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La visión de la Universidad y la función del maestro

según Tomas de Aquino

Aún cuando Tomas de Aquino no habló explícitamente de la Universidad,


numerosos análisis a lo largo de sus obras nos muestran con diáfana claridad la
visión que tuvo del magister, cuál era su tarea, y las características fundamentales,
tanto del maestro como del discípulo en esa fascinante pero difícil tarea de generar
capacidad propia de juicio.

Roberto J.Brie
Dr.Phil., Univ.Prof.
Pedernera 364
l832 Lomas de Zamora
Argentina

Una de las grandes creaciones de la Edad Media fué, sin duda, la Universidad.
Fué el fruto maduro de una larga tradición cuyos precedentes fueron las escuelas
monacales y las conventuales y que sería caracterizada por Alfonso X el Sabio,
como el ayuntamiento de enseñantes y enseñados que buscan conjuntamente la
verdad a traves de los saberes estrictos.

Huizinga, el gran historiador de la Cultura y de la vida del espíritu, describe con la


sencillez y la precisión del sabio, lo que fué esta institución que especificó en gran
parte el período más rico de la cristiandad. “En la universidad medieval las tesis y
las disputas constituían el medio natural que permitía formular los problemas del
saber. Como vehículos intelectuales, armonizaban con el sistema; como formas
espirituales, se adaptaban a esa esfera. La Universidad medieval era (en el pleno
sentido de la expresión) un campo de lucha, una palestra, la armónica contrapartida
de los encuentros en los torneos. En ella el individuo desarrollaba una partida
importante, y con frecuencia peligrosa. Las actividades de la Universidad, como los
hechos de la vida del caballero, asumían carácter de consagración e iniciación, o
configuraban una lucha, un desafío y un conflicto. La vida de la Universidad
medieval era una permanente disputa revestida de formas ceremoniales. A
semejanza de los torneos, constituia una de las formas importantes del juego social,
en sí mismo fuente de cultura” (Hombres e ideas. Ensayo de historia de la cultura.
BsAires l960, pg. l7).

Santo Tomás no habló directamente de la Universidad; pero nadie duda que vivió
intensamente esa alma mater, desde sus tiempos de Colonia como discípulo de
Alberto Magno, hasta sus períodos en Paris. Esa fué su tarea de por vida. Pero su
visión de la universidad nos la ha dejado en una multitud de textos referentes a esos
dos componentes que señalara Alfonso X: los enseñantes y los enseñados, el
maestro y el discípulo, de quienes nos ha legado una imágen de notable nitidez.
En estas reflexiones señalaremos, sin pretensión de exhaustividad, algunos
rasgos que pueden ser importantes como elementos de comparación con nuestra
vida académica actual y con la situación de la Universidad contemporánea.

l. El maestro

El texto que nos resulta el más definitorio de Santo Tomás, respecto de la función
del maestro, es aquel en el que responde a la pregunta de si un hombre puede
enseñar a otro (I.ll7.1.ad 3, desarrollado ampliamente en el De Magistro; cfr. De
Veritate, q.XI; traducción castellana en Mikael, n.5 (l974) 119-152, con un lúcido
prólogo de Juan Carlos Ballesteros); en la respuesta a la tercera de las objeciones,
dice: “El maestro no genera la luz al entendimiento del discípulo, ni produce en él
directamente las especies o formas inteligibles, sino que mediante su doctrina
mueve al discípulo, a que él mismo, por la fuerza propia de su entendimiento, forme
los conceptos, cuyos signos el maestro le
ofrece exteriormente”. La articulación clave en el proceso de la docencia aparece
en el acento que pone Thomas en el movet, en la motivación que debe intentar el
maestro. En su esquema conceptual el maestro debe intentar generar en el
discípulo capacidad propia de juicio. Un lúcido analista del problema educativo en
Argentina expresa esta condición de la enseñanza con indudable lucidez y
precisión. Dice Darós: “La función de la enseñanza posibilita que el alumno realice
su propia experiencia en el logro del saber. No se trata, en consecuencia, de una
intervención determinante de los procesos de aprendizaje, sino -por el contrario- de
una tarea de cooperación que implica la creación técnico-instrumental de
situaciones adecuadas al servicio de la autorealización del alumno.... Es por esto
que la enseñanza consiste, básicamente, en ordenar sistemáticamente el proceso
de los obstáculos que debe superar el alumno en la búsqueda del saber”.
(W.R.Darós. La Matética. Teoría de la enseñanza y ciencia de la educación.
Edit.Matética, Rosario l982, pg.l3l).

