
Pedro por su casa por mi piso, vestido con mi toalla» porque habría
encontrado algo para que se vistiera. O no, porque seguramente querría que
se paseara con tan solo una toalla. Pero no me habría quejado, joder.
Hipo.
Me pesa la cabeza. No tengo la sensación de que el cuello me la aguante
bien. Así que dejo que caiga y paso el dedo por el borde del vaso vacío.
—Me ha dolido lo que me ha dicho, Cam.
Me mira con amabilidad.
—Siento que te haya dolido, Penelope. —La sinceridad de su voz es
auténtica.
—Gracias. El yayo Swagger es un imbécil. Alfred es un imbécil por
haberme dado esa mierda de sombrero de copa. Ross es un imbécil por
haber… bueno, no, Ross es majo. Y tú también.
Hipo.
—De todos, tú eres el mejor, Cam.
—Ay, qué mona. ¿Nos la podemos quedar, Jake?
Una botella de agua aparece en mi campo de visión.
—Bébete esto. —Levanto la cabeza, que me pesa, y la echo para atrás,
atrás, atrás hasta que me encuentro con los ojos azules y gélidos de Jake
Swagger—. Todo… por favor.
Le arranco la botella de los dedos. Lo intento, al menos. Suerte que la
tiene bien agarrada. Lo consigo la segunda vez.
—Vaya, pero si el imbécil prepotente —hipo— tiene educación.
—No te pases.
Lo imito en mi imaginación mientras me bebo el agua. Toda. Como me
ha pedido. Con la promesa subyacente de azotarme si no le hago caso. Y no.
Esto no es fruto del alcohol. Ni de mi imaginación de escritora. Estoy segura
de lo que digo.
Hipo.
Suena el móvil de Cam y este mira la pantalla y luego, a Jake.
—No seas cabrón. Te lo digo en serio. Tampoco estúpido. Pídeselo.
Jake se limita a chasquear los dedos. Tiene los ojos clavados en mí.
Ignora a Cam, que lo fulmina con la mirada desde la otra punta del salón.
Cuando el teléfono de Cam vuelve a sonar, este suspira y se va. La
frustración es evidente en su voz cuando descuelga con un:
—¿Qué?
Jake me ofrece una segunda botella de agua. Esta vez no se la arranco de
las manos. La acepto, junto a un puñado de galletas saladas, y asiento en
señal de agradecimiento.
—¿Pídele qué a quién? ¿Se refería a mí? ¿Quieres pedirme algo?
—No.
«Por Dios».
Hipo.
—En fin. Bueno, necesito pedirte algo. Un favor. Y estoy bastante segura
de que este te va a gustar.
—Eso ya lo decidiré yo.
«La madre, pero qué prepotente».
Hipo.
Se sienta en el sofá y me ofrece una mirada expectante. Lo hago esperar
un rato mientras me zampo una galleta y me lo como con los ojos. Lleva
tejanos y una camiseta gris. No me decido: no sé si es más sexy vestido así o
con el torso desnudo.
—¿Puedes llevarme hasta la estación de bus? ¿O pedirme uno de esos
yubers? No sé cómo se hace.
Hipo.
Su sonrisa es cautivadora. Todas las arrugas de seriedad se evaporan. Los
ojos se le iluminan. Este hombre es sexy cuando está cabreado. Pero es
guapo a rabiar cuando no lo está.
—Uber.
—¿Cómo?
—Que se llama Uber.
—Ah. —Me meto una galleta en la boca—. Es que si empieza con u no
sé cómo demonios pronunciarlo. Confunden. Donde yo vivo, no hay. Ni
siquiera hay taxis.
—¿Y qué hacéis cuando necesitáis ir a algún sitio?
Le dedico la mejor mirada con la que puedo sugerirle que es idiota.
—Conducir.
Pone los ojos en blanco.
—Me refiero a cuando salís, listilla. Cuando vais a un bar o a una
discoteca. Porque hay bares y discotecas, ¿no?
—Sí, los hay —respondo, con la boca llena de otra galleta. Hipo.
—Entonces, ¿qué hacéis cuando salís a un bar, bebéis demasiado y no
podéis volver a casa en coche? ¿O es que los pueblerinos conducen por ahí
borrachos?
Asiento.
—Sí. Básicamente es lo que hacemos.
—Por Dios —masculla.
—No uses el nombre del Señor en vano.
—No lo he hecho. Lo estaba invocando para que traiga la iluminación a
Mount Olive, Misisipi, en cuanto le sea posible.
Le sonrío enseñándole los dientes.
—Míralo, qué gracioso.
—Mírala, qué borracha.
—Me he bebido nueve dedos de whisky.
Hipo.
—Y me estás llenando el sofá de migas de galletas; sofá que, por cierto,
me costó treinta mil dólares.
—Pues seguramente también hay corteza de pizza de la otra noche entre
los cojines.
Cierra los ojos y niega con la cabeza. Pero no se enfada. Me gusta
cuando está así: sin cabrearse. Se ha tenido que esperar hasta que esté a
punto de irme para empezar a comportarse como es debido.
—Bueno, ¿me llevarás a la estación de bus?
Me observa durante un rato. No estoy segura de cuánto, pero mientras
tanto me he comido cuatro galletas. Si pudiera darle al botón de rebobinar,
habría estado borracha todo el tiempo que he estado con él. Es más fácil.
Menos intenso. Soporto mejor sus miradas estoicas, largas y silenciosas sin
ponerme nerviosa o sentirme insegura. Aunque podría ser que esta sea la
primera vez que me ha mirado sin repulsión.
—Lo de hoy ha sido culpa mía —dice.
Miro de golpe al otro lado del salón esperando ver un zepelín surcando el
aire al otro lado de la ventana que rece «¡TOMA YA!».
—¿Es una disculpa?
Hipo.
—No. Pero lo que le has dicho a Cam era cierto. Lo de ayer fue culpa
tuya. Pero lo de hoy ha sido culpa mía.
—¿Nos has estado escuchando a escondidas?
Me fulmina con la mirada.
—No puedes escuchar a escondidas si estás en tu propia casa.
—Sí que puedes, tú lo has hecho.
Cierra los ojos. Creo que se ha vuelto a poner a rezar. Seguro que para
que el Señor le dé más paciencia, que no por la iluminación. Cuando termina,
articulo un «Amén».
Y vuelvo a hipar.
—Eres imposible.
—Creo que sé por qué tienes esa sensación.
Se pellizca el puente de la nariz, exasperado, pero veo que una sonrisa le
aletea en los labios. Y, de repente, me muero de ganas de que me bese.
Quizá es por el alcohol.
Quizá son mis hormonas.
Quizá es porque es el hombre más sexy que he visto en la vida y dudo
que pueda vivir un segundo más sin sentir sus labios en mi boca. Incluso
aunque me tenga que subir a su regazo, sentarme a horcajadas sobre esos
muslos duros y robárselo, necesito un beso.
Si me rechaza, ¿qué más da? Si me detesta, no importará. No tengo nada
que perder y puedo ganar mucho. Enseguida me iré. Seguramente, durante la
próxima hora. Nunca más me volverá a ver. Si no le beso, me voy a
arrepentir para siempre. Sin embargo, si le beso, incluso aunque sea un
desastre, al menos siempre podré recordarlo. Y quizá me gano una orden de
alejamiento. No obstante, eso suena mucho peor de lo que es en realidad.
Tampoco es que no me hayan puesto nunca una…
—¿Puedes darme otra botella de agua? —Me he quedado sin aliento y
aún no me ha besado siquiera.
—Claro. —Me quita la botella vacía de la mano, pero en vez de dirigirse
hacia la cocina, va hacia el minibar que hay al otro lado del salón.
Y yo que quería tener tiempo de crear un plan decente…
Es ahora o nunca.
Me pongo de pie con dificultad. Pierdo el equilibrio en el tercer paso, y
justo antes de caerme de bruces al suelo, me quedo a dos centímetros de sus
labios cuando se gira.
—¡No f…!
Di «fastidies».
Hazlo.
Ahora mismo.
¿Notas cómo los dientes se hunden en el labio inferior justo en la f?
Bueno, pues ese ha sido el instante preciso en el que mis labios se han
abatido sobre su boca. Así que en vez de besar unos labios blandos y
fruncidos y luego conseguir que se separen con la lengua y tragarme su
gemido mientras le como la boca, que sabe a whisky y a menta —aunque no
hay nadie que sepa a whisky y a menta—, termino lamiéndole los dientes.
Y las encías.
A todo esto, él se queda petrificado.
A ver, cualquier ser humano con un mínimo de decencia al menos
trataría de salvar el beso. Quiero decir, que no tiene por qué quedarse ahí de
pie y dejar que me humille. No le costaría nada echarse hacia atrás.
Agarrarme de la cabeza. Inclinar la suya. Algo. ¿Pero lo hace? Por supuesto
que no. Y no puedo hacerlo yo porque estoy apoyando la lengua contra sus
dientes para evitar caerme de bruces, literalmente.
«Al menos ya no tengo hipo».
Me agarro a sus hombros y me separo de él. Ni siquiera reacciona. Ni
siquiera cuando trastabillo se mueve para agarrarme. Sigue con los dientes
clavados en el labio inferior. Con las cejas tan fruncidas que me parece que
se le podría desgarrar la piel de las sienes.
Después de recuperar el equilibrio, me cruzo de brazos y niego con la
cabeza mirándolo.
—Debes de ser el hombre que peor besa de todo el planeta.
—¿Yo?
—Sí, tú. Eres un desastre besando.
—No me jodas que lo dices en serio…
—Me lo has arruinado —lloriqueo mientras alzo la mano. Me tropiezo
otra vez. Sigue sin ayudarme. Así que pongo las manos en jarras para
ayudarme a recuperar el equilibrio porque es evidente que no puedo contar
con él.
Su expresión se relaja un poco y se pasa la lengua por las marcas del
labio. Yo debería estar pensando en la sensación de esos labios sobre los
míos. En el sabor de su lengua. Debería ponerme cachonda ver cómo se lame
los labios.
Pero no.
—Has tratado de lamerme el esmalte de los dientes, Penelope. Creo que
podemos afirmar que eres tú quien besa mal. No yo.
Desvío la mirada y farfullo:
—En mi imaginación salía diferente. —«Lo que me recuerda…»—. Al
menos podrías haber intentado salvarlo.
—Eso era imposible de salvar.
Lo fulmino con la mirada.
—¿Cam sigue aquí?
Me observa con recelo.
—¿Por qué?
—Porque he imaginado que yo de aquí me iba habiéndome besado con
alguien. Y siempre consigo lo que quiero porque soy muy testaruda. Y como
contigo no ha funcionado…
—Sí, la verdad es que no.
—Bueno, tampoco te lo voy a restregar…
—Cállate.
—¡Eh! No me trates así…
—Cállate, Penelope.
Doy un pisotón.
—No me pienso…
Di «pienso».
Hazlo.
Ahora mismo.
¿Notas cómo los labios se fruncen en la o?
Bueno, pues ese ha sido el momento exacto en que Jake Swagger me ha
besado.
Tiene los labios carnosos, pero no blandos. Son demasiado fuertes,
demasiado dominantes para considerarlos blandos. ¿Su lengua? Esa sí que es
blanda. Me la pasa por el labio inferior. Luego por el superior. Esquiva mis
dientes porque, a diferencia de mí, él no lame el esmalte. Y, a diferencia de
él, yo no soy una imbécil. Así que pillo la indirecta y abro más la boca para
que me pueda devorar. Y saborearme. Y que yo pueda saborearlo. Y
adivina…
Sabe a whisky y a menta.
No sé de dónde sale la menta, pero de verdad te juro que detecto el toque
fresco de la menta verde. Tomo nota mental de buscar cuánto vale en Ebay el
enjuague bucal veinticuatro horas que usa.
Suelto un quejido cuando me mete la mano entre el pelo. Él gruñe al
oírlo. Se aferra con más fuerza. Me agarra con la otra mano de la cintura y
me acerca a él. Esta vez, cuando me tropiezo, me sostiene. Debería decir que
su pecho me sostiene. Sea como sea, acabo apretada contra ese bloque rígido
de cemento que hay debajo de la camisa.
Lentamente.
Me besa muy lentamente. ¿Cómo puede ser tan apasionado algo que es
tan lánguido, seductor y arrollador? Yo qué sé. Pero este hombre es capaz de
conseguirlo.
No quiero que pare nunca. «Por favor, Señor, no dejes que termine».
Desliza la mano hasta un lado de mi cuello. Ahueca la otra mano en la
mejilla. Me acaricia la mandíbula con el pulgar. Retira la lengua, pero no
separa los labios. Con suavidad, me da besos por todo el labio inferior.
Reprimo las ganas de meter la lengua de nuevo en su boca porque sé que
significa que el beso se está acabando.
Siento que me han desaparecido todos los huesos del cuerpo cuando
separa sus labios de los míos, pero me mantiene aferrada contra él. Tan cerca
que todavía noto su aliento cálido sobre los labios magullados. Con un
parpadeo, abro los ojos y los levanto para encontrarme con los suyos. Esos
remolinos de color se oscurecen por momentos con lo que espero que sea
una promesa no verbal de una guarrada erótica.
—Y eso, Penelope, ha sido un beso.
«Joder, ya ves».
—Ejem…
Jake me suelta tan rápido que me mareo. Sigue agarrándome del codo,
pero da un paso atrás de inmediato. Entonces, me suelta y nos separa un buen
espacio. No me gusta este espacio. Quiero notar su calor. Su pecho. Su pene
metido en la vagina.
«Me cago en Cam y en su ejem».
—Siento interrumpir.
—No has interrumpido nada. ¿Qué quieres?
Me quedo muda del asombro al ver que Jake puede actuar con tanta
facilidad como si no acabara de comerme la boca. Estoy bastante segura de
que me he enamorado de él con solo ese beso. Y casi juraría que él también
se ha enamorado de mí.
¿Cómo no va a estarlo?
Beso de maravilla.
—Ha llamado la agencia.
Jake se vuelve de golpe para mirar a Cam. Yo tardo un poco más, pero al
final también imito su posición: de brazos cruzados, con los ojos
entrecerrados y clavados en Cam. En silencio, lo asesino con la mirada
porque ha arruinado el mejor momento de nuestra vida. Y tampoco parece
muy arrepentido.
«Menudo chulo engreído».
—La señorita Sims ha tomado el tren hasta Milwaukee y se ha subido a
un avión para irse a su casa. No piensa volver a Chicago. Justo como te he
dicho que haría. Y por eso, te he dicho que se lo pidieras.
—¡Joder!
«Ya estamos».
La actitud de Jake me empieza a aburrir. Pongo los ojos en blanco y me
siento en el sofá, me tapo con la manta y me la meto por debajo del cuerpo y
me acurruco sobre los cojines. Creo que me voy a echar una siesta. Quizá
reviva el beso. Noto un cosquilleo en los labios y sonrío.
—¿Te crees que esta mierda hace gracia?
Echo un vistazo a Jake.
—¿Eh? ¿Qué? ¿El tema de la señorita Sims? No. ¿Por?
—Es culpa tuya.
Me encojo de hombros.
—Eh, quizá. Pero aunque no lo fuera, me echarías la culpa de todas
formas porque me colé en tu casa.
Vuelve a regalarme una de esas miradas suyas que lanza en silencio.
Creo que libra algún tipo de lucha interna cuando lo hace. Como si se
estuviera convenciendo de que no es buena idea matarme.
—¿Sabes el dineral que me has costado con solo subirte en el asiento
trasero de mi coche?
Bostezo. No me apetece nada tener esta conversación.
—Te olvidas de que no sabía pronunciar Uber hasta hace un rato. Así
que no. No tengo ni idea de cuánto te cuesta un viaje en coche.
—No el viaje en coche… —Hace una pausa y aprieta los labios en una
fina línea. O está tratando de notar el rastro de mi sabor en sus labios o… Sí.
Eso es lo que está haciendo. Pondría la mano en el fuego—. Cincuenta mil,
Penelope.
Ahora sí que ha captado mi atención.
—Perdona, que ¿qué?
—He pagado cincuenta mil dólares solo en los honorarios de la agencia
para encontrar a la mujer perfecta para que me acompañe a la fiesta de
jubilación de mi abuelo. Pregúntame ahora por qué.
—¿Por qué?
—Porque a pesar de lo que tú te crees, removería cielo y tierra por ese
hombre. No porque esté tratando de ganarme su respeto, sino porque, por
supuesto, él se ha ganado el mío. Así que cuando me pidió que encontrara a
alguien que no fuera la puta evidente y habitual que suelo colgarme del brazo
en estas fiestas, le prometí que lo haría. Y esa promesa no es barata. Y ahora
ella se ha ido. Y todo porque tú robaste una puñetera bolsa de caca de perro.
«De hecho, yo misma metí la caca en la bolsa, pero bueno».
—Es admirable que quieras ir tan lejos solo por tu abuelo. Pero ¿de
verdad pagaste cincuenta mil por una noche con esta tipa?
—Sí.
—¿Y no había ofertas o algo?
—Me cago en la leche…
—¿Qué? Solo era una sugerencia. Yo te lo habría hecho por la mitad.
—Ah, ¿sí?
—Claro. Págame veinticinco mil y me convertiré en quien quieras que
sea esta noche.
Jake sonríe. Y es una sonrisa que da miedo. No me gusta.
—No voy a pagarte veinticinco mil, Penelope.
Niego con la cabeza.
—Era una broma. Ni pagándome salgo yo con el abuelo gilipollas ese
que tienes.
—Me alegro de que digas eso.
Lo observo con recelo.
—¿Por qué?
Su sonrisa se ensancha.
—Porque no te voy a pagar para que lo hagas.
Capítulo 8
—¿Esto es como aquella vez que me dijiste que Jason Aldean sabía que
íbamos a estar en el bus de la gira y luego nos arrestaron por entrar en una
propiedad privada? —¿Por qué, cuando ya han pasado tres años, Emily
todavía trata de hacerme sentir fatal por eso? ¿Y por qué ahora? ¿Justo
cuando le acabo de dar las mejores noticias de nuestra vida?
