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Lección quinta

Recuerdan que íbamos a presentar tres cifras de la divinidad: el Dios uno, el Dios personal,
y «Dios se ha hecho hombre». De lo Uno ya se habló la vez anterior. Hoy mismo empiezo
con la cifra del Dios personal.
Cuando el hombre se encuentra con la transcendencia como yo con el tú, la transcendencia
adopta la cifra de la divinidad personal. La personalidad de un tú no es idéntica a la
transcendencia, sino una cifra por la cual la divinidad se acerca, pero también, por así
decirlo, se limita y hace comprensible; y una cifra por la cual la divinidad se encuentra con el
hombre que se encuentra con aquel tú, se encuentra con dicho hombre en el interior de éste
y siempre de una forma peculiar, adecuada a él. El hombre, cuando se hace personal, se
siente personalmente interpelado por Dios, y, a su vez, habla a Dios personalmente en la
oración. Hace preguntas, lucha contra él al preguntar, cree percibir sus preceptos. Sabe que
podría obtener
respuesta a preguntas. Espera respuesta, y se siente abandonado si no oye ninguna. La
oración, que es estudiada en sus muy variadas manifestaciones por la Psicología y por la
Historia de la religión, y sobre la que uno puede informarse en gruesos volúmenes; la
oración, de la que sólo quisiera decir una cosa: no sólo en la historia, sino en todo tiempo en
el hombre, en el hombre particular, se purifica de la magia, de la voluntad-de-victoria de los
dioses, del interés personal, del desco-de-consecución de un fin, de la evitación de una
desgracia, de la consecución de una dicha, etc. Esta purificación de la oración conduce a
que, al final, en toda historicidad personal del que reza, la oración encuentre su camino de
un modo completamente desinteresado en este estar-orientado-hacia el-tú, en el horizonte
de lo válido para la eternidad. Si el hombre renuncia a la oración, lo cual es muy
comprensible cuando la divinidad personal no es para él en todo momento o nunca jamás la
cifra por la que entra en relación con la transcendencia; decía que, si el hombre renuncia a
la oración, entonces la oración vuelve a existir enseguida de otra forma, a saber: como
reflexión en la meditación filosófica, la cual tiene el mismo carácter, sólo que no está
directamente orientada hacia un tú, sino orientada hacia la transcendencia. Esto es al
menos un análogo de la oración, y en esta reflexión filosófica ocurre exactamente igual que
en la oración: las dos tienen efecto sobre la «<existencia» si y sólo si no se agotan en las
con venciones de las formas del pensamiento, ni en las fórmulas que pueden servir de
excelentes hilos conductores y que no es necesario que sean nada, y si, en la irrepetibilidad
siempre histórica de la seriedad, el hombre, al meditar u orar, siente y hace realidad en sí la
fuerza que im

presiona y guía. Pues bien, si Dios es personal, si habla mediante la cifra de la


personalidad, hay una cifra completamente irremplazable para nosotros, los occidentales,
una interacción de la cifra, de la personalidad de Dios, con la personalidad del hombre. Esta
cifra no es una ilusión del hombre. En la existencia empírica de éste está todo lo que para el
hombre sale a la luz, en su conciencia, en el pensamiento, siempre hay algo que,
procediendo simultáneamente de una realidad fundamental que nosotros denominamos lo
envolvente, es de golpe objetivo y subjetivo a la vez. Si el hombre se sabe en su libertad
regalado por la transcendencia, entonces en su conciencia (que para nosotros, los hombres,
siempre significa estar mentalmente dirigidos hacia algo, estar escindidos en sujeto y
objeto), en su conciencia, decía, la transcendencia es una cosa objetiva, frente a la que
parece estar lo subjetivo del ser-si-mismo de la libertad. Por tanto, de ningún modo se
puede decir que el Dios personal sea una ilusión, una creación del hombre, que éste ha
producido porque la necesita. Esta opinión quizás tendría validez si pudiese mostrar qué
sería eso creador que habría en el hombre; opinión que ha de producir algo semejante a
Dios y no se limita meramente a nombrarlo. Tenemos muchas frases clichés, sin duda
procedentes de los usos del lenguaje y de la vulgaridad del pensamiento reinantes en la
degenerada Ilustración moderna «todo evoluciona progresivamente», y en este caso: «Dios
ha sido producido por el hombre, palabras dichas a la ligera, que, si se profundiza en su
sentido, en absoluto son ciertas. Pues de lo que aquí es considerado como creación del
hombre, la divinidad personal, se puede decir, exactamente con el mismo derecho, que esta
divinidad personal es aquello por lo que el hombre se hace hombre, hombre personal.
Como acabo de decir, cuando en la conciencia, en la forma de esta conciencia que piensa
de modo humano, se hace claro lo envolvente, aparecen repentinamente la objetividad del
Dios personal y la subjetividad del ser-si-mismo humano. Se relacionan la una con la otra.
Se puede decir: en la medida en que la transcendencia
adopta la cifra del Dios personal, se desarrolla en la misma medida en el hombre su
carácter de personalidad. Como los hombres pueden llegar a ser personalidades, personas,
al llegar lo a ser rozan esta objetividad de la transcendencia en este envolvente que se
escinde, en la cifra de la personalidad de Dios.

