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Retórica y Derecho1 / Rhetoric and Law

Manuel Atienza
Universidad de Alicante (manuelatienzarodriguez@gmail.com)
DOI: https://doi.org/10.25115/reret.v0i8399

A la memoria de Luis Vega Reñón

Resumen: La existencia de una estrecha conexión entre el derecho y la retórica parece incuestionable,
pero eso no parece tener casi ningún reflejo en la organización de nuestros estudios universitarios.
En el trabajo se hacen algunas sugerencias sobre el papel que tendría que jugar la retórica en el «giro
argumentativo» que caracteriza la teoría y la práctica jurídicas del Estado constitucional.

Palabras clave: retórica, derecho, giro argumentativo, teoría de la argumentación jurídica.

Abstract: The existence of a close connection between law and rhetoric seems unquestionable,
but this does not seem to be reflected in the organization of our university studies. This paper
makes several suggestions about the role that rhetoric should play in the «argumentative turn»
which characterizes the legal theory and practice of the constitutional state.

Keywords: rhetoric, law, argumentative turn, theory of legal argumentation.

I
La existencia de una estrecha relación entre el derecho y la retórica es lo que los
procesalistas llamarían un «hecho notorio», esto es, algo que, por su obviedad, no
necesita ser probado. Pero también es cierto que la afirmación anterior solo adquiere
el estatus de una evidencia si se presuponen ciertos conocimientos básicos tanto del
derecho como de la retórica. Lo que quiere decir, en definitiva, que aunque no tenga
mucho sentido tratar de probar, en sentido estricto, esa tesis, podría no estar de más
aducir algunos ejemplos con propósitos meramente ilustrativos. A mí se me ocurren
estos tres.
El primero apela al propio origen histórico de la retórica. Hay consenso entre los
estudiosos en el sentido de considerar que la primera formulación de la retórica fue
debida a Córax, cuyo objetivo no era otro que el de suministrar una ayuda técnica a
quienes se encontraban en la necesidad de defender una determinada tesis jurídica
ante los tribunales (que en la Grecia clásica eran órganos muy numerosos e integrados
por ciudadanos legos en derecho). Las noticias que nos han llegado hacen referencia
a que en Siracusa (a mediados del siglo V a.C.), una vez que fue depuesto el tirano

1
El texto es una reelaboración de la conferencia «Retórica y Derecho», que tuvo lugar el 31 de marzo
de 2022, en el Segundo Ciclo de Conferencias de la Sociedad española de Retórica.
Recepción 01.07.2022 Aceptación 19.09.2022
e-ISSN 2952-542X Revista Española de Retórica, RE-Ret, 0, 2022, 21-34
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Trisábulo, que había llevado a cabo una política de confiscación de tierras, los antiguos
propietarios trataron de recuperar sus bienes acudiendo para ello a la vía jurídica
(judicial). Como no había títulos de propiedad (lo que Aristóteles llamaría después
pruebas atécnicas),2 necesitaban construir un discurso capaz de persuadir a los jueces,
y aquí es donde aparece la retórica, la técnica consistente en utilizar el lenguaje para
lograr ese propósito (hoy diríamos, uno de los variados usos o funciones del lenguaje,
o un particular tipo de acto lingüístico). Un elemento importante para ello es, como
sabemos, el orden del discurso, lo cual explica que la principal aportación de Córax a
la retórica se haya visto precisamente en la organización del discurso judicial (ante los
tribunales) en cuatro partes: el proemio, la narración, la argumentación y la peroración
(Frost 2005, 3).
Me parece que es interesante subrayar aquí que el origen de la retórica está
vinculado no únicamente con el derecho, sino también con la democracia. Me refiero
a que la resolución de un problema de asignación de la propiedad de la tierra puede
llevarse a cabo jurídicamente (así ha ocurrido muchas veces) mediante procedimientos
puramente autoritativos; digamos, sin necesidad de dar muchas razones para ello y,
sobre todo, razones que tengan que resultar persuasivas. No quiero decir con ello que
la retórica judicial esté necesariamente vinculada con la existencia de jurados, pero sí
con una concepción en algún sentido democrática del poder judicial. Y, en fin, esa
conexión de la retórica con la democracia está incluso más marcada en relación con
otro de los tres grandes géneros retóricos,3 el deliberativo (el discurso ante la Asamblea),
que, por cierto, no deja de ser también un ejemplo de retórica jurídica: retórica en el
contexto de la creación del derecho. La conexión no sería entonces simplemente entre
retórica y derecho, sino más bien entre retórica, derecho y democracia.
El segundo ejemplo consiste en tomar en consideración la propia práctica jurídica,
el tipo de actividad que caracteriza las diversas profesiones jurídicas.
Si empezamos con la de abogado, no parece que pueda haber muchas dudas sobre
el hecho de que la defensa de los intereses de los clientes que conforma el núcleo de esa
actividad requiere de manera muy fundamental del arte de la persuasión. Y no solo en
relación con los jueces o, en general, con los órganos encargados de dirimir los pleitos,
sino también en relación con los abogados de las otras partes, con los fiscales, o con
los propios clientes; y por más que aquí el manejo de la retórica no pueda separarse
del de la dialéctica. En definitiva, no parece que se pueda ser un buen abogado si no
se es también un hábil retórico, y hasta cabría pensar que el descrédito que a menudo
acompaña a esa profesión no es muy distinto del que tradicionalmente (al menos,
desde Platón) se ha dirigido a la retórica y que proviene del riesgo que supone usar de
esas técnicas para defender lo falso y lo injusto.
La resolución judicial de conflictos no requiere necesariamente aducir razones en
favor de las decisiones adoptadas. Piénsese, por ejemplo, en la manera de proceder del
llamado «jurado puro», o sea, el que se compone exclusivamente de miembros legos
en derecho y que se limita a dictar un veredicto en un sentido u otro; el caso español
es una excepción, pues –siendo puro– exige que el jurado justifique su resolución. Y

2
En su Retórica, Aristóteles distinguió entre las pruebas técnicas, las que el orador construye en su
discurso (el ethos, el logos y el pathos) y las atécnicas, las que encuentra ya dadas (las leyes, los testigos, los
contratos, las confesiones bajo tortura y los juramentos).
3
Me refiero obviamente a la distinción clásica de los tres géneros retóricos: judicial, deliberativo y
epidíctico.

