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Recorriendo “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”

(Inédito en proceso de corrección)

Por Esther Díaz

¿Se puede hablar de mentira si se niega la verdad, que es su reverso?


Cuando se enuncia algo falso diciendo que es verdad, se miente. Friedrich Nietzsche,
refiriéndose al hipotético momento en el que los hombres habrían inventado el conocimiento,
señala que ese fue el momento más mentiroso de la historia. El filósofo está cuestionando el
concepto de “verdad”. Ahora bien, si para Nietzsche el conocimiento es un invento “mentiroso”,
¿el filósofo acepta, o no, que existen verdades?
Antes de penetrar en los conceptos nietzscheanos, tal vez convendría aclarar a qué nos
referimos, en general, cuando hablamos de “verdad”. La verdad es una relación entre las
palabras y las cosas. Mejor dicho, entre ciertas proposiciones y la realidad a la que dichas
proposiciones se refieren. Si entre lo dicho y el estado de cosas hay correspondencia, se afirma
que hay verdad. Por ejemplo, enuncio la proposición “Esta hoja de papel contiene palabras
impresas” y, como en realidad esta hoja de papel contiene palabras impresas, concluyo que la
proposición escrita entre comillas es verdadera.
Desde Grecia clásica la verdad se ha comprendido en este sentido. Pero, si bien en la
modernidad científica este sentido se ha reafirmado, no siempre la verdad fue entendida de esta
manera. Y no es imposible que, en algún momento de la historia, pueda entenderse de otro
modo.
Decimos entonces que una preposición es verdadera si, y sólo si, lo que se enuncia en ella
coincide con el estado de cosas al que se refiere. No obstante, cabría preguntarse de dónde surge
la evidencia de que existe correspondencia entre las palabras y las cosas ¿no hay acaso una
cantidad de supuestos (o convenciones) cuando aseguramos que términos como “hoja de papel”
o “palabras impresas” corresponden realmente a determinados estímulos, captados con nuestros
sentidos y “traducidos” a palabras?
La verdad es un invento humano muy conveniente para poder vivir en sociedad. Fija
procedimientos para la socialización, es eficaz para la interacción, es manejada y supervisada
por los aparatos de poder. No obstante, existe un empeño (no ingenuo) en hacernos creer que la
verdad es algo que se da de suyo y que está al servicio del saber, siendo que en realidad es una
construcción político-social y se relaciona con el poder. Sin embargo, si se afirma esto último
sin fundamentarlo se está cayendo en otra falacia del mismo estilo que la que se quiere
denunciar. Habría entonces que colocarse desde otra perspectiva (diferente a la “oficial”). Ese es
justamente uno de los motivos que moviliza el escrito de Nietzsche aquí analizado.
Retomemos la acusación de “momento mentiroso”. Cuando el filósofo lo enuncia, está
pensando en la concepción tradicional de ‘verdad’. Está utilizando, para criticar, los mismos
medios que critica. Se trata de un procedimiento legítimo. De manera similar, se puede
“criticar” un idioma hablando ese mismo idioma. Se puede decir, pongamos por caso, que el
sistema de conjugación verbal castellano es demasiado complejo; y nada impide decirlo en
castellano.
Los sujetos instituyeron el conocimiento bajo la consigna de que se rija por la verdad. Se
estableció que la verdad es una relación de correspondencia entre las palabras y los
acontecimientos. Sin embargo, no se dice la verdad cuando se afirma que las palabras se
corresponden con las cosas, pues unas y otras pertenecen a distintos registros. A las cosas las
captamos mediante estímulos nerviosos, por el contrario, las palabras son convenciones sociales
para referirnos a las cosas. Las cosas son entidades, las palabras son símbolos.
Los términos que establecemos para referirnos a lo que nos produce estímulos no se
corresponden per se con ellos. La denominación ‘rosa’ en castellano (y de otras maneras en
diferentes idiomas) que utilizamos para designar una flor determinada, ¿tiene algo sustancial
que la relaciona con esa flor? El solo hecho de que en distinto idiomas se utilicen diferentes
palabras para denotar un mismo objeto da cuenta de la arbitrariedad de los nombres.
Simplemente se han logrado acuerdos para nombrar las cosas que nos estimulan y luego,
olvidando que fue simplemente un acuerdo, se establece que los estados de cosas corresponden
a las palabras que se les adjudicó, a partir del estímulo nervioso que ese estado de cosas produjo
en nosotros.
Pero el acuerdo lingüístico no se consigue por consenso igualitario o por “amor a la verdad
por la verdad misma”, sino por mecanismos de poder. Pensemos en el significado de la palabra
‘noble’ ubicándonos en la época en la que se estableció el término. Además de “sangre azul”,
significa ‘generoso’, ‘leal’, ‘magnánimo’. Lo contrario de noble es ‘plebeyo’, que
independientemente de “descastado”, significa ‘miserable’, ‘mal nacido’, ‘mezquino’. La
palabra “noble” otorga poder simbólico, por el contrario –y no casualmente- “plebeyo” relega a
una situación humillante. No es necesario recordar que los nobles, detentando el poder,
establecieron que ellos eran magníficos mientras sus sometidos resultaban despreciables. Una
rotunda reafirmación del dominio.

