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J o s e p F o n t a n a : L a h i s t o r i a d e l o s H o m b r e s

I N T R O D U C C I Ó N

La historia de un grupo humano es su memoria colectiva y cumple respecto de él la misma


función que la memoria personal en un individuo: la de darle un sentido de identidad que lo
hace ser el mismo y no otro. Sin embargo, comprendemos mal la naturaleza de nuestra memoria
personal. Se acostumbra a considerarla como un simple depósito de imágenes de la realidad
pasada, cuando los científicos han establecido que no se trata de una facultad unitaria
sino de «una variedad de procesos psicológicos diversos» y que la producción de un recuerdo es
un proceso muy complejo.

Eso  explica, tal vez, que la misma incomprensión se extienda a nuestra consideración de la
historia. Desde sus inicios, incluso en sus manifestaciones más elementales, la
historia ha tenido, como memoria colectiva, unas funciones sociales, la más importante de
las cuales ha sido, por regla general, la de legitimar el orden político social vigente, pero
también ha cumplido la de preservar las esperanzas colectivas de los que eran oprimidos por el
ordenes establecidos. Conviene rechazar la ilusión de que hubo tiempos en que la narración
histórica era fabulosa, mientras que en el presente la veracidad y la objetividad definen lo que se
puede considerar «histórico». Los estilos han cambiado, como lo han hecho los mitos, pero la
historia sigue asociada a las concepciones sociales y a los prejuicios de los historiadores de
su público, aunque unos y otros tiendan a creer, como lo hacían los hombres del pasado, que
sus mitos y sus prejuicios son verdades indiscutibles.

El  cuerpo mismo de tradiciones orales de las sociedades que no conocen la escritura se elaboró
para justificar y transmitir lo que se consideraba importante para ellas. Todos los elementos de
esta tradición —genealogías, poemas, fórmulas, rituales, proverbios...— tenían una finalidad
determinada y, recíprocamente, «cada institución y cada grupo social poseen una identidad
propia que se acompaña de un pasado inscripto en las representaciones colectivas de una
tradición que los explica y justifica». Nada parece más objetivo que una genealogía, pero unas
reglas de descendencia flexibles han sido usadas generalmente para legitimar a quienes han
tomado el poder, de modo que ha podido decirse que las genealogías «constituyen el soporte de
la ideología dominante».

Esto resulta evidente incluso en los textos escritos más antiguos de este género,


como las listas de reyes de Egipto y de Mesopotamia, que han sido manipuladas para legitimar
al soberano reinante. Lo cual no es tan distinto de la invención de «genealogías nacionales»,
desde las viejas tradiciones que hacían, por ejemplo, a los franceses descendientes de los
troyanos, hasta las más elaboradas de los historiadores modernos que, desde el romanticismo,
que reconstruyen la historia de las colectividades humanas de acuerdo con las conveniencias de
los estados-nación actuales, que de este modo son proyectados hacia el pasado.

En sus orígenes la historia tuvo en muchos casos la función de servir de testimonio de la alianza
entre un pueblo y sus dioses, con la mediación de sus reyes y sacerdotes. Se laicizó entre
griegos y romanos, pero volvió a interpretarse en clave religiosa con el advenimiento del
cristianismo. La era feudal, en que la historia se transformó en crónica de los príncipes, y sobre
todo el renacimiento, le dieron una nueva entidad civil y la ilustración le aportó una dimensión
crítica, a la vez que se producía un hecho nuevo y trascendente que determinaría su importancia
futura: los historiadores escribirían desde este momento para un público amplio, no sólo para
príncipes, letrados y clérigos, y contribuirían a configurar este fenómeno moderno que es
la aparición de la «opinión pública».

Los nuevos estados nacionales, interesados en usar la enseñanza y difusión de la historia como
vehículo de creación de conciencia colectiva, como alimento del patriotismo, promovieron la
tarea de los intelectuales que, en su proyecto para constituir una historia de la sociedad civil que
reemplazase a la vieja de los soberanos y los señores feudales, descubrieron, de paso, que
los «hechos históricos», lejos de ser realidades definidas que el historiador «descubría»,
eran polivalentes y podían encajar en una pluralidad de interpretaciones distintas. Nadie lo dijo
con más clarividencia que Francois Guizot, en un texto que no
ha recibido la atención que merecía: «Los hechos de que se ocupa la historia no ganan ni
pierden atravesando las edades; todo lo que se ha visto en estos hechos, todo lo que se podrá
ver, estaba contenido en ellos desde el día en que se realizaron; pero no se dejan nunca atrapar
plenamente ni penetrar en toda su extensión; tienen, por decirlo así, secretos innumerables que
no se escapan de ellos más que lentamente, y cuando el hombre se encuentra en situación de
reconocerlos. Y como todo cambia en el hombre y en su entorno: como el punto de vista
desde el cual considera los hechos, y las disposiciones que aporta a este examen, varían
incesantemente, se diría que el pasado cambia con el presente; rasgos no percibidos se
revelan en los hechos antiguos; otras ideas, otros sentimientos son excitados por los mismos
nombres, por los mismos relatos; y el hombre se percata con esto de que, en el espacio infinito
abierto a su conocimiento, todo permanece constantemente inagotable y nuevo para su
inteligencia, siempre activa y siempre limitada.»