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en buena parte de la cultura jurídica occidental, hasta fechas relativamente recientes,


el juez era un tercero situado por encima de las partes y con competencia para dictar
resoluciones que tenían un valor vinculante, aunque carecieran de motivación.
«Motivar», en la jerga jurídica, significa aducir razones –razones de cierta calidad– en
favor de la decisión adoptada, del fallo, y que cumplen esencialmente dos funciones:
hacer posible un sistema de recursos, o sea, la revisión de las decisiones por un órgano
superior; y poner un límite al poder de los jueces, lo que contribuye a su vez a justificarlo.
No es algo consustancial con el funcionamiento de un sistema jurídico, pero sí una
exigencia fundamental en los derechos del Estado constitucional. La obligación de
motivar supone, ante todo, que se aporten buenas razones (buenas conforme a los
criterios establecidos en el sistema jurídico de referencia) y que ellas formen parte de
un razonamiento bien estructurado desde el punto de vista formal (lógico). Pero tienen
que ser también razones persuasivas, o sea, la fundamentación del fallo, la motivación,
no puede prescindir de la pretensión de persuadir a sus destinatarios, que no son
únicamente las partes del conflicto, sino también la comunidad jurídica o un sector de
ella, y (al menos en el caso de ciertas resoluciones) la opinión pública sin más.
También en relación con la actividad desplegada por los juristas teóricos (y el
ejercicio de la práctica jurídica no se limita, ni mucho menos, a la de los abogados y
los jueces), la retórica juega (o debería jugar) un papel destacado. Aunque no siempre
se sea consciente de ello, un antecedente claro de la actual teoría del delito –que
constituye el centro de lo que se suele llamar la «dogmática penal»– se puede encontrar
en los tratados de retórica: por ejemplo, en los análisis concernientes al concepto de
acción, a las clases de acciones o a los supuestos de justificación de las acciones; esto
último es lo que en la tradición retórica se trataba dentro del llamado estado de la
cualidad: cuando no se discutía la existencia de cierto hecho, si X había dado muerte
o no a Y –estado conjetural–, o si tal hecho constituía o no un homicidio culposo –
estado definicional–, sino que la controversia versaba sobre si ese hecho, esa acción,
podía o no considerarse justificada o hasta qué punto –por ejemplo, si concurrían o no
los requisitos de la legítima defensa–. En relación con la prueba de indicios (un tema
central del derecho probatorio) o con las presunciones hay mucho que el procesalista de
nuestros días podría aprender prestando atención a los clásicos de la retórica. Y, en fin,
lo que suele entenderse por ciencia jurídica (en el mundo del derecho –del derecho de
tipo continental-europeo– se emplea, para referirse al saber jurídico más característico,
una expresión que sin duda resultará extraña a los no juristas: «dogmática jurídica») es
un tipo de actividad (si se quiere, teórico-práctica) que no puede concebirse a espaldas
de la retórica, precisamente porque ese saber forma parte de lo que tradicionalmente
se ha llamado «razón práctica». En relación con ella (con el tipo de conocimiento del
que provee la dogmática y, en parte, la teoría del derecho) puede decirse lo mismo
que decía Aristóteles a propósito de la teorización de la ética y de la política: que los
enunciados con los que se trata de contestar a la pregunta de qué se debe hacer (cómo
debe uno comportarse para actuar en conformidad con la moral; o, en nuestro caso,
cómo debe interpretarse un texto jurídico) no pueden pretender tener la exactitud
característica de los que formula un matemático, y tienen que incorporar, en definitiva,
una pretensión de persuasión.4

4
Al comienzo de la Ética a Nicómaco (libro I, cap. 3) se puede leer: «Del mismo modo se ha de
aceptar cuanto aquí digamos: porque es propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada género
de conocimientos en la medida en que la admite la naturaleza del asunto; evidentemente, tan absurdo

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Y, finalmente, el tercer ejemplo se encuentra en los clásicos de la retórica, en las


obras de Aristóteles, Cicerón y Quintiliano. A propósito de Aristóteles, las referencias
que antes he hecho son más que suficientes para darse cuenta de la relevancia que
su obra tiene para el derecho; y aunque Aristóteles no fuera un jurista y el objetivo
fundamental de su Retórica tuviera un carácter más bien político, en el sentido amplio
de la expresión: de ahí que otorgara cierta prioridad al género deliberativo frente al
judicial (pero ya antes he señalado que lo deliberativo no es en absoluto ajeno al derecho).
Parecería ocioso tener que decir algo sobre la relevancia jurídica de los escritos retóricos
de Cicerón: tanto de los de carácter teórico como de sus discursos como abogado. Pero
quizás no lo sea recordar que Cicerón no fue un jurista en el sentido técnico en que se
usa la expresión para referirse a los juristas romanos (quienes elaboraban la doctrina
jurídica: los precursores de los actuales «dogmáticos»), sino un abogado, y un político.
Y, en fin, basta con ojear el índice de los doce libros de las Instituciones oratorias de
Quintiliano, para darse cuenta de que nada de lo que trata ahí el calagurritano puede
resultarle ajeno a un jurista: también a un jurista de nuestros días. Parece obvio, por lo
demás, que estamos ante una obra que plantea un proyecto general de educación, de
educación ciudadana, pero en la que, aunque Quintiliano no abandone la distinción
de los tres géneros retóricos (judicial, deliberativo y demostrativo), el abogado (no
el juez, que en Roma no tenía que motivar sus decisiones) resulta, me parece a mí,
algo así como el destinatario privilegiado de la obra; ello tiene que ver, sin duda,
con la relevancia de esa profesión en Roma (una invención de la cultura romana; en
Grecia no hubo abogados propiamente dichos) y quizás también con el hecho de que
Quintiliano había ejercido la profesión forense antes de dedicarse a la docencia de la
retórica y de escribir su gran tratado (Ortega 1997-2001).

