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Educar para la libertad en un mundo plural y diverso


M. Alejandra Carrasco B.

El ideal moral de la libertad es uno de los que se ha distorsionado durante la


Modernidad afectando la praxis de las personas. Todos tenemos alguna experiencia de
la libertad. Sabemos que elegimos, tenemos conciencia de “optar”. Pero eso no puede
ser toda la libertad, elegir entre una Coca cola y una Sprite no es algo que nos haga
sentir más como personas. Cuando la libertad se ejerce sólo en cosas de poca monta, se
frustra, se convierte en un fardo. Un conjunto de nimiedades no justifica el que seamos
(y nos sintamos) radicalmente libres. La libertad trivializada es una libertad abierta a la
nada, es tener un coche de carreras en una ciudad donde no se puede conducir a más de
20 kms/h. Una libertad así nos pesa, nos angustia. Y ésta es precisamente la
comprensión de la libertad que ofrece la cultura actual: libertad para hacer lo que tengo
ganas, libertad para comprar entre distintas marcas de lo mismo, libertad para hacer lo
que me plazca si estoy dentro de mi casa. Libertad como espontaneidad y libertad como
autonomía. Veremos brevemente en qué consisten éstas y por qué no bastan.

La libertad como espontaneidad es una libertad, básicamente, infiel. Lo que me


fluye espontáneamente depende de mi estado de ánimo, del clima o de cómo haya
dormido. En consecuencia, todo proyecto que inicie se verá abortado, porque al día
siguiente el clima cambia y no siempre duermo bien. A nadie le fluye siempre lo
mismo. La vida, vivida según este concepto de libertad, será un conjunto de comienzos
inconexos, sin ninguna unidad global ni capacidad de ser narrada con sentido. La
libertad infiel se astilla en comienzos equívocos, pierde memoria de sí, no alcanza fines,
rompe constantemente la red que constituye la praxis significativa. La espontaneidad, en
este sentido, anula la libertad y reduce al ser humano. Nos creemos más libres porque
no dependemos más que de nuestros impulsos, pero estamos más y más coaccionados
por las creencias dominantes de nuestra cultura que, sin que nos demos cuenta, modulan
nuestros impulsos. Después de estar un rato frente al televisor, me fluye ir a comprar
todas esas cosas bonitas que me ofrecieron. ¿Soy libre porque lo hago?

La libertad como autonomía se relaciona también con ésta, aunque tiene algo más
de profundidad. Creemos que decidimos por nosotros mismos, creemos que nos
autodeterminamos, pero estamos siendo igual de engañados. La libertad como
autonomía reduce la libertad a la capacidad de elegir por uno mismo, rechazando
cualquier exigencia que trascienda al yo, que provenga del pasado, la sociedad o la
naturaleza. Qué se elija no tiene importancia mientras la elección sea autodeterminada,
sea autónoma. Todas las opciones son igual de libres, por tanto cualquier opción vale. Si
la realicé yo, basta. Se afirma la elección, la elección es lo que da valor; pero entonces,
se destruyen las condiciones de posibilidad de las elecciones con sentido. Si da lo
mismo dedicar el fin de semana a una labor social o a emborracharse con los amigos, si
ambas opciones valen lo mismo porque son autónomamente elegidas, la elección pierde
todo su valor. La idea de libertad como autonomía pura, entonces, trivializa la libertad.
Si el valor lo pongo yo, por el hecho de elegir, el valor de la elección se desfonda; y con
ella, yo. En otras palabras, si decidir, como dijimos al principio, es decidirse,
configurarse a uno mismo; y todas mis decisiones se reducen a optar entre la Coca cola
y la Sprite –cosas que en sí mismas no valen nada–, yo misma valgo muy poco. ¿Y por
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qué mis decisiones tendrían que reducirse a esas opciones triviales? Porque la
autonomía –mal entendida– me impide reconocer exigencias o valores fuera de los que
yo pueda crear, y si todo puede ser o no valioso, nada es en sí mismo valioso. Al
cerrarme a las exigencias que provienen de fuera de mí, la autonomía pura elimina los
candidatos de lo que puede ser importante, de lo que yo pueda elegir y que dé valor a mi
vida. La autorrealización narcisista aprisiona y anula.

