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LOS COMIENZOS DEL APARATO PSÍQUICO.

Juan José Calzetta

En este trabajo se examinan –sin pretensión de agotar su sentido- algunos


de los conceptos fundamentales del psicoanálisis en sus manifestaciones a lo
largo de un período fundamental de la vida: los dos o tres primeros años. El
recorrido remite a la concepción de S. Freud, procurando poner en relación
escritos de distintos momentos de su obra. El trayecto que comienza antes de fin
de siglo XIX con Proyecto de psicología culmina cuarenta años más tarde con
Esquema del psicoanálisis. Es, como ha sido dicho, el desarrollo de un enorme
proyecto de investigación sobre la psique, que reconoció en ese trayecto
numerosas resignificaciones de sus conceptos básicos. Esas retranscripciones no
invalidan, en muchos casos, el valor de las primeras versiones del tema, sino que
les otorgan un nuevo status, un nuevo sentido que se subsume al posterior. Tal el
caso, por ejemplo, de las teorías de la angustia o de las pulsiones. La misma
noción de aparato psíquico conoció diversas versiones, ninguna de las cuales ha
perdido validez.
Desde el punto de vista psicoanalítico puede afirmarse que el hombre no
renuncia jamás totalmente a nada. Cada uno de los momentos constitutivos del
aparato psíquico, cada una de las configuraciones desiderativo–defensivas
permanece y hasta puede resurgir en circunstancias particulares. Freud apela en
“El malestar en la cultura" a una metáfora que ilustra esta afirmación. Ocurre,
explica, como si en una ciudad de larga historia –Roma, por ejemplo- pudiera
observarse simultáneamente cada una de las sucesivas configuraciones urbanas.
Según como el observador dirigiera su mirada o modificara su punto de
observación, haría surgir las imágenes correspondientes a los edificios que
ocupaban cada lugar en los distintos momentos históricos y que fueron siendo
reemplazados unos por otros.
Junto con el concepto de resignificación (reinscripción o reorganización
del material mnémico, al que se le asigna nuevo sentido en función de
experiencias ulteriores), el concepto de la conservación del material psíquico
como regla -a menos, claro está, que medie lesión de la sustancia nerviosa- es
indispensable para entender la cuestión de la constitución del aparato psíquico. Es
necesario articular ambos conceptos para evitar una idea errónea que reduzca el
proceso a una mera progresión lineal.
Tomando estos recaudos, es posible internarse en la reconstrucción de esa
historia, tarea que implica ordenar según una secuencia cronológica los estados
del aparato psíquico que se han ido develando a partir, en primer lugar, del
análisis de las neurosis. Cuanto más cercanos al comienzo, tanto más
especulativos serán los momentos de esta construcción.
Puede entonces concebirse un punto de partida inicial indiscriminado, en
los primeros momentos de la vida, cuando el yo (en el sentido de sentimiento de
sí, lo que el sujeto considera como su mismidad) no se ha separado aún de la
matriz originaria yo-ello, es decir, no ha reconocido aún a un otro, un mundo, un
“no–yo”. Freud establece una primera localización, a la que apenas
correspondería denominar psíquica, que se funda sobre la comprobación de que
ciertos estímulos son discontinuos (el niño asocia su desaparición con los
movimientos que realiza con su cuerpo), mientras que otros mantienen constante
su presión, por más que se realicen movimientos; es decir, no resulta posible
apartarse de ellos.
Para comprender esta cuestión es necesario recordar que el psicoanálisis
parte de conceptualizar a la sustancia nerviosa, y en principio al aparato psíquico
por ella soportado, como un dispositivo destinado al apartamiento de estímulos, de
acuerdo con el Principio de Constancia que tiende a mantener en todo momento la
excitación en el nivel más bajo posible. Por esa razón adquiere particular
importancia la posibilidad de suprimir estímulos mediante la fuga, la que comienza
siendo un reflejo. El yo real primitivo, que se funda en la discriminación arriba
señalada, comienza por la delimitación de un lugar (antecedente de lo interior)
como sede de lo inevitable. Por fuera queda un incipiente exterior, que en principio
será aquello que puede ser suprimido, de lo que es posible fugarse, es decir, lo
indiferente.
Las exigencias provenientes del soma rompen una y otra vez la tendencia
original al apartamiento total de estímulos. La madre (en tanto función) cumple
para el pequeño el papel de asegurar la satisfacción de las necesidades que él, en
la más total inermidad, es aún incapaz de percibir más que como tensión sin