II
Ahora bien, si las cosas son así, ¿cómo es posible que esa conexión, por ejemplo
en España (pero no creo que en esto seamos del todo una excepción), se haga notar
hoy tan poco? ¿Qué ha ocurrido para que haya tenido lugar un cambio tan drástico
en relación con lo que fue la situación en otros tiempos? Como es bien sabido, en la
universidad medieval, el estudio de la retórica –como parte del trivium– constituía
una especie de preparación para ingresar en una Facultad superior como era la de
derecho y a veces se pone el ejemplo de Irnerio, el fundador de la escuela de Bolonia
o de los glosadores –con la que se inicia la Jurisprudencia europea en el siglo XI–, que
fue maestro de retórica antes que de derecho.
Pues bien, el surgimiento de la ciencia moderna y, con ello, de un nuevo paradigma
del conocimiento en Occidente supuso también, como es bien conocido, la
postergación de la retórica (y de la lógica). Una cierta explicación para ese fenómeno la
podemos encontrar en la afirmación de Aristóteles que antes recordaba: lo que él decía
en relación con la matemática se puede extender también a la ciencia experimental:
ninguna de esas dos actividades requiere el manejo de las técnicas de persuasión. Pero
eso no vale para el resto de los saberes que suelen englobarse bajo el rótulo de la cultura
«de letras», y, desde luego, no vale tampoco para el derecho. Se ha podido hablar por
ello de la retórica como de «una herencia perdida» para la práctica jurídica,5 si bien

sería aprobar a un matemático que empleara la persuasión como reclamar demostraciones a un retórico»
(Aristóteles 1981, 2).
5
Me refiero al subtítulo del libro de Frost, anteriormente citado.

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Retórica y Derecho / Rhetoric and Law

en alguna medida, y merced a la obra –ya en los años 50 del siglo pasado– de autores
como Viehweg o Perelman, en las últimas décadas ha habido un cierto movimiento
para recuperar esa tradición. En todo caso, la pregunta sigue abierta: ¿qué es lo que
impide que haya una relación más fluida entre el derecho y la retórica?
A mí me parece que, por el lado de las disciplinas que de manera general e imprecisa
suelen denominarse humanidades (en donde parecen residir hoy en día los estudios
de retórica), cabe hablar de un notable desinterés por el derecho, lo que, al menos en
parte, puede explicar la debilidad de esa conexión. Desde fuera del derecho, la actividad
jurídica (en todas sus dimensiones: prácticas y teóricas) tiende a verse como algo que
genera influencia social, riqueza… pero no prestigio intelectual. Es muy posible que
los propios juristas tengan bastante responsabilidad en la construcción de esa imagen,
pero el caso es que ello ha llevado a que la ignorancia de la cultura jurídica sea un hecho
fácilmente constatable y que afecta casi por igual a los intelectuales pertenecientes a la
cultura de letras o de ciencias; y no me refiero obviamente al saber técnico del derecho,
sino a las grandes ideas jurídicas que, sin duda, constituyen una parte relevante de
la cultura general: la noción de jurisdicción, de contrato, de propiedad, de acto
ilícito, de responsabilidad, de derechos y deberes, de Estado de derecho o de derechos
humanos. Esa falta de prestigio intelectual y la incomunicación entre las diversas áreas
de conocimiento (incluso entre áreas pertenecientes al mismo centro educativo o de
investigación) que es tan característica de la Universidad española no se da (o no es tan
grande) en otros países de nuestro entorno, y eso es lo que explica, por ejemplo, que
en los Estados Unidos haya podido surgir (desde los años setenta del siglo pasado) un
pujante movimiento, «derecho y literatura», que, cabría decir, viene a solaparse con el
que podría llevar como título «derecho y retórica».
Y, por el lado del derecho, lo que quizás más haya contribuido a que los juristas se
hayan olvidado de la retórica (aunque, como decía, esto está cambiando algo en los
últimos tiempos) tiene que ver con la manera como se suele entender y enseñar el
derecho entre nosotros. Hay toda una literatura dedicada a dilucidar el concepto de
derecho, y las respuestas que se han dado a la pregunta de qué es el derecho (y en qué
consiste el saber sobre el derecho) son notablemente variadas y en ocasiones claramente
antitéticas. Pero me parece que puede decirse que, en el contexto de nuestro país (y
de muchos otros), la visión dominante consiste en reducir el derecho a un fenómeno
normativo: el derecho sería simplemente un conjunto de normas y conocer el derecho
supondría nada más que conocer esas normas: lo cual tiene una traducción práctica en
la manera como se enseña el derecho y como se entiende la investigación jurídica. Pues
bien, a partir de esa concepción (que, como digo, tiene un notable arraigo en la cultura
jurídica española), la retórica no parece que pueda jugar, en efecto, un papel o, al
menos, no un papel destacado. Pero las cosas cambian mucho si se opta por entender
el derecho como una actividad, como una práctica social, con la que se trata de lograr
ciertos fines y valores. Ese cambio de perspectiva viene a significar algo parecido al
ocurrido en relación con el lenguaje, cuando el foco se pone no en la oración, sino
en el acto de habla; o en la lógica, si el interés se desplaza desde el razonamiento visto
como una relación de inferencia, al razonamiento en cuanto interacción humana, en
cuanto proceso dirigido a sustentar una tesis o a rebatirla.

