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CÓMO MANEJAMOS LOS DESENCUENTROS

SOCIALES

Inmaculada León
Profesora de Motivación y Emoción

Casi siempre, por no decir siempre, cuando las otras personas no responden
a nuestras expectativas, o no nos corresponden en la misma medida, nos
sentimos frustrados, desatendidos. Solemos vivir con ansiedad el que los
otros no entiendan o satisfagan nuestras necesidades. Ello nos hace sufrir,
nos descoloca sobre cómo recuperar nuestra posición en esa relación

Por otra parte, en esta sociedad se nos enseña que no hay que sufrir, que el dolor es malo, que
estamos aquí para ser felices, y que debemos alejarnos de lo que nos hace sufrir. Sin embargo,
la vida tiene su cuota de dolor, y hay que aceptarla como algo natural. Es el precio que
tenemos que admitir por tener a los otros como compañeros de viaje. No aceptarlo sí que es la
primera causa de que seamos infelices.

Pero el dolor social, además de aprender a integrarlo porque forma parte de la vida, también
nos enseña sobre nosotros, casi siempre sobre lo saludable o no de nuestros apegos. Es una
invitación a revisarnos, a cuestionarnos lo adecuado o no de los modelos que guían nuestras
interacciones sociales

Normalmente ese aviso doloroso, confuso e indeseable, que agita nuestro interior, cuando
tenemos un desencuentro con otra persona, con frecuencia se transmite a nuestra conducta. Es
conocido en Psicología lo de que “la frustración produce agresividad”. A menudo el dolor lo
resolvemos desquitándonos de alguna forma, quitándonos la responsabilidad o culpando a la
otra persona. O si la relación no nos permite mostrar ese enfado, o no nos atrevemos a
desarmonizar, la otra posible reacción es la indefensión, la tristeza o la inseguridad personal.

Una buena manera de empezar, es tratar de identificar en ese desencuentro, cuál es la cuota
del problema que es de la otra parte, pero también cuál es la fracción que es nuestra. Qué
tengo yo que resolver de mí que no está siendo efectivo en este intercambio.

Si fuéramos capaces, tras vivir desencuentros recurrentes con una persona, o cuando
replicamos un modelo inadecuado de manera habitual, de hacer que nuestra racionalidad
tomara el control para analizar más objetivamente la situación, probablemente acortaríamos el
camino del sufrimiento. Este sufrimiento a veces se ocasiona por las premisas de las que
partimos, que pueden encajar en alguno de los modelos siguientes:
Yo siempre espero que las personas que quiero me traten como yo a ellas. Yo intento
esforzarme porque sean felices, porque se sientan atendidas, queridas, por evitarles cualquier
sufrimiento. Me frustra, me enfada, me decepciona, que esas personas no tengan la misma
actitud hacia mí.

Sin embargo, el que nosotros nos esforcemos o nos entreguemos no es vinculante para que los
demás tengan que hacer lo mismo. A veces nos entregamos, no por nuestra generosidad o por
nuestra esmerada ética en las relaciones, sino porque tenemos la necesidad de vincularnos a la
otra persona y vincularla a su vez a nosotros. Pero ese deseo de dar, de poner a la otra persona
en nuestros planes, no nos da derecho a pedir lo mismo. Lo que ocurre normalmente en estas
situaciones es que tomamos nuestra necesidad de dar, nuestros deseos de recibir, o la
aplicación de una norma implícita de reciprocidad, como el referente que también debe guiar
las conductas del otro.

Ese estilo de pensamiento lo vemos en frases como: “si yo nunca le hago eso por qué me lo
hace?”, o “si yo siempre lo/la tengo en cuenta en mis decisiones, en mis planes por qué el/ella
no lo hace?”, ¿Si yo me sacrifico para hacerla/lo feliz y no causarle sufrimiento, por qué
ella/él no lo hace?”. Pero en respuesta a eso hay una frase que también nos dice: “hay
personas que causan y se causan mucho sufrimiento porque no aceptan un dolor”. Pocas veces
aceptamos con autorresponsabilidad el hecho de que los otros puede que no tengan los
mismos deseos, las mismas necesidades, o las mismas auto exigencias que nosotros.

En definitiva, nos hacemos sufrir porque nos negamos a aceptar que la otra parte no hace lo
que nosotros hacemos por él. Pero es probable que no lo sienta de la misma manera, y no es
culpable por eso. No aceptar que esta puede ser la realidad, llega a convertirse en fuente de
dolor y sufrimiento. Dicho de otro modo, en lugar de juzgar, frustrarnos, y tratar de cambiar
los comportamientos del otro, ¿quizás sería más productivo aceptar que eso es así y trabajar
en nosotros lo que choca con esa realidad?