También se puede decir: puesto que la cifra de la personalidad de Dios adopta tan
diferentes formas de personalidades como hombres hay, concuerda con la persona del
hombre que está orientado hacia la divinidad personal.

Vamos a hacer un pequeño excursus: existen, expresado con la brevedad de un esquema,


las concepciones opuestas de dos actitudes fundamentales. Por una parte tenemos que, lo
que los hombres hacen, se realiza por personas no precisamente por fieras, animales, que
también hacen algo, y que incluso también colaboran los unos con los otros; lo que los
hombres hacen, se realiza por personas. Si el hecho de que todo lo que los hombres hacen
sea realizado por personas se vela, entonces entramos en un aparente estado de sueño del
hombre olvidado de sí mismo. En este caso, el individuo particular se despierta de este
estado, adquiere conciencia de sí mismo como posible libertad y responsabilidad
precisamente porque la cifra de la transcendencia se convierte en la divinidad personal. En
la medida en que aquél se hace consciente de la responsabilidad y libertad personales de
su ser, y de que éstas lo diferencian de todo lo demás que se halla en el mundo, el eco o el
origen es la divinidad personal. Lo uno no se da sin lo otro.

La segunda concepción es la siguiente: con los hombres se realiza algo mediante unas
fuerzas y poderes anónimos, por ejemplo mediante estados sociales, mediante
disposiciones estatales, por casualidades, según leyes sociológicas, etc. Los hombres son
influenciados por esto y reconocidos por una presunta ciencia como productos de estas
circunstancias y condiciones. Se producen estados,
estados internos del alma humana, modos de pensar, y el hombre cree poder observarlo y
comprobar cómo el hombre resulta de estas condiciones. En este caso, el hombre en tanto
que individuo particular sólo es exponente de acontecimientos impersonales. O es, como en
Hegel, medio, instrumento del espíritu universal; o es un medio de la historia, es siempre
una función en el proceso dialéctico universal y queda agotado en esta función. Finalmente,
esta concepción transforma al hombre en funciones de máquinas, que han producido los
hombres mismos, desde los trabajos técnicos hasta la organización del poder, que culmina
en lo totalitario. Los hombres han producido algo por lo que, en cierto modo, se entre gan
prisioneros a lo por ellos producido; y al cumplir su función en este producto de la técnica
(desde los trabajos industriales hasta las disposiciones estatales), estando en constante
funcionamiento y actividad, entran en el estado de sueño de olvido de sí mismos, a pesar de
toda con ciencia.

Digo que éstas son esquemáticamente dos concepciones del hombre. Ambas, tomadas
como meros módulos, poseen el elemento inquietante de que en las dos se halla la verdad.
Pero que lo segundo sea imposible, es decir, que el hombre cese de ser hombre, esto
ciertamente nadie lo puede demostrar. Más desde el cercioramiento de lo envolvente que
somos nosotros y en el que conocemos, pensamos, en la escisión sujeto-objeto, nos
percatamos de nuestro cautiverio y lo rebasamos; desde esta conciencia fundamental que
nosotros desarrollamos filosóficamente (no demostramos, repito), es firme la creencia de
que el hombre ciertamente puede ser matado, corporalmente matado, y de que el género
humano puede dejar de existir empíricamente, pero de que, si los hombres viven, parece
que sólo pueden desarrollarse en el cautiverio de sus funciones.