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III
Hoy en día no se podría decir que el normativismo jurídico se está dejando atrás y
que su lugar lo está ocupando esta segunda concepción: el derecho como práctica social.
Pero lo que sí es indudable es que en los últimos tiempos (y, en buena medida, por
los cambios que han tenido lugar en los ordenamientos jurídicos como consecuencia
del fenómeno del constitucionalismo) ha crecido mucho el interés por el estudio de la
argumentación jurídica; hasta el punto de que se habla incluso del «giro argumentativo»
que estaría afectando tanto a la práctica como a la teoría del derecho. Diversos autores
han señalado incluso que las mayores «exigencias argumentativas» que trae consigo
el paradigma constitucionalista (o sea, el de los derechos del Estado constitucional,
frente a los de los ordenamientos jurídicos del Estado de derecho legalista, basado este
último en la preeminencia de la ley, no de la Constitución) supone todo un desafío
para el positivismo jurídico normativista (la concepción del derecho dominante en
los últimos tiempos), que habría construido una teoría del derecho sin teoría de la
argumentación: algo que, en nuestros días, no resulta aceptable (deviene obsoleta),
porque esa teoría no podría ya dar cuenta de una parte importante de la práctica
jurídica.
Esa tendencia a vincular el derecho con la argumentación supone también –parece
inevitable– tener que contar con la retórica, pero pueden distinguirse, digamos en el
pensamiento jurídico contemporáneo, diversas formas de conectar la retórica con la
argumentación.
Una de ellas, la que podría considerarse como la tendencia «natural» entre los lógicos
en sentido estricto (me refiero a quienes usan los instrumentos de la lógica formal –y,
en particular, los de la lógica deóntica o lógica de las normas– para el análisis de la
realidad jurídica), consiste en separar estrictamente la argumentación lógica (racional)
y la argumentación retórica (la persuasión psicológica). Y ello, no para negar que
la retórica esté presente en las argumentaciones que se efectúan en el derecho (por
ejemplo, en las argumentaciones de los jueces), sino para negar a esos instrumentos
de persuasión cualquier tipo de capacidad justificativa, de manera que, en definitiva,
la retórica no podría jugar ningún papel en la motivación racional de las sentencias
judiciales. La posición de uno de los autores más influyentes en la filosofía del derecho
del mundo latino de las últimas décadas, Eugenio Bulygin, es un claro ejemplo de
ello: «Ciertamente, las dos actividades [la lógica y la retórica] no son excluyentes; bien
puede suceder que se quiera justificar algo y al mismo tiempo se quiere convencer al
oyente. Esto ocurre con el abogado, con el médico, con el padre y en alguna medida
puede ocurrir en el caso del juez. Pero es importante no confundir estas dos actividades
muy diferentes. Una cosa es justificar y otra muy distinta es persuadir o convencer
(…) Si lo que pretende la teoría de la argumentación jurídica es elaborar métodos de
persuasión, me parece una actividad que puede ser muy útil. Pero nada tiene que ver
con la justificación de las sentencias judiciales» (Moreso y Redondo 2007, 176-7).
A lo que se está refiriendo aquí Bulygin es a una serie de autores, pioneros de la
actual teoría de la argumentación jurídica, y que, en los años 50 del pasado siglo,
contrapusieron radicalmente la lógica formal, bien a la llamada «lógica de razonable»
(Recaséns 1956, inspirándose en Ortega y Gasset), bien a la antigua tópica (Viehweg
1964), o bien a la retórica (Perelman 1989). En el caso de este último (autor de
la importante obra, La nouvelle rhétorique. Traité de l´argumentation, escrita con
Olbrecht-Tyteca, trad. española 1989) la argumentación jurídica viene a coincidir con

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la retórica: el razonamiento justificativo judicial no tendría, según él, un carácter lógico


(en el sentido estricto de la expresión), sino retórico. Para la nueva retórica, justificar
significa persuadir a un auditorio o, más exactamente, convencer, esto es, persuadir
al auditorio universal (al auditorio formado por todos los seres racionales). En esta
concepción, la noción de argumentación se contrapone a la de demostración y lo que se
viene a sostener es que, en el campo del derecho (en general, en el de la razón práctica),
solo es posible argumentar. De manera que, también en este caso, lo que se postula es
la separación entre la lógica formal y la retórica (la argumentación), pero ahora lo que
parece estar de más es la lógica. Y así, en el Tratado de la argumentación, se diría que
hay una tendencia a prescindir de la lógica o, en todo caso, a relegarla a un plano más
bien secundario. Un ejemplo de ello es la clasificación de las técnicas argumentativas
en argumentos de asociación y de disociación, y los primeros, en argumentos cuasi-
lógicos, argumentos basados en la estructura de lo real y argumentos que fundan la
estructura de lo real. Pues bien, lo que entienden Perelman y Olbrecht-Tyteca por
argumentos cuasi-lógicos (como el argumento a contrario sensu, el argumento a simili
o el argumento ad absurdum) son aquellos que tienen fuerza de persuadir por su
proximidad a estructuras lógicas (o matemáticas), pero sin coincidir del todo con ellas;
así, en el caso de la reducción al absurdo, la clave no residiría exactamente en evitar la
contradicción, sino en evitar el ridículo.
Otra forma (sería la tercera) de plantear las conexiones entre la retórica y la
argumentación en el derecho consiste –es lo que hace Gregorio Robles en una obra
reciente (2019), Retórica para juristas– en entender la teoría de la argumentación
jurídica como un capítulo de la retórica jurídica; o sea, la argumentación sería una de
las partes del discurso retórico: la que sigue a la partición y precede a la peroración.
Ello es una consecuencia en cierto modo de la teoría comunicacional del derecho
que defiende este autor, de manera que, para él, la argumentación jurídica formaría
parte de la retórica jurídica y la retórica jurídica, a su vez, del derecho visto como
comunicación. El inconveniente de esta posición es que se aleja bastante de lo que
suele entenderse por argumentación, y no solo en el derecho; piénsese, por ejemplo, en
la llamada teoría pragma-dialéctica de la argumentación (van Eemeren y Grootendorst
2004), la más influyente hoy en día en el plano de la filosofía general, que considera
la argumentación como un intercambio de actos de lenguaje dirigido a la resolución
de una diferencia de opinión, esto es, una actividad en la que cabe distinguir varias
fases: no solo la de argumentación en sentido estricto. Pero lo más grave, en mi
opinión, es que ese planteamiento incurre en el mismo error que cabe atribuir a los
anteriores autores (Viehweg, Perelman o Recaséns Siches): dejar a la lógica fuera de la
argumentación; algo que, por cierto, está claramente en contra del modelo aristotélico
de retórica en el que, junto a las pruebas provenientes del ethos y del pathos, jugaban
un papel prominente las basadas en el logos, en la lógica: el silogismo retórico –el
entimema– y la inducción retórica –el ejemplo–.
La manera que yo estimo más adecuada de plantear las relaciones entre la
argumentación y la retórica difiere de todas las anteriores, pero diría también que
es la dominante en los estudios contemporáneos sobre argumentación: se trata de
concebir la retórica como una de las perspectivas –no la única– que debe tomarse en
cuenta a la hora de construir una teoría –general o limitada al campo del derecho– de
la argumentación. Mi planteamiento (Atienza 2006 y 2013), resumido a lo esencial,
consiste en partir de un concepto amplio de argumentación (o de razonamiento)
lo que, a su vez, permite hablar de diversas concepciones o perspectivas. Así, la