Jean Paul Sartre fue tal vez el filósofo que con mayor coherencia y valentía
desarrolló hasta el extremo el concepto de la elección radical o la libertad como
autonomía. Según él, el hombre, a diferencia de los animales, no tiene naturaleza, es
sólo libertad. Es una libertad que cada uno orienta o dirige hacia donde quiere
(autonomía), una libertad sin dirección ni medida. Cada cual podría elegir sus propios
valores; inventarlos, crearlos, y perseguirlos. Lo único prohibido es que algo distinto a
mi voluntad me induzca, sugiera o reclame hacia dónde ir. El problema con este
concepto, que lleva al mismo Sartre a decir que la libertad es una condena, es que la
libertad radical, la libertad sólo autónoma, se autoaniquila. Si yo elijo mis propios
valores, y puedo elegir cualquiera porque no hay nada en ellos que me haga sentir que
alguno vale más la pena que otro, esa libertad no encuentra un correlato valioso y mi
vida se orienta a la nada, vale nada, avanzo sin avanzar porque avanzo a la nada. La
elección radical lleva al límite de la no elección, puesto que si puedo elegir cualquier
cosa, no elegir es una opción tan válida como cualquiera. Paralizo la praxis, me hago
nada. La libertad sin verdad se anula a sí misma, no redime.

El problema de la libertad como espontaneidad y de la libertad como autonomía


es, nuevamente, el desconocimiento de la estructura de la praxis humana y la negación
de la distinción crítica. El personaje Merseault, de “El extranjero” de Camus, vivía su
libertad como espontaneidad. Si tenía hambre, comía; si le apetecía el sexo, buscaba a
María; si se sentía incómodo, disparaba el revólver que casualmente tenía entre manos.
Si no lo hubiera tenido, no lo hubiera disparado, pues, en el fondo, todo le daba lo
mismo. Ese hombre, Merseault, no era propiamente libre. Daba curso a sus deseos,
como hacen también los perros, y nadie dice que los perros son libres. La intensidad
vital de Merseault, el valor que él fue incorporando a través de sus fines a su existencia
–y en consecuencia también su autoestima– no tenía más consistencia, más densidad,
que la espuma. Por eso repetía, con gran honestidad y como preocupantemente oímos
hoy también por todas partes, que todo le daba lo mismo.

La libertad como autonomía es la autoafirmación, la exaltación del “yo decido”,


que efectivamente es una de las facetas de la elección humana. Su problema es que
subvierte los factores que integran la acción, empobreciéndola hasta el límite. Yo
decido, ¿acerca de qué? Acerca de lo que descubro en mi interior, acerca de lo que, tras
una introspección, encuentro en mí, una vez que me he liberado de cualquier exigencia
que provenga de fuera. Pero entonces allí sólo encontraré “lo que tengo ganas”. El
propio deseo, nuevamente, el de la espontaneidad canina, se vuelve la única norma de
acción. Sin embargo, ¿hasta qué punto es libre esa voluntad, tan parecida a la de
Merseault? ¿Hasta qué punto es un bien esa libertad? ¿Hasta qué punto es libre una
libertad no razonable? Pareciera que la definición de libertad hay que completarla
ligándola a la razón –que es intencional: mira hacia afuera–, ligándola a la totalidad del
hombre, para que no sea la tiranía de la sin razón.
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Hay que aclarar el concepto. La estructura de la libertad se monta sobre la de la