Por más que parezca que esto es así, cuando se absolutizan las técnicas, las formas y las
concepciones, siempre existirá la posibilidad de que el hombre en tanto que hombre, si sólo
vive, se quiebre. No digo esto como una afirmación que se pueda demostrar, sino como el
fundamento de la conciencia humana que ha nacido con suma fuerza en la relación del
hombre con la cifra de la divinidad personal. Pues, en este caso, se sigue exponiendo la
concepción (no observada científicamente como reali dad, sino sentida en la comunicación)
de que el hombre, al llevar una vida pensante, guía su vida con una divini dad (diga o no
diga su nombre), con el Dios oculto, el Dios silencioso. Pregunta y obstinación, humillación y
entrega ante lo que probablemente es inevitable y ante las conmociones producidas por lo
que le parece imposible de alcanzar con la razón humana (conmociones que, por lo demás,
se olvidan rápidamente como mero susto, pero que entonces causan impresión): todo esto
penetra en lo más íntimo, son los momentos de ese trato en el que el hombre llega a ser
personalmente él mismo por hacer efectivo este trato-como de costumbre con la
transcendencia y con la cifra de la divinidad personal.

Cuando hablo así, hablo en categorías generales. Ahora bien, la divinidad personal,
concebida de un modo general como una categoría, naturalmente que nunca es el
Dios-cifra con el que trata un hombre. Al contrario, toda cifra mediante la cifra de la divinidad
personal, no en un concepto general, sino en la tradición histórica.

Pues bien, estas tradiciones existen de muchas formas. Nosotros podemos comprender
perfectamente los dioses personales de la India y China; podemos, por así decirlo, co-sentir
al comprender, pero no nos conmueven. Creemos comprender mucho mejor a los antiguos
dioses griegos. Estos están más cerca de nosotros, pero para nosotros no son lo
conmovedor que en su tiempo eran para los griegos. En realidad, en nuestro mundo
occidental, la cifra de la divinidad personal sólo tiene poder de acción en virtud de la Biblia.
Esto se ha expresado de un modo muy simple, y yo lo repito: no es un Dios-concepto
general, sino el Dios de Abraham, que habla al patriarca, le dicta preceptos, le hace
promesas, y al que el patriarca puede hacer preguntas, al que trata (por ejemplo en la
cuestión de los pocos justos que hay en Sodoma y Gomorra y en tantos otros muchos
contextos), al que recibe a través de los tres ángeles en el bosquecillo de Mambré -todo lo
que de niños, justamente al despertar a la con ciencia, oímos como historias bíblicas, y todo
lo que se le inculca al occidental y cae tan lejano al indio como a nosotros las divinidades
indias. Además, es el Dios de Jacob, es el Dios que se apareció a Moisés en el Sinai, o el
Dios de Isaías y de Jeremías. Es el Dios que se encoleriza y que es compasivo, que ama,
pero que exige inexorablemente y castiga, que dirige la historia, y todo esto en imágenes y
esquemas siempre cambiantes, que se hallan en la Biblia y que se inculcan al occidental.
Pero la diversidad de semejantes imágenes es una muestra de la imponente falta de
precisión en el conjunto, una muestra de la forma informe de Dios, por así decirlo. El pueblo
que Moisés hace subir al Sinai sabe que el hombre no puede ver a Dios, pues moriría en el
acto, y Moisés sólo ve a Dios por atrás, Isaías sólo sus pies. Estas cosas son claramente
cifras, las cuales parecen mostrar lo asombrosamente indeterminado, inaprehensible, que
hay en lo que sin embargo es aprehensible. O Dios se aparece en el zarzal ardiendo, o en
el leve murmullo del viento a través de los árboles, y quién sabe de cuántas otras muchas
formas. Lo incomprensible de la divinidad, que no se capta realmente en ninguno de estos
modos, sino que en estas apariciones sigue estando a la vez oculta, se expresa ahora
nuevamente en el Antiguo Testamento en frases famosas, como: «yo soy el que soy», cifra
en la que Dios expresa que no sobra nada más, y, a su vez, para el hombre son de nuevo
muchas las cifras del nombre, y de los nombres de Dios. Este Dios se presenta, de hecho,
como persona, como legislador, como compañero de alianza, como guía providente de la
historia. Sus resoluciones se hacen patentes; pero lo que propiamente quiere decir con
estas resoluciones, nunca lo sabe el hombre creyente, sino que sólo en el instante concreto,
en la momentaneidad histórica, cree saber que es desertor o fiel, y puede tener confianza
en ello. A pesar de esa superioridad, la cifra del Dios personal tiene aquí, por todas partes,
el carácter de un Dios corpóreo, personal, que se detiene en cualquier parte, va y viene,
tiene su residencia, en el Sinaí o en el cielo. Sólo en esta forma corpórea ha ejercido de
hecho un extraordinario influjo a través de la historia de Occidente.

