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ALGUNAS PUNTUALIZACIONES SOBRE LOS MOMENTOS INICIALES EN LA

CONSTITUCIÓN DEL APARATO PSÍQUICO.

Calzetta, J.J. (2006)

En las páginas que siguen se procura aislar algunas de las numerosas variables que
constituyen el edificio conceptual del psicoanálisis. Se las examina a lo largo de un breve
pero fundamental período de la vida: los dos o tres primeros años. Como resulta inevitable
se dejan fuera muchas cuestiones básicas, pero su tratamiento excedería el propósito de
este trabajo.

Desde el punto de vista psicoanalítico puede afirmarse que el hombre no renuncia jamás
totalmente a nada. Cada uno de los momentos constitutivos del aparato psíquico, cada
una de las configuraciones desiderativo–defensivas permanece y hasta puede resurgir en
circunstancias particulares. Freud apela en “El malestar en la cultura" a una metáfora que
ilustra esta afirmación. Ocurre, explica, como si en una ciudad de larga historia –Roma,
por ejemplo- pudiera observarse simultáneamente cada una de las sucesivas
configuraciones urbanas. Según como el observador dirigiera su mirada o modificara su
punto de observación, haría surgir las imágenes correspondientes a los edificios que
ocupaban cada lugar en los distintos momentos históricos y que fueron siendo
reemplazados unos por otros.

Junto con el concepto de resignificación (reinscripción o reorganización del material


mnémico, al que se le asigna nuevo sentido en función de experiencias ulteriores), el
concepto de la conservación del material psíquico como regla -a menos, claro está, que
medie lesión de la sustancia nerviosa- es indispensable para entender la cuestión de la
evolución del aparato psíquico. Es necesario articular ambos conceptos para evitar una
idea errónea que reduzca el proceso de constitución del aparato a una mera progresión
lineal.

Tomando estos recaudos, es posible internarse en la reconstrucción de esa historia, tarea


que implica ordenar según una secuencia cronológica los estados del aparato psíquico
que se han ido develando a partir, en primer lugar, del análisis de las neurosis. Cuanto
más cercanos al comienzo, tanto mas especulativos serán los momentos de esta
construcción.
Puede entonces concebirse un punto de partida inicial indiscriminado, en los primeros
momentos de la vida, cuando el Yo (en el sentido de sentimiento de sí, lo que el sujeto
considera como su mismidad) no ha reconocido aún a un otro, un mundo, un “no–Yo”.

Freud establece una primera localización, a la que apenas correspondería denominar


psíquica, que se funda sobre la comprobación de que ciertos estímulos son discontinuos
(el niño asocia su desaparición con los movimientos que realiza con su cuerpo), mientras
que otros mantienen constante su presión, por más que se realicen movimientos; es decir,
no resulta posible apartarse de ellos.

Para comprender esta cuestión es necesario recordar que el psicoanálisis parte de


conceptualizar a la sustancia nerviosa, y en principio al aparato psíquico por ella
soportado, como un dispositivo destinado al apartamiento de estímulos, de acuerdo con el
Principio de Constancia que tiende a mantener en todo momento la excitación en el nivel
más bajo posible. Por esa razón adquiere particular importancia la posibilidad de suprimir
estímulos mediante la fuga, la que comienza siendo un reflejo. El Yo Real primitivo, que
se funda en la discriminación arriba señalada, comienza por circunscribir un lugar
(antecedente de lo interior) como sede de lo inevitable. Por fuera queda un incipiente
exterior, que en principio será aquello que puede ser suprimido, de lo que es posible
fugarse, es decir, lo indiferente.

Las exigencias provenientes del soma rompen una y otra vez la tendencia original al
apartamiento total de estímulos. La madre (en tanto función) cumple para el pequeño el
papel de asegurar la satisfacción de las necesidades que él, en la más total inermidad, es
aún incapaz de reconocer más que como urgencias sin nombre. Estas primeras
experiencias de satisfacción dejan sus huellas, primeras marcas mnémicas (o sea, de
memoria), sobre las que irá a fundarse, con toda su complejidad, la delicada armazón del
aparato psíquico.

