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¡CORRE, MELOS!

OSAMU DAZAI
Melos estaba enfurecido. Resolvió hacer lo que fuera que debiera para liberar al país de ese
malvado y despiadado rey. Melos no sabía nada de política. Era un mero pastor de una aldea
periférica que pasaba sus días tocando su flauta y vigilando sus ovejas. Pero Melos era un
hombre que sentía la cuerda de la injusticia más profundamente que nadie.
Antes del amanecer de este mismo día, Melos había abandonado su aldea para viajar
unas diez leguas, por llanuras y montañas, a la ciudad de Siracusa 1. Melos no tenía madre ni
padre, ni esposa propia. Vivía con su hermana menor, una niña tímida de dieciséis años que
pronto se casaría con cierto pastor honesto y verdadero. Fue para comprar el vestido de boda
de su hermana, así como comida y bebida para el banquete de bodas que Melos había
emprendido el largo viaje a la ciudad. Había hecho sus compras y ahora estaba paseando por
una de las calles principales de la capital, de camino a visitar a su amigo Selinuntius, un
amigo de la infancia. Selinuntius vivía en Siracusa, donde trabajaba como albañil. Había
pasado un tiempo desde la última vez que se vieron, y Melos estaba esperando la visita.
Mientras caminaba, sin embargo, comenzó a notar algo extraño en la atmósfera de la
ciudad. Era extrañamente silencioso. El sol ya se había puesto, y las calles, naturalmente,
estaban oscuras, pero el estado de ánimo triste que se cernía sobre la ciudad era de alguna
manera más de lo que el simple advenimiento de la noche podía explicar. Melos era por
naturaleza tranquilo y despreocupado, pero ahora comenzó a sentirse aprensivo. Al detener a
un joven en la calle, preguntó si había sucedido alguna desgracia en la ciudad, y agregó que
en su visita anterior, unos dos años antes, las calles, incluso de noche, se habían llenado de
gente riendo, cantando y bulliciosamente. El joven desconocido solo sacudió la cabeza y se
apresuró. Un poco más adelante, Melos se encontró con un anciano y le hizo la misma
pregunta, esta vez con mayor urgencia. El viejo no dijo nada. Solo cuando Melos lo tomó por
los hombros y lo sacudió, repitiendo la pregunta, finalmente respondió, susurrando como si
temiera ser escuchado.
—El rey está condenando a la gente a muerte.
—¿Por qué razón?
—Dice que están llenos de maldad. Por supuesto, no es verdad.
—¿Ha matado a muchos?
—Sí. El primero fue el marido de su hermana. El siguiente, el príncipe, su propio hijo
y heredero. Luego su esposa, la reina. Luego su vasallo, el sabio Alekis …
—Sorprendente. ¿Ha enloquecido?
—No, no lo está, pero dice que no se debe confiar en nadie. Recientemente ha
empezado a sospechar más de sus vasallos, y ha ordenado a los más ricos cedan ante él un
rehén. El castigo por la negativa es la muerte por crucifixión. Seis han sido ejecutados hoy.
Al oír esto, Melos se enfureció.
—¿Qué clase de rey es este? —Gritó—. ¡No se le debe permitir vivir!
Melos era un simple hombre. Con sus compras aún colgando del hombro, se abrió
paso hasta el castillo y se coló dentro. Rápido lo atraparon los guardias, sin embargo, quienes
lo ataron de pies y manos. El rugido solo se incrementó cuando, mientras Melos estaba
siendo registrado, una daga apareció en su bolsillo. Fue arrastrado ante el rey.
—¿Qué ibas hacer con esta daga? —El tirano Dionysius demandó con tranquila
majestuosidad—. ¡Habla!
—Liberar a la ciudad de las manos de un tirano. —Melos replicó sin miedo.
—¿Tú? —El rey sonrió condescendiente—. Pobre hombrecito. ¿Qué sabes de mi dolor
y soledad?

1 Siracusa es una ciudad de Italia, situada en la costa sudeste de la isla de Sicilia.


—¡Para! —Melos saltó, enrojecido por la furia—. Dudar de los corazones de los
hombres es la mayor y más vergonzosa de las maldades. Y vos, mi rey, dudais de la lealtad de
vuestros súbditos.