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Manuel Atienza

argumentación es siempre relativa a un lenguaje; presupone algún problema, alguna


cuestión para la cual la argumentación sirve como respuesta; puede verse como una
actividad (la actividad de razonar) o como el resultado de la misma; y permite ser
evaluada según diversos criterios. Pero esos mismos elementos pueden interpretarse de
maneras distintas, lo que significa hablar de diversas concepciones o diversos enfoques
de la argumentación: formal, material o pragmático (retórico o dialéctico). Lo peculiar
del razonamiento jurídico es que en él, como ocurre con otras «empresas racionales»
–para emplear la terminología de Toulmin– deben considerarse las tres perspectivas,
aunque alguna de ellas pueda ser predominante según el campo del derecho, la
institución jurídica o, sobre todo, el tipo de operador que se tome en consideración:
la argumentación del abogado, como antes veíamos, es esencialmente de tipo retórico,
más que la del juez o la del jurista teórico.
Desde una perspectiva formal, la argumentación viene a ser un conjunto de
enunciados sin interpretar (en el sentido de que se hace abstracción del contenido de
verdad o de corrección de ellos); responde al problema de si a partir de enunciados
(premisas) de tal forma se puede pasar a otro (conclusión) de otra determinada forma;
lo que suministra son, entonces, esquemas o formas (de carácter deductivo o no) de
los argumentos: modus ponens, modus tollens, reductio ad absurdum…; y los criterios
de corrección vienen dados por las reglas de inferencia (de la lógica de que se trate).
Desde una perspectiva material, lo esencial de la argumentación no es la forma
de los enunciados, sino aquello que hace a los enunciados verdaderos o correctos; un
razonamiento responde al problema de en qué se debe creer o qué se debe hacer y se
resuelve, por tanto, esencialmente, en una teoría de las premisas: de las razones para
creer en algo o para realizar o tener la intención de realizar alguna acción; los criterios
de corrección no pueden, por ello, tener un carácter puramente formal: lo esencial
consiste en determinar, por ejemplo, qué peso puede concedérsele a las razones o en
qué condiciones tal tipo de razón prevalece sobre tal otro.
Finalmente, la perspectiva pragmática considera la argumentación como un tipo
de actividad (la realización de una serie de actos de lenguaje: lo que importa es, pues,
la dimensión pragmática) dirigida a lograr la persuasión de un auditorio (retórica)
o a interactuar con otro o con otros para llegar a algún acuerdo respecto a cualquier
problema teórico o práctico (dialéctica). Los criterios de evaluación de la argumentación
retórica apelan esencialmente a la eficacia del discurso (a su capacidad para persuadir),
mientras que el razonamiento dialéctico debe seguir ciertas reglas de procedimiento,
como las que rigen el desarrollo de un juicio o el interrogatorio de un testigo.

IV
A partir de la anterior concepción de la argumentación jurídica, el papel que ha
de jugar la retórica tendrá que establecerse teniendo en cuenta la distinción que cabe
trazar entre una parte general y una parte especial en esa teoría (Atienza 2006 y 2013).
La parte general está dedicada a la elaboración del concepto de argumentación y aquí,
como vengo diciendo, la dimensión retórica (dentro de la perspectiva pragmática de
la argumentación) juega un papel destacado, aunque variable, según el tipo particular
de argumentación jurídica de que se trate. A mí me parece justificado otorgar cierta
prioridad a los elementos pragmáticos (frente a los formales y los materiales), porque
eso significa considerar la argumentación preferentemente como una actividad, como
una práctica, dentro de la cual se producen razonamientos que pueden ser vistos

