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"LA CONTINUIDAD DE LOS PARQUES"

(1956) - Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió
a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama,
por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y
discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del
estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de
espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones,
dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los
últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso
de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al
alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir
hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del
último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba
el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella
la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos
furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo
estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante
como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro
cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles
errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El
doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de
la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió
un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles
y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la
casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no
estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos
le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera
alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La
puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo
de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
"LA CASA DE ASTERIÓN"
(1947) Jorge Luis Borges

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones
(que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero
también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)1 están abiertas día y noche a
los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles
aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará
una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto
hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa.
Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta
cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle;
si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe,
caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el
desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían
reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del
templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en
vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo
quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros
hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las
enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo
grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa
no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días
son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las
galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la
vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer,
hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados
y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del
día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión.
Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo:
Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía
yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras
cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de
la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un
abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios,
aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza
de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y
he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche
me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas
veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba,
el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa,
pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo
sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La
ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos.
Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro
quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez
llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor
y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo
percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo
será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara
de hombre? ¿O será como yo?
El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de
sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.
"BABY HP"
(1952) Juan José Arreola

Señora ama de casa: convierta usted en fuerza motriz la vitalidad de sus niños. Ya tenemos
a la venta el maravilloso Baby H.P., un aparato que está llamado a revolucionar la economía
hogareña.
El Baby H.P. es una estructura de metal muy resistente y ligera que se adapta con perfección
al delicado cuerpo infantil, mediante cómodos cinturones, pulseras, anillos y broches. Las
ramificaciones de este esqueleto suplementario recogen cada uno de los movimientos del
niño, haciéndolos converger en una botellita de Leyden que puede colocarse en la espalda
o en el pecho, según necesidad. Una aguja indicadora señala el momento en que la botella
está llena. Entonces usted, señora, debe desprenderla y enchufarla en un depósito especial,
para que se descargue automáticamente. Este depósito puede colocarse en cualquier rincón
de la casa, y representa una preciosa alcancía de electricidad disponible en todo momento
para fines de alumbrado y calefacción, así como para impulsar alguno de los innumerables
artefactos que invaden ahora los hogares.
De hoy en adelante usted verá con otros ojos el agobiante ajetreo de sus hijos. Y ni siquiera
perderá la paciencia ante una rabieta convulsiva, pensando en que es una fuente generosa
de energía. El pataleo de un niño de pecho durante las veinticuatro horas del día se
transforma, gracias al Baby H.P., en unos inútiles segundos de tromba licuadora, o en quince
minutos de música radiofónica.
Las familias numerosas pueden satisfacer todas sus demandas de electricidad instalando un
Baby H.P. en cada uno de sus vástagos, y hasta realizar un pequeño y lucrativo negocio,
trasmitiendo a los vecinos un poco de la energía sobrante. En los grandes edificios de
departamentos pueden suplirse satisfactoriamente las fallas del servicio público, enlazando
todos los depósitos familiares.
El Baby H.P. no causa ningún trastorno físico ni psíquico en los niños, porque no cohíbe ni
trastorna sus movimientos. Por el contrario, algunos médicos opinan que contribuye al
desarrollo armonioso de su cuerpo. Y por lo que toca a su espíritu, puede despertarse la
ambición individual de las criaturas, otorgándoles pequeñas recompensas cuando
sobrepasen sus récords habituales. Para este fin se recomiendan las golosinas azucaradas,
que devuelven con creces su valor. Mientras más calorías se añadan a la dieta del niño, más
kilovatios se economizan en el contador eléctrico.
Los niños deben tener puesto día y noche su lucrativo H.P. Es importante que lo lleven
siempre a la escuela, para que no se pierdan las horas preciosas del recreo, de las que ellos
vuelven con el acumulador rebosante de energía.
Los rumores acerca de que algunos niños mueren electrocutados por la corriente que ellos
mismos generan son completamente irresponsables. Lo mismo debe decirse sobre el temor
supersticioso de que las criaturas provistas de un Baby H.P. atraen rayos y centellas. Ningún
accidente de esta naturaleza puede ocurrir, sobre todo si se siguen al pie de la letra las
indicaciones contenidas en los folletos explicativos que se obsequian en cada aparato.
El Baby H.P. está disponible en las buenas tiendas en distintos tamaños, modelos y precios.
Es un aparato moderno, durable y digno de confianza, y todas sus coyunturas son
extensibles. Lleva la garantía de fabricación de la casa J. P. Mansfield & Sons, de Atlanta, Ill.
"Punto final"
(1986) - Cristina Peri Rossi

Cuando nos conocimos, ella me dijo: «Te doy el punto final. Es un punto muy valioso, no lo
pierdas. Consérvalo, para usarlo en el momento oportuno. Es lo mejor que puedo darte y lo
hago porque me mereces confianza. Espero que no me defraudes». Durante mucho tiempo,
tuve el punto final en el bolsillo. Mezclado con las monedas, las briznas de tabaco y los
fósforos, se ensuciaba un poco; además, éramos tan felices que pensé que nunca habría de
usarlo. Entonces compré un estuche seguro y allí lo guardé. Los días transcurrían
venturosos, al abrigo de la desilusión y del tedio. Por la mañana nos despertábamos alegres,
dichosos de estar juntos; cada jornada se abría como un vasto mundo desconocido, lleno
de sorpresas a descubrir. Las cosas familiares dejaron de serlo, recobraron la perdida
frescura, y otras, como los parques y los lagos, se volvieron acogedoras, maternales.
Recorríamos las calles observando cosas que los demás no veían y los aromas, los colores,
las luces, el tiempo y el espacio eran más intensos. Nuestra percepción se había agudizado,
como bajo los efectos de una poderosa droga. Pero no estábamos ebrios, sino sutiles y
serenos, dotados de una rara capacidad para armonizar con el mundo. Teníamos con
nuestros sentidos una singular melodía que respetaba el orden del exterior, sin sujetarse a
él.
Con la felicidad, olvidé el estuche, o lo perdí, inadvertidamente. No puedo saberlo. Ahora
que la dicha terminó, no encuentro el punto final por ningún lado. Esto crea conflictos y
rencores suplementarios. «¿Dónde lo guardaste? —me pregunta ella, indignada—. ¿Qué
esperas para usarlo? No demores más, de lo contrario, todo lo anterior perderá belleza y
sentido». Busco en los armarios, en los abrigos, en los cajones, en el forro de los sillones,
debajo de la mesa y de la cama. Pero el punto no está; tampoco el estuche. Mi búsqueda se
ha vuelto tensa, obsesiva. Es posible que lo haya extraviado en alguno de nuestros
momentos felices. No está en la sala, ni en el dormitorio, ni en la chimenea. ¿El gato se lo
habrá comido?
Su ausencia aumenta nuestra desdicha de manera dolorosa. En tanto el punto no aparezca,
estamos encadenados el uno al otro, y esos eslabones están hechos de rencor, apatía,
vergüenza y odio. Debemos conformarnos con seguir así, desechando la posibilidad de una
nueva vida. Nuestras noches son penosas, compartiendo la misma habitación, donde el
resquemor tiene la estatura de una pared y asfixia, como un vapor malsano. Tiñe los
muebles, los armarios, los libros dispersos por el suelo. Discutimos por cualquier cosa,
aunque los dos sabemos que, en el fondo, se trata de la desaparición del punto, de la cual
ella me responsabiliza. Creo que a veces sospecha que en realidad lo tengo, escondido, para
vengarme de ella. «No debí confiar en ti —se reprocha—. Debí imaginar que me
traicionarías». Era un estuche de plata, largo, de los que antiguamente se usaban para
guardar rapé. Lo compré en un mercado de artículos viejos. Me pareció el lugar más
adecuado para guardarlo. El punto estaba allí, redondo, minúsculo, bien acomodado. Pero
pasaron tantos años. Es posible que se extraviara durante una mudanza, o quizás alguien lo
robó, pensando que era valioso.