—¿No prueba eso mi sospecha justificada? No se debe confiar en los hombres. ¿Qué
son los hombres sino trozos de egoísmo y avaricia? Cumplir con su palabra es invitar a la
ruina. —El rey pronunció estas palabras suavemente, con compostura, y ahora suspiró—. ¿No
crees que yo mismo deseo paz?
—¿Paz? ¿Y para qué fin? ¿Para proteger vuestro trono? —Ahora era Melos wquien
sonrió, con burla—. ¿Qué paz hay asesinando a inocentes?
—Silencio, plebeyo. —El rey alzó la cabeza—. Las palabras escapan con facilidad de tus
labios. Pero yo, para tu mala fortuna, soy alguien cuya mirada penetra en los corazones de los
hombres. Pronto tú, también, cuando te aten a la cruz, llorarás y lamentarás y suplicarás
piedad. No esperes nada de mí.
—Ah, que sabio rey. Cualquiera diría que poseeis un gran amor propio. En cuanto a
mí, estoy preparado para morir. No rogaré por mi vida. Pero… —Melos dudó, bajando la
mirada—. Pero si me garantís una petición, os pediré retrasar la ejecución tres días. Deseo
asistir a la boda de mi hermana. Dadme tres días para regresar a mi aldea y asistir a las
festividades de la boda. Juro, sin falta, que regresaré antes del final del tercer día.
—Tonto. —Una seca y rasposa risa escapó de los labios del tirano—. Vaya unas
mentiras absurdas. ¿Acaso un pájaro salvaje, una vez liberado, regresa a su jaula?
—Regresaré. —Melos insistió, su voz desesperada con emoción—. Soy hombre de
palabra. Tres días es todo lo que pido. Mi hermana me espera incluso ahora. Pero ya que no
confiais en mí, bien, entonces… En esta ciudad vive un albañil llamado Selinuntius. Es un
preciado amigo. Lo dejaré aquí como rehén. Si me escapo, si para el ocaso del tercer día no
heregresado, entonces podréis colgarlo en la cruz en mi lugar.
El rey se rió, y sonrió cruelmente. La insolencia de este campesino. Por supuesto que
no volvería. Quizás, sin embargo, sería divertido fingir ser engañado y liberarlo. Tampoco
sería una tarea desagradable al tercer día, ejecutar al otro en su lugar. Ver la crucifixión del
rehén con un semblante triste, como si dijera: He aquí, prueba de que no se puede confiar en
los hombres. ¿No sería una lección adecuada para los llamados hombres honestos del
mundo?
—Así sea. Traed al rehén. Regresarás al ocaso del tercer día. Si llegas tarde, morirá el
rehén. Sí, harías bien en llegar un poco tarde: serás absuelto de tu crimen.
—¡Qué! ¿Qué está diciendo?
—¡Jajaja! Llega tarde si valoras tu vida. Conozco tu corazón.
Melos solo pudo clavar sus pies, vejado. No tenía sentido decir más.
Más tarde esa noche, Selinuntius fue llevado a palacio. Allí, en presencia del tirano
Dionysius, los dos amigos se saludaron por primera vez en dos años. Melos le explicó todo.
Selinuntius asintió en silencio y lo abrazó. Para los dos verdaderos amigos, eso fue suficiente.
Selinuntius fue atado. Melos, libre, se fue. El cielo de inicios de verano brillaba de estrellas.

Toda la noche, Melos corrió, recorriendo las diez leguas hasta su aldea sin detenerse a
dormir. Llegó a la mañana del día siguiente. El sol ya estaba alto, y los aldeanos habían
empezado su jornada de trabajo en los campos. La hermana menor de Melos estaba vigilando
las ovejas en su ausencia. Estaba toda llena de preocupación cuando lo vio yendo hacia ella,
exhausto, y ella lo inundó de preguntas.
—No es nada. —Melos forzó una sonrisa—. Dejé un tema pendiente en la ciudad. Debo
retornar pronto. Deberíamos tener el festín nupcial mañana. Confío en que no habrá
objección en apurar las cosas.
El rojo tiñó las mejillas de su hermana.
—¿Te alegras? Te traje un precioso vestido. Ahora ve y esparce las noticias por la
aldea. La boda será mañana.
