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La cuestión de Dios

1. Introducción
Es propio del hombre ser un buscador del Absoluto. Esa búsqueda constituye precisamente
una característica inequívoca de una vida verdaderamente humana. El hombre no se colma sin
buscar y preguntarse por los afanes de su vida, del sentido y finalidad de su vida y de su inserción
en el mundo, de su ser. “Mas ¿por qué pregunta el hombre? ¿Por qué tiene que buscar y preguntar,
por qué no está ya contento con lo que dicen y ofrecen las cosas de su contorno inmediato?
Evidentemente, porque percibe y sabe que las cosas no son portadoras de sí mismas, que no son ya
su sentido por sí mismas, sino que señalan más allá de sí mismas... el hombre vive la relatividad
interna, dependencia, limitación y carácter transitorio de todas las cosas y de la propia vida, y
pregunta, a través de ellas, por una razón absoluta, independiente, ilimitada, imperecedera de su ser
y sentido, razón que soporta y hace posible todo”
queriendo o sin querer, el hombre siempre busca el absoluto; lo expresó gráficamente Jaspers: “Si
suprimo algo que es absoluto para mí, automáticamente otro absoluto ocupa su puesto”
Se trata de un signo de la vida intelectual, que Kant consideraba como característica inevitable:
Dios es el concepto más difícilmente alcanzable, pero al mismo tiempo el más inevitable de la razón
especulativa humana. Y Hegel llegó a señalar que decir que no deba realizarse el recorrido del
mundo a Dios, de lo finito al Infinito, es decir que no se debe pensar. Tomás de Aquino señalaba
que conocer la verdad es lo que anima nuestra vida intelectual, ya que nos impulsa a conocer la
causa final de todos nuestros conocimientos: “El fin último del hombre y de toda sustancia
intelectual se llama felicidad o bienaventuranza; pues esto es lo que desea como fin último toda
sustancia intelectual, y lo desea por sí. En consecuencia, la bienaventuranza y felicidad última de
cualquier sustancia intelectual es conocer a Dios”. Esa búsqueda de Dios únicamente se aquietará
con su encuentro y posesión, a tenor de las conocidas palabras de S. Agustín: “Nos hiciste, Señor,
para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Tí”.
(Gonzalez, Angel Luis; Teologia Natural, EUNSA)

La primera gran pregunta que debe plantearse la filosofía sobre Dios es si existe, y si esta
respuesta es afirmativa entonces se pregunta ¿Qué es Dios? .
Frente al primer interrogante se plantea el problema acerca de si la filosofía puede responder
o no a esta pregunta; la respuesta condicionará la mirada del filósofo en el resto de la cuestión. Hay
dos posibles modos de contestar:

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- La filosofía no puede responder si Dios existe. En esta perspectiva se pueden encontrar dos
corrientes: el escepticismo -sostiene que el hombre no hay nada que pueda conocer con certeza- y
el agnosticismo -sobre la cuestión de Dios el hombre por vías racionales no puede afirmar ni negar
nada, decide quedarse en la duda-.
- La filosofía sí puede responder. Por un lado responde que Dios no existe, a esta postura se la
denomina ateísmo, o bien puede responder que Dios existe.

2. Algunas posturas ateas

2.1. Se pueden reconocer dos tipos de ateísmo:


- Ateísmo teórico: Se niega en una teoría o sistema la existencia de Dios.
- Ateísmo práctico: Teóricamente pueden afirmar la existencia de Dios, pero viven como si no
existiera.
Se encuentra el ateísmo teórico cuando importa saber si es verdad que existe o no existe Dios;
cuando la verdad deja de ser importante en la búsqueda del hombre aparece el ateísmo práctico.

Dentro del ateísmo teórico se reconoce también el ateísmo postulativo, el cual propone
como hipótesis la expresión “No hay Dios”, considerándola como punto de partida. Representa un
acto de fe, una voluntad que mueve a la inteligencia a aceptar algo, en este caso que Dios no existe.
Algunos referentes del ateísmo postulativo son Feuerbach, Nietzsche, Sartre y Freud.