1. Intelecto y pragmatismo
Hay animales dotados de cuernos con los que se defienden y atacan, otros están provistos de
terribles garras, otros de picos afilados, otros de pinchos terribles. El ser humano, en cambio, ha
sido dotado de intelecto que, según Nietzsche, actúa como auxiliar para los humanos, las
criaturas más infelices, las que sienten soberbia respecto del conocer y del sentir. Estos seres, a
partir del intelecto, han desarrollado las fuerzas de la simulación. Es decir, el recurso de los
débiles, de quienes utilizan el intelecto para adular, engañar, mentir, embaucar o enmascararse.
Se trata de una especie de revoloteo continuo frente a la llama de la vanidad. El hombre se
imagina que es el centro de lo que existe. No repara en que si un mosquito pudiera dilucidar
intelectualmente, creería algo similar. Pues, desde su perspectiva, él es el centro.
Ahora bien, se suele decir que en los humanos existe una especie de impulso hacia la verdad
¿De dónde le surgiría al hombre tal impulso?, ¿por qué ese regodeo de la vanidad acerca de las
reglas, la ley y la verdad?, ¿cómo se construyeron las normativas por las que nos regimos
socialmente? La sensibilidad no lo conduce al hombre hacia la verdad de manera “natural” y
desinteresada. A través de ella recibe estímulos y deambula a tientas. Porque la naturaleza lo
hizo y arrojó las llaves. Nada sabe la criatura humana sobre sí misma. Se encuentra aferrada a la
vida como al lomo de un tigre. Es una disyuntiva infernal, ya que no hay opción. Se teme el
bamboleo feroz del animal, pero se sabe que soltarlo significa morir bajo sus zarpazos.
Entonces, disimula. Vive disimulando. Esto le permite integrar el espíritu de rebaño.
A partir de ese espíritu se establece una especie de tratado de paz. Si imaginamos una época
pre-social, un estado puramente natural de los hombres, es fácil inferir que se malvivía en una
especie de guerra de todos contra todos. Sólo los impulsos movilizarían a los humanos, sin regla
ni ley. Sería agotador, no existiría la más mínima garantía de vida. Para acceder a cierta
seguridad había que organizarse. En algún momento, los poseedores de intelecto establecieron
consensos sobre el significado de las palabras. Se acordó así que la verdad es una relación
regular, válida y obligatoria entre las palabras y las cosas. Por ejemplo, a determinado elemento
de la naturaleza se lo denomina ‘árbol’. No solamente una vez. Se impone esa designación
como si en la naturaleza realmente existiera una regularidad necesaria y una igualdad que reina
únicamente en el ficticio mundo de los entes ideales. Siempre que se encuentre algo similar al
primer árbol designado, se lo llamará de la misma manera obviando -por supuesto- la evidencia
de que no existen dos árboles idénticos. Pero se universaliza la cuestión y se impone la regla.
Forma parte del tratado de paz que las cosas sean denominadas siempre de la misma manera.
A partir de esa regulación verbal de las cosas se produce la legislación del lenguaje
proporcionando las primeras leyes de la verdad: regularidad en las designaciones,
correspondencia entre las palabras y las cosas, desprecio por la mentira. Ésta consiste en utilizar
designaciones establecidas socialmente para hacer aparecer lo irreal como real. Un pobre dice
ser rico. ‘Pobre’ y ‘rico’ son convenciones que establecen que se denomina pobre a quien nada
posee y rico al que abunda en posesiones. Los significados son arbitrarios. Pero el tratado de
paz ha establecido que siempre -esto es, regularmente- se denomine de la misma manera
diferenciada a unos y a otros.
Cuando un pobre dice “soy rico” está rompiendo con lo establecido. Esto indigna, no
porque los humanos tengamos un amor desinteresado por la verdad en sí misma, sino porque la
mentira puede provocarnos perjuicios. Se presta algo porque el beneficiado se declaró rico y,
como estaba mintiendo, el crédulo nunca volverá a recuperar lo prestado. Ese es el verdadero
motor de la exigencia de veracidad No perjudicar al resto del rebaño rompiendo las reglas y las
leyes de la verdad. Dicho de otra manera, el rebaño se protege tratando de que los individuos no
mientan. Y, quien miente “disimula” utilizando el intelecto, que, paradójicamente, es el mismo
que sirvió para establecer la regularidad de la verdad.
La verdad resultó de una normalización pragmática, generada en función de la
autoprotección y de ninguna manera por una especie de impulso hacia un conocimiento
desinteresado. La sociedad excluye al mentiroso porque perjudica a los demás, material o
espiritualmente, rompiendo el tratado de paz. El lenguaje, de este modo, deja al descubierto su
pragmatismo. El hombre frente al conocimiento puro, sin consecuencias, en realidad, es
indiferente. Como lo son las cosas frente a los nombres que les atribuimos. El lenguaje dista de
ser una expresión adecuada de las realidades. Posiblemente tal expresión no exista. Para
enmendar esa carencia, se les da nombre a las cosas y se considera que eso es verdadero. Si se
habla con rigor, solo las tautologías son verdaderas. Pero éstas no agregan información. “B” es
igual a “B” es una tautología, por lo tanto es verdadera, aunque únicamente de manera formal.
Es decir, no es útil para la vida.

