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La importancia de la evaluación va más allá del 

seguimiento escolar de los


propios estudiantes. Se trata de un instrumento de seguimiento y valoración de
los resultados obtenidos por los escolares para, al mismo tiempo,
poder determinar si los procedimientos y metodologías educativas elegidas
están siendo los adecuados. Además, aunque al pensar en evaluación
educativa normalmente pensamos en exámenes, la normativa vigente extiende
el proceso de evaluación a los distintos ámbitos y agentes de la actividad
educativa, es decir: también incluye a los docentes, a la idoneidad de los
currículos e, incluso, la actividad de las administraciones educativas.
La evaluación es un recurso para asegurar unos niveles de formación común y
garantizar que se reúnen una serie de capacidades, competencias y
conocimientos concretos para avanzar dentro de los niveles del sistema
educativo, logrando los títulos homologados correspondientes.
Decimos que la evolución es un proceso porque no se limita a un acto puntual,
como puede ser un examen, sino que los docentes se encargan de recoger
información sobre la evolución de un alumno en distintos momentos y a través
de diversas tareas. Es la manera de obtener una visión más clara y completa
del proceso de aprendizaje de cada estudiante y así tomar las decisiones más
acertadas para impulsar su desempeño. Pero Sólo a través de modelos de
evaluación democráticos, auténticos, transformaremos el escenario del
aprendizaje en uno que capacite a los alumnos para descubrir y desarrollar por
sí mismos su poder y sus capacidades, y lucharemos contra el fracaso y las
desigualdades. Con modelos evaluativos que se entiendan “como una
oportunidad para que los alumnos pongan en juego sus saberes, visibilicen sus
logros y aprendan a reconocer sus debilidades y fortalezas…” (Anijovich y
Cappelletti, 2017. p. 13)
Hoy más que nunca es ineludible poner en práctica la empatía sin perder de
vista el contexto que atraviesan nuestros estudiantes. Muchísimas veces más
sus vidas son más vulnerables que nuestra propia realidad y que la que
sospechamos.
Es una obligación ética hacernos algunas preguntas elementales y prioritarias
antes de emitir un juicio de valor: ¿En qué momentos pueden vincularse mis
alumnos con esta escuela que intentó e intenta actualizarse entre la prisa y las
imprecisiones? ¿Con qué recursos tecnológicos cuenta cada uno de ellos?
¿Cuentan con los conocimientos suficientes para hacer usos de las
herramientas tecnológicas que les proponemos? ¿Han podido desarrollar las
actividades, participar de los foros y llevar medianamente al día cada clase?
¿Sé qué le ha sucedido a cada uno de mis alumnos en los diferentes
momentos de las trayectorias que acompaño en lo que va de la cursada?
Pero la tarea no es fácil. Por un lado, el desafío de construir nuevos modelos
evaluativos que permita contemplar la heterogeneidad de los estudiantes y la
posibilidad de que todos logren aprenden en tanto se les ofrezcan actividades
variadas en las que sea posible optar y tomar decisiones para resolver
problemas cotidianos; al tiempo que proporcione información que permita
juzgar la calidad del currículum aplicado, con la finalidad de mejorar la práctica
docente y la teoría que la sustenta. Una evaluación que vaya más allá del mero
control, que procure ampliar y mejorar las condiciones y formas de acceso,
permanencia y egreso en las escuelas; que no se constituyan en un obstáculo
para las trayectorias estudiantiles, herramienta fundamental para la inclusión
educativa y la igualdad de oportunidades. Una evaluación que se aleje de la
idea de medición, de acreditación o de certificación, que vaya más allá de la
idea “objetividad” que encierran en sí misma la noción de poder.

B) En nuestra etapa de formación en el profesorado, pudimos observar que


algunos docentes y más uno en particular utilizaba la avaluación como una
oportunidad de aprendizaje.
Uno del recuerdo que vuelve a nuestra memoria fue en una clase de filosofía
en donde el docente estaba realizando varias preguntas evaluativas, una
compañera levanto la mano convencida de que tenía la respuesta correcta y
respondió con toda seguridad. Inmediatamente el docente le hizo saber que
estaba equivocada, y planteo la pregunta desde una perspectiva diferente,
dándole la posibilidad de corregir sus propios errores.
Muchas veces los docentes actúan de una manera diferente ante los errores de
sus alumnos y el problema es que necesitamos esos momentos en los que
“damos la respuesta equivocada”, porque están llenos de oportunidades para
aprender. Contrariamente a lo que muchos pueden suponer, cometer un error y
ser corregido es una de las maneras más poderosas de adquirir y retener un
aprendizaje. El punto está, entonces, en cómo reaccionamos ante la respuesta
equivocada de un alumno y cómo le ayudamos a aprender de sus errores.
Dar a los estudiantes la posibilidad de corregir sus propios errores en cuanto
los han cometido puede tener un impacto positivo en su motivación para el
aprendizaje. Al mismo tiempo, aprender a descubrir la raíz del problema (no
haber prestado suficiente atención) ayuda a entender y modificar procesos y
hábitos.
Si los estudiantes pueden aprender de sus errores, deben saber que
cometerlos no es algo gravoso. Como docentes, deberíamos dejar claro que
los errores forman parte del aprendizaje y que lo importante es aprender a
gestionarlos de diferentes maneras. Los estudiantes no solo necesitan
“permiso” para equivocarse, sino que deben sentir y saber que está bien
equivocarse y que esa es también una forma de aprendizaje.

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