2.2. Fragmento de El anticristo, F. Nietzsche

“¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de


poder, el poder mismo.
¿Qué es lo malo? Todo lo que proviene de la debilidad.
¿Qué es la felicidad? El sentimiento de lo que acrece el poder; el sentimiento de haber superado una
resistencia. No contento, sino mayor poderío; no paz en general, sino guerra; no virtud, sino
habilidad.
Los débiles y los fracasados deben perecer; ésta es la primera proposición de nuestro amor a los
hombres. Y hay que ayudarlos a perecer.

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¿Qué es lo más perjudicial que cualquier vicio? La acción compasiva hacia todos los fracasados y
los débiles: el cristianismo.
LA RELIGIÓN DE LA COMPASIÓN SE LLAMA CRISTIANISMO... La compasión dificulta en
gran medida la ley de la evolución, que es la ley de la selección. Conserva lo que está pronto a
perecer; combate a favor de los desheredados y de los condenados de la vida...
Preciso es decir aquí quienes son nuestros contrarios: los teólogos, y todo lo que tiene en su cuerpo
sangre de teólogo.
(…) Yo declaro la guerra a este instinto de teólogos; dondequiera encontremos sus huellas (…) Lo
que un teólogo siente como verdadero debe ser falso; en esto hay casi un criterio de verdad.
La crítica del concepto cristiano de Dios (…) Claro está que cuando un pueblo perece, cuando
siente desvanecerse definitivamente la fe en su porvenir, entonces su Dios también debe
transformarse. Entonces se hace astuto, miedoso, modesto, aconseja la paz del alma, el no odiar, la
indulgencia hasta el amor del amigo y del enemigo. (…) En otro tiempo, el Dios representaba un
pueblo, la fuerza de un pueblo, todo lo que de agresivo y de sediento de poderío anidaba en el alma
de un pueblo: ahora es simplemente el buen Dios...
En realidad para los dioses no hay otra disyuntiva: o son la voluntad de poderío, y entonces serán
los Dioses de un pueblo, o son la incapacidad de poderío, y entonces se hacen necesariamente
buenos.”

2.3. Reportaje a J. P. Sartre

“Ya he contado en Las palabras cómo me gustaba jugar con cerillas y cómo provoqué un incendio,
modesto, por cierto. Él en efecto, me miraba de vez en cuando, yo imaginaba que su mirada me
envolvía... Y un buen día, hacia los doce años, en La Rochelle, donde mis padres habían alquilado
un chalé en las afueras de la ciudad, yo tomaba el tranvía por la mañana con mis vecinas, que iban
al instituto femenino. Eran tres brasileñas, las pequeñas Machado, y me paseaba delante de su casa
esperando que estuvieran listas, es decir unos minutos. Y no sé de dónde me vino este pensamiento,
ni cómo me llamó la atención; de repente me dije: ¡Pero si Dios no existe!”

El existencialismo es un humanismo, Sartre

“Dostoievsky escribe: «Si Dios no existiera, todo estaría permitido». Este es el punto de partida del
existencialismo. En efecto, todo está permitido si Dios no existe y en consecuencia el hombre está

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abandonado, porque no encuentra ni en sí ni fuera de sí una posibilidad de aferrarse. (…) No hay
determinismos, el hombre es libre, el hombre es libertad. Si, por otra parte, Dios no existe, no
encontramos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así no tenemos ni
detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas.
Estamos solos sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre”.

2.4. Fragmento de El porvenir de una ilusión, Freud

(La idea de Dios) “un super-hombre idealizado (…) es tan claramente infantil y tan extraña a la
realidad que es doloroso pensar que la gran mayoría de los mortales nunca superarán esta visión de
la vida (…) nos decimos que sería muy bello que hubiera un dios creador del mundo y providencia
bondadosa, un orden moral universal y una vida de ultratumba; pero encontramos harto singular que
todo suceda así tan a medida de nuestros deseos (…). Las ideas religiosas, que nos son presentadas
como dogmas, son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la
Humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de estos deseos”.