Así, Melos se dirigió a su casa. Una vez allí, preparó el altar y mesas y sillas para el
banquete. Poco después, colapsó en el suelo y cayó en un sueño tan profundo como la
muerte.
Era de noche cuando Melos despertó. Se puso en pie de un salto y corrió hacia la casa
del novio. Lo encontró y le explicó las circunstancias que lo forzaron a solicitar que la boda se
realizara al día siguiente. El joven pastor estaba sorprendido y protestó que era demasiado
pronto, que no había hecho preparativos, y pidió a Melos que esperase hasta que las uvas
fueran cosechadas. Melos insistió que no podía retrasarse, que debía ser mañana. El novio
seguía en sus trece. Discutieron y rogaron hasta que amaneció, cuando, tras mucho halagar,
Melos finalmente persuadió al joven a que aceptara.
Los ritos nupciales se celebraban al mediodía. Justo cuando los novios estaban
concluyendo sus juramentos a los dioses, el cielo se oscurecía por las nubes. Cayeron gotas de
lluvia, y pronto se convirtió en un diluvio. Los invitados pensaron que era un mal presagio,
pero se encogieron de hombros y se animaron. Pronto, a pesar del calor sofocante y opresivo
dentro de la casita, todos cantaban y aplaudían alegremente. Melos también estaba radiante
de placer e incluso fue capaz de olvidar, por el momento, su promesa al rey. La juerga solo
aumentó una vez que había caído la noche, y ahora los invitados eran casi ajenos al aguacero
de afuera. Ah, vivir para siempre de esta manera, entre estas buenas personas, pensó
Melos. Pero él sabía que no debía ser. Su vida ya no era suya, y se fortaleció en su resolución
de regresar a Siracusa. Pero había tiempo suficiente antes del anochecer del día siguiente. Se
iría tan pronto como hubiera dormido un poco. La lluvia también puede haber disminuido
para entonces, pensó. Incluso los hombres como Melos son reacios a separarse de sus seres
queridos, y cada momento adicional que pasó relajándose en su propia casa fue precioso para
él.
Se acercó a la novia, que durante toda la fiesta había estado sentada aturdida, como
intoxicada de alegría. Después de felicitarla, Melos dijo:
—Estoy muy cansado, y, con tu permiso, me iré a dormir. Tan pronto como despierte,
debo partir a la ciudad. Tengo un asunto vital. Ahora tienes a un amable y comprensivo
marido que cuide de ti. Incluso sin mí, estarás bien. Lo que más desprecia tu hermano en este
mundo es la desconfianza en los demás y el engaño. Sabes eso, ¿no? Tú y tu esposo no debéis
guardaros secretos. Eso es todo lo que quiero decirte. Tu hermano es, quizás, un hombre de
valor. Estate orgullosa de él.
La novia solo asintió somnolienta. Melos luego se giró al novio, lo palmeó en los
hombros y dijo:
—Ninguno de nosotros tuvo tiempo para hacer los preparativos adecuados. Los
únicos tesoros que tengo son mi hermana y mi rebaño de ovejas. Son tuyos. Solo te pido esto
a cambio: que siempre tengas orgullo por convertirte en el hermano de Melos.
El novio, sin saber qué responder, jugueteó tímidamente con sus manos. Melos sonrió
y, inclinándose ligeramente para despedirse del resto, dejó el banquete. Se fue a donde
guardaban las ovejas, donde cayó en un sueño casi mortal.

Despertó al día siguiente al amanecer.
¡Grandes dioses!, pensó, poniéndose en pie, ¿Me dormí? No, es temprano aún. Si me
marcho ahora, llegaré a tiempo. Hoy, como cueste, debo demostrar al rey que los hombres
pueden, y deben, cumplir con su palabra. Entonces subiré a la cruz con una sonrisa.
Calmada y deliberadamente, Melos empezó a prepararse para su viaje. La lluvia
parecía haber disminuido un poco, y apenas terminó sus preparativos, se preparó, salió y
comenzó a correr con la rapidez de una flecha en vuelo.
Esta tarde me matarán. Corro a encontrarme con mi propia muerte. Corro para
salvar a mi amigo, que espera en mi lugar. Corro para dar un golpe al malicioso corazón
del rey. No tengo más opción que correr. Y seré asesinado. ¡Juventud, el honor es tuyo para
preservarlo!