Una manera de empezar a trabajar nuestro problema con ese apego inadecuado por alguien, es
ir acomodando lo que damos, a lo que la realidad nos devuelve. Cambiar a un modelo más
flexible de intercambio quizás nos ayude a ser menos exigentes. Podemos hacernos más
conscientes de nuestras aspiraciones de controlar a los otros, de que se ajusten a lo que
esperamos de ellos, porque eso nos permite sentirnos más significativos. Siempre será una
interesante cura de humildad para nuestro ego aceptar ese reto. Nuestra madurez interpersonal
va a ganar mucho si trabajamos en hacernos conscientes de lo que quiere dar la otra persona, o
quizás de lo que es capaz de dar, contando con su personalidad o con su coyuntura de vida.

Si trabajamos en nosotros la parte que nos toca en ese desencaje, en lugar de insistir en
cambiar al otro, probablemente tendremos más oportunidades de llevar a buen fin los
desencuentros. En resumen: rebajar nuestra implicación y nuestro ego ajustando nuestras
expectativas sobre los otros a parámetros más realistas nos va a allanar el camino para no vivir
en la frustración.

Pero alguien puede preguntarse, ¿y por qué tengo que ser yo la/el que cambie mis valores, mis
expectativas? La respuesta es “porque uno no está bien en esa relación”. Y la otra pregunta es
¿Por qué el otro tiene que comportarse así? Esta segunda es una buena pregunta, pero la vida
cotidiana y la Psicología están llenas de situaciones en las cuales los seres humanos no
hacemos “lo adecuado”, “lo que se espera de nosotros”. Hay muchas razones que llevan los
otros, y de igual forma a nosotros, a comportarnos de maneras que no satisfacen a todas las
personas, y algunas veces, simplemente, no podemos o no queremos cambiarlo. Y esas
razones van desde la menor implicación en la relación; la necesidad de significarse no
haciendo lo que se espera de nosotros, el egocentrismo, el temor a comprometerse, la
comodidad, o simplemente el tener otros intereses o unas dificultades de vida determinadas. Y
esto no siempre tiene fácil reparación.

Finalmente, en muchas ocasiones podemos encontrarnos no sólo con la no correspondencia


del otro a nuestros desvelos, sino con el rechazo a nuestra conducta, y éste es otro punto para
reflexionar. Rechazo que puede surgir como reacción a sentirse juzgado o cuestionado.
Actitudes nuestras, de autoafirmación en los desencuentros, de desconsiderar sus razones, de
resaltar nuestras bondades frente a sus limitaciones, de sabotearlo un poco porque no se
entrega, acaban produciendo el efecto contrario al que pretendemos: poner al otro a la
defensiva. Así que, incluso sintiendo cariño por nosotros, nuestras reacciones pueden generar
amenaza, inquietud y defensividad en el otro, que finalmente nos afecta.

Así que la otra manera de verlo, es que lo que falla en el desencuentro no son las limitaciones
o los defectos del otro, sino que lo que no funciona es mi falta de realismo, la no adecuación
de mis expectativas con la realidad que hay. Entender al otro más allá de nuestros intereses en
la relación, o de nuestras necesidades, nos ayuda a ver, que a veces los otros se comportan
condicionados por sus propias limitaciones, sus ambiciones, sus miedos, o por sus otras
aspiraciones, incompatibles con la entrega en la relación. Y nosotros las sufrimos. Pero
comprender esto y aceptarlo, es el primer paso para enfrentar nuestra ansiedad con más
ecuanimidad. Nos evita hacer atribuciones negativas sobre nuestra propia persona, allí donde
quizás sólo está la necesidad del otro. Si conseguimos sobreponernos a ese impacto inicial por
el “desamor”, o por desencuentro, y somos capaces de aceptar la verdad simple de que somos
nosotros los que estamos poniéndonos la trampa al esperar lo que la realidad no da, tendremos
una oportunidad excepcional para nuestra evolución personal. Para estar más situados y ser
más adecuados en adelante.

En conclusión, como ya hemos dicho, hay muchas ocasiones en que nos causamos y
causamos mucho sufrimiento porque no aceptamos un dolor: el de admitir nuestra
responsabilidad en lo que está ocurriendo. Ese es el primer paso para ponernos en situación de
trabajar de manera adaptativa. Que el dolor sea nuestra llamada de atención para
cuestionarnos. Tener una visión más cierta de la realidad nos hará ser mejores personas, más
evolucionadas.

Del mismo modo, ayuda a no desesperarnos en este dolor, el saber que los otros también
pueden necesitar su tiempo para entender sus carencias, sus errores, o para sobrellevar
nuestras limitaciones y contribuir a un mejor entendimiento. Así que, en definitiva, advertir lo
no saludable de nuestras dependencias y nuestros apegos, y ser más compresivos con los
otros, son dos buenas maneras de alcanzar relaciones más constructivas y placenteras.

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