Luego de buscarlo en vano casi todo el día, me voy de casa, para no encontrar su mirada de
reproche, su voz de odio. Toda nuestra felicidad anterior ha desaparecido, y sería inútil
pensar que volverá. Pero tampoco podemos separarnos. Ese punto huidizo nos liga, nos ata,
nos llena de rencor y de fastidio, va devorando uno a uno los días anteriores, los que fueron
hermosos.
Sólo espero que en algún momento aparezca, por azar, extraviado en un bolsillo, confundido
con otros objetos. Entonces será un gordo, enlutado, sucio y polvoriento punto final, a
destiempo, como el que colocan los escritores noveles.
"LA CARNE"
(1944) - Virgilio Piñera

Sucedió con gran sencillez, sin afectación. Por motivos que no son del caso exponer, la
población sufría de falta de carne. Todo el mundo se alarmó y se hicieron comentarios más
o menos amargos y hasta se esbozaron ciertos propósitos de venganza. Pero, como siempre
sucede, las protestas no pasaron de meras amenazas y pronto se vio a aquel afligido pueblo
engullendo los más variados vegetales. Sólo que el señor Ansaldo no siguió la orden general.
Con gran tranquilidad se puso a afilar un enorme cuchillo de cocina, y, acto seguido,
bajándose los pantalones hasta las rodillas, cortó de su nalga izquierda un hermoso filete.
Tras haberlo limpiado, lo adobó con sal y vinagre, lo pasó –como se dice– por la parrilla,
para finalmente freírlo en la gran sartén de las tortillas del domingo.
Sentóse a la mesa y comenzó a saborear su hermoso filete. Entonces llamaron a la puerta;
era el vecino que venía a desahogarse… Pero Ansaldo, con elegante ademán, le hizo ver el
hermoso filete. El vecino preguntó y Ansaldo se limitó a mostrar su nalga izquierda. Todo
quedaba explicado. A su vez, el vecino deslumbrado y conmovido, salió sin decir palabra
para volver al poco rato con el alcalde del pueblo. Éste expresó a Ansaldo su vivo deseo de
que su amado pueblo se alimentara, como lo hacía Ansaldo, de sus propias reservas, es
decir, de su propia carne, de la respectiva carne de cada uno. Pronto quedó acordada la
cosa y después de las efusiones propias de gente bien educada, Ansaldo se trasladó a la
plaza principal del pueblo para ofrecer, según su frase característica, “una demostración
práctica a las masas”. Una vez allí hizo saber que cada persona cortaría de su nalga izquierda
dos filetes, en todo iguales a una muestra en yeso encarnado que colgaba de un reluciente
alambre. Y declaraba que dos filetes y no uno, pues si él había cortado de su propia nalga
izquierda un hermoso filete, justo era que la cosa marchase a compás, esto es, que nadie
engullera un filete menos. Una vez fijados estos puntos diose cada uno a rebanar dos filetes
de su respectiva nalga izquierda. Era un glorioso espectáculo, pero se ruega no enviar
descripciones. Por lo demás, se hicieron cálculos acerca de cuánto tiempo gozaría el pueblo
de los beneficios de la carne. Un distinguido anatómico predijo que sobre un peso de cien
libras, y descontando vísceras y demás órganos no ingestibles, un individuo podía comer
carne durante ciento cuarenta días a razón de media libra por día. Por lo demás, era un
cálculo ilusorio. Y lo que importaba era que cada uno pudiese ingerir su hermoso filete.
Pronto se vio a señoras que hablaban de las ventajas que reportaba la idea del señor
Ansaldo. Por ejemplo, las que ya habían devorado sus senos no se veían obligadas a cubrir
de telas su caja torácica, y sus vestidos concluían poco más arriba del ombligo. Y algunas,
no todas, no hablaban ya, pues habían engullido su lengua, que dicho sea de paso, es un
manjar de monarcas. En la calle tenían lugar las más deliciosas escenas: así, dos señoras que
hacía muchísimo tiempo no se veían no pudieron besarse; habían usado sus labios en la
confección de unas frituras de gran éxito. Y el alcaide del penal no pudo firmar la sentencia
de muerte de un condenado porque se había comido las yemas de los dedos, que, según
los buenos gourmets (y el alcaide lo era) ha dado origen a esa frase tan llevada y traída de
“chuparse la yema de los dedos”.
Hubo hasta pequeñas sublevaciones. El sindicato de obreros de ajustadores femeninos
elevó su más formal protesta ante la autoridad correspondiente, y ésta contestó que no era
posible slogan alguno para animar a las señoras a usarlos de nuevo. Pero eran sublevaciones
inocentes que no interrumpían de ningún modo la consumación, por parte del pueblo, de
su propia carne.
Uno de los sucesos más pintorescos de aquella agradable jornada fue la disección del último
pedazo de carne del bailarín del pueblo. Éste, por respeto a su arte, había dejado para lo
último los bellos dedos de sus pies. Sus convecinos advirtieron que desde hacía varios días
se mostraba vivamente inquieto. Ya sólo le quedaba la parte carnosa del dedo gordo.
Entonces invitó a sus amigos a presenciar la operación. En medio de un sanguinolento
silencio cortó su porción postrera, y sin pasarla por el fuego la dejó caer en el hueco de lo
que había sido en otro tiempo su hermosa boca. Entonces todos los presentes se pusieron
repentinamente serios.
Pero se iba viviendo, y era lo importante, ¿Y si acaso…? ¿Sería por eso que las zapatillas del
bailarín se encontraban ahora en una de las salas del Museo de los Recuerdos Ilustres? Sólo
se sabe que uno de los hombres más obesos del pueblo (pesaba doscientos kilos) gastó toda
su reserva de carne disponible en el breve espacio de 15 días (era extremadamente goloso,
y por otra parte, su organismo exigía grandes cantidades). Después ya nadie pudo verlo
jamás. Evidentemente se ocultaba… Pero no sólo se ocultaba él, sino que otros muchos
comenzaban a adoptar idéntico comportamiento. De esta suerte, una mañana, la señora
Orfila, al preguntar a su hijo –que se devoraba el lóbulo izquierdo de la oreja– dónde había
guardado no sé qué cosa, no obtuvo respuesta alguna. Y no valieron súplicas ni amenazas.
Llamado el perito en desaparecidos sólo pudo dar con un breve montón de excrementos en
el sitio donde la señora Orfila juraba y perjuraba que su amado hijo se encontraba en el
momento de ser interrogado por ella. Pero estas ligeras alteraciones no minaban en
absoluto la alegría de aquellos habitantes. ¿De qué podría quejarse un pueblo que tenía
asegurada su subsistencia? El grave problema del orden público creado por la falta de carne,
¿no había quedado definitivamente zanjado? Que la población fuera ocultándose
progresivamente nada tenía que ver con el aspecto central de la cosa, y sólo era un colofón
que no alteraba en modo alguno la firme voluntad de aquella gente de procurarse el
precioso alimento. ¿Era, por ventura, dicho colofón el precio que exigía la carne de cada
uno? Pero sería miserable hacer más preguntas inoportunas, y aquel prudente pueblo
estaba muy bien alimentado.