Estas primeras huellas inauguran el polo del placer de lo que será después la serie
placer-displacer. Son estas primeras investiduras, estas primeras transformaciones de
cantidad en cualidad, los basamentos del narcisismo primitivo; el punto de partida de la
representación del Yo, así como, al mismo tiempo, de la del objeto deseado.

Se va constituyendo así un incipiente aparato capaz de procesar la cantidad de excitación


que llega desde las fuentes somáticas. Este rudimentario proceso psíquico consiste en la
reactivación de las huellas mnémicas por vía de la alucinación. Esta es un intento de
repetir la experiencia que había sido anteriormente ocasión del descenso de la cantidad
de excitación, dado que proveyó la satisfacción adecuada. Ese movimiento psíquico
prefigura las posteriores identificaciones; pero por el momento, en tanto el Yo no se
diferencia de su objeto, la identificación es indistinguible de la investidura de objeto, o aún
del deseo. No existe todavía un otro, un no–Yo definido. Se origina en estos momentos
iniciales la polaridad afectiva amor–indiferencia.

A partir de lo señalado, se concluye que operan simultáneamente dos tendencias


distintas: a) una orientación realista inicial cuyo fundamento es biológico, reflejo; y b) una
tendencia a la repetición imaginaria de la experiencia de satisfacción.

De la interacción de estos principios organizativos surge un nuevo nivel: el Yo-placer


purificado, lo que incrementa la estabilidad de la estructura yoica. En esta nueva forma del
Yo, éste queda identificado con el polo de lo placiente, mientras que lo displaciente es
proyectado al exterior. El borde yoico prefigurado en el Yo Real Primitivo (es decir, el
borde que separa lo evitable mediante la fuga de lo no evitable) es ahora utilizado con un
nuevo sentido. Comienza a surgir un No-Yo, un exterior ahora no indiferente en torno al
Yo, constituído por lo odiado, lo relacionado con el dolor y el displacer, aquello de lo cual
procura fugarse el Yo una vez descubierta la posibilidad de la fuga. La polaridad afectiva
no es más “amor–indiferencia”, sino, a partir de este momento, amor–odio. El primer
sentimiento destinado a un objeto reconocido como exterior es, entonces, el odio; y, en
una aparente paradoja, ese objeto exterior es primordialmente el interior del propio
cuerpo, en tanto que es asiento de las sensaciones displacientes. Queda ahora
completada la serie placer–displacer que se superpone con “Yo-no Yo”. Las
representaciones–cosa que constituyen el núcleo del Yo son también las del objeto
amado; o mejor las del objeto fusionado con las partes del cuerpo propio con las que
entra en contacto (como, por ejemplo, boca y pezón, que forman un continuo). Obsérvese
que no hay aún posibilidad alguna para el niño de establecer una distinción entre Yo y
objeto amado. En este sentido el Yo es, ante todo un Yo corporal, en la medida en que
partes de la superficie del cuerpo han sido significadas libidinalmente (investidas) por la
madre, en el curso de la alimentación y el cuidado del bebé.

Este Yo ahora configurado, omnipotente en su capacidad de reproducir al objeto


satisfaciente mediante el recurso alucinatorio apenas se establece la tensión de
necesidad, es el lugar de lo “bueno absoluto”. Se constituye así un Yo Ideal cuyo rastro se
hallará más tarde en la construcción del Ideal del Yo.
A lo largo de todos estos momentos constitutivos, los procesos de carga de las
representaciones–cosa van excediendo la mera alucinación y dan lugar a formas
primitivas de pensamiento como transferencia de carga entre dichas representaciones.

