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CURSO: Temas de Filosofía Antigua y Medieval

Facultad: Estudios Generales Letras


Semestre: 2015-II
Profesor: DR. SALOMON LERNER FEBRES

SEGUNDA PARTE
LOS PROBLEMAS DE LA CULTURA

Prof. : DR. SALOMÓN LERNER FEBRES

TEXTO V. GRENIER,J., “Sobre el Espíritu de Ortodoxia”. Traducción de Pierre de Place,


Caracas, Monte Avila Editores, 1969.

I.- El intelectual en la sociedad (1).

Entre todos los problemas que se discuten en la actualidad, tal vez el más grave de
todos para una persona que tenga un trabajo intelectual, sea el de saber si ha de desempeñar un
papel en la sociedad, y qué clase de papel. ¿Tiene que tomar partido primero? ¿Y en nombre de
qué? ¿”El Espíritu” del que se reclama y pretende servir, le fija una línea de conducta? ¿Al
suponer que sí, en que consistirá?

Un hombre inteligente puede dudar de que el espíritu tenga que cumplir un papel dentro
de la sociedad. En todas las épocas, las sociedades humanas fueron gobernadas por pasiones
o por intereses que no tenían nada que ver con motivos espirituales. Por eso, muchos sabios
antiguos consideraban como no razonable mezclarse aun en lo más mínimo en asuntos
públicos. Basta con recordar a los pitagóricos degollados por el populacho en Cretona y en
Agrigento y Platón mismo vendido como esclavo por Dionisio, el tirano de Siracusa. Y conste
que Platón sólo intentó convencer a un hombre. Hoy en día, cuando se trata de arrastrar a
multitudes, se ve poco a un intelectual, un escritor o un artista, desempeñando el papel de
tribuno en las reuniones populares. La ley de la inteligencia es muy diferente a la ley del número
y la verdad acostumbra seguir un camino opuesto al deseo. Entonces, lo mejor parecería
abstenerse lisa y llanamente o bien, para las elecciones, si se quiere a toda costa votar por el
candidato que tenía la mayoría de los votos, escoger a quien ofrezca más garantía de
inteligencia y deshonradez; pero allí también se podría vacilar entre varios candidatos o cometer

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una injusticia al votar por alguien que se ha calumniado y lo mejor en este caso sería abstenerse
del todo.

Si el hombre que reflexiona pudiese todavía estar seguro de las consecuencias de su


acción; si una vez llegado a un cargo superior pudiese afirmar que al actuar en tal forma
obtendría tal o cual buen resultado, pero ya Valéry recalcó que era imposible, en la actualidad,
calcular las consecuencias de nuestras acciones, aun cuando somos jefes con todas las
informaciones en la mano. El mundo -dice- ha cambiado de escala. Antaño, cuando se iniciaba
una guerra o una revolución, las resonancias de estos acontecimientos eran siempre previsibles,
porque estaban limitados en el tiempo y en el espacio. Hoy en día, quienes mandan a los
pueblos, se equivocan sin cesar, porque no se dan cuenta que ya no existen acontecimientos
aislados. Esto se vio claramente en la última guerra, durante la cual se ha ido de sorpresa en
sorpresa, porque cada decisión en un país provocaba una decisión en otro país muy alejado. Y
esto se sigue viendo hoy en día, cuando las provocaciones suscitan alianzas y éstas nuevas
hostilidades, sin que nadie pueda adivinar quién es el que quiere la paz y quién el que quiere la
guerra. Además, una nueva fuente de pesimismo proviene de la imposibilidad del mundo
moderno de escapar a un ciclo infernal. Cada guerra desencadena otra, y las guerras civiles,
aunque triunfen, no impiden en absoluto, como se lo propusieron, la amenaza de las guerras
internacionales. En estas condiciones, el intelectual, y esto no solamente con un fin egoísta de
preservación, sino también para no añadirle nada por su acción a la suma de males que achacan
al mundo, ha de seguir el consejo de Platón e, igual que el nómada sorprendido por la tormenta,
esconder la cabeza bajo su manto y esperar que concluyan aquella tempestad y locura.