praxis, puesto que es la que la realiza. Praxis y libertad, en cierto modo, se identifican.
Una libertad anoréxica, porque se niega a ser alimentada desde fuera, es una praxis
anoréxica y una identidad anoréxica. A eso conduce la libertad como mera autonomía.
Leonardo Polo identifica cuatro elementos en el acto libre: primero, el sujeto que
decide, único elemento que reconoce la libertad como autonomía; luego, la recepción de
un encargo; después un adversario (porque el acto libre cuesta), y finalmente, el
beneficiario. En este esquema se puede ver que, para ser libre, el hombre no puede
nunca estar solo, encerrado en sí. Hay, al menos, alguien o algo que encarga alguna cosa
al sujeto que decide. El sujeto decidirá si acepta o no el encargo, pero el acto de libertad
no puede empezar en sí mismo, no, al menos, si va a ser algo más que elegir entre una
Coca cola o una Sprite. Y ese alguien o algo que encarga, es la realidad, la realidad
valiosa. La libertad comienza con un encuentro con valores, con cosas que valen la
pena, con aquello que decidimos autónomamente constituir en fines de nuestra praxis.
La realidad valiosa, la verdad, nos encarga una tarea: articular nuestra vida de acuerdo
con esa verdad. La autonomía no desaparece: nosotros discernimos, de la realidad
múltiple, cuáles son los bienes o los valores que pondremos en la base de nuestra
personalidad, que constituirán nuestro modo de vida, que definirán nuestra identidad.
Pero no son valores que elijamos, sino, más bien, que reconocemos. No los elegimos en
forma arbitraria, ni según las ganas, ni mucho menos cerrándonos al exterior.
Discernimos, tomamos por verdaderos, por más o menos justificados, con mayor o
menor sentido para nosotros, qué valores son los que mayor intensidad, densidad,
consistencia darán a mi vida. Discernimiento autónomo, eso sí es la libertad. Una
referencia a la realidad, y una decisión personal. Dos momentos constitutivos que se
requieren mutuamente. Sin decisión personal, la libertad sería coacción, nuestra
autorrealización sería como la del árbol: necesaria. Sin referencia a la realidad, la
libertad sería autonomía sartreana: vacío y condena a la nada. Inventar los valores, en
lugar de encontrarlos y plegarse a ellos, es garantía de perderse a sí mismo. Nadie elige
de quién enamorarse: uno reconoce, entre una multitud, a aquella persona que llena de
sentido su vida. Del mismo modo, la única manera de escapar a la trivialidad y a la
incoherencia, es reconocer que independientemente de mi voluntad existe algo
significativo, valioso, y en referencia a lo que quiero y puedo dar forma a mi propio
existir.

Llegamos con esto al clímax de la idea de libertad. La libertad no tiene sentido sin
la distinción crítica, sin reconocer que existe una diferencia real entre la verdad y el
error, entre el bien y el mal. La cultura relativista anula la libertad. Porque la libertad
comporta inteligir, aprehender lo verdadero. No basta con hacer lo que se quiere para
ser libre, hay que querer lo que es bueno, lo que es valioso, lo que quiero hacer mío. La
verdad que se cree no es verdad porque se cree, sino que se cree porque es verdad. El
bien que se desea no es bueno por ser deseado, sino que es deseado porque es un bien.
Asimismo, nuestros valores no son elegidos arbitrariamente, sino que tomamos por
válidas las razones que los justifican, es decir, mis evaluaciones representan mi propia
articulación del sentido de qué es realmente valioso para mí. Esta articulación, por otra
parte, no viene dada, y puede ser más o menos acertada, más o menos adecuada, y debe
estar sometida permanentemente a contraste; pero, lo que no se puede relativizar sin
desfondar la libertad y mi propia identidad con ello, es la distinción crítica o la voluntad
de verdad. Es decir, lo valioso del valor no es mi creación, yo sólo lo reconozco. Si digo
que 2+2 es 4, no estoy diciendo que “yo tengo por verdadero que 2+2 es 4”, sino que lo
es de verdad. Obviamente si lo digo es porque lo tengo por verdadero, pero al decirlo no
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estoy hablando de mí, sino de eso, de la verdad de la realidad. Igualmente, si digo que la
vida de un feto humano es valiosa, no estoy diciendo que “para mí” es valiosa, sino que
lo es, porque hay razones que lo justifican y que, bien articuladas, tendrían que
convencer a todos. Son razones universalmente vinculantes.