Tal pensamiento es aún inconsciente ya que las huellas mnémicas son en sí


inconscientes y carecen de signos de cualidad perceptibles por la conciencia, salvo en el
caso que se reactualice su percepción, o sea alucinatoriamente. Este primer pensamiento
inconsciente se ejemplifica con el “ pensamiento reproductor “ que Freud describe en el
Proyecto de una psicología para neurólogos. Paulatinamente, las primitivas
representaciones aisladas en un principio e independientes de sus relaciones mutuas,
comienzan a vincularse entre sí, constituyendo una trama representacional cada vez más
compleja. Este camino conduce a la inhibición de los procesos primarios y la instalación
del Juicio de Realidad.

Un nuevo nivel de complejidad se produce con el acceso a la palabra, que surge


apoyándose sobre el llanto que invocaba a la madre: el pensamiento, hasta entonces
inconsciente, adquiere la posibilidad de consciencia dado el enlace de las huellas
mnémicas de cosa con las de palabra. Se constituye así el proceso preconsciente y se
enriquece extraordinariamente la capacidad de procesamiento de cantidades de
excitación. Este nuevo nivel de funcionamiento mental conduce a la implementación de la
acción específica por parte del Yo, lo que permite obtener satisfacciones de manera más
autónoma.

La instalación del Juicio de Realidad, que marca el final del Yo de Placer Purificado, se
establece por imperio de la necesidad. Hasta ese momento –es decir, durante el
predominio del Yo Placer Purificado-, la demora que el sistema interponía en el camino de
la descarga vía acción inespecífica (llanto, movimientos espontáneos, alteraciones
internas, etc.), era aún muy pequeña. El Yo, en tanto sede omnipotente del bien, que
fabricaba alucinatoriamente su objeto cada vez que la tensión aumentaba, podía
mantenerse escaso tiempo. La urgencia corporal insistía exigiendo la reducción de
tensión y terminaba por desarticular esa ilusión. La realización alucinatoria estallaba en
una explosión de displacer, la angustia automática o cuantitativa, que sigue el modelo de
la reacción ante el nacimiento y desarticula al incipiente aparato psíquico.

Tal angustia solo cesaba cuando el auxiliar externo -la madre– acudía a proporcionar una
nueva experiencia de satisfacción. La reiteración de estas frustraciones obliga al Yo a
desarrollar un dispositivo que inhiba las grandes transferencias de cantidad de excitación
que constituyen el proceso primario. Para que esa inhibición del proceso primario sea
posible –o sea, para que se instale el proceso secundario- es necesario que se produzca
la complejización de la trama representacional, lo que permite atenuar la cantidad de
carga que inviste a la huella mnémica de la cosa. En otros términos: el Yo logra reprimir la
reproducción alucinatoria del objeto deseado, ya que ese camino (la Identidad de
Percepción) demostró terminar ocasionando displacer. Comienza a actuar el Principio de
Realidad, el que en última instancia está al Servicio del Principio del Placer y lo
perfecciona, ya que su finalidad es, precisamente, evitar el displacer.

Este procedimiento por el cual el Yo logra evitar la repercepción alucinatoria de la


satisfacción es llamado por Freud, en el Proyecto de una psicología para neurólogos,
“Defensa Primaria”. Permite el pasaje de la Identidad de Percepción (alucinación primitiva)
a la búsqueda de Identidad de Pensamiento (rodeos mentales necesarios para alcanzar
efectivamente la satisfacción) o, en otras palabras, discrimina la percepción del recuerdo.

El Yo se defiende así de la sensación de displacer que sobreviene a la frustración y se


asegura algunas formas de actuar en el mundo exterior para lograr la satisfacción real.
Por esta razón es que, si bien el Principio de Realidad parece contrariar al de Placer,
oponiéndose a la realización alucinatoria que es el intento de obtener placer sin demora,
en realidad lo perfecciona, poniéndose a su servicio. El Yo que logra esta doma no es
más en principio que un sistema de representaciones investidas libidinalmente, que
retiene en esa trama representacional una cantidad de energía suficiente como para
asegurar su eficacia. Las ideas que lo forman se estructuran alrededor de la
representación de objeto. Como se dijo más arriba, esa representación primitiva de objeto
es, a la vez, representación del Yo mismo. El núcleo del Yo es esa identificación primaria.
De su objeto –al principio no reconocido como tal- aprende el Yo su capacidad
discriminadora, habilidad que le resultará imprescindible en el progresivo dominio de la
realidad. Este aprendizaje se produce, precisamente, como consecuencia de la
identificación. El otro y su perspectiva están incluidos en el Yo desde el comienzo de la
constitución psíquica.