Lo primero que he respondido después de que Jake me haya dicho que
voy a acompañarlo a la fiesta ha sido «¡Joder! ¡Tengo que llamar a Emily!».
Dicho y hecho. Y ahora me está echando en cara eso que hicimos hace
tiempo en vez de alegrarse por mí.
«Seguramente estará celosa».
—Bueno, nos arrestaron por entrar en una propiedad privada. Tampoco
es que presentaran cargos. Conseguí que los retiraran, ¿te acuerdas? Y tú te
llevaste un selfie en el bus de gira de un famoso. ¿Y recuerdas el par de
calzoncillos que logré sacarte a escondidas?
—Retiraron los cargos para no tener que verte nunca más, Penelope. Tú
no hiciste nada.
—Pero pudiste hacerte los selfies.
—¡Nos confiscaron los móviles y borraron todos los selfies! Formaba
parte del trato para que retiraran los cargos.
—Pero ¿y los calzoncillos?
—Se los vendiste al oficial…
—Sí, sí, cierto, a cambio de un bocadillo del Subway a medias y una
bolsa de patatas rancias. Tú dirás lo que quieras, pero la comida nos salvó la
vida esa noche. Nos habríamos muerto de un coma etílico sin comida.
—Yo casi tengo un coma etílico esa noche. —Suena resentida—.
Seguramente porque no quisiste compartir conmigo el puto bocadillo.
—Ese no es el tema, Em. Un billonario me acaba de pedir que lo
acompañe a una fiesta para impresionar a su abuelo. Es nuestro sueño hecho
realidad. Alégrate por mí. Y sobre todo, no le cuentes la verdad a mi madre y
dile que me vas a sorprender con un viaje a Nueva York y que vamos a
volver dentro de una semana.
—Vale.
—Y no te olvides de no salir de casa y no encender las luces para que no
pase con el coche por delante y sospeche.
—¿Y por qué no me tomo un bote de pastillas y duermo durante tres
días? ¿O para toda la eternidad?
—No seas dramática. No podemos permitirnos ese tipo de pastillas. Y he
oído que una sobredosis de Tylenol es muy dolorosa.
Oírla reír es música celestial.
—Eres tan capulla…
Todavía no sabe que el plan de vengarme de su corazón herido ha sido
todo un éxito. Decido guardármelo para cuando regrese. Así me elogiará más
y tal.
—Tengo que irme. Nos vemos pronto. Que den por culo a Luke
Duchanan.
—Que den por culo a Luke Duchanan.
—¿Acabas de nombrar a Luke Duchanan?
Doy un salto al oír la voz de Jake. Dejo el teléfono. Lo manoseo, torpe,
durante unos segundos antes de colgarlo.
—¿Qué? No. Ni siquiera me suena ese nombre. ¿Qué pasa? —Estoy
divagando. Porque es mentira. Y no tendría que mentirle si no estuviera
escuchándome a escondidas, otra vez. Y seguramente sería capaz de respirar
si no lo tuviera de pie en el umbral del despacho, otra vez. Tiene los brazos
apoyados en cada lado del marco y ofrece una imagen demasiado sexy, otra
vez. No puedo ni hablar sin tartamudear porque me pone cachonda verlo así,
otra vez. Y pienso en cómo me haría sentir estar a horcajadas sobre su cara…
otra vez.
No me cree. Pero, por suerte, no insiste.
—Venga. Alfred acaba de subir el vestuario de la señorita Sims. Vamos a
ver si hay algo que te vaya bien. —Gira sobre los talones y se va andando
tranquilamente. Me tomo unos segundos para apreciar tal espectáculo. Un
minuto. Lo suficiente como para que me espete por encima del hombro—:
¡Penelope! ¡Venga!
—¡Voy corriendo! —«Casi que me voy corriendo también».
Lo sigo hasta la habitación de invitados, donde hay un carrito de equipaje
repleto de varias bolsas de ropa, cajas redondas y cuadradas con cintas muy
elegantes y un surtido de bolsas más pequeñas llenas de papel de seda de
colores.
—¿Todo esto para una noche?
—Iba a quedarse todo el fin de semana. —En cuanto miro a Jake con
esperanza, sacude la cabeza—. Tú no.
«Aguafiestas».
Me da otra botella de agua. Supongo que quiere que esté sobria. Pero la
verdad es que el entusiasmo que me ha embargado ya lo ha conseguido. De
hecho, no diría que no a otro vasito de alcohol.
Jake se pone a rebuscar entre los paquetes y va tirando cajas, papeles y
bolsas al suelo a medida que lanza las prendas sobre la cama. Agarro un
camisón negro de seda y me lo coloco por encima del pecho. Me va bien. Es
decir… Es mi talla exacta. E incluso por encima de la toalla, me queda
divinamente.
—Ponte esto. Tienes hora dentro de sesenta minutos. —Me lanza un
jersey de cachemira de color crema y unos tejanos. El camisón cae al suelo
cuando intento agarrar al vuelo las otras prendas.
—¿Hora para qué?
—Para prepararte para esta noche. No ibas a creer que te iba a dejar ir
así, ¿no?
Miro la toalla que me cubre y frunzo el ceño.
—Supongo que no.
—Ya decía yo. Vístete. Ross te espera en el vestíbulo. —Me señala una
bolsa azul que cuelga del portaequipajes—. Hay tres cargadores distintos en
esa bolsa. Carga el móvil y no entres en el despacho.
«¡Mi móvil!».
«¡Facebook!».
«¡Toy Blast!».
—Por cierto, ¿quién demonios viene desde Misisipi solo con la ropa que
lleva puesta, un pasaporte, la tarjeta de crédito al límite y un billete de un
dólar arrugado?
—También tengo una tarjeta de débito.
—Tienes menos de cincuenta pavos en la cuenta.
—Bueno, estamos a final de mes. Me pagan el primero de cada… Un
momento. —Me cruzo de brazos y lo fulmino con la mirada—. ¿Cómo sabes
todo eso?
—Te vas a quedar en mi casa, Penelope —lo dice como si fuera razón
suficiente.
—Pero ¿cómo demonios te has enterado?
—He inspeccionado los bolsillos de la ropa que dejaste tirada en el suelo
de mi cuarto de baño. —«Madre de Dios. Habrá visto…». Sonríe—. Sí. Las
he visto. No sabía que hacían bragas con «Soy tu Huckleberry» en el culo.
No puedo hacer otra cosa que quedarme ahí, pasmada, pestañeando.
—Como ya he mencionado, te vas a quedar en mi casa. Ya no tienes
secretos. Y ahora, venga, vístete. Ross te está esperando.
Dicho esto, gira sobre los talones y me deja tras comprender que lo sabe
todo sobre mí y aunque yo sé un montón sobre ese chico, no sé
absolutamente nada sobre Jake Swagger.
***
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#sexydelahostia
#sinfiltros
#esachica
#comediaromántica
#escritora
#investigación
#hequemadolacacadeperro
—¡Sonríe, Cam!
Al instante, Cam posa para un selfie. Pone un brazo en el salpicadero,
inclina la cabeza hacia el centro del vehículo, junto a la mía, se lleva la mano
a la barbilla y sonríe. Madre de Dios, qué imagen. Está guapísimo. Sexy.
Arrogante. Rico. Todo lo que les encanta a las mujeres. Tomo la foto y la
subo a Instagram junto a las otras tres que he hecho.
Una vez David Michael ha terminado de transformarme en el ser humano
más bello de la Tierra, he llamado a Ross para que viniera a buscarme. Pero
estaba «con el señor Swagger». Así que se ha presentado aquí Cam. Me
alegro de que haya venido él. Mis seguidores se lo comerán con los ojos.
—Bueno, ¿qué? ¿Te gusta? —Muevo la mano alrededor de mi cara y el
pelo.
—Sabes que sí.
Es cierto. Me ha silbado en cuanto ha entrado. Parecía interesado cuando
le he enseñado las pestañas largas, el pelo elegante y las axilas depiladas. Me
ha dado unas cuantas vueltas, como si llevara un vestido de gala con tacones
en vez de la bata y las zapatillas que me han dado en el spa. Ha sonreído de
oreja a oreja.
—Vaya, la pueblerina ha dejado de ser de pueblo —ha dicho con su
mejor intento para imitar mi acento.
Me lo ha dicho hace diez minutos.
Y han pasado diez minutos.
Y necesito que me mimen.
—¿Soy más guapa que las otras señoritas Sims? ¿Eh? ¿Lo soy? ¿Lo soy?
—le pincho, mientras subo y bajo las cejas.
Se echa a reír.
—De verdad te puedo decir que eres muy distinta a todas las demás. —
Deja unos segundos para que me moleste antes de añadir—: Y eres mucho
mucho más guapa.
Solo estaba tomándole el pelo, pero la respuesta de Cam es auténtica. Me
sonrojo ante el cumplido. David Michael ha hecho un excelente trabajo con
el peinado y el maquillaje, pero sigo siendo yo. Cualquiera que me conozca
me reconocería de inmediato. Eso hace que el cumplido de Cam sea aún más
gratificante. Pero no me provoca el mismo efecto que la opinión de Jake.
Hablando del rey de Roma…
—¿Cuándo va a volver Jake?
—No estoy seguro. Estaba de un humor de perros cuando se ha ido, así
que supongo que algo no ha salido bien en el trabajo.
—Ah, ¿no está siempre de un humor de perros?
Cam esboza una sonrisa de suficiencia.
—Solo los días que amanece. —Nos detenemos porque hay tráfico y
Cam se vuelve para mirarme—. No está demasiado contento con esta…
solución. En parte porque no le gustas por lo que hiciste y, en parte, porque
no controla la situación. Se ha visto entre la espada y la pared y llevarte a ti
se ha convertido en su única opción.
—¿No le gusto?
—No le gusta lo que hiciste.
—Has dicho que no le gusto.
—Por lo que hiciste.
—Es lo mismo, Cam.
—No, no lo es, Penelope. Así que deja de ponerte de morros.
A Jake no le gusto.
«Pues claro que no le gustas, lerda».
Qué mierda.
«Es tu castigo».
Casi que prefiero que me azoten.
«Todavía queda mucha noche».
—¿Sabes? Que yo lo acompañe a la fiesta no es su única opción. Siempre
podría ir solo.
—Eso nunca. Si Jake, uno de los solteros más cotizados de Chicago,
entra en un salón sin llevar a una mujer del brazo, es como si llevara un
cartel encima de la cabeza que diga «hombre soltero, rico y con éxito busca
un rollo de una noche». Además, su abuelo insiste en que vaya con
acompañante.
—¿Por qué?
Cam se encoge de hombros.
—Él es así. Dice que estas fiestas son para crear una red de contactos con
los clientes, no para mojar el churro. E ir acompañado elimina las
distracciones. En mi opinión, solo son bobadas. Mojar el churro es el único
aliciente que me hace ir.
Me imagino el «churro» de Cam. Y luego me siento culpable.
Al fin y al cabo, es el mejor amigo de mi futuro novio.
Pero no dejo de imaginármelo.
Y… no está nada mal.
Necesito distraerme.
—Venga, cuéntame. ¿Qué puedo esperar de esta noche?
—Que te envidien todas las mujeres. Que te tiren la caña todos los
hombres. Que te analicen todos los trabajadores de Swagger, S. A. Que los
abuelos te dediquen miradas de desaprobación. Que Jake esté de mal humor.
Que los periodistas sean impertinentes… —Me ofrece una sonrisa—. ¿A que
suena divertido?
—No. Suena fatal. ¿Habrá algo bueno en la fiesta?
—¡Obviamente! Yo. Y alcohol.
Me echo a reír.
—Claro. Seguro que al abuelo le encantará que me emborrache, agarre el
micro y suba a trompicones al escenario para contar chistes malos con un
hipo que me hace parecer un burro.
—La verdad es que tienes un hipo interesante.
—También tengo unos pasos de baile que son para morirse.
—No me cabe ninguna duda. Y los necesitarás.
El teléfono nos interrumpe. Cam aprieta un botón del volante.
—Sí, ¿señor Swagger?
Se oye movimiento de papeles y el ruido de los cajones abriéndose y
cerrándose. Entonces, Jake habla y el corazón me golpea el pecho.
—¿Dónde estáis?
—Casi hemos llegado a tu casa.
—¿Está contigo?
—Sí.
—¿Y?
—¿Y… qué?
—¿Cómo la han dejado?
Cam me guiña el ojo.
—Te aseguro que será la reina del baile.
Jake gruñe.
—Hasta que abra la boca.
«Será gilipuertas».
—¿Ahora es cuando me juras que me la vas a meter en la boca si no la
mantengo cerrada? —pregunto, con mucha más indiferencia de la que siento.
El único sonido que se oye al otro lado del teléfono es la respiración de
Jake. Ni media palabra. No se oye ruido de fondo. No hay gruñidos de
desaprobación. Tan solo un respirar profundo e intenso que no oiría de no ser
porque estoy aguzando el oído al máximo para discernir su reacción. O
porque los altavoces bluetooth de Cam son de última generación.
Cam se cubre la boca con la mano para esconder la sonrisa. También él
parece estar esperando a que Jake diga algo. Pero, de pronto, oímos que
comunica.
—Vaya… —Cam se ríe entre dientes—. Eso le ha callado la boca.
—Sin duda.
—Deberías usar indirectas sexuales más a menudo cuando quieras
callarle la boca a un imbécil.
—Quizá lo haga.
—Me juego lo que quieras que esa frase te funcionaría incluso con tipos
aún más imbéciles que Jake.
—¿Hay algún tipo que sea aún más imbécil que Jake?
Lo miro, confundida.
Sonríe, burlón.
Entonces me doy cuenta.
Sí que hay alguien que es aún más imbécil que Jake.
—El abuelo.
Y ni de coña le diría yo algo similar a él.
Para nada.
Bueno.
«Miento».
Lo haría.
Y quizá lo haga.
***
***
—Penelope.
La grave voz que me llama no es la de Emily. La manaza que me
zarandea el hombro tampoco es la suya.
Empiezo a recordar.
La caca de perro ardiendo.
La cárcel.
Jake.
La fiesta.
El sexo.
«Mmm… El sexo».
—Penelope, levanta.
Gruño y me tapo la cabeza con la manta.
—Déjame.
Se oye un suspiro fuerte y exagerado.
—Cam, haz algo.
Silencio.
Más silencio.
Ahora me pica la curiosidad.
Me doy la vuelta y me asomo por encima de la manta y veo a Cam
sentado en el otomano a poco más de medio metro. Sonríe.
—Buenos días, princesa. Tienes una pinta horrorosa.
Y él es la perfección personificada con traje.
—Es domingo. ¿Por qué vas vestido así?
—Porque estoy trabajando.
Echo un vistazo al salón.
—¿Trabajas aquí?
—Sí.
—¿En casa de Jake?
—Cuando es necesario. —Levanta una taza humeante—. ¿Quieres café?
—Por la tarde, prefiero una botella de Mountain Dew. —Miro por el
ventanal. Hace un día tan gris como el de ayer—. Porque es por la tarde,
¿verdad?
—Son las ocho de la mañana.
Soy incapaz de mantener un tono neutro:
—Entonces, ¿por qué me despiertas?
—Porque me lo han ordenado.
—Trabajas para Jake, ¿no?
Me da un pellizco en la nariz.
—Si es que lo sabes todo. Venga, levántate. Te lo digo en serio.
Me embarga una oleada de tristeza.
—¿Me llevas a casa?
—¿Qué hace todavía en el sofá? —La voz atronadora de Jake me hace
girar la cabeza. Está recién duchado y lleva tejanos y un jersey. Se acerca
con grandes zancadas y se sienta en la silla. Madre mía, qué guapo está esta
mañana. Siento un cosquilleo en los muslos cuando recuerdo lo guapo que
estaba ayer por la noche.
Echo un vistazo al ventanal. En el punto exacto donde se arrodilló. Por el
rabillo del ojo, veo que su mirada sigue la mía. Lo estoy observando cuando
se gira.
Esboza una sonrisa de suficiencia.
—Las cosas que hace uno cuando está borracho.
«Au».
Seguramente no me dolería tanto si no me hubiera hecho evocar el resto
de lo que pasó ayer por la noche. Lo que llevo toda la mañana tratando de
olvidar. En la fiesta, surgió algo entre nosotros. Me dijo que era la mujer más
guapa de todo Chicago. Bailamos juntos. Me agarró de la mano durante la
mayor parte de la velada.
Luego vinimos al ático. Y me folló como nunca me han follado en la
vida. Me besó donde no me han besado en la vida. Me dijo cosas que me
hicieron sentir que yo significaba algo para él. No soy tan imbécil ni tan
ingenua como para creer que va a enamorarse perdidamente de mí ni que la
noche de ayer fue el comienzo de nuestro «fueron felices para siempre».
Pero esperaba más de él que esto: dejarme tirada en el sofá, sola.
Me ha tratado como a una señorita Sims.
Y me siento como tal.
Se pone los zapatos y se levanta. Como está de pie ante mí, que todavía
estoy tumbada, me hace sentir pequeña. El desdén de sus ojos me hace sentir
insignificante. Y el dolor que me atenaza el pecho se agrava.
—Hoy va a venir un cliente muy importante. Necesito que desaparezcas
mientras está aquí. Puedes quedarte en la habitación de invitados. Echarte
una siesta. Darte una ducha. Me da igual. Pero bajo ninguna circunstancia
puedes venir a mi despacho. ¿Queda claro?
No tengo nada que decir, así que solo asiento.
—Mi ayudante está tratando de organizarte la vuelta. Deberíamos saber
algo para cuando termine la reunión.
«¿Por qué se comporta así?».
Nunca he sido de las que se autocompadecen. Y esta vez no va a ser una
excepción. Así que Jake Swagger quiere mandarme a casa. Hoy. Y me ha
hecho daño. Bueno, no es la primera vez. E igual que entonces, me trago las
emociones. Podré darle vueltas más tarde. O nunca. Ahora mismo, voy a
pasarme el poco tiempo que me queda aquí cavilando en mi venganza: el
único tema sobre el que sé más que acerca de ese chico.