Dicha actitud, cuyos motivos acabo de exponer, durante mucho tiempo me pareció la
mejor, pero hoy en día me parece más criticable. No por ser egoísta, puesto que no proporciona
dinero, ni honores, y acarrea más bien desconsideración de parte de todas las facciones. Los
conservadores dicen que se hace el juego de los revolucionarios, al dejar que se apoderen del
mando aquellos que son más unidos y emprendedores, y los revolucionarios le acusan de dejar
perpetuarse injusticias que son insoportables. Estos reproches pueden no tener base; creo, sin
embargo, que el intelectual no debe quedarse impasible como los donantes en los cuadros
primitivos, o los espectadores que hacen de figuración en tantos frescos; creo que el intelectual
debe intervenir. No diré que ha de hacerlo por deber, es una palabra que dejo a otros el honor

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de pronunciar, pero digo que debe hacerlo por humanidad, simplemente porque no deja de ser
un hombre que se da cuenta mejor que muchos otros, incluso, como intelectual, de las fuerzas y
debilidades de la humanidad.

Un artista, por ejemplo, es como un lugar de paso para las aspiraciones más altas y las
miserias más irremediables que se encuentran en el hombre. Cuando todo debería en el
momento de la creación, contribuir a que se evadiese del mundo real, todo, por el contrario
concurre para hundirle más y, a veces, muy brutalmente, al planteársele el problema de saber si
logrará comer el día siguiente. No hace falta, pues, buscar muy lejos razones para actuar, basta
con mirarse a sí mismo y considerar la suerte que le toca a los intelectuales en el mundo
moderno, en donde se les da toda la libertad, pero no pueden usarla, siendo ilusoria por carecer
de base material. Además no hay hombre que no haya sido obligado en un momento de su vida
a decidirse a actuar. La mayoría lo hace en su juventud y el mismo entusiasmo que les lleva
hacia una belleza los lleva también hacia la acción. Pero se ven hombres, como André Gide,
que esperan la vejez para tomar partido. Entonces ocurre que el partido que escogen es aun
más extremo cuanto más extrema haya sido, antes, su hostilidad a cualquier partido. Quizá, más
valga, para no estar luego reducido a estas extremidades, empezar desde ahora un examen de
conciencia.

En todo caso, con ello se gana el no entregarse a un partido, sin que le empujen a uno
todas las fuerzas del espíritu y del corazón. Ocurre que un artista, al tomar debidamente
conciencia de su propia miseria y de la solidaridad humana, se adhiere de repente a un partido
simplemente para salir de sí mismo, como una joven, otrora, de repente decidía casarse para
escapar de su familia. Pero esto hace matrimonios infelices. Así, es muy posible que la unión
de Gide con el comunismo acabe mal (2). Lo mismo hubiese terminado mal la acción que había
esbozado durante la guerra con el partido Acción Francesa (3), quedándose ésta por suerte en la
etapa del noviazgo. Al respecto, Gide dice algo significativo: “Sentía que hacía falta una
agrupación para enfrentar una especie de desolación que sentía por todos lados. Es
exactamente en este sentido en el que di mi adhesión.”

Observarán que Gide no ingresaba a la Acción Francesa porque estuviese convencido


de la verdad de sus ideas, sino sencillamente porque era la única agrupación que conservara, en

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1916, una cohesión: ¿Qué prueba con esto? ¿Qué el arte no se basta a sí mismo? De acuerdo.
¿Qué el artista es antes que nada un hombre? Esto es aún incierto. Pero también con aquello
se prueba que resulta muy peligroso salir de su aislamiento por el único motivo que uno se
ahoga y además demuestra que puede uno equivocarse en serio al decidir con premura igual
que al mantenerse aparte. El resultado es que se pasa de la adoración de sí mismo a la
adoración de la sociedad y que después de rechazar todos los credos porque quería ser un
espíritu libre, se acepta un credo en particular y ciegamente porque se quiere participar en la
humanidad. Luego de negarse a todas las limitaciones, incluso las morales más comunes, se
renuncia a publicar porque, como dice Gide, se le tiene miedo al índice. No cabe duda de que
tales cambios de actitud son sinceros, pero eficaces, no.