Tal vez esto quede más claro explicando la relación entre la verdad y el amor. Al
hablar de la distinción crítica, de jugársela por una verdad, de dejar que ella transforme
nuestra vida, pudiera parecer que hablamos de verdades descarnadas, del teorema de
Pitágoras o de la composición del agua. Pero ello no puede ser así. Ni el teorema de
Pitágoras ni la composición del agua son capaces de movernos, de hacernos renunciar a
nosotros mismos. De la verdad que aquí hablamos es de la verdad que se ama. Los
fines, los valores, las personas a los que tendemos, son aquellos que amamos, en los que
creemos, con los que nos queremos unir, identificar, hacernos una sola cosa. No son
verdades que queramos poseer, como los conocimientos teóricos, sino que queremos ser
poseídos por ellas, queremos configurarnos a ellas, convertirnos en aquello que
admiramos. Sólo así nos hacemos más, y llenamos nuestra vida de significado.

Entonces, si para tener sentido la libertad ha de estar abierta, inclinada, pro-


yectada hacia lo verdadero, la libertad -y el amor- comienzan con una ruptura, con un
salir de uno mismo hacia aquello capaz de atraernos por el valor que hemos descubierto.
Nadie encuentra la verdad como lo suyo propio, la verdad irrumpe de fuera, no emerge
desde el interior del hombre. Por eso la libertad comienza con un encuentro, un
encuentro con la verdad, y no con el profundizar obsesivo en el propio yo –qué siento,
cuánto siento, por qué siento–. Éste es el problema del ideal de la autonomía pura:
centrándonos en nosotros mismos no encontraremos más que pequeños deseos que no
hacen crecer, que no dan valor a la vida. La verdad que merece el ejercicio de nuestra
libertad, que merece nuestro amor, es un “no-yo” que me arranca de mí, que interviene
y rompe el espacio de mi experiencia para conducirme a una realidad mayor, a una
realidad que para mí vale la pena. Es la dinámica de la autosuperación, del progreso, del
ir a más, que constituye la praxis lograda del hombre, la vida con sentido. Amar es salir
de uno mismo y volcarse en el bien amado. “No se ora a un Dios al que se llega
únicamente con el pensamiento”, dijo alguna vez el cardenal Ratzinger. Los valores
inventados no dan valor a la vida. Ni siquiera subjetivamente, como tampoco la novia
imaginaria compensa la falta de amor de un hombre solo. La verdad está afuera, y ahí
hay que salir a buscarla.

Cuando se dice que el ser humano es ex-céntrico, se alude también a esta realidad
y estructura de la praxis. Su centro de gravedad está fuera de sí, en las personas o los
ideales para los que su vida pueda ser un don. Y en ese ir a ellos, en esa entrega, es
donde verdaderamente se gana. Sólo en este movimiento extático, en el salir de sí, en el
avanzar e integrar bienes a la propia subjetividad, la persona se recupera y densifica. Y
éste es el movimiento específico de la praxis libre. Es el movimiento del amor y el que
en definitiva dará la dirección a mi vida. Los fines, los valores, las verdades que amo
constituirán mi identidad como ser humano. Si agoto mi libertad entre opciones triviales
–Coca cola o Sprite– mi identidad tendrá la consistencia de una gaseosa. Si apunto más
alto, seré más. Por eso, gracias a la libertad, podemos con justa razón decir: “dime qué
amas, y te diré quién eres”.