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también desde las otras perspectivas (la formal y la material), lo que quiere decir que se
trata de una prioridad que no tiene por qué suponer ningún reduccionismo (lo que no
suele ocurrir cuando el foco se pone, por ejemplo, en la forma de los argumentos, en
la lógica). Por lo demás, no me parece adecuado establecer una separación demasiado
tajante entre la retórica y la dialéctica, pero tampoco estoy de acuerdo con borrar esa
distinción, tal y como hace, por ejemplo, Perelman al considerar la dialéctica como un
caso particular de la retórica: el discurso ante un solo auditor. Lo que quiero decir con
ello es que el alegato final del abogado en un juicio (un ejemplo claro de retórica) no
puede asimilarse sin más al interrogatorio de un testigo, especialmente si se trata del
interrogatorio cruzado: el que se lleva a cabo con un testigo de la parte contraria (un
ejemplo este último de ejercicio dialéctico que, de todas formas, no deja de tener un
componente retórico: lo que se pretende con el interrogatorio es persuadir a los jueces
o a los jurados).
Y llamo parte especial a la dedicada a resolver los tres grandes problemas
argumentativos con los que un jurista puede encontrarse en su práctica: cómo entender
y analizar una argumentación ya producida, cómo evaluarla, y cómo argumentar.
Se trata de operaciones distintas, pero que pueden estar estrechamente conectadas
entre sí: por ejemplo, el juez que tiene que resolver un recurso debe, en primer lugar,
entender y analizar la argumentación contenida en la sentencia recurrida, al igual que
las efectuadas en los escritos de las partes; debe también (lo que, de hecho, puede
ocurrir al tiempo que lleva a cabo las anteriores operaciones) evaluar la calidad de esas
argumentaciones; y con todo ello debe tomar una resolución en apoyo de la cual ha de
construir una argumentación (una motivación). Diré ahora algo sobre la relevancia de
la retórica en cada una de esas operaciones.
Por lo que se refiere al análisis de una argumentación, los recursos que suministra
la lógica (los esquemas formales de los argumentos: modus ponens, modus tollens,
reductio ad absurdum, etc.) son insuficientes (lo que no quiere decir que sean inútiles),
en el sentido de que no pueden (tampoco lo pretenden) dar cuenta propiamente de
la actividad argumentativa (sino de su resultado: los argumentos); lo que supone
también que en la forma usual (la de la lógica) de representar los argumentos no se
reflejan los elementos pragmáticos (menos aun los retóricos) de la argumentación.
A fin de procurar un método que supere esas deficiencias (y que haga posible tratar
adecuadamente los supuestos de argumentaciones complejas con los que de vez en
cuando tiene que ocuparse el jurista), he tratado de utilizar diagramas de flechas
que permitan representar las diversas fases de una actividad argumentativa, los tipos
de actos de habla que ejecuta un argumentador (afirmaciones, interrogaciones,
suposiciones…) o la naturaleza de los enunciados que se utilizan (normas de diversos
tipos, enunciados fácticos, teóricos…). Pero esos diagramas de flechas tampoco dicen
mucho sobre los componentes retóricos de la argumentación, aunque quizás pudiera
pensarse en desarrollar el método para incluir también esa perspectiva.
En todo caso, me parece que aquí (en lo que se refiere al análisis de la argumentación
jurídica desde una perspectiva retórica) hay un campo abierto de investigación de gran
interés, y muy poco cultivado entre nosotros, en el contexto de nuestra cultura jurídica,
por razones más bien obvias. No hay mucho que se pueda decir desde la perspectiva
de la elocución del discurso si las sentencias se redactan a base de «resultandos» y
«considerandos» (y no digamos si se adopta el estilo de la llamada «frase única»), tal y
como ha sido la práctica judicial entre nosotros, hasta hace muy poco. El abandono
de ese formalismo estilístico parecería que tendría que cambiar la situación, si no fuera

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Manuel Atienza

porque la sobrecarga de trabajo que caracteriza a la jurisdicción lleva a la utilización en


los razonamientos justificativos judiciales de un lenguaje más bien plano y con pocas
preocupaciones por resultar retóricamente adecuado. En esto cabría hablar también de
una diferencia significativa en relación con la práctica de otros países como los Estados
Unidos o, al menos, con la de algunos de sus tribunales: no es baladí el hecho de que
las resoluciones emitidas cada año por la Corte Suprema estadounidense sean muy
pocas, apenas un centenar, lo que facilita que puedan ser redactadas con suficiente
calma y prestando también atención a las cuestiones de estilo. Lo que, a su vez, explica
que existan trabajos que se centran en el análisis de los elementos retóricos que cabe
encontrar en las resoluciones de jueces que han tenido una gran influencia, como es el
caso de Oliver Holmes o de Antonin Scalia.
Por lo que hace a la evaluación de la argumentación, aquí es muy importante
diferenciar entre los diversos tipos de discursos jurídicos. Como ya he sugerido
anteriormente, en el caso de la actividad de un abogado, el valor de su argumentación se
juzgará fundamentalmente por su capacidad persuasiva, mientras que esto no es así por
lo que respecta a la motivación de una resolución judicial. La calidad argumentativa de
una sentencia (su potencial justificativo) depende esencialmente de que haya utilizado
buenas razones y de que esas buenas razones le hayan llevado a dictar una resolución
que pueda ser vista como aceptable (digamos, por una comunidad jurídica ideal),
aunque de hecho no sea así: quiero decir que el voto disidente de un magistrado
puede haber sido el mejor justificado (argumentado), aunque no haya convencido a
sus compañeros de tribunal y aunque tampoco haya persuadido a la mayoría de los
juristas o de la opinión pública.
Pero que justificar no sea lo mismo que persuadir (este es el grano de verdad que
hay que reconocerles a autores como Eugenio Bulygin), no quiere decir que la retórica
carezca de toda virtualidad justificativa. Yo diría que juega un papel auxiliar, pero para
nada despreciable. Pongo un ejemplo para explicar lo que quiero decir con ello.
Hace pocos años (antes de la aprobación de la vigente ley que despenaliza la eutanasia
en España en ciertos supuestos) se planteó ante un juzgado de instrucción el que voy
a llamar «caso Guillermina». Guillermina es el nombre de una señora ingresada en
una residencia de la tercera edad y que sufría de Alzheimer en una fase avanzada de
la enfermedad. La dirección del centro consideró que se le debía colocar una sonda
nasogástrica o practicársele una gastrotomía para alimentarla e hidratarla, pero el hijo
de la señora se negó a ello porque le pareció que suponía para su madre un sufrimiento
carente de sentido. La residencia acudió al juzgado para que autorizara la intervención;
los médicos de la institución avalaban la medida, pero un comité de ética asistencial
se pronunció en contra. El juzgado tenía que decidir de acuerdo con una norma que
indica que el consentimiento por representación (el otorgado por el hijo) tiene que
ajustarse a ciertos estándares y principios: ha de ser «adecuado a las circunstancias»,
«proporcionado a las necesidades», «siempre en favor del paciente y con respeto a su
dignidad personal». Pues bien, la jueza del caso resolvió en el sentido de autorizar la
intervención, pero lo hizo de una manera que denotaba, en mi opinión, una clara falta
de compasión (Atienza 2020)6 , lo que se traslucía, entre otras cosas, en el lenguaje
empleado en el auto. Y así, en lugar de entrar a considerar las razones aducidas por
el hijo (que tenían también un respaldo profesional: por parte del Comité de Ética y
de algún médico) lo que figura como motivación de la decisión se asemeja bastante a
6
En realidad, hubo dos decisiones (tomadas por dos juezas), pero ese detalle no importa aquí.