Otro grave inconveniente de una adhesión no largamente madurada, es el de incitar al


intelectual a elegir un partido que tenga una numerosa militancia y que le parezca ir en el sentido
del porvenir, suponiéndose que este sentido haya sido determinado para siempre. No es raro
ver al individuo más independiente, más al margen del espíritu de la moda, adherirse a un
partido que se beneficia con los favores de la época; no es raro ver a un individuo que sabe muy
bien que la historia no tiene, sino el sentido que se le da ingresar en un grupo que hace alarde
de los favores constantes de la historia, y creer a la vez que el mejoramiento de la naturaleza, el
progreso de la humanidad son cosas aseguradas. Sin embargo, esta idea de progreso fatal,
mecánico y continuo, que dura desde hace siglos, no ha conducido sino a desastres. Ha sido
desmentida por todos los acontecimientos; como dice Renouvier puso una venda sobre todas
las inteligencias. Lo cual no impide que siga constituyendo uno de los ejes de nuestra
enseñanza; que todas las mentes estén más o menos convencidas de que mañana será mejor
que hoy y que hoy es mejor que ayer. Confunden sucesión y progreso, sucesión que se hace
sin nosotros y pese a nosotros, y el progreso que exige cada día un esfuerzo seguido de caídas
y regresiones, y que, en todo caso, no tiene nada que ver con una serie cronológica. Esta idea
es el principal factor de embrutecimiento de nuestra época. El intelectual que ante ella cede está
perdido para la inteligencia, y, sin embargo, ¡Qué tentación representa! Uno dice: voy a ser útil a
la humanidad; yo también voy a trabajar para el nacimiento de esta razón, de esta justicia que
sólo los malos retrasaron hasta la fecha. Si me replican que las guerras y las revoluciones se
vuelven cada vez más crueles y se traducen en millones de muertos, contestaré que aquel gran
sacrificio no es nada al lado de la edad de oro que va a abrirse para la humanidad. Pero los

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sacrificios se vuelven cada día más pesados y la edad de oro cada vez más lejana. Es extraño
que estos cuentos para niños que no reposan en nada sino en los progresos del maquinismo,
compensados además por muchas desgracias, los tomen hombres inteligentes y cultos más en
serio que las lamentaciones de Job, que expresan, sin embargo, sentimientos cuya realidad y
profundidad puede apreciar cualquiera. Actualmente, debería ser un lugar común decir que sin
duda hay un progreso, pero que este progreso no se obtiene sino por una tensión continua del
espíritu y no por un desenvolvimiento fatal de las cosas.

En verdad, sólo se debe contar con el espíritu. Si, con el fin de actuar mejor, se
abandonara ese espíritu hasta ahora respetado y querido para entregarse a una masa aullante,
en marcha hacia un porvenir problemático, sería la equivocación más completa. Pero no hace
falta decir que este espíritu no tiene nada que ver con la espiritualidad romántica. A principios
del siglo XIX, se nutrían grandes esperanzas en la renovación de la sociedad. Por todas partes
no se hablaba más que de amor, de verdad y de inteligencia. Todo esto se desvaneció, y el
último portavoz de los saint-simonianos, Vigny puede exclamar: “Tu reino ha llegado, ¡oh puro
Espíritu!, rey del mundo”, ese espíritu nunca subió al trono.

Evidentemente, si así se entiende la palabra espíritu, como una posibilidad de


aspiraciones confusas, de sentimientos generosos, no se llegará nunca a realizar otra cosa,
como lo hacen muchos partidos en Francia, sino discursos, mociones y órdenes del día. Se hará
lo que denominan muy bien los italianos ejercicios de caligrafía política. Vivimos una época
demasiado dura y chocamos contra obstáculos demasiado serios para que se pueda pensar en
estos juegos del espíritu.

Así, hay que darle la razón a todos los que piensan que es necesario ocuparse de cosas
materiales. Creo que André Gide dice algo muy justo cuando, al contestar ataques que suelen
dirigirse en contra del comunismo, recalca la importancia de la materia para el ejercicio del
pensamiento. “Lo que requiere Descartes –dice- para pensar bien, es una estufa, una cosa
material que permita al pensamiento desarrollarse. El cogito, ergo sum sigue siendo cierto en la
Unión Soviética como en nuestro país, pero sin estufa, no más cogito … Hay que suministrar
primero a los hombres el pan, el vestir y la subsistencia material … Estos problemas materiales
no son precisamente los más importantes, son los primeros, los más importantes en el tiempo, o

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sea, determinante.” Y compara estos problemas materiales con el zócalo de la estatua sin el cual
ésta no puede sostenerse. En ello hay algo de verdad, aunque la faz del mundo haya sido
cambiada por creencias que tenían en su contra todas las fuerzas materiales del momento. Pero
es cierto que el problema material es un problema primordial, a condición de que se diga con
Gide: primordial cronológicamente.