—Bien.
Me levanto tapada con la manta. Se me resbala y por poco me deja los
pechos al descubierto, pero la agarro justo a tiempo. No me pasan
desapercibidos ni la repentina actitud posesiva ni la advertencia que brilla en
los ojos de Jake cuando se planta delante para obstruir el campo visual de
Cam.
Me giro para esconder la sonrisa y trato de irme pavoneándome. No sale
bien. Mi pobre vagina recibió una buena paliza anoche. Y hoy se nota. Así
que al final termino dando pasos vacilantes que espero que no sean
demasiado evidentes.
Pero Cam se carga mis sueños.
—Vaya, alguien mojó anoche…
«Imbécil».
***
***
Al final resulta que su actitud de ese chico de novela no está tan mal. Solo
que no la tiene cuando toca. Como esta mañana, cuando quería que me
cuidara y no lo ha hecho. Y luego, más tarde, quería que no me cuidara y lo
ha hecho. Al final, he conseguido lo que quería. Pero no cuando lo quería.
Bueno, he conseguido parte de lo que quería.
Cuando me tenía en el escritorio ya me ha inspeccionado las partes
íntimas. Luego, nos ha pedido el desayuno, incluso me ha preguntado qué
quería. Me he conformado con beicon, huevos, pancakes, fruta fresca y un
poco de esas gachas de avena con pasas que venden en McDonalds.
¿Sabías que Uber también te trae la comida a casa? ¿En plena tormenta
de nieve? Lo llaman Uber Eats. Para muchas personas no será para tanto,
pero cuando eres de un pueblecito donde ni siquiera el Pizza Hut de turno
hace entregas a domicilio, saber que existen cosas como esta te hace
alucinar.
En fin, después de eso, por fin me ha dado esos dos ibuprofenos y un
vaso alargado lleno de agua y me ha exigido que descanse. Y eso es
exactamente lo que he hecho. Pero en vez de hacerlo en su cama, lo he hecho
en el sofá, porque me sentía demasiado llena de todo lo que nos ha traído
Uber Eats como para subir las puñeteras escaleras.
Al cabo de una siesta de tres horas, me he dado una ducha bien caliente
para despertarme. Cuando he terminado, me ha exigido que me espabilara,
caray, porque iba a hacernos llegar tarde. Me he empezado a quejar de que
no tenía nada que ponerme, pero luego he descubierto que ya tenía todo un
conjunto preparado sobre la cama de la habitación de invitados. Y cualquier
cosmético que pudiera necesitar sobre el armario del baño.
Me he dejado los rizos al natural, salvajes y a lo loco, pero que, en cierta
manera, también quedan bonitos y elegantes. Me echo un poco de Chanel en
el pelo, el cuello y las muñecas. Soy generosa con el rímel para hacer que los
ojos resalten bien. Uso poco labial para que me quede ese rosa brillante y
natural al más puro estilo Kim Kardashian. Me maravillo de lo que me luce
la piel en contraste con la blusa de color blanco puro que me deja los
hombros al descubierto y se ensancha un poco en la cintura. Le agradezco a
Emily que me hiciera apuntarme a clases de pilates, porque gracias a esto
tengo el culo más apretado y las piernas tonificadas y los pantalones pitillo
negros de piel me quedan divinos. Y tomo diecisiete fotos de los tacones
Louboutin que son blancos por arriba y rojos por debajo.
—¡Penelope!
Me tomo otro selfie rápido en el baño haciendo morritos y se lo envío a
Emily.
Espero su respuesta.
Me manda la misma de siempre: el emoji con el dedo corazón levantado.
—Tenemos que… —La voz de Jake se apaga cuando me ve, me come
con los ojos, me pone cachonda y me revuelve entera solo con una mirada—.
Irnos.
—¿Estoy guapa? —Le ofrezco una sonrisa y le hago una reverencia.
—Estás de postre.
El ardor… me invade entera. Qué sofoco, joder. Separo los labios para
tomar más aire y jadeo mientras él se regodea mirándome.
—¿Te gusta el postre?
Me mira a los ojos.
—Se está convirtiendo en mi plato favorito a pasos agigantados.
«Criptonita, ¿decía? Ya ves si lo soy».
Además, estoy un poco mareada. Viste de traje, nada fuera de lo común.
¿Pero el que lleva ahora? Es todo negro. Negro azabache. Incluso la corbata
que lleva es negra. Parece un director ejecutivo malote. Y el enorme Rolex
que luce en la muñeca no me ayuda a sofocar el deseo.
No es que sea una persona materialista y tal, pero cuando solo has salido
con el tipo de chicos que llevan un Timex, no puedes evitar emocionarte
cuando ves a un hombre con una joya con diamantes incrustados que, da
igual su calidad, solo sirve para decir qué puta hora es. En serio. Solo sirve
para eso. Es la forma de tirar dinero más sexy que existe.
Nos devoramos mutuamente con la vista durante unos minutos más y
luego se aclara la garganta y agarra la chaqueta de piel que también me había
preparado. Se mueve al acecho, como si fuera una pantera. Y yo soy una
gacela. A punto de que se me coma de postre. Porque estoy de postre. O al
menos, eso dice Jake Swagger.
Incluso con estos tacones de diez centímetros, sigue siendo más alto que
yo. Cuando se coloca a mi espalda para ayudarme a ponerme la chaqueta,
tengo que inspirar hondo para tranquilizarme. Él también inspira hondo. Pero
tiene la nariz clavada entre mis rizos.
—Hueles de maravilla.
Me vuelvo para quedar frente a él y la mirada seductora que me regala
hace que todas mis neuronas manden las señales a mi cerebro que provocan
lo que siempre hago cuando estoy nerviosa:
—Pero sigo sin oler a mar, ¿verdad? —Zapateo un poco de river dance,
chasqueo los dedos y lo apunto con las pistolas.
—Joder, pero mira que eres rara. ¿Te lo han dicho alguna vez?
Me pongo a mover las cejas.
—Solo me lo dicen personas a quienes les gusto.
—Es porque quieren que dejes de serlo.
Ladeo la cabeza y lo miro con los ojos entornados.
—Pero en el fondo, no.
Gruñe.
—Vámonos.
Me sorprende y halaga que Jake me agarre de la mano. Pero se me pasa
en cuanto me doy cuenta de que lo ha hecho para poder marcar el paso: muy
rápido. No me sorprende que se ponga a resoplar cuando tiene que
ralentizarlo porque no puedo seguirle el ritmo con estos zapatos. Tampoco
me sorprende cuando me mira con cara de «menuda chiflada» en el ascensor
mientras yo tarareo. Ni siquiera me sorprende que no aparte los ojos del
móvil y no me hable en todo el viaje hasta el restaurante. Es el
comportamiento habitual de Jake Swagger.
Sin embargo, cuando llegamos al lugar, descubro una cara caballerosa de
Jake que me hace —a mí, romántica empedernida— caer rendida a sus pies
más de lo que lo he hecho nunca. Como bailar, esta faceta no forma parte de
las características indispensables de ese chico. Esto es innato de Jake. Algo
que, de alguna forma, lo hace todavía más sexy.
El restaurante italiano, pequeño, está metido entre dos edificios enormes
de ladrillo. La fachada es un gran aparador que deja ver las mesas con
manteles de lino blanco, una iluminación tenue y tiene un toldo frontal con
cestas colgando de vegetación nevada. Parece una postal de París. Me
provoca una oleada de calidez en lo que podría ser el día más frío de la
historia de Chicago.
Sin embargo, la fachada del restaurante es tan solo eso: fachada. No hay
una puerta de entrada. Y el aparcamiento que hay detrás está a unos buenos
treinta metros de la entrada debido al patio ajardinado. Me agarro a la mano
que me ofrece Jake y salgo del coche. Hace mucho frío. El asfalto, aunque le
han echado sal, es una trampa de hielo mortal para mis Louboutin.
Jake todavía me agarra la mano, y estoy segura de que me sujetará antes
de que me caiga de culo. No obstante, no he dado un solo paso cuando mis
pies dejan de tocar el suelo. Se me escapa un chillido y el corazón me da un
vuelco.
La risa atronadora de Jake retumba en el frío y me deja muerta. No
obstante, el calor se me esparce por el cuerpo cuando desaparece el pánico y
me doy cuenta de lo que ha pasado.
Me ha alzado en volandas.
Me agarra de la cintura con un brazo.
El otro me abraza las rodillas por detrás.
Me mira con una sonrisa en los labios.
Y me guiña el ojo.
Me provoca cuando abre la boca:
—Estos tacones son para mi propio placer visual, cariño. No para que
camines sobre el hielo.
«Señor, por favor, que el restaurante tenga sillas de hielo. Porque estoy
bastante segura de que los pantalones también son para su placer visual».
—Seguramente acabaré en el infierno por decirlo, pero nunca me había
parecido sexy que alguien rezara hasta ahora.
—¿Có… Cómo sabías que estaba rezando?
Suelta una carcajada. Se muerde el labio para contenerla pero termina
riéndose entre dientes. Cuando me posa en el suelo, justo ante la entrada, me
sujeta la barbilla, me echa la cabeza hacia atrás y me regala una sonrisita
maliciosa y preciosa.
—Has dicho amén.
«Pues claro».
Capítulo 15
—¡Pe-ne-lo-pe!
—¡Pe-ne-lo-pe!
—¡Pe-ne-lo-pe!
La multitud de gente congregada a mi alrededor corea mi nombre
mientras yo estoy de pie en la barra de la discoteca más selecta de Chicago y
hago el típico paso ochentero con el que bailas como si corrieses, sin
moverte del sitio. Hago señas a Amber y a Mary, las dos hijas de Jim
Canton, para que se unan a mí en la barra. Después, todos los que están en la
pista de baile se suman. Y ahora toda la discoteca está haciendo el mismo
paso de baile.
Al final, ha resultado que lo único que las hijas de Jim necesitaban para
dejarse convencer y vender sus acciones era ver los números en claro.
Cuando Jake le ha pasado el sobre que contenía su oferta por encima del
mantel de lino a Amber, la hija mayor, esta ha abierto los ojos de par en par
y ha empezado a gritar. Acto seguido, se lo ha enseñado a Mary, que también
se ha puesto a chillar. Han necesitado unos minutos para que su padre las
tranquilizara.
Todo el mundo nos estaba mirando. Ha sido raro. Y me he quedado
desconsolada porque no he llegado a ver a cuánto llegaba la oferta. ¿Cuánto
puede costar un sistema de riego?
Jim quería regresar a la habitación del hotel con Jake para reexaminar el
papeleo antes de que todos firmaran y fuera oficial. Sus hijas querían ir a
celebrarlo. Así que todos hemos regresado al hotel y ellos han subido a la
habitación. Amber, Mary y yo, en cambio, nos hemos ido al bar del hotel.
A partir de ahí, las cosas se nos han ido un poco de las manos.
Jake, en un momento de entusiasmo inconsciente, ha cometido una
estupidez: me ha dado su tarjeta de crédito y me ha dicho que esta noche
invitaba él. También ha llamado a Cam y le ha dicho que viniera al bar del
hotel para que nos «cuidara» y se asegurara de que no nos metíamos en
problemas. Cuando las chicas le han dicho a Cam que querían salir de fiesta
como se hace en Chicago, este les ha respondido que sabía exactamente a
dónde ir.
Han pasado horas desde entonces.
Ahora, estoy borracha.
Las hermanas están borrachas.
Cam está tratando de pillar cacho.
Y Jake acaba de entrar por la puerta.
Traje negro. Pelo negro. Mandíbula cuadrada. Caminar arrogante. Ojos
escrutadores. Busca. Evalúa. Se centra en los gritos. Va subiendo la mirada
hasta posarla en mi rostro. Le regalo una sonrisa radiante, aunque casi espero
que esté enfadado conmigo por… por algo. Porque haber emborrachado a las
hermanas Canton y convencerlas de bailar en la barra de una discoteca me
parece que es algo que no aprobaría.
Para mi sorpresa, sus labios se curvan en una sonrisa sexy. Trato de no
perder el ritmo de la canción que suena: «Cake by the Ocean», de DNCE.
Pero esa maldita cara de guapo que tiene sabe cómo volverme idiota.
El mismo hombre que nos ha tratado como si fuéramos de la familia real
en cuanto le he enseñado la tarjeta American Express negra de Jake, se le
acerca y le da la bienvenida. Al cabo de poco, acompañan a Jake hasta
nuestro reservado VIP en la segunda planta. Desaparece unos segundos de
mi vista y mi sonrisa flaquea. Vuelvo a sonreír cuando lo veo apoyado en la
barandilla, con un vaso en la mano y enseguida me busca con los ojos.
«Tengo el poder de la criptonita, joder».
Levanto la vista y lo saludo con la mano. Él me devuelve el saludo
moviendo los dedos y sonríe. Nunca lo he visto tan contento. Me pregunto si
siempre está así cuando cierra un trato. O si solo se debe a este negocio en
particular. Decido preguntárselo más tarde, cuando estemos solos. Quizá lo
haga en esos momentos de modorra cuando estemos abrazados y en la gloria
poscoital.
—¡Ahora vuelvo! —grito a las hermanas, que están demasiado ocupadas
encajonando a Cam entre las dos como para que les importe.
Tiendo las manos a dos tipos que están debajo y están más que
encantados de ayudarme a bajar al suelo. No sabría decir qué cara tienen. No
lo sé. No me importa. No es relevante. No son comparables a Jake.
La música se atenúa cuando subo las escaleras hasta el reservado VIP.
Jake me está mirando cuando llego al rellano.
—Qué bien bailas.
—¿Verdad? —Repito el paso solo para él. Y luego empiezo a zapatear al
estilo river dance. Cuando me pongo a chasquear los dedos y saco las
pistolas, se ha acercado tanto que le toco el pecho con las yemas de los
dedos.
—Aunque ese zapateado…
Alzo la vista y le sonrío, burlona.
—Te provoca cosas, ¿no?
—Mmm… —Ensancha su sonrisa. Qué dientes tan bonitos y blancos,
brillan con la luz negra.
—Ojalá hubieses venido antes. Te has perdido cuando he bailado
country.
Me pone el pelo por detrás de la oreja.
—Alguien tenía que trabajar para que todas vosotras pudierais celebrarlo
con razón.
—¿Has cerrado el trato? ¿Es oficial?
—Hemos repasado los detalles. Pero para cerrarlo, necesito a los
abogados. Acordaremos una reunión en los próximos días, dependiendo del
tiempo que haga, para cerrarlo. —Sus dedos me acarician el escote de la
blusa—. Quédate conmigo hasta que lo haya cerrado. —Me mira y sonríe—.
No sea que a las hermanas se les pase la borrachera y cambien de opinión…
Madre de Dios.
Me acaba de pedir que me quede.
«¡Joder!».
No estoy segura de poder.
—¿Cuántos días?
Esboza una sonrisa de suficiencia.
—¿Te estás haciendo la dura?
Me encojo de hombros. Dejo que se crea lo que quiera. Pero necesito que
me responda. Y le hacen falta unos segundos para darse cuenta de que estoy
esperando.
—¿Lo dices en serio?
—Sí. ¿Cuántos días me estás pidiendo que me quede?
—¿Qué más da? ¿Tienes que consultar la agenda o algo?
—O algo. ¿Cuántos días?
Entrecierra los ojos.
—Un par de días como mucho.
—Entonces, ¿dos días? ¿Y ya está?
—Sí, Penelope. Dos días. ¿Te quedarás conmigo dos días más?
Sonrío.
—De acuerdo. Dos días más me va bien.
—Mira que eres rara.
—Como si no lo supieras. Por cierto, ¿por qué has aceptado ir a cenar
con él y con sus hijas hoy si no lo hacías para cerrar el trato? Creía que los
ricos no hacíais cosas solos. Pensaba que tenías un equipo que se ocupaba de
estas cosas.
—Yo soy más… de poder tocar las cosas.
—¿Es una indirecta sexual?
Se ríe.
—No si te lo tengo que explicar.
Me agarra las manos y me lleva hasta uno de los sofás de terciopelo y me
da una botella de agua del minibar. Este reservado VIP es la hostia. Incluso
hay alitas de pollo.
—Hago muchos negocios con gente como Jim Canton. Son personas que
ponen toda su alma en sus proyectos —me explica mientras se sienta en el
sofá de enfrente y se inclina hacia mí, para lo que apoya los codos en las
rodillas—. Muchos lo han arriesgado todo para convertir sus ideas en una
realidad. Han invertido todo lo que tienen. Y los admiro por ello. Los
respeto. Así que para mí es algo personal. No quiero que sientan que se lo
están vendiendo a una corporación. Quiero que la decisión de vender los
haga sentir bien. Y sé que voy a tratar su producto como si fuera mío.
¡Uau!
¿Quién hubiese dicho que podía ser aún más sexy?
—¿Sabes esa habitación que tengo en casa? ¿La que tiene el código en la
puerta y que tú crees que es una especie de mazmorra sexual? Es donde
guardo todos los archivos. Las copias originales de los proyectos para las
patentes. Toda la información personal de mis clientes. Los prototipos. Todo
está ahí guardado. Donde no tengo ninguna duda de que está a salvo. No
confío este tipo de información ni siquiera a la gente que trabaja para mí.
—Vaya, qué… No me lo esperaba.
—¿Qué? ¿Que me tomo todas las inversiones como algo personal o que
la habitación cerrada con llave es un archivo y no una mazmorra sexual?
—Bueno, me ha decepcionado que la habitación no sea sexual. —Se ríe.
«Ay, qué risa tan fantástica»—. Pero ¿que te lo tomes tan a pecho? ¿Que sea
tan personal? Me parece impresionante.
Se pone serio.
