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Es usual escuchar a partir de lectura de textos líricos expresiones tales como “Octavio
Paz expresa…” o “los sentimientos de Walt Whitman…”. Frases como las antedichas
parten de del supuesto de identificar al autor empírico del texto lírico con la voz que
habla en él, supuesto que conviene revisar. Ya en 1968 el crítico francés Roland Barthes
había puesto en duda la identidad entre escritura y autor empírico, y en un famoso
artículo postuló que era el lector el dador final de los sentidos de un texto. Esto quitaba
toda prerrogativa al escritor concreto, lo que devenía en su muerte. Este desplazamiento
de la figura del autor a la del lector que proponía Barthes tuvo más aceptación en
relación con la narrativa que con respecto a la lírica, debido a la idea instalada de que el
poema es el vehículo de expresión de la psiquis de su autor. Después de la propuesta de
Barthes, mucho se ha discutido acerca de esta identidad entre autor y voz que habla en
el texto. El crítico argentino-francés Julio Premat, en una propuesta integradora,
propone ampliar la figura del autor al “espacio conceptual desde el cual es posible
pensar la práctica literaria en todos sus aspectos” (2006: 311) [VER “Autor”].
Si en primer lugar revisamos la identidad entre el poeta y la voz que enuncia el
poema, en segundo lugar proponemos reconsiderar otro concepto instalado: la
concepción muy afianzada de que un poema es siempre la expresión de un yo [VER
“Poema” y “Narrador”]. A tal punto se ha cristalizado esta concepción que a la voz que
habla en el texto poético se la ha llamado yo lírico. Se ha dicho también que la figura
del yo lírico es una construcción que sostiene con el poeta empírico una analogía similar
a la del narrador con el novelista o cuentista. Si bien es innegable que en una gran
cantidad de poemas la voz que lo enuncia lo hace desde una primera persona del
singular, la identificación sin más entre poesía lírica y construcción de un yo presentaría
tantas excepciones que no convendría considerarla una regla.
En este aspecto, como en otros referidos a la literatura, es útil tener en cuenta la
historización de la categoría que nos ocupa. Es cierto que los primeros poetas griegos,
que cantaban sus poemas, los presentaban como vehículo de un yo que expresaba sus
pensamientos o sentimientos: “Yo, sola, duermo” (Safo, Fragmento 94 D). Esta
[1] En López Casanova, Martina y María Elena Fonsalido (Coords.) Géneros, Procedimientos,
Contextos. Conceptos de uso frecuente en los estudios literarios. UNGS (Publicación prevista
marzo 2018)
Universidad Nacional de General Sarmiento.
tradición se sostuvo a lo largo del tiempo, con momentos de fuerte condensación en la
subjetividad. Así, la introspección que proponía la poesía amorosa del Renacimiento:
“Escrito está en mi alma vuestro gesto” (Garcilaso de la Vega, Soneto V); el lugar
central que el Romanticismo le dio a la expresión de las pasiones amorosas: “¿Cómo te
amo? Déjame contar las formas” (Elizabeth Barrett Browning, Soneto 43); la fuerza de
la primera persona en algunos poemas contemporáneos: “Puedo escribir los versos más
tristes esta noche” (Pablo Neruda, Poema 20). Pero esto no es regla general. Es posible
encontrar poemas, y aun poemas de amor, en los cuales no hay intervención de un yo
lírico, como por ejemplo el soneto de Lope de Vega “Desmayarse, atreverse, estar
furioso…” o el de Francisco de Quevedo “Es hielo abrasador, es fuego helado…”.
En su libro Estructuras de la lírica moderna, el lingüista y crítico alemán Hugo
Friedrich realiza un recorrido con el fin de mostrar lo que denomina “proceso de
deshumanización” (1974: 92) de la lírica, a partir del siglo XIX en adelante. En su
concepción, con la aparición de la poesía del poeta francés Charles Baudelaire,
“empieza la despersonalización de la lírica moderna, por lo menos en el sentido de que
la palabra lírica ya no surge de la unidad de poesía y persona empírica” (49). Este
proceso tiene implicancias que van más allá de la mera técnica, ya que la separación que
sufre el poema del “sentimiento” del poeta resulta paralela a la separación que se realiza
de contenido y forma, con claro predominio de esta última. Por esta razón, a partir de
esta época, para el crítico alemán, la “salvación” del poema “solo consiste en el
lenguaje” (54).
Friedrich realiza un recorrido que comienza con Baudelaire y continúa con Arthur
Rimbaud. El crítico alemán se detiene especialmente en el giro que producen en la lírica
las palabras de este poeta en las “Cartas del vidente”: “Nos equivocamos al decir ‘Yo
pienso’; deberíamos decir: ‘Me piensan’ […] Yo es otro” (Carta a Georges Izambard,
13 de mayo de 1871). El poeta decimonónico con el que culmina el recorrido es
Stéphane Mallarmé. Estos tres autores facilitan la aparición de la poesía del siglo XX, a
la que Friedrich caracteriza por su anormalidad (desorden, incoherencia,
fragmentarismo, reversibilidad), su oscuridad, su disonancia, su dislocación entre los
signos y lo designado y, fundamentalmente, por su modificación del yo lírico, al que ve
transformado en “una expresión polifónica y autónoma de la pura subjetividad” (1974:
23).