Empero, es menester no olvidar que este problema material no encierra todo. Aquí
reaparece la necesidad de una dirección espiritual. Sin duda, puede muy bien hacerse valer que
el comunismo procede de un sentimiento de humanidad muy profundo, que trata de suprimir
todas las desigualdades entre los hombres, de hacer desaparecer las injusticias, de hacer reinar
una ley de amor en vez de una ley de hierro. No por eso deja el comunismo de proceder de
cierta forma de espíritu, que no es, a mi juicio, el espíritu que debería reinar sobre los hombres.
¿Qué representa, sino una tentativa grandiosa para explotar las riquezas de la naturaleza en
provecho de todos los trabajadores, y esto, lo más racionalmente posible? Es esta palabra
racional que uno encuentra siempre ante sí, y me parece que esa reducción del espíritu, vale
decir, la razón, causó la mayoría de los males del silo pasado y de éste. No opongo tanto la
materia como la razón al espíritu. Las revoluciones y las guerras se hicieron en nombre de la
razón para que triunfase un ideal racional; una especie de locura no de la cruz, sino, en algún
modo, de la razón invadió a los Enciclopedistas del siglo XVIII. Las guerras se han vuelto
monstruosas a partir del momento en que se convirtieron en lo que se atreven a llamar guerras
de ideas. Un ideólogo predicaba recientemente la guerra Santa, la Cruzada contra los infieles.
Ya no hay guerra nacional –decía-, sólo quedan guerras de ideas. Ahora bien, la idea, el
concepto se ha vuelto en los cerebros fanáticos de nuestros contemporáneos armas de guerra
extremadamente peligrosas. El espíritu verdadero no conoce de aquellos fanatismos; como está
libre de todo prejuicio acerca del pasado y del porvenir, no se cree obligado a preludiar con
matanzas la reconciliación general. Es aquel racionalismo de Voltaire y de sus seguidores. En
estos dos casos, ¿de qué se trata? De un acondicionamiento material de la sociedad según un
plan racional. Se trata de realizar un progreso artificial, porque todo progreso humano, según
Voltaire y también según Montaigne –dicen- sería forzosamente artificial. Pero esa empresa ya
la intentaron y lograron el mismo capitalismo y el nacionalismo en el siglo XIX. El capitalismo
conoció un gran éxito en su tiempo y, como lo admite Marx, fue una etapa necesaria en el
desarrollo económico. La industria, que es hija de la razón, pues la máquina y la herramienta

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son los instrumentos naturales de la inteligencia que se aplica a la materia, no dejó de registrar
sus triunfos. Desde aquel punto de vista, el plan quinquenal termina lo que los trusts y los
consorcios iniciaron. ¿Dirán que la propiedad colectiva es una novedad revolucionaria? No: La
Edad Media la conoció y las órdenes monásticas realizaron una comunidad más estricta que
ninguna otra en nuestra época. Pero ocurrió que desde el momento en que esas comunidades
abandonaron su espíritu creador y se pusieron a explotar racionalmente sus riquezas, estas
comunidades cayeron en decadencia y sus bienes raíces con justicia fueron confiscados por la
Revolución francesa. En suma, a partir del momento en que estas comunidades triunfaron
materialmente y creyeron establecer su dominio sobre las cosas y los hombres, a partir del
momento en que aquellos hombres pudieron considerarse como satisfechos, se extinguió su
obra.

Hay algo que necesita la humanidad, aun más que la comodidad (desde luego sin
descuidar a ésta, ya que debe existir un mínimo indispensable), es un impulso hacia algo que la
supere. Pero volviendo a Gide, él relata que después de proclamar el sacrificio de su arte a su
nueva fe, recibió una carta de Rusia en la que se le decía que la idea de sacrificio era una idea
burguesa de la cual ya no se quería. Y Gide agrega: “No contesté, por que tenía demasiado que
decir. Me pareció que se empobrecía singularmente la humanidad al eliminar de ella la noción
de sacrificio”. Además ¿Cuál es la idea que entusiasma en la actualidad a las jóvenes
generaciones y las predispone a todas las devociones? En naciones vecinas (4), por desgracia,
no tanto la idea de patria, sino de dominio de esta patria sobre cualquier otra cosa. Es una idea
desinteresada, aunque todos sus promotores no lo hayan sido siempre. Y en Rusia misma,
¿puede la felicidad material cautivar a tantos millones de hombres para la realización de un
plan? Seguramente no. Lo que les cautiva es una nueva fe, una nueva esperanza. De ninguna
manera la condición del obrero es mejor en la URSS, que en Inglaterra, y la de quienes no son
obreros especializados es infinitamente peor. Esto no impide que haya hombres que prefieren
vivir pobre y penosamente más que a sus anchas, en una atmósfera de libertad. ¿Qué
demuestra esto? Lo dice Malraux: “Lo interesante en la URSS, es menos un cambio material que
un cambio de ánimo. El obrero ruso va a la fábrica con otro ánimo que el obrero occidental”.
Malraux ve en el comunismo mucho menos una reforma material en cuanto a repartición de
riquezas que una reforma espiritual, otro sentido dado a la vida de los individuos.