Un segundo aspecto que quiseramos destacar en la visión que Thomas tiene del
maestro es su actitud ante el error. En una época como la actual, signada por las
intransigencias ideológicas y por el canibalismo intelectual, adquiere un fuerte
sentido crítico la afirmación del Aquinate, cuando señala “el buen caracter” que debe
tener el maestro. Esta actitud del maestro es posible si está fundada en un clima de
tranquilidad interior. “Doctrina debet esse in tranquilitate” dice Tomas en la Contra
Gentes. Por eso, cuando se trata de refutar a los adversarios -como señala Gilson-
Santo Tomás prefiere expresarse en términos de “en qué medida se aparta de la
verdad”, en lugar de hablar explícitamente de error, pues Santo Tomás supone que,
aún aquel que se equivoca, busca también la verdad. El respeto al adversario es
proverbial en Santo Tomás: “la primera regla de la disputación exige escuchar, para
incluso no reconocer la debilidad del argumento contrario, sino ante todo la fuerza
propia”, comenta Pieper (“Tomés de Aquino, un maestro para nuestro tiempo”, en
Verbo nº350-351 (l995) pg.49).

La clara conciencia del límite es otro de los rasgos que define al maestro, según
Santo Tomás. Posiblemente la fuente mayor de los errores, tanto en el orden
teorético como en el orden práctico, sea la ausencia de la conciencia del límite del
conocimiento humano. “Algunas cosas aprehendidas no convencen al intelecto -dice
Tomás- hasta tal punto que no lo dejan libre de asentir o disentir, o al menos de
suspender su asentimiento o disentimiento por alguna causa u otra; y en tales
cosas, el asentimiento o disentimiento está en nuestro poder, y sujeto a nuestro
imperio” (I.II.l7.6)

2. El discípulo

Con un notable realismo, en el que todos los que estamos en el metier


académico reconocemos nuestras propias experiencias, describe Thomas la
situación del discípulo, bajo que coindiciones y con que dificultades debe contar, y
cuales deben ser las disposiciones fundamentales. El primer rasgo que señala es la
necesaria voluntad de querer saber. Esta condición primera es hoy especialmente
relevante en una universidad de masas, en la que la aspiración lamentablemente
más generalizada es la posesión de un
título profesional, y no precisamente la tête bien fait como diría Charmot, ni la
búsqueda incondicional de la verdad y de la sabiduría, como señalamos a
continuación.

Hay ciertas disposiciones que Thomas afirma como igualmente necesarias para
el maestro como para el discípulo, y que operan con el carácter de conditio sino
qua non: la primera es la pasión por la verdad. Búsqueda apasionada, pero “humilde
búsqueda de la verdad” como dice en en la Contra Gentes, (Loc.cit. I. cap.4 y
cap.5); Santo Tomás utiliza con enorme sobriedad los adjetivos y los adverbios,
pues su uso y ubuso pueden desfigurar la necesaria mesura y objetividad. Pero en
este tema afirma sin ambages que “studium proprie importat vehementer
applicationem mentis ad aliquid”(II.II.l66.1.c.)
En un mundo, como el que nos toca vivir, en el que se ha sustituído la búsqueda de
la verdad por la búsqueda de la eficiencia y el éxito, es difícil de entender esta
condición que Tomás establece como condición absoluta para el docente como para
el discente; y esa búsqueda es ininterrumpida, es constante: “en relación al
conocimiento de la verdad todos los hombres se hallan como en movimiento y
tendiendo a la perfección; pero los que siguen, descubren algunas cosas más sobre
lo que habian descubierto sus antecesores, como se dice en el libro segundo de la
Metafísica” (Contra Gentes, III. 48). Con todo Tomás reconoce, con un realismo
notable, que “aquellos que quieren padecer este trabajo por amor del conocimiento,
son pocos, a pesar de que Dios ha insertado en las mentes de los hombres un
apetito natural de conocer” (Contra Gentes, I. 4). Al respecto Gilson hace notar que
“este apetito natural de saber, insertado por Dios en las mentes de los hombres,
puede ser entendido, o como la tendencia natural del intelecto hacia la verdad, o
como el apetito natural de la voluntad que no puede dejar de desear el conocimiento
“ (cfr. op.cit. pág. 63, nota 22).