—Es un buen negocio. Y por eso es próspero. Como has dicho, no soy lo
suficientemente creativo como para que se me ocurran ideas propias. —Me
guiña el ojo izquierdo. Se me estremece hasta la vagina—. Pero sí que sé
negociar. Y me gusta invertir en cosas que a menudo se pasan por alto. Lo
hace aún más satisfactorio cuando se convierte en un fenómeno mundial.
—¿Fenómeno mundial? ¿En serio?
Se encoge de hombros. Solo levanta el hombro, pero el humilde gesto
dice tanto sobre él…
—Sé si algo es bueno o no solo de verlo.
Me recorre el cuerpo con la mirada. Como si yo fuera algo bueno.
Me pongo derecha y trato de erguir un poco las tetas. Arqueo el cuello.
Hago morritos. No soy demasiado sutil.
Se da cuenta enseguida y me hace una sonrisita de complicidad. La
mirada se le ensombrece. Separa los labios. Y yo me siento como si fuera el
postre.
—¿Quieres que nos vayamos?
—Sí. Por favor. Sí, quiero. —«Seré idiota».
Me siento aturdida mientras cruzamos la discoteca. Avanzo en una
neblina compuesta de una mezcla de luces y música; de Cam, que promete
llevar a las hermanas al hotel; de Ross, que nos abre la puerta del coche y de
la masa de músculos que se sienta junto a mí en el coche.
Esta bruma no tiene nada que ver con la borrachera. Jake Swagger me
coloca. Voy puesta de tensión sexual. Me siento floja, cachonda y con las
endorfinas por las nubes.
Sus labios encuentran los míos. La lengua juega con la mía. Unos dedos
gruesos y hábiles me desabrochan el botón del pantalón. Una mano
masculina se me mete por debajo de las braguitas. Oigo un gruñido salvaje al
oído. Un susurro directo confirma el deseo que me invade:
—Estás muy mojada.
Gimo. Me calla con la boca. Pero cuanto más me excita, más alto gimo.
Más me cuesta respirar. Y al cabo de poco, me separo de su boca y jadeo
cuando la sensación empieza a ser abrumadora. Demasiado intensa. Grito y
la mano que le queda libre me tapa la boca.
Cabrón.
Cómo me pone esto.
—Me encanta cómo te corres.
Vaya, pues esto me pone todavía más. Quizá es todo el completo: el dedo
que no deja de toquetearme el clítoris; que me habla sin tapujos, en voz muy
baja, casi en un susurro; la mano que me ha colocado sobre la boca y que
amortigua mis gritos de placer mientras arqueo la espalda sobre el asiento.
Muevo las caderas. Tengo las piernas abiertas de par en par. Una por encima
de las suyas, la otra inerte y estirada en el coche.
Sí.
Todo el completo es muy sexy.
Pero espera.
No ha hecho lo que haría ese chico, que sería lo más sexy que podría
hacer. Y mientras me relajo tras llegar al orgasmo, lo miro, expectante.
Espero lo que viene ahora. Lo que no está haciendo todavía.
Me cierra la cremallera de los pantalones. Me da un beso en el hombro.
Se aprieta la polla a través de los pantalones y gime. Me mira a los ojos y
parpadea unas cuantas veces antes de ladear la cabeza y observarme con
atención.
—¿Te está dando un ataque?
—¿Cómo? No. ¿Por qué dices eso?
—Porque me estás mirando como una loca. Y no has pestañeado ni una
sola vez.
—Quizá porque estoy esperando algo… —Trato de sonar sensual. Le
pongo ojitos. Eso lo confunde todavía más. Analiza cada centímetro de mi
rostro. Busca algo que le indique qué. Cree que lo ha descubierto y entonces
sonríe. Pero antes de que abra la boca, yo ya sé que no ha descubierto una
mierda.
—No te preocupes, cielo. Te daré lo que esperas y mucho más. Pero no
te voy a follar en el coche. Voy a necesitar más que diez minutos para
hacerte lo que quiero hacerte.
Bla.
Bla.
Bla.
—Eso no es lo que estoy esperando —le espeto, impertérrita.
Sus cejas le llegan casi hasta el nacimiento del pelo y suelta una
carcajada.
—No te calles, reina. Dime qué piensas.
—No es lo que pienso. Es lo que quiero. —Me abrocho el botón de los
pantalones, me cruzo de piernas y miro por la ventana para no tener que
mirarlo a él—. De verdad que a veces eres un desastre haciendo de ese chico.
Me acaricia la mandíbula con un dedo grande… El mismo dedo que
debería estar chupando mientras pone los ojos en blanco y gime con fuerza
porque el sabor de mi esencia le despierta un deseo salvaje e irrefrenable de
poseerme.
Me pellizca la barbilla y me hace girar la cabeza para mirarlo. Pues claro.
Le divierten mis pucheros y tiene esa sonrisilla estúpida cincelada en la cara.
—¿Qué?
—¿Qué… de qué?
—¿Qué quieres, Penelope?
—Ahora ya no importa, Jake. Ya la has fastidiado.
Se inclina hacia mí. Me besa el labio superior. El inferior. Todo sin dejar
de sujetarme la barbilla con los dedos, que ahora están tan cerca de su
boca…
—Dime, ¿qué habría hecho ese chico y yo la he fastidiado?
—Sé que crees que es divertido, pero si vas a aprender, tendrás que
saberlo.
Me separo y pongo un poco de distancia entre los dos. Eso lo divierte
todavía más. Apenas es capaz de reprimir la sonrisa mientras trata de parecer
serio, levanta las manos y se recuesta en el asiento.
—Por favor, ilumíname.
No hace falta que me lo diga dos veces.
—En cualquier novela erótica, el protagonista, es decir, ese chico,
siempre termina un buen toqueteo en el asiento trasero del coche haciendo
algo que pone sumamente cachonda a la protagonista. Le hace volver a sentir
todo lo que ha sentido, de modo que cuando todavía se está recuperando del
primer orgasmo, ya está anticipando el siguiente.
Ya no trata ni de disimular la sonrisa.
—Entonces, ¿qué he hecho mal?
—Has sacado la mano de mis bragas y te has limpiado los dedos en tus
pantalones como si estuvieran mojados debido a la condensación del agua en
el cristal en vez de por la miel criptonítica, dulce, pecaminosa, cándida y
seductora que me sale de la vagina.
Me mira negando con la cabeza.
—Joder, pero qué cosas dices.
—Joder, pero qué cosas no haces —contraataco.
—Ya. ¿Y qué se suponía exactamente que tendría que haber hecho,
Penelope? Con toda esa… ¿miel criptonítica tuya?
—Em… Chuparte los dedos. Gemir. Decir una guarrada posesiva. Era
evidente.
—¿Chuparme los dedos?
—Sí. Para probarme. Porque no puedes evitarlo.
Su voz se convierte en un gruñido.
—¿Y por qué me voy a conformar solo con probarte?
Cambia de posición. Me agarra por debajo de las rodillas. Me gira para
que quede de cara a él. Tira de mí. Me levanta las caderas y me obliga a
tumbarme de espaldas. Me tiendo con un «¡uy!». Me baja la cremallera de
los pantalones y me los baja hasta las rodillas de un tirón. Se inclina y me
lame todo el sexo. Por encima de las braguitas de satén. Y de algún modo, es
mejor que si me lo hubiese hecho desnuda.
—¿Q-Qué haces? —Echo un vistazo al cristal opaco que nos aísla de
Ross. Miro por la ventana, los edificios se suceden uno tras otro y me
pregunto si estamos muy cerca de su apartamento. Y finalmente, bajo los
ojos a mi entrepierna, a él. Está encorvado sobre mí. Tiene una barba de un
día y me hace cosquillas a través de la fina tela de mis braguitas.
—Darte algo que quieres.
Niego con la cabeza. Trago saliva. Trato de respirar. Y espero con todas
mis fuerzas que me pueda oír a pesar del martilleo que siento en el pecho.
—P-pero si has dicho que no había tiempo suficiente, ¿recuerdas? Hace
como dos segundos. No hay tiempo suficiente. Es lo que me has dicho.
—Hay tiempo suficiente para hacerte esto.
—Pero yo solo quería que te lamieras los dedos.
—Lo siento, reina. —Arrastra la nariz por mis braguitas e inhala. Por
poco me muero—. Como has dicho… —Hace una puñetera pausa dramática
que dura una eternidad, me guiña el ojo y me muero de miedo porque puede
que lo que me diga me remate del todo—: … no puedo evitarlo.
«Y… he muerto».
Capítulo 16
El reloj da la una de la tarde antes de que Jake y Jim por fin salgan del
despacho.
Se ríen.
Tengo hambre. Y el retumbo de la magnífica risa de Jake me tiene
extasiada. Y la fluctuación de sus músculos bajo la camiseta cuando le da la
mano a Jim. Y la forma en que los tejanos le marcan todo lo que importa. Y
lo mucho que quiero lamerle todo lo que importa.
Alguien silba. Chasquea los dedos.
—Hola… Penelope…
Levanto los ojos de golpe y me encuentro con los de Jake. Es curioso
cómo me deja de funcionar el cerebro cuando le miro la entrepierna.
—Hola, Jake. —Busco a Jim, pero no está. Y la idea de que estemos
solos (de nuevo) me pone como una moto.
—¿En qué pensabas, reina?
No puedo creer que me haya llamado reina estando sobrio. Con la polla
metida dentro de los pantalones.
«Le estoy empezando a afectar».
—En un montón de cosas. ¿Habéis terminado? ¿Ya lo has conseguido?
¿Los Canton ya son ricos de cojones? ¿Eres el nuevo propietario de un
aparatejo que sirve para regar los cultivos?
Jake sacude los brazos como aspas de molino. Da una patada al aire.
Hace una mueca extraña. Sus ojos saltan de mí a su derecha y de nuevo a mí.
Es un espectáculo entretenido, pero muy desconcertante. Entonces me dice
entre susurros como si me estuviera gritando:
—¡Cállate, cojones! ¡Todavía está aquí! —Y entonces lo pillo.
—¡Jolín, no lo sabía! —respondo en el mismo tono.
Se abre una puerta a mi espalda y Jake me fulmina con una mirada de
advertencia antes de ataviarse con su sonrisa característica. Pongo los ojos en
blanco, pero enseguida mi sonrisa hace competencia a la de Jake cuando Jim
se nos acerca.
Mientras debaten sobre ciertos detalles de alguna mierda que no me
interesa, le agarro el móvil a Jake, que tiene en la mano, para encargar un
poco más de comida en Uber Eats. La aplicación esta es maravillosa. Y van a
cualquier sitio. Incluso a la otra punta de la ciudad a por la pizza que me
comí la primera noche que estuve aquí.
Justo acabo de hacer el pedido cuando Jake me echa el brazo por encima
de los hombros con aire despreocupado para atraer mi atención. Meto con
cuidado su móvil en el bolsillo trasero de sus pantalones y le rodeo la cintura
con el brazo mientras finjo que me interesa lo que dice en vez de no poder
dejar de pensar en la pizza que va a llegar en treinta minutos.
—La Administración Federal de Aviación ya permite que despeguen
aviones, así que Jim regresa a casa esta tarde.
Aunque no me importa, reacciono como debo: hago mala cara para
expresar mi desilusión.
—Vaya, ha sido un placer conocerte, Jim.
—El placer ha sido mío, Penelope. —Jim me agarra la mano y me la besa
casi con aire reverencial—. Hasta la próxima.
Jake lo acompaña a la puerta y no puedo evitar que los ojos se me vayan
hasta el culo perfecto de Jake mientras este se aleja. Pero no es comparable a
la sonrisa que luce cuando regresa.
—Alguien está contento. Supongo que la reunión ha ido bien.
Asiente y sus ojos me repasan de pies a cabeza.
—Ha ido muy muy bien.
—Mmm…
Sus manos me envuelven la cintura y me atrae hacia él.
—Te vas a venir conmigo a Kansas.
Trato de soltar una carcajada, pero parece más un suspiro. No puedo
dejar de mirarle los labios. Carnosos. Suaves. Me piden que los bese.
—Cuántas exigencias, señor Swagger.
—Siempre, señorita Hart. Saldremos pasado mañana.
Lo tengo tan cerca. Huele tan bien. Me cuesta respirar acompasadamente.
Cuando lo consigo, no puedo evitar provocarlo:
—¿Qué te hace estar tan seguro de que vendré? Quizá ya tengo planes.
—No tienes planes —afirma mientras sus labios me rozan la mandíbula.
Arqueo el cuello para que pueda llegar mejor.
—Podría tenerlos.
—¿En serio? —Prosigue hasta el lóbulo de la oreja y me lo pellizca con
los dientes—. ¿Como cuáles?
Aprieto los muslos. Lo dolorida que estoy hace que me recorra un
escalofrío solo de evocar lo que hicimos ayer.
—Podría tener una cita.
Se queda quieto.
—¿Una cita?
«Vaya… Me voy a divertir de lo lindo».
—Sí. Una cita. Ya sabes, una cena… Vino… Velas… Sexo…
—Penelope —me advierte con un gruñido que surge de las
profundidades de su pecho.
—¿Acaso imaginarme teniendo relaciones sexuales con otro hombre le
perturba, señor Swagger?
—Sí.
Sonrío cerca de su mandíbula antes de acercar los labios.
—Me estaba planteando poner en marcha un servicio de chicas de
compañía cuando vuelva a casa. Un poco como el que contratas tú. Yo creo
que sería una buena señorita Sims, ¿tú no?
Intuyo que trata de pronunciar otra vez mi nombre, pero solo le sale un
rugido grave. Empiezo a pensar que a Jake no le gusta que le eche en cara
todo el tema de la señorita Sims. Quiero pedirle disculpas. Decirle que solo
era una broma. Pero antes de que pueda hacerlo… se desata el caos.
La boca de Jake me devora mientras me mete las manos por dentro de los
pantalones y me los baja. Me aferro al cabello que le crece en la nuca. Él me
agarra de la cintura y me levanta. No separamos los labios mientras me
deshago a patadas de los pantalones y enrollo las piernas en sus caderas.
Carga conmigo los metros que nos separan del despacho. Tengo la
espalda pegada a la pared. Arqueo el pecho y rozo el suyo. Como necesito
sentir todavía más su cuerpo, le suelto el pelo para poder bajarme la
cremallera del top. Y me vuelvo a pegar a él. Tengo los pezones duros bajo
el sujetador. Me duelen los pechos. Me muero porque me toque.
Se separa para desabrocharse los tejanos y me veo obligada a rodearlo
con piernas y brazos para no caerme. Le recorro la mandíbula con un camino
de besos. El cuello. El hombro. Me suelta la cintura y se saca un condón del
bolsillo. Lo que me dice y la aspereza de su voz me hacen gimotear y gemir
cuando le oigo hablar con frases cortas:
—Me vuelves loco, joder… Una cita… Y tratas de ponerme celoso… Y
cómo lo consigues, cojones… Hostia, tienes las bragas chorreando.
Me roza la tela húmeda con el nudillo. La caricia me inflama. Echo la
cabeza hacia atrás. Tengo los ojos cerrados, los labios entreabiertos. Le clavo
las uñas. Levanto y restriego la cadera contra su mano.
—Este coñito mojado se ha mojado para mí, Penelope.
Maúllo una respuesta ininteligible.
Me aparta las braguitas y me pasa un dedo por el sexo.
—Y estos labios preciosos están hinchados por mi culpa.
Arqueo la espalda cuando me toca y él me hunde un dedo largo hasta el
fondo. Empieza a sacarlo y meterlo a toda velocidad. Los nudillos chocan
con mi sexo mojado a cada embestida.
—Y estás dolorida por mí. Porque cuando te follo, nunca tienes
suficiente.
«Ay, madre».
—¿Quieres que te folle con la polla como te estoy follando ahora con el
dedo?
Asiento, gimoteo y le suplico y puede que me muera si no cumple lo que
dice.
—Te voy a meter este pollote en el coñito tierno que tienes y te voy a
embestir hasta que me supliques que pare.
«Joder. Vale. Ahora me da miedo que cumpla lo que dice».
Me tenso de pies a cabeza y abro los ojos, pestañeo para enfocar la vista.
Jake parece ávido. Salvaje. Indomable y descarnado.
—Jake… Me…
—¿Qué? —Me bombea con el dedo con aún más fiereza—. ¿No quieres
que te folle?
«¿Pero qué clase de pregunta es esta?».
—Sí, pero…
Se me apaga la voz cuando se mete el dedo con el que me estaba follando
en la boca. Con un parpadeo, cierra los ojos y emite un ruidito gutural
mientras se va sacando poco a poco el dedo de los labios.
«La madre, pero cómo me pone».
Vuelve a besarme. Me esfuerzo por no pensar en la punta de ese
«pollote» que presiona mi abertura. Por suerte, lo consigo y me relajo. Jake
devora mis gemidos. Me acaricia el clítoris con el pulgar cuando gimo. Lo
retira cuando me tenso. Empuja cuando me arqueo sobre su cuerpo.
Sus caderas se bambolean con una cadencia lenta y rítmica hasta que
consigue abrirme hasta un punto en el que no se me hace incómodo, al
contrario: me invade un cosquilleo de las ansias de más y lo empapo de lo
excitada que estoy.
—Ahora te voy a follar duro, Penelope. —Me lo promete con una
convicción tan seria que me veo obligada a mirarlo a los ojos. Veo una
intensidad que no le he visto nunca—. Quiero que sigas dolorida. Así no
olvidarás de quién es este coño.
—Sí, Jake, por favor —suelto de repente. Es todo lo que consigo decir y
me embiste. Me folla con frenesí. Me ensarta mientras me chupa los pezones
a través del sujetador. Me roza los costados con las manos hasta colocarlas
en los omoplatos. Me baja mientras él no deja de bombear hacia arriba.
Su polla se desliza sobre el punto exquisito que me abre las puertas a
todo el placer. Se mueve con rapidez. En profundidad. Con tanta ferocidad
que no me da tregua del placer constante que me regala con cada embestida.
Y no cabe ninguna duda de que este coño, sin duda, le pertenece.