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Si es así, como lo creo, ¿por qué, en nombre de una razón que avanzaría en una sola
dirección, querer suprimir los derechos del espíritu? Muy bien podemos condenar todos los
modos de explotación del hombre por el hombre sin estar obligados por ello a aceptar con los
ojos cerrados un nuevo dogmatismo, no más justificable que cualquier otro.

¿Vale la pena pretender haberse liberado de todas las ideas que se suponía
encadenaban al espíritu humano para lanzarse de cabeza a la creencia más superficial y menos
justificada, la que representaba tal vez, hace cincuenta años, la opinión del boticario del pueblo?
Da vergüenza leer las sandeces que imprime todos los días esta prensa que debía asegurar –así
lo creían nuestros abuelos-, la felicidad de la humanidad por la difusión de las luces; da
vergüenza leer las deformaciones sistemáticas que una prensa conservadora, por razones de
interés, ofrece de la verdad de los hechos, pero avergüenza otro tanto el leer en la prensa de
izquierda las estupideces que se permiten escribir unos analfabetos a medias convencidos de
que la humanidad no hizo nada antes que llegaran ellos y que tratan desde lo alto de su
suficiencia a espíritus como Pascal, Platón y otros más. Si el espíritu ha de librarse del dinero,
que no sea por lo menos para caer en la domesticidad, El obrero, hombre que trabaja con sus
manos durante todo el día, que no ha tenido tiempo aún para acceder a la verdadera cultura,
francamente merece más que lo que se trata de hacerle pasar por verdad, esto es, un residuo de
ideas seudocientíficas abandonadas. Y el intelectual no debería creerse obligado a
embrutecerse para adquirir el derecho de hacer algo humano y generoso. Hagamos todo cuanto
sea necesario para establecer una sociedad justa; pero, como dice Nietzsche, preservemos
nuestro derecho a la locura.

Henri de Man, en “Allende el Marxismo”, insiste bastante en esta “mitología racionalista”


que entorpece un socialismo supuestamente “científico”, mientras que las ciencias actuales
descartan unas tesis que siguen siendo fundamentales en el marxismo (5). El obrero no lucha
tanto por sus intereses, como por la justicia: No es tanto un deseo de posesión que lo
obsesiona, sino una reivindicación de su dignidad. En el caso contrario, ocurre (y demasiado)
que el “proletario” tienda por todos los medios a aburguesarse, pese a que tenga en sí los
elementos de una verdadera cultura enteramente popular y humana. Es muy lamentable oir
decir todavía que hay un arte, una ciencia, una literatura “burgueses”. Cuánto más verdadera
nos parece esta idea de Guehenno: “Lo que garantiza el éxito del pensamiento socialista, lejos

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de ser su extrañeza, es su conformidad al movimiento de la historia y a la tradición.” Así, veía


Michelet el pueblo y la gran fraternidad humana. Así, cuando se evade de una sociedad en la
que el dinero lo ha corrompido todo, se experimenta al “volverse pueblo” en las costumbres
populares, en la risa y la salud populares, un incomparable refrescamiento. ¿Encontraremos
entonces al hombre “tal como es”, al hombre “real”? Creerlo tal vez sería sacrificar demasiado a
la mitología racionalista. Pero habremos cambiado una forma ruin por una forma bella. El
intelectual se debe de asegurar la continuidad de la cultura de una forma a la otra. No debe
sacrificar “las humanidades”, sólo debe ponerlas al servicio de “la humanidad”.

NOTAS

(1) 1935.
(2) 1935.
(3) Partido monarquista de Charles Maurras (N. d. T.).
(4) Alemania (N. d. T.).
(5) Determinismo, mecanismo, historicismo, racionalismo, hedonismo económico.

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