3. Demostraciones de la existencia de Dios

Hombre soy: de breve duración


y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
soy también escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.
Octavio Paz.

3.1. Prueba “a priori”: El argumento ontológico de San Anselmo

Por lo tanto, Señor, tú que das el entendimiento a la fe, concédeme el comprender, en cuanto lo
creas de provecho, que tú existes, como creemos, y eres eso que creemos. Y en verdad creemos que
tú eres un ente tal, que nada mayor puede ser concebido.

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¿O es que una naturaleza así no ha de existir porque: “dijo el necio en su corazón: No hay Dios”?
Pero ciertamente el necio mismo, cuando oye esto mismo que yo digo: “un ente tal, que nada
mayor puede ser concebido”, entiende lo que escucha y eso que entiende está en su inteligencia, aún
cuando no entienda que eso existe. Puesto que tener una cosa en la inteligencia es muy distinto que
entender que esa cosa existe.
Ya que cuando el pintor piensa de antemano en lo que pintará, lo tiene ciertamente en su
inteligencia, pero no piensa que existe lo que aún no ha hecho. Mas cuando ya lo pintó, no sólo lo
tiene en su inteligencia sino que también entiende que existe lo que ya hizo.
Luego pues, hasta el necio mismo debe convenir que en la inteligencia hay “un ente tal, que nada
mayor puede concebirse”, porque cuando oye esto lo entiende, y todo lo que se entiende está en la
inteligencia.
Pero en verdad ese ente de tal magnitud que nada mayor puede concebirse, no puede estar en la
sola inteligencia. En efecto: si está en la sola inteligencia, puede pensarse que está también en la
realidad, lo que es mayor. Por lo tanto, si ese ente tal que nada mayor puede concebirse está en la
sola inteligencia, esto mismo que nada mayor puede ser concebido es tal, que algo mayor que él
puede ser concebido, pero ello es imposible. En consecuencia, tanto en la inteligencia como en la
realidad, existe, a no dudarlo, un ente tal que nada mayor puede ser concebido. (Cap. II Que Dios
existe de Verdad - Proslogion)

3.2. Pruebas “a posteriori”:

3.2.1. LO QUE SE DESPRENDE DE LA CONTINGENCIA - Ayllón

Pero lo que ahora nos interesa es saber si la afirmación «Dios existe» puede tener la solidez de una
conclusión científicamente demostrada. Quizá la primera pregunta filosófica sea ¿por qué el ser, y
no la nada? Parece evidente que si en algún momento del pasado no hubo nada, ahora tampoco
habría nada, y tampoco lo habría en el futuro, pues de la nada no se obtiene nada. Por consiguiente,
podemos asegurar que siempre ha existido algo.
Por otra parte, de los seres que existen no conocemos ninguno que se haya dado la existencia a sí
mismo; todos, tanto los vivos como los inertes, son eslabones de una larga cadena de causa y
efectos. Pero esa cadena ha de depender de una primera causa, pues pretender que un número
infinito de causas pudiera dispensamos de encontrar una primera, sería lo mismo que afirmar que un
pincel puede pintar por sí solo con tal de tener un mango muy largo.

