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Traición cósmica
Por R.C. Sproul — 6 febrero, 2019
Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie «La mortificación del pecado«,
publicada por la Tabletalk Magazine.
Debido a que es la ley de Dios la que define la naturaleza del pecado, quedamos expuestos a
las terribles consecuencias de nuestra desobediencia a esa ley.
Sin embargo, para tener una visión completa del pecado, tenemos que entender que se trata
de algo más que una negación del bien, o algo más que una simple falta de virtud. Podemos
inclinarnos a pensar que el pecado, si se define exclusivamente en términos negativos, es
simplemente una ilusión. Pero los estragos del pecado apuntan dramáticamente a la realidad
de su poder, la cual nunca puede ser explicada por medio de apelaciones a la ilusión. Los
reformadores añadieron a la idea de privatio la noción de realidad o actividad, de modo que el
mal se ve en la frase «privatio actuosa«. Esto enfatiza el carácter activo del pecado. En el
catecismo, el pecado se define no sólo como una falta de conformidad, sino como un acto de
transgresión, una acción que implica una violación de una norma.
Para comprender el significado del pecado, no podemos definirlo aparte de su relación con la
ley. Es la ley de Dios la que determina lo que es el pecado. En el Nuevo Testamento, el apóstol
Pablo, particularmente en Romanos, elabora el punto de que hay una relación inseparable
entre el pecado y la muerte y entre el pecado y la ley. La fórmula simple es esta: No pecado
equivale a no muerte. No ley equivale a no pecado. El apóstol argumenta que donde no hay
ley, no hay pecado, y donde no hay pecado, no hay muerte. Esto se basa en la premisa de que
la muerte invade la experiencia humana como un acto de juicio divino por el pecado. Es el alma
que peca la que muere. Sin embargo, sin ley no puede haber pecado. La muerte no puede
entrar en la experiencia humana hasta que primero la ley de Dios sea revelada. Es por esta
razón que el apóstol argumenta que la ley moral estaba en efecto antes de que Dios le diera a
Israel el código mosaico. El argumento se basa en la premisa de que la muerte estaba en el
mundo antes del Sinaí, que la muerte reinó desde Adán hasta Moisés. Esto solo puede
significar que la ley moral de Dios fue dada a Sus criaturas mucho antes de que las tablas de
piedra fueran entregadas a la nación de Israel.
La única justicia que cumple con los requisitos de la Ley es la justicia de Cristo. Es solo por
medio de la imputación de esa justicia que el pecador puede poseer la justicia de la Ley. Esto
es crítico para nuestro entendimiento en este día donde la imputación de la justicia de Cristo
está siendo fuertemente atacada. Si abandonamos la noción de la justicia de Cristo, no
tenemos esperanza, porque la Ley nunca es negociada por Dios. Mientras la Ley exista,
estamos expuestos a su juicio a menos que nuestro pecado esté cubierto por la justicia de la
Ley. La única cobertura que podemos tener de esa justicia es la que nos viene de la obediencia
activa de Cristo, quien cumplió por Sí mismo cada jota y cada tilde de la Ley. Su cumplimiento
de la ley en Sí mismo es una actividad vicaria por la cual Él alcanza la recompensa que viene
con tal obediencia. No lo hace para Sí mismo, sino para Su pueblo. Es el marco de esta justicia
imputada, este rescate de la condenación de la Ley, esta salvación de los estragos del pecado
que viene a ser el escenario para la santificación del cristiano, en el que debemos mortificar el
pecado que permanece en nosotros, ya que Cristo murió por nuestros pecados.
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