Este era el primer paso para el descubrimiento de la teoría de la «construcción social» de


la historia, que formularían de modo más claro Marx y Engels, a la vez que, al analizarla en
términos de luchas de clases, la llevaban más allá de la visión burguesa de las primeras historias
nacionales, para integrar en ella al conjunto de la sociedad, como convenía a su proyecto
revolucionario. Iniciarían con ello una nueva historia que comenzó reivindicando a los de abajo,
y muy en especial a los trabajadores, esforzándose en liberarse del «estúpido montón de
mentiras, disfraces hipócritas y falsas deducciones que se llama historia burguesa».

Este modo de ver, que tendría su continuación en la «historia económica y social» del siglo xx,


no era  todavía una historia que se pudiese considerar legítimamente de todos. Si aparte de
ocuparse de reyes, de gobernantes y de burgueses, hablaba también de los trabajadores, tenía
poco en cuenta, en cambio, a los campesinos, menos aun a los grupos marginales y casi nada a
las mujeres. Y era víctima además de otra limitación. Hija de su tiempo, estaba estrechamente
condicionada por las perspectivas de la cultura Europa, lo que la llevaba a presentar el curso de
la evolución de las sociedades humanas en una visión lineal en que el desarrollo
económico y la tecnología se consideraban los motores esenciales de un tipo de progreso
universal que conducía necesariamente a un solo y mismo punto de llegada: la civilización
moderna de los europeos y de sus descendientes. Esta visión se vio reforzada por una
concepción determinista de la ciencia y por la transposición de esta al terreno humano, que llevó
a la búsqueda de «leyes» aplicables a la sociedad, que sólo tendrían sentido si eran válidas
para el conjunto de la humanidad. El objetivo de la ciencia histórica había de ser precisamente
el de llegar a un conocimiento perfecto del mundo social, como lo sostenía el anarquista francés
Charles Malato, que quería una historia capaz de «deducir con precisión matemática las causas
de los movimientos profundos que agitan las moléculas humanas».

Esto no sólo condicionaba la interpretación del pasado, sino que creaba la ilusión de que, una
vez conocidas las «leyes históricas», podríamos prever el futuro: un futuro que, de acuerdo con
la experiencia del progreso, nos permitía esperar que el crecimiento
económico se generalizaría al mundo subdesarrollado, y que las sociedades desarrolladas
eliminarían de su seno la pobreza.

La Segunda Guerra Mundial, con la derrota del fascismo y las perspectivas de crecimiento


económico indefinido que parecían abrirse a su término, reforzó estas esperanzas. Esta actitud
se  refleja en tres libros que influyeron en gran medida en mi generación, como son la Apología
por la historia  (1949) de Marc Bloch (1886-1944), una voz de esperanza que nos llegaba de la
noche misma del fascismo, Qué sucedió en la historia (1942), de Gordon Childe (1892-
1957), que nos explicaba la genealogía del progreso, y ¿Qué es la historia? (1961), de Edward
 Hallett Carr (1892-1882), que renovaba la visión de este progreso desde una óptica
avanzada que llevaba al autor a proclamar: «Declaro mi fe en el futuro de la sociedad y en
el futuro de la historia».
En estos años optimistas del crecimiento de posguerra la historiografía estaba
dominada por corrientes que, aunque estuviesen ideológicamente enfrentadas, compartían la
creencia básica en la existencia de un curso único y progresivo que marcaba el ascenso del
hombre a lo largo del tiempo. Desde mediados de los años setenta, en cambio, se pudo ver que
las profecías no se realizaban y que, en lugar de experimentar el crecimiento universal previsto,
aparecían nuevas manifestaciones cíclicas de crisis en los países desarrollados y aumentaba
cada vez más la distancia que separaba a los países ricos de los pobres. Así descubrimos que
las viejas ilusiones no tenían fundamento.

La causa esencial del descrédito de la historia ha sido el hecho de que las profecías que se


habían basado en esta concepción lineal del progreso hayan fallado. «Uno de los mayores
peligros de sacar lecciones de la historia —se ha dicho— es que estas lecciones resultan
ilusorias, o enteramente equivocadas, cuando se aplican en unas nuevas circunstancias
diferentes.» Esta opinión resulta de especial interés, porque procede de un hombre que habla,
no desde la teorización libresca de los profesores universitarios, sino desde la experiencia de
una institución tan dedicada a tratar de modificar el curso de la historia como es
la CÍA. Eugenio Móntale lo ha dicho mejor: «Que el futuro haya de ser,
ineluctablemente, mejor que el pasado y el presente es una opinión que ha atravesado
indemne la ilustración, el positivismo, el historicismo idealista y el marxismo (...).
La historia no lo demuestra».