En este punto es donde empiezan a aparecer las paradojas de la libertad, que, sin
embargo, no hacen más que evidenciar su carácter de realidad espiritual. En efecto, la
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lógica del espíritu invierte los términos de la lógica material. En la última se tiende a la
entropía, en la primera, a la unión; en la material dar la vida es perderla, en la espiritual,
es ganarla; en la material, la libertad es liberarse de cargas, en la espiritual, la libertad
encarga. Así, el amor que libera es un amor que ata. La libertad es dejar de tener
disponibilidades y ponerse a disposición de lo que se ha elegido; es dejar la
independencia y elegir depender de lo que se ama. En la entrega de mí, en el
expropiarme, me gano. La fidelidad no reduce, sino que aumenta mi libertad; la
consolida, la hace valiosa, le da densidad. Sólo renunciando a la autoposesión –
escándalo para la libertad como autonomía– puedo, por primera vez, recuperarme.

El hombre, por tanto, sólo se logra –se encuentra, se realiza, se plenifica– más allá
de sí mismo. Por eso el meollo de su ser personal es esta apertura irrestricta de la
libertad, este volcarse y entregarse a lo otro, incorporándolo a sí mismo. Una vida sin
horizonte, entonces, donde no exista algo valioso y verdadero en lo que poner la propia
vida, es una vida frustrada, una vida chata. Y una vida chata es una persona vacía,
malograda. A estas alturas ya podemos entenderlo con claridad: en la praxis, con y por
la libertad, nos apropiamos de fines, los hacemos nuestros o, con mayor precisión, nos
hacemos suyos. La libertad nos hace causa de nosotros mismos. En las decisiones
ponemos en juego todo nuestro ser. Si robo, me hago ladrona. Si soy amable, me hago
amable. Por eso es que la libertad va dejando huellas, se va convirtiendo en una libertad
habitual, va configurando mi carácter. La próxima vez que encuentre la ocasión me será
más fácil sacar ese dinero ajeno; o la próxima vez volveré a ser amable casi sin darme
cuenta. Cada elección me vincula a algo o a alguien, y la calidad de esos vínculos, que
por definición o por estructura se asumen e incorporan establemente a mi personalidad,
representará la calidad de mi libertad y de mi vida.

Cuando se entiende la praxis como una unidad, como totalidad de sentido (que es
el único modo en uno se puede entender a sí mismo), no aceptar la propia
responsabilidad por los bienes que libremente hemos elegido, equivale a cancelar la
memoria de la libertad, astillarla, agrietar el yo. Y al mismo tiempo, lo que elegimos
puede ser coherente o no con lo que somos, es decir, en el obrar libre podemos reafirmar
o desmentir lo que somos, intensificar o falsificar nuestro ser. Si actúo según lo que creo
verdadero y bueno, intento encontrarme con mi propio ser, me enriquezco, logro una
mayor intensidad humana. Si actúo “espontáneamente”, o sólo tiendo a fines de poca
monta, me voy llenando de vacío. Si, por último, no creo que pueda conocer la verdad o
el bien, y pienso que a final de cuentas cualquier fin vale lo mismo, no tendré de dónde
sacar la fuerza ni las razones para querer bienes arduos y me conformaré con lo primero
que me ofrezcan: a veces será Coca cola, otras veces Sprite. Pero careceré de la fuerza
moral para llevar a cabo mi propio proyecto de vida.

Con todo esto quiero decir que no puede haber florecimiento personal,
autorrealización, de espaldas a la verdad, porque sólo los fines verdaderos dan
consistencia y sentido a la vida. La libertad espontaneidad y la libertad autonomía
reducen al hombre, no lo pueden hacer feliz. La verdad es una necesidad constitutiva de
la persona; no la encadena, sino que la libera de la esclavitud del subjetivismo y de las
opiniones de moda. Si al hombre se lo excluye de la verdad, entonces lo único que
puede dominar es lo accidental y lo arbitrario, lo que lo arroja al infierno de Sartre. La
libertad tiene una medida, la libertad tiene un para qué, y esa medida, ese para qué, es la
realidad, la verdad, el bien mismo. Por ello, si se niega la distinción crítica, se ha
desfondado la libertad.

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