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Retórica y Derecho / Rhetoric and Law

un insulto (hacia el hijo): «no cabe imaginar, cómo sería la muerte que el recurrente
está viendo como solución a la patología de su madre, pues se trata de una muerte
por inanición y deshidratación, esto es, moriría de hambre y de sed, pues al carecer de
la capacidad de comunicarse, no podría avisar de lo que padece». La apelación a las
emociones, a la falta de empatía (al pathos), no puede servir por sí misma, me parece a
mí, para justificar (o para considerar injustificada) una decisión, pero es un elemento
fuertemente coadyuvante para ello: si la actitud de la jueza hubiera sido otra –si se
hubiera esforzado por ponerse en el lugar del hijo– es muy probable que hubiera
interpretado también de otra manera los enunciados valorativos que fungían como
premisa de la conclusión del razonamiento.
Finalmente, donde la retórica, en mi opinión, juega un papel más determinante es
como guía para la resolución del problema de cómo argumentar. La división clásica de
la retórica en cinco partes (la invención, la ordenación, la elocución, la memoria y la
pronunciación o redacción del discurso), y, dentro de la ordenación, la distinción de
diversas fases del discurso (exordio, narración, partición, argumentación y peroración),
sigue teniendo, hoy como siempre, un valor fundamental para el jurista. Se puede
hacer alguna que otra matización (por ejemplo, la memoria no tiene ya la relevancia
que se le adjudicó en otros tiempos; lo que no quiere decir que haya que relegarla
completamente), pero ese esquema (o doble esquema) de la retórica no ha perdido
vigencia, simplemente porque se trata de la resolución racional de un problema
práctico que ha mostrado su eficacia a lo largo de muchos siglos: quien tiene que
construir un discurso necesita, en primer lugar, saber lo que va a decir y dónde y cómo
encontrarlo; luego tiene que ordenarlo de alguna manera; decidir cómo presentarlo de
forma que resulte atractiva para sus destinatarios; recordarlo; y finalmente ejecutar el
discurso (en forma oral o escrita). Y esto vale para todos los operadores jurídicos, bien
se trate de abogados, de jueces, de legisladores, de juristas teóricos… En cada caso,
todos esos elementos adquirirán distintas matizaciones, pero de ninguno de ellos se
puede prescindir en cualquiera de las prácticas jurídicas. La razón de esa permanencia
obviamente hay que verla en que se trata (la retórica) de una técnica basada en el
lenguaje natural y en rasgos psicológicos de las personas (todo lo que hace al ethos y
al pathos) que parecen ser muy estables. Eso hace que lo que hoy pueda decirse sobre
la metáfora o sobre la compasión (por poner dos ejemplos de temas que últimamente
han suscitado mucho interés) no pueda ir mucho más allá de lo que ya sabía Aristóteles
y, sobre todo, no puede prescindir de él, de los clásicos. Y lleva también a pensar
que, para aprender retórica, retórica jurídica, lo mejor sigue siendo acudir a los textos
clásicos. Por supuesto, no todo lo que ahí se encuentra puede ser utilizado sin más; por
ejemplo, la teoría de los estados de causa –un antecedente claro de la tipología de casos
difíciles– es de una sutileza extraordinaria, pero dependiente de una organización del
proceso judicial que difiere de la de los sistemas jurídicos contemporáneos. Pero en
las obras de Aristóteles, de Cicerón, de Quintiliano o en la Retórica a Herenio se
encuentra una frescura, una gracia, una agudeza que yo no he visto superadas por
ningún texto de retórica jurídica contemporánea. Y, por cierto, cuando se leen los
consejos prácticos que los juristas suelen elaborar en relación a cómo escribir un texto
jurídico y cómo argumentar en favor de una tesis, es muy fácil darse cuenta de que una
buena parte de ellos (diría incluso que casi todos) no son otra cosa que expresiones de
las enseñanzas que cabe encontrar en la tradición retórica.7
7
Me gusta particularmente el elaborado por Carrió 1987, del que no me consta que tuviera
conocimientos (teóricos) de retórica.