nombre y frente a las que, por provenir de fuentes internas, es ineficaz el
mecanismo de la fuga. Tales primeras experiencias de satisfacción dejan sus
huellas, primeras marcas mnémicas (o sea, de memoria), sobre las que irá a
fundarse la compleja armazón del aparato psíquico.
A partir de estas huellas de las primeras experiencias de satisfacción se
configura el polo del placer de lo que será después la serie placer-displacer.
Estas investiduras originarias, primeros anclajes de lo cuantitativo en una cualidad
determinada, son los basamentos del narcisismo primitivo; el origen de la
representación del yo, así como, al mismo tiempo, de la del objeto deseado.
Se va constituyendo desde este punto de partida un incipiente aparato
capaz de procesar la cantidad de excitación que llega desde las fuentes
somáticas. Este rudimentario proceso psíquico consiste en la reactivación de las
huellas mnémicas por vía de la alucinación. Esta evocación es un intento de
repetir la experiencia que había sido anteriormente ocasión del descenso de la
cantidad de excitación, dado que proveyó la satisfacción adecuada. Ese
movimiento psíquico prefigura las posteriores identificaciones; pero por el
momento, en tanto el yo no se diferencia de su objeto, la identificación es
indistinguible de la investidura de objeto, o aún del deseo. No existe todavía un
otro, un no–yo definido. Se origina en estos momentos iniciales la polaridad
afectiva amor–indiferencia. Amor hacia el conjunto yo-objeto fusionado;
indiferencia con respecto a todo lo demás: cuando el pequeño está en brazos de
su madre –recuerda Freud- lo malo no existe.
A partir de lo señalado, se observa que operan simultáneamente dos
tendencias distintas: a) una orientación realista inicial cuyo fundamento es
biológico, reflejo; y b) una tendencia a la repetición imaginaria de la experiencia de
satisfacción.
De la relación entre ambas surge un nuevo nivel: el yo-placer purificado,
lo que incrementa la posibilidad de representación de la realidad y, por lo tanto,
también la estabilidad de la estructura yoica. En esta forma del yo, éste queda
identificado con el polo de lo placiente, mientras que lo displaciente, ahora
reconocido, es proyectado al exterior. El borde yoico prefigurado en el yo real
primitivo (es decir, el borde que separa lo evitable mediante la fuga de lo no
evitable) es ahora utilizado con un nuevo sentido. Comienza a surgir un no-yo, un
exterior ahora no indiferente en torno al yo, constituido por lo odiado, lo
relacionado con el dolor y el displacer, aquello de lo cual procura fugarse el yo
una vez descubierta la posibilidad de la fuga. La polaridad afectiva no es más
“amor–indiferencia”, sino, a partir de esto, amor–odio. El primer sentimiento
destinado a un objeto reconocido como exterior es, entonces, el odio; y, en una
aparente paradoja, ese objeto exterior es primordialmente el interior del propio
cuerpo, en tanto que es asiento de las sensaciones displacientes, aquellas de las
que no es posible la fuga. Queda ahora completada la serie placer–displacer que
se superpone con “yo-no yo”. Las representaciones–cosa que constituyen el
núcleo del yo son también las del objeto amado; o mejor las del objeto fusionado
con las partes del cuerpo propio con las que entra en contacto (como, por ejemplo,
boca y pezón, que forman un continuo). Obsérvese que no hay aún posibilidad
para el niño de establecer una distinción clara entre yo y objeto amado. En este
sentido el yo es, ante todo un yo corporal, en la medida en que partes de la
superficie del cuerpo han sido significadas libidinalmente (investidas) por la
madre, en el curso de la alimentación y el cuidado del bebé.
Este yo ahora configurado, omnipotente en su capacidad de reproducir al
objeto satisfaciente mediante el recurso alucinatorio apenas se establece la
tensión de necesidad, es el lugar de lo “bueno absoluto”. Se constituye así un yo
ideal cuyo rastro se hallará más tarde en la construcción del ideal del yo.
La puesta en acción del yo placer purificado, sede de lo idealizado y núcleo
del narcisismo primario, no implica la desaparición del yo-real; por el contrario, la
contradicción entre ambos impulsa el proceso de constitución del psiquismo, en la
medida en que la realidad sigue aportando información tanto de fuentes externas
como internas al organismo. El narcisismo primario absoluto es el del yo placer
purificado; por otra parte, a la percepción –es decir, a la consciencia- llega una y
otra vez información de la realidad sobre el doloroso fracaso del intento
alucinatorio de satisfacer la necesidad.