Al cabo de unos segundos, un ardor me recorre la columna y llega hasta
las caderas justo antes de dispararse hasta mis entrañas. Alcanzo el clímax
con él dentro y me entrego sin aliento, se me para el corazón y me despeja de
cualquier duda que podría haber sentido respecto a dejar que me tomara con
esta ferocidad y de cualquier miedo al estado físico en el que me iba a dejar.
Porque la forma en que Jake Swagger consigue que me corra hace que
todas las consecuencias valgan la pena, joder.
Capítulo 20
—Te das cuenta de que son treinta y dos putos pisos de escaleras,
¿verdad? ¿Eres consciente de cuánto vamos a tardar? —La voz de Jake
resuena en el hueco de la escalera. Está apoyado en la pared, lleva tejanos y
otra camiseta ceñida y alza una ceja perfecta (que jura y perjura que no se
depila) con expresión interrogativa.
—Sí. Por eso salimos treinta minutos antes. Así que o empiezas a bajar o
eres un imbécil y te montas en el ascensor. Pero si se te para, no esperes que
venga a salvarte. —Empiezo a bajar por las escaleras.
Antes de llegar al primer rellano, oigo que suspira y que empieza a
seguirme.
—De acuerdo. Y cuando no puedas más a medio camino, porque te
agotarás, no esperes que te lleve a cuestas los pisos que queden.
—Me llevarás si te pido que lo hagas.
—Y una mierda lo voy a hacer.
Lo miro por encima del hombro y me sorprende descubrir que tan solo se
encuentra a dos escalones de distancia.
—Sí que lo vas a hacer.
—Penelope… —gruñe, a modo de advertencia.
Para hacerle ver que tengo razón, finjo que doy un traspié. Demostrando
unos reflejos veloces como un rayo, me agarra y me ayuda a recuperar el
equilibrio.
—Vigila, cielo.
«Vaya, ¿dónde ha quedado ese gruñido?».
Quiero esbozar una sonrisa de suficiencia, pero bastante tengo con
derretirme. Como llevo derritiéndome por él estos últimos dos días.
Desde el ataque en el ascensor, Jake se ha mostrado sumamente
cauteloso. Me ha tratado como si fuera una piedra preciosa. Me ha mimado.
Me lo ha dado todo en bandeja. No estoy segura de si ha sido porque lo he
asustado o si es porque se está enamorando de mí. Yo no lo he dicho. Lo ha
dicho él.
No sabe que lo oí por la noche. No tengo intención de contárselo. Pero
incluso aunque no me lo hubiera dicho, lo habría descubierto por cómo me
trata.
Tras el incidente, dormí casi todo el día. Cuando me desperté, ya era de
noche. Jake seguía en la cama conmigo, me abrazaba como si temiera que
alzara el vuelo sin que él se diera cuenta. Se despertó en cuanto empecé a
moverme. Me besó la cabeza. Me preguntó cómo me encontraba. Me preparó
la cena y me la trajo.
A la mañana siguiente, me desperté sola en la cama. Me invadió la
tristeza y la soledad. Sin embargo, se desvanecieron enseguida cuando lo
descubrí sentado en la silla de la habitación. Escribía en el portátil. Llevaba
pantalones cortos de deporte y nada más. Y tenía el pelo lacio y brillante del
sudor tras su entrenamiento matutino.
Me acerqué a él. Necesitaba su consuelo tanto como necesito respirar.
Tras salir de la cama a gatas, Jake me recibió en sus brazos. Y me abrazó.
Me frotó la espalda. Me llevó a la ducha. No me pasó por alto que esperara a
ducharse hasta que yo despertara. Y, por alguna razón, este hecho me hizo
llorar, pero las lágrimas quedaron camufladas en el chorro de agua.
Nos pasamos el día mirando la televisión. Incluso me dejó escoger la
película. Y yo, que soy una romántica empedernida que no puede ser más
fiel al cliché, escogí El diario de Noa. Lloré en las escenas más
sentimentales. Jake ponía los ojos en blanco. Pero no se quejó en ningún
momento.
Bueno, excepto por la parte en la que el protagonista le pregunta a la
protagonista una y otra vez: «¿Qué quieres?».
Jake soltó su habitual «Me cago en la leche…» y negó con la cabeza.
Más tarde, ese mismo día, Jake se encerró un rato en el despacho. Y no
pareció importarle lo más mínimo cuando entré. Me senté enfrente de su
escritorio y leí mientras él trabajaba.
Cam se presentó en algún momento y ni siquiera entonces Jake me pidió
que me fuera. Se limitó a cubrirme las piernas desnudas con una manta (no
llevaba otra cosa que sus camisetas desde que me puso la primera), me
plantó un beso en el pelo y me dejó quedarme mientras ellos trabajaban. Cam
nos miraba como si estuviéramos locos. Pero algo en los ojos de Jake evitó
que hiciera cualquiera de sus bromas habituales.
Para cuando nos fuimos a dormir anoche, ya había superado el trauma.
Volvía a ser yo; un yo sumamente querido y deseado por otra persona.
Quedarme dormida en los brazos de Jake fue mejor que follar con él. Y era
incapaz de imaginarme cómo sería volver a casa y tener que dormir sola. O
quién le iba a calentar la cama a Jake cuando yo ya no estuviera. Pensarlo me
perturbó tanto que me negué a seguir dándole vueltas. Iba a mantener la fe
(sigo haciéndolo).
Jake me quiere.
A ver, ¿cómo no iba a hacerlo?
Y el amor conlleva el «fueron felices para siempre». Corazones, flores y
Peta Zetas y zapateado al estilo river dance cada día.
Cruzo otra puerta y el enorme 16 que hay sobre el marco me hace soltar
un gruñido.
—Jake… —lloriqueo, entre resoplidos y bufidos dramáticos y apoyo la
espalda contra la puerta—. Estoy cansada.
—Te jodes.
—Llévame.
—Y una mierda. —Me rodea y abre la puerta.
—Venga —le suplico, siguiéndolo—. Tómatelo como tu dosis de
ejercicio diario.
—Ya he tenido mi dosis de ejercicio diario esta mañana, Penelope.
Cuando te has sentado en el banco de pesas para mirarme.
Cierto. Me he encontrado una nota junto al despertador que me ha dejado
sorda a las puñeteras seis y media esta mañana diciendo que estaría en el
gimnasio. Me ha picado la curiosidad porque, hasta ese momento, ni siquiera
sabía que tenía un gimnasio, así que he ido a buscarlo.
Parecía una versión pequeña de un gimnasio de la Asociación Cristiana
de Jóvenes, la YMCA, pero sin oler a pies. Con las vistas a Chicago. Incluso
tenía tres pantallas de plasma y una nevera. Sin embargo, ha sido el
espectáculo que supone ver a Jake acalorado y sudado y con un cuerpazo
para morirse lo que me ha obligado a sentarme para evitar que me fallaran
las rodillas.
—Si hubiese sabido que íbamos a bajar por las escaleras, no habría
corrido los nueve kilómetros y medio esta mañana.
—¿En serio creías que me iba a volver a meter en esa trampa mortal?
Ni siquiera pestañea.
—Sí.
—Bueno, pues… No me gusta insultar, pero si te lo crees es que eres
idiota.
—Insúltame lo que quieras, pero hazlo sin dejar de caminar o vamos a
llegar tarde.
—Uf. Vale. —Para distraerme de los miles de escalones que aún nos
quedan por bajar, tomo un selfie rápido y se lo mando a Emily y me imagino
su reacción cuando vea que voy vestida de Chanel otra vez. El jersey
extragrande de color crema me llega por encima de las rodillas. También
llevo unos leggins marrones súper gruesos de doble punto. Y unas botas
marrones y aislantes hasta las rodillas. Ah, y son de Louis Vuitton.
«Se va a morir de la envidia».
Imaginármelo me da un chute de energía y ni siquiera resuello cuando
por fin llegamos al vestíbulo. Alfred nos recibe con una sonrisa y una
disculpa por lo que ocurrió con el ascensor. Le doy un abrazo porque me
encanta abrazar. Me lo devuelve y sonrío al notar los ojos de Jake clavados
en la espalda. No obstante, antes de que pueda decir algo, le suena el
teléfono.
Ross nos acompaña hasta el coche e incluso me guiña un ojo antes de
cerrar la puerta. Jake no se da ni cuenta. Está demasiado absorto hablando de
números y porcentajes y chorradas aburridas. Así que me pongo a jugar a
Toy Blast mientras él trabaja durante todo el viaje hasta la puerta de
aterrizaje donde nos espera un avión.
Había imaginado algo que se pareciera a un fumigador aéreo. Pero lo que
nos espera parece una versión reducida del Air Force One. Tiene divanes.
Tiene sillas de respaldo bajo que se reclinan. Una habitación. Una ducha. Un
cuarto de baño. Un bar. Y una azafata de vuelo que es demasiado guapa para
sonreírle a Jake de esa manera.
Layla, según su chapa identificadora, se pasa la mano por el vestido
perfectamente planchado que es, sin duda, demasiado corto. Echo una ojeada
a Jake para ver si le está mirando las piernas. Me está mirando a mí (con el
móvil todavía pegado a la oreja). Y le revolotea una sonrisa divertida en los
labios.
Cuando la azafata se da cuenta de que está hablando por teléfono, se
dirige a mí.
—¿Puede ofrecerle algo, señorita Sims?
Pongo los ojos en blanco.
Jake suelta una carcajada y se apresura a terminar la llamada.
Layla tiene una expresión confundida.
—Me llamo Penelope.
—Le pido disculpas, señorita Penelope. —Parece arrepentida. Pero me
ha molestado demasiado como para que ahora me importe.
—Penelope a secas —le espeto.
—Por supuesto, Penelope. ¿Puedo ofrecerle algo?
—Los dos tomaremos vodka. Que el suyo sea doble —tercia Jake.
Layla asiente y enseguida desaparece. Me muevo para quedarme sentada
lo más alejada de él posible.
—Penelope… —suspira, es evidente que se está divirtiendo—. No te
enfades. Ha sido sin mala intención.
—No estoy enfadada. —«Qué mentirosa soy».
Toqueteo el cinturón del asiento, es mucho más sofisticado que el
cinturón de un avión normal. Estoy tan concentrada en descubrir cómo
funciona que no me doy cuenta de que Jake se ha levantado y lo tengo justo
delante. Me aparta las manos y me abrocha él el cinturón.
—Oye… —empieza y me levanta la barbilla con los dedos—. Lo siento,
cielo. De verdad.
—¿Ah, sí? Pues no pareces sentirlo mucho.
Reprime la sonrisa lo mejor que puede.
—Estás nerviosa. Y ahora te he hecho enfadar. Te lo compensaré más
tarde. Te lo prometo.
—¿Has llevado a muchas mujeres en este avión? —pregunto, irritada por
mi propia pregunta.
Él sonríe, por supuesto.
—Ninguna que fuera tan guapa como tú.
—Ese chico me habría llevado en un avión en el que no se hubiera
follado a ninguna otra mujer. Me habría dicho que lo hacía porque yo me
merezco algo mejor. Para él, yo habría valido mucho más que cualquiera de
las otras. Habría reducido a cenizas el avión y se habría comprado otro.
—Sin duda, vales muchísimo más que cualquier otra mujer que se haya
subido en este avión. Pero no vales más que sesenta millones de dólares,
reina.
En el fondo, me he puesto a bailar river dance porque valgo más y soy
más guapa que las otras. Y Jake Swagger vale mucho mucho. Con todo, me
muestro impertérrita y echo un vistazo a la cabina y ese derroche de lujo
exagerado.
—¿Has pagado sesenta millones de dólares por esto?
Sonríe.
—Serás idiota.
Jake agarra las bebidas que Layla nos ha preparado y me ofrece una. Me
la tomo de un trago y me doy cuenta, demasiado tarde, de que ha sido un
error. Me da palmaditas en la espalda hasta que dejo de ahogarme y luego
regresa a su asiento.
Me tomo un selfie y se lo mando a Emily antes de acomodarme en el
sillón y dejar que el calor del alcohol me invada. Sigue siendo demasiado
temprano para mí. Estoy cansada. Y antes de despegar, noto que floto y
sonrío al ver la ya común respuesta de Emily: el emoji con el dedo corazón
levantado.
«Qué celosa está».
Capítulo 23
***
***
—Valoro lo que cada uno de vosotros habéis hecho por esta empresa. Tengo
muchas ganas de ver lo que nos depara el futuro. De trabajar codo con codo
con vosotros, juntos, presentar al mundo el mayor cambio que el sector de la
agricultura ha presenciado desde la invención del tractor. Muchas gracias.
«Y la multitud lo ovaciona».
Te aburriría con todas las chorradas que ha dicho, pero un puñetero
sistema de riego no tiene nada de emocionante. Da igual cómo lo pongas. A
ver, que seguro que a esta gente les ha encantado el discurso, estaban
pendientes de todas y cada una de las palabras de Jake. Pero saben cosas
sobre el mundo agrícola que yo no sé. Y de verdad que Jake tiene un aspecto
espléndido allí arriba, guapo y poderoso, tratando de parecer informal con
sus tejanos y su camiseta, como si no fuera el rey del mundo.
«Me pregunto si Jake formará parte de los illuminati…».
Amber me da un golpecito con el hombro y sonríe.
—Les ha encantado.
Dirijo los ojos al punto en el que Jake está estrechando las manos de todo
el mundo.
—Sí. Es muy fácil que te encante.
—Quizá me enamore de él.
—No me extrañaría para nada.
—Bueno, entonces, ¿tú…?
—¿Yo, qué?
—Si tú estás enamorada de él.
Asiento despacio.
—Creo que sí.
Me mira fijamente.
—¿Crees? Chica, será mejor que lo sepas seguro. Porque no hay duda de
que él sí que está enamorado de ti.
—Yo no estoy tan segura.
—Eh, perdona. Yo sí. ¿Has visto cómo te mira? ¿Cómo te sonríe?
¿Cómo te toca? O estás ciega o eres estúpida si no lo ves. Los dos parecéis
sacados de una novela romántica. Tú eres la heroína y él… Bueno, te diría
que es el héroe, pero el término no le haría justicia.
Observo a Jake desde el otro lado de la estancia. Como si hubiera
percibido mi mirada, levanta los ojos y al instante se encuentra con los míos.
Como si siempre hubiese sabido dónde estoy. Lo saludo con un gesto leve y
noto que los músculos de la espalda se me relajan cuando me guiña el ojo.
—Tienes razón, Amber. Es más que un héroe.
—Entonces, ¿cómo se llama un hombre que lo es… todo?
—Yo solía llamarlo ese chico.
—Ese chico… Vaya, sí, buena definición. ¿Y ahora cómo lo llamas?
—Aún lo estoy pensando pero me inclino por algo tipo futuro papi, amor
de mi vida, razón de mi existencia, alma gemela… —Hago un mohín e
inclino la cabeza mientras lo examino—. ¿Te parece que es ir demasiado
lejos?
Y en ese preciso instante, Jake levanta en brazos a un bebé.
No sé de dónde ha salido la criatura.
Ni siquiera sabía que hubiera una.
Pero tiene un bebé.
En brazos.
Y está…
«Ay, Señor».
Está besando al bebé.
El suspiro fantasioso que suelta Amber es igual que el mío.
—¿Demasiado lejos? ¿Demasiado lejos querer que un hombre como ese
sea tu alma gemela? —Por el rabillo del ojo veo que niega con la cabeza—.
Qué va. Ni siquiera un poquito.
—Creo que le voy a confesar que estoy enamorada de él.
—Si no lo haces tú, lo haré yo.
Frunzo el ceño y me giro hacia ella.
—¿Por qué ibas a decirle tú que estoy enamorada de él? Pero… Pero si
es algo muy personal.
Pone los ojos en blanco.
—Boba, no le voy a decir que estás enamorada de él. Le diré que lo estoy
yo.
No sé si bromea o no. No sé interpretarla. Para cubrirme las espaldas, me
pongo a planear mi venganza, ya sabes, por si las moscas. Solo hay una cosa
que tengo que saber antes. Así que en el tono más despreocupado que
consigo impostar, le pregunto:
—En una escala del uno al diez, ¿cuánto cuesta encontrar un montón
fresco de caca de perro en Topeka?
Capítulo 24
El sonido que profiero cuando Jake sale de mi interior es una larga melodía
gutural que se podría describir como una retahíla de gimoteos, maullidos,
resoplidos, gemidos, mugidos y silbidos. Espero que Jake se eche a reír. O se
ría entre dientes. Que sonría. Que muja. Algo. Pero no, me dice:
—Lo haré mejor, cielo.
Me aparta el pelo del cuello, lo agarra y me mete la mano con suavidad
para recolocarme la cabeza de modo que él pueda acceder mejor a mi
hombro. Entonces, empieza a describir un camino de besos sobre la piel
desnuda que me llega hasta la oreja.
—¿Un baño o una ducha?
Gruño.
Ahora sí que se ríe entre dientes.
—¿Elijo yo, entonces?
Gruño.
—Pues un baño.
Se pone en pie y estira las manos, me levanta de la cama y me carga en
brazos. Me lleva pegada a él como si fuera un mono. Huelo su aroma. A
jabón. A limpio. A hombre. A rico. «Dios, Penelope. ¿Podrías ser más
superficial?». Seguramente no. Pero ser rico tiene un olor. Y así es como
huele Jake Swagger.
Abro los ojos y veo el costado de su cuello ancho. Una sola vena gruesa
le late bajo la piel. La barba de dos días le oscurece la piel perfecta. Me
invaden unas ganas irrefrenables de sacar la lengua y lamérsela. Cuando lo
hago, descubro que tengo la lengua demasiado corta y que tengo demasiada
flojera como para acercarme más.
Tengo que hacer pis.
La necesidad me invade tan de repente y con tanta urgencia que lo
aprieto todo para evitar una lluvia dorada. Jake se pone tenso al notarlo. Y
eso solo consigue añadir más presión a mi vejiga.