Intrínsecamente vinculado a este apetito natural por la verdad, Santo Tomás


describe menudamente ese punto de partida del conocimiento, que es la
admiración, la capacidad de asombrarse y admirarse ante lo desconocido: “est
autem admiratio desiderium quoddam sciendi : quod in homine contingit ex hoc quod
videt effectum, et ignorat causam, vel ex hoc quod causae talis effectus excedit
cognitionem, aut facultatem ipsius; et ideo admiratio est causa delectationis,
inquantum habet adjunctam spem consequendi cognitionem eius, quod scire
desiderat” (I.II.32.8.c.). En los comentarios a la Metafísica de Aristóteles describe
esta experiencia interior en los siguientes términos: “....porque
quienes fueron los primeros en filosofar y también los que ahora filosofan,
comienzan a filosofar por la admiración de la causa de alguna cosa, con alguna
diferencia al principio y después de algún tiempo: porque al principio se admiraban
de algunas pocas cosas dudosas, de las que estaban más a su alcance conocer sus
causas; pero luego pasaron al conocimiento de cosas más ocultas... Sin embargo -
prosigue el Aquinate- es sabido que la duda y la admiración nacen de la ignorancia:
cuando vemos ciertos efectos manifiestos cuyas causas se nos ocultan, nos
admiramos de dichas causas. Además, del hecho que la admiración fué lo que
indujo a filosofar, se demuestra que el filósofo es algún tanto amante de las fábulas
propias de los poetas. Por eso, los primeros que de manera un tanto fabulosa
trataron de los principios de las cosas, fueron llamados poetas teologizantes,.como
los así llamados siete sabios. Y la razón de que el filósofo se compare con el poeta
es que ambos se ocupan de las cosas maravillosas, admirables. ...Y porque la
admiración nace de la ignorancia, es evidente que se movieron a filosofar para huir
de la ignorancia. Y por lo tanto también es evidente que fueron en busca de la
ciencia, no por la utilidad de la misma sino por el solo saber” (In Met. lib.Il, q.41, a.4,
ad 5)

La gran tradición de Occidente, que tuvo su origen en la cultura griega, concebía


al ocio como uno de los fundamentos de su forma de vida y como algo
perteneciente al orden natural. Como lo señala Pieper, ocio en griego se dice sjolé;
en latín, schola; en castellano, escuela. Esta escuela, que es el lugar donde se
educa, sigifica “ocio”; no en el sentido de pausa en el trabajo, tiempo libre, vacación
u holganza, sino en el sentido de contemplación, visión serena, reencuentro, como
actitud del alma. Hoy en día, no hay duda de que que el negocio (nego-otium) ha
sustituído al ocio, la praxis ha sustituido a la contemplación. “Este hecho de que no
dispongamos de un acceso inmediato al concepto original del ocio se nos hace
evidente cuando caemos en la cuenta de hasta qué punto la idea de trabajo ha
conquistado y dominado casi todo el ámbito de la actividad humana y de la misma
existencia humana, y cuanta es la propensión que tenemos a justificar las
exigencias derivadas de la figura del trabajador” (J.Pieper, El ocio y la vida
intelectual. Madrid, vrs.eds).

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