En el curso de los momentos constitutivos, los procesos de carga de las
representaciones –que se organizan a partir de las huellas mnémicas,
enriqueciendo su sentido con cada nueva experiencia- exceden la mera
alucinación y dan lugar a formas primitivas de pensamiento como transferencia de
carga entre representaciones, hasta el momento sólo representaciones-cosa. Tal
pensamiento es aún inconsciente ya que las huellas mnémicas son en sí
inconscientes y carecen de signos de cualidad perceptibles por la conciencia,
salvo en el caso que se reactualice su percepción, o sea alucinatoriamente. Este
primer pensamiento inconsciente se ejemplifica con el “pensamiento reproductor”,
que Freud describe en el Proyecto de psicología: la actividad judicativa se pone en
marcha a partir de las diferencias entre el complejo desiderativo y el perceptual –
dadas, por supuesto, las semejanzas necesarias- y se detiene cuando ambos
complejos coinciden. Pero ese proceso es en acto; tal pensamiento es una
actividad motriz, que el lactante realiza (básicamente un movimiento cefálico),
evocando movimientos anteriores, seguramente reflejos. El primer pensamiento no
sería otra cosa que esa acción, un movimiento de la cabeza que lo lleva a
reencontrar el pecho en posición favorable para la succión, sin otra representación
consciente implicada. Así transforma una realidad excitante pero frustrante en el
objeto anhelado.
Paulatinamente, las representaciones –construidas a partir de diversas
experiencias de placer y displacer que se reiteran- aisladas en un principio e
independientes de sus relaciones mutuas, comienzan a vincularse entre sí,
constituyendo una trama representacional cada vez más compleja. Este camino
conduce a la inhibición de los procesos primarios y la instalación del Juicio de
Realidad.
Un nuevo nivel de complejidad se produce con el acceso a la palabra, que
surge apoyándose sobre el llanto que invocaba a la madre: el pensamiento, hasta
entonces inconsciente, adquiere la posibilidad de consciencia dado el enlace de
las huellas mnémicas de la cosa con las de palabra. Se constituye así el proceso
preconsciente y se enriquece extraordinariamente la capacidad de procesamiento
de cantidades de excitación. El pensamiento preconsciente puede concebirse
como un lenguaje interior, una acción virtual que recae sobre las representaciones
de palabra, perceptible y por lo tanto capaz de consciencia Este nuevo nivel de
funcionamiento mental conduce a la implementación de la acción específica por
parte del yo, lo que permite obtener satisfacciones de manera más autónoma,
dado que el yo logra así anticipar los resultados de su acción y planificar, por lo
tanto, respuestas eficaces en la realidad.
La instalación del Juicio de Realidad se establece por imperio de la
necesidad. Hasta ese momento –es decir, durante el predominio del yo placer
purificado-, la demora que el sistema interponía en el camino de la descarga vía
acción inespecífica (llanto, movimientos espontáneos, alteraciones internas, etc.),
era aún muy pequeña. El yo, en tanto sede omnipotente del bien, que fabricaba
alucinatoriamente su objeto cada vez que la tensión aumentaba, podía
mantenerse escaso tiempo. La urgencia corporal insistía exigiendo la reducción
de tensión y terminaba por desarticular esa ilusión. La realización alucinatoria
estallaba en una explosión de displacer, la angustia automática o cuantitativa,
que sigue el modelo de la reacción ante el nacimiento y desarticula al incipiente
aparato psíquico.
Tal angustia solo cesaba cuando el auxiliar externo --la madre– acudía a
proporcionar una nueva experiencia de satisfacción. La reiteración de estas
frustraciones obliga al yo a desarrollar un dispositivo que inhiba las grandes
transferencias de cantidad de excitación que constituyen el proceso primario.
Para que esa inhibición del proceso primario sea posible –o sea, para que se
instale el proceso secundario- es necesario que se produzca la complejización
de la trama representacional, lo que permite atenuar la cantidad de carga que
inviste a la huella mnémica de la cosa. En otros términos: el yo logra reprimir la
reproducción alucinatoria del objeto deseado, ya que ese camino (la Identidad de
Percepción) demostró terminar ocasionando displacer. Comienza a actuar el
Principio de Realidad, el que en última instancia está al Servicio del Principio del
Placer y lo perfecciona, ya que su finalidad es, precisamente, evitar el displacer.
Este procedimiento por el cual el yo logra evitar la repercepción alucinatoria
de la satisfacción es llamado por Freud, en el Proyecto de psicología, “Defensa