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Algo parecido contestó aquel conferenciante hindú que explicaba el Universo como una inmensa
superficie sostenida sobre cuatro elefantes. Le preguntaron dónde se apoyaban los elefantes, y
contestó que cada uno lo hacía sobre otros cuatro. Como el auditorio no quedó satisfecho, surgió de
nuevo la misma pregunta: dónde se apoyaban los dieciséis elefantes del segundo piso. El sabio
hindú, decidido a zanjar la cuestión, dio una respuesta contundente: «todo lo que hay debajo del
Universo son elefantes».
Lo cierto es que el Universo que nosotros conocemos -con elefantes o sin ellos- está integrado por
un conjunto de seres que reciben la existencia y la conservan durante un tiempo. Seres que durante
mucho tiempo no existieron, y que en un momento han dejado o dejarán de existir: son
contingentes. Pero si este Universo nuestro no se da a sí mismo la existencia, debe haber algo más.
Las tuberías contienen agua a condición de haberla recibido. Detrás del más complejo sistema de
tuberías debe haber algo que no sea tubería: un depósito que contenga el agua por derecho propio.
Pues bien, detrás de todo el complejo Universo de seres contingentes debe haber un ser que exista
por derecho propio y comunique a los demás la existencia.
El problema no se resuelve, como vimos, con un número infinito de seres, de igual forma que unas
tuberías de longitud infinita no explicarían la existencia del agua que corre en su interior. Y si
dijéramos que los seres simplemente existen y que no hay nada más que hablar sobre ello, entonces
estaríamos diciendo -como señaló Hegel- que no se debe pensar.
Pensar significa apreciar que nada en el Universo es mudo, que todo alza la voz de la contingencia,
que todas las cosas proclaman su origen con el rumor confuso expresado en ese verso insuperable:
«un no sé qué que quedan balbuciendo».
Por tanto, cuando la razón se pregunta quién es Dios, encuentra una respuesta obligada: Dios es la
causa de todo lo que es, la Causa Primera. «Se lo pregunté a la Tierra, y me dijo: "no, no soy yo"; y
todas las demás cosas de la Tierra me dijeron lo mismo. Pregunté al mar y a sus abismos y/ a sus
veloces reptiles, y me dijeron: "No, no somos tu Dios; búscale más arriba." Pregunté a la brisa y al
aire que respiramos y a los moradores del espacio, y el aire me dijo: "Anaxímenes se equivocó: yo
no soy tu Dios." Pregunté en el cielo al sol, a la luna y a las estrellas, y me respondieron: "No,
tampoco somos nosotros el Dios que buscas." Dije entonces a todas estas cosas que están fuera de
mí: "Aunque vosotras no seáis Dios, decidme al menos algo de Él, decidme algo de mi Dios." Y
todas dijeron a grandes voces: "¡Él nos hizo!"». (San Agustín, Confesiones).
Es importante saber si la primera causa es algo o alguien. Si es capaz de conocer y querer, entonces
nuestro Universo puede considerarse como algo concebido, querido y puesto en la existencia. Por el
contrario, si el primer ser es irracional y ciego, entonces el Universo ha sido producido a

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trompicones sin sentido. Sin embargo, la realidad que vemos es tan increíblemente compleja y
ordenada, que sólo parece haber sido capaz de causada una mente inmensamente superior a la
humana. La cooperación inconsciente de los seres materiales en la producción de un sistema
cósmico estable no parece posible sin un ser inteligente que coordine el conjunto. En vista de ello,
«nadie debe ser tan arrogante como para admitir la presencia en sí mismo de la razón y de la
inteligencia, y negada en el cielo y en el mundo; o como para sostener que un Universo cuya
complejidad casi supera el alcance de la más aguda razón no responde en su movimiento a ningún
impulso racional» (Cicerón).
Se hace necesaria una precisión. Cuando hablamos de primera causa no sólo nos referimos a la
prioridad temporal, sino también a la prioridad más radical: la ontológica. La causa primera es el
ser. Los demás seres no son el ser, sino que lo tienen prestado, recibido de ella, y lo mantienen
gracias a ella. La causa primera es la que en este mismo instante sostiene en la existencia a todos y
cada uno de los seres que forman el cosmos, de manera semejante a como la actividad de la pluma
que escribe estas palabras depende aquí y ahora de la actividad de mi mano, que a su vez depende
aquí y ahora de mi voluntad.
Podemos concluir que esta argumentación es racionalmente válida para el que admita el problema
que plantean los seres contingentes. Para el que no lo admita, bastará hacerle ver que también si uno
rehúsa jugar al ajedrez es imposible que le ganen. O lo que decía Pascal: «para el que no quiere
abrir los ojos, toda la luz del sol es poca». Lo explica Sheed con un ejemplo sugestivo: «Si vemos
una americana colgada de una pared y no nos damos cuenta de que está sostenida por un clavo, no
vivimos en el mundo real, sino en un mundo fantástico que nosotros mismos hemos forjado, en el
cual las americanas desafían las leyes de la gravedad y cuelgan de las paredes por su propio poder.
De manera semejante, si vemos las cosas que existen y no vemos que Dios las sostiene en su
existencia, vivimos igualmente en un mundo fantástico, no en el mundo real. Ver a Dios en todas
partes y todas las cosas sostenidas por Él no es algo propio de santos, sino simplemente de hombres
sensatos, porque Dios está en todas partes, y todas las cosas están sostenidas por Él. Lo que
nosotros hagamos como consecuencia de esta verdad puede ser santidad; el verlo es simplemente
sensatez, y nada más.»
Muchos filósofos han visto en la contingencia una debilidad existencial que necesita el fundamento
sólido de un Ser Supremo. Y muchos han visto en ese Ser Necesario no simplemente la conclusión
de un razonamiento, sino algo más: el Ser máximamente perfecto y máximamente amable. Así lo
entendieron los grandes filósofos medievales, influenciados por la teología cristiana. Pero no sólo
ellos. Leibniz, exponente máximo del racionalismo, descubridor del frío y decisivo cálculo