No fue fácil para Melos. Varias veces estuvo a punto de detenerse y tuvo que
reprocharse en voz alta mientras corría. Dejó atrás el pueblo, cruzó un tramo de llanura y se
abrió paso a través de un bosque. Cuando llegó al pueblo siguiente, la lluvia había cesado, el
sol estaba alto y el día se puso caluroso. Melos se limpió el sudor de la frente con el puño.
Ahora que había llegado tan lejos, ya no era agradable distraer los pensamientos del hogar y
el pueblo.
Mi hermana y su esposo serán felices juntos. Ahora no hay nada de pesar sobre mi
mente. Solo necesito correr directamente hacia el castillo del rey. Tampoco necesito
apurarme por eso. Puedo caminar a un ritmo pausado y aún llegar a tiempo.
Melos se detuvo y comenzó a cantar, con una voz hermosa, una pequeña canción que
amaba. Caminó dos, tres leguas, a paso fácil. Pero cuando estaba casi a mitad de camino a la
ciudad, un desastre imprevisible lo detuvo. ¡Mira allí! Las fuertes lluvias del día anterior
habían provocado que los manantiales de las montañas se desbordaran, los arroyos se
hincharan, sus aguas oscuras y turbias bajaran por las laderas y llenaran el lecho del río,
donde, con una fuerte y rugiente oleada, habían barrido el puente, rompiendo sus vigas en
pedazos. Melos se levantó y miró atónito, incrédulo. Miró hacia arriba y hacia abajo en la
orilla del río y gritó a toda velocidad; pero no había un bote ni un barquero a la vista. El río
seguía subiendo, sacudiéndose como un mar inquieto. Melos se derrumbó en la orilla,
llorando, y levantó los brazos en un llamado a su dios.
—¡Quédate, oh Zeus, esta corriente furiosa! Ya el sol está en su cenit. Si, para cuando
se hunda, no he llegado a la puerta del castillo, ¡mi fiel amigo debe morir por mí!
Como si despreciara los gritos de Melos, las aguas oscuras se hincharon y se
enfurecieron con una violencia aún mayor. Las olas tragaron olas, arremolinándose y
chocando, y Melos solo pudo ver cómo los momentos huían. Por fin su desesperación se
convirtió en atrevimiento. No tuvo más remedio que intentar cruzar a nado.
—¡Dioses! ¡Os llamo para que seais testigos del poder del amor y la verdad que no se
inclinará ante estas aguas feroces!
Melos se zambulló en la corriente y comenzó su lucha desesperada con las olas
tumultuosas que azotaron y se retorcieron sobre él como innumerables serpientes gigantes.
Con toda la fuerza que pudo convocar, se abrió paso a través de los vertiginosos rápidos como
un león feroz en la batalla. Y tal vez los dioses, al ver esta exhibición heroica, fueron llevados
a la compasión. Incluso cuando Melos fue arrojado y arrastrado por la corriente salvaje, de
alguna manera logró llegar a la orilla opuesta y aferrarse al tronco de un árbol allí. Subió a
tierra, sacudió el agua de su cuerpo con un fuerte estremecimiento y siguió corriendo. No
hubo un momento que perder. El sol ya se inclinaba hacia el oeste. Con su respiración pesada
y laboriosa, corrió la montaña hacia el paso. Solo cuando llegó a la cima se detuvo para
recuperar el aliento, y fue entonces que, de la nada, apareció una banda de bandidos de
montaña en el camino ante él.
—Alto.
—¿Qué es esto? Debo estar en el castillo del rey antes del atardecer. Dejadme ir.
—No hasta que nos des tus riquezas.
—No tengo nada. Nada salvo mi vida. Y hoy debo ofrecerle eso al rey.
—Es esa vida tuya la que queremos entonces.
—Espera. ¿Puede ser que el rey os enviara para detenerme?
Los bandidos no respondieron pero alzaron sus garrotes en el aire. Melos cayó
ágilmente en cuclillas, se abalanzó sobre el hombre más cercano a él y rápidamente alejó su
garrote.
—¡No os heriré por la honradez de mi causa! —Melos gritó, y con tres furiosos y
salvajes golpes de garrote, tres bandidos cayeron muertos. Mientras los demás retrocedían
por el miedo, Melos se abrió paso y esprintó por el camino de montaña.