Primaria”. Permite el pasaje de la Identidad de Percepción (alucinación
primitiva) a la búsqueda de Identidad de Pensamiento (rodeos mentales
necesarios para alcanzar efectivamente la satisfacción) o, en otras palabras,
discrimina la percepción del recuerdo. Para este funcionamiento es imprescindible
la complejización de la trama representacional que se logra con el nuevo nivel de
representaciones (de palabra), ligadas asociativamente a las representaciones
cosa.
El yo se defiende así de la sensación de displacer que sobreviene a la
frustración y se asegura algunas formas de actuar en el mundo exterior para lograr
la satisfacción real. Por esta razón es que, si bien el Principio de Realidad parece
contrariar al de Placer, oponiéndose a la realización alucinatoria que es el intento
de obtener placer sin demora, en realidad lo perfecciona, poniéndose a su
servicio. El yo que logra esta doma no es más en principio que un sistema de
representaciones investidas libidinalmente, que retiene en esa trama
representacional una cantidad de energía (cantidad de excitación no descargada)
suficiente como para asegurar su eficacia. Las ideas que lo forman se estructuran
alrededor de la representación de objeto. Como se dijo más arriba, esa
representación primitiva de objeto es, a la vez, representación del yo mismo. El
núcleo del yo es esa identificación primaria.
De su objeto –al principio no reconocido como tal- aprende el yo su
capacidad discriminadora, habilidad que le resultará imprescindible en el
progresivo dominio de la realidad. Este aprendizaje se produce, precisamente,
como consecuencia de la identificación. El otro y su perspectiva están incluidos en
el yo desde el comienzo de la constitución psíquica.
Este proceso lleva a que el yo logre al fin diferenciarse de manera estable
de su objeto. Antes, la inmediata producción alucinatoria con que se intentaba
cancelar todo aumento de tensión impedía esta discriminación. Si el yo reproducía
el objeto a voluntad, éste era entonces parte de aquél: precisamente su parte más
valiosa. Pero desde el momento en que el objeto se reconoce como externo, el yo
debe tolerar el doloroso aprendizaje de que esas partes valiosas de sí mismo se
encuentran, en realidad, fuera de él. En otras palabras: el yo debe comenzar a
aprender a esperar. Es decir, deberá aplazar los movimientos de descarga
(acciones específicas) hasta que haya comprobado los signos de realidad que
aseguran que se ha reencontrado afuera el objeto deseado.
De modo que lo “bueno” absoluto se fractura; el amor del yo a sí mismo y el
odio al objeto son ya insostenibles. Si parte de lo bueno está afuera, en el no-yo, y
parte de lo malo es propio del yo, la ambivalencia afectiva se torna inevitable. Los
sentimientos hacia el objeto -y también hacia el yo- consistirán en una mezcla de
amor y odio.
Así como en la etapa anterior la principal exigencia planteada al incipiente
aparato psíquico había sido la cualificación de las cantidades de excitación, ahora
se hace imperativo el dominio del objeto. Por imposición de la realidad el yo se vio
obligado a separarse de él, pero al hacerlo, el objeto arrastró consigo –como se
señaló- algunas de las pertenencias más valiosas del yo. Este último queda
entonces marcado, para el resto de su historia, por la tendencia perpetuamente
insatisfecha a recuperar lo perdido, reincorporando el objeto. Es cierto que la
anterior forma de buscar el placer, vía realización alucinatoria, terminaba siendo
frustrante; pero es particularmente difícil renunciar a las ilusiones. El yo deberá
soportar en adelante la nostalgia de un objeto perdido que en realidad nunca
poseyó. El mantenimiento de la defensa primaria, que permite el ejercicio del juicio
de realidad, representa un tensionamiento constante que el Yo debe esforzarse
por sostener; sólo prescinde de él en esa profunda transformación que
experimenta cada noche, cuando se entrega al reposo, y las alucinaciones
oníricas reinstalan un primitivo modo de procesar los deseos.
Desde el punto de vista económico, como se señaló más arriba, el esfuerzo
de sostener el juicio de realidad corresponde al mantenimiento, dentro de la trama
representacional yoica, de una cantidad de energía psíquica que se sustraerá a la
descarga, oponiéndose a la tendencia más elemental del sistema, que era, como
se recordará, a la descarga sin demora y lo más completa posible. Esta tendencia
a la descarga no desaparece jamás, corresponde al proceso primario y su
presencia puede observarse a menudo en rasgos como la intolerancia a la
