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Filosofías

del género: Platón,


Aristóteles y la diferencia sexual
Giulia Sissa



Curiosa figura la de la mujer griega, en su doble relación con el saber: objeto
apasionante y a la vez discretísimo sujeto, pero teóricamente ejemplar. En tanto
objeto, la mujer parece ante todo esa cosa viva cuyo advenimiento al mundo,
antes de hacerse cuerpo a describir por los médicos y figura social a estudiar por
los filósofos, debe imaginar el mitólogo. En tanto sujeto, aparece
esporádicamente, pero siempre al margen del ejercicio filosófico, médico o
literario, salvo excepciones que confirman la regla de la exclusividad masculina
en el dominio intelectual. Pero, a su vez, la mujer se convierte en un sujeto
ejemplar de conocimiento allí donde su posición ante el saber se concibe más
bien en términos de receptividad y de busca a ciegas que como adquisición de
una competencia establecida. Cuando Filón de Alejandría distingue el intelecto
—masculino— de la sensación —femenina— resume un aspecto importante de
la concepción griega de la diferencia sexual que vuelve a encontrarse en Plutarco
acerca de la verdad oracular, o en Platón acerca de la mayéutica. Puesto que las
mujeres no tienen realmente acceso a la educación, encarnan en el imaginario
una accesibilidad, una permeabilidad casi sin resistencia respecto de lo
verdadero, en coherencia con su vocación sexual a acoger, a tomar en sí.
Desde el punto de vista empírico, pocas habilidades bien consideradas y que
exijan competencia y destreza son las que se atribuyen a las mujeres: el tejido —
como en la mayoría de las sociedades tradicionales—, el gobierno de la casa, el
cuidado de los hijos. Sólo Platón se asombrará y se indignará ante la paradoja de
que la tarea de educar a los ciudadanos se confíe a seres con una educación tan
pobre.
En contrapartida, tanto en sentido real como en sentido metafórico —si es que
Metis, Eumetis y el alma del filósofo que debe hacerse fecundar para dar a luz la
palabra indican realmente ciertas maneras griegas de pensar el saber—, la
inteligencia receptiva y la sensibilidad intelectual son femeninas.
medios, ya sea transformando la antinomia de dos términos autónomos y
equivalentes a simple alteración de uno de ellos, ya sea neutralizando todos los
rasgos distintivos —salvo la diferencia fisiológica entre parir y engendrar— bajo
la categoría de una naturaleza común, a fin de salvar la inferioridad. Nunca será
excesiva la insistencia en este punto: la integración de lo femenino en la esfera
de lo mismo —las mismas funciones sociales, las mismas actitudes, los mismos
talentos— no desemboca en un generoso reconocimiento de la igualdad, sino,
todo lo contrario, en la evaluación de los defectos femeninos que se muestran
con tanta mayor “evidencia” cuanto que se recortan sobre un fondo de identidad
cualitativa. El homogeneizar conceptualmente los sexos sólo ha servido, desde el
punto de vista histórico, para garantizar la condescendencia respecto de uno de
ellos y la ceguera sistemática acerca de su valor. El feminismo que reivindica la
especificidad, cuya puesta en práctica busca en la separación, al extremo de
desear tener hijos entre mujeres como un verdadero genos gunaikón, no se
engaña en su desconfianza respecto de la asimilación. Sin embargo, se equivoca
en su encierro, en su rechazo del movimiento que, superando el momento de la
pura afirmación de una alteridad de principio, representa la única perspectiva
verdaderamente digna de las mujeres, igualdad de derechos, reconocimiento del
valor, respeto por las diferencias.
Mientras el pensamiento erudito se limite a prolongar con certeza el prejuicio
de la inferioridad femenina, mientras la identificación con el modelo masculino
sirva para hacer surgir las impotencias de las mujeres, quedaremos atrapados en
el sexismo según lo más y lo menos.

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