Llegó al pie de la montaña en una sola carrera, pero luego el agotamiento comenzó a
pasar factura. El sol de la tarde ahora brillaba en su cara con su feroz y ardiente calor. Olas de
mareo lo recorrieron, y una y otra vez luchó contra la sensación hasta que, tambaleándose
dos o tres pasos finales, sus rodillas cedieron y cayó al suelo. No pudo levantarse. Se tumbó
de espaldas, llorando amargamente.
Ah, Melos, has llegado hasta aquí. Has nadado el río furioso, has matado a tres
bandidos y has corrido como el propio Hermes. Bravo y verdadero Melos, qué vergonzoso
yacer aquí, demasiado cansado para moverte. Pronto tu querido amigo pagará con su vida
por su confianza en ti. Oh infiel, ¿no eres justo como el rey sospechaba?
Así Melos se enfureció consigo mismo, pero toda su fuerza se había ido. Yacía
extendido en un campo verde al lado del camino, y no podía avanzar más que un gusano que
se arrastra. Cuando el cuerpo está fatigado, el espíritu también se debilita. Nada importa
ahora, se dijo a sí mismo, mientras una petulancia malhumorada, tan impropia de un héroe,
llegó a su corazón.
Hice lo mejor que pude. No tenía la menor intención de romper mi promesa. Como
los dioses son mi testigo, forcé mis poderes al máximo. No soy un hombre infiel. Ah, podría
abrir este pecho para que pueda ver el carmesí de mi corazón, cuya vitalidad es el amor y
la verdad. Pero mi fuerza me ha dejado, mi espíritu está exhausto. ¡Maldito sea mi destino!
Mi nombre será objeto de burla. Si tengo que colapsar aquí ahora, será como si no hubiera
hecho nada en primer lugar. Engañé a mi amigo. Nada importa ahora. ¿Era este mi
destino, entonces?
Perdóname, Selinuntius. Fuiste constante en tu confianza en mí. Tampoco te he
engañado. Tú y yo éramos buenos, verdaderos amigos. Ninguno de los dos abrigó en su
pecho las oscuras nubes de duda. Incluso ahora, esperas pacientemente mi regreso. Ah, sé
que estás esperando. Gracias, Selinuntius. Confiaste en mí, y la confianza entre amigos es el
mayor tesoro de la vida. No puedo soportar pensar en eso. Corrí, Selinuntius. No tenía la
menor intención de engañarte. ¡Por favor, créeme! Vencí al río furioso. Escapé de los
bandidos que me rodeaban y corrí al pie de la montaña sin un momento de descanso.
¿Quién sino yo podría haber llegado tan lejos?
Ah, pero no esperes más de mí ahora. Olvídate de mí. Nada importa ya. Estoy
derrotado. Una desgracia. Ríete de mi. El rey susurró que haría bien en llegar tarde. Si lo
hiciera, él mataría al rehén, dijo, y me perdonaría la vida. Lo despreciaba por eso. Pero
ahora mírame: ¿no estoy haciendo exactamente lo que él sugirió? Llegaré tarde. El rey
dará por sentado que lo hice intencionalmente. Se reirá de mí y me despedirá, un hombre
libre.
Eso, para mí, es un destino peor que la muerte. Seré tildado de traidor para
siempre, la mayor ignominia conocida por el hombre. No, Selinuntius, yo también moriré.
Tú, y solo tú, creerás que mi corazón era verdad. Déjame morir contigo.
¿Pero tengo el derecho? ¿No debería seguir viviendo, en corrupción y maldad?
Tengo mi casa en el pueblo. Yo tengo mis ovejas. Seguramente mi hermana y su esposo no
me echarían de mi casa. Justicia, confianza, amor: ¿no son meras palabras? Matamos a
otros para que podamos vivir. Ese es el camino del mundo. Y lo inútil que es todo. Soy un
traidor vil y engañoso. Lo que sea que haga no tiene importancia. ¡Pobre de mí!
Mientras Melos yacía con los brazos y las piernas tirados en el suelo, el sueño
comenzó a vencerlo. Pero entonces, de repente, un murmullo llegó a sus oídos. Levantando
un poco la cabeza, contuvo el aliento y escuchó. El sonido vino de algún lugar cercano.