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infinitesimal, al hablar del Ser Necesario asegura que «Dios quiere hacer a los hombres
perfectamente felices, y para ello sólo quiere que le amen». y todavía agrega que «sólo Dios puede
hacer felices o desdichadas a las almas; ni nuestro sentido ni nuestro espíritu han gustado nunca
nada que se aproxime a la felicidad que Dios prepara a los que le aman». Y añade algo que, en boca
de un científico, resulta extraordinario: «no hay nada más perfecto que Dios, ni nada más
encantador».

3.2.2. Santo Tomás de Aquino


Por: P. Miguel Ángel Fuentes | Fuente: Catholic.net

La existencia de Dios no pertenece “necesariamente” a la fe. A esta verdad puede acceder el hombre
mediante su razón. Esto no quita que también esta verdad esté revelada (la encontramos en la
Sagrada Escritura).
Por este motivo, el Concilio Vaticano I (1869-1870), definió contra el fideísmo y el agnosticismo la
posibilidad universal de conocer a Dios, por medio de la sola razón natural (de aquí que esta verdad
sea enumerada entre los “preámbulos de la fe”). De todos modos, como no todos los hombres llegan
a este conocimiento por su razón (a causa de la debilidad que ha dejado en nuestra inteligencia el
pecado original) hay una “necesidad moral” de que esta verdad sea revelada por Dios, para que
lleguen a la misma todos los hombres, prontamente y sin mezcla de error.

Las pruebas más tradicionales para demostrar la existencia de Dios son estas cinco vías expuestas
de modo magistral por Santo Tomás de Aquino (“Suma Teológica”, Prima pars, cuestión 2, artículo
3). Son éstas pruebas propiamente metafísicas. Estas vías son cinco argumentos a posteriori (a partir
de las cosas más conocidas por el hombre) que demuestran la existencia de Dios; así, por ejemplo:

Primera Vía
La primera es la vía del movimiento: la realidad del cambio o del movimiento (en sentido
aristotélico) exige necesariamente la existencia de un primer motor inmóvil, porque no es posible
fundarse en una serie infinita de iniciadores del movimiento.
Segunda Vía
La segunda es la vía de las causas eficientes: puesto que las causas eficientes forman una sucesión y
nada es causa eficiente de sí mismo, hay que afirmar la existencia de una primera causa.

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Tercera Vía
La tercera es la vía de la contingencia y del ser necesario: como es un hecho que hay seres que
existen y que podrían no existir, esto es, que son contingentes, es forzoso que exista un ser
necesario, ya que, de otra forma, lo posible no sería más que posible.
Cuarta Vía
La cuarta es la vía de los grados de perfección: puesto que todas las cosas existen según grados (de
bondad, verdad, etc.), debe también existir el ser que posee toda perfección en grado sumo, respecto
del cual las demás se comparan y del cual participan.
Quinta Vía
La quinta es la vía teleológica o del orden y la finalidad: existe un diseño o un fin en el mundo, por
lo que ha de existir un ser inteligente que haya pretendido la finalidad que se observa en todo el
universo.