frustración o a la demora, observable sobre todo en la conducta de los niños, en
mayor medida cuanto más pequeños son.
Es claro, entonces, que si no puede reincorporar el objeto perdido deberá
procurar dominarlo por cuanto medio disponga. Esta es, precisamente, la edad del
dominio muscular y también de los caprichos. En tanto manifestación de la pulsión
de dominio, éstos tienen por finalidad imponer el objeto que se aleja una conducta
determinada por los propios deseos. Es también la edad del sadismo –pulsión
sexual apuntalada sobre el apoderamiento del objeto-, porque en el sufrimiento del
otro, ocasionado por el yo, se manifiestan la voluntad de dominio y la ambivalencia
afectiva. A la vez, desde el punto de vista de la última teoría de las pulsiones, el
sadismo significa la ligadura de importantes magnitudes de pulsión de muerte con
Eros, lo que implica la posibilidad de deflexionar destructividad hacia el exterior,
mediante esa sexualización del dominio. Por tal camino se llega a un desenlace
paradójico: el mayor dominio posible consiste en la destrucción del objeto y, por
lo tanto, su pérdida definitiva.
De la confrontación con esta aterradora posibilidad parte también la
primera gran renuncia por amor: el control de esfínteres. Para retener el amor,
inseparable aún de la presencia corporal del objeto, el yo renuncia a su placer y a
su producto.
La angustia experimenta en esta etapa una gran transformación. Si antes
era producto de una invasión de cantidad de excitación que excedía las
posibilidades metabolizadoras de la estructura yoica (y por lo tanto, desarticulaba
momentáneamente al yo) ahora será en cambio, anticipación. El yo, advertido de
la posibilidad de perder a su objeto, anticipará las condiciones de su pérdida:
separado de su objeto, quedaría nuevamente expuesto a las invasiones de
cantidad y, por lo tanto, a la situación de desvalimiento. El tipo de vínculo que
puede establecer con un objeto conserva aún mucho del modo de enlace
identificatorio narcisista. El yo construye su objeto a su semejanza y mantiene con
él una relación de prolongación y apoyo. En términos de Duelo y melancolía puede
decirse que se trata de una elección objetal–narcisista. La pérdida del objeto
implica, necesariamente, un desgarro vivido como irreparable en el yo.
En el transcurso de este proceso, el yo encuentra en la realidad obstáculos
para el desarrollo de su sadismo (la educación por parte de los padres, el control
de esfínteres) que determinan la actuación de su forma reflexiva: el masoquismo;
retorno autoerótico de la pulsión que implica la recuperación de un modo narcisista
de satisfacción. Corresponde a la puesta en acción del mecanismo de defensa
primitivo de la vuelta sobre sí mismo, que junto a la transformación en lo contrario
anteceden a la represión como recurso para el dominio de la pulsión. El yo se
identifica con el objeto de la pulsión sádica produciendo un pasaje de la actividad
a la pasividad, polaridad que impregna todos los vínculos que se establecen en
esta etapa.
El antecedente de la pulsión de dominio es el esfuerzo del yo por dominar
las cantidades de excitación que afluyen del cuerpo, asignándoles cualidad; esto
es, enlazándolas a la representación de objeto y elaborando la serie placer–
displacer, según la cual se establece un adentro y un afuera en el sentido de lo
propio–amado, y lo ajeno–odiado, respectivamente. Después se tratará de
dominar el objeto mismo, dominio que se apoya en el anhelo subyacente de
desobjetalizarlo; es decir, reincorporarlo al yo. En este sentido, el intento de
dominio es impulsado por el amor. Lo que para el yo-placer purificado se plantea
en términos de oposición adentro–afuera, se reeditará luego como activo–pasivo,
dominador–dominado, sádico–masoquista. De esta polaridad tomará sus
materiales la posterior diferencia fálico-castrado, sobre la que se apoya el sentido
inconsciente de la oposición masculino–femenino.
Pero el Yo de la etapa sádica no reconoce aún tales diferencias o, por lo
menos, no les asigna mayor significación; el objeto es, ante todo, igual al Yo.
Más tarde, cuando la comprobación de las diferencias sexuales se haga inevitable,
comenzará a ponerse en escena el drama edípico.
Si se articulan los conceptos antes desarrollados con las fases de evolución
de la libido, puede diseñarse el siguiente cuadro sinóptico, en el que la defensa
primaria ocupa una zona de transición. Debe hacerse la salvedad de que
constituye una esquematización de procesos que no reconocen límites rígidos, y
que, necesariamente, omite una gran cantidad de variables; su interés es apenas
ilustrativo.