2. Deconstrucción de la verdad

¿Qué es la verdad? Una proposición, que se constituye con palabras ¿Y qué es una palabra?
La copia, en sonido, de una excitación nerviosa. Querer inferir de una excitación nerviosa, una
causa exterior a nosotros no tiene justificación. Nuestras subjetividades sienten algo (excitación
nerviosa) y nosotros -para referirnos a ese sentir- le atribuimos una palabra. Esto no significa la
existencia de ninguna “esencia” compartida entre nuestras afecciones y los nombres que les
ponemos. Si el lenguaje designara realmente a las cosas, habría un lenguaje único.
Cuando se crean las palabras, se designan las relaciones entre las cosas y los hombres. Y se
hace mediante metáforas.

- Primera metáfora:
Transformar una excitación nerviosa en imagen (representación)
- Segunda metáfora:
Transformar esa imagen en un sonido (enunciado)
- Tercera metáfora:
Transformar el sonido en concepto (universal), que surge de afirmar como igual, lo
no igual. En la naturaleza no hay dos hojas iguales, cada una es diferente, sin
embargo a todas las denominamos ‘hoja’.
- Cuarta metáfora:
Individualizar el concepto. A una hoja determinada, que es algo singular, le atribuyo
el mismo nombre que a la del concepto universal: hoja.
​- Quinta metáfora:
​“Elevar” a rango científico ciertas proposiciones convirtiendo a los conceptos en
cementerios de la percepción (de la excitación nerviosa). La intensidad con las que
se viven las experiencias no tiene nada que ver con su expresión en palabras.

