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I N T R O D U C C I Ó N
Eso explica, tal vez, que la misma incomprensión se extienda a nuestra consideración de la
historia. Desde sus inicios, incluso en sus manifestaciones más elementales, la
historia ha tenido, como memoria colectiva, unas funciones sociales, la más importante de
las cuales ha sido, por regla general, la de legitimar el orden político social vigente, pero
también ha cumplido la de preservar las esperanzas colectivas de los que eran oprimidos por el
ordenes establecidos. Conviene rechazar la ilusión de que hubo tiempos en que la narración
histórica era fabulosa, mientras que en el presente la veracidad y la objetividad definen lo que se
puede considerar «histórico». Los estilos han cambiado, como lo han hecho los mitos, pero la
historia sigue asociada a las concepciones sociales y a los prejuicios de los historiadores de
su público, aunque unos y otros tiendan a creer, como lo hacían los hombres del pasado, que
sus mitos y sus prejuicios son verdades indiscutibles.
El cuerpo mismo de tradiciones orales de las sociedades que no conocen la escritura se elaboró
para justificar y transmitir lo que se consideraba importante para ellas. Todos los elementos de
esta tradición —genealogías, poemas, fórmulas, rituales, proverbios...— tenían una finalidad
determinada y, recíprocamente, «cada institución y cada grupo social poseen una identidad
propia que se acompaña de un pasado inscripto en las representaciones colectivas de una
tradición que los explica y justifica». Nada parece más objetivo que una genealogía, pero unas
reglas de descendencia flexibles han sido usadas generalmente para legitimar a quienes han
tomado el poder, de modo que ha podido decirse que las genealogías «constituyen el soporte de
la ideología dominante».
En sus orígenes la historia tuvo en muchos casos la función de servir de testimonio de la alianza
entre un pueblo y sus dioses, con la mediación de sus reyes y sacerdotes. Se laicizó entre
griegos y romanos, pero volvió a interpretarse en clave religiosa con el advenimiento del
cristianismo. La era feudal, en que la historia se transformó en crónica de los príncipes, y sobre
todo el renacimiento, le dieron una nueva entidad civil y la ilustración le aportó una dimensión
crítica, a la vez que se producía un hecho nuevo y trascendente que determinaría su importancia
futura: los historiadores escribirían desde este momento para un público amplio, no sólo para
príncipes, letrados y clérigos, y contribuirían a configurar este fenómeno moderno que es
la aparición de la «opinión pública».
Los nuevos estados nacionales, interesados en usar la enseñanza y difusión de la historia como
vehículo de creación de conciencia colectiva, como alimento del patriotismo, promovieron la
tarea de los intelectuales que, en su proyecto para constituir una historia de la sociedad civil que
reemplazase a la vieja de los soberanos y los señores feudales, descubrieron, de paso, que
los «hechos históricos», lejos de ser realidades definidas que el historiador «descubría»,
eran polivalentes y podían encajar en una pluralidad de interpretaciones distintas. Nadie lo dijo
con más clarividencia que Francois Guizot, en un texto que no
ha recibido la atención que merecía: «Los hechos de que se ocupa la historia no ganan ni
pierden atravesando las edades; todo lo que se ha visto en estos hechos, todo lo que se podrá
ver, estaba contenido en ellos desde el día en que se realizaron; pero no se dejan nunca atrapar
plenamente ni penetrar en toda su extensión; tienen, por decirlo así, secretos innumerables que
no se escapan de ellos más que lentamente, y cuando el hombre se encuentra en situación de
reconocerlos. Y como todo cambia en el hombre y en su entorno: como el punto de vista
desde el cual considera los hechos, y las disposiciones que aporta a este examen, varían
incesantemente, se diría que el pasado cambia con el presente; rasgos no percibidos se
revelan en los hechos antiguos; otras ideas, otros sentimientos son excitados por los mismos
nombres, por los mismos relatos; y el hombre se percata con esto de que, en el espacio infinito
abierto a su conocimiento, todo permanece constantemente inagotable y nuevo para su
inteligencia, siempre activa y siempre limitada.»
Esto no sólo condicionaba la interpretación del pasado, sino que creaba la ilusión de que, una
vez conocidas las «leyes históricas», podríamos prever el futuro: un futuro que, de acuerdo con
la experiencia del progreso, nos permitía esperar que el crecimiento
económico se generalizaría al mundo subdesarrollado, y que las sociedades desarrolladas
eliminarían de su seno la pobreza.
Esto sucedía al propio tiempo que aquellos a quienes habíamos definido como
subdesarrollados» descubrían la trampa que había en esta
denominación, denunciaban el esquema histórico eurocéntrico en que se basaba el
engaño y se proponían fundar un nuevo tipo de historia que fuese válido para todos los pueblos
de la tierra y que, a la vez, realizase el proyecto frustrado de hacer que lo fuese también para
todos los grupos de la sociedad: para todos los hombres y todas las mujeres.
El abandono por parte de los historiadores académicos de sus funciones como orientadores de la
opinión pública se ha producido en momentos en que, paradójicamente, las propias ciencias
naturales han descubierto la importancia de la dimensión histórica: «El pasado es la llave del
presente —nos dice un biólogo evolutivo: sólo pueden responder a las contingencias presentes.
Y como todos los organismos vivos están simultáneamente y continuamente respondiendo a
estas contingencias, y al hacerlo cambian el entorno para ellos y para los demás,
el cambio evolutivo no puede hacer otra cosa que seguir un objetivo continuamente cambiante e
inherentemente impredecible. (...) Nada en la biología tiene sentido excepto a la luz de
la historia». De lo cual se deducen consecuencias importantes: «Así para los humanos, como
para todos», los otros organismos vivientes, el futuro es radicalmente imprevisible. Esto
significa que tenemos la capacidad de construir nuestro propio futuro, pero en circunstancias
que no podemos escoger».
Volver la espalda a la historia en estos momentos es una actitud suicida. Lo queramos o no,
la historia está presente en nuestro alrededor y es una de las
fuentes más eficaces de convicción, de formación de opinión en materias
relativas a la sociedad. Las legitimaciones históricas están tras una gran parte de los conflictos
políticos actuales, y no sólo de los conflictos entre países, pueblos y etnias, sino de los
que se producen en el interior mismo de las sociedades de cada país (el racismo, por ejemplo,
tiene mucho más que ver con la historia que con la biología).No podemos despreocuparnos de la
función social de la historia, porque lo que nos estamos jugando es demasiado
trascendental. Y si bien es verdad que los viejos métodos nos han fallado y que
la confusión ecléctica que ha venido a reemplazarlos nos sirve de poco, nuestra respuesta no
puede ser la de abandonar el campo, sino la de esforzarnos en recuperar unos
fundamentos teóricos y metodológicos sólidos, que hagan posible que nuestro trabajo pueda
volver a ponernos en contacto con los problemas reales de los hombres y mujeres de
nuestro mundo. Y que nos han de llevar, de paso, a reemprender el proyecto, hasta hoy no
realizado, de construir una historia de todos, capaz de combatir con las armas de la razón
los prejuicios y la irracionalidad que dominan en nuestras sociedades. Una historia que
nos devuelva la voluntad de planear y construir el futuro, ahora que sabemos que es necesario
participar activamente en la tarea, porque no está determinada y depende de nosotros.