FASE ORAL FASE SÁDICO-ANAL


Identidad de percepción Búsqueda de identidad de
pensamiento
Ser = tener Ser =/= tener

Enlace identificatorio DEFENSA PRIMARIA Elección de objeto narcisista

Cualificación de las cantidades Dominio del objeto

Angustia automática Angustia de pérdida de objeto

Indiferencia yo-objeto Diferencia yo-objeto

Acción inespecífica Acción específica frente a los


signos de realidad
BIBLIOGRAFÍA

Avenburg, Ricardo “El aparato psíquico y la realidad”. Ed. Nueva Visión,


Bs. As., 1975.

Freud, Sigmund (1950 [1895]) “Proyecto de Psicología”, Obras


Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1985.
(1900) “La interpretación de los sueños”

(1905) Tres ensayos para una teoría sexual

(1911) Formulaciones sobre los dos principios del


acaecer psíquico

(1915) Trabajos sobre metapsicología

(1915) Pulsiones y destinos de pulsión

(1917) Duelo y melancolía

(1919) Pegan a un niño

(1920) Más allá del principio del placer

(1923) El Yo y el Ello

(1924) El problema económico del masoquismo

(1926) Inhibición, síntoma y angustia

(1930) El malestar en la cultura

(1940) Esquema del Psicoanálisis

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