Si todavía es posible este influjo de la transcendencia, entonces la cuestión es si el Dios


personal, como se dice, sólo es una cifra. En un mundo en el que el pensamiento, el saber
de la realidad, ha adquirido una gran extensión, en un mundo en el que sencillamente no
hay por qué mantener la corporeidad para un hombre de saber, ¿hay que conservar todavía
está eficiencia del Dios personal en la cifra? o ¿desaparecerá? Considerado desde el punto
de vista de la filosofía, yo estaría convencido de que la pureza de la cifra es más verdadera
que la corporeidad, y de que la eficiencia sólo puede hacerse más decorosa si no está
engañada por la corporeidad de los horrores que amenazan inmediatamente o son
prometidos para un futuro posterior, por el infierno y quién sabe qué cosas más. Si la
transcendencia habla de una forma pura desde el lenguaje de las cifras, sin exigir una
corporeidad en este mundo, entonces el hombre llega a poseerse a sí mismo sin engaño.
En este caso, no confundirá la angustia de una desgracia que sobrevino en este mundo con
la angustia completamente diferente, angustia filosófica, metafísica, del descuido de la
realidad de la «existencia», del descuido de la capacidad de amar, etc.

Pues bien, como dije, Dios fue corpóreo a través de la historia, y hoy, o desde hace siglos,
quizás ya desde mucho antes, resulta que en muchos hombres o bien Dios desaparece o
bien la cifra y la plenitud de las cifras son, para el hombre finito, el medio de unión con la
inaprehensible, infinita transcendencia. Es posible que el Dios corpóreo, personal,
acompañe durante mucho tiempo, sin ser puesto en duda, la vida de un niño, lo que sólo
des pués, mirando hacia atrás, puede ser reconocido como maravillosa ingenuidad, como
maravilloso estado de seguridad; y un buen día el niño se plantea la cuestión de si este Dios
personal también existe realmente, y entonces, con esta duda, surge inmediatamente la
duda de la divini dad en general. La cifra de la personalidad, puesta en duda en tanto que
realidad, de ningún modo tiene necesariamente la consecuencia del poner-en-duda la
trascendencia. Pero este paso de la conciencia reflexiva que despierta en el niño quizás
conduzca a la desesperación, como si estuviese perdido algo inaudito, de lo que sin em
bargo depende todo; y así, puede que un niño grite a sus camaradas: «¡cómo es que
todavía vivís, si no hay Dios! ¡jugais sin pensar en absoluto!», y acto seguido juega él
mismo con ellos tanto más intensamente.
Repito: ¿queda en el aire la pregunta de si hay Dios, de si hay transcendencia, de sí todo lo
que los hombres hacen está en definitiva determinado en su esencialidad, de cómo se
relaciona la «existencia» humana con la transcendencia? ¿está esto unido al hecho de que
existe un Dios corpóreo personal y tenga que ser creído como realidad en el mundo, por así
decirlo? Si no existe Dios personal; si el callar significa que quizás no calle alguien que
también podría hablar y que hablará, y si este callar es inherente a la transcendencia en
general; si el hablar mediante las cifras sigue siendo necesariamente equívoco; si es verdad
que estas cifras hablan con suma seriedad, pero nunca son lo corpóreas y aprehensibles
que el hombre sensible finito, que todos nosotros quisiéramos que fueran para estar
seguros, entonces es esto el final de la fe en Dios o más bien, a la inversa, el comienzo de
la perfecta pureza de la fe en la transcendencia? De hecho constituye una pretensión
sumamente difícil, comparada con ese raro estado de seguridad, la pretensión de llegar
mediante la cifra de la personalidad de la divinidad a lo que en realidad es más que
personalidad, al fundamento de la perso nalidad, a aquello donde cesa nuestro
pensamiento, a aquello en dirección hacia lo cual pensamos, pero que nunca
aprehendemos como objeto. Si se cumple esta difi cil pretensión de renunciar a la
corporeidad, a la garantía que ofrece la evidencia de la revelación, y si se reemplaza por
otra más pura la relación «existencial» con el fundamento de aquello por lo que nos somos
regalados y podemos ser libres, entonces existe, o puede existir, una confianza que puede
prescindir de la corporeidad de la divi nidad personal y que, mediante las cifras, percibe
aquello de lo que depende; cifras éstas que dicho paradójica mente descubren, son
lenguaje de una realidad, pero que a la vez ocultan, porque su lenguaje es equívoco, por
que nuestro propio obrar libre todavía tiene que decidir, y, finalmente, porque llegamos a ser
realmente nosotros mismos, llegamos a ser personales, alcanzamos el rango de
posibilidades humanas, en la medida en que desarrollamos en la transcendencia nuestras
representaciones y cifras, las cuales, por así decirlo, nos hacen de golpe pertenecientes a
nosotros, nos hacen posibles en nuestro personal ser-nosotros-mismos y en nuestra
libertad. Basta con esto sobre la cifra del Dios personal.