"FELICIDAD CLANDESTINA"
(1971) - Clarice Lispector
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto
enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos planas. Como si no fuera suficiente,
por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo
que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un papá dueño de una
librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos; incluso para los cumpleaños, en vez
de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del papá. Para
colmo, siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad en donde vivíamos, con sus puentes
más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísimas palabras como “fecha natalicia” y
“recuerdos”.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda
ella era pura venganza. Cómo nos debía de odiar esa niña a nosotras, que éramos
imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó su sadismo
con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las
humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le
interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como por
casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para
dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente
pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía,
nadaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo,
sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había
prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me
fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo
y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de
Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los
siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, anduve
brincando por las calles y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era
sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y
el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en
su poder, que volviera al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el
transcurso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante
otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no se escurriese
por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado a adivinar,
es algo que adivino a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero incluso
sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara
desesperadamente que yo sufra.
¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: “Pues
el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se
lo presté a otra niña”. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se
ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa,
humildemente, su negativa, apareció la mamá. Debía de extrañarle la presencia muda y
cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una
confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba
cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, esa mamá buena, entendió al fin.
Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: “¡Pero si ese libro no ha salido nunca
de casa y tú ni siquiera quisiste leerlo!”.
Y lo peor para esa mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el
horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos observaba en silencio: la potencia de
perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento
de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó
a su hija: “Vas a prestar ahora mismo ese libro”. Y a mí: “Y tú te quedas con el libro todo el
tiempo que quieras”. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubieran regalado el libro:
“el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la
osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano.
Creo que no dije nada. Tomé el libro. No, no partí brincando como siempre. Me fui
caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo
contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente,
el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después
el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo,
me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí
no saber en dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes.
Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la
felicidad habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía
en el aire… Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin
tocarlo, en un éxtasis purísimo.
Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante.
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
(1917) - Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su
marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con
un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva
mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba
profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva
e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio
encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos
hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su
resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por
echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer
pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente
días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el
brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le
pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al
cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa
de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su
cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El
médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran
debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy,
llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la
muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio.
Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también
con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable
obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía
su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su
dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no
hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó
de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de
estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,
acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre
los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta
Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte.
La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que
hacer…
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada
mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la
vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada
en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la
abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que
le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos
que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de
la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de
los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un
rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos
lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor
Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio
un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós.
Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal
monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba
la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca
-su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi
imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo,
pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco
noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente
favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
"LA MANCHA INDELEBLE"
(1962) - Juan Bosch

Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo habían entregado sus cabezas, y yo las
veía colocadas en una larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a la pared de enfrente.
Seguramente en esas vitrinas no entraba aire contaminado, pues las cabezas se
conservaban en forma admirable, casi como si estuvieran vivas, aunque les faltaba el flujo
de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el espectáculo me produjo un miedo súbito e
intenso. Durante cierto tiempo me sentí paralizado por el terror. Pero era el caso que aún
incapacitado para pensar y para actuar, yo estaba allí: había pasado el umbral y tenía que
entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa macabra experiencia.
La situación era en verdad aterradora. Parecía que no había distancia entre la vida que había
dejado atrás, del otro lado de la puerta, y la que iba a iniciar en ese momento. Físicamente,
la distancia sería de tres metros, tal vez de cuatro.
Sin embargo lo que veía indicaba que la separación entre lo que fui y lo que sería no podía
medirse en términos humanos.
-Entregue su cabeza -dijo una voz suave.
-¿La mía? -pregunté, con tanto miedo que a duras penas me oía a mí mismo.
-Claro -¿Cuál va a ser?
A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el salón y resonaba entre las paredes,
que se cubrían con lujosos tapices. Yo no podía saber de dónde salía. Tenía la impresión de
que todo lo que veía estaba hablando a un tiempo: el piso de mármol negro y blanco, la
alfombra roja que iba de la escalinata a la gran mesa del recibidor, y la alfombra similar que
cruzaba a todo lo largo por el centro; las grandes columnas de mayólica, las cornisas de
cubos dorados, las dos enormes lámparas colgantes de cristal de Bohemia. Sólo sabía a
ciencia cierta que ninguna de las innumerables cabezas de las vitrinas había emitido el
menor sonido.
Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pregunté.
-¿Y cómo me la quito?
-Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los pulgares en las curvas de la quijada;
tire hacia arriba y verá con qué facilidad sale. Colóquela después sobre la mesa.
Si se hubiera tratado de una pesadilla me habría explicado la orden y mi situación. Pero no
era una pesadilla. Eso estaba sucediéndome en pleno estado de lucidez, mientras me
hallaba de pie y solitario en medio de un lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba
de arriba abajo debido al frío mortal que se había desatado en mis venas, necesitaba
sentarme o agarrarme de algo. Al fin apoyé las dos manos en la mesa.
-¿No ha oído o no ha comprendido? -dijo la voz.
Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez por eso me parecía tan terrible.
Resulta aterrador oír la orden de quitarse la cabeza dicha con tono normal, más bien
tranquilo. Estaba seguro de que el dueño de esa voz había repetido la orden tantas veces
que ya no le daba la menor importancia a lo que decía.
Al fin logré hablar.
-Sí, he oído y he comprendido -dije-. Pero no puedo despojarme de mi cabeza así como así.
Deme algún tiempo para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis ideas, de mis
recuerdos. Es el resumen de mi propia vida. Además, si me quedo sin ella, ¿con qué voy a
pensar?
La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos veces tuve que parar para tomar aire.
Callé, y me pareció que la voz emitía un ligero gruñido, como de risa burlona.
-Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus recuerdos, no va a
necesitarlos más: va a empezar una nueva vida.
-¿Vida sin relación conmigo mismo, si mis ideas, sin emociones propias? -pregunté.
Instintivamente miré hacia la puerta por donde había entrado. Estaba cerrada. Volví los ojos
a los dos extremos del gran salón. Había también puertas en esos extremos, pero ninguna
estaba abierta.
El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo sentirme tan desamparado como un
niño perdido en una gran ciudad. No había la menor señal de vida. Sólo yo me hallaba en
ese salón imponente.
Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la voz no era humana, no podía relacionarse con un
ser de carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión de que miles de ojos malignos, también
sin vida, estaban mirándome desde las paredes, y de que millones de seres minúsculos e
invisibles acechaban mi pensamiento.
-Por favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en turno -dijo la voz.
No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para mí. Sentí que alguien iba a entrar,
que ya no estaría más tiempo solo, y volví la cara hacia la puerta. No me había equivocado;
una mano sujetaba el borde de la gran hoja de madera brillante y la empujaba hacia
adentro, y un pie se posaba en el umbral. Por la abertura de la puerta se advertía que afuera
había poca luz. Sin duda era la hora indecisa entre el día que muere y la que todavía no ha
cerrado.
En medio de mi terror actué como un autómata. Me lancé impetuosamente hacia la puerta,
empujé al que entraba y salté a la calle. Me di cuenta de que alguna gente se alarmó al
verme correr; tal vez pensaron que había robado o había sido sorprendido en el momento
de robar. Comprendía que llevaba el rostro pálido y los ojos desorbitados, y de haber habido
por allí un policía, me hubiera perseguido. De todas maneras, no me importaba. Mi
necesidad de huir era imperiosa, y huía como loco.
Durante una semana no me atreví a salir de casa. Oía día y noche la voz y veía en todas
partes los millares de ojos sin vida y los centenares de cabezas sin cuerpo. Pero en la octava
noche, aliviado de mi miedo, me arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala muerte,
visitado siempre por gente extraña. Al lado de la mesa que ocupé había otra vacía. A poco,
dos hombres se sentaron en ella. Uno tenía los ojos sombríos; me miró con intensidad y
luego dijo al otro:
-Ese fue el que huyó después que estaba…
Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me temblaron las manos con tanta violencia
que un poco de la bebida se me derramó en la camisa.
Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de adquirir una nueva. Mientras me esfuerzo
en hacer desaparecer la mancha oigo sin cesar las últimas palabras del hombre de los ojos
sombríos:
-Después que ya estaba inscrito.