Existen otras vías a las que mejor corresponde llamar “argumentos complementarios”. Estas son:

1) La demostración por el consentimiento universal del género humano: todos los pueblos, cultos o
bárbaros, en todas las zonas y en todos los tiempos, han admitido la existencia de un Ser supremo.
Ahora bien, como es imposible que todos se hayan equivocado acerca de una verdad tan importante
y tan contraria a las pasiones, debemos exclamar con la humanidad entera: ¡Creo en Dios!
2) Por el deseo natural de la perfecta felicidad: consta con toda certeza que el corazón humano
apetece la plena y perfecta felicidad con un deseo natural e innato; consta también con certeza que
un deseo propiamente natural e innato no puede ser vano, o sea, no puede recaer sobre un objetivo o
finalidad inexistente o de imposible adquisición; y consta, finalmente, que el corazón humano no
puede encontrar su perfecta felicidad más que en la posesión de un Bien Infinito. Por tanto, existe el
Bien Infinito al que llamamos Dios.

3) Por la existencia de la ley moral: existe una ley moral, absoluta, universal, inmutable, que
prescribe el bien, prohibe el mal y domina en la conciencia de todos los hombres. Ahora bien, no
puede haber ley sin legislador, como no puede haber efecto sin causa. Este legislador ha de ser, al
igual que esa ley, absoluto, universal, inmutable, bueno y enemigo del mal. Esto es lo que
denominamos Dios.

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4) Por la existencia de los milagros: el milagro es, por definición, un hecho sorprendente que es
realizado a pesar de las leyes de la naturaleza, ya sea suspendiéndolas o anulándolas en un momento
dado. Ahora bien, es evidente que sólo aquel que domine y tenga poder absoluto sobre estas leyes
puede suspenderlas o anularlas a su arbitrio. Por tanto, existe un Ser supremo que tiene ese poder
soberano.

Es evidente que no he hecho más que exponer el núcleo central de todos estos argumentos. Para
entenderlos bien y ver su fuerza probativa, es necesario estudiarlos en profundidad y con los textos
completos. Estos textos puede Usted encontrarlos en:

-Santo Tomás, Suma Teológica, Primera parte, cuestión 2, artículo 3 (conviene leer también algún
comentario; por ejemplo, R. Garrigou-Lagrange, “Dios, su existencia y su naturaleza”, Ed. Palabra,
Madrid).
-Santo Tomás, Suma Contra Gentiles, libro I, capítulo 13.

De modo resumido y muy claro para quien no tiene mucha formación filosófica puede encontrarlo
en el libro clásico de Hillaire, “La religión demostrada” (Barcelona 1955; hay numerosas
ediciones); o: Antonio Royo Marín, “Dios y su obra” (Ed. BAC, Madrid 1963).

Estos argumentos, sin embargo, sólo nos llevan a conocer la existencia de Dios. Pero la naturaleza
misma de Dios, su misterio íntimo, sólo es alcanzado por revelación del mismo Dios. Jesucristo es
el revelador del Padre, es decir, del misterio íntimo de la Santísima Trinidad. Y esto sólo se alcanza
recibiendo la fe, la cual nos viene por medio de la Iglesia fundada por Cristo.