A estas características se suma un fenómeno que se extendió en la lírica de ese siglo:
la aparición de apócrifos o heterónimos, es decir, poetas que escriben bajo otro nombre,
y que desarrollan estéticas diferentes acorde con la identidad que asuman. Son casos
emblemáticos el español Antonio Machado (Juan de Mairena, Abel Martín), el
portugués Fernando Pessoa (Fernando Reis, Alberto Caeiro, Álvaro de Campos) y el
argentino Juan Gelman (José Galván, Julio Grecco, Elizer Ben Jonon).
Ahora bien, si se pone en cuestión la posibilidad de que la única voz que habla en el
poema sea la del autor, o aun la de un yo construido, ¿quién habla? Variadas son las
respuestas que se le ha dado a esta pregunta. Algunos, como el poeta y editor Rafael
Oteriño, consideran que en el poema habla la tradición:
Puesta en análisis
Un hombre pasa con un pan al hombro
El poema de César Vallejo se publicó póstumamente en 1939 (el poeta había muerto un
año antes), en una recopilación que su viuda, Georgette Philippart, y su amigo Raúl
Porras Barrenechea denominaron Poemas humanos. Esta recopilación recogió textos
escritos entre 1923 y 1938.
En el poema, el sujeto imaginario oscila y se conforma en el recorrido que va desde
la inquietud interrogativa del “voy a escribir” hasta la exasperación del “dar un grito”.
Esta conformación, si bien parte de un yo (“voy a escribir”, en la primera estrofa; “voy,
después a leer”, en la cuarta) termina en un “no-yo”, subrayado por la impersonalidad
de los infinitivos, lo que implicaría que no se trata de la expresión de una
individualidad, sino de una problemática humana. Es decir, el sujeto que aparece en el
poema por un lado se escinde, dado que se abre a un “no-yo” y en este acto se vacía de
su individualidad; y por el otro encuentra en el prójimo desamparado una especie de
sustitución de su subjetividad, un camarada en cada despojado. Es un sujeto que, al
tiempo que pierde identidad, logra la identificación con el otro a partir de su condición
de humillado.
Este recorrido que parte del yo que se cuestiona, lo va socavando en cada pregunta y
culmina en el sujeto que se desdibuja, va acompañado por la métrica: trece estrofas
formadas por dísticos que invierten la lógica inquisitiva pregunta / respuesta en
afirmación / pregunta. En la estructura de estos dísticos, la aseveración es el lugar de lo
objetivo, del mundo; la pregunta, el espacio cuestionado y cuestionador del sujeto
imaginario. En el poema, cada escena del mundo objetivo anula el deseo del sujeto
imaginario de escribir, hablar, leer, innovar, ir al teatro, analizar un cuadro o pensar en
la trascendencia, “como si se tratase de un gran escenario donde la vida ilustra las
acciones que se desarrollan alrededor bajo el nexo de los interrogantes que certifican su
oposición a los enunciados” (Merino, 2005: 568). La anulación sería absoluta, si no
fuera porque en sí misma constituye la factura del poema.
En este texto, el sujeto simbólico que se relaciona con el sujeto imaginario es una de
las figuras de mayor relevancia a lo largo de la literatura del siglo XX: la del poeta
comprometido, que oscila entre la posibilidad de enfocarse en cuestiones espirituales y
artísticas o responder a la coyuntura política. Este sujeto simbólico, a lo largo del siglo,
ofrece una respuesta a esta oscilación en la figura del poeta marxista, respuesta que aúna
la lucha en el plano político (“Alguien limpia un fusil en su cocina”), con el despliegue
ideológico en el plano discursivo que focaliza y se centra en la figura del marginado.
El tercer elemento de la tríada, la figura del autor César Vallejo, interesa en cuanto su
biografía aporta el dato de que se trata de un poema escrito en uno de los momentos
históricos de mayor condensación del sujeto simbólico: la Guerra Civil Española.
Vallejo, interpelado por esta situación política como gran parte de la generación de
poetas hispanoamericanos y europeos de la primera mitad del siglo XX, participó
activamente en apoyo de la República. En 1937 había recorrido los frentes de batalla
españoles y había representado al Perú en el II Congreso de Escritores Antifascistas. El
poema está fechado el 5 de noviembre de ese año.
De este modo, el sujeto imaginario, disgregado e identificado con el doliente,
encuentra en el sujeto simbólico su soporte ideológico y en la figura del autor la tensión
vivencial que atraviesa el poema. La única respuesta posible a las preguntas que habita
el sujeto imaginario está dada por la existencia misma del poema, que cuestiona la
legitimidad del arte desde y en la creación de un objeto artístico.