El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librarme de este miedo; que lo sentiré
ante cualquier desconocido. Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran miembros o
eran enemigos del Partido.
Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. Para el caso, he usado jabón, cepillo y un
producto químico especial que hallé en el baño. La mancha no se va. Está ahí, indeleble. Al
contrario, me parece que a cada esfuerzo por borrarla se destaca más.
"LA DANZA DE LA GRAVEDAD"
(1988) - Fernando Iwasaki
Al principio le molestaron mucho esas luces amarillas y el olor a sudor, pero la emoción de
las peleas y la ansiosa espera de su turno lo fueron sumergiendo en el ambiente. Ya no cabía
ni un alfiler en el pequeño depósito de pinturas y la masa humana vociferaba alentando a
uno u otro contrincante («como en el estadio», pensaba). De pronto, mientras el guardia
Gómez recibía las apuestas del combate entre cachiporra y tacutacu, comenzó a sentir un
remordimiento angustioso, unas ganas enormes de llorar.
En el colegio las cosas eran bien diferentes: ahí estaban sus patas por si la bronca se ponía
fea o incluso en la calle, donde valía tirar piedras y arena en los ojos. En cambio ahora sólo
con la cabeza o las rodillas, las manos y los pies. Así, así, como el cabezazo que su causa le
estaba metiendo a cachiporra mientras que alguien gritaba «¡cien mil más al tacutacu!». Tal
vez fue la vista de la sangre o la mueca de dolor que se dibujó en el rostro del cachiporra, lo
cierto es que en ese momento se puso a rezar.
Qué pensaría su abuela Cloti (ángel de la guarda) si lo viera con todos esos borrachos
mugrientos (dulce compañía), si supiera lo del Terokal (no me desampares) o acaso que
robaba (en la noche y en el día). Segurito que se moría de pena, que le daría la Ley de
Newton y se iría al cielo. Sí, se acordaba perfectamente de cuando el profesor Alarcón les
mandó averiguar para el examen por qué caían los cuerpos («Newton dijo», había repetido
el profe). Entonces le pasó la voz al tacutacu para ir a su casa y preguntárselo a la abuela
que sabía de todo: cómo remendarle el uniforme sin que se note y cómo curar el susto,
cómo preparar arroz con choclo y cómo hablar con los muertos. «¡Ay, mi niño -dijo-. Será
pues porque el alma se lo sale para irse al cielo y justo entonces el cuerpo se cae, ¡pum!». Y
así resolvieron la pregunta del profe, con el libro de naturales y el Nuevo Testamento que
les prestó la abuela.
En eso escuchó un grito y alcanzó a ver al cachiporra metiéndole un patadón en el suelo a
su amigo, a su «causita» -como decía tacutacu- que ya le estaban tirando agua para que se
parara.
Mientras unos tipos le invitaban su gaseosa al ganador y le daban lo que le tocaba de las
apuestas, el guardia Gómez anunció la siguiente pelea, la suya, su propia batalla. Un vértigo
feroz le revolvió la mente a la vez que lo empujaban al anillo central, esa suerte de
circunferencia formada por botellas vacías y puchos de cigarro. Ahí mismo lo esperaba el
guardia Gómez, ese conchasumare que en la mañana los había agarrado robándole su latita
de pegamento al zapatero de la esquina. «¿Así que encima de choros les gusta pasarse de
vueltas, no? -les dijo-. ¡Ay, carajo! Ahora si quieren colgarse chévere van a tener que
ganársela como los hombres». Por eso terminaron en ese sitio de mierda: para tratar de que
les devuelvan su latita, quizá pensando en sacar algunos intis y así comprar más Terokal,
aunque sólo fuera para respirar otra vez esa esencia exultante.
De pronto apareció su rival, justo el gordo que cuidaba los carros en el mercado. El miedo
le paralizó el cuerpo y no pudo responderle al guardia lo que le preguntaba ni decirle que
se metiera la lengua al culo y lo dejara irse a su casa. Apenas volvió en sí cuando alguien lo
agarró por el hombro y le resopló con un tufo a cerveza caliente: «¡Fuerza, chiquillo, que te
he apostao un huevo e plata!». Se dio cuenta que era ya tarde cuando el guardia Gómez
anunció la pelea entre pocotón y chompa roja («pucha si me llamo Ríchar», pensó).
Obligado por las circunstancias avanzó describiendo círculos alrededor de pocotón, a veces
estirando una mano, otras retrocediendo. Súbitamente, aquella bola sonriente se abalanzó
sobre él clavándole el puño en la boca del estómago. Ríchar sintió deseos de vomitar y la
lengua se le llenó de sabor a pescado. Sí, había almorzado pan con pescado en una carretilla
de la plaza y recordó con pánico las palabras de su papá: «¡No le den pescado al chico!, los
pescados sólo comen agua, son pura agua. Si comes pescado vas a ser un debilucho y todos
te van a sacar la mierda». Ahí estaba, pues, por eso le dolían tanto los golpes del pocotón.
En cambio, su viejo sí que era fuerte, más fuerte que el profe de Educación Física. «Es que
yo me como la verga del toro -le decía-. Si te la comes también vas a ser un trome». Pero su
papá se fue a la selva a sembrar coca («ahistá la plata, papito») y su abuela no se atrevía a
pedirle esas cochinadas al carnicero («¡qué pensara pues, Richarcito!»).
A veces había ido con su viejo hasta los mataderos para comprar los huevos del toro, justo
donde le dolía que le patearan. Pero como el zambo era un carero se ponían a discutir y se
escuchaba «¡cien mil a chompa roja!», y entonces su papá pedía rebaja. De pronto volvía a
la realidad para esquivar al gordo y estamparle un sopapo en los cachetes blandengues.
Cuando se animó a meterle una patada voladora recordó que en su familia habían sido
danzantes de tijera hasta que se vinieron a Lima. Así que acompasó los movimientos y las
piernas se le empezaron a deslizar como si ejecutara un baile macabro. ¿No había danzado
así por las noches hasta que la abuela se lo prohibió? («No me hagas eso, caracho. ¿No ves
que aquí en Lima los espíritus se lo pueden molestar?»).
El guardia Gómez aplaudía e invitaba a redoblar las apuestas, la sucia multitud gritaba
enardecida y alcanzó a distinguir el rostro borroso de tacutacu a través de la opaca niebla
del tabaco. Sin embargo, en su cansada mirada la figura del enemigo comenzó a crecer y
adquirió la turbia imagen de los monstruos que surgían al conjuro del pegamento. Tal vez
impulsado por un instinto elemental descargó un golpe fulminante sobre el obeso demonio,
mientras al frenético ritmo de las palmas se coreaba el color de su chompa, esa chompa que
la abuela Cloti le tejió por sacarse buena nota en sociales («roja te la voy hacer como la
cabeza de los cóndores»).
Ya todo se estaba acabando, tal vez haciendo un esfuerzo supremo terminaría pronto con
esa iniciación heroica; pero el aire era cada vez más espeso y el pescado se le salía por la
boca. De improviso entrevió a su padre en la selva descargando feroces golpes de hacha
contra un árbol: ahí, en la barriga, entre las piernas, haciéndole brotar una savia agridulce
que ya mojaba sus labios. Miró cómo el gordo descalabraba su aparatosa humanidad encima
suyo y sintió el estruendo que el árbol herido provocó sobre la tierra, el lamento de las aves
y el alarido del bosque. Pensó que apenas le faltaba una semana para cumplir once años y
que su papá le había prometido volver para darle un abrazo. Ese abrazo mortal que ahora
lo asfixiaba hasta dejarlo sin aliento.