3.3. La apuesta: Blaise Pascal

“Los hombres desprecian la religión; le tienen odio, y miedo de que sea verdad. Para curar esto es
preciso comenzar por probar que la religión no es nada contraria a la razón; venerable, darla a
respetar; volverla en seguida amable, hacer desear a los buenos que sea verdadera, y después
demostrar que es verdadera”

“Hace siglos, Pascal argumentó que, en un mundo como el nuestro -suficientemente ambiguo como
para permitir que, sobre la base exclusiva de razonamientos teóricos y de las pruebas disponibles,

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uno crea que Dios existe o que no existe -, deberíamos introducir en nuestro pensamiento otra línea
de razonamiento práctico. Así, deberíamos preguntarnos qué ganamos y qué perdemos en cada uno
de los casos. Si creemos que Dios no existe y vivimos en coherencia con ello, como ateos, y resulta
que tenemos razón, sólo ganaremos los pocos placeres finitos de este mundo que estarían prohibidos
al creyente al par que una verdad que, de otro modo, se nos habría escapado. Ahora bien, si somos
ateos y estamos en un error, al morir descubriremos que nos hemos alineado, en la vida que hemos
llevado en la Tierra, con una forma de vivir que ha disminuido y quizá incluso aniquilado todas las
cualidades espirituales que pudiéramos haber poseído y que nos habrían permitido gozar de una
eterna relación de dicha con nuestro Creador. Presumiblemente, lo que aquí perderíamos sería un
bien infinito.
Si, por el contrario, creemos que existe un Dios y vivimos de acuerdo con esta creencia, del mejor
modo posible, prescindiendo de los pocos placeres que puedan resultar incompatibles con nuestras
convicciones, pero no por ello dejando de cultivar otros placeres ni de disfrutar cualquier otra
posibilidad desde una perspectiva más profunda y amplia, y se comprueba que estábamos en la
verdad, nos habremos situado en una buena posición para el infinito beneficio del gozo eterno en la
presencia y el cobijo de Dios. Si lo que ocurre es que creemos en Dios y estamos en un error,
habremos perdido placeres terrenales que de otro modo pudiéramos haber experimentado, pero aun
así podemos vivir una vida plena y pródiga en virtudes, paz, alegría y amor, en compañía de otras
personas que, de una forma similar, busquen elevarse a la altura de sus aspiraciones espirituales más
nobles.
Por resumir esta línea de pensamiento: el ateísmo comporta la posibilidad de un beneficio menor y
finito, si está en lo cierto, o de una pérdida terrible e infinita, si está en un error. El teísmo acarrea
consigo la posibilidad de un beneficio maravilloso e infinito, si está en lo cierto, o de una pérdida
menor y finita si está en un error. Si asumimos que una persona racional busca evitar las peores
pérdidas posibles y maximizar sus oportunidades de obtener el mayor beneficio posible, compatible
con las pruebas conocidas, Pascal concluyó que una persona racional debería apostar su vida por
Dios.”
(Fragmento de Dios, el Diablo y Matt Murdock, de Tom Morris)

3.4. La conciencia moral como conciencia religiosa: Cardenal Newman

La conciencia, raíz de la religión natural


Ahora bien, en primer lugar, es obvio que la conciencia es el principio y el refrendo esencial de la

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religión en la mente humana. La conciencia implica una relación entre el alma y un “algo” exterior;
“algo”, además, superior a ella. Por esta relación, queda supeditada a una bondad superior que ella
no posee, y a un tribunal sobre el que ella no tiene poder. … Tenemos, aquí, pues, de inmediato, los
elementos de un sistema religioso; pues ¿qué es la religión sino el sistema de relaciones entre
nosotros y un Poder Supremo que exige nuestra obediencia?; “el bienaventurado y único
Soberano…, el único que posee la inmortalidad, y habita una luz inaccesible, a quien ningún
hombre ha visto ni puede ver (1 Tim 6, 15 y 16).

Se obedece a la conciencia por fe


Más aún, puesto que la ley interior de la conciencia no lleva consigo ninguna demostración de su
verdad, y manda que se la atienda por su propia autoridad, toda obediencia a ella tiene la naturaleza
de fe…

La conciencia es religiosa antes que moral


De esta forma la conciencia es siempre la confirmación de la religión natural; y, cuando se la cultiva
y perfecciona, es también la norma de la moral. Pero aquí hay una diferencia: en sí, es
esencialmente religiosa…
(Card. J.H. Newman, Sermones Universitarios)

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