El humano se diferencia del animal porque puede convertir una imagen en un concepto, en
una metáfora. En definitiva la verdad es un ejército de metáforas. Nos olvidamos que el
conocimiento es un conjunto de metáforas consensuadas porque la repetición de las metáforas
va “desgastando” el impacto inicial (el de la excitación nerviosa). El signo se fosiliza. Las
metáforas se convierten en monedas con la efigie borrada. Ese es el momento en el que la
metáfora se convierte en conocimiento. Lo extraño es el sentido moral que despierta el tema del
conocimiento, es decir, de la verdad. Uno se siente en la obligación de decirla y de actuarla, esto
permite ver que la verdad se bifurca en conocimiento y moral, sin dejar sus límites claramente
delimitados.
La verdad es útil, por eso se les recuerda a los demás que deben decirla, aunque a veces
nosotros mismos no la digamos. Estar socializado es adherir al sistema de verdades vigentes.
Nuestra capacidad de volatilizar las imágenes intuitivas haciendo de ellas un esquema es
resolver la imagen en un concepto (representación). A partir de ello se construye un orden
piramidal que se basa en garantías, leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones de las
verdades. En un nivel más elevado (o meta-nivel) se habla de la regularidad de la verdad, del
imperativo que nos incita a decirla, de la firmeza que demuestra respecto de la mentira y de su
carácter universal. Esta es otra manera de expresar lo que denominé “quinta metáfora”. Esto es,
la metáfora convertida en conocimiento científico.
Nietzsche dice que el conocimiento, es decir la metáfora “solidificada”, es un columbario
romano. Columba en latín significa ‘paloma’. Columbario es el lugar construido para que
habiten las palomas. Como los romanos cremaban a sus muertos y guardaban sus cenizas en
pequeños nichos, que horadaban en una especie de columna, sus cementerios se llamaban
columbarios. De modo tal que el sentido de la expresión nietzscheana es que el conocimiento es
un cementerio. Porque ¿qué tiene que ver ese montoncito de cenizas en que nos convertimos si
nos creman, comparado con todos los movimientos, las fuerzas, las acciones y la vitalidad que
desarrollamos cuando estamos vivos? ¿Qué quedó de la sensación inefable de contemplar
tortugas marinas moviéndose en su ambiente, cuando se las describe científicamente en la
asepsia de un laboratorio o en la impersonalidad de un aula desangelada? Un ejemplo aun más
pertinente es el de una ciencia formal como, por ejemplo, la lógica. Su estricta frialdad
existencial y su vaciamiento de contenido empírico son similares a la estructura del cementerio,
donde solo quedan restos de lo que alguna vez fue vida.
El hombre -gran fabricante de conceptos- es un artífice de la construcción. Así como el
alción (martín pescador) construye su nido sobre las aguas, el hombre construye un esquema de
conceptos. Ellos son tenues como hilos de araña, pero también firmes para soportar el vaivén de
la masa móvil sobre la que se sostiene. El inventor del conocimiento es semejante a quien
esconde una llave detrás de un arbusto y luego celebra por haberla encontrado. Él lo inventó y
luego él lo festeja.
El astrólogo cree que las estrellas están al servicio de los humanos. Del mismo modo, el
científico cree que el mundo está en función del hombre. No repara, por cierto, que entre objeto
y sujeto no existe ninguna correspondencia ni exactitud, sino únicamente comportamiento
estético. Ante los objetos, ante la complejidad de la realidad, ante la vastedad del mundo se
emiten metáforas para referenciarlos, se traduce a palabras la intuición, se interpreta la
excitación nerviosa, y nada más. No hay esencias habitando en lo empírico (nosotros solo
recibimos estímulos). No hay esencia en los conceptos (son meras palabras). Solo hay
apariencia o, dicho de otra manera, no hay hechos sino interpretaciones.
Cabe preguntarse entonces qué es el conocimiento aceptado. Es el olvido -a fuerza de
repetición- de que las proposiciones son metáforas. Es imaginar que la relación entre excitación
nerviosa e imagen mental es una vinculación causal. No se tiene en cuenta que hasta un sueño
que se repitiera innumerables veces acabaría por parecernos real.
La pretendida regularidad de la naturaleza surge porque todos percibimos de manera similar.
Y, en función de ello, proyectamos nuestra manera de percibir a las cosas, como si la
“regularidad” se diera en ellas. No obstante, si alguien viera rojo lo mismo que otro ve verde, y
un tercero en lugar de ver colores escuchara un sonido ante el mismo estímulo, y otra persona
sintiera un sabor dulce, ¿dónde quedaría la legalidad (o regularidad) de la naturaleza? Es obvio
que trasplantamos nuestras subjetividades al afuera y luego aseguramos que conocemos ese
afuera.
La naturaleza sólo nos permite captar efectos. Luego los relacionamos entre ellos y les
agregamos nuestras nociones de tiempo, espacio, número y sucesión. Establecemos estrictos
parámetros matemáticos y finalmente enunciamos leyes naturales. Se nos olvidó que,
exceptuando los efectos, las demás nociones las produce el sujeto, no las cosas o la naturaleza.
Ese olvido nos hace caer en la trampa de creer que el orden establecido está en el mundo,
cuando en realidad es nuestra manera de verlo, que depende de nuestra capacidad intelectual de
subsumir las metáforas bajo las categorías de tiempo, espacio y número.
En ese proceso es crucial el papel del lenguaje. Así como la abeja construye celdilla y las
llena con miel, los humanos construimos estructuras lingüísticas y las “llenamos” con efectos.
He ahí la ciencia.
El mundo de la experiencia es caótico, las celdillas que construye el científico lo torna
previsible, ordenado, reglamentado. El proceso de seguir produciendo metáforas útiles
enriquece continuamente al mundo de la ciencia. No se recuerda que comenzó siendo arte, pues
la metáfora es del orden de la estética.
Al científico lo guían los conceptos, al artista las intuiciones.
Hay que tener cierta actitud ante la existencia para producir metáforas puramente estéticas
sin exigencias de veracidad. Es la actitud del sujeto intuitivo. Su opuesto es el sujeto racional, el
que establece celdas lingüísticas y traslada sus categorías intelectuales a los efectos
provenientes de la naturaleza. Trata de mantener todo bajo control, goza menos de la vida, pero
la sufre menos también. Se aferra a lo previsible, busca seguridades. En cambio, el sujeto
intuitivo goza lo instantáneo, se libera, disfruta. Pero cuando sufre, sufre profundamente, carece
de pólizas para su seguridad. Aunque vive intensamente apostando a la estética. No está
preocupado por hacer valer como verdades sus interpretaciones de la realidad, de ahí surge su
serenidad. El sujeto racional, por su parte, intenta no quedar a la intemperie y, si las cosas se
complican, se envuelve en su cálido manto alejándose de los peligros a paso lento, tratando
sobre todo de no perder su cobertura de “dignidad”.
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