Acaso recordó cuando el profesor Ochoa les leyó el cuento de la lenta agonía de un danzante
de tijera y cuando lloró pensando en el abuelo que nunca conoció. Por eso fue que mientras
el guardia Gómez le colocaba el Terokal en la nariz para reanimarlo, ese aroma mágico lo
transportó a un lugar remoto donde danzaría siempre sobre la nieve y en el que anidan los
cóndores de cabeza roja. Quizá nunca escuchó que el tacutacu decía llorando: «No le pegue,
jefe. Ya le dio la Ley de Newton».
"ES QUE SOMOS MUY POBRES"
(1953) - Juan Rulfo

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando
ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como
nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose
en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni
siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi
casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo
quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la
vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido
y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y
pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba
derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el
sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido
lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se
olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a
poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen
la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros
por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río,
echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les
llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe
desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se
ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da
cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el
río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada
vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el
puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos
subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto
al río, hay un gran ruidazal y solo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y
como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca,
donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue
donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi
hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una
oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que
no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo
más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A
mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de
su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y
suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir
que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar;
pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura
como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como solo Dios sabe
cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al
becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Solo dijo
que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una
voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el
río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar
leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo.
Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que
mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había
conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el
fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras
dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y
ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron
les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron
pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche.
Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se
lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una
con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde
ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no
sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar
como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca,
viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse
con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con
la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quién se hiciera el ánimo de casarse con ella,
solo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya
ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito
así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando
en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados
en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos
fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal
ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo
su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se
acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos.”
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la
Tacha, que como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que
prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para
llamar la atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que
estoy viendo que acabará mal.
Esa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi
lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por
su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca
sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y
sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de
allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo,
sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su
perdición...
"EL HUÉSPED"
(1959) - Amparo Dávila
Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un
viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era
feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver
en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo
pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de
desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro.
Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través
de las cosas y de las personas.
Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi
marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba
desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido mirándome con
marcada indiferencia—. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…” No hubo
manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me
ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Solo mi marido gozaba
teniéndolo allí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era esta una pieza grande,
pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció
sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus
necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente
normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban
despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y
salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor.
Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las
lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el
jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los
corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo
cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa
de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las buganvilias.
En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y
heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos
entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas
de agua que se escapaban de la vieja manguera.
Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba
todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuando estaba preparando la
comida, veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás
de mí… yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y
gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado.
Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No
así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se
situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía
más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los
niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas.
“¡Allí está ya, Guadalupe!”, gritaba desesperada.
Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel
ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él…
Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la
madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo
asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que
yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos
solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas,
Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño
de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a
acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era
posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría
pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras
cosas también lo entretenían…
Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera… Cuando
desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante… Salté de la cama
y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica
en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier
momento… Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo
y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis
gritos, habría ardido toda la casa.
Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa.
Solo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las
palabras se habían agotado.
Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la compra y dejó al
pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias
veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el
llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré
golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me
lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia
contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido.
Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de
golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles.
Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble
y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio
que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía
matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. “Cada día estás más
histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces
que es un ser inofensivo.”
Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía dinero y los
medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía
tan sola como un huérfano.
Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi
lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.
—Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.
—Tendremos que hacer algo y pronto —me contestó.
—¿Pero qué podemos hacer las dos solas?
—Solas, es verdad, pero con un odio…
Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.
La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a
arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.
No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó antes de
lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto
y por primera vez pude cerrar la puerta.
Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían
tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la
golpeaba con furia…
Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos
estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos
muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en
comer.
Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos.
Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas
de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores,
después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla
totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No
hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo
terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.
Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento…
Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba… Ni
Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos…! A veces pensábamos
que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia
fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas…
Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos dos días más,
antes de abrir el cuarto.
Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y
desconcertante.
"LOS LIBROS VOLADORES"
(1959) - Silvina Ocampo

Había muchos libros en aquella casa, tantos que nadie pudo contarlos, porque todos los
días aparecían nuevos ejemplares que se alojaban en los anaqueles sin que supieran quién
los traía ni dónde estarían. Pero de noche los libros seguramente se levantaban, cambiaban
de sitio o se juntaban para parecer más numerosos. Entonces yo, con una curiosidad
ridícula, resolví mirarlos en la tenue oscuridad, para ver en el silencio si se movían, en
cuanto empecé a sospechar. ¿Qué pasaba con esos libros de noche, cuando el sol se
acostaba, los sonidos de la calle morían meticulosamente y las hojas, que no eran hojas sino
páginas, se movían con rumores de alas y de nidos en los estantes? A mi hermano le gusta
jugar con ellos, pero papá dice que es un pecado y me mira a mí.
Yo tenía cinco años, mi hermano siete, y el resto de la casa eran personas mayores. En lugar
de mesitas teníamos libros apilados; en lugar de banquitos, sillones, sofás o sillas, teníamos
libros y, en lugar de tener la ropa y los zapatos en los roperos, teníamos libros dentro de los
roperos. Todo el mundo cree que somos desordenados y no se equivocan. Llegó un
momento en que ni siquiera la cocina sirvió para cocinar. En una mesa de libros pusieron
un calentador para hacer distintos platos, aunque ya el gusto por la cocina se había perdido.
Me contaron que en una oportunidad unos hombres resolvieron asaltar la casa, viéndola
de afuera tan linda, pero no pudieron llegar a la cocina, donde creyeron que sería fácil
entrar, ya que en el camino varios libros se habían subido los unos sobre los otros, formando
una barricada. No podían imaginar otra manera de asaltar una casa tan impenetrable y se
fueron diciendo malas palabras con los más horribles puntapiés que propinaron a cuanto
libro encontraron: grandes, chicos, de papel de Biblia, de papel de arroz, de papel de diario,
de papel de tornasol, de papel de pluma, de estraza, de madera, de tisú, de papel grueso y
ordinario para niños. Yo contemplé el desastre cerrando los ojos, pensando qué había
retenido de esos libros y tratando de contener las lágrimas, que parecían de papel, ya secas
en las mejillas.
Fue entonces cuando nuestros padres resolvieron que nos mudáramos de casa y nos
instalamos en un departamento, con jardín. Porque éramos ambiciosos regalamos los libros
para una biblioteca que llevaría nuestro nombre. Pero todo era un engaño para
entusiasmarnos.
Dormí tranquilamente la primera y la segunda noche en la nueva casa. Habían comprado
algunos libros lindos, llenos de figuras, un diccionario en ocho volúmenes, muy raro, con
árboles y flores, y animales de todos los colores y de todas las razas. Yo pensaba que esos
libros no ocuparían lugar. Entonces me dediqué a mirarlos con mayor interés. No salía a
pasear, ni iba al cine para mirarlos, para imaginar qué pensarían al ver cómo yo los colocaba
en los desvanes de la casa, en los lugares más solitarios y vacíos. ¿Dónde estarían los libros
pornográficos? Eso me preocupaba un poco.
El tiempo fue pasando. Yo apenas lo sentí. Cómo podía imaginar que en tan poco tiempo se
acumularía un mundo de libros, todos idénticos a los anteriores, con las mismas tapas, las
mismas primeras hojas, las mismas enormes, resignadas apariencias. No podía creer que el
tiempo, tan ingenioso, hubiera pasado y que me viera preso en un mundo idéntico al
anterior y acorralado de nuevo en una desordenada biblioteca. Siempre hay que temer las
ocurrencias del tiempo. Desde mi nacimiento lo sentí. Vi plantas, almohadones, lámparas
verdes que en la otra casa no había. Vi un cupido de mármol, con sombrero de paja,
luchando contra el viento, con los pies desnudos, pero los mismos libros grises, azules,
colorados, violetas estaban. ¡Yo no sé qué decir de este milagro! ¿Cómo pasó el tiempo? El
tiempo pasa sin hacerse ver, me dijo mi tía; sólo deja líneas en la cara y pelo blanco en la
cabeza. Habría que nombrar detectives no sólo para los crímenes, sino para muchas otras
cosas: para vigilar a los médicos y a sus enfermos, para vigilar el tiempo y a sus víctimas,
para vigilar la vida clandestina de los libros. Yo no sirvo para vigilar el movimiento de cosas
tan precisas. ¿Quién dirá que estos libros quieren vivir? A mí me están matando. La vida
está en ellos. Parece que vivieran como si todo fuera a redimirlos.