Este proceso lleva a que el Yo logre al fin diferenciarse de manera estable de su objeto.
Antes, la inmediata producción alucinatoria con que se intentaba cancelar todo aumento
de tensión impedía esta discriminación. Si el Yo reproducía el objeto a voluntad, éste era
entonces parte de aquél: precisamente su parte más valiosa. Pero desde el momento en
que el objeto se reconoce como externo, el Yo debe tolerar el doloroso aprendizaje de
que esas partes valiosas de sí mismo se encuentran, en realidad, fuera de él. En otras
palabras: el Yo debe comenzar a aprender a esperar. Es decir, deberá aplazar los
movimientos de descarga (acciones específicas) hasta que haya comprobado los signos
de realidad que aseguran que se ha reencontrado afuera el objeto deseado.

De modo que lo “bueno” absoluto se fractura; el amor al Yo y el odio al objeto son ya


insostenibles. Si parte de lo bueno está afuera, en el No-Yo, y parte de lo malo es propio
del Yo, la ambivalencia afectiva se torna inevitable. Los sentimientos hacia el objeto -y
también hacia el Yo- consistirán en una mezcla de amor y odio.

Así como en la etapa anterior la principal exigencia planteada al incipiente aparato


psíquico había sido la cualificación de las cantidades de excitación, ahora se hace
imperativo el dominio del objeto. Por imposición de la realidad el Yo se vio obligado a
separarse de él, pero al hacerlo, el objeto arrastró consigo algunas de las pertenencias
más valiosas del Yo. Este último queda entonces marcado, para el resto de su historia,
por la tendencia perpetuamente insatisfecha a recuperar lo perdido, reincorporando el
objeto. Es cierto que la anterior forma de buscar el placer, vía realización alucinatoria,
terminaba siendo frustrante; pero es particularmente difícil renunciar a las ilusiones. El Yo
deberá soportar en adelante la nostalgia de un objeto perdido que en realidad nunca
poseyó. El mantenimiento de la defensa primaria, que permite el ejercicio del juicio de
realidad, representa un tensionamiento constante que el Yo debe esforzarse por sostener;
sólo prescinde de él en esa profunda transformación que experimenta cada noche,
cuando se entrega al reposo, y las alucinaciones oníricas reinstalan un primitivo modo de
procesar los deseos.

Desde el punto de vista económico ese esfuerzo se explica como el mantenimiento,


dentro de la trama representacional yoica, de una cantidad de energía psíquica que se
sustraerá a la descarga, oponiéndose a la tendencia más elemental del sistema, que era,
como se recordará, a la descarga sin demora y lo más completa posible.
Es claro, entonces, que si no puede reincorporar el objeto perdido deberá procurar
dominarlo por cuanto medio disponga. Esta es, precisamente, la edad del dominio
muscular y también de los caprichos. En tanto manifestación de la pulsión de dominio,
éstos tienen por finalidad imponer el objeto que se aleja una conducta determinada por los
propios deseos. Es también la edad del sadismo, porque en el sufrimiento del otro,
ocasionado por el Yo, se manifiestan la voluntad del dominio y la ambivalencia afectiva.
Por ese camino se llega a un desenlace paradójico: el mayor dominio posible consiste en
la destrucción del objeto y, por lo tanto, su pérdida definitiva.
De esta dramática comprobación parte también la primera gran renuncia por amor: el
control de esfínteres. Para retener el amor, inseparable aún de la presencia corporal del
objeto, el Yo renuncia a su placer y a su producto.