Y ahora la última cifra: «Dios se ha hecho hombre». En la representación del Dios personal
Dios quedaba oculto, como fuere, en una gran variedad de imágenes. Pero cuando Dios se
hace hombre, cuando está encarnado en un hombre, como creyeron los indios, los griegos,
los cristianos, entonces la realidad de una personalidad humana, que es encarnación de
Dios, constituye la corporeidad de Dios mismo. Pues bien, la encarnación de Dios en Jesús
es ciertamente, como acabé de decir, un caso de una clase, pero en realidad, como cada
uno de los otros, es único en la historia, y tan radicalmente diferente en su unicidad, que se
tiene que formular lo siguiente: mediante la encarnación de Dios en Jesús, en la fe cristiana
no tiene lugar una encarnación cualquiera de un Dios, sino la encarnación del Dios uno.
Como Dios sólo es uno, también sólo tiene lugar una única encarnación, no repetida, como
ocurre en la India. Y, finalmente, la encarnación si no, una representación, extendida de
muchas formas, repetidas veces hecha real localmente, por así decirlo, mediante la
divinización de hombres- es aquí el hombre histórico real, este hombre uno, que existe
desde fuera por la tradición romana, no sólo por la bi- blica. Es, dicho con otras palabras,
enteramente hombre real y enteramente Dios, algo que no es deducido filosófi camente de
ninguna especulación o que antes no habría sido deducido filosóficamente y ahora no
habría acontecido realmente, sino algo que fue un acontecimiento re- pugnante, por así
decirlo, para los que creían en él, y para los que ahora ven lo que todos ven: Jesús fue
crucificado. El creyente ve que Dios fue crucificado, porque éste, en tanto que hombre, toma
sobre sí hasta el extremo un inmenso sufrimiento; y el creyente oye hablar del Cristo
que resucitó corporalmente, atestiguado por los que lo han visto, le han hablado e incluso
tocado. Para el creyente cristiano esto se acerca a una línea, a la realidad del Gólgota, de la
que no se puede dudar, y a la otra «realidad» de la resurrección, que todo no creyente tiene
que considerar sin más como no existente, puesto que esto no es posible en el ámbito de
las cosas finitas, del acontecer vivo.

El ansia de corporeidad que todos nosotros tenemos -en todos los hombres se halla algo
así: «qué magnífico si existiera Dios en persona! ¡Entonces todo estaría bien!», este ansia
de lo corpóreo está aquí, en parte, muy saciada: Dios ha existido en persona. Este ansia de
la corporeidad de Dios significa, a la vez, que el hombre propiamente ya no quiere ser
hombre; significa que quisiera desprenderse de la inmensidad que está puesta sobre él con
su libertad, con su riesgo y con su no-saber al recorrer su camino, al que no conoce hasta el
fin; significa que quisiera desprenderse de todo lo que le ha sido impuesto como hombre,
para poseer la corporeidad de la divinidad, la cual enseguida lo arregla todo. Yo digo que
esto se ha hecho manifiesto en la corporeidad de la encarnación mediante esta fe cristiana.