La casa ya tiene muebles hechos con libros: una repisa, una ensaladera de libros, un
reclinatorio de libros, una cama de libros. Ya progresó el mundo, desaparecen los colores;
la luz intensa del amanecer no es la misma. Tengo en mis manos un libro. Tiene voces, no
tiene letras. Nunca se me ocurrió quedarme en éxtasis oyéndolas. ¿Moriré porque los libros
de pronto hablan sólo de muertes o de crímenes? A veces escucho las voces de dos libros
que se mezclaron. Son voces angélicas: una es la voz de un Narciso, me dijo un amigo, que
abraza el agua, toda la largura del agua; era un loco, se enamoraba de sí mismo; otra, la voz
contraria de san Gabriel, que abraza el mundo. Y creo que podré vivir, pero no sé si es
verdad o si será verdad.
Lo más incongruente o dramático de todo fue cuando los libros se unieron. Me llamaba la
atención la posición que adoptaron algunos. No se separaban. A cualquier hora estaban
juntos. Recuerdo que aparecieron unos libros chiquitos, tan chiquitos que eran ilegibles.
Estaban Baudelaire, Rimbaud, Racine, Verlaine y algunos pensamientos de Pascal.
Inmediatamente imaginé que eran los hijos de nuestros libros, sin descartar la idea de la
copulación, tan importante. Traté de reunir algún libro y mezclarlo con el que tenía al lado,
pero era muy largo de hacer y además resultaba casi imposible. Sin embargo, traté de
olvidar esta idea absurda que se me había ocurrido. ¿Realmente los libros copulaban o se
me había ocurrido a mí dentro de todos los argumentos que siempre me perseguían? Fue
entonces cuando mi padre buscó a un psicoanalista para que me analizara.
Yo tendría siete años, la idea le parecía demasiado inocente y complicada, casi peligrosa.
Mezclé a escritores de diferentes épocas o edades; resultaron muy pintorescos, pero nunca
salió un recién nacido de estas mezcolanzas, ni nada que pudiera parecerse a la realidad.
Tuve que admitir que me había equivocado y renunciar a mi fantasía. ¡Yo era demasiado
chico!
Un día el cielo se llenó de nubes y la casa estaba a oscuras. Iluminados por relámpagos los
libros no cesaban de aumentar; hablaban, discutían con fervor, con esa tremenda voz que
tienen las personas cuando se enojan. No puedo decir que tuve miedo. No podía sentir
miedo ante semejante disparate. ¿Estaría soñando? Nunca siento que sueño cuando ocurre
algo anómalo. Siento que me he vuelto loco o que el mundo ya no es el mismo y me someto
a cualquier tipo de resignación o de fervor. Vi que los libros se movían, que la agitación era
profunda como en las manifestaciones políticas. Comprendí que algo terrible sucedía. Me
acerqué a dos libros que estaban moviendo las primeras páginas con pasión. Hablaban de
suicidio colectivo. Se acercaban a las ventanas más altas de la casa. Sin mirar por donde
avanzaban, tropezaban con las sillas, de donde caían libros tras libros, y finalmente
retomaban sus verdaderas posiciones, volviendo a los anaqueles. Entonces, muy entrada ya
la noche, empezaron a caer de los balcones los libros, tan infinitos que nadie podía
contarlos. Yo trataba de salvarlos, en vano. Miles y miles cayeron, grandes y chicos, con
tapas gruesas y blandas. Me asomé a mirarlos desde arriba. De pronto sentí que morían.
Montones de libros en el suelo, sobre flores caídas, sobre el barro, en todas partes, hasta
que el último que vi comenzó a volar como un extraño pájaro, y así uno tras otro, hasta que
el cielo se cubrió de una extraña nube. Bajé a la calle. El pueblo se había reunido para ver la
nube de libros voladores. Vieron también otro montón de libros sin alas, en el suelo, y eran
tal vez más numerosos que los anteriores, como aquellos que volaban con tanto alborozo.
Alguien preguntó:
—¿Y estos libros? —Son los libros que nadie supo escribir. —¿Alguien pudo leerlos?
—Nadie supo leerlos. Fue como si empezaran a leer. Por eso los quemaron. Hicieron
grandes fogatas de libros.
—¿Por qué no sabían escribir aquellos que los escribieron?
—No sabían lo que era un adjetivo ni un verbo ni un pronombre.
—Pero algo tenían que decir.
—Eso no bastaba. Tenían que escribirlo de un modo lógico, de un modo claro, de un modo
perfecto.
Todo había cambiado; los buenos libros no servían. Lo atribuyeron a causas políticas.
Servían como cajas de bombones cuando venían las polillas, ¿cómo matarlas sin matar los
libros?
—¿Es tan difícil escribir? ¿Más difícil que vivir?
—Menos arduo pero más difícil.
—¿Más divertido? ¿Menos real? ¿Menos cierto?
—Hay que conformarse. Vamos a ver qué hacemos con los libros que quedan, porque ya la
casa vuelve a llenarse de libros. No son perros, no basta decirles «fuera de aquí». Nunca se
van ni se irán. ¿Acaso se acostumbraron?
Pero ahora existe la televisión. Nuestra casa se llenó de cassettes. ¡Es lo único que faltaba!
Yo defiendo los libros hasta la muerte. Dejaré de ser chico, seré grande y llevaré bajo el
brazo un libro. ¡Es tan decorativo! ¡Tan cómodo! Si alguien me pregunta ¿qué haces?,
contesto: Estoy leyendo. ¿Tenés los ojos bajo el brazo? Idiota.
"PASIÓN"
(2018) - María Fernanda Ampuero
Hecha un ovillo en el suelo pareces un bulto que algún mendigo dejó ahí sin miedo a que le
roben porque no hay nada de valor en esa sucia bolsa. Eres tú. El polvo que levantan las
sandalias de la multitud –la multitud que corre a ver el espectáculo– te cubre por completo.
Tienes la boca de arena y una piedra puntiaguda se te clava en el esternón. Alguien te pisa.
Sigues inmóvil. Un perro hambriento, salvaje, te olfatea. Sigues inmóvil. Piensas en venenos,
en amargas raíces asesinas, en esos afilados colmillos de las serpientes del desierto que
tantas veces has ordeñado, piensas en acabar con todo rápido.
Sabes, lo único que sabes, es que no vas a poder vivir sin él. Lo que no sabes, y nunca sabrás,
es si te quiso. Eso es algo que solo saben quienes han sido queridos alguna vez. Tú no eres
una de esas personas. Tu madre se fue dejándote mocosa y flaca y desnuda. Un animalito
mojado en la puerta de la casa de tus abuelos.
Se fue a buscar hombres, decían ellos, decían las gentes del pueblo tapándose la boca por
un lado. Usaban para hablar de ella esa palabra que luego, no mucho más tarde, fue tuya,
te calzó como un traje ceñido, te contagió como una enfermedad.
No sabes, tampoco, que tu madre quería salvarte de ella, de eso que heredaste y que se
parece tanto a una gracia como a una maldición.