La angustia experimenta en esta etapa una gran transformación. Si antes puede


considerarse que era producto de una invasión de cantidad de excitación, que excedía las
posibilidades metabolizadoras de la estructura yoica (y por lo tanto, destruía
momentáneamente al Yo) ahora será en cambio, anticipación. El Yo, advertido de la
posibilidad de perder a su objeto, anticipará las condiciones de su pérdida: separado de
su objeto, quedaría nuevamente expuesto a las invasiones de cantidad. Es que el tipo de
vínculo que puede establecer con un objeto conserva aun mucho del modo de enlace
identificatorio narcisista. El Yo construye su objeto a su semejanza y mantiene con él una
relación de prolongación y apoyo. Se dice que se trata de una elección objetal–narcisista.
La pérdida del objeto implica, necesariamente, un desgarro vivido como irreparable en el
Yo.

A través de los avatares de esta creación del mundo, el Yo encuentra en la realidad


obstáculos para el desarrollo de su sadismo (la educación por parte de los padres, el
control de esfínteres) que determinan la actuación de su forma reflexiva: el masoquismo;
retorno autoerótico de la pulsión que implica la recuperación de un modo narcisista de
satisfacción. El Yo se identifica con el objeto de la pulsión sádica produciendo un pasaje
de la actividad a la pasividad, polaridad que impregna todos los vínculos que se
establecen en esta etapa.

El antecedente de la pulsión de dominio es el esfuerzo del Yo por dominar las cantidades


de excitación que afluyen del cuerpo, asignándoles cualidad; esto es, enlazándolas a la
representación de objeto y elaborando la serie placer–displacer, según la cual se
establece un adentro y un afuera en el sentido de lo propio–amado, y lo ajeno–odiado,
respectivamente. Después se tratará de dominar el objeto mismo, dominio que se apoya
en el anhelo subyacente de desobjetalizarlo; es decir, reincorporarlo al Yo. Lo que en el
momento de la constitución yoica denominando Yo-placer Purificado se plantea en
términos de oposición adentro–afuera se reeditará luego como activo–pasivo, dominador–
dominado, sádico–masoquista. De esta polaridad tomará sus materiales la posterior
diferencia fálico-castrado, sobre la que se apoya masculino–femenino.
Pero el Yo de la etapa sádica no reconoce aún tales diferencias o, por lo menos, no les
asigna mayor significación; el objeto es, ante todo, igual al Yo. Más tarde, cuando la
comprobación de las diferencias sexuales se haga inevitable, comenzará a ponerse en
escena el drama edípico.

Si se articulan los conceptos antes desarrollados con las etapas de evolución de la libido,
puede diseñarse el siguiente cuadro sinóptico, en el que la defensa primaria ocupa una
zona de transición. Debe hacerse la salvedad de que constituye una esquematización de
procesos que no reconocen límites rígidos, y que, necesariamente, omite una gran
cantidad de variables; su interés es apenas ilustrativo.

FASE ORAL

FASE ORAL FASE SÁDICO-ANAL


Búsqueda de identidad de
Identidad de percepción
pensamiento
Ser = tener Ser =/= tener
Enlace identificatorio Elección de objeto narcisista
Defensa
Cualificación de las cantidades Primaria Dominio del objeto
Angustia automática Angustia de pérdida de objeto
Indiferencia yo-objeto Diferencia yo-objeto
Acción específica frente a los signos
Acción inespecífica
de realidad

BIBLIOGRAFÍA
 Avenburg, Ricardo “El aparato psíquico y la realidad”. Ed. Nueva Visión, Bs. As., 1975.
 Freud, Sigmund “Proyecto de una psicología para neurólogos”. Ed. Biblioteca Nueva,
Madrid, 1968
“La interpretación de los sueños”
“Los dos principios del suceder psíquico”
“Los instintos y sus destinos”
“Duelo y melancolía”
“”El Yo y el Ello”
“Inhibición, síntoma y angustia”
“El malestar en la cultura”
“Esquema del Psicoanálisis”
 Lucioni, Isabel “Observaciones sobre la constitución del sado-masoquismo”. Imago Nº
11, Ed. Letra Viva, Bs. As., 1984

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