Así es la fe de los apóstoles y, en virtud del testimonio de éstos, la fe de los cristianos, que
han seguido a los apóstoles. Uno se pregunta si Jesús mismo tiene algo que ver con ello.
Esto es, en parte, asunto de una investigación histórica; pero la investigación histórica sigue
siendo a todas luces poco segura. Nunca se puede constatar definitivamente, sino que en la
investigación histórica nos van apareciendo imágenes de realidades que son probables. Y
en esta imagen de las realidades que son probables, Jesús nunca ha dicho que es hijo de
Dios, o incluso Dios. Esto se lo hace decir San Juan Evangelista, y no los sinópticos. El
hecho de que lo haya dicho no es muy claro, si lo comparamos con lo dicho y hecho en
otras ocasiones. Pero ahora no hablo de Jesús, de ese gran judio único, el último de los
profetas, para nosotros indispensable; ahora hablo de Cristo, del Cristo-fe. Esto tiene un
significado tan enorme, que siempre se teme juzgar de un modo demasiado simple y
presuroso. En vez de esto, sólo voy a mostrarles un único documento, que pertenece a
nuestra época, una declaración de Kierkegaard, que se halla de varias formas en él, y que
entresaco del pseudónimo H. H. Allí hace decir Kierkegaard: «<el mismo Jesús dijo que él
es Dios. Esto basta. Aquí, sea donde sea y sea del modo que sea, también tiene validez
absoluta. O lo uno o lo otro. O postrarse adorando o contribuir a matar- lo. O, en caso que
un hombre quiera pasar por Dios, ser un ser inhumano, en el que no hay nada de
humanidad, y que ni siquiera puede ser educado»>.

Por consiguiente, Kierkegaard ve tres posibilidades. Al examinarlas hablo, por así decirlo,
desde la fe filosófica, y no me dejo derribar por fórmulas como las que, a través de la
historia de la teología, casi nos derriban, como si fueran una marea entrante que se nos
sobrepone. Como acabo de insinuar, al filosofar se piensan cosas como ésta: Jesús nunca
ha dicho que él es Dios. Es San Juan el que se lo ha hecho decir. El hecho de que sea Dios
ha tenido su origen para nosotros en ese ansia de corporeidad, de liberación, que nosotros
respetamos, pero que, filosóficamente, no podemos apropiarnos, porque vemos que en
realidad esto les está negado a los hombres. El «o lo uno o lo otro» que Kierkegaard
plantea, la segunda posibilidad, no es evidentemente en Kierkegaard mismo una alterna tiva
absoluta, pues queda una tercera posibilidad: que el hombre sea-en palabras de
Kierkegaard- un ser inhumano. A quien, como nosotros, no está interesado en lo que
significa la fe en la encarnación en un cuerpo, se le habla como si fuese un ser inhumano.
Un ser inhumano es, en esta tercera posibilidad de Kierkegaard, quien partiendo de la razón
de la fe filosófica, quien fundado en esta razón, cree vivir o cree poder vivir de un modo
verdaderamente humano, vivir en la total inseguridad que producen las penas, las
dificultades y la magnificencia del hombre. Para este ser inhumano, quien diga ser Dios (lo
que Jesús no ha dicho) está loco, y no es precisamente motivo de indignación, sino objeto
de tratamiento psiquiátrico. Pero la segunda posibilidad que expuso Kier kegaard es una
posibilidad que causa miedo. Kierkegaard dice: «contribuir a matarlo». Aquí nos
preguntamos automáticamente: ¿no ha sido expuesta aquí por Kierkegaard una cifra de la
que hay que decir que expresa una de las fundamentales condiciones de la existencia
humana que causan miedo, a saber: el hecho de que constantemente estemos matando la
verdad; el hecho de que nos enmas caremos a nosotros mismos y a otros, y, con tanto
afanar nos, no sepamos, ignoremos totalmente dónde está la verdad, y nos sorprendamos a
nosotros mismos pensando cómo matarla una y otra vez? ¿no ha advertido aquí Kier
kegaard realmente (ésta es la pregunta que le hacemos) que en la historia, entre los judíos,
ha resucitado una vez un hombre que es la cifra misma la cifra de que la verdad perfecta,
cuando quiere imponerse en el mundo, es matada? Y ¿no ha advertido que todos nosotros
o bien admitimos o bien podemos admitir (en el sentido de Kierkegaard) cualquier cosa
opaca, no transparente para la mirada?

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