La primera profecía que cumpliste fue la de «eres igual a tu madre». Te golpeaban para que
no seas igual a tu madre mientras te gritaban eres igual a tu madre. Una noche, tendrías
doce, trece, se te hizo tarde al volver de tu ocupación favorita: recoger raíces, hierbas y
flores para luego en casa hervirlas, aplastarlas, mezclarlas y ver qué pasaba. Volviste
corriendo con la alforja llena, levantabas el polvo con tus sandalias, ensuciabas los bajos de
la falda y la gente al verte pasar sudada, jadeando, meneaba la cabeza como diciendo
«pobrecilla», como diciendo «otra como la madre».
Ella, tu abuela, él, tu abuelo, te pegaron tanto que dejaste para siempre de escuchar por el
oído derecho y te quedó un rengueo al caminar. Con una vara de laurel –esa vara de laurel–
te rasgaron la espalda, las nalgas, el pecho diminuto, hasta dejarte tiras de piel colgando,
como una naranja a medio pelar.
Gritaban, gritaban, y azotaban, azotaban. Sus sombras a la luz del fuego parecían gigantes
furiosos. Cerraste los ojos. Te hiciste un ovillo en el suelo, apretaste la piedra gris que tu
madre te había dejado atada al cuello y dijiste para ti misma «que me maten o ya verán».
Pero no te mataron.
Despertaste de madrugada a punto de ahogarte con tu propia sangre. Escupiste, vomitaste
y con un dolor de agonía lograste incorporarte. Despacio, muy despacio, cubriste con uno
de tus emplastos cada herida y las envolviste con paños. Fuiste a tu alforja, buscaste un
recipiente y ahí, en la oscuridad, mezclaste con el mortero varias hierbas y raíces, añadiste
unas gotas de líquido que brilló –amarillo– a la luz de la luna. Tus ojos, también amarillos,
se iluminaron como los de un gato.
Eso nadie lo vio.
Pusiste el recipiente con la mezcla en el fuego, dijiste unas palabras en susurros –sonaron a
cántico, a rezo, a hechizo–, cubriste con tu palma la piedra gris, recogiste tus cosas y te
largaste de allí.
Cuando encontraron a tus abuelos estaban secos, deshidratados, tiesos como esas culebras
huecas que a veces aparecen en los caminos.
Decían, los que los encontraron, que estaban marrones y que tenían los ojos desorbitados
y las mandíbulas inhumanamente abiertas. Decían, los que los encontraron, que parecían
haber muerto de terror.
Se te perdió la pista muchos años. Una niña perdida más en un mundo de niñas perdidas.
Unos decían que te habías unido a los nómadas y recorrías los pueblos bailando y
enseñando los pechos por unas monedas. Otros aseguraban que habías matado a unos
hombres que querían quitarte el colgante –la piedra– de tu madre. Unos más estaban
convencidos de que habías muerto leprosa, despedazada y sola. Que alguien que conocía a
alguien que conocía a alguien te había visto agonizar en un leprosario, encerrada en una
mazmorra con otros asesinos, bailando sin ropa ante hombres excitados.
En realidad, tu vida no le importaba a nadie y lo único que querían saber era qué diablos les
habías hecho a tus abuelos para que amanecieran secos como ramas.
Te empezaron a llamar también otra cosa, como a tu madre, y te usaban, usaban tu nombre,
para asustar a los niños.
Un día te dijeron que allí, en esa tierra maldita que juraste no volver a pisar, había un hombre
especial y que tenías que conocerlo. Nunca podrás decir a las claras por qué, pero deshiciste
lo andado durante tantos años. Caminaste kilómetros y kilómetros, despedazaste tus
sandalias y llegaste un amanecer, descalza, el pelo una maraña, la piel quemada.
Él parecía estar esperándote. Pidió una palangana de agua limpia y se hincó a lavarte, con
una delicadeza casi femenina, los pies llagados y sucios. Nunca podrás decir a las claras por
qué, tal vez porque ese fue el único acto de ternura que te habían dedicado –a ti, criatura
del golpe, hija de la brutalidad, princesa de las noches que terminan con las mujeres
malheridas–, pero en ese instante tomaste la decisión de darle tu vida, de hacer lo que
quisiera, lo que sea, de ser barro en sus manos, suya, su esclava.
Él te preguntó tu nombre y lo repitió con una dulzura que te hizo llorar las primeras lágrimas,
tus lágrimas, niña, que se volverían leyenda. Entonces extendió su mano y te las secó y te
dijo –sí, no te lo inventas, lo dijo– que te quería.
Dijo: te quiero.
Ya no había vuelta atrás. La huérfana, la humillada, la maltratada, la tullida, la medio sorda,
la puta, la asesina, la leprosa no existían ya –nunca más existirían.
Eras tú frente a él.
Y tú frente a él eras una mujer extraordinaria. La mejor de las mujeres.
Y si un perro, que es un ser de poco entendimiento, sigue fielmente a quien le acaricia la
cabeza y el lomo, ¿cómo no ibas tú a seguirlo a él hasta el mismísimo infierno? ¿Cómo no
ibas a hacer hasta lo imposible por hacerlo feliz, por ayudarlo a cumplir sus promesas? Así,
como un perro agradecido, te sentabas a sus pies a mirarlo, a escucharlo arrobada, loca de
amor, como si de su boca salieran uvas, miel, jazmines, pájaros.
A veces, mientras él contaba sus dulces historias de pescadores y pastores, tú apretabas la
piedra gris de tu pecho y aparecían veinte, treinta, cuarenta personas más a escucharlo
como tú: con devoción infantil, como si fuera un mago, como si de su boca saliera miel,
pájaros.
Sabías que eso lo hacía feliz.
De pronto fueron muchos los que lo seguían. Él cambió. Los cuentos se volvieron recetas,
las anécdotas, mandatos. Empezó a hablar de cosas que no entendías, que en realidad nadie
entendía, cosas mágicas, santas, tal vez sacrilegios. A ti nada de eso te importaba.
Los otros ya no te dejaban tocarlo –salvo la túnica, las sandalias– ni él visitaba tu tienda con
tanta frecuencia, con tanta urgencia. Te quedaba la memoria de su olor de hombre del
desierto que no se iba de tu nariz, de tu cuerpo, de tu vestido. Un olor que no se fue nunca,
que hasta el último instante de tu vida te estremeció. Era tuyo, ahora un enviado de los
cielos, decía, pero tuyo. Y tú de él. Por eso apretaste la piedra de tu cuello cuando se
quedaron sin vino en aquella boda e hiciste aparecer pescado y pan donde no había más
que piedras y arena –porque en tu soledad aprendiste a que te obedecieran el agua, las
piedras, la arena.
Por eso también aplicaste, sin que nadie te viera, sin que nadie quisiera verte, tu ungüento
en los ojos blancos del mendigo que los abrió y dijo «milagro» y te metiste a escondidas en
el sepulcro de aquel hombre para llenar sus pulmones muertos del sahumerio de la vida –
entonces invocaste fuerzas que no debías, la muerte es la muerte, pero ya era demasiado
tarde para replanteártelo– y lograste que el cadáver se levantara, que anduviera y que él se
llenara –más, cada día, más– de gloria.
Pero eso no lo ibas a permitir. Que se muriera. No: que se dejara matar. Eso no lo ibas a
permitir. Trataste de impedírselo, le hablaste del ungüento, de las piedras que fueron
alimento, del vino que era agua, de los ojos blancos, nulos, de aquel mendigo, del cadáver
que anduvo, de la piedra que llevas en el cuello, de las fuerzas que invocaste, infinitamente
más poderosas que tú y que él. Pero no te creyó. Te apartó de su lado con violencia –él, con
violencia– y te caíste y desde el suelo lo miraste y viste a dios. Ese hombre era tu dios. Y te
llamaste mentirosa, te llamaste embustera, te llamaste loca y él te dijo:
– Apártate de mi vista, mujer.