Alzándose tambaleándose sobre sus manos y rodillas, lo vio: el agua gorgoteaba
silenciosamente de una grieta en las rocas. La corriente pareció susurrarle a Melos, llamarlo,
y él se inclinó sobre ella y bebió, recogiendo el agua con ambas manos. Soltó un suspiro largo
y profundo, y sintió como si estuviera despertando de un sueño. Él podría continuar. Él
continuaría. Cuando su cuerpo comenzó a revivir, una pequeña chispa de esperanza se
encendió en su corazón. La esperanza de poder preservar su honor muriendo a manos del
verdugo. El sol rojo y en declive brillaba tan intensamente que parecía incendiar las hojas y
ramas de los árboles.
Todavía hay tiempo antes del atardecer. Alguien me espera. Pacientemente, sin
dudar nunca de mí, espera mi regreso. Tengo su confianza. ¿Mi vida? No cuenta para nada.
Pero este no es el momento de buscar el perdón con mi propia muerte. Debo demostrar que
soy digno de esta confianza. Eso, por ahora, es todo.
¡Corre, Melos!
Él confía en mi. Él confía en mi. Ese susurro de demonios hace un momento fue solo
un sueño. Un mal sueño. Destiérralo de tu mente. Los hombres tendrán tales sueños cuando
la carne esté cansada. No hay vergüenza en eso, Melos. Eres un hombre de verdadero valor.
¿No has resucitado, no estás corriendo de nuevo? Alabados sean los dioses. Puedo tener la
muerte de un hombre justo. Ah, se pone el sol. ¡Qué rápido se hunde! Espera, oh Zeus. He
sido un hombre honesto en la vida. Permítame ser tan honesto en la muerte.
Apartando a la gente que llenaba el camino y enviando a algunos a volar, Melos corrió
como un viento oscuro. Sorprendió a una multitud de juerguistas reunidos para un festín en
el prado cubierto de hierba corriendo imprudentemente entre ellos. Sacando a los perros de
su camino y saltando sobre los arroyos, corrió diez veces más rápido que el sol poniente.
Fue cuando pasó junto a un grupo de viajeros que caminaban en sentido contrario
que pudo escuchar estas siniestras palabras:
—Ese hombre será colgado en la cruz.
“Ese hombre”. Es por ese hombre que corro. Ese hombre no debe morir. Más rápido,
Melos. No debes llegar tarde. Ahora es momento de probar el poder el amor y la verdad.
Desvistiéndose hasta casi quedar desnudo –las apariencias no significaban nada para
él ahora– Melos corrió. Apenas era capaz de respirar, y dos o tres veces tosió sangre. Pero
mira. Allí, pequeñas en la distancia, las torres de Siracusa. Las torres, brillando con el sol
poniente.
—Ah, es Melos, ¿no? —Una voz como un gemigo alcanzó sus oídos con el sonido del
viento.
—¿Quién habla? —Dijo Melos, sin detenerse.
—Me llamo Philostratus, señor, aprendiz de tu amigo Selinuntius. —El joven corrió
tras Melos, gritando sus palaras—. Llega muy tarde, señor. No hay esperanza. No necesita
correr ahora. Ya no puede ayudarle.
—El sol aun no se ha puesto.
—Incluso ahora se está preparando para la ejecución. Llega muy tarde, señor. Pobre
de mí. ¡Ojalá hubiera venido, pero momentos antes!
— El sol aun no se ha puesto. —Melos sintió como si ardiera su corazón. Sus ojos fijos
en el gran y rojo sol en el horizonte al oeste. No había nada que correr.
—Suficiente, señor. Pare, se lo ruego. Es su vida lo que importa ahora. Mi maestro
creía en usted. Incluso cuando lo arrastraron a los terrenos de ejecución, seguía sin
preocuparse. Y cuando el rey se burló y lo tanteó, todo lo que dijo fue: ‘Melos vendrá’. Su fe
en usted no se alteró al final.
—Por eso debo correr. Corro por esa fé, esa confianza. Si lo hago a tiempo no es la
cuestión. No es solamente cuestión de la vida de un hombre. Estoy corriendo por algo mucho
mayor y más temible que la muerte. ¡Corre conmigo, Philostratus!
—Ah, es la locura lo que le guía, ¿no? ¡Muy bien, señor, corra! Corra por lo que
merece la pena. Quizás, solo quizás, esté a tiempo. ¡Corra!