Y si aprieta un poco más…
«Por favor, Señor, no permitas que me mee sobre este hombre».
Jake me planta un beso en la frente y los pelillos de su mejilla me hacen
cosquillas en la nariz. Está generoso, porque me recorre la sien con los
labios. Y los pelillos me siguen haciendo cosquillas. Ahora tengo ganas de
estornudar.
Y si estornudo…
«Por favor, Señor, no dejes que estornude y me mee sobre este hombre».
Subimos por unas escaleras. Me había olvidado de que esta suite tiene
piso de arriba. Es donde se encuentra el dormitorio principal. Y el baño
principal está al lado del dormitorio principal.
Y es donde me está llevando.
Porque soy tonta y he dejado que escoja que nos demos un baño y no una
ducha.
Y el único baño que hay está arriba.
Y con cada escalón, tengo la sensación de que la vejiga me da tumbos
como si fuera una pelotita.
Creo que lo está haciendo a propósito.
Y si no para…
«Señor. Soy yo otra vez. Por favor, teletranspórtanos al baño más
cercano para que no tenga que mearme sobre este hombre».
—¿Qué estás rezando?
«¿Por qué nada me sale bien?».
Cierro los ojos y no digo nada.
No puede ser que se tarde tantísimo en llegar a una maldita bañera.
Jake ralentiza el paso.
—Dímelo, preciosa.
—Estoy a punto de mearme encima tuyo si no me llevas al baño.
Se queda paralizado durante un segundo y reanuda la marcha.
—Me cago en la leche, Penelope. Me lo podrías haber dicho en vez de
ponerte a rezar.
—¿Ah, sí? Bueno, pues era algo que no quería admitir.
—Bueno, pues lo que yo no quiero es una lluvia dorada.
—En tal caso, te sugiero que…
Dejo de hablar cuando me suelta sin ceremonias sobre el retrete. El
movimiento es más de lo que mi vejiga es capaz de soportar y me pongo a
mear en el mismo instante en que las nalgas tocan la porcelana. Cuando Jake
se incorpora, levanto la mirada y descubro que tiene una ceja levantada casi
hasta media frente.
—¿Qué? Ya te he dicho que tenía que mear.
«Mmm… Me pregunto si por eso he tenido un orgasmo tan intenso…».
Creo que fue Christian Grey quien nos enseñó que correrse con la vejiga
llena era mejor que con la vejiga vacía. ¡Anda que no tenía razón!
«Gracias, E. L. James. Siempre estaré en deuda contigo».
Sigo meando. Jake me ha dejado sola y ha cerrado la puerta al salir. Este
cuarto de baño, igual que el que él tiene en casa, tiene un retrete separado del
resto del cuarto de baño. Incluso dispone de revistero. Y un iPad. Lo que me
parece una locura, porque personas como yo pueden verse tentadas de
robarlo. No obstante, a pesar de todas sus comodidades, el espacio cerrado es
un poco claustrofóbico. Y me pica la curiosidad saber qué estará haciendo
Jake.
Alargo los dedos y llego al pomo de la puerta por los pelos. La abro y
descubro que está de pie con los brazos en jarras, desnudo, mirando cómo se
llena de agua la bañera. Mis ojos se pierden en el pelo negro que se acumula
en la base de la V que forman sus caderas.
Quiero lamerle los abdominales.
La polla.
Las malditas rótulas, si eso es lo que le pone.
—¿No te parece raro mear con la puerta abierta? —pregunta, con una
sonrisilla en ese rostro cincelado, precioso y que da tantas ganas de
follárselo.
—¿A ti sí?
—No. Pero a las mujeres os suele parecer raro. Claro que tú no es que
seas de lo más normal.
—Cierto.
—¿Cómo es posible que aún estés meando?
Me encojo de hombros.
—Debo de tener una vejiga agrandada.
Gruñe.
—No digas «vejiga agrandada», Penelope.
—Es el término médico adecuado, Jake.
Me fulmina con la mirada. Como un milagro, dejo de mear.
—¿Y si tengo una piedra en el riñón?
En cuanto se me pasa la idea por la mente, saco el iPad del revistero que
hay junto al retrete e introduzco los síntomas en el buscador.
—No tienes una piedra en el riñón.
—Pues el doctor Google dice que tengo una piedra en el riñón.
—Pues el doctor Swagger dice que te has bebido tres copas de champán
en el coche antes de que un pollón te distrajera de todo lo que no fuera tener
los mejores orgasmos de tu vida, lo que te ha dejado débil y ha comportado
que de golpe te hayas dado cuenta de que tenías que mear porque… —
Chasquea los dedos y me apunta con las pistolas con los dedos—. Te has
tomado tres copas de champán. Y no tienes una puñetera piedra en el riñón.
Lo miro fijamente. Parpadeo. Una vez. Otra.
«Sí. Eso tiene mucho más sentido».
Claro que eso no se lo voy a decir. Así que cierro la puerta de una patada
porque quiero seguir leyendo sobre las causas de mi diagnóstico: hipertrofia
del cuello vesical. Y porque mear es una cosa, pero una señorita como Dios
manda no se limpia delante de otros.
Cuando he terminado y me he convencido de que, a pesar de lo que
afirma el doctor Google, no me encuentro en las últimas fases de un fallo
renal, me dispongo a levantarme. Acabo volviéndome a sentar y tengo que
volver a intentarlo, una y otra vez, antes de conseguir ponerme finalmente en
pie.
Me estoy planteando si apoyar el pie en el retrete para poder examinar el
destrozo de mi vagina y consultarlo luego con el doctor Google cuando se
abre la puerta.
Jake me observa. Es evidente que está divertido.
—¿Qué haces?
—Bueno, te puedo contar lo que me alegra no estar haciendo, ya que
acabas de entrar sin llamar.
Se lo digo en serio. Pero él se esfuerza por reprimir la sonrisa. Al final, se
da por vencido y la sonrisa le llena el rostro de oreja a oreja.
—Venga, reina. El baño está listo.
Me agarra de la mano y yo lo sigo como si flotara. Podría estar
llevándome hasta un precipicio. A un puente. Al mismísimo fuego del
infierno y estoy segura de que seguiría yendo voluntariamente. Y todo
porque me ha llamado reina.
Soy una tontaina.
Y le acaba de añadir otro requisito indispensable a la lista de
características de ese chico.
La luz es tenue y suena una música suave, que apenas se oye sobre el
zumbido de los chorros del jacuzzi. Hay velas a lo largo del borde de la
bañera. Inspiro hondo e inhalo el aroma de lavanda del aceite de baño y me
embarga una paz serena.
Ha habido pocos momentos en mi vida en los que no haya tenido ganas
de abrir la boca. Sin embargo, este es uno de ellos. No quiero que nada, ni
siquiera el sonido de mi voz ni en el de la suya, amenace la tranquilidad de
este momento.
No obstante, Jake abre la boca.
Y yo le respondo.
Y el momento alcanza un nivel superior de perfección.
—Estás preciosa cuando estás feliz.
—Siempre estoy feliz.
—Siempre estás preciosa.
Me muero. Me desmayaría y besaría el suelo de no ser porque tengo las
manos de Jake en las caderas. Sus manazas se deslizan por mis costados.
Abre los dedos y me acaricia el estómago. Las manos, ávidas, me toquetean
los pechos desnudos como si fuera pecado no hacerlo.
Jake me agarra la mano y se la lleva a la boca. Me besa la punta de cada
dedo. Me atraviesa con esos ojos gris verde azulados mientras me guía hacia
el único lugar de la bañera donde no hay velas.
El agua está caliente, pero no es insoportable. Trato de reprimir un
gimoteo cuando me sumerjo en ese baño lleno de aceite, pero no soy capaz.
El labio inferior me tiembla un poco y suelto un ruido a medio camino entre
un sollozo y un gemido.
Incluso con los ojos cerrados, soy consciente de que Jake está a mi lado.
Quiero mirarlo, pero mirarlo es lo que me ha hecho terminar aquí. Lo último
que necesito es que mi vagina ansiosa vuelva a anular a mi cerebro.
El cuerpazo de Jake rodea el mío. Tengo las manos descansando sobre
sus fuertes muslos cuando se coloca tras de mí y me hace apoyarme en él.
Hunde una esponja en el agua y luego la sostiene por encima de mis pechos
y la estruja, me moja el pecho antes de empezar a acariciármelo.
Después de hacerlo varias veces, cuando ya me encuentro en estado
semicomatoso, me mete los dedos entre el cabello y me masajea el cráneo.
Respiro por la nariz. Inhalo el aroma de lavanda y me llena los pulmones. El
efecto tranquilizante de la lavanda se apodera de todo mi cuerpo.
No me doy cuenta de que me he dormido hasta que me despierto
sobresaltada porque los dedos ya no me recorren el cuero cabelludo, sino que
me acarician los tiernos labios de mi sexo.
—Relájate —murmura mientras pasea la nariz por mi pelo—. Me
encanta cómo hueles.
«¿Le encanta?».
Lo ha vuelto a decir.
Por segunda vez, le encanta algo de mí.
Le he dicho que me esperaría a mañana.
Pero no puedo esperar.
Tengo que preguntárselo.
—Al final te vas a enamorar de mí, ¿eh?
Jake Swagger no se asusta con facilidad. No deja de recorrerme los
labios arriba y abajo con el dedo. Sin embargo, sí que es fácil que algo le
haga gracia. La grave resonancia de su risa a mi espalda lo demuestra.
—¿Tienes el coño muy dolorido?
«¿En serio?».
—La madre, cómo sabes arruinar el momento…
—No me había dado cuenta de que era especial. Respóndeme.
—¿A qué? —le pregunto, solo porque me gusta el cosquilleo que me
recorre toda la columna vertebral cuando él dice «coño».
Lo sabe. Vuelve a reírse con ese tono grave. Entonces, hunde el dedo
entre los labios y me mete la punta por la vagina. Estoy hinchada, tierna y
mojada y no solo se debe al agua del jacuzzi. Me acerca los labios al oído y
me repite la pregunta con un susurro:
—¿Tienes el coño muy dolorido?
Quiero contestar algo sexy. O quizá algo que me consiga la atención que
quiero que me dedique, igual que la retahíla de gimoteos, maullidos,
resoplidos, gemidos, mugidos y silbidos me ha regalado este baño con velas.
Pero la barra cada vez más dura que noto en la parte inferior de la espalda me
hace desistir.
—Sí, está dolorido.
—Mmmm… —me entona al oído—. ¿Pero un dolor placentero?
—¿Qué? No. No existe un dolor placentero cuando estás hablando de un
coño completamente destrozado.
Gruñe y clava sus caderas contra mí.
—No digas «coño», Penelope.
—Eso mismo me dijiste cuando lo llamé vagina.
—Bueno, pues oírte decir coño me hace querer agarrarte este culito,
ponérmelo encima y meterte la polla en ese coño tan delicioso e hinchado
que tienes.
—El coño tan delicioso, hinchado y destrozado que tengo.
—Me cago en la leche, mujer.
—¿Qué? Si lo único que he dicho era…
—Para. Deja de hablar. Quédate quieta y calladita y trataré que sea lo
menos doloroso posible.
Me sube a los muslos y me alarmo un poquito: me aferro a los lados de la
bañera y trato de zafarme de sus manos mientras farfullo, sin convicción:
—No, Jake. Para. No puedo.
—Tranquila, cielo. —Habla con tanta suavidad y tanta ternura, con un
toque de arrepentimiento—. No estoy tratando de follarte. —Rehace con
besos el mismo camino que ha descrito tantas otras veces, del hombro hasta
el cuello. E igual que las otras veces, me derrito—. Solo quiero terminar lo
que he empezado.
«¿A qué demonios se refiere?».
Lo descubro cuando agarra la esponja y me acaricia el sexo que ahora
está medio fuera del agua. Y…
«Madre mía».
«Sí».
La mayoría de los protagonistas miman a las protagonistas con una toalla
caliente después del sexo. O le dan una camiseta. O las dejan pegajosas para
que huelan a ellos. Algo que, por cierto, me parece tremendamente
asqueroso.
Pero ¿Jake Swagger?
No es el caso.
Él lo lleva a otro nivel.
Me ha preparado un baño. Con velas. Me ha dado un masaje en la
cabeza. Y una puñetera limpieza vaginal. Me está limpiando de la forma más
maravillosa e íntima que existe. De acuerdo, seguramente lo está haciendo
más porque se siente culpable por haberme destrozado la patata que porque
quiere ser cariñoso.
—¿Por qué me haces esto?
—¿Hacer qué?
Con un ademán, englobo todo el cuarto de baño y luego señalo mi
cuerpo.
—Todo esto.
—¿Cuidarte?
Me da un vuelco el corazón, no soy capaz de hablar. Así que me limito a
asentir.
—Hago todo esto —Imita el mismo ademán que he hecho— porque te
dije que iba a cuidarte. Soy un hombre hecho y derecho y no voy con
cuidado cuando tengo relaciones sexuales. Nunca lo he hecho. Contigo
debería haberme moderado. Haberme frenado. Negártelo incluso cuando me
lo suplicabas. Pero es que tienes algo, con ese cuerpo de escándalo, que me
hace perder el control.
Sostiene la esponja sobre mi vulva y la estruja. El agua cae como una
cascada de satén sobre mi sexo desnudo y sus labios son igual de suaves
cuando me acaricia la piel del cuello hasta el hombro.
—Me encanta cómo me haces entregarme entero, cómo chillas mi
nombre cuando te corres, lo dulce que sabes. No puedo resistirme a ti.
Siempre espero que te niegues a hacerlo, pero nunca lo haces. Dejas que
tome lo que yo quiera. Confías en que te haré disfrutar. Así que hago todo
esto para demostrar que me he ganado esa confianza.
«Madre de Dios, pero… qué bonito».
Y evidentemente, yo tengo que abrir la boca para joder el momento.
—Me he olvidado de preguntártelo, pero ahora que lo pienso, no tienes
ninguna enfermedad, ¿verdad? Porque no te has puesto un condón. Y si
empiezo a notar picores en lugares donde no debería picarme… bueno, con
eso sí que vas a perder esa confianza.
Se ríe entre dientes.
—Tú sí que sabes arruinar el momento.
Me doy la vuelta para mirarlo de golpe, y por el camino tiro agua por el
borde de la bañera, pero estoy demasiado emocionada como para que me
importe.
—Ah, ¿era un momento especial?
—No, ahora que te has puesto a hablar de picores, no me interesa
recordarlo. Y para responder a tu pregunta, no. No tengo ninguna
enfermedad. —Debe de pensar que estoy a punto de soltar alguna otra
estupidez porque enseguida cambia de tema—: ¿Y si brindamos?
Agarra dos copas que hay junto a la bañera y me ofrece una acompañada
de un guiño.
—Es vino. Porque sé lo mucho que te encanta.
Pongo los ojos en blanco.
—Sabes lo mucho que lo detesto.
—Anda, estírate.
Lo olisqueo como si supiera lo que hago. Huele bien, pero arrugo la nariz
solo por comportarme como una imbécil.
—¿Por qué brindamos?
—Por lo que tú quieras.
Le brillan los ojos. Quiero brindar por el amor. Por nosotros. Por
casarnos, tener hijos y envejecer juntos. Sin embargo, me parece demasiado
ahora mismo. Además, le he prometido que iba a esperar y que pensaría en
ello mañana.
Así que sonrío, levanto la copa y brindo por la alternativa:
—Por ser positivos y dar negativo.
Capítulo 27
¿Recuerdas las cinco fases del duelo por las que pasa mi madre cada vez
que me llama? Bueno, pues resulta que la mierda esta es hereditaria.
Primera fase: negación.
Jake no ha dicho «nada de ataduras». Seguro que lo he oído mal. Porque
si creyera que lo nuestro es sin compromiso, no habría bajado (donde me he
escapado después de oír lo que claramente no he oído), ni me habría
agarrado de la barbilla con los dedos, ni me habría alzado la cabeza, ni me
habría besado en los labios, ni me habría susurrado «preciosa».
Más allá de las marcas de diseño, nada de lo que llevaba era «precioso»:
unas botas, unos tejanos, un pañuelo y una camiseta maravillosa de manga
larga con agujeros para pasar los pulgares. Tampoco lo era el moño
despeinado que llevaba. Y sí que iba maquillada, pero tampoco para
calificarme de «preciosa».
Pero madre mía si no me he sentido preciosa cuando me ha agarrado la
mano. Cuando me ha acariciado los nudillos con el pulgar mientras
bajábamos los dieciocho pisos de escaleras. Cuando ha posado la mano sobre
mi muslo durante todo el viaje hasta el aeropuerto. Cuando solo la ha sacado
para volver a agarrarme de la mano cuando hemos salido del coche.
Y me ha conducido hasta el avión.
Se ha metido el móvil entre el hombro y la mejilla.
Me ha inmovilizado entre sus brazos.
Me ha acariciado la sien con el dedo.
«¿”Nada de ataduras”? Y una mierda…».
Segunda fase: rabia.
A la mierda Jake Swagger. Que lo jodan por pensar que no soy capaz de
desenvolverme en África. Que lo jodan por decir que nací en medio de la
nada, en Misisipi. Que lo jodan a él y al «nada de ataduras». Que lo jodan
por asumir que no quiero vivir un cuento de hadas. Y que lo jodan por usar el
manido «sin compromiso».
Tercera fase: negociación.
Dios, por favor, haz que este hombre me quiera. Que me acepte. Que se
case conmigo. Que me deje embarazada. Hazlo y te prometo que donaré un
montón de dinero (suyo) a la caridad una vez tenga acceso a sus cuentas.
Siempre y cuando no me haga firmar un acuerdo prematrimonial, claro. Así
que Dios, por favor, no permitas que me haga firmar un acuerdo
prematrimonial.
Cuarta fase: depresión.
Esta es la fase en la que me encuentro.
Alzo los ojos para mirar a Jake. Está postrado como un rey en la silla de
respaldo ancho de su avión de sesenta millones de dólares. Lleva su traje de
negocios gris oscuro, hecho perfectamente a medida. Solo tiene una arruga:
entre los ojos, la sempiterna preocupación de un director ejecutivo mientras
teclea furioso en el portátil.