Si un perro permanece en la puerta del que le da un mendrugo de pan y muestra los
colmillos, dispuesto a despedazar a cualquiera, para protegerlo, ¿cómo no ibas tú a
defenderlo hasta de sí mismo, de su propia convicción? Por eso el día en que se lo llevaron
y le hicieron todos esos horrores, tú apretaste la piedra y el cielo se encapotó hasta
convertirse en una masa de lava gris y tu llanto –ay, tu llanto– hizo que gente a miles de
kilómetros empezara a llorar sobre la sopa, haciendo el amor, labrando la tierra, lavando la
ropa en un río, en sueños.
Cuando su cabeza colgó sobre su pecho, inerte, te hiciste un ovillo y la gente te pisoteó y un
perro salvaje te olfateó y pensaste en venenos y quisiste morirte ahí mismo, pero entonces
rompiste a llorar. Y tu llanto, mujer de lágrima viva, hizo un pozo en el que mojaste tu vestido
como si fuese un sudario y, desnuda, sin que nadie te viera, sin que nadie quisiera verte, te
metiste en el sepulcro en el que horas después lo depositarían a él: esquelético,
ensangrentado, muertísimo.
Con tu espalda pegada a la fría piedra, tu cuerpo pálido, de moribunda, lo viste levantarse y
sonreíste. Llevaba al cuello la piedra gris, es decir, se llevaba tu fuerza, tu sangre, tu savia.
La luz que entró en el sepulcro cuando él movió la piedra te permitió verlo por última vez:
hermoso, divino, sobrenaturalmente amado.
Él te miró, estás casi segura de que te miró y con tu último aliento –te morías– le dijiste algo,
lo llamaste, estiraste la mano. La palabra amor se colgó del techo como una estalactita. Pero
él siguió caminando al encuentro de sus fanáticos que gritaban, se tiraban a la arena de
rodillas, se cubrían los rostros con las manos.
Y no volvió la vista atrás.
"LA NOCHE DE LOS FEOS"
(1968) - Mario Benedetti

1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los
ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de
una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por
los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto
los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna
resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez
unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de
nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos
cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura
solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas
soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos,
novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a
alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad.
Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla
encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con
una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme,
pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien
formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y
la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi
animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros
feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son
algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso
hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara
media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y
me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café
o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que
pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro.
Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese
inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero
esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para
registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene
evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un
espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía,
junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar
del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
“¿Qué está pensando?”, pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la
prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos
hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y
convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado
como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a
juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a
algo.”
“¿Algo cómo qué?”
“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una
posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme como un chiflado.”
“Prometo.”
“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me
entiende?”
“No.”
“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su
cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando
desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
“Vamos”, dijo.
2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no
era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la
espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una
versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo
mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No
éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente
hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida
caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente
serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó
el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
"EL ÁRBOL"
(1939) - María Luisa Bombal

El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que
alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de
brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse,
clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.
“Mozart, tal vez” —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa.
“Mozart, tal vez, o Scarlatti…” ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese oído ni
afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas,
como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y
descifraban a primera vista, en tanto que ella… Ella había abandonado los estudios al año
de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había
conseguido aprender la llave de Fa, jamás. “No comprendo, no me alcanza la memoria más
que para la llave de Sol”. ¡La indignación de su padre! “¡A cualquiera le doy esta carga de
un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido
por Brígida. Es retardada esta criatura”.
Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba
por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería
simplificarse el día declarándola retardada. “No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no
quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas,
allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue”. Y Brígida había
conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.
¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer sus
orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar por él
de la mano, como ahora.
Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua cristalina que
corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje,
complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro.
—Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu exmarido, quiero decir.
Tiene todo el pelo blanco.
Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido
hacia el jardín de sus años juveniles.
Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que
desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como
interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más
liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. “Es
tan tonta como linda” decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni “planchar” en los
bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.
¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble
fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella
pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos
la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre
risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los
ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como una
lluvia desordenada. “Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de pájaros”.
Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se
sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado
tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a
comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto…
Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo
segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a
retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del
quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y
firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo
maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.
De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.
Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de
primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar
contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo,
viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la
espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola
olvidada sobre el pecho de Luis.
—No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón
de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado—. Nunca estás conmigo
cuando estás a mi lado —protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría
ritualmente los periódicos de la tarde—. ¿Por qué te has casado conmigo?
—Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la besaba. Y ella, súbitamente
alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado
y brillante de Luis!
—Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y
nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a
los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y
en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . .
—Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.
Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la
noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo
su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima
propicio.
Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había
levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba
en retenerlo fuertemente por los hombros. “Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu
estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis”.
Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era curioso— apenas pasaba a su
cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.
Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.
Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese
circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio
por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista
descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como
de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban
en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en
un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del barrio venían a
refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un
costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.
—Estoy ocupado. No puedo acompañarte… Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar
para el almuerzo… Hola, sí estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate… No. No sé.
Más vale que no me esperes, Brígida.
—¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de
ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser
inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?
A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis —¿por qué
no había de confesárselo a sí misma?— se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su
timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por
lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?
Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía, eso
sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las que él
estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez
para estrechar la vieja relación de amistad con su padre.
Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y
continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el
fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse
en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de
Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no
haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.
—Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis.
—Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.
—Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!
A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su
marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis…
—¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
—Nada.
—¿Por qué me llamas de ese modo, entonces?
—Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.
Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.
Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis
ofrecerle el viaje prometido.
—Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la
estancia con tu padre?
—¿Sola?
—Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.
Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes
que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.
—¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?
Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando
pasar la hora de llegada a su despacho.
—Tengo sueño… —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las
almohadas.
Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella había
rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado
sin pensarlo: el silencio.
Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus
nervios.
—¿Todavía está enojada, Brígida?
Pero ella no quebró el silencio.
—Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy
un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.
...
—¿Quieres que salgamos esta noche?…
...
—¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?
...
—¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo?
...
—¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame…
Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio.
Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira
violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.
Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. “Y
yo, y yo —murmuraba desorientada—, yo que durante casi un año… cuando por primera
vez me permito un reproche… ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar
nunca más esta casa…” Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba
desatinadamente la ropa al suelo.
Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.
Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había abierto.
Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas
los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una
impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.
Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia! Durante
toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como por
los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo
tronco del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría,
voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.
Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de
Federico Chopin.
¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su
marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?
El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel
cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.
Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y
parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.
¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo
una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había
sentado muy tieso. Hubo un silencio.
—Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?
Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: “No, no; te
quiero, Luis, te quiero”, si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de
inmediato, con su calma habitual:
—En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.
En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué
exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla, la
odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente
contra el vidrio glacial. Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo
golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y
silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta
grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo
de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó
escuchando: “Siempre”. “Nunca”…
Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!
A1 recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto.
¡Siempre! ¡Nunca!… Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.
El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras
como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos;
caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae
el “clavel del aire” y lo cuelga del inmenso gomero.
Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban
las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se
asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar
en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.
Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje —
siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río—
y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea.
Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar.
Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera
lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una
luciérnaga deseosa de precipitar la noche.
Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor
se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado
imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el
cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos
ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos
vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en
las estrellas de una calurosa noche estival.
Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la
estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.
Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras
otra, imperturbable.
Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del
estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían…
La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía
como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en
una copa de oro triste.
Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada
improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y
sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una
inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que
la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la
felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces
de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.
Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa.
¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.
Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de
mañana.
“Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de
vecinos…”
Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira
a su alrededor. ¿Qué mira?
¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?
No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir.
De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran
arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los
poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus
manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones.
Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una
calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos
deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de
la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de
rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.
Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora
balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.
Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle,
desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado
hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había
llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo
pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de
hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.
¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y
locuras, y amor, amor…
—Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? —había preguntado Luis.
Ahora habría sabido contestarle:
—¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.

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