Los historiadores académicos reaccionaron mal ante este desencanto. En lugar de


analizar críticamente su modo de operar para descubrir dónde habían fallado, se limitaron a
arrinconar las interpretaciones que habían servido para construir esta prospectiva, las declararon
falsas y decidieron, en consecuencia, que el conocimiento del pasado era socialmente inútil
(antes de hacer un paso más y declararlo imposible). Tras lo  cual procedieron a refugiarse  en el
círculo cerrado de sus propias tribus, dedicados a juegos de ingenio intrascendentes o a rumiar
viejos problemas epistemológicos insolubles, aislándose definitivamente de una vida real en que
la historia seguía transcurriendo cada día, pese a las ilusiones de quienes quisieran detenerla, y
el pasado, mejor o peor conocido, marcaba las acciones cotidianas de los hombres y de las
mujeres, conformaba sus expectativas y les servía de razón que justificaba actos de tanta
trascendencia como el voto o la guerra.

Esto sucedía al propio tiempo que aquellos a quienes habíamos definido como
subdesarrollados» descubrían la trampa que había en esta
denominación, denunciaban el esquema histórico eurocéntrico en que se basaba el
engaño y se proponían fundar un nuevo tipo de historia que fuese válido para todos los pueblos
de la tierra y que, a la vez, realizase el proyecto frustrado de hacer que lo  fuese también para
todos los grupos de la sociedad: para todos los hombres y todas las mujeres.
El abandono por parte de los historiadores académicos de sus funciones como orientadores de la
opinión pública se ha producido en momentos en que, paradójicamente, las propias ciencias
naturales han descubierto la importancia de la dimensión histórica: «El pasado es la llave del
presente —nos dice un biólogo evolutivo: sólo pueden responder a las contingencias presentes.
Y como todos los organismos vivos están simultáneamente y continuamente respondiendo a
estas contingencias, y al hacerlo cambian el entorno para ellos y para los demás,
el cambio evolutivo no puede hacer otra cosa que seguir un objetivo continuamente cambiante e
inherentemente impredecible. (...) Nada en la biología tiene sentido excepto a la luz de
la historia». De lo  cual se deducen consecuencias importantes: «Así para los humanos, como
para todos», los otros organismos vivientes, el futuro es radicalmente imprevisible. Esto
significa que tenemos la capacidad de construir nuestro propio futuro, pero en circunstancias
que no  podemos escoger».
Volver la espalda a la historia en estos momentos es una actitud suicida. Lo queramos o no,
la historia está presente en nuestro alrededor y es una de las
fuentes más eficaces de convicción, de formación de opinión en materias
relativas a la sociedad. Las legitimaciones históricas están tras una gran parte de los conflictos
políticos actuales, y no sólo de los conflictos entre países, pueblos y etnias, sino de los
que se producen en el interior mismo de las sociedades de cada país (el racismo, por ejemplo,
tiene mucho más que ver con la historia que con la biología).No podemos despreocuparnos de la
función social de la historia, porque lo que nos estamos jugando es demasiado
trascendental. Y si bien es verdad que los viejos métodos nos han fallado y que
la confusión ecléctica que ha venido a reemplazarlos nos sirve de poco, nuestra respuesta no
puede ser la de abandonar el campo, sino la de esforzarnos en recuperar unos
fundamentos teóricos y metodológicos sólidos, que hagan posible que nuestro trabajo pueda
volver a ponernos en contacto con los problemas reales de los hombres y mujeres de
nuestro mundo. Y que nos han de llevar, de paso, a reemprender el proyecto, hasta hoy no
realizado, de construir una historia de todos,  capaz de combatir con las armas de la razón
los prejuicios  y la irracionalidad que dominan en nuestras sociedades. Una historia que
nos devuelva la voluntad de planear y construir el futuro, ahora que sabemos que es necesario
participar activamente en la tarea, porque no está determinada y depende de nosotros.

Frangois Jacob ha dicho: «Somos una terrible mezcla de ácidos nucleicos y de recuerdos,


de deseos y de proteínas. El siglo que acaba se ha ocupado mucho de ácidos
nucleicos y proteínas. El que llega se centrará en los recuerdos y los deseos. ¿Sabrá resolver
estas cuestiones?». Que lo consiga o no dependerá en buena medida de los historiadores, que
son los únicos que pueden ocuparse de la ciencia de los recuerdos, si consiguen
estar a la altura de la tarea, si dejan a un lado las estériles liturgias académicas y se ponen a
crear las nuevas herramientas teóricas que se necesitan para analizar los problemas de una
realidad que no encaja en los viejos esquemas en que se educaron y que no tiene nada que ver
con los sortilegios verbales con que se ha pretendido reemplazarlos.

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