Solo verlo me vuelve loca. Noto como si tuviera un puñetero zoo en el
estómago. Mariposas que revolotean. Pájaros que baten las alas. Peces que
nadan. Me gusta la sensación y me tengo que morder el labio inferior y
esconder la sonrisa. Hasta que recuerdo lo que ha dicho. Entonces tengo la
impresión de que me han apuñalado en el corazón con uno de esos cuernos
kilométricos de las vacas Texas longhorn.
No puedo ser su señorita Sims. No puedo ser su Pretty Woman. No
puedo venir a Chicago cuando a él le vaya bien, dejar que me haga el amor,
enamorarme todavía más de él y despertarme sola en su enorme cama con un
fajo de billetes y una nota en la que me dice que ya nos veremos.
Desvío la mirada y tengo que pestañear para contener las lágrimas.
Inspiro hondo unas cuantas veces. No ayuda. Este vacío…
«Mierda».
Cierro los ojos ante el dolor. Quiero avanzar a la siguiente fase del duelo:
aceptación. Pero ¿cómo puedo aceptarlo cuando mi corazón se niega a
renunciar al mayor amor que ha conocido nunca? ¿Cómo puedo pasar página
cuando el único futuro que quiero lo tengo sentado aquí delante?
Doy vueltas a estas cuestiones mientras el avión aterriza. Mientras nos
subimos al coche que nos está esperando en la pista. Mientras recorremos las
carreteras llenas de tráfico de la ciudad. Mientras Jake no me suelta la mano
al cruzar el vestíbulo de su edificio y subimos un escalón tras otro.
—¿Penelope? ¿Me has oído?
Ladeo la cabeza y levanto los ojos hasta Jake, que lleva al teléfono desde
que hemos aterrizado. He dejado de escucharlo hace mucho rato. Ha sido
fácil, más teniendo en cuenta que los pensamientos que me rondan la cabeza
son demasiado dominantes como para que pueda prestarle atención a
cualquier otra cosa.
—¿Eh?
—He dicho que tengo que pasar por la oficina. Pero volveré en un par de
horas.
Es ahora cuando me doy cuenta de que estamos en su ático. En la cocina.
Tengo una copa de vino en la mano. Y me arden los gemelos que da gusto.
—Ah. Ya. Bien. Vale.
Frunce el ceño. Avanza hacia mí. Y me hace lo de siempre en la sien,
joder.
—¿Estás bien, cielo?
Me aclaro la garganta y me trago mis emociones.
—¿Yo? Sí. —Hago un ademán y fuerzo una sonrisa—. Estoy bien. Solo
estoy cansada del vuelo. Y de las escaleras.
Esboza una sonrisa tan chulesca como aliviada.
—¿Crees que volverás a subirte a un ascensor?
—Algún día. Quizá.
—¿Sabes? Siempre podría comprar un helicóptero. En el tejado hay una
pista de aterrizaje para helicópteros. —Una expresión aterrorizada le
atraviesa el rostro—. Aunque detesto esos cacharros.
—Entonces, ¿por qué te ibas a comprar uno?
Me mira como si quisiera decir que la respuesta es más que obvia.
—Pues para ti, claro.
Me derrito como si fuera mantequilla.
«Hala, a la mierda el progreso de mis fases del duelo».
—¿Me comprarías un helicóptero?
—¿Para evitar que tengas que subir tantísimas escaleras? Pues claro.
Aunque tendría que encontrar una canción como la que tú cantas en el
ascensor para no… ¿cómo dices tú? ¿Que no se me vaya la olla?
Me guiña el ojo.
Abro la boca para pedirle que se case conmigo.
Su móvil empieza a sonar.
«Me cago en el puñetero móvil».
—Dime, Sandra.
Entrecierro los ojos y le grito entre susurros:
—¿Quién diablos es Sandra?
—Mi asistente —articula sin emitir sonido.
«Creía que Cam era su ayudante… ¿O quizá lo he dado por sentado?».
Me tira del pelo hasta que echo la cabeza hacia atrás y se inclina para
besarme justo en la curva entre el cuello y el hombro, luego se aleja mientras
habla con la tal Sandra sobre cosas importantes para las que necesita palabras
que no entiendo.
Quiero que se dé la vuelta. Que me pida que lo acompañe. Que haga algo
que no sea dirigirse hacia la puerta como si yo ni siquiera estuviera aquí. Ser
testigo de cómo se va rompe algo en mis entrañas. No me gusta este vacío
cada vez más grande que siento a medida que él se va alejando. O la vocecita
que se pregunta si así es como va a ser siempre.
Que se ofrezca a comprarme un helicóptero.
Que me bese el cuello.
Que haga que me derrita por sus huesos.
Y luego que se vaya a toda prisa a la oficina.
O a África.
Y que espere que yo siga aquí cuando vuelva.
Porque eso es lo que ocurre en una relación sin compromiso.
Y yo, ¿qué? ¿Qué pasa con lo que yo quiero? ¿Qué pasa con mi vida?
¿Mis sueños? ¿Mi casa? Yo también tengo una vida, ¿eh? También hago
cosas. Quizá no son tan importantes como salvar al mundo con un sistema de
riego revolucionario, pero igualmente.
Quizá por eso tengo la sensación de estar ahogándome. Porque en ningún
momento me ha preguntado qué quería yo. Cada segundo de cada día que
hemos pasado juntos ha girado en torno a él. A su vida. A su carrera. ¿Tan
insignificante le parece mi vida? ¿O es que simplemente le importa un
comino?
—¿Jake?
Se detiene ante la puerta. Le dice a la tal Sandra que se espere un
momento antes de separarse el móvil de la oreja y decirme:
—Sí, ¿cielo?
«Cielo».
—¿Sabes quién son The Proclaimers?
—¿El grupo?
Asiento.
—Sí.
—Me suenan.
—Bueno, pues deberías escuchar su álbum Sunshine on Leith. Tienen
canciones que creo que te irían bien. Para tu miedo a los helicópteros.
—Lo haré.
Me guiña el ojo y sus labios describen una sonrisa.
Y esa sonrisa…. es digna de admirar.
De recordar.
De adorar.
Sin embargo, el ruido que hace la puerta al cerrarse a su espalda y la
sensación de que me hayan pegado un puñetazo en el vientre me hacen llegar
a la…
Quinta etapa: aceptación.
Nuestra historia podría haber salido de una novela romántica. A ver,
teníamos el potencial para convertirnos en algo fantástico. Había encontrado
a ese chico. Me había enamorado. Él también…
Teníamos la química. La tensión. El sexo. El punto en el que
descubrimos por qué Jake era un gilipollas. Y luego se ha redimido.
He tenido un altercado que me ha convertido en damisela en apuros.
Y él ha sido muy tierno haciendo todas esas cosas, como acariciarme el
pelo, prepararme el baño y susurrarme «shhh, no te fallaré».
Hemos bailado. Hemos tenido citas. Nos hemos reído. Hemos
compartido anécdotas. Hemos forjado un vínculo.
Me he derretido por sus huesos. Me ha sonreído.
Me he caído. Él me ha agarrado.
Me he puesto su camisa. Me la ha puesto él.
Sí. Lo hemos hecho todo.
Casi.
El problema es que nos falta la mejor parte: el puñetero «y fueron felices
para siempre».
Capítulo 29
***
***
Y en vez de una ducha, me doy un baño de espuma. Pero resulta ser una
mierda, porque solo sirve para hacerme pensar en Jake.
Así que me he puesto a llorar.
Me he encontrado a mamá y a Emily en la cocina, riéndose. Friendo
pepinillos en vinagre. Llevan delantales a conjunto. Tienen harina en la nariz
y las mejillas. Como si fueran una puñetera familia feliz. Y me he dado
cuenta de que quizá no se me ha necesitado por aquí tanto como creía. Me
siento como una aguantavelas en casa de mi propia madre. Y eso ha hecho
que haber huido de Jake sea un golpe todavía más duro.
Así que he llorado.
He llorado mucho y he acabado hecha un desastre.
Algo que por fin me ha hecho llamar la atención y enseguida me han
puesto la cabeza sobre el regazo de mi madre y los pies en el de Emily en el
sofá mientras mirábamos el concurso Jeopardy en televisión y comíamos
pepinillos, tarta y no acertábamos ni una.
—¿Cómo estamos? —me pregunta mamá, en voz baja, mientras me
acaricia el pelo.
Nuevas lágrimas me anegan los ojos.
—Creo que he cometido un error. —La verdad que encierran estas
palabras me atenaza el pecho. Se me encoge el estómago. Me cae el alma a
los pies—. Soy una estúpida.
—No eres estúpida, cariño.
Me retuerzo para mirarla.
—Sí que lo soy. Era perfecto, mamá. Era dulce, amable, divertido y
bueno en la cama…
—Y rico —tercia Emily.
Asiento.
—Y rico. Rico como Christian Grey.
Mamá opta por ignorar el comentario superficial sobre su riqueza.
—Entonces, ¿por qué te fuiste?
—Porque oí que le decía a su amigo que nuestra relación era sin
compromiso. Nada de ataduras. Y que era perfecta. Y que no quería ir más
allá.
—¿Lo hablaste con él?
—No. —Bajo la mirada—. Me fui.
—Penelope Lane… Pareces la típica protagonista de novela romántica.
—¡Ya lo sé! —grito y me pongo la mano sobre los ojos—. ¿Y ahora qué
hago? No puedo llamarlo ni volver. Sería muy raro. Y se cargaría mi sueño
de que haga como hace ese chico: echarme tanto de menos que viene a
buscarme.
Como saben lo mucho que lo necesito, las dos coinciden. Aunque veo
que sienten la necesidad de decirme que me estoy comportando como una
imbécil a su parecer.
Mamá se pone en pie y me saca del sofá.
—Tú y Emily tenéis que salir. Tomaos unas copas y a ver si te lo puedes
sacar de la cabeza.
Me seco las lágrimas de las mejillas y asiento con tanta vehemencia que
me duele el cuello.
—De acuerdo. Suena bien.
Miro a Emily, que se encoge de hombros.
—Pues a mí me suena como lo típico que haría la protagonista.
«Lo que tú digas».
Capítulo 30
«Tengo hipo».
«Aclárate la garganta».
«Cierra los ojos».
«Cuenta hasta tres».
—Des… per… ado… o… o… o…
Tomo aire después de este inicio brutal y me preparo para dejar pasmada
a toda esta gente con mi voz angelical que sin duda hará que hasta los
ángeles del cielo se mueran de la envidia y maldigan el día en que yo me uní
a su coro. Pero justo cuando estoy a punto de cantar a grito pelado el
siguiente verso, oigo una queja entre el público que me es demasiado
familiar:
—Me cago en la leche…
Recorro con la mirada los setenta y cinco metros cuadrados de bar
karaoke buscando el origen de la voz masculina que ha usado la maldición
habitual de Jake y ha interrumpido mi canción. El hombretón casi calvo, de
cara roja y que viste con un peto y se sienta en un rincón parece el típico que
se cabrea por cualquier cosa. Así que no me extraña que se haya enfadado,
porque soy maravillosa.
Le indico con un ademán al muchacho que lleva la máquina del karaoke
que detenga la canción. Cuando la música se apaga, me vuelvo hacia el
hombretón.
—Eh… Perdone, señor. Pero se podría decir que he tenido muy mal día.
—Hipo—. El hombre del que estoy enamorada quiere una relación sin
compromiso. Así que estoy un poco sentimental ahora mismo y necesitaría
que no se comporte como un capullo, ¿vale?
El discursito me ha valido un montón de expresiones comprensivas, tres
chupitos de whisky barato y una salva de aplausos que me animan a terminar
la canción. Así que dejo que todo el mundo me compadezca. Me bebo el
whisky. Y con un gesto de cabeza le indico al muchacho a cargo del karaoke
que vuelva a ponerme la versión de Desperado de Clint Black.
Inspiro hondo.
Hipo otra vez.
Cierro los ojos.
Cuento hasta tres.
—Des… per… —Hipo—. Ado… o… o…
—Me sangran las orejas, joder.
«Será cabr…».
—¡Señor! —Todo el mundo se encoge al oír el pitido del micro cuando
lo arranco del pie para encararme con el cretino de mierda que no sabe
distinguir una estrella en ciernes aunque la tenga delante de las narices—.
¿Le importaría callarse la boca y dejar que me desahogue?
Hipo.
—Claro, bonita. Desfógate lo que quieras, pero no cantes.
Lo fulmino con la mirada.
—Cantar me ayuda a sentirme mejor.
—Y a nosotros nos hace sentir peor. —Su réplica de mierda le hace
ganar unas cuantas risitas entre dientes del público compuesto por una
treintena de personas. Se vuelve hacia Emily, que se cuenta entre los que se
ríen y está sentada en la barra—. ¿Siempre ha cantado así de mal?
—Siempre.
«Hostia, Emily».
Más hipo.
—Bueno, ¿qué? ¿Puede una tener el corazón roto? ¿Puedo cantar de pena
y beber whisky barato… —Hipo—. ¿Y tener hipo y no tener que oír tantas
críticas?
—Puedes hacer lo que quieras en el escenario, mujer. Todo menos
cantar.
Otra ronda de carcajadas.
Hipo.
Y más vasos que se levantan para brindar por la sugerencia de que me
calle. Incluso Emily levanta su Smirnoff de manzana verde.
«¿De qué va? ¿Qué es, una alumna de segundo curso de instituto?».
—Vamos a ver si lo he pillado. —Hipo—. No puedo cantar… La noche
de karaoke… para ayudarme a lidiar con el que seguramente es el peor día de
mi vida… pero ¿puedo hacer cualquier otra cosa? Entonces, puedo
desnudarme aquí delante de vosotros, pervertidos, y está perfecto, ¿no?
El imbécil de cara enrojecida levanta el vaso.
—¡Ya ves si está perfecto!
—No, y no va a ocurrir.
El bar entero se queda en silencio.
Todo el mundo gira la cabeza.
Las braguitas de la sala se desintegran.
Los hombres lo fulminan con la mirada.
Yo hipo.
Jake Swagger está aquí. Vestido de traje. Y me mira con tal intensidad y
vehemencia que me fallan las rodillas y tengo que agarrarme del pie de
micro para no caerme al suelo.
Ha venido.
«¡Ha venido!».
Pero qué guapo está, joder.
Está guapo de cojones.
«Actúa normal».
«Actúa normal».
Me cruzo de brazos, levanto la barbilla y enderezo la espalda mientras
trato de no desmoronarme solo por ver esos ojos gris verde azulados que me
están escrutando a través de la nube de humo que se interpone entre nosotros.
—¿Puedo ayudarte?
—Tal vez. Estoy buscando a una chica.
No puedo sofocar la esperanza que me tiñe la voz.
—Ah, ¿sí?
—Sí. —«Maldita la sonrisa que tiene»—. Su madre me ha dicho que la
encontraría aquí.
«Ay, mamá, gracias».
—Vaya. Bueno. Pues quizá tendrías que haberla llamado.
—Ya lo he hecho.
—No, no lo has hecho —le espeto.
—Sí, sí que lo he hecho. Pero, al parecer, se ha olvidado de pagar la
factura del móvil.
«Tiene que ser una puta broma…».
—No, no es una puta broma.
«¡Shhh, cabecita! ¡A callar!».
—¿Por qué la estás buscando?
—Porque esta mañana se ha ido corriendo sin siquiera despedirse.
—Qué típico, parece la protagonista de una novela romanticona. —
Lanzo una mirada de advertencia a Emily—. ¿Qué? Es verdad.
Inspiro y me yergo un poco más antes de volver a dirigirme a Jake.
—Bueno, pues habrás hecho algo... —Hipo—. Para que ella haya tenido
que irse así.
—Tienes razón. Quizá ha sido porque me he ofrecido a comprarle un
helicóptero.
Una muchacha que está borracha ahoga un grito. Jake la mira y se encoge
de hombros, con aire avergonzado y todo.
—Ya. ¿Me he pasado?
—Ni de coña te has pasado. Si quieres, puedes comprarme un helico-
cóptero a mí.
Todo el mundo se echa a reír. Incluso Jake se ríe entre dientes. Tengo
que aclararme la garganta para volver a ser el centro de atención. «Que esto
va sobre mí, joder».
—Dudo que haya sido por eso.
Hipo.
—Bueno, quizá ha sido porque ha escuchado a escondidas una
conversación que he tenido esta mañana con un amigo.
«Ay, mierda».
—Alguien tendría que decirle que eso es de muy mala educación —tercia
la muchacha borracha.
Jake asiente.
—Estoy de acuerdo. Y si no me falla la memoria… —Me fulmina con la
mirada: alguien ya lo hizo.
Hipo.
—¿Has terminado ya? Si no, me gustaría poder cantar.
—Por el amor de Dios, no dejes de hablar. —El imbécil de la cara roja
alza las manos en gesto de plegaria a Jake.
«Lo que tú digas».
—Pues resulta que mi amigo me ha preguntado qué había entre esta chica
y yo. Y le he dicho que era una relación sin compromiso.
Se producen una serie de murmullos entre algunas mujeres que me dan
ganas de hacer un gesto de victoria. Por suerte, el hipo me distrae.
Jake levanta una mano.
—Un momento, señoritas. La historia no termina aquí. Veréis, he dicho
eso solo porque creía que eso era lo que ella quería.
—No era lo que ella quería —le escupo, pero me apresuro a añadir—:
quizás. Supongo. No lo sé. A ver, ¿por qué lo creías?
—Porque ella en ningún momento me había dicho que quisiera algo más.
Resoplo.
—Vaya. ¿Entonces solo lo diste por hecho, sin molestarte a preguntárselo
siquiera?
—Bueno, es que resulta que esta chica… —Suelta una risotada y se pasa
la mano por el pelo—. Esta chica se caracteriza por decir siempre lo que
piensa. No se calla ni una. Nunca me he tenido que preguntar en qué piensa.