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Manuel Atienza

V
Para concluir, me voy a permitir formular tres propuestas o sugerencias que, en
mi opinión, podrían contribuir a una sana y fructífera relación entre el derecho y la
retórica.
La primera consiste en no olvidar la firme conexión entre la retórica y la ética, que
está muy presente en los autores clásicos. La famosa definición de retor que nos da
Quintiliano, vir bonus dicendi peritus, sigue siendo inspiradora, aunque habría que
despojarla de su connotación machista (¿bastaría con sustituir vir por homo?) y que
poner al día lo que él consideraba como las virtudes del ciudadano romano (del vir
bonus). No cabe duda de que la retórica es una técnica, pero su enseñanza y su cultivo
no pueden prescindir de los fines, o sea, de cuál es el objetivo que se persigue con ese
tipo de saber. Si necesitamos de la retórica –como Aristóteles nos enseñó– es porque hay
un importante campo de la actividad humana que plantea cuestiones que no pueden
resolverse mediante razonamientos apodícticos, sino que requieren deliberación, puesto
que forman parte de lo opinable, de lo dudoso, de lo que podría ser –resolverse– de
una manera o de otra. No significa que queden al margen de la racionalidad, sino que
exigen un tipo de racionalidad que no es la estrictamente científica. Muchas cuestiones
jurídicas caen sin duda en ese ámbito, y por ello el jurista debe tener una formación en
retórica: de otra manera, no podría ser un buen profesional. Pero nunca puede perder
de vista para qué está utilizando esos recursos persuasivos, a quién aprovechan y a
quién perjudican. Dicho si se quiere de otra manera, la retórica tiene una naturaleza
dual, implica un doble criterio de corrección o de bondad –técnica y ética– , y de
ninguno de los dos podemos prescindir.
La segunda sugerencia tiene que ver con el lugar que debería ocupar la retórica
en la formación del jurista. Hace poco he escrito un texto titulado «Cinco ideas
para la formación del jurista de mediados del siglo XXI» (Atienza 2022). Una de las
propuestas que allí hacía (y no hace falta decir que sin ningún viso de convertirse
en realidad) era organizar los estudios de derecho de manera que hubiera un primer
ciclo de formación básica, que tendría que ser largo y no especializado. Aclaraba que
con ello no quería decir que hubiese de consistir en aprender «generalidades» (lo que
despectivamente suele llamarse «conocimientos teóricos»), sino que no debería estar
centrado en el aprendizaje de ninguna profesión jurídica en particular, sino –cabría
decir– de todas ellas. Pensaba además que una primera parte de ese ciclo básico podría
estar diseñado contando con que los asistentes no fueran únicamente futuros juristas,
sino estudiantes deseosos simplemente de adquirir cierta cultura jurídica. Y aquí me
parece que encajaría muy bien una asignatura de retórica. Por diversas razones. Una
es que, desde luego, no habría ningún riesgo de que los estudiantes consideraran que
lo que estaban aprendiendo fuera un saber puramente teórico; recordemos de nuevo
a Quintiliano con su insistencia en que el aprendizaje de la retórica exige no solo
teoría, sino práctica frecuente e imitación. Otra es que la retórica se conecta de manera
muy estrecha con muchísimas otras disciplinas: la filosofía, la lógica, la psicología, la
literatura, la música…, de manera que constituye, digamos que por antonomasia, un
saber general y básico; recordemos el comienzo de la Retórica aristotélica: «La retórica
es una antistrofa de la dialéctica, ya que ambas tratan de aquellas cuestiones que
permiten tener conocimientos en cierto modo comunes a todos y que no pertenecen
a ninguna ciencia determinada. Por ello, todos participan en alguna forma de ambas,
puesto que, hasta un cierto límite, todos se esfuerzan en descubrir y sostener un
argumento e, igualmente, en defenderse y acusar» (Aristóteles 1990, 161-2). Y una

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Retórica y Derecho / Rhetoric and Law

tercera es que el estudio de la retórica bien podría valer como un curso de formación
ciudadana. Pero tiene que tratarse de una retórica bien entendida, lo que me lleva a
enlazar esta propuesta con la anterior. La retórica no puede convertirse en una ancilla
de la publicidad, y en un curso de retórica no ha de tratarse de ofrecer las mercancías
típicas de los manuales de autoayuda, o cosas por el estilo. Seguramente, eso podría
resultar bastante exitoso en el mundo en el que vivimos, en el que los valores del
neoliberalismo parecen haberlo invadido todo. Recuerdo haber leído hace poco una
entrevista con el famoso físico Peter Higgs (el descubridor del bosón de Higgs) en el
que éste se lamentaba de que ahora (en las últimas décadas) los físicos ocupaban más
de la mitad de su tiempo en labores de autopromoción. Pues bien, la enseñanza de
la retórica no debería perseguir esos fines, no tendría que estar encaminada a lograr
el éxito personal (lo que en nuestra sociedad significa casi exclusivamente el éxito
económico), sino a formar ciudadanos. Muchas veces pienso en que el equivalente a lo
que en la Antigüedad clásica fue la retórica (un tipo de educación necesaria para poder
ser ciudadano competente), lo es ahora, para el individuo del mundo globalizado en
el que vivimos, el arte de la negociación o –como decía el premio Nobel Higgs– de
promocionarse, de «saber venderse» (para usar la horrible –superideologizada– forma
de hablar que se ha impuesto en los últimos tiempos).
Y la última de mis sugerencias se refiere a la manera de encauzar la investigación
sobre retórica y derecho. Como antes decía, no me parece que se necesite contar con
nuevos tratados de retórica para asegurar un curso como el que acabo de proponer;
pero quizás pudiera tener sentido algo así como un libro de materiales, o de lecturas,
que sirviera como apoyo. Tengo mis dudas sobre si lo que en este campo pretende
presentarse como innovación lo es en realidad. Pero es que, además, –en contra de
lo que parecen suponer las agencias de evaluación– innovar no es necesariamente un
valor. ¿Es absurdo pensar que pueda haber actividades, prácticas, valiosas que como
mejor podemos aprender a dominarlas es remitiéndonos al pasado, a la tradición? No
pretendo, desde luego, afirmar que este sea un campo cerrado para la investigación.
Al contrario, me parece que hay muchas cuestiones de interés que merecerían ser
investigadas. Y que quizás pudieran preparar el terreno para un futuro tratado general
de retórica jurídica que seguramente no podría ser otra cosa que una adaptación de
la tradición retórica a los nuevos tiempos. Por poner algunos ejemplos: el papel de las
metáforas y de diversas figuras de pensamiento o de dicción en el derecho, los elementos
retóricos en la interpretación jurídica, el ethos en la argumentación de los abogados, la
diferencia de estilos retóricos por parte de abogados y de jueces, la retórica del disenso
en los fallos judiciales, el papel de las emociones en el discurso jurídico, las falacias
jurídicas y la retórica, el paso de la teoría de los estados de causa a la tipología de casos
difíciles, las diferencias entre la retórica oral y la escrita en el marco del proceso…
Lo que sí me parece es que realizar esos trabajos es una empresa muy difícil, pues se
trata obviamente de investigaciones que requieren formación en campos diferentes
(ni siquiera bastaría con tener conocimientos de derecho y de retórica), o sea, son
genuinamente interdisciplinares y ese tipo de investigaciones, como bien sabemos, son
más fáciles de proponer que de ejecutar con solvencia.

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Manuel Atienza

Bibliografía
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