Ni nada podría haberlo hecho detenerse. El sol aún no se había puesto. Invocando sus
últimas reservas desesperadas de fuerza, Melos siguió corriendo. Ni un solo pensamiento
pasó por su cabeza. Corrió, impulsado por una fuerza inmensa e innombrable. Mientras
tanto, el sol se hundió perezosamente bajo el horizonte, y justo cuando el último y persistente
rayo de luz estaba a punto de desvanecerse, Melos, cabalgando sobre las alas del viento,
irrumpió en el terreno de ejecución. Lo había logrado.

—Espera, verdugo. Perdona a ese hombre. Melos ha regresado, como prometió.
Desde la parte posterior de la gran multitud que se había reunido, Melos intentó
gritar estas palabras. Sin embargo, todo lo que salió de su garganta reseca y apretada fue un
susurro áspero, y nadie en la multitud prestó atención a su llegada. La cruz ya estaba en su
lugar, se alzaba muy por encima de la multitud, y Selinuntius, atado con cuerdas, estaba
siendo elevado lentamente sobre ella.
Melos, con un último y valiente estallido de fuerza, se abrió paso entre la multitud, al
igual que antes había separado las turbulentas olas del río.
—¡Verdugo! ¡Esto soy yo! Yo soy el que debe ser ejecutado. Soy Melos. ¡Melos, que
dejó a este hombre como garantía, está de pie delante de ti! —Luchando para hacer oír su voz
ronca, Melos se subió a la plataforma que sostenía la cruz y arrojó sus brazos alrededor de las
piernas de su amigo.
Un revuelo recorrió la multitud. De todos lados surgieron gritos de "¡Alabado sea!" y
"¡Liberadlo!" Selinuntius fue bajado a la plataforma y liberado de sus ataduras.
—Selinuntius. —Dijo Melos, con los ojos llenos de lágrimas—. Pégame. Golpéame tan
fuerte como puedas. Por un momento, en mi camino hacia aquí, un mal sueño me venció. Si
no me golpeas, no tengo derecho a abrazarte. ¡Pégame, Selinuntius!
Selinuntius pareció entender. Él asintió y le dio a la mejilla derecha de Melos un golpe
tan fuerte que el sonido resonó sobre el terreno de ejecución. Luego sonrió gentilmente.
—Melos. —Dijo él—. Pégame. Golpéame tan fuerte y tan rotundamente como te acabo
de golpear. Una vez durante los últimos tres días, dudé de ti. Solo una vez, por primera vez en
mi vida. Si no me golpeas, no puedo abrazarte.
La mano de Melos voló por el aire y se estrelló contra la mejilla de Selinuntius.
—¡Gracias, amigo! —Melos y Selinuntius pronunciaron las palabras como si fueran
uno solo, se abrazaron con fuerza y sollozaron en voz alta con alegría.
De la multitud también salieron sollozos. El tirano Dionisio, encaramado en su
asiento detrás de la multitud, miró fijamente a los dos amigos durante algún tiempo. Luego
caminó en silencio hacia donde estaban parados. Su cara se sonrojó mientras hablaba.
—Tu deseo se ha cumplido. Has sometido mi corazón. La confianza entre los hombres
no es solo una ilusión vacía. Yo también sería tu amigo. Digamos que dejarás que la liga del
amor sea de tres.
Los vítores y los gritos de "¡Viva el rey!" surgieron de la multitud. Y fuera de la
multitud, una joven doncella se adelantó con una capa roja. Cuando ella le tendió el manto a
Melos, él solo podía mirarlo desconcertado. Su amigo, el verdadero Selinuntius, se apresuró a
explicar:
—Mírate, Melos… Tu ropa ya no está. Ponte la capa. Esta hermosa doncella no puede
soportar que todos te vean de esa manera.
Un rubor escarlata cubrió la mejilla del héroe.

(De una antigua leyenda, y un poema de Schiller2)

2¡Corre, Melos! es una reinterpretación de la balada de Friedrich Schiller «El aval» (Die Bürgschaft),
cuenta la historia de Damon y Fintias —en esta versión, Melos y Selinunteus (alias: Selinae)—, basada
a su vez en una antigua leyenda griega registrada por el historiador romano Cayo Julio Higinio.

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