Porque si le ronda por la cabeza, lo acabará escupiendo. Incluso cuando no
pretende hacerlo. —Me sonríe—. ¿Te suena de algo?
El espacio que nos separa me empieza a asfixiar. Quiero que se termine
esta pantomima, bajar de un salto de esta porquería de escenario y lanzarme
a los brazos de Jake. Quiero que me abrace y me bese y me diga que me
quiere. No obstante, aunque entiendo por qué ha dicho lo que ha dicho, y
aunque ha venido, una parte de mí todavía se pregunta si es posible que este
pedazo de hombre (mi propio ese chico) me quiera… a mí.
—¿Por qué te has ido corriendo, Penelope?
Todo el bar aguanta la respiración mientras espera a que responda. Me
planteo soltar una mentira, pero mis defensas se desmoronan. Estoy agotada.
Y borracha. Y agarrotada de aguantar esta posición.
Dejo que los hombros se me caigan hacia delante y me agarro al pie del
micro.
—No quiero tener una relación sin compromiso, Jake. —Un peso con el
que no sabía que cargaba se esfuma.
—Entonces, dime lo que quieres —responde con tanta simplicidad. Pero
no es tan simple.
—No lo sé.
—Sí que lo sabes. ¿Tú qué quieres, Penelope? Vamos, ¿qué quieres? Te
repito: ¿qué quieres?
«Vale. Ahora sí entiendo por qué le daba tanta rabia esa escena».
Me lo vuelve a preguntar y se me va la olla, así que suelto, medio
gritando, medio llorando:
—¡Quiero lo que dice la canción!
Ladea la cabeza mientras me observa con atención.
—¿La canción que cantas en el ascensor?
Hipo. Me sorbo los mocos. Resoplo. Inspiro hondo.
—Sí. Quiero un hombre que esté dispuesto a recorrer quinientas millas
por mí.
—He recorrido cinco veces quinientas millas subiendo y bajando las
puñeteras escaleras contigo.
«Cierto es».
—Bueno, también quiero alguien que se despierte conmigo cada día. Y
que haya días que no sea en su ático con vistas a todo Chicago, que puedan
ser en medio de la nada, en Misisipi, en un piso de una sola habitación, sobre
un taller, con vistas al patio trasero de mi madre.
Se encoge de hombros.
—Vale.
«No puede ser tan fácil».
—Vivimos a miles de kilómetros de distancia.
—Lo solucionaremos.
—No siempre voy a querer acompañarte a las reuniones de negocios para
ganarme a tus clientes.
«Me estoy aferrando a tonterías…».
Sonríe.
—Entonces, podrás venir solo por el alcohol.
—No sabes nada de mí.
—Lo sé todo de ti. Te he investigado, ¿recuerdas?
«Joder».
—No sé nada de ti.
Levanta una ceja.
—¿De qué tienes tanto miedo, Penelope?
«A la mierda».
—No quiero querer a alguien más de lo que esa persona me quiere.
—Es imposible.
—No es fácil quererme, Jake.
Suelta una risotada de esas graves y retumbantes que me resuena hasta en
los pies. Entonces, con una voz tan sincera como su mirada, confiesa una
verdad que me llega hasta el alma:
—Quererte es lo más fácil que he hecho nunca.
«Madre. De. Dios».
Si fuera una novela, esta sería la frase más subrayada de todo el libro.
—Te quiero, Penelope Lane Hart. Tú eres esa chica.
No estoy segura del rato que llevo aquí de pie muriéndome por sus
huesos, notando cómo me explotan los ovarios, y el corazón se me hincha
tanto que creo que me va a estallar. Con todo, debe de hacer un buen rato,
porque Jake se enfada:
—Me cago en la leche, Penelope. ¿Me vas a responder o no?
—Ah. Sí. Claro. Yo…
Me entra el hipo.
—Mierda. Deja que vuelva a empezar. —Y con la misma facilidad con la
que respiro, le digo—: Yo también te quiero, Jake Swagger.
Sonríe. Como si Dios le acabara de ofrecer el mayor regalo del mundo.
Bueno, a ver, casi se podría considerar que sí.
—Baja de ahí y bésame, anda.
Eso hago. Por poco me rompo el cuello en el proceso, pero él me agarra.
Porque es lo que siempre hace.
Y entonces, me besa.
Y es como todos nuestros besos: ardientes, tiernos, sofocantes…
Perfectos.
Lo he echado de menos.
Le quiero.
Lo sabe.
Él también me quiere.
Jake baja la cabeza y me acerca los labios al oído para que lo oiga entre
el clamor de la gente del bar.
—Y dime, ¿qué ocurrió cuando él subió a la torre y la rescató?
«Será cabrón…».
Yo no soy Vivian. Él no es Edward. No estamos en Pretty Woman.
Estamos en una historia sobre una escritora que ha encontrado a su musa. A
ese chico. Que ha terminado enamorándose. Huyendo del amor. Y que, por
supuesto, ha confiado en que ese amor volvería a por ella.
Un cliché, vamos.
Y tan real como la vida misma.
Pero nuestra historia no termina con un «y fueron felices para siempre».
Y te aseguro que tampoco termina con una frasecilla de mierda sobre cómo
ella lo rescata a él. De hecho, no hay ninguna frase. Porque las palabras no
pueden expresar todo el amor que sentimos, joder.
Así que me aparto y le ofrezco a ese chico lo que quiere: el comienzo de
nuestro futuro y el final de esta historia al más puro estilo Penelope.
Chasqueo los dedos.
Hago las pistolas con los dedos.
Y bailo river dance.
Epílogo
Cam
El amor es un misterio.
Nunca sabes cuándo lo encontrarás. Nunca sabes con quién. Nunca sabes
cómo.
Simplemente, ocurre.
Gracias al cielo que nunca me ha ocurrido, joder.
No me imagino convirtiéndome en el calzonazos blandengue impotente y
encoñado que vive en las nubes y baila river dance en el que se ha
convertido Jake. No me malinterpretes, me alegro de que sea feliz. Pero echo
de menos la época en que solía alejarse cuando Penelope lo llamaba. O como
mínimo, cuando se tapaba la boca en un intento de ahorrarme la mierda de
«cuelga tú; no, cuelga tú» entre ellos. Me hacía tener la esperanza de que mi
amigo aún conservaba las pelotas.
No obstante, han pasado tres meses desde el día en que le confesó a su
novia que la quería en un bar, en algún pueblecito de Misisipi. Y ahora, ya ni
siquiera trata de hacer ver que es un hombre. Y estoy bastante seguro de que
si tiene pelotas, ya no le cuelgan debajo del rabo. Las lleva Penelope bien
guardaditas en el bolso para poder sacarlas y retorcerlas siempre que quiera
recordarle quién lleva los pantalones.
Hemos llegado a tal punto que me muero de ganas de que discutan.
Como hoy.
—Me cago en la leche, Penelope. He dicho que no.
En el silencio del coche, oigo perfectamente su respuesta al otro lado del
teléfono:
—¡Pero si tienes dinero de sobra! No es que seas pobre.
—No, no soy pobre. Porque voy a trabajar cada día. Y sí que tengo
dinero de sobra. Pero voy a dejar de tenerlo si no dejas de tratar de donarlo.
—Si no cumplo la promesa que le hice a Dios y me hace morir de la
forma más horrible posible, será culpa tuya. Hasta entonces, yo y mi vagina
nos quedaremos en la habitación de invitados.
—No digas «vagina». —Jake mira el móvil—. Joder, me ha colgado.
—¿En serio?
—Dice que hizo un pacto con Dios y ahora tiene que donar mi dinero a la
caridad. ¡Mi dinero! Y convierte cualquier cosa en una obra de caridad.
Ahora mismo, quiere darle uno de mis Rolex a Alfred. ¿Sabes cuánto le pago
a ese viejo? Te aseguro que puede comprarse un puñetero Rolex
tranquilamente.
—Pero ¿le ha dado el Rolex?
Suspira.
—Seguramente.
Suelto una carcajada. Por mucho que detesto relacionarme con una chica
como Penelope día sí y día también, no puedo negar que es perfecta para
Jake. Necesitaba a alguien que le hiciera tener los pies en la tierra. Y ella
necesitaba a alguien que la quisiera. Los dos podrían encarnar a los
protagonistas de una de esas novelas románticas que se convierten en
película sobre un chico que conoce a una chica y se enamoran a primera
vista.
El coche se detiene ante el edificio de Jake. No tengo ganas de
entretenerme mientras él se pasa los próximos cinco minutos discutiéndose
con Penelope. Y la hora siguiente, con el polvo de reconciliación. Sin
embargo, esta tarde tenemos que ocuparnos de cosas que no pueden esperar.
De lo contrario, dejaría que subiera solo y yo ya me buscaría una mujer a
quien cabrear para podérmela follar hasta que se olvide incluso de por qué se
había enfadado.
—Le voy a pedir que se case conmigo.
Me quedo inmóvil con la mano en la puerta y Jake se saca algo del
bolsillo. Cuando abre la cajita aterciopelada que tiene en la mano, me veo
obligado a entrecerrar los ojos por la luz que se refleja en el pedrusco más
grande que he visto en la vida. Levanto una ceja y lo miro a los ojos.
—¿Estás seguro?
—Nunca he estado más seguro de algo en la vida.
No parece nervioso en lo más mínimo. Sus ojos no reflejan ni un ápice de
incertidumbre, porque el cabrón rebosa amor por todos los poros. Y por
mucho que me duela admitirlo, no puedo estar más orgulloso de él.
Me inclino hacia delante y le doy un abrazo de esos varoniles con un solo
brazo.
—Felicidades, tío.
—¿Serás mi padrino?
Me aparto y le sonrío con suficiencia.
—Vaya, conque ya estás planeando la boda, ¿eh? ¿Qué va a ser lo
próximo? ¿Me vas a pedir si tengo un tampón o que te haga trencitas?
—Que te jodan. —Sonríe (como un hombre enamorado) y cierra de
golpe la cajita y se la mete en la chaqueta.
—Sí. Seré tu padrino. Pero solo si dice que sí.
—Dirá que sí.
—Nunca se sabe…
—Cam. —Me fulmina con la mirada—. Estamos hablando de Penelope.
Lleva planeando nuestra boda desde que se coló en mi casa.
Todavía me estoy riendo cuando se abre la puerta y Alfred nos da la
bienvenida. Se me van los ojos al Rolex que lleva en la muñeca y me río aún
con más ganas. El ruido atrae la atención de una mujer que sale del vestíbulo.
Pestañea y la repaso de pies a cabeza.
Es todo lo que busco en una mujer: rubia, alta, sexy, coqueta, segura. Le
regalo mi sonrisa ladeada que a todas les parece irresistible. Cuando se
relame los labios, sé que podría poseerla si quisiera. Pero la mirada de
desaprobación que me lanza Jake me distrae y antes de que pueda conseguir
su teléfono, se ha ido.
—¿Qué?
—Deberías sentar la cabeza.
Lo observo de hito en hito.
—¿Estás de coña?
—No, Cam. No estoy de coña. Tienes veintisiete años. Ya va siendo
hora.
—Y tú tienes treinta. —Le doy una palmadita en el hombro mientras
entramos en el ascensor—. Y eso significa que me quedan aún tres años de
tirarme a quien quiera y como quiera antes de ofrecerle mis pelotas a una
mujer. A la misma mujer. Para el resto de mi vida.
Sonríe.
—Cuando encuentres a la mujer adecuada, valdrá la pena.
—Has mirado demasiado el programa de Oprah. O el del Dr. Phil. —
Como ni lo confirma ni lo desmiente, lo miro con los ojos entrecerrados—.
Lo has hecho, ¿verdad?
Murmura algo ininteligible.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que yo no miro esas mierdas.
—¿Ni siquiera el programa de Ellen? Tío, hasta yo miro el de Ellen.
Me dedica una mirada desconcertada.
Me encojo de hombros.
—Es graciosa.
—Pero ¿quién eres?
—Tu padrino. Si dice que sí.
—¿Te quieres callar? Dirá que sí.
—¿Quién dirá que sí?
Los dos nos volvemos y descubrimos que Penelope está de pie ante la
puerta del ascensor y carga con lo que parecen ser trajes de Jake.
—¿Esta es mi ropa?
—¿Dirá que sí a qué?
—Penelope, ¿esta es mi ropa?
—Jake, ¿a quién le vas a preguntar algo?
—¿Me estás echando de mi propia casa?
—¿Me estás pidiendo que me case contigo?
—Me cago en la leche…
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Me caso contigo! —Penelope suelta la ropa y salta a los
brazos de Jake. Si este se ha enfadado porque le haya arruinado la pedida, ha
dejado de importarle. Porque le devuelve los besos con el mismo fervor y
ardor con el que ella se los da. Hasta tal punto que tengo que desviar la
mirada para darles un poco de privacidad.
Y entonces, la veo.
Tiene el pelo ondulado y negro. La piel de porcelana. Es menuda.
Voluptuosa. Tímida. Me mira a través de unas pestañas negras con unos ojos
cristalinos de un gris azulado que hace que me palpite el rabo dentro de los
tejanos con tanta fuerza como me late el corazón en el pecho.
Es justo todo lo contrario a lo que busco en una mujer.
Es todo lo perfecto en lo que nunca me he fijado.
No sé cuándo fue la última vez que vi a alguien que me cautivara tanto
como ella.
No sé cómo lo hace.
No sé quién es.
Pero esto… Lo que sea que siento… acaba de ocurrir, sin más.
—¡Cam! —El chillido de Penelope me devuelve a la realidad de golpe y
me preparo justo a tiempo para agarrarla cuando me rodea el cuello con los
brazos—. ¡Que me voy a casar! ¡Con Jake! ¡He dicho que sí!
Me obligo a apartar los ojos de ese pedazo de mujer que no sé quién es y
le sonrío a Penelope.
—Felicidades, guapa.
Se pone a divagar sobre alguna chorrada más y mis ojos se posan de
nuevo en la muchacha que me mira asustada, como si fuera a comérmela.
«Dios, me muero de ganas de comérmela».
De saborearla.
De llevármela a una isla desierta y desnudarla. Follármela hasta perder el
sentido. Y hacerla gritar mi nombre de placer una vez tras otra sin que nadie
que no sea yo la oiga ni vea su cuerpo.
—… La acompañarás hasta el altar…
«Pues claro que lo haré».
—… Haréis tan buena pareja…
«Joder, ya ves».
—… Nuestra boda será una puta pasada…
Su boda.
La boda de Penelope y Jake.
No la mía.
«Pero ¿qué cojones me pasa?».
—Emily, no seas maleducada. Saluda a Cam.
«Emily».
Lanza una mirada a Penelope y luego vuelve a mirarme. No se mueve y
me pregunto si parezco tan posesivo e indómito como me siento.
Trato de relajarme y de controlar estas emociones que, de algún modo,
Jake me ha contagiado, pero cuando veo que se ruboriza, se me pone aún
más dura y suelto un gruñido.
—Sí. Va a salir de maravilla —anuncia Penelope, y se pone a chasquear
los dedos y a hacer las pistolas con los dedos y luego zapatea un poco al
estilo river dance—. Cam, te presento a Emily. Te presento a tu chica ideal.
Esbozo una sonrisilla para Emily. La ensancho cuando veo que se
ruboriza todavía más. Así que le ofrezco una sonrisa de verdad solo para ver
cómo reacciona y juraría que suelta un gemidito. Eso refuerza mi confianza y
despliego todo mi encanto. Ignoro el corazón que me aporrea el pecho. Doy
un paso hacia ella. Parece que quiera retroceder, pero se mantiene firme y
alza la barbilla para mantener esos ojos maravillosos fijos en los míos.
Y esto hace que me guste aún más.
Doy otro paso.
—Siento decírtelo, Pe, pero Emily no es la chica ideal. —Alargo la mano
y le acaricio la mejilla y me percato de que se le pone la piel del cuello de
gallina.
—Ah, ¿sí? —Penelope está cabreada. Yo solo sonrío—. Joder, ¿por qué?
—Porque la chica ideal puede ser la chica ideal para cualquiera. —Clavo
los ojos en los de Emily—. ¿Pero esta de aquí?
Le guiño el ojo.
Si no estaba seguro antes, en cuanto noto cómo se derrite bajo mi tacto sé
que lo que voy a decir es nada más y nada menos que la pura verdad:
—Esta de aquí es mi chica.
Sobre la autora
Kim Jones es la autora de las series Saving Dallas y Sinner’s Creed. Le
encantan los perros, la música country clásica, el vino y todo lo que tenga
chocolate. Vive en el sur de Misisipi con su marido, Reggie, y su hija,
Autumn.
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Vicious
Shen, L. J.
9788417972240
384 P�ginas
Hace diez años, me arruinó la vida. Ahora ha vuelto a por mí porque soy la
única que conoce su secreto y no parará hasta hacerme suya.
"No sé por dónde empezar. Este es, quizá, el primer libro que me ha dejado
sin palabras. No puedo describir lo mucho que me ha gustado Vicious."
Togan Book Lover
Pero mi vida no es perfecta como la suya y necesito este trabajo, así que haré
todo lo posible por evitar a Célian… y la tentación.
"Las zapatillas de Jude es una novela llena de pasión con unos personajes
que amarás y odiarás a partes iguales."
Harlequin Junkie
"Si os gusta la novela romántica, no dejéis escapar este libro. Estoy segura de
que os gustará tanto como a mí."
Harlequin Junkie
"Esta será tu nueva adicción. Una historia de amor tórrida, lujosa y tierna que
me ha tenido en vilo toda la noche."
Sylvia Day, autora best seller
Parece que Saint está preparado para sentar la cabeza, pero ¿será una sola
mujer suficiente para él?
"Una novela corta dulce y sexy que hará las delicias de los lectores de Katy
Evans."
SmexyBooks
"Los fans de la serie Pecado disfrutarán con el "Y vivieron felices y comieron
perdices" de Rachel y Saint".
Harlequin Junkie