Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Fuente: https://www.unicef.org/spanish/crc/index_30177.html
Protección de los derechos de niñas, niños y adolescentes (Baliero de
Burundarena, Angeles,Cevasco, Ana,Lucero, Victoria, Pierri Alfonsín, Milagros)
Existe una generalizada aceptación de que los niños, niñas y adolescentes son
las personas más vulnerables en relación a las afectaciones de los derechos
humanos y que por ello requieren de protección específica.
En forma clara, la ley 26.061 –siguiendo los lineamientos generales que impone
la CDN– se inscribe en un modelo diferente al recientemente explicado, y se
constituye en un instrumento jurídico teñido de derecho constitucional que innova
sobre el sentido y alcance de la intervención estatal, que exige una forma de
actuar distinta en el campo de la niñez y adolescencia. Esto refiere tanto a los
contenidos de las políticas, servicios y programas estatales cuyos destinatarios
son los niños, niñas y adolescentes y su grupo familiar, como a las atribuciones,
responsabilidades y relaciones entre los distintos actores estatales –Poder
Administrativo y Poder Judicial principalmente y Poder Legislativo–, y no
gubernamentales habilitados para garantizar su bienestar y la protección de sus
derechos.
El artículo 26, CCyC, dispone: Ejercicio de los derechos por la persona menor
de edad. La persona menor de edad ejerce sus derechos a través de sus
representantes legales. No obstante, la que cuenta con edad y grado de madurez
suficiente puede ejercer por sí los actos que le son permitidos por el
ordenamiento jurídico … Se presume que “el adolescente entre trece y dieciséis
años tiene aptitud para decidir por sí respecto de aquellos tratamientos que no
resultan invasivos, ni comprometen su estado de salud o provocan un riesgo
grave en su vida o integridad física. Si se trata de tratamientos invasivos que
comprometen su estado de salud o está en riesgo la integridad o la vida, el
adolescente debe prestar su consentimiento con la asistencia de sus
progenitores; el conflicto entre ambos se resuelve teniendo en cuenta su interés
superior, sobre la base de la opinión médica respecto de las consecuencias de
la realización o no del acto médico. A partir de los dieciséis años el adolescente
es considerado como un adulto para las decisiones atinentes al cuidado de su
propio cuerpo”. Esta norma debe complementarse con el artículo 59 del mismo
cuerpo legal –vinculada al consentimiento informado– pues de esta última se
desprende que no se requiere de capacidad jurídica para tomar este tipo de
decisiones, sino de “aptitud” o “competencia”. Ambas normas, analizadas desde
el punto de vista de los niños y adolescentes, resultan claras expresiones del
principio de autonomía progresiva, que implica la asunción por los niños, niñas y
adolescentes de diversas funciones decisorias según su grado de desarrollo y
madurez.
Un serio dilema se suele presentar en los casos en que la vida del niño corre
riesgos que pueden ser superados eventualmente con la implementación de
determinada terapéutica, pero los padres o tutores no dan su conformidad y se
niegan a que se lleve a cabo la práctica. En este caso la oposición puede ser
levantada con la pertinente autorización judicial. La vida del hijo debe ser cuidada
como obligación primordial derivada de la responsabilidad parental, pues es uno
de los deberes básicos que ésta impone a los progenitores. Este criterio es el
que ha prevalecido en la jurisprudencia argentina en los fallos dictados con
motivo de la oposición de los padres –testigos de Jehová– a dar autorización
para transfundir a sus hijos menores de edad. Al respecto, se ha sostenido que
ante la inmediata situación de riesgo, los representantes no pueden poner en
peligro la vida del niño por un sentido religioso que el paciente no está en
condiciones de discernir. La disposición o sacrificio del derecho de vivir frente al
encuentro de dos situaciones espirituales, no es ejercible por el representante,
más aún si se considera que las creencias teológicas del padre no se transmiten
al hijo sin comprensión ni madurez para seguirlas. Sin embargo, no debe
perderse de vista la posibilidad de la autoridad judicial de decidir de otro modo si
el menor hubiere abrazado la convicción religiosa de sus padres y por su edad,
grado de discernimiento y madurez, está en condiciones de expresarse por la
negativa. Siempre, claro está, que se hubiere comprobado la libertad de la
decisión y la ausencia de presiones familiares por medios técnicos y objetivos –
v.gr. un peritaje psicológico–.